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Índice

Prólogo
Capítulo 1
El divorcio y los peritajes psicológicos en España en los comienzos del siglo XXI
Estadísticas y cultura de divorcio. expansión de este ámbito forense
Novedades legislativas
Intervenciones asistenciales y coadyuvantes al sistema judicial
A. Programas psicoeducativos con familias en ruptura
B. Mediación familiar
C. Coordinador de Parentalidad
Avances en materia de ética y regulación de buena praxis
Capítulo 2
Evolución de las evaluaciones psicológicas en disputas de custodia
Panorama actual de las evaluaciones psicológicas de custodia
A. Los estándares legales y sus efectos en las evaluaciones de custodia
B. La evidencia científica que sustenta las evaluaciones de custodia
El panorama a nivel nacional
Revisión del modelo propuesto hace una década
A. Reflexiones sobre el punto de partida y las variables incluidas en el modelo
B. Revisando la toma de decisiones derivada del modelo
Cuestiones metodológicas que considerar
A. Sesgos y fuentes de error más comunes y potenciales vías de minimización
B. Dificultades relativas a fuentes de datos e instrumentos de evaluación. Propuestas para superarlas
B.1. En cuanto a la fiabilidad
B.2. En cuanto a la validez
B.3. En cuanto a los protocolos y las predicciones
B.4. En cuanto a las entrevistas
B.5. En cuanto a la observación sistemática o estructurada
B.6. En cuanto a las fuentes colaterales o de contraste. Los terceros
B.7. En cuanto a la selección, utilidad y limitaciones de los tests. Otros instrumentos no estandarizados
Capítulo 3
Otras cuestiones objeto de controversia en las evaluaciones de custodia
La pernocta
El parenting y el coparenting
Hacer o no recomendaciones de custodia
Capítulo 4
La custodia compartida
Concepto y modalidades de custodia compartida
Orígenes y evolución de la custodia compartida
Evidencia empírica y mitología sobre la custodia compartida
1. Satisfacción con la custodia compartida
2. Ajuste post-divorcio con la custodia compartida
2.1. Ajuste infantil y CC
2.2. Ajuste parental y CC
3. Niveles de re-litigio asociados a la custodia compartida
Criterios que considerar en la toma de decisiones sobre custodia compartida
La custodia compartida en españa: leyes, jurisprudencia y cifras
Perspectiva de un psicólogo forense sobre la custodia compartida
A. El tratamiento que da el marco legal a la custodia compartida

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B. La compleja traslación del conocimiento científico a las disposiciones judiciales
C. Limitaciones de los modelos de evaluación que afectan a la valoración de las CC
Capítulo 5
Evaluaciones de custodia y violencia de pareja
Violencia en la pareja y efectos en los hijos
Los juzgados de violencia sobre la mujer
Las evaluaciones de custodia en presencia de alegaciones de violencia de pareja
Identificación de la violencia
Comprensión de la naturaleza y el contexto de la VP
Implicaciones en el parenting y el coparenting
Implicaciones para los hijos
Toma de decisiones sobre los planes de parentalidad y medidas coadyuvantes
Capítulo 6
Discusión de casos
1. Exposición del caso
1.1. Información extraída del expediente judicial
1.2. Especificación del objeto de pericia
2. Planteamiento de la evaluación
2.1. Formulación de las hipótesis que dirigen la evaluación
2.2. Metodología utilizada
3. Análisis de resultados
3.1. Resumen razonado de resultados
3.1.1. Organización familiar
3.1.2. Relativos al PADRE
3.1.3. Relativos a la MADRE
3.1.4. Relativos a los MENORES
3.2. Explicitación del proceso decisional seguido
4. Comentarios críticos
4.1. Posibles limitaciones de la evaluación efectuada
4.2. Controversias relacionadas con el caso
1. Exposición del caso
1.1. Información extraída de Autos
1.2. Especificación del objeto de pericia
2. Diseño de la evaluación pericial psicológica
2.1. Formulación de hipótesis
2.2. Justificación de la metodología empleada
3. Análisis de resultados
3.1. Resumen razonado de los resultados
3.1.1. Informe elaborado desde los S.S.M. de zona
3.1.2. Informes elaborados desde el P.E.F. de zona
3.1.3. Vaciado de la información obrante en el expediente judicial
3.1.4. Exploración pericial psicológica del grupo familiar
3.2. Explicitación del proceso de toma de decisiones
4. Comentarios críticos
4.1. Posibles limitaciones
4.2. Controversias relacionadas con el caso
1. Exposición del caso
1.1. Información extraída de Autos o documentación judicial
1.2. Especificación del objeto de pericia
2. Planteamiento de la evaluación
2.1. Justificación de las hipótesis que dirigen la evaluación
2.2. Metodología utilizada
3. Análisis de resultados

3
3.1. Resumen razonado de los resultados
3.1.1. Resultados de la evaluación psicológica de la madre
3.1.2. Resultados de la evaluación psicológica del padre
3.1.3. Resultados de la evaluación psicológica del menor
3.1.4. Resultados relativos a la competencia parental de los progenitores
3.1.5. Resultados obtenidos del contacto con otros recursos
3.2. Explicitación del proceso de toma de decisiones
4. Comentarios críticos
4.1. Posibles limitaciones de la evaluación efectuada
4.2. Controversias relacionadas
Referencias bibliográficas

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LAS CUSTODIAS INFANTILES
UNA MIRADA ACTUAL

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Colección Psicología Universidad

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Marta Ramírez González

LAS CUSTODIAS INFANTILES


UNA MIRADA ACTUAL

Prólogo de José Luis Graña López

BIBLIOTECA NUEVA

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© Marta Ramírez González, 2016
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2016
Almagro, 38, 28010 Madrid
www.bibliotecanueva.es
editorial@bibliotecanueva.es
ISBN: 978-84-16938-05-6
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pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La
infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270
y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los
citados derechos.

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A mi compañero, por transitar la vida a mi lado,
y a cuantos colegas y amigos me unen
inquietudes, fatigas y proyectos.
Gracias por enriquecerme día a día

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Prólogo
En el presente libro se abordan con todo detalle cuestiones fundamentales del proceso
de custodia, analizando pormenorizadamente aquellos aspectos que de una u otra forma
están implicados y que afectan a la parte más importante del mismo, el menor.
Su autora, Marta Ramírez, presenta nuevamente después de que ya lo hiciera hace
más de una década (2003) una nueva actualización del estado de la cuestión tras la
modificación a lo largo de estos años de la legislación que regula el proceso de custodia
así como la tipología y la naturaleza de las demandas sociales, apoyándose en una
revisión detallada de la investigación más relevante tanto a nivel nacional como
internacional.
El texto se divide en seis grandes bloques que engloban tanto aspectos teóricos y
legales como elementos prácticos centrados en el proceso de evaluación psicológica en
temas de custodia.
Un primer bloque, a modo introductorio, actualiza el tema tratado en el contexto del
siglo XXI, en el que los procesos abiertos de divorcio así como el desarrollo de peritajes
psicológicos asociados para asistir a las resoluciones judiciales en temas de custodia se
han incrementado exponencialmente. Se detallan las novedades legislativas que afectan a
este proceso y que deben ser consideradas por cualquier profesional que se dedique a la
peritación. Asimismo, la autora, implicada desde hace años en establecer parámetros de
actuación en cuestiones de evaluación psicológica en el ámbito pericial, dedica parte de
este apartado introductorio a debatir y exponer cuestiones de orden ético, subrayando la
necesidad de enmarcar el trabajo profesional en este campo dentro de las guías de
buenas prácticas que han sido y están siendo reguladas por organismos como el Colegio
Oficial de Psicólogos.
El segundo bloque temático se centra de lleno en el proceso de evaluación psicológica
desde una perspectiva teórica y metodológica. Así, se repasa la evidencia científica que
sustenta las evaluaciones de custodia incluyendo las directrices más actuales emitidas por
organismos nacionales e internacionales, que apoyan la necesidad de realizar una revisión
crítica de los modelos teóricos utilizados en la última década. La autora propone,
finalmente, un modelo de actuación que incluye novedosas propuestas que subrayan la
importancia de la sistematización del proceso de evaluación realizado en los procesos de
custodia.
En el tercer bloque, centrado ya en los procesos de custodia, la autora hace presente y
profundiza en algunos aspectos muy debatidos. Se tratan aspectos como la pernocta o la
introducción temprana de las mismas atendiendo a factores de estabilidad e implicación
de ambos padres, facilitando una propuesta integradora que recoge la evidencia empírica
actual sobre el impacto que estas tienen o pueden tener en los menores. La autora aborda
también otro aspecto nuclear como es el parenting exponiendo los problemas más
importantes sobre la definición, medición y los componentes de este constructo que aun
siendo relevante, todavía se encuentra en proceso de definición y especificación.
Nuevamente, se incluye al menor considerando la influencia del parenting en el ajuste

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infantil y su relación con el conflicto, atendiendo a las distintas combinaciones de estilos
posibles y al coparenting resultante. Finalmente, este bloque se cierra con otro aspecto
controvertido debatiendo sobre la legitimidad o no de que los evaluadores realicen
ultimate issues o recomendaciones explícitas de custodia dentro de los procesos
judiciales.
El cuarto de los bloques, se dirige a profundizar en la custodia compartida. Se revisa la
evidencia empírica relativa a tres de sus componentes principales: la satisfacción de los
implicados (padres e hijos), el ajuste filial post divorcio y la estabilidad versus relitigio
que se registra con esta modalidad en comparación con otras. La autora, apoyándose en
esta revisión y en su larga trayectoria profesional en temas de custodia compartida,
plantea una propuesta aplicada de actuación incidiendo en la combinación de criterios y
exponiendo algunas indicaciones prácticas o recomendaciones para un mejor manejo de
casos tan frecuentes como estos.
El quinto bloque está dedicado específicamente a aquellos casos de evaluaciones de
custodia en presencia de alegaciones de violencia en la pareja en sus múltiples
manifestaciones y no solo en aquellas propias de la jurisdicción de los Juzgados de
Violencia sobre la Mujer. La autora presenta para estos casos, un detallado plan de
actuación (pasos, prioridades y medidas) a llevar a cabo en la determinación de los planes
de parentalidad y acceso a los hijos tras las rupturas de pareja.
Por último, el sexto bloque recoge una serie de casos aplicados aportados por tres
excelentes profesionales del ámbito de la psicología forense que acompañan a la autora
no solo en la descripción y resolución de casos como la custodia compartida sin acuerdo,
el Síndrome de Alienación Parental o la violencia de género, sino también en el debate de
las limitaciones y dificultades de la práctica forense.
Se trata, en definitiva, de un excelente y pormenorizado trabajo que versa sobre uno
de los aspectos más controvertidos y, al mismo tiempo, más interesantes al que se
enfrentan cotidianamente muchos peritos forenses y a los que la autora ha dedicado
mucho tiempo de su quehacer profesional. Marta Ramírez es una de las psicólogas
forenses más reconocidas en este ámbito en nuestro país e internacionalmente, y con
más de 26 años de experiencia en los Juzgados de Familia de la Comunidad de Madrid.
Además, de ello, ha mostrado permanentemente una necesidad de nutrir su trabajo y
avalarlo con la investigación y el estudio de modelos teóricos que la han colocado
también como referente en el campo de la enseñanza, formando parte de los cuadros de
profesores expertos en formación continuada de profesionales de la Administración de
Justicia y en Másteres profesionales en el ámbito de la psicología forense.
Para finalizar, y aprovechando la oportunidad que la presentación de este libro me
permite, quiero resaltar también la calidad personal y humana de Marta Ramírez que
transmite diariamente en su quehacer profesional. De la misma forma que también se
refleja en las excelentes valoraciones obtenidas a lo largo de sus años de docencia como
profesora del Departamento de Psicología Clínica y en el Máster de Psicología Clínica,
Legal y Forense de la Universidad Complutense de Madrid, formando a nuevos
profesionales en una disciplina que es, sin duda, su pasión.

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José Luis Graña Gómez
Catedrático de Universidad
Departamento de Psicología Clínica
Director del Máster Psicología Clínica, Legal y Forense
Facultad de Psicología
Universidad Complutense

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Capítulo 1

El divorcio y los peritajes psicológicos en España en los


comienzos del siglo XXI
Estadísticas y cultura de divorcio. expansión de este ámbito forense
El reconocimiento legal del divorcio en España fue tardío, como todos sabemos, pero
con el paso de los años nuestras tasas, nuestra legislación y las demandas sociales en
torno a este fenómeno frecuente en todas las sociedades desarrolladas, se han ido
equiparando a las de nuestro entorno, y en determinados aspectos podría incluso decirse
que nuestro país se ha situado en la avanzadilla.
Según las cifras facilitadas por el INE en relación con 2015 (último año del cual
constan datos, aunque aún provisionales) hubo 162.571 matrimonios entre personas de
diferente sexo y otros 3.677 entre personas del mismo sexo. En ese mismo año ha habido
95.685 divorcios entre personas de diferente sexo y 877 disoluciones de matrimonios
entre personas del mismo sexo. Refiero únicamente los datos relativos a divorcios porque
desde la promulgación de la Ley 15/2005, por la que se modifica el Código Civil y la
LEC en materia de separación y divorcio, es ya innecesario el «doble procedimiento»
(primero separación y luego divorcio), y el 95 por 100 de las rupturas matrimoniales son
divorcios; hecho que le ha granjeado a este texto legal el sobrenombre de «ley de
divorcio exprés». Puede verse la evolución del número de divorcios desde ese año en el
Gráfico 1.

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Desafortunadamente seguimos sin contar con estadísticas oficiales a nivel nacional
sobre rupturas de parejas de hecho o no matrimoniales, pese a que cada vez son más
frecuentes las cohabitaciones de este tipo (Domínguez y Castro, 2013) y en ellas se
producen los mismos procesos asociados a las rupturas y la regulación de sus efectos, en
particular los relativos a los hijos1 menores. Tampoco el INE recoge información sobre el
número de modificaciones de medidas instadas, y las resoluciones que se adoptan en
estos procedimientos en relación con la custodia de menores. De la misma forma que son
escasos los datos específicos sobre disoluciones de matrimonios entre personas del
mismo sexo, por ejemplo, en cuestión de tipos de custodia. Por tanto se hace complicado
tener una visión completa de la regulación judicial de las rupturas de pareja en general y
del tratamiento de la custodia de los hijos menores en particular, en nuestro entorno
socio-jurídico.
Las cifras disponibles nos permiten no obstante ver que el aumento de divorcios ha
tenido unos años de estancamiento, coincidiendo con la crisis económica (Torres, 2015),
volviendo a haber un repunte en 2014. Además se registra un paulatino aumento de los
divorcios consensuales o no contenciosos; dicha vía supera a la contenciosa desde el año

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95, pero mientras en el año 2000 los divorcios tramitados de mutuo acuerdo
representaban según el INE apenas un 54 por 100, en 2010 eran ya más del 67 por 100 y
en 2015 constituyen ya casi el 76 por 100 de la muestra nacional (y superan el 85 por
100 en la submuestra de divorcios entre personas del mismo sexo). Aunque estamos lejos
aún de las cotas de resolución extrajudicial de las rupturas que presentan buena parte de
los países del norte de Europa, lo cual no parece ajeno al infra-desarrollo de servicios de
asistencia, orientación e intervención que seguimos padeciendo, como tendremos ocasión
de ver a continuación. El sistema judicial en nuestro país no es colaborativo, no propicia
lo suficiente la auto-determinación de medidas por parte de las parejas en ruptura, aun
con el asesoramiento e intermediación necesarios y accesibles a toda la población, sino
que tiene un claro enfoque adversarial; dicho sea esto sin la pretensión de cuestionar el
derecho de todo ciudadano a la tutela judicial, o de promover una desregulación
irresponsable de los divorcios, en especial cuando hay implicados menores.
También ha cambiado sobremanera la distribución de la guarda y custodia de los hijos
menores a lo largo de los años, en particular a partir del reconocimiento a nivel estatal de
la custodia compartida en la precitada Ley 15/2005, y de manera especialmente
significativa en aquellas CC.AA. con legislación específica en la materia, según se
analizará en detalle en el capítulo dedicado a este tema. Sigue predominando la custodia
exclusiva materna pero se aprecia una evolución descendente, en favor de la custodia
compartida más que de la custodia exclusiva paterna.
El llamado régimen de comunicación y visitas con los hijos (RV), que define el marco
de relaciones entre el progenitor no custodio y la prole, también ha experimentado
cambios notorios en las últimas décadas. No es un tema respecto del cual se conozcan
datos oficiales, pero tanto para profesionales del Derecho como de la Psicología con
dilatada experiencia de trabajo en los Juzgados de Familia, es obvia la tendencia a una
consideración menos restrictiva y más flexible de los RV. Del otrora RV estándar de
«fines de semana alternos» de sábado y domingo, se ha pasado a fines de semana
ampliados (frecuentemente de viernes a lunes con hijos en edad escolar), introducción de
uno o dos contactos entresemana, a veces con pernocta, y reparto por mitad de todas las
vacaciones escolares. Este mayor reconocimiento de la necesidad de una presencia
significativa e implicación continuada de ambos progenitores en la vida de los menores
tras las rupturas, sin duda responde a un cambio social en la concepción de la paternidad
y de la corresponsabilidad parental; pero también en alguna medida entiendo que es
reflejo de la evidencia favorable aportada durante años por los psicólogos en sus
evaluaciones de custodia, como lo es el aún tímido cambio de lenguaje tendente a romper
con la dicotomía custodia/visitas del cual intenta este texto con modestia hacerse eco.
Hoy, cuando la parentalidad positiva ocupa todos los foros de formación y difusión (en
diciembre de 2014 se celebraba la V Jornada sobre Parentalidad Positiva), y orienta las
políticas europeas de familia (Rodrigo, 2015; espacio web GURASOTASUNA), hablar
de «visitas» resulta un tanto anacrónico. El ejercicio de la parentalidad pos-divorcio cada
vez más se concibe como un continuo, respecto a las dinámicas familiares previas a la
ruptura y entre los dos núcleos u hogares en que las relaciones parento-filiales

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necesariamente se desarrollarán tras la misma. En consecuencia, en las evaluaciones de
custodia que se lleven a cabo, ya sea para orientar a los propios padres o con el fin de
asesorar a los jueces en esta materia, irá siendo más frecuente hablar de planes de
parentalidad u organizaciones familiares en las que se articulen y repartan
responsabilidades parentales y estancias con los menores, de acuerdo a las necesidades y
recursos de cada familia, e irá cayendo en desuso la vieja terminología de custodia y
visitas.
El aumento de divorcios en España en las últimas dos décadas, así como de ulteriores
familias reconstituidas (Treviño y Gumá, 2013) —en las que como es sabido hay a su
vez una mayor prevalencia de divorcios—, ha contribuido a la expansión de este ámbito
de la evaluación forense. Como señala Catalán (2015), un tercio de los psicólogos que
trabajan en los órganos judiciales de las diferentes CC.AA. lo hacen en Juzgados de
Familia o de Instancia competentes en esta materia. Y sin duda este es el ámbito que
aglutina también más peritajes privados, en particular desde que la Ley de Enjuiciamiento
Civil (LEC 1/2000) introdujera la modalidad de perito sin designación judicial. El boom
de las custodias compartidas —y la posibilidad legal de ser acordada a petición de una
sola de las partes, y sin desearlo la otra— también ha incrementado en los últimos dos
lustros la demanda de periciales psicológicas para valorar la viabilidad de este régimen.
Pero las dificultades asociadas a los RV o el análisis de los problemas vinculares que tan a
menudo se manifiestan en los procesos de divorcio conflictivo, han sido siempre objeto
de estudio por parte de los psicólogos forenses en este terreno (Ibáñez y Mecerreyes,
2014; Ramírez, 2009).
El crecimiento de esta rama aplicada de la Psicología en nuestro país ha sido enorme y
rápido. La oferta formativa para el quehacer forense —en esta jurisdicción de la familia,
y en el resto— ha sido realmente amplia desde finales de los 90. La institución colegial en
su conjunto, las organizaciones profesionales (como la Sociedad Española de Psicología
Jurídica y Forense constituida en el año 2000) y las instancias académicas han sido
conscientes de la importancia de la especialización y del descrédito que podía tener para
nuestra disciplina en su conjunto una mala praxis en un ámbito con tanta repercusión
social. El aumento de publicaciones ha sido vertiginoso (Quevedo-Blasco y otros, 2012),
favorecido en parte por la cantidad ingente de congresos, jornadas y demás foros de
comunicación y debate celebrados por la geografía española en estos últimos decenios.
Todo ello sin embargo contrasta por un lado con el todavía débil reconocimiento
formal o legal de la profesión, y por otro con su incierto encaje en el futuro Grado de
Psicología e hipotético desarrollo de nuevos Master profesionalizantes. Respecto a la
primera de estas cuestiones, hay que señalar que los psicólogos forenses de la
Administración de Justicia aún estamos en una especie de limbo jurídico. Aunque en la
ley de divorcio de 1981 ya se aludía al dictamen de especialistas, hasta la mencionada ley
15/2005 no puede encontrarse una mención específica a los Equipos Técnicos Judiciales,
que se repite en la Disposición Adicional sexta del Código Civil de Cataluña de 2010
(escueta referencia a los equipos técnicos de apoyo judicial). Contra todo pronóstico —
según anteproyecto— en la Ley Orgánica 7/2015, en su articulado sobre los Institutos de

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Medicina Legal y Ciencias Forenses —IML—, la referencia a los psicólogos no ha
podido ser más parca. A fecha de hoy sigue sin haber regulación legal del psicólogo
forense unido a la Administración de Justicia por un contrato laboral, sin estatuto
orgánico propio o reconocimiento como cuerpo específico (a modo del Cuerpo Superior
de Técnicos de Instituciones Penitenciarias por ejemplo), ni definición normativa o
reglamento de sus atribuciones, incompatibilidades, etc. Incluso, a raíz del proceso de
transferencia de competencias a las CC.AA. que arrancó en 1994, ni siquiera su
adscripción es la misma en todo el territorio nacional (en unos casos lo están a los IML,
en otros al Decanato del partido judicial correspondiente, o a Agencias, Servicios u otros
entes dependientes de la Administración). Dispersión, heterogeneidad y riesgo de
subsidiaridad a otros operadores, que en la medida de sus posibilidades viene intentando
paliar la Asociación de Psicólogos Forenses de la Administración de Justicia (APF) desde
su nacimiento en 2012, ante la absoluta desidia de nuestros gobernantes.
En relación con la segunda y más amplia vertiente del confuso estatus del psicólogo
forense español en la actualidad, el hecho de que aún no esté regulado el Grado de
Psicología ciertamente no solo afecta a esta rama de la profesión, pero sin duda añade
dificultad a la consolidación de la Psicología Jurídica como área profesional reconocida.
Objetivo de la División de la Psicología Jurídica recientemente creada por el Consejo
General de Colegios Oficiales de Psicólogos (2015), a modo de la conocida —e
influyente— División 41 de la APA.

Novedades legislativas
El marco legislativo en el cual desarrolla su trabajo el psicólogo forense que lleva a
cabo evaluaciones de custodia, ha experimentado bastantes cambios en lo que llevamos
de siglo.
Inauguramos milenio con la antes mencionada Ley de Enjuiciamiento Civil (Ley
1/2000) que supuso una agilización notable de los procedimientos de familia y por ende
un acortamiento de los plazos de práctica de prueba, incluida claro está la pericial.
Además dicha ley —en su sección 5.ª del libro II— estableció la regulación general de la
intervención de peritos, clarificando su encaje en el trámite procesal, diversos extremos
sobre honorarios, causas de recusación y qué podía serle exigido al perito en su
intervención en un juicio o vista (art.347). Esta norma introdujo también (art. 776.3)
dentro de la ejecución forzosa de medidas, la modificación del régimen de guarda y
visitas por incumplimiento reiterado del RV; la invocación de este artículo, alegando
interferencias del custodio en el RV en la línea del conocido SAP (Síndrome de
Alienación Parental), ha suscitado infinidad de solicitudes de dictámenes psicológicos de
cambio de custodia.
La Ley 42/2003 por su parte dio visibilidad al problema de la pérdida de otros
vínculos familiares que a menudo sufren los menores con el divorcio parental, el
fallecimiento de alguno de sus padres o conflictivas intergeneracionales. El texto legal
reconoció el derecho (y cauce para hacerlo valer) de relación de los menores con sus

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familias extensas, en particular con los abuelos que todavía en nuestra sociedad suelen
jugar un papel significativo en el cuidado de gran cantidad de niños. Obviamente cuando
estas relaciones se judicializan es porque los «puentes» o nexos naturales (padres) están
rotos o ausentes, y estos son casos paradigmáticos de conflicto de intereses para cuya
armonización resulta clave la evaluación psicológica del grupo familiar y de sus dinámicas
relacionales (De la Torre, 2005; Pérez y otros, 2012).
En 2004 se promulgó la L.O. 1/2004 de Medidas de P rotección Integral contra
la Violencia de Género, a partir de la cual se crean los Juzgados de Violencia sobre la
Mujer con competencias en materia penal pero también civil, siendo por tanto requeridos
los psicólogos para asesorar en uno y otro tipo de medidas (valoración del riesgo,
valoración de secuelas, adopción de medidas cautelares, evaluación de custodia y visitas,
etc.). Del encaje de las evaluaciones de custodia en esta jurisdicción mixta especializada,
se hablará extensamente en el capítulo de este texto dedicado al tema de la violencia de
pareja. Señalar aquí únicamente que sin duda este es uno de los ámbitos más complejos
y delicados de trabajo para el psicólogo forense.
Al año siguiente se promulgó la Ley 13/2005 conocida como «ley del matrimonio
homosexual», pues en ella se reconoce el derecho a contraer matrimonio —y por ende a
adoptar— de las parejas compuestas por personas del mismo sexo. Una ley que generó
en su momento más agitación en ciertos sectores sociales y debate parlamentario —
incluida la intervención de algún «experto» sin base alguna en la evidencia científica—,
que implicaciones ha tenido para las evaluaciones de custodia.
También en verano de 2005 veía la luz la Ley 15/2005, por la que se modifican el
Código Civil y la LEC en materia de separación y divorcio. Texto legal, este sí, con
implicaciones importantes para el psicólogo forense. En primer lugar porque hizo a partir
de ese momento innecesario, no solo la separación previa como ya se ha apuntado, sino
también alegar causas para solicitar el divorcio, cuestión que con anterioridad enturbiaba
los contenciosos con alegaciones de infidelidades, abandono familiar y hasta trastornos
mentales para «justificar» la demanda; ello, amén de puntuales solicitudes de periciales
para contrastar el fundamento o bases psicológicas de alguna de estas «causas» (aunque
nunca fue este objeto habitual de pericia en los Juzgados de Familia), provocaba sin
embargo un incremento indeseable del conflicto con el consiguiente efecto pernicioso en
la disposición a la coparentalidad, a la aproximación de posturas en relación con los
planes de custodia y visitas, y otros factores que forman parte de las evaluaciones de
custodia.
Esta ley supuso además el primer, aunque para muchos tibio, reconocimiento legal de
la modalidad de guarda conocida como «custodia compartida»; este texto legal no la
contempla como opción preferente, pero si abrió la puerta a la adopción de esta fórmula
de custodia aun sin estar de acuerdo una de las partes, por lo que el psicólogo forense se
torna clave para valorar qué elementos hay en cada caso favorables a la adopción de
dicha medida en interés del niño/a y cuáles por el contrario podrían interferir en el
adecuado funcionamiento de la misma. A esta legislación estatal han seguido, con
diferentes niveles de desarrollo y acierto en mi modesta opinión, leyes sobre la materia en

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cinco CC.AA. (Aragón, Cataluña, Navarra, Comunidad Valenciana y País Vasco). Todas
ellas y los pormenores de las evaluaciones de custodia en supuestos de custodia
compartida (en adelante CC) sin acuerdo, son analizados de manera extensa en el
correspondiente capítulo de este texto.
En tercer lugar, la 15/2005 volvía a poner el foco en la mediación como vía alternativa
a la judicial para resolver estos conflictos, aunque el proyecto de ley sobre mediación que
anunciaba en la disposición final tercera, aún se haría esperar más de un lustro.
Precisamente a continuación nos ocuparemos del desarrollo de la mediación y de otros
servicios de evidente interés en conflictos de custodia en lo que va de siglo. Por último en
relación con la Ley 15/2005, apuntar que en su disposición adicional única, también
hacía mención al llamado «fondo de garantía de pensiones», una vez más como mero
brindis al sol, sin el menor desarrollo normativo ni presupuestario ulterior.
Aunque en 2007 se promulgó la ley de Adopción Internacional, y obviamente los
procedimientos relativos a la protección de los menores (impugnaciones de tutela,
acogimientos familiares o adopciones) también son competencia de los Juzgados de
Familia y también para ellos se recaban informes psicológicos forenses, este texto se ciñe
en exclusiva a la casuística de las disputas de custodia, por lo que no haré más mención a
dicha legislación.
En 2012 se promulga el Real Decreto Ley 5/2012, de Mediación en asuntos
civiles y mercantiles, que incorporó —in extremis— la Directiva Europea 2008/52/CE
y supuso una relativa unificación de la docena de leyes autonómicas pre-existentes sobre
mediación familiar (MF); y digo «relativa» porque con posterioridad ha aparecido alguna
más y por el contrario no se ha planteado ninguna derogación —ni siquiera parcial— de
las normativas anteriores, como si el ámbito de acción de las CC.AA. se agotara en lo
legislativo, en vez de emplearse a fondo en el desarrollo y buena gestión de servicios, que
en muchos de estos territorios en relación con la MF, brillan por su ausencia (red de
servicios confusa e infra-financiada, que no garantiza la plena accesibilidad, ni la
adecuada dotación a las unidades judiciales). Esta normativa estatal regula los principios,
ámbito de aplicación, procedimiento y requisitos para actuar como mediador, y es
aplicable a cualquier mediación civil, no en exclusiva al ámbito familiar, aunque es esta
vertiente la que interesa aquí. A este respecto el texto favorece que desde la instancia
judicial se informe a los usuarios sobre esta forma alternativa de resolver sus diferencias,
y se les inste a asistir a una sesión informativa, reforzando así el mandato del art.771.2
de la LEC respecto a intentar siempre que las partes lleguen a un acuerdo, pero a mi
modesto entender fue una oportunidad perdida para una auténtica regulación de la
mediación intrajudicial en los Juzgados de Familia, y ya no digamos para promover de
manera pro-activa el consenso antes de recurrir a la instancia judicial, en particular
cuando se dirimen cuestiones relativas a los menores.
Y por último voy a referirme a la Ley Orgánica 8/2015 de Modificación del
sistema de protección a la infancia y a la adolescencia. Un texto amplio y
complejo, que ha afectado a diversas normas previas, algunas aludidas anteriormente, y
del cual solo destacaré aquellos aspectos más relacionados con la temática de este texto.

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Un primer punto que mencionar es su fijación del concepto jurídico indeterminado del
«interés superior del menor», como derecho sustantivo, como principio general de
carácter interpretativo y como norma de procedimiento; definición que hay que tener en
cuenta a la hora de buscar aproximaciones psicológicas a dicho concepto, como
tendremos ocasión de discutir en el capítulo que atiende a la evolución de las
evaluaciones de custodia. En segundo lugar desarrolla de forma detallada el derecho
fundamental del menor a ser oído y escuchado, de acuerdo con las recomendaciones y
criterios de los Convenios Internacionales ratificados por nuestro país, y refuerza la tutela
judicial efectiva de los menores al introducir la posibilidad de solicitar asistencia legal y
nombramiento de un defensor judicial (una especie de guardian ad litem) cuando se
aprecie conflicto de intereses con alguno de sus representantes legales (los padres como
titulares de su patria potestad). Veremos hasta qué punto ese papel puede acabar siendo
desempeñado por psicólogos especialistas en este tipo de conflictos familiares, como
ocurre en algunos países anglosajones.
En tercer lugar, como tendremos ocasión de comentar con mayor extensión en el
capítulo dedicado a las evaluaciones de custodia en que concurren alegaciones de
violencia, esta ley ha reconocido a los menores como víctimas también de la violencia de
género ejercida contra sus madres, lo que obliga a los evaluadores a considerar el
impacto en ellos más allá de la vertiente de víctimas-testigo. Además, incrementa las
cautelas para evitar la revictimización de los menores con su participación en los juicios,
al admitir la reproducción de declaraciones recibidas en la fase de investigación y la
declaración recibida por medio de expertos, entre quienes se hallan de manera indubitada
los psicólogos forenses. Por último, y aunque no tenga necesariamente relación directa
con la custodia, sino con la casuística de protección que también se atiende en la
jurisdicción de familia, hay que señalar que la LO 8/2015 introduce un nuevo
procedimiento encaminado a la obtención de la autorización judicial del ingreso de un
menor en un centro de protección específico de menores con problemas de conducta. Y
con este fin los jueces de familia están una vez más recabando el auxilio de los psicólogos
forenses.

Intervenciones asistenciales y coadyuvantes al sistema judicial


Hagamos a continuación un rápido repaso de los avances que en lo que llevamos de
siglo se registran en nuestro país sobre alternativas de resolución de conflictos (a las
cuales la bibliografía especializada se refiere por su acrónimo ARC —en inglés ADR—)
en materia de disputas asociadas a la custodia y la gestión de la parentalidad pos-divorcio.
Como ya apunté antes, el sistema judicial español sigue siendo netamente adversarial,
y está siendo lenta y complicada la infiltración en el mismo de la llamada «justicia
colaborativa» o «justicia terapéutica». En el Encuentro con la Abogacía Especializada en
Derecho de Familia organizado por el CGPJ en 2012 se hacía un llamamiento a
promover este enfoque transversal que propusieran Wexler y Winick (1996) con el fin de
atender al papel de la ley y su aplicación en el proceso legal como agente terapéutico,

21
buscando los procedimientos y comportamientos de los operadores jurídicos que puedan
contribuir mejor al bienestar de los usuarios del sistema legal. La práctica colaborativa he
crecido de manera importante en estos últimos veinte años y hay quien augura un auge
aún mayor en los próximos lustros (Mosten, 2011). También crece el interés en este
enfoque dentro de nuestras fronteras, no en vano la ciudad de Donostia-San Sebastián
albergará este mismo año el Congreso Europeo de Justicia Restaurativa y Terapéutica.
Se trata de que el sistema reconozca la diversidad de necesidades y encuentre los
medios más adecuados para responder a la situación particular de cada caso, de cada
familia en este ámbito judicial concreto. El epílogo del texto que publicara a principios de
la década pasada (Ramírez, 2003) hacía precisamente alusión a las buenas perspectivas
de desarrollo futuro de otras modalidades de intervención psicológica en casos de
divorcio, particularmente cuando hubiera menores implicados. Sin embargo el panorama
que observamos casi tres lustros después no confirma en buena medida aquellos
pronósticos, y en medio de una crisis socioeconómica que parece no tener fin, invita
poco al optimismo en cuanto a la generación de recursos y servicios para la ciudadanía.
Con todo, las necesidades acaban imponiéndose, y su constatación fehaciente y
elaboración constructiva desde disciplinas como la nuestra, contribuye sin duda a que
vayan ocupando el lugar que merecen en la agenda política. Con esa confianza voy a
continuación a referirme al grado de desarrollo actual de los programas psicoeducativos
con familias en ruptura, la mediación familiar, y la más novedosa figura del coordinador
de parentalidad. Tres posibilidades que pueden ser vistas como fases de un modelo
escalonado de intervenciones auxiliares (de menos a más directivas e intrusivas) o como
alternativas adecuadas para según qué casos (Boyarin, 2012).

A. Programas psicoeducativos con familias en ruptura


Este tipo de intervenciones surgieron a mediados de los 70 en Estados Unidos,
tuvieron un desarrollo espectacular en las dos décadas siguientes, en buena medida
paralelo a los programas de mediación familiar conectados a los juzgados, hasta
experimentar un cierto declive en lo que llevamos de siglo. En España, como veremos a
continuación, han ido apareciendo propuestas aisladas en los últimos lustros, en general
sin conexión formal con la instancia judicial.
En la actualidad, como señalan DeLusé y otros (2015), nadie cuestiona la importancia
y objetivos de estos programas, las críticas en el contexto norteamericano vienen sin
embargo de su naturaleza voluntaria vs preceptiva y sobre todo de su deficiente
evaluación que limita considerablemente la evidencia disponible respecto a su eficacia.

22
Respecto a la primera de estas críticas, puede señalarse lo siguiente. Para la sociedad
norteamericana el tema del papel del Estado, sus límites y lo que se considera
intervencionismo en esta y cualquier otra materia, ha sido siempre objeto de controversia
(quizás más que en nuestro entorno europeo). A este respecto y ciñéndome al tema que
nos ocupa, Blaisure y Geasler (2000) proponían tres niveles de programas de educación
parental en proceso de divorcio (en adelantes PED —programas de educación para el
divorcio—): Nivel I: el más general, con fines exclusivamente informativos y de
motivación a los padres para buscar otros recursos de ayuda en su gestión del divorcio.
Nivel II: programas dirigidos al desarrollo y entrenamiento de habilidades como la
comunicación interparental o la resolución de conflictos. Nivel III: el más específico
destinado por tanto a determinados subgrupos de divorciados, tales como parejas
altamente conflictivas. Siguiendo este esquema, autores como Kierstead (2011) defienden
que al Estado solo le corresponde la salvaguarda del interés del menor, y por tanto
únicamente cuando este se vea amenazado estaría justificado que los padres fuesen
judicialmente obligados a seguir un PED básico o de Nivel I que promueva la toma de
decisiones bien informada por parte de los implicados. Otros autores como Salem y
colaboradores (2013) sin embargo son más partidarios de considerar el divorcio como un
problema de salud pública tanto como una cuestión legal, y en consecuencia describen un
modelo de tres niveles (universal, selecto e indicado, que resultaría más claro a mi
entender como universal, específico y crítico) que combine ambas perspectivas y sus
objetivos en la forma reflejada en el siguiente gráfico y que serviría de orientación a los
jueces de familia para su toma de decisiones:
En mi modesta opinión esta perspectiva se adecua mejor a nuestro entorno, pero sería
deseable que en aras de su eficacia para promover cambios duraderos en las familias, las

23
iniciativas que fueran surgiendo en este terreno superaran el nivel básico, prácticamente
según la experiencia norteamericana de «sesión informativa» (de entre 2 y 4 horas) que
ha constituido el grueso de los PED conectados al sistema judicial, a pesar de haberse
planteado objetivos ambiciosos y medidas de eficacia poco acordes con sus contenidos y
prácticas reales.
Precisamente ello tiene que ver con la segunda crítica que se hace a los PED. Su
expansión y amplio nivel de aceptación pública contrasta —según todos los autores—
con las debilidades metodológicas de la mayor parte de las evaluaciones de estos
programas. Así, por ejemplo, en la revisión de Sigal y otros (2011) solo uno de los 14
PED conectados al sistema judicial analizados, había usado grupo control con asignación
aleatoria; estos autores explican que es habitual que se pretexte que tal práctica quebraría
el mandato de igualdad ante la justicia, si bien como ellos argumentan hasta que no se
prueben los supuestos beneficios de tales PDE no hay discriminación real que valga; no
obstante, con idea de salvar este obstáculo recientemente, se están proponiendo y
probando ya diseños cuasiexperimentales de evaluación para estos programas (DeLusé,
2015).
Hay muchas revisiones de los PED americanos, una de las más amplias y recientes
quizás sea la de Pollet y Lombreglia (2008), pero dada la variabilidad existente de
programas, a mi entender resulta más interesante el meta-análisis que hacen Fackrell y
colaboradores (2011). Estos autores consideraron 19 estudios de PDE con grupo control
(4 de ellos con diseño experimental y el resto cuasi experimental —asignación no
aleatoria—), de los cuales 12 eran programas obligatorios y otros 7 voluntarios
recomendados por los juzgados. Encontraron que estos programas tenían efectos
positivos aunque moderados en cuatro de los cinco resultados considerados: conflicto en
el coparenting, relaciones parentofiliales y disciplina, bienestar infantil, bienestar parental
y relitigio, siendo esta última medida en la que no encontraron diferencias significativas
por lo que deducen que reducir los niveles de litigiosidad requeriría de recursos
adicionales (tal vez algún otro instrumento de los que hablaremos a continuación, como
los coordinadores de parentalidad). No obstante, como subrayan estos autores, se hallan
efectos muy moderados (en el intervalo d= .19 - .61), y curiosamente no
significativamente superiores de los programas voluntarios (en general más largos y por
ende costosos) que de los preceptivos.
Considero muy importante esta evidencia relativa a programas foráneos, a fin de
aprender de ella para el diseño de los PED que aquí van surgiendo. Iniciativas unas
aparecidas desde el ámbito académico, por ejemplo el Programa GURASOAK
promovido desde 2010 por el equipo de investigación Harremanak de la Universidad del
País Vasco (2 sesiones de 3 hs cada una), o el más reciente programa EGOKITZEN
también surgido en esa comunidad autónoma, solo que en este caso a partir de la
Universidad de Deusto (10 sesiones de 90 minutos c/u, más enfocado a potenciar
habilidades parentales). Otro programa surgido desde el ámbito universitario
(Universidades de Vigo y de Santiago) pero originalmente (2002) en colaboración con
una asociación de padres/madres divorciados/as (Asociacion Galega de Pais y Nais

24
Separados) es el programa «Ruptura de pareja, no de familia», con la particularidad de
plantear la intervención en paralelo con padres e hijos (inicialmente 16 sesiones, aunque
más recientemente plantean una versión reducida de 6 sesiones de 90-120 minutos c/u).
Netamente desarrollados por asociaciones de interesados destacaría el Programa de
Orientación a la Coparentalidad de KIDETZA (Federación de Euskadi de padres y
madres separados), rara avis dado el enfoque predominante de estas asociaciones en
reclamos legislativos y asesoramiento legal a sus afiliados. Otros propuestas de
intervención forman parte de la cartera de servicios municipales, así por ejemplo los
programas ofertados por la red de Centros de Atención a la Familia del Ayuntamiento de
Madrid (en total 7 CAF, además de un centro similar de ámbito y financiación
autonómicos), en principio de carácter voluntario si bien a ellos son derivados multitud de
casos conflictivos desde los Juzgados de Familia de Madrid, conexión que dista de estar
bien regulada. Se han encontrado en la red referencias a otras iniciativas también
municipales, pero en general ofrecen más servicios de mediación y punto de encuentro
que programas psicoeducativos grupales para este colectivo.
En todo caso aún es escasa la oferta de PED en nuestro país, no hay mención a ellos
como recurso auxiliar a la justicia en los textos legales y es prácticamente inexistente la
evaluación de los programas aparecidos hasta la fecha, con excepción de algún dato
sobre satisfacción de los usuarios.

B. Mediación familiar
La mediación familiar (en adelante MF) constituye la alternativa por antonomasia a los
procedimientos adversariales en este ámbito, pero con el tiempo además de tener esta
naturaleza diríamos preventiva, ha ido introduciéndose en el propio sistema judicial, en lo
que se conoce como mediación intrajudicial, orientada a la reducción del conflicto y la
búsqueda de soluciones negociadas pero en el transcurso mismo de los procedimientos
judiciales.
Existe mucha literatura sobre los hipotéticos e inmediatos beneficios de la MF, pero no
tanta evidencia de sus efectos a largo plazo y con muestras no de conveniencia, por eso
considero de especial interés referirme al estudio longitudinal de Emery y colaboradores
(2001). En él compararon familias que 12 años antes habían sido asignadas al azar a
mediación o por el contrario a litigio para resolver sus disputas de custodia; encontraron
que los padres no custodios del grupo de mediación estaban más implicados en la vida de
sus hijos, mantenían más contacto con estos y mayor influencia en la coparentalidad sin
que ello se tradujera en más conflicto que los del grupo de litigio. Beneficios que
pretenden, pero hay que demostrar mediante estudios de validez equiparable,
determinadas modalidades de custodia sin atender a la vía por la que se determinan
(consensual vs judicial).
En España los años 90 fueron de divulgación de la MF (con la celebración de multitud
de congresos, jornadas, conferencias, etc.) y eclosión de experiencias multiprofesionales
pioneras (a cargo de UNAF, Apside, INTRESS, etc.). En la primera década del presente

25
siglo se produjo un intenso desarrollo legislativo; empezando por Cataluña, una
comunidad autónoma tras otra fue aprobando su ley de mediación, cada una con su
propia conceptualización y alcance de la misma. Hasta la regulación de ámbito estatal de
2012 ya aludida en el epígrafe anterior. Sin embargo este auge no ha ido seguido de
suficiente desarrollo de programas accesibles a la población general, ni la demanda ha
crecido en estos años de manera significativa; además la ley no recoge que el acta final
de una MF tenga efectos jurídicos si no se convierte en Convenio Regulador sancionado
judicialmente. Por otro lado la institucionalización de la MF está siendo lenta,
fragmentada, y la implantación de servicios de mediación a disposición de todos los
órganos judiciales dista hoy por hoy de ser una realidad.
Respecto a este último aspecto hay voces críticas en cuanto al balance de ventajas e
inconvenientes que puede traer la ubicación de la MF dentro de la esfera judicial; al
tiempo que se promueve e impulsa la MF puede verse mermado uno de los principios
básicos de toda mediación, la voluntariedad (Bernal, 2016; Pérez y Fernández, 2016); ya
lo planteaba hace años Nancy Welsh (2001) ¿el inevitable precio de la
institucionalización? Piedra de toque también de los programas de mediación obligada
(conocidos como mandatory mediation) inexistentes en nuestro país pero muy
extendidos en Estados Unidos, tanto que han levantado fuertes críticas en determinados
sectores, al entender que los juzgados están primando en exceso la eficiencia (rápido y
barato) y ello está afectando a la calidad de los programas (cortos y muy directivos) e
incluso a la definición misma de mediación, ya que en algunas jurisdicciones estos
mediadores están facultados para evaluar las alegaciones de las partes e incluso hacer
recomendaciones al juzgado basadas en el contenido de la mediación llevada a cabo;
intervenciones en que la «autodeterminación» característica se estrecha y el proceso
resulta más coercitivo de lo que sería propio de la mediación (según ponían de relieve los
expertos reunidos en la Conferencia The Future of Court ADR: Mediation and Beyond,
Boyarín, 2012).
Sin perjuicio de las reservas que procedan en determinados casos, parece sin embargo
llegado el momento de que a nivel nacional se implementen políticas que desincentiven el
recurso inmediato a los tribunales para resolver desacuerdos en materia de custodia de
menores. Los padres son los primeros responsables en la búsqueda de soluciones a sus
conflictos familiares, responsabilidad que es exigible siempre que el Estado ponga a su
disposición los recursos necesarios para gestionar adecuadamente esos conflictos, en
beneficio de una obligación común (y de orden público) como es proteger el interés de
los menores. Y no parece descabellado pensar que si no se ha regulado ya en nuestro
país en el sentido de hacer necesario acudir a un servicio de MF antes de interponer una
demanda contenciosa en estos asuntos, sea en buena medida por no verse las
administraciones en la obligación de proporcionar tales servicios a la ciudadanía.
A propósito de las cautelas a adoptar en la derivación a MF, recordar que la LO 1/2004
de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género veda el uso de la MF en
todos estos casos, sin distingos en cuanto a gravedad o naturaleza de la violencia. Esta
prohibición taxativa ha sido objeto de crítica desde sectores del Derecho (así por ejemplo

26
se apuntaba en las conclusiones del Seminario sobre instrumentos auxiliares en el ámbito
del Derecho de Familia celebrado en Madrid en 2010) y también de la Psicología (Lobo
y Samper, 2011).

C. Coordinador de Parentalidad
Esta es una figura que surge en Estados Unidos en la década de los 90, pero que se ha
ido consolidando desde comienzos del presente siglo en el escenario de los divorcios
altamente conflictivos que colapsan los sistemas judiciales. Por todos es conocido que
una pequeña porción de casos (entre un 10-15 por 100 según las muestras de estudio)
presentan una pésima gestión del conflicto, acuden de forma reiterada a los juzgados,
acaparan la mayoría de los ya de por sí insuficientes recursos de intervención (PEF, CAF,
Gabinetes Técnicos Judiciales, etc.) y lo que es peor en ellas se cronifica el conflicto con
las graves consecuencias que ello tiene para el bienestar presente y futuro de los hijos
menores implicados. Se trata de familias con las cuales las intervenciones tradicionales
(mediación, terapia, educación familiar o peritación) parecen tener mínima o nula
efectividad, generando una considerable frustración en los profesionales (ya sean de la
Salud Mental o del Derecho); de ahí la búsqueda de un re-encuadre para trabajar con
esta submuestra de padres divorciados.
La figura del coordinador de parentalidad (en adelante CPa) es híbrida, desempeña un
rol único pero que participa de elementos de la mediación, la terapia y la evaluación
forense, como bien resumen Rodríguez-Domínguez y Carbonell (2014) citando a
D’Abate. Una figura por tanto compleja cuya actuación es fundamental que se rija por
unas directrices claras a fin de ser verdaderamente útil y no un factor adicional de
confusión (Sullivan, 2004), como así vio la Association of Family and Conciliation
Courts (AFCC) cuyas Directrices para la Coordinación de la Parentalidad publicadas en
2005 son referente ineludible. En ellas se define el proceso que lleva a cabo el CPa
como:
Es un proceso alternativo de resolución de disputas centrado en el menor, en el que un profesional de la
salud mental o del ámbito judicial con formación y experiencia en mediación asiste a padres con alta
conflictividad con el fin de implementar el plan de parentalidad, ayudándoles a resolver sus disputas,
educándoles en relación con las necesidades de sus hijos, y tomando —con el consentimiento de las partes
y/o del juzgado— decisiones dentro del alcance de la sentencia o contrato de designación del Coordinador
de Parentalidad (pág. 165).

A su vez la APA lo define como un proceso de resolución de conflictos no adversarial,


basado en el principio del Superior Interés del Menor, que es ordenado por el juez o
acordado por las partes, con el fin de reducir el alto conflicto mantenido por estas tras la
ruptura, para posibilitar el desarrollo adecuado de los planes de parentalidad. También la
APA ha desarrollado una Guía para la práctica de la Coordinación de Parentalidad, en
este caso dirigida a psicólogos (APA, 2012).
El CPa es una especie de árbitro en quien el Juzgado ha delegado cierta capacidad de
decisión, que interviene con la familia en un marco claro y predeterminado mediante
contrato con las partes, de manera no confidencial ni neutral —pues se rige por el interés

27
del menor— pero sí imparcial, con el objetivo de asegurar el cumplimiento de las
medidas judiciales, resituar el interés de los padres en el bienestar de los hijos, facilitar la
negociación entre los padres para definir e implementar su plan de parentalidad, servir de
espacio de escucha y apoyo a los hijos, y coordinar la intervención de otros profesionales
—terapeutas, personal del Punto de Encuentro, etc.— que estén trabajando con la
familia (Pérez Crespo, 2016). Se trata de intervenciones intensivas y de larga duración
(entre 6 meses y un año y medio o dos), en las que el CPa tiene un rol directivo,
capacidad propositiva (a las partes y al Juzgado) y capacidad de decisión vinculante para
los padres —en la medida que establezca la orden judicial o se contemple en el
consentimiento informado de las partes—, siendo esta potestas, como señala la profesora
Lauroba (2013), lo que la hace particularmente eficaz en casos altamente conflictivos, e
incluso si ha existido violencia de pareja, como tendremos ocasión de volver a comentar
en el capítulo dedicado al tema.
El CPa no tiene necesariamente que ser un psicólogo pero sí debe tener formación en
mediación, desarrollo infantil, conflicto y violencia de pareja, evaluación y asesoramiento
familiar, y otras áreas relacionadas con nuestro currículum profesional. En todo caso es
preciso un complejo bagaje para intervenir como CPa (Kelly, 2008), y por tanto es un rol
no apto para principiantes, sea de la disciplina que fueren, de hecho los pioneros en estas
lides eran llamados «special masters». Las mencionadas Directrices de la AFCC, en
atención a la delicada tarea del CPa, establecen tres niveles de recomendación en las
actuaciones (may, should y shall, algo así como «puede», «debería» y «tiene que»).
Incluso dentro de los Estados Unidos, donde más desarrollo ha tenido esta figura, se
aprecian variaciones sustanciales en cuestión de grado de autoridad que el juzgado puede
delegar en el CPa, cualificación exigible al CPa, términos de la solicitud judicial de
intervención del CPa, cauces de comunicación de sus recomendaciones al juzgado y de
queja o recurso de los padres a las mismas, y otros pormenores del protocolo de
actuación. La experiencia en Canadá difiere bastante, las partes deben consentir siempre,
pues no está prevista la delegación de funciones judiciales en terceros. En Europa esta
figura carece de regulación específica, sin perjuicio de servicios de apoyo a familia e
infancia que puedan realizar funciones similares.
Qué encaje ha tenido hasta el momento esta figura en nuestro país, cabe preguntarse.
Recientemente se apuntaba la escasa huella bibliográfica existente sobre el tema a nivel
nacional hasta la fecha (Carmona, 2016) y las dificultades que presenta nuestro sistema
judicial para la introducción de esta figura (Pérez Crespo, 2016). Ya en 2012 en las
conclusiones del Encuentro con la Abogacía Especializada en Derecho de Familia
organizado por el CGPJ, se aludía a la imperiosa necesidad de implantar servicios
auxiliares y colaboradores en la ejecución de las resoluciones judiciales, haciendo
mención expresa a la introducción de la figura del CPa. Necesidad que será aún mayor a
medida que se incrementen las custodias compartidas sin acuerdo de las partes, que
previsiblemente requerirán de intervenciones para mejorar la coparentalidad hasta al
menos conseguir un aceptable funcionamiento «en paralelo», objetivo declarado de
multitud de programas de CPa (Sullivan, 2013).

28
De momento y de manera institucional solo parece haberse puesto en marcha alguna
experiencia piloto en Cataluña; en esta CC.AA. el COP a través de su Sección de
Alternativas de Resolución y Gestión de Conflictos ha creado un grupo de trabajo con el
objetivo de estudiar la implantación de esta figura, al amparo fundamentalmente del
artículo 233.13 (Libro Segundo, Capítulo III, Sección 2.ª) del Código Civil catalán,
relativo a la «supervisión de las relaciones personales en situaciones de riesgo» que hace
referencia a las medidas que puede adoptar el Juzgado para que las relaciones del menor
con el progenitor que no ejerza su guarda u otros familiares se desarrollen con garantías
para su seguridad y estabilidad emocional, confiando si es necesario la supervisión del
caso a la red de servicios sociales. En definitiva para velar por el cumplimiento de las
sentencias judiciales sobre custodia y acceso. En el texto legal no se hace mención
específica a esta figura, pero sí lo viene haciendo ya la jurisprudencia catalana en los
últimos dos años.
Aunque aún no hay mucha base empírica sobre la eficacia de este tipo de
intervenciones, más allá de la reducción de relitigios en las jurisdicciones en que esta
práctica se ha ido extendiendo, y aunque tampoco la figura del CPa esté exenta de
críticas (controvertida delegación de la autoridad judicial —si no se establecen
mecanismos de revisión judicial de las recomendaciones del CPa—, potencial efecto
contraproducente en la habilidad de las partes para resolver sus disensos, coste de estas
intervenciones prolongadas y altamente especializadas...), sin duda nuestro sistema
judicial está falto de mecanismos y servicios colaboradores que propicien el cumplimiento
de las resoluciones que se adoptan precisamente en interés de los menores, y los
programas de Coordinación de la Parentalidad pueden ser una herramienta útil.
Otro reto de futuro será precisamente el desarrollo de investigación empírica para
contrastar la eficacia de estas intervenciones y su adecuación relativa para determinadas
casuísticas dentro de este ámbito.

Avances en materia de ética y regulación de buena praxis


Es claro que la práctica forense es un área de trabajo que acentúa los dilemas éticos y
en consecuencia terreno abonado para las denuncias; porque implica intervenir en medio
de intereses encontrados, a menudo sin contar con la plena voluntariedad de los
evaluados, porque están en juego cuestiones fundamentales (privación de libertad,
pérdida de la custodia de los hijos, etc.) y en última instancia es sencillo denunciar y la
dinámica misma de judicialización de los conflictos lo propicia. Desde la Comisión
Deontológica de los diferentes COP (como ocurre con organismos equivalentes de
organizaciones profesionales foráneas —como la APA—) siempre se ha señalado el alto
porcentaje de denuncias que acumula el colectivo de psicólogos forenses y, dentro de
este, en particular quienes peritan en el ámbito de los contenciosos de familia. Así el COP
de Madrid en su informe Ética y Deontología en la práctica psicológica (2011) indica que
más de la cuarta parte de las denuncias recibidas se refieren a actuaciones de estos
profesionales, si bien no alcanza el 7 por 100 los casos que finalmente requieren alguna

29
medida disciplinaria. Por su parte, el COP de Cataluña (Cayuela y otros, 2005) señalaba
un 42 por 100 de las denuncias correspondientes al ámbito de familia, porcentaje que se
eleva a más del 80 por 100 en estudios posteriores (Arch y otros, 2013), pero igualmente
indican porcentajes bajos de apertura de expediente y aún menor que sean a la postre
objeto de sanción. En todo caso este contexto aplicado sin duda puede calificarse «de
alto riesgo» y ello es una importante fuente de estrés para estos profesionales aún cuando
la probabilidad de ser denunciado sea realmente pequeña, como señalan Arch y
colaboradores, autores que hacen una puntualización interesante, y es que los
destinatarios de las quejas son mayoritariamente profesionales no acreditados como
expertos en psicología forense y cuyo contexto habitual de trabajo no es precisamente el
jurídico. Un dato más para abogar por la especialización y el conocimiento profundo de
este complejo marco de trabajo.
En materia de ética profesional la referencia es obviamente nuestro Código
Deontológico (en adelante CD), así como el Metacódigo de Ética de la EFPA (de 1995,
revisado en 2005) que establece los principios éticos básicos y trasversales, comunes
para todas las asociaciones profesionales europeas: Respeto, Competencia,
Responsabilidad e Integridad (Lindsay, 2009). En relación con el CD, tal como quedó
aprobado en la Junta General del Consejo General de Colegios Oficiales de 13 de
diciembre de 2014 (tras su adaptación a la Ley Ómnibus y a las Recomendaciones de la
Comisión Nacional de la Competencia), y siguiendo a Del Río (2000) pueden señalarse
las siguientes como vulneraciones más frecuentes en la praxis del perito en disputas de
custodia:
• Comentar aspectos personales y/o psicológicos de uno de los padres, o de la relación
de este con los hijos, sin haberlo evaluado, únicamente basándose en la información
proporcionada por el otro. Lo que podría vulnerar los artículos 6, 17 y 24 del CD.
• Ser parcial. Lo que ocurre cuando se extraen conclusiones generales y se hacen
recomendaciones sobre la custodia basándose en la información de una sola de las partes.
Ello vulneraría el art. 15 del CD. A propósito de esta cuestión desde la institución colegial
se han hecho esfuerzos por diferenciar los informes de guarda y custodia (que abarcan a
todo el grupo familiar) de los llamados informes de competencia parental (que solo
incluyan a uno de los progenitores o a este y los hijos), haciendo énfasis en las
limitaciones que a efectos de conclusiones y por supuesto de recomendaciones finales
tienen estos últimos para no infringir las obligaciones deontológicas.
• Revelar datos de una persona sin que esta haya dado su autorización. Lo que
afectaría a la confidencialidad regulada por los artículos del 40 al 47 y el 49 del CD. Para
atender a los pormenores de este principio básico de la intervención psicológica pero con
evidentes limitaciones en la praxis forense, se recomienda la consulta del Monográfico
sobre el secreto profesional del COP de Andalucía Oriental (1994).
• Recabar datos irrelevantes para el objetivo del informe y que atentan contra la
intimidad de las personas. Lo que contravendría el art. 39 del CD.
• Evaluar a menores de edad sin el consentimiento de alguno de sus progenitores. Lo
que podría contravenir los artículos 3 y 25 del CD. Dada la amplia controversia suscitada

30
por este tema, se hará a continuación referencia más extensa al mismo y las
recomendaciones más actualizadas de la institución colegial.
• Usar etiquetas diagnósticas de forma indiscriminada, atentando contra la dignidad de
los sujetos. Ello puede ocasionar yatrogenia y estigmatización social.
• Utilizar términos poco científicos y/o devaluadores para referirse a alguno de los
sujetos del informe. Aspecto al que se refiere el artículo 12 del CD.
• No utilizar pruebas diagnósticas contrastadas en el ámbito científico.
• Elaborar informes carentes de un rigor científico mínimo indispensable.
• Extraer conclusiones a partir de juicios de valor personales, comentarios de terceras
personas, hechos aislados, etc., sin que existan argumentos científicos que las avalen, y
en consecuencia, sin que se puedan probar. Los últimos tres puntos guardan clara
relación con los artículos 18 y 48 del CD.
Quizás podría añadirse a esta lista el problema de las «relaciones duales» con los
evaluados, en particular profesionales que emiten informes periciales pese a haber
intervenido anteriormente con alguna o ambas partes ya fuera en calidad de terapeuta o
de mediador, o mantener con ella/s relación personal. Ello favorece la confusión de roles
a que se refiere el art. 29 del CD y pone en riesgo el principio de objetividad.
Dos cuestiones que han sido objeto de fuerte controversia en el ámbito de las
evaluaciones de custodia, y que merecen por tanto un comentario más detallado, son los
contrainformes y la evaluación de menores sin el consentimiento de uno de sus padres.
Respecto a la polémica y cada vez más común práctica de los contrainformes, la
primera cuestión a dejar clara es su legitimidad legal; la ley no alude a este término, pero
el artículo 347 de la LEC entre las posibles actuaciones de los peritos en la vista o juicio,
en su punto 5 dice: «Crítica del dictamen de que se trate por el perito de la parte
contraria». Y aunque no toda crítica de un informe por parte de otro experto constituya
un contrainforme, lo contrario sí es cierto. Según la definición de Zubiri (2006) un
contrainforme es la crítica o revisión de un informe pericial forense previamente
elaborado, con el fin de informar sobre posibles fallos metodológicos y/o conclusiones
erróneas, indicando los pasos que serían necesarios para completar objetivamente la
evaluación.
Así pues, cuando la Guía de Buenas Prácticas para las evaluaciones de custodia
emitida por el COP de Madrid (2009) señalaba: Los informes a favor o en contra de
informes de otros psicólogos (contrainformes), basados únicamente en el contenido de
estos, sin evaluar directamente al grupo familiar no son admisibles (pag.41) se refería
a que no son admisibles como informes periciales propiamente dichos. La anterior
definición de Zubiri ya apunta sin embargo a la justificación que debe tener esta práctica;
es obvio que los informes periciales constituyen un medio probatorio sujeto al principio
de contradicción, y el contrainforme como la ratificación son expresión de ese principio.
Ahora bien un contrainforme está éticamente justificado cuando es debidamente usado
«para evitar fraudes en la metodología, la manipulación de fuentes o referencias
bibliográficas, datos ficticios o incongruentes, etc. En definitiva para minimizar el juicio
subjetivo y la manipulación de los datos en los informes psicológicos» (Guía del

31
Psicólogo, junio 2009, pág. 17). El conflicto ético, como apuntaba esa misma fuente,
surge cuando ese objetivo legítimo, de crítica científica, colisiona con el encargo recibido,
más en la línea de «sabotear» o invalidar como sea un informe contrario a los intereses
en el pleito de quien demanda el contrainforme.
Al igual que en la emisión de un informe no todo vale, a la hora de realizar un
contrainforme es exigible que no se convierta en un mero ejercicio de descrédito del
colega que emitió el informe (lo que contravendría el art. 22 del CD), que en él no se
emitan juicios sobre las personas o las cuestiones sustantivas evaluadas en el informe
ahora revisado, pero no por quien realiza el contrainforme, que se realice con rigor y la
debida fundamentación de las críticas en él contenidas, y que el profesional que lo lleve a
cabo se cerciore de que los evaluados en el informe inicial consienten el acceso a sus
datos personales.
En cuanto a la segunda de las cuestiones mencionadas, la evaluación de los menores
sin el consentimiento de uno de los padres (siendo cotitular de su patria potestad), lo
primero que hay que considerar es el interés de los menores, y su exploración psicológica
a petición de uno de sus padres y a espaldas del otro puede tener consecuencias
indeseables para ellos (iatrogenia al hacer más probable exploraciones reiteradas,
conflictos de lealtad por ocultación a uno del proceder del otro padre, etc.) y para su
validez como elemento de prueba en último término.
A medida que crecían las denuncias por la emisión de informes privados que no habían
contado con el consentimiento informado de uno de los progenitores, la posición de los
COP fue siendo más clara y atajando «triquiñuelas» para eludir esta responsabilidad legal
y deontológica (como, por ejemplo, obtener el compromiso firmado del progenitor que
solicita la intervención o evaluación del menor, de informar al otro de la realización y
motivo de la misma). A falta de mención específica a la obtención del consentimiento
informado en nuestro CD (como parece ser la tónica de las regulaciones europeas a
diferencia de las norteamericanas, véase Lindsay, 2009), la Comisión Deontológica
Estatal abordó este asunto en noviembre de 2009, atendiendo a la jurisprudencia
existente sobre el mismo, a fin de unificar criterios en todos los colegios territoriales. Pese
a ello este es un tema que sigue generando debate y respuestas equívocas (Molina y
Garrido, 2016). Dando por sentada la obligatoriedad del consentimiento informado de
ambos progenitores en las intervenciones con menores de padres separados o en proceso
de separación, se han sugerido pautas de actuación encaminadas al cumplimiento de este
requisito. Así en la web del COP de Castilla-La Mancha se especifican los pasos que hay
que dar:
— Informar al progenitor solicitante de que es indispensable el consentimiento
informado del otro antes de iniciar la evaluación del menor, solicitándole que así se lo
comunique al otro para que se ponga en contacto con el evaluador o bien que facilite los
datos para hacerlo directamente el psicólogo.
— Redactar y enviar al otro progenitor un burofax informándole de la intervención
solicitada y emplazándole a responder en uno u otro sentido en un plazo predeterminado,
transcurrido el cual de no haber tenido respuesta se entenderá que consiente en dicha

32
intervención con su hijo/a.
— Y en caso de respuesta negativa, y considerar el psicólogo que existe urgencia o
riesgo para el menor, informar a ambos de manera fehaciente de que se pone en
conocimiento de las autoridades competentes (juez o fiscal) para que valoren y decidan
lo que corresponda sobre la intervención, ya sin consentimiento parental.
Pero las actuaciones, tanto de la Administración de Justicia de los diferentes territorios
del Estado, como de las comisiones deontológicas de los COP en esta materia, no han
sido únicamente disciplinarias, no solo se han dirigido a reglamentar la intervención de
estos psicólogos forenses, ni a sancionar las eventuales vulneraciones del CD. También
han realizado una labor diríamos pedagógica y de promoción de buenas prácticas en el
ámbito. Muestra de ello es la proliferación en la última década de guías de actuación del
psicólogo forense en general y del que realiza evaluaciones de custodia en particular.
Algunas de ellas serían:
• Guía Orientativa de Buenas Prácticas de Psicólogos Forenses, elaborada por la
Consejería de Justicia e Interior de la Comunidad de Madrid (2007).
• Guía de Buenas Prácticas para la elaboración de informes psicológicos periciales
sobre custodia y régimen de visitas de menores, editada por el COP de Madrid (2009)
• Guía de Buenas Prácticas para la elaboración de informes psicológicos periciales
sobre custodia y régimen de visitas de menores adaptada a casos de violencia de género,
editada por el COP de Madrid (2011).
• Guía de Buenas Prácticas para la evaluación forense y la práctica pericial del Col-legi
Oficial de Psicologia de Catalunya (2014).
En todas estas guías, como en las de la APA y la AFCC (Association of Family and
Conciliation Courts) que serán mencionadas de manera recurrente a lo largo de este
texto, se señalan los principios que deben regir la actuación de cualquier psicólogo,
también el forense: objetividad e imparcialidad, responsabilidad y competencia. Principios
recogidos en la breve «Guías de actuación en Psicología Forense» de la Coordinadora
Estatal de Psicología Jurídica del Consejo General de Colegios Oficiales de Psicólogos de
España (2007), que además ajusta a este terreno aplicado el articulado del referido
Código Deontológico.
La Guía de Buenas Prácticas del COP de Madrid (2009) señala además los siguientes
principios éticos de actuación (pág. 16-18):
1. En todos los momentos de la actuación profesional deberá prevalecer el interés
superior de los menores, sobre cualquier otro interés legítimo que pueda concurrir.
2. La evaluación psicológica se refiere a la totalidad del núcleo familiar y debe
practicarse con la necesaria imparcialidad, evitando prejuzgar la idoneidad de uno de los
cónyuges sobre otro para ejercer la custodia de los menores.
3. Los miembros del núcleo familiar deben conocer previamente la finalidad de la
evaluación y los procedimientos que se van a emplear, así como prestar su
consentimiento para ello con las limitaciones legalmente establecidas en función de la

33
edad.
4. El profesional obtendrá los consentimientos de todas las partes que sean necesarias
para la práctica de la evaluación propuesta. En el caso de los menores, el psicólogo
deberá informar a todas las partes que tengan la patria potestad. En el supuesto de que
una de ellas se oponga, se debe interrumpir toda intervención con los menores, que solo
podrá continuarse si se cuenta con autorización judicial.
5. En el caso de que no se pueda realizar un informe psicológico de alternativas de
guarda y custodia por no poder evaluar a la totalidad del grupo familiar, el profesional
informará previamente al solicitante y hará constar en su informe final el tipo de informe
del que se trata, advirtiendo además de las limitaciones de este.
6. Las afirmaciones que pueda contener el informe psicológico con relación a los
comportamientos o las actitudes de las personas evaluadas tienen que estar
suficientemente fundamentadas y contrastadas.
7. Los profesionales deberán tener la cualificación necesaria para realizar de manera
efectiva la evaluación del grupo familiar. Con este fin, se preocuparán de actualizar
regularmente sus competencias, conocimientos y habilidades profesionales.
8. Debe evitarse recabar datos superfluos o que no sean necesarios en relación con lo
que se requiere al perito ni de interés esencial para el pleito.
9. Debe mantenerse la confidencialidad de los datos personales. Solo se quiebra este
principio en el caso de que se den hechos de máxima gravedad para terceros, como el
descubrir un delito en el curso de un peritaje.
10. El perito informará de las limitaciones de la confidencialidad que concurren en este
tipo de evaluación y evitará revelar información que quede fuera del objeto de la
evaluación forense.
11. El perito debe dejar clara la diferencia entre una relación profesional clínica y una
evaluación forense.
12. El peritado tiene que conocer que la información aportada será empleada para la
realización del oportuno informe.
13. El profesional debe mantener la confidencialidad de los datos recabados ante
terceros y de aquellos cuya divulgación pueda dañar innecesariamente a los interesados,
en especial a los menores.
La ética y la deontología siguen no obstante en nuestro país sin ocupar el lugar que
merecen en el currículum formativo de los psicólogos en general (Del Río, 2009) y de los
forenses en particular, si bien es justo reconocer que en los programas de post-grado en
esta rama se ha hecho un especial hincapié en estas cuestiones por las razones ya
expuestas. Cabe pensar también que en la medida en que asociaciones o sociedades
profesionales de psicólogos forenses —como las anteriormente mencionadas— vayan
tomando fuerza en nuestro entorno, y se clarifique nuestro reconocimiento profesional
más allá del área sanitaria, la situación mejore, diría que en ambas direcciones: la
regulación mejore la praxis, pero también aquella vaya sensibilizándose con e
incorporando directrices relativas a los dilemas éticos específicos que se plantean en la
práctica forense, siempre entendido que un código deontológico no puede ser un

34
«recetario» pero las guías de BP sí pueden bajar más al detalle.
Los psicólogos forenses no debemos tener miedo a esto. Mantener altos estándares
éticos es sumamente importante para los usuarios/clientes, pero también para la buena
salud de nuestra profesión. En todo caso será deseable también que en el futuro vayan
siendo cada vez más frecuentes otras vías de solución de los conflictos que se plantean
respecto a las prácticas de los psicólogos forenses, vías alternativas a los procedimientos
disciplinarios. Me refiero a la promoción de procedimientos de mediación y arbitraje por
parte de los organismos profesionales cuando alguien acude a ellos con intención de
formular una denuncia contra uno de sus miembros, en la línea de las recientes
directrices de la EFPA (2007). Obviamente estos pueden no ser cauce adecuado para
infracciones muy graves (que por otro lado son infrecuentes), pueden no resultar
aceptables para alguna de las partes o finalmente en el caso de la mediación no tener
«final feliz» y exigir el inicio o reinicio de un procedimiento disciplinario formal, pero
también como señalaba Koene (2009) «la mediación bien podría contribuir a restaurar la
confianza del denunciante en la profesión y, asimismo, es concebible que una mayor
comprensión del punto de vista del denunciante podría proporcionar al psicólogo una
mejor reflexión sobre las dimensiones éticas de sus acciones profesionales, quizás más
que la proporcionada por las sanciones disciplinarias» (pág. 248). Nadie mejor que un
psicólogo curtido en litigios de familia para entender los beneficios que pueden deparar
estas fórmulas de resolución extrajudicial de conflictos.
1 «A lo largo del libro se ha procurado utilizar las expresiones abreviadas “niño/a” e “hijo/a” en singular, si bien
se ha mantenido el plural masculino “hijos” o “niños” para aludir a ambos géneros». La autora, más allá del
acierto de estas elecciones lingüísticas, manifiesta su voluntad de tratar el tema de manera no discriminatoria.

35
Capítulo 2

Evolución de las evaluaciones psicológicas en disputas de


custodia
P anorama actual de las evaluaciones psicológicas de custodia
A medida que se van produciendo cambios en la sociedad, respecto a las dinámicas de
establecimiento y de disolución de las relaciones de pareja, los roles parentales, el
concepto de familia, o sus demandas al sistema cuando se produce el divorcio, cambian
las leyes y los estándares de lo normal y lo idóneo ante esta transición en el ciclo vital de
padres e hijos. Todo ello, unido a las nuevas evidencias y también normas de calidad
establecidas por la comunidad de expertos, incide en la perspectiva, los contenidos y la
conducción práctica de las evaluaciones que llevamos a cabo los psicólogos en las
disputas de custodia.
Así pues me propongo a lo largo de este capítulo actualizar el repaso que hiciera a
comienzos del presente siglo (Ramírez, 2003) sobre la evolución que han seguido estas
evaluaciones en cuestión de enfoque y metodología. Comencemos preguntándonos ¿Qué
críticas se vienen haciendo en los últimos lustros a las evaluaciones, al testimonio experto
de los psicólogos en los litigios de custodia? ¿Por dónde van las directrices más recientes
de la A.P.A. u otros organismos de referencia internacional? ¿Qué datos tenemos sobre
las evaluaciones de custodia que se realizan actualmente en nuestro país?
Coincidirán los lectores conmigo en que si algo caracteriza y permite avanzar en el
conocimiento científico es el permanente cuestionamiento de las hipótesis de partida, el
método utilizado y las conclusiones alcanzadas; y en asuntos con mucho impacto social,
como lo son las disputas de custodia, a la controversia interna entre la comunidad
científica, se suma la crítica de los otros concernidos —operadores jurídicos y sociedad
en general—. Ello sin duda «desmitifica» la figura del experto, pero también contribuye a
la conformación colectiva de su papel y del conocimiento científico relevante. Como
señalan Galatzer-Levy, Gould y Martindale (2009) los tiempos en que se identificaba «la
verdad» con la opinión del experto, han dejado paso a considerar esta solo si resulta de
aplicar los métodos adecuados, y cada vez más en tanto sea compatible con lo aceptado
por la comunidad de expertos.
En consecuencia, comenzaré refiriéndome a un artículo demoledor que firmaban hace
una década Emery, Otto y O’Donohue (2005), cuyo análisis de los males que aquejan a
estas evaluaciones comparto en gran medida aunque no adopte su planteamiento
maximalista; supongo que a la base de esta divergencia estará la brecha siempre existente
entre los psicólogos investigadores y quienes trabajan sobre el terreno, como señalaban
Krauss y Sales (2000) los primeros siempre con el foco puesto sobre el rigor y la calidad
del conocimiento, y los segundos impelidos por los problemas reales que reclaman una
solución inmediata.
En el citado trabajo de Emery y colaboradores se desgranan una serie de aspectos

36
críticos concernientes a las evaluaciones psicológicas de custodia, que podrían clasificarse
en:
A. Problemas derivados de los estándares legales vigentes para determinar las
custodias
B. Problemas asociados a la evidencia científica en que se sustentan
C. Problemas relacionados con cuestiones metodológicas
Abordaré a continuación los dos primeros, dejando para más adelante las críticas
relativas a la metodología e instrumentos empleados en estas evaluaciones, que serán
analizadas de manera extensa en otro epígrafe de este mismo capítulo.

A. Los estándares legales y sus efectos en las evaluaciones de custodia


Emery y colaboradores, como también Tippins y Wittmann (2005), sostienen que el
principio jurídico indeterminado conocido como el interés superior del menor debido a
su vaguedad alienta a los padres a entablar disputas por la custodia de sus hijos
(incrementando por tanto el conflicto interparental) y permite la introducción de sesgos
en el ejercicio de la amplia discrecionalidad de que gozan los jueces a la hora de decidir.
Señalan que estándares tan imprecisos, aún con el listado de factores a considerar que
recoge el Uniform Marriage and Divorce Act (UMDA), hacen que las decisiones
judiciales sean bastante impredecibles y en consecuencia los padres litiguen con la
esperanza de obtener una resolución favorable a sus intereses.
A mediados de los 70, R. Mnookin, desde el campo del Derecho, ya alertaba de que la
ausencia de definiciones normativas de este principio jurídico que estuvieran socialmente
aceptadas, forzaba a los jueces a tomar estas decisiones basándose en sus valores y
creencias personales.
Dicho estándar ofrece poca guía a los jueces y por tanto estos cada vez han ido
recurriendo más al testimonio de los expertos, hasta un punto que desde determinados
sectores se considera incluso cuestionable ética y legalmente. Las decisiones de custodia
comportan predicciones de la conducta futura de padres e hijos, exigen considerar
multitud de aspectos no legales, ni fácilmente cuantificables, y ese es un terreno
incómodo para los jueces, y sin embargo más próximo al objeto de estudio de disciplinas
como la Psicología, la Psiquiatría o incluso el Trabajo Social. Sin embargo lo que
sostienen estos autores es que estas ciencias sociales no han sido capaces de dar apoyo
empírico a las diferentes conceptualizaciones de este estándar que se han ido
proponiendo (doctrina de los «tender years», regla del «padre psicológico» o presunción
de custodia compartida) ni de definir siquiera de forma operativa ítems críticos
implicados (capacidad parental, conflicto o el ajuste infantil mismo). Por lo que
concluyen que estos evaluadores han acabado enfangados en lo que Emery y
colaboradores denominan «la tarea imposible de intentar determinar el futuro interés del
niño cuando los padres no están de acuerdo. Ni el más sabio de los jueces ni el más
perspicaz evaluador tiene buenas respuestas a cuestiones imposibles» (pág. 11, ob. cit.).

37
Estos autores no discuten que los psicólogos (o profesionales de la salud mental, según
son denominados por ellos) estén en mejor posición que los jueces —atados por las
reglas del proceso judicial— para hacer recomendaciones sobre la custodia. Sin embargo
sostienen: «es legal, moral y científicamente erróneo hacer de facto de los evaluadores de
custodia tomadores de decisiones en los casos de custodia, que es lo que a menudo
ocurre porque los jueces aceptan las recomendaciones de los evaluadores» (pág. 20, ob.
cit.). No descubro nada, pero creo honesto apuntar esa práctica no infrecuente de los
jueces en nuestro país, de reproducir párrafos completos de los informes periciales al
argumentar sus resoluciones en esta materia; práctica que irrita a muchos abogados y que
en mi modesta opinión sugiere —no afirmo que así sea— más delegación en el criterio
del experto y refugio en su tecnicismo, que «sana crítica» de la prueba y adecuada
construcción argumental de la sentencia. Hace treinta años que en Estados Unidos ya se
advertía esa excesiva correspondencia entre las recomendaciones del experto y las
decisiones judiciales en estos temas (Ash y Guyer, 1984). Y estudios recientes en
España, aunque con muestras de ámbito no nacional, indican algo bastante similar
(Domínguez, Gamero, González y Roca, 2009; Aguilera y Zaldívar, 2003).
Qué recomiendan estas figuras destacadas para corregir este dilema, esto es, ser útiles
sin traspasar nuestro papel de expertos; pues: a/ promover la autodeterminación de las
custodias a través de los procedimientos alternativos de resolución de estos conflictos que
tuvimos ocasión de repasar en el primer capítulo de este texto; b/ redefinir el campo de
acción del experto de acuerdo al limitado conocimiento científico actual, cuestión que
trataremos un poco más adelante al analizar la evidencia empírica disponible, y c/
trabajar en el desarrollo e implementación de estándares de custodia más claros.
En relación con este último punto hay que recordar que el estándar del Interés
Superior del Menor ha ido cambiando con el tiempo, y hay quien ve (Warshak, 2007) en
esa flexibilidad una de las grandes ventajas del mismo; fruto de la incorporación de las
normas y prioridades jurisdiccionales, ha ido dando lugar a listados de criterios con
importante predicamento: la conocida como UMDA Uniform Marriage and Divorce Act
(1973), el British Children Act (1989), la Michigan Custody Guidelines, etc., que siguen
contando con adeptos de renombre (Kelly, Warshak), aun reconociendo las dificultades
que entrañan de medición fiable y ponderación relativa de los factores contenidos en tales
listados.
Se han hecho sin embargo varias propuestas alternativas, a su vez no exentas de
críticas, porque si hay algo evidente es que no existe consenso social ni científico
respecto a qué constituye el interés del niño. Señalaré un par de ellas:
1. La alternativa menos perjudicial: Krauss y Sales (2000) retoman la propuesta
original de Goldstein, Freud y Solnit (1979) y vienen a decir que, ya que no podemos
saber qué será mejor para el menor, sería más realista (y modesto) tener como objetivo
lo que puede minimizar su daño pos-ruptura, contando además con que la investigación
en divorcio hasta la fecha se ha centrado mayormente en lo negativo (patología). Ya
advierten que ello seguramente no permitiría al experto definir un arreglo concreto de
custodia en muchos casos, pero mantendría su aportación en la disputa judicial dentro de

38
unos márgenes científicos más aceptables. De todas formas no deja de ser elocuente que
estos autores acaben su artículo diciendo que ciertamente a este estándar también le
serían aplicables muchas de las críticas hechas a anteriores conceptualizaciones del
superior interés del menor.
2. La regla de aproximación: Emery y col. (2005) se muestran partidarios de este
estándar, recomendado por el American Law Institute en 2002 aunque ya formulado a
finales del siglo pasado (Scott, 1992). Dicha regla establece que los planes de custodia
después del divorcio debieran aproximarse, tanto como sea posible, a la contribución
respectiva de los padres en la crianza y educación de la prole durante la convivencia
previa. Estos autores señalan que es un estándar claro, que delimita la decisión de jueces
y evaluadores a la valoración de la implicación parental precedente (que no es poca cosa
ni fácil de determinar, añadiría) y que está relacionado con la primera de sus
recomendaciones, esto es con la autodeterminación de las custodias, como señalaba unos
párrafos antes, ya que remite a la organización que motu proprio adoptaran esos padres
—mientras convivían— para cuidar de sus hijos. Consideran además que es un híbrido
entre los otros dos estándares «rivales»: el cuidador primario y la custodia compartida.
Tampoco esta es una regla exenta de problemas —dada la naturaleza dinámica de las
familias— pero sí interesante y sobre la que volveré más adelante en este mismo capítulo
y en varios momentos a lo largo del libro.
Otra consideración relacionada con este debate sería que entretanto se establecen
estándares legales más precisos para determinar las custodias, también ayudaría cierta
graduación de los factores que las legislaciones establecen como relevantes.
Desafortunadamente nuestra legislación nacional sigue siendo muy inespecífica, como
hemos apuntado ya en el primer capítulo, pero esta situación puede verse modificada con
el desarrollo legislativo en ciernes a resultas del auge de la custodia compartida. La
situación ideal sería disponer de una fórmula o algoritmo para tomar estas decisiones,
pero mucho me temo que estamos lejos de tal cosa, así que limitaría esta apelación a:
• Los legisladores: a fin de que establezcan alguna prelación en los factores de decisión
recogidos en los textos legales, que determine llegado el caso a qué debe dar más
importancia un juez, y por tanto el experto con funciones de asesoramiento a este, a la
hora de decidir.
• La comunidad científica: sería deseable que las guías futuras en este ámbito
calificaran la evidencia empírica disponible por lo menos respecto a los ítems principales
implicados en estas evaluaciones, de una forma similar a lo hecho por las guías clínicas
para valorar la eficacia de los diferentes tratamientos psicológicos en el abordaje de cada
trastorno. Tendríamos así «factores bien establecidos» (esto es de probado impacto en el
bienestar de los niños pos-divorcio), «factores probablemente relevantes» (aquellos
respecto a los cuales la evidencia es más débil o suscita menor consenso) y otros de
impacto no demostrado o hasta la fecha discutible. Considero que esta es una tarea
pendiente que sería de extraordinario valor para los profesionales forenses.

