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HERÁCLITO
Para M. A.
Ahora que todo ha ocurrido y hemos decepcionado cualquier expectativa, una idea nos
corroe interminablemente el cerebro: cómo hacérselo entender a nadie. Nada nos obliga
a hacernos inteligibles; en rigor es muy probable que ser entendidos no nos sea útil en
modo alguno, y desde luego no constituye un objetivo del que nuestra naturaleza nos
mueva a encaprichamos; y, sin embargo, las actuales circunstancias han venido a
convertir el asunto en un reto arduo de desatender. Sólo el que alguien ajeno llegue a
comprender que hubo razones puede resarcirnos, así sea en una miserable medida, de
ser incapaces nosotros de sustentar tal creencia. No es éste, por otra parte, un expediente
insólito.
Nadie pronunció una palabra. Todos advertíamos que aquello era absurdo y que no nos
resultaba propicio. Tales impresiones nunca se comunican, por temor de hacerlas
irrefutables o porque ya lo son y no es preciso revolcarse en el lodo de padecerlas.
Primero nos miramos, luego nos rehuimos las miradas, más tarde todos sentimos deseos
de correr a refugiamos, de cerrar los ojos y tratar de convencernos de que no había
sucedido nada, de que el frío persistía y aún teníamos alguna razón de ser como
inevitablemente éramos.
Siempre hemos tenido mala suerte. Pasada la desorientación inicial, los más reflexivos
comenzaron a tratar de delimitar la desgracia que por fuerza encerraba todo aquello.
Podía ser el que acabáramos acostumbrándonos, a pesar del amargo comienzo, y que
cuando empezáramos a apreciar la nueva situación, el frío volviera y nos encontrara sin
defensas y con el enemigo adicional de la nostalgia del calor atacándonos desde dentro.
Podía ser el que el calor fuera en realidad duradero, pero que nunca consiguiéramos
adaptarnos porque nuestra espera y nuestro deseo de él hubieran sido erróneos. Por
último, podía ocurrir que el calor durara, que nos adaptáramos, y que esto supusiera la
satisfacción, pero no nuestra satisfacción, porque nosotros no podíamos ser satisfechos,
sino la de otros que vinieran a suplantarnos y asfixiaran al que habíamos sido. No
podíamos caer en la trampa de rendirnos a algo que iba a abandonarnos, no podíamos
pretender sentirnos colmados por algo que no nos servía, no podíamos aceptar un
bienestar que nos exigiera renunciar a nosotros. Fue entonces, llegados todos a estas
conclusiones, cuando nos dimos cuenta de que ya estaba decidido. No; aunque hubiera
venido al fin el calor, aunque decepcionáramos, aunque ni nosotros ni nadie lo
entendiera, la condena, sutil, fatídica, no dejaría de pesar sobre nosotros.
Lorenzo Silva
www.lorenzo-silva.com