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LA FILOSOFÍA MORAL

Y POLÍTICA
DE JÜRGEN HABERMAS
José Antonio Gimbernat (Ed.)

LA FILOSOFÍA MORAL
Y POLÍTICA
DE JÜRGEN HABERMAS

BIBLIOTECA NUEVA
© José Antonio Gimbemat y otros, 1997
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 1997
Almagro, 38
28010 Madrid

ISBN: 84-7030-418-6
Depósito Legal: M-10.646-1997

Impreso en: Rogar, S. A.


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índice

Presentación, por José Antonio Gimbernat 9

La recepción de la filosofía de Jürgen Habermas en España, por José


Antonio Gimbernat 11

El nexo interno entre Estado de Derecho y Democracia, por Jürgen Ha-


bermas 23
Constructivismo y reconstructivismo kantianos: Rawls y Habermas en
diálogo, por Thomas McCarthy 35

De la conciencia al discurso: ¿ Un viaje de ida y vuelta?, por Javier Mu-


guerza 63
Idea de una fundamentación comunicativa de la moral desde el punto
de vista pragmático, por Lutz Wingert 111
El pensamiento político de Jürgen Habermas, por Ignacio Sotelo 143
¿Reconciliación a través del Derecho? Apostillas a factiadad y validez
de Jürgen Habermas, por Fernando Vallespín 199

«Autonomía del significado» y «Principie ofcharity» desde un punto de


vista de la pragmática del lenguaje, por Albrech Wellmer 225

Verdad, saber y realidad, por Cristina Lafont 239

Consideraciones finales, por Jürgen Habermas 261


Presentación
Los cursos de verano de la Universidad Complutense en El
Escorial en 1994 me ofrecieron la excelente oportunidad de
plantear un intenso Seminario, de carácter abierto, en cuanto
curso programado, con la presencia durante una semana de
Jürgen Habermas, acompañado por un destacado grupo de
profesores españoles y extranjeros conocedores de su obra. El
Fin propuesto era discutir y hacer balance hasta aquel mo-
mento, sin apremios, de temas cruciales en la importante y ex-
tensa obra del profesor Habermas. La idea de este encuentro
la había dialogado con él mismo en la primavera de 1992, en
su casa de Starnberg (Baviera) con motivo de unas breves va-
caciones compartidas. La distancia temporal entre el naci-
miento de la idea y su realización me permitió encargar con
tiempo suficiente a los ponentes la elaboración de sus inter-
venciones y así evitar que la ocasión especial de poder debatir
en España con el propio Habermas cuestiones relevantes de su
pensamiento, se viera frustrada en parte por la improvisión que
a veces afecta a este tipo de cursos. Ello posibilitó la calidad y
la suficiente homogeneidad que presentan los trabajos que pu-
blicamos en este volumen. Con el fin de ordenar el debate di-
vidimos los temas de estudio en tres núcleos, filosofía política,
moral y del derecho, este ultimo de especial justificación en-
tonces por la recientísima obra de Habermas Faktizitát und
Geltung, a la que legítimamente se la puede definir como una
ambiciosa filosofía del derecho. En ese marco teórico estuvo
explícitamente presente en muchas de las intervenciones las
cuestiones abiertas por La teoría de la acción comunicativa, que
sin afán de subrayar rupturas, en mi opinión inaugura una se-
gunda etapa del pensamiento de Habermas. Poder conferir en
aquellos días con Jürgen Habermas, cuya presencia en todas
las sesiones fue extraordinariamente activa, significó una ex-
periencia llena de interés y proximidad para los numerosos
asistentes matriculados, además de para los profesores espa-
ñoles, unos con textos preparados y los demás invitados a par-
ticipar en los debates. La continuidad en la asistencia de casi
tocios permitió mantener la dinámica del encuentro. Como
muestra de ese diálogo más vivo y espontáneo, además de las
conferencias tenidas, hemos transcrito como cierre de este vo-
lumen, la intervención improvisada con la que Habermas fi-
nalizó el curso y que recoge su posición con respecto a alguno
de los temas relevantes que nos ocuparon en aquella circuns-
tancia.
Quiero agradecer con toda sinceridad el interés y genero-
sidad de Fernando Fontes y Fanny Rubio, responsables como
Director y Coordinadora del área de humanidades de los cur-
sos de aquel verano, que primero apoyaron con entusiasmo mi
proyecto y después hicieron lo indecible para sortear las difi-
cultades surgidas, permitiendo que excepcionalmente nuestro
curso pudiera celebrarse en la semana siguiente a la clausura
de todos los demás. A pesar de ello nuestro trabajo tuvo el en-
torno y los medios necesarios para su buen quehacer.
También mi agradecimiento debe extenderse a Cristina La-
font, Secretaria del curso, además de brillante participante,
que realizó una colaboración insustituible.

JOSÉ A. GIMBERNAT
La recepción de la filosofía
de Jürgen Habermas en España
JOSÉ ANTONIO GIMBERNAT

Personalmente mi encuentro intelectual con la obra de Jür-


gen Habermas tiene lugar al comienzo de la década de los 70.
Ello se produjo dentro de unas orientaciones reflexivas y polí-
ticas que desbordaban la mera inquietud individual y conte-
nían elementos de grupos intelectuales de aquella época. Des-
pués de haber recibido el influjo del marxismo estructuralista
francés, representado por Althusser, Balibar, Poulantzas, ha-
bíamos encallado en su impasse, que se reflejaba en la circula-
ridad en la que había quedado sumido su empeño, y se deno-
taba en su recortado aliento filosófico, demasiado precario
para afrontar los problemas políticos y sociales de aquella
época.
La revolución estudiantil de los años 60 nos había puesto
en contacto con los textos de la teoría crítica de la sociedad,
transmitida por la llamada Escuela de Fráncfort. Ello tuvo lu-
gar mediante un conocimiento un tanto desconexo de sus te-
sis fundamentales y de sus programas. Ante todo en España
conocimos escritos importantes de Marcuse y por entonces
poco de Horkheimer y Adorno; todo ello cuando estos auto-
res habían finalizado su ciclo creativo. Pero a través del estu-
dio fragmentado de los fundadores de esta Escuela, nos senti-
mos impulsados a conocer los trabajos de la siguiente
generación, que se encontraba en plena actividad de creación

[H]
intelectual. Entre toda su producción filosófica destacaba una
obra de gran aliento y ambición, Conocimiento e interés de Jür-
gen Habermas.
Simultáneamente en los medios de la sociología española
había causado impacto y resonancia —aún un tanto descon-
textualizada—, la obra editada por Adorno con el título, La
disputa del positivismo en la sociología alemana. Los dos frentes
contrapuestos fueron etiquetados de manera un tanto simplifi-
cadora como analíticos versus dialécticos. En estos últimos, na-
turalmente estaban alineados los patrocinadores de la teoría crí-
tica. Entre otras cosas, Conocimiento e interés define la posición
original de Habermas en ese debate; siguiendo en un nuevo ho-
rizonte, personalmente creado, la estela de la crítica al positi-
vismo realizada por Adorno y Horkheímer.
Nuestra lectura de entonces de este escrito de Habermas
confirmaba nuestra resistencia, a que los impulsos de una filo-
sofía con intención emancipatoria, esto es, práctica, se viera
frenada por la pretensión dogmática de convertir a la técnica
y a la ciencia como saber paradigmático. Pretensión que era el
anuncio de la nueva ideología, que vista desde hoy, hay que de-
cir que sólo estaba en el comienzo de un camino de grandes
éxitos. Representaba el ascenso de la apariencia y la procla-
mación de la objetividad del conocimiento, en una nueva ver-
sión que trataba de imponer como modelo, lo que los prime-
ros frankfurtianos habían denominado la razón instrumental.
Habermas en aquel texto revelaba que tras cada tipo o método
cognoscitivo, quedaban ocultos por implícitos los intereses
rectores de esos conocimientos específicos, que había que des-
velar —ésta era la propuesta— mediante la autorreflexión de
cada disciplina científica o hermenéutica.
Visto en la distancia, Conocimiento e interés continúa
siendo una gran obra de filosofía, innovadora y con enverga-
dura sistemática. Pretende hacer un balance e insertarse en la
gran tradición de la filosofía alemana, y al mismo tiempo sig-
nifica el giro de un pensamiento filosófico que se empeña en
reconstruir una filosofía de la práctica, inaugurada por Karl
Marx. A la vez en este escrito están presentes y ya en germen
los propósitos de una teoría de la comunicación con intención
práctica, lo que se plasmará mas de dos lustros después en la
Teoría de la acción comunicativa.
A mediados de la década de los 70, Habermas comienza a
ser en España punto de referencia obligado en congresos, se-
minarios, estudios de sociología y filosofía política 1 . Van
siendo traducidas sus obras, y a principio de la década si-
guiente cada vez será más corto el espacio que media entre la
publicación de los textos de su prolífica obra y sus traduccio-
nes en castellano. Hoy prácticamente la totalidad de sus libros
están traducidos, con textos importantes también en lengua ca-
talana.
Sus obras posteriores desarrollarán temas que estaban ya
anunciados en aquel gran programa de filosofía y ciencias so-
ciales que es Conocimientos e interés. Así, por ejemplo acon-
tece en La reconstrucción del materialismo histórico, donde se
subraya la unilateralidad del marxismo en destacar la función
determinante de las relaciones de producción en la evolución
histórica, relegando el factor comunicativo como poco rele-
vante para las transformaciones sociales: marginando así el fac-
tor subjetivo (intersubjetivo) y el componente moral, derivado
de la comunicación.
En esta época los trabajos de Habermas suponen una apor-
tación de elementos sustantivos para una teoría crítica de la so-
ciedad. Ello desde nuevos supuestos que los de sus anteceso-
res y con un discurso diferente que manifiesta su intención de
proseguir objetivos de la primera teoría crítica.
En este marco de referencias es recuperada tardíamente en
la sociología española su primera obra de gran relieve, que apa-
rece con el título de Historia y crítica de la opinión pública. En
ella se reivindica como factor insoslayable de la constitución de
las democracias modernas la existencia de un discurso público,
que garantice la participación potencial de todos los ciudada-
nos. De otra manera los Estados democráticos sufrirán un de-
bilitamiento de su legitimación ante la ciudadanía, con serios
riesgos para su supervivencia. Este nuevo tipo de legitimidad
es en nuestra época insustituible, después de la pérdida de vi-
gencia y credibilidad de otras formas premodernas de legiti-
midad política. Historia y crítica de la opinión pública, contiene
la contribución de Habermas al debate posterior planteado
por otros escritos y autores, acerca de la crisis de legitimación
que en su opinión era ya posible percibir en sus síntomas, en

