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Title: „Nada somos, parcerito…”. The Role of the Narratee in Fernando Vallejo’s Novel The
virgin of the assassins
Abstract: The article analyzes the narrative structure of Fernando Vallejo’s novel The virgin of
the assassins (La virgen de los sicarios). The Colombian author, in search of the most suitable
form of fictional expression, practices what he himself calls “an autohagiography” and in his
texts he employs the first person narration. The communicating I implies the existence and
the relevancy of a listener or reader. In The virgin of the assassins the listener’s/reader’s role is
particularly significant. The narrator-protagonist not only narrates the violent events, but at
the same time submerges himself in the world of the assassination. The article analyzes the
linguistic procedures and narrative strategies that allow to create the effect of forcing the reader
to take part in the actions of the protagonists. The incorporation of the typical language of the
assassins, namely a false spoken language, into the text, allows to convert the reader-observer
in a “parcero”, an accomplice of what happens. The narratee is crucial in the evaluation and the
judgment of the facts, since his mute presence helps to present a world in which neither victims
nor aggressors exist, but they all are equally to blame for the Colombian violence.
Durante los últimos doscientos años, la novela (entendiéndose por novela la ficción
en tercera persona) ha sido un gran género de la literatura. Ya no puede serlo más, ése
es un camino recorrido, trillado, y no lleva a ninguna parte. ¿Qué originalidad hay en
tomar, por ejemplo, una persona de la vida (o varias armando un híbrido) y cambiarle
el nombre dizque para crear un personaje? (Villoro 2002)
Puesto que desprecia la novela como género y está convencido de que ya se han agota-
do sus posibilidades artísticas, en busca de una forma más adecuada, en la mayoría de sus
obras, el escritor colombiano recurre a la primera persona gramatical1. Sus novelas escri-
tas hasta 1993 forman un ciclo autobiográfico denominado por el mismo autor como El
río del tiempo, compuesto por: Los días azules (1985), El fuego secreto (1986), Los caminos
a Roma (1988), Años de indulgencia (1989) y Entre fantasmas (1993). La virgen de los sica-
rios (1994) es la séptima novela de Fernando Vallejo. Anuncia, aparentemente, una suerte
de autobiografía novelada, ya que las primeras líneas del texto se refieren a la niñez del na-
rrador, creando un ambiente de nostalgia por el pasado. Sin embargo, no se trata de narrar
la vida del autor. Es una historia de Fernando, un hombre maduro, homosexual, que vuelve
a Colombia, a su Medellín natal después de vivir muchos años en el extranjero. Encuentra
a Alexis y Wílmar, dos jóvenes sicarios y traba una relación íntima con los muchachos. A lo
largo de su relato en primera persona, a medida que se desarrolla su historia amorosa con
uno, y después con el otro joven, el narrador-protagonista se sumerge en el mundo de la
violencia cotidiana de su ciudad cambiada, que no se parece nada a la de su juventud.
La novela pertenece al subgénero de la llamada novela sicaresca2. El término, que
pone de relieve su parentesco con la picaresca española (un protagonista cuenta la his-
toria de su vida en primera persona), abarca textos cuyo tema central es el fenómeno del
sicariato que nace en la Colombia de los años 90, en el cruce entre la cultura del narco-
tráfico y la cultura de masas. Se trata de los sicarios, adolescentes que matan por encar-
go al servicio de las bandas de nacotraficantes. Alonso Salazar, sociólogo, autor de uno
de los más importantes libros testimoniales sobre el fenómeno, No nacimos pa’ semilla,
caracteriza a los sicarios de la manera siguiente:
[…] jóvenes entre dieciséis y veinte años, de origen popular, a veces desertores del
sistema escolar, casi siempre de familias descuadernadas, amantes de la música salsa,
las rancheras y la carrilera, ocasionalmente rockeros, católicos declarados, devotos
de María Auxiliadora y portadores de símbolos religiosos. (Salazar 1998: 111)
1
Propone practicar un género nuevo que denomina “autohagiografia o vida de santo mamada en sus fuen-
tes últimas” (cf. Aristizábal, 1986). Sin embargo, este fenómeno merecería un estudio aparte.