39
B. La evidencia científica que sustenta las evaluaciones de custodia
Ciertamente investigación sobre los efectos del divorcio parental en los niños hay
mucha, pero de muy diferente calidad, y como ya se apuntó hace tiempo (Amato y
Keith, 1991) parece observarse una relación inversamente proporcional entre la
sofisticación de los estudios y el tamaño del efecto de las variables estudiadas en el
bienestar infantil. Kraus y Sales en el artículo antes referido señalan tres tipos de
problemas que aquejan a la investigación en esta área y por tanto a la calidad de la
evidencia empírica relevante para el evaluador en disputas de custodia:
1. Problemas relacionados con la deficiente definición operacional de los constructos
implicados, lo cual a su vez dificulta desarrollar medidas adecuadas de los mismos.
Podríamos empezar por la definición misma de «ajuste infantil», en función de las
vertientes del mismo que atendamos no solo serán pertinentes unos u otros tipos de
medidas (por ej. si hablamos de satisfacción no parece lo más razonable estimarla a
través del informe parental), sino que se apreciarán o no efectos de variables
determinadas (como por ejemplo el conflicto parental al que son más sensibles los
problemas externalizantes de los niños varones que de las niñas).
2. Problemas que afectan a la validez interna. La mayor parte de los estudios son
correlacionales y trasversales, o tienen diseños en los que se controlan pocas variables
moderadoras, la asignación a unos u otros tipos de custodia no es aleatoria, no hay
grupos control, etc. En definitiva, los resultados que proveen estos estudios son de baja
calidad y no hacen posible establecer relaciones causales entre las variables y las
diferentes medidas del bienestar infantil.
3. Problemas que afectan a la validez externa y en consecuencia merman la
generalización de los datos. Amén del tradicional problema de extrapolar resultados
hallados con una muestra determinada (divorciados que alcanzan acuerdos de custodia,
parejas con custodia compartida «indeterminada», muestras de otros contextos
culturales...), aluden a lo improcedente de deducir el interés del menor de investigaciones
con sesgo negativo, esto es, centradas en los problemas de ajuste infantil derivados del
divorcio.
A resultas de la deficiente calidad de gran parte de la investigación en el ámbito, el
resumen que hacen a continuación de la evidencia que podrían considerar los
evaluadores de custodia es realmente desolador, tanto que cabe en un párrafo: En
relación con las características de los niños, los datos indican que los más pequeños
generalmente muestran más problemas de ajuste al divorcio a corto plazo mientras que
los adolescentes se resienten más a largo plazo, pero nada que avale la doctrina de los
tender years, y que hay alguna evidencia de que las niñas —no así los niños— presentan
peor ajuste bajo fórmulas de custodia paterna o compartida; a su vez consideran
contradictoria la evidencia disponible respecto al efecto de los problemas emocionales de
los padres (en particular del custodio) y todavía insuficiente la que sugiere que pobres
habilidades parentales están asociadas a pobre ajuste infantil pos-divorcio. En cuestión de

40
variables de proceso, la evidencia es sólida en lo que se refiere a exposición a violencia
física o conducta abusiva entre progenitores; en cuanto a otras manifestaciones de
conflicto parental la evidencia suscita menos consenso y los efectos aparecen en
interacción con otras variables —como la cooperación interparental—; si bien consideran
que hay evidencia suficiente de que el incremento de contacto entre padres que conllevan
las custodias compartidas, es nocivo para los niños cuando hay altos niveles de conflicto
entre aquellos, lo que interpretan en términos de evidencia contraria a la presunción de
custodia compartida; en cuanto al efecto de diferentes dimensiones de las relaciones
parento-filiales la evidencia es aún débil y por tanto también el sustento de la presunción
de «el padre psicológico». Y por último señalaban: «en la actualidad» (téngase en cuenta
que era el año 2000) no hay evidencia sustancial de que las fórmulas de custodia
compartida correlacionen con mejor ajuste infantil, como tampoco la mediación, si bien a
este respecto sí reconocen fuerte evidencia de su eficacia en otros aspectos (reducción de
tasas de litigio o rapidez de resolución de disputas de custodia) que podrían justificar la
presunción de mediación preceptiva.
Unos años después, qué añaden Emery y colaboradores. Pues tampoco mucho:
matizaciones respecto al efecto diferencial en los hijos según el tipo de conflicto parental
(en buena medida basadas en la experiencia clínica más que en investigación), cierta
evidencia favorable al estilo de parentalidad que se conoce como «autoritativo» o
inductivo (salvo cuando la crianza se lleva a cabo en contextos «peligrosos» en los que
los hijos se benefician de estilos más «autoritarios»), la calificación de «no concluyente»
a la evidencia existente hasta ese momento del efecto de la interacción «nivel de
contacto» parento-filial y «nivel de conflicto» interparental, y una posición cautelosa
respecto a los presuntos beneficios de la custodia compartida como tendremos ocasión de
ver detenidamente en el capítulo dedicado a este tema.
En suma, vienen a decirnos estos autores, hay poca evidencia robusta o concluyente
en la que puedan basarse los psicólogos para hacer sus evaluaciones de custodia o
asesorar con rigor científico en esta materia. Si bien modestamente pienso que en balance
tan negativo también ha influido el prisma desde el que se han revisado los datos de
investigación. Como dicen Kline y DiFonzo (2014) en su redacción del informe final del
think tank organizado por la Association of Family and Conciliation Courts (AFCC) en
2013, la investigación se vuelve parte del problema más que de la solución, cuando es
usada para concretar punto por punto la evidencia y tipificar una regla que lo abarque
todo, más que como punto de equilibrio a partir del cual hacerse nuevas preguntas y
sacar conclusiones basadas en circunstancias o factores particulares.
El primer enfoque llevaría a adoptar medidas muy restrictivas, bien en el sentido que
proponen Kraus y Sales, de no sobrepasar el experto la mera detección de psicopatología
en los padres y, en su caso, repercusión en la capacidad parental, así como la evaluación
de los deseos del menor y capacidad mental de este que oriente al juez a la hora de
conceder más o menos peso a este factor. O bien ceñir sus consideraciones a los que
Emery y col. indican como los cuatro principales predictores del ajuste infantil (por orden
de peso): una buena relación con el padre residencial (custodio) con estilo autorizativo,

41
conflicto mínimo o controlado que no implique al menor, seguridad económica y una
buena relación con el padre no residencial (no custodio) con estilo autorizativo. Disiento
radicalmente del primer planteamiento; podemos ser útiles, sin caer en una «ciencia de
pacotilla», en bastantes más aspectos que la evaluación de la salud mental de los padres
—aunque para ello dispongamos de instrumentos de más calidad psicométrica que para
valorar otros constructos no clínicos—, o la exploración de los menores —aunque para
ello sin duda estemos mejor capacitados que los jueces—. Respecto al segundo
planteamiento, coincidiendo en la importancia de esos predictores, llama sin embargo la
atención su imprecisa definición por los adalides de los estándares claros: ¿Qué debemos
concluir del tercer predictor? ¿Quizás que tendrá ventaja respecto de la custodia quien
más ingresos tenga? ¿Cómo debemos interpretar el primer predictor si ambas condiciones
—buena relación parento-filial y estilo autorizativo— no concurren? ¿Cuál se prioriza?
Otros autores, por ejemplo, Kuehnle y Drozd (2012) en un libro de muy
recomendable lectura, parecen haber adoptado un punto de vista más práctico y de
bastante más ayuda para el psicólogo forense, al hacer un exhaustivo análisis de los datos
de investigación disponibles sobre los principales aspectos objeto de controversia (apego
y patrones de contacto parento-filial, pernoctas de bebés, conflicto parental y factores de
resiliencia infantil, psicopatología parental y efecto en el desarrollo infantil, violencia
doméstica, parentalidad homosexual, etc.) pero además ofrecer recomendaciones
específicas para la aplicación de esa información durante el proceso de evaluación, a la
hora de fundamentar las conclusiones e incluso de testificar ante el juzgado manejando
adecuadamente el aval empírico.
Desde una perspectiva así, más parecida a la de la AFCC, las conclusiones que hay
que extraer irían en la línea de explicitar el nivel de evidencia en torno a cada factor que
se incluya en las evaluaciones, combinar la información disponible respecto a los
diferentes factores —ya que pocos datos por sí solos pueden ser concluyentes en esta
materia— y apoyarnos en las directrices que la comunidad de expertos adopte por
consenso. Volveré en breve a referirme a los dos primeros aspectos, concretamente en el
epígrafe de cuestiones metodológicas de este mismo capítulo. En cuanto al tercero y
considerando el carácter de referencia internacional que tienen las guías de la American
Psychological Association (APA), merece la pena detenerse en cómo han ido
evolucionando sus recomendaciones para los evaluadores que intervienen en disputas de
custodia.
La APA elaboró unas primeras directrices para conducir evaluaciones de custodia en
1994, con base en los «Principios éticos para psicólogos y Código de conducta» de 1992,
que ha revisado quince años después (APA, 2010) de acuerdo al nuevo código ético y de
conducta de 2002. Sigue siendo una guía muy breve (lo que contrasta por ejemplo con la
publicada por el Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid a la cual me referí en el capítulo
precedente), pero en la versión de 2010 cada artículo ha sido desdoblado en una parte
argumental y otra de aplicación práctica. En lo sustantivo destacaría unos cuantos
aspectos; por ejemplo que en la introducción se justifica el mantenimiento de la
terminología clásica de «custodia» (y no otros términos menos dicotómicos como los

42
recomendados por el American Law Institute) sin asumir por ello que solo un progenitor
tendrá la custodia, pero sin hacer tampoco mención específica alguna en el articulado a la
custodia compartida. Se mantiene que la prioridad es el interés del menor y que el
evaluador sopesará los factores relevantes al efecto, sin avanzar más respecto a qué
constituye ese interés del menor aunque con una llamada a la integración y
contextualización de los resultados de estas evaluaciones para que sean «útiles e
influyentes». La directriz relativa al deber de informar a los evaluados se concreta en la
obtención de consentimiento informado, y la que aludía sobre la contraindicación de
hacer valoraciones sobre personas no evaluadas, se subsume en una directriz más amplia
sobre la conveniencia de complementar la evaluación combinando las diferentes
exploraciones, exhortando a los psicólogos a evaluar a todo el grupo familiar, y a explicar
en los juzgados cuando no haya podido ser así qué limitaciones comporta para las
conclusiones. Por último, se sigue constatando que no hay consenso en cuanto a si el
psicólogo debe o no hacer recomendaciones de custodia, y recordando la obligación de
mantener archivo de las evaluaciones conforme a la legislación vigente.
Frente a los planteamientos de máximos que exponía antes, la guía de la APA podría
decirse que recoge unos mínimos, en materia de contenidos y garantías básicas, así como
alguna recomendación (por ejemplo el uso de evaluaciones multimétodo) para evitar la
mala praxis; si acaso los estándares planteados por la AFCC (2007) van algo más allá
definiendo, desde una perspectiva más multidisciplinar, la práctica ejemplar («la mejor
práctica» en palabras de Connell, 2010). Para muchos no obstante estas guías resultan
insuficientes si lo que se quiere es promover testimonio o asesoramiento experto
admisible por un tribunal. Llegados a este punto resulta obligada la referencia a las
conocidas «Reglas Daubert».
A resultas del caso Daubert versus Merrell Dow Pharmaceuticals (1993) la Corte
Suprema de los Estados Unidos adoptó una serie de criterios para determinar la
admisibilidad de la evidencia científica que se presentara en los tribunales; criterios que
en todo caso fueran orientativos, no de obligada aplicación, y de hecho según señalan
Krauss y Sales la mayor parte de los estados no han ajustado conforme a ellos sus reglas
para admitir o no información o testimonio experto (en general, no específicamente
psicológico ni circunscrito a litigios de custodia), y siguen, allí como aquí, utilizando otras
fórmulas valorativas (la sana crítica, la cualificación del experto, la racionalidad
conclusiva, etc.). Estas reglas Daubert podrían resumirse así:
• Si la información es comprobable y ha sido testada (refutabilidad).
• Si ha sido aceptada en publicaciones sometidas a revisión científica.
• Si se acepta en general esa información entre la comunidad científica pertinente
(fiabilidad).
• Si se conoce la probabilidad de error en caso de utilizar dicha información (eficacia).
• Otros factores que según el tribunal pudieran indicar la fiabilidad probatoria de esa
información.
Dada nuestra limitada capacidad de pronóstico en relación con un asunto tan complejo

43
como el ajuste infantil pos-divorcio y con las herramientas de evaluación hoy disponibles,
parece obvio que aún limitándonos en las evaluaciones a los factores respecto a los
cuales tenemos más y mejor evidencia empírica, si acaso cumpliríamos con las tres
primeras reglas, pero el requisito de cuantificar el grado de certeza vs error no parece
alcanzable, salvo que se redefina en términos de niveles cualitativos de probabilidad (alta,
moderada, baja) de los diferentes pronósticos que se hagan en función de la calidad de
los datos en que estos se sustenten; en ningún caso, un grado de certeza global del
informe.
De nuevo el mismo dilema: ¿Desestimar el conocimiento psicológico, renunciar a
asistir con él a los jueces, porque no cumple los más altos estándares científicos? ¿O
calibrar —los jueces y los propios psicólogos— el peso que debe darse a la diversa
información aportada en una evaluación de custodia que explicite honestamente sus
limitaciones?
No debemos olvidar además que las pruebas periciales son un elemento de la decisión
judicial, pero no el único, y que existen otras vías para distinguir el grano de la paja, o lo
que es lo mismo, la «ciencia chatarra» de las evaluaciones fundamentadas y fiables,
como por ejemplo mejorar los procedimientos de designación de expertos y de
credenciales exigibles a los mismos, e incluir en la especialización de los jueces cuestiones
técnico-científicas de relevancia en el ámbito que optimicen su discernimiento al valorar
los dictámenes de expertos.

El panorama a nivel nacional


Por último, me parece que sería oportuno interesarnos por el estado de salud de las
evaluaciones de custodia que se hacen actualmente en nuestro país. A tal fin podemos
recurrir a tres trabajos, Arch (2008), Rodríguez-Domínguez, Jarne y Carbonell (2015a) y
Catalán (2015). El primero se basa en el autoinforme de los propios evaluadores sobre
metodología y criterios que emplean, en la línea de los estudios clásicos en el ámbito
norteamericano (Keilin y Bloom, 1986, y Ackerman y Ackerman, 1997) que ya han sido
analizados en publicaciones anteriores (Fariña, Seijo, Arce y Novo, 2002; Ramírez,
2003) aunque de menor envergadura que estos. Mientras los otros dos llevan a cabo el
análisis de informes periciales de custodia, en el caso de Rodríguez-Domínguez y otros
se trata de una muestra circunscrita a Cataluña, mientras que la investigación de Catalán
abarca casi todo el ámbito nacional (a excepción de tres CC.AA.). Cada uno de ellos,
debo decir, con ciertas limitaciones; los dos primeros usan muestras de reducido tamaño.
Además en el de Arch los datos no se libran de la subjetividad propia de todo
autoinforme y la probable influencia del sesgo de deseabilidad social. Mientras que en el
de Rodríguez-Domínguez las posibilidades de generalización de los resultados se ven
mermadas, no solo por la restringida procedencia geográfica de la muestra, sino también
porque la praxis pericial en un territorio puede verse afectada por directrices particulares
no vigentes en otras zonas del país. En el estudio de Catalán a su vez se analiza una
muestra muy amplia de informes, todos ellos de psicólogos adscritos a la Administración

44
de Justicia, pero no aleatoria (al ser informes que envían estos voluntariamente), y el
análisis de contenido a pesar de abarcar cuestiones de compleja estimación no ha seguido
una valoración interjueces. Dicho esto, veamos las interesantes aportaciones de estos
estudios.
Arch, en su Tesis Doctoral, analiza el perfil y la información sobre metodología y
opinión relativa a las modalidades de custodia, facilitada por una muestra de 66
psicólogos forenses, la mitad de ellos catalanes y la otra mitad del resto de Comunidades
Autónomas, que respondieron a su petición de colaboración al hallarse inscritos en las
listas de peritos del Colegio Oficial de Psicólogos (COP), pertenecer a servicios de
asesoramiento técnico de la Administración de Justicia o figurar en bases de datos on-line
(la distribución de la muestra es desconocida). El 78,8 por 100 de la muestra ejercía
únicamente de manera privada (y casi el 60 por 100 actuaba a demanda de alguna de las
partes), dato no baladí a efectos de metodología, pues en nuestro contexto socio-jurídico
raramente los psicólogos forenses privados tienen oportunidad de evaluar al grupo
familiar completo (ya que ni la ley impele a hacerlo, ni existe práctica de justicia
colaborativa como se ha comentado anteriormente). La muestra contaba en su mayoría
(62,1 por 100) con formación especializada, una media de 14 años de ejercicio en el
ámbito forense y de 66 evaluaciones de custodia realizadas.
Para la recogida de datos la autora adaptó el cuestionario empleado en las
investigaciones americanas precitadas. Los resultados reflejan un alto empleo de casi
todas las técnicas de evaluación —no hay que olvidar que los datos provienen de
autoinformes—: revisión documental, entrevista individual y aplicación de pruebas tanto
a padres como a niños y observación de la interacción parento-filial, todas ellas utilizadas
por entre el 85 y el 100 por 100 de los evaluadores; en menor medida entrevistas con
otros familiares, entrevistas conjuntas o visitas domiciliarias. Respecto a las pruebas
empleadas se informa de menor uso de las proyectivas con adultos, de lo que sugerían
análisis de evaluaciones de custodia anteriores (Granados, 1991); si bien en el caso de los
niños son proyectivas dos de las tres de más frecuente uso: Test de la familia,
cuestionario TAMAI, y el HTP (Casa-Árbol-Persona). Las de uso más habitual con
adultos: 16PF-5, MMPI-2 y MCMI. Sigue siendo muy bajo, casi insignificante, el
porcentaje de inventarios más específicos (de estilos o hábitos educativos, comunicación
parento-filial, etc.). Y en cuanto a los criterios de decisión —aspecto sobre el que volveré
más adelante— los resultados sugieren mayor correlación entre la importancia dada a los
diferentes criterios y la asignación que se haría de la custodia, en el caso de las exclusivas
que cuando los psicólogos valoran la viabilidad de una custodia compartida, proceso que
al parecer se antoja todavía más confuso o menos coherente.
Por su parte, Rodríguez-Domínguez y colaboradores llevaron a cabo el análisis de 111
informes psicológicos de custodia, 45 privados y 66 de los equipos técnicos de la
Administración (SATAF), emitidos entre 2007 y 2013 en procedimientos contenciosos de
7 de los 8 Juzgados de Familia de Barcelona. Los resultados globales sugieren una
frecuencia de uso de ciertas técnicas —en especial aplicación de pruebas y observación
— bastante inferior a la que registran estudios como el que acabamos de comentar

45
basándose en el autoinforme de los evaluadores. La coincidencia es sin embargo mucho
mayor en lo relativo a las pruebas más usadas, particularmente con los menores, ya que
con adultos en este caso destaca el empleo del CUIDA que no estaba disponible en las
fechas del estudio de Arch. También hay coincidencia en el porcentaje de evaluadores
con formación especializada (por encima del 60 por 100) y en este caso se comprueba
una mejor estructuración del informe y evaluaciones más completas en la submuestra
con dicha formación. De la comparación de informes privados y de equipos técnicos
judiciales (ETJ) también extraen algunos resultados de interés que los autores consideran
contrarios a la buena praxis; por ejemplo que en ambos casos es relativamente
infrecuente que se expliciten las limitaciones de las evaluaciones llevadas a cabo y por el
contrario bastante frecuente que a pesar de no ver al grupo familiar completo se hagan
recomendaciones de custodia.
A propósito de las cifras que se ofrecen sobre informes que no incluyen a todos los
miembros de la familia conviene matizar: en el caso de los informes privados —por las
razones ya expuestas— es común desgraciadamente que solo se evalúe al progenitor-
cliente (o a este y sus hijos), pero en el caso de los informes de los ETJ resulta llamativo
que se registre un exiguo 27,7 por 100 que abarca a toda la familia, y ello responde,
como explican los propios autores, a las directrices del SATAF (2011) que apoyándose en
el principio de intervención mínima y el riesgo de victimización secundaria del menor,
establecen que en lo posible se evite la exploración directa de los niños en estos litigios;
sin embargo esta es una regulación particular que no rige en otras CC.AA., donde según
mi propia práctica profesional de muchos años y según las guías orientativas al uso (por
ej. la del COP de Madrid, 2009), no se mantiene en general este criterio, sin perjuicio de
que en casos excepcionales pueda justificarse en interés del menor que este no sea
evaluado. De ahí que como indicara anteriormente, la generalización de estos datos deba
ser cautelosa, de hecho otras investigaciones de ámbito estatal, como la que analizaremos
a continuación (Catalán, 2015) no corroboran algunos de estos datos.
Catalán, en su Tesis Doctoral, acomete el análisis de 502 informes de custodia
remitidos por 58 psicólogos de la Administración de Justicia que debían enviar periciales
emitidas en un intervalo de tiempo acotado. Los resultados confirman nuevamente que la
frecuencia de aplicación de pruebas y de observación sistemática en la práctica es inferior
a lo que sugieren los estudios basados en el autoinforme de los peritos, pero se aproxima
más a los datos relativos a informes privados que a los de los técnicos de la
administración (SATAF) del estudio anterior; lo cual refuerza las cautelas a que me
refería en el párrafo precedente. De hecho de esta investigación se desprende que en el
82,5 por 100 de los casos se entrevista a los hijos y a casi la mitad se le administran
pruebas también. Nuevamente los datos son más coincidentes en lo relativo a las pruebas
más utilizadas, aunque aparecen en los primeros puestos alguna prueba más específica —
aunque no estandarizada— que no aparecía en la investigación de Rodríguez-
Domínguez; por ejemplo el Perfil de Estilos Educativos (PEE del Grupo Albor) en el
17,3 por 100 de los informes o el Listado de Preferencias Infantiles (Ramírez, 2003) en
el 12,7 por 100.

46
Comparemos en lo posible —ya que la muy diferente procedencia de las muestras y
de los marcos legales de referencia no permite más— estos estudios llevados a cabo en
España, con alguno norteamericano pero temporalmente más próximo que los antes
citados. Por ejemplo, los de Bow y Quinnell (véase Bow, 2006); el de 2001 —que
recaba información de los propios evaluadores— y el de 2002 —analizando el contenido
de una serie de informes—.
El autoinforme de los evaluadores americanos del estudio de Bow (no así de otros
posteriores como el realizado por Ackerman y Pritzl en 2011) sugiere menor grado de
formación especializada que en el caso de la muestra española, lo que indica que los
esfuerzos formativos llevados a cabo en España a los que me refería en el anterior
capítulo parecen haber germinado; sin embargo la intervención en el caso de los
evaluadores estadounidenses es mayoritariamente ordenada por el juzgado, lo que les
garantiza el acceso a todas las partes y les sitúa en una posición más neutral y menos
proclive a sesgos que la de la mayoría de los peritos privados españoles en la actualidad.
Sería deseable una evolución dentro de nuestras fronteras en este sentido. En lo relativo
a instrumentación, entre los evaluadores americanos también el Dibujo de la Familia para
los niños, y el MMPI y el MCMI con adultos, figuran entre las pruebas más usadas, si
bien allí está mucho más extendido que aquí el uso del Rorschach y aunque minoritarias
también se utilizan más que aquí las pruebas específicas (las baterías ad hoc ni siquiera
adaptadas en España e inventarios sobre variables relacionadas con el parenting),
tendencia aún más evidente en estudios posteriores como el referido de Ackerman y
Pritzl (2011), a pesar de la posición cada vez más crítica allí respecto a la falta de
validación de estos instrumentos y su colisión con las reglas Daubert en los estados
donde estas rigen. Se informa de una frecuencia parecida de visitas domiciliarias, revisión
documental y otras técnicas que en ambos casos dan cuenta del enfoque multimétodo de
estas evaluaciones en ambos contextos, conforme a las directrices de la APA y del COP.
Especialmente llamativo es el dato de un 94 por 100 de los evaluadores
norteamericanos que afirma hacer recomendaciones de custodia, casi 30 puntos
porcentuales por encima de lo registrado por los Ackerman un lustro antes, y ello a pesar
de la fuerte controversia que suscita desde hace décadas esta cuestión en Norteamérica.
Este es un dato que se ve además confirmado en el estudio de 2002 a través de la
revisión de informes, y que contrasta con los 2/3 de casos en que según Rodríguez-
Domínguez y otros (2015a) se hacen recomendaciones aquí, pero ya no tanto con el 82
por 100 de casos que arroja el estudio de Catalán, que a pesar de ser del mismo año
analiza informes emitidos en 2014, esto es posteriores a los examinados por el otro
estudio ¿seguimos por tanto la misma tendencia que los peritos americanos?
En el segundo estudio se registra un porcentaje igualmente bajo (en torno al 25 por
100) de informes en que se explicitan limitaciones del mismo, y se observa el descenso
de frecuencia de uso de pruebas, especialmente con niños, apuntado también al comparar
entre sí los dos trabajos españoles; corroborando la impresión ya apuntada antes, de que
en los autoinformes aparecen infladas estas cifras, como también parece ocurrir con el
porcentaje en que se dice solicitar y en el que se acredita haber solicitado

47
«consentimiento informado» de los evaluados; otra garantía recomendada y
recomendable que todavía no está generalizada en nuestro país, aunque los estudios aquí
reseñados no recojan información al respecto.
El estudio de Catalán arroja un saldo más positivo en cuanto a calidad de los informes
psicológicos de custodia, aunque repito que la ausencia de valoración interjueces puede
suscitar dudas en los aspectos podría decirse «más subjetivos». Considerando 10
criterios de calidad, el 48,80 por 100 obtiene la máxima calificación y solo un 30 por 100
estaría por bajo de la media; en torno al 80 por 100 cumpliría los estándares
deontológicos establecidos por el COP y más del 97 por 100 especifica limitaciones y
temporalidad —aunque aquí la definición de «limitaciones» se restrinja al objeto y
momento de evaluación—. No obstante se registra casi un 20 por 100 de informes en los
cuales se emiten conclusiones desconectadas de la evaluación practicada.
Esta comparación gruesa nos permite concluir que, en buena medida, a los
evaluadores de contextos más curtidos o experimentados en temas de divorcio les
aquejan los mismos problemas y dilemas, que a quienes aún tenemos un recorrido
relativamente corto en este ámbito forense, aunque a diferencia de aquellos en nuestro
contexto la posición del perito privado (el mayoritario) siga siendo más expuesta en
términos de imparcialidad, lo que comporta a mi entender dos consecuencias no
deseadas: 1/propiciar evaluaciones parciales que de ceñirse el perito a las directrices
vigentes no contendrán recomendaciones de custodia y por tanto serán minusvaloradas
por el juez, o bien desatenderán dichas directrices con el consiguiente descrédito para la
labor forense en general, y 2/ hacer más probable las exploraciones reiteradas de los
niños, sometidos al escrutinio de los peritos de uno y otro progenitor y finalmente a veces
a los del equipo judicial correspondiente, y eso sí que puede, me atrevería a decir que
debe, considerarse victimización secundaria del menor. Conviene reseñar que en ningún
caso se aboga por la designación judicial como un blindaje para el evaluador, aunque
ciertamente en estos procedimientos contradictorios sean objeto de frecuentes denuncias
—unas merecidas y otras no—; en palabras de Martindale y Sheresky (2009) el
nombramiento judicial no es ningún talismán para la inmunidad del evaluador. Por lo
demás vemos que en ambos contextos —norteamericano y español— parece
relativamente consolidado el uso de modelos multimétodo, y no tanto la garantía
deontológica de explicitar las limitaciones de las evaluaciones que hacemos. Ciertamente
los evaluadores norteamericanos usan más pruebas o test, pero también es verdad que la
adecuación de los mismos a estos propósitos está muy discutida, como tendremos
ocasión de ver más adelante.
La importancia de considerar este tipo de estudios sobre la evolución que van
experimentando las evaluaciones de custodia, radica como señalan Ackerman y Pritzl
(2011), en que van perfilando el concepto de prácticas aceptables, y que de ser ignorado,
los evaluadores se exponen a ser cuestionados ante los tribunales.
Finalmente señalar que el repaso hecho a lo largo de este epígrafe sobre la evolución
de estas evaluaciones, en cuestión de estándares a partir de los cuales articular los
contenidos de las mismas y en lo relativo a cuestiones y garantías metodológicas, nos

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pone en disposición de revisar a continuación, también de manera crítica, el modelo de
evaluación de custodias disputadas que planteara hace ya unos años (Ramírez, 1997), a
fin de actualizarlo conforme a las nuevas demandas, enriquecerlo con el conocimiento y
los recursos técnicos hoy disponibles, y confrontarlo con propuestas de interés aparecidas
con posterioridad.

Revisión del modelo propuesto hace una década


Comenzaré con un breve resumen del modelo de evaluación de custodia desarrollado
en mi Tesis Doctoral (Ramírez, 1997) y divulgado en publicaciones posteriores
(Ramírez, 2003 y re-edición de 2015).
Dicho modelo parte de la conceptualización del principio jurídico indeterminado del
«interés superior del menor», en términos de ajuste posdivorcio de los hijos. Desde esa
perspectiva y concibiendo —en aquel momento— el quehacer del forense como la
evaluación de las alternativas de custodia, se planteaba que la mejor opción teniendo
como punto de mira el beneficio del menor, sería aquella que favoreciera en mayor
medida la adaptación de este tras la crisis marital. El propósito era por tanto comparar las
alternativas de custodia atendiendo a los factores de los potenciales custodios y de sus
ambientes que pronosticaran un mejor ajuste infantil posdivorcio, conforme a los datos
de investigación disponibles hasta la fecha.
Estos predictores serían considerados desde una perspectiva contextual, atendiendo no
solo el plano psicológico sino también el familiar, el social y donde fuera posible sus
interconexiones. Por ello se tomó como punto de partida el Modelo Integrador de
Factores Predictores del Ajuste Infantil Posdivorcio propuesto en su día por Kurdek
(1981), que utiliza la conceptualización de contextos de desarrollo humano de
Bronfenbrenner (1979), también aplicada a otros ámbitos relacionados con el desarrollo
infantil, como el maltrato infantil (Belsky, 1980; Gracia y Musitu, 1992). La adaptación
del Modelo de Kurdek, con el propósito de considerar variables que discriminasen entre
alternativas de custodia de cara a la toma de decisiones en casos concretos, contemplaba
solo tres de los cuatro niveles de variables que aparecían en aquel, dado que las variables
consideradas en el Macrosistema (leyes o políticas relativas a la familia por ejemplo) no
se ajustaban al estudio idiográfico de cada familia.

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El modelo de áreas y variables a evaluar en procesos de custodia desarrollado a partir
de la propuesta de Kurdek, está representado en el cuadro 1. Además de definir las
variables que figuran en él, se justificaba su inclusión en este tipo de evaluaciones
familiares, tanto por razones teóricas como empíricas, si bien se explicaba que los datos y
conclusiones eran extrapolados de estudios fundamentalmente norteamericanos al carecer
de investigaciones nacionales.

50
Este modelo, por otro lado, está sirviendo en la actualidad de herramienta heurística
para el análisis de las evaluaciones psicológicas de custodia que se realizan en nuestro
entorno (Catalán, 2015; Gandía, 2016). Desafortunadamente, como he tenido ocasión de
apuntar en otros momentos (Ramírez, 2014), menor atención ha concitado hasta la fecha
el proceso decisional derivado del propio modelo.
Y es que, dada mi condición de psicóloga forense más que académica, el modelo se
gestó con una innegable vocación de ser práctico, de que ayudara realmente a otros
psicólogos a conducir sus evaluaciones de custodia. Por ello abordaba también el
espinoso asunto de cómo articular los contenidos mismos de la evaluación de cara a la
toma de decisiones. Entendiendo que no solo corresponde al psicólogo ofrecer al Juez
información de calidad sobre padres e hijos, sino también estructurar esta información de
forma que le sea útil, precisamente por estar orientada a dar respuesta a las cuestiones
relevantes a nivel legal. En definitiva para ayudar a conectar resultados y conclusiones
como señalan las directrices de la APA.
Aclaraba ya entonces que la alternativa preferible obviamente sería aquella que
reuniera más criterios favorables, pero también que parecía lógico pensar que el balance
final de aspectos favorables y desfavorables de dos alternativas de custodia comparadas
siguiendo este modelo, posiblemente no siempre resultara concluyente en términos de
alternativa de custodia preferible, debiendo ser el Juez quien pondere a qué aspectos
concede más importancia.
Intenté también esbozar cómo se tomarían las decisiones a partir del modelo,
desarrollando lo que llamé embrión de guía decisional —dada la evidente falta de
jerarquización del proceso— y cuya representación esquemática se reproduce aquí
(Cuadro 2). Una descripción extensa de la combinación de variables orientada al proceso
decisional, que permite interpretar este cuadro, puede encontrarse en Ramírez (2003).

51
52
Con la misma orientación aplicada se proponía un procedimiento de evaluación,
utilizable tanto en funciones periciales como de arbitraje en estos asuntos de custodia,

53
pero ya entonces se advertía que condicionado tanto por la escasez de instrumentos
forenses disponibles, como por los límites temporales y técnicos del contexto judicial de
origen. Procedimiento que optaba por el empleo de entrevistas estructuradas y de
cuestionarios y escalas referidos a variables específicas del modelo, más que por el uso
de test tradicionales de la clínica, y que buscaba la validez convergente de los datos
mediante una aproximación multimétodo, en la línea de lo recomendado por las guías
antes mencionadas. Una descripción más detallada puede encontrarse en Ramírez
(2007), pero en todo caso dicho protocolo ha ido modificándose conforme han aparecido
nuevos instrumentos (a los cuales me referiré más adelante en este capítulo) o bien se ha
dispuesto de medios que permitían el uso sistemático de ciertas técnicas (por ejemplo
cámara Gesell para observación).
A continuación me propongo revisar tanto las bases y contenidos de este modelo —a
la vista de nueva evidencia o de planteamientos teóricos alternativos—, como el proceso
de toma de decisiones desarrollado a partir de aquel con el objetivo de integrar nuevos
criterios decisionales. Las consideraciones relativas al protocolo de evaluación serán
incluidas en el siguiente epígrafe dedicado íntegramente a cuestiones metodológicas.

A. Reflexiones sobre el punto de partida y las variables incluidas en el modelo


Según se acaba de señalar el modelo tomaba como punto de partida el principio
jurídico del interés del menor y optaba por conceptualizarlo como «ajuste infantil pos-
divorcio»; lo visto al comienzo de este capítulo no sugiere grandes avances en la
definición o precisión legal de dicho principio jurídico, pero no cabe duda de que en
virtud de cuál sea el acercamiento o cómo sea entendido ese concepto desde la
Psicología, el cometido del psicólogo en estas evaluaciones tendrá matices distintos.
En este sentido considerar central para el bienestar del niño/a la noción de «padre
psicológico», orienta el trabajo del evaluador hacia la tarea de identificar el vínculo
primario o preponderante y favorecer este en la organización familiar pos-divorcio;
obviamente suponiendo que existe un vínculo claramente superior siempre, y que este lo
será a lo largo de todo el desarrollo del niño/a, lo cual dista de haber sido contrastado.
Desde la teoría del apego se han hecho aportaciones valiosas, como además tendré
ocasión de comentar más adelante, pero no se pueden sustentar esas conjeturas. Si por el
contrario se identifica el interés del menor con la preservación de todos sus vínculos —
con ambas figuras parentales y sendos entornos familiares— el evaluador dirigirá su foco
a valorar fórmulas de corresponsabilidad parental, ya sea explorando la viabilidad de una
custodia compartida o identificando al «padre más generoso» cuya disposición pueda
garantizar que bajo su custodia el otro vínculo no será menoscabado. Entender que el
interés del menor reside en maximizar su estabilidad tras el divorcio, hará que el
evaluador se centre en predecir qué alternativa de custodia o qué plan de parentalidad
comportará para el menor más continuidad o menos cambios en cuestión de contexto,
hábitos, etc.; planteamiento al que también cabe hacer objeciones: qué capacidad
predictiva tenemos sobre cuestiones que dependen de tantísimos factores y en qué

54
medida enfocar así la evaluación no contribuye más a conservar la situación de facto que
a dar estabilidad. De hecho no deja de ser elocuente que variables como «organización
provisional previa» o «cambios extra o intra familiares que pudiera comportar una
alternativa para el menor», sean (junto con las preferencias de custodia y percepciones
del menor sobre sus padres) las que mejor pronostican las recomendaciones psicológicas
de custodia (Gandía, 2016).
Entendí que considerar el ajuste infantil tras el divorcio parental posibilitaba integrar
muchos factores, y a falta de un respaldo teórico consistente, conceptualizar en esos
términos el interés del menor al menos permitía recurrir a muchos datos de investigación
para dar contenido a las evaluaciones de custodia. Sin embargo, la evidencia empírica de
calidad, para sustentar los dictámenes forenses con unas mínimas garantías, no es tanta
como veíamos antes, lo cual es un problema todavía mayor para un modelo de este tipo,
por más que en las últimas décadas hayan ido desarrollándose investigaciones con
mejores diseños (longitudinales o prospectivos, con muestras aleatorias, etc.) y técnicas
como el meta-análisis que permiten sacar conclusiones a partir de la comparación de
estudios por lo demás variopintos. Pero es que además si el interés del menor no está
bien definido, cabe preguntarse si el ajuste infantil pos-divorcio lo está: ajuste ¿a corto, a
largo plazo? ¿Ajuste emocional, académico...? Ajuste, ¿medido por autoinforme o por
informe parental? ¿Ajuste post-facto o incidencia en la trayectoria evolutiva del niño/a?,
etc.
Por otro lado, cuando se planteó ese modelo para conducir evaluaciones de custodia,
aún no había en nuestro país reconocimiento legal de la custodia compartida (CC) y eran
excepcionalísimos los casos en que una medida así era acordada por las partes y después
sancionada judicialmente. En consecuencia, se planteaba la evaluación como
comparación de las alternativas de custodia que representaban uno y otro progenitor y
que siempre iban a ser excluyentes. Por tanto, como bien señalan estudios recientes
(Gandía, 2016) que han tratado de verificar en qué medida este modelo podía estar
sirviendo en la última década a los psicólogos a la hora de formular sus recomendaciones
de custodia, se echan en falta en él variables o criterios específicos para resolver en estos
asuntos —cada vez más demandados— de CC. Laguna que el extenso capítulo dedicado
a este tema en el presente texto, espero que contribuya a corregir.
Desde la Ley 15/2005 buena parte de las disputas por la custodia vienen dadas porque
un progenitor (mayoritariamente el padre) solicita la CC de la prole y el otro la exclusiva
para sí; ello está suponiendo un cambio de perspectiva en las evaluaciones de custodia,
que en mi opinión tiene una vertiente problemática: el psicólogo forense parece
encontrarse comparando modalidades de custodia —que son constructos legales— más
que constructos psicológicos, pero también una vertiente enriquecedora: el psicólogo
forense puede dejar de pensar en términos binarios —custodia/visitas— para hacerlo en
términos de residencia y contacto, claro está, siempre y cuando no quede encorsetado
por una visión de la CC tan restrictiva como antes lo fuera la monoparental (por ejemplo
alternancia semanal o mensual, pongamos). A mi entender, y en la línea de lo apuntado
desde otros países europeos también con reciente desarrollo legislativo en CC (véase, por

55
ejemplo, las consideraciones de los belgas Sodermans y otros, 2012), este cambio por un
lado aconseja revisar la terminología de una forma acorde a una nueva concepción de las
responsabilidades parentales pos-divorcio, y por otro reconsiderar los términos en que el
psicólogo hace recomendaciones, evitando ceñirse a las fórmulas de custodia delimitadas
legalmente y proponiendo por el contrario planes de convivencia o «calendarios
residenciales» que en su caso sea el juez quien asimile a uno u otro arreglo de custodia.
Volviendo al epicentro del modelo, el ajuste infantil pos-divorcio, vemos que lo que no
ha sufrido cambios desafortunadamente es la necesidad de seguir recurriendo a datos de
investigación realizada en otros países, dado que apenas existen estudios con población
española, al menos con muestras de cierto tamaño que puedan ser representativas a nivel
nacional (por ejemplo, la Tesis Doctoral de Morgado —2008— analiza el impacto del
divorcio en menos de un centenar de niños y exclusivamente de la ciudad Sevilla; o el
estudio de Fariña, Carracedo y Seijo —2014— comparando la adaptación de menos de
un centenar de pre-escolares gallegos con padres separados con otros tantos de familias
intactas). Por el contrario, sí se aprecia un cambio de perspectiva en la consideración del
ajuste de los niños tras el divorcio parental, en el sentido de prestar atención no solo a los
efectos negativos (en resultados académicos, emocionales...) sino también a los factores
de protección e incluso potenciales efectos positivos del divorcio en ellos, aunque esto
último sea previsiblemente difícil de comprobar en las evaluaciones forenses,
primeramente porque en el corto plazo pocos menores experimentan mejoría, menos aún
tratándose de divorcios contenciosos, y porque en ese contexto aquellos que son
examinados transcurridos años del divorcio generalmente lo son por estar inmersos en
dinámicas familiares disfuncionales y por tanto no sería esperable encontrar beneficios,
excepción hecha claro está de casos en que la ruptura parental haya supuesto el cese de
exposición del menor a violencia familiar. No obstante hay que tener en cuenta lo que los
estudios longitudinales de gran envergadura nos han ido demostrando (Hetherington y
Kelly, 2002), que la mayoría de los niños consigue afrontar con éxito la ruptura entre sus
padres y nuestros pronósticos serán más acertados si consideramos los recursos del
propio menor y la presencia de factores moduladores de su adaptación. Pocas de estas
variables estaban presentes en la propuesta hecha en su día, únicamente «apoyo social
percibido», y en este sentido me referiré un poco más adelante a las aportaciones que
pueden hacer los modelos de resiliencia a estas evaluaciones.
Otro aspecto que entiendo merece una reflexión es la definición de variables claves
contenidas en el modelo; muy en particular el conflicto interparental, que en su momento
no fue diferenciado de la cooperación, de hecho hablaba del «continuo hostilidad-
cooperación» entre los padres. Pero la tendencia actual, retomando la tipología de
patrones de funcionamiento parental (o co-parenting) propuesta en los 90 por autores
como Camara y Resnik o Maccoby, es favorable a considerar estas dos variables por
separado y también sus combinaciones con efecto diferenciado en los hijos. En tal
sentido se hace en este texto, concretamente en el capítulo dedicado a la CC, una
propuesta concreta, en respuesta a la controversia existente sobre el beneficio de este tipo
de custodia para los menores en función del conflicto y la cooperación existentes entre

56
los padres. No obstante también sería oportuna alguna especificación sobre el tipo de
conflicto interparental a tener en cuenta, ya que su incidencia en el bienestar del menor
puede variar. Al menos considero que habría que diferenciar tipos según dos
dimensiones: a) Su visibilidad: daría lugar a clasificar el conflicto en abierto, encubierto y
encapsulado —por orden de efecto en el menor— y b) Su contenido: conflicto
relacionado con la parentalidad o el parenting, y conflicto relativo a otras áreas, más
perjudicial el primero que el segundo.
Por último quisiera referirme a las aportaciones que en mi opinión pueden hacer a la
configuración de estas evaluaciones la Teoría del Apego y el Modelo de Resiliencia.
En la búsqueda de modelos teóricos del desarrollo infantil y familiar que manejen
conceptos bien definidos, aporten medidas fiables y faciliten predicciones válidas, hay
quien ha pensado en la Teoría del Apego como un esquema conceptual útil a partir del
cual redefinir las evaluaciones de custodia. En esta línea van los trabajos de Byrne y
colaboradores (2005) y de Garber (2009).
Byrne señala que hasta la fecha las evaluaciones de custodia han estado más basadas
en consideraciones prácticas (tipo disponibilidad parental para el cuidado diario) y en
valoraciones gruesas de la salud mental de los padres o de su relación con los hijos
(evidencia de trastorno mental o antecedentes de abuso o negligencia parental) que en
teorías del desarrollo infantil. Las propias guías para conducir estas evaluaciones también
evitan promover perspectivas teóricas particulares y en general, según estos autores, ha
habido poco aprovechamiento de otras líneas de investigación clínico-evolutiva, como
pueda ser la del apego. De tal forma que incluso cuando ciertas directrices o estándares
legales se refieren al apego lo hacen en términos confusos, fruto de la popularización de
la Teoría del Apego más que reflejando los postulados básicos de esta; por ejemplo se
refieren a indicaciones de valorar los «niveles» de apego en vez de los «patrones» de
apego del menor con sus padres. Main, Hesse y Hesse (2011) refieren multitud de
interpretaciones erróneas de los postulados y de la evidencia derivada de la teoría del
apego.
También es verdad que el propio concepto de «apego» ha ido experimentando
cambios, como señalan Kraus y Pope (2009) desde la concepción de Bowlby en
términos de «accesibilidad y responsividad» determinantes de la disponibilidad de la
potencial figura de apego, a su redefinición en los años 70 (a partir de Ainsworth) como
«sentido de seguridad» poniendo por tanto el foco en la percepción interna del niño/a
sobre esa disponibilidad, y también es destacable la consideración de otros patrones de
apego a partir de la década de los 80 que mejoró la comprensión de vínculos hasta
entonces «inclasificables». Las redefiniciones habidas del apego han ampliado los
horizontes de aplicación, contribuyendo por un lado a que el término cobrara sentido
para otras etapas evolutivas diferentes a la primera infancia y por otro a subrayar su
naturaleza transaccional (tanto las características del niño/a como las del progenitor/a
inciden en la «bondad de ajuste» resultante).
Garber sostiene que el apego seguro está cuidadosamente definido y que puede ser
medido de manera fiable; destaca la evolución habida precisamente en cuestión de

57
medidas del apego, cada vez menos costosas (en tiempo y entrenamiento), menos
intrusivas y que permiten toma de medidas múltiples; cualidades por ejemplo del
Attachment Q-set, en contraste con procedimientos anteriores tipo el SSP (Strange
Situation Procedure propuesto por Ainsworth) y que harían más factible su uso en
evaluaciones forenses, aunque reconoce que ninguna de ellas ha sido validada aún en
este contexto evaluativo. En el trabajo de Byrne, se destaca además la validez de
constructo que refleja la correspondencia demostrada entre distintas medidas de la
calidad del apego, por ejemplo el SSP y la entrevista de apego en adultos AAI, sin
embargo también se reconoce que aún no hay clara equivalencia entre las medidas
aplicables a diferentes rangos de edad de los niños y que se desconoce cómo puede verse
influida la respuesta del niño/a (y de los padres me atrevería a añadir) a la evaluación del
apego en el contexto de una evaluación de custodia. En este sentido Main y
colaboradores (2011) alientan al uso combinado de varias de estas medidas a fin de
mejorar la validez convergente de los datos obtenido relativos al apego; estos mismos
autores también describen una nueva generación de medidas del apego, que denominan
emergentes, que han venido desarrollando en las últimas dos décadas.
No obstante el propio Garber señala cuatro obstáculos importantes para que esta teoría
pueda considerarse, hoy por hoy, el marco de referencia en las evaluaciones de custodia:
• Los costes de implementación de estas técnicas de evaluación, aun cuando se haya
mejorado en este aspecto.
• La dificultad y cuestiones éticas que conllevaría la investigación y adaptación de estas
medidas con la población objetivo, litigantes por la custodia, en general renuente a
someterse a procedimientos que no estén aún reconocidos ante los tribunales y por tanto
no vayan a ser concluyentes en la resolución de su caso.
• Las dudas sobre la validez predictiva de tales medidas tomadas durante el litigio:
¿Discriminarán a efectos de custodia, esto es, presentarán peor ajuste pos-divorcio los
niños cuya custodia contradiga lo que se deduciría de la calidad de su apego con una y
otra figura parental, frente a aquellos con una custodia acorde a los datos de apego?
¿Serán las medidas de apego buenos predictores del funcionamiento ulterior? Téngase en
cuenta que aunque el apego medido a muy corta edad, predice diferentes resultados de
ajuste en la etapa adulta, también hay alguna evidencia de que la estabilidad de la calidad
del apego infantil se reduce cuando los niños experimentan muchos estresores
(enfermedades, abusos, exposición a alto conflicto familiar, divorcio...).
• Faltaría precisar las implicaciones que tendrían para las decisiones de custodia esos
datos válidos sobre el apego. Está ampliamente aceptado que la calidad de las relaciones
parento-filiales debe ser considerada en las evaluaciones de custodia, y las observaciones
sobre el apego atienden a esta cuestión pero queda por definir cómo habrían de
interpretarse estas para optimizar su relevancia en ese contexto. Y los riesgos de
malinterpretación están ahí, como recuerdan Byrne y colaboradores refiriéndose a la
conocida como «terapia del abrazo forzado» (holding therapy) —presuntamente con
base en la Teoría del Apego— aplicada durante largo tiempo con niños autistas. Por
ejemplo estos mismos autores hipotetizan que se encontrará mayor porcentaje de «apego

58
desorganizado» en este contexto de evaluación; sería pues peligroso atribuir
observaciones en tal sentido en un caso dado, a problemas vinculares predictores de mal
ajuste infantil o a presunto maltrato parental, pues como señalan Main y otros (2011)
mientras que la mayor parte de los niños que han sufrido maltrato familiar presentan este
patrón de apego hacia sus padres, lo contrario no es cierto.
Con todo Byrne y col. (2005) apuntan otras ventajas adicionales de usar estos datos
relativos al apego en las evaluaciones de custodia, por ejemplo que permitirían según
ellos una aproximación no intrusiva a los deseos del menor, que podrían constituir una
medida más válida (menos sesgada) de la perspectiva parental y que ofrecerían a las
familias y al propio sistema judicial una oportunidad de aprender cómo responder mejor
a las necesidades de los niños y cómo la ruptura y el conflicto pueden dañar a estos.
Añadiría que medidas válidas del apego pueden ser un complemento muy interesante a
las pobres herramientas con que aún contamos para valorar la capacidad parental, como
tendremos ocasión de ver en el epígrafe de este mismo capítulo dedicado a
consideraciones metodológicas. Aportaciones a mi entender muy superiores a las
«sugerencias» que figuras de la talla de Mary Main han hecho sobre medidas legales
específicas —custodia y visitas— y que colisionan frontalmente con los movimientos a
favor de la introducción cada vez más temprana de la pernocta y del «shared time».
No cabe duda de que son muchos los interrogantes que suscita esta propuesta, que no
planteo aquí como perspectiva teórica alternativa para explicar el ajuste infantil pos-
divorcio, sino como posibilidad de aportar datos basados en la evidencia resultante de la
contrastación de hipótesis con un claro armazón teórico. Como señalan Kraus y Pope
(2009) la teoría del apego es una valiosa herramienta para evaluar el interés superior del
menor en las evaluaciones de custodia, pero al fin y al cabo una herramienta
complementaria.
Por lo que respecta a la perspectiva del riesgo y la resiliencia, comenzar diciendo
que desde la misma el divorcio es concebido como un proceso compuesto de múltiples
eventos estresantes que no todos los miembros de la familia experimentan igual, pero que
incrementan el riesgo de problemas emocionales, conductuales y de salud de adultos y
niños implicados, estando la severidad y duración de tales problemas en función de la
presencia de diversos factores protectores. Como resultado de la configuración de estos
factores moderadores unos resultarán resilientes y otros vulnerables. Eldar-Avidan y
otros (2009) añadían una tercera categoría, la de los hijos supervivientes, aquellos que
sin haber resultado dañados como los vulnerables, sin embargo manifiestan una
percepción bastante más negativa de la ruptura parental que los resilientes.
Amato (2000) estructura las variables que la literatura ha señalado como predictoras de
la adaptación de adultos y niños al divorcio, conforme a un modelo de riesgo/protección;
así por ejemplo son considerados factores de riesgo (denominados «mediadores») para
los niños, una baja calidad del parenting —en especial del progenitor custodio—,
hostilidad y falta de cooperación interparental, pérdida de contacto con alguno de sus
referentes familiares, brusco declive o inestabilidad de recursos económicos, y número de
eventos vitales negativos a que son expuestos; mientras que se señalan como factores de

59
protección («moderadores») también para los niños, el apoyo social, las estrategias de
afrontamiento activo y en menor medida tener acceso a programas terapéuticos. En la
misma línea va la revisión que hacen Kelly y Emery (2003), quienes se muestran críticos
respecto a cuánto tienen en cuenta estos factores los programas de intervención que se
llevan a cabo con padres divorciados y sus hijos. Afifi y Keith (2004) al aplicar un
modelo de factores de riesgo/resiliencia a la adaptación infantil a los procesos de
reconstitución familiar surgidos tras el divorcio parental, clasifican estos factores en tres
dominios: individual, relativos a la comunicación o interacción familiar (variables de
proceso) y factores contextuales (o ecológicos).
La literatura sobre el divorcio como factor de riesgo per se no es nueva.
Tradicionalmente el foco se ha puesto sobre lo negativo, el divorcio solo parecía fuente
de problemas para los niños. Varios factores pueden haber favorecido la sobre-estimación
de estos problemas en los estudios menos recientes (por ejemplo los de Wallerstein de los
años 70 y hasta 80); desde problemas metodológicos, como se señala en Bricklin (1995):
uso de muestras clínicas, sesgos de las fuentes de información (padres, profesores,
clínicos) y diseños que en general han ignorado el posible efecto de la «perspectiva de la
selección», esto es, personas con problemas emocionales y de adaptación en general
también son más proclives a divorciarse (no todo desajuste es pos-divorcio) y estas
características disfuncionales podrían ser las responsables de los problemas de ajuste de
los hijos más que el divorcio en sí; aunque según Amato (2000) esta hipótesis no tiene
mucho aval empírico. Hasta factores sociológicos: el crecimiento exponencial del número
de divorcios en los países desarrollados contribuye a eso que llamamos «cultura de
divorcio» que por un lado hace menor el efecto de «estigmatización» para los
implicados, puesto que se normaliza esta experiencia, y por otro lado genera servicios
especializados de atención (mediación, programas de educación para el divorcio, etc.)
que contribuyen a paliar los efectos negativos.
Sí es más novedosa la perspectiva de la resiliencia, aunque por ejemplo Stolberg y
colaboradores ya en 1987 hablaban de «funcionamiento mejorado» del niño/a tras el
divorcio parental, dimensión que según estos autores vendría determinada por factores
diferentes a los que predicen los problemas de ajuste infantil pos-divorcio. Lo que
contradice la concepción de los factores de protección como mero reverso de los de
riesgo, aunque como señalan Rodgers y Rose (2002) pocos estudios han testado el efecto
amortiguador de estos factores moderadores y los que lo han hecho —como el suyo con
adolescentes— han obtenido resultados bastante modestos.
Ciertamente se transita de un modelo patogénico a modelos de riesgo y resistencia que
incorporan teorías evolutivas, sistémicas y ecológicas al estudio de la adaptación de
adultos y niños al divorcio (Cantón y otros, 2007), pero en general este enfoque todavía
no ha generado mucha investigación, ya que requiere diseños costosos, estudios
longitudinales que permitan ver los factores que inciden y las variables de ajuste
afectadas a corto plazo (perspectiva de «crisis») y aquellos que juegan más papel a largo
plazo (perspectiva «tensión crónica») ya que son muchos los niños que recuperan su
nivel de funcionamiento previo transcurrido cierto tiempo, pero también hay evidencias

60
de efectos que perduran incluso hasta la vida adulta (Wallerstein y Lewis, 2004); y
también se requieren análisis sofisticados capaces de discriminar el peso de los diferentes
factores —de riesgo y de protección— analizados o sus combinaciones. Estudios desde
esta perspectiva como el de Ahrons (2004) o los de Hetherington y Kelly (2002) son la
excepción, y ello dificulta afrontar una reorganización de las variables a incluir en las
evaluaciones de custodia a partir de los datos empíricos obtenidos de investigaciones
fundamentadas en este tipo de modelo teórico; ahora bien sí pueden sustentar la
creciente consideración de potenciales factores protectores en dichas evaluaciones, de
forma que por ejemplo podamos precisar más respecto a los umbrales de otros factores
de riesgo —como el conflicto parental— que serían «asumibles» para un determinado
menor sin comprometer su bienestar.

B. Revisando la toma de decisiones derivada del modelo


Son muchos los autores (Stahl, O’Donohue, Ackerman, etc.) que se refieren a la
necesidad de que los evaluadores explicitemos cómo tomamos las decisiones, qué
proceso de trabajo seguimos hasta alcanzar las conclusiones y en qué basamos —
separando los datos de las inferencias— las recomendaciones que hacemos. Pero son
muchos menos quienes se aventuran a hacer propuestas en esta línea, porque
ciertamente se trata de decisiones complejas, que se toman combinando muchos
aspectos, la mayoría de los cuales no pueden ser abarcados con cuestiones binarias
SÍ/NO, PRESENTE/AUSENTE, y han sido «medidos» a través de técnicas y en un
contexto aquejados de múltiples fuentes de error (como tendremos ocasión de ver en
profundidad al abordar las cuestiones metodológicas).
Como señalaba antes, mi modelo se acompañaba de una propuesta, bien es verdad
que en estado embrionario, para guiar la toma de decisiones del psicólogo. Y aún sin
constancia de un seguimiento estricto de tal propuesta, lo cierto es que la investigación a
la cual me referí anteriormente (Tesis doctoral de P. Gandía, 2016) pone de manifiesto la
asociación estadística entre buena parte de las variables contempladas en dicho modelo y
las recomendaciones de custodia hechas por casi doscientos psicólogos en sus informes
periciales, aunque pocas de esas variables permitan pronosticar tales recomendaciones,
como por lo demás parece esperable en modelos multivariados. Los resultados de esta
investigación sugieren por tanto que el modelo, más concretamente la estructuración de la
evaluación que el mismo plantea, puede estar contribuyendo a organizar los resultados de
cara a la toma de decisiones, pero lo que no pueden decirnos este tipo de estudios ex post
facto es cómo opera este proceso.
El capítulo de este texto dedicado a la discusión de casos, para el cual he contado con
la inestimable aportación de algunos colegas, deliberadamente no se ha planteado como
una reproducción de los informes emitidos en su día, sino precisamente como una
explicación extensa del proceder de cada uno de ellos desde el planteo de la evaluación
hasta la elaboración de conclusiones en el caso en cuestión; exposición que han
enriquecido con una reflexión posterior sobre las limitaciones del trabajo llevado a cabo

61
en su momento y la discusión de aspectos controvertidos relacionados con cada
casuística, en su afán de someter cada caso al máximo escrutinio posible. Todo un
ejercicio didáctico y de trasparencia que estoy segura apreciará el lector.
Pero recientemente se ha publicado un trabajo muy interesante que avanza en esta
línea. Se trata del libro Parenting Plan & Child Custody Evaluations. Using Decision
Trees to Increase Evaluator Competence & Avoid Preventable Errors de Drozd, Olesen
y Saini (2013). Estos autores hablan de cambio de paradigma, quizás sea mucho decir,
pero sin duda han hecho un gran esfuerzo por sistematizar el proceso que debe seguir
quien lleva a cabo una evaluación de custodia. Según señalan en el primer capítulo, su
objetivo es que «usando los métodos propuestos, un evaluador debería ser capaz de
tener en cuenta muchos factores y hechos, sopesarlos, analizarlos y alcanzar
conclusiones sobre los mismos, todo usando un análisis racional» (ob. cit., pág. 3). A
renglón seguido advierten de que ello no puede evitar errores del evaluador, pero sí
reduciría los sesgos prevenibles, aquellos que se producen por el uso de «atajos
metodológicos» (omisión de pasos, de técnicas o de normas esenciales), «atajos al
pensar» (no considerar todas las alternativas posibles) y «atajos de aplicación»
(transferencia indebida de los datos de investigación al caso concreto). En consecuencia
ellos proponen una evaluación basada en árboles de decisión que tendría además el
beneficio adicional de hacer más comprensible —y por ello añadiría también debatible—
para las propias familias evaluadas, los abogados, los jueces y posibles revisores, el
proceso seguido por el evaluador.
Drozd y colaboradores desarrollan esquemas de cómo proceder —que ellos llaman
árboles de decisión, aunque no tengan una estructura piramidal perfecta sí observan una
secuencia clara— para todas las fases del proceso evaluativo, desde la preparación del
caso a partir de su aceptación, pasando por la formulación de hipótesis que determina el
planteamiento de la evaluación en sí, la fase de recopilación de información y datos, la de
análisis de la información recabada contrastando las hipótesis, la formulación de
recomendaciones, y por último el chequeo de la propia evaluación. Ilustrando en la
práctica el proceso con un caso hipotético que van desarrollando capítulo a capítulo.
Aportan además algunas indicaciones para la elaboración del informe escrito e incluso un
apéndice en el que pormenorizan los criterios a considerar en la selección adecuada de
datos de investigación en los que apoyar sus conclusiones el evaluador. La representación
general del proceso (ob. cit., pág. 15) se reproduce —traducida— en la página siguiente
(Cuadro 3).

62
Me interesa detenerme en cómo proponen estructurar la formulación de hipótesis, el

63
análisis de la información con objeto de sacar conclusiones y la formulación de
recomendaciones, por ser fases claves de la toma de decisiones y porque respecto a ellas
entiendo que sus aportaciones son de mayor calado.
En cuanto a la formulación de hipótesis, el proceso sería el siguiente. La cuestión
central (por ejemplo ¿Cuál es la organización óptima para el bienestar del niño/a en esta
familia? ¿Por qué el menor se resiste a mantener contacto con uno de sus padres?) se
desglosará en multitud de cuestiones que serán agrupadas en «clusters» (podríamos
traducir como bloques), señalando como estándar los siguientes: Abuso/seguridad
(cuestiones relativas a violencia doméstica, abuso o maltrato infantil y abuso de
sustancias, es decir factores de riesgo grave), Variables del menor (deseos, características
evolutivas, salud y bienestar, apegos etc.), Variables de los padres (funcionamiento
cognitivo-emocional, capacidad parental, disponibilidad y deseos, factores de riesgo y
protección, etc.), Variables Padres-Hijo/a (calidad de la relación, parentificación,
intrusión, implicación del menor en el conflicto, etc.), Variables Interparentales (habilidad
y disposición a cooperar y comunicarse, nivel de conflicto, calidad de la relación, rol de
guardián del niño/a o filtro para su acceso) y Variables ambientales (sistemas de apoyo de
que disponen padres e hijos).
Respecto a cada uno de ellos se generan unas hipótesis iniciales, que pueden ampliarse
a la vista de la recogida de información ulterior, y que ellos formulan como afirmaciones
(pendientes de contrastar obviamente) más que en la forma rigurosa de «si --- entonces -
--», simplificación que considero más acorde a la práctica forense. A continuación
comienza el proceso de análisis, ateniéndose a los cuatro niveles de inferencia descritos
por Tippins y Wittmann (2005). Primero se procede a registrar toda la información (datos
de Nivel I) que se va recabando mediante una matriz diríamos de doble entrada, por un
lado el cluster a que se refiere y por otro la fuente a través de la cual se ha obtenido
(padre 1, padre 22, niño/a, colateral u observación del propio evaluador). Resumidas las
evidencias, se analiza la fiabilidad y validez de cada una (si procede de más de una
fuente, si la fiabilidad de la fuente está comprometida, si es consistente con fuente neutral
y/o las observaciones del evaluador, etc.) a fin de concederle más o menos peso o
importancia a cada dato, estableciéndose así ya el Nivel II de inferencia. Esa «selección»
de datos en función del grado de convergencia apreciado sobre los mismos, es la clave en
este nivel.
Los autores contemplan dos niveles más de inferencia; el Nivel III se correspondería
con el tipo de relación que se aprecia entre los distintos factores del Nivel II y en muchos
casos pertenecientes a diferentes clusters (por ejemplo, si tal déficit en la capacidad
parental de uno de los padres parece asociado o contradice tal o cual temor o deseo del
menor); las relaciones que se establezcan pocas veces podrán ser causales, pero se podrá
indicar si son sinérgicas o antagónicas. A este Nivel III ellos lo califican, a mi entender
desacertadamente, de «opinión» del evaluador. Digo desacertadamente siguiendo la
distinción entre «conclusiones» y «opiniones» que hace Zervopoulos (2010), que
entiende estas últimas como resultantes de aplicar las conclusiones a los estándares
legales, por tanto tendrían más que ver con las recomendaciones del siguiente nivel de

64
inferencia, mientras que en este nivel se trataría de conclusiones complejas o combinadas
(en definitiva, adecuación entre capacidades parentales y necesidades filiales, en los
términos que recogen las guías de la APA).
Por último el Nivel IV lo constituirán las implicaciones que se extraigan y las
recomendaciones que se deduzcan relativas al plan de parentalidad. Último nivel de
inferencia inadmisible para Tippins y Wittmann, quienes en su conocido y polémico
artículo consideraban este tipo de recomendaciones «éticamente inapropiadas», como
tendremos ocasión de analizar en detalle en el siguiente capítulo.
Ordenar en una evaluación la información según el nivel de inferencia tiene indudables
ventajas; permite diferenciar el «dato bruto» de su interpretación posterior, visualiza la
conexión entre las evidencias y las conclusiones, y permite a los otros (evaluados o juez)
valorar la calidad de la evidencia en la que se sustentan las recomendaciones. Al hacer
todo esto además, si se quiere con un procedimiento podría decirse parsimonioso, se
minimiza el riesgo de pasar por alto datos o evidencias contradictorias, y de deslizar
opiniones con escaso fundamento en las evidencias obtenidas.
Interesante a mi entender también el desglose que hacen de aspectos sobre los que
deben versar las recomendaciones relativas a los planes de parentalidad: cómo mantener
la seguridad del menor, la manera de aislarlo del conflicto, cómo maximizar las
oportunidades de contacto parento-filial en interés del niño/a, cuál sería la mejor manera
en que los padres podrían comunicarse y mantenerse al corriente de los progresos filiales
—de manera segura—, considerar qué recursos o servicios podrían ayudar a padres e
hijos a superar los problemas apreciados y qué estrategias podrían contribuir al ajuste del
niño/a al divorcio de los padres. Una manera de estructurar las recomendaciones bien
diferente y menos restrictiva que el pronunciamiento último sobre custodia y régimen de
comunicación y visitas.
En suma una propuesta, con importantes ventajas:
• Que sin condicionar la perspectiva teórica desde la cual se diseñe la evaluación —y
que determinaría la selección de clusters y de técnicas e instrumentos con los que recabar
evidencia—, permitiría sistematizar el proceso de razonamiento y toma de decisiones, y
en consecuencia mejorar nuestra reputación como expertos.
• Que no parece que requiera mucha adaptación transcultural, dado que no se basa en
estándares socio-legales siempre más ligados al contexto de origen.
• Que, aunque de primeras pueda verse como una herramienta compleja, una vez
adquirida considero que simplificaría la tarea más complicada del psicólogo forense en
este ámbito, que sin duda es articular la ingente cantidad de información y datos
resultantes de la evaluación de un grupo familiar y hacer recomendaciones tan ligadas a
los datos como sea posible.
En otro orden de cosas, pero también relacionado con la toma de decisiones, en
concreto con el manejo de criterios y reglas de decisión, quisiera hacer un breve apunte,
aprovechando los estudios hechos en nuestro país en lo que llevamos de siglo, que
analizan los criterios de decisión de psicólogos forenses y jueces en asuntos de custodia,

65
y teniendo en cuenta que aunque lentamente ciertos estándares para determinar las
custodias infantiles van teniendo aquí su reflejo a nivel legislativo y a nivel
jurisprudencial, y por tanto han de ser tenidos en cuenta por los evaluadores, aunque
coincido con Warshak (2007) en que no debiéramos esperar que un estándar, sea cual
fuere, o por bien definido que esté, vaya a abarcar toda la complejidad de cada caso
particular o a hacer prescindible un plan individualizado para cada familia.
Respecto a los criterios de atribución de custodia utilizados por los psicólogos forenses,
vuelvo a referirme a la Tesis Doctoral de M. Arch (2008). En la misma dentro de los
criterios señalados como más relevantes para la asignación de custodia exclusiva
aparecen en la categoría de «muy importantes»: alcoholismo activo, alegación de abuso
sexual, intento de alienación, aplicación de castigo físico, y alegación de violencia de
género; en la categoría de «importantes»: historial de hospitalizaciones psiquiátricas,
dedicación al cuidado de los hijos, opinión del hijo/a mayor de 15 años, amenaza de
llevarse lejos a los hijos, antecedentes penales, mayor estabilidad psicológica, mejores
habilidades parentales y falta de cooperación con los mandatos judiciales previos. Y de
importancia «media»: mayor tolerancia para las visitas del otro, mayor responsabilidad
parental previa, vínculo emocional más intenso con el hijo/a, dificultades de
afrontamiento de la ruptura, mayor conocimiento del calendario evolutivo del hijo/a,
toma de psicofármacos. El análisis de la relación entre la importancia otorgada a cada
criterio y la decisión de asignación de la custodia revela que en la mayoría de los criterios
(69,05 por 100) es estadísticamente significativa, aunque de manera «moderada», no
siendo «absolutamente ajustada» más que en un 10 por 100.
Con respecto a la custodia compartida, se valora la necesidad de que exista un alto
nivel de comunicación interparental y ausencia de conflicto; que hayan sido cuidadores
primarios de manera equitativa, adoptando un rol activo, la estabilidad emocional y la
capacidad de cumplir acuerdos. Todos estos factores son valorados como criterios
«importantes», pero respecto a ellos se registra mucha menos relación entre importancia
y decisión de viabilidad de la CC, solo estadísticamente significativa en el 23,33 por 100.
Lo cual como ya anticipaba, parece sugerir menor definición y consenso en cuanto a qué
considerar en los casos de custodia compartida comparado con los de exclusiva.
Aunque la comparación puede ser limitada, ya que plantean la revisión de criterios a
partir del análisis de informes y no de la opinión de los evaluadores, y además una y
otras no utilizan las mismas categorías de análisis, no quisiera sin embargo dejar de
referirme a otras dos Tesis Doctorales de reciente factura. Comienzo con la de Catalán
(2015) a la que ya aludía anteriormente en relación con otras cuestiones. De su amplio
estudio (recuerdo: 502 informes de casi todo el territorio nacional) se deducen como
criterios negativos con más peso en las recomendaciones de custodia: presentar patología
o desajustes, inestabilidad general del progenitor, incumplimiento de obligaciones
parentales o inadecuado manejo/estilo educativo. Y como criterios positivos predomina
presentar un proyecto de custodia viable y acorde al funcionamiento familiar previo,
estabilidad previsible para el menor, y en un segundo término habilidades parentales y
apego con el menor. Pero se aprecian diferencias relativas al género del progenitor; así, a

66
la hora de recomendar custodia materna dos cuestiones se resaltan: haber sido cuidador
primario pre-ruptura y la estabilidad relativa a organización previa que comporta esta
opción para el menor, seguidas de proyecto de custodia viable y vínculo/apego con el
menor aunque con bastante menor frecuencia; mientras que las recomendaciones de
custodia paterna remiten más a menudo al adecuado manejo/estilo educativo, y luego ya
también a estabilidad para el menor o proyecto de custodia viable. E igualmente se
aprecian diferencias en cuanto a los elementos de descarte en un tipo u otro de custodia;
a la hora de descartar la opción materna lo más frecuente es la alusión a patología y a un
estilo educativo inadecuado, mientras que para descartar la alternativa paterna el
argumento más frecuente es la falta de implicación parental previa y ya en segundo lugar
patología. También interesante es a mi entender que como factores más claramente
asociados a la recomendación de CC solo aparezcan: buenas relaciones de los hijos con
ambos padres e idoneidad de los dos para ejercer la custodia (estabilidad, habilidades y
proyecto viable), mientras que la asociación de otros factores que en principio parecerían
también claves (coparenting cooperativo, correspondencia con el cuidado relativo previo
de ambos o preferencia del menor) resulta mucho más débil.
Otra tesis de interés, aunque de menor envergadura en cuanto a tamaño y
representatividad de la muestra, es la de P. Gandía (2016) que a través del estudio de
186 dictámenes psicológicos de custodia emitidos en la región de Murcia entre 2005 y
2015, considera las variables (de proceso, relativas a padres e hijos o a la dinámica
familiar) que tienen mayor peso en sus recomendaciones de custodia. Ocupan los
primeros puestos: cuidador habitual pre-divorcio, custodia provisional previa a la pericial,
cambios previsibles en la vida del menor de vivir con uno u otro progenitor, inestabilidad
intrafamiliar que comporta cada opción, apoyo social percibido (aunque en este estudio
cuenta más para la custodia materna que para la paterna), haber solicitado la CC
(significativa asociación solo con custodia paterna), percepción filial de sus figuras
parentales y preferencias de custodia del hijo/a. La asociación de otros aspectos
(desajuste psicológico parental, disponibilidad en razón de horarios laborales, etc.) con la
recomendación de custodia parece más débil. Y de nuevo pocas cuestiones asociadas
claramente a la recomendación de CC, ni siquiera alcanza significación estadística
«relación entre progenitores», sí se observa más probable una recomendación favorable
a la CC cuando el niño/a es menor de 8 años, y menos probable si el menor presenta
conductas disruptivas o el padre desajustes psicológicos.
En cuanto a los criterios a que aluden los jueces en sus resoluciones de custodia, se
han llevado a cabo tres estudios, dos de ámbito nacional: Arce, Fariña y Seijo (2005) y
Novo, Quinteiro y Vázquez (2013) y un tercero cuya muestra de estudio se circunscribe
a juzgados de Barcelona, el de Rodríguez-Domínguez, Jarne y Carbonell (2015b). Este
último poco comparable con los dos previos, no solo por la cuestión de muestreo
señalada sino porque en él se denominan «razonamientos jurídicos sobre la custodia» a
los aspectos que por ley debe regular una sentencia en un contencioso de esta naturaleza
(titularidad de la custodia, visitas, pensión de alimentos, uso de la vivienda, etc.), apenas
se incluyen criterios de asignación de la custodia propiamente dichos (cuidador habitual,

67
trastorno mental del progenitor, disponibilidad horaria, etc.) como hacen los otros dos
anteriores. Motivo por el cual de este tercer estudio prácticamente solo puede deducirse,
como consta literalmente en la discusión del mismo, que «la penetración progresiva de la
custodia compartida aumenta cuando existe una legislación específica» ya que constata
un aumento de contenciosos en que se adopta este tipo de custodia al comparar
resoluciones de los años previos y posteriores a la Ley 25/2010 de ámbito autonómico.
Conclusión que las estadísticas del INE ya permiten extraer en todas las CC.AA. con
legislación específica, como tendremos ocasión de ver detenidamente en el capítulo
dedicado a este tema.
En cuanto a los otros dos estudios, también la comparación resulta limitada por
razones de muestreo (en el de Novo y otros, solo se analizan contenciosos, mientras en
Arce y otros, se incluyen procedimientos consensuales también) y diferencias en los
criterios productivos analizados (en el caso de Novo y otros únicamente criterios
referidos a los progenitores, no al menor objeto de custodia —edad, deseos del menor,
etc.— ni al proceso —ej. dictamen pericial— como sí contempla el estudio de Arce y
otros). No obstante su comparación permite extraer algunas conclusiones de interés:
1. Se aprecia una mejora de la argumentación de las sentencias de custodia, cada vez
los jueces tienden a explicitar más los criterios con base a los cuales asignan la custodia.
En todo caso y aunque sea un triste consuelo, la escasez de criterios tenidos en cuenta de
manera explícita por los jueces al adoptar decisiones de custodia no es un fenómeno
exclusivo de nuestro entorno; por ejemplo Kunin y otros (1992) revisando expedientes
judiciales de San Diego llegaban a la conclusión de que solo dos factores influían
directamente en las decisiones de los jueces: el deseo del menor y las recomendaciones
de los expertos (aunque estas últimas a su vez estuvieran fundamentadas en una serie de
criterios).
2. Se mantiene el uso de mayor número de criterios para razonar las custodias que se
asignan al padre, reflejando ese esfuerzo argumentativo que «la norma implícita» sigue
siendo la custodia materna —aunque con los años vaya atenuándose esta tendencia—, de
forma que para asignar la custodia a la madre casi no se dan «razones» pero sí son
muchas las esgrimidas para dársela al padre. A similar conclusión llegaba Stamps (2002)
respecto a los razonamientos de jueces norteamericanos a pesar de la neutralidad de
género que se recoge en los estatutos de todos los estados. La referida investigación de
Catalán (2015) apunta a que también entre los psicólogos se recurre a más argumentos
positivos sobre el padre y negativos sobre la madre cuando se recomienda custodia
paterna, que a la inversa al recomendar custodia materna.
3. Se aprecia cierta predilección por determinados criterios para motivar las custodias
paternas frente a aquellos en que se asigna a la madre, aunque estas inconsistencias inter-
género del custodio no coincidan en ambos estudios. También han constatado diferencias
de este tipo estudios que analizan no sentencias sino las recomendaciones de custodia de
profesionales de salud mental consultados por los tribunales, por ejemplo Raub y otros
(2013) constatan que el historial de problemas psiquiátricos es mejor predictor en el caso
de las custodias maternas mientras que los antecedentes penales lo son en relación con

68
los padres, y que la presencia de problemas clínicos en alguno de los hijos predice
custodia materna (lo cual es interpretado en términos de reminiscencia de la vieja
doctrina de la «edad tierna»). Estudios nacionales recientes (Gandía, 2016) no registran
sin embargo apenas diferencias en las variables en que se apoyan las recomendaciones
psicológicas de custodia materna vs paterna.
4. Ser el cuidador habitual del menor figura en ambos estudios y tanto para madres
como para padres, como un criterio de primer orden. En Arce y otros se destacan
también, el acuerdo entre los padres y el deseo del menor; mientras que en Novo y
colaboradores figuran disponibilidad horaria, apoyos familiares, mayor idoneidad parental
o favorecimiento del desarrollo integral del menor, «algunos de los criterios más
consolidados en la evaluación psicológica forense de custodia» en palabras de las propias
autoras del estudio.
Por último señalar que aunque el estudio de Novo y otros es posterior a la regulación
legislativa de la custodia compartida (año 2005), en él no consta análisis específico de los
criterios tenidos en cuenta por los jueces para acordar o no tal tipo de custodia.
Respecto a los nuevos estándares aplicables en litigios de custodia, en primer lugar me
referiré a la conocida como «Regla de Aproximación», ya definida anteriormente en este
capítulo y que desde su recomendación por el American Law Institute (ALI) a comienzos
del presente siglo ha concitado apoyos significativos (Emery, Maccoby, Otto...) pero
también críticas, a algunas de las cuales ya se anticipaba el ALI al matizar que la
aplicación de este estándar debía no obstante considerar ciertos límites o excepciones,
tales como: asegurar en todo caso unos mínimos de contacto (parenting time),
acomodarse a las preferencias razonables de los hijos, proteger el bienestar del menor
cuando se constate una gruesa disparidad en la calidad del apego emocional de este con
cada padre o en la habilidad y disponibilidad de cada uno de ellos para satisfacer las
necesidades filiales, acomodarse a acuerdos previos incluyendo las expectativas
razonables de las partes, evitar un perjuicio evidente para el niño/a y exceptuar casos en
los que concurra abuso del mismo/a, violencia doméstica, abuso de sustancias o
interferencias parentales persistentes.
Como puede verse ya de entrada no es una regla simple, quizás por ello hay quien
sostiene que no ha respondido a las expectativas generadas. En este sentido Warshak
(2007) plantea las siguientes críticas:
• Es cuestionable que sea neutral en cuanto a género, ya que es más probable que sea
el padre quien trabaja a tiempo completo durante la convivencia, por tanto llegada la
ruptura la madre puede demostrar mayor dedicación a los hijos. Disiento en este punto,
ya que per se no es discriminatorio, si acaso podría achacarse que perpetúa/no corrige la
desigualdad de roles habida pre-ruptura.
• Considera el «acuerdo tácito» de la pareja en la organización durante la convivencia
pero no el contexto en que este se fraguó y que previsiblemente cambiará haciendo que
no sea un predictor fiable del funcionamiento familiar futuro (los niños al crecer no
precisarán los mismos patrones de cuidado, las madres suelen modificar su dedicación

69
laboral pos-divorcio, etc.).
• No reduce los litigios de custodia porque permite tanta discrecionalidad judicial como
la determinación del interés del menor, solo que ahora los padres pelean por demostrar
quién cuidó más al niño/a e invocan las excepciones (deseos del menor, diferencias
gruesas de calidad de relación...).
• No es más objetivo ni preciso, porque tampoco hay consenso sobre las medidas del
parenting time y porque no existe evidencia de que «cantidad» correlacione con
«calidad» de relación (no por pasar más tiempo un padre con sus hijos es más
competente). Si bien, según se ha sostenido para abogar por la custodia compartida,
parece necesario cierto nivel de contacto e implicación para desarrollar un parenting de
calidad.
En todo caso, es un criterio que comienza a ser reconocido explícitamente en los
desarrollos legislativos habidos a nivel autonómico en relación con la custodia
compartida, como se analiza en el capítulo dedicado a este tema, y que en cierta forma
siempre ha formado parte de nuestros criterios de decisión (ya figuraba de hecho en el
modelo ahora en revisión), además de aparecer recogido en la jurisprudencia, aunque lo
haya sido con otros términos («dedicación pasada» «implicación parental precedente»).
Entiendo no obstante su observancia nunca como criterio único ni focalizado en los
derechos de los padres (igualdad) sino en combinación con otros criterios y como
expresión del derecho de los niños a mantener sus vínculos; además sería favorable a una
acepción «generosa» del criterio, por un lado no restringida a «cantidad de tiempo», sino
entendida como implicación o participación activa en las diferentes esferas de la vida de
la prole; por otro, no limitada al último período pre-ruptura en que los patrones de
dedicación de los padres se hayan visto alterados (en algunos casos incluso
intencionadamente, con la finalidad de preconstituir prueba de cara al inminente litigio). Y
por último señalar que este estándar puede ser especialmente indicado a la hora de
orientar medidas provisionales o planes transitorios, ya que al menos de momento intenta
garantizar mayor continuidad o estabilidad para los hijos —respecto a su cuidado previo.
Otro criterio decisional, a mi entender también orientado a preservar los vínculos
afectivos de los menores, pero en este caso menos considerado a nivel legislativo y
jurisprudencial en nuestro entorno, sería el de «padre más generoso», o «padre
amistoso» en su traducción más literal del inglés «friendly parent». Es este un término
controvertido, en tanto que fuera propuesto por R. Gardner, el mismo psiquiatra que
formulara el conocido y denostado —a partes iguales— «Síndrome de Alienación
Parental». En principio no parece descabellado el objetivo de que los menores tengan
después del divorcio parental tanta relación con ambos progenitores como se considere
compatible con su bienestar, y por tanto en previsión de que no siempre será viable (y ni
siquiera deseada por las partes) una custodia compartida, el que la determinación de
custodia favorezca a aquel progenitor con más y mejor disposición a la relación de los
hijos con el otro, o dicho en términos más modestos, aquel que muestre una conducta
menos obstaculizadora, siempre será una cierta garantía de que el derecho de los hijos a
relacionarse con ambos progenitores será respetado. Obviamente debe primar siempre el

70
bienestar del menor, por encima incluso de su derecho a relacionarse con los padres,
como tantas veces observamos en el ámbito de protección de la infancia; en
consecuencia este es un criterio que no puede ser aplicado en casos en los que concurra
violencia doméstica o cualquier otra forma de maltrato o abuso del menor, ya que en
ellos la actitud «no amistosa» del progenitor no perpetrador del daño sencillamente
reflejará adecuado sentido de protección del niño/a. A este propósito es muy
recomendable la lectura del trabajo de Drozd y Olesen (2004) que superando la
dicotomía «alienación vs abuso», proponen la evaluación sistemática —en forma de
árboles de decisión— de las diferentes hipótesis que pueden estar a la base del rechazo
de un menor hacia uno de sus padres:
a) Hay un normal desarrollo del menor, pero afinidad marcada y alineamiento del
menor con uno de los padres de acuerdo a dinámicas familiares previas aunque sin
conductas de abuso del rechazado ni menoscabo del vínculo del niño/a con este por parte
del otro.
b) Pobre parenting: el rechazo sería fruto de los estilos parentales demasiado rígidos o
demasiado laxos de los padres (padre ausente física y/o emocionalmente o conducta
alienante de uno de los padres).
c) Hipótesis del abuso: concurre alguna forma de abuso o maltrato sobre el niño/a,
violencia doméstica o de pareja u otras conductas parentales asociadas al abuso de
sustancias. Formas de abuso frecuentemente relacionadas y cuyo efecto en los niños
estará en función de diferentes variables del propio menor y de ambos padres, que
también son analizadas en el trabajo.
Se volverá a aludir a esta propuesta evaluativa en el capítulo dedicado a las
evaluaciones de custodia en el contexto violencia de pareja, no obstante a los efectos que
aquí interesan es claro que discriminar correctamente la etiología de las reticencias del
niño/a o de alguno de sus padres al contacto futuro, es fundamental para adoptar
determinaciones de custodia verdaderamente ajustadas al interés del menor. En todo caso
sería conveniente especificar los parámetros de la denominada actitud generosa o
amistosa: reconocimiento del papel e importancia del otro para el niño/a, marco de
relación entre este/a y el otro progenitor que se considera deseable, flexibilidad, apertura
a los deseos y sentimientos del menor hacia el otro, etc., y en lo posible muestras de
conducta compatibles con su informe verbal sobre estos aspectos.

Cuestiones metodológicas que considerar


La evaluación psicológica forense, en general, tiene unas especificidades que la
diferencian de la evaluación en el ámbito clínico y que ya han sido objeto de análisis con
anterioridad (Echeburúa, Muñoz y Loinaz, 2011). En el contexto forense se plantean
dificultades que el evaluador debe tener en cuenta porque pueden afectar, y no poco, a
los resultados del proceso y por tanto llevarle a sacar conclusiones erróneas y
apoyándose en estas hacer recomendaciones no pertinentes y hasta disparatadas. Algunas

71
de esas dificultades son bien conocidas: determinados conceptos jurídicos no tienen
traslación directa a los sistemas diagnósticos utilizados en la clínica ni a constructos
psicológicos bien definidos, los sujetos frecuentemente no se someten de manera
voluntaria a la evaluación y pueden tener más motivos para manipular la información que
aportan, el propio proceso legal puede influir en el estado mental de los evaluados, los
instrumentos empleados en general no han sido validados para propósitos forenses, etc.
A continuación haré algunas consideraciones metodológicas centradas en el ámbito
específico de las evaluaciones de custodia, agrupadas en dos bloques. El primero de
análisis de las fuentes de error más comunes y cómo minimizar en lo posible su impacto,
y el segundo dirigido concretamente a las dificultades y propuestas relativas a técnicas e
instrumentos de evaluación.

A. Sesgos y fuentes de error más comunes y potenciales vías de minimización


Comencemos refiriéndonos a los errores atribuibles al sujeto(s) evaluado(s), para
hacerlo posteriormente a aquellos que podríamos entender ligados al contexto de
evaluación en sí, a pesar de ser consciente de que tal frontera puede ser confusa en algún
momento.
Ya partimos de que en este contexto la participación del evaluado está condicionada,
por un lado, a su papel en el proceso judicial (demandado / demandante) y por otro a las
consecuencias que puedan derivarse de la evaluación pericial y que hacen más probable
la manipulación de la información para conseguir un beneficio (por ejemplo, ejercer la
custodia) o para evitar un perjuicio (por ejemplo, perder el uso del domicilio familiar).
A propósito de los sesgos que atañen a la información que nos proporcionan los
peritados, habría que distinguir al menos cuatro conceptos: simulación, disimulación,
distorsión motivacional y engaño.
El DSM-V define Simulación como «Representación de síntomas físicos o
psicológicos falsos o muy exagerados motivada por incentivos externos» (a diferencia del
trastorno facticio). Por tanto, Simulación y Disimulación se refieren al afán deliberado de
la persona evaluada de dar una impresión de su estado mental que no se corresponde con
la realidad, ya sea por fingir o al menos exagerar el problema o deterioro que padece
(simulación), o bien por lo contrario, negar o minimizar el trastorno o afectación que
presente. Obviamente en el ámbito de las evaluaciones de custodia, al contrario de lo que
ocurre en penal o en las reclamaciones de indemnizaciones por vía civil, es más común lo
segundo que lo primero, en el intento de dar una imagen positiva de sí que le haga
aparecer como más competente o mejor candidato para la custodia. No obstante pueden
darse casos de simulación, por ejemplo una madre que intente simular un cuadro de
víctima de violencia de pareja (aunque no hubiera interpuesto denuncia y estuviera
viéndose en la jurisdicción ordinaria) con la pretensión de romper la equidad de trato en
el sistema judicial (interesante a este respecto cuáles parecen ser los criterios diagnósticos
del TEPT menos probables de ser simulados, véase Arce y otros 2009), o forzando un
poco el concepto clínico podríamos hablar en este ámbito de eso que doy en llamar

72
«simulación por poderes», esto es un progenitor simula o exagera afectación de los hijos
asociada al trato recibido por parte del otro para obtener una reducción del acceso de este
a los hijos comunes.
Más frecuentes son sin embargo los casos en que los sujetos evaluados muestran una
actitud defensiva ante la exploración pericial, ocultando antecedentes psicopatológicos,
problemas de funcionamiento en su vida cotidiana derivados de algún tipo de trastorno o
incluso características de personalidad que puedan considerar inconvenientes para sus
opciones de custodia. Arce y colaboradores (2013) llevaron a cabo un estudio
experimental con objeto de conocer si los progenitores en litigio por la custodia tenían
capacidad para disimular en el 16 PF-5, si las escalas de estilos de respuesta detectaban
la disimulación, y concretar en qué escalas y dimensiones se manifestaba esta.
Concluyeron que los progenitores en disputa por la custodia sesgaban las respuestas,
materializándose dicho sesgo en la asunción en las escalas primarias de características
socialmente deseables (afabilidad, estabilidad, atrevimiento y atención a las normas) y la
evitación de características socialmente menos deseables (vigilancia, abstracción,
aprensión, autosuficiencia y tensión), y en consecuencia en las dimensiones globales, se
apartaban de mostrase como una personalidad ansiosa, o independiente, al tiempo que se
presentaban como autocontrolados; los progenitores en litigio por la custodia diferían del
grupo control en la escala de Manipulación de la Imagen y en la evitación de respuestas
Infrecuentes. En este mismo estudio se ofrece el dato de que la línea base de
disimulación en evaluación de progenitores en litigio por la custodia se ha cifrado en
torno al 30 por 100.
También podemos encontrarnos con menores que ocultan problemas o malestar —
aunque no sobrepase el nivel subclínico— que podríamos considerar en esta categoría,
siempre que su edad y desarrollo cognitivo permita pensar que proporcionan información
sesgada de manera deliberada; por ejemplo, adolescentes con problemas socio-
académicos o de regulación emocional que pretendan convivir con un progenitor
permisivo y/o con menos capacidad de supervisión, y por tanto puedan estar interesados
en desviar la atención del perito y del Juzgado a fin de que no recomienden o
posteriormente adopten medidas de control y corrección de dichos problemas.
En el ámbito forense se tiende a asimilar disimulación con deseabilidad social, aunque
podría matizarse diciendo que la primera sería plenamente voluntaria mientras que en la
segunda habría una dimensión relativamente involuntaria, ya sea como mecanismo de
negación o como indicador incluso de adaptación social del sujeto (Pérez-Pareja, 2007);
de hecho la deseabilidad social, a nivel de investigación básica, ha recibido atención no
solo como sesgo de respuesta sino como rasgo relativamente estable, de ahí el problema
de descartar sin más como «disimulador» a quien puntúe elevado en una escala de este
tipo, ya que podría ser un «falso positivo». En todo caso a propósito de la definición de
estos conceptos, señalar que tampoco está siempre claro qué miden cada una de las
escalas de control de respuesta de las pruebas psicométricas, ni que equivalgan por
ejemplo dos escalas de deseabilidad social o de distorsión motivacional.
Y por lo que se refiere al engaño, hay que señalar que a diferencia de la

73
simulación/disimulación no estaría referido a cuestiones clínicas o psicopatológicas, sino a
cualquier otro tipo de información que nos dé el evaluado; pero hoy por hoy carecemos
de una metodología fiable y válida para detectar el engaño, excepción hecha de la técnica
conocida como Análisis de Contenido Basado en Criterios —CBCA— que se usa en el
ámbito forense para valorar la credibilidad de los relatos infantiles sobre abusos sexuales
y que tampoco está exenta de limitaciones, como ya ha sido expuesto con anterioridad
(Hershkowitz y otros, 2007) aunque recientes meta-análisis (Amado, Arce y Fariña,
2015) avalen la validez de la técnica. Otros procedimientos con origen en la psicología
experimental, como el modelo de control de fuentes —conocido por sus siglas SM
(source monitoring)—, parece que son menos prometedores cuando la falsedad en el
testimonio no está asociada a malestar emocional en la persona que miente (Bembibre e
Higueras, 2010), circunstancia que sería la esperable en el contexto de una evaluación de
custodia (parece lógico esperar que produzca menos malestar mentir para obtener la
custodia de los hijos, que hacerlo para inculpar a un inocente, pongamos por caso).
¿Qué puede hacer el evaluador a fin de detectar y en lo posible neutralizar este tipo de
sesgos? Echeburúa y col. (2011) abogan por el uso de pruebas psicométricas que
dispongan de más y mejores escalas para detectar tendencias de respuesta del sujeto que
puedan comprometer la validez de la aplicación, como el MMPI, pero lo cierto es que
hay pocas más con escalas e índices tan validados (el MCMI de Millon dispone de cuatro
escalas, y el PAI de Morey ofrece varios índices de control pensados para el contexto
forense). Incluso se ha puesto en cuestión la efectividad en la detección de disimulación
en el contexto forense de las disputas de custodia, de los procedimientos estándar y
ampliados utilizables a partir del MMPI con tal fin (Fariña, Arce y Sotelo, 2010).
En general los cuestionarios —aún con escalas de sinceridad y distorsión motivacional
— no han mostrado ser capaces de detectar estos sesgos, motivo por el cual se tiende a
adoptar una perspectiva multimétodo que haga necesaria la convergencia de varios
criterios (por ejemplo, Arce y colaboradores —2009— proponen combinar MMPI y
entrevista clínico-forense); la cuestión es que nunca deberíamos calificar a un sujeto de
«simulador» e invalidar los datos que nos haya ofrecido considerando una única
puntuación en una escala de control de respuesta. Otra opción, cuando el protocolo de
evaluación de la custodia no incluya por ejemplo la aplicación del MMPI —la mayoría,
según el estudio de Rodríguez-Domínguez y otros (2015a) en menos del 10 por 100 de
los informes de custodia analizados se había aplicado esta prueba— podría ser utilizar
mediciones específicas de disimulación, tal como alguna escala de deseabilidad social
(por ejemplo, la SDS de Marlowe y Crowne adaptada en nuestro país por Ferrando y
Chico en el año 2000). Ahora bien habría que valorar la utilidad incremental de estas
escalas y considerar el balance coste/beneficios de «engordar» nuestros ya complejos
protocolos de evaluación.
Otra estrategia, esta de «coste cero» y que se ha demostrado interesante para reducir
la deseabilidad social en otros ámbitos también propicios a los sesgos —como el de
selección en el contexto laboral, ver por ejemplo Salgado, 2005— sería la advertencia a
los evaluados de que los cuestionarios que le van a ser aplicados incluyen métodos de

74
detección de tales sesgos y que el hecho de ser hallados «distorsionadores» se hará
constar en el informe dado que podría afectar a la calidad de la información en él
contenida y como potencial limitación del dictamen debe ser puesta en conocimiento del
juez, advertencia ética y perfectamente legítima que a mi entender debiera formar parte
de nuestro protocolo de actuación. Carr, Moretti y Cue (2005) son partidarios de esta
estrategia e incluso sugieren dar una «segunda oportunidad» a los disimuladores,
ofreciéndoles volver a cumplimentar las pruebas que fuere con mayor honestidad y
comparar ambos perfiles; aunque habría nuevamente que considerar costes/beneficios de
tal estrategia, por lo demás controvertida, ya que se carece de instrucciones
estandarizadas respecto a esas «readministraciones» de pruebas y se desconoce cómo
puede afectar a las cualidades de la misma (Gould y otros, 2009).
A todo ello además habría que sumar la consideración de otros indicadores de estos
sesgos: actitud de marcada reserva en las entrevistas —en particular si se circunscribe a
las áreas más sensibles, por ejemplo sus antecedentes clínicos o sus hábitos de crianza y
educación, y no así en otros aspectos—, ausencia de cualquier atisbo autocrítico en las
entrevistas descartando que ello responda a un determinado estilo de personalidad (ej.
narcisista), abuso de la respuesta «?» en los cuestionarios o marcada resistencia a elegir
una sola alternativa de respuesta en los mismos (igualmente habría que descartar que ello
no responda a un patrón obsesivo o paranoide de personalidad), etc. Un estudio
exhaustivo del fenómeno de la disimulación en este campo puede encontrarse en la Tesis
Doctoral de Sotelo (2009).
En relación con las personas evaluadas, aparte de estos sesgos, puede haber otras
fuentes de error con implicaciones para nuestras evaluaciones. Por ejemplo las derivadas
del bajo nivel educativo de los evaluados o del origen cultural de los mismos; un ejemplo
de este tipo puede verse en uno de los casos prácticos expuestos en este libro (padre
analfabeto funcional y de origen gitano). Esta circunstancia no solo limita la aplicación de
pruebas psicométricas, reduciendo así las posibilidades de validación cruzada de la
información, sino que en el caso de evaluados procedentes de entornos culturales muy
diferentes plantea interrogantes relativos a la validez transcultural de los estándares que
aplicamos en estas evaluaciones; son casos cada vez más frecuentes a consecuencia de la
mayor movilidad geográfica y del fenómeno de la inmigración en todas las llamadas
sociedades desarrolladas, y que no tienen fácil resolución por parte del evaluador más allá
de la aconsejable prudencia a la hora de hacer interpretaciones o sacar conclusiones
respecto a la idoneidad parental tan determinada por factores culturales, razón por la que
la evaluación en estos casos suele restringirse a cuestiones muy básicas de la seguridad y
el bienestar infantil.
A medio camino entre relacionadas con el evaluado y atribuibles al contexto de
evaluación, podríamos aludir a las siguientes potenciales fuentes de error:
• La posición del sujeto en el procedimiento y en la evaluación: cuando se evalúa a las
dos partes que mantienen la disputa por la custodia de los hijos, y se acomete primero la
evaluación de uno de los progenitores y después del otro, cabe el riesgo de que el
segundo evaluado tenga la impresión que suscita el papel legal de «demandado» (sus

75
planteamientos están de alguna forma condicionados por los del «demandante», a cuya
demanda contesta), es probable que se perciba más que como fuente primaria de datos,
como fuente de contraste (confirmando o desmintiendo información que el evaluador ya
ha recogido del primer evaluado). Para evitarlo conviene balancear las sesiones de
evaluación (rara vez será una sola, ya que ello podría a su vez acarrear un problema de
fatiga y de disminución de oportunidad de contraste de datos) que se mantienen con los
progenitores, de forma que no siempre sea el mismo el primero del que se recoge
información sobre todas las áreas evaluadas.
• El posible efecto aprendizaje a consecuencia del asesoramiento legal y/o de anteriores
exploraciones periciales. Sería conveniente, aunque de mi propia praxis deduzco que no
siempre hacemos, preguntar a los sujetos qué consultas han hecho respecto a la prueba
pericial o qué han leído al respecto; a veces son obvias ciertas «consignas» que los
evaluados traen y repiten en las evaluaciones o un lenguaje excesivamente técnico que no
se justifica por su nivel de instrucción o profesión, y que deben hacernos sospechar que
ha habido algún entrenamiento, aunque sea informal, ya que si bien hace años que se
aprecia el efecto de «ziskinización» en la actuación de algunos abogados durante las
defensas en sala de los peritajes psicológicos, no ocurre así a menudo respecto a los
propios peritados, más allá de los «consejos prácticos» accesibles a través de
determinadas web (no siempre de colectivos de padres/madres divorciados, sino también
de asociaciones presuntamente profesionales que se permiten dar instrucciones para
manipular los datos de las evaluaciones). Obviamente también debe presenciarse la
cumplimentación de pruebas por los evaluados, a fin de asegurar que no son asistidas por
terceros en dicho proceso.
Por otro lado, se va planteando cada vez más a menudo, dada la frecuente
cohabitación de periciales «de parte» y de los técnicos de la Administración desde la
LEC 1/2000, que los evaluados lo sean varias veces en un corto espacio de tiempo y
para los mismos fines, determinar la custodia o plan de parentalidad. Circunstancia que,
amén de ser fuente de otros posibles problemas como la victimización secundaria de los
menores a que aludía anteriormente en este mismo capítulo, afecta a la validez de los
resultados, y obliga al evaluador a disponer de un abanico lo más extenso posible de
técnicas e instrumentos de evaluación a fin de evitar el uso reiterado de los que ya hayan
sido empleados en un caso dado. Como señalan Echeburúa y col. (2011) «De hecho, el
uso habitual de algunas pruebas en el entorno forense facilita el entrenamiento de los
sujetos para obtener perfiles normoadaptados a las mismas. Será interesante, por tanto,
para el psicólogo forense estar entrenado en la aplicación e interpretación de distintos test
para un mismo ámbito de evaluación (por ejemplo, personalidad, síntomas
psicopatológicos, estilos educativos, etc.), rotando en la utilización de los mismos o
aplicando varios en una misma sesión para validar la información obtenida».
• La fatiga. Unas veces por la premura de los plazos del procedimiento judicial, otras
por conveniencias de agenda del evaluador y en ocasiones a petición del evaluado que
desea evitar dedicar más tiempo u otras consecuencias (permisos laborales, lucro cesante,
etc.) de «dosificar» las tareas que componen el proceso evaluativo, la cuestión es que a

76
veces este se desarrolla en sesiones «maratonianas» que pueden causar fatiga al evaluado
y afectar a los resultados.
Por último, en la génesis de errores también podemos encontrar aspectos claramente
ligados al contexto forense para el cual se desarrollan las evaluaciones de custodia,
resaltaría los siguientes:
• Nuestro trabajo forense nos lleva a adoptar una perspectiva sincrónica (lo que
concurre en el momento de la evaluación) sobre cuestiones dinámicas, en continua
evolución como los vínculos afectivos entre padres e hijos. Desde esa «instantánea»
inferimos unas causas de los problemas de vinculación detectados y hacemos unos
pronósticos, con un margen de error seguramente muy superior al de un estudio
diacrónico. Al igual que en penal la evaluación retrospectiva (estado mental del sujeto en
el momento de los hechos) es fuente de determinados errores, en el ámbito de las
evaluaciones de custodia las valoraciones prospectivas también lo son, y en este aspecto
no cabe más que ser muy cautos en nuestros pronósticos y contextualizar nuestras
conclusiones (más allá de la consabida nota a pie de página «las conclusiones formuladas
en el presente informe se refieren a la situación existente en el momento de practicarse la
evaluación, y por ello los resultados no pueden extrapolarse a otras circunstancias o
condiciones, cuya correcta estimación requeriría si acaso nuevo análisis»).
• Las limitaciones de tiempo que imponen los procedimientos, el volumen de trabajo o
las autorrestricciones que se imponga el evaluador en razón de sus expectativas de
remuneración por el mismo, pueden reducir la toma repetida de medidas, el empleo de
más formas de medición de un mismo aspecto o el uso de una técnica importantísima
como es la observación sistemática (para interacciones parento-filiales
fundamentalmente) y propician el uso de instrumentos breves, en general de cualidades
psicométricas inferiores, e incluso el uso de pocas pruebas como sugieren los datos del
estudio precitado de Rodríguez-Domínguez y otros (2015a) con la consecuente
devaluación del enfoque multimétodo recomendado a fin de mejorar la validez
convergente de los resultados de estas evaluaciones.
• Por último, parece de justicia señalar que no solo hay que considerar los sesgos del
evaluado, sino los que tal vez afecten al evaluador en este contexto. Resaltaría el peligro
de establecer hipótesis de forma apresurada, que contribuya a descartar la valoración de
otras posibilidades y a mantener una atención selectiva, atendiendo solo a los resultados
confirmatorios de tales hipótesis (Vázquez-Mezquita y Catalán, 2008); a este respecto el
proceder sistemático que proponen Drozd y col. (2013) comentado anteriormente puede
servir de corrector. También quisiera apuntar que si bien en forense, al contrario de lo
que ocurre en el ámbito clínico, es preciso contrastar la información que facilita
cualquiera de los evaluados, la incredulidad del perito puede acabar haciéndole víctima
del llamado «error de Otelo» y en consecuencia interpretar la negación de un problema
y/o la ansiedad de quien teme ser hallado en falta aun sin haberla cometido, como señales
inequívocas de que el evaluado miente.