1 Para una excelente información sobre la recepción de Habermas en la

bibliografía española, véase López de la Vieja, M." Teresa, Ética. Procedi-


mientos razonables, Mos (Pontevedra), Novo Século, 1992, págs. 299-336.
las sociedades industriales avanzadas, a mediados de la década
de los 70. La línea conductora de aquella obra ha sido seguida
por Habermas hasta su último importante escrito, expresada
en el modelo de una política deliberativa, en cuanto concepto
básico del procedimiento democrático.
Simultáneamente se hacía entonces manifiesto el interés de
la sociología española por los trabajos de Habermas en los que
se elaboraba una interpretación de la modernidad a partir de
la teoría de la racionalidad de Max Weber. Pero sobre todo in-
teresó su intenso y amplio debate con el último y competente
representante de la teoría de los sistemas, Niklas Luhman.
Nuevamente en otro espacio, con otros actores, cobraba ac-
tualidad el antiguo debate de una sociología sistèmica de ca-
rácter funcionalista y un promotor de la teoría crítica, ahora en
la nueva andadura que representaba su teoría de la acción co-
municativa.
Con ese título, Teoría de la acción comunicativa, aparece
en 1981 una obra decisiva en el itinerario intelectual de Jürgen
Habermas. Los temas que en ella se explican venían siendo
anunciados en sus trabajos precedentes. El libro significa una
comprensión sistemática de lo que se conoce como el giro lin-
güístico en la filosofía. En esa obra Habermas crea un marco
referencial apto para abordar sistemáticamente los diversos
campos hacia los que orientará en el futuro inmediato su inte-
rés filosófico.
A partir de este texto es posible percibir en España un cre-
ciente y prioritario interés de los filósofos morales por los tra-
bajos de Habermas. Es aceptado junto con los escritos de Apel
como guía en la renovación de la filosofía moral kantiana. Los
supuestos de la teoría de la acción comunicativa pretenden co-
rregir el monologismo de la filosofía de Kant, medíante la ac-
tividad de la ética dialógica del discurso. Así el imperativo ca-
tegórico se ve reformulado en el axioma: «En lugar de
prescribir a todos una máxima, debo proponer mi máxima a
todos, para comprobar discursivamente su pretensión de uni-
versalidad.» De esta forma este interés por la recepción de Ha-
bermas entre nosotros viene marcado por quienes subrayan
con empeño los componentes procedimentales de la filosofía
moral y discurren en el ámbito que aspira a la fundamentacíón
de las normas morales con pretensión universal. También han
sido secundados por todos aquellos que tras el rastro en la fi-
losofía moderna ae las nuevas propuestas neocontractualistas,
se esfuerzan por elaborar una teoría de la justicia de validez
universal. Y Habermas no sólo despierta gran interés en los
pensadores españoles que congenian con este nuevo marco, re-
cuperador en otros parámetros de la filosofía kantiana, sino
que también significa un importante estímulo indagador para
quienes discrepan de los planteamientos de la ética discursiva
de Habermas, en el marco de su teoría de la acción. Ejemplar
de esto último es el trabajo filosófico de Javier Muguerza, que
durante más de una década y en este curso dará una muestra
de ello. Muguerza ha discutido y sobre todo disentido de las
tesis de filosofía moral de Habermas, casi podríamos decir en
una contienda cuerpo a cuerpo similar, y salvadas todas las dis-
tancias, al combateIbíblico de Jacob con el ángel, con ardor in-
cansable, hasta el amanecer.
La teoría de la acción comunicativa, como ya he señalado,
se sitúa en diálogo y debate con la filosofía del lenguaje con-
temporánea. Se culmina así el recorrido iniciado en Conoci-
miento e interés, con el extenso estudio dedicado allí a la obra
de Pearce. En este contexto hace ya algunos años, la Universi-
dad Complutense y el Instituto Alemán de Madrid organiza-
ron un Congreso con la intervención de Habermas y que contó
con algunos de los más destacados analistas anglosajones. Tam-
bién participó Thomas McCarthy, hoy presente en este curso.
Esta presencia permanente de la obra de Habermas entre
nosotros se ha podido comprobar en los prolongados debates
acerca de las cuestiones controvertidas déla teoría de la acción
comunicativa y de sus consecuencias en la reflexión moral. Así
por ejemplo ha sucedido con el intento de desentrañar el sig-
nificado filosófico y social de la comunidad ideal de diálogo,
como premisa del discurso ético de procedimiento argumen-
tativo. A la vez se ha inquirido si aquella comunidad de dialo-
gantes en paridad introducía subrepticiamente el factor utó-
pico en la filosofía de Habermas; algo que éste siempre ha
rechazado y de manera contundente y explícita lo corrobora
en su reciente obra Faktizitat und Geltung .
A partir de la Teoría de la acción comunicativa, el trabajo
filosófico de Habermas gradualmente se ha ido formalizando
y no es lícito afirmar que sus intereses filosóficos y sociales

2 Cfr. Faktizitat und Geltung, Fráncfort, Suhrkamp, 1992, págs. 391-395.


coincidan sin más con los de la etapa anterior, en la que per-
vivía con mayor intensidad la tarea de contribuir a la renova-
ción de la teoría crítica de la sociedad. Y, sin embargo, la con-
dición de la ética discursiva de que el diálogo público para no
ser sólo una apariencia del mismo y no estar trucado o ser me-
ramente estratégico, debe ser paritario, simétrico, de iguales,
parece que nos reconduce a replantear una cuestión política
crucial. Este diálogo hoy en las condiciones exigidas, en su di-
mensión planetaria, pues los problemas de la justicia se plan-
tean en ese nivel, en nuestro mundo interdependiente e inter-
comunicado no es plausible. Para llevarlo a cabo serían
necesarias transformaciones sociales, políticas y culturales de
absoluta radicalidad. En este sentido sigue siendo pertinente
—naturalmente en otro contexto social y filosófico— la crítica
hegeliana a la moral kantiana. Las intenciones morales resul-
tan inoperantes sino están asentadas en instituciones que ten-
gan bien ganado el reconocimiento social. No es viable una
moral universalista sin sus correspondientes formas de vida. Es
el progresivo avance y desarrollo institucional lo que ha hecho
posible en las sociedades democráticas el creciente respeto a
los derechos de las personas. Y estos derechos son el fruto his-
tórico de los costosos sacrificios de los movimientos sociales
emancipatorios.
Desde luego hay una preocupación temática en la ética dis-
cursiva por atender a las críticas provenientes de la tradición
hegeliana, acerca de las carencias institucionales del procedi-
miento kantiano. Pero ello no basta. Y así está suficientemente
motivada la crítica que concisamente realiza Schnadelbach3
cuando afirma que la ética discursiva acaba abandonando la
cuestión de las instituciones a los ínstítucionalistas. Desde esta
óptica, la pragmática trascendental muestra sus carencias pre-
cisamente en aquello que ante todo pretende ser, una filosofía
de la intersubjetividaa. No ha logrado diseñar el medio que
propprcione estabilidad y calidad a las relaciones intersubieti-
vas. Esta es la debilidad de su faz kantiana. El propio Haber-
mas es sensible a este déficit, cuando señala la impotencia del
discurso ético para cumplir las condiciones que hagan verosí-

3 Schnädelbach, M., «Was ist Neoarístotelismus?», en Kuhlmann, W.

(ed.), Moralität und Sittlichkeit, Francfort, Suhrkamp, 1986, pág. 57.


mil la argumentación libre, de iguales, en el debate moral. Hoy
es evidente la ausencia de instituciones de carácter nacional y
mucho más mundial que hagan sostenible la realidad del dis-
curso moral, según se requiere, en condiciones de simetría de
los implicados, tanto individuos como colectivos y naciones,
con vistas a obtener acuerdos de carácter normativo, ausentes
de imposiciones y dominaciones. Tampoco se muestran efi-
cientes los procesos de socialización, capaces de favorecer su-
ficientemente las condiciones necesarias para la participación
igualitaria en la discusión moral. En todos los ámbitos sociales
en los que las relaciones de poder y dominación existentes des-
mienten en la práctica los objetivos de una moral de carácter
universal, las cuestiones morales reclaman exigentemente re-
sultados institucionalizados, como efectos tangibles de una
ética política, distinta de la hoy convencional y de generalizada
vigencia. Para preservar esta dimensión pública proclamada
con tanto ahínco por el discurso moral, son indispensable pro-
yectos políticos, que actúen con vistas a transformar profun-
damente las formas de vida dominantes, y que estén conduci-
dos por una intención moral práctica. Es el propio Habermas,
3uien ha reconocido también los límites políticos de la ética
iscursiva. Y remite a la responsabilidad práctica que corres-
ponde no a la filosofía, sino a las ciencias sociales e históricas.
Hace menos de ima década, para subrayar estos límites de esta
filosofía moral, Habermas aducía una cita de Horkheimer:
«para superar el carácter utópico del pensamiento kantiano,
necesitamos de una teoría materialista de la sociedad»4. En de-
finitiva se retorna a proclamar lo indispensable de una teoría
social, si la acción comunicativa aspira a designar sus condi-
ciones sociales de posibilidad. Paralelamente y en este mismo
marco, en mi opinión, es una cuestión irresuelta para la teoría
de la acción comunicativa, el efecto de los que Habermas ha
llamado la colonización del mundo de la vida. Esta es conse-
cuencia del influjo invasor que el subsistema económico y de
la Administración del Estado ejercen en esos mundos de vida.
Mientras en aquellos rige la integración sistèmica, la esfera pri-