2
El término es de Héctor Abad Faciolince (2008).
“Nada somos, parcerito…” El papel del narratario en La virgen de los sicarios de Fernando… 195
mosa debido a la adaptación cinematográfica de 2000 con guión del autor y dirección
de Barbet Schroeder. La virgen de los sicarios establece ciertos parámetros del género, se
convierte en punto de referencia de obras posteriores que repiten, expanden o subvier-
ten las ideas y técnicas narrativas de la novela de Vallejo.
Como se ha señalado antes, la historia presentada se narra en primera persona gra-
matical. Cabe subrayar que Fernando no es mero narrador del relato, sino también pro-
tagonista de la historia narrada, lo cual no le permite ser un sujeto externo y ajeno a los
hechos presentados. Fernando desempeña un papel doble: el del intermediario entre la
historia narrada y su narratario y el del protagonista cuya actividad desarrolla la trama.
Muy comprometido con los hechos, continuamente crea y guarda una distancia signi-
ficativa para validar su autoridad narrativa. Aileen El-Kadi caracteriza la novela de la
manera siguiente:
3
El narratario, como el narrador, es una creatura ficticia. Como tal, no debe confundirse con su equiva-
lente real –el lector– ni con el llamado lector virtual o ideal. Si las características del lector real coinciden
con las del narratario es más bien la excepción y no la regla. Cabe recordar las distinciones elementales
entre el lector virtual y el ideal. El relato se desarrolla en función del lector virtual, el autor debe tomar en
consideración sus gustos, cualidades, capacidades, etc., para que el relato pueda ser comprensible. El lector
ideal, en cambio, sería capaz de comprender y aprobar el texto en su totalidad (cf. Prince 1973: 178-196).
La novela empieza como una rememoración idílica del pasado, de la infancia del na-
rrador. La presencia del narratario se vuelve evidente ya en las primeras líneas del texto.
Y eso lo constaté la tarde que elevamos el globo más grande que hubieran visto los
cielos de Antioquia […]. El tamaño no me lo van a creer, ¡pero qué saben ustedes
de globos! ¿Saben qué son? Son rombos o cruces o esferas hechos de papel de chi-
na deleznable […]. Cuando se llenan de humo y empiezan a jalar, los que los están
elevando sueltan, soltamos, y el globo se va yendo, yendo al cielo con el corazón en-
cendido, palpitando, como el Corazón de Jesús. ¿Saben quién es? Nosotros teníamos
uno en la sala; en la sala de la casa de la calle del Perú de la ciudad de Medellín, capital
de Antioquia; en la casa en donde yo nací, en la sala entronizado o sea (porque sé
que no van a saber) bendecido un día por el cura. A él está consagrada Colombia, mi
patria. (Vallejo 2002: 8)4
Ustedes no necesitan, por supuesto, que les explique qué es un sicario. Mi abuelo sí,
necesitaría, pero mi abuelo murió hace años y años. Se murió mi pobre abuelo sin co-
nocer el tren elevado ni los sicarios, fumando cigarrillos Victoria que usted, apuesto,
no ha oído siquiera mencionar. Los Victoria eran el basuco de los viejos, y el basuco
es cocaína impura fumada, que hoy fuman los jóvenes para ver más torcida la torcida
realidad, ¿o no? Corríjame si yerro. Abuelo, por si acaso me puedes oír del otro lado
de la eternidad, te voy a decir qué es un sicario […]. (9)
4
Todas las citas son de esta edición. A continuación, entre paréntesis viene sólo el número de la página.
Toda negrilla en las citas es mía.
“Nada somos, parcerito…” El papel del narratario en La virgen de los sicarios de Fernando… 197
Parece muy significativo el contraste que se traza ya en las primeras líneas del tex-
to entre el pasado del país y su presente. El narrador se presenta a sí mismo como per-
teneciente a los tiempos remotos en los que Colombia era “un país de gramáticos” (17).