77
B. Dificultades relativas a fuentes de datos e instrumentos de evaluación. Propuestas
para superarlas
Antes de adentrarme en los beneficios y desventajas del uso de unas u otras técnicas
en nuestros protocolos y en los problemas metodológicos que plantean la selección y las
cualidades de los instrumentos que manejamos en las evaluaciones de custodia, quisiera
dedicar unos párrafos a hacer algunas reflexiones sobre la aplicación a estos
procedimientos de evaluación forense de los dos conceptos claves: fiabilidad y validez,
atendiendo a sus diferentes acepciones y/o vertientes.
Si pretendemos evaluaciones rigurosas, no podemos prescindir de considerar estas dos
propiedades y no solo en relación con las pruebas sino también con el proceso evaluativo
en su conjunto, aunque llevados a este terreno tales principios puedan adquirir
significados algo diferentes.

B.1. En cuanto a la fiabilidad


Si entendemos esta como «estabilidad de la medida», la primera apreciación a hacer es
que la evaluación forense no ofrece oportunidades de «retest», son muchas las variables
a valorar en relativamente poco tiempo. Además en las evaluaciones de custodia
consideramos expectativas, actitudes y variables emocionales que en general se
consideran menos estables que por ejemplo la inteligencia o las aptitudes, y en relación
con la estabilidad de los rasgos de personalidad —que sí son objeto frecuente de
valoración en estas evaluaciones— existe bastante controversia. Por otro lado, la mayoría
de las pruebas que se utilizan en este contexto son adaptadas —en general del contexto
norteamericano— y ello suele afectar a los coeficientes de fiabilidad de las mismas.
En su vertiente de «consistencia», más que la intra-prueba (interna), solemos tener en
cuenta la consistencia entre los datos obtenidos respecto a un aspecto concreto a través
de diferentes técnicas (entrevista, observación, cuestionario, etc.); lo cual resulta clave
para considerar que tal resultado es robusto y poder establecer conclusiones a partir de él
en nuestra evaluación.
A veces también se habla de la «confiabilidad» referida a los evaluados, o para ser más
correctos habría que decir credibilidad que concedemos a aquello que informan —más
que a ellos mismos—, y a este respecto me remito a lo apuntado sobre la carencia de
métodos fiables para la detección del engaño. Pero entiendo que deberíamos considerar
también la credibilidad del experto —de nuevo precisemos, de su dictamen— y a este
respecto parecen claves cuestiones como la explicitación de los resultados concretos a
partir de los cuales se hacen las inferencias que a su vez sirven de base para hacer tales o
cuales recomendaciones, el reflejo en los informes de las limitaciones de la evaluación
practicada (resultados contradictorios, omisión de fuentes de datos, etc.) y las
predicciones emitidas en términos probabilísticos y no de «oráculo» como corresponde a
nuestra más que modesta capacidad predictiva en esta materia.

B.2. En cuanto a la validez

78
Entendida esta como «precisión de la medida» resulta ineludible referirnos al proceso
inferencial que llevamos a cabo en las periciales, a partir de pruebas desarrolladas con y
para propósitos clínicos, hacemos interpretaciones en el contexto forense, asimilamos
constructos psicológicos y/o psicopatológicos a conceptos legales al inferir las
implicaciones que los primeros pueden tener en relación con los segundos. Problema que
ciertamente no es exclusivo de este campo aplicado, pero que no tiene fácil solución:
Prescindir de todo el bagaje clínico en estas evaluaciones parece temerario dado el parco
desarrollo de recursos específicos en este campo; limitar nuestras interpretaciones al
terreno clínico sin sacar conclusiones respecto a las cuestiones forenses, nos condenaría
prácticamente a la irrelevancia profesional en este ámbito.
Nos encontramos con la siguiente paradoja: los instrumentos dirigidos a medir o
estimar variables más específicas del ámbito y cuya interpretación por tanto requeriría
menor nivel de inferencia, tienen en general peores cualidades psicométricas que las
pruebas tradicionales de la clínica, sin embargo estas miden constructos menos relevantes
a efectos forenses.
Pero en mi modesta opinión los problemas de validez que aquejan a nuestras
evaluaciones, no se refieren solo a los instrumentos, sino a la definición misma de los
constructos claves que pretendemos después medir con precisión. En las páginas
precedentes hice referencia al concepto de «ajuste infantil pos-divorcio», pero podemos
verlo también referido a un aspecto central de estas evaluaciones de custodia, como es el
parenting. La falta de consenso respecto a qué entendemos o qué abarca la capacidad
parental, la idoneidad parental o la competencia parental —me inclino por este último
vocablo— no es un mal que nos aqueje solo a nosotros, en España. Grisso (1986)
hablaba de aproximaciones al «dominio del concepto parenting» y también se refería a la
necesidad de tener en cuenta la opinión de los profesionales de Derecho acerca de la
relevancia de los constructos considerados por los psicólogos, aunque claro está ese
reconocimiento jurídico no sustituya la necesaria fundamentación teórica y empírica de
tales constructos. ¿Pero tenemos lo suficientemente bien definido ese dominio para
plantearnos la validez de contenido de un instrumento de medida del mismo? Es más
¿estamos en condiciones de definir ese constructo sin un marco teórico claro de
referencia? Los tests de personalidad al uso tienen poca capacidad predictiva de la
conducta parental, y la mayoría de instrumentos de evaluación del parenting evalúan
dimensiones actitudinales más que habilidades funcionales y tampoco han sido validados
en el terreno forense. En suma tenemos sin resolver cuál es el criterio válido, eso que
podríamos llamar el «parenting efectivo». Volveré sobre esto un poco más adelante,
avanzando alguna propuesta que permita superar el actual estancamiento.
Pasemos a considerar ahora algunas limitaciones relativas a la estandarización de
protocolos de evaluación y a la naturaleza de las predicciones en este campo, para
abordar después los problemas y beneficios de las diferentes técnicas y fuentes de datos
empleadas en las evaluaciones de custodia.

B.3. En cuanto a los protocolos y las predicciones

79
Al respecto un par de apuntes. El primero constatar que apenas se publican en nuestro
entorno propuestas para conducir de manera sistemática las evaluaciones de custodia. Me
viene a la cabeza ese dicho de «cada maestrillo tiene su librillo». Desde el modelo
desarrollado por esta autora (Ramírez, 1997), solo me consta que haya sido publicada
dentro de nuestras fronteras otra propuesta, la de Fariña y colaboradores (2002), sin que
ninguna de ellas haya suscitado investigación posterior encaminada a su validación o
refutación. Es un ámbito en el que parece no haber calado aún la necesidad de
protocolizar las evaluaciones; apenas hay debate en torno a cuestiones metodológicas, ni
se hallan referencias (en publicaciones, congresos, etc.) a cuestiones como la secuencia
de las variables a evaluar, el momento de aplicación de las pruebas, la estructuración
conveniente de las entrevistas con adultos y con menores, la pertinencia o no de
comenzar con una entrevista conjunta de los progenitores, etc.
En lo que se refiere a predicciones, básicamente hay dos aproximaciones: la clínica y la
actuarial o estadística. La primera resulta de un proceso informal de integración de datos
basado en la experiencia y en la perspectiva teórica. La segunda se produce a partir de
algoritmos o fórmulas basadas en datos empíricos. La investigación en las ciencias
sociales no aporta datos que permitan hacer una predicción actuarial (numérica) del
ajuste infantil pos-divorcio. Carecemos de reglas para poder señalar por ejemplo qué
probabilidad habrá de que un progenitor interfiera en el vínculo del otro con los hijos de
darse tal combinación de patrones de personalidad de los padres, o qué grado de
adecuación filial es esperable por edad a tal o cual régimen de parentalidad. Aunque no
cabe duda de la superioridad de los métodos estadísticos o actuariales frente a los
métodos clínicos a la hora de hacer predicciones, ya sea en el contexto clínico o en el
forense (Grove y otros, 2000), seguramente se avanzará en la línea de combinar ambos
tipos de predicción, como se hace en los pronósticos de peligrosidad o reincidencia
actualmente (Esbec y Fernández, 2003). Neal y Grisso (2014) constatan en su revisión
de informes periciales emitidos por miembros de acreditadas organizaciones
profesionales, cómo la praxis se ha ido moviendo del juicio clínico a aproximaciones y
uso de herramientas cada vez más estructuradas.
A propósito de la necesidad de cuantificación en contextos en que se manejan
conceptos legales indeterminados (como el bienestar del menor) y en los cuales están en
juego decisiones que también pueden de alguna manera graduarse, sugiero la lectura del
trabajo de los alemanes Duerr y colaboradores (2014) dirigido a clasificar más de ciento
cincuenta ítems indicadores de parentalidad hostil, a lo largo de un continuo de «pérdida
relativa de bienestar infantil», hasta establecer cinco tramos (pérdida de hasta el 23 por
100, del 23 al 45, del 45 al 75 por 100, del 75 al 100 por 100 y completa) a cada uno de
los cuales correspondería adoptar unas medidas de protección, desde el leve
asesoramiento voluntario a la plena retirada del cuidado o tutela del menor, pasando por
medidas tradicionalmente adoptadas en los litigios de custodia (cambio de residencia
principal/custodia, supervisión del contacto/RV con un progenitor, etc.). Interesante el
proceso de definición del constructo por consenso de expertos (método Delphi), y cómo
proponen una cuantificación estadística de hechos e incidentes que permite una

80
estimación indirecta del bienestar infantil; pendiente queda, según reconocen los propios
autores, de demostrar la capacidad prospectiva de la herramienta a partir de su uso en
Servicios Sociales y también judicial.
Seguimos, como decía, sin saber qué peso —estadístico— tiene cada factor de los
contemplados en nuestras evaluaciones en la adaptación filial posterior al divorcio,
aunque sí podemos como proponen Drozd y colaboradores en el texto antes comentado,
trabajar con árboles de decisión que permitan organizar los factores evaluados y
«asignar» a cada uno más o menos importancia basándonos en nuestro entrenamiento y
experiencia, pero en todo caso explicitando este proceder de forma que evaluados y
actores jurídicos comprendan el razonamiento seguido para hacer nuestros pronósticos.

B.4. En cuanto a las entrevistas


Las entrevistas constituyen seguramente la fuente principal de datos en la mayor parte
de las evaluaciones de custodia —a excepción del protocolo propuesto por Schutz y
colaboradores (1989) fundamentalmente basado en la observación—, si bien como
señalan Kuehnle, Greenberg y Gottlieb (2004) ha recibido mucha más atención la
entrevista a los padres que a los hijos, y eso a pesar de que el objetivo declarado de estas
evaluaciones sea considerar el interés del menor y los padres inmersos en litigios de
custodia pueden sesgar la información que proporcionan respecto al mismo; baste
recordar el conocido estudio de Ash y Guyer (1991) aunque en él usaran el CBCL de
Achenbach.
Uno de los problemas que se presentan con el uso de las entrevistas en este ámbito
forense es que carecemos de baremos estandarizados y no es común un alto grado de
estructuración de las entrevistas con adultos, lo que además dificulta la comparación
entre progenitores; este es un contexto en el cual la información recogida de uno y otro
padre debe ser equiparable y cuando las entrevistas no son lo bastante estructuradas
(permitiendo asegurar que se ha preguntado lo mismo, en igual orden y en forma muy
similar) esa tarea se torna complicada. El uso de entrevistas estructuradas es
recomendado por las grandes autoridades en este campo (Gould y Martindale, 2007;
Ackerman, 2010).
Otra cuestión objeto de controversia es la grabación de las entrevistas; ciertamente
hacerlo —siquiera en audio— reporta ciertas ventajas: permite un análisis posterior más
detallado y preciso, evita que al tomar notas se pierda información no verbal, y sobre
todo deja un registro susceptible de ser requerido por el juzgado (cuestión cada vez más
demandada por los abogados, teniendo en cuenta el imperativo legal de grabar los
juicios), pero tiene el inconveniente del coste en tiempo de reproducir/transcribir dichas
grabaciones para trabajar con ese material. Obviamente en caso de grabar las entrevistas
ha de advertirse y obtener el oportuno consentimiento informado.
Convendría recordar unas cuantas recomendaciones, que no por básicas se respetan
siempre en las entrevistas con los padres: evitar las preguntas formuladas en términos
comparativos con el otro progenitor, cuidar el balanceo de sesiones y el orden de

81
valoración de las variables para ambos, enmascarar la evaluación de aspectos críticos (o
más sensibles a distorsiones) en la recogida de información sobre otros aparentemente
más neutros (por ejemplo contrastar su implicación en determinadas tareas de cuidado de
los hijos, al informar de la actitud del otro haciéndole partícipe de cuestiones relativas a
estos o al informar de sus horarios laborales como un condicionante de su
disponibilidad), y explorar determinadas áreas (tales como dinámica familiar pre-ruptura,
conflicto interparental) mediante entrevistas conjuntas —siempre que los antecedentes
deducibles de la revisión previa de la documentación judicial no lo desaconseje— ya que
los datos de observación pueden ser incluso más ricos que los verbales y la presencia del
otro progenitor sirve de contrapeso o desincentivo del engaño.
Respecto a las entrevistas con los hijos mi posición es que son una fuente de
información importante y que pueden ser claves para la validez convergente de nuestras
evaluaciones, sin que por ello tengan que resultar dañados o re-victimizados. Tanto el
artículo 12 de la Convención sobre Derechos del Niño de Naciones Unidas, como el
artículo 9 de la Ley de Protección del Menor, reconocen el derecho a ser oído y a que
sea tenida en cuenta su opinión en los asuntos que les afectan, siempre de acuerdo a su
edad, madurez y circunstancias. Además cada vez entendemos la capacidad parental más
desde una perspectiva si se quiere constructivista o simplemente funcional (no como
atributo del progenitor sino atendiendo a la bidireccionalidad de la relación parentofilial, la
idoneidad de la conducta parental estará en función de las necesidades particulares del
menor y del contexto en que tenga lugar). Dos asuntos parecen claves para conjurar los
riesgos de estas entrevistas:
— Configurar la participación de los menores en el proceso sin hacerles responsables
de la decisión final. Saywitz, Camparo y Romanoff (2010) ofrecen una serie de pautas
para evitar poner a los niños en la posición de «desempatar» —entre sus padres— o
sobrecargarlos. Entre ellas explicar a los niños el objetivo de la evaluación y el papel del
evaluador, y aceptar la ambivalencia del niño/a, permitiéndole decir «no sé», «no
entiendo» o «no quiero hablar de eso».
— Aplicar el conocimiento acumulado sobre estrategias de entrevista no sugestiva y
basada en el desarrollo proveniente de la evaluación de niños en el campo del abuso
sexual, tal como propusieron Kuehnle y col. (2004). Estos autores consideran que así se
obtendría a través de los niños información mucho más fiable en las evaluaciones de
custodia, si bien apuntan que —salvo la edad— aún no están bien estudiadas las
características del niño/a que lo hacen más o menos sugestionable o influenciable (por
ejemplo, a los «mensajes» de un progenitor que distorsionen su testimonio sobre el otro);
por tanto la información proveniente de ellos —expuestos a menudo al conflicto y a
confidencias inapropiadas— también debe ser objeto de contraste por otras vías. Los
trabajos de Michael Lamb pueden ser muy valiosos para formarse en esta línea de
entrevista a los niños.
Sabemos que los menores por debajo de los 4-5 años son malos candidatos para
informar en entrevista, debido a lo limitado de su desarrollo lingüístico, su manejo de los

82
referentes temporales y su memoria; su exploración ha de plantearse a través de otras
técnicas (juego, observación...) y con otros fines (desarrollo en las diferentes áreas,
ajuste emocional-conductual...). Aunque las diferentes legislaciones marcan una edad
legal para «ser escuchados» (en el caso de España, los 12 años) o a partir de la cual su
opinión tendrá mayor peso en la decisión judicial, desde el punto de vista psicológico la
madurez debe ser considerada sobre un continuo, que no siempre además tiene evolución
lineal. Insistir también en la necesidad de afrontar estas entrevistas no con el objetivo de
contrastar una hipótesis concreta, que posiblemente sesgue la información que extraemos
del menor, sino contemplando un abanico de hipótesis; como señalaban Kuehnle y
colaboradores en el citado artículo, si el padre A alega que el niño/a está ansioso/a por el
contacto con el padre B, el evaluador debe contemplar durante la entrevista con el menor
una variedad de posibilidades: que sufrió en el pasado una experiencia traumática con el
padre B que recuerda ahora, que experimentó un suceso estresante con el padre B pero
también ha escuchado ampliamente al padre A hablar de ello, que el padre A sugirió o
dijo al menor que el padre B era «inseguro» (representaba un riesgo para el/ella), que el
padre A muestra malestar emocional cuando el niño/a tiene contacto con el padre B, o
que este se muestra poco efectivo o responsivo con él/ella cuando se relacionan. Para dar
respuesta a todas y cada una de esas posibilidades, la entrevista del niño/a se antoja
imprescindible.

B.5. En cuanto a la observación sistemática o estructurada


Conforme a los estudios a que hacíamos referencia antes (Bow, 2006; Arch, 2008;
Ackerman y Pritzl, 2011) la observación es una técnica muy empleada en las
evaluaciones de custodia, aunque más según el autoinforme de los evaluadores (dice
usarla el 80-90 por 100) que lo que se deduce de la revisión de sus informes. Los
protocolos de evaluación con más predicamento (ASPECT, ACCESS) incluyen todos
sesiones de observación de la interacción parento-filial, aunque dicha técnica en general
sea considerada adicional, con excepción del modelo propuesto en su día por Schutz y
otros (1989) que se articula precisamente en torno a sesiones múltiples de observación. Y
como señala Lampl (2009) la AFCC y la APA recomiendan a través de sus guías el uso
de esta técnica en las evaluaciones de custodia.
Es una técnica especialmente indicada en este contexto para evaluar aspectos
relacionales, fundamentalmente relativos a la interacción de las figuras parentales con los
hijos. Aunque hay mucha variabilidad en cuanto a qué valorar a través de esta técnica,
Acklin y Cho-Stutler (2006) enumeran los siguientes ítems:
a) muestras (verbales y gestuales) de afecto del niño hacia el progenitor, y viceversa,
b) intercambio positivo de sentimientos de felicidad,
c) tono afectivo (contacto ocular, expresión facial),
d) evitación del progenitor por parte del niño,
e) negatividad del niño (hostilidad, rechazo, angustia),
f) intentos del progenitor por controlar al niño, y viceversa,

83
g) capacidad del progenitor para adaptar la interacción a la conducta del niño,
h) dependencia del niño de la asistencia del progenitor,
i) cumplimiento por parte del niño de las indicaciones del progenitor,
j) adopción de límites (rol que adopta el progenitor),
k) nivel de estimulación parental y promoción de la autonomía y ejecución del niño,
l) grado general de disfrute y de conflicto.
Pero la observación es una técnica costosa en cuanto a inversión de tiempo y
entrenamiento, y existe bastante controversia en cuanto a su fiabilidad para predecir
habilidades parentales. Es costosa porque para que lo observado sea representativo (de
las habilidades parentales y de las reacciones filiales) se precisarían sesiones repetidas y
bajo parámetros diversos (en el domicilio y en sala de observación, sesiones de juego
libre y orientadas a tareas de uno u otro tipo, etc.), además sería aconsejable más de un
observador y/o grabar la interacción para su posterior visionado a fin de hacer los
registros más fiables. Hoy por hoy además tampoco contamos con un sistema de
codificación de las interacciones desarrollado con este propósito forense; lo más parecido
que tenemos sería la categorización de conductas que hacen los autores antes
mencionados (Schutz y colaboradores) sobre ciertas dimensiones de la parentalidad.
Lampl destaca que ni siquiera hay coincidencia en cómo conducir la observación en las
baterías antes mencionadas (por ejemplo, el ASPECT plantea observaciones breves del
menor con cada progenitor en juego, mientras que el ACCESS recomienda a ser posible
que la interacción sea simultánea con ambos padres y planteando tareas diversas) ni
tampoco por tanto en qué se pretende medir a través de la observación.
Esta autora repasa otras herramientas para dirigir la observación en las evaluaciones de
custodia, tales como:
— El Ainsworth Strange test al que aludía anteriormente en este mismo capítulo a
propósito de las aportaciones de la teoría del apego, aunque se trata de una técnica de
cualidades probadas a nivel experimental, no clínico ni forense. A propósito de las
técnicas para valorar el apego, hay que señalar que necesitan introducir algún grado de
estrés, precisamente para comprobar si el niño/a en esas circunstancias hace por recurrir
a esa figura y si esta es capaz o no de mostrarse responsiva y sensible; la propia situación
de examen que se plantea en las evaluaciones de custodia, amén del conflicto
concurrente en los casos contenciosos, puede pensarse que por sí mismos serían
suficiente, no obstante es frecuente que introduzcamos algún requerimiento temporal o
de logro durante las sesiones de observación (con instrucciones del tipo: «ahora tenéis 10
minutos para hacer tal cosa», «debéis completar la siguiente ficha que después pasaré a
ver cómo habéis resuelto»).
— La escala HOME para dirigir las observaciones en el contexto familiar, si bien esta
es una posibilidad poco viable para la generalidad de casos, por el tiempo que conlleva,
por lo invasiva que puede resultar y las complicaciones logísticas que plantea (¿en qué
contexto familiar observamos la interacción del niño/a con aquel de sus progenitores
provisionalmente fuera del hogar hasta que haya sentencia?). Frente a quienes defienden

84
la observación en el ambiente natural de la familia, por tener mayor validez ecológica,
cabe decir que la mera presencia del evaluador ya es un artefacto que puede alterar el
comportamiento de los observados (reactividad); a tal fin pueden analizarse también
grabaciones espontáneas de la familia (los típicos vídeos familiares) pero en mi modesta
opinión es un material que aporta más riesgos que datos fiables para el evaluador, por
tanto considero más útil invertir ese tiempo de visionado en sesiones bien estructuradas.
— Sistemas de codificación de interacciones familiares en las que se acomete la
discusión de algún problema. Concretamente menciona «Family Interaction Coding
System» de Hetherington y otros (1992), «System for Coding Interactions in Family
Functioning» de Lindahl y Malik (1996) y «Family Problem Solving Code» de Forbes y
otros (2001). No se tiene constancia de adaptación de ninguno de ellos al contexto
español. Señalar sin embargo que este planteamiento de observación —planteando la
discusión de un problema reciente, que no sea la propia reorganización familiar— sí ha
sido usado con frecuencia en el terreno forense para valorar habilidades de
comunicación, resolución de conflictos, negociación, etc., en particular con menores a
partir de la pubertad, que suelen mostrar bastante defensividad ante otros planteamientos
observacionales (como el uso de sala con espejo unidireccional).
Una descripción de las conductas criterio que hay que observar, así como del formato
de las sesiones, puede encontrarse en Ramírez (2003); los estándares de la AFCC (2007)
son plenamente coincidentes con los aspectos a considerar que eran expuestos allí
(norma 10): signos de conexión y atención recíprocas, habilidades de comunicación,
métodos para mantener el control en caso de necesidad, expectativas parentales
apropiadas a la etapa evolutiva del menor y adecuación del material que traen los padres
cuando se les pide hacerlo. A su vez una lectura minuciosa del mencionado texto de
Schutz (1989) puede ser de enorme utilidad para planificar las sesiones de observación
en el contexto de las evaluaciones de custodia, y el trabajo de Hynan (2003) puede
ayudar a integrar teoría, datos de investigación y práctica en relación con la observación
de las interacciones parento-filiales.
Una vez más señalar que la información obtenida de este tipo de observación, debe ser
considerada en términos cuidadosos y conservadores, siempre en combinación con la
proveniente de otras fuentes, más aún mientras no dispongamos de sistemas de
codificación validados en el contexto forense. Y un apunte más, al que se refieren
también los estándares de la AFCC: los evaluadores al formular sus opiniones sobre el
significado de las interacciones parento-filiales observadas considerarán factores
culturales y étnicos, que pueden ser determinantes del grado de contacto físico entre
progenitor/a e hijo/a, de expectativas diferenciadas por género, y tantos otros aspectos.

B.6. En cuanto a las fuentes colaterales o de contraste. Los terceros


Como señalaba Austin (2002) recabar información —ya sea documental o a través de
contacto telefónico o entrevista— de fuentes colaterales, en un contexto donde
predomina el paradigma «él dice-ella dice» es muy importante. Estos terceros

85
«neutrales», en la medida que independientes de las fuentes primarias, aportan validez
discriminante, y si la información obtenida a través de estas fuentes colaterales coincide
con la aportada por las fuentes primarias mejora la validez convergente de dicha
información.
En Estados Unidos el uso de estas fuentes está muy extendido, y aparece recogido en
todas las guías (APA, AFCC) como parte del enfoque multimétodo recomendado en las
mismas. Mi opinión al respecto es crítica cuando se incluyen como fuentes colaterales
personas con estrecha vinculación con las partes (parientes, amigos) no así cuando se
habla de terceros diríamos «neutrales»: médicos, profesores, pediatras, terapeutas,
cuidadores infantiles, trabajadores sociales, policía, etc. Las primeras sin duda pueden
tener mucha información sobre el niño/a, la dinámica familiar, etc., pero también es más
probable que estén «contaminadas» por los intereses y sesgos de la parte a la que le unen
lazos afectivos, ¿podríamos considerarles fuentes independientes entonces? Aceptarlas
como tales puede poner en apuros al perito a la hora de defender su dictamen.
Los estándares de la AFCC solo aluden a fuentes colaterales formales (norma 11). Las
posibles nuevas parejas de cualquiera de los padres no tienen consideración de
«terceros» y serán objeto de evaluación —como cualquier otra figura conviviente— en la
medida que tengan algún papel en el cuidado y atención de los menores (norma 5.7).
Bow (2010) señala una serie de aspectos que hay que considerar en el manejo de estas
fuentes colaterales en las evaluaciones de custodia. Por ejemplo atender a las normas
legales de admisibilidad de información (obviamente no podemos servirnos de
información obtenida ilegalmente) y también a lo establecido sobre prelación de deberes
para los profesionales a quienes se solicita información (por ejemplo en determinadas
jurisdicciones el deber de preservar la confidencialidad de la relación terapéutica puede
prevalecer sobre la obligación de colaborar en un procedimiento civil de custodia, y en
otras jurisdicciones al revés); para un repaso de los puntos de conexión y fricción entre
las normas legales y los preceptos deontológicos en nuestro contexto socio-jurídico, ver
Echeburúa (2002). También se insiste en la necesidad de obtener consentimiento
informado de las partes para recabar este tipo de información, y en el deber de informar
a estas fuentes del propósito de contactar con ellos y del carácter no confidencial de la
información que revelen. Hay que considerar que estas fuentes tienen derecho a rehusar
dar información —salvo cuando les sea requerida judicialmente— pero que en tal caso el
evaluador debe hacer constar en su dictamen ese intento fallido de contrastar
información. Bow indica que no debieran hacerse valoraciones sobre «opiniones» de
estas fuentes, y que no corresponde al evaluador valorar tanto la validez de la
información aportada cuanto su consistencia o inconsistencia con la información
proveniente de otras fuentes.
Apuntar por último que el acceso a estas fuentes, en particular a los terceros
cualificados o neutrales, varía en función de la posición del evaluador en el
procedimiento, siendo más amplia cuando este actúa por designación judicial (ya sea
nombrado por el tribunal o perteneciente a la Administración) que cuando lo hace por
encargo «de parte»; un elemento más a favor de una posición del evaluador con mayor

86
respaldo de la instancia judicial y que promueva informes que abarquen a todo el grupo
familiar.

B.7. En cuanto a la selección, utilidad y limitaciones de los tests. Otros instrumentos no


estandarizados
Respecto al uso y abuso de los tests en el contexto forense en general, y en las
evaluaciones de custodia en particular, se han vertido ríos de tinta. Así pues procuraré
sintetizar las críticas fundamentales y ceñirme a los instrumentos más usuales en el
ámbito concreto que nos ocupa, asumiendo no obstante como señalan Gould, Martindale
y Flens (2009) que la frecuencia de uso no es un indicador de calidad del test.
El banco de tests psicológicos creados o adaptados para población española es ingente
y los psicólogos debemos seleccionar en cada momento aquellos que mejor se ajusten a
nuestros propósitos y a las características del sujeto/s a evaluar, aquellos con mejores
cualidades técnicas o cuya aplicación ofrezca mejor balance costes/beneficios, aquellos
potencialmente más útiles para el contexto y situación concreta a evaluar. Hace ya más
de dos décadas que Heilbrun (1992) propuso una serie de directrices para la selección de
pruebas en el ámbito forense y recientemente Sanz y García-Vera (2013) revisaban las
mismas y su aplicación en el contexto español. Los criterios de Heilbrun son traducidos y
resumidos por estos dos académicos como sigue (ob. cit., pág. 110) y al hilo de cada uno
de ellos me permito hacer algún comentario remitiéndome a la realidad —aquí y ahora—
de las evaluaciones de custodia:
1. « El test está disponible comercialmente y documentado de forma
adecuada en dos fuentes de referencia. P rimero se acompaña de un manual
que describe su desarrollo, propiedades psicométricas y procedimiento de
aplicación. Segundo, aparece listado y revisado en el Mental Measurement
Yearbook o en alguna otra fuente de referencia fácilmente accesible» . El criterio
de distribución comercial puede ser en exceso restrictivo —baste revisar el catálogo de
las principales y casi únicas distribuidoras de tests en nuestro país—, por ejemplo
estaríamos excluyendo, aunque pueda parecer increíble, una prueba de la categoría y
tradición de uso como el CBCL de Achenbach, que inexplicablemente no ha sido objeto
de distribución comercial en España. Pero sí deberíamos considerar exigible al menos
que esté publicado y documentadas sus propiedades —requisitos que por ejemplo el
CBCL cumple con creces—, y coincido con Sanz y García-Vera en que los manuales de
Grisso (la segunda edición es de 2003) pueden ser considerados una fuente de referencia
respecto a instrumentos con mayor uso para los diferentes cometidos forenses.
2. « Se debería considerar la fiabilidad. El uso de un test con un coeficiente
de fiabilidad menor de 0,80 no es aconsejable. La utilización de un test menos
fiable requeriría una justificación explícita por parte del psicólogo» .
Absolutamente pertinentes las matizaciones que hacen Sanz y García-Vera sobre los
diferentes tipos de fiabilidad a considerar y consecuentes variaciones en el rango de
«aceptable» a «excelente». A este respecto recordar que en el estudio de validación del

87
protocolo de evaluación de las custodias propuesto por esta autora (Ramírez, 1997) se
obtenían índices de acuerdo interjueces entre bueno (K de 0.570 entre psicólogos) y
excelentes (K de 0.746 entre jueces y K de 0.770 entre psicólogos especialistas) en lo
relativo a las decisiones de custodia, si bien inferiores al nivel aceptable para las
decisiones de régimen de visitas.
3. « El test debería ser relevante para la cuestión legal o para un constructo
psicológico que subyazca tras la cuestión legal. Cuando sea posible, esta
relevancia debería estar apoyada en la existencia de investigación de
validación publicada en revistas con revisión por pares» . A este respecto me
remito a lo dicho en las páginas previas en cuanto a la validez, añadiendo que en nuestro
país es infrecuente la validación de pruebas clínicas para su uso forense.
4. « Debería utilizarse una aplicación estandarizada, con unas condiciones de
aplicación del test tan cercanas como sea posible al ideal de tranquilidad y
ausencia de distracciones» . En relación con esta cuestión parece importante subrayar
que los peritos debemos hacer constar variaciones que introduzcamos en la aplicación de
las pruebas, aunque las mismas puedan estar bien justificadas en este particular contexto
forense, como tendré ocasión de ampliar al referirme al TAMAI o a la ESPA-29, en
cuyas hojas de respuesta las valoraciones simultáneas de Padre/Madre pueden favorecer
sesgos indeseables. Este tipo de modificaciones de hecho es propuesto por Sanz y
García-Vera como una vía para reducir los efectos de los estilos de respuesta, asunto al
que se refiere la última de estas directrices.
5. « Tanto la selección de un test como su interpretación deberían guiarse
por la aplicabilidad a una población concreta y para un propósito dado. Los
resultados de un test (distintos del comportamiento observado durante su
administración) no deberían aplicarse a un propósito para el cual el test no fue
desarrollado (p. ej., inferir psicopatología a partir de los resultados de un test
de inteligencia). La especificidad de la población y de la situación deberían
guiar la interpretación. Cuanto mayor sea el « ajuste» entre un individuo dado
y la población y situación utilizadas en la investigación de validación, más
confianza se puede tener en la aplicabilidad de los resultados» . Ya se ha
comentado antes la escasez de instrumentos de evaluación forense, que en lo que
respecta a la valoración de las custodias son prácticamente inexistentes, obligando a hacer
inferencias a partir de instrumentos del ámbito clínico o desarrollados con fines básicos,
no aplicados. A propósito de la consideración hecha por Sanz y García-Vera sobre que
las adaptaciones españolas de las pruebas diríamos más solventes, a veces no han tenido
un proceso de estandarización equiparable a la versión original, no puedo dejar de llamar
la atención respecto a una prueba con importante tradición de uso forense, como el
Inventario de Potencial Abuso Infantil —CAPI— de Milner, adaptada en nuestro país
por De Paul y Arruabarrena nada menos que desde 1991, y cuya baremación nunca ha
pasado de las muestras preliminares. Añadiría que son poquísimos los tests que disponen
de baremos específicos, esto es para población inmersa en procesos judiciales.
Recientemente han aparecido para el test CUIDA, al que me referiré más adelante, pero

88
no ocurre así por ejemplo con la escala ESPA-29 y no parece descabellado pensar que
las valoraciones sobre el estilo educativo de los padres varíen de la población general a
adolescentes partícipes en una evaluación por su custodia.
6. « Los test objetivos y los datos actuariales son preferibles cuando hay
datos apropiados de resultado y existe una “fórmula”» . Me remito a lo dicho
respecto a la parca capacidad prospectiva de las evaluaciones de custodia, y por
extensión de los tests que se usan en el curso de las mismas. Ha habido en el contexto
norteamericano algunos desarrollos, por ejemplo el ASPECT de Ackerman y Schoendorf
(1992), en la línea de cuantificar el peso de unos u otros factores en un índice (o
«medida» general) de la capacidad parental para ejercer la custodia, pero lo cierto es que
está por demostrarse su capacidad predictiva.
7. « Se debería evaluar explícitamente el estilo de respuesta usando
aproximaciones sensibles a la distorsión, y se deberían interpretar los
resultados de la aplicación del test dentro del contexto del estilo de respuesta
del individuo. Cuando el estilo de respuesta parezca ser de simulación,
defensivo o irrelevante en lugar de sincero/fiable, quizás sea necesario
minimizar la importancia de los resultados de la aplicación del test o incluso
ignorarlos y enfatizar en mayor medida otras fuentes de datos» . Cuestión ya
abordada con detenimiento en el epígrafe «Sesgos más comunes y potenciales vías de
minimización».
A la vista del estado de la cuestión, no es extraño encontrar posiciones muy críticas
con el uso de los tests clínicos en las evaluaciones de custodia, por ejemplo Melton o
Brodzinsky; otros como el propio Heilbrun u Otto son más partidarios de no prescindir
de esta fuente de datos aunque sea procurando un uso cauteloso de los mismos y
siempre integrado en un enfoque multimétodo y multirasgo con el objetivo no tanto de
obtener información redundante cuanto independiente y por tanto con mayor poder
predictivo (Gould y otros, 2009). Los tests pueden ser útiles como suplemento y para
generar hipótesis, defendía Quinnell (2001). Bow (2006) observa en sus revisiones que la
aplicación de tests consume bastante más tiempo en estas evaluaciones (en Estados
Unidos está como hemos visto generalizado el uso del MMPI y muy extendido el del
Rorschach) que peso tienen los resultados de los mismos en el proceso de toma de
decisiones. Gould y colaboradores (2009) señalan: «la combinación de su estatus
científico, la ausencia de claridad respecto a su relación con la custodia, y el uso del
lenguaje de la psicopatología, tienden a conceder a los tests en el juzgado más peso del
que merecerían» (ob. cit., pág. 96).
Bow también alude a los problemas de sobre-estimación de patología de pruebas de
uso frecuente como el MCMI, amén de estar baremado con población clínica (incluidos
sujetos en terapia de pareja) y por tanto ser controvertido su uso en la población general
que litiga por la custodia. Son muchos los estudios que se refieren a las elevaciones de las
escalas 4, 5 y 7 del Millon en este contexto (Lenny y Dear, 2009; Stredny, Archer y
Mason, 2010; a nivel nacional Winberg y Vilalta, 2009) sugiriendo que responden a un
artificio resultante del sesgo positivo de respuesta y de los ajustes derivados de los

89
resultados en las escalas Y y Z, más que a patología real. En otros tests de uso habitual
en este contexto (MMPI o PAI) las elevaciones en las escalas de control de sesgos sin
embargo no se traducen en elevaciones de las escalas clínicas, al menos que alcancen el
nivel crítico. En todo caso como decían Carr, Moretti y Cue (2005) dejar de aplicar los
tests porque en ellos se detectan sesgos de auto-presentación favorable, sería como
desconectar un molesto detector de humos.
Hay que tener en cuenta que el grueso de las pruebas que se usan en el ámbito son
autoinformes, esto es, pruebas estructuradas (respuestas predeterminadas), no
enmascaradas (se conoce objetivo) y voluntarias (respuesta personal, no correcta o
incorrecta), y ello hace más probables determinados sesgos que con las pruebas
proyectivas (no estructuradas y enmascaradas) —aunque estas por el contrario presenten
mayores problemas de fiabilidad y validez y hayan sido objeto de más críticas si cabe
para su uso forense salvo en el caso del Rorschach usando el sistema Exner—. Algunos
de estos sesgos, como la deseabilidad social, ya los hemos ido comentando pues no son
exclusivos de los tests; a ellos podemos añadir el problema de la aquiescencia cuando la
escala de respuesta del test es dicotómica y/o no hay un buen equilibrio entre ítems
directos e inversos, como por ejemplo ocurre en el Inventario de Actitudes Parentales —
PARI— con un evidente predominio de los ítems redactados en positivo; por su parte los
test con respuesta escalar, como por ejemplo el CUIDA, pueden propiciar otros errores:
la tendencia de respuesta extrema y la tendencia de respuesta central, que pueden indicar
problemas de comprensión (de hecho observamos a menudo dificultades para manejar
estas escalas de 5 puntos en personas con bajo nivel educativo) pero también actitud
evitativa cuando se recurre continuamente a la respuesta central (sería el equivalente de
respuesta «?» en el 16PF-5 que señalan Arce y otros, 2013); pero no es posible descartar
que estas «tendencias» en vez de ser atribuibles al evaluado, lo sean a la propia
ambigüedad o irrelevancia de los ítems de estas pruebas. Y a todo ello se suma la ya
comentada pobreza de escalas de validez que afecta a la mayoría de los autoinformes al
uso, en un campo especialmente proclive a las distorsiones.
Otro problema a considerar es el conocimiento y respeto de las características, normas
de uso y especificidades de baremación de las pruebas. Gould y colaboradores (2009)
refieren dos elocuentes ejemplos de aplicación incorrecta de sendas pruebas de frecuente
uso en este ámbito forense; el empleo del CAPI de Milner (a cuya adaptación española
me referí antes) para valorar riesgo de perpetrar abuso sexual infantil, cuando no es ese
el dominio a que se refiere la prueba, sino al potencial abuso físico; y la aplicación del
PSI (Parental Stress Index) de Abidin (adaptación española de Díaz-Herrero y otros,
2010) a padres (varones) sin considerar la edad del menor (en la prueba original solo
existe tipificación para padres —no así en el caso de las madres— con hijos de hasta 6
años).
Un apunte particular respecto a una prueba clínica comercializada por TEA que
entiendo puede ser de especial interés en este ámbito: BASC. Sistema de Evaluación de
la Conducta de Niños y Adolescentes de Reynolds y Kamphaus, adaptado a población
española por González y otros (2004). De esta prueba multidimensional del ajuste infantil

90
(ya que no solo tiene escalas clínicas, también adaptativas), destacaría que está
concebida como «multimétodo» por tanto permite contrastar resultados obtenidos de
autoiforme, de informe parental y de tutores, de historia evolutiva y observación, y si
bien pueden no usarse todas esas fuentes al menos sí combinarse algunas, incrementando
la validez convergente de la información que resulte consistente; además tiene buenas
cualidades psicométricas y ofrece algunos índices de validez, cuestión importante como
hemos visto en este ámbito, si bien no consta de baremos específicos.
A la vista de los problemas que acarrea el uso de pruebas no desarrolladas ni validadas
para estos propósitos forenses, cabría pensar entonces que los denominados
«instrumentos de evaluación forense» (IEF) habrían proliferado en estas décadas de
expansión de la Psicología Forense en España; pero la verdad es que no ha sido así,
como sugieren las revisiones de informes de custodia a las cuales se aludió al comienzo
de este capítulo (Rodríguez-Domínguez, Jarne y Carbonell, 2015a; Catalán, 2015).
Siguen además sin adaptarse en nuestro país, que me conste, los instrumentos ad hoc
con mayor predicamento en Estados Unidos en esta materia (ASPECT —Ackerman y
Schoendorf, 1992— y escalas Bricklin —Bricklin, 1995—); conviene aclarar al respecto
no obstante que el ASPECT no es formalmente un instrumento psicométrico, sino una
batería o sistema estandarizado de organizar los datos de las evaluaciones de custodia
(muchos de ellos provenientes de pruebas tradicionales de la clínica: MMPI, Rorschach o
WAIS), al estilo del UCCES (Uniform Child Custody Evaluations System, propuesto por
Munsinger y Karlson en 1994).
Aun considerando una categoría intermedia de instrumentos de evaluación, los
llamados tests de segunda generación, que Heilbrun, Rogers y Otto (2002) denominan
Instrumentos con Relevancia Forense (IRF), esto es, instrumentos no desarrollados ad
hoc para evaluar competencias legales (como la de ejercer la custodia) pero que evalúan
constructos relevantes o de interés en relación con estos conceptos psicolegales, aún así
digo, las novedades aparecidas desde la anterior revisión (Ramírez, 2003) son pocas. A
continuación haré referencia a algunos instrumentos potencialmente relevantes para estas
evaluaciones, desarrollados o adaptados con población española en lo que va de siglo,
apuntando también donde me sea posible las limitaciones observadas o previsibles para
su uso forense.
Tipificados y con distribución comercial (atendiendo a los criterios de Heilbrun)
solamente dos:
1. ESPA-29: Escala de estilos de socialización parental en la adolescencia, desarrollada
por Musitu y García (2004) y distribuida por TEA. A favor tiene:
• Que se inspira en el probado modelo bidimensional (afecto / control o respuesta /
demanda) de socialización/educación familiar de Baumrind y posterior categorización de
Maccoby que dio lugar a la tipología ya clásica de estilos educativos: Autoritario,
Autorizativo o Inductivo, Negligente y Permisivo o Indulgente.
• Que redacta los ítems desde una perspectiva situacional y las diferentes opciones de
respuesta en términos conductuales.

91
En contra:
• Que no contiene escala de sinceridad ni de control de tendencia de respuesta pese a
la extrema complejidad de la hoja de respuesta que hace altamente probable que el
adolescente intente «simplificarse» la tarea.
• Que la hoja de respuesta además no se adecúa a este contexto de evaluación ya que
al responder en relación con un progenitor tiene a la vista las respuestas dadas al otro,
cuando no va contestando cada ítem a la par para uno y otro de sus padres. De forma
que las puntuaciones se pueden ver «contaminadas» y también favorece perfiles
«idénticos» en el caso de menores con problemas de lealtad hacia sus figuras parentales
o con actitudes defensivas ante estas evaluaciones.
• Por supuesto no cuenta con baremos específicos para uso forense. Y
desgraciadamente no se dispone de una «versión» paralela para padres.
2. CUIDA. Cuestionario para la evaluación de Adoptantes, Cuidadores, Tutores y
Mediadores. Desarrollado por el grupo IVAI (Bermejo y otros 2006), y comercializado
por TEA. Evalúa rasgos de personalidad no patológica que se presumen relacionados con
la capacidad de cuidado afectivo y responsable.
A favor destacaría su cuidado desarrollo psicométrico, que al menos tiene una escala
de deseabilidad social, y que recientemente han incorporado —entre otros— un baremo
«forense» (de población en litigios familiares fundamentalmente), al original de
solicitantes de adopción. Las mayores dudas que sin embargo considero que plantea este
instrumento para los psicólogos forenses son:
• Que se continúa valorando atributos intrapsíquicos más que conducta parental
(aunque fuera autoinformada) y como decía Holden (1995) «de cuanto se da por sentado
en la investigación sobre actitudes parentales —que pre-existen, que son estables o que
son unidimensionales— resulta que lo más importante, esto es, que dichas actitudes
determinan la conducta parental o al menos correlacionan significativamente con la
misma, apenas tiene sustento».
• Que es dudoso el poder de predicción de la conducta que tienen estos rasgos, dado
que median otros componentes de la cognición social parental y sobre todo porque se
ignora información situacional/contextual. Problema común a la inmensa mayoría de los
autoinformes disponibles actualmente para la evaluación de actitudes parentales, que
favorecen además el sesgo de la deseabilidad social.
Es precisamente la precisión del constructo «competencia parental» y el desarrollo de
algún instrumento adecuado para su valoración, una de las grandes cuestiones pendientes
en relación con estas evaluaciones. Al respecto mi propuesta es concebir este reto desde
un enfoque bien diferente, concretamente el conductual-ecológico que planteaba
Marafiote (1985). Desde esta perspectiva la competencia parental es definida como la
capacidad de respuesta efectiva a situaciones específicas de parenting (cuidado e
interacción con hijos), y la efectividad de respuesta como el balance de consecuencias
positivas y negativas de cada respuesta. Por tanto un instrumento de evaluación de la

92
competencia parental así orientado partirá de un amplio y representativo muestreo de
situaciones-problema relacionadas con el manejo de los hijos en diferentes áreas, y
valorará la respuesta dada a cada una de ellas de acuerdo a un repertorio de respuestas
previamente graduadas mediante acuerdo interjueces en un continuo de efectividad.
Dado que no parece factible la observación directa de la respuesta de los padres a la
mayoría de esas situaciones-problema en la vida real, este tipo de instrumento complejo
que simula tales situaciones definiéndolas de manera precisa, y pide a los padres
imaginarse respondiendo a ellas (role-playing cognitivo) y detallar su respuesta más
probable, podría ser una alternativa interesante. Seguirá siendo un autoinforme, cierto,
pero no sobre entidades abstractas, sino, como mínimo, sobre intención de conducta, es
más, si el muestreo situacional se hace bien, lo esperable es que los sujetos hayan
experimentado situaciones-problema muy similares en su desempeño parental y por tanto
sea más probable que se remitan a su conducta real a la hora de responder.
Desafortunadamente no me consta que en la actualidad esté en desarrollo ningún
instrumento de estas características.
Los estándares de la AFCC dedican un capítulo (norma 6) a los «instrumentos de
evaluación formal», que según nota aclaratoria incluirían los «tests» y también «técnicas
y procedimientos estructurados», esto es, técnicas no estandarizadas de recogida de
datos. Lo deseable será que el desarrollo y validación de instrumentos en este campo
forense haga en el futuro prescindible el uso de estos otros procedimientos con menores
garantías, si bien entretanto su uso será cauteloso, sin ofrecer cuantificaciones engañosas
ni considerar los datos de ellos derivados como concluyentes dadas sus obvias
limitaciones.
Dicho esto, algunos instrumentos no tipificados (y sin escalas de validez) pero que
pueden ser de interés para explorar variables críticas en estas evaluaciones —que no para
concluir—, serían:
— La escala CPIC (Children’s Perception of Interparental Conflict) de Grych, Seid y
Fincham, adaptada a población española por Iraurgi y otros (2007), una medida con
buenas cualidades psicométricas de un constructo de evidente interés y desarrollado a
partir de un modelo teórico solvente del conflicto interparental. Aportan estadísticos
básicos respecto a cada uno de los factores componentes, si bien a partir de población
general.
— La adaptación a población española del conocido CRPB (Child’s Report of
Parental Behavior Inventory) de Schaefer, realizada por Samper y otros (2006) aunque
no se ha visto claramente replicada la estructura factorial y sí los aspectos más críticos
del instrumento original (como la dudosa equivalencia de las formas Padre/Madre).
— La escala CBAPS (Children’s Beliefs About Parental Divorce Scale) de Kurdek y
Berg, cuya traducción y estudios preliminares de adaptación a población española
llevamos a cabo a finales del pasado siglo (Ramírez, Botella y Carrobles, 1999), y que
posteriormente TEA ha incluido dentro de su material catalogado como juego terapéutico
(«Mi familia ha cambiado», Berg 2007). No se dispone más que de los estadísticos
básicos obtenidos con las muestras de los mencionados estudios preliminares.

93
— La adaptación en versión reducida (solo 34 ítems) del cuestionario de prácticas
parentales PPQ (Parenting Practices Questionnaire) de Robinson y otros, hecha por
Oliva y otros (pueden consultarse cualidades psicométricas en Arranz y otros, 2010)
también a partir de la tipología de estilos educativos de Baumrind. Aportan datos de
fiabilidad y estadísticos básicos de las tres dimensiones evaluadas, aunque obtenidos a
partir de una muestra mayoritariamente de madres (que responden sobre su modo de
relacionarse con los hijos y el de «su pareja») aspecto a considerar en caso de uso en el
ámbito forense.
— Algunas escalas e inventarios adaptados por Musitu y colaboradores (2001) en su
línea de investigación sobre familia y adolescencia, en general con los modelos de
funcionamiento familiar de Olson y de McCubbin como referencia teórica, y respecto de
los cuales aportan algunos datos psicométricos. Incluyen cuestionarios de comunicación
familiar, de afrontamiento familiar o de apoyo social, todas ellas variables relevantes,
ahora bien son adaptaciones no pensadas para su empleo con población forense sino
provenientes de intervenciones socio-educativas.
— El Perfil de Estilos Educativos (PEE) del Grupo ALBOR-COHS al parecer se halla
en proceso de baremación y en la nueva versión habrán incorporado alguna escala de
validación; de ser así también podría incrementarse su utilidad en este contexto.
Como puede verse sigue pendiente el reto de contar con instrumentos de evaluación
cortos (para hacerlos asumibles en los protocolos de evaluación) y específicos, con
buenas propiedades psicométricas, que estén adaptados a muestras españolas y validados
en el terreno forense. Por ello y porque en todo caso no es esperable que ningún
instrumento por sí solo sea capaz de dar respuesta adecuada a objetivos tan complejos
como los planteados en una evaluación de custodia, es sin duda la validación trasversal
de los datos obtenidos a través de diferentes técnicas y fuentes, la mayor garantía de
calidad de nuestras evaluaciones y el mejor método del que disponemos hoy para
reducir/neutralizar los sesgos y distorsiones procedentes de los peritados y de nosotros
los propios evaluadores.
2 Se usa esta nomenclatura a fin de no presuponer diferente género de los progenitores y en ausencia de un
término genérico en castellano equivalente al inglés «parent».

94
Capítulo 3

Otras cuestiones objeto de controversia en las evaluaciones


de custodia
En el presente capítulo se abordarán tres cuestiones largamente debatidas en el terreno
de las evaluaciones de custodia; no cabe duda que otras muchas merecerían tener cabida
aquí (multiculturalidad y representatividad de nuestros modelos de custodia,
homoparentalidad y patrones de litigio o de coparentalidad, etc.), pero se han
seleccionado estas tres porque atañen a la generalidad de las evaluaciones de custodia. La
primera de ellas se refiere a «la pernocta», todo un clásico de este ámbito, veremos qué
nos dice la investigación más actual sobre su impacto —directo o indirecto— en el
bienestar de los niños. La segunda alude a un aspecto central de estas evaluaciones, «el
parenting», traducido como capacidad parental, parentalidad, competencia parental, etc.
Qué componentes o dimensiones abarca este dominio y cómo puede medirse son puntos
controvertidos. Por último, un debate que no cesa en contextos con mayor tradición de
evaluación forense y que apenas despunta en nuestro entorno: hacer recomendaciones de
custodia ¿sí o no?

La pernocta
A la base de la controversia existente desde hace décadas respecto a la conveniencia o
no de que los niños duerman en el hogar del no custodio, bajo qué circunstancias o a
partir de qué edad, y qué efectos puede tener en el desarrollo de los niños, subyace como
acertadamente señalan Pruett, McIntosh y Kelly (2014) la pregunta de qué tiene más
peso y por tanto debe primar al considerar el interés del menor ¿la estabilidad o la
implicación de ambos progenitores? Polémica que puede ceñirse al tópico de la pernocta
con el progenitor no custodio o contemplarse en el marco más amplio del reparto del
tiempo que estipulan los planes de parentalidad como hace Warshak (2014). Sea como
fuere el debate es particularmente intenso en relación con los niños más pequeños,
aquellos que están en la denominada «primera infancia». Pruett y otros (2014) distinguen
tres grupos en este estadio: de 0-18 meses, de 18-36 meses, y hasta cumplir los 4 años, si
bien no todos los estudios utilizan estos mismos intervalos.
La controversia —en los términos antes descritos— refleja dos planteamientos que se
sustentan en sendas perspectivas teóricas, cada una de ellas con su correspondiente aval
empírico: la Teoría del Apego y la implicación parental dual; la pujanza relativa de uno u
otro planteamiento a lo largo de los años ha ido determinando etapas de planes de
custodia y políticas restrictivos o cuando menos cautelosos y otras más favorables al
establecimiento de pernoctas incluso a edades tempranas, si bien una mirada
retrospectiva indica que la evolución de la pernocta ha corrido paralela a la del contacto
con el progenitor no custodio y por tanto ha ido siendo cada vez más frecuente y más
precoz; baste con echar un vistazo a las opiniones que una serie de académicos y

95
profesionales españoles dábamos hace apenas una década sobre esta cuestión (Llorente,
2006).
La Teoría del Apego desde sus primeras formulaciones (Bowlby, Ainsworth) ha
enfatizado la continuidad de las relaciones de cuidado para que los niños desarrollen
apego seguro. A partir de esta teoría, y en gran medida del caduco concepto de
«monotropía» como señala Warshak, surge el concepto de «cuidador primario»
(tradicionalmente identificado con la madre) y la conveniencia de evitar a los niños estrés
por separación de esta figura. Planteamiento que han representado autores como Hodges,
McIntosh o Solomon, y desde el cual se ven las pernoctas con reservas, particularmente
en niños de 0 a 3 años por ser este un período crítico para el ulterior desarrollo
emocional y psicosocial. Esta perspectiva ha tenido su influencia en presunciones legales
como la doctrina de los «tender years», y sobre todo en políticas y arreglos de custodia
favorecedores del vínculo principal aún a costa del rol del otro progenitor
(mayoritariamente el padre), con la pretensión implícita de asegurar «al menos una
relación de cuidado» (véanse, por ejemplo, las recomendaciones dadas por Main, Hesse
y Hesse hace apenas un lustro —2011—). Ello a pesar de la evolución que ha
experimentado con los años esta teoría, en cuanto a consideración de múltiples figuras de
apego y de cambios en la prelación de estas figuras a lo largo del desarrollo. Las recientes
propuestas de explorar el potencial de esta teoría como marco alternativo desde el cual
estructurar las evaluaciones de custodia, tal como fue apuntado en el capítulo precedente,
así como un movimiento de reacción contra la generalización de la residencia dual,
parecen haber contribuido a la re-edición de estos planteamientos cautelosos en relación
con la pernocta de niños pequeños que denuncia Warshak (2014).
La otra perspectiva, la que enfatiza el máximo de implicación parental de ambos
progenitores, se apoya en el fenómeno conocido como «fatherless America», el
porcentaje enorme de niños que sufrían la pérdida de contacto con el padre tras el
divorcio y su comprobado impacto negativo en estos; la literatura al respecto es muy
extensa. En las últimas décadas ha ido creciendo paulatinamente el reconocimiento del
papel del padre en el desarrollo saludable de los niños y en consecuencia promoviéndose
la coparentalidad, también pos-divorcio. La pernocta es contemplada como una rutina
más a compartir, que brinda otras oportunidades de interacción diferentes al contacto
diurno (bañar al niño/a, acostarlo, calmarlo cuando se despierta en mitad de la noche,
etc.). Este planteamiento que representan autores como Pruett, Lamb o Warshak, se basa
en «dos mejor que uno» ya que la preservación de ambos vínculos lejos de poner en
peligro su apego con una figura, duplica las posibilidades de que los niños desarrollen al
menos una relación de apego seguro; también es cierto que en las filas de esta posición
están acérrimos defensores del «shared time», para quienes la introducción temprana de
la pernocta más que nada facilita los repartos de tiempo al reducir el trasiego que
comportan las recogidas y entregas o transiciones del niño/a (Warshak, 2014). Esta
perspectiva en consecuencia ha influido en la presunción de la custodia compartida, y las
políticas y arreglos de custodia que priorizan el reparto del tiempo («shared time») sin
particularizar mucho en estadios evolutivos concretos.

96
A raíz del think tank organizado por la Association of Family and Conciliation Courts
en 2013, al cual ya me referí con anterioridad en este texto, las autoras antes
mencionadas publicaron dos artículos (Pruett, McIntosh y Kelly, 2014, y McIntosh,
Pruett y Kelly, 2014) en los cuales proponen la integración de ambas perspectivas, en la
búsqueda de unos consensos básicos que orienten a la hora de decidir (padres,
evaluadores o jueces) sobre la pernocta de niños pequeños en los planes de custodia.
Estas autoras destacan que ambos enfoques coinciden en valorar el impacto en el
bienestar del menor de prolongadas separaciones de alguno de sus padres cuidadores, por
tanto una formulación de consenso sería que los niños necesitan tempranamente cuidado
organizado de al menos uno y preferiblemente más de un cuidador disponible, siendo
óptimo que haya una «base segura triádica», esto es un entorno de coparentalidad que
apoye las relaciones de apego con cada padre. Esta posición integradora permite
reformular el debate, de forma que la cuestión deje de ser a qué edad debería haber
pernocta, para ocuparnos del balance de oportunidades evolutivas y riesgos que plantea
la residencia que en un grado u otro será dual tras el divorcio, comportando
necesariamente transiciones y pernoctas. De hecho ya hay algunos investigadores que en
vez de en la introducción de la pernocta, se están centrando en el calendario u
organización de esta, en cómo conjugar la frecuencia de ambas —transiciones y
pernoctas— en interés de los niños (Smyth y otros, 2012).
Antes de referirme a los principales estudios que se han ocupado del tema de la
pernocta para niños pequeños y su impacto en medidas de salud y apego, conviene
señalar que la comparación de resultados se ve dificultada a menudo porque no
consideran los mismos parámetros ni controlan las mismas variables (frecuencia de las
separaciones o transiciones, cantidad de tiempo con el progenitor no residente o aspectos
cualitativos de esa relación, conflicto interparental, etc.).
Por orden cronológico los estudios de referencia en relación con las pernoctas serían
los siguientes:
• Solomon y George (1999): Estudiaron si había diferencias en la organización del
apego —medida a través del SSP de Ainsworth— de niños entre 12 y 20 meses con sus
madres, en familias intactas y de padres divorciados (o no convivientes) y dentro de estas
que tuvieran o no pernocta. Encontraron que era significativamente más probable
observar un apego desorganizado (o inclasificable) en la muestra de niños con pernocta
que en la muestra combinada (familias intactas y sin pernoctas). Este estudio ha sido
objeto de múltiples críticas y «malinterpretado» de forma interesada según Warshak
(2014); algunas limitaciones del mismo son relativas a la representatividad de las
muestras: alta conflictividad y frecuencia de irregularidad en el contacto/visitas —por
ejemplo un 86 por 100 de los padres con pernocta tenían «órdenes de protección» y solo
un 20 por 100 de ellos tenían contacto regular con los niños—; alta proporción de casos
en que nunca había habido convivencia o apenas con posterioridad al nacimiento del
niño/a, por tanto sin evidencia de que hubieran llegado a formar apego con el padre; en
consecuencia sobre-representación de patrones de apego problemáticos mermando las
posibilidades de generalización de resultados a población general de divorciados. Otras

97
críticas se refieren a las características del «grupo control» que han dado pie a esa mala
interpretación a que se refiere Warshak, ya que al mezclar niños de familias intactas con
otros que en algunos casos no solo no tenían pernoctas sino siquiera contacto con el
padre, realmente las diferencias observadas difícilmente pueden ser atribuidas a la
pernocta y no a otras variables no controladas (como la calidad de las relaciones
interparentales o parento-filiales previas).
• Pruett, Ebling e Insabella (2004): Compararon una serie de medidas de ajuste
emocional, social y cognitivo de niños entre 0 y 6 años (media de 4,9) informadas por
ambos padres al momento del divorcio y aproximadamente un año y medio después de
instauradas las pernoctas. En el estudio además del número de pernoctas semanales, se
tuvieron en cuenta otras variables (como la regularidad del contacto con el no residente,
el conflicto interparental o problemas en la relación parento-filial) que pudieran explicar
parte del efecto que se registrara en las medidas de ajuste. No hallaron diferencias en el
caso de niños entre 2-3 años, y sí beneficios para el grupo de mayor edad,
particularmente las niñas pre-escolares parecen ser capaces de servirse mejor de la
multiplicidad de cuidadores, lo que se hipotetiza que esté relacionado con su desarrollo
verbal y de habilidades sociales más temprano que en los varones. De las variables
relativas a los planes de custodia, más que la frecuencia de pernocta parece ser
importante la consistencia o regularidad en el patrón de contacto (pasar la noche tiene
menos importancia en el ajuste infantil a estas edades que el hecho de que su contacto
con el no residente sea regular y por tanto predecible, seguramente —dicen las autoras—
porque ello da oportunidad a los niños de adaptarse a los cambios y estrés inherente), y
la mayor parte de la varianza en el ajuste no la explica el conflicto interparental sino la
calidad de la relación parento-filial previa. En este caso Warshak no resalta los problemas
de diseño o muestreo del estudio, pero también pueden apuntarse algunos que limitan el
alcance de los resultados. Se trataba de familias que habían aceptado participar en un
programa de co-parentalidad, por tanto en general presentaban niveles moderados o
bajos de conflicto, era una muestra en la que mayoritariamente (75 por 100) tenían una o
más pernoctas a la semana y sobre todo como señalan Pruett y otros (2014) la mayoría
de la muestra (realmente en el estudio no consta el dato) estaba constituida por pre-
escolares, no niños en la primera infancia que es la etapa que provoca más debate.
• McIntosh, Smith, Kelaher y Wells (2010): En el contexto de sus informes para el
Gobierno australiano, estos autores han llevado a cabo estudios de gran envergadura que
incluyen análisis relativos a las pernoctas diferenciando 3 grupos de edad: de 0-2 años, de
2-3 años y de 4-5 años. En este caso se ha comparado una serie de medidas de
«regulación emocional» de los niños en diferentes condiciones: sin pernocta pero con
contacto regular, con pernocta ocasional (entre 1 y 3 noches al mes para el grupo de
menor edad y de 5-9 pernoctas para los otros dos grupos de edad) y con pernocta
frecuente (de 4-15 noches al mes en el caso de niños de 0-2 años y entre 10-15
pernoctas mensuales para los otros dos grupos). En el estudio se controlan además otras
variables como calidad de las relaciones interparentales y estatus socioeconómico.
Encontraron diferencias significativas desfavorables para el grupo de mayor frecuencia de

98
pernocta tanto de 0-2 como de 2-3 años, en algunas (muy pocas, hay que subrayar) de
las medidas consideradas (como irritabilidad o problemas de conducta respectivamente),
no así cuando se comparaba con el grupo sin pernocta; tampoco se hallaron diferencias
para el grupo de mayor edad (el que precisamente era mayoritario en el estudio anterior).
Gran parte del referido trabajo de Warshak (2014) está dedicada al análisis —por
momentos mordaz— de las limitaciones de este estudio, en un intento de contrarrestar la
considerable difusión que han tenido los informes de Jennifer McIntosh (percibidos como
un auténtico torpedo en la línea de flotación de las políticas pro «residencia dual»). Sin
desviarme de nuestro objetivo aquí, resumo las críticas a este estudio: problemas de
representatividad de la muestra (una mayoría de parejas no matrimoniales —
circunstancia no obstante que tal vez no sea tan significativa en el país de origen del
estudio como en Norteamérica— y un 30 por 100 que nunca habían convivido),
problemas del tamaño de las muestras al hacer tantos grupos de edad y condiciones
relativas a la pernocta, validez cuestionable de algunas de las medidas por ejemplo
«sibilancias», y por último que el estudio no ofrece una explicación coherente a la
ausencia de «efecto lineal», es decir, cómo atribuir a la pernocta determinado efecto
negativo sobre los niños si hay diferencia entre tener pernocta frecuente o tenerla
ocasional pero no con el grupo «sin pernocta».
• Altenhofen, Sutherland y Biringen (2010): En este caso como en el estudio de
Solomon y George, se consideraban como variable dependiente el apego, valorado en
esta ocasión a través del AQS de Waters, en una muestra pequeña (24 diadas madre-
hijo/a) con niños de entre 1 y 6 años que tenían una media de 8 pernoctas al mes. A
partir del dato de que más de la mitad de los niños mostraban apego inseguro con sus
madres, realmente poco puede concluirse respecto a la pernocta, pues no había grupo de
control.
• Tornello, Emery, Rowen, Potter, Ocker y Xu (2013): Los datos de este estudio
longitudinal proceden del proyecto Fragile Families, lo cual ya da una idea de la
composición de la muestra (un 62 por 100 procedente de familias de bajos ingresos,
sobre-representación de minorías y otras problemáticas sociales, y mayoritariamente sin
convivencia). En este caso son recabadas medidas de apego y de problemas infantiles
(con el CBCL de Achenbach) en más de un millar de niños, cuando estos tenían 1, 3 y 5
años, y con diferentes grados de contacto con el padre; en el caso de los más pequeños
se contemplan tres categorías: contacto solo diurno (sin pernocta), con pernocta
ocasional (entre 1 y 51 pernoctas al año) y pernocta frecuente (entre 52 y 256 al año), y
en el caso de los niños de 3 años se consideran cuatro condiciones, sin pernocta, con
raras pernoctas (entre 1 y 12 anuales), pernoctas ocasionales (entre 13 y 127 noches) y
pernocta frecuente (128-256 al año). No se hallaron diferencias significativas para el
grupo de 3 años, pero en el caso de los de 1 año era más probable —aún después de
controlar otras variables— que mostraran apego inseguro los del grupo de pernocta
frecuente que los de pernocta ocasional, sin que nuevamente esto se cumpliera para con
el grupo «sin pernocta» (fallo de la hipótesis de efecto lineal).
Como señala Warshak la definición de la categoría «pernocta frecuente» es

99
controvertida, porque obviamente tal número de pernoctas con el padre comporta
custodia física compartida, o directamente custodia paterna (si un niño/a duerme 250
noches al año con el padre, cabe deducir que el hogar paterno es su residencia principal),
con lo cual los problemas de apego podrían estar ligado a otros factores que no fueran la
frecuencia de pernocta. Lo que ocurre es que Tornello y colaboradores explican que su
estudio además del impacto de la pernocta, tiene como objetivo recabar evidencia sobre
los arreglos de la CC física en estos niños pequeños. Warshak también plantea dudas
acerca de la fiabilidad de la medida de apego utilizada en el estudio (una adaptación del
AQS que además aplican las madres, no un experto), llamando la atención acerca de
cómo es con este tipo de medidas y no con otras más válidas, como las relativas a
problemas de conducta de los niños, que se aprecia impacto negativo de las pernoctas;
cuestión que los autores del estudio justifican en la mayor sensibilidad de las medidas de
apego para detectar desajustes en niños muy pequeños, destacando que si el efecto fuera
fruto del sesgo de la medida también se encontrarían diferencias en el grupo de 3 años —
evaluado de igual manera— y no ha sido así.
A efectos de resumir la evidencia que emana de estos estudios, creo que son muy
elocuentes algunas de las consideraciones que hacen Tornello y colaboradores; por
ejemplo que con estos datos no se resuelve el debate sobre la frecuencia de las pernoctas
y el bienestar de los niños más pequeños, «no hay una hipótesis nula en este debate»
(pág. 14). Pero se va acumulando cierta evidencia que llama a la cautela respecto a la
frecuencia de pernoctas y transiciones que pueden tolerar sin consecuencias negativas los
niños de menos de tres años —y más particularmente los de 0 a 18 meses (McIntosh y
otros, 2014)—, en especial como señalan Pruett y otros (2014) cuando concurren ciertas
circunstancias: la seguridad del niño/a con uno de sus padres no está establecida o los
padres no son capaces de acordar cómo compartir su cuidado. Pero a renglón seguido
resaltan que tampoco hay evidencia que avale una prevención generalizada u oposición
frontal a las pernoctas a estas edades, y que deben tenerse en cuenta otras variables
críticas moduladoras del impacto de las pernoctas en el bienestar de los niños pequeños,
como las ya apuntadas (calidad de las relaciones parento-filiales previas y dinámica
interparental).
McIntosh y otros (2014) hacen una propuesta de estructuración de los factores que
deben considerarse para determinar que haya o no pernoctas y la frecuencia deseable en
cada caso, que pretende servir de guía para los propios padres o quienes toman
decisiones, aunque ello no exima a unos y otros de buscar el acuerdo que se ajuste mejor
a los pormenores de cada familia (distancia entre domicilios, adaptabilidad infantil, etc.).
Se reproduce —traducida— dicha tabla a continuación (Figura 1).

100
101
Obsérvese el vacío de orientación ante la posible ausencia de «relación de
coparentalidad», indicativa a mi entender de los delicados equilibrios que exige el

102
consenso profesional en esta materia, como ocurre también en relación con la custodia
compartida en especial de niños de muy corta edad.
Por último un breve recordatorio de todo lo que no sabemos aún en relación con las
pernoctas: Qué niños se benefician más de una alta frecuencia de pernoctas, qué aspectos
del desarrollo (conducta exploratoria, lenguaje, destrezas de relación interpersonal...)
pueden verse mejorados con arreglos que incluyan pernoctas regulares, qué efectos a
largo plazo pueden tener unas u otras condiciones de pernocta, y un largo etcétera de
cuestiones que confiemos en que la investigación en el futuro vaya esclareciendo.