4 Habermas, J., «Moralität und Sittlichkeit Treffen Hegels Einwände ge-

gen Kant auchauf Diskursethik zu?», en Moralität un Sittlichkeit, ob. cit.,


päg. 33.
vada y también la pública no institucionalizada son el espacio
adecuado para la integración comunicativa. Pero en las socie-
dades actuales el sistema y sus valores se extienden más allá de
su ámbito natural a costa del mundo de la vida, que se ve pe-
netrado y contagiado de aquel poder expansivo. Los símbolos
del dinero y del poder, regidos por la teleología de la razón ins-
trumental, no sólo se han hecho opacos a los procesos sociales
de comprensión intersubjetiva, sino que irrumpen en ellos, los
fperturban y los distorsionan. Consiguientemente el objetivo de
a democratización del mundo de la vida se reduce cada vez
más a levantar una barrera defensiva entre aquél y los dos sub-
sistemas mencionados, pero con pocas probabilidades de ejer-
cer influjo sobre ellos.
Pero si se renuncia a introducir en la economía y en los me-
canismos del Estado otros fines que los meramente instru-
mentales, no sólo resultará improbable la descolonización de
los mundos de vida, sino que se degradará crecientemente la
salud democrática de nuestras sociedades. Hace tiempo que
los filósofos han renunciado a afirmar nuevamente, por su-
puesto en otros contextos y con distintos instrumentos, el pro-
grama de Karl Marx de llevar a cabo la crítica de la economía
política y consiguientemente la crítica del Estado. Pero creo
que es empíricamente constatable, que abandonados ambos te-
rritorios al funcionamiento de sus leyes inmanentes, sus pode-
rosos dinamismos conducen al debilitamiento progresivo, en
primer lugar, de los valores morales del mundo de la vida y en
último término de la legitimidad de las actuales democracias.
Hoy el modelo económico y político de occidente, sobre todo
en la última década, ha demostrado su manifiesta ineptitud
para ser presentado como universal y universalizable. Los pro-
gramas prolongadamente impuestos como modelo obligado
para dirigir la acción económica y social con la esperanza de
obtener un desarrollo político y económico en los países del
Tercer Mundo, en líneas generales han fracasado. No les ale-
jan de la pobreza y de la incultura, más bien incrementa el nú-
mero de la gran mayoría sumergida en ella. Los índices de
desarrollo humano no mejoran, y a la vez se deteriora alar-
mantemente el equilibrio ecológico, que es condición indis-
pensable de la supervivencia de la especie. El modelo de ex-
plotación industrial de lo que se llamó el capitalismo tardío,
se muestra como impropiado para un desarrollo sostenible de
la economía mundial. Ni siquiera en el caso de que fueran
muy superiores a los actuales sus logros en la zona sur de nues-
tro planeta.
Es inadecuado para satisfacer las reales necesidades huma-
nas, a la vez que es ostensible su enemistad con respecto a la
progresión democrática de los mundos de la vida. Los autores
del Ensayo sobre la cuestión democrática {Die demokratische
Frage)5 han destacado el componente de aporía de la teoría de
Habermas en la relativa impermeabilización entre los subsiste-
mas económico y estatal y los mundos de la vida. Pero su res-
puesta de propugnar la radicalización de la democracia y sus
expectativas expresadas, para resolver sin demasiada proble-
maticidad dentro de ese marco lo que ellos vuelven a llamar la
cuestión social, aun concediendo su limitación de base por ser
un planteamiento eurocéntrico, es una propuesta que rebosa
ingenuidad.
Consiguientemente aquello que Habermas llama propues-
tas morales de carácter comunicativo, con sus pretensiones in-
manentes de verdad, justicia y autenticidad, peligran de verse
abocadas a refugiarse en los intersticios sociales, en donde con
frecuencia sólo representan una resistencia minoritaria, que
puede ser estimada como desconectada de la praxis intersub-
jetiva cotidiana. Pues el dinero y el poder se han convertido en
1 irantes de las normas que definen lo que es vá-

Más bien el signo de la historia parece que nos conduce no


a una radicalización de la democracia, sino a la trivialización
de la misma. La actual decadencia acelerada de la democracia
italiana es la muestra en el extremo de la simplificación inad-
misible de la política. La corrupción inscrita en aquel sistema
democrático ha desembocado no en su regeneración, sino en
su banalización. Los grandes actores económicos han logrado
ocupar el espacio asignado a los políticos, estimados ahora in-
necesarios o superfluos, y aquellos mismos, sin mediaciones, se
han erigido en los representantes políticos de sus propios in-
tereses . Todo ello mediante los efectos devastadores de una

5 Rödel, V., Kenberg, G. y Dubiel, H., Die demokratische Frage,


Fráncfort, Suhrkamp, 1989.
6 Reflexiones hechas durante el turbulento período del gobierno Berlus-

coni, en Italia.
cultura de masas más bien habría que decir, una incultura po-
lítica de masas, manejadas implacable y eficazmente, utilizando
el exacerbado poder de los medios de comunicación social, en
unas magnitudes que sólo se atrevieron a sospechar los funda-
dores de la Escuela de Fráncfort.
Pero la amplitud de perspectivas de la obra de Habermas
hace que las críticas que se le puedan dirigir queden relativi-
zadas. Su reciente obra, Faktizitat und Geltung es una crítica
del derecho en cuanto institución. Se afirma y mantiene la ten-
sión necesaria entre los dos polos indisolubles. La positividad
del derecho como un fáctum que crea progreso jurídico y la
pretensión normativa con la que aquélla tiene que confron-
tarse. Es una obra ambiciosa que ofrece múltiples elementos
para abordar una teoría crítica del derecho.
Y, además, Habermas es un defensor de los grandes obje-
tivos de la modernidad, que considera inconclusa y necesitada
de renovada actualización. Sigue siendo un programa la ilus-
tración de la ilustración. Ello frente al avance neoconservador
que considera la modernidad cerrada, y en contra de las pro-
uestas postmodernas que la consideran liquidada. Son las am-
ivalencias, fracasos, frustraciones, expectativas decepciona-
das, las que han conducido a un sector del pensamiento actual
a declarar liquidado su proyecto. Nos hablan de la despedida
de las grandes narraciones, que han mostrado su inviabilidad
o fracaso. Es la despedida anunciada de una emancipación glo-
bal de la humanidad. Frente a ello la filosofía de Habermas es
un punto de apoyo fuerte, reivindicando la puesta al día de los
grandes objetivos de la modernidad ilustrada.
En otras obras, artículos y ensayos Habermas se muestra
un testigo activo y crítico de su época. La unidad alemana, los
movimientos sociales, el fin de la civilización del trabajo o la
disputa con los historiadores acerca de la interpretación del pa-
sado nazi en Alemania, son ejemplo de ello.
Este último debate de alguna manera revive la necesidad
de la confrontación con el pasado que la década de los 60 con
enorme coraje moral, desde la perspectiva del psicoanálisis,
emprendieron Margarita y Alexander Mitscherlich. Pensaban
entonces que la gran tarea intelectual de los alemanes, era dis-
cernir cómo se podría haber producido con el apoyo de la so-
ciedad aquella barbarie sin freno. Margarita Mitscherlich está
también presente en este curso para aportar esta perspectiva.
Es un motivo de orgullo su participación en este curso. Ha-
bermas ha afrontado esa cuestión décadas después, desde su
filosofía, con coraje semejante.
En este curso vamos a encarar tres líneas de la obra de Ha-
bermas, la filosofía política, moral y del derecho, en lo que se
refiere a su recepción en España. Para complementarla tam-
bién analizaremos aspectos de la recepción en Estados Unidos
y en la propia filosofía alemana.
El nexo interno entre
Estado de Derecho y Democracia
JÜRGEN HABERMAS
(Traducción: José Antonio Gimbernat)

En el mundo académico con frecuencia hablamos de dere-


cho y política como de cosas inseparables, pero a la vez nos he-
mos acostumbrado a considerar el derecho, el Estado de de-
recho y la democracia como objetos pertenecientes a distintas
disciplinas. La jurisprudencia trata del derecho, la ciencia po-
lítica lo hace de la democracia. La primera percibe el Estado
de derecho desde el punto de vista normativo, la segunda
desde una perspectiva empírica. La división científica de estos
trabajos tampoco permanece fija, cuando los juristas se ocu-
pan, por una parte, del derecho y del Estado de derecho, por
otra, de la formación de la voluntad política en el Estado cons-
titucional de derecho, o cuando los expertos en ciencias socia-
les, en cuanto sociólogos del derecho, se confrontan con el de-
recho y el Estado de derecho. Estado de derecho y democracia
nos aparecen como objetos totalmente diversos. Para ello exis-
ten buenas razones. Puesto que toda dominación política se
ejerce bajo la forma del derecho, existen por tanto también or-
denamientos jurídicos en donde el poder político todavía no
se ha visto domesticado por el Estado de derecho. Dicho bre-
vemente, existen ordenamientos jurídicos sin instituciones pro-
pias del Estado de derecho, y existen Estados con derecho sin
Constituciones democráticas. Estas razones empíricas para una
discusión académica de ambos objetos, de ninguna manera
equivalen a la afirmación de que desde una consideración nor-
mativa pueda darse un Estado de derecho sin democracia. Por
el contrario, quiero subrayar que existe un nexo interno y con-
ceptual entre Estado de derecho y democracia.
Me propongo tratar a continuación esta vinculación bajo
varios aspectos. 1) Es deducible desde el mismo concepto del
derecho moderno; 2) lo es también por la circunstancia de
ue el derecho positivo no puede ya producir su legitimidad
esde un derecho superior. 3) El derecho moderno se legi-
tima en la autonomía acreditada de manera igual para toaos
los ciudadanos, de forma que la autonomía privada y pública
se presuponen mutuamente. 4) Este nexo conceptual rige
también en aquella dialéctica entre la igualdad jurídica y fác-
tica, que frente a la comprensión jurídica liberal, primero
ofreció el paradigma jurídico del Estado social y hoy viene
exigido por una autocomprensión procedimental del Estado
democrático de derecho. 5) Este paradigma jurídico proce-
dimental lo explicitaré al final en el ejemplo de las políticas
feministas de la igualdad.

