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Filosofía Mexicana – Facultad de Filosofía Rafael Guízar Valencia
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Filosofía Mexicana – Facultad de Filosofía Rafael Guízar Valencia
CONCLUSIÓN
Comencé a escribir una Disertación, y presentándose exuberante la materia, la
Disertación se ha convertido en libro. Al fin, amigo lector, llego al término de mi libro
como Sancho Panza: en burro. Porque dice san Buenaventura que en el camino del
estudio más se adelanta y más frutos se alcanzan con el paso regular y constante,
aunque lento, del jumento, que con las carreras irregulares del no domado potro, que
ya corre velozmente, ya se va hacia allí ya hacia acá fuera del camino, talando los
alegres sembrados, ya tropieza, ya corcovea y da en el sueño con su desgraciado
dueño. Al tomar la pluma he seguido el consejo del mismo Doctor Seráfico: he
tanteado mi mediana capacidad intelectual, procurando no volar tan alto como Ícaro
ni tan bajo como las gallinas; ni escribir con el orgullo y necia libertad de D. Lorenzo
de Zavala1, ni con un encogimiento y respecto excesivo a la autoridad en materias de
libre discusión, que perjudique a los fueros de la razón, a la verdad de la historia y a
la utilidad de la patria. El cerebro es una lámpara, el alimento es un aceite, el
pensamiento es luz. Este libro es el producto de un cerebro enfermo hace más de
cuatro años; por esto, no es extraño que sea un libro pequeño, débil en su crítica y
razonamiento, opaco en su lenguaje, y yermo de sales y falto de amenidad en su estilo;
máxime en un campo tan árido como la filosofía del Peripato.
Escribo en Lagos, careciendo de los abundantes y selectos libros de una
biblioteca pública, de las consultas y auxilio de los sabios, de una espléndida
tipografía y demás recursos con que las grandes ciudades brindan a los hombres
estudiosos y escritores públicos; y únicamente me consuela esta sentencia de san
Antonino: “No es laudable haber estudiado en París o en Bolonia, sino haber estudiado
con diligencia”. Horacio nos hace una pintura de la vejez tan verdadera y bella, como
conocida en la república literaria. “Muchas incomodidades, dice, rodean a un viejo…
tiene dificultad para las cosas… es quejumbroso” etc., etc. En medio de los trabajos
físicos y morales de los últimos años, el mejor alivio son las letras. Las personas
vulgares tienen como triste la vida de un hombre estudioso. De contrario parecer era
Cicerón, y es muy conocido este su famoso texto en su oración en defensa de Arquias.
“Estos estudios alimentan a la juventud, son el encanto en la vejez, dan lustre en las
cosas prósperas, asilo y consuelo en las adversas, deleitan dentro de casa, no impiden
fuera, pernoctan, viajan y habitan en el campo con nosotros”. El que tiene un libro en
la mano o medita sobre una materia filosófica, histórica u otra semejante, está tan
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En un acto público de filosofía que sustentó Zavala en su patria Mérida antes de 1810, uno de sus
réplicas o sinodales le dijo: “¿Niegas la autoridad de santo Tomás?” A lo que él respondió: “¿Y por
qué no? Santo Tomás, como tú y yo, era hombre y estaba expuesto a errar” (Biografías de Mexicanos
distinguidos por el literato yucateco D. Francisco Sosa)
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huella que dejó en Lagos fue honda y perdurable, como lo atestigua Mariano
Azuela en su entrañable memoria El padre Agustín Rivera (México, Ediciones
Botas, 1942). Sería muy injusto clasificar a Rivera como un simple personaje
de la cultura local. Don Agustín fue uno de los intelectuales mexicanos más
distinguidos del siglo XIX y, a pesar de no vivir en la capital del país, su
influencia y su legado han tenido un carácter nacional.
Se puede decir que Rivera fue el primer historiador de la filosofía
mexicana, pero más aún, que fue el primer filósofo de la historia de la filosofía
mexicana. Otro sacerdote de la región, Don Emeterio Valverde y Téllez,
obispo de León, quizá es más conocido por haber sido autor de varios
compendios —que todavía hoy nos sorprenden por su exhaustividad— de la
filosofía mexicana desde los primeros años de la colonia hasta los primeros
años del siglo XX. Sin embargo, el propio Valverde reconoce que Rivera fue
el primero en abordar la historia de la filosofía mexicana con su característica
erudición e inteligencia.
Rivera es autor de un opúsculo perdurable llamado De qué sirve la
filosofía a la mujer, los comerciantes y los artesanos y los indios que es una
apología de la enseñanza de la filosofía a todos los ciudadanos.
La obra principal de Rivera sobre la filosofía mexicana es La filosofía
en la Nueva España, o sea disertación sobre el atraso de la Nueva España
en las ciencias filosóficas (Lagos, Tip. de Vicente Veloz a cargo de A. López
Arce, 1885). Esta obra fue muy comentada en su tiempo y mereció toda
suerte de elogios y diatribas. Por ejemplo, el padre Agustín Rosas, de
Guadalajara, debatió con Rivera acerca de su tesis central: que en la Nueva
España la filosofía no sólo estuvo atrasada respecto a otros países, sino que
la que se hizo en sus colegios y universidades fue, por lo general, de poca
calidad. Aunque Rivera está en lo cierto en que la Nueva España estaba
dramáticamente atrasada en la filosofía natural, es decir, en física, biología e
incluso en otras áreas como matemáticas e ingeniería, hoy en día, gracias a
la labor de rescate realizada por varios especialistas —entre ellos, Mauricio
Beuchot— podemos matizar el juicio tan drástico de Rivera sobre la filosofía
novohispana.
Más allá de la cuestión de si la filosofía escolástica en la Nueva España
padecía o no un atraso, lo que más interesa ahora es el diagnóstico de Rivera
de por qué se padecía dicho atraso. En los corolarios de su estudio, Rivera
sostiene que no podía ser de otra manera puesto que la Nueva España era
víctima de un régimen colonial. Lo que explica Don Agustín es que la filosofía
no puede florecer en un sistema de dominación que se empeña en que sus
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