El parenting y el coparenting
La traducción literal del término parenting sería «la crianza» o «el cuidado» de los
hijos. Pero a falta de un vocablo en español con significado equivalente (pues
«parentalidad» realmente no es un término que figure en el DRAE) me permitiré usar el
anglicismo.
Tanto el parenting como el coparenting —entendido este último como el subconjunto
de las relaciones de pareja que atañe al parenting— son de interés en el terreno de las
evaluaciones de custodia en tanto que estén asociados al ajuste infantil pos-divorcio;
aunque hay datos que parecen indicar que tanto la parte de varianza en el ajuste filial que
el parenting es capaz de explicar (Bastaits, Ponnet y Mortelmans, 2014) como el tamaño
de las correlaciones entre «el buen coparenting» y diferentes medidas de ajuste infantil
(Amato y otros, 2011; Beckmeyer, Coleman y Ganon, 2014) pueden ser menores de lo
esperado, tal vez en parte por la deficiente definición y en consecuencia medición de
tales conceptos.
Comencemos con el parenting. Gran parte de la literatura sobre el tema ha seguido el
modelo de déficit; como señalan Eve, Byrne y Gagliardi (2014) parece haber más
consenso en los aspectos negativos que en la definición del buen parenting. Estos autores
utilizando una metodología cualitativa (basada en la Grounded Theory —GT—) y con
una pequeña muestra de profesionales del Derecho, el Trabajo Social y la Psicología,
encontraban que las opiniones de estos confluían en 6 categorías de «buen parenting»:
Insight (haría referencia al «meta-parenting», a su vez compuesto de 2 subcategorías:
Conocimiento de las particularidades del menor y Reconocimiento de sus limitaciones
como padre), Voluntad y capacidad (o lo que es igual motivación y habilidades),
cobertura del día a día vs las necesidades complejas y/o a largo plazo del niño/a
(satisfacción de necesidades básicas y modelo de socialización), Anteposición de las
necesidades filiales a las propias, Fomento del apego, y por último Consistencia vs
flexibilidad (o competencia para el establecimiento de límites y a la vez adaptabilidad a
las cambiantes necesidades evolutivas del niño/a).
La mayor parte de los estudios sobre el parenting —no de divorciados en particular—
han atendido a dimensiones del tipo: calidez, disciplina, fomento de autonomía adecuada
a la edad, supervisión y comunicación parento-filial. A menudo condensadas en dos:
apoyo y control, que han dado lugar a las tipologías clásicas de estilos de parenting. Pero

103
antes una mención a la naturaleza «transacional» del parenting; la relación entre
parenting y bienestar infantil no es unidireccional, el estilo de crianza y socialización de
un padre influye en el desarrollo del hijo/a pero a su vez las características de este/a
pueden favorecer la expresión de determinados componentes del parenting (implicación,
control coercitivo, etc.). Así por ejemplo Simons y otros (1990) señalaban que tanto para
padres como para madres, la percepción del niño como «difícil» era un determinante
importante de prácticas de parenting destructivo; en la misma línea Lengua y otros
(2000) explican cómo interacciones entre variables de temperamento infantil y el
parenting predicen problemas de ajuste infantil, por ejemplo la emocionalidad positiva del
niño/a modera la relación entre rechazo parental y problemas de ajuste infantil, y en
sentido contrario la impulsividad del niño/a modera la relación entre disciplina
inconsistente y problemas de ajuste. Por su parte, Bastaits y colaboradores (2014)
constatan que niños con satisfacción vital elevada promueven mayor implicación
parental. Azar y Cote (2002) señalan que en el pasado la evaluación del parenting se
planteaba en términos de «capacidad de los individuos», pero cada vez más y en especial
en las valoraciones de custodia y/o de terminación de derechos parentales (patria
potestad) se requiere establecer competencias transacionales, esto es, competencias
parentales específicas para satisfacer adecuadamente las necesidades de un niño/a en
particular, y además, indican, de acuerdo con las normas de la comunidad, poniendo el
foco sobre los factores socioculturales que también afectan a la definición del parenting.
Y un factor adicional a tener en cuenta sería el género del padre, pues hay cierta
evidencia respecto a que los determinantes del parenting de hombres y mujeres no son
los mismos, por ejemplo la satisfacción vs conflicto marital/de pareja parece incidir más
en el parenting de las madres que de los padres (Simons y col., 1990; Sturge-Apple,
Davies y Cummings, 2006).
Así pues, el parenting es un constructo complejo y dinámico, que ha sido estudiado
desde diferentes aproximaciones o modelos teóricos. Azar y Cote (2002) señalan cuatro:
a) Modelos evolutivos
b) Modelos relacionales y sistémicos (incluirían los estudios sobre patrones de apego)
c) Constructivismo social (enfocados sobre el aporte de las diferentes perspectivas y
expectativas de rol)
d) Modelos clínicos (centrados en esquemas disfuncionales de interacción parento-filial
—distante, hostil, intrusivo—).
Si bien los modelos relacionales y constructivistas han aportado la perspectiva
transacional a que me refería antes, lo cierto es que el enfoque evolutivo es el que sin
duda más investigación científica ha producido, focalizada principalmente sobre la
evaluación de dimensiones del parenting y el postulado de tipologías. Aunque ya desde
D. Baumrind —obligada referencia en este tema— sabemos que tales dimensiones no
son factores estrictamente ortogonales, podemos decir que de la combinación de las dos
grandes dimensiones antes referidas, apoyo (denominada por otros autores calidad
afectiva o aceptación) y control, deriva la tipología ya clásica de los cuatro grandes estilos

104
de parenting que se maneja en la inmensa mayoría de los estudios: autorizativo —
también llamado inductivo o democrático— (+/+), autoritario (–/+), negligente (–/–) y
permisivo (+/–). Aunque en los estudios más recientes se ha tendido a considerar más
dimensiones del parenting (véase por ejemplo en nuestro entorno Oliva, Parra y Arranz,
2008), lo cierto es que los análisis reflejan bastante consistencia en la categorización de
estilos y en la asociación entre el parenting autorizativo (caracterizado por responsividad,
calidez y disciplina consistente) y el ajuste positivo de los hijos.
Por otro lado, si bien hay muchas diferencias en la forma en que se procede a
clasificar a los padres en tales categorías o estilos, ha predominado, como señalan Azar y
Cote, el enfoque normativo (ajuste a prácticas y actitudes estándar valorado por
autoinforme) más que el cognitivo-conductual (evaluación de contingencias únicas,
habilidades individuales y situacionales a partir de datos observables). Y esta misma
«economía evaluativa» sin duda es trasladable al ámbito de las evaluaciones forenses.
Además nos encontramos con otras limitaciones para servirnos de gran parte de la
investigación existente sobre el parenting en el terreno de las evaluaciones de custodia, y
es que de ella poca atiende al parenting de ambos padres (y sus posibles combinaciones),
en muestras de divorciados y en relación con el arreglo de custodia bajo el cual
desempeñan su rol parental. Por ello me referiré a contados estudios que diríamos son la
excepción, al atender a una o más de estas condiciones.
El primero es el trabajo de Simmons y Conger (2007) que aborda el estudio de estilos
de parenting de 451 pares de padres-madres (no separados) con hijo/a adolescente y la
relación de las potenciales 16 combinaciones de estilos parentales con diversas medidas
de ajuste filial (depresión, conductas delictivas y rendimiento académico), encontrando
que predominaban las parejas con igual parenting (¿ocurre esto entre divorciados?
veremos) y llegan a la conclusión de que la combinación que predice mejores resultados
es la de dos padres autorizativos o en su defecto uno autorizativo y otro indulgente,
mientras que las peores combinaciones parecen ser madre negligente bien sea con padre
también negligente o con estilo indulgente. Lo cual parece indicar que tener al menos un
padre con estilo autorizativo, y trasladando esto al ámbito de las decisiones de custodia
diría que el progenitor residente tenga este estilo, puede amortiguar para el menor el
impacto del estilo menos óptimo del otro.
El siguiente estudio a comentar es el de Campana y colaboradores (2008) que
considero muy interesante por varios motivos: estudia la combinación de estilos de
parenting en una muestra de padres divorciados, contemplando además los arreglos de
custodia y medidas de ajuste de los hijos obtenidas a través de doble fuente (autoinforme
e informe parental). En su muestra algo más del 52 por 100 tenía custodia materna, el 7
por 100 paterna y el 40 por 100 restante CC (conforme a un umbral del 40 por 100 del
tiempo), la media de tiempo separados era de más de 7 años, y la clasificación en estilos
de parenting era hecha a partir de los resultados en el CBQ (Co-parenting Behavior
Questionnaire) de Stolberg —instrumento desgraciadamente no adaptado en nuestro país
—, que mide 4 dimensiones del parenting (supervisión, disciplina, calidez y
comunicación) y otras tantas del co-parenting (conducta de coparenting pos-divorcio,

105
comunicación interparental, triangulación y cooperación interparental) que veremos más
adelante. Solo 7 combinaciones resultaron con suficiente número de pares Padre/Madre
para hacer análisis estadísticos: Ambos permisivos, Ambos negligentes, Ambos
autorizativos, Madre permisiva y Padre autorizativo, y viceversa, Madre autoritaria y
Padre permisivo, y Madre negligente y Padre permisivo. La combinación más frecuente
resultó ser madre autorizativa y padre permisivo (casi el 40 por 100), seguida de ambos
autorizativos (17,3 por 100) y ambos permisivos (15,3 por 100). Ambos, padres y
madres, cuando no tienen la custodia es más probable que tengan un estilo permisivo,
mientras que cuando son custodios tienden a presentar un parenting autorizativo; sin
embargo cuando tienen CC las madres es más probable que mantengan un estilo
autorizativo y los padres por el contrario permisivo. Desgraciadamente no podemos
establecer relaciones causales, así que no sabemos si los padres permisivos no asumen o
no son designados para ejercer la custodia o es que su papel no custodio favorece un
patrón permisivo de relación con los hijos, y otro tanto podría decirse del estilo
autorizativo y el ejercicio de la custodia. Solo investigación longitudinal y prospectiva
podría decirnos si la tarea demandada determina el estilo de respuesta de un padre o es
su estilo previo lo que pronostica qué tarea de cuidado acabará teniendo ese padre. Por
otra parte, el estudio de nuevo confirma la asociación entre el parenting autorizativo
(combinación de ambos o al menos un padre con este estilo) y el buen ajuste filial tanto
en medidas de autoinforme (autoestima y depresión) como en ítems informados por los
padres (conducta agresiva), pero tampoco estaban mal ajustados los hijos de madre
autoritaria y padre permisivo, lo cual sugiere que puede haber «compensaciones»
beneficiosas incluso sin que ninguno presente un estilo teóricamente óptimo.
Dado el predominio tradicional de las madres en las tareas de crianza y su reflejo
también en la atribución mayoritaria de la custodia, son muchos más los estudios del
parenting de las madres que de los padres. Una excepción sería la reciente investigación
de los belgas Bastaits y colaboradores (2014) mencionada anteriormente, que analiza el
parenting de más de 400 padres (varones) divorciados con diferentes arreglos de
custodia, en porcentajes muy similares a los anotados en el estudio anterior: el 9,5 por
100 custodio/residente, el 34,5 por 100 con CC (bajo el criterio de al menos el 33 por
100 de las noches con el menor) y el 56 por 100 restante no custodio/no residente.
Utilizan un grupo control de más de 200 padres casados. En este estudio toman medidas
de satisfacción vital y autoestima de los niños —mayores de 10 años—, y del estilo de
parenting a partir del Inventario PSI-II de Darling y Toyokawa. Como resultados más
destacables diríamos que mediante análisis de clases latentes obtienen cuatro factores
identificables con los estilos tradicionales, encuentran más padres con estilo permisivo o
desimplicado y menos con el autorizativo en el grupo de padres no residentes que en los
otros dos (que no difieren entre sí), y los estilos de padre y madre según lo informado
por hijos es más probable que sean similares en el caso de las CC que con otros arreglos
de custodia (de nuevo caben diferentes explicaciones, la homogeneidad ¿es causa de la
CC —vía autoselección o criterio de atribución de la custodia— o es consecuencia —la
corresponsabilidad propicia la unificación de criterios parentales—?). Por último, en

106
cuanto a la relación del parenting y las variables de bienestar filial consideradas, registran
la mayor proporción de niños con alta autoestima y satisfacción entre aquellos con padre
autorizativo, aún después de controlar el efecto del estilo de parenting materno, sin
embargo el arreglo de custodia no parece moderar la relación entre estilo de parenting y
bienestar filial, ya que tanto en CC como sin custodia la satisfacción y autoestima de los
niños es mayor si el parenting paterno es autorizativo, hallándose por el contrario los
peores resultados cuando es desimplicado.
De este estudio extraería sin embargo un dato más, apenas el 5 por 100 de la varianza
en las variables de ajuste infantil consideradas es explicado por el parenting paterno; lo
cual hace pensar que otras variables juegan un mayor papel, ya sea el parenting materno,
factores socio-económicos u otras variables críticas —especialmente en las evaluaciones
de custodia— como el conflicto.
Respecto a la relación entre parenting y conflicto, considero de interés referirme al
meta-análisis llevado a cabo por Krishnakumar y Buehler (2000). Estas autoras señalan
que el conflicto interparental afecta principalmente a tres conductas claves del parenting:
la implicación parental, las prácticas de disciplina y la consistencia parental, variando el
impacto según los parámetros o tipos de conflicto y las áreas del parenting que cada
estudio considera. En consecuencia analizaron 39 estudios (algunos con muestras de
divorciados pero se desconoce la proporción), que tenían en cuenta alguna de estas tres
categorías de conflicto: solo desacuerdos, conflicto abierto y ambos; y alguno de los
siguientes cuatro aspectos del parenting: disciplina dura, control laxo o inconsistente,
apoyo-aceptación, y calidad global del parenting. Se plantearon contrastar tres hipótesis
explicativas de la relación conflicto-parenting:
a) Hipótesis del «derrame»: las emociones y el humor predominantes en lo marital/de
pareja se transfieren al terreno parental.
b) Hipótesis compensatoria: el rechazo marital/pareja se contrarresta con mayor
aproximación a los hijos, frecuentemente con un estilo permisivo o indulgente.
c) Hipótesis de la compartimentación: Adecuada separación de lo marital y lo parental
y por tanto escasa correlación entre conflicto y parenting.
Las autoras encontraron mayor tamaño del efecto (negativo) del conflicto en el
parenting de lo que habían apuntado estudios anteriores, curiosamente mayor en parejas
casadas que divorciadas (aunque siempre se asocie conflicto interparental a divorcio) y
mayor también para las niñas que para los hijos varones, señalando que las áreas más
perjudicadas serían la disciplina dura (aumenta) y el apoyo-aceptación (disminuye); se
confirma además que la asociación es más fuerte cuando hay conflicto abierto y no solo
desacuerdos entre los padres. Señalan que los datos no apoyan las últimas dos hipótesis
(sin perjuicio de casos puntuales que puedan ser explicados así) y por tanto sostienen que
los programas de intervención debieran dirigirse más a reducir las típicas conductas entre
ex hostiles (desprecios, hipersensibilidad, criticismo...) que tienden a «contagiar» las
relaciones parento-filiales, que poner el acento en la separación de lo marital y lo
parental. Estudios posteriores (Sturge-Apple, Davies y Cummings, 2006) confirman que

107
ciertamente otras áreas del parenting como la autoridad inconsistente se ven menos
afectadas, y aunque el conflicto parece tener más impacto en el parenting de las madres
que de los padres, los datos sobre el género (de padres y de hijos) como variable
moderadora de la relación entre conflicto y ajuste siguen siendo contradictorios. Por
ejemplo Sandller y otros (2008) comprueban que la calidez (dimensión afectiva del
parenting) tanto de padres como de madres divorciados e independientemente del nivel
de conflicto interparental, está asociada a menos problemas externalizantes de los hijos,
lo que refuerza la contribución del parenting de ambas y cada una de las figuras
parentales al ajuste pos-divorcio de los niños; sin embargo sí se observa efecto
interactivo entre esa dimensión del parenting y el conflicto interparental cuando se
consideran los problemas internalizantes de los hijos, en el sentido de que en condiciones
de alto conflicto parece contar más la calidez materna que la paterna a efectos de
proteger al menor y presentar este menos problemas de internalización, si bien es verdad
que toda la muestra tenía régimen de custodia materna.
G. Margolin, todo un referente del efecto del conflicto en los niños, ha propuesto y
con ello ya nos adentramos en el terreno del coparenting, que mientras el conflicto es un
indicador de riesgo, el coparenting representa un mecanismo de riesgo al funcionar como
enlace entre el conflicto y el parenting (Margolin y otros, 2001), como demuestra el
hecho de que controlado el efecto del coparenting, se reduce sustancialmente la relación
entre el conflicto y el parenting. Como resumen Adamsons y Pasley (2006), no es tanto
el conflicto interparental general como el coparenting conflictivo lo que está asociado al
ajuste negativo de los niños, de ahí la insistencia que se hará en el capítulo dedicado a la
custodia compartida sobre los patrones de coparentalidad. En la misma línea otros
autores muy conocidos, como M. Feinberg (2003) consideran que el coparenting es un
mediador de otras influencias sobre el ajuste filial. Pero qué es el coparenting, qué
relación guarda con el parenting de cada padre y qué evidencia existe sobre su relación
con el ajuste infantil pos-divorcio.
El coparenting, como señalan Beckmeyer y colaboradores (2014), se refiere a la forma
en que los padres —divorciados o no— coordinan el cuidado de los hijos, y no a su
conducta directa de cuidado de los mismos que sería el dominio del parenting.
Obviamente parenting y coparenting guardan relación, aunque según Margolin esta sea
unidireccional, en el sentido de que está más claro cómo el coparenting afecta al
parenting que al revés. A su vez el coparenting pos-divorcio suele ser descrito en
términos de frecuencia con que los padres se comunican respecto al cuidado de los hijos,
el grado en que cooperan para coordinarse en esta tarea, y la frecuencia y severidad de
los conflictos interparentales relativos al cuidado de los hijos —no relacionados con otras
áreas—. De manera más breve Feinberg (2003) define el coparenting como la forma en
que los padres funcionan juntos en su papel como padres.
Menos consenso hay sobre la magnitud de su relación con el ajuste filial en general y
pos-divorcio en particular. Y quizás ello tenga que ver con la manera en que ha sido
conceptualizado este constructo, tal como señalan Adamsons y Pasley (2006)
generalmente como variable diádica (más que evaluarse conductas y actitudes de

108
coparentalidad de cada progenitor) y frecuentemente sin un marco teórico claro de
respaldo. Estos mismos autores señalan que son varias las teorías que han sido usadas
para explicar los procesos de coparenting: la Teoría de Sistemas, la Teoría Ecológica o el
Interaccionismo Simbólico, pero salvo la propuesta de Feinberg claramente inspirada en
el modelo de Bronfenbrenner, la mayor parte de la investigación sobre el tema ha sido
ateórica. También estos autores aluden a factores específicos que influyen en el
coparenting pos-divorcio: la calidad de las relaciones interparentales previas, la naturaleza
del proceso de divorcio (consensuado o no, decisión conjunta o unilateral, etc.) que
sabemos incide en la resolución del divorcio emocional, el tiempo transcurrido desde la
separación (ya que el conflicto tiende a disminuir con el tiempo en la mayoría de los
casos), y nuevas parejas o procesos de reconfiguración familiar (que inicialmente suelen
conllevar un repunte del conflicto pero después tienden a disminuir las interacciones entre
los ex y a acelerar el divorcio emocional).
Otro problema relacionado con la valoración del coparenting se refiere a cómo se
mide; unos estudios lo hacen a través de autotinforme y otros mediante observación de la
interacción, y ello afecta a qué dimensiones o manifestaciones del coparenting se tienen
en cuenta. Margolin defiende el uso de medidas de autoinforme, como su CQ
(Coparenting Questionnaire, que tampoco me consta esté adaptado aquí), porque —a
pesar de las limitaciones propias de cualquier autoinforme— incluyen conductas que no
necesariamente ocurren cuando ambos padres están juntos o cuando el menor está
presente en la interacción. De hecho los conflictos de coparenting —según su visibilidad
— se clasifican en «abiertos» (por ejemplo un padre discute al otro una decisión
disciplinaria en presencia del niño/a), «encubiertos» (un padre cuestiona ante el niño/a
una decisión relativa a este tomada por la otra figura parental ausente) y «encapsulados»
(los padres discuten cuestiones relativas al cuidado del hijo/a sin que este/a lo presencie),
teniendo estos últimos menor impacto en el ajuste filial.
Claro está que el coparenting además de antagonista, como en los anteriores ejemplos,
puede ser de apoyo, aunque ello sea menos frecuente en la submuestra de padres
divorciados que son evaluados en un litigio de custodia. Los estudios de Maccoby y
Mnookin (1992), Ahrons (1994), y Amato y col. (2011), aún con muestras y
metodologías bien distintas, nos hablan de entre un 26 y un 38 por 100 de divorciados
con un patrón cooperativo de coparenting, entre un 30 y un 40 por 100 de coparenting
paralelo y un porcentaje que varía entre el 26 y el 34 por 100 de coparenting conflictivo,
variaciones que tienen mucho que ver además con el tiempo transcurrido desde el
divorcio; de hecho en el precitado trabajo de Amato no encontraban este último patrón
sino otro que denominaron «single» y lo explicaban diciendo que con el tiempo las
parejas de divorciados con un patrón conflictivo bien van perdiendo contacto y
comunicación sobre el parenting, pasando a engrosar las filas del grupo de coparenting
paralelo, bien el no residente pierde prácticamente el contacto con los hijos y por tanto el
residente ejerce el parenting en solitario («patrón single»). En este sentido en el estudio
de Beckmeyer y col. (2014) con parejas divorciadas hacía menos de tres años,
efectivamente no encontraban el patrón paralelo, la muestra se repartía entre

109
cooperativos y más o menos conflictivos. Maccoby sin embargo hablaba de un patrón
mixto, que se caracterizaría por mantener alta comunicación y alto conflicto interparental,
cualidades que hacen más probable el impacto negativo en los hijos.
Las diferentes categorizaciones del coparenting responden pues a los aspectos o
dimensiones del constructo que son atendidos. Dos son los modelos de referencia aunque
ninguno de ellos haya sido desarrollado específicamente para el estudio del coparenting
pos-divorcio. El modelo de Margolin contempla tres factores: conflicto, cooperación y
triangulación; y señala que variables como el género y edad de los hijos pueden mediar el
peso de estos componentes (por ejemplo padres de pre-escolares informan de más
cooperación que padres de adolescentes). Por su parte, el modelo de Feinberg (2002 y
2003) —que posiblemente sea el más testado a nivel empírico— contempla cuatro
componentes, interrelacionados pero diferenciables, del coparenting:
1. Apoyo vs socavamiento: afirmación de la competencia del otro como padre,
reconocimiento y respeto del espacio y rol parental del otro.
2. Discrepancias en cuestiones y valores sobre la crianza
3. División de tareas y responsabilidades parentales (la percepción materna al respecto
es crucial dado su protagonismo cultural en este dominio).
4. Manejo de las interacciones parentales (conflictos, alianzas, y participación en
interacciones triádicas).
Feinberg sostiene que el coparenting puede verse influido por características de los
propios padres y también de los hijos (por ejemplo, en el caso de niños de temperamento
difícil son más probables los reproches al parenting del otro que socavan el coparenting).
Su modelo como el de Margolin es de tipo mediacional, pero a diferencia de ella plantea
un enfoque longitudinal para aclarar el curso e importancia diferencial de los
componentes mencionados a lo largo del ciclo de la vida familiar, dentro del cual el
divorcio es una transición más, si bien no es en la que el autor ha centrado sus esfuerzos
(los padres noveles) ni en la cual ha validado el instrumento desarrollado para medir los
dominios del parenting de su modelo, la Coparenting Relationships Scale (Feinberg,
Brown y Kan, 2012).
Feinberg, en un intento de integrar teoría, investigación e intervención, propone
mecanismos complejos de relación entre el coparenting y el ajuste filial. Respecto a los
problemas externalizantes plantea por ejemplo que una relación de coparenting positiva,
especialmente en el área de apoyo, ya sea por la vía del aumento de la auto-eficacia o de
la consistencia interparental, puede favorecer una reducción de ese tipo de problemas, ya
que es sabido que padres con bajo sentido de eficacia parental es más probable que usen
disciplina coercitiva y se muestren menos sensibles en situaciones de estrés, elementos
que se relacionan con conductas de agresión, indisciplina etc. en los niños. Aunque las
vías de influjo en los problemas internalizantes de los niños están menos claras, podrían
estar más ligados a las discrepancias en la crianza y el manejo de las interacciones (en
particular las triangulaciones), si bien propone vías alternativas de influencia que atañen a
otros componentes de su modelo, por ejemplo una resolución satisfactoria del reparto de

110
tareas y la percepción de apoyo en el rol parental, en tanto que amortiguadores del estrés
y la depresión parental que se sabe asociados a problemas de ansiedad o autoculpa en los
niños.
Una de las críticas hechas a los estudios de coparenting (véase por ejemplo Amato y
otros, 2011) es si habrían sobre-estimado su incidencia en el ajuste filial por mor de usar
una única fuente de datos para obtener información de ambas variables. Sin embargo el
estudio antes mencionado de Beckmeyer y otros (2014) con una muestra de parejas
divorciadas, parece desmentirlo; las percepciones parentales de diversos aspectos del
ajuste filial y sus percepciones del tipo de coparenting mantenido, resultan relativamente
independientes, pero eso sí en general —de acuerdo con Amato— reflejan una relación
entre ambas variables poco robusta. Datos que avalan posiciones como la de Sigal y
otros (2011) en el sentido de que es el parenting más que el coparenting lo que tiene un
impacto más directo sobre el ajuste filial, siendo por tanto en lo que desde el punto de
vista de la eficiencia deberían centrarse las intervenciones preventivas. Controversia aún
no resuelta.
A propósito de las intervenciones y de la naturaleza dinámica del coparenting pos-
divorcio, considero muy interesantes los trabajos de Coleman (Markham y Coleman,
2012, Troilo y Coleman, 2012, Jamison, Coleman, Ganon y Feistman, 2014), que ponen
de relieve cómo evolucionan los patrones de coparenting en padres y madres tras el
divorcio y qué actitudes y estrategias —desde un modelo de resiliencia— parecen claves
en la transición hacia un coparenting pos-divorcio positivo o efectivo. A partir
nuevamente de una metodología basada en la Grounded Theory —GT— y con
participantes en programas preceptivos de educación para el divorcio, estos autores
(Jamison y otros, 2014) llegan a la conclusión de que hay dos procesos claves para una
transición satisfactoria al coparenting pos-divorcio: hacer cambios en la vida interna
(reorganización cognitiva encaminada a poner el foco sobre el menor, reorganización
afectiva para mejorar la regulación de sus emociones negativas, reformulación del propio
rol...) y llevar a cabo ajustes conductuales para adaptarse a las nuevas demandas de
relación (habilidades de comunicación efectiva, estrategias de evitación del conflicto,
flexibilidad en las negociaciones y en la revisión de acuerdos según las circunstancias de
cada momento...). Ambos procesos son importantes pero también señalan que en
ausencia del primero, los cambios conductuales pueden también tener una influencia
positiva en el coparenting, e igualmente aunque el coparenting diríamos que «es cosa de
dos» los esfuerzos y avances que al menos uno de ellos haga en esos procesos, no
parecen vanos y tienen efecto en lo que podría llamarse un «coparenting resiliente».
Ello creo que puede tener que ver con la relación contrastada entre coparenting y
adaptación al divorcio de ellos y ellas, de la cual forma parte su disposición a la
coparentalidad (Markham, Ganong y Coleman, 2007; Yárnoz-Yaben, 2010).
Conclusiones que, amén de implicaciones para programas de intervención con
divorciados, nos ofrecen pistas acerca de qué elementos considerar en nuestros
pronósticos periciales sobre cómo funcionará una pareja en el plano de co-padres, más
allá de su estricto funcionamiento como tales en el momento crítico del litigio por la

111
custodia.
Otra vía para hacer tales pronósticos puede ser la propuesta por Austin, Pruett,
Kirpatrick, Flens y Gould (2013) a partir del constructo «parental gate keeping» o filtro
parental. Concepto inicialmente estudiado en relación al papel que en familias intactas
jugaban las madres —por su prevalencia en el cuidado de los hijos— en las relaciones
paterno-filiales (Allen y Hawkins, 1999), y que después ha sido aplicado a familias de
divorciados (Pruett, Arthur y Ebbling, 2007; Trinder, 2008) al contrastarse que en las
familias en conflicto la disposición del progenitor residente/custodio hacia las relaciones
del otro con los hijos —antes y después de la ruptura— era determinante para el curso
de estas relaciones pos-divorcio; y más recientemente comienza a considerarse no solo
en relación con las madres sino también con los padres (Austin, 2011) que también a
veces socavan la relación de aquellas con los hijos. El «gatekeeping» materno podría
definirse como el conjunto de conductas y creencias que inhiben la colaboración entre
madres y padres, limitando las posibilidades de estos últimos de desarrollar su rol
parental; al extenderse sin embargo el concepto a padres divorciados y sin distinción de
género, el concepto se redefine como el conjunto de actitudes y conductas de cada uno
de los padres que afectan a la implicación y calidad de las relaciones del otro con los
hijos comunes, mermando el «capital social» (recursos de todo tipo) disponible para
estos.
Austin y colaboradores (2013) proponen entender —y por tanto medir— este
constructo como una variable individual (no diádica) y como un continuo (no como
variable categorial), y en ello (además de enfatizar la vertiente conductual y no solo
actitudinal) considero que pueden residir las dos ventajas de su incorporación a las
evaluaciones de custodia como forma de operativizar el co-parenting y hacer pronósticos
al respecto.

112
Ese continuo iría —según se representa en la tabla siguiente (Figura 2)— del
«gatekeeping facilitador» (actitudes y conductas constructivas de un progenitor que
sirven de apoyo a las relaciones del otro con los hijos) al «gatekeeping restrictivo»
(actitudes y conductas de un progenitor que inhiben la implicación del otro con los hijos y
la calidad de sus relaciones con ellos).
Dos consideraciones de especial interés para el manejo de este constructo en las
evaluaciones de custodia:
• Puede haber gatekeeping, esto es, filtro o cortapisas a la relación del otro progenitor
con el hijo/a, que esté justificado. L. Drozd propuso el término «protective gatekeeping»
en el contexto de alta conflictividad y violencia de pareja, entendiendo que esas barreras
al contacto del menor con el otro progenitor podían protegerlo de riesgo emocional o
físico. Por ello como señala Austin (2011) es necesario descartar que tal riesgo exista
realmente o que el parenting de alguno de los padres sea tan deficiente que estén
justificadas ciertas prevenciones respecto a las relaciones que deba mantener en el futuro
con el menor para garantizar la seguridad de este.
• En cuanto a los pronósticos, Austin y otros (2013) vienen a señalar que el
funcionamiento del coparenting pre-divorcio parece un buen predictor del gatekeeping
posterior, y que es necesario que el evaluador distinga entre el filtro asociado al propio
litigio del divorcio (el conflicto engendra gatekeeping restrictivo, ya sea como expresión
de «venganza» marital o como arma de negociación en el contencioso judicial) y aquel
que responde a un patrón de coparenting más permanente (casos en que uno de los
padres parece haber actuado siempre «por delegación» del otro en su relación con los
hijos, patrones pre-ruptura de flagrante descoordinación de las figuras parentales en la
crianza, etc.).
Señalar también que el concepto está sirviendo para reformular las situaciones de
«alienación parental» desde una perspectiva no tan viciada como la original de R.
Gardner. Por último, indicar que Austin y colaboradores (2013) anunciaban la próxima
publicación de un protocolo forense para la estimación del gatekeeping en las
evaluaciones de custodia, si bien hasta la fecha no está disponible.

Hacer o no recomendaciones de custodia


El debate sobre la adecuación e incluso la legitimidad de que los evaluadores se
pronuncien sobre las «ultimate issues», esto es, sobre los arreglos de custodia o planes
de parentalidad que deben o no adoptar los jueces en los litigios de custodia, no es
nuevo, pero tampoco está resuelto, por el contrario parece haberse reavivado en los
últimos tres o cuatro lustros. La propia APA se hacía ya eco de esta polémica en su guía
de 1994, aunque sin adoptar una postura clara al respecto. Curiosamente sin embargo,
los Model Standards for Child Custody Evaluations de la AFCC (2007) no hacen
referencia a esta cuestión.
Las posiciones más críticas sobre el aval empírico y capacidad predictiva de nuestras

113
evaluaciones expuestas al comienzo del anterior capítulo, tienen mucho que ver con esta
controversia. Profesionales de la Psicología y la Psiquiatría de reconocido prestigio como
Melton (Melton y otros, 1997), O’Donohue (O’Donohue y Bradley, 1999) o Grisso
(Tillbrook, Mumley y Grisso, 2003), se han manifestado contrarios a que los evaluadores
hagan recomendaciones de custodia, ya sea esgrimiendo esas deficiencias que aquejan a
nuestro conocimiento o apelando a cuestiones de orden ético, como que tales
pronunciamientos comportan en algún grado «juicio moral» y esto no es abordable con
datos empíricos (Grisso, 2005).
Sin embargo la llamada de atención de expertos del Derecho parece haber sido un
revulsivo más potente, a juzgar por el eco que ha tenido el trabajo de Tippins y Wittmann
(2005). Sugiero la lectura del monográfico de Family Court Review del año 2005 (vol 43,
núm. 2) dedicado a este tema; a algunos de cuyos artículos iré haciendo referencia a
continuación.
En cierto modo, el quehacer de Tippins y Wittmann como consultores legales y
revisores del testimonio de expertos ante los tribunales, les ha convertido en «los Ziskin»
de nuestros días. Pero huyendo de actitudes defensivas y corporativistas, y pudiendo
compartir en mayor o menor medida sus puntos de vista, lo cierto es que su lúcida
propuesta de una jerarquía de los datos e inferencias que se manejan en los complejos
procesos de evaluación de las custodias, se antoja de enorme valor heurístico; de hecho
es a partir de la misma que colegas como L. Drozd están planteando procedimientos
dirigidos a conseguir una mayor sistematización de estas evaluaciones, según tuvimos
ocasión de ver en el capítulo anterior.
Su propuesta contempla cuatro niveles de inferencia, definidos como sigue:
• Nivel I: Lo que el evaluador observa.
• Nivel II: Lo que el evaluador concluye acerca del funcionamiento psicológico de
padres, niño/a y familia.
• Nivel III: Lo que el evaluador concluye sobre las implicaciones de las conclusiones
del N II para variables/constructos específicos de custodia.
• Nivel IV: Las conclusiones prescriptivas o recomendaciones del psicólogo sobre la
materia (lo que se «debería» hacer en cuanto a custodia o acceso).
Se reproduce la representación gráfica de los propios autores (Figura 3), así como sus
palabras: «En términos del paradigma de capas múltiples expuesto, según el experto
procede desde el Nivel I al Nivel IV, desde observaciones factuales concretas al máximo
nivel de abstracción, su opinión golpea más y más cerca al corazón del caso al mismo
tiempo que se hace más y más débil en términos de su validez científica y fiabilidad
probatoria» (ob. cit., pág. 206).

114
Tippins y Witmann señalan las potenciales limitaciones que pueden presentarse en
cada uno de esos niveles, si bien son los dos últimos, y en especial el N IV, los que
centran la polémica. En relación con el N I el mayor riesgo estará en hacer una recogida
de información demasiado «selectiva» fruto de hipótesis precipitadas que harán más
probable el sesgo confirmatorio (diríamos que solo se observa lo que se esperaba de
antemano ver porque solo se mira en tal dirección). El N II puede verse afectado por un
pobre conocimiento de la evidencia empírica relevante y por el riesgo de usar los
resultados obtenidos a través de instrumentos específicos (los conocidos como IEF) para
extraer conclusiones de nivel superior en vez de hipótesis a este nivel que confirmar o
desechar en función de la convergencia de datos que conciten; lo que significa por
ejemplo que una puntuación X en el factor «cuidado afectivo» del CUIDA no permitiría
sacar directamente conclusiones sobre la idoneidad parental, sino que debiera servir para
plantear hipótesis como «Ese padre/madre tenderá a mostrarse cálido/a en su interacción
con el niño/a» o «El menor percibirá apoyo, cercanía y atención de ese progenitor» que
los datos provenientes de otras fuentes (entrevista del niño/a, observación de la

115
interacción parento-filial, etc.) confirmarán o no.
El problema en cuanto al N III para estos autores sería exceder el —según ellos—
limitadísimo ámbito de conexiones entre las conclusiones del N II relativas a la capacidad
de los padres y las necesidades de los hijos, ya que la mayoría de los constructos en los
que se apoyan estas combinaciones (por ejemplo «padre psicológico») no están bien
operativizados y/o carecen de suficiente apoyo empírico.
Otros autores como Kelly y Johnston (2005) o Stahl (2005) manifiestan su
disconformidad con esta perspectiva tan restrictiva y consideran que existe bastante más
investigación relevante a considerar. La posición de Tippins y Witmann les lleva a sugerir
restringir las conclusiones de N III a un balance de ventajas y riesgos de las diferentes
opciones o planes de parentalidad, ya que descartan completamente que se hagan
prescripciones o recomendaciones de Nivel IV, esto es, pronunciamientos explícitos sobre
la custodia o los planes de acceso; en su opinión ello es éticamente reprobable y
legalmente inadmisible, al punto de que plantean una «prohibición» de la emisión de
recomendaciones por parte de los evaluadores, al menos en tanto se desarrolle
investigación que abarque combinaciones de factores individuales y familiares, y de
planes de custodia. Kelly y Johnston se han manifestado en contra de tal moratoria,
razonando que los jueces estarían aún menos cualificados para tomar decisiones sin la
asistencia de los evaluadores y sería más probable que lo hicieran basándose únicamente
en presunciones legales, sin hacer consideraciones individualizadas; por ello estas autoras
proponen como alternativa el desarrollo de planes de parenting basados en la literatura
científica más actualizada que provean a jueces —y padres— de un rango de alternativas
posibles sobre custodia y acceso para facilitar la elección según el tipo de familia y las
características evolutivas de los hijos; sostienen que ya hay alguna experiencia piloto por
ejemplo en Arizona, y abogan por la construcción de grandes bases de datos —
provenientes de investigaciones longitudinales— que permitan en el futuro el desarrollo
de sistemas de predicción actuarial. Por su parte Grisso (2005) se muestra bastante
escéptico ante esa posibilidad, recordando con ironía que ya van tres décadas de
exhortaciones y llamadas a más y mejor investigación en este campo, y académicos y
evaluadores han sido incapaces de cooperar para conseguirlo.
Por ello Grisso se declara partidario de cambiar el enfoque; si no es previsible una
mejora significativa de la base empírica, entonces dirijamos nuestros esfuerzos a buscar
una teoría que plantee un conjunto de principios coherentes y de constructos bien
definidos (añadiría medibles) que den sentido o expliquen la lógica en que se basa la
opinión del experto. Y uno de los marcos teóricos más prometedores en este sentido sería
sin duda la Teoría del Apego, a la que se aludía anteriormente en este texto.
Otros autores como Stahl (2005) defienden que los evaluadores hagan
recomendaciones, apelando a que son los más aptos para comprender toda la dinámica
desde una posición neutral, los más entrenados para comprender el funcionamiento y las
necesidades de toda la familia, los más capaces de aplicar las cuestiones abstractas al
interés del niño/a concreto/a y de integrar el conocimiento especializado en las
necesidades específicas de cada caso, mediante eso que Stahl llama «el arte» de las

116
evaluaciones.
Stahl no niega que existan problemas con las recomendaciones que hacen los
evaluadores, es más, hace un buen resumen de estos (ob. cit., págs. 262-263):
• El evaluador hace una pobre recogida de datos y si, el dato no es fidedigno, tampoco
pueden serlo las recomendaciones.
• El evaluador va más allá del conocimiento obtenido en la evaluación.
• El evaluador basa sus recomendaciones en sesgos personales o elucubraciones
filosóficas más que en datos de la familia concreta e investigación.
• El evaluador hace recomendaciones relativas a alguien no visto durante la evaluación.
• El evaluador hace recomendaciones que son inconsistentes con los datos recogidos.
• El evaluador no explica cómo los datos de evaluación conducen a las
recomendaciones particulares.
• El evaluador no informa de los datos que no apoyan sus recomendaciones.
• Las recomendaciones parecen de formato más que adaptarse a la familia y los datos
específicos.
• Las recomendaciones dejan poco espacio para la negociación y el acuerdo.
• El evaluador se hace rígido y no considera datos que pudieran apoyar
recomendaciones diferentes.
Y pese a su criterio general a favor de que se hagan recomendaciones, Stahl también
alude a las ocasiones en que resulta preferible evitarlo, así por ejemplo cuando: los datos
no permiten hacerlas, no existe investigación que las sustente o la que existe es
contradictoria, las alternativas no difieren sustancialmente o el balance de ventajas y
riesgos no es determinante, y obviamente cuando el juzgado no quiere recomendaciones
específicas.
A este respecto son muchos los que destacan que la opinión mayoritaria entre los
jueces no es favorable a desterrar el testimonio de nivel IV —en este y en otros terrenos
forenses—; seguramente en nuestro país tampoco. Y en ese sentido Stahl hace hincapié
en la necesidad de que los jueces se formen para mejorar su discernimiento y criterios de
valoración (admisibilidad, fiabilidad, etc.) de dichas evaluaciones. También ha sido
considerado el factor de la presión económica (Grisso, 2005), dado que este debate no
parece haberse planteado entre otros profesionales que en el contexto norteamericano
compiten con los psicólogos en el terreno de las evaluaciones de custodia; por tanto
imponer una restricción de esta naturaleza únicamente a los psicólogos dejaría a este
colectivo en clara desventaja respecto al resto (psiquiatras, trabajadores sociales,
consejeros, etc.). Stahl por su parte considera que en ausencia de un pronunciamiento
explícito de la APA (u organismo que otorgue las licencias y acreditaciones necesarias)
contrario a la emisión de recomendaciones, es excesivo calificar esta práctica de «no
ética» y que ello puede contribuir a incrementar la presión que ya de por sí enfrentan los
evaluadores en este terreno, e incitar a clientes litigiosos a emprender acciones legales en
contra de estos psicólogos.
Quisiera para acabar hacer un breve apunte sobre mi posición al respecto, fruto de los

117
años de ejercicio en el contexto español. Sin ánimo de arrogarme representación alguna,
creo no errar al señalar que con frecuencia los psicólogos forenses que hacen
evaluaciones de custodia se sienten «entre la espada y la pared»; por un lado hay presión
de jueces, fiscales y abogados para que de las conclusiones —podríamos decir de nivel
III— se extraigan recomendaciones explícitas de custodia y visitas (nivel IV), a fin de
serles «más útiles» o facilitarles sus respectivos cometidos (ya sea poner una sentencia o
defender los intereses de su cliente); por otro lado, cada vez es mayor el escrutinio social
y profesional a que está sometido el trabajo de estos evaluadores, sin que haya habido en
paralelo una mejoría notoria de la tecnología disponible para desarrollar el mismo, lo que
se traduce en más presión y en denuncias (ya sea en los tribunales o más frecuentemente
ante las comisiones deontológicas de los colegios profesionales), y de manera reactiva en
actitudes defensivas por parte del propio evaluador, como emitir informes repletos de
generalidades no comprometidas (efecto Barnum). La presión sobre el evaluador se ha
hecho aún mayor en determinadas coyunturas (repuntes de la violencia de género,
ebullición legisladora sobre la custodia compartida, etc.), y ha sido —en mi modesta
opinión— más en relación con estos factores o circunstancias que en nuestro entorno se
ha empezado a hablar de la conveniencia o no de hacer recomendaciones, más que ligado
a consideraciones metodológicas de calado como muchas de las anteriormente expuestas.
Personalmente comparto en gran medida el posicionamiento de Kelly y Johnston:
debemos asumir buena parte del diagnóstico crítico de Tippins y Witmann pero no tanto
«su medicina»; me inclino por aprovechar su estratificación de los niveles de inferencia
en la forma en que lo han hecho Drozd, Olesen y Saini (2013) para optimizar nuestras
evaluaciones y hacer más transparente el proceso de trabajo que seguimos, lleguemos o
no en todos los casos a dar recomendaciones explícitas. A este respecto comparto las
«líneas rojas» señaladas por Stahl a las que aludía un poco antes, e incluso me atrevería
a añadir alguna especificación, por ejemplo qué posibilidades tiene de hacer
recomendaciones un evaluador de los denominados de parte que no evalúa a todo el
grupo familiar o hasta qué punto le corresponde al psicólogo pronunciarse en términos
legales (¿es este plan una custodia compartida o una exclusiva con amplio acceso del no
custodio?) o entrar a detallar horarios de visitas, de intercambios del menor, como tan a
menudo se le solicita aunque después sea criticada la falta de sustento científico de tales
recomendaciones.
Concluyo enfatizando algo que ya apuntaba hace años (Ramírez, 2003) y que tiene
mucho que ver con la llamada a la «humildad» hecha por Tippins y Witmann;
ciertamente seguimos sin conocer el peso relativo de las diferentes variables predictoras
del ajuste infantil, por tanto es fundamental, bien optar por procedimientos de evaluación
que ponderen esos factores si se quiere de manera arbitraria pero al menos pre-definida
(como el ASPECT de Ackerman) y por tanto sometidos al principio de contradicción que
rige el Derecho Civil y a la contrastación de colegas y evaluados, o bien optar por ir
expresando cada vez más nuestras conclusiones en términos de balance (ventajas e
inconvenientes de tal o cual opción, beneficios o factores de protección y de riesgo de
cada alternativa, etc.) ofreciendo si acaso una recomendación final solo cuando ese

118
balance se incline manifiestamente —diría casi de manera indiscutible para dejar poco
margen a los juicios de valor o morales que decía Grisso— a favor de una de las
opciones. Y no nos engañemos, por mucho que afinemos en nuestras evaluaciones, si
hacemos constar en ellas lo que confirma y lo que contradice cada una de nuestras
conclusiones, seguramente habrá un importante porcentaje de casos en que no sea
legítimo —científica y éticamente— hacer una recomendación final.

119
Capítulo 4

La custodia compartida
Concepto y modalidades de custodia compartida
El concepto de «custodia compartida» —como seguramente el que podría
considerarse su antónimo, «custodia exclusiva»— no es unívoco. Al amparo de este
término pueden quedar organizaciones familiares pos-divorcio muy dispares, desde
ejemplos modélicos de coparentalidad positiva o cooperación de los padres divorciados
para seguir corresponsabilizándose en el día a día del cuidado de los hijos, hasta rígidas
alternancias de períodos de convivencia con los niños ya sea en el domicilio familiar o,
más frecuentemente, en las residencias de cada uno de los padres tras la ruptura.
Además como nuestra historia en cuestión de divorcio es relativamente corta, es
común referirnos en esta materia a la legislación y práctica de países con mayor
tradición, principalmente a Estados Unidos por su predominio en la literatura científica.
Allí se gestó el término «joint custody» a comienzos de los 70, como comentaré en
detalle un poco más adelante, traducido como custodia compartida —o menos
frecuentemente como «custodia conjunta»—. Pero hay ciertos conceptos legales del
Derecho anglosajón que no tienen una correspondencia exacta en nuestro ordenamiento
legal, así que conviene hacer algunas precisiones terminológicas a fin de no incurrir en el
mismo problema que ensombrece buena parte de los datos de investigación en este
campo.
Los países anglosajones distinguen entre «custodia física» («physichal custody») y
«custodia legal» («legal custody»). Simplificando pero siguiendo las definiciones que de
estos términos hace el Children Rigths Council, mientras la custodia legal hace referencia
a la responsabilidad legal de la toma de decisiones relativas al niño/a (sobre su educación,
salud, formación religiosa, etc.), la custodia física remite a con quién reside este y por
tanto quién lo cuida y supervisa en la práctica, y de hecho a veces se denomina «custodia
residencial». Combinando estos términos con los de conjunta vs exclusiva (joint vs sole)
tenemos que los padres pueden compartir la custodia legal pero no la física, o ambas o
ninguna y en este último caso tener la custodia en exclusiva uno de ellos y el otro solo
derecho de visita o acceso.
Hasta cierto punto la custodia legal se corresponde con la «patria potestad» de nuestra
legislación. Pero entendida podríamos decir como «versión mejorada», en tanto que por
ejemplo los estatutos de los estados norteamericanos tienen más definido el contenido de
esa figura que nuestro Código Civil de la patria potestad; indefinición que ha contribuido
en nuestro entorno a la vivencia entre quienes no obtienen la custodia de ser relegados de
la vida futura de sus hijos, según se ha apuntado con anterioridad (Ramírez, 2011). Por
otro lado la figura de la guarda y custodia viene a entenderse en nuestro contexto en el
sentido de custodia física de los hijos.
Pero aún hay más; las custodias compartidas pueden ser «igualitarias» o «desiguales»,

120
de hecho la mayor parte no se rigen por el 50/50 por 100 del tiempo del menor con cada
uno de sus padres, sino que establecen un reparto que puede ser más o menos equitativo.
Y aquí entramos en el terreno de los umbrales ¿qué porcentaje mínimo de tiempo se
requiere que pase un hijo/a con el progenitor que menos esté para considerarse no
obstante custodia compartida? Obviamente no hay una regla universal, incluso entre los
propios estados norteamericanos hay variaciones considerables. Sin embargo el 30 por
100 ha marcado con frecuencia la línea divisoria entre custodia exclusiva y custodia
compartida. Las explicaciones van desde argumentos prosaicos: es la barrera que
determina la reducción de la contribución económica (entiéndase pensión de alimentos)
por parte del padre que menos tiempo tiene al niño/a; Melli (1997) llamaba la atención al
respecto señalando que era la franja del 30-39 por 100 del tiempo la que predominaba
estadísticamente y que en ella era mayoritaria la residencia materna primaria o principal,
lo que se ha dado en llamar «deriva materna», esto es, las madres siguen teniendo mayor
grado de responsabilidades parentales pero, bajo custodia compartida, con menos
recursos económicos. Hasta argumentos como el sostenido por Fabricius y colaboradores
más recientemente (cit. en Turunen, 2015) que sostienen que por debajo de ese tiempo
de convivencia no se comprueban ventajas —en el sentido de diferencias cualitativas en
el parenting— respecto a la custodia exclusiva; argumento a su vez refutado por otros
investigadores (Vanassche y otros, 2013). No obstante a medida que las legislaciones han
ido siendo más favorables a las custodias compartidas, ese umbral ha ido descendiendo
(por ejemplo, en Wisconsin a raíz del cambio legal de 2004 pasó del 30 al 25 por 100,
ver Cancian 2014) hasta el punto de que como decía Shaffer (2007) lo que en muchos
estados americanos se llama custodia compartida, en Canadá por ejemplo no pasaría de
custodia exclusiva con acceso frecuente.
Todas estas precisiones respecto al poliédrico concepto de custodia compartida, se
consideran importantes por dos razones. La primera sería que en muchos estudios
relativos a los efectos —beneficios y perjuicios— de la custodia compartida, el no
especificar el arreglo preciso de custodia conjunta que se comparaba con muestras de
custodia exclusiva, ha arrojado muchas contradicciones y mermado posibilidades de
generalización de los datos obtenidos. Por ejemplo, en caso de no encontrar diferencias
en tal o cual variable dependiente de ajuste filial ¿es porque ciertamente el tipo de
custodia no es determinante o porque al mezclarse custodias compartidas legales con
otras físicas, los resultados han quedado diluidos o enmascarados? Nótese que puede
haber custodias exclusivas con un nivel de contacto de los hijos con el no custodio del 25
o el 28 por 100, y custodias compartidas con un 30 o poco más. O bien cuando en un
estudio se hallan diferencias y en otro no ¿Puede que la proporción de custodias
compartidas legales/físicas varíe de uno a otro, o sencillamente que en uno la muestra sea
de CC legal y en el otro residencial? Esta confusión también ha dado pie a un uso
equívoco, y a veces me atrevería a decir que hasta torticero, de las estadísticas sobre
custodia compartida; pero dejemos las cifras para un poco más adelante.
La segunda razón por la que remarco estas cuestiones conceptuales es porque los
términos que usamos no son neutros, llevan aparejados significados y emociones

121
señalaba Patrician (cit. en Pruett y Barker, 2009). De ahí que cada vez vayan siendo más
las voces a favor de superar la dualidad custodia vs visitas que remite a tener/no tener y
cantidad de tiempo, y que se abogue por otros términos como «planes de parentalidad»,
«responsabilidad compartida» (shared parenting, en contextos de habla inglesa) que
desplacen el foco hacia grados y calidad de implicación parental. Términos, también hay
que decir, que casan mejor con la tendencia a la desregulación judicial o menor
injerencia institucional que se viene observando en esta materia, aunque aún esté lejos de
hacerse ver en nuestro país.

Orígenes y evolución de la custodia compartida


Hasta los años 70 en Estados Unidos no se registran muchos cambios en cuanto a
concepción del divorcio y criterios de atribución de la custodia, a excepción de la
promulgación de las leyes de «divorcio no culpable» en los 60 y la posterior abolición de
la doctrina de los «tender years» o preferencia de las madres para el cuidado de los hijos
de menor edad. Es a partir de ese momento cuando comienza a gestarse la verdadera
revolución en materia de custodia; por un lado con el principio del «mejor interés del
niño» desplazando el foco de los padres a los hijos, y por otro con la paulatina pero
imparable introducción de la figura de la custodia compartida. Uniendo ambos factores
podría resumirse la evolución habida en este campo en los últimos cincuenta años
diciendo que, se ha ido de la identificación del superior interés del menor (Goldstein,
Freud y Solnit, 1973) con el concepto de «padre psicológico» —solo uno— a la
presunción de que la custodia compartida representa el mejor interés del niño.
En el origen de la custodia compartida tuvieron mucho que ver las cifras escandalosas
que se registraban entonces de pérdida de vínculos con la figura paterna
(mayoritariamente no custodia) tras los divorcios (véase por ejemplo Furstenberg y otros,
1983), así como la evidencia empírica obtenida a través de estudios longitudinales como
los de Wallerstein y Kelly, de mejor adaptación de los hijos que mantenían contacto
regular y continuado con ambos padres tras el divorcio. Datos que a menudo se
descontextualizan para sustentar argumentos del tipo solo la custodia compartida
garantiza un contacto suficiente con ambos padres y por ende bienestar para el niño/a.
Un análisis más desapasionado invita a tener en cuenta que los niveles de contacto y/o
frecuencia de visitas en los casos de custodia exclusiva de la época —e incluso
posteriores— eran de media muy inferiores a los estándares de las décadas siguientes y
por supuesto a los RV habituales hoy en nuestro entorno. Sirva de ejemplo el estudio de
Rocklin de 1984 (cit. en Bauserman 2012) que señala una media de 1,3 días por mes con
el padre en la muestra de custodia materna, frente a 4,5 días/mes en CC legal y 10,1 en
CC física. Cifras impensables en el presente siglo y en nuestro país. De hecho este
segundo meta-análisis de Bauserman —que abarca estudios publicados entre 1980 y
2007— señala que el efecto del tipo de custodia (compartida vs materna) en la variable
«tiempo gastado con el padre» disminuye a medida que los estudios son más recientes
(pág. 473); cabe pensar que por la tendencia general a favorecer ambos vínculos y no

122
solo el primario, aún cuando no se trate de una custodia compartida. A nivel nacional, un
reciente estudio del Instituto de la Mujer (Suso y otros, 2012) que incluye una revisión
de sentencias dictadas entre los años 2000 y 2011, indica que en menos del 10 por 100
de los casos se indican RV de solo fines de semana alternos (sin vacaciones ni contactos
intersemanales).
El derecho de los hijos a mantener sus vínculos con ambos padres, ha sido sin duda
uno de los pilares en los que se ha sustentado la custodia compartida. Como decía Melli
(Melli y otros, 1997) asegurar un mayor contacto entre padre e hijos tras los divorcios,
parece haber sido el objetivo de la generalización de las CC legales, incluso —señalan
estas autoras— con independencia de las condiciones pre-divorcio o las características de
cada familia. Y a la vista de las cifras se nos antoja que el objetivo se ha visto cumplido:
de mediados de los 80 a mediados de los 90 el porcentaje de niños sin contacto con su
padre a los 2-3 años del divorcio se había reducido en Estados Unidos del 50 al 18-26
por 100 (Kelly, 2006).
Otro pilar de la custodia compartida ha sido la coparentalidad, «coparenting» en
términos de Bohannan (1971). Saposnek (1991) recogía la definición que hacían
Steinman y colaboradores unos años antes sobre la custodia compartida; más que una
fórmula legal era según estos autores una filosofía basada en una triple premisa:
1. Los padres cooperan y comparten autoridad y responsabilidades parentales tras el
divorcio.
2. Madre y padre son vistos igualmente importantes para los niños.
3. Los niños alternan su estancia en los hogares de ambos padres.
Maccoby (1990 y 1993) por su parte describía tres grandes patrones de
funcionamiento interparental: el cooperativo, el desconectado (o en paralelo) y el
conflictivo. Los padres del primer grupo mantienen comunicación —no necesariamente
exenta de tensiones— respecto al menor y sus problemas, se coordinan en alguna medida
y se respaldan en sus actuaciones como padres. Los clasificados en la segunda categoría
son padres que funcionan sin coordinarse pero también sin interferirse activamente en los
períodos que cada uno tiene al hijo/a, procuran hablar y relacionarse lo menos posible,
recurriendo con frecuencia a espacios «neutros» como el colegio para efectuar los
intercambios del menor. Y por último aquellos que responden al patrón conflictivo, no
solo no se coordinan sino que mantienen frecuentes disputas que afectan al menor, y
menoscaban mutuamente su rol parental. Maccoby (1990) señala que en contra de lo que
podría esperarse la distribución entre los tres patrones es bastante similar en muestras de
custodia compartida y de exclusiva (tanto materna como paterna). Otros autores
(Steinmam, 1991; Smith y otros, 2008) hablan incluso de un predominio del parenting en
paralelo sobre el cooperativo en muestras de custodia compartida.
También el cambio sociológico que se ha producido en el terreno de la igualdad entre
hombres y mujeres parece guardar relación con el auge de las custodias compartidas. Los
hombres aspiran a una mayor participación en la crianza y las mujeres a liberarse de la
maternidad a tiempo completo. No en vano ha sido pionera en legislación y estadísticas

123
sobre custodia compartida Suecia, estandarte de las políticas de igualdad (Turunen,
2015). E igualmente California en los Estados Unidos claro exponente de las leyes de no
discriminación por género (Maccoby y otros, 1988). Sin embargo no se constata en estos
decenios un crecimiento significativo del número de custodias paternas; el descenso en
los porcentajes de custodias maternas lo absorbe el capítulo de custodias compartidas —
aunque sea con predominio de la residencia primaria materna-. Tendencia que también se
observa en España, donde el número de custodias paternas había ido creciendo muy
lentamente hasta la regulación de la CC, pero desde entonces se mantiene e incluso
desciende discretamente (así en 2007 fueron 3113 las CP acordadas, en 2010 solo 3076
y en 2014 únicamente 2838).
En la década de los 80 se abogaba también por la custodia compartida desde el punto
de vista económico, o de recursos para los menores, que claro está no es ajeno a su
bienestar. Y se hacía (Weiss y Willis 1985, cit. en Turunen 2015) con el argumento de
que la custodia exclusiva desincentivaba al no custodio a implicarse en el sustento de los
hijos; aunque estudios posteriores parecen señalar que el mayor contacto no siempre se
traduce en mayor compromiso económico para con la prole (Gunnoe, 2001; Maccoby y
Mnookin, 1992) y no es descartable que en vez de depender lo primero de lo segundo,
sean terceros factores los determinantes de la mayor o menor predisposición para ambas
vertientes de la implicación parental (económica y contacto).
Amén de estos factores diríamos socio-culturales, los propios cambios legales en esta
materia han propiciado la expansión de la custodia compartida en los últimos treinta años.
Johnston, Kline y Tschann (1989) clasificaban así las legislaciones adoptadas por unos u
otros estados norteamericanos respecto a esta figura legal:
— Leyes que la contemplan como una opción
— Leyes que la estimulan como la opción preferente y
— Aquellas que prácticamente la imponen al presumir que coincide con el interés del
niño a menos que se demuestre lo contrario.
Tras introducirse leyes de custodia compartida en casi todos los estados entre
mediados de los 70 y los primeros años 90, en la actualidad la mayor parte de los estados
tienen leyes de «opción preferente», pero solo 11 (más el Distrito de Columbia) han
adoptado la presunción a favor de la custodia compartida, según Pruett y Barker (2009),
menos incluso según otros autores (por ejemplo Botts y Nestor, 2011) ya que en algunos
estados esta presunción solo rige en caso de acuerdo; e incluso en estos estados con
presunción de CC, es excepcional que se marque una fórmula o reparto específico
(Pruett y DiFonzo, 2014). Otra manera, más pedestre, en que las legislaciones han
podido favorecer el incremento de custodias compartidas en Norteamérica también es
señalada por Pruett y Barker: en aquellos estados que tienen estipulada reducción de la
manutención a partir de un determinado umbral de convivencia con el progenitor que
menos reside el niño/a, es un 10 por 100 más probable que se opte por la custodia
compartida. Tampoco quisiera dejar de mencionar el papel jugado por los servicios de
Mandatory Mediation (mediación preceptiva), existentes en multitud de estados, en la

124
profusión de acuerdos de custodia compartida —principalmente de CC legal—, que pese
a las críticas que haya podido concitar desde ciertos sectores (véase por ejemplo Grillo
1991), han supuesto un recurso valioso en la adopción de planes de custodia
cooperativos en condiciones de mayor seguridad para grandes sectores de población (así
lo sugieren los reconocidos trabajos de R. E. Emery).
En Europa, aunque la regulación específica sobre custodia compartida esté mucho
menos extendida (Tejero en 2014 mencionaba 7 países: Suecia, Bélgica, Francia,
Inglaterra, Gales, Italia y España), también deja notar su efecto. Por ejemplo, en Bélgica
(Vanassche, 2013), donde existe legislación de custodia compartida desde 1995, ha
habido un incremento sustancial de las CC físicas (más del 30 por 100 —pese a
considerar un umbral exigente próximo al 50/50—) desde el cambio legislativo de 2006
que establece adoptar esta medida «por defecto». En Suecia, con presunción legal a
favor de la custodia desde 1992 y aún en caso de desacuerdo desde 1998 (Bergström y
otros, 2014) las custodias compartidas han pasado de poco más del 2 por 100 a finales
de los 80, al 30-40 por 100 al término de la pasada década (las cifras son estimadas dado
que allí la inmensa mayoría de las uniones así como de las rupturas son de hecho).
También dentro de nuestras fronteras se aprecia cierta aceleración en el continuo y
generalizado aumento de este tipo de custodias (con reconocimiento legal a nivel nacional
desde 2005) en aquellas Comunidades Autónomas con legislación específica: Cataluña y
Aragón desde 2010 y Comunidad Foral de Navarra y Comunidad Valenciana desde 2011
(no se incluye al País Vasco por aprobar su legislación a mediados de 2015). Las
oscilaciones en Navarra no sugieren relación con la legislación —como cabría esperar de
una legislación absolutamente «neutra» o que no establece preferencia de modalidad
alguna de custodia—, pero en el caso de las otras CC.AA. se observa que entre 2007
(primer año en que recoge el INE datos sobre asignación de la custodia a
Padre/Madre/Ambos) y el año de promulgación de leyes específicas en sus respectivos
territorios, el crecimiento había sido a lo sumo de un 4-5 puntos porcentuales, mientras
que desde ese año hasta 2014 (último publicado por el INE) el aumento de porcentajes
de custodia compartida ha sido nada menos que de aprox. 18 puntos. Crecimiento tan
vertiginoso no se observa en el resto de Autonomías, a excepción de Illes Balears.
El espectacular aumento de las custodias compartidas, al menos en Norteamérica,
debe aclararse que lo es bastante más en términos de custodia legal que física; diferencia
aún mayor si consideramos las llamadas igualitarias, esto es, aquellas fórmulas de
custodia que conllevan residencia dual próxima al 50/50 por 100. Melli (1997)
refiriéndose a Wisconsin —estado con legislación favorable a la custodia compartida
desde finales de los 70— señalaba que entre 1980 y 1992 el porcentaje de CC había
pasado del 18 al 81 por 100, pero en ese último año solo un 14 por 100 eran custodia
física y dentro de esta fracción casi la mitad eran desiguales, con un predominio
aplastante (el 80 por 100) de residencia primaria materna. Más recientemente Pruett y
Barker (2009) con base en estudios de finales del siglo pasado, estimaban un 15-20 por
100 de residencias duales, en su mayoría desiguales, y Nielsen (2013) apuntaba que con
el umbral del 30 por 100 había varios estados (señalaba Washington y Arizona) que en la

125
pasada década ya registraban cifras de custodia compartida física de entre el 30 y el 50
por 100. Allen (2014) destaca también el notable aumento de las CC legales frente a la
relativa estabilización del porcentaje de custodias físicas en los últimos años; este autor
cita una publicación de Fabricius y colaboradores de 2010, en la cual tras revisar estudios
locales, estatales y nacionales estiman que entre el 68 y el 88 por 100 tienen asignada a la
madre la custodia física primaria, entre 8-14 por 100 al padre y tan solo en un 2-6 por
100 se especifica custodia física conjunta o shared (sin señalar residencia primaria, se
entiende que por considerar un reparto muy equitativo), cifras que contrastan con la
opinión pública en general favorable al equal parenting time que este mismo profesor de
la Universidad Pública de Arizona ha constatado en amplias encuestas previas. Conviene
no olvidar que aunque estados como California estén sobre-representados en la literatura
especializada sobre estos temas, Estados Unidos es muy amplio y diverso, y las
estadísticas difieren bastante de unos estados a otros.
Una vez considerados los cimientos y la expansión de la custodia compartida, toca
referirse a las críticas y miradas revisionistas que comienzan a despuntar, en particular
sobre las políticas de generalización de las custodias compartidas y las legislaciones
basadas en la presunción de que esta fórmula coincide con el interés del menor. Críticas
que están apareciendo en lugares muy distintos, tanto desde el mundo del Derecho como
de la Psicología. Por ejemplo en Inglaterra, Gilmore (2006) advertía respecto a las
presiones para incorporar la presunción a favor de la residencia dual en un contexto legal
que ha primado hasta ahora el Principio de No Intervención (instando a la suscripción de
acuerdos de responsabilidad parental, a fin de judicializar lo menos posible estas
decisiones). Desde Australia (Fehlberg y otros, 2011) también se llama la atención sobre
los riesgos que puede comportar el cambio legislativo introducido en 2006 a favor del
«sarhed time» o reparto equitativo, con independencia de las características particulares
de las familias; estos autores sostienen que la custodia compartida se está convirtiendo en
una «solución de compromiso» entre parejas altamente conflictivas de compleja
articulación en la práctica, y destacan que la terminología «igual tiempo» introducida por
las legislaciones en pro de la neutralidad de género, está creando la impresión de que la
CC es un derecho parental antes que filial, al desplazar el foco de la continuidad de los
vínculos parento-filiales a la división equitativa del niño/a. En California, estado pionero
en adoptar la presunción a favor de la CC (física) ya a mediados de los 90 introdujo una
enmienda limitando la presunción a los casos en que se alcanzara acuerdo (Botts y
Nestor, 2011). Y por último, un apunte desde Suecia. En 2006 hubo otra modificación
legislativa «correctora» de la anterior de 1998, volviendo a poner el acento en la
habilidad de los padres para cooperar (Turunen, 2015).
Podría decirse que el debate actual ya no es custodia compartida SI o NO, sino
cuándo, cómo y para quién, qué dimensiones particulares de la custodia compartida
benefician a qué tipos de familias y bajo qué condiciones. Preguntas que en su mayoría
los expertos no estamos aún en condiciones de responder con solvencia, pero sobre las
cuales algo nos va diciendo la evidencia empírica que a continuación repasaremos.

126
Evidencia empírica y mitología sobre la custodia compartida
En relación con el divorcio, pocos temas seguramente han despertado tanto interés y
controversia como la custodia compartida. Decía ya hace años Joan B. Kelly en el
clásico texto de Folberg (1991) «resulta irónico, y al mismo tiempo interesante, que
estemos sometiendo la custodia compartida a un nivel e intensidad de escrutinio que
nunca se dirigió a los arreglos tradicionales post-divorcio —custodia física y legal
exclusiva a la madre y dos fines de semana al mes de visita para el padre—» (ob. cit.,
pág. 56).
Sin embargo, esta figura legal ha suscitado más polémica y literatura con argumentos a
favor y en contra, que investigación de cierta calidad que permita —con base en datos
empíricos— dar cumplida respuesta a esos interrogantes con que cerrábamos el epígrafe
anterior: cuándo, cómo y para qué familias puede la custodia compartida ser preferible a
otros tipos de custodia. Gunnoe y Braver (2001) resumen bien las principales deficiencias
metodológicas que aquejan a gran parte de los estudios que han tratado de comparar
muestras de custodia compartida y de custodia exclusiva (generalmente materna por su
predominio estadístico). Podríamos resumirlas así:
— Muestras no aleatorias: Las familias no han sido asignadas al azar a uno u otro
grupo (tipo de custodia), sino que su adscripción es fruto de una decisión previa tomada
por los mismos implicados en la mayoría de los casos y por los jueces en el resto. Y esa
decisión habrá sido tomada considerando unos u otros factores pre-existentes
(circunstancias socioeconómicas, calidad de las relaciones parento-filiales, entendimiento
interparental, etc.), luego hay una selección o mejor dicho auto-selección que ya puede
estar determinando parte de las diferencias que se observan después y que erróneamente
pueden ser interpretadas como efectos del tipo de custodia.
— Muestras no igualadas en otras variables moderadoras (nivel económico, grado de
conflicto previo, origen de la medida contencioso/consensuado, etc.) y falta de control de
otras variables con influencia en la variable dependiente (por ejemplo edad y género de
hijos cuando se trata de dilucidar efectos en el ajuste infantil post-divorcio). O por el
contrario se pretende el control simultáneo de tantas variables que unos resultados
enmascaran otros.
— La inmensa mayoría son estudios transversales, no longitudinales, y ello puede
ofrecer una visión inexacta especialmente cuando el objeto de estudio (familia, niños)
está en permanente evolución.
— Muestras de dudosa representatividad (muestras clínicas, procedentes de
centros/asociaciones promotores de la custodia compartida...) o que no discriminan entre
custodia legal y física, o simplemente no especifican umbrales a partir de los cuales están
considerando la CC física; viéndose así limitada la generalización de resultados, y el
alcance y precisión de las conclusiones, respectivamente.
Diversos son también los aspectos o puntos de interés en relación con la custodia
compartida en que se han centrado las investigaciones en estas tres últimas décadas.

127
Destacan la perspectiva y/o satisfacción de los implicados (padres e hijos), la adaptación
de los niños bajo esta medida, el influjo y distribución de variables sociodemográficas
tales como ingresos o nivel educativo de los padres, pero también composición familiar
(número, edad y género de hijos, presencia de nuevas parejas, etc.), la estabilidad de esta
fórmula de custodia y la proporción de relitigios asociada a la misma, la incidencia del
conflicto sobre el funcionamiento de este arreglo de custodia, etc.
Con el objetivo de revisar la evidencia empírica disponible sobre la custodia
compartida, he optado por considerar tres dimensiones de buen funcionamiento de la
misma, e ir exponiendo los datos que he entendido más relevantes respecto a cada una de
ellas. Estas tres dimensiones podrían formularse así:
1. Mejora la satisfacción de padres, madres e hijos con esta medida
2. Predice mejor ajuste post-divorcio que otros tipos de custodia
3. Disminuye los niveles de litigio post-ruptura

1. Satisfacción con la custodia compartida


Tal vez convenga primeramente justificar la inclusión de este aspecto. La satisfacción
en términos genéricos contribuye al bienestar y en términos más específicos suele indicar
mejor adaptación a la transición vital que representa el divorcio y menor probabilidad por
tanto de cronificación del conflicto y demás manifestaciones de tal cosa (judicialización
permanente, patología, etc.). Además considerar no exclusivamente la satisfacción de los
hijos sino también la de los padres, no implica primar la experiencia de estos sobre la de
aquellos, porque probablemente ambas no sean independientes; lo que hace muy
interesante recientes líneas de investigación como la de Bergston y col. (2014), que
exploran —en una muestra de población sueca— la relación entre satisfacción parental y
ajuste filial bajo diferentes tipos de custodia; si bien es cierto que estos investigadores
evalúan la variable dependiente «ajuste filial» a través de informes parentales, con lo cual
no se puede descartar cierta contaminación de las medidas (las personas más
insatisfechas como es sabido tienden a hacer juicios más negativos —cabe pensar que
también respecto a sus hijos—).
Hay que resaltar que en el estudio precitado controlan ciertas variables
sociodemográficas, lo que permite aclarar la duda que planteaban Maccoby y col. (1990):
si la satisfacción registrada se debía realmente al tipo de custodia o a otras características
distintivas de las familias con custodia compartida, por ejemplo mejor nivel económico,
mayor cualificación académica que redunda en mejor estatus profesional, o incluso
añadiría que parten de una situación más igualitaria o equilibrada (en dedicación laboral y
desempeño del rol parental, como han señalado, por ejemplo, Cancian y Meyer, 1998, y
Juby y otros en 2005) que les lleva a sentirse más cómodos con este tipo de organización
pos-divorcio.
Se señalaba también en el estudio antes mencionado (Maccoby y otros, 1990), que las
diferencias en satisfacción con la CC, en comparación con otras modalidades de
custodia, posiblemente fueran menores de lo esperado porque la satisfacción de «no

128
perder» se vea contrarrestada con las complicaciones por ejemplo logísticas que
conllevan los regímenes de residencia dual.
Por lo que se refiere a los padres podría aplicarse el dicho de que «la alegría va por
barrios». Casi todos los estudios indican que la satisfacción de las madres con la custodia
compartida es inferior a la que manifiestan con la custodia exclusiva (mayoritariamente
materna, claro está), mientras con los padres ocurre a la inversa. Lo cual no deja de ser
paradójico para una fórmula que tuvo en la igualdad de género uno de sus pilares.
Hay prácticamente unanimidad al señalar la menor satisfacción de las madres con
custodia compartida respecto a las que tienen la exclusiva (así ocurre en los cinco
estudios analizados en Bauserman, 2012). Cabe preguntarse por qué, cuando lo
previsible es que la CC liberara a las mujeres de la sobrecarga de la crianza en solitario y
les facilitara mayor desarrollo económico-profesional y rehacer su vida sentimental. El
propio Bauserman apunta dos hipótesis: por un lado la custodia exclusiva —a diferencia
de la compartida— responde a una estrategia gana/pierde y por tanto quien la obtiene —
mayoritariamente la madre— experimenta la satisfacción de la victoria; por otro lado la
custodia exclusiva exige menos contacto con el ex que la compartida, lo cual es vivido
por las madres como liberador en el caso de relaciones conflictivas. Gunnoe y Braver
(2001) apuntan a la falta de concordancia entre el mayor contacto padre-hijo/a y el grado
de implicación económica no precisamente mayor que se da en las custodias compartidas
—mayoritariamente desiguales con el hogar materno como primario—, como otra posible
explicación de la insatisfacción de las madres con este arreglo post-divorcio. Cabría
seguramente también apuntar a la diferente vivencia del cambio de roles de género que
viene produciéndose en el último medio siglo; al igual que para muchos hombres,
teóricamente conformes con la igualdad de género, está siendo costoso y fuente de
incertidumbre asumir cierta pérdida de hegemonía a nivel socio-laboral, muchas mujeres
parecen experimentar esto mismo en el terreno doméstico-parental.
Respecto a la satisfacción de los padres, nos encontramos con datos más variopintos.
Bauserman (2012) señala que en 6 de los 7 estudios analizados hay una diferencia
favorable a quienes tienen custodia compartida, pero con matices. Dicha diferencia
parece más significativa en los estudios menos recientes, lo cual coincide con otros
estudios de los años 80 no incluidos en este meta-análisis (por ejemplo Irving y otros,
1984; Steinman, 1981), y según Bauserman es en general mayor en muestras de CC
legal que física (aunque con excepciones, por ejemplo Gunnoe y Braver no encontraron
diferencias y se trataba de una muestra de CC legal) y en muestras en que dicho arreglo
proviene del acuerdo en vez de venir impuesto judicialmente. Vistas en conjunto estas
matizaciones, resurge la pregunta que planteaban Maccoby y col. (1990) ya que las
ventajas en cuestión de satisfacción tienden a desvanecerse a medida que esta fórmula se
hace menos selectiva, se generaliza, y lo hace vía CC legal principalmente —como ya se
ha indicado— y se adopta casi «por defecto» o al menos sin requisitos habituales en las
fases iniciales como el acuerdo entre las partes.
En relación con la satisfacción que experimentan los hijos con la custodia compartida
lo primero a señalar es que los datos no avalan esa imagen lastimosa que los detractores

129
de este tipo de custodia han sugerido a través de denominaciones como «niños maleta»
(suitcase kids) o incluso «homeless». En la revisión de Nielsen (2013) se citan varios
trabajos —de complicada localización algunos de ellos— con población infantil de
diversa procedencia (Australia, Inglaterra, Suecia, o Noruega) que constatan mayor
satisfacción post-divorcio entre los hijos bajo custodia compartida que en aquellos con
custodia exclusiva. Los datos no obstante apuntan a que la satisfacción es más discreta
en el caso de los adolescentes, de hecho un estudio llevado a cabo en Bélgica
(Vanassche, 2013) no encuentra diferencias en la satisfacción de adolescentes con
custodia materna y con CC. Es probable que la compleja vida social case peor con la
constante movilidad entre dos entornos diferentes; Nielsen cita un trabajo con muestra
sueca (Singer, 2008) en el cual, amén de los consabidos inconvenientes logísticos (ej.
traslado de determinadas pertenencias), se recoge que algunos de estos menores
reconocían preferir vivir solo en una casa pero no sugerían el cambio por no herir los
sentimientos de sus padres. Esta vivencia de «hiper-lealtad» a los padres por parte de los
hijos en régimen de custodia compartida ya fue señalada por Steinman (1981) y más
recientemente un estudio del Reino Unido (Neale y otros, 2004) que exploraba la
experiencia filial sobre este arreglo de custodia transcurridos 3-4 años, también aludía al
temor de estos menores a reactivar el conflicto parental en caso de plantear sus
dificultades. Nielsen concluye: «En general, la mayoría de los niños sienten que vivir con
ambos padres es un sacrificio, un compromiso y una compensación. Pero generalmente
sienten que les merece la pena hacerlo por la recompensa: una mejor relación con ambos
padres» (pág. 132, ob. cit.).
El estudio de Fabricius y Luecken (2007) también constata mayor satisfacción de
jóvenes universitarios en su valoración retrospectiva de la experiencia de divorcio cuando
eran menores, en el caso de quienes tuvieron en aquel momento custodia compartida
frente a quienes vivieron bajo custodia exclusiva.
También en el amplio estudio de Bjarnason y col. (2012) con población adolescente
(entre 11 y 15 años) de 36 países occidentales, se constata cierta ventaja en satisfacción
de aquellos que viven en régimen de custodia compartida respecto a los que lo hacen
bajo otras fórmulas, pero se señala que las diferencias son bastante discretas una vez se
controlan las variables socio-económicas. En este sentido también Pruett y Barker (2009)
destacan que la CC física no es aún muy común y no puede descartarse que las
diferencias en satisfacción respondan a que en estas muestras «selectas» predominen
dinámicas familiares mejores en general, por ello cuando se controlan otras condiciones
favorables pre-existentes, las diferencias se atenúan.

2. Ajuste post-divorcio con la custodia compartida


2.1. Ajuste infantil y CC
Comencemos por revisar los datos disponibles respecto al ajuste de los hijos bajo esta
fórmula de custodia, dejando para después los relativos a los padres.
Lo primero que llama la atención es la miscelánea de datos existente, porque a las

130
limitaciones metodológicas ya apuntadas al comienzo de este epígrafe, se suma la
disparidad de medidas del ajuste infantil que contemplan unos u otros estudios,
seguramente no todas igual de sensibles a la variable independiente «tipo de custodia» y
desde luego con resultados presumiblemente dispares si en vez de tratarse de medidas de
autoinforme u observación directa de los niños, provienen de informes parentales; los
padres son «arte y parte» y por ende su percepción del ajuste filial a menudo está
sesgada por sus intereses en la disputa de custodia y/o su propia adaptación al divorcio.
También decir que los datos invitan a la prudencia antes de afirmar que un mejor
ajuste de los niños bajo un tipo u otro de custodia es consecuencia directa de este factor,
y ello por dos motivos. En primer lugar por el conocido como «efecto autoselección», el
mejor ajuste filial pudiera responder a un mejor funcionamiento familiar previo de
quienes obtienen u optan por la custodia compartida; de hecho el estudio de Gunnoe y
Braver (2001) en el cual tomaban medidas recién interpuesta la petición de custodia, y
transcurridos 1 y 3 años, comprobaban que las familias que finalmente obtenían la
custodia compartida, habían puntuado mejor al comienzo en una serie de variables
predisponentes. Y en segundo lugar se trata de estudios correlacionales —que no
permiten por tanto establecer relaciones causales— y además hay que tener en cuenta el
peso relativo del tipo de custodia sobre la varianza total observada en tales o cuales
parámetros de ajuste infantil. Johnston y col. (1989) estimaban que las disposiciones de
custodia (reducidas a esquemas de acceso y conflicto parental) solo serían responsables
de una quinta parte de la varianza en problemas de conducta de los niños, probablemente
menos de lo que contribuyan el funcionamiento psicológico de los padres, la calidad de
las relaciones parento-filiales o factores de resiliencia de los propios niños, señalaban
estos autores. En la misma línea Kline y col. (1989) concluían que ninguna de las
dimensiones de la custodia compartida consideradas (tipo de determinación judicial,
frecuencia/continuidad y duración del tiempo de estancia en cada uno de los hogares
parentales) tenía una influencia significativa sobre el ajuste conductual y social de los
niños tras dos años de funcionamiento, mientras que sí se observaban diferencias al
considerar la combinación edad-género, el funcionamiento psicológico de los padres al
divorciarse y el conflicto interparental un año después del divorcio. Twaite y Luchow
(1996) también concluían que el conflicto era más determinante del ajuste infantil post-
divorcio que el tipo de custodia per se. Y más recientemente Shaffer (2007) al revisar la
evidencia empírica disponible respecto a los efectos del divorcio en los niños, señalaba
que de los cinco factores más estudiados: ajuste o funcionamiento del progenitor
custodio, nivel de vida (recursos), nivel de conflicto parental, nivel de contacto con el no
custodio y arreglo de custodia, son precisamente estos dos últimos respecto de los cuales
la investigación es «decididamente equívoca» en palabras de la autora (pág. 291) o
digamos, menos consistente que respecto a los otros factores.
Se encuentran pocos estudios con muestras de niños por debajo de los 6 años, ya que
la custodia compartida es menos frecuente en esta franja de edad (Bergstrom, 2014).
Una de las pocas excepciones es el estudio longitudinal de McKinnon y Wallerstein
(1986) con una muestra pequeña de niños menores de 5 años en CC física. Concluyen

131
que no encuentran evidencia de que esta fórmula de custodia ni siquiera siendo elegida
voluntariamente —como era el caso— proteja a los niños del estrés post-divorcio
(ansiedad, retrocesos en sus adquisiciones, etc.), pero tampoco comparan la frecuencia e
intensidad de síntomas con una muestra de custodia exclusiva. Sí apuntan un dato de
interés, y es que parecen adaptarse mejor a las transiciones que conlleva la residencia
dual los de menos de 3 años que aquellos de entre 3 y 5 años, lo que estas autoras
interpretan en términos de creciente complejidad de la vida de los niños y también de
mayor conciencia —y por ende resistencia— de estos a medida que crecen.
Por su envergadura, como estudio longitudinal de más de un millar de familias
divorciadas, es obligada la referencia al Standford Child Custody Project. Este estudio
prospectivo llevado a cabo a mediados de la década de los 80 ha sido una fuente
inestimable de información relativa a la experiencia del divorcio durante muchos años
(hay infinidad de publicaciones de Maccoby y Mnookin basadas en este macro-estudio).
A los efectos que nos interesan aquí, los datos sugerían que el ajuste de los niños en uno
y otro tipo de custodia (compartida/exclusiva) se veía afectado por los mismos factores
(nivel de conflicto, discrepancia en estilos parentales, etc.), y que las variables sexo y
edad de los hijos incidían en cómo se beneficiaban estos de las diferentes modalidades de
custodia. Pero no se señalaban efectos muy precisos en aspectos específicos de ajuste
infantil, ya que la recogida de datos era mayoritariamente a través de entrevista telefónica
a los padres. Sí apuntaban que entre los adolescentes en CC era más frecuente el
sentimiento de estar atrapados en medio del conflicto interparental, aunque también
señalaban que con menos consecuencias que cuando ello ocurría bajo otras fórmulas,
dada la menor conflictividad y la mejor separación de lo parental y lo marital que solía
darse entre quienes tenían custodia compartida.
Pearson y Thoennes (1991) en el contexto de sus ambiciosos proyectos Custody
Mediation Project y Divorce Mediation Research Project (con grupos control, como
pocos en este ámbito), tomaron diferentes medidas del ajuste infantil al momento de su
derivación a un servicio de mediación y trascurridos dos años, y estudiaron la capacidad
predictiva que respecto al ajuste de los niños tenían diversos factores, entre ellos el tipo
de custodia. En el primero de los proyectos mencionado, emplearon la escala de Hodges
y Bloom y encontraron diferencias significativas favorables a los niños en custodia
compartida frente a sus pares con custodia materna, en particular los varones. En el
segundo usaron el CBCL de Achenbach y no hallaron diferencias significativas. A su vez,
usando un modelo de regresión múltiple, identificaron cinco variables que aparecían en
más de la mitad de los análisis, y ninguna de ellas se refería a los tipos específicos de
custodia; estos cinco factores fueron: grado en que los padres tenían interés en
reconciliarse al comienzo de la intervención, nivel de violencia física en el hogar durante
el matrimonio, estrés económico informado al inicio y nivel de cooperación de los padres
tanto al inicio como al final. Concluían que el mejor ajuste infantil se encontraba «en
aquellas familias donde (1) los padres eran cooperativos (2) no había historia de
violencia, y (3) los padres no experimentaban altos niveles de estrés financiero en la
entrevista inicial» (pág. 194, ob. cit.).

132
Los estudios longitudinales con medio millar de adolescentes llevados a cabo por
Buchanan, Maccoby y Dornbusch (1991 y 1996) comparando su ajuste (problemas de
conducta, ajuste académico, problemas clínicos y recursos personales) según estuvieran
residiendo con la madre, con el padre o en residencia dual, no arrojaban diferencias
estadísticamente significativas pero sí apuntaban una tendencia favorable a este último
grupo.
En la revisión que hace Johnston (1995) de 6 estudios con muestras de niños entre 3 y
15 años, aparecen diferencias poco determinantes, pero también debe considerarse que
los estudios son muy variopintos, en el rango de edades que cubren, las medidas de
ajuste que contemplan, la procedencia de las muestras, etc. y que dos de estos trabajos
son de la propia autora de la revisión. Un dato interesante es que en los tres estudios con
muestras procedentes de población general o de servicios de mediación, mayor acceso no
correlacionaba con mejor ajuste infantil, mientras que en los tres estudios restantes con
muestras altamente conflictivas —con modalidades de custodia determinadas
judicialmente— mayor acceso y mayor número de transiciones aumentaba la
probabilidad de enfrentamientos verbales e incluso físicos entre los padres y
correlacionaba con mayor disturbio de los hijos. Destaca también esta autora la relación
observada entre el ajuste de los niños y factores como el acceso predecible o regular (no
en sí cantidad) a sus padres y la estabilidad del apoyo social, considerando que tienen
más valor predictivo que las fórmulas de custodia per se. Además como en 5 de los 6
estudios se llevaba a cabo un seguimiento de las familias por período de 2 a 4 años, y se
apreciaba una tendencia a pasar de la custodia compartida más igualitaria a tener
residencia principal con la madre, Johnston concluye que aquellos que se mantienen al
cabo del tiempo en residencia dual son quienes mejor se adecúan a tal medida y a ello se
deberían las discretas ventajas apreciadas en el ajuste de estos menores.
En la revisión que hizo J. Kelly (2000) de la investigación al respecto producida en la
década de los 90, apenas se registran beneficios de la custodia compartida sobre el ajuste
infantil, a excepción de conllevar más contacto con el progenitor no residente de forma
primaria que las custodias exclusivas, y esta mayor relación no siempre resulta ser un
beneficio neto para los niños, como ha sido señalado por numerosos investigadores
(Gilmore, 2006; Shaffer, 2007) y tendremos ocasión de analizar más adelante.
En la segunda parte del precitado estudio de Gunnoe y Braver (2001), cuando se
comparaban resultados entre familias con CC legal y con custodia materna, al cabo de
dos años del divorcio y una vez controlados los factores predisponentes a que aludía
antes, la aplicación del CBCL de Achembach —cumplimentado por ambos progenitores
— arrojaba pocas diferencias significativas, pero sí indicaba tendencia favorable a la CC;
solo resultaba significativamente menor la puntuación en la escala de «impulsividad» en
la muestra de niños con CC según el informe de las madres; la puntuación total o la de
las escalas «conductas antisociales» y «depresión», y los cuatro índices según la
valoración de los padres iban también a favor de la CC aunque no alcanzasen el nivel de
significación estadística requerido. Al ser la ventaja hallada tan modesta, más que un aval
para la custodia compartida, es expuesta como desmentido de los riesgos anticipados por

133
los detractores de la CC.
Nielsen (2013) en su reciente revisión cita dos docenas de trabajos —de
nacionalidades y muestras muy dispares— en los que se comparan los resultados de
niños en custodia exclusiva y compartida (definida esta mediante el umbral del 35 por
100) en alguna de las siguientes áreas de ajuste: funcionamiento académico, salud física,
consumo de drogas y conducta agresiva o bienestar psicológico-emocional. En la inmensa
mayoría de los estudios los resultados son iguales o mejores en el caso de menores bajo
CC en todas las áreas evaluadas en cada uno. Lo que esta autora no hace constar es en
cuántos de ellos se controlan otras variables de probable influjo (ingresos familiares,
calidad de la dinámica familiar previa, etc.). Por otro lado la inclusión en esta revisión del
estudio demoscópico de Bjarnason (2012) sobre el grado de dificultad en la
comunicación con su padres que experimentan los adolescentes de 36 países occidentales
según el estatus residencial que mantengan con aquellos, o el de Melli y Brown (2008)
indagatorio de las condiciones de vida de familias con CC versus custodia materna y que
únicamente incluía una pregunta a los padres acerca de cómo consideran que es la salud
física y emocional de sus hijos, genera dudas acerca de cómo se han categorizado las
variables de ajuste infantil supuestamente evaluadas en los estudios revisados.
Esta revisión incluye también el estudio probablemente más disonante sobre custodia
compartida y bienestar infantil, el de McIntosh y col. (2010) con población australiana.
La propia Linda Nielsen (como Warshak, en su artículo de 2014 ya comentado en este
texto al abordar el tema de las pernoctas) se ocupa de desacreditar este estudio señalando
que se basa en una muestra de dudosa representatividad (altamente conflictiva,
incluyendo padres que nunca convivieron) y que emplea medidas «sui géneris» del
impacto de la custodia compartida en los hijos. Celo que hubiera sido interesante
observar respecto al resto de los estudios incluidos en su revisión.
Vanassche y col. (2013) con una muestra de adolescentes belgas, constatan pocas
diferencias en su bienestar (satisfacción vital y sentimientos depresivos) en función del
tipo de custodia, únicamente en el caso de los varones se aprecian menos sentimientos
depresivos entre quienes viven en CC; estos autores destacan las variables que parecen
modular los efectos del tipo de custodia sobre el bienestar del adolescente: el conflicto y
la calidad de la relación con cada uno de los padres, esto significa que la CC resulta
menos beneficiosa, tanto para chicos como chicas, cuando el nivel de conflicto es
elevado y cuando la relación con el padre no es buena y/o la relación con la madre es
especialmente buena.
Desde Suecia Turunen (2015), sirviéndose de datos recogidos entre 2001 y 2003 —
mediante entrevistas domiciliarias mantenidas con padres e hijos— para el Estudio de las
Condiciones de Vida (ULF) que lleva a cabo anualmente el Estado, analiza la frecuencia
con que experimentan estrés 800 menores de entre 10 y 18 años hijos de padres
divorciados que viven en una de estas 3 categorías residenciales: A tiempo completo con
uno de sus padres, Mayor parte del tiempo con uno de sus padres o en régimen de 50/50
por 100 con cada uno. En el estudio se controlan ciertas variables socio-demográficas:
ingresos económicos, edad y sexo de hijos y padre conviviente, estatus de inmigrante,

134
número de hijos, área de residencia y presencia en el hogar de padrastro/madrastra, y se
registran también las valoraciones en dos variables categoriales: nivel de conflicto
interparental y en las relaciones parento-filiales. El primer dato llamativo de este estudio
es la distribución de la muestra en los tres arreglos residenciales indicados: 60 por 100, 11
por 100 y 29 por 100, respectivamente, minoritaria por tanto (solo un 11 por 100) la
fórmula que en la mayor parte de los estudios aparece como mayoritaria, la residencia
principal con uno de los padres (aunque tengan CC legal) y contacto —mayor o menor—
con el otro. Dato que considero debe tenerse en cuenta en los análisis posteriores, pues
significa que se están comparando dos modelos casi extremos, el de la CC igualitaria con
los casos de custodia exclusiva con escasa (o ninguna, no se especifica) convivencia con
el no custodio (que no son tampoco las más representativas en nuestro contexto).
Respecto a la variable de ajuste infantil considerada, frecuencia con que se experimenta
estrés, señalar que era más común que experimentasen estrés frecuente los niños que
vivían a tiempo completo con uno solo de sus padres que aquellos en régimen de 50/50,
sin que claramente fuera efecto directo del nivel de ingresos ya que había mayor
porcentaje de niños «estresados» en la categoría de mayores ingresos curiosamente,
aunque sí hubiese más porcentaje de familias en residencia dual en la categoría de más
ingresos económicos (el 30 por 100 de los casos en el grupo de CC frente a apenas el 10
por 100 de familias con custodia exclusiva). Sí parece influir el género, ya que las niñas
tienden a experimentar más estrés que los niños y es menos frecuente que vivan en
residencia dual que estos. Este estudio también coincide con otros muchos en señalar
diferencias entre modalidades de custodia en la frecuencia con que se informan altos
niveles de conflicto interparental, mucho menor en el grupo de residencia dual, así del 20
por 100 que informaba «llevarse mal» el 72 por 100 funcionaba con custodia exclusiva y
solo el 20 por 100 lo hacía bajo CC. También es menor el porcentaje de niños
«estresados» entre quienes informan de bajos niveles de conflicto; sin embargo en el
análisis de regresión final, el efecto de esta variable, siendo significativo, es menor que el
del género del hijo/a comentado anteriormente.
El meta-análisis de Bauserman (2002) ha tenido mucha difusión, por lo novedoso en
un terreno trufado de revisiones, y merece por tanto un análisis detallado. Lo primero a
destacar es el considerable número de estudios que abarca, 33, de los cuales sin embargo
2/3 son «no publicados» (concretamente 21 son disertaciones doctorales), lo cual no es
baladí ya que significa que no son trabajos que hayan sido revisados por colegas
constatando que reúnen los requisitos metodológicos mínimos para ser incluidos en una
publicación científica; no obstante Bauserman señala que el tamaño del efecto no varía
entre trabajos publicados y no. A ello se unen otras limitaciones, algunas de ellas
apuntadas por el propio autor en la discusión final; destacaría las siguientes: no se
especifica en qué estudios las muestras de CC son «de conveniencia» o «judiciales» (de
nuevo solo se dice que no resultó ser una variable moderadora en el efecto sobre el
ajuste infantil; sí se indican los dos estudios que usan muestras clínicas, que por cierto
ofrecen tamaños del efecto divergentes), en aproximadamente 1/3 de los estudios la
definición del régimen de custodia compartida no es clara (¿es legal, física, qué umbral se

135
ha considerado?); además muchos de los trabajos analizados no han controlado el estatus
socio-económico (factor con indudable influjo en el bienestar infantil) y en menos de la
mitad de los estudios (N = 14) —y no se especifica en cuáles— se tiene en cuenta la
variable moderadora del «nivel de conflicto». Respecto a esta submuestra de estudios se
señala que el conflicto era significativamente menor en los casos de CC que exclusiva, lo
cual lleva a reconocer a Bauserman que no puede descartarse el efecto de «auto-
selección» aunque defiende que en ningún caso esta era una variable predictora de los
beneficios de la CC en el ajuste infantil.
De todos los estudios analizados por Bauserman, solo en dos el efecto del tipo de
custodia en el ajuste infantil va en sentido contrario al hipotetizado (uno de ellos el único
que empleaba muestra nacional), en todos los demás y para todas las medidas de ajuste
infantil contempladas a excepción del ajuste académico, los resultados eran favorables a
la custodia compartida frente a la exclusiva (mayoritariamente materna, pues en los
pocos casos de custodia paterna las diferencias aunque en la misma dirección no llegaban
a ser significativas); se señala también que en varias categorías del ajuste de los niños el
tamaño del efecto era significativamente heterogéneo a causa de la existencia de casos
atípicos. Otro dato destacable de este meta-análisis, y que Bauserman exhibe como
indicador de robustez de los hallazgos, es la cantidad de variables potencialmente
moderadoras del efecto en el ajuste infantil que resultan no significativas; por ejemplo la
persona que informa o cumplimenta las pruebas de ajuste infantil (en general los
informes parentales difieren, los maternos tienden a ser menos positivos que los paternos
en muestras de CC), o la procedencia de las muestras (en general los beneficios se ven
atenuados cuando las CC provienen de una imposición judicial); tampoco había
variaciones en virtud de si la CC era legal o física, ni de si los estudios estaban o no
publicados como ya se dicho. Ausencia de moderadores del efecto principal no solo
disonante con la investigación previa, sino también con un meta-análisis posterior del
propio autor (Bauserman, 2012) en este caso centrado en el ajuste parental y al cual
volveré a referirme enseguida.
Vanassche y col. (2013) ofrecen un enfoque también interesante sobre esta cuestión.
Sostienen que el influjo de la CC sobre la adaptación de los niños está tomando una
trayectoria compleja porque en sí misma está relacionada con unos beneficios para los
hijos que sin embargo ciertos procesos familiares pueden suprimir. Y dirigen su estudio a
comprobar el influjo de tres de esos procesos: el conflicto parental (hipótesis de la
seguridad emocional), las relaciones parentofiliales (hipótesis del apego) y la
incorporación de nuevas figuras (padrastro / madrastra). Encuentran un apoyo modesto a
sus hipótesis sobre el conflicto y la reconfiguración familiar, pero un fuerte apoyo a que
cuenta y mucho la calidad del vínculo previo con el progenitor en el funcionamiento
satisfactorio de la CC, al menos con adolescentes que constituyen la población de su
estudio. Estos autores concluyen que no hay evidencia de que sea necesario superar el
umbral clásico del 30 por 100, sin embargo sí la hay a favor de que una buena relación
parentofilial pre-divorcio es premisa para una relación posterior que permita beneficiarse
de la CC, y por tanto cuestionan las políticas de presunción de esta medida en Bélgica

136
(su país de origen). Su argumento es que forzar la co-residencia, con independencia de la
calidad del vínculo previo, es una previsible fuente de conflicto que daña a los
adolescentes.
Por último quisiera retomar el aspecto al que hacía referencia al mencionar la revisión
de Kelly del año 2000. En tanto que las custodias compartidas suelen conllevar mayor o
más frecuente contacto de los niños con el progenitor «no residente» (aquel con quien
menos están), parece razonable preguntarse qué evidencia tenemos de que la frecuencia
de contacto está relacionada con el bienestar infantil. Siguiendo el repaso de la cuestión
que hace Gilmore (2006) diríamos que la evidencia es débil: de los 33 estudios que
revisaron Amato y Rezac (1994) en 18 la asociación era positiva, en 6 negativa y en los 9
restantes no se hallaba relación significativa, y de los 12 estudios examinados por Lye
(1999) para su informe ante la Comisión de Justicia y de Relaciones Domésticas de
Washington, en 4 (3 de ellos de escasa calidad —según Gilmore—) se registraba una
asociación positiva, en otros 6 nivel de contacto y ajuste infantil no estaban relacionados
y en los 2 restantes (también con muestras poco representativas) la relación hallada era
negativa. Un meta-análisis posterior de Amato (Amato y Gilbreth, 1999) que a través de
63 estudios, exploraba los efectos de la frecuencia de contacto en tres parámetros del
ajuste infantil (logro académico, problemas de externalización y de internalización)
concluía que había una débil asociación entre la frecuencia de contacto y el éxito
académico y aún menor con los problemas de internalización. Estos mismos autores ya
sugieren una explicación a estos datos contradictorios: es posible que la frecuencia no sea
la dimensión de las relaciones parento-filiales más asociada o que mejor predice el ajuste
infantil, a diferencia de la calidad de esas relaciones (hipótesis que basan en sus estudios
sobre estilo parental autorizado o inductivo y bienestar infantil).
Sin embargo, la dirección de esa relación (cantidad y calidad) tampoco está clara. En el
Reino Unido Dunn y col. (2004) al hacer dos mediciones separadas por un espacio de 2
años, comprobaban que la primera no estaba asociada a la calidad de la relación
mantenida con el progenitor no residente (el padre) mientras que la segunda sí, lo que era
interpretado en el sentido de que las relaciones positivas padre-hijos están asociadas con
un contacto regular o frecuente en el tiempo más que viceversa. Además tampoco
estudios retrospectivos sugieren una relación lineal entre «cantidad de contacto» y
experiencia saludable del divorcio (Lauman-Billings y Emery, 2000).
Como señala Gilmore «la evidencia de investigación en conjunto, sugiere lo que uno
podría esperar por sentido común, a saber que el contacto es condición necesaria pero no
suficiente para desarrollar una relación beneficiosa» (pág. 350, ob. cit.). Además, la
calidad de las relaciones de los niños con el padre no residente está mediatizada en buena
medida por la calidad de las relaciones interparentales en general y por el conflicto en
particular, como tendremos ocasión de analizar. Luego hay razones para la cautela tanto
al considerar el nivel de contacto con el «no residente» que provee la custodia
compartida, como un indicador más del ajuste infantil, como también respecto al hecho
de concebir las custodias compartidas como meros repartos de tiempo.