1. PROPIEDADES FORMALES DEL MODERNO DERECHO

Desde Locke, Rousseau y Kant, no sólo en la filosofía, sino


constantemente en la realidad de las Constituciones de las so-
ciedades occidentales se ha impuesto un concepto jurídico que
a la vez tiene en cuenta su carácter positivo y las garantías de
libertad del derecho coercitivo. La circunstancia de que las for-
mas protegidas mediante la amenaza de sanciones del Estado
dependen de las decisiones en sí modificables de un legislador
político, se halla vinculada a la exigencia de legitimación con-
sistente en que un derecho regulado debe garantizar homogé-
neamente la autonomía de todas las personas jurídicas. Ade-
más el procedimiento democrático de la promulgación de leyes
debe satisfacer también la misma exigencia. De esta manera,
por una parte, se produce un nexo conceptual entre el carác-
ter coercitivo y la modificabilidad del derecho positivo con el
modo jurídico de producción de legitimidad. Por tanto desde
el punto de vista normativo existe no sólo una relación histó-
rico-casual entre teoría de derecho y de la democracia, sino un
nexo interno y conceptual.
En una primera percepción todo ello puede aparecer como
un truco filosófico. De hecho, este nexo interno se encuentra
profundamente radicado en los presupuestos de nuestra pra-
xis jurídica cotidiana. En el modo de validez propia del dere-
cho se abrazan la facticidad que supone la imposición del de-
recho por el Estado y la fuerza fundante de la legitimidad, que
caracteriza un procedimiento legislativo con pretensión de ser
racional, puesto que fundamenta la libertad. Esto se manifiesta
en la propia ambivalencia, con la que el derecho se dirige a
aquellos a los que concierne y de los que espera obediencia.
A éstos les deja en libertad de considerar las normas sólo como
una limitación fáctica de su espacio de acción, a la vez que es-
peculan de manera estratégica con el cálculo de las conse-
cuencias que tendría la posible transgresión de las leyes; o tam-
bién, si con actitud performativa quieren extraer las
consecuencias de las leyes respetándolas como el resultado de
una configuración común de la voluntad, que reclaman legiti-
midad. Ya Kant con él concepto de legalidad había destacado
la vinculación de ambos momentos, sin los que no se puede re-
clamar la obediencia al derecho.
Las normas jurídicas deben quedar constituidas de tal
forma que bajo distintos aspectos pueden ser consideradas a la
vez como leyes coercitivas y leyes de la libertad. Este doble as-
pecto pertenece a nuestra comprensión del derecho moderno.
Percibimos la validez de una norma legal como equivalente
con la explicación de que el Estado garantiza simultáneamente
la vigencia fáctica del derecho y la legitimidad de las leyes. Es-
tos son, por una parte la legalidad de los comportamientos en
el sentido de un cumplimiento generalizado de las normas, que
si es necesario son impuestas mediante sanciones, y, por otra
parte la legitimidad de las reglas mismas, que debe hacer po-
sible en todo momento el cumplimiento de las normas por el
respeto a la ley.
A esto se une ciertamente la cuestión de cómo debe fun-
damentarse la legitimidad a través de reglas que pueden ser
Eermanentemente cambiadas por el legislador político. Tam-
ién las normas constitucionales son modificables; e incluso las
normas fundamentales que la Constitución declara como in-
mutables, como todo derecho positivo, comparten el destino
de poder ser derogadas, por ejemplo, después de un cambio
de régimen. Mientras era posible apelar al derecho natural,
fundado religiosa o metafísicamente, mediante la moral podía
contenerse el torbellino de la temporalidad en el que se intro-
ducía el derecho positivo. El derecho positivo transitorio,
—en el orden de una jerarquía de leyes— debía permanecer
subordinado al derecho moral, de validez eterna, y al mismo
tiempo debía recibir de éste sus permanentes orientaciones.
Pero aun prescindiendo de que de todas formas en las socie-
dades pluralistas se han desmoronado tales imágenes del
mundo de potencial integrador y también las éticas que vin-
culaban a la colectividad, el derecho moderno, en razón de sus
propiedades formales, se sustrae a la intervención directa de
una conciencia moral, que pudiéramos llamar postradicional y
que finalmente hubiera permanecido como la única.

2. LA RELACIÓN COMPLEMENTARIA ENTRE DERECHO


POSITIVO Y MORAL AUTÓNOMA

Los derechos subjetivos con los que se construye el mo-


derno orden jurídico tienen el sentido de desvincular de ma-
nera nueva a las personas jurídicas de los mandatos morales.
Con la introducción de los derechos subjetivos, que conceden
a los actores espacio para una acción conducida por las propias
preferencias, el derecho moderno en general da validez al prin-
cipio de que todo está permitido, si explícitamente no está
prohibido. Mientras que en la moral, por su entidad, se da una
simetría entre derechos y deberes, las obligaciones jurídicas se
muestran como una consecuencia de lo justificado de las limi-
taciones legales de las libertades subjetivas. Esta situación de
privilegio del derecho, frente a los deberes, de carácter con-
ceptual fundante, se explica a partir de los conceptos moder-
nos del sujeto del derecho y de la comunidad jurídica. El uni-
verso moral limitado en el espacio social y en el tiempo histórico
se extiende a todas las personas naturales en la complejidad de
su historia vital; la misma moral protege la integridad de los par-
ticulares plenamente individualizados. Frente a ello la comuni-
dad jurídica, localizada en el espacio y en el tiempo, protege la
integridad de sus miembros precisamente en cuanto éstos asu-
men el status, creado artificialmente, de portadores de derechos
subjetivos. Por tanto, entre derecho y moral existe una relación
más bien de complementariedad que de subordinación.
Esto rige en una extensa perspectiva. Las cuestiones que
requieren regulaciones legales son al mismo tiempo más limi-
tadas y más amplias que los asuntos de relevancia moral: más
limitadas porque sólo son accesibles al comportamiento exte-
rior, coercitivo de la regulación jurídica, y más amplias porque
el derecho —como medio organizador de la dominación polí-
tica— remite no sólo a la regulación de los conflictos inter-
personales de acción, sino a la consecución de los objetivos y
programas políticos. Por tanto, las regulaciones jurídicas no
sólo afectan a las cuestiones morales en el sentido más estricto,
sino también a las cuestiones pragmáticas y éticas, así como al
logro de compromisos entre intereses contrapuestos. Y a dife-
rencia de la pretensión normativa de validez con claros con-
tornos, propia de los mandatos morales, la pretensión de legi-
timidad se apoya en las normas jurídicas, basándose en
diferentes clases de motivos. La praxis legislativa justificatoria
necesita una ramificada red de discursos y negociaciones —y
no sólo de discursos morales—.
Es errónea la idea, difundida por el iusnaturalismo acerca
de una jerarquía de derechos de distinta dignidad. Es mejor
entender el derecho como complementario funcional de la mo-
ral. El derecho de validez positiva, legítimamente promulgado
y reclamable, es capaz de desembarazar a las personas que juz-
gan y actúan moralmente de las serias exigencias cognitivas,
motivacionales y organizativas de una moral superpuesta to-
talmente a la conciencia subjetiva. El derecho puede compen-
sar las debilidades de una moral muy exigente, que si se con-
templan las consecuencias empíricas sólo proporciona
resultados cognoscitivamente indeterminados y motivacional-
mente inciertos. Naturalmente ello no libera ni al legislador ni
a la justicia de la preocupación por la consonancia entre el de-
recho y la moral. Pero las ordenaciones jurídicas son dema-
siado concretas para poderse sólo legitimar por el hecho de que
no contradigan los principios morales. ¿De quién, si no de un
derecho moral superior, puede recibir el derecho positivo su
legitimidad?
Como la moral, también el derecho debe proteger homo-
géneamente la autonomía de todos los participantes y concer-
nidos. De esta forma también el derecho manifiesta su legiti-
midad bajo este aspecto. Es interesante observar cómo la
positividad del derecho obliga a una particular escisión de la
autonomía, para la que no existe un paralelo en el campo de
la moral. La autodeterminación moral en el sentido de Kant es
un concepto unitario en cuanto exige de cada particular en pro-
pia persona obedecer de manera precisa las normas que él se
propone a sí mismo, según su propio juicio imparcial - o co-
múnmente con todos los demás. De esta forma la vinculación
de las normas jurídicas no queda sólo referida a los procesos
de formación de la opinión y del juicio, sino también a las con-
clusiones colectivamente vinculantes, nacidas de las instancias
que legislan y aplican el derecho.
De ello se desprende con necesidad conceptual una división
de funciones entre autores que legislan (y expresan el derecho)
y los concernidos, que correspondientemente se ven sometidos
al derecho en vigor. La autonomía que, por decirlo así, en el
campo moral está hecha de una pieza, en el terreno jurídico
aparece en la doble figura de la autonomía privada y pública.
Estos dos momentos deben mediarse de tal forma que una
autonomía no lesione a la otra. Se posibilitan mutuamente las
libertades subjetivas de acción del sujeto privado y la autono-
mía pública de los ciudadanos. A éstos se acomoda la idea de
que las personas jurídicas sólo pueden ser autónomas en la
medida en la que en el ejercicio de sus derechos ciudadanos
fiueden entenderse como autores cumplidos de los derechos a
os que como concernidos deben obediencia.

