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El olvido
En general, nuestra capacidad para recordar sucesos, planes o caras, entre otra
información, es extraordinaria. Tanto es así que a lo largo de la vida acumulamos cantidades
ingentes de información, hasta el punto de que en las culturas que no poseen escritura se deja
el conocimiento de la historia del grupo en manos de los ancianos, capaces de rememorar
acontecimientos de varias generaciones remontándose a cientos de años, capacidad que
tienen que compartir con los propios recuerdos.
Bahrick, Bahrick y Wittlinger (1975) encontraron que incluso 48 años después de
dejar el colegio, los sujetos todavía eran capaces de identificar con relativa exactitud a sus
compañeros de entonces.
Sin embargo, la memoria no es perfecta, y diferentes factores afectan a la capacidad
de retención a lo largo del tiempo. En un estudio posterior, Bahrick (1984) mostró cómo
profesores de universidad identificaron dos semanas después al 69% de sus alumnos a los
que dieron clase durante 2-3 veces a la semana durante un período de 10 semanas, un año
después al 48%, cuatro años después al 31%, y ocho años después al 26%, ya próximo al
azar.
Evidentemente, no es lo mismo identificar a un compañero de clase con el que estás
compartiendo varias horas al día durante años que a un alumno al que sólo ves unas pocas
horas a la semana durante un único año, ni hay tantos compañeros en clase como alumnos
puede tener un profesor a lo largo de un mismo año, y más aún con el paso de los cursos. Así,
una persona vista una única vez durante un corto espacio de tiempo (20-40 segundos) suele
olvidarse en relativamente poco tiempo. Sheperd (1983), por ejemplo, halló en una
investigación que la tasa de identificaciones correctas disminuía del 50% cuando se realizaba
entre una semana y 3 meses, y al 10% cuando se hacía a los 11 meses.
Es un hecho que no somos capaces de recordar absolutamente todo, y que en
ocasiones olvidamos cosas fundamentales. A lo largo del presente capítulo nos centraremos
en el olvido, qué es y por qué se produce, distinguiendo entre los olvidos que forman parte
del funcionamiento normal de la memoria y los olvidos patológicos.
Ebbinghaus intentó explicar por qué se producía el olvido proponiendo varias teorías. La
primera afirmaba que las huellas de memoria se deterioraban por el paso del tiempo por
erosión, como le ocurre a una montaña, de forma que “las imágenes persistentes sufren
cambios que afectan cada vez más a su naturaleza”, es la conocida como teoría del
decaimiento de la huella. Otra posible explicación sería la teoría de la interferencia, según
la cual “las imágenes anteriores están cada vez más superpuestas, por así decir, y cubiertas
por las posteriores”. Por último la teoría de la fragmentación que suponía “el
desmenuzamiento y la pérdida de distintos componentes antes que un oscurecimiento”, en el
marco de la teoría multicomponente de la huella de memoria (Bower, 1967).
El decaimiento de la huella
Comprobar la teoría del decaimiento de la huella no resulta tarea fácil debido a que dado que
supone que el deterioro de la huella se produce espontáneamente, y por tanto no se debe a la
interferencia del material almacenado posteriormente, habría que asegurar de algún modo
que en los intervalos de retención el sujeto no realiza ninguna actividad que pueda interferir.
Desde un punto de vista neurológico, el decaimiento de la huella se produciría por la
modificación de las estructuras neuronales con el paso del tiempo, por ello los primeros
estudios (French, 1942; Hoagland, 1931), en la tradición de las investigación psicológicas
con animales (Romanes, 1887), trataron de generar esos intervalos sin actividad reduciendo
al mínimo la actividad fisiológica y metabólica. Sin embargo, la mayor actividad fisiológica
también podría implicar un incremento de la interferencia. Así pues, esta teoría todavía no
ha quedado probada. Quizá la tecnología más avanzada de hoy día (por ejemplo, la RM
funcional; Álvarez, Ríos y Calvo, 2006) podría permitirnos avanzar en este campo.
Interferencia y memoria
El decaimiento de la huella no ha quedado probado, sin embargo los estudios sobre
la teoría de la interferencia sí arrojan datos acerca de esta hipótesis para explicar el olvido.
Es más, los estudios sobre la interferencia a su vez arrojan algo de luz sobre la teoría anterior
utilizando diferentes grados de interferencia.
Los primeros estudios relevantes sobre el efecto de la interferencia en la memoria
datan de principios del siglo XX. McGeoch y McDonald (1931) manipularon la interferencia
variando la semejanza del material a recordar y la actividad de interferencia, encontrando
que según aumentaba la semejanza la amplitud de ítems retenidos disminuía. Estos datos
venían a confirmar la importancia de la interferencia en la memoria, como ya habían
propuesto los asociacionistas desde el siglo XVII. Los estudios sobre la interferencia
supusieron durante los sesenta y setenta una de las áreas más importantes en psicología de la
memoria, sin embargo a partir de los ochenta su interés se ha reducido sustancialmente. Los
efectos de la interferencias, no obstante, quedaron claramente establecidos, distinguiéndose
dos tipos básicos: retroactiva y proactiva.
Interferencia retroactiva
La interferencia retroactiva hace referencia a la interferencia que produce el aprendizaje
posterior en el recuerdo. El método utilizado para su estudio consiste básicamente en
aprender una lista de ítems 1, seguida de otra lista 2 o un periodo de descanso según el grupo
experimental, e intentar recordar después la lista 1. Con este paradigma Slamecka (1960)
encontró que el número de ítems memorizado está en función del número de ensayos de
aprendizaje iniciales, mientras que la cantidad de olvido está en función del número de
ensayos de interferencia con la segunda fase (figura 22).
La interferencia retroactiva ha sido propuesta como explicación al efecto de la información
post-suceso del que hablaremos más adelante.
Interferencia proactiva
Hace referencia al caso en que el aprendizaje anterior interfiere con el posterior.
Underwood (1957), uno de los principales investigadores sobre la interferencia, explicó parte
de los resultados de sus experimentos por el efecto que las investigaciones realizadas,
siempre con los mismos sujetos, causaban en las siguientes. Así, representó la tasa de olvido
como una función del número de experimentos sobre sílabas sin sentido en que sus sujetos
habían participado anteriormente. Cuantas más listas previas aprende el sujeto, peor es la
retención. No obstante, estos resultados y los encontrados por otros investigadores con
posterioridad estaban mediados por el número de ensayos necesarios para aprender cada lista,
sensiblemente menor a medida que iban participando en sucesivos experimentos.
En cualquier caso, la interferencia proactiva se produce más allá de la influencia en
el efecto del número de ensayos, ya que se encuentra también en sujetos que participan por
primera vez en un experimento. Por ello, Underwood y Postman (1960) porponen que el
olvido podría producirse por efecto de la interferencia de los hábitos del lenguaje del sujetos
en la conocida como interferencia extraexperimental. Sin embargo, los datos encontrados
mostraron que la tasa de olvido no parecía tener ninguna relación con la frecuencia de las
palabras, o en el caso de sílabas sin sentido con la frecuencia de los pares de letras
constituyentes en la lengua inglesa. Es más Underwood (1964) puso de manifiesto que el
rendimiento medio en función del número de ítems correctos parece no depender ni de la
naturaleza del material ni del grado de aprendizaje, manteniéndose constante a lo largo del
tiempo y las circunstancias, incluso en pacientes amnésicos (Baddeley, 1999). Estos datos
que no terminan de explicar el efecto de la interferencia como causante del olvido llevaron a
buscar otras explicaciones menos asociacionistas y más cognitivas.
La pérdida de información
En cualquier caso, los propios procesos de codificación y recuperación de la información
serán los principales responsables de la pérdida de información. El procesamiento a que se
somete la información provoca que en cada paso, en cada fase, la información original se
vaya transformando y deteriorando de modo que la información resultante al final de estos
procesos sólo sea una caricatura del original.
La primera pérdida de información se produce debido a los procesos de atención y
percepción. Los sistemas sensoriales humanos tienen limitaciones, de modo que parte de la
información ambiental no llega a estimular nuestros sentidos, y la que lo hace sufre los
efectos de los procesos de transducción e interpretación. Pero, además, los filtros atencionales
impiden que todos los estímulos que llegan a nuestros sentidos se procesen con la misma
intensidad, dado que nuestros recuersos atencionales necesarios para el procesamiento
profundo de la información son limitados. A partir de ahí, la información que llega (el imput)
sufre un proceso de selección de la información relevante, es interpretada de acuerdo con
nuestros conocimientos previos, las demandas de la tarea y el contexto, se abstrae su
significado que implica la pérdida de parte de la forma para quedarnos con el fondo, y
finalmente se da un proceso de integración en las estructuras de conocimiento
(procedimentales, semánticas y episódicas) que supone un nueva transformación (y
contaminación de la información) y la pérdida de aquello que no encuentra un lugar donde
emplazarlo (aunque yo presenciara cómo una persona monta una bomba, en la medida en que
no tuviera conocimentos previos sobre mecánica, electrónica y explosivos, la representación
que del suceso generaría no iría más allá de alguien que junta “cosas” mediante unos cables
poniendo unas “cosas” dentro de otras, y que sólo sería interpretado como tal si se me
informaran de qué se trata; por mucho que me proporcionen información sobre mecánica
cuántica, si no tengo las estructuras previas de conocimiento suficiente la representación que
generaré de esa información será pobre y difícilmente integrable entre mis conocimientos
previos).
Durante el proceso de retención, la información además puede sufrir una transformación
debido a la difusión de la huella de memoria, en la medida en la que puede repetirse la
información en contextos diferentes, y al solapamiento con otra información, en la medida
de que información relacionada se presente en el mismo contexto. Así, se irán produciendo
efectos de interferencia que dificultarán la recuperación posterior (ver en el capítulo 10 los
efectos de la información post-suceso en la distorsión de la memoria).