137
2.2. Ajuste parental y CC
Lo primero señalar que hay pocos estudios que se centren en comparar la adaptación
de padres y madres con custodia exclusiva vs compartida. El meta-análisis de Bauserman
(2012) recoge 4 estudios en los que se compara la autoestima de padres con CC y padres
no custodios (custodia materna), y no halla efecto significativo del tipo de custodia en
este parámetro del ajuste parental. Como ocurre también en el análisis de 9 estudios que
atienden a otras medidas de adaptación tanto de padres como de madres. El tipo de
custodia solo arroja efecto significativo al analizar un pool de 6 estudios en los que se
mide estrés parental (no general) de las madres; siendo menor la sensación de sobrecarga
y tensión asociadas al cuidado de los hijos en el caso de las madres con custodia
compartida. A pesar de que, como ya se señaló, su satisfacción sea menor que la de
quienes cargan en solitario con la mayoría de las responsabilidades parentales.

3. Niveles de re-litigio asociados a la custodia compartida


Aunque no volver al juzgado una vez establecido —por vía contenciosa o consensual
— un régimen de custodia, no equivalga a ausencia de conflicto, no cabe duda que lo
contrario sí es síntoma de no resolución del mismo, con el consiguiente coste en términos
de bienestar de los implicados (adultos y niños) y coste económico y colapso del sistema
judicial.
Siempre que hablamos de tasas de litigio en materia de custodia infantil, lo primero a
tener en cuenta es que hay países que incentivan bastante más que otros las vías de
resolución de conflictos alternativas a interponer un contencioso judicial, llegando en
algunos contextos —como Suecia— a ser casi residuales los casos que se resuelven
judicialmente. Sin llegar a tanto, también reducen la probabilidad de re-litigar por la
custodia las legislaciones con una estricta estipulación de las circunstancias que han de
concurrir para plantear un cambio de medida; por ejemplo Berger y col. (2008) señalan
que la ley en Wisconsin es muy restrictiva en especial si la modificación pretendida es un
régimen de custodia «menos igualitario».
Dicho esto, veamos qué sugieren los datos respecto a la frecuencia de re-litigios en las
CC en comparación con las exclusivas. Koel y otros (1988) apuntaban a una paulatina
igualación a medida que la custodia compartida se iba generalizando y por tanto abarcaba
una población más plural. Otros autores (Luepnitz, 1986; Kuehl, 1989; Emery y otros
1991) ponen esta tendencia en relación con la naturaleza voluntaria vs impuesta de la
custodia compartida; las CC acordadas suelen generar menos litigios que las custodias
exclusivas, pero no hay diferencia cuando se trata de CC determinadas judicialmente
(Ilfed y otros, 1982). Los datos del meta-análisis de Bauserman (2012) apuntan a un
menor o en todo caso igual nivel de relitigio en las CC, aunque sí cambien los motivos o
ítems por los que se retorna al juzgado, como es lógico en los casos de CC son menos
frecuentes las reclamaciones relativas a la pensión de alimentos (menos significativas —
incluso inexistentes en las igualitarias— que en los casos de custodia exclusiva), pero se
registran más contenciosos por el reparto de tenencia de los hijos, es decir por el plan de

138
parentalidad en sí.
Un aspecto relacionado con la probabilidad de re-litigio es la estabilidad que ofrece la
custodia compartida frente a otras modalidades de custodia. ¿Es más perecedera la CC
que la exclusiva? Steinman (1981) decía que era una fórmula viable para los primeros
años ulteriores al divorcio, y lo que reflejan la mayoría de los estudios longitudinales
llevados a cabo no lo contradice. Por ejemplo Cloutier y Jacques (1997) comprobaban la
tendencia a pasar de custodia compartida a custodia materna —en cuestión de residencia,
aunque se mantenga la CC legal—. El Standford Custody Study —al que ya se ha
aludido anteriormente— señalaba que el 50 por 100 de los niños se movía al cabo de 4
años de residencia dual a residencia única o primaria, mayoritariamente materna excepto
en el caso de adolescentes, mientras que solo el 20 por 100 lo hacía en el sentido inverso.
Koel y colaboradores en 1994 (citado en Bauserman, 2012) comprobaron que el 57 por
100 de los casos de CC física cambiaba su plan de custodia, frente al 31 por 100 de
quienes tenían CC legal y el 13 por 100 de custodia exclusiva, si bien Bauserman
especifica que en la mayor parte de los casos se trataba de un cambio en la modalidad de
CC, más que pasar de CC a exclusiva. A este respecto McIntosh y otros (2010) detectan
en su estudio un número discretamente mayor de casos que pasan de un régimen de
reparto igualitario (shared residence) a establecer una residencia primaria que viceversa,
siendo particularmente inestables las CC que habían sido adoptados no «motu proprio»
sino con intervención de servicios de mediación designada judicialmente.
Más recientemente, con una muestra amplia y aleatoria y control de variables
demográficas, Berger y col. (2008) han estudiado la evolución que tenían a lo largo de 3
años varios centenares de familias con custodia materna o con CC (definida con el
umbral del 30 por 100) a fin de comprobar lo estable que eran cada una de estas
fórmulas de custodia; concluyen que no hay grandes diferencias en la proporción de
casos cuya situación de facto transcurridos los 3 años no se corresponde con lo
estipulado al momento del divorcio: entre el 20-25 por 100 de las CC estarían realmente
funcionando como una custodia exclusiva, y en un porcentaje que oscilaría entre el 14 y
el 34 por 100 habría un reparto del tiempo más propio de una CC que de la exclusiva
establecida en su día; la justificación de esa horquilla porcentual es que la situación de
facto es evaluada a través de entrevista telefónica con cada uno de los padres y su
percepción está sesgada (los padres tienden a sobrevalorar su participación y las madres a
subestimarla). Concluyen por tanto que las determinaciones de CC son ahora más
estables y que ya no se observa de forma tan acusada la «deriva materna» que
apuntaban estudios más antiguos.
Nielsen (2013) se apresura a señalar que los cambios además no tienen necesariamente
que reflejar inadecuación de esta fórmula de custodia, sino que también pueden darse a
consecuencia de cambiar las circunstancias económicas o de residencia de alguno de los
padres. Con ello, me temo que sin querer, alude a un punto interesante: el alto nivel de
exigencia que comportan en la práctica las custodias compartidas para ser funcionales
(proximidad de residencias parentales, duplicidad de infraestructura doméstica,
disponibilidad flexible para maximizar la complementariedad...).

139
Hasta aquí los datos que se han creído más significativos sobre la satisfacción, el
ajuste y la estabilidad que proporcionan las custodias compartidas en comparación con
otras modalidades de custodia. El repaso hecho nos deja un cuadro complejo, que se
presta a múltiples interpretaciones a menudo guiadas por ideas preconcebidas (cuando no
por vivencias biográficas). Así que no sorprende ese estudio de Fabricius y Hall citado
por Shaffer (2007) que evidencia la disparidad entre el porcentaje de sujetos que opina
que un reparto al 50/50 es «lo mejor para los niños» (70 por 100) y el de quienes
querrían ese arreglo para sí (22 por 100). Tal vez esa aparente paradoja (no querer en la
práctica lo que se considera en teoría ideal) tenga que ver con un efecto diríamos no
deseado de la atribución de bondades a la CC. Ya con anterioridad (Ramírez, 2011) he
hecho referencia a esa especie de «mitos» en torno a la custodia compartida; quizás los
principales sean:
— La CC es la norma común en los países desarrollados: aseveración que aprovecha
la confusión terminológica (CC física y legal) con que abría este capítulo y omite que los
repartos igualitarios no son los mayoritarios y que gran parte de las CC fijadas con el
umbral del 30 por 100 en realidad no conllevan más contacto con el «no residente» que
muchos de los RV que hoy se adoptan en España. Lo que sin embargo sí es propio de
países desarrollados es la cultura del acuerdo, que ciertamente redunda en más CC
consensuadas.
— La CC no precisa acuerdo: Una cosa es que el acuerdo no sea considerado
condición «sine qua non» para adoptar una CC (a fin de evitar el «derecho a veto» y que
prime el interés de uno de los padres sobre la valoración judicial del interés del menor), y
otra bien diferente que la falta de acuerdo y de manera más amplia el conflicto
interparental no afecte en la práctica al buen desarrollo de esta medida.
— La CC es la prolongación natural de la coparentalidad pre-divorcio: Sería así de
tener la mayor parte de las parejas similares responsabilidades de crianza y educación de
la prole durante la convivencia, de optar «motu propio» y mayoritariamente las parejas
por este tipo de organización al separarse y de adoptarse fórmulas de CC que
reprodujeran patrones de funcionamiento previos y no meras alternancias en el ejercicio
parental. Pero es que estas premisas en muchos contextos sociales no se cumplen.
— La CC promueve la igualdad y reduce la litigiosidad: La norma da cauce a los
cambios que se producen en la sociedad (en este caso pro-igualdad) más que estar en el
origen de los mismos, pero en todo caso si la igualdad en el ejercicio parental se
considera un objetivo deseable ¿parece razonable su promoción legal precisamente a
partir del divorcio? En cuanto a la litigiosidad ya se han visto los datos, controlado el
efecto de autoselección, cambian los «motivos» de disputa más que reducirse su
frecuencia.
Decía al comienzo de este epígrafe que abundan los argumentarios a favor y en contra
de esta figura legal. Nielsen (2013) ferviente defensora de la CC resume así, con buenas
dosis de ironía, los argumentos de los detractores (pág. 62, ob. cit.):

140
1. Los niños no se benefician de pasar más de dos fines de semana al mes con uno de
sus padres.
2. La calidad de las relaciones progenitor-hijo/a no está relacionada con la cantidad de
tiempo que pasan juntos ni con cómo se distribuye ese tiempo.
3. El bienestar de los niños tiene más que ver con los ingresos familiares, la
cooperación parental y la calidad del parenting, que con que pase en casa del padre entre
el 35-50 por 100 del tiempo.
4. La CC solo será beneficiosa para los niños cuando los padres cooperen, mantengan
poco conflicto, estén la parte alta del promedio económico y educativo y acuerden este
arreglo sin intervención de letrados o jueces. En resumen solo funcionará para una
minoría.
5. En la mayoría de los casos la CC fracasará porque es demasiado estresante para
padres e hijos, así que para qué someter a todo el mundo a este desagradable
experimento sin visos de éxito.
6. La mayoría de los niños se sienten estresados, preocupados, desestabilizados e
insatisfechos con este arreglo.
Y a continuación resume, de una manera igual de poco matizada, las tres premisas de
quienes —como ella— defienden esta figura legal:
1. Los niños se benefician del máximo de tiempo con el padre no residente.
2. La pernocta es más importante que solo el contacto durante el día.
3. A la mayoría de los niños les desagrada y desaprueban vivir con la madre y no ver
al padre más que dos fines de semana al mes.
Gunnoe y Braver (2001) de una forma más desapasionada resumen así los dos
posicionamientos (pág. 26, ob. cit):
Los defensores de la custodia compartida reclaman que los padres, a fuerza del incremento de
responsabilidad legal y de autoridad que se les confiere, tendrán un papel más activo e implicado en la
crianza de los hijos, beneficiándose todos los miembros de la familia. Los beneficios propuestos para los
padres incluyen menos pérdida emocional, depresión, angustia y discontinuidad de rol. Los beneficios para
las madres incluyen mayor compromiso paterno con el sustento filial, un respiro en los deberes de la
crianza a tiempo completo, y más tiempo para su desarrollo profesional. A su vez se espera que los niños
experimenten un parenting de mayor calidad con el residente, relaciones más ricas con el no residente, más
cooperación parental y por último mejor ajuste (...) En contraste, los críticos de la custodia compartida
están preocupados por el conflicto familiar continuo cuando se requiere a los padres mantener el contacto
necesario para coordinar el cuidado de los niños y resolver cuestiones relativas a su bienestar, y por los
conflictos de lealtad que desarrollarán los niños cuando tengan un fuerte apego con las partes en disputa.
Estos aspectos son especialmente preocupantes cuando la pareja sea altamente conflictiva (...) los críticos
también citan dificultades potenciales para la salud mental de las mujeres privadas de su rol materno a
tiempo completo, y discontinuidad para los niños en cuanto a residencia, relación con el padre psicológico
y relaciones con iguales. Se espera que estos factores de riesgo den como resultado un ajuste infantil más
pobre (...).

Pesos pesados como Robert Emery, Randy Otto y William O’Donohue (2005)
expresan que su conclusión respecto a los beneficios de la CC física es cautelosa debido
a:

141
(a) el importante y no contestado interrogante de si las parejas con bajo conflicto se autoseleccionan en
ese arreglo; (b) las preocupaciones acerca del daño potencial para los hijos por la probable mayor
exposición al conflicto parental en tales arreglos; (c) los nulos resultados hallados en cuestión de contacto
con el padre controlada la autoselección; y (d) la continuada baja prevalencia de la CC física a pesar de dos
décadas de experimentación (página 17, ob. cit).

Y es que la confrontación de todos esos argumentos con la evidencia disponible, antes


resumida, deja un balance con más interrogantes que certidumbres, como se deduce
también de la lectura del informe final (Pruett y DiFonzo, 2014) del think tank
organizado por la Association of Family and Conciliation Courts (AFCC) en 2013. Más
de una treintena de reconocidos expertos debatiendo tres días para alcanzar consensos
tan básicos como:
• Hay un amplio, aunque no unánime, apoyo de los profesionales a la presunción de la
toma de decisiones conjunta (ámbito de la CC legal, solo que ellos no utilizan esta
nomenclatura), pero no así respecto a la presunción de tiempo o reparto de tiempo (esto
es la CC física o residencial).
• La investigación puede iluminar aspectos clave para la determinación de las fórmulas
de cuidado de los hijos adecuados para la mayoría, pero no para todas las familias y en
todas las situaciones que habrán de ser valoradas caso a caso.
• El interés superior del menor se verá favorecido por planes de parentalidad que
provean relaciones de crianza (parenting) compartida y estable que den seguridad, sean
sensibles a la evolución y eviten la imposición de plantillas de reparto específico de
tiempo a todas las familias.
• Las presunciones de «shared parenting» pueden apoyar la implicación de ambos
padres, pero cuando estos no son capaces de manejar su conflicto apropiadamente, esa
implicación puede agravar el conflicto en detrimento del menor. Además se tiene poca
evidencia de cómo funcionan esas presunciones en casuística particular. Así que en lugar
de presunciones de «parenting time» (reparto de tiempo) se sugiere una lista de factores
a tener en cuenta en cada caso.
Estos mismos expertos reconocen que falta investigación sobre qué planes de custodia
se implementan más y en qué situaciones y su capacidad para adaptarse a las etapas
evolutivas y transiciones familiares, o cómo les va a los niños con el tiempo con unas u
otras organizaciones, sobre si los planes que son impuestos tienen los mismos beneficios
que los consensuados y bajo qué condiciones es así, o si estas fórmulas desalientan la
formación de coaliciones de un padre con el niño/a en contra del otro, etc.
Creo por tanto que los profesionales e investigadores en este ámbito, lejos de
alinearnos en el bando de los «cruzados de la CC» que decía Johnston o en el de los
pregoneros de catástrofes ante todo planteamiento alternativo a la tradicional custodia
materna, debiéramos reconocer con modestia los límites de nuestro conocimiento y ser
cautelosos al trasladar este a las normas y conceptos legales. Aún más, quienes
asesoramos y/o tomamos decisiones en materia de custodias infantiles en contextos
socio-legales de los que lamentablemente no procede la evidencia empírica aquí recogida.

142
Criterios que considerar en la toma de decisiones sobre custodia compartida
Saposnek (1991) en su intento por ofrecer una guía con tal finalidad, señalaba que la
cuestión era identificar las características de padres e hijos con las que está asociado el
funcionamiento satisfactorio de la custodia compartida; habría que añadir características
de la dinámica familiar —no solo individuales— y circunstancias con previsible impacto
en la buena marcha de esta modalidad de custodia.
Empecemos por las características de los padres, aunque ello parezca ir
contracorriente dado que los estudios más recientes señalan que cada vez los padres que
obtienen la custodia compartida difieren menos del resto (Sodermans y otros, 2013). Sin
negar esto, que puede estar ocurriendo conforme aumenta la prevalencia de esta medida
y por tanto los padres con CC dejan diríamos de ser un «club selecto», creo necesario no
quedarnos en a quién se le da o quién adopta este tipo de custodia, para ver quiénes
funcionan mejor con él.
Saposnek citaba un estudio de Steinman de 1985 en el cual se clasificaba a las parejas
con CC en 3 categorías: Satisfactorio (representaba el 27 por 100), Estresante (el 42 por
100) y Fallido (31 por 100). Los padres del grupo «satisfactorio» se caracterizaban por:
— Respeto a los lazos entre hijo y ex, a pesar de sus sentimientos por el fracaso
marital.
— Conservación de cierta objetividad respecto al proceso de divorcio, a menos en
relación con los niños.
— Habilidad para empatizar con el punto de vista del niño/a y del otro padre.
— Habilidad para tolerar la ambigüedad emocional (cambiar sus expectativas del papel
de pareja al de co-padre).
— Aproximación racional a los problemas para buscar soluciones.
— Generalmente alta autoestima, flexibilidad y franqueza.
A su vez en el grupo «fallido» predominaban:
— Hostilidad y conflicto intensos y continuos que involucraban al menor.
— Ira incontenible y necesidad constante de castigar al ex.
— Historia de abuso físico y de abuso de sustancias.
— Creencia firme de que el otro es un «mal padre» (señalado como principal factor
predictivo de si la familia estará en el grupo satisfactorio o en el fallido).
— Inhabilidad para separar sus sentimientos y necesidades de los filiales.
¿Y qué caracterizaba al grupo más numeroso y en el que como es obvio se va a
centrar el debate sobre la adecuación o no de esta medida? Pues sentimientos
ambivalentes respecto al ex, en gran medida suscitados por el contacto mantenido en
torno al hijo/a, y dificultad para diferenciar entre los planos marital y parental. Pero lo
interesante respecto a este grupo era la reflexión de que el sistema, según fuera proactivo
a favor de la co-parentalidad o puramente adversarial, podría inclinar la balanza en uno u
otro sentido, determinando que el grupo «estresante» acabara engrosando las filas del

143
satisfactorio o por el contrario de los casos fallidos. Saposnek alude a la necesidad de que
el sistema favorezca la mediación y otras intervenciones de apoyo para que ocurra lo
primero y no lo segundo. Retomaré esta reflexión y las características distintivas del
denominado «grupo fallido» al hablar de la perspectiva forense en relación con la CC.
A propósito de características de los padres y selección para la CC, Ehrenberg y col.
(1996) encontraban que bajo narcisismo y auto-orientación, y alta empatía y orientación
hacia los hijos, eran cualidades que permitían clasificar correctamente al 75 por 100 de
las parejas que acordaban una CC. Por su parte, Juby y col. (2005) señalan que las
mujeres más proclives a adoptar esta modalidad de custodia son las que perciben buena
competencia parental del padre, tienen más de 33 años y mayores «niveles depresivos»,
cabe pensar respecto a esto último que sean mujeres cuya vulnerabilidad psicológica les
haga temer no conseguir la custodia exclusiva. Este es de hecho uno de los argumentos
manejados en el ámbito de la violencia de género para alertar respecto a los acuerdos de
CC, como tendremos ocasión de discutir en el capítulo específico de este texto.
Por otro lado, apenas hay estudios sobre estilos educativos parentales y tipos de
custodia, o calidad del parenting pre-divorcio y correspondencia con fórmula de custodia
escogida o asignada. Lo más parecido podría ser el referido meta-análisis de Amato y
Gilbreth (1999) dirigido a comprobar la relación entre bienestar infantil y contacto con el
padre no custodio. Sus datos apuntan a que mucho mejor predictor del ajuste infantil que
la frecuencia de contacto es el estilo autorizativo, o también denominado inductivo, de
parentalidad. Según estos autores ello podría explicar que en los estudios más recientes se
aprecie mayor correlación entre nivel de contacto y bienestar filial, ya que en las
generaciones más jóvenes habría más padres implicados y comprometidos con el rol
parental. La relación de estos datos con la custodia compartida es indirecta, pese a la
frecuencia con que se cita este trabajo como aval; el argumento es que como las tareas
propias del estilo inductivo (apoyo, supervisión...) requieren cierto nivel de contacto, la
CC podría ofrecer a ambas partes más oportunidad de desarrollar un parenting de
calidad, aunque es obvio que la cantidad de contacto no garantiza per se tal cosa.
Desgraciadamente no se tiene conocimiento de estudios sobre distribución de estilos
educativos en muestras de padres con CC y con custodia exclusiva. En el conocido texto
de Buchanan, Maccoby y Dombusch (1996) sí se indican mayores niveles de estrés y
sentimientos depresivos en adolescentes con residencial dual cuando los estilos de
parenting de los padres son muy dispares. Y ciertas dinámicas interparentales parecen
claves para que las diferencias en estilos parentales resulten nocivas en vez de
complementarias en beneficio de los niños.
Ni que decir tiene, por último, que son igual de «malos» candidatos a la custodia
compartida aquellos padres (en sentido genérico) que también consideraríamos
contraindicados para ostentar una custodia exclusiva; padres con adicciones activas, con
conductas violentas, precedentes de abuso infantil, aquejados de trastorno mental grave...
o que presenten cualquier otro factor de los llamados «criterios negativos» para la
atribución de la custodia, teniendo en cuenta la evidencia disponible sobre la mayor
frecuencia de conductas parentales de riesgo para los niños cuando concurren dichos

144
factores (Ramírez, 2003). El interés del menor siempre se verá más protegido no estando
a tiempo completo ni durante una sustancial parte del tiempo —como por definición
comporta una CC física— al cuidado de un progenitor con estas características.
Consideremos ahora la información disponible respecto a características de los hijos y
custodia compartida exitosa. ¿Para qué niños parece ser más beneficiosa la CC?
Nos encontramos con datos contradictorios en cuanto al factor edad. Ha sido más
frecuente escuchar voces críticas respecto a la adecuación de la custodia compartida para
niños muy pequeños, de entre 0 y 2 o 3 años. Pero la relación entre edad del niño/a y
éxito de la CC posiblemente no sea directa; puede tener que ver que las parejas con hijos
más pequeños suelen también ser más jóvenes, tener menos estabilidad económica, y ello
no ayudar al buen desarrollo de la custodia con independencia de la forma que esta
adopte. Por otro lado, algunas de las objeciones más comúnmente manejadas, como los
riesgos de una mayor separación del niño de su cuidador primario o su desestabilización
por pernoctar en diferentes hogares, hoy, según tuvimos ocasión de analizar en el
capítulo anterior, están puestas en tela de juicio; la primera por estar basada en la
presunción no contrastada de una sola figura de apego —en general identificada con la
madre—; la segunda un tanto desmitificada a partir de estudios como el de Pruett y col.
(2004) en el cual no se hallaba relación entre el ajuste infantil y las pernoctas a tan corta
edad. En la actualidad sin embargo se mantiene la tesis de que la CC puede ser más
comprometida —que no desaconsejada— para niños más pequeños, porque a estas
edades sí que se requiere mayor compromiso y cooperación de los padres que cuando los
hijos son mayores y su propia autonomía puede paliar, al menos en parte, la falta de
coordinación y comunicación entre sus padres. Por ello mientras patrones de parenting
paralelo pueden, sin ser idóneos, hacer viable una CC a ciertas edades, es menos
probable que resulten funcionales con niños muy pequeños.
Otra etapa evolutiva en la cual la custodia compartida puede suscitar controversia, es
sin duda la adolescencia. Al respecto uno de los estudios de referencia es el de Buchanan
y col. (1996); aunque en su estudio pocos adolescentes vivían al cabo de 3 años en CC
física más o menos igualitaria (shared custody), los que lo hacían referían menos
problemas y mejor opinión de su relación con los padres que los otros, si bien el mejor
predictor de ajuste a estas edades no parecía ser el arreglo de custodia sino factores
como: poco estrés, estabilidad residencial —y por tanto de red social—, cercanía con los
padres y supervisión familiar. La continuidad en su entorno social, parece un factor clave
para la aceptación favorable de la CC a estas edades, que en general los estudios señalan
como menos proclives a esta fórmula de custodia (véase el Stamford Custody Study o
Juby y otros, 2005). Vanassche y col. (2013) señalan que la calidad de la relación de los
adolescentes con sus dos padres resulta más similar —en un rango positivo— cuando
viven en régimen de CC que en cualquiera de las modalidades de custodia exclusiva,
condición bajo la cual la calidad de las relaciones con el «no residente» parece
notablemente peor, si bien es verdad que el estudio no controla la calidad de esas
relaciones pre-divorcio (nuevamente los datos pueden deberse a la autoselección). Por
otro lado, Kelly (2006) cita un trabajo de Lee de 2002 en el cual se encontraba la CC

145
beneficiosa para niños y adolescentes en diversas dimensiones cuando el conflicto
parental era bajo, pero esos beneficios desaparecían con elevados niveles de conflicto.
En la misma línea apunta un estudio muy reciente también con adolescentes (Modecki y
otros, 2015) al que me referiré más adelante.
Pero antes de adentrarnos en la variable conflicto, quisiera hacer un pequeño apunte
respecto a otra característica de los hijos y su relación con la CC satisfactoria: el género
del menor objeto de custodia. En términos generales parece que los niños son más
favorables que las niñas a la CC (Melli y Brown, 2008; McIntosh y col., 2010), es más
habitual que las niñas prefieran la custodia materna y de hecho hay más niños que niñas
en custodia compartida (Cancian y Meyer, 1998; Juby y col., 2005; Vanassche, 2013).
Shiller (1986) señalaba que los niños en edad escolar se beneficiaban más que las niñas
de la CC. Quizás ello no sea ajeno a la evidencia disponible sobre mayor calidad de las
relaciones parento-filiales en las diadas del mismo sexo que en las de sexo opuesto (King,
2002) y del mayor impacto en la adolescencia (aquí encontraríamos interacción entre la
variable edad vista antes y el género de los hijos) de la relación con el progenitor del
propio género que de la mantenida con el otro (Videon, 2002). De manera que mientras
en la tradicional custodia materna se ha destacado la especial vulnerabilidad de los niños
varones (Amato y Rezac, 1994), las niñas parecen llevar la peor parte en las CC
conflictivas (Johnston y col., 1989; Vanassche, 2013). También parece afectar de manera
algo distinta a la satisfacción con la custodia de chicos y chicas el hecho de que alguno de
sus padres tenga nueva pareja (Vanassche, 2013).
Otra característica de los niños que presumiblemente incidiría en el éxito de una
custodia compartida, cabría pensar que es su adaptabilidad a los cambios, en especial
cuando hay poca coordinación parental, o en casos de «parenting paralelo», en los cuales
la escasa comunicación entre los padres para paliar sus divergencias respecto al menor y
facilitarle las transiciones, hace más probable un sobre-esfuerzo del niño/a que puede
superar sus recursos. Niños con pobres mecanismos reguladores de la conducta, niños
inseguros o ansiosos, niños muy irritables, etc. es probable que se beneficien menos de
un régimen de residencia dual, pero lo cierto es que carecemos de datos de investigación
al respecto.
Pasemos a continuación a considerar características de la dinámica familiar o variables
de proceso con potencial influencia en el funcionamiento de una custodia compartida. Me
referiré en primer lugar al conflicto inter-parental, como no podría ser de otra forma por
la cantidad de literatura que el tema acapara, y seguidamente a la cooperación parental y
a la calidad de las relaciones parento-filiales.
La primera cuestión que se plantea en relación con el conflicto es cómo se define y se
mide este, porque ello puede ser determinante para valorar su impacto en el ajuste
infantil y sacar conclusiones respecto a la adecuación o no de un arreglo de custodia. No
es lo mismo identificar conflicto con ausencia de cooperación, que con interacciones
violentas o con patrones de litigiosidad; no da igual que el conflicto esté centrado en la
historia pasada de pareja que en desacuerdos respecto al hijo/a, ni que se circunscriba al
proceso de ruptura o por el contrario haya estado presente a lo largo de la historia

146
familiar; ni cabe pensar que la clasificación de las familias respecto a esta variable
coincidiera de ser medida mediante un par de preguntas de entrevista telefónica sobre
cómo calificaría las relaciones con su ex o por el contrario a través de la aplicación de
algún instrumento sobre estrategias de manejo de desacuerdos. Y estas especificaciones
no siempre constan en los estudios a que haré referencia, lo que probablemente no sea
ajeno a la disparidad de datos encontrados y además hace aventurada su comparación.
El conflicto es una variable multidimensional, y aunque mayormente lo que se ha
considerado es la frecuencia de exposición al conflicto, hay otros aspectos como el tipo
de conflicto o las estrategias que usa la pareja divorciada para intentar resolver esos
conflictos, que también tienen influencia en el impacto en los hijos.
Curiosamente a pesar de esa falta de operativización del término «conflicto parental»,
se hacen estimaciones muy similares de casos altamente conflictivos. Aunque en los 90
se catalogaba como tal un tercio de los casos (Maccoby y otros, 1990), ya en este siglo
Pruett y Barker (2009) refiriéndose al estado de California señalan entre 9-15 por 100;
Melly y Brown (2008) en Wisconsin hablan de un 15 por 100 tanto en muestras de CC
física como de custodia materna; Mitcham-Smith y Henry (2007) o Nielsen (2013)
citando a Johnston —una autoridad en la materia— cifran entre el 8 y el 12 por 100 los
padres divorciados muy conflictivos tres años después del divorcio, si bien la propia
Johnston elevaba este porcentaje al 24-40 por 100 entre quienes finalmente la custodia se
determina judicialmente. También hay que señalar el paulatino igualamiento en la
distribución de casos en virtud del nivel de conflicto, que han venido experimentando las
muestras de CC con las de custodia exclusiva (materna en general); en las últimas
décadas del siglo pasado las parejas de bajo conflicto estaban sobre-representadas en las
muestras de CC; en fechas más recientes esta diferencia se ha mitigado. Vanassche
(2013) apunta dos razones, por un lado la mayor heterogeneidad de las muestras de CC a
medida que se ha ido generalizando este arreglo de custodia —por lo menos a nivel legal,
si no residencial—, por otro este autor hipotetiza que la mayor probabilidad de que
parejas con bajo conflicto opten por la CC se ha podido ver compensada con el mayor
riesgo de enfrentar nuevas fuentes de conflicto como las que plantea el manejo del co-
parenting.
Que el conflicto parental es una variable clave en la adaptación filial post-divorcio, es
algo que no discute nadie, aunque como señalaban Camara y Resnick (1988) no estén
claros los mecanismos de influencia. Se han propuesto modelado (observan y aprenden
de sus padres mecanismos no adaptativos de resolución de problemas), menoscabo del
parenting (padres en conflicto ejercen su rol de forma menos eficiente y más
inconsistente) o hipótesis sistémicas (desarrollo de problemas infantiles como forma de
«adaptarse» a un sistema familiar disfuncional —con alto estrés, alianzas que favorecen
conflictos de lealtad, etc.—). La cuestión debatida es su interacción con el tipo de
custodia ¿Resulta más devastador para los niños el conflicto parental bajo la CC que en
custodia exclusiva? ¿Se ven los niños más expuestos al conflicto cuando viven en CC?
¿O por el contrario el mayor contacto con el «no residente» que comporta la CC mitiga
el impacto negativo del conflicto en los hijos?

147
Gunnoe y Braver (2001) en su estudio longitudinal no hallaron interacción entre la
variable conflicto y el tipo de custodia. No encontraron evidencia de que los resultados
(en ajuste, satisfacción, etc.) asociados a la CC —legal, no residencial en el caso de su
estudio— se viesen moderados por el nivel de conflicto registrado al interponer la
demanda, ni tampoco a los 3 años del divorcio estas familias informaban de más
conflicto; si bien los propios autores indican que la amplia mortandad muestral (apenas
un 27 por 100 de la muestra inicial pudo ser evaluada en la última fase) puede comportar
un sesgo de auto-selección.
En general no se establece una relación directa y menos aún causal, en el sentido de
que sea la CC lo que provoca el conflicto, ni tampoco que esta modalidad de custodia
tenga la virtualidad de disminuirlo, aunque haya quien sostenga esto último con el
argumento de que la CC rompe la dinámica gana/pierde en las disputas de custodia
(Allen, 2014 cita un trabajo canadiense en tal sentido —Kruk, 2008—). Son abundantes
los estudios que no hallan correlación entre las variables tipo de custodia y nivel de
conflicto, así por ejemplo Kline y col. (1989) o Maccoby y otros (1990), estos últimos sí
encontraban sin embargo una relación positiva entre residencia dual y niveles de
comunicación parental, no así de conflicto. Y los niveles de conflicto parece que tampoco
diferencian o son capaces de predecir qué CC físicas resultarán satisfactorias y cuáles
fallidas (Steinman y otros, 1986, citado en Pruett y Barker, 2009); posiblemente
intervengan otras variables.
La mayoría de la investigación se ha centrado más bien en la interacción entre la
exposición al conflicto y la frecuencia o cantidad de contacto de los niños con el «no
residente» (o progenitor con el que menos tiempo residen, el padre mayoritariamente), y
se han hecho inferencias relativas al tipo de custodia en tanto que la CC suele comportar
más contacto que la exclusiva. Pero estudios de obligada referencia como el de Amato y
Rezac, al que me referiré a continuación, en realidad no comparan la relación de estas
variables en muestras de CC y de custodia exclusiva.
Amato y Rezac (1994) comprobaron que mayor contacto con el no custodio estaba
asociado a menos problemas de conducta infantil —especialmente en niños— en
condiciones de bajo conflicto, pero la relación se invertía cuando concurrían altos niveles
de conflicto parental. Conclusión de la que se ha inferido que la CC —en tanto comporte
más contacto— predecirá mayores cotas de bienestar infantil siempre y cuando no
concurran altos niveles de conflicto parental.
El estudio longitudinal de Johnston y col. (1989), todo un clásico del área, se propuso
contrastar si la CC funcionaba igual en casos de custodia disputada, que en aquellos en
que era fruto de un acuerdo —y que habían constituido hasta entonces el grueso de las
muestras de investigación—. Evaluaron a un centenar de familias del área de San
Francisco con hijos de entre 1 y 12 años al momento de separarse; tomando medidas de
adaptación infantil, patrones de custodia y contacto, así como de conflicto parental, al
iniciar la disputa legal y cuatro años después. El estudio, muy riguroso desde el punto de
vista de la definición de las variables independientes, la precisión de las medidas
empleadas y el control de variables socio-demográficas, ha sido cuestionado por la

148
procedencia de la muestra empleada: familias que eran remitidas a diversos servicios
clínicos para mediación y asesoramiento; a mi modesto entender esa crítica tendría
sentido de haber pretendido los investigadores que los resultados fueran representativos
del funcionamiento de los diferentes patrones de custodia y contacto en la población
general, pero no era ese el objeto del estudio ni las conclusiones obtenidas fueron
extrapoladas de esta muestra de alto conflicto a la población general; estos autores
únicamente establecieron hipótesis y por tanto sacaron conclusiones sobre el
funcionamiento de los diferentes tipos de custodia en casos de elevado conflicto parental.
Llamativamente en una muestra así de «especial» apenas hallaron diferencias, entre
quienes tenían custodia física compartida (ya que la legal era compartida en el 98 por 100
de casos) y quienes tenían asignada custodia física exclusivamente materna/paterna; no
encontraron diferencias en cuestión de estabilidad del arreglo de custodia en el período de
seguimiento, ni en la proporción de niños con problemas clínicos (según rango en el
CBCL). Sin embargo sí resultaban predictores del ajuste infantil la frecuencia de acceso
y el sentimiento por parte de los niños de estar atrapados en medio del conflicto parental,
concluyendo estos autores que los niños con peor ajuste eran aquellos cuyos padres
mantenían más conflicto y una dinámica relacional que comportaba mucho contacto y
frecuentes transiciones de uno a otro entorno parental, ello con independencia del tipo de
custodia, aunque estas condiciones (por ej. núm. de transiciones) eran más frecuentes
cuando tenían CC. Además señalaban que si bien no se apreciaban diferencias en el
ajuste general de los niños en función de su género, sí había un efecto diferencial de los
predictores mencionados, de manera que mientras los varones parecían más vulnerables
al conflicto y proclives a sentirse atrapados en el mismo, las niñas parecen verse más
afectadas por la frecuencia de contacto.
En el estudio de Fabricius y Luecken (2007) mencionado al tratar el tema de la
satisfacción que generan diferentes tipos de custodia, no se encontró interacción entre el
nivel de conflicto (excluidos casos de violencia doméstica) al que los sujetos valoraban
retrospectivamente haber sido expuestos y el nivel de contacto con el padre mantenido
tras el divorcio, esto es, el mayor contacto en el pasado estaba asociado a mejor ajuste
actual (etapa universitaria) tanto si informaban haber vivido mucho como poco conflicto
parental, y a su vez el ajuste era peor entre quienes referían elevados niveles de conflicto
pos-divorcio habiendo tenido mucho o poco contacto con el padre. Estos autores
evaluaron de manera independiente ambas variables a fin de evitar una fuente de
confusión bastante común (los hijos ven menos al padre cuando hay mucho conflicto
parental y por tanto la afectación apreciada en los hijos es difícil discernir a qué se debe,
si al menor contacto o al mayor conflicto); sin embargo en su estudio está presente el
sesgo retrospectivo ¿cuán de precisas son las valoraciones sobre la experiencia vivida
hace X años? ¿Hay tendencia al valor promedio dado que tanto el conflicto como el
contacto han podido experimentar variaciones a lo largo del período pos-divorcio? ¿Sería
prudente esperar relaciones muy evidentes entre el ajuste de personas de hasta 36 años
(como incluye la muestra de estudio) y su vivencia del divorcio parental antes de tener
los 16? La explicación teórica que dan estos autores sin embargo va en la línea de que el

149
mayor contacto con el padre no residente amortigua la inseguridad emocional que
produce en los niños el divorcio y más aún cuando este es altamente conflictivo. Estos
autores sostienen que cada una de estas variables (conflicto-contacto) predice diferentes
aspectos del bienestar infantil, y basándose en estos datos cuestionan la tendencia de los
jueces a reducir el contacto con el «no residente» (el padre mayoritariamente) cuando
hay alto conflicto, entendiendo que con ello incrementan por partida doble el riesgo de
futuros problemas de los hijos.
En un sentido opuesto se pronuncian otros autores. Así Modecki y col. (2015) en un
estudio longitudinal con adolescentes, tras medir la implicación (contacto y apoyo) del
padre no residente y el nivel de conflicto interparental tras 6-8 años del divorcio de los
padres y una vez controladas una serie de variables (sexo, edad, calidad de relación con
la madre residente, ingresos maternos y ajuste en adolescencia), comprueban el valor
predictivo de las diferentes combinaciones de esas 2 variables respecto al ajuste
(problemas de salud mental y rendimiento académico) 9 años después. Hallaron que la
combinación «Moderada implicación-Bajo conflicto» era la que pronosticaba mejor
ajuste, por encima de aquellos casos en que la implicación había sido superior pero con
alto nivel de conflicto. Concluyen que la implicación no tiene más peso que el impacto
negativo del conflicto parental en el bienestar de los hijos a largo plazo. Obsérvese que en
este estudio se tiene en cuenta «implicación paterna», algo que va más allá de la cantidad
o frecuencia de contacto.
Los expertos que como Williams Fabricius ponen sin embargo el acento en los
beneficios del máximo contacto posible, suelen sugerir para los casos de alto conflicto los
denominados «planes de parentalidad en paralelo», esto es fórmulas de CC basadas en la
alternancia en vez de en la cooperación y que estipulen «medidas de seguridad» como
los intercambios o transiciones en espacios neutrales (por ej. el colegio) a fin de reducir
las oportunidades de conflicto interparental. Ahora bien como señala Kelly (2006) la
utilidad de estas medidas amortiguadoras aún está por demostrarse.
A la base de estas disparidades sobre la importancia a conceder a la variable conflicto
en los planes de custodia, es posible que como apunté anteriormente esté el tipo de
conflicto y la definición del mismo que se maneje. Por ejemplo, cuando el conflicto
permanece «encapsulado» en las relaciones de pareja, es menos probable que los niños
resulten dañados (Buchanan, Maccoby y Dornbusch, 1991) y posiblemente medidas de
seguridad como las arriba mencionadas puedan ser suficiente protección para los hijos.
Mientras que los conflictos sobre el cuidado de los hijos provocan inconsistencias que,
según la evidencia recogida en revisiones clásicas como la de Clarke-Stewart (1977),
están asociadas con problemas de desarrollo social, inmadurez y dependencia de los
hijos, afectando más en el caso de preescolares y preadolescentes (Clingempeel y
Repucci, 1982). De igual forma si definimos el conflicto como ausencia de cooperación y
la custodia compartida como una fórmula esencialmente cooperativa, nuestras
consideraciones de viabilidad de una CC serán diferentes que de contemplar ambas
variables por separado. Veamos.
Hay cierta evidencia de que el conflicto no es exactamente el reverso de la

150
cooperación parental. Camara y Resnick (1988) al considerar de forma independiente las
dimensiones conflicto y cooperación establecían la siguiente tipología de familias: Tipo I
«estructurada» (alto conflicto y alta cooperación), Tipo II «competitiva» (alto conflicto y
baja cooperación), Tipo III «individualista» (bajo conflicto y baja cooperación) y Tipo IV
«promotora» (bajo conflicto y alta cooperación), siendo obviamente el tipo II el más
destructivo para los hijos y por tanto en el que más necesaria se hace la supervisión
especializada, mientras los tipos I y III, a pesar de la rigidez o de la desconexión
predominantes respectivamente, aún con ciertas cautelas —por ejemplo planes de
custodia muy estructurados— podrían funcionar aceptablemente. En Arch (2010) puede
encontrarse un práctico cuadro resumen de las características de cada tipo y
recomendaciones que se derivan. Los mismos autores (Camara y Resnick, 1989)
señalaron que el grado de cooperación en el rol parental de las parejas divorciadas era
bastante más predictivo de la calidez y compromiso parental, y de ciertos indicadores de
ajuste de los niños (ej. autoestima) que el conflicto en el rol de ex esposos.
Maccoby y col. (1990) por su parte identificaron dos factores, que llamaron
«discordia» y «comunicación cooperativa» cuya combinación daba los tres patrones de
funcionamiento interparental ya descritos anteriormente en este capítulo. En su estudio
estos autores se propusieron por un lado comparar el co-parenting en familias con
«residencia primaria» y con «residencia dual», y por otro entender la relación entre
niveles de coparentalidad y niveles de conflicto. Comprobaron que los niveles iniciales de
discordia no discriminaban entre tipos de residencia (o custodia física) pero sí tenían un
impacto sustancial sobre la calidad del coparenting que se mantenía año y medio
después; dicho de otra forma la habilidad para cooperar estaba muy ligada al grado de
conflicto que existía cuando la ruptura. Los padres con residencia dual no presentaban
menos nivel de discordia o conflicto, pero en general sí mantenían algo más de
comunicación cooperativa, aunque esta sea según los autores peor predictor de la
satisfacción parental que el conflicto.
Con base en los mismos datos del Standford Project, Maccoby señalaba que las
familias en residencia dual cooperaban más que las otras, y Albiston y col. (1990) que
tener custodia compartida no predecía niveles más altos de cooperación. Lo que podría
entenderse como que la cooperación no es una característica distintiva de los padres en
CC, pero que los beneficios de tener unos padres cooperativos sí se ven amplificados
bajo fórmulas de CC (como también es señalado en Buchanan y otros, 1991).
Diversos estudios ulteriores (por ejemplo Amato, Kane y James, 2011; Beckmeyer,
Coleman y Ganon, 2014) que han analizado el peso de los diferentes patrones y
componentes (comunicación, conflicto y cooperación) del coparenting con el ajuste
infantil, sugieren no obstante una relación modesta y seguramente indirecta, como
tuvimos ocasión de ver en el capítulo anterior al considerar el parenting con
independencia de los modelos de custodia.
Pruett y Barker (2009) señalan la conveniencia de adoptar una perspectiva de proceso
al considerar estos factores. Según ellas la implementación de la CC forma parte de la
dinámica familiar que precede a la ruptura y en su valoración deben tenerse en cuenta

151
factores distales como el tiempo trascurrido o la edad de los hijos, y factores proximales
como el contenido y frecuencia de las discusiones y conflictos y el papel del niño/a en los
mismos.
Considerando en conjunto la investigación sobre conflicto y custodia podríamos
concluir que per se la CC no engendra más conflicto para la mayor parte de las parejas
divorciadas, pero no estaría indicada para parejas muy conflictivas, incluso que lo fueran
ya antes del divorcio, y cuyas disputas se centren en la crianza de los hijos o claramente
involucren a estos en ellas. Pero parece más discutible descartar la CC cuando hay
niveles moderados de conflicto, los hijos aparecen preservados y/o el conflicto se
circunscribe al propio litigio judicial, ya que los estudios longitudinales demuestran que
los niveles de conflicto en este tipo de población tienden a disminuir con el tiempo
(Maccoby y otros, 1990; Fischer, De Graaf y Kalmijn, 2005), cristalizando la mayoría no
en patrones cooperativos pero sí de funcionamiento en paralelo que con fórmulas
altamente estructuradas pueden ser funcionales, tanto más a medida que crecen los hijos
y por tanto se hace menos imprescindible una alta cooperación parental. En todo caso
como se señala en el precitado informe final del think tank organizado por la AFCC
(Pruett y DiFonzo, 2014) no se tiene suficiente conocimiento sobre cómo y bajo qué
condiciones los padres con moderado conflicto pueden continuar compartiendo la toma
de decisiones y la convivencia con sus hijos.
Por último, la tercera característica de la dinámica familiar que se ha puesto en
relación con el funcionamiento de la custodia compartida, es la calidad de las relaciones
parento-filiales previas, también formulada en términos de implicación parental
precedente.
En el anteriormente mencionado estudio de Vanassche y col. (2013) con adolescentes,
encuentran que el beneficio de vivir en custodia compartida está muy asociado a la
calidad de las relaciones previas con los padres; de hecho constatan que aquellos
adolescentes con muy buena y estrecha relación con la madre no están mejor en custodia
compartida, lo que les lleva a afirmar que una buena relación parento-filial previa al
divorcio es premisa para mantener después buenas relaciones y por tanto para que un
adolescente se beneficie de una custodia compartida y que forzar una co-residencia es
previsible fuente de conflicto que dañará al adolescente. Ahora bien ese dato de que los
hijos con mejor relación con las madres no se benefician de la residencia dual puede
tener una doble lectura; si bien el argumento de que interrumpir o interferir en los
vínculos atenta contra el bienestar infantil, empleado en su día para promover las CC,
podría aplicarse ahora para no imponer repartos equitativos cuando existen vinculaciones
muy desiguales, tampoco es descartable que sea precisamente el vínculo predominante el
que esté determinando la atrofia de la relación con el otro progenitor. De hecho hay
estudios que señalan que el mejor predictor de la implicación paterna es el deseo materno
de que haya tal implicación, lo que se conoce como «maternal gatekeeping» (Dunn,
2004) o filtro materno al que aludía en el capítulo anterior. Por otro lado aunque hay
cierta evidencia de que la calidad de las relaciones parento-filiales pos-divorcio
correlaciona positivamente con el nivel de implicación parental previa (por ej. el meta-

152
análisis de Whiteside y Becker, 2000), la calidad de las relaciones parentales pos-divorcio
también puede verse afectada por otros factores, algunos incluso circunstanciales. En
este sentido Smyth y col. (2008) en su estudio sobre los diferentes patrones de parenting
pos-divorcio encuentran que la calidad de estas relaciones está positivamente asociada a:
bajos niveles de conflicto interparental, bajas tasas de re-emparejamiento, menor
distancia entre los hogares de ambos padres, y mayor nivel de recursos económicos.
Por su parte figuras muy prestigiosas en el ámbito —véase por ejemplo Emery y otros
(2005) o Pruett y Barker (2009)— se refieren al «estándar de aproximación», que
definen como una regla, predecible y neutra en cuanto a género, basada en la cantidad de
tiempo que cada padre gastaba con el niño/a antes del divorcio; dicen estos autores que
eso sería preferible a especular sobre el «mejor interés» futuro del niño/a o asumir que
había un cuidador primario. Críticos del quehacer de los psicólogos «expertos» en
evaluaciones de custodia como Emery y colaboradores, defienden este criterio por ser
más claro y acotar la tarea de jueces y evaluadores; Pruett y Barker sostienen que este
enfoque respondería a uno de los objetivos presente en el origen de las custodias
compartidas: preservar o dar continuidad a las relaciones parento-filiales previas. Criterio
que fue elegido en 2002 por el prestigioso American Law Institute en sus Principles of
the Law of Family Dissolution, como procedimiento a adoptar por el magistrado en caso
de desacuerdo entre los progenitores, pero que tampoco está exento de críticas como ya
ha sido analizado anteriormente en este texto.
Y aunque formulado de diferente manera, este principio de preservación —en lo
posible— del estatus relacional, más que fijar a través del arreglo de custodia un nuevo
patrón de relaciones parentofiliales pos-divorcio, se recoge en las propuestas clásicas de
criterios a tener en cuenta para que una custodia compartida resulte beneficiosa para los
hijos. Recogeré dos de estas propuestas: la de Coller (1988) y la de Saposnek (1991).
David R. Coller sugería las siguientes condiciones básicas para el éxito de una CC:
• Que ambos progenitores se perciban mutuamente competentes e importantes para el
hijo/a. Lo cual equivale a que no concurra el que Saposnek señalaba como principal
predictor de una CC fallida: la creencia de que el otro es un «mal padre».
• Una razonable proximidad geográfica, a fin de que no se vea negativamente afectada
la adaptación social del hijo/a.
• Respeto o cumplimiento de las obligaciones económicas para con el hijo/a. La CC no
debiera utilizarse para eludir responsabilidades de mantenimiento de la prole, y ello tiene
que ver con descartar motivaciones espurias en la solicitud de una CC.
• Niveles de litigio o judicialización discretos. Los padres que reiteradamente recurren
al juzgado para resolver sus discrepancias, no son buenos candidatos para la CC.
• Que haya una fuerte vinculación del hijo/a con ambas figuras parentales. Criterio
relacionado con la «presunción de aproximación» a que se aludía anteriormente.
• Disposición favorable o aceptación de este tipo de custodia por parte del hijo/a.
Por su parte Saposnek (1991) daba una serie de consejos para los profesionales con
funciones de asesoramiento en esta materia:

153
• Respetar el statu quo, esto es la naturaleza y cantidad de relaciones parento-filiales
previas, sin forzar fórmulas «estéticamente» ideales (50/50). Nuevamente nos
encontramos con la «presunción de aproximación».
• Considerar la sinceridad de los motivos de los padres para pedir la CC.
• Atender con detenimiento la opinión y el sentir del niño/a, ya que los planes de
custodia los elaboran los padres y sus expectativas no siempre coinciden con las
necesidades de los hijos.
• Ayudar a los padres a entender y respetar la percepción del tiempo y de los vínculos
que tiene el niño/a, su necesidad de previsibilidad y la significación que para este tiene el
entorno.
• Desarrollar fórmulas progresivas y planes para revisar su funcionamiento y la
respuesta del niño/a a las mismas.
• Educar a los padres sobre cómo hacer que funcione una custodia compartida
(aspectos logísticos, escollos esperables, etc.) a través de libros de ayuda, servicios de
mediación, etc.
Criterios y consejos, a mi modesto entender, plenamente vigentes un cuarto de siglo
después.

La custodia compartida en españa: leyes, jurisprudencia y cifras


La custodia compartida no ha tenido reconocimiento legal en nuestro país hasta 2005.
Antes de esa fecha era una figura «alegal» (Pardillo, 2013), esto es, no contemplada por
la norma pero tampoco expresamente excluida, de hecho era posible adoptarla si se
acordaba en un convenio regulador, aunque el sistema no contemplara esta posibilidad en
supuestos contenciosos.
Ciertamente la tendencia jurisprudencial en los últimos lustros venía siendo de
constante aumento del régimen de comunicación y estancia del no custodio con los hijos,
pero la Ley 15/2005, de 8 de julio, por la que se modifica el Código Civil y la LEC en
materia de separación y divorcio, marca el punto de inflexión al aparecer por primera vez
en el texto legal la figura de la custodia compartida. Dicha ley vino precedida de mucha
polémica —como ha ocurrido en otros países en su momento— y en consecuencia, pese
a dar visibilidad y cauce a una demanda social creciente, no pareció contentar a nadie; a
unos les supo a poco, al no contemplar la CC como «opción preferente», y otros
consideraron que se había ido demasiado lejos al dejar abierta la posibilidad de ser
acordada a petición de una sola de las partes y sin la anuencia de la otra.
La profesora C. Guilarte (2010) señalaba que los legisladores en aquel momento se
preocuparon más de regular los supuestos en que no debía establecerse la CC, que de
especificar las condiciones que necesariamente debieran concurrir para que esta
prosperase; la consecuencia en su opinión es que dicho texto legal reconoce esta
modalidad de custodia pero le da un carácter prácticamente subsidiario, y en caso de
desacuerdo entre las partes exige lo que denomina «prueba diabólica», esto es, probar
que la CC es la única forma de proteger adecuadamente el interés del menor (según art

154
92.8). «Esta exigencia constituye un portillo abierto a la denegación de la custodia
compartida» (ob. cit., pág. 10), decía Guilarte, si bien la jurisprudencia parece haber
cerrado bastante dicho portillo, como veremos.
La mencionada ley, no establece el acuerdo como condición «sine qua non», como sí
ocurre en Alemania o Noruega, pero también a diferencia de otras legislaciones —la
francesa por ejemplo— no especifica criterios a tener en cuenta, solo establece que la CC
podrá adoptarse —incluso «excepcionalmente» sin acuerdo— siempre que sea en interés
del menor, aunque sin fijar qué elementos configuran ese «interés superior del menor»;
algo que ha debido ir haciéndose vía jurisdiccional. Inicialmente se condicionaba también
a que hubiera informe favorable del Ministerio Fiscal, si bien dicha exigencia fue
declarada nula por el Tribunal Constitucional en su Sentencia 185/2012, de 17 de
octubre, al resolver la Cuestión de inconstitucionalidad planteada por la Audiencia
Provincial de las Palmas de Gran Canaria en relación con la redacción inicial del artículo
92.8 del Código Civil.
Con posterioridad a la referida ley de ámbito nacional, hasta cuatro Comunidades
Autónomas —de aquellas con Derecho Foral o algunas competencias propias en Derecho
Civil— han promulgado leyes en esta materia:
• La Ley 2/2010, de 26 de mayo, de igualdad en las relaciones familiares ante la
ruptura de convivencia de los padres, aprobada por las Cortes de Aragón, incluida
posteriormente en el Código del Derecho Foral de Aragón.
• La Ley 25/2010, de 29 de julio, del libro segundo del Código civil de Cataluña,
relativo a la persona y la familia.
• La Ley Foral 3/2011, de 17 de marzo, sobre custodia de los hijos en los casos de
ruptura de la convivencia de los padres, promulgada por la Comunidad Foral de Navarra.
• La Ley 5/2011, de 1 de abril, de relaciones familiares de los hijos e hijas cuyos
progenitores no conviven, de la Comunidad Valenciana, cuya aplicación estuvo
suspendida hasta el Auto de 22/11/11 del Tribunal Constitucional que aún no ha resuelto
sobre recurso de inconstitucionalidad planteado por el Gobierno central.
• La Ley 7/2015, de 30 de junio, de relaciones familiares en supuestos de separación o
ruptura de los progenitores, de la Comunidad Autónoma del País Vasco.
Dos de ellas, la aragonesa y la valenciana, establecen esta modalidad expresamente
como «opción preferente», aunque la valenciana podría decirse que establece una
«excepcionalidad invertida», de hecho en su artículo 3.b dice que «por régimen de
convivencia individual debe entenderse una modalidad excepcional»; se hace notar que
en su intento por evitar el término custodia, en mi modesta opinión los legisladores de las
Cortes valencianas estuvieron poco acertados, dado el sinsentido que supone hablar de
«convivencia individual». La legislación catalana huye con más tino de la terminología
tradicional y no habla de «custodia» sino de «responsabilidad parental», si bien en su
artículo 233-8.1 dice «estas responsabilidades mantienen el carácter compartido y, en la
medida de lo posible, deben ejercerse conjuntamente»; de lege lata por tanto la CC no
se fija como preferencial, aunque gran parte del articulado del texto catalán se dirige a

155
favorecer las fórmulas de coparentalidad y la práctica de la mediación que, claro está no
necesaria pero sí probablemente, se plasmarán en fórmulas de custodia compartida. La
ley recientemente aprobada en el País Vasco también va en la línea de dar preferencia a
la CC al establecer en su artículo 9.3 «el Juez, a petición de parte, adoptará la custodia
compartida siempre que no sea perjudicial para el interés de los y las menores...». Por su
parte la ley navarra tiene un planteamiento diríamos «neutro» aunque en su preámbulo
se refiera a la pretensión de «corregir» los supuestos que en la Ley 15/2005 hacen en la
práctica «excepcional» la CC sin acuerdo.
Pardillo (2013), a la sazón Magistrado del Gabinete Técnico Civil del Tribunal
Supremo, señala que las referidas leyes de «opción preferente» no impiden la valoración
en cada caso de las circunstancias concurrentes pero sí conllevan para el juzgador la
obligación de razonar suficientemente toda decisión que se aparte del criterio
preferencial. No obstante en la ley valenciana se da un salto cualitativo ya que en su
artículo 5.2 se establece que a falta de acuerdo la autoridad judicial «como regla general,
atribuirá a ambos progenitores, de manera compartida, el régimen de convivencia con los
hijos e hijas menores de edad, sin que sea obstáculo para ello la oposición de uno de los
progenitores o las malas relaciones entre ellos», no siendo necesaria siquiera la petición
de tal «régimen de convivencia» (custodia compartida) por una de las partes —lo que
contraviene lo dispuesto en el Código Civil—, de ahí que el Tribunal Constitucional al
levantar a finales de 2011 la suspensión que pesaba sobre dicha ley, entretanto se
pronunciaba sobre el fondo de la cuestión de inconstitucionalidad planteada, precisara
que de la norma valenciana «no resulta la aplicación automática de la denominada
custodia compartida» ya que en su artículo 5.4 señala que «la autoridad judicial podrá
otorgar a uno solo de los progenitores el régimen de convivencia con los hijos e hijas
menores cuando lo considere necesario para garantizar su interés superior», aunque
ciertamente la redacción del precitado artículo 5.2 dificulte probar tal cosa y por ende se
tienda a generalizar o adoptar «por defecto» la CC.

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Analizado el estatus que cada una de estas leyes concede a esta modalidad de custodia,
pasemos a considerar qué factores o criterios se señalan en cada una de ellas como
claves para decidir el régimen de custodia o de convivencia con los hijos, que estos textos
autonómicos a diferencia de la ley de ámbito estatal sí han procurado especificar.
A tal fin me serviré de los cuadros comparativos elaborados en el primer caso (Cuadro
1) por los profesores universitarios de Barcelona Rodríguez-Domínguez, Carbonell y
Jarne (2014) y en el segundo (Cuadro 2) por las investigadoras Suso, González, Pérez y
Velasco (2012) para el Instituto de la Mujer, si bien añadiendo los comentarios
pertinentes relativos a la ley vasca de aprobación posterior a estas publicaciones.
Como puede verse las coincidencias son bastantes, así que me limitaré a comentar los
aspectos distintivos. Así en el texto catalán, no se hace referencia a «edad de los hijos»
(aunque en el cuadro de Rodríguez-Domínguez y otros conste que sí), si bien es cierto
que en los demás —a excepción de la especificación relativa a lactantes que contiene la
ley valenciana— no consta en qué sentido debe considerarse tal factor, más allá del
umbral legal de los 12 años para ser escuchado el menor que tiene su reflejo en el criterio
de «opinión de los hijos» que recogen todos los textos legislativos. Por otro lado la ley
valenciana —y en cierta medida la aragonesa— refleja una concepción más restrictiva del
criterio «aptitud / actitud parental», reducido a disponibilidad para la atención directa del
hijo/a, sorteando así el espinoso tema de la conflictividad / cooperación interparental que
la jurisprudencia ha tenido que ir perfilando, como se verá.
A su vez en las leyes de Aragón y Navarra se echa en falta el conocido como
«principio de aproximación» (o dedicación parental previa), recogido en las de Valencia,
Cataluña (aunque no figure en el cuadro de Rodríguez-Domínguez y otros) y País Vasco.
Y solo en los textos catalán y vasco se hace referencia explícita a cuestiones de índole
práctica que puedan afectar a la viabilidad de la medida (distancia entre domicilios y
horarios y actividades de progenitores e hijos, apoyos disponibles), que cabe pensar que
el resto considera en ese criterio cajón de sastre «cualquier otra circunstancia relevante».
Los textos autonómicos también difieren en el tratamiento que dan a otros asuntos. El
condicionado que tiene que ver con violencia doméstica —tanto de estas leyes como de
las de ámbito estatal—, será objeto de atención detallada en el capítulo siguiente de este
libro.
Respecto al uso de la vivienda familiar, excepto la ley navarra que nada estipula al
respecto, las otras cuatro establecen que se atribuirá al progenitor más necesitado o que
por razones objetivas tenga más dificultad de acceso a una vivienda, estableciendo no
obstante una limitación temporal de uso, y en el caso de la ley valenciana se contemplan
incluso supuestos que darían lugar a una compensación por dicho uso. Por último
destacar la ausencia de previsiones relativas a la mediación familiar de que adolece la
legislación valenciana, como ocurre también con la estatal; no así el resto que en menor o
mayor o menor medida, muy destacable en la ley catalana, aluden y regulan incluso los
momentos procesales en que puede tener cabida la mediación a fin de mejorar el
consenso entre los co-padres.
A raíz del surgimiento de estas y otras iniciativas autonómicas que no llegaron a

161
plasmarse en legislación, se fue haciendo patente la necesidad de unificar conceptos y
criterios sobre esta cuestión, aprovechando la doctrina jurisprudencial establecida en los
años de vigencia de las leyes aquí comentadas. Se gesta entonces el Anteproyecto de Ley
de Corresponsabilidad Parental aprobado por el Consejo de Ministros el 19 de julio de
2013, que al tiempo de escribirse este texto aún sigue en trámite de audiencia, habiendo
informado ya el Consejo Fiscal y el Pleno del CGPJ en septiembre de ese mismo año, y
remitidas sus valoraciones sobre el texto por parte de multitud de asociaciones y
entidades con fines en el ámbito de la familia y la infancia (la AEAF, el ICAM, etc.).
De dicho Anteproyecto de Ley, y sin adentrarme en vericuetos más propios de
expertos en la disciplina del Derecho, destacaría los siguientes aspectos:
1. No establece que la CC sea «opción preferente», respecto a otras modalidades de
custodia, pero sí asume la interpretación laxa o extensiva de la «excepcionalidad» —
contenida en el art 92.8 del Código Civil por mor de la Ley 15/2005— consolidada por la
jurisprudencia del Tribunal Supremo, adquiriendo por tanto la CC un estatus similar a la
exclusiva.
2. No contiene cambios en cuanto al término «guarda y custodia» pero sí sustituye el
de «régimen de visitas» por «régimen de estancia, relación y comunicación».
3. Establece que puede acordarse la CC aunque ninguna de las partes la pida, siempre
que hubieren solicitado la custodia para sí. Lo cual contradice la jurisprudencia
consolidada por el Tribunal Supremo, y posiblemente sea modificado a la vista del
informe negativo del CGPJ respecto de tal imposición. No obstante no parece
descabellado que se habilite alguna fórmula legal que permita a los jueces acordarla en
tales casos —al menos excepcionalmente— si concurren factores favorables a su buen
desenvolvimiento.
4. Incluye una relación de factores a tener en cuenta a la hora de acordar un régimen
de custodia, que en general coinciden con los aludidos por las legislaciones autonómicas,
si bien se echa en falta el criterio de aproximación (dedicación previa) —vacío que
rectifica la redacción propuesta por el ICAM— y tampoco hay referencia a acuerdos
previos de las partes.
5. Contiene novedades, sustantivas y procesales, dirigidas a agilizar la liquidación del
régimen económico matrimonial, importante foco de conflicto y fuente de motivaciones
secundarias —y a veces me atrevería a decir espurias— en las disputas de custodia.
Reforma muy contestada desde ciertos sectores, al considerar que violenta a las partes a
la liquidación forzosa de sus bienes, pero que a mi modesto entender hará más fácil —y
abaratará también— este engorroso asunto a una mayoría de parejas, sin perjuicio de
contemplar moratorias en este proceso cuando se trate de situaciones patrimoniales
complejas.
También ha sido objeto de mucha controversia su condicionado relativo a supuestos
relacionados con la violencia doméstica y de género, que tendremos ocasión de analizar
más adelante.
Siempre, pero aún más en materias como esta en que el desarrollo legislativo es

162
bastante reciente, la jurisprudencia resulta fundamental para perfilar y consolidar
doctrina. Así pues a continuación haré una breve revisión jurisprudencial en torno a la
CC, refiriéndome a una serie de sentencias destacadas del Tribunal Supremo (TS)
seleccionadas de la base de datos del CENDOJ —organismo dependiente del CGPJ—,
ya que recoger las aportaciones de todos los Tribunales Superiores de Justicia
desbordaría el propósito de este texto.
• ST S de 8 de octubre de 2009 (núm. de sentencia 623/2009): Aclara que es
objeto de recurso de casación si una resolución ha sido o no fundamentada en el interés
del menor, pero no cómo se determina en cada caso ese interés del menor. Y en base al
derecho comparado expone una serie de criterios a considerar a la hora de decidir sobre
la CC, recogidos después en infinidad de sentencias del propio TS y demás órganos
judiciales, y que vienen a paliar esta deficiencia de la ley de 2005. Literalmente señala:
«...Del estudio del derecho comparado se llega a la conclusión que se están utilizando
criterios tales como la práctica anterior de los progenitores en sus relaciones con el menor
y sus aptitudes personales; los deseos manifestados por los menores competentes; el
número de hijos; el cumplimiento por parte de los progenitores de sus deberes en relación
con los hijos y el respeto mutuo en sus relaciones personales y con otras personas que
convivan en el hogar familiar; los acuerdos adoptados por los progenitores; la ubicación
de sus respectivos domicilios, horarios y actividades de unos y otros; el resultado de los
informes exigidos legalmente, y, en definitiva, cualquier otro que permita a los menores
una vida adecuada en una convivencia que forzosamente deberá ser más compleja que la
que se lleva a cabo cuando los progenitores conviven...».
• ST S de 7 de julio de 2011 (núm. de sentencia 496/2011): Establece la obligación
de motivar la aprobación o denegación de la CC en algo más que la pura retórica sobre
esta figura legal, rechaza el llamado criterio de «deslocalización» del menor para no
aplicar la CC al considerar los cambios de domicilio consecuencia inherente a la ruptura
de la convivencia entre los padres e introduce la interpretación extensiva de la
«excepcionalidad» del art 92.8 del Código Civil a que aludí antes: «...la redacción de
dicho artículo no permite concluir que se trate de una medida excepcional, sino que al
contrario, debería considerarse la más normal, porque permite que sea efectivo el
derecho que los hijos tienen a relacionarse con ambos progenitores, aun en situaciones de
crisis, siempre que ello sea posible y en tanto en cuanto lo sea...».
• ST S de 22 de julio de 2011 (núm. de sentencia 579/2011): Sentencia clave en la
normalización de la CC al dejar sentado a qué se refiere la excepcionalidad que señala la
ley: «...De aquí que no resulta necesario concretar el significado de la “excepcionalidad”,
a que se refiere el Art. 92.8 CC, ya que en la redacción del artículo aparece claramente
que viene referida a la falta de acuerdo entre los cónyuges sobre la guarda compartida,
no a que existan circunstancias específicas para acordarla...». Establece también la
primacía del interés del menor y la protección de sus derechos fundamentales, sobre su
derecho a relacionarse con ambos progenitores, y deja sentado que las relaciones entre
los cónyuges (sic) solo son relevantes —a efectos de la toma de decisiones— cuando
perjudiquen el interés del menor, por tanto las malas relaciones entre los progenitores no

163
son per se obstáculo para la CC, sino en tanto en cuanto repercuten negativamente en los
hijos.
• ST S de 19 de abril de 2012 (núm. de sentencia 229/2012): Deja meridianamente
claro que, aunque la decisión judicial siempre debe orientarse a lo que sea más
conveniente para los hijos, es condición sine qua non que alguna de las partes haya
solicitado la CC para que tal medida pueda ser adoptada.
• ST S de 26 de octubre de 2012 (núm. de sentencia 642/2012): Establece que la
determinación del domicilio del menor es una facultad inherente a la patria potestad, que
por tanto concierne a ambos progenitores sea cual fuere el régimen de custodia y que en
caso de desacuerdo el juez determinará valorando el interés del menor.
• ST S de 29 de abril de 2013 (núm. de sentencia 257/2013): Establece doctrina
sobre el carácter «normal e incluso deseable» de la CC: «...Se declara como doctrina
jurisprudencial que la interpretación de los artículos 92, 5, 6 y 7 CC debe estar fundada
en el interés de los menores que van a quedar afectados por la medida que se deba
tomar, que se acordará cuando concurran criterios tales como.... Señalando que la
redacción del artículo 92 no permite concluir que se trate de una medida excepcional,
sino que al contrario, habrá de considerarse normal e incluso deseable, porque permite
que sea efectivo el derecho que los hijos tienen a relacionarse con ambos progenitores,
aun en situaciones de crisis, siempre que ello sea posible y en tanto en cuanto lo sea...».
El término «deseable» obviamente no resulta baladí y remite a la condición de preferible
(preferente) de esta modalidad de custodia, razón por la que esta sentencia ha recibido
mucha atención mediática.
• ST S de 25 de noviembre de 2013 (núm. de sentencia 758/2013): Establece que
los cambios legislativos y la nueva jurisprudencia en materia de custodia, pueden
entenderse como «variación sustancial de las circunstancias» que exige la ley para admitir
una solicitud de cambio de medidas: «A la vista de lo expuesto es razonable declarar que
se ha producido un cambio de circunstancias extraordinario y sobrevenido (art. 91 C.
Civil) tras la jurisprudencia citada del Tribunal Constitucional (TC), de la que esta Sala se
ha hecho eco, hasta el punto de establecer que el sistema de custodia compartida debe
considerarse normal y no excepcional, unido ello a las amplias facultades que la
jurisprudencia del TC fijó para la decisión de los tribunales sobre esta materia, sin
necesidad de estar vinculados al informe favorable del Ministerio Fiscal. Complementario
de todo ello es la reforma del C. Civil sobre la materia y la amplia legislación autonómica
favorecedora de la custodia compartida, bien sabido que todo cambio de circunstancia
está supeditado a que favorezca al interés del menor...».
• ST S de 16 de febrero de 2015 (núm. de sentencia 615/2015): Acota qué
discrepancias interparentales serán o no óbices para determinar una CC, a fin de evitar
que se haga un uso «meramente retórico» de esta cuestión —como también han ido
estableciendo respecto al «conflicto»—: «las discrepancias por el colegio del menor y sus
consecuencias económicas suponen una divergencia razonable. Para la adopción del
sistema de custodia compartida no se exige un acuerdo sin fisuras, sino una actitud
razonable y eficiente en orden al desarrollo del menor, así como unas habilidades para el

164
diálogo.... Esta Sala debe declarar que la custodia compartida conlleva como premisa la
necesidad de que entre los padres exista una relación de mutuo respeto que permita la
adopción actitudes y conductas que beneficien al menor, que no perturben su desarrollo
emocional y que pese a la ruptura afectiva de los progenitores se mantenga un marco
familiar de referencia que sustente un crecimiento armónico de su personalidad...».
Hasta aquí las directrices marcadas por la jurisprudencia, pero cabría también
preguntarse por cómo motivan los jueces, si se me permite decir, «de a pie», esto es los
magistrados de 1.ª y 2.ª Instancia, sus resoluciones sobre la custodia compartida.
Desafortunadamente no se ha encontrado estudios de análisis de contenido de sentencias
sobre CC específicamente, al estilo de los hallados —uno anterior a la legislación de 2005
y otro posterior— que acometen esta tarea con resoluciones judiciales de custodia en
general (Arce y col., 2005; Novo y col., 2013) y que reflejan la tendencia de los jueces a
motivar cada vez más sus decisiones y con criterios «más técnicos», pero también que
mantienen diferentes razonamientos o recurren en diversa medida a unos u otros criterios
según el género del progenitor al que atribuyen la custodia.
Reflejo también de la opinión de jueces y fiscales sobre la CC pueden ser las
conclusiones a que llegaron en la «VI Jornada Nacional de Magistrados, Jueces de
Familia, Fiscales y Secretarios Judiciales» celebrada en Valencia en Octubre de 2009, y
en las cuales se recogen en calidad de «presupuestos objetivos que favorecen el
establecimiento de un régimen de custodia conjunta o compartida» los siguientes:
— Capacidad de comunicación de los progenitores, con nivel de conflicto entre los
mismos tolerable.
— Existencia de estilos educativos homogéneos.
— Concurrencia de una dinámica familiar, anterior a la ruptura o al proceso, que
evidencie una coparticipación de los progenitores en la crianza y cuidado de los menores,
y ponga de manifiesto una buena vinculación afectiva de estos con cada uno de aquellos.
— Proximidad y/o compatibilidad geográfica de los domicilios de los progenitores, en
los casos de custodia conjunta con domicilio rotatorio de los hijos en el de cada uno de
progenitores.
Se hace notar que ni en las legislaciones analizadas ni en estos foros de opinión de
juristas se alude a un factor que sí se recoge —con una u otra redacción— en algunos
estados norteamericanos (Botts y Nestor, 2011), cual es «la sinceridad» o motivación de
fondo del solicitante de CC. Quizás nuestros legisladores han sido prudentes al obviar
esta cuestión no baladí, desde luego, pero sí de compleja objetivación.
Añadir por último que la breve revisión jurisprudencial llevada a cabo no permite sacar
una idea clara respecto al peso relativo que tienen los diferentes criterios recogidos en la
primera de las STS aludidas, y da la impresión de que por ejemplo la proximidad de los
domicilios parentales o la opinión de los menores están menos presentes en las
consideraciones del TS. Desde ciertos colectivos (véase Varela y otros, 2012) se
«denuncia» una interpretación judicial cada vez más blanda de los requisitos para

165
conceder las custodias compartidas, en el sentido de que si en los primeros años tras la
ley de 2005 se exigían relaciones interparentales «fluidas y cordiales» o «inexistencia de
conflictos», en las sentencias más recientes ya solo son considerados «grandes
enfrentamientos» o «conflictividad extrema». Ciertamente a medida que los textos y la
práctica legal maduran, aumentan los matices; también ha ocurrido esto con las opiniones
de los expertos de la Psicología basadas en la evidencia, como hemos visto. Si bien es
verdad que al Tribunal Supremo no le corresponde la ejecución de sus fallos, de hecho
dado el tiempo transcurrido desde que se apela una resolución en I.ª Instancia hasta que
se pronuncia el alto tribunal y la cantidad de circunstancias que en tal período han podido
variar, es relativamente frecuente que en el fallo del TS se deje a expensas de la
ejecución posterior la determinación de los períodos de estancia, el reparto de las
obligaciones alimenticias y demás, aunque se establezcan unas bases. Y como señala el
aforismo popular «una cosa es predicar y otra dar trigo», así se hacía eco la Audiencia
Provincial de Barcelona —Sección 12— (sentencia núm. 26/2007) después de aportar
una excelente definición de la CC, de la trascendencia práctica de las condiciones
concurrentes para el buen funcionamiento de esta medida:
la aptitud para compartir la custodia requiere unas condiciones especiales en ambos progenitores, puesto
que de lo contrario, la ausencia de regulación estricta de las obligaciones derivadas de la responsabilidad
parental, como ocurre en otras modalidades de custodia, coloca a los hijos menores en situaciones de
grave riesgo, ante la ausencia de criterios comunes y la multiplicación de conflictos que pone de relieve la
casuística en la ejecución de sentencias.

En todo caso lo que sí parece haber hecho la jurisprudencia es ir equiparando esta


modalidad de custodia a la tradicional monoparental, sacándola de la condición de
«excepcional» a que hubiera llevado una interpretación restrictiva de la Ley 15/2005.
Con todo, la CC, concebida en nuestro entorno como régimen de convivencia —física
no solo legal—, sigue siendo estadísticamente menos frecuente que las custodias
individuales, mayoritariamente maternas, aunque el cambio de tendencia en la última
década sea evidente, según puede apreciarse en el gráfico siguiente que abarca los datos
publicados al respecto por el INE desde 2007.
En 2015, último año del que hay datos publicados, las CC ya representaban el 24,7
por 100 de los divorcios en que se dirimen custodias infantiles, aunque hay una enorme
variación por CC.AA. Seis Comunidades superan esa media nacional, todas ellas a
excepción de I. Baleares tienen legislación propia, encabezando el ranking Cataluña
donde las CC ya alcanzan el 40,5 por 100. El resto de las CC.AA. presentan cifras
inferiores a la media, en una amplia horquilla que va del 23 por 100 de La Rioja al 8,4
por 100 de Extremadura, pasando por Madrid, Canarias y Castilla-La Mancha en el
entorno del 17 por 100 y el 15 por 100 de Andalucía y Galicia . Una vez más la imagen
de una España plural. En 2013 por primera vez el INE nos ha permitido saber qué
porcentaje de CC se acuerdan en divorcios contenciosos, apenas el 14 por 100, tanto en
2013 como en 2014, cifra que se eleva discretamente en 2015 (14,7 por 100); el resto
son adoptadas por acuerdo de las partes. Desgraciadamente seguimos sin saber si esta
proporción es similar en otro tipo de procedimientos, que aunque bastante frecuentes,

166
hasta la fecha no han sido considerados en las estadísticas del INE, por ejemplo los
derivados de rupturas de parejas de hecho con hijos.

P erspectiva de un psicólogo forense sobre la custodia compartida


De todos es sabido que el contexto judicial, amén de sancionar los acuerdos a los que
llegan las parejas cuando deciden separarse, se ocupa de los casos en los cuales no ha
habido una adecuada autogestión del conflicto. Rupturas contenciosas en las que las
partes han delegado en los jueces su capacidad para buscar soluciones a sus disensos. Y
es en este marco en el cual intervenimos —a solicitud de las partes o del propio juzgado
— los profesionales forenses, con una submuestra de padres caracterizada por:
1. Revestir de moderada a alta conflictividad. Parejas que no solo no han llegado a un
acuerdo en materia de custodia, visitas o efectos económicos de la separación, sino que
muchas de ellas, adolecen de una acusada animosidad cuando no abierta hostilidad
recíproca.
2. No diferenciar suficientemente los planos marital y parental, y por tanto sobre-
implicar a los hijos en el conflicto y desenfocar las necesidades de estos confundiéndolas
a menudo con las suyas propias.

167
3. Mostrar actitudes escasamente cooperativas, máxime si llevan tiempo litigando. En
el mejor de los casos cada uno de los padres parece dispuesto a funcionar con los hijos
de espaldas al otro progenitor, pero desafortunadamente en las muestras judiciales los
patrones de interferencia en el ejercicio parental del ex abundan.
Características más frecuentes o que se ven exacerbadas en contextos sociolegales
como el español, con poca cultura aún de resolución pacífica y extrajudicial de conflictos
como ya se ha ido apuntando antes en estas páginas. Según datos del INE,
aproximadamente un 25 por 100 de los divorcios en nuestro país continúan todavía
tramitándose por la vía contenciosa; cifra que se eleva algo en la submuestra con hijos
menores. No existe reconocimiento legal del derecho de los padres con hijos menores a
recibir asesoramiento para elaborar los planes de custodia, ni el sistema propicia
activamente la mediación, por mucho que se aluda a ella en el preámbulo de las leyes
vigentes y se apele a esta vía en todos los foros.
De ahí la particular mirada del mundo forense a la coparentalidad y más en concreto a
su plasmación en la figura de la custodia compartida. Obviamente siempre es deseable la
co-responsabilidad en el ejercicio parental, tanto durante la convivencia como tras la
separación, y resulta poco discutible la bondad de estas fórmulas de ejercicio cooperativo
de la custodia, cuando son fruto del «buen divorcio», esto es, del diálogo de la pareja, de
una buena gestión de su ruptura y del consenso —trabajado— respecto a lo que más
conviene para sus hijos. Pero estas no son las condiciones que concurren cuando
psicólogos forenses y jueces tenemos que pronunciarnos sobre solicitudes de custodia
compartida en procedimientos contenciosos.
Es frecuente escuchar que los jueces y fiscales de familia, y los técnicos —psicólogos
y trabajadores sociales— que trabajan para dichos órganos judiciales, son reacios o poco
favorables a la custodia compartida. Entiendo que la tardanza en legislar sobre esta figura
legal en nuestro país, haya retrasado el necesario acople de los esquemas de trabajo y
toma de decisiones de todos estos operadores jurídicos; los jueces han de repensar
asuntos como la asignación del uso del domicilio familiar o la contribución a los gastos de
los hijos, que antes de alguna manera «venían dados» por la atribución de la custodia a
solo uno de los padres; los psicólogos por su parte habrán de revisar sus evaluaciones
para dar tanto o más peso que a la idoneidad de los candidatos, a la adecuación y
viabilidad de las fórmulas de custodia que aquellos barajen.
Seguramente se dan inercias, como en todos los procesos de cambio, pero datos
recientes parecen desmentir esa especie de «leyenda» existente sobre los psicólogos
forenses, particularmente los adscritos a la Administración de Justicia en nuestro país, a
cerca de su sesgo favorable a la custodia materna y/o posicionamiento a priori contrario a
la CC. Catalán (2015) después de analizar más de medio millar de informes de estos
psicólogos distribuidos por casi toda la geografía española, encuentra un 46,61 por 100
de recomendaciones de custodia materna, frente al 74,36 por 100 de custodias maternas
(o incluso el 79,3 por 100 si solo se consideran los procedimientos contenciosos, que es
en los que obviamente se solicitan periciales) que registra el INE para el mismo año y
CC.AA. abarcados en el estudio; en igual sentido los psicólogos adscritos a los órganos

168
judiciales recomiendan fórmulas de CC en el 30,87 por 100, en contraste con el 21,27
por 100 —o un exiguo 12 por 100 si consideramos solo asuntos contenciosos— de las
estadísticas del INE.
Pero más allá de esto, la perspectiva del psicólogo forense sobre la custodia
compartida considero que responde a dificultades derivadas de:
A. El tratamiento que da el marco legal a esta figura
B. La compleja traslación del conocimiento científico a las disposiciones judiciales
C. Carencias en los modelos de evaluación
Veamos cada una de ellas más detenidamente.

A. El tratamiento que da el marco legal a la custodia compartida


Existen diferentes posibilidades de regulación o tratamiento legal de la CC, y ni todas
favorecen una inserción igual de sencilla del quehacer del psicólogo forense, ni todas
suscitan en este la misma aceptación vs prevención.
Como ya se ha señalado en otras ocasiones (Ramírez, 2011) la graduación posible de
esta figura a nivel normativo sería más o menos la siguiente:
1. Norma prohibitiva: El acuerdo de los padres sería en este supuesto condición «sine
qua non». La mayoría de las enmiendas planteadas durante la tramitación de la Ley
15/05 iban en este sentido y en cierto modo también era requisito implícito antes de esta
ley, cuando por vía jurisprudencial se acordaban —aunque fuera con carácter super-
extraordinario— CC contempladas en Convenios Reguladores.
2. Excepcionalidad: La CC se asienta sobre el principio general del acuerdo, pero
excepcionalmente los jueces pueden acordarla en ausencia de acuerdo. En esta categoría
estaría la Ley 15/05 de Modificación del Código Civil y de la LEC en materia de
Separación y Divorcio.
3. Opción preferente: La CC se constituye como medida preferente pero siempre
supeditada al interés del menor. A este planteamiento responde la legislación de la
mayoría de los estados de Norteamérica y dentro de nuestras fronteras la Ley 2/10 de la
C.A. de Aragón, y el espíritu de la Ley 25/10 de la C.A. de Cataluña aunque no lo
establece literalmente. En algunos de estos textos se evita incluso la terminología
tradicional de custodia, poniendo el énfasis en las responsabilidades parentales. La ley
catalana refleja este avance.
4. Presunción a favor de la custodia compartida, entendida como residencia dual y
«reparto de tiempo». Incluso dentro de este grupo también cabrían grados, desde exigir
una estricta motivación en caso desestimatorio de la opción preferente, hasta establecer
una «excepcionalidad invertida» —lo excepcional será la modalidad de custodia exclusiva
— que es lo que contempla la Ley 5/11 de la Comunidad Valenciana, o llegar a establecer
«por defecto» un reparto estándar rígido (50/50) como ocurre en Bélgica.
De todos ellos, es este último planteamiento el que suscita preocupación entre buena

169
parte de los psicólogos forenses. De entrada cualquier presunción condiciona la
valoración de las alternativas de custodia; tanto la presunción a favor de la CC, como en
su día la doctrina tender years que presumía la mayor idoneidad de las madres para
ostentar la custodia de los niños más pequeños. En uno y otro caso se da por cierto algo
—que es mejor una modalidad de custodia— sin tener la certeza de que sea así, pues la
bondad o éxito de una custodia está en función de muchos factores que en cada caso se
conjugan de una particular forma. Este tipo de presunciones legales colocan la carga de la
prueba sobre la parte con planteamiento contrario a la premisa, y al psicólogo en
funciones periciales, como en última instancia al juez, le imponen en gran medida «la
solución». Este efecto es aún mayor cuando la norma está redactada de forma que casi
imposibilita la «prueba en contrario», esto es en el terreno que nos ocupa, rebatir el
fundamento de dicha presunción —la identificación de la CC con el interés superior del
menor—. Así por ejemplo la precitada ley valenciana en su art. 5.2 y la ley del País
Vasco en su artículo 9.2 establecen que no será obstáculo para la atribución de la CC «la
oposición de uno de los progenitores o las malas relaciones entre ellos»; considerando
que el conflicto parental, como se ha expuesto anteriormente, constituye el nudo
gordiano de la asociación entre CC y ajuste filial, se hace extremadamente difícil
argumentar que esa modalidad de custodia no sea lo más adecuado al bienestar de un
menor en particular. Cosa distinta sería que se exigiera un nexo entre las malas relaciones
parentales y efectos negativos en los hijos (ansiedad por exposición a enfrentamientos,
menoscabo de su imagen de las figuras parentales, desajustes asociados a confrontación
en criterios educativos, etc.), a la manera que ha ido estableciendo la jurisprudencia del
TS. No siendo así, en la práctica la presunción se convierte en cuasi irrefutable.
Argumento crítico que también es aplicable a la ley de ámbito estatal (15/2005),
conforme a la cual el artículo 92 del Código Civil en su punto 8 señala que en ausencia
de acuerdo entre los padres el juez «podrá acordar la guarda y custodia compartida
fundamentándola en que solo de esta forma se protege adecuadamente el interés superior
del menor». ¿Cómo puede demostrarse que solo de esta forma, esto es con la CC, se
protege el interés del niño/a? Otra cosa distinta es que el texto dijera que debe
fundamentarse en que «esta forma conviene más o es más acorde al interés del hijo/a».
Obviamente de toda premisa puede hacerse una interpretación más rigorista o por el
contrario más libre, pero no cabe duda de que las presunciones casan mal con el
concepto de evaluación idiográfica de la familia que guía el quehacer del psicólogo perito,
y que sin embargo es perfectamente compatible con el manejo de criterios, como el de
«opción preferente» que en todo caso queda supeditado al criterio de rango superior que
representa el propio «interés superior del menor».
Las legislaciones de opción preferente no comportan una presunción estricta; lo que en
definitiva estipulan es que siempre que el interés del menor lo aconseje —o cuando
menos, siempre que sea posible sin incrementar el riesgo para el menor— se opte por la
modalidad de CC. Por tanto favorecen, propician este régimen de custodia pero sin
perder de vista ni subsumir el principio jurídico del «interés superior del menor». Por el
contrario las legislaciones que presumen que la CC siempre coincide con el interés del

170
niño, dejan al evaluador sin criterio externo, y convierten esta medida en un imperativo.
Esta «automatización» en la concesión de las CC, con independencia de las
características de la familia o de las circunstancias concurrentes, resulta preocupante por
dos motivos:
1. Contribuye a desvirtuar este régimen de custodia, pues ya no se condiciona a ciertos
requisitos ni de actitud ni de aptitud de los padres, por lo que en la práctica para aplicarse
a la mayoría, acaba siendo reducida a una secuencia de estancias alternas de los hijos con
uno y otro que poco tiene que ver con el principio original de coparentalidad. En los
textos legales la custodia repartida o alterna de que hablaba Folberg, ha sido subsumida
por la denominación custodia compartida, pero en la práctica es la custodia alternante la
que amenaza con fagocitar a la genuina CC.
2. Augura más judicialización, porque la CC es una figura legal compleja, con
importantes beneficios (equilibrio vincular, satisfacción derivada del compromiso
conjunto) pero que también complica la logística, y exige a los ex funcionar como co-
padres. Y cuando esto no se ha trabajado hasta fraguar en un plan de parentalidad que
contemple muchos pormenores e incluya además mecanismos pacíficos de revisión, pues
lo esperable es que origine multitud de procedimientos de ejecución.
A propósito de ese riesgo de desvirtuar la CC, me gustaría recordar que a poco de
publicarse la Ley 15/2005, dando reconocimiento legal a la custodia compartida a nivel
nacional, Catalán y col. (2007) llevaban a cabo un estudio exploratorio sobre cómo
concebían (definición, ventajas, inconvenientes...), y qué factores consideraban
favorables vs desfavorables para determinar una custodia compartida, tanto profesionales
del Derecho (jueces, fiscales, abogados) como de la Psicología. Se trataba de una
muestra pequeña y seguramente poco representativa, pero reflejaba más consenso
teórico que en los juicios sobre la viabilidad de la medida en casos concretos. Aun
habiendo bastante coincidencia en los factores a considerar (nivel de conflicto,
proximidad geográfica, respeto recíproco como padres...), desde el Derecho ya se
apreciaba una cierta reducción de la medida a un reparto más o menos equitativo del
tiempo, mientras los psicólogos daban más valor al ejercicio compartido de las
responsabilidades parentales. Estas diferencias iniciales casi de matiz, con el tiempo han
ido traduciéndose en tensiones importantes en la praxis forense.
Decir por último que la preocupación de los profesionales forenses por el tratamiento
legal de esta modalidad de custodia aún se hace mayor en una sociedad como la nuestra,
infradesarrollada en cuestión de mecanismos extrajudiciales de resolución de conflictos,
como señalaba anteriormente. A este respecto llama la atención la dispar consideración
que el Código de la Familia catalán y la Ley valenciana de relaciones familiares, hacen de
la necesidad de implementar recursos de mediación para minimizar la judicialización de
estos asuntos. Que quienes más pioneros han sido en Mediación Familiar (MF) hagan
una regulación más prudente de la CC y quienes presumen de avanzados legislando sobre
la CC, eludan potenciar la MF, creo que merece una reflexión. Considero incongruente
que se esté planteando antes la CC «por defecto» que medidas proactivas, por ejemplo,

171
la «mediación preceptiva» como requisito previo a interponer una demanda. Los
políticos son dados a legislar, pero no tanto a proveer de recursos que favorezcan el
cumplimiento de las leyes. Y hoy por hoy los programas y servicios orientados a
favorecer la coparentalidad post-divorcio (por ej. Comino, 2011), son esperanzadoras
propuestas pero carecen de implantación real para dar respuesta al previsible aluvión de
familias apremiadas (por sentencia) a funcionar en régimen de CC no consensuada, en
caso de adoptarse una legislación de este tipo a nivel nacional.