3. L A MEDIACIÓN ENTRE LA SOBERANÍA POPULAR


Y LOS DERECHOS HUMANOS

Por consiguiente, no puede sorprender que las teorías del


derecho racional hayan ciado respuesta a la cuestión de la le-
gitimación, por una parte, con la referencia al principio de la
soberanía del pueblo y, por otra parte, con la referencia al do-
minio de la ley, garantizado a través de los derechos humanos.
El principio ae la soberanía del pueblo se expresa en los de-
rechos de comunicación y participación, que aseguran la auto-
nomía pública de los ciudadanos; el dominio de la ley, a su vez
en aquellos clásicos derechos fundamentales, que garantizan la
autonomía privada de los ciudadanos. El derecho se legitima
de esta manera como medio para asegurar homogéneamente la
autonomía privada y pública. Ciertamente la filosofía política
nunca se ha tomado en serio equilibrar la tensión entre sobe-
ranía popular y derechos humanos, entre «la libertad de los an-
tiguos» y «la libertad de los modernos». La autonomía política
de los ciudadanos debe expresarse en la auto-organización de
una comunidad, que se da sus leyes mediante la voluntad so-
berana del pueblo. La autonomía privada de los ciudadanos
debe por otra parte cobrar forma en los derechos fundamen-
tales, que garantizan el dominio anónimo de las leyes. Cuando
la senda está iniciada, una idea sólo puede lograr validez a
costa de la otra. Se difuminan el origen común de ambas ideas
ue intuitivamente nos aparecían como iluminadoras. El repu-
licanismo proveniente de Aristóteles y del humanismo polí-
tico del Renacimiento siempre ha otorgado mayor rango a la
autonomía pública del ciudadano. El liberalismo, originado en
Locke, ha conjurado el peligro de la tiranía de las mayorías y
ha postulado el rango mayor para los derechos humanos.
En un caso los derechos humanos deben su legitimidad al
resultado de la autocomprensión ética y a la autodeterminación
soberana de una comunidad política; en el otro caso ellos mis-
mos deben constituir límites legítimos que impiden a la vo-
luntad soberana del pueblo la intervención en las esferas sub-
jetivas de libertad que son intocables. Rousseau y Kant han
{>erseguido el objetivo, mediante el concepto de autonomía de
a persona jurídica, de unir de tal manera la voluntad soberana
y la razón práctica, que la soberanía popular y los derechos hu-
manos se interpreten mutuamente. Pero ellos mismos no pue-
den mantener el origen común de ambas ideas. Rousseau su-
giere ante todo una lectura republicana, Kant más bien una
liberal. Fallan en la intuición que querían expresar concep-
tualmente: la idea de los derechos humanos, que se expresa en
el derecho de la igual libertad subjetiva de acción, no puede
simplemente imponerse al legislador soberano como un límite
exterior, ni como un requisito funcional para cuyo objetivo se
ve instrumentalizada. Para expresar correctamente esta intui-
ción hay que recurrir al punto de vista de la teoría del discurso
con el fin de atender al procedimiento democrático, que en las
condiciones del pluralismo social y cosmovisional es el único
que proporciona fuerza legitimadora al proceso legislativo. No
voy a pormenorizar el principio que habría que explicar de que
precisamente pueden pretender legitimidad los ordenamientos
en los que toaos los posibles concernidos podrían aceptarlos
como participantes de un discurso racional. Si ahora discursos
y negociaciones —cuya limpieza, por otra parte, se basa en el
procedimiento fundado discursivamente— configuran un lu-
gar en el que se puede constituir una voluntad política racio-
nal, entonces aquella presunción de racionalidad que debe fun-
¿amentar el procedimiento democrático, debe fundamentarse
últimamente en un acuerdo comunicativo muy elaborado: Se
trata de definir las condiciones en las que pueden institucio-
nalizarse jurídicamente las formas de comunicación necesarias
para una legítima acción legisladora. El buscado nexo interno
entre derechos humanos y soberanía popular consiste en que
a través de los derechos humanos deben cumplirse las exigen-
cias de una institucionalización jurídica, de una praxis ciuda-
dana del uso público de libertades comunicativas. Derechos
humanos que posibilitan el ejercicio de la soberanía popular no
pueden ser impuestos a esta praxis como una limitación de
fuera. Estas reflexiones iluminan sólo inmediatamente los de-
rechos de los ciudadanos, esto es, los derechos de comunica-
ción y participación, que aseguran el ejercicio de la autonomía
política; no lo hacen en cambio con respecto a los clásicos de-
rechos humanos, que garantizan la autonomía privada de los
mismos. Ante todo pienso en el derecho fundamental a la ma-
yor dimensión posible de la misma libertad subjetiva de acción,
pero también en los derechos fundamentales que constituyen
tanto el status de la pertenencia a un Estado como la amplia
protección jurídica individual. Estos derechos, que deben ga-
rantizar en general una consecución en igualdaa de oportuni-
dades de los fines de su vida privada, tienen un valor intrín-
seco, y en todo caso no se reducen a su valor instrumental para
la formación de la voluntad democrática. La intuición del
mismo origen de los derechos clásicos de la libertad y de los
derechos políticos de los ciudadanos sólo la podré sostener si
preciso a continuación la tesis de que los derechos humanos
posibilitan la praxis de autodeterminación de los ciudadanos.

4. LA RELACIÓN ENTRE LA AUTONOMÍA PRIVADA


Y LA PÚBLICA

Los derechos humanos pueden ser bien fundados desde la


perspectiva moral, pero no pueden imponerse de forma pater-
nalista a un soberano. La idea de la autonomía jurídica de los
ciudadanos exige que los concernidos por el derecho puedan
entenderse a sí mismos como sus autores. Esta idea se vería re-
plicada, si el legislador de una Constitución democrática en-
contrara los derechos humanos como algo previo en cuanto he-
cho moral, que sólo tendría que positivizar. Por otra parte no
se debe pasar por alto que los ciudadanos en su papel de co-
legisladores no tienen a disposición la elección del medio en el
que ellos sólo pueden hacer real su autonomía. En la labor le-
gisladora sólo participan como sujetos de derecho. No pueden
disponer del lenguaje del que quieren servirse. La idea demo-
crática de dotarse a sí mismo de leyes debe adquirir validez en
el medio del derecho.
Pero en los presupuestos de la comunicación, en la que los
ciudadanos a la luz del principio del discurso juzgan si el de-
recho que se dan a sí mismos es legítimo, y piensan que deben
ser jurídicamente institucionalizados en la forma de derechos
cívicos, consiguientemente entonces el código jurídico en
cuanto tal debe estar disponible. Pero para la constitución de
este código es necesario producir el status de personas jurídi-
cas, que en cuanto portadores de derechos subjetivos pertene-
cen a una libre asociación de personas con ese título y que en
el caso dado reclamarán efectivamente sus pretensiones lega-
les. No existe derecho alguno sin la autonomía privada de las
personas jurídicas. Pues entonces no existiría ningún derecho
fundamental que asegurase la autonomía privada de los ciuda-
danos, ni ningún medio para la institucionalización jurídica de
aquellas condiciones bajo los cuales los ciudadanos en su
papel cívico podrían hacer uso de su autonomía. Por tanto, la
autonomía privada y pública se presuponen mutuamente, sin
que los derechos humanos puedan reclamar un primado frente
a la soberanía popular, ni ésta ante aquéllos.
De esta forma se explícita la intuición de que, por una
parte, los ciudadanos sólo pueden hacer un uso apropiado de
su autonomía pública, si son suficientemente independientes,
en razón de una autonomía privada, asegurada igualitaria-
mente; y a la vez sólo pueden alcanzar una regulación capaz de
consenso de su autonomía privada, si como ciudadanos hacen
un uso apropiado de su autonomía política.
Este nexo interno de Estado de derecho y democracia ha
sido ocultado durante mucho tiempo por la competencia en-
tre los paradigmas jurídicos, vigentes hasta hoy. El paradigma
liberal cuenta con una sociedad económica institucionalizada
por el derecho privado —ante todo mediante el derecho de
propiedad y contratación— que permanece entregada a la ac-
ción espontánea de los mecanismos de mercado. Esta «socie-
dad jurídica privada» ha sido amoldada a la autonomía de los
sujetos jurídicos, que en su papel de participantes en el mer-
cado persiguen sus propios proyectos vitales de manera más o
menos racional. Con ello se vincula la expectativa normativa
de que sólo puede producirse justicia social a través de la ga-
rantía de este status jurídico negativo, esto es, sólo mediante
el correspondiente deslinde de Tas esferas de libertad indivi-
dual. De una crítica a estos supuestos, se desarrolló el modelo
del Estado social. La objeción se obvia: Si la libertad de «po-
der tener y adquirir» debe garantizar la justicia social, debe
existir una igualdad «jurídica de ese poder». Con la creciente
desigualdad de las posiciones económicas de poder, de for-
tuna y de la situación social se destruyen de hecho creciente-
mente los presupuestos fácticos de un uso en igualdad de
oportunidades de las competencias legales. Si no queremos
que el contenido normativo de la igualdad jurídica se con-
vierta en su contrario, por una parte, hay que especificar en
su contenido las normas existentes del derecho privado, y, por
otra parte, deben introducirse derechos fundamentales ae ca-
rácter social, que fundamenten las pretensiones de una repar-
tición más justa de la riqueza producida socialmente y además
garanticen una protección mejor ante los riesgos producidos
socialmente.
Entre tanto esta materialización del derecho ha dado lugar
al efecto no deseado de un paternalismo del Estado social. Evi-
dentemente la equiparación buscada de las situaciones fácticas
de la vida y de las posiciones de poder no deben conducir a
intervenciones «normalizadas», de forma que los presumibles
beneficiarios se vean limitados en su espacio para decidir una
configuración autónoma de sus vidas. En el largo transcurrir
de la dialéctica entre libertad legal y fáctica se ha mostrado que
ambos paradigmas jurídicos en cierto modo se han identificado
en la imagen productivista de una sociedad industrial de eco-
nomía capitalista, que debe funcionar en la expectativa de que
la justicia social puede cumplirse a través de una prosecución
privada, autónoma y garantizada de la concepción de cada uno
de lo que es la vida buena. Ambas partes sólo disputan sobre
la cuestión de si la autonomía privada puede ser garantizada
inmediatamente por medio del derecho a la libertad o si la pro-
ducción de esta autonomía de carácter privado debe verse ase-
gurada a través <le que se encuentren generalizadas las preten-
siones sociales de la propia actividad. En ambos casos
desaparece del campo de observación el nexo interno entre au-
tonomía privada y pública.
5. E L EJEMPLO DE LAS POLÍTICAS
FEMINISTAS DE LA IGUALDAD

