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CUANDO LAS ROSAS CAEN

Lo último que Teo recuerda es haber pensado en que ya no podía salvarse,


que así se moría, en forma estúpida, y que a nadie le importaría. Todas esas
ideas aparecieron y desaparecieron en cuestión de segundos, mientras el auto
caía de trompa en la cuneta de la banquina, la lluvia aún era un “afuera” y ellos
estaban a punto de ser expulsados del interior del auto por la velocidad que
llevaban. Después, el auto quedó atrás, la lluvia los empapó y los enjuagó
precariamente de su propia sangre. Sus cuerpos, heridos y rotos
irremediablemente, quedaron tirados a la intemperie. No hubo más recuerdos.
En ese tiempo mudo transcurrieron tres días. Después de eso, Teo despertó en
la blancura del sanatorio. Preguntó por su mujer y le respondieron que estaba
fuera de peligro, lo que era cierto, pero omitieron hablar de las consecuencias
del accidente en su cuerpo. De lo que sí debieron hablarle, su padre, su cuñada y
los médicos, fue de la parálisis que ya no podría superar.
Antes del accidente, cuando Teo veía personas en una situación parecida a
la de él ahora, siempre decía que era preferible la muerte a vivir en esas
condiciones. Si alguien rechazaba esa idea, él la reafirmaba: Llegado el caso,
decía, no dudaría en pegarse un tiro.
Pensó en eso constantemente, mientras estuvo en el hospital y cuando fue
dado de alta, ya en la cama de su casa, postrado y con el revolver con el que se
imaginaba la escena en el cajón de la mesa de luz. El arma era una presencia
molesta, que le recordaba su falta de palabra. La realidad había atenuado la
convicción de no tolerar una situación como la suya. No tenía intenciones de
utilizar esa arma. Por el contrario, a medida que prescindió de los
medicamentos y que pudo pensar con más claridad, buscó, limitado a su cama,
una manera de seguir viviendo con lo que le había pasado.
Esa fue una espera tensa. Los días pasaban sin que él lograra encontrar
una salida, sabiendo que en realidad no había muchas. La idea de matarse,
aunque cercana en el tiempo, la sentía ajena a él, de la misma manera en que se
analiza un amor de adolescencia siendo ya mayor. Matarse hubiera sido lo más
limpio, lo más discreto, pero necesitaba un valor que no tenía.
La espera consistía en que se reanude la comunicación entre su cerebro y
sus piernas, algo imposible. La espera consistía en volver a sentir deseo, poseer
a Celia o a cualquier otra mujer.
Se dieron dos hechos hogareños para que las cosas empezaran a cambiar.
Celia retiró la sábana de la cama para reemplazarla por otra limpia, pero el
reemplazo no se hizo porque la comida estaba lista. Celia intentó servirle la cena
en una bandeja demasiado pesada para el único brazo que le había quedado
luego del accidente. Por eso volcó todo sobre Teo. El cuchillo que Teo siempre
usaba cuando comía carne golpeó sobre su pierna derecha y le provocó un
pequeño corte. Cuando cayó la bandeja, el cerebro ordenó correr las piernas,
pero esa orden fue inútil. Siguieron tan muertas como antes, imperturbables al
golpe, como si en algún lugar su propia voluntad se diluyera en la nada.
Después, cuando el corte se produjo en la rodilla, él supo que debería estar
sintiendo dolor. Esperó inútilmente, mirando la sangre que se aglutinaba sobre
el tajo. Celia se disculpó, dijo algo acerca del accidente y de su brazo, mientras
tapaba la herida presionando con la servilleta. Teo estuvo a punto de pedirle que
no lo hiciera, que quería seguir mirando.
Celia dejó la servilleta sobre la rodilla y fue a buscar el botiquín. La vista de
él quedó imantada a la mancha roja que se expandía con pereza.
A la noche, mientras Celia dormía a su lado, él simuló hacer lo mismo; sin
embargo, cerró los ojos y siguió viendo el corte y la sangre.