B. La compleja traslación del conocimiento científico a las disposiciones judiciales


Otro foco de dificultad para el psicólogo forense, no solo en relación con la CC
ciertamente, reside en cómo trasladar, o de qué manera traducir el conocimiento
proveniente de la investigación al lenguaje y proceder del mundo judicial.
Como de manera muy acertada, aunque de complicada traducción literal, señalan
Pruett y DiFonzo (2014): «La intersección de la ciencia (a la que el cuestionamiento y la
incertidumbre inherentes llevan de continuo a conclusiones tentativas) y el proceso legal
(que precisa certeza encaminada a sentar reglas definitivas) define la disparidad entre lo
que la investigación del derecho de familia está preparada para hacer y lo qué se le pide
que haga» (pág. 19).
Por un lado los datos de investigación respecto a la CC y su efecto en el bienestar de
los hijos no son aún demasiado robustos, como se ha visto al repasar la evidencia
empírica disponible, y en todo caso apuntan a interacción de diversos factores (nivel y
tipo de conflicto, edad de hijos, calidad de relaciones parento-filiales previas, etc.) lo que
unido a la naturaleza dinámica de la familia, limita la capacidad de pronóstico del
psicólogo forense. Y eso es justamente lo contrario de lo que desea un juez cuando
solicita asesoramiento técnico; los jueces buscan certezas, seguridad y en general recelan
de fórmulas abiertas o poco estructuradas; en consecuencia priman —como lo hacen
también las legislaciones con presunciones muy rígidas— la consistencia sobre la
flexibilidad, a pesar de que los destinatarios de esos arreglos sean niños en constante
evolución, como sus necesidades, y familias cuyas dinámicas de funcionamiento no son
ajenas a multitud de circunstancias cambiantes (condiciones de trabajo que afectan a la
disponibilidad parental y a veces a sus circunstancias de residencia, procesos de
reconstitución familiar...).
Estas tensiones afectan a todo pronunciamiento de custodia, no conciernen solo a la
custodia compartida, pero se intensifican en este terreno por varias razones:
• La evidencia disponible sobre cómo funciona o qué efectos puede tener en los niños
bajo ciertas condiciones o en circunstancias concretas es insuficiente y en algunos
aspectos contradictoria. Ello coloca al perito en una situación más vulnerable en el
contencioso y ha reabierto el debate sobre hasta qué punto le concierne al psicólogo
pronunciarse sobre la modalidad de custodia, si no sería preferible y más ajustado a sus
competencias técnicas que se limitara a definir el régimen de convivencia que considera
más apropiado para un menor determinado, sin entrar en si ello debe articularse como

172
una CC o no. Posición que reconozco haber adoptado con relativa frecuencia durante mi
ejercicio profesional.
• Las CC son organizativamente más complicadas que las custodias exclusivas, y en
especial si una de las partes no tiene disposición favorable a tal arreglo. Razón por la que
la mayoría de las CC no consensuadas e impuestas judicialmente adoptan la forma de
períodos alternos de ejercicio exclusivo de la custodia por uno y otro de los progenitores.
Regular, sin la anuencia de las partes y en un contexto litigioso, la multitud de vicisitudes
que pueden aparecer en el ejercicio compartido de las responsabilidades parentales,
conlleva un condicionado extenso aunque no llegue a ser nunca exhaustivo (tipo Si -----,
entonces -----; por ejemplo, si ocurre tal o, por el contrario, deja de estar presente la
circunstancia cual, entonces el plan de parentalidad se modificará en tal sentido) y
necesariamente cláusulas de revisión, cosa que tampoco suele ser del agrado de los
jueces que pretenden simplificar y adoptar resoluciones «definitivas».
Indudablemente todo este proceso es mucho más sencillo cuando hay oportunidad de
trabajarlo con las partes en mediación, o en instancias de asesoramiento familiar
debidamente conectadas al sistema judicial que a su vez puedan hacerse cargo de cuantas
revisiones y reajustes de los planes de parentalidad sean necesarios en interés de los
menores.

C. Limitaciones de los modelos de evaluación que afectan a la valoración de las CC


Si todavía es deficiente en nuestro entorno la sistematización de las evaluaciones
psicológicas de custodia en general, aún son más notorias las carencias en materia de
valoración de la CC. No se han propuesto aún protocolos de evaluación específicos, ni
tan siquiera una relación elaborada de factores que considerar —tanto los jueces en sus
sentencias como los psicólogos en sus periciales— sobre este arreglo de custodia. Y
según se tuvo ocasión de explicar al hacer referencia a recientes revisiones de informes
de custodia (Catalán, 2015; Gandía, 2016) los criterios manejados para sustentar
recomendaciones de CC están menos claros y más débilmente asociados a la
recomendación de esta fórmula, que aquellos empleados para dirimir entre alternativas de
custodia exclusiva.
En cuanto a los factores que tienen en cuenta los jueces en sus resoluciones, me
remito a lo expuesto al hablar de la legislación y jurisprudencia que ha ido apareciendo en
la última década en España. En lo tocante a las variables a manejar los técnicos forenses,
en realidad ha sido un trabajador social de la Administración de Justicia quien ha hecho
una primera propuesta. Se trata del Instrumento de Evaluación de Custodia Compartida
(ICC) de R. Alcázar (2014), trabajador social de los Juzgados de Familia y de Violencia
sobre la Mujer de Alicante. Instrumento con el cual textualmente dice «no pretende
reemplazar en ningún caso el juicio del profesional, pero sí que pretende proveer una
estructura que ayude a organizar la información durante el proceso de evaluación, y a
favorecer y sistematizar la redacción del informe pericial y facilitar el asesoramiento a los
tribunales a la hora de tomar decisiones en casos de custodia disputada» (pág. 272).

173
Alcázar propone valorar sobre una escala likert de 3 puntos las siguientes 11 variables
seleccionadas tras una revisión de bibliografía especializada:
1. Predisposición para el diálogo constructivo sobre cuestiones médicas, educativas,
conflictos.
2. Modelo educativo común: Pautas educativas concordantes.
3. Grado de conflicto. Tipo de comunicación y la percepción del otro progenitor.
4. Implicación en la crianza de los hijos. Participación en función educativa y
asistencial.
5. Proximidad de los domicilios: arraigo social, escolar y familiar.
6. Medios materiales suficientes.
7. Edad de los menores. Sistema de alternancia previsible.
8. Voluntad de los menores.
9. Figuras de apego.
10. Disponibilidad de tiempo. Posibilidades de conciliación de la vida familiar y laboral.
11. Plan de atención viable.
Así como considerar la presencia (SÍ/NO) de 9 factores de riesgo:
1. Progenitor abusivo o negligente.
2. Consumo de drogas. No estar en tratamiento, o tratamiento inconcluso.
3. Problemas de salud mental. Problemas de salud física (invalidez en grado severo),
que afecten a la capacidad parental para atender las necesidades de los hijos.
4. Violencia familiar en cualquiera de sus formas: violencia de género o violencia hacia
los menores.
5. Alto conflicto parental
6. Ausencia de comunicación entre los padres. Críticas frecuentes. Comunicación a
través de los hijos.
7. Estilos educativos divergentes. Cuestionamiento mutuo entre figuras de autoridad.
8. Distancia física entre hogares.
9. Características especiales de menores. Problemas emocionales o de conducta.
Patologías físicas graves.
El instrumento según indica su autor se halla en vías de validación, a fin de contrastar
la capacidad predictiva (para discriminar entre familias que obtendrán o no la CC) de las
diferentes variables y la fiabilidad de la escala.
Entiendo, como Alcázar, que al igual que en el resto de las evaluaciones de custodia,
en estos supuestos de CC, habrá que tender a modelos multifactoriales, en los que se
combinen las variables que aparecen más salientes en las investigaciones: nivel y tipo de
conflicto, edad del hijo o hija, calidad de las relaciones parentofiliales pre-ruptura y
modalidad o subtipo de custodia compartida propuesta. Entretanto, y basándome en la
evidencia disponible y en mi práctica forense, me permito proponer el siguiente resumen
de combinación de factores y recomendaciones derivadas en custodias compartidas
disputadas, que he intentado esquematizar en el Cuadro 3.

174
175
Partiendo de que ambos progenitores presenten una capacidad parental mínima y de la
consideración de la CC como convivencia y corresponsabilidad real (no meramente
formal pero tampoco sujeta a la regla del 50/50), la toma de decisiones del psicólogo
forense estaría guiada por el siguiente razonamiento.
Si la pareja litigante presenta alto grado de conflicto pero este está más centrado en su
historia como pareja (resentimiento, agravios) y no tanto en las cuestiones relativas a la
crianza y educación de los hijos, de forma que estos aparecen relativamente preservados
del conflicto que sostienen sus padres, entonces se considerará si estos son mínimamente
capaces —si han dado alguna muestra de serlo— de cooperar en el rol parental (hablar
de algún asunto del hijo/a, convenir alguna organización/reparto provisional del
tiempo/obligaciones con este/a). De no ser así se desestimará la posibilidad de una CC, al
entender que no tendría visos de prosperar de forma beneficiosa para el hijo/a. Pero en
caso contrario y en función de si el menor objeto de custodia tiene ya una edad suficiente
para funcionar con cierta autonomía —que supla en alguna medida el desentendimiento y
descoordinación global de sus padres—, y teniendo en cuenta también si su disposición
es favorable a la CC, si no presenta una especial vulnerabilidad —en razón de su ajuste
previo y recursos de afrontamiento—, se valorará recomendar un régimen de CC aunque
sea muy estructurado.
En este sentido, siempre que las relaciones pre-ruptura de ambos padres con el hijo/a
no lo contraindiquen y las circunstancias concurrentes (proximidad de domicilios,
patrones de disponibilidad, etc.) lo hagan viable, se optará por una custodia alterna con
una regulación clara de cómo se llevarán a efecto las transiciones y de los mecanismos de
supervisión en caso de cambios en las circunstancias o disfunciones del régimen
establecido (por ejemplo acudir a servicio de mediación), todo ello en previsión de que
no se vea superada la discreta capacidad de cooperación parental. En estos casos estarían
descartadas las llamadas fórmulas «de nido», esto es, alternarse en el domicilio familiar
para el cuidado de los hijos, ya que el tipo de conflicto concurrente indica que el divorcio
al menos a nivel emocional está mal resuelto, y este tipo de organizaciones tienden a
reavivar esas cuitas y cuentas pendientes entre los ex.
Cuando el nivel de conflicto es elevado y además se focaliza sobre el menor y/o su
crianza (denigración recíproca como padres, utilización del hijo/a en las disputas, etc.),
en mi opinión está contraindicada una CC de cualquier tipo, porque con toda
probabilidad se verá aumentado el riesgo de exposición del menor al conflicto. Considero
más prudente contemplar una custodia exclusiva —obviamente con un RV muy definido
que evite en lo posible el contacto interparental en los intercambios— que dé prioridad al
vínculo parento-filial predominante (en virtud de la implicación y calidad de la interacción
parental pre-ruptura) y que a la vez se recomiende intervención preceptiva con la familia
desde instancias extra-judiciales o a través de la figura de un coordinador de parentalidad,
a fin de procurar la protección del menor.
En el caso de que el nivel de conflicto sea discreto y no afecte de lleno al hijo/a, y la
evaluación indique que las relaciones parentofiliales pre-ruptura han sido adecuadas y
relativamente equilibradas, pero el nivel de cooperación interparental pos-ruptura sea

176
bajo (eso que llamamos «patrón desconectado» o en paralelo), a mi entender debemos
huir de planteamientos maximalistas, pues son condiciones que permiten en muchos
casos custodias alternas funcionales. Suelen ser parejas que se han ido «apagando» como
tales, mantenidas precisamente por el nexo de los hijos, llegando la ruptura como
consecuencia «lógica» y por tanto sin mucha virulencia. Se trataría de considerar si el
resto de las circunstancias concurrentes hacen viable un régimen de estas características
y no hay contraindicación asociada a las particularidades del menor (por ejemplo bebés
cuyo correcto cuidado exige más continuidad, difícil de garantizar sin una mínima
coordinación entre los padres). Sería no obstante deseable sugerir que los padres
participaran en algún programa psico-educativo que mejore su funcionamiento como co-
padres.
Sin embargo cuando se den las condiciones anteriores (conflicto y cooperación bajos)
pero no se constate que el nivel de implicación parental y de relación con el hijo/a por
parte de alguno de los progenitores antes de la ruptura fuese acorde con sus actuales
pretensiones de compartir la custodia, parece razonable analizar en profundidad las
motivaciones de dicho progenitor para solicitar la CC, a fin de descartar que sean
principalmente «ganancias secundarias» (ej. atribución/liquidación del domicilio) y no un
sincero interés en ejercer el rol parental. De ser así, y máxime si la disposición del menor
es poco favorable a la CC de acuerdo a su desigual vinculación previa con uno y otro
padre, se descartaría la CC. Convendría no obstante contemplar también la posibilidad de
disposiciones filiales muy polarizadas (generalmente en contra, pero también hay casos
de «defensa acérrima» respecto a una CC) por si pudieran responder a un patrón de
interferencia de uno de los progenitores sobre el rol o vínculo del otro, aunque esta
casuística es más habitual con mayores niveles de conflicto. No obstante si este fuera el
caso, sería conveniente recomendar alguna intervención con la familia, a fin de que no se
consolide una dinámica familiar más patológica.
Por último cuando el nivel de conflicto es discreto, no sobre-implica al menor, y los
padres tienen una razonable capacidad para cooperar, pero tal vez no han llegado a
acordar una CC por otros motivos (ej. desavenencias en el área económica), es cuando
menos dificultad va a encontrar el perito para recomendar una CC, cuyo régimen no
obstante estará en función de las circunstancias concurrentes, la disposición del propio
menor si ya tuviera edad suficiente para conformarse un juicio, y el peso y calidad
relativa de las relaciones que uno y otro progenitor hayan mantenido con el menor antes
de la ruptura, sin verse condicionados por otros estándares preestablecidos (tipo regla del
50/50).
A propósito precisamente de los patrones de CC que parece que estamos
recomendando actualmente los psicólogos forenses en nuestro país, me referiré a un dato
señalado por Catalán (2015), que creo que puede ser elocuente de lo sencillo que puede
acabar siendo deslizarse por la senda de los repartos estándar de tiempo a la hora
concebir una CC, en vez de considerar este complejo entramado de factores que haría
único cada plan de parentalidad. Esta autora encuentra que en el 72 por 100 de los
dictámenes referidos a CC los psicólogos de la Administración de Justicia especifican una

177
organización o reparto de las estancias del menor/es con cada progenitor, y en la mitad de
estos casos se recomienda un reparto semanal y solo en un 20 por 100 se propone un
reparto de responsabilidades y espacios de atención del menor diseñado ad hoc para el
caso (conforme a la disponibilidad parental, a los hábitos previos de cuidado...).
No obstante para avanzar en la objetivación, precisión y replicación del proceso
decisional sobre una CC será también necesaria una mayor sistematización de conceptos
clave. Así por ejemplo definiciones más precisas de «conflicto parental» que faciliten una
estimación de su impacto en los menores en función del tipo de conflicto o disenso, de
las estrategias de resolución de los padres, de características de vulnerabilidad del hijo/a,
etc. A este fin el modelo cognitivo-contextual propuesto por el grupo de Grych (Grych y
Fincham, 1990) a partir del cual se ha desarrollado algún instrumento de valoración de la
perspectiva filial del conflicto adaptado posteriormente a población española (Iraurgi y
otros, 2007), puede ser de gran utilidad. Igualmente sería de interés especificar qué
entendemos por «coparentalidad» —en tanto que proceso intra e inter personal (Jamison
y otros, 2014) especialmente interesante de las relaciones interparentales a efectos de
tomar decisiones sobre la custodia en general y la CC en particular— y los componentes
de la misma a considerar; al respecto podría ser útil adaptar a este contexto la propuesta
de Feinberg (2003) a que hacía referencia en el capítulo anterior y que sugiere cuatro
componentes: acuerdo en la crianza (criterios, prioridades...), división de funciones
(atendiendo también al grado de estructuración y de rigidez vs flexibilidad de esa
división), apoyo vs socavamiento mutuo y manejo de las interacciones familiares
(conflicto, alianzas y equilibrio en las relaciones tríadicas).
En resumen, un popurrí de factores: candidatos «imperfectos», concepciones
reduccionistas y polarizadas, más ideología que evidencia sólida, ausencia de recursos de
apoyo en la implementación de la medida y además una considerable presión social,
condicionan la perspectiva del psicólogo forense que emite dictámenes sobre custodia
compartida. Perspectiva desde la cual se concibe la CC como una alternativa —no «la
alternativa»—, un tipo de organización versátil —no un traje de talla única— que debe
favorecer la continuidad de roles y vínculos para con los hijos tras el divorcio —más que
generar un modelo familiar nuevo— y que beneficiará a los hijos siempre y cuando sea la
organización familiar más ajustada a sus necesidades, la forma en que mejor pueden
complementarse unos padres para responder a las necesidades filiales tras su divorcio.
Desde la óptica del psicólogo forense las medidas deben ajustarse al caso, y no todas las
familias a una organización estándar presuntamente óptima. La «opción preferente» no
puede dejar de ser aquella que en cada caso facilite y pronostique mejor ajuste y
bienestar psicológico para los hijos.
Es necesario repetir una vez más que el foco de las evaluaciones psicológicas de
custodia ha de ser siempre el interés del menor, no los planteamientos «políticamente
correctos», ni la «compensación emocional» de los padres en litigio, ni las proclamas
bienintencionadas sobre la coparentalidad. En relación con este último aspecto, no está
de más recordar otras vías o medidas para promover en nuestro contexto socio-legal la
coparentalidad positiva, además de la figura de la custodia compartida y/o su imposición

178
generalizada, por ejemplo:
1. Fomento de la cultura de consenso y en particular de la mediación familiar: me
refiero a implementar estos servicios en la red pública, no a su inclusión en los
preámbulos y disposiciones finales de las leyes, como hasta ahora; incluso con medidas
coactivas como requisito para interponer demanda judicial y programas de mediación
preceptiva.
2. Especificación en el Código Civil (en la línea de aportaciones hechas al respecto por
el Código Catalán) de responsabilidades y derechos que comporta la patria potestad y
fomento de normativa transversal (en instancias educativas, sanitarias, etc.) que
favorezca su respeto, a fin de evitar que el no custodio o el progenitor con menor
estancia con los hijos se sienta «un cero a la izquierda».
3. Inclusión del principio «progenitor más generoso» o respetuoso con la vinculación
dual de los hijos, como criterio legal de atribución de la custodia, ya que siempre será una
garantía de coparticipación en la vida de los hijos, aunque sea bajo una guarda individual.
4. Procedimientos más ágiles de liquidación de gananciales en general y en particular
del domicilio familiar —hoy con hipotecas insostenibles en muchos casos—, sustituyendo
su atribución automática ligada a la custodia, por una particularización de condiciones de
atribución y una acotación temporal, como en su día se hizo respecto a las pensiones
compensatorias. Esta es una medida que contribuiría, y mucho, a redimensionar la
demanda de CC sin acuerdo (tanto el número de solicitudes como de oposiciones).
5. Promoción de servicios y programas de educación parental en pro de un
afrontamiento saludable de los divorcios, en buenas condiciones de accesibilidad para la
población general para que no queden en experiencias voluntaristas, académicas y poco
más.
La sociedad española ha ido cambiando, lo hacen en consonancia las leyes, y el debate
en torno a la figura de la custodia compartida y su regulación es buena prueba de ello; la
práctica forense debe por supuesto superar inmovilismos y prejuicios pero también
planteamientos demagógicos y acríticos respecto a esta modalidad de custodia.

179
Capítulo 5

Evaluaciones de custodia y violencia de pareja


Violencia en la pareja y efectos en los hijos
La violencia de/en/contra la pareja (VP) es una realidad compleja que puede revestir
muchas formas, agresión física, sexual, abuso psicológico, y responder a etiología muy
distinta, desde el manejo deficiente de la ira o la frustración, o la dificultad para aceptar
una ruptura sentimental, hasta el afán de control sobre el otro miembro de la pareja o
bien estar asociada a un trastorno mental. Puede presentarse con frecuencia y gravedad
diversas, cursar de forma episódica o por el contrario conforme a un patrón
relativamente estable, y ser ejercida principalmente por un miembro de la pareja contra el
otro o ser fundamentalmente recíproca. La naturaleza, curso y dinámicas relacionales
que definen la VP son heterogéneas y pueden en consecuencia tener implicaciones
distintas, tanto para los pronósticos de reincidencia y el abordaje terapéutico de los casos,
como para cuestiones más estrechamente ligadas al cometido de este libro: el parenting y
el impacto en los hijos, aspectos que no puede eludir una evaluación de custodia.
La definición y las tasas de prevalencia de la VP vienen siendo desde hace años objeto
de debate en la sociedad y en la comunidad científica. La variedad de términos usados
refleja, como acertadamente señalaban Andrés-Pueyo y otros (2008), el estado de la
cuestión a nivel de investigación y de práctica profesional. La definición del fenómeno no
es baladí, determina en buena medida políticas legislativas y de intervención por un lado,
y objeto de estudio y enfoque de investigación por otro. La disparidad en cuestión de
cifras de prevalencia no es ajena al debate sobre su conceptualización, ya que en función
de qué se entiende por VP son seleccionadas muestras e instrumentos de evaluación del
fenómeno, y ello viene a determinar —al menos en parte— los datos de prevalencia que
a la postre se hallan.
La VP comprende toda forma de violencia o abuso —físico, sexual, psicológico o
emocional, incluida la utilización de los hijos— entre personas que mantienen, o han
mantenido, una relación sentimental o íntima, con independencia de su estado civil,
régimen de cohabitación u orientación sexual. Si bien a efectos de las evaluaciones de
custodia, el grueso obviamente está constituido por parejas heterosexuales que mantienen
o han mantenido convivencia.
Dado no obstante que cada vez está más reconocida la pluralidad de familias en las
cuales se da VP, se han propuesto diversas tipologías de VP, siendo probablemente la
más conocida la de Johnson (2006 y 2011) que contempla cuatro tipos:
• Violencia controladora coercitiva (o coactiva) denominada originalmente «terrorismo
íntimo»: un patrón crónico de estrategias de control y/o abuso generalmente de un solo
miembro de la pareja —mayoritariamente el hombre en parejas heterosexuales— hacia el
otro. Dada su definición, es el tipo de VP que se identifica con el «maltrato tradicional» o
violencia por razón de género, aunque sea discutible que este tipo de dinámica de poder y

180
control responda siempre y exclusivamente a esquemas patriarcales de supremacía
masculina.
• Resistencia violenta: la que perpetra un miembro de la pareja en respuesta a la
violencia controladora del otro sobre él; dada la definición anterior de violencia
controladora, la resistencia violenta se presentará mayoritariamente en mujeres. Ha sido
denominada también «autodefensa» si bien este parece un término más legal.
• Violencia situacional asociada a la gestión de los conflictos de pareja: No basada en
dinámicas de poder y control. Un tipo de violencia que sigue un patrón episódico, puede
ser perpetrada igualmente por hombres y mujeres (aún cuando los efectos puedan no
resultar equiparables) y está ligada a un manejo inadecuado de problemas o situaciones
críticas que lleva a una escalada cuyo colofón es el episodio violento. Parece el tipo de
violencia más frecuente en la población general, aunque no en sus manifestaciones más
graves, ni tampoco es la predominante en las muestras judiciales.
• Violencia instigada o asociada a la separación o ruptura de la pareja: Es la violencia
situacional ligada a cualquiera de las fases del proceso de ruptura de la relación de pareja
—en ausencia de patrones violentos pre-existentes en la misma— y que pueden llevar a
cabo indistintamente hombres y mujeres en esta coyuntura, movidos por el rencor o el
deseo de revancha, o por una incapacidad extrema de aceptar el final de la relación y
adaptarse a la nueva situación. Con frecuencia este tipo de VP ha quedado subsumido
bajo el epígrafe «alto conflicto interparental», con indeseables consecuencias para su
abordaje y también para las evaluaciones de custodia como se verá más adelante.
Habría que añadir otro tipo —claramente más infrecuente—: violencia derivada de
problemas mentales graves, que no conviene confundir con la concurrencia de trastornos
(por ejemplo, de control de impulsos, adicciones, etc.) en alguno o ambos miembros de
la pareja y que actúan como factores adicionales de riesgo y precipitantes de episodios
violentos dentro de alguna de las categorías antedichas, pero que per se no explican la
dinámica relacional violenta de la pareja. Matiz que posiblemente también influye en las
diferencias en porcentajes de este tipo de agresores que se encuentran en la literatura.
Nuestro actual marco legal aborda la violencia de pareja desde la perspectiva de
género, y ello supone una conceptualización determinada del fenómeno, como tendremos
ocasión de analizar más adelante.
Respecto a la utilidad de diferenciar patrones de VP, el propio Johnson (Kelly y
Johnson, 2008) apuntaba a que se puedan desarrollar instrumentos de cribado apropiados
que permitan la toma de decisiones más ajustadas a cada caso. Dentro de nuestras
fronteras se han hecho algunas propuestas para afinar o mejorar la eficacia de los
programas de intervención con maltratadores (por ejemplo Loinaz y Echeburúa, 2010)
considerando tipo de agresores —aunque sin correspondencia con la tipología aludida—
y en lo tocante al terreno forense muy recientemente Muñoz y Echeburúa (en prensa)
han planteado un modelo de evaluación pericial psicológica en el ámbito penal a partir de
la huella psicopatológica diferencial que presumiblemente deja en la víctima cada tipo de
VP (controladora vs situacional) y de las motivaciones de los agresores y déficits
asociados según el tipo de violencia ejercida. No obstante la capacidad de los

181
instrumentos hoy disponibles para discriminar adecuadamente tipos de VP —más aún
con propósitos forenses que puede tener importantes consecuencias para los implicados
— es aún débil, y el valor de estas tipologías para mejorar la predicción del riesgo es
todavía un reto de futuro como señalaban estos mismos autores (Muñoz y Echeburúa).
Podría decirse que las implicaciones prácticas de estas tipologías están por el momento
menos claras que su valor a efectos de conceptualización del fenómeno (Boxal y otros,
2015).
En relación con la custodia, como tendremos ocasión de ver detenidamente más
adelante en este capítulo, llegaban a una conclusión similar en una conferencia
multiprofesional celebrada en 2007 (Wingspread Conference, Ver Steegh y Dalton, 2008)
destacando la necesidad de investigación que permita esclarecer en qué medida tipos
concretos de custodia pueden funcionar con seguridad (objetivo prioritario) para patrones
específicos de VP. Y es que apenas se han estudiado siquiera patrones de VP entre
litigantes de custodia; una excepción sería el trabajo de Johnston y Campbell (1993) si
bien con dos muestras de litigantes crónicos, cuya representatividad como reconocen las
propias autoras puede ser limitada.
De momento, a lo que desafortunadamente aparecen más ligadas las tipologías de VP
es a la «guerra» de tasas de prevalencia y al polémico concepto de «simetría de género».
No es objeto de este texto una revisión exhaustiva de estudios de prevalencia de la
perpetración o de la victimización, para tal fin pueden consultarse trabajos como los de
Archer (2000) o Desmarais y colaboradores (2012 a y b).
Hay un relativo consenso respecto a que la disparidad de datos que se encuentra al
comparar investigaciones sobre población general (que a menudo son más bien muestras
de estudiantes, como critica Kimmell, 2000), con aquellas que analizan muestras
judiciales, policiales y de recursos de atención a víctimas, responde en gran medida a la
diferencia en las muestras de estudio (Fontanil y otros, 2005; Johnson, 2006); en las
muestras comunitarias predomina la VP situacional, mientras que en las muestras de
víctimas de delito lo hace la coercitiva. Pero también se ha señalado el posible influjo de
la metodología de detección de la violencia, ya que la mayor parte de las encuestas
poblacionales sobre conflicto familiar usan la Conflict Tactics Scale (CTS) de Straus (de
la cual ya existen varias adaptaciones a población española: Calvete y otros, 2007; Loinaz
y otros, 2012; Graña y otros, 2013). Kimmell (2002) critica que este instrumento está
orientado al uso expresivo de la violencia y no al instrumental o de control, ya desde las
propias instrucciones de aplicación (que hacen referencia a conductas que cualquiera
puede tener fruto de discusiones en días de mal humor o cansancio), captura la
frecuencia de conductas violentas «en el último año» más que explorar patrones
sistemáticos de violencia, y registra actos violentos pero no las circunstancias en que se
dan, ni considera las motivaciones subyacentes a la conducta violenta, y cabe preguntarse
con este autor si una valoración adecuada del fenómeno puede prescindir del contexto.
En definitiva que unos y otros estudios parece que acceden a diferentes realidades,
pero en vez de avanzar hacia una comprensión inclusiva de la VP, defensores y
detractores de la llamada «simetría de género» (tasas similares de perpetración de VP en

182
hombres y mujeres) mantienen una agria polémica (véase por ejemplo réplica de Dutton
y otros, 2010, a Johnson y la contrarréplica de este en 2011). La lectura sosegada de la
abundante literatura al respecto sugiere que hay simetría de género en la perpetración de
algunos tipos de VP, principalmente la situacional —la violencia expresiva que decía
Kimmell, que por otro lado es la más frecuente en la población general, pero la que
menor intervención institucional suele precisar (Kelly y Johnson, 2008)— y también hay
simetría en la violencia asociada a la ruptura de la relación de pareja, particularmente en
sus formas más leves pero también en las que incluyen instrumentalización de los
menores (transmisión de mensajes denigratorios, utilización como «espías», etc.). Sin
embargo no hay tal simetría en los efectos de la VP: la severidad de las lesiones o la
devastación causada por el miedo; el propio Straus (2011) considerando el «grado de
simetría» (más que en términos binarios) señala que mientras la violencia física estaría en
la parte alta de la tabla (mayor simetría), el miedo y las lesiones estarían en la baja y por
supuesto en las agresiones sexuales —violaciones— hay cero simetría.
Ahora bien si todas estas consideraciones sobre cuál de los miembros de la pareja, o si
los dos, son víctimas o perpetradores en la VP pueden ser de interés para definir políticas
y programas de intervención, desarrollar protocolos de evaluación más sofisticados o
mejorar nuestra comprensión sobre las dinámicas relacionales violentas en las parejas, no
quisiera que me hicieran perder de vista a las otras víctimas indiscutibles de la VP, que
son los hijos, y que han de ser el epicentro de toda evaluación de custodia.
El impacto de la VP sobre los hijos está ampliamente documentado, aunque no
siempre sea factible la comparación de resultados de unos y otros estudios dada la
diversidad de variables de ajuste infantil consideradas o de formas de medición de estas
variables o se ve limitada la generalización de resultados a consecuencia de las muestras
empleadas (menores en servicios de protección, inmersos en procesos de divorcio
parental conflictivo...). En Holt, Buckley y Whelan (2008) y en Cortés, Cantón y Cantón
(2013) pueden encontrarse revisiones sobre el tema. La exposición a la violencia entre los
padres afecta negativamente a su desarrollo (encontrándose tasas de morbilidad más
elevadas en estos niños), menoscaba su competencia social y capacidad de regulación
emocional (déficit empático y de habilidades de solución de problemas interpersonales,
manejo inadecuado de emociones negativas y tendencia a recurrir a la violencia en
situaciones de conflicto), y acrecienta su vulnerabilidad psicológica, no solo durante la
infancia pues hay cierta evidencia de que supone una «hipoteca» para su bienestar
también en ulteriores etapas del ciclo vital, además de incrementar el riesgo de
sufrir/perpetrar la violencia en sus propias relaciones de pareja a partir de la adolescencia,
favoreciendo así la transmisión intergeneracional de la violencia (Ehrensaft y otros,
2003). No obstante también en este terreno nos encontramos con el problema de la
escasez de estudios longitudinales, y que aborden cual es la evolución de estos hijos tras
la separación de los padres.
El impacto de la VP en los niños depende de muchos factores; en Cunningham y
Baker (2004) puede encontrarse una interesante propuesta que recoge gran cantidad de
ellos. Algunos de estos factores son relativos al propio menor, otros a la presencia o no

183
de factores de protección y por último según el tipo de exposición que sufra el menor.
Todos ellos merecen atención en el transcurso de una evaluación de custodia cuando
concurre alguna forma de VP.
Factores referidos al propio menor víctima sería en primer lugar su etapa evolutiva. A
etapas más tempranas la afectación suele ser mayor por varias razones: no han
desarrollado mecanismos de afrontamiento y tienen una limitada capacidad de expresión
emocional, además dependen mucho de sus padres cuya disponibilidad para el cuidado
puede verse comprometida por la violencia y sus posibilidades de evitar la exposición son
pocas dado su escaso nivel de autonomía; a todo lo cual se suma que es una etapa crítica
en términos de apego y se hacen más probables patrones de apego desorganizado. En
todo caso los datos respecto al papel que juega la edad del menor no son unánimes. La
vulnerabilidad previa del menor (por razón de algún tipo de discapacidad o necesidad
especial, por ejemplo) puede amplificar el impacto de la VP, también en tanto acrecienta
el riesgo de doble victimización (ser objeto directo de maltrato o abuso, además de
testigo de la VP).
Un factor de protección bien establecido es el buen funcionamiento psicológico y la
adecuación del parenting de la madre; hay que tener en cuenta que en general han sido
estudiadas muestras de mujeres maltratadas y sus hijos, y que las madres son con mayor
frecuencia la figura principal de cuidado, así que la relativa conservación de las madres-
víctimas, su resiliencia a la VP correlaciona negativamente con los problemas
emocionales y de conducta de sus hijos (Graham-Bermann y otros, 2009); además estas
madres suelen utilizar prácticas de crianza más eficaces y ello está asociado a menor
sintomatología en los niños de diferentes edades expuestos a VP (Gewirtz y otros, 2011).
Y es que esta es otra vía de impacto de la VP en los niños, a través de cómo se vean
afectados las prácticas de crianza y el apego (Davies y otros, 2006). La calidad del
vínculo parento-filial también parece mediar en la incidencia de la VP en los niños, pero
aquí la dirección del efecto parece ser distinta según se trate del progenitor identificado
como agresor o del progenitor víctima (estudio de Skopp y otros, 2007 cit. en Cortés y
otros, 2013). También hay que considerar la propia resiliencia del menor; el meta-análisis
llevado a cabo por Kitzmann y otros (2003), pone de manifiesto que un tercio de las
personas expuestas en su infancia a la violencia entre sus padres, no presentan peor
ajuste que quienes no sufrieron esta experiencia. Características personales como
optimismo, inteligencia o autoestima pueden estar a la base de esa resiliencia, pero
también el apoyo social —de iguales, de adultos no comprometidos en la VP, de
educadores sensibles, etc.—así como el acceso a recursos formales de apoyo, son otros
factores de protección que han sido señalados a menudo.
Las características de la propia VP a que el menor es expuesto también inciden en su
efecto sobre este. En general aparecen más afectados menores que han presenciado
violencia grave (por ejemplo con armas de algún tipo) que han estado expuestos a la VP
durante mucho tiempo (abarcando por tanto diversas etapas evolutivas) o que han sido
utilizados en la dinámica relacional violenta (agresión física o humillación de uno de sus
padres). En cuanto al tipo de VP a que se han visto expuesto hay pocos datos; Kelly y

184
Johnson (2008) citan un trabajo de Johnston del año 1995 que apuntaba que los niños
expuestos a VP de tipo coercitivo aparecían más sintomáticos que aquellos expuestos a
VP situacional (aunque la definición de esta categoría en el estudio es muy confusa), pero
estos a su vez superaban a quienes habían experimentado VP instigada por la separación.
No se han encontrado investigaciones más recientes que examinen el impacto diferencial
sobre los niños de los diferentes patrones de VP.
Cortés y colaboradores (2013) señalan dos modelos teóricos explicativos del impacto
de la VP en los menores. El cognitivo-contextual que representa el planteamiento de
Fosco y colaboradores (2007) sobre el peso que las valoraciones del niño/a sobre la VP
tienen en su adaptación socioafectiva ulterior (en qué medida afecta a su seguridad y a la
integridad de la familia, qué responsabilidad tiene él —autoinculpación— y si es capaz de
afrontarlo —percepción de eficacia—). Y la teoría de la seguridad emocional propuesta
por Cummings y Merrilees (2010) que entiende la reacción del menor a la VP como
intentos por restablecer la seguridad emocional que le proporcionaba la relación de sus
padres y que se ve quebrada por la violencia, enfatizando por tanto el efecto de la VP en
el niño/a a través de la afectación de la calidad de la crianza parental y del apego seguro a
los padres. Precisamente con base en este tipo de razonamiento, diferentes autores han
cuestionado la conveniencia del cuidado compartido posterior del menor en estos casos,
por el peligro de que socave aún más su estabilidad y de que las previsibles
inconsistencias en su cuidado (en ausencia de coparenting cooperativo) interfieran en su
seguridad y recuperación del trauma de la exposición a la violencia. Volveremos sobre
este asunto al tratar la toma de decisiones relativas a la custodia en estos casos.
Sin duda la victimización más común de los menores tiene lugar al ser testigos directos
(véase la agresión o sus efectos, oír los hechos o sobre ellos) de la violencia entre sus
padres, o entre alguno de ellos y una nueva pareja como ocurre también a menudo entre
divorciados dada la alta frecuencia de re-emparejamiento. Aunque no se agotan ahí las
formas de victimización de los niños a consecuencia de la VP; Holden (2003) refería
otras muchas: exposición prenatal, intervención para detener la agresión, participación en
la misma, etc. No deben olvidarse tampoco las estimaciones (Brinig, Frederick y Drozd,
2014) de entre un 30 y un 50 por 100 (según tamaño y características de las muestras)
de niños testigos de VP que además sufren maltrato directo, ya sea de parte del padre
agresor o paradójicamente del padre víctima, por desgracia el efecto en ellos es
igualmente nocivo, aunque sí parece que hay algunas diferencias en cuanto a frecuencia
y vías de conducta parental abusiva (mayor abuso físico del agresor mientras que
predominio de parenting negligente del progenitor víctima). Esta elevada co-ocurrencia de
VP y abuso infantil es una de las razones por las que se apela a una valoración exhaustiva
de la VP en las determinaciones de custodia (Jaffe, Crooks y Bala, 2009).
En el precitado trabajo de Brinig y otros (2014) se hace mención a una serie de
estudios que evidencian que la VP es infra-detectada en las disputas de custodia,
seguramente por varias razones: el padre víctima puede disimular la violencia sufrida por
temor a las consecuencias (tutela del menor si se duda de su capacidad para protegerlo
debidamente o se considera demasiado afectada la calidad de su crianza, represalias de la

185
pareja agresora o derivadas penales para esta), o bien por desconfianza hacia el sistema
(temor a no ser creído e incluso ser considerado padre «no friendly», es decir, con
actitud reacia al derecho de acceso del otro padre a los hijos); por parte del progenitor
perpetrador obviamente lo previsible es que minimice la violencia ejercida —
camuflándola como alto conflicto mutuo y/o ligado al propio litigio de custodia— para
evitarse potenciales consecuencias penales y resoluciones civiles contrarias a sus
intereses, y en algunos casos es posible que también por falta real de conciencia de lo
inadecuado de su conducta. Por lo que el testimonio del menor puede ser clave en la
valoración de la violencia habida entre sus padres, pero a la vez este puede no estar en
condiciones de revelar su experiencia, ya sea por su propio bloqueo/marasmo emocional
a resultas de la exposición a la VP, por la confusión propia del estado de ambitimia que
experimenta o por temor igualmente a las consecuencias de su testimonio (acabar en un
centro de protección o casa de acogida, ver a uno de sus padres en la cárcel, quedar a
expensas del agresor en un futuro...).
De ahí la importancia de que se instauren protocolos adecuados de identificación de
cuestiones básicas de seguridad (maltrato infantil y violencia de pareja) no ya solo entre
los evaluadores de custodia, a fin de que no equivoquemos violencia y conflicto, pues
como acertadamente señalan Jaffe, Crooks y Bala (2009) ni todos los conflictos pueden
considerarse violencia, ni la violencia debe ser tratada eufemísticamente como conflicto;
sino también para su manejo en servicios sociales, servicios de orientación jurídica,
mediación o asesoramiento familiar y cualquier otra vía de entrada al Sistema Judicial
que permita orientar temprana y adecuadamente cada caso.

Los juzgados de violencia sobre la mujer


Como señalan Johnston y Ver Steegh (2013) en su repaso histórico sobre la VP, otrora
llamada violencia doméstica, las cosas han cambiado y mucho desde los años 60 en
Norteamérica, y aquí —como en el resto de países europeos de nuestro entorno—
podríamos decir desde los 90. De ser un fenómeno de la esfera privada, conforme a su
ocurrencia de puertas adentro, ha pasado a ser tratado como un problema de salud
pública (así lo recoge la OMS desde 1996) y en todos los países desarrollados está
necesariamente presente en la agenda política.
Estos decenios han sido claves en el cambio de perspectiva de la sociedad al respecto
—aunque a menudo sea más evidente en lo formal, por ejemplo el lenguaje o su
tratamiento en los «mass media», que en lo sustantivo—, en el desarrollo de recursos de
apoyo para las víctimas —aunque siempre podamos juzgar insuficientes—, y en la
especialización de los profesionales más directamente en contacto con el problema
(abogados, jueces, técnicos forenses, policías y por supuesto personal de instituciones
socio-sanitarias claves en la detección del mismo).
A pesar de ello, son muchas las asignaturas pendientes aún en relación con este
fenómeno sin duda dramático para tantos hombres, mujeres y niños/as. Políticas
preventivas más eficaces y que contemplen la perspectiva intercultural, dotación

186
razonable de recursos económicos y personales para su temprana detección, su precisa
valoración, y para hacer viables planes de intervención más ajustados a cada caso en vez
de aplicar medidas estándar; desarrollo de programas comunitarios de fácil acceso
especialmente para la población infantil, y un largo etcétera.
Es obvio que no basta con legislar, si bien es cierto que las leyes son expresión de las
preocupaciones de una sociedad y definen en buena medida el marco de actuación de los
agentes sociales y jurídicos en esta y cualquier otra materia. Por ello voy a continuación
a referirme al desarrollo legislativo habido en nuestro país en relación con este tema, de
forma que permita contextualizar las valoraciones que se harán después sobre el trabajo
de los psicólogos forenses en este ámbito.
Con la proclamación de la Constitución en 1978 comienzan en España a darse pasos
dirigidos a la plena equiparación socio-jurídica de la mujer, y la violencia de género hasta
entonces percibida como un componente más de la capacidad disciplinaria del
paterfamilias, empieza en los 80 a ser denunciada públicamente de la mano de las
asociaciones feministas. En 1998 se pone en marcha el I Plan de Acción contra la
Violencia Doméstica en un afán de coordinar actuaciones, y a partir de 1999 se han ido
sucediendo cada 3-4 años las conocidas «macroencuestas» de violencia de género
realizadas a instancias del Instituto de la Mujer, como un termómetro de la evolución de
este fenómeno. En 2002 se crea el Observatorio contra la Violencia Doméstica y de
Género como órgano de seguimiento de la actividad jurisdiccional en el ámbito, y además
se promulga la Ley 38/2002 que desarrolla los llamados «juicios rápidos» para una
tramitación acelerada —vía juzgado de guardia— de estos ilícitos; reforma de la LECr
que ha sido muy cuestionada. Al año siguiente se aprueba la Ley 27/2003 reguladora de
la Orden de Protección de las Víctimas de Violencia Doméstica con la intención de
unificar los diversos instrumentos de protección de las presuntas víctimas y de facilitar la
adopción integrada y temporal de medidas civiles, siempre que concurra una situación
objetiva de riesgo para la víctima.
Reformas que, amén de suponer una constante modificación del CP, culminan en la
Ley Integral de Violencia de Género (LO 1/2004) de 28 de diciembre de 2004, que ha
constituido sin duda un hito en el tratamiento jurídico del problema. En ella además de
articularse toda una serie de medidas de carácter preventivo, socio-educativo, asistencial
y procesal, se disponía la creación de órganos judiciales especializados, los Juzgados de
Violencia sobre la Mujer (JVM); 17 en 2005 y 106 exclusivos en 2015 según datos del
CGPJ; juzgados de naturaleza mixta (civil y penal) que desde el inicio contaron con
jueces y fiscales especializados en la materia, y fueron dotados de las Unidades de
Valoración Forense Integral de la Violencia de Género integradas por profesionales de la
Medicina forense, la Psicología y el Trabajo Social.
La LO 1/2004 es una ley ambiciosa en sus objetivos, tiene un enfoque multidisciplinar
y —a diferencia de las legislaciones de la mayoría de países del entorno— adopta la
llamada «perspectiva de género», diferenciando la violencia que sufre la mujer —en el
marco de sus relaciones de pareja— por el hecho de serlo de otros tipos de violencia
doméstica o familiar. Su vocación de integrar todo lo que afecta a la materia regulada,

187
seguramente sea su mayor acierto y lo que la ha convertido en referente normativo a
nivel mundial. Objeto de mayor controversia son sin embargo las implicaciones que ha
tenido en el orden jurisdiccional, con la delimitación del ámbito de competencia de los
JVM a partir de esa perspectiva de género, como veremos a continuación.
Antes quisiera sin embargo referirme a las novedades legislativas habidas en 2015 en
esta materia. Ha habido diversas modificaciones en el CP: inclusión del género como
agravante y de nuevas figuras delictivas (matrimonios forzados, ciber-acoso, acecho u
hostigamiento, etc.). Además se amplían competencias y jurisdicción de los JVM, y por
último la Ley 4/2015 del Estatuto de la Víctima del Delito reconoce al fin como víctimas
directas a los menores que se encuentran en un entorno de violencia de género o
violencia doméstica; consideración que ha tenido su reflejo en la Ley de Protección de la
Infancia y Adolescencia (ley 26/2015) que aboga en su art. 12 por la permanencia de los
menores bajo la guarda de la víctima (no del perpetrador) e impulsa la adopción de
medidas judiciales encaminadas a la seguridad de los menores víctimas de este tipo de
violencia, más en línea con la normativa europea. No se han acordado sin embargo hasta
la fecha otras medidas también recomendadas en la «Estrategia Nacional para la
erradicación de la Violencia contra la Mujer» aprobada para el trienio 2013-2016, y que
tienen relación directa con el tema de este libro, como es la prohibición de otorgar la
guarda y custodia, ya sea individual o compartida, al progenitor contra quien exista
sentencia condenatoria por violencia de género o indicios racionales de tal delito. Medida
que ya se contemplaba en el Anteproyecto de Ley sobre el Ejercicio de la
Corresponsabilidad Parental de ámbito estatal aprobado por el Consejo de Ministros en
julio de 2013, al cual hice referencia en el capítulo dedicado a la custodia compartida. No
obstante, dado que tal Anteproyecto no ha llegado a ver la luz, el estado de la cuestión en
lo que se refiere a la custodia compartida viene determinado por lo establecido en el art.
92.7 del Código Civil:
No procederá la guarda conjunta cuando cualquiera de los padres esté incurso en un proceso penal
iniciado por atentar contra la vida, la integridad física, la libertad, la integridad moral o la libertad e
indemnidad sexual del otro cónyuge o de los hijos que convivan con ambos. Tampoco procederá cuando el
Juez advierta, de las alegaciones de las partes y las pruebas practicadas, la existencia de indicios fundados
de violencia doméstica.

Las críticas a esta cautela han venido por ambos lados; por uno, se considera que
vulnera la presunción de inocencia ya que no limita la prohibición a que haya condena en
sentencia firme y tampoco contempla (como sí figuraba en el referido Anteproyecto y se
recoge en la Disposición Adicional Cuarta de la Ley 2/2010 de Aragón) que posterior
sobreseimiento o sentencia absolutoria sean causa de revisión del régimen de custodia. Y,
por el otro lado, se califica a la norma de tibia, poniendo el foco en las oportunidades que
el acceso a los hijos comunes otorga al agresor para perpetuar la violencia; crítica esta
última que arrecia cada vez que se producen hechos luctuosos contra los niños en el
trascurso de los RV.
A mi entender dos aspectos del tratamiento que el sistema judicial español da a este
tema, son objeto de controversia con claras implicaciones para las evaluaciones

188
psicológicas forenses.
En primer lugar la naturaleza mixta de estos JVM. Las críticas a la asunción de
competencias tanto en materia civil como penal han venido desde su creación,
procedentes de diversos sectores sociales y del propio mundo del Derecho —incluido en
su momento el CGPJ—: interfería en las competencias de los Juzgados de Familia,
alteraba las normas de reparto, podía poner en riesgo la imparcialidad del juez al verse
contaminadas sus actuaciones en el proceso civil por las diligencias penales practicadas
en el mismo caso ... No obstante se valoraron mayores los beneficios que los
inconvenientes de esa acumulación de competencias, fundamentalmente que facilitaba al
juzgador una visión completa e integral de los hechos y el contexto en que estos se
producen, permitiéndole ponderar mejor los riesgos al adoptar unas u otras medidas
civiles (especialmente las relacionadas con los hijos), se evitaba la adopción de medidas
incompatibles, y sobre todo que la víctima hubiera de peregrinar por diferentes órganos
judiciales con la consiguiente revictimización.
Esa misma «dualidad» se ha trasladado al cometido de los técnicos forenses, a quienes
se les solicitan periciales para los procesos penales (valoración del riesgo de reincidencia
del agresor, valoración del daño psíquico de la víctima o de la compatibilidad de sus
lesiones/secuelas con los hechos denunciados) y también informes para los procesos
civiles (evaluaciones de custodia y visitas). Como puede verse en detalle en el siguiente
capítulo de discusión de casos prácticos, en ocasiones —aunque no sea lo habitual— el
juez incluso puede solicitar en relación con un caso un dictamen pericial que responda
simultáneamente a cuestiones penales y civiles, lo que obliga al perito a estructurar su
evaluación respetando el orden de prelación de los asuntos, de una forma similar a
cuando se plantean alegaciones de maltrato o abuso sexual del hijo/a en el transcurso de
una disputa de custodia en la jurisdicción ordinaria de familia. Estos supuestos de
«cohabitación» de objetos de pericia, ya se contemplan en la Guía de actuación del COP
(2013) y en principio no tendrían por qué plantear mayores problemas. Pero aunque no
exista tal simultaneidad, podría aducirse «prejuicio» del perito a la hora de evaluar el plan
de parentalidad de haber emitido previamente informe en el proceso penal para un caso
dado. A este respecto y como se verá en detalle en el apartado siguiente, todas las
directrices aconsejan valorar siempre lo primero las cuestiones relativas a la seguridad del
menor, la consideración de cualquier forma de maltrato o abuso —y la exposición a la
violencia entre sus padres lo es también— debe ser prioritaria respecto a otras variables
relevantes en la determinación de planes de custodia o acceso (capacidad o motivación
parental, deseos del menor...). Luego de no haber tenido el perito en razón de su
intervención en el proceso penal, conocimiento detallado de la dinámica familiar en la que
presuntamente se inserta la violencia denunciada, esta habría en todo caso de ser objeto
de su consideración para una valoración de la custodia respetuosa con el interés del
menor.
Una segunda cuestión que ha suscitado y suscita a día de hoy mucha controversia, es
la delimitación de la competencia de estos juzgados desde la perspectiva de género, ya
que comporta por un lado identificar a la mujer siempre como víctima y al hombre como

189
agresor (los casos que no responden a esta direccionalidad siguen siendo competencia de
los juzgados de instrucción ordinarios, aunque en caso de violencia recíproca sí sea
competente también el JVM —por conexidad delictiva—), y por otro lado supone reducir
el fenómeno de la VP —incluso de aquella que se produce efectivamente del hombre
hacia la mujer— a la violencia que se perpetra «por razón de género», la que es
manifestación de la discriminación de la mujer y de la desigualdad en las relaciones de
poder entre hombres y mujeres (aunque hay jurisprudencia dispar respecto a lo exigible
de este requisito).
Desde el Derecho se ha cuestionado la atribución de competencia por razón de sexo, al
entenderse como una suerte de «discriminación positiva» en el ámbito penal de difícil
justificación jurídica (hombres y mujeres han de tener el mismo derecho a la tutela
judicial, según la Constitución), pero también se han levantado voces que alertan del
peligro de volver a «diluir» el fenómeno de la violencia de género en el magma de la
violencia doméstica.
Desde la Psicología parece deseable siempre —con independencia del género de la
víctima— y en particular si hay menores cuyo bienestar es el primer interés a proteger,
que la valoración de la violencia familiar a que presumiblemente ha estado expuesto el
menor y que como decía antes constituirá el punto de partida de cualquier evaluación de
custodia, se produzca de la forma más integrada posible, y ello lo garantiza mejor una
jurisdicción especializada (como la de los JVM) que la jurisdicción penal ordinaria. Y por
otro lado y sin cuestionar un ápice la trágica realidad de la violencia de género,
presuponer que toda VP responde a un mismo patrón y origen, es una presunción que
encaja mal con la diversidad de manifestaciones de la VP aludida al comienzo de este
capítulo. Para quienes hemos lidiado muchos años con familias inmersas en procesos
contenciosos de divorcio (antes y después de la LO 1/2004), es sobradamente conocida
la violencia asociada y circunscrita a las rupturas (insultos, amenazas, violación del
correo/teléfono personal, daños a propiedades del otro, incluso agresiones físicas de
diferente entidad); un tipo de violencia que tiene lugar en ambos sentidos y que no reviste
en muchos casos características propias de la violencia de género (esquemas cognitivos
sexistas, roles familiares rígidos determinados por género, sometimiento de la mujer al
hombre, etc.); si bien en otros casos el proceso de divorcio no es sino un momento muy
crítico en el curso de una dinámica de violencia coercitiva, pues amenaza a las relaciones
de poder mantenidas durante la relación de pareja, de ahí que las rupturas sean
consideradas un factor de riesgo en cualquier protocolo de valoración del riesgo de
violencia contra la pareja.
Aunando ambos puntos de discusión, puede hallarse en el ámbito del Derecho alguna
propuesta reciente con clara inspiración en el mundo anglosajón, como sería la contenida
en la Tesis Doctoral de G. Laguna (2015) de trasformación de esta jurisdicción
especializada y mixta en lo que podrían llamarse «Juzgados de Violencia Familiar»
competentes en asuntos de violencia de género pero también de otras manifestaciones de
violencia en la esfera familiar, dando a su vez cabida a otras víctimas (parejas
homosexuales, y otras figuras convivientes en el núcleo familiar potencialmente

190
vulnerables). Propuesta que desborda el cometido de este capítulo, al referirse a
cuestiones de índole jurídica más que psicológica.
Desde nuestra disciplina empieza a sugerirse (Muñoz y Del Campo, en prensa) algún
diseño de las evaluaciones psicológicas de custodia en el actual marco legal de los JVM
que enfatiza la consideración, desde el planteamiento mismo de las hipótesis, de la
diversidad de dinámicas de VP, sin limitarse a contrastar si está o no presente el patrón
controlador coercitivo del varón hacia la mujer con el que se identifica la violencia de
género (dicho sea esto sin presumir que la praxis predominante en esta jurisdicción haya
sido así de restrictiva, pues no son nuevos los señalamientos de los técnicos del tipo
«agresión puntual, no estructural», «violencia reactiva al conflicto de pareja sin
dinámicas de abuso de poder» o similares). La referida propuesta pretende, según se
dice, diseñar el proceso evaluativo más a partir de los datos de investigación que de
perspectivas teóricas sobre la VP; pretensión no obstante que debe salvar escollos
importantes, como el ya referido relativo a la capacidad de los instrumentos disponibles
actualmente para discriminar adecuadamente entre modalidades de VP, o la especificidad
contrastada de la huella psicopatológica dejada por unos u otros tipos de violencia —
difícil de objetivar como estos mismos autores apuntan—; planteamiento que recuerda a
las clasificaciones tipológicas que se realizaban en los diagnósticos de peligrosidad a partir
de perfiles entonces delictivos y ahora psicopatológicos. En la práctica además puede
resultar complicado «encajar» los casos en esas categorías pre-establecidas (Ver Steegh y
Dalton, 2008).
En todo caso el objetivo de las consideraciones que se hagan en adelante en este
capítulo, será atender a las particularidades de las evaluaciones de custodia cuando
concurren alegaciones o indicios de VP, sin ceñirse en exclusiva al ámbito jurisdiccional
de los JVM.
Las críticas a la respuesta que da el sistema judicial al problema de la VP no son
exclusivas de nuestro país, y de las que se hacen en otros contextos con distinto enfoque
del tema, también pueden extraerse reflexiones interesantes. A este respecto el trabajo de
Johnston y Ver Steegh (2013) resume muy bien las posiciones de críticos y defensores de
la manera en que los juzgados de familia norteamericanos han venido enfrentando este
tema. Unos y otros coincidan en que la sobrecarga de estos juzgados y su poca
capacidad de supervisión de los casos a largo plazo, favorecen la adopción de
disposiciones de custodia pragmáticas, en función de los recursos disponibles (programas
y figuras coadyuvantes) y de la «autodeterminación» de los padres (procurando la
mínima intervención judicial). Sin embargo los críticos resaltan las «consecuencias no
deseadas» que el movimiento en pro de la «desestigmatización» o normalización del
divorcio y la promoción de resoluciones colaborativas pueden estar teniendo sobre las
víctimas de violencia familiar. Los desacuerdos son notorios y las autoras del artículo los
articulan en tres puntos:
A. Capacidad del sistema judicial para identificar a las víctimas de violencia familiar y
proveer los recursos adecuados: Los críticos denuncian que en los juzgados de
familia no se hace un adecuado cribado de estos casos y las alegaciones de violencia

191
son minimizadas como «conflicto interparental» sin matizar. A lo que los defensores
replican que los juzgados deben respetar las leyes sobre igualdad de género y que la
mayor parte de las alegaciones de violencia en la coyuntura de divorcio son
recíprocas. Personalmente no acabo de ver que sendas opiniones sean mutuamente
excluyentes.
B. Procedimientos de resolución de disputas y servicios al efecto: Los críticos se
muestran contrarios a la derivación de estas familias a los programas preceptivos de
mediación o educación para el divorcio, porque el perpetrador elude reconocer su
responsabilidad y la presión por llegar a acuerdos puede contribuir a la
revictimización de las víctimas. Por su parte los defensores recuerdan que en la
última década ya se han ido introduciendo las cautelas necesarias para casos de
violencia (exención de participar, negociaciones por separado o caucus, etc.).
C. Planes de custodia o parenting: Los críticos ven con preocupación la cantidad de
visitas ordinarias y hasta custodias compartidas que se conceden a progenitores
agresores con el argumento de que no hay evidencia de abuso directo sobre los
hijos, y consideran que estos planes de parenting facilitan a los agresores nuevas
vías de controlar y acosar a las víctimas. A lo que los defensores replican que el
análisis de las familias en términos de dinámicas de poder y control es
unidimensional, si no simplista, y que puede haber circunstancias que justifiquen la
concesión de la custodia a un padre que haya sido violento respecto al otro.
Argumentos estos que se discutirán más adelante.
Reflexiones que creo interesantes primero para ser tenidas en cuenta cuando se
planteen aquí reformas encaminadas a reducir la litigiosidad o judicialización de los
procesos de ruptura no consensuales, o bien se discuta —principalmente en los supuestos
de menor gravedad— sobre sistemas alternativos de resolución de conflictos (ya sea la
mediación o la imposición de obligaciones alternativas al proceso penal para el agresor)
en materia de violencia de género y doméstica, como cabe pensar ocurrirá a raíz de la
decidida apuesta del Estatuto de la Víctima del Delito por la «justicia restaurativa».
Y en segundo lugar considero que esas reflexiones, así como algunas de las preguntas
que estas autoras formulaban a modo de epílogo del debate, nos introducen de lleno en
las implicaciones que el fenómeno de la VP puede tener en las evaluaciones de custodia
de los menores, que será el meollo del siguiente epígrafe.

Las evaluaciones de custodia en presencia de alegaciones de violencia de


pareja
Son muchas las razones por las que cualquier forma de VP debiera ser considerada en
las evaluaciones de custodia. Jaffe y otros (2009) señalan las siguientes:
• La VP a menudo no acaba con la separación o ruptura.
• Hay una elevada co-ocurrencia de VP y abuso infantil.
• Los maltratadores son pobres modelos para los niños.

192
• Los agresores podrían usar el litigio como forma de mantener el control y el daño
contra las víctimas.
• La VP puede afectar negativamente a la capacidad parental de la víctima.
Sin embargo su consideración reviste también numerosas complicaciones. Davis
(2015) apunta algunas: terminología confusa (que remite a unos u otros datos empíricos,
a unas u otras perspectivas teóricas y enfoques de evaluación), cribado inconsistente (no
hay una aplicación sistemática de protocolos de identificación y los protocolos al uso son
poco fiables, excepción hecha del protocolo DOVE de Ellis y Stuckless pensado para
servicios de mediación), confusión de roles (los evaluadores convertidos en muñidores de
acuerdos) y una significativa desconexión de intervenciones y servicios. Aunque con
matices estos obstáculos son también reconocibles en nuestro contexto socio-legal. En
teoría hay una mayor sensibilidad hacia el tema de la violencia familiar y su impacto en
los menores, pero como señalan Jaffe y col. (2009) parece estar más presente en los
autoinformes de los evaluadores sobre las variables que consideran, que incidir realmente
en sus recomendaciones de custodia según se deduce del análisis de sus dictámenes. En
nuestros JVM obviamente ningún perito puede sustraerse a la consideración de la
violencia denunciada —lo haga desde una u otra óptica— pero ¿ocurre lo mismo entre
los profesionales que emiten informes para los Juzgados de Familia? A su vez los
servicios de mediación, servicios sociales, centros de apoyo o asesoramiento familiar
consultados por los interesados ¿incluyen en sus protocolos de actuación mecanismos
fiables de detección de violencia familiar? Por otro lado los instrumentos de cribado de
maltrato infantil se ha señalado que presentan alta sensibilidad pero baja especificidad,
propiciando los «falsos positivos» (Olaya y otros, 2008).
Circunscribiéndonos al ámbito de las evaluaciones psicológicas de custodia, la primera
consideración a hacer ante alegaciones o indicadores de violencia, se refiere a las cautelas
básicas a adoptar teniendo siempre como prioridad la seguridad de los menores y de
cualquier otra posible víctima. En este sentido no sería a priori prudente plantear
entrevistas conjuntas con ambos progenitores, aun cuando no haya medidas cautelares
que lo impidan (una orden de alejamiento, por ejemplo), y la planificación de sesiones de
interacción entre los hijos y el progenitor presuntamente agresor debe estar supeditada a
la vivencia, estado emocional y en definitiva al interés del menor, de nuevo priorizando
su seguridad física y emocional aun cuando ello conlleve pérdida de información y
consecuentemente limitaciones para la evaluación, tal como puede apreciarse en el caso
práctico expuesto en el siguiente capítulo. El análisis de más de un centenar de informes
psicológicos de custodia emitidos en los JVM de toda la geografía española (Catalán,
2015) sugiere que estas cautelas son tenidas en cuenta, pues el porcentaje de entrevista
conjuntas es ínfimo y casi la mitad de frecuentes las sesiones de interacción paterno-filial
en este ámbito que en los Juzgados de Familia o Mixtos. La identificación y análisis de la
VP constituirá el primer cometido del evaluador, y por ende delimitará el contexto desde
el cual valorar otras variables relevantes en la determinación de los planes de parentalidad
y acceso, por ejemplo el patrón de coparenting, pues solo habiendo considerado
previamente la dinámica relacional de la pareja pueden interpretarse adecuadamente

193
comportamientos tales como las reticencias de un padre al contacto telefónico con el otro
o a determinadas formas de acceso del otro a los hijos comunes.
No hay mucha literatura sobre cómo integrar el problema de la VP en las evaluaciones
de custodia, cómo considerar este factor de riesgo en nuestros pronósticos sobre el ajuste
a largo plazo que tendrá el menor con unas u otras determinaciones de custodia. Davis
(2015) expone el acercamiento a esta cuestión surgido del National Child Custody
Differentiation Project. En esencia contempla cuatro pasos:
1. Identificación de la violencia familiar: mediante un screening sensible de amplio
espectro.
2. Comprensión de la naturaleza y el contexto de la violencia: definición de las
dinámicas relacionales que producen la violencia, diferenciando si se trata básicamente de
una dinámica de poder y control o más bien de gestión de conflictos.
3. Determinación de las implicaciones de la violencia en el parenting, el coparenting y
los hijos.
4. Consideración de todo ello en la toma de decisiones sobre los planes de parentalidad
y la provisión de servicios o programas más adecuados (coordinador de parentalidad,
programas terapéuticos, etc.).
Veamos.

Identificación de la violencia
Como ya ha sido señalado antes son diversas las razones por las que los directamente
concernidos —padres e hijos— pueden ocultar o minimizar la violencia habida en el
hogar; obviamente la situación varía también según cuál sea el escenario de actuación del
evaluador: si ha habido o no denuncia de la presunta víctima y en qué jurisdicción se está
viendo dicha denuncia en caso de haberla; si interviene «de parte» (y en tal caso solo
podrá emitir informe de competencia parental, pero no hacer recomendaciones de
custodia) o si lo hace por designación judicial.
Si ha habido denuncia el evaluador comenzará la segunda tarea, analizar qué forma/s
de violencia ha/n estado presente/s en la esfera familiar, su correspondencia con la
violencia denunciada, la dinámica relacional subyacente, etc. Ahora bien cuando no ha
habido denuncia, sería contrario al interés superior del menor dar por supuesto que no ha
existido VP o cualquier otra forma de abuso. Davis (2015) hace un símil con el control
de seguridad de un aeropuerto: todos pasan por él, la mayoría sin levantar sospechas,
pero los casos en que no es así son sometidos a un examen exhaustivo. Bien, pues la
cuestión es incorporar a nuestros protocolos de evaluación ese «control de seguridad». Al
efecto podría pensarse en el uso de escalas de valoración del riesgo de violencia contra la
pareja, pero estos instrumentos se centran en el pronóstico de violencia grave, física y
sexual primordialmente, y han sido pensados para la predicción de conductas violentas en
un futuro —más o menos inmediato— más que para la detección anticipada de las
mismas en ausencia de alegaciones o evidencias precedentes. Por otro lado muchos de

194
los factores de riesgo contemplados en la literatura científica (puede consultarse el listado
recogido en la Guía del COP de 2012, para Evaluación del Riesgo de Violencia contra la
Mujer en la Relación de Pareja) requieren una evaluación exhaustiva, que evidentemente
no tendría sentido llevar a cabo en todos los casos sino solo en aquellos en que hayan
«saltado las alarmas». No se tiene constancia de ningún instrumento de cribado
desarrollado o adaptado a población española para ser utilizado en el contexto forense, al
estilo de los existentes para la detección de la violencia de género en los servicios de
atención primaria, pero seguramente una consideración sistemática de la posibilidad de
que haya estado presente alguna forma de violencia familiar durante la convivencia
mejoraría la detección basada en la mera impresión del evaluador.

Comprensión de la naturaleza y el contexto de la VP


Las directrices más actuales, como las que maneja la AFCC en su construcción de una
guía de actuación en esta materia que sea suplementaria a sus estándares para conducir
evaluaciones de custodia, aconsejan un enfoque abierto, con las menos ideas
preconcebidas posibles sobre la existencia y naturaleza de la dinámica violenta a evaluar
o sus implicaciones en el menor o en el parenting de cualquiera de los padres. Señalan
como uno de los principios básicos, el enfoque sobre la familia individual, y por supuesto
aluden a la diversidad de formas de VP pero su propuesta de evaluación no parece tomar
como punto de partida ninguna tipología concreta, más bien sería un análisis dimensional
de la dinámica relacional violenta. Considerar la frecuencia, recencia, severidad,
direccionalidad, patrón, intención, circunstancias y consecuencias, cuya combinación dé
cuenta del contexto de la VP en un caso dado; combinación que será distinta en cada
caso, sin que «la presencia o ausencia de una forma o contexto particular de agresión
determine per se un resultado determinado sobre el parenting» señala el borrador
literalmente.
Holtzworth-Monroe y Stuart (1994) revisaron 15 tipologías de maltratadores y
encontraron que todas ellas se definían a partir de tres dimensiones: gravedad y
frecuencia, generalidad (solo con la pareja o también en otras esferas) y presencia de
psicopatología.
Otro autor que ha abogado por este tipo de enfoque dimensional sería Austin (2001)
dentro de su reformulación de las evaluaciones de custodia como evaluación del riesgo
para el desarrollo del niño/a asociado con el divorcio, propone un modelo
multidimensional a partir de la literatura científica sobre prevalencia de la VP, principales
factores de riesgo y niveles de VP. Plantea seis dimensiones:
• Dimensión temporal (reactiva —ligada o no al proceso de ruptura— vs patrón estable
y crónico).
• Género del perpetrador y dirección causal (mayoritariamente instigada por uno o
bidireccional).
• Severidad del daño físico.
• Tipo de agresión (provocación verbal o violencia física).

195
• Presencia de factores de riesgo (como el abuso de alcohol u otras drogas, trastornos
mentales graves, o historial de conducta violenta en otros escenarios).
• Exposición de los niños a la violencia.
También LaViolette (2005) plantea un proceso continuo de agresión y abuso, que va
desde la agresión común al terrorismo / acecho, conforme a una serie de dimensiones
(intención, impacto, etc.) respecto de las cuales difieren los tipos de VP de Johnson antes
mencionados. Gradiente que pone en relación con los diversos arreglos de custodia.
Por su parte Jaffe y colaboradores (2008) plantean la evaluación de la VP en términos
de:
• Potencia equivalente a nivel de severidad y riesgo de letalidad.
• Patrón: dirigido a contrastar el uso de tácticas de control coercitivo incluso en
ausencia de violencia física.
• Perpetrador primario (más que en términos de quién es instigador —más subjetivo
—). Incluye las estrategias de minimización o racionalización de la violencia, así como
otro aspecto de gran interés como es la «intencionalidad» o motivaciones de la violencia
que se perpetra, todavía más difícil de objetivar que otros parámetros.
Estos autores proponen un método de cribado que denominan «PPP screening» (por
las iniciales de las tres dimensiones contempladas) para facilitar el establecimiento de
hipótesis de trabajo; identifican ciertas combinaciones de indicadores en las tres
dimensiones con los tipos de VP a los que hemos venido aludiendo, así múltiples
indicadores de potencia y claro patrón de tácticas coercitivas por perpetrador primario,
conllevan alto riesgo de relación abusiva de control —ACV—, varios indicadores de
moderada potencia y uso de tácticas violentas para resolver conflictos sin perpetrador
primario, plantean riesgo moderado de VP común —CIV—, niveles de potencia acordes
con amenaza planteada por pareja violenta, indican resistencia violenta —VR— y pocos
indicadores de potencia con actos violentos solo durante el proceso de ruptura ya sean
instigados por uno o ambos —SIV— . Además establecen algunas correspondencias
entre estas combinaciones y decisiones posibles de parentalidad, como tendremos
ocasión de ver un poco más adelante.
Particularmente considero más ventajoso trabajar con «dimensiones» de violencia que
con tipologías cerradas, porque remite a un continuo y ello ofrece una diversidad mayor
de combinaciones con las que contrastar cada caso, en vez de invitar a su encaje en un
abanico reducido de categorías. No obstante la valoración fiable de estas dimensiones no
es tarea fácil. Lo previsible es que exista bastante divergencia en el relato de las partes en
cualquier evaluación de custodia y más aún si conlleva reconocimiento de ilícitos penales;
a ello se suma la falta de garantías que ofrece la aplicación de los procedimientos de
valoración de la credibilidad del testimonio en adultos. Por tanto en este terreno se hace
tanto más necesaria la utilización de evaluaciones multimétodo y multifuente, y su
empleo especificando las limitaciones que comporten cada una de ellas.
Así en cuestión de fuentes, siempre tendrán más peso los datos provenientes de

196
fuentes neutrales (policía, juzgados, servicios asistenciales, testigos a priori no ligados a
las partes —por ejemplo miembros de la comunidad escolar, del vecindario—); fuentes a
las que los peritos recurren más en la jurisdicción de violencia que en la ordinaria de
familia (Catalán, 2015) ya que permiten trascender el «ella dice-él dice», si bien la
naturaleza de este tipo de violencia a menudo limita el alcance de estas fuentes. Por otro
lado, los menores, testigos de excepción de la violencia entre sus padres, son sin duda
una fuente valiosa de información pero con importantes limitaciones, unas comunes a la
utilización del testimonio de los hijos para acreditar hechos en cualquier evaluación de
custodia (informe condicionado a su estadio evolutivo y consecuente capacidad de
comprensión y expresión, o fiabilidad potencialmente afectada por sus vínculos con los
padres y ascendiente de estos sobre el menor) y otras específicas como el riesgo de
revictimización de estos menores.
En cuestión de instrumentos Muñoz y Del Campo (en prensa) señalan el potencial de
las escalas de valoración del riesgo que han sido desarrolladas o adaptadas en nuestro
país, tales como SARA (Andrés-Pueyo y López, 2005) o EPV-R (Echeburúa y otros,
2010), al menos para la detección del riesgo de violencia grave. Así como la antes
referida escala CTS-2 —en cualquiera de las versiones adaptadas a población española—
para evaluar conductas agresivas perpetradas/sufridas, o el Cuestionario de Aserción en
la Pareja —ASPA— (Carrasco, 1996) para explorar la dinámica relacional de la pareja,
aunque ya se advierte de la carencia de escalas de validez de estos instrumentos, y habría
que añadir que su baremación se ha hecho con población normativa que nada tiene que
ver con litigantes por la custodia. Con iguales limitaciones también podría ser de interés la
utilización de alguna escala de valoración del estilo de apego en la relación de pareja, en
tanto que un estilo ansioso ha sido señalado también como factor de riesgo y se ha
puesto en relación con dificultades de adaptación a las rupturas —ya de por sí
coyunturas de riesgo— y un estilo rechazante puede ser más propio de perpetradores de
violencia de control (Loinaz y Echeburúa, 2012; Yárnoz-Yáben, 2010). En relación con
ello, será de interés explorar la utilidad que pueda tener en este contexto una prueba
recién aparecida «Vinculatest» Test de evaluación y valoración de los vínculos
interpersonales en adultos (Abuín, en prensa). Para la valoración de otros factores de
riesgo relativos fundamentalmente a características del perpetrador, hay un amplio bagaje
de pruebas clínicas o de personalidad que pueden ser útiles, si bien teniendo siempre en
cuenta los inconvenientes de su uso con propósitos forenses para los que generalmente
no han sido desarrolladas ni baremadas.
En la consideración de factores de riesgo puede ser de interés diferenciar entre
aquellos podríamos decir «estáticos» (ej. trastornos refractarios a psicoterapia, historial
violento) y aquellos «dinámicos» o más situacionales y con mejor pronóstico de cambio
(ej. deficiente manejo del estrés, dificultades adaptativas a la separación); pues los
segundos podrían estar relacionados con la recomendación de medidas educativas o
terapéuticas complementarias y una re-evaluación posterior del nivel de riesgo, a los
cuales queden supeditados niveles superiores de acceso a los menores en condiciones de
seguridad, como veremos más adelante al considerar la toma de decisiones relativas a los

197
planes de parentalidad.
En la Wingspread Conference (Ver Steegh y Dalton, 2008) además de las variables
antes citadas que conforman el contexto en que se produce la VP en un caso dado,
hacían referencia a la utilidad de indagar «quién tiene miedo de qué» y de considerar
también fortalezas o factores de protección de la familia. El miedo, como el curso «en
escalada», ha sido señalado como más característico de la violencia de control coercitivo
que de la situacional (Jaffe y otros, 2008).

Implicaciones en el parenting y el coparenting


La VP puede afectar al parenting tanto del perpetrador como de la víctima, pero el
impacto es tan variable como el contexto en que tiene lugar la violencia. La obra de
Bancroft y Silverman (2002) «The batterer as parent» es un referente en el tema,
aunque se centre principalmente en el tipo de VP que se identifica con el «maltrato
tradicional».
Algunos autores han destacado la relación entre un pobre parenting y determinado tipo
de VP, concretamente la controladora coercitiva, señalando que los perpetradores de este
tipo de violencia no son padres en la misma forma que otros agresores (Edleson y
William, 2007; Jaffe y otros, 2008), ya que este patrón comporta interferencia
sistemática y menoscabo de la autoridad del otro progenitor, haciendo más difícil su
desarrollo de un parenting efectivo, además suelen tener un estilo de crianza autoritario y
controlador, y priorizar sus necesidades sobre las filiales, suelen tener menor implicación
en la crianza y usar más prácticas negativas (ej. ridiculizar al niño/a, mostrar ira hacia
él/ella) y modelan inadecuadas estrategias de resolución de conflictos; aspecto este último
que no parece exclusivo de este tipo de VP, ya que la mala gestión de conflictos es
precisamente la base de la denominada violencia situacional. Cabría también preguntarse
por la incidencia en el parenting de ciertas características o alteraciones de perpetradores
de violencia específica por razón de género, por ejemplo expectativas inadecuadas sobre
la conducta de la prole a consecuencia de sesgos cognitivos sobre los roles sexuales; pero
no se ha encontrado literatura al respecto. En Cantón (2013) se apunta a menor impacto
en las prácticas de crianza en los casos de violencia situacional circunscrita a los procesos
de ruptura, si bien el fenómeno conocido como «parentificación» no deja de ser un
potente abuso emocional de los niños muy frecuente entre los padres con dificultades
notables para adaptarse al divorcio, como caracteriza a quien perpetra este tipo de VP.
No obstante, como se deduce de la revisión de Atenciano (2009) las descripciones del
parenting de los padres perpetradores de VP varían en función de la fuente de
procedencia de los datos: el progenitor víctima (mujeres en la mayoría de los estudios),
encuestas, profesionales de programas de intervención con agresores o estos mismos. En
este trabajo también se señala que los resultados sobre el parenting de madres víctimas
de maltrato revisten ciertas contradicciones; mientras algunas investigaciones encuentran
elevado estrés asociado a la crianza, interferencias en la disponibilidad y en la calidad del
parenting a consecuencia de la psicopatología derivada del maltrato (depresión, TEPT) y

198
más probabilidad de mantener un apego inseguro, también hay alguna evidencia de que
las víctimas despliegan comportamientos compensatorios —positivos— en su interacción
con los hijos, si bien posiblemente esto solo ocurra en una minoría de casos (Cantón,
2013). Aun cuando pueda resultar paradójico y delicado hablar del potencial «maltrato»
al niño/a del progenitor a su vez maltratado en la relación de pareja, observar el interés
del menor debe ser la prioridad. Y dada la asociación entre psicopatología de la víctima y
calidad de la crianza, resultará también de interés en las evaluaciones de custodia,
considerar la capacidad de recuperación de aquella y hacer un pronóstico de
restablecimiento de su competencia parental que tenga en cuenta los recursos de apoyo
disponibles (terapia, orientación educativa, etc.) y demás factores de protección.
El referido borrador de directrices de la AFCC señala en relación al parenting del
perpetrador que debe considerarse en qué medida este progenitor abusa del niño/a (física,
emocional o económicamente), es negligente, o usa al menor como instrumento de abuso
o control del otro; además de valorar en qué medida este padre comprende la naturaleza
de su conducta y sus consecuencias, se propone remediar el daño o demuestra capacidad
de cambio. A su vez en relación con el padre víctima sugieren contemplar el influjo de la
VP sufrida en un incremento del sentido de protección del niño/a (blindándolo,
interviniendo cuando el otro abusa del menor o regulando la conducta de este para evitar
el abuso), en un aumento de la responsabilidad de cuidado del niño/a (por ej. cuidados
suplementarios inadecuados) o bien experimenta pérdida de control sobre su propio
parenting. Todo ello además obviamente de valorar aspectos comunes de calidad del
parenting en ambos, como se lleva a efecto en cualquier evaluación de custodia (vínculo
emocional con el menor, sintonía con sus necesidades, provisión de adecuada disciplina,
modelado apropiado en cuestión de conducta y comunicación, etc.).
Respecto al coparenting —entendido en los términos expuestos en un capítulo anterior
de este texto— lo primero es destacar que si actualmente no es admisible una evaluación
enfocada en los actos o episodios aislados de violencia, sino que necesariamente ha de
incluir información sobre el papel que juega la violencia en la relación entre las partes en
litigio, un subconjunto de esa relación es sin duda el coparenting (relación de la pareja en
tanto que padres). En el caso de agresores, como se apuntaba antes, que interfieren
directamente en el parenting del otro progenitor (cuestionando su autoridad,
menoscabando su papel, etc.), el coparenting ya se ha visto comprometido y este patrón
no resulta esperable que cese con la ruptura. En los casos de violencia situacional habría
que contrastar si no ha sido precisamente la esfera de la crianza y educación de los hijos
el terreno principal de conflicto interparental mal gestionado (hasta el punto de recurrir a
conductas violentas); de no ser así cabe alguna posibilidad de que el coparenting se halle
relativamente conservado y pueda no ser manifiestamente antagonista tras la separación,
aunque precisen alguna ayuda para paliar sus déficits de comunicación y habilidades de
resolución de problemas antes de que estos den al traste con su coordinación para la
crianza de los hijos comunes. Cuando la VP detectada ha sido puntual y circunscrita al
proceso de ruptura, lo normal es que afecte a la disposición para coordinarse en el
cuidado de los hijos al menos en las primeras etapas (incluida la de litigio legal), pero no

199
es descartable un funcionamiento en paralelo aceptable. En todo caso de las
correspondencias entre patrones de violencia y toma de decisiones relativas a planes de
parentalidad se hablará más adelante. En el documento en preparación de la AFCC antes
mencionado (2015), se limitan a señalar los aspectos claves del coparenting a considerar
como en cualquier otra evaluación de custodia: la capacidad de esos padres para
implicarse de forma segura, de tener ambos relaciones saludables con la prole, de
mantener comunicación constructiva y delimitar claramente su papel como padres del rol
de pareja.

Implicaciones para los hijos


El impacto de la VP en los hijos está más estudiado en relación con el tipo controlador
coercitivo, en especial el maltrato del padre a la madre, que con la violencia situacional.
Son varios los equipos de investigación españoles con interesantes publicaciones al
respecto (Alcántara y otros, 2013; Patró y Limiñana, 2005; Bayarri y otros, 2011).
Su evaluación debe centrarse en la experiencia del niño/a, en comprender su vivencia
de la violencia familiar, el significado y atribuciones que hace de la misma, más que en
aprovechar su testimonio para acreditar los presuntos hechos. No debe perderse de vista
que su relato en tanto que víctima es probable que se vea afectado por esos tres factores
que se señalan en la Guía de Buenas Prácticas del COP para estos casos (2013):
— Ambivalencia afectiva: agresor y víctima son sus padres, seguramente sus
principales referentes afectivos y depende de ellos.
— Conciencia disminuida o distorsionada de la victimización sufrida: en qué medida es
capaz de reconocerse como sujeto de derechos, de conectar sus dificultades emocionales,
de adaptación social o académica a su exposición a la violencia, etc.
— Sobreadaptación al clima familiar violento en que ha vivido: la violencia habitual o
recurrente puede llegar a normalizarse.
De acuerdo con Olaya y col. (2008) la evaluación de los menores víctimas de violencia
familiar ha de abarcar:
• Características de la exposición.
• Efectos de la exposición.
• Variables mediadoras y protectoras.
Estos autores plantean un extenso protocolo de evaluación de las diferentes variables
que pueden considerarse en estos tres epígrafes, si bien como ellos mismos reconocen la
mayor parte de los instrumentos sugeridos no están adaptados al contexto español. Las
excepciones serían:
— La escala CPIC (Children’s Perception of Interparental Conflict) de Grych y otros
(1992), adaptada a población española por Iraurgi y otros (2007) según se hizo constar
en el capítulo de Evolución de las evaluaciones de custodia; instrumento que explora la
percepción que tienen los hijos de determinados parámetros del conflicto interparental

200
(frecuencia, intensidad, estabilidad y resolución), así como su percepción de amenaza y
culpa en relación con el mismo; ahora bien los ítems relativos a violencia física entre los
padres son pocos y de escasa gravedad, por lo que hablaríamos más bien de un
instrumento de cribado.
— El inventario CAPI (Child Abuse Potential Inventory) de Milner (1986) adaptado
por De Paúl y Arruabarrena (1991); debe tenerse en cuenta que es un instrumento
diseñado y baremado para uso en Servicios Sociales (no forense) con el fin de identificar
padres con alta probabilidad de maltratar a los hijos.
A ello por supuesto hay que añadir todo el elenco de pruebas clínicas disponibles para
evaluar los potenciales efectos de la exposición a la violencia en niños de diferentes
edades (ansiedad, depresión, trastornos de conducta, autoestima...) así como variables
protectoras, ya sea relativas al propio menor víctima (habilidades de afrontamiento por
ejemplo) o al contexto (apoyo social percibido).
Hay dos apuntes que hacen estos autores que considero de interés destacar. El primero
que es fundamental que la evaluación del impacto de la VP en los niños no se haga solo a
través de los informes parentales sino que contenga datos de autoinforme del menor,
dados los previsibles sesgos de los padres en litigio al proveer información, y porque se
valoran variables relacionales siendo por tanto necesario conocer la perspectiva de todos
los concernidos, de ahí que se señalen como técnicas de elección los instrumentos con
versiones paralelas (padres/hijos), por desgracia infrecuentes. Y en segundo lugar,
relacionado con la probabilidad de polivictimización de estos menores, señalan que es
conveniente rastrear otros posibles acontecimientos estresantes vividos por ellos, lo cual
también puede ayudar a hacer un diagnóstico diferencial (qué se debe a cuál condición
patogénica).
Jaffe y col. (2006) advierten sobre la consideración de los deseos de los menores en
estos casos, dado que pueden sentirse intimidados por el progenitor abusivo o aliarse con
este si ha tenido una conducta manipuladora, pero también pueden querer erigirse en
protectores del progenitor víctima o identificarse en exceso con este. Catalán (2015)
señala que en este contexto de litigio por la custodia parece tener más peso el criterio
«adopción de poder» (o pseudo-capacidad de decisión) por parte de los menores que en
los informes psicológicos que se emiten en los procedimientos de familia ordinarios.

Toma de decisiones sobre los planes de parentalidad y medidas coadyuvantes


Como ya se apuntaba anteriormente, la investigación sobre el impacto a largo plazo de
la VP en los planes de custodia o acceso a los hijos está aún en estado incipiente; según
tuvimos ocasión de ver en el capítulo dedicado a la custodia compartida, los estudios que
comparan diferentes tipos de custodia revisten dificultades metodológicas, pero es que en
relación con este tipo de familias son prácticamente inexistentes; como señala Jaffe
(2014) no hay investigación que evalúe la aplicación de modalidades específicas de
custodia o contacto pos-ruptura a los diferentes patrones de violencia familiar.
Ello determina por un lado que las recomendaciones que hacen los evaluadores se

201
basen más en sus impresiones y «experiencia» que en la evidencia empírica. De hecho
en Brinig y col. (2014) se citan varios trabajos que sugieren que las creencias del
evaluador y su conocimiento del fenómeno de la violencia familiar es más predictivo de
sus recomendaciones que la severidad de la violencia o la minuciosidad de sus
investigaciones. Por otro lado esta carencia de datos de investigación determina que el
punto de partida de las propuestas que se hacen al respecto, como la que se expondrá a
continuación, sea la revisión de la literatura sobre el tema y la experiencia en el ámbito,
poco más.
Llegado el momento de hacer recomendaciones sobre la custodia en casos en que
concurre alguna forma de VP, el meollo está en el complejo equilibrio entre seguridad y
acceso al menor. Jaffe y col. (2008) sugieren establecer prioridades claras para resolver
este conflicto de intereses. Ellos plantean el siguiente orden de prioridades:
1.º Proteger al niño/a de entornos violentos, abusivos o negligentes.
2.º Proteger la seguridad y bienestar del progenitor víctima.
3.º Respetar y empoderar al progenitor víctima para que tome sus decisiones y dirija
su vida (sin exceso de injerencia institucional).
4.º Responsabilizar al progenitor/es perpetrador de su comportamiento abusivo.
5.º Permitir el plan menos restrictivo de acceso de ambos padres al niño/a que
beneficie a este/a.
La posición de autores como el mencionado canadiense P. Jaffe, es que la presunción
a favor de la custodia compartida choca frontalmente con la protección de los niños en
los casos de violencia familiar, y pone en duda que sea siempre posible mantener las
relaciones parento-filiales en condiciones de seguridad para el menor y para los adultos,
por muchas medidas o recursos de apoyo y supervisión que se implementen (coordinador
de parentalidad, intercambios supervisados, etc.). Brinig y otros (2014) señalan que a
partir de la década de los 90 la legislación de muchos estados norteamericanos ha ido
sensibilizándose con este problema e incorporando la prohibición de la adjudicación de la
custodia a progenitores agresores, aunque dicha restricción pueda ser refutada, no
alegando simplemente la conveniencia general de que el menor tenga contacto con ambos
padres, pero sí acreditando haber seguido algún programa terapéutico, no haber vuelto a
usar la violencia o cuando se valora que es suficiente una «orden de protección». Estas
autoras se muestran sin embargo contrarias a un mayor automatismo —en la exclusión
de la custodia— con independencia del contexto y alcance de la violencia en cada caso.
Ver Steegh y Davis (2015) por su parte ponen el acento en el automatismo pero
refiriéndose a los planes estándar de custodia, y señalan que aun siendo ciertas esas
«excepciones» que pueden invocarse —entre ellas la concurrencia de alguna forma de
violencia familiar— estas resultan parcialmente efectivas porque se basan en una
identificación rápida y gruesa de la VF alegada y como hemos visto ya los métodos de
cribado son aún bastante deficientes.
De las restricciones al acceso al menor que contemplan las resoluciones judiciales en
nuestro país para esta casuística, puede dar alguna cuenta el informe de Save the

202
Children (2014) que acomete el análisis de doscientas sentencias relativas a custodia y
visitas dictadas por las Audiencias Provinciales de todo el territorio nacional entre 2010 y
2011, en relación con recursos de apelación dimanantes de Juzgados de Familia (JF) o de
Juzgados de Violencia sobre la Mujer (JVM). La comparativa ofrece algunos datos
elocuentes, cuyo análisis debe tener siempre presente la definición de VP en términos de
género que compete a los JVM, como ya ha sido explicado anteriormente. Veamos:
— La violencia —VG— incide en las determinaciones de custodia, de hecho registran
un 34,44 por 100 de custodias paternas en las sentencias de JF frente a un 18,68 por 100
en los JVM.
— La incidencia de este factor en las determinaciones de RV parece menos clara, pero
también hay que tener en cuenta el efecto del tamaño de la muestra (ya que se analizan
el doble de categorías de RV que de custodia). Con todo, se aprecia un porcentaje algo
menor de RV ordinario en los JVM (25,53 por 100) que en los JF (31,91 por 100), y
sobre todo mayor uso de los Puntos de Encuentro (PEF) —recurso de intermediación y
supervisión— sea con un RV ordinario o restrictivo.
— Es no obstante infrecuente la suspensión del contacto con los hijos en los JVM,
incluso menor la suspensión del RV por motivos de VG (8,89 por 100) que en los JF por
otros factores de riesgo —trastornos mentales o adicciones— (14,24 por 100), y no se
registran apenas casos de suspensión de patria potestad.
— Curiosamente no se constata una posición más activa del Ministerio Fiscal en estos
procedimientos en los JVM que en los JF, se opone en porcentaje similar de casos en
asuntos de ambas jurisdicciones e incluso es más frecuente que no conste su
pronunciamiento en los recursos relativos al RV de los JVM (34,93 por 100) que en los
derivados de JF (30,76 por 100).
Desafortunadamente en este análisis de sentencias de segunda instancia no figura el
uso de otras medidas o recursos (derivación a programas terapéuticos por ejemplo) ni si
las determinaciones de custodia y/o visitas son condicionadas a la observancia de esas
cautelas, o a ulteriores re-evaluaciones del riesgo. Además, a excepción de la referida
Tesis de Catalán (2015) que incluye en su muestra informes periciales de custodia
emitidos por técnicos adscritos a los JVM, pero que no es sensu estricto un análisis de
este tipo de evaluaciones, no se tiene conocimiento de ninguna otra revisión comparable
a las mencionadas en capítulos precedentes sobre evaluaciones ordinarias llevadas a cabo
en el ámbito de los JF, que permitiera conocer con detalle la metodología de trabajo y
recomendaciones que se efectúan en este ámbito, y partir de esa praxis al hacer las
siguientes consideraciones sobre la toma de decisiones de custodia y acceso.
Son frecuentes las apelaciones a incrementar la sistematización de estas evaluaciones,
a fin de disminuir en lo posible la influencia de sesgos, ya sea por razón de género o por
motivos culturales (AFCC, 2015). Una propuesta en tal sentido es la de los canadienses
Jaffe, Crooks y Bala (2006 y 2009). Estos autores plantean un modelo de evaluación
diferencial de la custodia según el nivel de conflicto/violencia presente o alegado; su
propuesta es representada en el gráfico piramidal que se reproduce a continuación (Figura

203
1).