La Colombia a la que vuelve después de muchos años en el extranjero, no se parece nada
al país de su infancia. Es completamente distinta y, por lo tanto, incomprensible para
Fernando. Cuanto percibe, cuanto ve en Medellín, le resulta completamente ajeno. En
cambio, el lector está al tanto de los fenómenos que marcan la actualidad del país. Se es-
tablece entre el narrador y su narratario una relación ambigua: aunque Fernando-narra-
dor le presenta al narratario Medellín, alias Metrallo, que éste desconoce por completo,
el experto en asuntos relacionados con la cultura juvenil, el consumo de drogas y la mú-
sica rock –o sea, en la cultura propia de los jóvenes sicarios– es el lector. Esta relación se
mantiene a lo largo de todo el texto, distorsionando el esquema comunicativo tradicio-
nal en que el narrador narra, sirve de guía por el mundo presentado, o sea, es la parte
activa, y el narratario lee o escucha, es pasivo. Aquí resulta claro que los dos –Fernando
y su narratario– tendrán que formar una suerte de pareja para que la información sobre
el mundo presentado sea completa y fiable.
Aunque al principio parece que la presencia del narratario va a ser sólo el pretexto
para evocar detalles del pasado del narrador, que va a permanecer fuera del relato como
oyente/lector pasivo, conforme avanza el relato, el lector se ve cada vez más incluido en
lo narrado. En un momento determinado el narrador invita al narratario a compartir
su experiencia, recurriendo a las formas verbales imperativas:
de los hechos: “De los muertos que cargaba Alexis en su conciencia (si es que tenía) cuan-
do nos conocimos, yo no soy culpable. De los de este niño, los suyos propios, tampoco.
Allá ellos con sus muertos que de los que aquí tenemos compartidos ustedes son testi-
gos” (81).
No obstante, la ignorancia del lector acerca de Medellín y su cotidianeidad violenta,
sigue dando paso a explicar, contar con detalles varios aspectos de la vida urbana. Se-
gún Aileen El-Kadi:
En este sentido, la figura de Fernando como observador y cronista urbano puede ser
asociada con la figura del flâneur parisino del siglo XIX. Individuo que se paseaba por
las calles metropolitanas y observaba la ciudad describiéndola. Charles Baudelaire,
Victor Fourel, Víctor Hugo, Honoré Balzac, tuvieron en sus obras a esta figura cosmo-
polita que se popularizó como prototipo parisino en textos artísticos. (El-Kadi 2007)
El narrador confirma y pone de relieve esta vinculación balzaquiana cuando dice sar-
cásticamente: “Yo sé más de Medellín que Balzac de París, y no lo invento: me estoy mu-
riendo con él” (31). Como grandes autores realistas, Fernando tiende a una omnisciencia
y omnipresencia particulares distorsionadas irónicamente. Su “omnisciencia” proviene
de subrayar las numerosas fuentes de información y su “omnipresencia” consiste en pa-
sear por la ciudad para huir del ruido producido por su joven amante en casa.
Fernando como observador tiende también a ser transparente, invisible. Lo dice di-
rectamente durante su visita en “el anfiteatro”, la morgue municipal.
La voz narrativa traza un retrato móvil que quiere despreciar al narrador del siglo
XIX (“¿Acaso soy Dostoievsky o Dios padre para meterse en la mente de otros? ¡No
sabe uno lo que uno está pensando, va a saber lo que piensan los demás!”), que quiere
despreciar específicamente a Balzac, y que, al contrario, lo actualiza. ¿Realismo duro?
