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Después de ese hecho, no hablaron del tema. Teo sintió curiosidad por
saber qué pensaba Celia, ella tenía una gran importancia dentro de lo que estuvo
pensando en esos días. Por eso, cuando le indicó lo que deseaba y ella se negó, él
ya tenía una respuesta preparada para darle. Le recordó que su sistema nervioso
estaba irreversiblemente dañado, y que nada de lo que sucediera en sus piernas
le causaría ningún dolor. Teo mantuvo un tono decidido durante la discusión y
cuando presintió que Celia no accedería, comenzó a dar lástima. No fue difícil.
Finalmente cedió. Con un pulso vacilante, le pasó el cuchilllo por la pierna
izquierda y dejó una marca, sin llegar a herirlo. Él le dijo que lo pasara con más
fuerza. En el segundo intento el cuchillo se hundió en la flexibilidad del muslo.
Celia mantuvo la presión.
Teo constató en la realidad lo que ya había hecho en sus fantasías. Volvió a
sentir placer viendo cómo Celia lo flagelaba.
Celia no volvió a cuestionarlo. A los dos días él pidió lo mismo y ella
accedió, con la misma naturalidad que si le hubiera pedido que lo llevara al baño
o lo ayudara a sentarse. Fue hasta la cocina y regresó con el cuchillo y las vendas
que luego detendrían el sangrado.
Y así fue como sucedió la tercera y la cuarta vez.
En la quinta, Celia regresó con los elementos habituales y antes de hacerle
nada, se desvistió lentamente.
La última vez que había dicho que no soportaría estar inutilizado, había
sido mientras esperaba al médico de su madre, en los pasillos del hospital donde
ella estuvo internada y más tarde murió. El paisaje de decadencia que lo
rodeaba y la situación penosa de su madre lo hicieron reflexionar en voz alta.
Celia, sentada a su lado, le objetó esa idea. Le dijo que siempre se encontraba
una manera para sobrellevar cualquier enfermedad.
La paradoja se dio después del accidente, ya que fue Celia quien encontró
más dificultad en adaptarse a las consecuencias: perder el brazo izquierdo la
deprimió más que a él quedar paralítico. En el hospital, a meses de chocar con el
auto, hablar de una situación desgraciada era algo así como un juego
especulativo que se permitían por un simple hecho: consideraban improbable
una realidad como la que les tocó vivir.
Los sueños carmesí fueron poblados por Celia. La veía tirada al costado de
la ruta donde habían tenido el accidente. El brazo, solitario, alejado de la escena
y extendido bajo la lluvia; el hombro sosteniendo el vacío. La sangre formaba un
lodo espeso. Celia se veía más hermosa que nunca, con los ojos cerrados y las
gotas, vívidas como si no fueran parte de un sueño, golpeteando en su cara. Él se
acercaba, superando la realidad del accidente y aparentemente ileso.
Esas imágenes que se repitieron por días le causaron una incomodidad
culpable. Se deleitaba con la particular belleza de la escena, pero sabía que era
una maldición.
A veces la soñaba diferente, en medio de un vacío inocuo, sin ruta ni lluvia
de por medio, con los ojos cerrados. Yacía sin remera, con el torso y los
pequeños pechos surcados de heridas, algunas cicatrizadas, otras todavía
húmedas.
Nunca supo si fue inducido por estos sueños, pero de a poco le pareció
lógico hacer algo similar en la vigilia. Lo pensaba cada vez que Celia se apartaba
de él y de la cama, desnuda, manchada con el rojo de sus heridas en el cuerpo.
Imaginaba heridas sobre esa piel blanca y suave, heridas recíprocas. Por eso un
día, cuando Celia estaba sentada frente a él, le pidió el cuchillo.
Teo tuvo la impresión de que ella sabía lo que iba a seguir y, por la forma
en que lo miró, reflejando algo parecido a la alegría, pudo suponer que era eso lo
que había estado esperando.
Le hizo un corte debajo del pecho izquierdo, el del lado de su brazo
mutilado. Ella apretó los ojos en un gesto mudo. Teo tomó ese silencio como un
permiso.
Una vez en la vorágine, Teo no se dio un respiro para cuestionar lo que
estaba pasando, embotado en un mundo nuevo que se ampliaba día a día, que se
adentraba en la sensualidad pantanosa de sus fantasías. Un frenesí aletargado
que se traducía en un borde tajante y en la piel que cedía. El sistema nervioso
decodificaba el dolor erróneamente, como si el accidente hubiera alterado las
sensaciones en los dos.
A veces era Celia la que proponía y él quien aceptaba. Ella alteró el
mutismo que los abarcaba en esos momentos, diciendo las palabras que él
anhelaba oír. Entonces los sentidos entraban en guerra entre sí, dilatando y
perturbando el goce.
Ese trato era una manera de poseerse cada vez más, algo que podían
percibir cuando Celia quedaba recostada sobre él, aún jadeando, amalgamando
las heridas de sus cuerpos uno sobre el otro y con el gusto ácido de la sangre
mezclándose con la saliva. Se embebían mutuamente, como dos vampiros
hambrientos de ellos mismos.