Para terminar, de mano de las políticas feministas de la


igualdad, quisiera mostrar que la política jurídica fluctúa
inerme entre ambos paradigmas tradicionales, mientras per-
manezca restringida la percepción de la garantía de la autono-
mía privada y se haya difuminado la conexión interna entre los
derechos subjetivos de los individuos privados y la autonomía
)ública de los ciudadanos, participando en la acción legis-
{adora.
Últimamente, los sujetos de derecho privados ni siquiera
pueden alcanzar el disfrute de las mismas libertades subjetivas,
si ni ellos mismos llegan a aclararse sobre los intereses justifi-
cativos y las pautas apropiadas en el ejercicio común de su au-
tonomía de ciudadanos y si a la vez no llegan a un acuerdo
acerca de los relevantes puntos de vista bajo los cuales deben
ser tratados los iguales como tales y los desiguales de manera
desigual.
La política liberal apuntaba primeramente a desconectar la
adquisición del status del hecho de la identidad de los sexos y
a garantizar a las mujeres una igualdad de oportunidades neu-
tral en sus resultados, en la competencia por el puesto de tra-
bajo, en pretigio social, en la formación, en el poder político,
etc. La igualdad formal, conseguida en parte, dejó al descu-
bierto de manera más patente el trato factico desigual de las
mujeres. A ello ha reaccionado la política social del Estado con
reglamentaciones especiales, ante todo en el campo del dere-
cho social, laboral y de la familia. Así, por ejemplo, en lo refe-
rente al embarazo y la maternidad o con respecto a la discri-
minación social en caso de separación matrimonial. Entre
tanto se han hecho objeto de la crítica feminista no sólo sus
exigencias no cumplidas, sino también las consecuencia ambi-
valentes de programas sociales defendidos con éxito, por ejem-
plo el mayor riesgo del puesto de trabajo de las mujeres a causa
de las compensaciones logradas, la sobrerrepresentación de las
mujeres en los grupos de salarios inferiores, el problemático
«bien de los hijos», en general, la progresiva feminización de
la pobreza, etc. Desde un punto de vista jurídico existe una ra-
zón para esta discriminación producida reflexivamente, en lo
que respecta a clasificaciones demasiado generales para sitúa-
ciones y grupos discriminados. Estas «falsas» clasificaciones
condujeron a intervenciones «normalizadas» en las formas de
vida, que hacen que la pretendida igualdad en los perjuicios se
convierta en una renovada discriminación, y así la garantía de
libertad acaba en la sustracción de esa libertad. En el terreno
del derecho femenino, el Estado social deviene paternalista en
su sentido literal, en cuanto se orienta en el ámbito legislativo
y jurídico a los modelos interpretativos tradicionales y contri-
buye por tanto a consolidar los estereotipos existentes, acerca
de la identidad de los sexos. La clasificación de las funciones
de los sexos y de las diferencias derivadas de los mismos, afecta
a estratos elementales de los supuestos culturales de una so-
ciedad. Sólo hoy el feminismo radical ha hecho aflorar a la con-
ciencia el carácter falible, revisable y fundamentalmente dis-
cutible de estos supuestos. Con razón insiste en que deben
aclararse las perspectivas bajo las cuales se hacen relevantes las
diferencias entre experiencias y situaciones de vida de (deter-
minados grupos) de mujeres y hombres, a fin de una utiliza-
ción en igualdad de oportunidades de las libertades subjetivas
de acción en la esfera pública política, y ciertamente en el de-
bate público acerca de la interpretación adecuada de las nece-
sidades y criterios válidos. Así en este combate por la igualdad
de las mujeres, se demuestra especialmente bien el necesario
giro en la comprensión jurídica paradigmática.
En lugar de la disputa de si la autonomía de las personas
jurídicas se asegura mejor medíante las libertades subjetivas
{)ara la competitividad de las personas privadas o a través de
as pretensiones de actuación, objetivamente garantizadas, en
favor de los clientes por parte de las burocracias de los Esta-
dos del bienestar, surge una concepción procedimental, según
la cual, el proceso democrático debe asegurar a la vez la auto-
nomía privada y pública: los derechos subjetivos, de que las
mujeres deben ver generalizada una configuración privada y
autónoma de sus vidas, no pueden ser formulados adecuada-
mente, si antes los concernidos no han participado en discu-
siones públicas, que permitan articular y fundamentar las pers-
pectivas relevantes para el trato igual y desigual en los casos
tipo. La autonomía privada de los ciudadanos de derechos
iguales, sólo puede quedar asegurada si se activa su autonomía
de ciudadanos del Estado.
Constructivismo y reconstructivismo kantianos:
Rawls y Habermas en diálogo*
. THOMAS MCCARTHY

(Traducción: Antonio Valdecantos Alcaide)

Una secuela lamentable del cisma entre la filosofía «analí-


tica» y la «continental» en los Estados Unidos ha sido el pos-
tergar la confrontación entre dos de las teorías políticas de
nuestro tiempo más altamente desarrolladas y diferenciadas.
Pues desde hace un par de décadas largas, Jonn Rawls y Jür-
gen Habermas han estado recorriendo caminos distintos desde
su punto de partida común en la filosofía práctica de Kant y,
a pesar de las diferencias que los separan, han permanecido lo
bastante próximos para que de sus desacuerdos haya algo que
aprender. Esto no ha pasado inadvertido por entero ni en Ale-
mania —donde se halla en curso una discusión sobre las forta-
lezas y debilidades de ambos enfoques— ni tampoco en los Es-
tados Unidos En lengua inglesa nay interesantes discusiones

* Deseo dar las gracias a Kenneth Baynes, John Deigh, Reiner Forst, Jür-
gen Habermas, John Rawls, Connie Rosati y Paul Weithman por sus utiles
discusiones y comentarios en torno a este escrito. Desde luego, ninguna de
las personas mencionadas habrá de mostrarse necesariamente de acuerdo
con el resultado final.
1 Véase, por ejemplo, Rainer Forst, Kontexte der Gerechtigkeit, Francfort
del Meno, Suhrkamp Verlag, 1994.
llevadas a cabo por teóricos que militan en los dos flancos del
debate, entre ellas un excelente libro de Kenneth Baynes2.
Pero la publicación en el otoño de 1992 de la obra de Haber-
mas Faktizitat und Geltung —parangonable en complejidad ar-
quitectónica a A Theory ofjustice— y en la primavera de 1993
de Political Liberalism de John Rawls muestra a las claras que
la discusión apenas ha comenzado3. Trataré aquí de hacer
avanzar un poco ese diálogo. Doy por supuesto que el lector
conoce en sus rasgos esenciales la teoría de la justicia de Rawls
y comenzaré en la sección I con un esbozo de los rasgos fun-
damentales de la teoría moral y política de Habermas. En la
sección II se abrirá un frente de crítica contra Rawls desde una
perspectiva habermasiana. A esto le seguirá en la sección III
un argumento contra Habermas desde una perspectiva rawl-
siana. No hará falta proclamar que en absoluto se intenta que
este ejercicio dialéctico vaya a zanjar la discusión. Tan sólo
quiero apuntar en cierta dirección que procuraré aclarar en la
sección IV.

2 Kenneth Baynes, The Normative Grounds of Social Criticism, Albany,

SUNY Press, 1992. Véase también: Seyla Benhabib, Critique, Norm, and
Utopia, Nueva York, Columbia University Press, 1986, capítulo 8; Georgia
Warnke, Justice and Interpretation, Cambridge, Massachussetts, The MIT
Press, 1993, capítulos 3 y 5, y «Rawls, Habermas, and Real Talk: Reply to
Walzer», en Michael Kelly (compilador), Hermeneutics and Critical Theory
in Ethics and Politics, Cambridge, Massachussetts, The MIT Press, 1990,
páginas 197-203. No faltan, en fin, teóricos que se comprometen al mismo
tiempo con Rawls y con Habermas al elaborar sus propios enfoques en teo-
ría de la democracia, Es éste el caso de Joshua Cohen, «Deliberation and De-
mocratic Legitimacy», en Alan Hamlin y Philip Pettit (compiladores), The
Good Polity, Oxford, Basil Blackwell, 1989, págs. 17-34, y de Charles Lar-
more, Patterns of Moral Complexity, Cambridge, Inglaterra, Cambridge Uni-
versity Press, 1987.
3 Jürgen Habermas, faktizitat und Geltung, Fráncfort del Meno, Suhr-
kamp Verlag, 1992. Hay traducción inglesa de William Rehg, Between
Pacts and Norms, Cambridge, Massachussetts, The MIT Press, 1995. John
Rawls, A Theory of Justice, Cambridge, Massachussetts, Harvard Univer-
sity Press, 1971 (hay traducción castellana de María Dolores González,
Teoría de la justicia, México, Fondo de Cultura Económica, 1978) y Poli-
tical Liberalism, Nueva York, Columbia University Press, 1993 (hay tra-
ducción castellana de Antoni Doménech, El liberalismo político, Barcelona,
Crítica, 1996).
I