Puede ser. Como en Papá Goriot, por ejemplo, tampoco hay aquí división en capí-
tulos, sino una sola y galopante racha verbal. Digámoslo así: en Balzac se despliega
un examen mirón; en Vallejo, una mirada examinadora. Allá, al mostrar se intenta
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Antes de alejarme le eché una fugaz mirada al corrillo. Desde el fondo de sus almas
viles se les rebosaba el íntimo gozo. Estaban ellos incluso más contentos que yo, ellos
a quienes no les iba nada en el muerto. Aunque no tuvieran qué comer hoy sí tenían
qué contar. Hoy por lo menos tenían la vida llena. (22)
En este caso, por haber rechazado el narrador a sus compatriotas como público de su
diatriba, el único destinatario del monólogo del intelectual resulta ser el lector/narrata-
rio extranjero. El narratario sería entonces, según parece, la comunidad internacional
a la que el narrador denuncia la violencia cotidiana de Colombia. Sin embargo, compar-
to la opinión de Margarita Rosa Jácome Liévano de que
[…] si se tiene en cuenta el gran despliegue que los medios de comunicación interna-
cionales han dado al narcotráfico y la violencia en Colombia desde los años ochenta,
esta actitud narrativa debe tomarse con reserva. Se puede pensar que, en vez de con-
textualizar la historia para un supuesto destinatario ajeno a la nueva realidad, el sar-
casmo de este tipo de enunciación está dirigido tanto a los nacionales que se relegan
de la crítica situación del país como a un espectro global de la problemática del sica-
riato: a una sociedad que se entera pero que a la vez ignora y a una comunidad inter-
nacional a la que señala como responsable de alimentar la violencia y sus subculturas.
(Jácome Liévano 2006: 83)
a través de dos fenomenos importantes: la formación del discurso escrito como si fuera
oral y las formas lingüísticas de dirigirse el narrador directamente al narratario.
Fernando, el narrador-protagonista, es escritor. Varias veces declara el carácter es-
crito de su texto y se dirige a su narratario como al “lector”: “Este apartamento mío está
rodeado de terrazas y balcones. Terrazas y balcones por los cuatro costados pero aden-
tro nada, salvo una cama, unas sillas y la mesa desde la que les escribo” (15).
Sin embargo, al mismo tiempo estructura el discurso como si fuera oral y como si
su narratario, más que un lector, fuera un oyente. Utiliza expresiones típicas del lengua-
je hablado: “Y mire, oiga, si lo está jodiendo mucho un vecino, sicarios aquí es lo que
sobra” (23). “Hombre, fíjese usted, que me viniera a dar el destino acabando lo que me
negó en la juventud, ¿no era un disparate?” (15).
Muchas veces pierde el hilo narrativo y lo retoma, lo que da “[…] la sensación de im-
provisación, de lo inacabado de las narraciones orales que se transforman en la marcha”
(Jácome Liévano 2006: 82). Responde preguntas imaginadas del narratario, como si dia-
logara con él5. Pero sobre todo recurre al uso de la jerga de los sicarios, el parlache, que
se formó en barrios populares de Medellín como lenguaje de los marginados y que per-
mite expresar las nuevas realidades de la región6. El parlache incluye elementos del len-
guaje narco, resemantiza y revitaliza las expresiones típicas de la cultura popular, utliza
palabras del lunfardo7 y derivaciones del inglés con vocablos del lenguaje carcelario. El
sociolecto aparece sobre todo en el contexto de la violencia, narcotráfico y crimen en
general, pero –a pesar de generar un fuerte rechazo social– no se ha limitado al ámbito
de la calle de Medellín, sino que ha logrado extenderse a la literatura y los medios de co-
municación. Los ejemplos destacados y conocidos también fuera de Colombia son las
películas Rodrigo D., no futuro (1989) y La vendedora de rosas (1998) dirigidas por Víc-
tor Gaviria. La novela de Fernando Vallejo es otro ejemplo de recurrencia a este lenguaje
particular para representar –reconstruir– una realidad social determinada y, por consi-
guiente, dar a conocer el fenómeno local al público internacional.
En La virgen de los sicarios el narrador introduce el sociolecto de los sicarios como
uno de los elementos cruciales que caracterizan a su amante Alexis y explica la génesis
del parlache.
