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No es mal negocio parar la oreja1

Mientras más sé, menos sé. No sé.


(Ernesto Esteban Etchenique)

El presente trabajo está inspirado en breves párrafos del capítulo intitulado


“Carta Cuarta. De las cualidades indispensables para el mejor desempeño de las
maestras y los maestros progresistas”, correspondiente al libro de Paulo Freire Cartas a
quien pretende enseñar2. Su objetivo primario es el de acercar, a quienes comparten la
tarea de la docencia, algunas de las experiencias que, gratamente, me ha deparado el
trabajo en clase y que, estimo, se hallan en misma línea ideológica que la del laureado
pedagogo brasileño3.

Si bien la ya mencionada “Carta cuarta” se interna por diversos e interesantes


senderos, me abocaré a comentar – a la luz de mi experiencia docente- los siguientes
extractos, en los cuales el autor diserta respecto de la humildad, uno de los valores
indispensables del maestro progresista:

[…] Al contrario, la humildad exige valentía, confianza en nosotros


mismos, respeto hacia nosotros mismos y hacia los demás.
La humildad nos ayuda a reconocer esta sentencia obvia: nadie lo sabe
todo, nadie lo ignora todo. Todos sabemos algo, todos ignoramos algo. Sin
humildad, difícilmente escucharemos a alguien al que consideramos demasiado
alejado de nuestro nivel de competencia. […] No, no se trata de eso. Escuchar
con atención a quien nos busca, sin importar su nivel intelectual, es un deber
humano y un gusto democrático nada elitista.
De hecho, no veo cómo es posible conciliar la adhesión al sueño
democrático, la superación de los preconceptos, con la postura no humilde,
arrogante, en que nos sentimos llenos de nosotros mismos. Cómo escuchar al
otro, cómo dialogar, si sólo me oigo a mí mismo, si sólo me veo a mí mismo, si

1 El presente trabajo fue presentado, a mediados del año 2015, en la materia “Seminario de Trabajo y Rol
Docente” (Profesorado de Letras, IES 2 “Mariano Acosta”), a cargo de la Lic. Silvia Pilar Rodríguez, a
quien le agradezco el estímulo, el asesoramiento y la luz de su inteligencia.

2 Freire, Paulo, 1994, Cartas a quien pretende enseñar, Biblioteca Clásica Siglo XXI, Buenos
Aires.

3 En las cinco páginas que siguen me limito a relatar las “ganadas”; para las “perdidas” necesitaría un
centenar.
nadie que no sea yo mismo me mueve o me conmueve […] La humildad me
ayuda a no dejarme encerrar jamás en el circuito de mi verdad […]
La arrogancia del "¿sabe con quién está hablando?", la soberbia del
sabelotodo incontenido en el gusto de hacer conocido y reconocido su saber, todo
esto no tiene nada que ver con la mansedumbre, ni con la apatía del humilde. Es
que la humildad no florece en la inseguridad de las personas sino en la seguridad
insegura de los cautos. Por eso es que una de las expresiones de la humildad es la
seguridad insegura, la certeza incierta y no la certeza demasiado segura de sí
misma. La postura del autoritario, en cambio, es sectaria. La suya es la única
verdad que necesariamente debe ser impuesta a los demás. Es en su verdad donde
radica la salvación de los demás. Su saber es "iluminador" de la "oscuridad" o de
la ignorancia de los otros, que por lo mismo deben estar sometidos al saber y a la
arrogancia del autoritario o de la autoritaria. 4

Si he elegido comentar los parágrafos arriba consignados, ello obedece a que, no


diré a diario, pero sí con una asiduidad que aún me sorprende, me enfrento con la
evidencia incontestable de que la inteligencia –o, el saber, si se quiere- no es, ni por
asomo, el producto de años, o de décadas, de lectura, de estudio y de reflexión, sino que,
muy por el contrario, representa la capacidad intelectual mejor repartida –como, para
Descartes, lo era el sentido común. Surge, casi inexorablemente,- en aquellas clases en
que me he propuesto encarar, con entusiasmo, ciertos contenidos – aspectos teóricos
gramaticales, exégesis de cuentos y poemas- que, para mí, resultan apasionantes, no así
en otras clases, en las que debo impartir, con muy bien disimulado desgano, contenidos
obligatorios que poco y nada me importan.