Habermas cambia el foco de la crítica de la razón sustitu-


yendo las formas de la subjetividad trascendental por las for-
mas de la comunicación. Kant, que miraba al horizonte de la
conciencia individual, entendió la validez objetiva en términos
de estructuras de Bewusstsein überhaupt, conciencia como tal
o en general. Pero, según Habermas, la validez está ligada al
acuerdo razonado respecto de aspiraciones dignas de defensa4.
La clave de la racionalidad comunicativa es la invocación de
razones o fundamentos —la fuerza inerme del mejor argu-
mento— para que esas aspiraciones obtengan reconocimiento
intersubjetivo. De acuerdo con ello, la idea de Habermas de
una «ética discursiva» puede verse como una reconstrucción
de la idea kantiana de razón práctica en términos de razón co-
municativa5. Dicho de modo sumario, la idea de Habermas im-
plica una reformulación procedimental del imperativo categó-
rico: más bien que atribuir a otros como válidas aquellas
máximas que yo puedo querer que sean leyes universales, lo
que debo hacer es someter esas máximas a los otros con el pro-
pósito de probar su pretensión de validez universal. Ya no se
hace hincapié en lo que puede querer cada uno sin contradic-
ción, sino en aquello con lo que todos pueden estar de acuerdo
en un discurso racional. La validez construida como aceptabi-
lidad racional no es algo que pueda ser certificado en forma
privada; anda ligado a procesos de comunicación en los que las
pretensiones de cada uno se prueban argumentativamente por
medio de la ponderación de razones en pro y en contra.
A semejanza de Kant, distingue Habermas tipos diversos
de razonamiento práctico y les asocia sus respectivas formas de
«deber»: las correspondientes a lo pragmáticamente conve-
niente, lo éticamente prudente y lo moralmente correcto6. Los

4 Habermas usa «validez» como término general referido tanto a la ver-

dad de las aserciones como a la corrección de las normas.


5 Jürgen Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa, trad. R. Co-

tarelo, Barcelona, Península, 1985. Una excelente exposición de la ética dis-


cursiva en el contexto de la teoría moral contemporánea es el libro de William
Rehg, Insight and Solidarity, Berkeley, University of California Press, 1994.
^ Vid. Jürgen Habermas, }ustification and Application. Remarks on Dis-
cursive Ethics, traducción de C. Cronin, Cambridge, Massachusetts, The MIT
Press, 1993, en particular los capítulos 1 y 2 y la introducción del traductor.
cálculos de elección racional proporcionan recomendaciones
idóneas para el logro de propósitos contingentes a la luz de
preferencias dadas. Cuando lo que surge son cuestiones graves
de valor, la deliberación sobre quién es uno y lo que quiere
cede el paso a las intuiciones sobre la buena vida. Pero si se
trata de asuntos de justicia —de juzgar lo que es correcto o
justo— entonces se exige la consideración equitativa e impar-
cial de los intereses en conflicto. Y, a semejanza de Kant y de
Rawls, Habermas cree que el objeto adecuado de la teoría mo-
ral son las cuestiones de este último tipo más bien que las es-
pecíficamente éticas. Esto no significa negar que el discurso
ético sea racional ni que posea estructuras generales de una ín-
dole peculiar; pero el «desencantamiento» progresivo del
mundo ha dejado la pregunta «¿cómo debo vivir» (o «¿cómo
debe uno vivir?» o «¿cómo debemos vivir?») abierta al plura-
lismo irreductible de la vida moderna. Ha dejado de ser plau-
sible suponer que las preguntas tocantes a la buena vida de las
que se ocupaba la ética clásica —la felicidad y la virtud, el ca-
rácter y el ethos, la comunidad y la tradición—pueden ser res-
ondidas de manera general y que sean los filósofos quienes
an de responderlas. Las cuestiones de la autocomprensión y
la autorrealización, arraigadas como están en las culturas y en
las historias de las vidas particulares, no admiten respuestas ge-
nerales; las deliberaciones de tipo prudencial sobre la buena
vida que se llevan a cabo en los horizontes de los mundos de
vida y de las tradiciones particulares no proporcionan pres-
cripciones universales. Si tomar en serio el pluralismo mo-
derno significa renunciar a la idea de que la filosofía puede es-
coger un modo privilegiado de viaa o proporcionar una
respuesta a la pregunta «cómo vivir (yo o nosotros)?» que sea
válida para todos, ello no impide, a juicio de Habermas, una
teoría general de un tipo más limitado, esto es, una teoría de
la justicia. De acuerdo con ello, el propósito de su ética dis-
cursiva es tan sólo reconstruir el punto de vista moral a partir
del cual pueden zanjarse equitativa e imparcialmente cuestio-
nes de derecho7. Como ya he dicho, este punto de vista se
ajusta, a semejanza de la ética de Kant, a lo que todos podrían
querer que fuese obligatorio para todos por igual, pero cam-

7 Se la podría haber llamado mejor, por tanto, «moralidad discursiva» o

«justicia discursiva».
bia el marco de referencia: antes lo era la conciencia moral kan-
tiana, solitaria y reflexiva y ahora lo es la comunidad de suje-
tos morales que dialogan. Se sustituye así el imperativo cate-
górico por un procedimiento de argumentación práctica
dirigido a alcanzar acuerdos razonados entre quienes estén su-
jetos a las normas en cuestión. Más aún, al exigirse que la toma
de perspectiva sea general y recíproca, la ética discursiva in-
troduce un momento de empatia o de «toma ideal de rol» den-
tro de la representación del procedimiento ideal para llegar a
un acuerdo razonado8. Como ilustran los avatares de la discu-
sión en torno a la noción de Rawls de un equilibrio reflexivo,
la carga de la prueba es enorme para los teóricos morales que
aspiren a fundar una concepción de la justicia en algo más uni-
versal que las convicciones de nuestra cultura política.
Y, puesto que Habermas quiere hacer precisamente eso, son
cruciales los vínculos que establece con la teoría de la acción;
están concebidos para mostrar que nuestras intuiciones mora-
les básicas se hallan arraigadas en algo más universal que las
particularidades de nuestra tradición. La tarea de la teoría mo-
ral, según su opinión, es articular, refinar y elaborar reflexiva-
mente —esto es, «reconstruir»— el meollo intuitivo de las pre-
suposiciones normativas de la interacción social que pertenece
al repertorio de los actores sociales competentes en cualquier
sociedad. Las intuiciones morales básicas que reconstruye el
teórico se adquieren, como vio Aristóteles, en el proceso cíe so-
cialización; pero, arguye Habermas, comprenden un «núcleo
abstracto» que no es particular de ninguna cultura, sino de la
especie. Los miembros de nuestra especie se convierten en in-
dividuos al socializarse en redes de relaciones sociales recípro-

8 Esto es, por cierto, una diferencia con respecto al «artificio de repre-

sentación» favorito de Rawls, la posición original, que imagina a egoístas ra-


cionales que contratan tras de un «velo de ignorancia». Rawls representa sólo
lo «racional» directamente y lo «razonable» indirectamente, por medio de las
condiciones de deliberación; mientras que Habermas, a causa del papel que
el discurso desempeña en su teoría, quiere directamente representar las deli-
beraciones racionales y razonables de agentes que han adoptado ellos mismos
el punto de vista moral. Consiguientemente, Habermas no insiste tanto como
Rawls en la distinción entre lo racional y lo razonable y usa casi siempre am-
bos términos de modo intercambiable para connotar la capacidad para la
ponderación de razones al hablar y al actuar y la sensibilidad hacia dicha pon-
deración. Vid. Jürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa, 2 vols., tra-
ducción de M. Jiménez Redondo, Madrid, Taurus, 1987, vol. 1.
cas, de modo que la identidad personal se halla entretejida
desde el principio con las relaciones de reconocimiento mutuo.
Esta interdependencia lleva consigo una vulnerabilidad recí-
proca que hace necesarias garantías de respeto mutuo para
Ijreservar tanto la integridad de las personas individuales como
a red de relaciones interpersonales en la que se forman y con-
servan sus identidades. Ambas preocupaciones —la inviolabi-
lidad de la persona y la solidaridad de la comunidad— han es-
tado en el núcleo de las moralidades tradicionales. En la
tradición kantiana el respeto por el individuo anda vinculado
a la libertad de cada cual de actuar en virtud de normas que
cada uno pueda aceptar como correctas, mientras que la
preocupación por el interés general se relaciona con la impar-
cialidad de las leyes que todos puedan acordar sobre esa base.
En la ética discursiva de Habermas, que funda la justificación
de las normas en el acuerdo razonado de quienes están sujetos
a ellas, el igual respeto por los individuos se refleja en la liber-
tad de cada participante para admitir o rechazar razones ofre-
cidas por vía de justificación y el interés por el bien común en
la exigencia de que cada participante tome en consideración
las necesidades, intereses y sentimientos de todos los demás y
les conceda igual peso que a los propios. La práctica efectiva
del discurso moral y político depende entonces de formas de
socialización y reproducción social que pueden tenerse en
cuenta para fomentar las capacidades y motivaciones exigidas.
Es, de hecho, posible leer los extensos escritos de Haber-
mas sobre política y sociedad como un detallado examen de
las precondiciones psicológicas, culturales e institucionales a
que está sometida la ejecución de discursos prácticos y tam-
bién de las barreras con que éstos tropiezan. Ya muy temprano,
en Strukturwandeln der Öffentlichkeit, presentó una exposi-
ción histórico-sociológica del surgimiento, transformación y
degeneración de la esfera pública liberal, esfera en la que ha-
bía de institucionalizarse la discusión crítica pública de asun-
tos de interés general9. Advirtió allí la contradicción entre el
catálogo de «derechos fundamentales del hombre» —consti-

