Está en la página 1de 1

Cuando chico, siempre crecí en medio de libros, enciclopedias y diccionarios, encerrándome a

leer durante largas horas, sin la necesidad ni el deseo de salir al patio a jugar con mis primos o
amigos -aunque mi falta de habilidades sociales creo que también influyó en eso- por lo que los
autores a quienes leía en parte, se convirtieron en personajes cercanos y dignos de admiración.
Entre páginas empolvadas descubrí a don Nicanor Parra, quién imagino que en ese entonces, en
mi plena infancia, debe haber tenido un poco más de ochenta años. Fui creciendo y su obra me
acompañó arduamente en mi adolescencia y adultez, sintiendo que de alguna u otra forma, el
antipoeta había moldeado parte de mi personalidad.

Un sábado cualquiera, de esos imaginarios que uno puede tener, donde estaba avanzado en mis
veintitantos, decidí tomar un bus hacia el litoral central, motivado a llevar a cabo la ruta que me
pudiese llevar a conocer a don Nicanor y posiblemente, intercambiar algunas palabras, por muy
mínimas que fueran. El bus estaba repleto, como es típico en el verano, lleno de viejas con los
cabros chicos en brazo, mientras yo me intentaba desconectar con unas gafas de sol que había
comprado en una cuneta en plena calle Meiggs. El trayecto fue tedioso, pero breve y llegado el
transporte a Las Cruces estiré mis pies y caminé en dirección a la diminuta playa del lugar donde
mojé mis pies, mientras las gaviotas cagaban a los veraneantes.

Caminé por una de las calles y llegué a una panadería y me compré una empanada frita de queso
con camarones para apalear el hambre; mastiqué, tragué y con la barriga llena seguí en dirección
hacia unas escaleras entre medio de casas escondidas entre palmeras y desde donde podías
contemplar todo ese infinito mar chileno. El polvo manchaba mis pies y a la distancia pude notar
un viejo escarabajo gris donde más de algún mocoso irrespetuoso escribió con sus dedos y el
polvo “pico pal’ que lee” sin ninguna falta de ortografía para variar. Estaba frente a la casa de
don Nicanor, dije aló, pero en ningún momento se asomó. Me sentí algo impaciente, me senté
en la vereda, esperé un rato, grité nuevamente, pero no pasaba nada.

Una hora llevaba sentado y no pasaba nada, así que decidí caminar nuevamente entre las casas,
haciendo un poco más de tiempo e intentar así propiciar que el antipoeta apareciera en la puerta
de su casa luego de comprar el pan; un cuarto de queso o jamón o qué se yo. Bajé escaleras, las
subí nuevamente y llegue otra vez a su casa, grité aló y entre las ventanas y palmeras del
segundo piso contemplé una figura flacuchenta con cabellera cana quién apareció, al cual
pregunté.

- ¿Es usted Nicanor Parra?


- Creo que no. Creo que se equivocó.
- ¿Está usted seguro? –pregunté-
- ¡Si conchetumadre! –exclamó.

Ahí me di cuenta, que entre tanta vuelta y vuelta, a una cuadra diferente entré y como hueón
quedé.

También podría gustarte