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BARCELONA, FIN DE SIGLO

En el fin de siglo, a los ojos de la prensa, Madrid y Barcelona se veían como esa familia
política de la que se recela, pero que irremisiblemente compartirá mesa con nosotros el
día de Navidad. Para el cronista madrileño, Barcelona se lleva la palma en clave de
modernidad: se encontraba a mitad de camino entre Europa –o sea, París– y el resto de
España; Rubén Darío, que confesaba haber tenido “días gratos y días malos” en
Barcelona, la describe como “riente, alegre, bulliciosa, moderna, quizá un tanto
afrancesada y por lo tanto graciosa y llena de elegancia”. En un gesto muy significativo,
no duda en celebrar que el “malogrado poeta” Equileo Echevarría –un “mozo gentil, que
murió de tristeza y de miseria”– visitara Barcelona “para que siquiera lograse el consuelo
de morir después de haber visto Europa”. Galdós admiraba los tranvías americanos y los
ferrocarriles de tracción de vapor y la consideraba a la “vanguardia del liberalismo y de
las ideas progresivas”.
A la vez, en La Última Moda –publicación chic del momento, impresa en Madrid– se
observaba que en París las damas asistían al Teatro de la Ópera sin sombrero. Y hacía
notar que “en el Liceo de Barcelona son muchas las señoras que asisten así”. Ya, unas
semanas antes, a su regreso de Francia, al director de esta revista le había sorprendido
“el exquisito gusto con que visten en su mayoría las señoras y señoritas de esa
población”. Menos comedido, Darío no se preocupa tanto por la moda como por hacer
constar que en Barcelona “sus hijos son naturales y simples, llenos de la vivaz sangre
que les da su tierra fecunda; sus mujeres, de firmes pechos opulentos, de ojos
magníficos, de ricas cabelleras, de flancos potentes”.
Pero Madrid era otra cosa. La prensa nos habla “de su sabrosa pereza, de sus capas y de
sus cafés”. La capital, dice el nicaragüense, “produce poco y se lo come todo”. No tenía
el vigor industrial de Barcelona o Bilbao, pero a cambio, se subraya en El Álbum Ibero
Americano “está convertida en una constante feria”. Se da una suerte de contradicción
generalizada que lleva a tantos periodistas a sorprenderse por Las Ramblas, por las obras
del Eixample, por sus hoteles majestuosos… pero a preferir la vida de un relajado
provincianismo madrileño. Que les lleva a visitar admirados la Exposición Universal o a
comprar en las farmacias el agua de Caldas de Malavella o “Vichy catalán” y a no apreciar
la modernidad –hierro y cristales– de la Estación Central de Madrid. Don Juan Valera,
diplomático y cosmopolita, escribe desde Bruselas, que está “más que harto de
diplomacia: sueño con la vida de Madrid”.
Galdós era también uno de ellos y aunque había hecho de la capital su casa, encontraba
a ésta más cerrada que Barcelona, “la ciudad espléndida que ha de ser, dentro de poco,
una de las más bellas de este continente”. El autor canario se hospedaba en el Hotel
Continental de Plaza de Cataluña y le halagaba la acogida franca de sus gentes, de “su
frescura risueña y la sonrisa hospitalaria”; hasta la proverbial “racanería” imputada a
ese pueblo él la atribuía a su carácter “morigerado y sobrio”.
Frente a todo esto –y junto a ataques furibundos– aparece en la mayor parte de las
publicaciones, la mano tendida, que es signo del esfuerzo por caerse bien. Desde
Barcelona hay un afán por recibir al castellano que llegaba asustado. Se lo decía, en clave
cómica, Eduard Coca y Vallmajor a Menéndez Pelayo –a quien llama amablemente
Marcelí–, en unas coplillas: “Haga, si es servido, el obsequio / de explicar a la gente de
allí / cómo se trata en Cataluña / a los que vienen de Madrid”. Mucho más solemne –y
sobrecogedor en su vigencia– es el brindis de Jaume Serra, profesor de la Universidad
Autónoma de Barcelona, a Menéndez Pelayo y otros intelectuales. Lo recoge la prensa
de unos años después. El escenario, el fastuoso salón de fiestas del Hotel Ritz de
Barcelona: “levanto mi copa por la inteligencia castellana, por vuestra cultura y porque
todos sentimos el anhelo de asociarnos, en este momento de nueva idealidad europea,
en una unión mejor”.

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