El hecho es que, en muchísimas clases, confirmo, una y otra vez, que el que
enseña aprende (o, que la mejor manera de aprender es enseñar), ya que doy con
novedosas y frescas interpretaciones de cuentos, por parte de los alumnos, quienes me
asombran por la agudeza de ciertas reflexiones respecto, por ejemplo, de la constelación
de un texto literario Casi en todas las clases me ha sucedido encontrarme con el
ramalazo de inteligencia surgido del barro de aquellos que, en teoría, no podrían
llegarme –en lo que hace a lectura en interpretación- ni a la suela de los zapatos. La
mirada virgen del alumnado, desafectada de toda la jerga de la teoría literaria, de los
años de encorsetamiento en los libros canónicos, de toda la experiencia del mundo que
puede tener el caballo del calesitero, la mirada virgen, decía, me confronta con la verdad
incuestionable con la que comenzaba este párrafo: el que enseña aprende.

Los ejemplos que podría traer a colación son muchos, pero me demoraré en
referir aquellos que, a mi criterio, son frutos de una inteligencia notable o de un
pensamiento aún sin esclerosis.

Aquellos ejemplos que se refieren a interpretación de cuentos y poemas me


resultan asombrosos porque su agudeza supera, con holgura, a la de varios licenciados,
4 Freire, Paulo, Op. cit., pp. 75-76.
doctores y maestros en letras que se dedican a la docencia en el nivel terciario y
universitario, con los que hice el experimento de confrontar las lecturas de mis alumnos,
con el objeto de averiguar qué tipo de reacción podrían suscitar lecturas originalísimas
de textos consagrados, de textos canónicos. La reacción fue la esperada: fue nula5.
El primer ejemplo se circunscribe a una breve y sencilla pregunta que me hiciera
un alumno de 12 años (primer año, en Provincia de Buenos Aires). Ya que en el
programa de la materia figura como contenido obligatorio el concepto de mito y de
mitología, estábamos, con los alumnos, hablando sobre las películas que en la
actualidad utilizan los mitos griegos como argumento. Este tipo de película está muy de
moda y hay en plaza unas cuantas que se pueden utilizar fructíferamente para el trabajo
en clase. Si bien, en su mayoría, son películas concebidas para ganar el mercado
adolescente, debo reconocer que a mí me gustan muchísimo y que, con la excusa de que
debo tenerlas estudiadas, ya las vi unas cuantas veces. En una de ellas, que se llama
“Furia de Titanes”, aparece Caronte, ese personaje de la mitología griega, de profesión
barquero que, a cambio de dos monedas (en otra versión, la moneda que exige el
barquero es sólo una), llevaba a los muertos de un lado al otro del río Aqueronte (en otra
versión del mito, el río Aqueronte es reemplazado por la laguna Estigia).
La pregunta del alumno, que, en principio, podría resultar banal, fue la siguiente:
“¿Qué hacía Caronte con las monedas que le daban?”. Yo no supe qué responderle, y no
porque no haya leído exhaustivamente varios libros relativos a mitología griega, sino
porque, sencillamente, no hay –yo, al menos, aún no lo he encontrado- ningún texto que
nos diga qué hacía Caronte con las monedas que le daban las sombras de los muertos.
Por otra parte, las derivaciones de la pregunta son extraordinarias e innumerables. Anoto
una de ellas –la que a mí me resulta más sugestiva-: el personaje más acaudalado de
toda la mitología griega amasa su fortuna interminable –incontable- a expensas de los
muertos. Anoto otra: la fugaz pobreza de la vida frente a la riqueza eterna de la muerte
(o, si se quiere, que toda la ganancia es de la muerte). Y, la última, que sirve para
entender el origen del epíteto que los griegos usaban para referirse a Hades: Plouton, es
decir, “el rico” (De ahí, el dios romano Plutón, equivalente al griego Hades).
Hay algo más que hace de la pregunta del alumno un hecho genial, y es lo
siguiente. A partir de preguntas de ese tenor, es decir, con los ojos claros de quien no

5 El fenómeno que escuetamente describo en estas páginas no es, ni mucho menos, una experiencia
puramente individual ni puramente aúlica. Está refrendado por colegas –por colegas jóvenes- que son
testigos en la misma o en mayor medida de lo que puedo serlo yo. Por otra parte, la historia de la
literatura abunda en ejemplos que bien pueden parangonarse al fenómeno al que me refiero. Citaré uno,
demoledor. En 1868, a la edad de veintidós años, El Conde de Lautréamont (nacido: Isidore Lucien
Ducasse), publica en Paris “Los cantos de Maldoror”. El libro no pasó absolutamente inadvertido por la
crítica; los muy pocos que se decidieron a hacer una reseña lo reputaron como la obra de un enajenado.
Murió Ducasse en 1870 en el completo anonimato. Hicieron falta cuarenta años para que otro escritor,
Blaise Cendrars –un escritor poco visitado en estos tiempos pero que, a mi ver, no tiene una obra para
nada despreciable-, empecinado en propugnar la genialidad de las páginas de Ducasse, lograra que la
famosa editorial Gallimard se decidiera a reeditar aquel libro paradigmático y sorprendente que terminaría
siendo la fuente de inspiración para toda la banda de los surrealistas, encabezados por André Breton.
piensa dentro de los corsés de la “cultura”, escritores famosos pudieron escribir textos
que ahora ya son célebres. En Kafka, encontramos, por ejemplo, el famoso cuento “El
silencio de las sirenas”.

El segundo ejemplo también tiene como protagonista a un alumno de primer


año. Estábamos en clase hablando sobre la Guerra de Troya (hay película) y sobre el
autor de la Ilíada y la Odisea. Decíamos que la causa de la guerra había sido una mujer,
Helena de Troya, la mujer más hermosa del mundo. (Para enfatizar en la belleza de
Helena, yo insistía en que fue ella la mujer más hermosa que existió, que existe y que
existirá.) Comentábamos, también, que quien compuso la Ilíada y la Odisea era
Homero, poeta del que se sabe muy poco, pero respecto del cual podemos afirmar que
era analfabeto (componía sus versos valiéndose, principalmente, de su memoria) y
sospechamos, además, que era ciego.
La pregunta del alumno fue la siguiente: “Si Homero era ciego, ¿cómo sabía que
Helena de Troya era hermosa?”. Le respondí –creo recordar- que Homero era un poeta,
y que los poetas nos cuentan historias que son sus inventos, que no necesariamente
tienen que ser reales, que bien pueden estar narrándonos historias que otros les contaron
o que ellos escucharon. Pero, además, la pregunta sirve, por una parte, para entrar
directamente a tratar qué es la literatura –la esencia ficcional de la literatura-, y, por otra
parte, para reforzar un argumento que usa Nietzsche en La Gaya Ciencia, aquél en que
nos recuerda una célebre frase de Homero: “Los poetas mienten demasiado”. En suma,
tendría que haberle respondido al alumno: “Homero no sabía si Helena era o no era
hermosa, porque no la había visto nunca, porque no podía ver, y porque no importa si
era ciego o no era ciego. Lo que pasa es que Homero es uno de los mentirosos más
grandes que existieron, que existen y que existirán”.

El tercer ejemplo se relaciona con un cuento de Borges y una alumna de sexto


año de una escuela técnica. El cuento que estábamos trabajando en clase era “La muerte
y la brújula”. Enfrentado a ese cuento, incluso el lector entrenado en la lectura de
Borges cae en la trampa que construye el autor y, únicamente después de unas cuantas
relecturas, descubre que el final del cuento ya se podría haber sospechado desde octava
palabra de la primera frase. La clave para entender la estratagema que arma Borges en
ese cuento la explicó, durante una clase entera, un excelente docente del Profesorado –
asiduo lector de Borges, también. Respecto del protagonista del cuento, el narrador nos
habla, en el primer párrafo, de su “temeraria perspicacia”. Es decir, la octava palabra del
primer párrafo es “temeraria”; la novena es “perspicacia”. La clave está en notar que
“temerario” está, semánticamente, más cerca de “inconsciente” que de “valiente”; y que
“perspicacia”, en lo que hace al significado, corre parejo con “astucia”, con
“sagacidad”, pero no con “inteligencia” ni con “razonamiento”. Las diferencias son muy
sutiles –son sutiles, inclusive para un lector entrenado. Pero son esas sutiles diferencias
las que terminarán por decidir el aciago final del protagonista, ya que son esos matices
los que distinguen a un razonador riguroso e infalible como Sherlock Holmes de un
muchacho de buena voluntad, temerario, perspicaz e, inexorablemente, descaminado
como Lönnrot, el detective-protagonista de “La muerte y la brújula”. Una cosa es ser, y
otra cosa, muy distinta, es parecer.
Cuando yo trabajo este cuento en clase, primero lo leemos y después me dedico,
detalladamente, a mostrar los hilos y a hacer notar que nosotros –lectores-, junto con el
protagonista, hemos caído en una trampa. Reitero, los hilos los muestro yo, que para eso
estudié tanto tiempo.
El hecho notable es que la alumna, a la que me referí unos párrafos más arriba,
ni bien terminamos de leer las primeras líneas del cuento, me espetó: “Profesor, mire
que los temerarios casi siempre terminan muertos”. Y con esas pocas palabras me
arruinó el truco, develó la suerte del detective, descubrió toda la estrategia semántica del
autor, y todo eso lo hizo sin siquiera haber terminado de leer el primer párrafo de un
cuento en el que se marea el más pintado: es que ella leyó, con agudeza, la palabra
“temerario”, y la clave, en literatura, es leer con agudeza las palabras, es pesarlas para
ver cuánto valen.

El cuarto ejemplo incumbe a un alumno de un curso de sexto año, a un cuento de


Borges y a la película “Matrix”. El cuento es “Everything and nothing”, en el cual se
quiere hacer, de algún modo, una especie de biografía espiritual de William
Shakespeare. Los alumnos tenían que relacionar la película “Matrix” con un texto de
Platón (La alegoría de la caverna) y con un capítulo de un programa llamado “Mentira
la verdad”, que versa sobre la alegoría de la caverna. El cuento de Borges lo habíamos
visto mucho antes –más de un mes- de encarar el trabajo que mencioné recién.
El hecho notable fue el siguiente. En uno de los trabajos que me presentaron no
sólo se establecían relaciones entre los materiales que yo había indicado, sino que,
sorpresivamente, se señalaba que en la película “Matrix” había una cita textual del
cuento de Borges, cuento del que yo ya me había olvidado por completo. No se trataba,
además, de cualquier cita, sino que concernía a la frase final del cuento, frase que, como
si todo lo dicho fuera poco, es la frase que le da el título al cuento de Borges, everything
and nothing. Al principio, pensé que se trataba de un invento del alumno. Después me di
cuenta de que si estaba frente a un invento, ese hecho, en lugar de desmerecerlo lo
enaltecía. Finalmente, volví a ver la película y encontré, de pronto, que Morfeo, el
coprotagonista, le dice a Neo, el protagonista: “En Matrix, ellos son todo y son nadie”.
Confieso que, como lector de Borges, sentí que, de alguna manera, me estaban
mojando la oreja, porque yo pensaba, hasta ese momento, que no se me podía pasar una
cita textual de tamaña valía.
Me asombra la relación que logró hacer el alumno porque denota una capacidad
de lectura y de atención que pocas veces tengo el gusto de ver, y que pocas veces tengo
el gusto de ejercer.

Para finalizar este trabajo, deberé hacer una aclaración. Quizás mi modo de
trabajar en el aula los textos literarios pueda favorecer la aparición de ejemplos como
los mencionados en las páginas anteriores: nunca determino cómo y qué hay que leer en
un cuento o en un poema, y cualquier intervención –incluso la que se hace con ánimo de
distraer más que de aportar- me puede servir para pensar (“Importa el mensaje, no el
mensajero”), para encontrar un camino que hasta entonces estaba escondido en la
espesura. Aclaro, además, que me resultan interesantísimos algunos aspectos de la
hermenéutica del texto, de la exégesis literaria y que sé, por experiencia anterior a la
docencia, que suelen ser aquellos que nada tienen que ver con la enseñanza de la
literatura quienes pueden acercar las lecturas más fructíferas. Este hecho, creo yo, no
debería sorprendernos en absoluto, ya que así como existe gente que tiene una facilidad
desconcertante para jugar al fútbol, o al ajedrez, también hay otros, que, vaya a saber
uno cómo, son capaces de encontrar, casi sin ninguna preparación, varias
interpretaciones del poema más hermético que se nos ocurra. Quizás haríamos bien en
recordar que uno de los pocos argentinos que lograron hacer tablas con dos campeones
mundiales de ajedrez (con Karpov y con Kasparov) no fue ningún gran maestro, sino un
jugador aficionado, de profesión carnicero.

A modo de coda, y relacionándolo con todo lo que aquí se dijo, no puedo sino
recordar que el mismo método que empleo –y que emplean, también, muchos de mis
colegas- para la mayoría de mis clases está inspirado en el modo de trabajo de mi
profesora de literatura de cuarto año, aquella que un día me hizo ver que la apreciación,
en apariencia disparatada, que se me había ocurrido –y que tímidamente expresé- con
respecto a un poema de Enrique Molina, era, definitivamente, pertinente.

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