En la base de la pirámide se encuentran los elementos tradicionales a evaluar en


cualquier dictamen de custodia: necesidades de los niños, habilidades parentales,
capacidad de los padres para cooperar y consideración del calendario evolutivo a la hora
de contemplar patrones de parentalidad. Los casos en que concurre alto conflicto
interparental ocupan el tronco de la pirámide, y en ellos además de los dominios
inferiores comunes a toda evaluación de custodia, es preciso considerar la historia de
conflicto, la capacidad de afrontamiento y resistencia del menor e identificar si es posible
la figura parental «menos tóxica».
A medida que se asciende en la pirámide aparecen otros retos de la evaluación: riesgo
de recurrencia de la violencia, su impacto en los niños y por supuesto la cúspide sería la
valoración del riesgo grave o riesgo de letalidad.
En paralelo estos autores sugieren un gradiente de medidas o recomendaciones de
acceso y recursos más adecuados según los casos. Representan este rango de medidas
(Figura 2) sirviéndose de la analogía de una carretera que conduce a la coparentalidad, y
en la cual los casos en que se detecta VP precisan una vía rápida de salida y acceso a

204
recursos especializados: programas de intervención con agresores, servicios de atención a
víctimas, programas específicos para menores expuestos a violencia, supervisión de
visitas o de intercambios, seguimiento judicial y en general regímenes de custodia
exclusiva, aunque estos autores han aportado también otras especificaciones más
concretas según las diferentes dimensiones de la VP examinada como veremos un poco
más adelante.

Para aquellos casos de alto conflicto pero sin violencia entre la pareja, la salida
indicada será la siguiente, siendo candidatos a servicios de arbitraje, programas para
reducción del conflicto, intervención de coordinadores de parentalidad y medidas de
«parenting paralelo» o alternancia en la custodia. El resto de familias que se conducen en
el divorcio con niveles «normales» de conflicto serán los beneficiarios de las
intervenciones educativas normalizadas, los servicios de mediación y constituirán el
grueso de los candidatos a las diferentes modalidades de custodia compartida.
En su trabajo de 2008 estos autores, junto con J. Johnston, propusieron como ya se

205
apuntó antes el «PPP screening», compuesto de una serie de cuestiones (indicadores)
para delimitar la potencia, el patrón y el perpetrador primario en cada caso con
alegaciones de VP, y a partir de ahí obtener configuraciones y establecer
correspondencias con recomendaciones de parenting y recursos auxiliares necesarios.
Dada la extensión de la propuesta, se ha intentado esquematizar en la Tabla 1, la parte
correspondiente a las especificaciones relativas al tipo de VP que según ellos hacen o no
apropiada una determinada modalidad de custodia o acceso, aunque obviamente también
cuentan otros requerimientos a la hora de recomendar cualquiera de estas medidas.
Como puede verse en la Tabla 1 los planes de parentalidad o acceso más restrictivos
se corresponden con violencia actual o reciente, de potencia moderada a alta y patrón de
control coercitivo (ACV en la nomenclatura de estos autores). Respecto a la
recomendación de fórmulas de parenting paralelo es interesante la salvedad que hacen
estos autores relativa a la edad de los hijos, acorde con lo apuntado en el capítulo de
custodia compartida sobre la repercusión que la falta de cooperación parental puede tener
para el cuidado efectivo de niños muy pequeños; hay autores más críticos con la
funcionalidad de este tipo de planes impuestos (por ejemplo Epstein y Cole, 2003), y
también se ha señalado que es más probable que funcionen con el arbitrio de un tercero,
por ejemplo un coordinador de parentalidad (Jaffe y otros, 2006). El acceso supervisado
es entendido como una fase de transición, al igual que suelen serlo en nuestro entorno las
visitas supervisados en los Puntos de Encuentro (PEF); dicha supervisión cesa por
innecesaria o el acceso se suspende según la evolución del progenitor perpetrador y del
ajuste del niño/a. Lo interesante es que en la propuesta de Jaffe y colaboradores se
señala que deben especificarse las conductas criterio y/o metas específicas que han de
darse para pasar de un plan más restrictivo a uno menos (de acceso supervisado a
intercambios supervisados o de estos a transiciones sin monitoreo), lo cual parece un
proceder más garantista que la mera consecución de plazos, pero también remite al
acceso a los recursos de intervención apropiados para la consecución de esos objetivos,
sin confiar demasiado en la remisión espontánea de los problemas detectados.

206
207
208
Cuestión esta última que tiene que ver con la disponibilidad y la eficacia de tales
recursos. Pocos PEF y en consecuencia colapsados, presencia todavía incipiente de la
figura del coordinador de parentalidad (como se vio en el capítulo inicial de este texto),
deficiente accesibilidad a programas tanto para víctimas como para agresores en especial
fuera de las ciudades de cierto tamaño, escasez de programas psicoeducativos para
optimización del parenting en coyunturas de divorcio, etc.
El debate sobre la eficacia de los programas de intervención con agresores es conocido
(Coulter y VandeWeerd, 2009; Arias, Arce y Vilarino, 2013) y supera el cometido de este
capítulo. Decir por tanto solo que las tasas de éxito (cumplimiento del programa y no
reincidencia) manifiestamente mejorables que arrojan los estudios sobre efectividad de
estos programas, vienen siendo puestas en relación con su falta de especificidad para los
diferentes tipos de agresores (Kelly y Johnson, 2008); se plantea que mientras la
aproximación psico-educativa con orientación de género (Modelo Duluth) se ajustaría a
varones agresores con un patrón controlador coercitivo, modelos cognitivos-conductuales
orientados a la mejora de habilidades interpersonales, manejo del estrés o control de la
ira, serían más apropiados para perpetradores de violencia situacional, y se alude incluso
a enfoques más novedosos dirigidos a mujeres que han presentado violencia de
resistencia, con objeto de fomentar la seguridad y habilidades para enfrentar la violencia
de sus parejas. Si bien es cierto que únicamente destinados a varones, pero hoy en
general los programas de intervención (por ej. el PRIA-MA) incluyen elementos dirigidos
tanto a corregir violencia expresiva como instrumental, y también han ido incorporando
contenidos sobre cómo ser padres y mejorar su sensibilidad al impacto de la violencia en
los hijos.
De la misma manera Kelly y Johnson (2008) se hacen eco del debate sobre la
aplicabilidad de la mediación a casos con alegaciones de VP, y señalan que en todo caso
parece más probable que se beneficien de este servicio las parejas que han presentado
violencia instigada por la separación que los casos de violencia situacional y desde luego
resulta mucho más comprometido (y controvertido) su uso cuando predomina una
dinámica de control. Interesantes a este último respecto las reflexiones de Lobo y Samper
(2011) cuestionando la disposición legal establecida por la LO 1/2004 que veda de
manera taxativa el empleo de la mediación en casos de violencia de género; de nuevo se
hace referencia a su potencial beneficio más en casos de violencia «circunstancial» que
«estructural», sin que conlleve riesgo para la víctima ni legitimación alguna de la
conducta del agresor.
Otro instrumento legal que ha suscitado controversia son las «órdenes de protección».
Los abogados Parkinson, Cashmore y Single (2010) sostienen que se abusa de esta
medida en el escenario de las disputas pos-divorcio al aplicarse a casos sin agresión física
«ni amenaza significativa de este tipo de agresión» (por ejemplo casos de abuso verbal,
acoso telefónico, etc.), y con propósitos «colaterales» que lejos de proteger parecen
exacerbar el conflicto. No cabe duda que esta como cualquier medida debe de ser
analizada caso a caso, pero los datos del CGPJ indican que en 2014 se denegó el 43 por
100 de las O.P. solicitadas en los JVM, lo que de entrada no sugiere aplicación

209
indiscriminada de este instrumento de protección, y respecto a su uso en casos sin
agresión física contrastada también cabe el argumento contrafactual (¿habría llegado a
haberla de no haberse acordado dicha O.P.?).
En todo caso, estas limitaciones o posibles efectos contraproducentes de recursos de
intervención y medidas complementarias que adoptar, han de ser considerados a la hora
de recomendar un plan de custodia o acceso en estas familias, a fin de que el mismo sea
realista, se ajuste lo más posible a las especificidades del caso y prime la seguridad del
menor y demás potenciales víctimas. Como vienen a decir Ver Steegh y Davis (2015),
hay que poner el foco en la adecuación del parenting, más que empeñarse en articular
medidas que hagan a toda costa viable un determinado plan de custodia.

210
Capítulo 6

Discusión de casos
De entrada clarificar que el presente capítulo no se plantea como una exposición de
casos al uso. Por un lado, no se ha pretendido reproducir los informes emitidos en su día
por los profesionales correspondientes; este texto no se ocupa del «resultado final» de la
evaluación sino del proceso mismo de evaluación. Así que para cuestiones formales y
sustantivas relativas a la elaboración y presentación de informes habrá de consultarse
otras fuentes (se sugiere por ejemplo Pickar y Kaufman, 2013). Tampoco se ha buscado
que las evaluaciones fueran «modélicas», aunque obviamente se haya recabado la
colaboración de colegas experimentados y cada uno de ellos a su vez haya seleccionado
un caso que ha entendido suficientemente representativo de la casuística indicada. Pero
la finalidad no es tanto ejemplificar cómo ha de hacerse la evaluación en este tipo de
casos, cuanto mostrar el proceso de trabajo seguido por los evaluadores, con sus luces y
sus sombras. El lector será quien valore las prácticas aquí expuestas.
En concreto, son tres casos relativos a sendas cuestiones interesantes dentro del
ámbito de las evaluaciones de custodia, por su actualidad y por ser fuente de debate
profesional. Claro está aplicando el dicho que son todos los que están, aunque
desafortunadamente, no han podido estar todos los que son. Otros temas candentes
quedan en el tintero, pero confío en el interés de los tres que son abordados: la custodia
compartida, el conocido como «síndrome de alienación parental» y la custodia en el
contexto de violencia de género.
Y antes de explicar más, quisiera detenerme a expresar mi agradecimiento a los tres
compañeros que de forma totalmente desinteresada se han prestado a esta tarea,
exponiendo un caso y exponiéndose de alguna manera al juicio crítico de nuestra
profesión, ejercicio que estamos poco acostumbrados a hacer.
Como anticipaba al referirme a la propuesta de sistematización del proceso decisional
de L. Drozd, el objetivo ha sido hacer un ejercicio de transparencia respecto del proceso
de evaluación y toma de decisiones seguido en cada uno de los casos, para dejar a la
vista la urdimbre sobre la cual en su momento fueron colocándose los datos obtenidos
durante la evaluación y con ello explicitar las inferencias hechas en el análisis de esos
datos para llegar a las conclusiones forenses; proceso en el cual quedan al descubierto las
limitaciones de las evaluaciones practicadas y afloran cuestiones que son objeto de
controversia. Aspectos estos últimos sintomáticos del estado actual de las evaluaciones
psicológicas de custodia, descritos con detenimiento en las páginas precedentes de este
texto.
En consecuencia se hace un desarrollo extenso de cada caso, que es además reflejo de
la dinámica de trabajo seguida para la confección de este capítulo. Cada uno de los
colaboradores presentó un caso y preparó —basándose en el esquema propuesto por la
autora del texto— un borrador sometido a sucesivas sesiones de discusión del resto. Este
auténtico trabajo de equipo obligó a cada uno de los colaboradores a dar cuenta de la

211
procedencia de cada dato, de los datos en que apoyaba cada inferencia y conclusión, de
si había o no considerado hipótesis y explicaciones alternativas, del por qué y las
consecuencias de sus elecciones metodológicas, incluso de sus referentes teóricos y la
evidencia «selectiva» que habían condicionado su forma de conducir la evaluación.
Comprenderá ahora aún mejor el lector mi agradecimiento hacia el esfuerzo ímprobo
hecho por estos colegas.
En resumen un trabajo arduo que ha requerido de todos honestidad, para regirnos por
la razón, humildad para exponer las limitaciones de nuestro trabajo y conocimiento, y
espíritu crítico; mimbres que confiamos en que también al lector le faciliten la reflexión y
mejora de su praxis.
EVALUACIÓN DE UN SUPUESTO DE CUSTODIA COMPARTIDA SIN ACUERDO
ENTRE LOS PADRES
M.ª Luisa García Carballo. Psicóloga Forense.
Juzgados de Familia de Madrid

1. Exposición del caso


1.1. Información extraída del expediente judicial
La demanda de divorcio contencioso se produce en octubre de 2007 por parte del
padre contra la madre. Alega que están separados desde julio de 2006 y que en ese
momento se otorgaron las capitulaciones matrimoniales ante el notario produciéndose una
separación absoluta de bienes. El domicilio conyugal le pertenece a él por haberlo
adquirido con carácter privativo antes de contraer matrimonio. Expone que tienen tres
hijos, la mayor de 12 años, el mediano de 10 y el pequeño de 7 años y solicita que se
mantengan las mismas condiciones del Convenio Regulador de carácter privado que está
regulando su vida familiar desde que se separaron en 2006.
En dicho convenio se acordó:
• Patria Potestad Compartida.
• Atribución del domicilio familiar a los padres por semanas alternas.
• Se establece una guarda y custodia compartida de ambos progenitores por semanas
alternas.
El padre solicita mantener el mismo sistema de custodia pero en casas diferentes dado
que la alternancia de la casa se planteaba de manera provisional por si existía una
reconciliación, como eso no se ha dado y el piso es de él quiere que se otorgue. Refiere
que abonará a la madre el importe de un alquiler de 1.200 euros al mes durante un año y
si el juzgado decide que sigan igual, solicita que ella le pague 750 euros al mes por estar
utilizando un bien privativo de él.
En Diciembre de 2007 la madre contesta a la demanda y expone que se opone a la
petición de custodia compartida solicitando la custodia exclusiva para ella. Señala que la
custodia compartida ha funcionado mal porque:

212
• Existe mala comunicación con el padre.
• Tiene un carácter rígido e inflexible que hace difícil hablar con él.
• No existe consenso entre ambos.
• Inexistencia de criterios comunes educativos.
Solicita por tanto que se tomen las siguientes medidas:
• Guarda y Custodia de los menores para ella con adjudicación del domicilio conyugal
actual.
• Que se establezca un régimen de visitas de fines de semanas alternos para el padre y
una tarde entre semana.
• Una pensión de alimentos de 1.500 euros al mes.

1.2. Especificación del objeto de pericia


Desde el juzgado se solicita un informe en el que se evalúe la mejor alternativa de
custodia para los menores, debiendo valorar cual de los padres es el más idóneo.
Es una petición de carácter general, habitual en el ámbito de familia, en la que no se
hace alusión explícita a la custodia compartida, si bien es obvio que la controversia
principal en este caso es una custodia exclusiva materna o una custodia compartida por
semanas alternas. En este sentido comentar que a diferencia de los peritos ajenos al
tribunal, a los técnicos adscritos al juzgado se les suele hacer una demanda en términos
generales del estilo de esta, salvo en algún caso concreto en que se realiza una solicitud
mucho más específica.
Hay que señalar que este caso es posterior, aunque no mucho, a la Ley 15/2005 en la
que se contempla la posibilidad de otorgar la guarda y custodia compartida sin acuerdo
entre las partes, si bien es verdad que con muchas garantías. A este respecto hay que
destacar la sentencia 185/2012 del Tribunal Constitucional, que elimina el inciso
«favorable» del informe del Ministerio Fiscal para otorgar la custodia compartida,
teniendo por tanto el juez plena libertad para concederla o no independientemente del
criterio del fiscal.
Con todo, en el espíritu de la ley, la custodia compartida sin acuerdo de los padres se
contemplaba como algo excepcional y que debía ser valorado con cautela, impidiendo
además su concesión en los casos de violencia de género.
Sin embargo, actualmente en los asuntos en los que suelen pedir nuestra intervención,
en la gran mayoría uno de los padres solicita la custodia compartida y el otro la exclusiva,
lo cual obviamente no significa que se otorgue la compartida en todos los casos en los
que se solicita, pero sí es indicativo de cómo se ha generalizado su demanda. Ello va
unido obviamente a una mayor expectativa de conseguirla, porque efectivamente se ha
constatado que estadísticamente está aumentado el número de custodias compartidas
otorgadas, tal y como refleja el INE desde que en 2007 empezara a registrar estos datos,
al igual que también se constata un mayor aumento de las mismas en aquellas CC.AA. en
las que la legislación prioriza esta modalidad de custodia.

213
2. P lanteamiento de la evaluación
2.1. Formulación de las hipótesis que dirigen la evaluación
En este caso lo más relevante de la información recogida del expediente judicial es el
hecho de que ya existe un convenio regulador desde hace más de un año, dándose por
tanto una organización familiar de hecho de la que partimos y que supondrá nuestra
primera y más relevante hipótesis, esto es:
— Que la custodia compartida de semanas alternas ha sido decidida de mutuo acuerdo
y esa sería en principio la organización más adecuada a esta familia. Es decir suponemos
que si han acordado este reparto de tiempo ha sido porque era lo que mejor se adaptaba
a su realidad familiar, y porque ambos padres están implicados en el cuidado de los
menores. Esta hipótesis está relacionada también con el principio de mínima intervención
dando por válido lo ya decidido por la familia y valorando únicamente si presenta algún
tipo de disfuncionalidad.
En este sentido, una segunda Hipótesis sería:
— Que la Custodia compartida no está funcionando adecuadamente y por tanto sería
conveniente su modificación por otra modalidad de custodia más viable.

2.2. Metodología utilizada


La metodología usada en este caso, después de realizar el análisis del expediente
Judicial fue la siguiente:
— Entrevista conjunta con el padre y con la madre.
— Entrevista individual con la madre. Aplicación del MCMI-III, del CUIDA, y del
Instrumento sobre Actitudes Parentales.
— Entrevista individual con el padre. Aplicación del MCMI-III, del CUIDA y del
Instrumento sobre Actitudes parentales.
— Entrevista conjunta con los menores. Aplicación del TAMAI a los dos mayores y
de Dibujo de la Familia. Aplicación del Dibujo de la Familia al pequeño.
— Observación de los menores con cada uno de los progenitores.
— Coordinación telefónica con los tutores de los menores.
Dadas las características del caso, lo primero que se planteó aquí es la realización de
una entrevista conjunta a los progenitores con el objetivo de clarificar las posturas y
valorar de alguna manera su nivel de comunicación, su estilo relacional, que si bien es
importante en los casos de custodia, se convierte en crítico en los casos de compartida, y
sobre todo comprender como llegaron a la decisión de que la custodia compartida
modalidad de «nido» era la mejor alternativa para ellos.
Se realizaron también sendas entrevistas individuales con ambos padres en las que se
profundiza en cada una de sus demandas y en las que además se trataría de conocer las

214
dificultades de funcionamiento de la organización familiar convenida en su día. Se les
aplica un cuestionario de evaluación de rasgos CUIDA y el Instrumento de Actitudes
Parentales para evaluar rasgos y actitudes que se suponen están relacionados con
habilidades de cuidado, y también rasgos necesarios para el buen funcionamiento de la
Custodia Compartida —como por ejemplo la Flexibilidad—. Se les aplica también un
inventario clínico de personalidad, el MCMI-III, para descartar desajuste psicológico o
un patrón desadaptativo de funcionamiento.
Se realizan también entrevista a los menores, observación de la interacción padre-
hijos, observación de la interacción madre-hijos. Se les aplica a los mayores un
cuestionario de Adaptación, TAMAI y a los tres el test gráfico del dibujo de la Familia
que nos puede aportar una valiosa información sobre la vivencia de las relaciones
familiares en el menor, que puede enriquecer nuestra evaluación, siempre y cuando no se
le atribuya al mismo un excesivo peso en el diagnóstico. Se realiza también coordinación
con los tutores de los menores, para contrastar la incidencia que la ruptura familiar y su
posterior organización pudieran haber tenido en la adaptación escolar de los menores.
Se plantea por tanto una metodología en la que se evalúan a todos los miembros de la
familia y en las mismas circunstancias de observación, incidiendo sobre todo en la
capacidad parental de ambos padres, en su idoneidad, su disponibilidad y en su
participación en la vida y en el cuidado de los menores. Además, se evalúa la adaptación
de estos en el momento actual.

3. Análisis de resultados
3.1. Resumen razonado de resultados
3.1.1. Organización familiar
Ambos padres tienen una persona contratada para realizar las labores domésticas con
horario de 8:00 a 19:00 horas, y que colabora en el cuidado de los niños; además es
quien se encarga de estar con los niños entre las 8:00 y las 8:45 horas de los lunes,
cuando se produce el intercambio de progenitor en el domicilio.
Para cubrir las necesidades económicas de los menores y de la casa común ambos
progenitores informan de que comparten una cuenta bancaria.
Los tres menores mantienen relación habitual con las familias de origen de ambos
progenitores. Van a visitar a los abuelos paternos algunas tardes entre semana a la librería
que regentan, a comer con ellos los fines de semana, incluso de vacaciones a una isla del
mediterráneo. También van a visitar a la abuela materna los fines de semana y a pasar
períodos vacacionales con ella y el resto de la familia en otra comunidad autónoma.
Los dos hijos mayores, cursan 1.º de la ESO y 5.º de Primaria, respectivamente; el
más pequeño 1.º de Primaria. En las diferentes coordinaciones con los tutores de los tres
niños estos hacen referencia a que tienen un buen nivel de rendimiento, integración y
participación; ninguno de ellos ha notado diferencias en los menores al pasar de estar una
semana con uno y otro progenitor, destacando los tutores que son niños alegres y con

215
buen desarrollo académico.
Evaluación de los diferentes miembros de la familia:

3.1.2. Relativos al PADRE


Vivencia de la vida en pareja y de la separación: A lo largo de toda la relación de
pareja, el padre refiere una vivencia de malestar con su mujer, ya que según refiere, ella
nunca le quiso y eso le destrozaba. La separación fue propuesta por ella, reaccionando él
con sufrimiento, debido a que aún la quería y deseaba en algún momento volver a la
relación.
Le cuesta reconocer la existencia de momentos felices en la familia y en la relación, y
muestra dificultad para ver algún grado de responsabilidad propia en la ruptura,
achacándolo a motivos externos relacionados con su ex mujer. Parece no haber superado
adecuadamente la ruptura de la pareja, y así lo expresa en muchos momentos; mostrando
algún resentimiento y cierto grado de aversión hacia la figura de su ex mujer.
Vivencia post-separación: El padre inicialmente tras la ruptura parece adaptarse a la
organización familiar del acuerdo al que habían llegado de custodia compartida.
Posteriormente empiezan los conflictos con su ex, derivados según se deduce a través
del contenido de las entrevistas del hecho de que él siente que ella ocupa espacio «suyo»,
lo cual parece molestarle, dado que él prefiere cumplir de manera más estricta lo de las
semanas alternas, viviendo como una interferencia algunas propuestas de su ex mujer
cotidianas, pero que él parece vivir como invasivas de su tiempo, aunque en ningún
momento pasan de ser pequeños conflictos.
Relación con los hijos: Antes de la separación, el vínculo de los hijos con su padre
había sido muy intenso, siendo este el que mayor cantidad de tiempo y cuidados ha
dedicado a los menores, era él quien principalmente los cuidaba a lo largo de las tardes.
Incluso dejando de lado su desarrollo laboral para centrarse en el cuidado de sus tres
hijos. (Había solicitado una reducción de jornada para poder atenderlos mejor).
Tras la separación, esta relación estrecha se mantiene, si bien limitada a las semanas
alternas, y así continua llevándoles al colegio, les prepara la comida y les ayuda en las
tareas escolares. A nivel de ocio, también parece tener un comportamiento adecuado.
Este tipo de cuidado se ve reflejado en el apego y unión que tienen los menores a la
figura paternal.
Técnicas psicodiagnósticas: Con respecto al Inventario Clínico de Personalidad
(MCMI-III) el padre muestra el siguiente perfil 7*DHN”//A*D”//SS+. Lo más
significativo es la puntuación en el punto de corte de la escala en Trastorno de Ansiedad,
junto con la puntuación alta en la escala Compulsiva. Ambas puntuaciones nos indican la
presencia de cierta tensión, aprensión y rigidez, con elevada exigencia sobre sí mismo y
sobre los demás. Esta tensión se observa en el padre ante el propio proceso de
evaluación ya que la vivencia que muestra a lo largo de la misma se podría definir como
de inquietud y preocupación, lo que unido a su puntuación en la escala compulsiva nos
indica que es una persona que tiende a sufrir y que se puede ver emocionalmente

216
afectado por la posible pérdida de la custodia compartida.
En el CUIDA muestra las siguientes puntuaciones:

Su perfil ofrece pocas puntuaciones fuera del promedio, y estas en conjunto dibujan
una personalidad reflexiva y con capacidad para adaptarse a los cambios, pero con
algunas dificultades para tomar decisiones, desenvolverse en situaciones sociales o
afrontar pérdidas. En los factores de segundo orden muestra puntuaciones medias.
Rasgos consistentes con su razonable desempeño del rol parental pos-ruptura pero
también con su necesidad de una redefinición de la situación familiar que le dé mayor
seguridad emocional.
Tiene un adecuado modelo educativo y buenas habilidades para el cuidado de los
hijos; si bien puede mostrarse un poco sobreprotector tal y como se aprecia en el
Instrumento de Actitudes Parentales y donde muestra una ligera elevación en este
aspecto, si bien en el resto de los factores muestra unas puntuaciones discretas similares
a las de la madre.

3.1.3. Relativos a la MADRE


Vivencia de la vida matrimonial y la separación: La madre es quien desea que se
acabe la relación de pareja, estando actualmente bastante recuperada emocionalmente en
comparación con su ex marido.
A lo largo de toda la relación de pareja, ella es capaz de rescatar y vivenciar buenos
momentos pero a partir del desacuerdo entre ambos nota en el padre mucho rencor y
falta de cariño, quien le reprochaba en más una ocasión que ella no le quería. La madre
deseaba que todos los hijos siguiesen viendo a ambos padres, y en ese sentido refiere que
firmó el convenio regulador pero solo como algo que en principio era bueno para los
menores, en ningún momento lo valoró como algo provisional por si se reconciliaban.
Quería seguir manteniendo una relación de amistad con su ex marido para así mejorar
el cuidado los menores, pero refiere mucha frustración por los límites que el padre
muestra hacia ella en ese sentido.
Vivencia post-separación: Al igual que su marido, inicialmente tras la separación
parece sentirse cómoda en el acuerdo que ambos progenitores habían establecido de
custodia compartida, y que según ella había sido para el bien de los menores.
Posteriormente empiezan los conflictos, aparentemente iniciados por el padre (que, por
ejemplo, se opone a que sea ella quien vaya a vestir a los niños en la semana que le toca
a él), donde ella percibe una mayor rigidez en él que le molesta mucho. Y si bien son

217
pequeños conflictos cotidianos, estos van deteriorando su relación.
Relación con los hijos: Antes de la separación, el vínculo de los hijos con la madre
había sido bueno, aunque como ya se comentó, el padre tenía una mayor dedicación al
cuidado de los mismos, si bien el menor de los hijos parece mostrar una mayor afinidad
con ella.
Tras la separación no se percibe un cambio en este sentido, y así en la semana que le
toca a la madre estar con ellos, continúa haciéndose cargo de las tareas de cuidado y
atención de los menores, les sigue llevando al colegio, preparándole la comida y
ayudando en las tareas. A nivel de ocio, también parece tener un comportamiento
adecuado.
Técnicas psicodiagnósticas: En el MCMI-III se obtiene el siguiente perfil
4*56A+78B”//.
Es por tanto la escala de Histrionismo la que aparece elevada dentro de los patrones
clínicos de personalidad, unido a un apuntamiento en la escala narcisista. Concordaría
este perfil con la impresión clínica de una persona más centrada en sí misma y en su
bienestar personal, vivaz en su expresión emocional, y que necesita que los demás le
refuercen la imagen que intenta proyectar. Su necesidad de aceptación y de satisfacción
emocional, unido a una sobrevaloración de sí misma, pueden mermar su capacidad de
entrega hacia los demás.
En el CUIDA muestra las siguientes puntuaciones

Concuerda este perfil con el descrito más arriba en el sentido de que dos de las
puntuaciones más elevadas están relacionadas con ciertos aspectos allí descritos. Así,
dentro de las escalas primarias, las que aparecen más elevadas son la de Autoestima y la
de Empatía que de nuevo nos remiten a una persona satisfecha consigo misma, que
reconoce su valía y que así lo transmite. Al mismo tiempo tiene habilidad para reconocer
y comprender las actitudes y sentimientos de los demás, así como para escuchar sus
necesidades, esto estaría relacionado con esa vivacidad que hemos mencionado antes, si
bien allí referida al plano expresivo y aquí al perceptivo. Sin embargo, la puntuación más
elevada de todas es la Capacidad de Resolución de Duelo que coincide con la impresión
clínica de que es una persona que se sobrepone rápido de las pérdidas, que no se queda
apegada al dolor que producen.
Tiene un adecuado modelo educativo y buenas habilidades para el cuidado de los hijos
y en el Instrumento de Actitudes Parentales muestra unas puntuaciones adecuadas para
el cuidado de los menores.

218
3.1.4. Relativos a los MENORES

Cuidado percibido durante la convivencia matrimonial: Ambos progenitores se han


encargado del cuidado de los menores, y así ellos lo perciben, aunque reconocen haber
pasado mayor tiempo con su padre, ya que su madre llegaba normalmente a la hora de la
cena.
Los padres no han realizado las tareas domésticas ellos solos, siempre han contado con
la ayuda de alguien que les ayudaba en el trabajo doméstico, no siendo ellos quienes
cocinaban normalmente, ni tampoco quienes se encargaban de la limpieza del hogar.
En su discurso no se aprecia la existencia de de una figura parental de mayor apego, y
describen una buena relación con los dos.
Cuidado percibido durante la separación por parte del padre: El padre ha seguido
ejerciendo las tareas de cuidado con sus hijos, sin que parezca que se justifique lo que
refiere la madre de que no atiende a los menores en el ámbito escolar o médico. Los
menores refieren su presencia y participación en estos ámbitos, lo que también nos
confirman desde el colegio al que acuden los niños.
En la observación padre-hijos, los niños muestran cierta tensión cuando el padre
aborda los desacuerdos que mantienen él y la madre, pero salvo eso, en la interacción se
aprecia una buena relación, en la que todos mantienen un contacto físico constante,
mostrándose bastante afectivos mutuamente.
Parece ser que el padre también deja que la madre venga en las semanas que le
corresponden a él los menores, pero con menos frecuencia.
Cuidado percibido durante la separación por parte de la madre: Los menores
perciben que la madre ha seguido manteniendo sus tareas de cuidado hacia ellos, aunque
parece que existe una dificultad percibida por los menores con la comunicación con su
padre en el periodo que están con su madre.
Durante la observación madre-hijos, estos parecen más tranquilos en su presencia,
cuando esta hace alguna referencia negativa del padre. El contacto físico es más distante
con los mayores y muy cercano con el pequeño.
En cuanto al contacto de los menores con el otro progenitor entre semana, la madre
parece más abierta en este aspecto.
Técnicas psicodiagnósticas: Con respecto a la niña mayor, en el TAMAI muestra una
buena adaptación general tanto en el ámbito personal como en el escolar. Únicamente
presenta elevada la escala de agresividad social, que indicaría ciertas dificultades sociales
y la vivencia de tensión, pero la adaptación social global también está en la media.
Con respecto a los estilos educativos de los progenitores, en el del padre la menor
destaca su restricción y perfeccionismo hipernómico, llevando en ocasiones a cabo de
manera rígida las normas. En el estilo educativo materno, la menor destaca el
perfeccionismo hostil lo que nos indica una madre que se percibe, en algunas situaciones,
con cierta hostilidad ante el incumplimiento de las normas.
El resto de puntuaciones de la menor, no son demasiado relevantes, porque son en
general puntuaciones dentro del promedio, mostrando cierta elevación en Pro-imagen que

219
no es muy significativa.
En el TAMAI del segundo menor, destaca solo la insatisfacción en el ambiente familiar.
Además de percibir la educación de ambos padres como adecuada y atenta. Se percibe
como un niño adaptado en la vida en general y en el aspecto personal.
Comparando ambos menores, parece mantenerse más al margen y mejor adaptado
este que la mayor, en cambio ella muestra una mayor insatisfacción con los conflictos
vividos, si bien no se puede afirmar que le afecte de manera significativa.
Al más pequeño de los hermanos no se le suministró esta prueba debido a su corta
edad.
En el dibujo de la familia, tanto la mayor como el mediano realizan un dibujo en el que
se aprecia la figura paterna como más relevante. El pequeño dibuja a todos los miembros
igual, sin preponderancia uno de otro.

3.2. Explicitación del proceso decisional seguido


Los padres acordaron una custodia compartida, modalidad «de nido», sin embargo, y
dado el relativo poco tiempo transcurrido desde que se estableció esa custodia hasta el
momento que se realiza la solicitud paterna, nos hace plantearnos la posibilidad de que
esa medida se tomase de manera precipitada, pudiendo haber sido una decisión de
compromiso que de momento satisfacía tanto el deseo de separarse «ya» de la madre
como las esperanzas paternas de que la situación fuera reversible si evitaba la disputa.
En concreto esta modalidad de la custodia alterna en el mismo domicilio se sabe que
requiere una relación entre los padres de mucha tolerancia y respeto, que no siempre se
mantienen después de una separación. Requiere también un equilibrio en la ruptura en el
sentido de que ninguno de los dos miembros siga sintiendo afecto amoroso por el otro,
porque si esto sucede es difícil que el hecho de compartir la misma casa, e incluso la
misma cama, aunque sea de manera alterna ayude a elaborar la ruptura emocional,
siendo más bien un factor distorsionador, y en este sentido el padre no ha elaborado aún
la separación, lo que unido al hecho de ser el propietario del domicilio, puede haber
motivado la presentación de la demanda.
A pesar de esa posible motivación, en este caso se percibe una clara implicación de
ambos padres en el cuidado de los menores tanto durante la convivencia como con
posterioridad a la separación, y este hecho es el que nos parece más relevante para el
proceso decisional con respecto a la custodia de los menores.
Ello no impide que además se deba tener en cuenta la idoneidad de cada uno de los
padres para ejercer la custodia, dado que podrían haber sido ambos los cuidadores de los
menores, y sin embargo mostrar unos estilos educativos muy dispares. Los datos en las
pruebas aplicadas muestran matices diferentes en su rol de cuidadores y vivencias
distintas del proceso pos-ruptura, pero sin que ello tenga un evidente reflejo en el
desempeño real de las funciones parentales que lo haga relevante para el ejercicio de la
custodia. Es más, en este caso las divergencias de estilos parentales pueden resultar en un
complemento beneficioso para los niños, al no observarse interferencias o acciones

220
contradictorias de los padres sobre los hijos en el año de vigencia del acuerdo.
Los menores tienen un claro deseo de continuar conviviendo con cada padre de
manera equitativa en el tiempo, si bien hasta ahora no alternaban el domicilio, y no saben
lo que supone el cambio del mismo, lo imaginan, pero no son conscientes de ello.
Teniendo en cuenta por tanto la implicación parental, la relación de los menores con
ambos padres, así como la adaptación de los niños, parece que la custodia compartida/
alterna de los menores ha funcionado bien y aunque ahora lo que se disputa es la
residencia común por parte del padre, y la madre solicita la custodia exclusiva, si que se
dan en este caso algunas de las características sobre las que existe cierto consenso que
favorecen la custodia compartida, como serían:
— Implicación parental similar previa de ambos progenitores.
— Capacidad de comunicación y organización de la vida cotidiana de los menores con
posterioridad a la separación.
— Gestión de los gastos de los menores a través de una cuenta única, lo cual indica
confianza mutua, al mismo tiempo que vierte racionalidad sobre la organización
económica.
— Dado que en este caso ya se está llevando a cabo la custodia compartida, un
criterio de valoración positiva sería la constatación de una buena adaptación de los
menores al sistema actual y la ausencia de indicadores de malestar relacionados con el
sistema de reparto.
Valorando por tanto todos estos indicadores y teniendo en cuenta que nuestra hipótesis
principal era que la custodia compartida/alterna era lo más adecuado para los menores,
nuestra conclusión principal es que se mantenga este reparto.
No se hizo hincapié sobre la modalidad específica de custodia compartida, si bien las
dificultades paternas para elaborar la ruptura bajo la actual organización y los datos
disponibles respecto a la «caducidad» de este tipo de fórmulas «nido», serían suficientes
para sugerir otro sistema de co-participación parental.
La segunda conclusión estaría relacionada con la evaluación de la idoneidad de cada
uno de los progenitores, dado que en el objeto de la pericia se solicita que nos
pronunciemos también sobre el más idóneo de los padres en caso de que ejerciese una
custodia exclusiva.
En este punto se nos presenta cierta disyuntiva entre lo que sugiere una de las técnicas
psicodiagnósticas como mejor perfil de cuidador y la implicación/disponibilidad previa de
cada uno de los padres. El perfil del CUIDA indicaría una configuración personal más
favorable para el cuidado de los hijos de la figura materna sobre la paterna, dado que su
perfil presenta una mayor elevación en las escalas relacionadas con el cuidado de los
menores que el perfil del padre, con puntuaciones más en la media o incluso bajas. Sin
embargo, a pesar de los datos más favorables de la madre en el CUIDA (cuya capacidad
predictiva además desconocemos) hay que tener en cuenta que el conjunto de los datos
obtenidos en la evaluación practicada, apuntaba al predominio de la figura paterna en la
historia de cuidado de los menores, apreciándose una mayor presencia del padre en la

221
vida cotidiana de sus hijos, mostrando una mayor disponibilidad y dedicación hacia ellos
que la figura materna.
Por todo ello, se valoró como más idónea la figura paterna para ejercer una custodia
exclusiva si así lo creyese más conveniente el juez, si bien nuestra conclusión primera era
mantener la custodia compartida tal y como se reflejó más arriba.

4. Comentarios críticos
4.1. Posibles limitaciones de la evaluación efectuada
Toda realización de una evaluación psicológica requiere una metodología en la que se
toman una serie de decisiones que pueden limitar en menor o mayor medida nuestras
valoraciones, ya que lo que concluyamos va a estar muy vinculado al método que
utilicemos para la elaboración del informe.
En este sentido, una de las limitaciones que se puede detectar en la evaluación
efectuada es el hecho de haber realizado la exploración de los menores en una entrevista
conjunta, con los tres hermanos juntos, sin diferenciarlos, sobre todo incluyendo a la
mayor con la cual dada su edad se podría haber realizado una entrevista individual, con
mayor profundidad, desligándola de los hermanos más pequeños.
Sin embargo, la información que nos habían proporcionado los padres de que ella era
la más afectada por tener que venir al juzgado, junto con el hecho de que era una niña
tímida, nos hizo plantearnos hacer la entrevista de los hermanos juntos, y de esa manera
liberarla a ella de ese rol de «responsabilidad superior» sobre la decisión a tomar con
respecto a la custodia que ella podría sentirse adjudicado.
Otra posible limitación, sería la utilización de la técnica proyectiva del Dibujo de
Familia en la evaluación de los menores. Esta técnica se usa de manera bastante
frecuente incluso por psicólogos que no comparten la orientación psicoanalítica teórica
desde la que se inspira el test.
Esta popularidad del test está relacionada sin duda por la facilidad de su aplicación,
generando habitualmente en el menor una fácil implicación en la tarea, sobre todo en los
más pequeños, viviéndolo generalmente como una tarea más o menos gratificante. El
dibujo en sí mismo, junto con el posterior interrogatorio, puede proporcionarnos una
mayor riqueza sobre la valoración de relaciones familiares tal y como ya se ha
comentado previamente.
Sin embargo, el contexto forense exige la utilización de metodología con altos índices
de fiabilidad y validez, dadas las repercusiones del informe pericial. En este sentido, las
técnicas proyectivas carecen, excepto el Rorschach método Exner, de estudios rigurosos
sobre sus bondades psicométricas. Por otro lado, el proceso de administración y
corrección no está estandarizado, ni se cuenta con baremos con los que comparar las
puntuaciones de los sujetos evaluados. Por tanto, no se recomienda su uso como única
prueba de exploración, si bien, pueden utilizarse como técnicas complementarias en el
proceso de contraste de hipótesis pericial (búsqueda de la validez convergente de
distintos instrumentos y fuentes de información), dejando claro sus limitaciones

222
psicométricas.

4.2. Controversias relacionadas con el caso


¿La custodia compartida, es solo reparto de tiempo?
La primera controversia estaría relacionada con la mayor concesión de custodias
concebidas como mero reparto del tiempo de estancia o de convivencia del menor con
sus padres, que parece ser el modelo que se está popularizando como Custodia
Compartida.
Si partimos del significado que la RAE proporciona del término compartida, se alude a
algo que se reparte o se divide, pero también al hecho de participar en algo. Desde la
psicología, siempre se ha defendido la custodia compartida como un ejercicio de
coparentalidad (participación), y para ello se entiende que su idoneidad se optimizaría si
se alcanzase por la vía del consenso, independientemente del reparto del tiempo. Es
verdad que esta mayor cooperación parental sin duda también pasa por un reparto del
tiempo más compensado, pero lo que desde la psicología se valora como más relevante
es que la crianza y la educación de los hijos se pueda consensuar de tal manera que a
pesar de la separación de la pareja, los hijos crezcan en un ambiente de apoyo mutuo de
los padres, más que en uno de indiferencia o de frialdad, cuando no de hostilidad, por
muy equitativo que sea el tiempo que pase con cada uno de sus padres.
Sin embargo, jurídicamente, si que se está constituyendo como doctrina el reparto del
tiempo de permanencia de los menores con sus padres de forma equitativa (reparto)
como el paradigma de la custodia compartida, independientemente de si existe acuerdo
entre los padres o no, de si se reconocen como co-padres y tienen alguna disposición a
cooperar, o si han previsto cómo complementarse mejor en beneficio de sus hijos.
¿Qué peso debe tener el desacuerdo de los padres en la valoración de la custodia
compartida?
Lo reflejado más arriba está relacionado con el hecho de que es en estos casos de
discrepancia donde se nos solicita habitualmente el informe psicológico para que
valoremos la viabilidad de una custodia compartida a pesar del desacuerdo de los
progenitores. Para ello debemos evaluar en qué medida ese desacuerdo imposibilita el
ejercicio compartido de la parentalidad o si ese desacuerdo puede estar relacionado con
una negativa que se fundamenta no tanto en la parentalidad, sino más bien en beneficios
secundarios asociados al ejercicio de la custodia. Asimismo, debemos valorar también en
qué medida el progenitor que solicita la compartida lo hace más en aras de unos
beneficios asociados al hecho de tenerla, que en aras de un mejor bienestar del menor.
Esta valoración se debe realizar además en ausencia de consenso sobre criterios con
reconocimiento legal y de valor pronóstico demostrado, que facilitaran la toma de
decisiones sobre la custodia compartida.
¿Qué peso debe dársele a las pruebas psicológicas en nuestras evaluaciones sobre
custodia?

223
Otra controversia relacionada con el caso expuesto aquí, sería el peso que deben tener
los datos proporcionados por un cuestionario en los procesos de valuación de custodias.
Como se ha visto en el apartado de resultados, si nos ciñésemos a los del CUIDA, estos
son mejores en el caso de la madre si los comparamos con los del padre. En este sentido,
tendríamos que señalar que la evaluación forense de un caso de custodia supone un
ejercicio de engranaje de varias piezas en las que los cuestionarios o tests, serían una
fuente mas de información, pero no la única ni la más importante, debiendo por tanto ser
cautos a este respecto y ponderándolos de un modo racional, sin atribuirles la totalidad
del peso en el criterio decisional del psicólogo, máxime considerando que no disponemos
de instrumentos diseñados específicamente para la valoración pericial. Sin embargo, el
hecho de que sean pruebas que aportan una puntuación numérica, objetivable, y
fácilmente comparable, les proporciona cierto «halo científico» que fuera de contexto
puede convertirlas en objetos fáciles de confrontación, sobre todo en el ámbito de la
ratificación del informe.
No hay que olvidar sin embargo, que dichos instrumentos son una técnica más de
nuestra metodología, y que por tanto deben ser ponderados dentro de la globalidad de la
misma.
EVALUACIÓN DE UN SUPUESTO DE FENOMENOLOGÍA SÍNDROME DE
ALINEACIÓN PARENTAL (S.A.P.)
José Manuel Muñoz Vicente. Psicólogo Forense.
Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad de Madrid

1. Exposición del caso


1.1. Información extraída de Autos
La ruptura familiar se produce en julio del año dos mil, fruto de una denuncia por
supuestos abusos sexuales interpuesta por la figura materna contra el padre en relación
con la hija mayor. La pareja tenía dos hijos, la mayor de tres años de edad en ese
momento, y el pequeño de ocho meses.
Paralelamente a la denuncia penal, la figura materna interpone demanda de Medidas
Provisionalísimas solicitando la guarda y custodia de los hijos y la suspensión provisional
de los contactos paterno-filiales. En Auto de Medidas Provisionales de noviembre de dos
mil, se le otorga la guarda y custodia a la madre, pero no se suspenden los contactos de
los hijos con la figura paterna, estableciéndose un régimen de visitas de fines de semana
alternos sin pernocta, bajo supervisión de un familiar responsable. A partir de que la hija
menor tuviese cuatro años, se recogía en dicha resolución, se instaurarían las pernoctas.
Ante esta resolución la madre interpone distintos escritos en el Juzgado solicitando la
suspensión del régimen de visitas, aludiendo a los supuestos abusos sexuales y
apoyándose en informes clínicos, a la vez que incumple el régimen de visitas estipulado
judicialmente. Desde el Juzgado se le requiere mediante diversas diligencias para que
cumpla el sistema de contactos paterno-filial.

224
La fase de investigación judicial de los supuestos penales concluye con el
sobreseimiento provisional y archivo en marzo de dos mil uno. Para esta causa se
elaboran distintos informes periciales, tanto a instancia de la figura materna, como a
instancia del juez instructor. También se aportan informes clínicos de servicios
asistenciales, públicos y privados, donde la figura materna acude con la menor. En total
siete informes psicológico-psiquiátricos.
De interés para el objeto de la presente exploración pericial son algunas de las
conclusiones recogidas en alguno de esos informes de parte aportados por la madre:
— Informe elaborado por experta en Psicología del Testimonio: «Tanto si el suceso
de que se informa es real, como se ha sido sugerido, la edad de la niña en el momento
del supuesto incidente y aún en la actualidad, junto con sus manifestaciones verbales,
permite mantener que su interpretación de la supuesta agresión no coincide,
afortunadamente, con la interpretación que haría un adulto o un niño mayor, para ella el
suceso no sería muy diferente a una agresión física, peo sin duda no tiene las
connotaciones morales y de humillación que le adjudicaría de haber sido mayor. Por otro
lado, desde el punto de vista de las consecuencias memorísticas, esto es, la posibilidad de
que el incidente no sea olvidado y la niña pueda interpretarlo más delante de una forma
traumática, podemos decir que esa posibilidad es remota en la medida en que no repase
el contenido de sus manifestaciones. Ha de tenerse en cuenta, que un niño de esta edad
rara vez repasará espontáneamente lo que no entiende, y que normalmente son los
adultos de su entorno, o del propio sistema judicial, los que pueden llegar a inducirle a
“refrescar” su memoria de lo narrado. Por tanto, para hacer mínima la posibilidad de
secuela traumática en el futuro, se recomienda evitar en lo posible las preguntas que
puedan llevarle a mantener activo ese recuerdo».
— Informe elaborado por psiquiatra clínico: «Que en opinión de este especialista no
parece que sea aconsejable, por el momento, realizar más exploraciones psicológicas en
su hija, a fin de no reactivar más la violación sufrida, lo que podría comportar un elevado
riesgo psicopatológico en la niña».
— Informe elaborado por psicóloga clínica: «Es fundamental que no se hable con la
niña de lo que ha sucedido para facilitar que lo olvide y que, de este modo, el incidente a
la larga no llegue a tener consecuencias traumáticas para la paciente».
Esta resolución fue apelada por la figura materna, sin embargo, es ratificada por la
Audiencia Provincial de Madrid en julio de dos mil uno. No obstante, la figura materna
interpone escrito en el juzgado de instrucción solicitando reapertura de la causa y práctica
de nuevas diligencias en septiembre del mismo año. Solicitud denegada por el Órgano
Judicial en cuya resolución ya se recoge: «...y a este respecto no puede la parte
acusadora permanentemente mantener abierto un proceso penal con la única finalidad
que tenga sus consecuencias negativas en el régimen de visitas establecido en el
procedimiento matrimonial».
En julio de dos mil uno el Equipo Técnico Psicosocial adscrito al juzgado de Primera
Instancia que lleva el procedimiento civil, emite informe a solicitud del juzgado donde

225
orienta la conveniencia de suprimir las visitas paterno-filiales para dar paso a una
canalización de la relación paterno-filial dentro de un contexto terapéutico. Se apoya
dicha consideración en las distintas intervenciones terapéuticas que indicaban un abuso
sexual probable. En Auto de octubre de dos mil uno se suspende el régimen de visitas
padre-hijos y se deriva a ambos progenitores a intervención profesional desde los
Servicios Sociales de zona. Se solicita desde el juzgado a dicho dispositivo que emita
informes periódicos respecto a la evolución de la dinámica familiar. Dicho dispositivo
trabaja con la figura paterna desde diciembre de dos mil uno a febrero de dos mil dos,
momento en el que este abandona la intervención. Con la figura materna no llevan a cabo
ninguna intervención porque está en tratamiento privado, aunque se le entrevista una vez
cada dos meses para valorar su estado.
En julio de dos mil dos mediante Providencia, el Juzgado de Primera Instancia
restablece los contactos paterno-filiales bajo supervisión de los Servicios Sociales de zona
una hora a la semana.
En enero de dos mil tres en comparecencia judicial, los profesionales de Servicios
Sociales informan de que «el padre acude todos los viernes a dichas dependencias pero
nunca ha visto a sus hijos ya que nunca han acudido».
En noviembre de dos mil tres, y ante los informes de los Servicios Sociales de zona, el
Equipo Técnico Psicosocial adscrito al Juzgado propone la reanudación paulatina de los
contactos paterno-filiales.
En febrero dos mil cuatro la figura materna interpone denuncia por presuntas
amenazas telefónicas de la figura paterna hacia su persona, solicitando orden de
alejamiento tanto de ella como de los menores. En Auto del Juzgado de Instrucción se
acuerda la orden de alejamiento respecto de la madre, pero no así de los menores.
En marzo de dos mil cuatro, el Juzgado de Primera Instancia ordena reanudar los
contactos paterno-filiales bajo supervisión de los Servicios Sociales los miércoles por la
tarde durante dos horas. Una semana después la madre interpone recurso de reposición,
aportando nuevos informes en relación con los abusos sexuales denunciados en el año
dos mil. Los Servicios Sociales informan de que no tienen horario de atención por las
tardes. Tiempo después y guiados por los nuevos informes clínicos aportados por la
madre elaboran escrito al Juzgado donde señalan en la actualidad desconocemos las
consecuencias que podría tener para los menores la reanudación del régimen de visitas
con su padre.
En septiembre del mismo año, el Juzgado de Primera Instancia señala al Punto de
Encuentro Familiar de zona como el dispositivo encargado de supervisar los contactos
paterno-filiales. Días después la madre interpone escrito en el Juzgado señalando la
inconveniencia de dichos contactos apoyada en informes clínicos y solicita que los
encuentros entre los menores y el padre se realicen en el Servicio de Atención a la
Violencia Domestica (S.A.V.D.) de la Policía Municipal de Madrid.
Durante los meses de octubre, noviembre y diciembre el P.E.F. informa al Juzgado que
las visitas no se están desarrollando por incomparecencia de la madre y los menores.
Tras diversos requerimientos del cumplimiento de sentencia a la madre, los contactos

226
entre el padre y el hijo menor comienzan a desarrollarse en junio de dos mil cinco bajo
supervisión del P.E.F. La figura materna contrata un psicólogo para que supervise la
interacción paterno-filial lo que es puesto en conocimiento del juzgado por el P.E.F., dada
la interferencia que suponía para el desarrollo de las visitas. Desde el juzgado se deniega
esa posibilidad a la madre.
En el procedimiento de Divorcio, la figura paterna solicita la guarda y custodia de los
hijos por obstaculización materna de los contactos paterno-filiales. Para dicho
procedimiento se elaboran informes periciales psicológicos y psiquiátricos en la Clínica
Médico Forense de Madrid que recomiendan el cambio de guarda y custodia a favor del
padre por presencia de psicopatología en la madre (Trastorno Histriónico de la
Personalidad) con afectación al ejercicio de la función parental (obstaculización de la
relación paterno-filial). Respecto a la figura paterna la exploración detectó un buen ajuste
psicológico global. En sentencia de mayo de dos mil seis se cambia la titularidad de la
custodia a favor del padre, acordándose un régimen de visitas a favor de la figura matera
consistente en fines de semana alternos de viernes a domingo y dos días intersemanales,
martes y jueves sin pernocta, para las semanas que no disfrute del fin de semana con sus
hijos, así como la mitad de los periodos vacacionales.
Días antes desde el Juzgado se acuerda iniciar el régimen de visitas de la hija con el
padre bajo supervisión del P.E.F.
En mayo de dos mil seis y ante el cambio de juez titular en el Juzgado de Primera
Instancia se oficia al Equipo Técnico Psicosocial adscrito al Juzgado en los siguientes
términos:
Que con carácter previo a decidir sobre el despacho de ejecución y de conformidad con lo dispuesto en
el art. 158.2 del Código Civil, emita informe relativo a la conveniencia de que el padre comience a ejercer
de manera inmediata la custodia que le ha sido reconocida en la sentencia de divorcio dictada por este
Juzgado o, por el contrario,, se estima más conveniente la adaptación progresiva de dichos menores a la
nueva situación, pudiendo en tal caso efectuarse propuesta en dicho sentido.

Es en este momento en el que el autor de este capítulo entra en contacto con este
caso, en calidad de psicólogo forense componente del Equipo Técnico Psicosocial
adscrito al Juzgado.
Se emite un primer informe sin evaluar al grupo familiar dada la proximidad temporal
de la evaluación realizada por la CMF de Madrid, tratando de evitar así posibles
situaciones de victimización secundaria. Para la elaboración de dicho informe únicamente
se estudia la información obrante en el expediente judicial. En las consideraciones
técnicas se recogen dos líneas paralelas de intervención antes de ejecutar la sentencia de
cambio de custodia:
a) La primera implica una intervención terapéutica sobre el grupo familiar desde los
Servicios de Salud Mental de zona con distintos objetivos: en el caso de la figura
materna, se sugiere ayudarla en la elaboración del proceso de ruptura y en la
percepción respecto a la figura paterna y su importancia para el proceso de
desarrollo psicoevolutivo de sus hijos. Se propone intervención individualizada con

227
cada uno de los menores dirigida a reestructurar la percepción de la figura paterna,
tarea que se presentaba especialmente compleja en el caso de la hija (rechazo más
intenso al padre que su hermano). Y respecto a la figura paterna la intervención
sugerida iba encaminada a dotarle de las habilidades necesarias para manejar
situaciones de elevada conflictividad (provocaciones, situaciones hostiles,
acusaciones, etc.) que pudieran surgir en la interacción con sus hijos; y re-elaborar la
situación vivenciada durante el proceso de separación para evitar posibles desajustes
en el ejercicio de su función parental (nueva alienación). También se recogía en
dicho informe que en la medida que el terapeuta lo considerase oportuno podría ser
conveniente incluir en la intervención a la nueva pareja paterna.
b) La segunda línea de intervención hacía referencia a la interacción paterno-filial,
proponiéndose un sistema progresivo consistente en visitas supervisadas por el
P.E.F. en la siguiente forma, dos días intersemanales con el hijo, de dos horas de
duración cada una, y un día intersemanal con la hija de dos horas de duración, en
días separados (los informes del P.E.F. existentes hasta entonces describían
retroceso en la relación del padre con el menor de sus hijos a partir de que las visitas
se llevaban a cabo de forma conjunta con la hermana). La progresión en las
interacciones paterno-filiales se condicionaban a la evolución terapéutica.
En septiembre de dos mil seis se solicita un segundo informe al Equipo Técnico
Psicosocial en los siguientes términos: «En virtud de lo acordado por resolución de esta
fecha dictada en el procedimiento de referencia, dirijo el presente, a fin de poner en su
conocimiento que deberán llevar a cabo examen del grupo familiar, transcurrido tres
meses desde la fecha de la citada resolución».
Para contestar a dicha solicitud se contacta telefónicamente con los Servicios de Salud
Mental de zona y se estudian los informes emitidos hasta el momento por el P.E.F. Desde
los SSM de zona se informa que aún no han comenzado la intervención terapéutica con
el grupo familiar y los informes del P.E.F. describen rechazo frontal de la hija mayor a la
relación con el padre y oscilaciones en las interacciones del padre con el hijo (se inician
con signos de rechazo pero en general evolucionan hacia la normalidad). Ante esta
situación se realizan las siguientes consideraciones técnicas:
Teniendo en cuenta que en el momento actual no se ha iniciado la intervención clínica sugerida en
nuestro anterior informe, no se han producido modificaciones sustanciales respecto a dicha situación, con
lo cual desde un punto de vista técnico consideramos que una nueva evaluación pericial del grupo familiar
no aportaría información nueva respecto a nuestro anterior informe y supondría un coste emocional para
los menores, sometidos ya a numerosas exploraciones.

En marzo de dos mil siete se solicita desde el Juzgado al Equipo Técnico Psicosocial
nueva exploración del grupo familiar dando lugar al informe que ha servido de base para
la elaboración del presente capítulo.

1.2. Especificación del objeto de pericia


En el contexto anteriormente descrito en el oficio se solicita nueva exploración pericial

228
del grupo familiar para realizar consideraciones forenses en relación con cómo debe
ejecutarse la Sentencia de Divorcio que estipulaba un cambio en la titularidad de la
guarda y custodia a favor del padre.

2. Diseño de la evaluación pericial psicológica


2.1. Formulación de hipótesis
Al análisis de toda la información manejada antes de enfrentar la evaluación del grupo
familiar se plantearon las siguientes hipótesis:
a) Si los mecanismos de corrección propuestos en el primer informe no han
modificado los factores de riesgo presentes para los menores, entonces el cambio de
guarda y custodia debería realizarse de manera inmediata, introduciendo elementos
de supervisión y control.
b) Si los mecanismos de corrección propuestos en el primer informe han minimizado
los factores de riesgo presentes para los menores, entonces debería mantenerse la
estrategia de introducir el cambio de guarda y custodia de forma progresiva para
evitar un sobresfuerzo en el proceso de adaptación de los menores.

2.2. Justificación de la metodología empleada


En el diseño del proceso de evaluación pericial se optó por el empleo de la siguiente
metodología:
a) Análisis de la información obrante en el expediente judicial y la nueva información
aportada desde los SSM de zona y por el P.E.F. Con ello se buscaba tener muestras de
conducta con una visión longitudinal desde el inicio de la ruptura, que nos permitieran
realizar un análisis funcional de la disfuncionalidad familiar actual.
Se hizo también un detallado análisis de los informes, clínicos y forenses, aportados en
el expediente judicial, algunos de reciente emisión (meses). En este sentido, en el informe
clínico de más reciente elaboración (realizado por un dispositivo público) se recogía la
siguiente información:
— En relación con la hija: «tiene una capacidad intelectual muy elevada, buena
autoestima y buen manejo emocional y de las relaciones, constituyéndose todos estos en
fuertes recursos de afrontamiento de las dificultades».
— En relación con el hijo: «En la evaluación efectuada se concluye que se trata de
un niño con un alto potencial tanto intelectual como emocional y social».
b) Entrevistas y observaciones3:
a. Entrevista pericial psicológica semiestructurada con la figura materna.
b. Entrevista pericial psicológica semiestructurada con la figura paterna.
c. Entrevista pericial psicológica semiestructurada con los menores.
d. Entrevista pericial psicológica semiestructurada con el tío materno (la familia

229
materna convivía muy próxima y tenía una implicación significativa en el proceso de
crianza y educación de los menores).

3. Análisis de resultados
3.1. Resumen razonado de los resultados
3.1.1. Informe elaborado desde los S.S.M. de zona
a) Rechazan el diagnóstico psicológico-psiquiátrico forense realizado sobre la madre de
Trastorno Histriónico de la Personalidad (CMF de Madrid), no advirtiendo
desajustes en el ejercicio de la función parental de esta que pudieran ponerse en
relación con el rechazo expresado por los menores hacia el padre, interpretando sus
actitudes y conductas como de protección hacia su hija.
b) Justifican la conflictividad paterno-filial en una vivencia traumática de la hija con el
padre (i.e., supuestos abusos sexuales).
c) No aconsejan desde un punto de vista terapéutico un cambio de guarda y custodia.
d) Desestiman a tenor de su evaluación clínica los objetivos terapéuticos sugeridos en
nuestro primer informe de mayo de dos mil seis.

3.1.2. Informes elaborados desde el P.E.F. de zona


a) Información referida a las interacciones padre-hijo:
La descriptivas aportadas por los profesionales del P.E.F. son muy eclarecedoras a la
hora de reflejar conductas y actitudes maternas no facilitadoras de la relación paterno-
filial, así se refiere que durante las primeras visitas la familia contrató a profesionales de
la Psicología para que supervisaran las visitas, al margen de los trabajadores del
dispositivo, o que el menor acude a las visitas con una mini-consola que distrae al menor
de la interacción paterno-filial. También es significativo en este sentido el deterioro de la
relación paterno-filial tras el regreso de las vacaciones estivales expresando el menor
frases del tipo: «Sé que eres malo porque me lo ha dicho una mujer muy sabia que se
llama (diciendo el nombre de la madre)», aunque luego rectifica y dice que no se llama
así o diciendo que solo le dan la maquina (refiriéndose a la game-boy) cuando acude al
P.E.F. porque es mi único apoyo.
Por otro lado las conductas y actitudes del menor durante las visitas también denotan
desaprobación desde el contexto materno a la relación paterno-filial. Así, aunque la visita
se haya desarrollado con normalidad e incluso con perceptible signos de satisfacción en el
menor, este diez minutos antes de que vengan a buscarle interrumpe la actividad con el
padre y se coloca en la puerta del dispositivo trasladando al familiar que le viene a
recoger (tía materna habitualmente) insatisfacción por la interacción paterno-filial
(«Cuando suenan las campanas de las ocho menso cuarto, el menor se dirige a la entrada
a hacer sus actividades de caligrafía que trae de casa»; «...cuando su tía le pregunta qué
tal la visita, el menor responde que su padre le ha puesto una película pero que él ha
estado jugando con la máquina de videojuegos»).

230
b) Información referida a las interacciones de ambos hermanos conjuntamente con
el padre:
Cuando se inician las visitas paterno-filiales con los dos hermanos juntos se aprecia un
claro retroceso en la relación entre padre-hijo («Ambos hermanos comienzan con la
dinámica de irse de una habitación a otra evitando a su padre»). Cuando se realizan las
visitas de forma separada, el menor al inicio de las mismas muestra rechazo a la relación
paterno-filial pero evoluciona positivamente conforme se desarrolla la visita. Desde el
P.E.F. señalan a las habilidades parentales paternas como un factor de incidencia positiva
en el cambio actitudinal del menor («El padre mediante juegos relacionados con los
“pokemon” o videojuegos consigue cambiar la actitud del menor»; «...como el menor ha
traído consigo la mini-consola de vez en cuando juega con ella, pero su padre le propone
temas de conversación y el niño le presta poca atención a la máquina»).
c) Información referida a las interacciones padre-hija:
La tónica general del desarrollo de las visitas padre-hija en el P.E.F. se caracteriza por
el rechazo frontal de la menor a cualquier interacción con la figura paterna,
describiéndose en los informes técnicos evidentes signos de ansiedad en la menor en esas
situaciones: «Cada vez que el padre accede al lugar donde está la menor, la niña se mete
debajo de la mesa, llora y grita, lo que le provoca gran sofoco, a la vez empieza a decir
que quiere irse, comienza a elevar la voz gritando “me quiero ir, me quiero ir, ...”»; «La
menor niega en varias ocasiones que su padre sea su padre, llegando a decir que “mi
padre es Dios”».
La actitud de la tía materna ante el hecho de que el padre comprase los libros de textos
a los menores sugiere dificultad para integrar la figura paterna en el proceso socializador
de los menores por parte del contexto materno («La tía materna nos dice que ya tienen
los libros comprados a lo que la menor asiente, por lo tanto no se los llevan»).

3.1.3. Vaciado de la información obrante en el expediente judicial


En el punto 1 de este capítulo se recoge el resumen de los datos más significativos
obrantes en el expediente judicial. El análisis de esta información permite contar con
muestras de conducta de los distintos miembros del grupo familiar desde una perspectiva
longitudinal. Aspecto importante para establecer las hipótesis de adquisición y
mantenimiento de la conducta problema (rechazo de los hijos a la relación con el padre).

3.1.4. Exploración pericial psicológica del grupo familiar


a) Elaboración materna de la relación parento-filial
Durante la exploración la figura materna transmitió percepción de riesgo para sus hijos
en el contexto paterno, apoyada en su firme creencia de la ocurrencia de los abusos
sexuales a su hija. Pensamiento que ha mantenido a lo largo del proceso de ruptura
familiar como se infiere de las distintas evaluaciones periciales (si bien, en unas lo apoya
aludiendo al criterio experto —informes clínicos— y en otros a su visualización directa

231
de los mismos) y de la presentación de continuos escritos judiciales intentado impedir el
comienzo de los contactos paterno-filiales.
En este sentido, resultaba contradictorio dicho pensamiento con sus verbalizaciones de
haber realizado esfuerzos para mantener viva la imagen paterna durante el proceso
socializador de sus hijos. Otras muestras de conducta como las reacciones ante el
desarrollo de las visitas padre-hijos (ataque de ansiedad al tener noticia de que el hijo
menor tenía que comenzar las visitas con su padre o expresión emocional intensa ante las
verbalizaciones de su hija respecto al desarrollo de las visitas en P.E.F.) o los intentos
espontáneos de exonerarse de responsabilidad respecto a algunos comentarios de los
menores («Me dijeron que habían oído decir a la niña que “si juegas con él, te vas a ir
a vivir con él”, de dónde le llega ese tipo de información, que yo sé que esa
información no ha salido del ámbito en que me muevo, por lo que dice la niña, ese
tipo de información le ha llegado a través de su primo») sugería la necesidad de ser
escépticos con sus descriptivas de haber tenido una actitud positiva hacia los contactos
paterno-filiales.
b) Elaboración de la situación familiar por parte del tío materno
El tío materno participaba de la creencia de la ocurrencia de los abusos sexuales
paternos, trasladando su percepción del elevado riesgo que para los menores supondría
un cambio en la titularidad de la custodia.
c) Elaboración paterna de la relación parento-filial
El padre mostró su descontento ante la orientación recogida por este Equipo en el
primer informe emitido en relación conl presente procedimiento, al entender que lo único
que había producido era dilatar más la ejecución de la sentencia.
Respecto a la relación actual con sus hijos, describe rechazo frontal a la interacción
paternofilial en el caso de su hija y empeoramiento en la relación con su hijo.
Información compatible con la recogida en los informes del P.E.F. (véase supra). Como
estrategia para mejorar la relación con su hija proponía utilizar los contactos con su hijo
(«Intento transmitir información al niño porque luego sé que se lo transmite a ella»).
Presentaba un proyecto futuro de guarda y custodia centrado en la dificultad en la
relación con sus hijos, especialmente en el caso de su hija, presentando acciones
específicas al respecto: había solicitado reducción de su jornada de trabajo en un
cuarenta por ciento y había solicitado ayuda profesional (psicólogo privado). En este
sentido, mostraba temor a la afectación que la nueva situación podía tener en su nueva
estructura familiar. Transmitía intención de cambiar a los menores de centro escolar para
que fueran todos los hermanos juntos, si bien, el curso académico en el momento de la
exploración lo finalizarían en su actual centro para afectar lo menos posible a su
adaptación escolar.
Sus descriptivas no denotaban déficits en su estilo educativo, presentando como
herramientas al respecto la paciencia, la firmeza y el apoyo emocional.
Como fuentes de auxiliares para las tareas de crianza y educación de sus hijos señalaba
a su nueva pareja y a miembros de su familia extensa (i.e., madre y hermanos).

232
Respecto a la relación materno-filial transmitía temor al creer que podría interferir en
el proceso de adaptación de los menores a la nueva situación familiar, ya que consideraba
que la explicación a su comportamiento tenía una base patológica («Esto es una
enfermedad crónica que hay que vivir con ella indefinidamente, es un problema para
mis hijos e indirectamente para mí»).
d) Exploración de la hija
La menor de nueve años de edad se presentó a la sesión pericial en compañía de su
madre, su hermano y su tío materno, adecuadamente vestida y aseada, sin que su
aspecto llamase la atención. Sin dificultad en el establecimiento del rapport (clima cálido
y de confianza).
Desarrollo psicoevolutivo sin dificultades de interés, según información materna. Al
momento de la exploración se mostraba adaptada a las distintas esferas de su vida,
atendiendo a los datos aportados, a excepción del ámbito personal, donde según la madre
mostraba desajustes que esta relacionaba con la reanudación de los contactos con la
figura paterna («lo que la pasa ahora por las noches por confidencialidad a mi hija no lo
puedo decir, me gustaría que dejara de pasar»). En este sentido, en el informe emitido
desde los S.S.M. de zona se recoge: «la madre manifiesta que a raíz de iniciar la menor
el proceso terapéutico ha dejado de mostrarle señales de manchado en las bragas, y ha
disminuido la insistencia de acompañarla arriba cuando se ducha. Expresa esto como
signo de desaparición en este momento de una sintomatología que presentaba la niña de
manipulación de la zona genital. Esto es tomado como indicador de avance en la
terapia».
En la esfera familiar se apreciaba polarización en sus preferencias hacia la figura
materna («Me gustaría estar con mi madre, no tener que ir al punto de encuentro, estar
siempre con mi madre») con rechazo frontal a la relación con su padre («Yo no quiere
verle»; «Yo estaba muy bien como estaba antes, no tenía que ir a punto de encuentro,
estaba con mi madre»), en consonancia con los datos recogidos en los informes del
P.E.F. (véase supra). En este sentido, la menor era incapaz de describir aspectos
positivos de la figura paterna o de su relación con él («Él de bueno no tiene nada, que yo
sepa no tienen nada bueno, yo no le veo nada bueno. Cosas malas, que es un
mentiroso, que no sabe si ha hecho algo malo, no sabe reconocerlo, que a mí me da
asco»), a la inversa de lo que ocurre al valorar a la figura materna donde maximiza los
aspectos positivos de esta o de su relación con ella y trivializaba respecto a los aspectos
negativos («Mamá es buena, nos cuida bien, es valiente, yo creo que es valiente porque
en esta situación ella no se pone a llorar y no se enfada con nosotros, algunas
personas cuando están en una situación difícil le da miedo. Cosas malas de mamá,
cuando se equivoca no sé, cuando está estudiando algo y se equivoca»).
La menor apoyaba el rechazo a la figura paterna en los abusos sexuales denunciados
por la madre y sobre los cuales la investigación judicial no encontró indicios de
criminalidad (véase supra). La menor describía los «abusos» trasmitiendo plena
confianza respecto a la exactitud de su recuerdo («Porque cuando era pequeña me hizo
él una cosa y como se lo que me ha hecho y me acuerdo, o sea, mala, y...por eso no le

233
quiero ver como se lo que me ha hecho y es una cosa mala y tuve que ir al hospital, me
acuerdo»). En este sentido, se mostraba impermeable a cuestionamientos sobre la
exactitud de su recuerdo, y así, cuando se le contrastó que no es capaz de recordar
aspectos positivos de la relación con su padre de aquella época refiere: «Te voy a decir
una cosa si esas cosas tan buenas, no deberían ser tan buenas, porque a lo mejor no
las tengo en la memoria, a lo mejor hubo buenas pero no tan buenas».
Extendía el rechazo y animadversión a la familia extensa paterna con la que no había
vuelto a tener contacto desde la eclosión del conflicto familiar («Los padres —
refiriéndose a sus abuelos— si hubieran educado a su hijo, seguro que no estaría...,
seguro que no hubiera hecho lo que ha hecho»).
Trasladaba una vivencia negativa del desarrollo de las visitas paterno-filiales en el
P.E.F.: «No quiero que vea mi letra, no quiero que sepa de mi vida, me da asco»;
«Como sé lo que me ha hecho no le quiero escuchar, no le voy a hablar».
e) Exploración del hijo
El menor, de siete años de edad, se presentó a la sesión pericial acompañado de su
madre, hermana y tío materno, adecuadamente vestido y aseado, sin que su aspecto
llamase la atención. Sin dificultades en el establecimiento del rapport, mostrándose
colaborador a la exploración, si bien impresionó los elevados signos de ansiedad que
manifestaba (frotación de manos durante toda la exploración, continuos cambios de
postura y lenguaje entrecortado).
Desarrollo psicoevolutivo sin problemas de interés, según información materna. El
menor se mostraría adaptado a los distintos ámbitos de su vida, si bien, mostraría
malestar, según la madre, por los contactos con la figura paterna.
En la esfera familiar, se apreció polarización en sus preferencias hacia la figura
materna con rechazo a la relación con su padre («Me gustaría estar con mi madre solo,
no me gustaría verle ningún día»). Al igual que su hermana al describir a ambos
progenitores era incapaz de apreciar aspectos positivos en la figura paterna o en su
relación con él, a la inversa de lo que ocurría en el caso de su madre («Mamá es alegre,
buena, cariñosa; papá es gordo, gordo muy gordo, no me hace caso y mi madre sí»;
«Me parece que es mejor mi madre, se porta mejor mi madre que él, porque no está
hablando todo el rato, me hace todavía más caso»; «Se le nota muchísimo en la cara
que tiene algo malo, como de algo así como de robar cosas (...) la tiene muy oscura
será que se pone el traje de ladrón y de muchísimas veces se le pone así y entonces se
queda ahí»). El menor sustentaba el rechazo hacia su padre en la tendencia de este a
hablar en exceso y en su tono elevado de voz («No me gustaría estar una semana con él
porque ni siquiera me quiero imaginar oírle estar todo el rato hablando»; «porque
para que esté hablando muchísimo todo el rato, es que yo no creo si quiera que pare»;
«Para que me esté hablando en alto y para que no se le entienda nada»; «Porque está
todo el rato hablando y no se le entiende nada»).
Cuando se exploró el desarrollo de las visitas paternofiliales en el P.E.F. el menor
realizó las siguientes descriptivas: «No hago nada con él, porque como no me gusta
hacer nada con él pues no lo hago», «Yo hablo de que se calle»; «Me siento a

234
distancia de él porque yo me quiero poner en un sitio que no esté él, que si habla tan
rápido igual me habla fuerte, me distancio de él para que no me hable fuerte»; «Yo
desde el primer día le dejé muy claro que no quería que me diera besos, él lo intentó
pero yo le dije que no». Impresionó que ante los intentos del perito de encontrar algún
aspecto positivo de dichos encuentros el menor siempre buscaba un argumento que
sustentaba la vivencia negativa de los mismos (i.e., Perito: ¿De qué habláis cuando estáis
juntos? Menor: De fútbol, de televisión, de todas esas cosas; Perito: ¿A ti te gusta hablar
de fútbol? Menor: A mí me gusta hablar de fútbol, pero con él no porque es que yo si
estoy en un equipo de fútbol y él es de otro..., para que voy a querer yo que hablemos
de fútbol, para qué quiero saber lo que hace el Madrid si yo soy del Barça // Perito: ¿Te
han traído algo los reyes en casa de papá? Menor: No, los compra él porque justo el día
que era el día de reyes no les tenía es que no los había traído, pero sí se los dejaron a su
hijos adoptivos. P erito: ¿Pero él te llevó los regalos? Menor: Sí, pero demasiado tarde).
No se apreció integración en los esquemas mentales del menor de la familia externa
paterna, mostrando nula motivación por conocer o acercarse a dicho contexto («No me
gustaría conocerlos —refiriéndose a los miembros de la familia extensa paterna—
porque seguro que ya están como él, hablando todo el rato»).

3.2. Explicitación del proceso de toma de decisiones


a) Sobre el nivel de adaptación de los menores a la situación de ruptura parental.
Los menores estaban básicamente adaptados a su esfera escolar, social y personal,
presentado desajustes en el ámbito familiar, que se caracterizarían por: polarización
extrema en sus preferencias hacia la figura materna con rechazo a la relación paterno-
filial. En el caso del hijo el rechazo se produce principalmente al inicio de las visitas con
el padre, si bien, se va disipando conforme avanza la interacción pudiéndose cumplir el
régimen de visitas acordado judicialmente. En el caso de la hija, esta muestra alta
hostilidad en las interacciones con el padre lo que imposibilita el desarrollo del régimen de
visitas. Esta situación altera su estado emocional en presencia del padre presentado
desajustes comportamentales y elevado estado de ansiedad.
En el caso del hijo, el rechazo no se podía explicar por la historia previa de la relación
paterno-filial, principalmente, porque la relación con su padre quedó interrumpida cuando
él contaba ocho meses de edad, y no volvió a retomarse hasta que no tuvo seis años. Los
argumentos presentados por el menor para justificar el rechazo a la figura paterna eran
banales y no tenían la suficiente entidad como para explicar dicho rechazo. Por otro lado,
se apreció una percepción negativa de la figura paterna que tampoco podría ser explicada
por la relación paterno-filial previa.
En el caso de la hija, el rechazo se fundamentaba en la plena conciencia de haber sido
víctima de abusos sexuales por parte de su padre. El funcionamiento cognitivo de la
menor al momento de la denuncia propio de una niña de tres años, sugiere, desde un
punto de vista técnico, que dicha creencia es fruto del fenómeno que se conoce desde la
literatura científica como falsa memoria (Manzanero, 2010)4, derivada del tratamiento

235
que el contexto adulto de la menor ha realizado de los mismos (sucesivas exploraciones y
tratamientos clínicos cuyo objetivo era tratar los abusos sexuales). Las falsas memorias
en niños de preescolar se explican a partir de su vulnerabilidad a la sugestionabilidad
adulta y sus limitaciones cognitivas para distinguir el origen de sus recuerdos (Manzanero
y Barón, 2014)5. En este sentido, en la medida en que una persona tiene una falsa
memoria, para ella esa situación habrá sucedido realmente y por tanto, el impacto en su
psiquismo será idéntico a si hubiese sucedido en la realidad. Pensará, sentirá y se
comportará arreglo a esa vivencia (Manzanero y González, 2013)6.
b) Sobre el estado de los menores y su relación con el ejercicio de la función
parental de sus progenitores.
Al conjunto de datos manejados se detectaron conductas y actitudes maternas de
incidencia en el rechazo que los menores experimentan hacia la figura paterna, no
apreciándose desajustes en el ejercicio de la función parental paterna que pudieran
explicar el mismo, todo al contrario, en el padre se observan adecuadas habilidades y
actitudes para afrontar las dificultades con sus hijos. Dichas conductas y actitudes
maternas se caracterizarían por:
— Constantes iniciativas jurídicas para impedir la relación paterno-filial, lo que había
provocado una dilación en el desarrollo de los contactos padre-hijos (cinco años en el
caso del hijo y seis en el caso de la hija).
— Introducción de elementos distractores de la relación paterno-filial durante las
visitas padre-hijo (i.e., supervisor externo, game-boy).
— Peregrinaje al que había sometido a su hija por distintas exploraciones e
intervenciones terapéuticas dirigidas a tratar la exposición a una situación de victimización
sexual paterna de cuya ocurrencia nunca existieron indicios. Por otro lado, hizo caso
omiso de las indicaciones profesionales que avisaban de los posibles efectos negativos
que podría tener el someter a la menor a rememoraciones de dicha denuncia. En este
sentido, habría que recordar la vulnerabilidad psicopatológica detectada en las
exploraciones psicológicas y psiquiátricas forenses realizadas en la madre (trastorno
histriónico de la personalidad), y que podría explicar la dificultad para afrontar estresores
vitales como es una ruptura parental.
La integración y análisis del conjunto de datos manejados en el momento de la
exploración, sugerían desde un punto de vista técnico, que la dinámica relacional familiar
postruptura era compatible con lo que desde la literatura científica al respecto se conoce
como Síndrome de Alienación Parental. Dicha fenomenología, propia de familias
inmersas en separaciones contenciosas de alta conflictividad, se caracterizaría por el
rechazo sistemático del hijo o hijos a la relación con uno de sus progenitores, derivado de
la manipulación del otro progenitor y de su propia contribución (Gardner, 1985)7. Desde
esta orientación resulta importante delimitar el alcance del rechazo para orientar la
intervención más adecuada (Gardner, 1992)8.

236
En el presente caso, el rechazo de la hija tendría un carácter severo (alta hostilidad en
las interacciones paterno-filiales que hacen inviable el desarrollo de las mismas), y en el
caso del hijo el rechazo alcanzaría un nivel moderado (aunque al inicio de las visitas el
menor muestra rechazo con hostilidad, más o menos marcada, hacia la figura del padre,
ese rechazo se va disipando conforme avanza la interacción y la visita pueden llevarse a
cabo).
Siguiendo las indicaciones de este modelo explicativo de la dinámica disfuncional
familiar y, atendiendo al efecto de la intervención terapéutica propuesta en el anterior
informe de este equipo, cuando el rechazo del menor o menores hacia el progenitor tiene
un carácter moderado o severo debe plantearse el cambio de guarda y custodia
inmediato, siempre que el progenitor rechazado sea una opción idónea de custodia, como
ocurriría en el presente caso. Dicha indicación está basada en el elevado riesgo que
supone para el desarrollo psicoevolutivo de un menor crecer en este contexto familiar
(Gardner, 2002)9.
No obstante, cuando el perito se plantea esta opción tiene que tener en cuenta el
esfuerzo de readaptación que deben realizar los menores (nueva zona de residencia,
nueva organización familiar, etc.) y que en este caso sería especialmente importante,
atendiendo al rechazo que ambos experimentan al contexto paterno. Sin embargo, desde
un punto de vista técnico, se entendía que este esfuerzo era necesario para contribuir a
un normoadaptado proceso de desarrollo psicoevolutivo. Los menores inmersos en una
dinámica familiar disfuncional de este tipo pueden crecer con pensamientos
distorsionados (como en el caso de la hija que está convencida de que su padre ha
abusado sexualmente de ella, sin que existan datos objetivos al respecto), no tienen nunca
una relación positiva con el progenitor rechazado y sus propios procesos de pensamiento
son interrumpidos y sustituidos por otros desajustados que no les son propios. El
progenitor rechazado llega a ser un extraño negativo para los hijos y el modelo principal
de estos menores va a ser el otro progenitor, que, cuanto menos, presenta una deficiente
elaboración del proceso de separación, en algunos casos, como en este, derivados de una
vulnerabilidad psicológica (trastorno histriónico de personalidad, según diagnóstico
realizado en el contexto forense). Los menores son privados de todos los beneficios de
relacionarse con ambos progenitores, siendo claros los datos arrojados por las distintos
estudios respecto al daño psicológico que supone para los hijos la pérdida de una de sus
figuras parentales en su proceso psicoevolutivo. Por otro lado, esta distorsión de la
realidad afectará al proceso de gestación de su propia personalidad, pudiendo desarrollar
disfunciones en la adaptación a su entorno y en las relaciones interpersonales. También
existe el riesgo de que los menores reproduzcan las mismas disfunciones que el
progenitor alienador (Baker, 2005; 2007; Cartwright, 1993; Healy, Malley y Stewart,
1990)10.
Por otro lado, durante la exploración se detectaron factores de protección, tanto en los
menores como en el contexto paterno, que podían facilitar ese esfuerzo de readaptación:
a) En los menores, las distintas exploraciones clínicas describían elevadas capacidades

237
cognitivas y habilidades sociales.
b) En el contexto paterno, se detectó: elevada motivación para guiar la custodia de sus
hijos, con planteamientos realistas respecto a su situación de conflictividad actual;
adecuadas habilidades parentales; y red de apoyo para auxiliarle en las tareas de cuidado
y atención de los menores.
Por todo ello, atendiendo, al nulo avance en la reorientación de la dinámica relacional
familiar con la propuesta de ejecución de sentencia planteada por este perito, y la
bibliografía científica consultada en relación con la evolución de esta casuística y las
graves consecuencias de su cronicidad para el desarrollo psicoevolutivo de los menores
expuestos a ella, desde un punto de vista técnico, se consideró que la ejecución
inmediata del cambio de guarda y custodia era la medida más adecuada para contribuir a
la adaptación de los menores a la situación de ruptura parental, y por ende, a su
normoadaptado proceso de desarrollo psicoevolutivo.

4. Comentarios críticos
4.1. Posibles limitaciones
Sobre la ausencia de utilización de pruebas psicológicas en el proceso de
evaluación pericial.
La evaluación psicológica forense requiere de la formulación y contrastación de
hipótesis, proceso para el cual el perito psicólogo debe utilizar distinta metodología
(entrevista y pruebas psicológicas), contactar con otros profesionales, si han intervenido
en el caso (servicios sociales, salud mental, ...), y contrastar con otras fuentes la
información aportadas por las personas evaluadas (Muñoz y Echeburúa, 2013)11.
Existen distintos criterios para la selección de pruebas psicológicas por parte del perito
(Sanz y García-Vera, 2013)12. En el presente caso, el grupo familiar había pasado por
múltiples y exhaustivas exploraciones, tanto clínicas como forenses, algunas muy
recientes en el tiempo (meses), a disposición del perito firmante en el expediente judicial.
Por lo que, atendiendo al criterio de utilidad, este profesional entendió que la aplicación
de pruebas psicológicas no iba a aportar datos relevantes en relación al objeto de la
pericial, y por el contrario, podría contribuir a la indeseable victimización secundaria.

4.2. Controversias relacionadas con el caso


¿Es técnica y deontológicamente correcto realizar consideraciones sobre un grupo
familiar sin haber realizado una exploración directa de sus miembros?
Como se ha recogido en este capítulo, el primer informe que elaboró el perito firmante
de esta familia lo emitió sin explorar de forma directa a los componentes del grupo
familiar, simplemente atendiendo a dos informes forenses, uno psicosocial, y otro
psiquiátrico, elaborados meses antes de recibir la nueva demanda pericial.
De hecho, el emitir un informe sin evaluar directamente a los implicados es uno de los

238
motivos de denuncia a las comisiones deontológicas de los distintos colegios profesionales
(Del Rio, 2000)13. En este sentido, no hay que confundirlo con la elaboración de un
contrainforme, situación en la que el perito no hace consideraciones sobre las personas
evaluadas en el informe original, sino sobre el proceso de evaluación pericial realizado
por el compañero que confeccionó dicho informe (COP, 2009)14.
En el presente caso, se apoyó técnicamente la no exploración del grupo familiar,
atendiendo a los siguientes factores: a) las sucesivas exploraciones realizadas,
especialmente sobre los menores, tanto en contexto clínico como forense, a lo largo de
los cinco años del litigio interprogenitores, evitando contribuir así a la victimización
secundaria; b) la cercanía de la última exploración pericial realizada, sin que se hubiesen
introducidos elementos de corrección respecto a la situación detectada en ese momento,
lo que sugería la inexistencia de cambios significativos al momento en que se solicitó la
pericial; y c) el objeto de la pericial, donde se solicitaban consideraciones en relación con
dos opciones de ejecutar la sentencia previa de cambio de custodia.
¿Es adecuado/necesario el uso de la etiqueta Síndrome de Alienación Parental en un
informe psicológico forense?
Desde un punto de vista técnico sería cuestionable el uso de una etiqueta diagnóstica
que no cuenta con el suficiente consenso científico para su inclusión en las clasificaciones
internacionales de los desórdenes mentales (Muñoz, 2009)15.
Si bien esto ocurre con otras etiquetas diagnósticas (i.e., el trastorno psicopático de
personalidad o psicopatía, o el trastorno de estrés postraumático complejo), el enorme
debate ideológico generado en torno al S.A.P. puede desviar en el acto de ratificación del
informe el foco de atención principal, es decir, del Mejor interés del menor a cuestiones
técnicas banales y tautológicas que dejen sin atender este principio rector de toda
intervención judicial en la que se encuentran inmersos menores de edad.
Son muchos los estudios que confirman, desde un punto de vista empírico, las graves
consecuencias que conlleva para los menores verse inmersos en los conflictos parentales
postruptura, especialmente, cuando esos conflictos suponen una polarización en las
preferencias con rechazo o debilitamiento de la relación con el otro progenitor (Cortés y
Cantón, 2013; Justicia y Cantón, 2002)16. En este sentido, desde el ámbito de la
atención y protección de la infancia las interferencias parentales son consideradas como
un factor de riesgo para su proceso de desarrollo psicoevolutivo, y por tanto, susceptibles
de intervención desde estos dispositivos (Arruabarrena, 2011)17.
Atendiendo a dos de los criterios aceptados por la comunidad científica para valorar la
idoneidad de custodia, la actitud respecto a la relación del hijo con el otro progenitor y el
nivel de adaptación de los menores (Justicia, 2013)18 podemos redefinir la
fenomenología S.A.P. para su uso forense en los siguientes términos (Muñoz, 2009):
El fenómeno S.A.P. describe un inadecuado ejercicio de la función parental por parte de uno de los
progenitores (conductas y actitudes conducentes a obstaculizar la relación del hijo con el otro progenitor)
con incidencia negativa en la adaptación del menor a la situación de ruptura familiar (rechazo a la
interacción parento-filial con el otro progenitor) y por ende, de graves consecuencias para su proceso de

239
desarrollo psico-evolutivo (desvinculación parento-filial).

EVALUACIÓN DE UN SUPUESTO DE CUSTODIA Y VISITAS EN UN CASO DE


VIOLENCIA DE GÉNERO CONTRA LA PAREJA
Rebeca Gómez Martín. Psicóloga forense.
Juzgados de Violencia Sobre la Mujer de Madrid

1. Exposición del caso


1.1. Información extraída de Autos o documentación judicial
Se trata de un grupo familiar formado por el padre, que contaba al momento de la
exploración con 28 años de edad, la madre con 22 y el hijo que tenía cuatro.
La madre interpuso denuncia por supuestos hechos constitutivos de violencia de
género por parte de su pareja, momento desde el cual fue alojada en un recurso de
protección para mujeres víctimas de violencia en la Comunidad de Madrid. Desde
comienzos del mes siguiente fue trasladada a otra Comunidad Autónoma junto con su
hijo para ingresar en un dispositivo especializado, debido al riesgo que suponía
permanecer en la misma localidad que el padre y la familia de este.
En los antecedentes del grupo familiar obtenidos del expediente, así como de la
evaluación pericial se recogía que ambos miembros de la pareja iniciaron una relación
afectiva cuando contaban con 17 y 23 años respectivamente. El mismo día que ella
cumplió 18 años, embarazada de tres meses, se trasladó a vivir al domicilio de él junto
con sus suegros.
Según ella refirió, y tal y como figuraba en la denuncia, desde que comenzaron a
convivir y durante los cuatro años siguientes se sucedieron episodios de violencia y
maltrato frecuentes, predominando las amenazas y las vejaciones hacia ella y su familia
delante del niño, así como un control cada vez más férreo, sin que presentara denuncia
en ninguna ocasión, por miedo a las represalias y amenazas contra su familia que su
pareja le profería habitualmente.
En agosto del mismo año, unos meses previos a la denuncia, a pesar de las reticencias
del padre y por presión del centro que apoyaba a la madre para poder cobrar una ayuda
económica, esta había empezado a trabajar, lo que según la denunciante significó un
aumento acusado de las conductas de control por parte de él, que comenzó a intentar
contactar en todo momento con ella para saber dónde se encontraba, bajo amenazas de
agresiones si no le respondía.
Tal y como se recogía en el parte de lesiones y él mismo reconoció, a primeros de
octubre le propinó un mordisco a ella en la cara al volver del trabajo, según refiere por no
haberle respondido al teléfono, además de proferirle numerosos insultos.
Y en ese mismo mes, coincidiendo con que unos días antes la profesora de su hijo le
había comunicado que el niño estaba cambiando y se estaba volviendo muy agresivo, la
madre finalmente presentó denuncia contra su pareja por estos supuestos hechos
constitutivos de violencia por parte de su marido.

240
Dicha denuncia se produjo con el apoyo de un centro y una asociación, gracias a cuya
coordinación organizaron la salida de la madre del domicilio familiar, de manera
programada, y fue trasladada a una casa de acogida junto con el niño.
El mismo día que interpuso la denuncia, su madre también presentó denuncia contra
su yerno, en la población donde residía, por haber recibido amenazas contra ella y otro
hijo suyo, por parte de la pareja de su hija.
Tras celebrarse el juicio rápido, desde el Juzgado de Violencia sobre la Mujer se dictó
auto acordando las siguientes medidas:
Como medidas cautelares penales al imputado se le prohibió acercarse a menos de
1.000 m de ella, de su domicilio, lugar de trabajo o lugar que frecuentara, como podía ser
el centro de escolarización de su hijo, lugar de estudios o de trabajo y prohibición de
comunicar en forma alguna, haciéndose extensivas estas medidas a los padres de ella y a
todos sus hermanos, no pudiendo comunicar con dicha familia en forma alguna. Si
alguien cercano a él quebrantara este alejamiento o no comunicación podría incurrir
también en delito, en su caso.
Para el control de la medida de alejamiento del padre hacia la madre se impuso al
imputado el dispositivo de control electrónico de pulsera.
Como medidas cautelares civiles se acordó que la guarda y custodia del hijo menor se
atribuyera a su madre y se suspendió el régimen de visitas que pudiera corresponderle al
padre respecto del menor hasta nueva resolución judicial, estableciéndose una pensión de
alimentos a su cargo.
Durante lo que quedaba de mes madre e hijo permanecieron en un centro de
protección en la Comunidad de Madrid y en el mes siguiente fueron trasladados a otro de
distinta Comunidad.
En ese mismo auto se solicitó al equipo técnico judicial informe pericial como medio
probatorio, tanto para la materia penal como civil del caso.

1.2. Especificación del objeto de pericia


Tras celebración de juicio rápido en el Juzgado de Violencia sobre la Mujer y posterior
transformación de las diligencias urgentes en diligencias previas para la práctica de
diferentes pruebas, el Magistrado-Juez acordó y solicitó que:
Se emita informe pericial acerca de las lesiones que pudieran ser compatibles con maltrato habitual
psíquico o físico por parte del padre a la madre y sobre las secuelas de la misma en su caso y sobre las
secuelas en el hijo común derivadas del mismo o de un maltrato doméstico y en todo caso, cual fuere el
régimen de guarda y custodia para el menor con arreglo a sus circunstancias psicosociales, y al estudio de
su unidad familiar.

Al amparo de la Ley 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral


contra la Violencia de Género, los Juzgados de Violencia sobre la Mujer son los únicos
juzgados de instrucción con competencia en materia penal y civil sobre los mismos
procedimientos. Esto significa que en ellos el Juez puede solicitar la realización de un
informe pericial sobre aspectos psicológicos relevantes para acordar las medidas civiles
del caso que corresponda, a la par que se esté tramitando la parte penal y/o sin que se

241
haya dirimido aún esta, ni por tanto las medidas que pueda conllevar.
A pesar de dicha posibilidad, y a fin de enmarcar esta casuística concreta en el grueso
de las periciales, se ha de señalar que el hecho de requerir a la vez una valoración penal y
civil es algo excepcional, siendo lo habitual que sendos objetos de pericia se soliciten de
forma consecutiva y no simultánea y que el relativo a las medidas civiles sea posterior al
referente a las penales.
Esta posibilidad se recoge junto a la orden de protección y las medidas cautelares que
se pueden acordar al amparo del artículo 544bis de la LECr. en el seno de los
procedimientos de violencia de género y doméstica.
En la práctica, a veces se confunden la naturaleza (penal y civil) de las resoluciones
que acuerdan la orden de protección y la de las que acuerdan las medidas, no teniendo
un carácter sustitutivo las segundas respecto de las primeras, ya que además el fin es
también distinto: cautelar o ejecutivo.

2. P lanteamiento de la evaluación
2.1. Justificación de las hipótesis que dirigen la evaluación
Tal y como dispone nuestro ordenamiento jurídico y como es preceptivo en los
procedimientos que puedan afectar al desarrollo de cualquier menor, el principal criterio
es salvaguardar el interés superior de este. Paralelamente se considera prioritario realizar
una adecuada evaluación de la competencia parental, que cumpla con los principios
deontológicos estipulados y se ajuste al marco jurídico en el que se solicita.
Una evaluación pericial psicológica en este procedimiento sobre medidas civiles, para
dirimir tanto la custodia del menor (cuatro años de edad) como las posibles visitas con él
a otorgar al progenitor no custodio, se enmarca en un procedimiento incoado por
violencia contra la pareja en el que, tras el juicio rápido correspondiente, el Magistrado-
Juez decidió conceder dicha custodia de forma exclusiva y cautelar, a la madre del
menor, suspendiendo las visitas de este con su padre, al considerar acreditada la
situación objetiva de riesgo y los indicios suficientes de comisión de delito.
Así, se trata de una situación de partida que condiciona y determina el proceso mismo
de evaluación psicológica, al no poder obviar una circunstancia previa decidida por el
Juez y el Ministerio Fiscal, al dictar las consiguientes medidas cautelares a la vez que
solicitar el informe pericial. Esto lleva a plantear la evaluación teniendo en cuenta los
indicios de delito establecidos por el juez y, por tanto, considerando la potencial
incidencia de la violencia denunciada en el futuro marco de relaciones parento-filiales.
No existe pleno consenso a nivel profesional en cuanto a qué implicación tiene y, por
tanto, qué consideración debe darse a la violencia sobre la mujer por parte de la pareja en
las valoraciones de parentalidad, debido a los distintos grados de severidad que puede
presentar y la diversidad de formas que puede adoptar19, excepción hecha cuando se
trata de situaciones de violencia grave respecto de las cuales el consenso es mayor en
cuanto a su repercusión negativa en el desarrollo del menor20. En este marco, la

242
valoración de la competencia parental se entiende condicionada pues por los hechos con
calificación penal establecidos por el juez o por la apreciación pericial previa de daños
psicológicos en hijo y madre, compatibles con experiencia de maltrato.
Siguiendo este razonamiento se estableció la siguiente secuencia de evaluación y
establecimiento de inferencias:
1. Valorar el estado psíquico de la madre para contrastar si presentaba o no desajustes
o daño psicológico (lesiones/secuelas) compatible con haber sufrido maltrato por parte de
la pareja.
2. Valorar si el menor presentaba afectación asociada a experiencia de violencia
familiar o de su padre hacia su madre y sus implicaciones para el futuro marco de
relaciones con cada uno de sus progenitores.
3. Valorar la capacidad parental de ambos progenitores, considerando por un lado si la
competencia de la madre se había visto afectada por el presunto maltrato y por tanto era
esperable su recuperación una vez cesado este y, por otro, la manera en que la
competencia del padre pudiera estar afectada por factores característicos de hombres que
ejercen violencia de género sobre sus parejas.
Por tanto, se establecieron las siguientes hipótesis:
— Hipótesis 1: Si a través de la evaluación se constataba la existencia de daño
psicológico en la madre y en el menor, compatible con maltrato del padre hacia la madre,
entonces se inferiría existencia de un clima familiar victimizante cuya incidencia en la
competencia parental sería evaluada y tenida en cuenta en la determinación de la custodia
y los pronósticos de adaptación ulterior del menor.
— Hipótesis 2: Si el estado de madre e hijo no sugería tal cosa, entonces se
procedería a una valoración ordinaria de las alternativas de custodia.

2.2. Metodología utilizada


La metodología empleada fue:
— Revisión de la información y documentación, sobre el grupo familiar obrante en el
expediente del mismo.
— Solicitud de informes a los profesionales que atendieron a la madre en el centro de
estancias breves en el que ingresó inicialmente y en el dispositivo posterior de residencia
y asistencia a madre e hijo.
— Entrevistas individuales semi-estructuradas con la madre.
— Entrevista semi-estructurada para víctimas de maltrato doméstico de Echeburúa,
Corral, Sarasua, Zubizarreta y Sauca (1994) a la madre.
— Entrevistas individuales semi-estructuradas con el padre.
— Solicitud de informe al centro escolar al que acudió el menor.
— Entrevista individual abierta con el menor.
— Entrevista de interacción y observación conductual del menor con su madre.

243
— Entrevista individual con el hermano de la madre (como fuente de contraste).
— Aplicación de las siguientes pruebas estandarizadas a la madre:
• Inventario de depresión (BDI), de Beck.
• Cuestionario de 90 síntomas (SCL-90-R), de L. R. Derogatis.
— Aplicación de los siguientes cuestionarios a la madre:
• Escala de autoestima, de Rosenberg.
• Escala de inadaptación, de Echeburúa y Corral.
• Test breve de fortalezas, de Chris Peterson.
• Cuestionario de motivaciones transgresoras, de Michael McCullogh y cols.
Se descartó la posibilidad de administrar pruebas psicológicas al padre del menor, por
las dificultades de lectoescritura referidas por el peritado.
Dada esa circunstancia se consideró que tampoco se aplicarían dichas pruebas a la
madre, si bien, se administrarían cuestionarios que, además de su estado, permitieran
evaluar específicamente aspectos sobre su resiliencia y otros factores de protección que
permitieran constatar capacidad de afrontamiento suficiente o competencia mínima para
hacerse cargo de si misma y de su hijo menor.
La sesión de interacción y observación conductual del padre con su hijo se dejó
pendiente de la exploración de este último y de la valoración de su conveniencia
cotejando su estado en el momento de ser evaluado con los informes institucionales
solicitados para la pericial.

3. Análisis de resultados
3.1. Resumen razonado de los resultados
3.1.1. Resultados de la evaluación psicológica de la madre
En el momento de la evaluación tenía 22 años. Sus padres estaban separados desde
que tenía cinco años. Era la segunda hija. Su hermano de 26 años, vivía con su madre y
su marido. Su padre y su mujer vivían en una localidad diferente.
En cuanto a la relación entre la familia, refirió tener mayor confianza con su padre,
siendo del que había recibido más apoyo en el proceso que atravesaba. Verbalizó tener
una relación distante con su madre recordándola estricta en su educación, manifestando
no haber tenido una infancia feliz.
Durante la convivencia con su pareja refirió haber tenido contacto esporádico con su
madre y hermano, pero siempre ocultándoles el trato que recibía por parte de él.
Manifestó que les contó la verdad cuando decidió denunciar la situación, explicándoles
todo lo vivido durante su relación.
Refirió que durante la convivencia con el padre de su hijo, ella se encargaba de las
tareas domésticas junto con su suegra, y como era la única que sabía leer y escribir
realizaba la tramitación de alguna documentación, incluso llegó a pagar deudas de la
familia para que no les desahuciaran y, en el último periodo, era la única que trabajaba
fuera del domicilio.

244
Según manifestó, desde una semana después de conocerle e iniciar la relación con él
comenzó a recibir malos tratos «a veces sin motivo alguno (...) era muy celoso». Insistió
en que nunca le denunció por miedo a las represalias que creía que tomaría contra su
familia. Tanto su suegra como su suegro la defendieron en ciertas ocasiones cuando su
hijo la agredía en presencia de ellos, llegando a temer por su vida. Refirió que también
era violento y muy despectivo con su propia madre.
En el relato de la peritada, cuajado de explicaciones y ejemplos respecto a los
presuntos malos tratos recibidos por parte de su pareja, se hacía referencia a la presencia
del hijo como testigo directo de gran parte de los mismos.
Según afirmó, solamente en una ocasión intentó dejar la relación, con la colaboración
de su propio hermano tras lo cual, al enterarse su pareja, fue amenazada por él con una
navaja diciéndole «si me dejas te mato y sabes que lo hago».
Refirió que no le permitía tener amistades, ni salir sola de casa sino era en compañía
de su suegra, ni pintarse, ducharse o arreglarse, salvo cuando acudían juntos al culto.
Desde el verano anterior a la denuncia comenzó a trabajar en una residencia de
ancianos por recomendación del Instituto de Realojamiento e Integración Social, al que
había acudido para solicitar una ayuda económica (Renta Mínima de Inserción) y como
requisito para obtenerla, lo cual aumentó los celos de su pareja, teniendo que estar en
contacto con él hasta llegar al trabajo y al salir del mismo; afirmaba en caso de que no le
respondiera al móvil, era agredida cuando llegaba a casa.
Según describió, su hijo reproducía con ella los malos tratos ejercidos por su padre e
incluso los insultos eran los mismos que este le profería «me cago en tu raza (...) que te
pego (...) que te calles que eres una mujer», vejaciones que el padre le permitía y no le
corregía «era como el padre pero en pequeño, el niño llevaba la educación gitana
(...)».
La decisión de denunciar la situación, surgió a raíz de pedir ayuda después de que la
profesora de su hijo le manifestara que el niño comenzaba a tener problemas, que estaba
empezando a mostrarse muy rebelde, no hacía caso y no prestaba atención.
Con ayuda de los profesionales del IRIS y de la Asociación LABOR, planificaron su
salida de la vivienda para ser trasladada a un recurso de protección para mujeres víctimas
de violencia de género junto con su hijo.
Según manifestó, en el tiempo que permanecieron en la Casa de Acogida, su hijo fue
cambiando en todos los aspectos «come de todo, no dice palabrotas, cambió en su forma
de hablar, se le está educando en el respeto ante las niñas en la forma de hablarlas, tiene
pesadillas por la noche pero ahora no chilla, come con cuchara y tenedor, le puedo
corregir las cosas que están bien y mal».
En cuanto a la relación con su padre la madre no dudó en manifestar que su hijo
deseaba verle, de forma que si pensaba en el niño aceptaba que tuviera visitas con él,
aunque su preferencia era que fueran supervisadas en un Punto de Encuentro Familiar,
porque le tenía miedo y creía que existía el riesgo de que el padre y su familia se llevaran
al niño.
En entrevista mantenida con el hermano de la madre, que acudió a sede judicial para

245
despedirse de su sobrino y hermana el día que fue trasladada a otra comunidad,
manifestó que hasta la denuncia veían a su hermana unas dos veces al mes. Que años
antes ella quiso dejar esa relación, pidiéndoles ayuda y él les persiguió en el coche, hasta
que al final su hermana volvió porque él amenazó con cortarle el cuello si no lo hacía.
Desde que ella le denunció su familia conocía toda la situación de maltrato que había
soportado.
En cuanto a su estado psicológico, durante la entrevista realizada no se detectaron en
la madre alteraciones en sus capacidades cognoscitivas de atención, senso-percepción,
memoria, pensamiento y lenguaje. Tampoco se apreciaron alteraciones gruesas de índole
psicopatológica que pudieran afectar a su capacidad de realizar un testimonio válido y
asentado en parámetros de realidad. Se valoró que su estado neuropsicológico era
compatible con la normalidad, sin afectación en sus capacidades.
La peritada mostró en la entrevista un discurso coherente y contenido mostrándose
abordable y colaboradora en todo momento. Se observó en ella un estado de ánimo
disfórico (displacentero, afectividad inadecuada) con manifestaciones de ambivalencia y
tristeza a lo largo de la exploración pericial sobre los episodios vividos, con llanto puntual,
pero sin angustia o desesperanza, sino con actitud de optimismo hacia el futuro.
En el momento de la exploración, manifestó encontrarse con gran apoyo psicológico
por parte de las profesionales del centro en el que se encontraba y sentir que en esos
momentos su vida estaba dando un giro importante, sintiéndose descolocada y
contrariada en el sentido de que, por una parte, se encontraba protegida y más calmada,
a la vez que con una incertidumbre y miedo considerables.
En relación con su estado previo, se constató una evolución psicobiográfica en la que
se detectaban adversidades psicosociales (problemas familiares, separación temprana de
sus padres, percepción de reproches y ausencia de afecto parental desde niña, no
recordaba sentirse feliz sino con ganas de salir de su casa, sin amistades, confirmando
que encontró su primer trabajo a los 14 años...) como posibles factores de vulnerabilidad
que podían relacionarse con la aceptación de una pareja abusadora emocionalmente y
una relación asimétrica.
En cuanto a la existencia de creencias y justificación en relación con los hechos
denunciados, de nuevo mostró ambivalencia e incluso cierta contradicción al mencionar
en diferentes momentos de la exploración distintas atribuciones de culpa relacionada con
los hechos acaecidos; por una parte al agresor, por hacerle vivir con miedo, por insultarla,
despreciarla de forma habitual y por no valorar nada de lo que hacía, a la par que
asumiendo una parte importante de la misma al manifestar que él no sabía relacionarse
de otra manera, que es lo que había vivido, que su entorno era lo único que le permitía,
así como que ella podía haber denunciado antes la situación porque refirió que era
consciente de donde estaba metida pero no se sentía capaz de salir por las represalias que
él podría tomar con su familia; siendo el detonante para atreverse a tomar decisiones
cuando se dio cuenta de que el objeto de los malos tratos también era su hijo menor.
En relación con su autoestima, no presentaba déficit en su valoración e imagen de sí
misma, ya que se consideró una persona digna de aprecio y con cualidades buenas, que

246
se sentía satisfecha consigo misma y opinaba que tenía una actitud positiva hacia ella, sin
considerarse inútil ni pensar que no servía para nada o no tenía motivos para sentirse
orgullosa de si misma.
En lo referente al estado adaptativo manifestó que sus problemas en ese momento le
habían afectado de manera acusada a nivel global y, especialmente, en cuanto a su
tiempo libre y vida de pareja.
El resultado en el cuestionario de depresión (BECK) fue de 10, lo que corresponde a
un rango leve de acuerdo a:

Los resultados obtenidos en el de síntomas clínicos (SCL 90) fueron los siguientes:

De acuerdo a dichos resultados y a la información proveniente de entrevistas e


instrumentos no estandarizados, los problemas psicológicos que presentaba la madre
eran:
• Sintomatología depresiva leve, manifestada en ánimo triste, con dificultad para
concentrarse y cierta tendencia al aislamiento. Sin desesperanza, ni angustia o anhedonia.

247
• Sintomatología ansiógena, manifestada por activación fisiológica, como palpitaciones,
nerviosismo o agitación interior, y cognitiva (ideas recurrentes, déficit de concentración,
dificultad para recordar cosas y en la toma de decisiones).
• Ambivalencia y sentimientos de culpa.
• Existencia de mecanismos de reexperimentación, activación y evitación (temblores,
miedo en la calle o espacios abiertos, miedo a salir sola de casa), asociados a lugares y
recuerdos de episodios vividos con su pareja, que se manifiestan como consecuencia de
haber sentido amenazas a su vida o su integridad física o como consecuencia del daño
sufrido, agravándose dicha sintomatología puesto que le había unido un vínculo afectivo
con el agresor.
• Déficit de asertividad, que se manifestaba en dificultades para poner límites, defender
los propios derechos, decir que no o expresar necesidades.
• Somatizaciones, debidas a la forma corporal de canalizar las emociones no
expresadas, como dolores de espalda, cefaleas, trastornos del sueño, pesadillas, dolores
en el pecho, náuseas o malestar en el estómago.
Así pues, se detectó sintomatología psicológica como lesiones derivadas de un maltrato
habitual pudiendo establecer una categorización de compatible con los hechos
denunciados, ya que dicho estado psicológico era coherente con la vivencia de maltrato
tanto de tipo psicológico como físico reiterado y se encuentra habitualmente en las
víctimas de violencia por parte de sus parejas.
Es importante destacar que esta valoración no suponía la demostración del hecho, sino
exclusivamente la posibilidad de que las lesiones que se detectaban se hubieran producido
mediante los hechos denunciados y, en ella, se había de tener en cuenta un diagnóstico
diferencial con otras causas de síntomas psicológicos, como los problemas derivados de
los procesos de ruptura de relación afectiva (en la que por ejemplo no predominan en el
grado presente en este caso el miedo, las respuestas de alerta, los sentimientos de culpa y
la ambivalencia), así como la autoevaluación de la persona denunciante utilizada como
referencia de partida pero no única.
En relación con el estado psicológico de la peritada y a partir de los datos obtenidos
principalmente en las entrevistas y los informes remitidos por los distintos profesionales,
se pudo afirmar que en el momento en que se realizó la evaluación presentaba síntomas
de tristeza, ansiedad y ambivalencia de forma acusada y predominante sobre otros
afectos, así como mecanismos de afrontamiento inadecuados (justificación, culpa);
síntomas relacionados con la vivencia de los episodios de violencia, como humillaciones,
vejaciones y agresiones diversas, sufridas durante su relación, con las consecuencias de
dicha dinámica en sus circunstancias vitales del momento, al encontrarse refugiada, con
cambios de residencia en distintas comunidades para garantizar su seguridad, consultas
frecuentes de la policía y portar un dispositivo permanente para control telemático del
alejamiento de su pareja.
A pesar de esas circunstancias, en el momento de la exploración dicha sintomatología
no aparecía de manera aguda, habiendo remitido sin desaparecer la vertiente ansiosa y
persistiendo la sintomatología anímica, pudiéndose afirmar que dicha mejoría se debía a

248
los distintos apoyos que venía recibiendo desde que interpusiera la denuncia contra su
pareja, así como a la ausencia de contacto con él.
La presencia de dicho malestar requería que se mantuviera el proceso de recuperación
psicológica e hizo aconsejar tratamiento, que se podía considerar iniciado desde que los
recursos a los que acudía habían mantenido el contacto con ella consiguiendo que tomara
conciencia de la situación que vivía y las decisiones necesarias para salir de ella.
De acuerdo a las exploraciones y a los cuestionarios sobre motivaciones y fortalezas
que le fueron administrados, la madre también presentaba factores psicológicos de
protección que se podían considerar amortiguadores del impacto psíquico de la
victimización denunciada y permitieron afirmar que tenía una capacidad de resiliencia
elevada, tales como madurez psicológica, flexibilidad cognitiva, tipo de fortalezas
presentes (interés por el aprendizaje, capacidad de perdonar, gratitud y optimismo),
control y auto-regulación emocional, estilo atribucional externo respecto a gran parte de
la responsabilidad del delito, implicación activa en su proyecto laboral y capacidad de
reinterpretación positiva de hechos adversos.
Aún así, dada la ausencia de otras fuentes con las que contrastar la evaluación se
consideró precipitado aventurar que este ánimo hacia los pensamientos positivos se
mantendría en el tiempo, valorándose prudente mantenerse a la espera de ver cómo
evolucionaba su situación personal en función de las etapas que aún había de afrontar.
Además de todo lo expuesto, se consideró importante señalar que la recuperación
constatada desde la ruptura de pareja y comienzo de las intervenciones mencionadas, era
absolutamente coherente con el desahogo que puede sentir una víctima de este tipo de
violencia una vez que la persona responsable de su victimización desaparece de su
cotidianeidad.
En ese sentido y dada la solicitud de la valoración de secuelas en la madre del menor,
se señaló que de acuerdo con las consideraciones vigentes, el concepto de secuela
psíquica o psicológica en las víctimas de delito se entiende como una transformación
permanente de la personalidad o aparición de rasgos nuevos de carácter estable y
desadaptativo. Para su diagnóstico se debe valorar que tal cambio ha de ser duradero (al
menos dos años) y manifestar rasgos no previamente observados, inflexibles y no
adaptativos que lleven a un deterioro de las relaciones interpersonales y de la actividad
social y ocupacional.
A tenor de este concepto, se informó de que el daño psicológico descrito era
compatible con la existencia de violencia ejercida por su pareja a través de un elenco de
dinámicas y conductas de abuso y agresión hacia ella, pero había evolucionado
favorablemente en función del cese del contacto y convivencia con él, de forma que si se
mantenía esta circunstancia, así como la intervención psicoterapéutica, era probable que
se mantuviera dicha mejoría, siendo los desajustes resueltos y elaborados
adecuadamente, en lugar de establecerse como lesión permanente, de manera que al
momento de la exploración no se podía hablar de la existencia de secuelas como
estabilización del daño de forma irreversible.

249
3.1.2. Resultados de la evaluación psicológica del padre
Tenía 28 años. Familia de etnia gitana. Hijo único. Vivía en casa de sus padres,
propiedad del IVIMA. Casado por el rito gitano.
Sus padres cobraban ambos prestaciones pero no especificó el concepto. Los tres se
dedicaban a la venta ambulante. Él también cobraba una mensualidad pero no aportó
más datos al respecto.
Informó de que en ese momento estaba obteniendo el carné de conducir, aunque
posteriormente refirió que apenas podía leer y no sabía escribir. Inicialmente negó todo
tipo de consumo de sustancias tóxicas, ni siquiera tabaco, pero posteriormente reconoció
que en ocasiones fumaba porros y finalmente también que fumaba cigarros de liar.
Manifestó tener una buena relación con su familia, aunque discutía con ellos; quiso
aclarar, de una forma exagerada e inadecuada, que no tenía antecedentes policiales
«quiero que se sepa antes ni que me pregunten, yo nunca la he pegado ni levantar la
voz (...) no tengo antecedentes, en la vida he hecho nada, nunca, nunca».
En cuanto a su estado durante la entrevista realizada no se detectaron en él
alteraciones en sus capacidades cognoscitivas de atención, senso-percepción, memoria,
pensamiento y lenguaje. Tampoco se apreciaron alteraciones de índole psicopatológica
que pudieran afectar a su capacidad de realizar un testimonio válido. Se valoró que su
estado neuropsicológico era compatible con la normalidad, sin afectación en sus
capacidades.
El padre del menor acudió a la exploración en sede judicial con una actitud de
aparente colaboración y de gran preocupación por no tener a su hijo con él, manifestando
una negación inicial absoluta de todo lo ocurrido con su pareja, aunque luego reconocía
sucesos como las discusiones frecuentes o el mordisco, pero ofreciendo una versión
dulcificada de los mismos, entremezclada con ambivalencias como decir que discutían
mucho porque ella le decía que se gastaba mucho dinero y reconocer que era cierto.
Esta actitud llegó a ser tan extrema que no permitía considerar que simplemente estaba
hablando desde su propia subjetividad o una perspectiva realista aunque fuese poco
autocrítica como es esperable en el contexto forense. Por otro lado el padre incurría en
constantes contradicciones fruto de su dificultad para entender el procedimiento judicial y
dar explicaciones aceptables a aspectos que no era capaz de concebir de otra manera.
Ofreció un discurso pobre, sin negarse de forma expresa a ser evaluado pero apenas
respondiendo a las cuestiones planteadas, no de forma directa, sino simplificando y
reiterando las mismas ideas fueran cuales fueran las preguntas, y si tenía que llegar al
punto de manifestar que no recordaba y que no podía aportar nada más, así lo decía de
manera reiterada, haciendo muestra de una evitación patente pero como se ha señalado,
intentando aparentar colaboración.
En cuanto a su valoración subjetiva de los hechos denunciados ofreció un relato,
parco en palabras, plagado de minimizaciones y sesgos cognitivos, como no dudar en
afirmar y expresar aspectos como que todo lo que ha planteado la madre de su hijo era
falso, que nunca le había pegado, que lo había inventado todo; reconoció que se habían
insultado pero mutuamente y que el incidente del mordisco en la cara había sido una

250
muestra de cariño, insistiendo en desconocer por qué se había ido de su lado y que solo
por ese motivo no era culpable de que ella le hubiera denunciado y abandonado junto
con su hijo.
Su actitud fluctuó entre la ofensa por sentirse descalificado y en consecuencia
enfadado con ella por mentir y el victimismo por querer defenderla a la par que
denostarla, lo cual le llevó a incurrir en incoherencias y contradicciones.
En cuanto a la esfera cognitiva y en relación con su vivencia de la relación de pareja,
manifestó que el trato entre ellos era correcto, que se querían mucho, que era una buena
mujer, cariñosa y que había sufrido por la separación de sus padres. Manifestó que no
era celoso, porque ella no le había dado motivos, de nuevo dando muestra de sesgos
sexistas y distorsiones relativos a sus esquemas y roles de género, de un estilo de apego
ansioso en la pareja (celos, preguntas y mecanismos de control) e inadecuado control de
la ira (mordisco en la cara al llegar a buscarla en la estación, llamadas compulsivas y
amenazantes cuando ella no volvió a casa).
Así por ejemplo explicó que aunque para él había diferencias entre una mujer paya y
una gitana, él no la había exigido ser así, porque no creía en ello y porque le gustaba que
tuviera una buena presencia; refirió que no le había prohibido hacer todo lo que ella
quería, como pintarse, tener amigas, salir sola, arreglarse o fumar; reflejando su esquema
de primacía sobre la esposa, sesgo cognitivo y conductual característico de hombres con
conductas abusivas sobre las mujeres.
Negó ser celoso con el argumento de «no son celos es que yo la quiero, todo es
porque la quiero (...) nunca me ha dao motivos para estar celoso y yo no la notaba
rara (...)». Manifestó que desde que se casaron y se quedó embarazada, como eran
marido y mujer ya no salían de casa. Inicialmente negó ningún insulto pero después
reconoció que la había llegado a insultar llamándola guarra pero negando algún otro.
En cuanto a los aspectos relativos a las medidas civiles para con su hijo, manifestó que
su deseo era volver a estar con él el máximo tiempo posible. El padre no era capaz de
concebir otra opción que no significara una vuelta a la situación previa de convivencia
familiar, demostrando una incapacidad importante para asumir la ruptura de pareja.
Esa dificultad le había llevado a llamar a su suegra insistentemente el día de la
denuncia, porque refirió que se sentía enfadado y desesperado, describiéndolo de una
forma cargada de dramatismo y afectación, aludiendo a conceptos arquetípicos «era
amor verdadero, un milagro (...) yo quería morir de viejecitos (...) señorita solo quiero
tener a mi niño (...) pero ya no quiero saber más de ella o me arruinará la vida (...) yo
solo quiero a mi hijo porque es mío pero si llego a querer algo sé donde están y no he
ido, porque ella ya me da igual». Este dato sugiere un control de la ira inadecuado y una
baja tolerancia a la frustración.
Por último, de nuevo mezclando lo marital con lo parental y sin definir ninguna
alternativa de cuidado para el hijo manifestó que lo que él podía ofrecerle como padre
era amor, cariño y juego; volviendo a insistir en su necesidad propia de querer estar con
él. Lo que no permitió descartar que su deseo de contacto con el hijo pudiera ser para
mantener el contacto con la madre o retenerla en la medida que pudiera, dado que

251
además reconocía sentirse herido por su decisión de romper la relación e irse de casa.
El padre negó algunos aspectos que implicaran ideas o conductas sexistas, sobre los
que fue preguntado a tenor de datos recogidos en la exploración a la madre, poniendo de
manifiesto su conocimiento al respecto y relacionándolo con que manifestó haber
hablado con su abogada especializada es asuntos de este tipo. A cambio aceptaba otros
con una naturalidad que de nuevo permite afirmar la presencia de dicho sesgo cognitivo
en sus esquemas mentales, reveladores de un desequilibrio afectivo con base en la
asunción de roles asignados históricamente a las mujeres, como fue su insistencia en que
él le daba libertad para salir de casa, para encargarse de gestiones porque él se lo pedía y
por el bien de la familia, para ver a su familia y que ella es la que se ocupaba de la casa y
era una buena mujer porque era muy buena en las tareas domésticas.
Cuando no hay simetría en las decisiones de la pareja y se utiliza el desprecio y la
intimidación para que se lleven a cabo, se puede afirmar que el elenco de pautas
conductuales descrito está destinado a mantener a su pareja en el papel de cuidadora del
grupo familiar, lo cual sirve para aumentar su sensación de dependencia y sumisión.
A su vez la existencia de actitudes y comportamientos de arrepentimiento o buen trato,
entremezclados con agresiones físicas y/o psicológicas como el mordisco reconocido por
él dentro del gesto de ir a buscarla, forman parte de la dinámica habitual de una relación
de abuso que a su vez alimenta la ambivalencia de la madre puesto que la misma persona
que le provocaba daño y temor era su fuente de afecto.

3.1.3. Resultados de la evaluación psicológica del menor


El menor de cuatro años, acudió a la entrevista en sede judicial acompañado de su
madre y una educadora del centro donde se encontraban, observándose en él desde el
principio una actitud de alerta e intranquilidad, muy pendiente del entorno y hablando a
gritos y medio llorando, con manifestaciones como «¡no quiero hablar! ¡Voy a matar a
toda la gente! (...) me cago en tu madre».
Ya en entrevista individual, tras calmarle la madre y salir del despacho para realizar la
exploración, preguntado por su familia y de quiénes y cómo vivían, el menor respondió
describiendo episodios de violencia física del padre hacia su madre «papá pegaba a
mamá (...) porque lloraba (...) un mordisco de papá»; preguntado por qué sabía que el
mordisco lo había hecho papá contestó «lo he visto, se la veía» y ejemplificó otras
situaciones sin hablar, como un tortazo en la cara. A pesar de estas manifestaciones
mientras dibujaba y al insistir en ciertas cuestiones sobre la relación entre sus padres, se
«cerraba» mostrando una actitud evasiva y de rechazo a ser explorado, insistiendo en
querer irse.
En la entrevista con su madre, la interacción entre ambos se desarrolló cargada de
tensión, y con una mezcla constantes de conductas de desafío y oposición con otras de
escucha y aparente calma a través de los intentos de motivación por parte de su madre.
Refirió «soñar cosas feas» sin ofrecer más datos al respecto y que en su casa había
cucarachas en la cama, pero enfadándose al percibir que se intentaba profundizar en la

252
conversación.
En las verbalizaciones el menor se mostró agresivo, negativista y con pequeñas
rabietas continuas, transmitiendo sentirse agobiado, así como agresividad y angustia en
cada manifestación, verbal, no verbal y hasta dibujando. No fue posible efectuar un
juicio clínico más preciso a partir de esta única exploración, con un niño tan pequeño y
con una actitud como la descrita.
Se constataron algunos de los aspectos de la dinámica familiar descrita en los informes
y por parte de su madre, de acuerdo a los cuales el niño le daba órdenes, se enfrentaba a
ella, se debatía entre demandar su afecto y tratarla con desprecio.
Se decidió no mantener entrevista de interacción entre el menor y el padre al
considerar que el menor no se encontraba en condiciones emocionales de verle, por la
posibilidad de que se acentuaran las alteraciones que presentaba, objetivadas en la propia
exploración, y de las cuales habían informado telefónicamente los profesionales del
centro en el que habían permanecido madre e hijo, desde el que aportaron abundante
información sobre el estado en que se encontraba el menor y cómo había ido
comportándose desde que ingresara, destacando su valoración de elevada alteración en
su estado generalizado y graves conductas de abuso y agresividad hacia su madre y otros
niños, especialmente niñas, del centro.

3.1.4. Resultados relativos a la competencia parental de los progenitores


Es importante resaltar que en el momento de realizar el informe pericial y durante los
últimos cuatro meses anteriores, desde la separación de sus progenitores, el menor había
permanecido viviendo junto a su madre sin contacto alguno con su padre.
En ese marco, a fin de determinar las pautas de funcionamiento familiar y tras el
estudio de los datos aportados por ambos progenitores sobre las dinámicas de relación
entre ellos, procedió señalar que sus percepciones no eran contradictorias del todo, por
ejemplo en el punto referido al tiempo compartido entre padre e hijo pero sí en cuanto a
las consecuencias para ambos.
En el caso del padre ofrecía una valoración positiva de que su relación con el menor
era tiempo de disfrute, diversión e intercambio de afectividad; y en el caso de la madre se
valoraba dicha relación como una fuente de preocupación, porque si bien el niño adoraba
a su padre lo hacía, según ella, porque este no le ponía ningún tipo de límite o norma en
casa, no existía ninguna corrección ni interrupción de todo lo que él quería hacer y es
más, le estimulaba para que tuviera conductas de agresión y faltas de respeto hacia ella y
se las reforzaba.
En esa línea y de cara a valorar las reglas o normas de convivencia que pudieran
haber facilitado o dificultado la estructuración de la familia, ambos progenitores
coincidieron en afirmar que estaban determinadas por el padre, asumiendo que era el
cabeza de familia y el que dictaba cómo educar al niño, en general exento de límites
hasta el punto de no querer que se le vacunara ni obligara a ir al colegio, y delegando en
la madre la potestad de regañarle reconociendo no estar dispuesto a hacerlo él.

253
Los proyectos de custodia de cada progenitor se consideraron muy diferentes, con
mucho menor viabilidad en el caso del padre por la ausencia de planificación, ya que no
fue capaz de concretar su alternativa más allá de generalidades que acababan derivando
en sus emociones negativas e ideación de perjuicio por haber perdido el control en algo
tan decisivo como la ruptura de la pareja; lo cual a su vez le llevaba a manifestar
contradicciones como que ella era una buena madre que siempre había cuidado bien de
su hijo, pero que con la situación en curso no podía ser quien se ocupase del niño y
sobre todo, no podía asumir que las decisiones de ella dieran lugar a que le apartaran de
él como padre y del resto de su familia, al poner la situación en manos de terceros que
tomaran decisiones sobre ellos por encima de él como cabeza de familia.
A pesar de las reiteradas preguntas y solicitudes de planteamiento sobre cómo
organizar su vida con el menor no fue capaz de ofrecer un proyecto de custodia
mínimamente estructurado. Su estrategia de afrontamiento psicológico fue negar la
ruptura, externalizar la responsabilidad de la totalidad de la situación y mostrarse incapaz
de plantear, ni siquiera imaginar posibles escenarios futuros sin su pareja o haciéndose
cargo de su hijo de forma autónoma.
La madre no solo propuso una alternativa real y de facto consolidada hacía meses,
aunque con ayuda externa, sino que asumía el posible cambio en su organización para
que pudiera entrar a formar parte de ella el padre, para tener visitas con su hijo.
En cuanto a la disposición de ambos al cambio y desarrollo personal que pueda
optimizar su competencia, señalar que las manifestaciones del padre evidenciaban falta
de capacidad y actitud activa para mejorar «(...) no he hecho ningún curso (...) me
apunté al carné dos veces y na, ahora a ver si lo saco pero ende que salió la ley del
carné que yo lo hago lo hago y no he vuelto a cogerlo (...) la furgoneta la tengo parada
y el coche... (...)». En contraste en la madre se apreció una actitud receptiva para
mejorar sus pautas con el hijo, avalada por los informes institucionales disponibles.
En cuanto a los ámbitos económico y laboral, la madre no contaba con empleo ni con
ingresos económicos, pero se encontraba pendiente del cobro de una prestación; si bien
sus necesidades primarias y las de su hijo estaban cubiertas en el centro en el que se
encontraban alojados. El padre tampoco contaba con empleo estable, dedicándose a la
venta ambulante y trabajos esporádicos, pero cobraba la renta mínima de inserción y
contaba con su familia para cubrir sus necesidades básicas.
En cuanto a la presencia de soporte social inmediato como recursos personales,
familiares y sociales que les ayudaran en el desempeño parental, ambos contaban con
apoyos habituales disponibles y para momentos de necesidad; en el caso de la madre
además contaba con su familia aunque de manera desigual. Su padre le ofrecía un apoyo
incondicional en las decisiones tomadas por ella, pero su madre y hermano aunque
verbalizaban su ayuda, cuestionaban dichas decisiones, por miedo a sufrir posibles
represalias por parte de él.
En cuanto al ajuste psicológico de ambos progenitores, que determinara el grado de
competencia parental, se detectaron diferencias significativas para valorar el grado de
idoneidad para el ejercicio de dicha guarda así como para considerar convenientes

254
algunas restricciones en el régimen de visitas, a saber:
En cuanto a las dimensiones de personalidad de ambos progenitores y sus capacidades
directamente relacionadas con el cuidado del hijo, no se detectaron alteraciones
psicopatológicas o descompensaciones severas en el caso de la madre, más allá de las
propias del maltrato y sin gravedad suficiente como para mermar su capacidad para
hacerse cargo de su hijo menor, si bien tampoco podía hablarse de adecuado nivel de
adaptación en ambos, siendo ya prolongada en el tiempo su historia de adversidades de
tipo psicosocial y en el caso del padre del niño también de tipo antisocial, cuya
desestructuración se consideró elevada, presentando numerosas distorsiones cognitivas y
presencia de factores de riesgo de reincidir en conductas violentas y de desigualdad o
abuso.
En el caso de la madre también mostró distorsiones sobre la relación entre padre e hijo
«es buen padre, aunque el niño ha visto todo nunca le ha pegado (...) él no le regaña
nunca, no le obliga a comer nada...» pero en cuanto al afrontamiento del propio
problema familiar no se detectaron dificultades parentales que pudieran perjudicar el
funcionamiento postruptura, constatándose que a pesar de la presión que manifestaba
haber sentido por el proceso judicial en marcha y su temor hacia el padre del niño, ello
no había trascendido a la adaptación progresiva del menor a la nueva situación, que en el
momento actual evaluaba positivamente.
En cuanto al padre del menor se detectaron sesgos y dificultades que afectan al
ejercicio parental que, sin ser patología en sentido estricto, suponen disfuncionalidades
que podían tener importantes consecuencias para el funcionamiento posruptura y sobre
todo en lo referido a la relación a establecer con su hijo, ya que había permitido que este
presenciara las discusiones, insultos y dinámicas abusivas, creciendo pendiente de las
tensiones y agresiones, impidiendo la puesta en práctica de capacidad reflexiva, empática
y de control de impulsos; el padre representaba un modelo educativo inconsistente,
donde prima el poder y la violencia como forma de relación y carente de la seguridad
afectiva que le habían de aportar sus figuras de apego.
En cuanto al menor se detectó una relativa adaptación a los diferentes contextos,
incluido al clima familiar violento, respecto al cual presentaba una aceptación excesiva e
inadecuada. En las exploraciones realizadas no se constató adaptación sana a nivel
cognitivo y conductual, detectándose que el menor mostraba comportamientos alterados
y de agresividad en la esfera emocional y de socialización. Este aspecto se consideró
directamente relacionado con la forma en que se informó que el menor había venido
siendo socializado con una figura paterna agresiva y abusadora emocional y físicamente
de su madre, como modelo con el que, además, tenía mayor facilidad de identificación
por tratarse del progenitor de su mismo género.
En cuanto a los hábitos de crianza y estilo educativo se valoró que la madre mostraba
mayor capacidad de empatía y para establecer límites apropiados y a la vez vínculo
afectivo, habilidad para aprovechar los sistemas de apoyo disponibles, emocionales y
materiales y entusiasmo con el rol parental. Se valoraron positivamente los valores
prosociales en los que refería fundamentar su proyecto de crianza, si bien se detectó un

255
exceso de sumisión a su pareja aceptando numerosas conductas de abuso cotidiano.
El padre planteó un estilo menos definido, aparentemente democrático, detectándose
una falta de discurso que lo concretase, y en los ejemplos que ofrecía llegando a poder
considerarse negligente, sin ser consciente de que los límites y las normas hacia los
menores han de dárselos los padres. En cuanto a los cuidados necesarios en función de la
edad del menor se valoró que el padre no poseía un conocimiento adecuado de su
calendario evolutivo.
La madre mostró un mejor manejo de premios y castigos, fomento de las
verbalizaciones emocionales y predisposición hacia la comunicación con su hijo; el padre
destacaba en los aspectos más lúdicos de la relación, reconociendo de forma manifiesta
su evitación en educar en el cumplimiento de normas o límites. Otras habilidades de
interacción con el menor no pudieron ser objeto de comparación por las razones ya
expuestas.
En la misma línea, se puede decir que ambos mostraron cierta falta de sensibilidad
hacia las necesidades afectivas del menor, si bien en el caso de la madre, aunque refirió
sentirse preocupada por cómo podía afectar a su hijo, estaba de acuerdo en que
comenzara a mantener relación con su padre aceptando que fuera de forma supervisada
y controlada; en contra de lo que opinaba el padre, que manifestó su desacuerdo en que
su madre se hiciera cargo del menor.
En cuanto a facilitar los contactos y visitas del hijo con el otro progenitor se detectaron
dificultades en el padre, habiendo puesto de manifiesto ambivalencias en las que
predominaba su ideación de perjuicio sobre ella, la vivencia negativa de las consecuencias
judiciales hasta la fecha y la percepción hostil y amenazante de ella como madre. En el
caso de la madre del menor únicamente existían las reticencias por la organización de las
visitas que se podían explicar por el miedo en la relación vivida con el padre del menor
como pareja, que aún así ella era capaz de separar de las conductas que este tenía hacia
el niño, incluso llegando a dudar de que su trato hacia él hubiera supuesto daño
emocional.

3.1.5. Resultados obtenidos del contacto con otros recursos


De la información recibida del centro escolar al que acudía el menor, destacaba lo
siguiente:
— Su rendimiento escolar siempre había estado por debajo de la media de sus
compañeros y por debajo de los objetivos marcados en el curso.
— En cuanto a la asistencia, faltaba por las tardes y los viernes, la madre decía que
debido a que estaba enfermo.
— En cuanto a la presencia física del niño, solía acudir con la ropa sucia y con falta de
higiene personal.
— En cuanto a la asistencia a las reuniones del colegio por parte de los padres, el
curso anterior había asistido la madre y preguntaba frecuentemente por los avances del
niño. Este curso escolar no habían acudido a la reunión inicial ninguno de ellos.

256
— El curso lo inició un poco más desobediente, llamaba la atención hablando alto y
haciendo tonterías, pero siempre dentro de unos límites. Al principio de curso observaron
que estaba más rebelde.
— En cuanto a la situación familiar no tenían sospechas de problemas, pero refieren
que en una ocasión en que la madre preguntó por las conductas de su hijo le dijeron que
se había comportado mal y que había pegado a sus amigos, a lo que ella les contestó que
«con lo que el niño veía en casa, no le extrañaba».
Procede señalar que estas manifestaciones de la madre son extrajudiciales y previas al
litigio, a diferencia de su testimonio en medio del procedimiento judicial y dan cuenta del
niño como víctima-testigo de violencia familiar aunque no sobre quién la perpetraba.
De la información remitida por parte de los profesionales que atendieron a la madre y
su hijo en el centro de estancias breves al que acudieron inicialmente, destacaba lo
siguiente:
— Violencia física: refería tortazos, patadas, mordiscos, puñetazos, arrastrarle del
pelo, agresiones con vara de hierro, amenazas con una navaja, lanzaba objetos contra
ella, chocar su coche contra otro en el que iba ella. En alguna agresión había perdido el
conocimiento.
— Violencia psicológica: amenazas de muerte, darle una paliza o hacerle daño a sus
familiares. Insultos, humillaciones, desvalorizaciones.
— Violencia sexual: se sentía obligada a mantener relaciones sexuales siempre que él
quería, le introducía los dedos en la vagina para confirmar que no había tenido relaciones
sexuales con otros hombres.
— Control social: durante el noviazgo, cuando le dejaba en casa, debía ir directa a su
habitación y ponerse al teléfono durante toda la noche, no le permitía cenar con su
familia ni ducharse. Pérdida de amistades. Tenía que salir solo lo necesario y
acompañada por él o por alguien de su familia. Cuando empezó a trabajar aumentaron
las agresiones para que ella dejara el empleo.
— Situación económica: había gestionado la renta activa de inserción suplementaria
como víctima de violencia de género. Comenzaría a percibirla en el mes de diciembre.
Desde el área educativa se habían trabajado los siguientes objetivos: reforzar y trabajar
la relación materno-filial, dar un espacio de desahogo y generar una buena red de apoyo.
En cuanto al menor, la madre desde el primer día había manifestado que su pareja no
le dejaba actuar como madre, impidiéndole tomar decisiones en cuanto a la educación de
su hijo y poner los límites adecuados por considerarlos en la familia como innecesarios.
El menor llegó como un niño consentido y con una falta clara de límites. Se negaba a
comer salvo si eran macarrones, zumos, yogures y el pecho, que ella por prohibición de
su pareja, no había podido retirar. Estas rabietas se repitieron durante los primeros días
en el centro, sobre todo en las comidas.
Cuando la madre empezó a poner límites, instada a hacerlo por los profesionales del
centro, el menor respondió con insultos y violencia física hacia él mismo y su madre

257
(golpes contra la mesa, después a ella y a continuación, a él mismo, dándose palmadas en
la cara hasta que comienza a salirle sangre por la nariz). Pero poco a poco fue
reaccionando bien ante el nuevo modelo educativo que planteaba su madre y en la
comida, lograba que probara y comiera de lo se ponía en la casa, así como que cumpliera
con los horarios de descanso y las rutinas de aseo.
En otra ocasión, por la tarde, el menor quería jugar a la play station. Su madre
controlaba el tiempo de juego y como ya había jugado por la mañana, le decía que no. Él
se enfadaba, porque estaba acostumbrado a jugar a todas horas y se iba a la habitación y
empezaba a tirar la ropa que había en las sillas y todos los productos de higiene que tenía
encima de la mesilla y a lanzárselos a su madre, además de gritarla e insultarla. También
le decía que le gustaría tener otra madre. Ella controlaba la situación, paciente y
adecuada, y conseguía tranquilizar a su hijo.
La madre mostraba motivación por aprender y mejorar la relación que tenía con su
hijo, buscaba el consejo de las profesionales y lo ponía en práctica demostrando tener
habilidades. Finalmente había logrado controlar la situación correctamente y poco a poco
el niño había ido mejorando manteniéndose solo episodios esporádicos.
Además de estos hechos, el menor había manifestado en público que su padre había
mordido a su madre en la cara. También destacar que durante los primeros días el niño
no quería separarse de ella y se ponía a gritar si no sabía dónde se encontraba. En
ocasiones esta solo lograba calmarle dándole el pecho, manifestando que el padre del
niño le exigía que lo hiciera sin importar hasta cuándo. Todos estos comportamientos
fueron desapareciendo con el paso de los días.

3.2. Explicitación del proceso de toma de decisiones


La evaluación psicológica de la madre arrojó desajustes psicológicos compatibles con
experiencia de maltrato continuado. El curso de esas alteraciones, considerando la
información aportada por el recurso de protección en que se hallaban madre e hijo desde
la ruptura en los meses precedentes a exploración, indicaba una paulatina remisión una
vez cesada la convivencia con la pareja, siendo ello sugestivo de relación entre ambos
factores.
Así, en cuanto al primer aspecto objeto de la pericial, referente al estado psicológico de
la supuesta víctima se concluyó que la madre presentaba desajustes psicológicos de
significación clínica compatibles con haber sufrido violencia por parte de su pareja de
manera reiterada y coherentes con los desajustes habitualmente encontrados en las
mujeres expuestas a este tipo de agresiones: sintomatología ansiosa y eminentemente
depresiva, así como una serie de mecanismos inadecuados de afrontamiento de la
violencia (justificación, minimización, normalización y culpabilización), pero que no se
podían constatar como cambio profundo en su estructura de personalidad, de forma que
no se podía hablar de la existencia de secuelas permanentes como estabilización del daño
de manera irreversible y que se pronosticaba que evolucionaría positivamente en función
del mantenimiento de la ausencia de contacto con él.

258
La exploración del niño, aunque de limitado alcance, sugirió exposición a violencia en
el ámbito familiar y problemas de conducta de etiología no esclarecida pero compatible
con un modelo educativo y socializador en el que la figura materna aparecía
menoscabada.
De la información aportada por el recurso de protección en que se hallaban madre e
hijo desde la ruptura, se dedujo mejoría, no siendo posible discernir en qué medida la
misma respondía al cese de la exposición al clima familiar disfuncional y violento, a la
interrupción del contacto con el padre o a la intervención que directa o indirectamente —
a través de la madre— se estaba llevando desde dicho recurso. La valoración por parte
de los distintos dispositivos que habían venido interviniendo en el caso fue que habían
detectado una situación de riesgo para el menor, que consideraban hubiera ido en
aumento en caso de haberse mantenido en la situación previa, dado que el menor ya
había experimentado cambios, inicialmente reactivos y después a mejor, en el poco
tiempo que llevaba separado de su padre.
El objetivo de las medidas propuestas fue salvaguardar la evolución favorable que
presentaba el menor en los últimos meses desde que había interrumpido el contacto con
él, incluida la reacción inicial propia de un vínculo inseguro y dependiente, e intentar
conseguir para él unas circunstancias mínimas de estabilidad emocional y protección que
en el momento de la exploración se veían muy al límite.
Ambos progenitores presentaban déficit en el orden parental, si bien la madre parecía
haber sido la cuidadora principal durante la convivencia, tenía mejor conocimiento del
calendario evolutivo del menor y, a diferencia del padre, tenía un proyecto de custodia;
además había mostrado poderse beneficiar del proceso de empoderamiento y
optimización educativa que estaba siguiendo en el centro.
Por su parte, el padre confundía los planos parental y marital con el riesgo que ello
suponía de instrumentalización del hijo —o de su relación con este— con fines de acceso
a la madre o reparación de la vivencia de perjuicio por esta que aún presentaba. Además
el padre hacía manifestaciones que sugerían esquemas de discriminación por razón
género (actitud de prepotencia y primacía sobre su pareja considerando que él le daba o
quitaba).
En cuanto al segundo aspecto objeto de la pericial —las medidas civiles más
convenientes para el menor—, la comprobación de indicadores de desigualdad, abuso y
violencia en la relación de pareja, así como del estado psicológico de madre e hijo con
afectación compatible con el maltrato denunciado, lleva a confirmar la Hipótesis 1 y en
consecuencia a considerar la trascendencia en la dinámica familiar y la crianza de la
presunta violencia vivida. Lo que unido a los datos relativos a la competencia parental
relativa de los progenitores y la evolución experimentada por el menor, hizo considerar
como opción más conveniente continuar con el ejercicio exclusivo de la custodia por
parte de la madre, como venía acordado cautelarmente, manteniendo la suspensión del
contacto con el padre, hasta articular un régimen de comunicación supervisado desde
centro especializado, que garantizara la protección emocional del niño.

259
4. Comentarios críticos
4.1. Posibles limitaciones de la evaluación efectuada
La primera podría ser el hecho de que se tratase del mismo procedimiento judicial
como marco para realizar dos objetos periciales distintos, por un lado el de evaluar la
existencia de daño psicológico en la madre y el hijo compatible con violencia de pareja y
familiar y, por otro pero a la vez, evaluar la idoneidad de custodia y régimen de visitas.
Conveniente o no para el perito, lo cierto es que la concurrencia de medidas civiles y
penales en este contexto es una realidad jurídica que pretende dar coherencia socio-legal
a la respuesta judicial en estos complejos asuntos, buscando el pleno cumplimiento de los
derechos fundamentales de los implicados. Así pues en el presente caso se trataba de una
circunstancia de facto, que a la perito le venía decidida por el juez sin posibilidad de
modificación.
Esta concurrencia de objetos de pericia de diferente naturaleza puede acarrear
debilidades para el trabajo pericial, en el sentido de entremezclarse haciendo confuso el
proceso de contraste de hipótesis y toma de decisiones, máxime si la secuencia de
evaluación de los dos objetos de pericia no está clara.
En este sentido nos encontramos que la Guía de buenas prácticas para la
elaboración de informes psicológicos periciales sobre custodia y régimen de visitas de
menores adaptada a casos de violencia de género21, publicada por el Colegio Oficial de
Psicólogos de Madrid en el año 2013, haciéndose eco de la importancia de esta
posibilidad de coincidencia temporal en la solicitud de ambas periciales, señala la
conveniencia de que sean dirimidos primero los aspectos penales por el condicionamiento
que pueden suponer sobre los civiles. Si bien es cierto que solo recoge la conveniencia,
sin eliminar o excluir la posibilidad, puesto que no puede contravenir la norma legal. Y en
buena medida es esta recomendación la que guía la secuencia de evaluación descrita en el
punto 2.1.
Sin embargo, una ventaja de esta simultaneidad podría ser conocer exhaustivamente el
caso y las circunstancias familiares, lo cual puede facilitar la integración de medidas —a
nivel penal y civil— que afectan a un mismo grupo familiar.
En esta línea, la AFCC (Association of Family and Conciliation Courts), entre sus
recomendaciones o directrices para la evaluación de los efectos de la violencia de pareja
en las familias (2015), en cuanto que prácticas sistemáticas y no herramientas
específicas, protocolos o modelos, señala la conveniencia de que se trate del mismo
evaluador para los aspectos penal y civil de un grupo familiar, así como la de que se
diriman ambas materias en el mismo proceso. El argumento principal es que se trata de
un ámbito particular, en el que ha de primar la seguridad y la protección de los menores,
por lo que cobra especial importancia conocer todos los aspectos penales relacionados
con la evaluación de custodia.
La siguiente limitación del caso expuesto se refiere al hecho de no haber aplicado a los
progenitores pruebas específicas sobre capacidad parental o variables de personalidad
relacionadas. En el caso del padre se debió a las importantes dificultades de lectoescritura

260
que refería y que lo impedían. Y en el de la madre por la decisión de primar el máximo
de simetría posible en la evaluación de la capacidad parental, sobre la cantidad de
información disponible.
Otra limitación podría referirse a la selección de instrumentos que de por sí es un
campo con importantes limitaciones en el contexto forense. Por un lado, las dos pruebas
aplicadas (BDI y SCL-90) adolecen de robustez psicodiagnóstica pero se consideraron
útiles para rastrear sintomatología al momento de la exploración, con objeto de ampliar
las fuentes de información y en función de lo cual aplicar otras pruebas o profundizar en
entrevista.
Por otro lado, se administraron pruebas sin escalas de control de respuesta y sin
validación en población española (Escala de Autoestima de Rosenberg, Escala de
Inadaptación de Echeburúa y Corral, Test breve de fortalezas y Cuestionario de
motivaciones transgresoras) sin que fueran considerados como test, sino una forma de
recogida estructurada de información para así atender a aspectos que sí tienen validez y
sobre los que no existe otra forma de «medición», especialmente los últimos
cuestionarios referidos a factores de protección de la víctima, que se trata de un campo
con menor desarrollo aún en el contexto forense a nivel metodológico pero muy relevante
para muchos casos como el que nos ocupa.
Una alternativa a esas pruebas disponible en la actualidad, que cumple con esos
requisitos deseables de control de respuesta y validez, sería el Test de Estrategias
Cognitivo-Emocionales MOLDES, que ofrece información sobre comportamientos y
modos de pensar y sentir ante distintas situaciones.
La última limitación se deriva de la decisión de no realizar entrevista-observación de la
interacción entre padre e hijo. Decisión que estuvo basada en la información aportada
desde el dispositivo que estaba interviniendo con el menor, sobre la evolución favorable
que iba mostrando al haber cesado el contacto con el padre, fundamentalmente en lo
referido a la disminución de conductas disruptivas y heteroagresivas, así como con su
propia capacidad para frustrarse, calmarse y readaptarse positivamente.
La limitación que pudo conllevar esta decisión fue carecer de la fuente información
adicional que suele suponer este tipo de entrevistas de observación conductual, que
aporta datos sobre las habilidades educativas y de interacción del padre con el niño, lo
cual impide hacer paralelismos con los mismo datos de la madre, así como carecer de
datos con los que contrastar la información proveniente de otras instituciones.
A cambio, se decidió primar el interés del niño y lo que se entendió como una forma
de proteger su proceso adaptativo y su recuperación evitando la victimización secundaria
por el procedimiento judicial, máxime cuando se trataba de unas medidas previas que ya
habría ocasión de revisar una vez estabilizado emocionalmente el menor.

4.2. Controversias relacionadas


Tal y como se ha señalado en los apartados anteriores sobre la pericial expuesta,
existía una condición de partida para abordar la evaluación psicológica del caso que no

261
está exenta de debate y que procede plantear llegado este punto, para cumplir con el fin
de concretar aspectos teóricos en realidades prácticas con las que nos podemos encontrar
en el ejercicio aplicado de la psicología forense.
El contexto de violencia de género ¿determina evaluaciones parentales asimétricas?
El contexto de violencia de género en el ámbito de la pareja o ex pareja para evaluar
competencia parental o comparar alternativas de custodia permite varias premisas de
partida respecto a la parte penal de los procedimientos: que no se haya probado la
existencia de maltrato, que sí se haya probado o que esté realizándose la instrucción y
aún no se pueda confirmar su existencia, solicitándose ambas periciales a la vez.
En el primero de los supuestos la respuesta es clara, se debe partir de la hipótesis de
que ambos progenitores son idóneos para ejercer la custodia de sus hijos menores,
teniendo en cuenta la quizás nada desdeñable circunstancia de que dicho grupo familiar
haya llegado hasta ese punto, lo que puede ser muy interesante de cara a la evaluación de
las áreas a tener en cuenta para la pericial.
Este punto se recoge de manera abundante en la literatura científica relacionada,
estando aceptado que en las evaluaciones de guarda y custodia disputada de los hijos
menores el punto de partida de la valoración psicológica debe ser el de considerar que
ambos progenitores son convenientes para ejercerla y, desde ese planteamiento, la misión
del perito psicólogo es demostrar mediante el proceso de evaluación en qué medida se
cumple dicha condición.
En el segundo de los supuestos, que sí se haya probado la existencia de violencia de
género sobre la pareja, también hay que efectuar un análisis comparativo de las
alternativas de custodia, en primer lugar porque así lo requiere el juez, sin descartar de
antemano la custodia paterna porque en ese caso no habría solicitado la pericial; y en
segundo lugar, porque como peritos asesores del tribunal, lo que interesa es fundamentar
desde la ciencia psicológica el nivel de competencia parental de ambos progenitores, en
este caso en tanto que víctima e imputado, y cómo la violencia probada puede influir en
el ejercicio de la guarda y custodia de ese hijo víctima de dicha violencia ejercida contra
su madre, o incluso ser determinante en función de la gravedad de la misma.
La violencia de cualquier tipo en el contexto familiar, como las conductas de abuso o
negligencia hacia los niños, forman parte de la categoría de variables que atañen a la
seguridad infantil y son básicas en las evaluaciones de custodia. Establecida legalmente la
ocurrencia de cualquiera de estas variables (en el caso que nos ocupa la violencia de
género) se hace imprescindible considerar cómo puede haber afectado al resto de
variables relevantes (vínculo parento-filial, patrón de coparentalidad, estilo educativo y de
socialización, etc.). Son numerosas las disposiciones nacionales e internacionales sobre
los derechos de la infancia que se hacen eco de las negativas consecuencias y el riesgo, a
veces grave, en el que son puestos los menores cuando existe violencia de género contra
su madre o un clima familiar violento, porque merma las condiciones necesarias para
mantener la convivencia y el ambiente necesarios para un adecuado desarrollo y
formación personal que aseguren su bienestar.
Por ello, esta circunstancia modifica de forma ineludible el beneficio que las mismas

262
normas consideran que tiene el contacto personal y directo de dichos menores con su
padre causante de los hechos violentos. E incluso puede llegar a modificar también el
beneficio que se puede presuponer a la custodia materna en función de la afectación de
esta. En consecuencia, la existencia de violencia en el ámbito familiar o sobre la madre,
cuando menos debe ser tenida en cuenta, aunque no en todos los casos condicionará de
igual manera el resultado de la pericial.
En el tercer supuesto, de que aún no esté confirmada la existencia de violencia y se
solicite un mismo informe para evaluar materia penal y civil, la evaluación pericial
comparte en cierta medida las circunstancias del segundo escenario posible, con la
salvedad de que el punto de partida de la evaluación es que no se ha probado ni la
existencia ni la inexistencia de la violencia, sino que se está investigando, y el informe
pericial se convertirá en medio de prueba, de forma que hay que contemplar solo la
posibilidad.
En este sentido, lo que a mi juicio y al del COP —y así ha sido observado en este caso
— se puede exigir es un orden temporal en el diseño del proceso de evaluación, de
acuerdo al cual se evalúe primero la posible existencia de desajustes compatibles con
dicha violencia, con o sin valoración de causalidad, y posteriormente se valoraría la
capacidad parental de ambos progenitores, atendiendo a cómo se haya podido ver esta
afectada por la presunta violencia habida o en qué medida pueda ser esta, y no otros
factores, el origen de los efectos apreciados en el orden parental (privación de afecto
adecuado, falta de referentes de seguridad claros y consistentes, falta de autorregulación
emocional y aquellos signos relacionados con un tipo de apego desorganizado).
El quid de la «desigual» valoración considero que está en que la valoración de la
capacidad parental en este contexto siempre ha de contemplar la hipótesis de la potencial
influencia de la violencia denunciada en el ajuste psicológico de las partes, en su modelo
educativo, en sus vínculos con los hijos, etc., sin excluir otras explicaciones alternativas a
los resultados que se obtengan, pero siempre considerando la posibilidad de que haya
habido violencia de género hacia la madre, en la que las partes no tienen posiciones
intercambiables, ya que uno es potencial agresor y otra potencial víctima, como sin
embargo sí puede ocurrir cuando hablamos de conflicto interparental o relaciones
disfuncionales en los procedimientos de los juzgados de familia o de la responsabilidad de
una mujer en el caso de una violencia bidireccional, que tampoco sería la que se instruye
en el juzgado de violencia sobre la mujer. Así que esta primera controversia remite a una
segunda.

Las valoraciones en violencia de género ¿implican o comportan asumir una


perspectiva de género? ¿Qué implicaciones puede tener hacerlo para el planteamiento
de las hipótesis y de la evaluación en general?
Asumir una perspectiva de género en la evaluación pericial psicológica, y como parte
de ella en el planteamiento de hipótesis para vertebrar el proceso, significaría tener en
cuenta la variable género, masculino o femenino, y qué impacto tiene en el resto de
variables a analizar en un procedimiento de violencia de este tipo.

263
El fenómeno no se puede abordar si no se toma conciencia de que se trata de una
violencia que en sí misma se define desde el punto de vista o la óptica del género22, es
decir, la variable que define la perspectiva es la misma por la que existe el fenómeno
delictivo.
Para poder afirmar si se trata de violencia de género es clave conocer los mecanismos
que la definen y la asimetría en la propia relación que se esté estudiando, a todos los
niveles en que lo hagamos, pero sobre todo en cuanto a reparto de roles, de poder-toma
de decisiones y de control. A nivel psicológico además interesará en el sentido de
diferenciar el carácter construido y no esencialista de muchas dinámicas individuales y de
pareja.
Asumir la perspectiva de género en los procedimientos de violencia de género no
modifica la evaluación como tal, o sea como explicación del funcionamiento psicológico y
su relación con cuestiones jurídicas, ni conlleva renunciar a criterios científicos o
técnicos, sino que supone efectuar una integración de resultados sin obviar dinámicas de
desigualdad relacional que suceden a nivel estructural.
Así, la perspectiva de género incrementa la sensibilidad respecto al papel que puede
jugar la variable género en la violencia contra la pareja, existiendo también el riesgo de
que conlleve sesgo en el evaluador si supone una restricción de partida en las hipótesis o
en las variables a considerar. Nuestros métodos han de ser sensibles y específicos para
detectar el fenómeno, con anterioridad invisibilizado y minimizado, pero no
sobreestimarlo.
No son pocos los cambios acaecidos en los últimos años en el ámbito jurídico en
materia de violencia contra las mujeres. Y la cuestión que nos ocupa cuestión tiene que
ver con ello. Además obtiene respuestas muy claras pero contrarias en función de quién
la responda. Y por eso mismo se convierte en una controversia digna de reflexión.
Empecemos por lo que marca la ley.
La Ley 1/2004 de Medidas de protección Integral contra la Violencia de Género, en su
exposición de motivos y en la propia definición de violencia, deja patente que el maltrato
y el abordaje jurídico-legal del fenómeno delictivo han de realizarse desde la perspectiva
que comporta interpretar la realidad teniendo en cuenta la diferencias en función de dicho
género.
Por otra parte, en junio de 2013, el Grupo de Expertos/as en Violencia Doméstica y de
Género del Consejo General del Poder Judicial, aprobó la actualización de la «Guía de
Criterios de Actuación Judicial frente a la Violencia de Género» que habían publicado
cinco años antes. En su primera página señalan que «es clave la perspectiva de género
como criterio de interpretación de las normas. Un criterio legal y constitucional».
Más adelante en el mismo texto, en un apartado específicamente dirigido a la
controversia que nos ocupa, recoge que la interpretación de la realidad y de las normas
desde la perspectiva de género viene reclamada por nuestra más reciente legislación,
siendo contemplada por la Ley de Igualdad, expresamente, en diversos preceptos.
Recoge también que esta labor de interpretación tiene su cabida en el artículo 3.1 del
Código Civil, que impone, entre otros cánones hermenéuticos, el de la realidad social del

264
tiempo en que las normas han de ser aplicadas, que implica tener en cuenta los valores de
los que se ha dotado la sociedad en la que y para la que se va a efectuar la labor
interpretativa. Son los valores que la Constitución declara como superiores del
ordenamiento jurídico —igualdad, libertad ...—, por lo que se imponen como valores de
resultado, pero también son los afirmados por unanimidad por el legislador en la Ley
Integral y los explicitados en la Ley de Igualdad.
Esta perspectiva ya ha sido reclamada, además, por la comunidad internacional. Así, el
Informe del Secretario General de Naciones Unidas, de 6 de julio de 2.006, señala en su
párrafo 73
La violencia contra la mujer funciona como un mecanismo para mantener la autoridad de los hombres.
Las explicaciones de la violencia que se centran principalmente en los comportamientos individuales y las
historias personales, como el abuso del alcohol o una historia de exposición a la violencia, pasan por alto
la incidencia general de la desigualdad de género y la subordinación femenina sistémicas. Por
consiguiente, los esfuerzos por descubrir los factores que están asociados con la violencia contra la mujer
deberían ubicarse en este contexto social más amplio de las relaciones de poder.

Y añade en su párrafo 268


Las normas que rigen los procedimientos penales, en particular las reglas de prueba y procedimiento,
deben ser aplicadas con sensibilidad para la perspectiva de género a fin de impedir que las mujeres víctimas
de la violencia vuelvan a sufrirla. Ello comprende la elaboración y la aplicación de reglas de prueba y
procedimiento de modo que asegure que no sean demasiado gravosas y que no estén basadas en
estereotipos nocivos que inhiban a las mujeres de prestar testimonio. Las estrategias para hacer que en los
procedimientos penales se tenga más plenamente en cuenta la perspectiva de género también pueden exigir
que se simplifiquen los procedimientos judiciales, se garantice la confidencialidad de la víctima realizando
actuaciones a puerta cerrada cuando proceda, se tomen medidas encaminadas a apoyar y proteger a las
víctimas y se capacite al personal.

Así, siguiendo estrictamente la ley y las recomendaciones jurídicas quizá tendríamos


que redefinir la controversia en este otro sentido: ¿podríamos los psicólogos forenses
obviar la perspectiva de género?
Desde la mayoría de las instituciones y dispositivos de asistencia a víctimas de
violencia, incluyendo administraciones, servicios de atención primaria y hospitalaria,
fuerzas y cuerpos de seguridad, servicios sociales, etc. la respuesta a si se debe asumir la
perspectiva de género es afirmativa. Pero otra parte importante implicada en la lucha
contra el fenómeno de la violencia de género como son los profesionales de la justicia,
órganos judiciales y fiscalías, ante la pregunta de si se debe asumir la perspectiva de
género a menudo ofrecen una respuesta negativa o al menos importantes dudas al
respecto, ya que al tener que hacerse cargo no solo de las víctimas sino de los imputados
y estando regidos por principios de nuestro ordenamiento jurídico como el de igualdad,
comparten la idea de que el espacio en el que impartir justicia y aplicar dichas normas ha
de estar por encima de ideologías o creencias que puedan afectar o modificar dichos
principios rectores.
Quizá cada vez menos, pero gran parte de estos profesionales considera que asumir la
perspectiva de género implica asumir ideología, porque identifican la herramienta con la
corriente de pensamiento feminista. En esta línea, según la catedrática en derecho penal y

265
criminología Elena Larrauri, la tesis feminista es la que hoy prevalece en España y desde
ella se atribuye toda la explicación de la violencia ejercida contra la mujer en las
relaciones de pareja a la posición de desigualdad estructural en que se encuentra. Esta
autora considera que este movimiento pendular es típico de las ciencias sociales y por él
se ha pasado de ignorar la variable género a pretender que esta explique todo el problema
social que se está investigando, y que toda la violencia pueda ser explicada
exclusivamente por la desigualdad de género, lo que a su juicio constituye un error23.
Aterrizando en el terreno forense, a la hora de realizar una evaluación pericial
psicológica enmarcada en un procedimiento de instrucción de un juzgado, creo que no
hay problema en afirmar que como peritos por supuesto que debemos regir nuestro
trabajo por los principios de imparcialidad y objetividad, los cuales podrían considerarse
difíciles de alcanzar si aceptamos sesgos ideológicos.
En este sentido, una propuesta de solución a la controversia vendría dada desde el
momento en que entendiéramos que la perspectiva de género no es una ideología,
aunque se reconozca que el origen del mismo se encuentra en el feminismo que sí se
erige como doctrina de pensamiento. La perspectiva de género es una categoría analítica
que busca estudiar el impacto del género en los roles sociales de las personas, las
interacciones que llevan a cabo con otras y sus oportunidades.
Su origen se remonta a la Cuarta Conferencia Mundial de Naciones Unidas sobre la
Mujer, celebrada en Pekín en 1995, y pretende desnaturalizar, desde el punto de vista
teórico, el carácter jerárquico existente en la relación entre géneros y mostrar que los
modelos asignados a hombres y mujeres son construcciones sociales que establecen
formas de interrelación y especifican lo que cada persona, debe y puede hacer, de
acuerdo al lugar que la sociedad atribuye a su género.
Así, parece que se puede afirmar que el abordaje de la controversia varía según sea el
origen de la disciplina que estudie el fenómeno, encontrando que aquellas ciencias con
mayor tradición histórica en el análisis de los problemas sociales son las que menos
tardaron en asumir la perspectiva de género como herramienta de análisis de la realidad
para conseguir igualdad.
La violencia de género en el ámbito de la pareja, como cualquier otro fenómeno grave
y complejo, ha sido estudiada desde diferentes enfoques teóricos. Identificándose en
muchas ocasiones las diferencias expuestas, como ocurre en la Guía de buenas prácticas
para la evaluación psicológica forense del riesgo de violencia contra la mujer en las
relaciones de pareja24. Tal y como se señala en dicha Guía, entre los enfoques que han
recibido una mayor atención destacan:
— El enfoque clínico: pone el énfasis en los factores individuales y explica la violencia
en términos de déficit o psicopatologías en el agresor.
— El enfoque sistémico: pone el énfasis en los factores relacionales y explica la
violencia como una forma de interacción disfuncional dentro de la pareja.
— El enfoque feminista o de género: pone el énfasis en los factores sociales y
considera la violencia como algo estructural fruto del histórico desequilibrio de poder

266
entre hombres y mujeres.
— El enfoque ecológico o interaccionista: considera que los factores a los que se
debe la violencia son multicausales, siendo esta el resultado de la interacción entre
factores del agresor, la víctima y la dinámica relacional.
También en esta Guía se recoge que «son muchos los factores de riesgo que inciden
en la expresión de conductas violentas en la relación de pareja, pero ninguno de ellos
tiene un protagonismo principal, lo que indica el carácter multicausal de esta
fenomenología delictiva (Andrés-Pueyo, 2009)». Así como que «no obstante, se admite
un papel destacable de las normas socioculturales y las expectativas de rol que apoyan la
subordinación femenina y perpetúan la violencia masculina como uno de los procesos
que modelan la agresión y la relación, delimitando conductas legitimadoras y sancionadas
socialmente (APA, 1999)».
En todo caso, como técnicos no da igual rechazar la perspectiva de género porque
comporta ideología y doctrina de pensamiento feminista, que no asumir esta herramienta
(al menos más allá de lo que predetermine el marco legal vigente imbuido por ella y en el
cual hemos de trabajar) por entender que otros enfoques puedan ser más útiles o más
comprehensivos para evaluar la violencia de pareja. Además, asumir esta perspectiva no
implica negar que en el seno de la familia —o más específicamente de la pareja— puede
darse violencia que no responda a la categoría de violencia de género y que no por ello
resulte inocua para el bienestar de los hijos.
En mi opinión esta perspectiva, entendida en la forma antes expuesta, no tiene por qué
entrar en conflicto con los criterios técnico-científicos que deben regir la evaluación
forense. Evaluación que es necesariamente idiográfica y por tanto contemplará siempre el
funcionamiento único de la pareja sometida a evaluación, sin prejuzgar tampoco por
razón de género porque no solo la variable género explica el fenómeno de la violencia.
3 La entrevista es el método de evaluación más utilizado en el contexto forense. Entre sus ventajas se han
señalado: accesibilidad tanto del lenguaje verbal como no verbal, gran capacidad para obtener información extensa
y variada, principalmente, del procesamiento cognitivo y emocional de las experiencias vitales, así como permite
adaptar el proceso de evaluación a las características del caso concreto a partir de los datos que se van
obteniendo durante la misma. Como limitaciones de uso se ha apuntado el elevado coste en tiempo y esfuerzo, y
la posible introducción de sesgos subjetivos que pueden alterar la fiabilidad de la información (Muñoz y
Echeburúa, 2014; Tejero, González-Trijueque y García-López, 2014).
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5 A. L. Manzanero y S. Barón, «Características de las memorias en niños de preescolar: obtención y
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6 A. L. Manzanero y J. L. González, Avances en Psicología del Testimonio, Santiago de Chile, Ediciones
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7 R. A. Gardner, «Recent trends in divorce and custody litigation», The Academy Forum, 29(2), 1985, 2-7.
8 R. A. Gardner, «Legal and psychotherapeutic approaches to three types of parental alienation syndrome
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9 R. A. Gardner, «The three levels of the parental alienation syndrome alienators: differential diagnosis and
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jurídica y psiquiatría forense, Madrid, EOS, 2013, págs. 965-988.
12 J. Sanz y M. García-Vera, «Directrices para seleccionar test psicológicos en el ámbito clínico-forense»,
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13 C. Del Rio, «Informes de parte en conflictos matrimoniales: implicaciones deontológicas», Infocob, 10,
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14 Colegio Oficial de Psicólogos, Guía del Psicólogo núm. 293: Rincón de ética y deontología.
Consideraciones preliminares a la valoración deontológica de un contrainforme, 2009.
15 J. M. Muñoz, «El Constructo Síndrome de Alienación Parental (S.A.P.) en Psicología Forense: Una
propuesta de abordaje desde la evaluación pericial psicológica», Anuario de Psicología Jurídica, 20, 2009, 5-14.
16 M.ª. R. Cortés y D. Cantón, «Conflicto entre los padres y desarrollo de los hijos», en J. Cantón, M.ª. R.
Cortés, M.ª. D. Justicia y D. Cantón, Violencia doméstica, divorcio y adaptación psicológica, Madrid, Pirámide,
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M.ª. D. Justicia, Conflictos matrimoniales, divorcio y desarrollo de los hijos, Madrid, Pirámide, 2002, págs. 301-
328.
17 M.ª. I. Arruabarrena, «Maltrato psicológico a los niños, niñas y adolescentes en la familia: definición y
valoración de su gravedad», Psychosocial Intervention, 20(1), 2011, 25-44.
18 M.ª. D. Justicia, «Tipos de custodia, régimen de visitas e intervención», en J. Cantón, M.ª. R. Cortés, M.ª.
D. Justicia y D. Cantón, Violencia doméstica, divorcio y adaptación psicológica, Madrid, Pirámide, 2013, págs.
229-259.
19 La diversidad de formas que puede adoptar la violencia psicológica, en F. J. Labrador, P. P. Rincon, P. de
Luis y R. Fernández Velasco, Mujeres víctimas de violencia doméstica, 2004.

268
20 P. Rivas Vallejo y G. L. Barrios Baudor, Violencia de Género. Perspectiva multidisciplinar y práctica
forense, IV (1), 484, 2014.
21 Guía de buenas prácticas para la elaboración de informes psicológicos periciales sobre custodia y régimen
de visitas de menores adaptada a casos de violencia de género, Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid, 2013:
«Teniendo en cuenta que en muchos casos de violencia de género se tramitan simultáneamente la materia penal y
civil, y que prevalece lo penal, es conveniente que en los informes psicológicos en casos de violencia de género
se diriman primero los aspectos penales, ya que la consideración que se haga de estos va a incidir en los civiles»
(pág. 8).
22 Definición según RAE: perspectiva: punto de vista desde el cual se considera o se analiza un asunto. (Del
lat. tardío perspectīvus, y este der. del lat. perspicěre ‘mirar a través de’, ‘observar atentamente’; la forma f., del
lat. mediev. perspectiva ‘óptica’.)

269
23 Criminología crítica y violencia de género, Elena Larrauri, Ed. Trotta, 2007.
24 Guía de buenas prácticas para la evaluación psicológica forense del riesgo de violencia contra la mujer en
las relaciones de pareja (VCMP), publicada por el COP-M en 2013.

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284
Índice
Prólogo 11
Capítulo 1 14
El divorcio y los peritajes psicológicos en España en los comienzos
14
del siglo XXI
Estadísticas y cultura de divorcio. expansión de este ámbito forense 14
Novedades legislativas 18
Intervenciones asistenciales y coadyuvantes al sistema judicial 21
A. Programas psicoeducativos con familias en ruptura 22
B. Mediación familiar 25
C. Coordinador de Parentalidad 27
Avances en materia de ética y regulación de buena praxis 29
Capítulo 2 36
Evolución de las evaluaciones psicológicas en disputas de custodia 36
Panorama actual de las evaluaciones psicológicas de custodia 36
A. Los estándares legales y sus efectos en las evaluaciones de custodia 37
B. La evidencia científica que sustenta las evaluaciones de custodia 40
El panorama a nivel nacional 44
Revisión del modelo propuesto hace una década 49
A. Reflexiones sobre el punto de partida y las variables incluidas en el
54
modelo
B. Revisando la toma de decisiones derivada del modelo 61
Cuestiones metodológicas que considerar 71
A. Sesgos y fuentes de error más comunes y potenciales vías de
72
minimización
B. Dificultades relativas a fuentes de datos e instrumentos de evaluación.
78
Propuestas para superarlas
B.1. En cuanto a la fiabilidad 78
B.2. En cuanto a la validez 78
B.3. En cuanto a los protocolos y las predicciones 79
B.4. En cuanto a las entrevistas 81
B.5. En cuanto a la observación sistemática o estructurada 83
B.6. En cuanto a las fuentes colaterales o de contraste. Los terceros 85
B.7. En cuanto a la selección, utilidad y limitaciones de los tests. Otros

285
instrumentos no estandarizados 87
Capítulo 3 95
Otras cuestiones objeto de controversia en las evaluaciones de
95
custodia
La pernocta 95
El parenting y el coparenting 103
Hacer o no recomendaciones de custodia 113
Capítulo 4 120
La custodia compartida 120
Concepto y modalidades de custodia compartida 120
Orígenes y evolución de la custodia compartida 122
Evidencia empírica y mitología sobre la custodia compartida 127
1. Satisfacción con la custodia compartida 128
2. Ajuste post-divorcio con la custodia compartida 130
2.1. Ajuste infantil y CC 130
2.2. Ajuste parental y CC 138
3. Niveles de re-litigio asociados a la custodia compartida 138
Criterios que considerar en la toma de decisiones sobre custodia compartida 143
La custodia compartida en españa: leyes, jurisprudencia y cifras 154
Perspectiva de un psicólogo forense sobre la custodia compartida 167
A. El tratamiento que da el marco legal a la custodia compartida 169
B. La compleja traslación del conocimiento científico a las disposiciones
172
judiciales
C. Limitaciones de los modelos de evaluación que afectan a la valoración de
173
las CC
Capítulo 5 180
Evaluaciones de custodia y violencia de pareja 180
Violencia en la pareja y efectos en los hijos 180
Los juzgados de violencia sobre la mujer 186
Las evaluaciones de custodia en presencia de alegaciones de violencia de pareja 192
Identificación de la violencia 194
Comprensión de la naturaleza y el contexto de la VP 195
Implicaciones en el parenting y el coparenting 198
Implicaciones para los hijos 200

286
coadyuvantes 201

Capítulo 6 211
Discusión de casos 211
1. Exposición del caso 212
1.1. Información extraída del expediente judicial 212
1.2. Especificación del objeto de pericia 213
2. Planteamiento de la evaluación 214
2.1. Formulación de las hipótesis que dirigen la evaluación 214
2.2. Metodología utilizada 214
3. Análisis de resultados 215
3.1. Resumen razonado de resultados 215
3.1.1. Organización familiar 215
3.1.2. Relativos al PADRE 216
3.1.3. Relativos a la MADRE 217
3.1.4. Relativos a los MENORES 219
3.2. Explicitación del proceso decisional seguido 220
4. Comentarios críticos 222
4.1. Posibles limitaciones de la evaluación efectuada 222
4.2. Controversias relacionadas con el caso 223
1. Exposición del caso 224
1.1. Información extraída de Autos 224
1.2. Especificación del objeto de pericia 228
2. Diseño de la evaluación pericial psicológica 229
2.1. Formulación de hipótesis 229
2.2. Justificación de la metodología empleada 229
3. Análisis de resultados 230
3.1. Resumen razonado de los resultados 230
3.1.1. Informe elaborado desde los S.S.M. de zona 230
3.1.2. Informes elaborados desde el P.E.F. de zona 230
3.1.3. Vaciado de la información obrante en el expediente judicial 231
3.1.4. Exploración pericial psicológica del grupo familiar 231
3.2. Explicitación del proceso de toma de decisiones 235
4. Comentarios críticos 238
4.1. Posibles limitaciones 238

287
4.2. Controversias relacionadas con el caso 238
1. Exposición del caso 240
1.1. Información extraída de Autos o documentación judicial 240
1.2. Especificación del objeto de pericia 241
2. Planteamiento de la evaluación 242
2.1. Justificación de las hipótesis que dirigen la evaluación 242
2.2. Metodología utilizada 243
3. Análisis de resultados 244
3.1. Resumen razonado de los resultados 244
3.1.1. Resultados de la evaluación psicológica de la madre 244
3.1.2. Resultados de la evaluación psicológica del padre 250
3.1.3. Resultados de la evaluación psicológica del menor 252
3.1.4. Resultados relativos a la competencia parental de los progenitores 253
3.1.5. Resultados obtenidos del contacto con otros recursos 256
3.2. Explicitación del proceso de toma de decisiones 258
4. Comentarios críticos 260
4.1. Posibles limitaciones de la evaluación efectuada 260
4.2. Controversias relacionadas 261
Referencias bibliográficas 271

288

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