5
Incluso inserta en el texto letras de canciones (vallenatos) provenientes de la cultura popular: “Senderito
de amor” y “La gota fría”. Introduciendo las canciones, se pone de relieve el carácter auditivo del discurso.
Según Margarita Rosa Jácome Liévano, las canciones desempeñan también un papel muy importante en
marcar un contrapunteo entre la Colombia de ayer y de hoy. Dice la investigadora: “[…] la primera ape-
la a un oyente del pasado, arraigado en la tradición popular colombiana de los años 50, quien puede rela-
cionar el sendero al que alude la canción con el camino que conduce a Sabaneta, ahora la ruta que toman
los sicarios para visitar a la Virgen y pedirle puntería y protección. La segunda canción que se oye a toda
hora en la ciudad va dirigida a un oyente-consumidor de artistas de mercado. Los vallenatos y la música
«punk» aparecerán tras bambalinas como ruido que recorre todo el relato […]. Con esta perspectiva, la
música es otra intromisión interesante de lo popular y de los medios en el proceso de escritura de la nove-
la y, por ende, en la esfera de lo oficial, de la alta cultura” (Jácome Liévano 2006: 82-83).
6
Para profundizar el tema del parlache cf. Castañeda y Henao (2000).
7
Debido a la popularidad del tango y el culto a Gardel que se ha observado en Antioquia.
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Sin saber ni inglés ni francés ni japonés ni nada sólo comprende el lenguaje univer-
sal del golpe. Eso hace parte de su pureza intocada. Lo demás es palabrería hueca
zumbando en la cabeza. No habla español, habla en argot o jerga. En la jerga de las
comunas o argot comunero que está formado en esencia de un viejo fondo de idioma
local de Antioquia, que fue el que hablé yo cuando vivo (Cristo el arameo), más una
que otra supervivencia del malevo antiguo del barrio de Guayaquil, ya demolido, que
hablaron sus cuchilleros, ya muertos; y en fin, de una serie de vocablos y giros nue-
vos, feos, para designar ciertos conceptos viejos: matar, morir, el muerto, el revólver,
la policía… Un ejemplo: “¿Entonces qué, parce, vientos o maletas?” ¿Qué dijo? Dijo:
“Hola hijo de puta”. Es un saludo de rufianes. (19)
Primero cita las palabras típicas de este dialecto entre comillas como si fuera apren-
diendo un idioma extranjero, desconocido. Parece fascinado por la jerga, aunque subra-
ya a menudo lo ajeno que le resulta. Ya que se mantiene en su posición de hombre culto,
le ofrece al lector numerosos comentarios lingüísticos como éste8:
“El pelao debió de entregarle las llaves a la pinta esa”, comentó Alexis, mi niño, cuan-
do le conté el suceso. O mejor dicho no comentó: diagnosticó, como un conocedor,
al que hay que creerle. Y yo me quedé enredado en su frase soñando, divagando,
pensando en don Rufino José Cuervo y lo mucho de agua que desde entonces había
arrastrado el río. Con “el pelao” mi niño significaba el muchacho; con “la pinta esa”
el atracador; y con “debió de” significaba “debió” a secas: tenía que entregarle las
llaves. (17)
8
En la mayoría de los casos las reflexiones lingüísticas ponen de relieve la frialdad del protagonista ante
la violencia cotidiana y cumplen el papel de una de las numerosas estrategias del distanciamiento cuya
presencia en la novela constituye uno de los rasgos más característicos del relato de Vallejo, pero no es ob-
jeto del presente análisis.
Nada somos, parcerito, curémonos de este “afán protagónico” y recordemos que aquí
nada hay más efímero que el muerto de ayer. (…) ¿Y “parcerito” qué es? Es aquel
a quien uno quiere aunque uno no se lo diga aunque él bien que lo sabe. Sutilezas
de las comunas, pues. (30)
La novela termina con la despedida particular del lector que aporta nuevas pistas in-
terpretativas del papel del narratario. Fernando recurre sarcásticamente a un dicho po-
pular que se usa en Colombia para desearle suerte a alguien.
