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No Es Mal Negocio Parar La Oreja
No Es Mal Negocio Parar La Oreja
1 El presente trabajo fue presentado, a mediados del año 2015, en la materia “Seminario de Trabajo y Rol
Docente” (Profesorado de Letras, IES 2 “Mariano Acosta”), a cargo de la Lic. Silvia Pilar Rodríguez, a
quien le agradezco el estímulo, el asesoramiento y la luz de su inteligencia.
2 Freire, Paulo, 1994, Cartas a quien pretende enseñar, Biblioteca Clásica Siglo XXI, Buenos
Aires.
3 En las cinco páginas que siguen me limito a relatar las “ganadas”; para las “perdidas” necesitaría un
centenar.
nadie que no sea yo mismo me mueve o me conmueve […] La humildad me
ayuda a no dejarme encerrar jamás en el circuito de mi verdad […]
La arrogancia del "¿sabe con quién está hablando?", la soberbia del
sabelotodo incontenido en el gusto de hacer conocido y reconocido su saber, todo
esto no tiene nada que ver con la mansedumbre, ni con la apatía del humilde. Es
que la humildad no florece en la inseguridad de las personas sino en la seguridad
insegura de los cautos. Por eso es que una de las expresiones de la humildad es la
seguridad insegura, la certeza incierta y no la certeza demasiado segura de sí
misma. La postura del autoritario, en cambio, es sectaria. La suya es la única
verdad que necesariamente debe ser impuesta a los demás. Es en su verdad donde
radica la salvación de los demás. Su saber es "iluminador" de la "oscuridad" o de
la ignorancia de los otros, que por lo mismo deben estar sometidos al saber y a la
arrogancia del autoritario o de la autoritaria. 4
El hecho es que, en muchísimas clases, confirmo, una y otra vez, que el que
enseña aprende (o, que la mejor manera de aprender es enseñar), ya que doy con
novedosas y frescas interpretaciones de cuentos, por parte de los alumnos, quienes me
asombran por la agudeza de ciertas reflexiones respecto, por ejemplo, de la constelación
de un texto literario Casi en todas las clases me ha sucedido encontrarme con el
ramalazo de inteligencia surgido del barro de aquellos que, en teoría, no podrían
llegarme –en lo que hace a lectura en interpretación- ni a la suela de los zapatos. La
mirada virgen del alumnado, desafectada de toda la jerga de la teoría literaria, de los
años de encorsetamiento en los libros canónicos, de toda la experiencia del mundo que
puede tener el caballo del calesitero, la mirada virgen, decía, me confronta con la verdad
incuestionable con la que comenzaba este párrafo: el que enseña aprende.
Los ejemplos que podría traer a colación son muchos, pero me demoraré en
referir aquellos que, a mi criterio, son frutos de una inteligencia notable o de un
pensamiento aún sin esclerosis.
5 El fenómeno que escuetamente describo en estas páginas no es, ni mucho menos, una experiencia
puramente individual ni puramente aúlica. Está refrendado por colegas –por colegas jóvenes- que son
testigos en la misma o en mayor medida de lo que puedo serlo yo. Por otra parte, la historia de la
literatura abunda en ejemplos que bien pueden parangonarse al fenómeno al que me refiero. Citaré uno,
demoledor. En 1868, a la edad de veintidós años, El Conde de Lautréamont (nacido: Isidore Lucien
Ducasse), publica en Paris “Los cantos de Maldoror”. El libro no pasó absolutamente inadvertido por la
crítica; los muy pocos que se decidieron a hacer una reseña lo reputaron como la obra de un enajenado.
Murió Ducasse en 1870 en el completo anonimato. Hicieron falta cuarenta años para que otro escritor,
Blaise Cendrars –un escritor poco visitado en estos tiempos pero que, a mi ver, no tiene una obra para
nada despreciable-, empecinado en propugnar la genialidad de las páginas de Ducasse, lograra que la
famosa editorial Gallimard se decidiera a reeditar aquel libro paradigmático y sorprendente que terminaría
siendo la fuente de inspiración para toda la banda de los surrealistas, encabezados por André Breton.
piensa dentro de los corsés de la “cultura”, escritores famosos pudieron escribir textos
que ahora ya son célebres. En Kafka, encontramos, por ejemplo, el famoso cuento “El
silencio de las sirenas”.
Para finalizar este trabajo, deberé hacer una aclaración. Quizás mi modo de
trabajar en el aula los textos literarios pueda favorecer la aparición de ejemplos como
los mencionados en las páginas anteriores: nunca determino cómo y qué hay que leer en
un cuento o en un poema, y cualquier intervención –incluso la que se hace con ánimo de
distraer más que de aportar- me puede servir para pensar (“Importa el mensaje, no el
mensajero”), para encontrar un camino que hasta entonces estaba escondido en la
espesura. Aclaro, además, que me resultan interesantísimos algunos aspectos de la
hermenéutica del texto, de la exégesis literaria y que sé, por experiencia anterior a la
docencia, que suelen ser aquellos que nada tienen que ver con la enseñanza de la
literatura quienes pueden acercar las lecturas más fructíferas. Este hecho, creo yo, no
debería sorprendernos en absoluto, ya que así como existe gente que tiene una facilidad
desconcertante para jugar al fútbol, o al ajedrez, también hay otros, que, vaya a saber
uno cómo, son capaces de encontrar, casi sin ninguna preparación, varias
interpretaciones del poema más hermético que se nos ocurra. Quizás haríamos bien en
recordar que uno de los pocos argentinos que lograron hacer tablas con dos campeones
mundiales de ajedrez (con Karpov y con Kasparov) no fue ningún gran maestro, sino un
jugador aficionado, de profesión carnicero.
A modo de coda, y relacionándolo con todo lo que aquí se dijo, no puedo sino
recordar que el mismo método que empleo –y que emplean, también, muchos de mis
colegas- para la mayoría de mis clases está inspirado en el modo de trabajo de mi
profesora de literatura de cuarto año, aquella que un día me hizo ver que la apreciación,
en apariencia disparatada, que se me había ocurrido –y que tímidamente expresé- con
respecto a un poema de Enrique Molina, era, definitivamente, pertinente.