Pero es el proceso de recuperación el que después de la codificación dará lugar a mayor
pérdida y distorsión de información.
Supuesta la existencia de la huella de memoria, unos indicios adecuados facilitarán su acceso,
aunque puede que no toda la información sea susceptible de ser accesible, por lo que la vía
de acceso será fundamental (ver en el capítulo 11 métodos de obtención de declaraciones).
Posteriormente la información se reconstruye, se dota de significado en el marco de los
conocimientos y del contexto actuales (que pueden ser diferentes a los del momento de la
codificación) y se completa rellenando los huecos que queden en la memoria de forma que
finalmente podamos relatar un suceso lo más completo y coherente posible. Por último,
debemos tener el vocabulario y las capacidades expresivas suficientes para describirlo.
Olvido, no amnesia
En ocasiones, el olvido como un fenómeno normal del sistema de memoria humano se
confunde con los problemas patológicos de memoria, las amnesias. Así ocurre por ejemplo
en personas de edad avanzada, que habitualmente se quejan de fallos en la memoria
atribuyéndolos a una patología (frecuentemente a una incipiente demencia), cuando no es así
en todos los casos. De este modo, la neuropsicología distingue entre olvidos benignos y
amnesias. Siendo las causas de los olvidos benignos muy variadas, y en muchas ocasiones
relacionadas más con problemas perceptivos y de atención que provocan un deficiente
procesamiento de la información, que con problemas de la memoria.
Desde un punto de vista de la memoria, tenemos que por un lado, como hemos visto y
analizaremos con más detenimiento en el capítulo de memoria autobiográfica, la memoria se
encarga de registrar información significativa. Por otro, la distintividad es un factor a tener
en cuenta en los procesos de recuperación. Así, sería normal no recordar, por ejemplo, qué
comimos hace tres días porque todos los días comemos, a no ser que la comida tuviera un
significado especial. Ya sea por la interferencia que producen las comidas anteriores y
posteriores, o por la dificultad de encontrar una información sin las claves adecuadas. En el
marco de ésta última teoría, la falta de significatividad y distintividad características de la
rutina de los ancianos podrían hacer parecer que su memoria falla más de lo que cabría
esperar.
Tipos de amnesia
Para comprender mejor la diferencia entre el olvido y las amnesias convendría revisar
la taxonomía acerca de los distintos tipos de amnesia existente, que permitirá hacerse una
idea global acerca de en qué consiste, aunque no profundizaremos en ellas.
La primera dificultad con la que nos encontramos al definir la amnesia es la variedad
de problemas de memoria diferentes que podrían ser catalogados bajo este epígrafe
(Fernández-Guinea, 2004). A esto debemos añadir que las posibles taxonomías que podemos
encontrar se realizan bajo criterios diferentes, de modo que en ocasiones se clasifican
teniendo en cuenta el tipo de enfermedad que la causa o a que va asociada, en otros casos el
criterio tiene que ver con el área cerebral supuestamente dañada, y por último podemos
encontrar clasificaciones de las amnesias basadas en función del déficit funcional que
presentan los pacientes.
Basada en la enfermedad
Las clasificaciones en función de la enfermedad que causan la amnesia distinguen por
regla general entre amnesias por daño cerebral (cerrado o abierto), por patologías víricas, por
intoxicación (alcoholismo y otras drogas, CO2...), vasculares (infartos cerebrales, ictus...), o
por deterioro asociado a alguna enfermedad degenerativa (Alzheimer, por ejemplo), entre
otras. El principal problema con que nos encontramos al utilizar este criterio es que el estudio
de casos clínicos muestra que estas enfermedades provocan una gran variedad de síntomas,
que no se dan en todos los pacientes, que además pueden padecer con grados de afectación
muy distintos, y que se manifiestan conductualmente de forma diferente en cada paciente.
No hay más que leer algunos de los casos que describe Sacks (2002) para darse cuenta de
ello. Aún así tiene su interés desde un punto de vista clínico, pues marca las pautas para el
estudio diagnóstico de estas enfermedades y la posible predicción de su evolución. No
obstante, desde el punto de vista de la investigación nos encontramos con un grave problema
al utilizar este criterio. Por un lado, por la dificultad para adjudicar los sujetos a los grupos
experimentales (Manzanero, 2007a), por otro por la variabilidad intragrupo. Siendo
especialmente grave en el caso de enfermedades cuyo diagnóstico clínico resulta más que
discutible, como por ejemplo en la Enfermedad de Alzheimer, tal y como reconocía un
prestigioso especialista en el XI Curso Nacional de la Enfermedad de Alzheimer celebrado
en febrero de 2006 en Bilbao, donde afirmaba (no sin cierto rubor) que las autopsias de sus
pacientes diagnosticados de esta enfermedad sólo confirmaban en torno al 30% de los casos.