Bueno parcero, aquí nos separamos, hasta aquí me acompaña usted. Muchas gracias
por su compañía y tome usted, por su lado, su camino que yo me sigo en cualquiera
de estos buses para donde vaya, para donde sea. Y que te vaya bien, que te pise un
carro o que te estripe un tren. (85)
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La despedida tiene un caracter irónico: sirve para desear suerte, pero, en su sentido
literal, evoca lo contrario. Así se pone al descubierto el carácter ambiguo de las relacio-
nes humanas, la fragilidad de estas relaciones en el contexto de muerte, violencia, caos
e impunidad, en una realidad en la que a nadie le interesa el destino de los demás.
Todos los procedimientos comentados contribuyen a crear en La virgen de los sicarios
el efecto de oralidad falsa o ficcionalizada. La ficcionalización de la oralidad es, según Elsy
Rosas Crespo, uno de los fenómenos más característicos de la narrativa colombiana con-
temporánea y, además, una de las manifestaciones de la llamada transculturación narrati-
va9 que consiste en estudiar, “[…] comprender y ficcionalizar hablas y expresiones culturales
de regiones relativamente aisladas de América Latina” (Rosas Crespo 2005). A nivel textual,
lingüístico, la transculturación narrativa se manifiesta en los siguientes procedimientos:
– se prescinde del uso de glosarios, las palabras regionales transmiten su significado
dentro del contexto lingüístico;
– el léxico, la prosodia y la morfosintaxis de la lengua regional aparece como el campo
predilecto para prolongar los conceptos de originalidad y representatividad;
– la lengua popular, que antes se oponía dentro del texto a la del narrador, invierte su
posición jerárquica, pasa a ser la voz que narra;
– el escritor se ha reintegrado a la comunidad lingüística, no imita desde fuera un ha-
bla regional, sino la elabora desde dentro;
– el escritor investiga las posibilidades para construir una específica lengua literaria
dentro del marco de una comunidad lingüística (Rama 1982: 41-42).
Al analizar el texto de La Virgen de los sicarios, resulta obvio que la obra cumple con
las características citadas. El parlache funciona como una suerte de habla regional, el
narrador va adoptándolo como suyo a medida que avanza el relato. Al mismo tiempo,
ya que la sumersión del narrador en el mundo de la violencia sicaresca se realiza poco
a poco, progresivamente, La Virgen de los sicarios pone al descubierto y permite obser-
var las etapas, los mecanismos de la transculturación: la parcial desculturación del na-
rrador culto y la progresiva neoculturación (adquisición de una cultura distinta). La
presencia del narratario es indispensable para que el proceso se pueda realizar. La nece-
sidad de explicarle al lector ignorante el significado de las palabras, dar ejemplos de su
uso, da impulsos al aprendizaje de este idioma nuevo que es el parlache. Al final, el par-
lache se convierte en instrumento de comunicación entre el narrador y el lector imagi-
nado, como se manifiesta en la fórmula de despedida antes mencionada.
Resumiendo, la presencia del narratario dentro de la obra de Fernando Vallejo des-
empeña un papel de suma importancia. Contribuye a crear cierta distancia entre el mun-
do al que pertenece Fernando (al que llama “Medellín antediluviano”, 10). Su ignorancia
presupuesta justifica las explicaciones pormenorizadas que crean una imagen muy com-
pleta de la Antioquía de hace años y contrastarla con la realidad actual violenta. A medi-
da que avanza el relato, el narratario se convierte en el acompañante del narrador y, poco
a poco, se acerca al mundo sicaresco para llegar a ser uno de los numerosos culpables
9
El término de transculturación es de Fernando Ortiz (cf. Ortiz 1978). El problema de la transculturación
narrativa fue planteado por Ángel Rama (1982).
BIBLIOGRAFÍA: