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Adiós, Miss Venezuela

Francisco Suniaga

Primer capítulo

En Margarita hay un camino antiguo y casi abandonado que lleva a la


península de Macanao; una lengua blanca de arena y sal tendida a lo largo de una
restinga que emergió de las aguas en tiempos remotos y convirtió en una sola lo que
habían sido dos islas. La de barlovento, bendecida por la lluvia, y la de sotavento,
castigada por la sequía, árida y menos habitada. Fue la única vía terrestre entre ambas
porciones insulares desde la colonia hasta los años sesenta del siglo pasado, cuando,
más al sur, se construyó un puente que las unió. Es una ruta desolada, infestada de
baches y trampas de fango, que el mar inunda y rompe en tiempos de tormenta y el sol
reseca y cuartea en verano. Pocos se atreven a recorrerla, quienes se arriesgan lo hacen
para disfrutar de un paisaje de espacios únicos, poderosos. Del lado derecho, según se
va al poniente, está la bahía; un arco interminable labrado por las olas y vientos de un
Caribe que allí aparece indomable. Del otro, en un raro contraste, hay una laguna de
aguas apacibles, bordeada de manglares en cuyos follajes densos y primitivos se
queda atrapada la luz del sol. Un paraje por el que María Genoveva Herrera Becher
sintió una irrevocable fascinación desde el día en que lo vio por primera vez y al que
solía acudir, próxima la hora del ocaso; quería creer que algún día allí se encontraría a
Dios admirado de su propia obra.
Esa tarde, hasta donde alcanzaba su vista, no había otros vehículos ni presencia
humana alguna, solo unos pocos pájaros marinos la acompañaban en aquella vacía
inmensidad que nunca antes sintió más suya. Cuando llegó a lo que sería la mitad del
camino, aparcó su vehículo debajo de un mangle solitario que se había atrevido a
crecer en el lado equivocado de la restinga, frente al mar, en abierto desafío a la furia
de los alisios. Extrajo del auto su bolso y una toalla y deambuló un minuto buscando
un sitio seco, lejos del alcance de las olas de mayor aliento, desde donde abarcar con su
vista la concavidad plena de la costa.
Se decidió por una pequeña duna de conchas marinas y guijarros blancos, la
que le pareció más alta de las muchas aglomeradas a lo largo de la playa sin otro
orden que el dictado por la arbitrariedad de las marejadas. Extendió la toalla y se
tumbó sobre ella con las piernas estiradas, una sobre la otra, apoyándose en los codos
a cada lado del cuerpo. Así permaneció por un rato, inmóvil, de cara al cielo y con los
ojos cerrados, sin pensar en nada, limitándose a sentir en su rostro la tibieza suave del
sol de la tarde y el aire salino que el mar le soplaba en bocanadas poderosas.
Aquel era su santuario personal, el sitio donde venía a mirar el crepúsculo y,
como era su deseo en esa oportunidad, estaba desierto, sin turistas. Solo la figura de
un pescador, que faenaba con su atarraya, a su izquierda, no muy lejos, se recortaba
contra el fondo del cielo, que dejaba de ser azul y se teñía de dorado. El recolector, con
movimientos llenos de plasticidad, lanzaba la red, que se desenrollaba en el aire en
una circunferencia perfecta y permanecía suspendida sobre el agua unos segundos
antes de caer, para recogerla y lanzarla de nuevo, en una rutina inalterable. La fluidez
de su accionar se interrumpía solo para retirar algún pez atrapado, caminar hasta la
orilla y colocarlo en una cesta. Volvía al mar, hasta que el agua llegaba casi a su
cintura, y continuaba con la pesca, sin prisa alguna, en armonía con el ritmo pausado
que el tiempo tiene en la isla.
Pasados unos minutos, no supo cuántos, cambió de postura, se enderezó y
cruzó las piernas delante de ella, como los indios, pensó, y por unos segundos se fue
detrás de una nostalgia infantil, la de los juegos de vaqueros y pieles rojas en Caracas,
con los primos en los jardines de la casa grande de la abuela Herrera, en Los Chorros.
Mas abandonó esa ensoñación con rapidez ante el hecho cierto de que sus nostalgias
de niña carecían desde hacía mucho de los espacios donde recrearse. Su vieja ciudad
era ahora para ella un mazacote urbano irreconocible y distante. La casona de la
abuela había sido demolida para dar lugar a un condominio caro con un muro muy
alto coronado con un cerco eléctrico, y sus primos, aquel apretado conglomerado de
afectos lúdicos de su niñez, habían tomado los caminos divergentes que impone la
mayoridad.
Abrió el bolso y buscó en su interior hasta dar con el paquete de cigarrillos y el
encendedor, extrajo uno y lo apretó entre los labios para que la brisa no se lo
arrancara. Usó la mano izquierda como pantalla y, tras varios intentos, logró
encenderlo. Aspiró el humo con intensidad, luego lo exhaló con fuerza para poder
vencer la oposición del viento; no había en el Caribe, pensó, otro lugar donde su
presencia fuese más avasallante. La tarde era clara, el cielo nunca le había parecido tan
profundo ni tan anchuroso el mar que tenía enfrente, aun cuando la calina que venía
con el oleaje difuminaba la nitidez de la orilla a uno y otro lado de la bahía.
En su mano izquierda tenía el encendedor, uno de sus objetos más preciados,
un regalo de su padre, un Zippo clásico; levantaba y dejaba caer la tapa para escuchar
su sonido metálico y romper de esa manera el monopolio del fragor del mar. Sentía
que no había razones para echar de menos lo que fuera que no estuviera allí con ella
en ese momento y nada extrañaba. Quiso, por un impulso, saber con exactitud la hora,
pero había dejado su reloj sobre la cómoda en su cuarto. Justo antes de salir había
pensado que no tenía sentido llevarlo consigo. En el bolso tenía su teléfono celular,
pero estaba apagado y no quiso encenderlo; aunque era muy poco probable que
alguien fuese a llamarla, evitó correr el riesgo de que lo hiciera justo cuando quería y
podía creer que en su universo no quedaba sino ella. Ni siquiera lo compartía con
aquel pescador de atarraya; él estaba en el suyo, paralelo en el espacio y en otra era
atrás en el tiempo.
Se resignó a no saber con exactitud la hora, faltaba poco para que el sol se
ocultara y las olas le parecieron más calmadas, como si esperaran ya rendidas la
llegada de las sombras. De pronto, asaltada por una prisa absurda, ajena a la belleza
del lugar, a los colores de la tarde y al lento latir del corazón de la isla, decidió que no
había motivos para aguardar que el astro desapareciera del todo en el horizonte. Tomó
una última bocanada de su cigarrillo, aplastó la colilla en la concha de almeja casi
traslúcida que había escogido como cenicero y, con movimientos serenos,
determinados, cual si estuviese gobernada por una voluntad extraña y superior a la
suya, extrajo del bolso un revólver que parecía muy grande para su mano femenina y
apoyó la boca del cañón en su sien derecha. Transcurridos unos segundos cambió de
parecer, retiró el revólver de su cabeza para apuntarlo contra su pecho y apretó el
gatillo. Acababa de cumplir cincuenta y cinco años y si hubiese llevado consigo el
reloj, o encendido el celular antes de dispararse, habría sabido que faltaban diez
minutos para las seis de la tarde.

Dahbar, 2016

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