El cuerpo desnudo de Celia sobre el suyo. Él tenía la espalda apoyada en


unos almohadones que lo dejaban en una posición reclinada mientras ella se
movía, apoyándose en esa extensión inútil que eran sus piernas.
El intento se repitió algunas veces más. No importó la predisposición de
los dos y tampoco lo que le aseguraron los neurólogos acerca de la posibilidad
de mantener una vida normal, con las limitaciones propias que le marcaban las
secuelas del accidente. Esos intentos sólo habían servido para dejar en claro que
nada sería como antes.
Él quedaba recostado boca arriba, abrumado ante tanto vacío. Celia
también se recostaba, inclinando su cuerpo mutilado hacia la pared.
Teo recordó la primera vez en que sangró. El recuerdo, que estaba seguro
no correspondía a una primera vez real, se remontaba a la adolescencia, cuando
en una de las pocas peleas que había tenido, le rompieron el tabique.
Decidió hacerlo un mediodía, cuando Celia fue hasta el baño. Había estado
pensando en eso desde que a ella se le había caído la bandeja, una fijación que
no se había atrevido a enfrentar hasta ese día, tal vez porque podía intuir que
había un límite y que hacer un corte a voluntad era pasarlo, era adentrarse en él
mismo y en esa zona nueva e indefinida que el accidente había despertado.
Puso el plato a un costado y con el cuchillo trazó un recorrido de unos
cinco centímetros sobre la pierna. Un hilito rojo escapó de los límites de la piel
escindida y se deslizó por el muslo. Hizo otro corte más extenso. Miraba las
heridas y le parecían algo impropio, era difícil asociar eso que sangraba con él, y
a la vez esa sangre era la aseveración de la vida, una reafirmación a la existencia
de esas piernas que, luego del accidente, le habían parecido dos apéndices de
carne tan indiferentes como lejanos.
Teo se estaba imaginando empapado en su propia sangre cuando Celia
volvió a la pieza y dijo algo que él no se esforzó en escuchar.

Después de ese hecho, no hablaron del tema. Teo sintió curiosidad por
saber qué pensaba Celia, ella tenía una gran importancia dentro de lo que estuvo
pensando en esos días. Por eso, cuando le indicó lo que deseaba y ella se negó, él
ya tenía una respuesta preparada para darle. Le recordó que su sistema nervioso
estaba irreversiblemente dañado, y que nada de lo que sucediera en sus piernas
le causaría ningún dolor. Teo mantuvo un tono decidido durante la discusión y
cuando presintió que Celia no accedería, comenzó a dar lástima. No fue difícil.
Finalmente cedió. Con un pulso vacilante, le pasó el cuchilllo por la pierna
izquierda y dejó una marca, sin llegar a herirlo. Él le dijo que lo pasara con más
fuerza. En el segundo intento el cuchillo se hundió en la flexibilidad del muslo.
Celia mantuvo la presión.
Teo constató en la realidad lo que ya había hecho en sus fantasías. Volvió a
sentir placer viendo cómo Celia lo flagelaba.
Celia no volvió a cuestionarlo. A los dos días él pidió lo mismo y ella
accedió, con la misma naturalidad que si le hubiera pedido que lo llevara al baño
o lo ayudara a sentarse. Fue hasta la cocina y regresó con el cuchillo y las vendas
que luego detendrían el sangrado.
Y así fue como sucedió la tercera y la cuarta vez.
En la quinta, Celia regresó con los elementos habituales y antes de hacerle
nada, se desvistió lentamente.

La última vez que había dicho que no soportaría estar inutilizado, había
sido mientras esperaba al médico de su madre, en los pasillos del hospital donde
ella estuvo internada y más tarde murió. El paisaje de decadencia que lo
rodeaba y la situación penosa de su madre lo hicieron reflexionar en voz alta.
Celia, sentada a su lado, le objetó esa idea. Le dijo que siempre se encontraba
una manera para sobrellevar cualquier enfermedad.
La paradoja se dio después del accidente, ya que fue Celia quien encontró
más dificultad en adaptarse a las consecuencias: perder el brazo izquierdo la
deprimió más que a él quedar paralítico. En el hospital, a meses de chocar con el
auto, hablar de una situación desgraciada era algo así como un juego
especulativo que se permitían por un simple hecho: consideraban improbable
una realidad como la que les tocó vivir.

Había un dolor metafísico en todo ese ritual. Un padecimiento dulce que lo


hacía desconocer el límite, si es que alguna vez, desde que se había producido el
primer corte, había quedado alguno. Un padecimiento mental, imaginario, que
no dejaba de ser irreal. En forma inconsciente se había adscrito a una búsqueda
a la que le faltaba algo. Pedía ser herido, pero no sentía dolor. La estética de
sangre no alcanzaba para contener esa ansiedad. Por eso una noche, mientras
acariciaba con la vista sus piernas dibujadas de cicatrices, supo que todo eso era
un preámbulo.
Cuando Celia apareció con el cuchillo, Teo le pidió que le hiciera un corte
en el pecho. Celia lo miró con seriedad, como si todo lo que habían estado
haciendo desde que él le pidió que lo flagelara no hubiera sido más que un
juego. Le preguntó si estaba seguro. Él le tomó la mano, y la dejó a la altura del
corazón. Un frío sutil lo puso alerta. Se había acostumbrado a ver, no a sentir.
El tajo fue superficial, pero suficiente para hacer que se arqueara. El dolor
se expandió voluptuosamente. Celia, esta vez sin que le indicara nada, se inclinó
hacia él y pasó los labios sobre la herida.

Los sueños carmesí fueron poblados por Celia. La veía tirada al costado de
la ruta donde habían tenido el accidente. El brazo, solitario, alejado de la escena
y extendido bajo la lluvia; el hombro sosteniendo el vacío. La sangre formaba un
lodo espeso. Celia se veía más hermosa que nunca, con los ojos cerrados y las
gotas, vívidas como si no fueran parte de un sueño, golpeteando en su cara. Él se
acercaba, superando la realidad del accidente y aparentemente ileso.
Esas imágenes que se repitieron por días le causaron una incomodidad
culpable. Se deleitaba con la particular belleza de la escena, pero sabía que era
una maldición.
A veces la soñaba diferente, en medio de un vacío inocuo, sin ruta ni lluvia
de por medio, con los ojos cerrados. Yacía sin remera, con el torso y los
pequeños pechos surcados de heridas, algunas cicatrizadas, otras todavía
húmedas.
Nunca supo si fue inducido por estos sueños, pero de a poco le pareció
lógico hacer algo similar en la vigilia. Lo pensaba cada vez que Celia se apartaba
de él y de la cama, desnuda, manchada con el rojo de sus heridas en el cuerpo.
Imaginaba heridas sobre esa piel blanca y suave, heridas recíprocas. Por eso un
día, cuando Celia estaba sentada frente a él, le pidió el cuchillo.
Teo tuvo la impresión de que ella sabía lo que iba a seguir y, por la forma
en que lo miró, reflejando algo parecido a la alegría, pudo suponer que era eso lo
que había estado esperando.
Le hizo un corte debajo del pecho izquierdo, el del lado de su brazo
mutilado. Ella apretó los ojos en un gesto mudo. Teo tomó ese silencio como un
permiso.
Una vez en la vorágine, Teo no se dio un respiro para cuestionar lo que
estaba pasando, embotado en un mundo nuevo que se ampliaba día a día, que se
adentraba en la sensualidad pantanosa de sus fantasías. Un frenesí aletargado
que se traducía en un borde tajante y en la piel que cedía. El sistema nervioso
decodificaba el dolor erróneamente, como si el accidente hubiera alterado las
sensaciones en los dos.
A veces era Celia la que proponía y él quien aceptaba. Ella alteró el
mutismo que los abarcaba en esos momentos, diciendo las palabras que él
anhelaba oír. Entonces los sentidos entraban en guerra entre sí, dilatando y
perturbando el goce.
Ese trato era una manera de poseerse cada vez más, algo que podían
percibir cuando Celia quedaba recostada sobre él, aún jadeando, amalgamando
las heridas de sus cuerpos uno sobre el otro y con el gusto ácido de la sangre
mezclándose con la saliva. Se embebían mutuamente, como dos vampiros
hambrientos de ellos mismos.

En algún momento, después de semanas, su cuerpo dictaminó que los


cortes se habían convertido en una rutina. No había en él tramo sin haber sido
acariciado por el cuchillo, y sin embargo sabía que había que ir más allá otra vez.
Era impermeable a esos pequeños dolores, no tenían el mismo efecto que en un
principio. También creía, por la actitud de Celia, que a ella le sucedía algo
similar.
Lo que pensaba se vio confirmado el día que ella le pidió que apoyara y
abriera una mano sobre la mesa de luz. Él obedeció y simplemente la dejó hacer.
Miró cómo la figura atravesada de cicatrices se posicionaba para que el golpe
tuviera más vigor. Se necesitaron tres golpes para separar el dedo meñique de la
mano. Cada intento fue como un latigazo de acero.

El oficial Berti quedó custodiando la casa. Toda la casa debería ser


pesquisada y cualquier cosa que se moviera o se tocara podía ser perjudicial
para la investigación, tenía orden de no dejar entrar a nadie. Su compañero
había ido a dar parte de lo que encontraron y también se había llevado a la
hermana de la mujer. Había entrado en un estado de histeria.
Las ganas de ir al baño lo vencieron, y, al igual que la primera vez que
entró, se llevó el pañuelo a la boca.
Atravesó el living hasta el baño, conteniendo la respiración. Cuando salió
vio la puerta de la pieza apenas entreabierta. Parecía una invitación. La empujó
levemente para asomarse.
En la cama había dos cuerpos, uno sobre el otro. El de la mujer estaba
arriba, dando un abrazo incompleto a la otra víctima. Con el cadáver en ese
estado era difícil adivinar los rasgos faciales, pero se podía ver claramente que la
mujer no tenía ojos. Se preguntó quién podría haber hecho algo así. A las manos
del otro cuerpo le habían cercenado los dedos. Sin haber visto algo igual en su
corta carrera, tuvo el convencimiento de que cuando separaran a la pareja iban a
encontrar más mutilaciones.
Permaneció varios segundos mirando, como si deseara perpetuar cada
detalle de la escena. Salió y cerró la puerta de la pieza, con la turbadora
sensación de que esos cuerpos irradiaban una inexplicable placidez.

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