9 Jürgen Habermas, Strukturwandeln der Öffentlichkeit, vertido al caste-


llano con el título Historia y crítica de la opinión pública, trad. A. Domènech,
Barcelona, Gustavo Gili, 1981. Vid. también Craig Calhoun (ed.), Habermas
and the Public Sphere, Cambridge, Massachusetts, The MIT Press, 1992.
tutivo de dicha esfera pública— y su restricción de hecho a
cierta clase de seres humanos. Y señaló las tensiones a que esto
dio lugar según iba expandiéndose la esfera pública allende la
burguesía con el desarrollo del capitalismo y según iba inclu-
yendo dicha esfera a grupos sistemáticamente desfavorecidos
por el sistema económico ascendente que exigían regulación y
compensación estatales. En otros escritos suyos pueden en-
contrarse exposiciones, complementarias de la anterior, sobre
la génesis histórica y los problemas estructurales de la esfera
pública democrática10. No me interesan ahora los detalles de
estas investigaciones, sino más bien la concepción procedi-
mentalista de la democracia deliberativa que les sirve de punto
de referencia normativa.
Esa concepción recurre a la idea de justificación invocando
razones generalmente aceptables para las deliberaciones de in-
dividuos libres e iguales en una democracia constitucional11.
El núcleo de lo que podríamos considerar la versión haberma-
siana de la estructura básica es la institucionalización de la au-
tonomía política, esto es, del uso público de la razón en el ám-
bito iurídico-político. Teniendo en cuenta el hecho del
Ejluralismo social, cultural e ideológico, arguye Habermas que
os acuerdos razonados en este ámbito implican característica-
mente los tres tipos de razonamiento práctico arriba mencio-
nados —el discurso pragmático sobre cómo lograr mejor nues-
tros fines, el discurso ético que se ocupa de bienes, valores e
identidades y el discurso moral tocante a lo que es justo e im-
parcial, o a aquello que va igualmente en interés de todos. So-
bre todo en lo que toca a la satisfacción de fines colectivos, el
proceso político exigirá también a menudo la negociación y el
compromiso, negociación y compromiso que, si los acuerdos a
3ue se haya llegado han de merecer llamarse razonables, ten-
rán que regularse de modo que aseguren un equitativo con-
trapeso de intereses. De esta manera,la concepción normativa
déla deliberación democrática que propone Habermas entre-
teje las negociaciones y las deliberaciones pragmáticas con los

10 Vid. especialmente Jürgen Habermas, Faktizität und Geltung, Teoría


de la acción comunicativa, ob. cit., y Problemas de legitimación en el capita-
lismo tardío, Buenos Aires, Amorrortu, 1975.
11 Sobre lo que sigue, vid. Habermas, faktizität und Geltung, capí-
tulos 3 y 4.
discursos ético y moral, y lo hace bajo condiciones que garan-
tizan a cada aspiración que resulte procedimentalmente co-
rrecta el merecer el acuerdo de ciudadanos libres e iguales. El
concibe los principios básicos del Estado democrático consti-
tucional primariamente como respuesta a la pregunta de cómo
pueden ponerse en práctica tales condiciones de deliberación
racional tanto en el ámbito oficial gubernamental como en el
extraoficial de la esfera pública política.
Los foros públicos independientes, distintos del sistema
económico y también de la administración del Estado (ya que
tienen su lugar en asociaciones voluntarias, movimientos so-
ciales y otras redes y procesos de comunicación de la sociedad
civil, incluidos los medios de comunicación masivos) son para
Habermas la base de la soberanía popular. Idealmente, el uso
público de la razón en los ámbitos no gubernamentales se tra-
duce en el poder administrativo legítimo del Estado por me-
dio de procedimientos de toma de decisiones legalmente insti-
tucionalizados, por ejemplo, procedimientos electorales y
legislativos. Con palabras de Habermas: «el poder disponible
a Ta administración surge de un uso público de la razón... La
opinión pública modelada por procedimientos democráticos
no puede "gobernar" por sí misma, pero puede encauzar en
direcciones específicas el uso del poder administrativo»12. En
este modelo de descentramiento deliberativo del poder polí-
tico, los múltiples y variados ámbitos en que se detectan, se de-
finen y se discuten los problemas de la sociedad, y el público
cultural y políticamente movilizado que usa de esos ámbitos,
sirven de base al autogobierno democrático y así también a la
autonomía política. La Constitución se toma como un «pro-
yecto» siempre incompleto y sujeto al ejercicio de la autono-
mía política, según lo exijan circunstancias históricas muda-
bles. Puesto que el uso público de la razón es ineludiblemente
abierto y reflexivo, nuestra comprensión de los principios de
la justicia debe serlo también. Es por esta razón por lo que Ha-
bermas se limita a reconstruir las condiciones y supuestos de

12 Jürgen Habermas, «Three Normative Models of Democracy», escrito

presentado a la «Annual Conference for the Study of Political Thought»,


New Haven, Connecticut, abril de 1993. Ha aparecido, junto con otros pa-
peles de esta reunión, en el primer número de la revista Constellations, pri-
mavera de 1994.
la deliberación democrática y le cede al uso público de la ra-
zón todas las cuestiones sustantivas. Su teoría discursiva de la
democracia deliberativa «se centra exclusivamente en los as-
pectos procedimentales del uso público de la razón y deriva el
sistema de derechos de la idea de institucionalizar jurídica-
mente dicho uso público. Puede dejar tantas cuestiones abier-
tas cuantos asuntos confía al proceso de formación de la opi-
nión racional y de la voluntad»13.

II

En El liberalismo político distingue Rawls de modo hasta


cierto punto desacostumbrado entre el uso público de la razón
y sus usos no públicos14. Los usos «públicos» tienen que ver
con espacios y funciones gubernamentales y cuasiguberna-
mentales: por ejemplo, debates parlamentarios, actos y pro-
nunciamientos administrativos y labores de la judicatura, pero
también con campañas políticas, política de partido, e incluso
con el acto de votar (págs. 215-216; 250-251). La razón «no

13 Jürgen Habermas, «Reconciliation through the Public Use of Reason:

Remarks on John Rawls's Political Liberalism», Fráncfort, 1993, manuscrito,


pág. 24. Este ensayo está en curso de publicación en el Journal ofPbilosophy
como parte de una discusión con Rawls. Como es evidente a partir de los de-
bates que regularmente acompañan tanto a los nacimientos históricos de las
constituciones democráticas como a los «proyectos» continuos de actuali-
zarlas, nuestra comprensión concreta de los supuestos y condiciones de la
autodeterminación democrática está en sí misma sujeta a discusión en la es-
fera pública política. El discurso democrático es reflexivamente abierto: los
participantes pueden problematizar la actividad misma en que están com-
prometidos. Aun la interpretación de tales elementos esenciales de impar-
cialidad procedimental como la igual consideración y el igual tratamiento son
esencialmente disputables, como puede verse en los debates contemporá-
neos sobre los aspectos relevantes en que los ciudadanos han de ser tratados
como iguales, por ejemplo, qué aspectos han de considerarse «públicos» y
cuáles «privados». En este aspecto al menos, la distinción entre forma (o pro-
cedimiento) y sustancia puede ser sólo de grado y no de tipo.
M John Rawls, «The Idea of Public Reason», conferencia 6 de Libera-

lismo político, págs. 212-254. Traducción castellana de Antoni Doménech,


Barcelona, Crítica, 1996, págs. 247-292. Publicado antes en castellano en la
revista Isegoría, 9, 1994, págs. 5-40. Las páginas entre paréntesis en el texto
y en las notas remiten a esta obra. [N. del T.: Se dará en primer lugar la pá-
gina de la edición original y a continuación, en cursiva, la de la versión cas-
tellana de A. Doménech.]
pública», por su parte, tiene que ver con espacios y funciones
no gubernamentales, por ejemplo, con las iglesias, las universi-
dades, los grupos profesionales y las asociaciones voluntarias de
la sociedad civil (págs. 213, 220; 248-249, 255), esto es, princi-
palmente con esas redes no oficiales de gente que se comunica
en privado sobre asuntos públicos a las que Habermas consi-
dera el sistema nervioso de la esfera pública política. No hay
duda de que en la conceptualización de Rawls la razón no pú-
blica no es por ello razón privada; es, como él dice, de natura-
leza «social» y puede incluso interesarse por los mismos asun-
tos políticos de que se ocupa la razón pública (pág. 220; 255).
Sin embargo, las diferencias entre una y otra no son meramente
terminológicas, según puede verse en lo que afirma Rawls so-
bre los límites de la razón pública en relación con el ideal de
ciudadanía de una sociedad bien ordenada. Aun a riesgo de
simplificar demasiado una exposición compleja, los puntos
clave podrían compendiarse como sigue:
1) Los límites en cuestión se aplican a la discusión —pú-
blica en el sentido de Rawls— de asuntos políticos fundamen-
tales, esto es, asuntos de «esencias constitucionales» y de «jus-
ticia básica» (págs. 223-224, 227-228; 258-259, 262-263).
2) Los límites consisten, dicho de modo rudimentario, en
restringir el debate al ámbito de la concepción política de la
justicia y de los valores políticos que se hallan en el consenso
entrecruzado de una sociedad bien ordenada. Con otras pala-
bras: en las discusiones públicas de asuntos fundamentales, las
razones esgrimidas desde los bandos en disputa han de ser
aquellas que pudiera ser razonable esperar que todos respal-
den a la luz de su concepción política compartida de la justi-
cia (págs. 224-225; 259-260). Dicho de modo negativo, no pue-
den ser razones peculiares de una doctrina comprensiva
particular, sea ésta moral, religiosa o filosófica.
3) Los límites impuestos por la razón pública incluyen tanto
restricciones de método como de contenido. A éstas las carac-
teriza Rawls como líneas directrices de investigación: incluyen
principios de razonamiento, criterios de relevancia y reglas de
evidencia. También aquí lo esencial es evitar fundarse en aque-
llo que resulta ser objeto de controversia al dar justificaciones
públicas tocantes a cuestiones básicas. Así lo expresa Rawls:

[A]l proceder a tales justificaciones, tenemos que limitar-


nos a apelar a creencias generales presentemente aceptadas y a
formas de razonar procedentes del sentido común, y a los mé-
todos y a las conclusiones de la ciencia siempre que no resul-
ten controvertidos... Hasta donde sea posible, los conocimien-
tos y los modos de razonar... tienen que descansar en verdades
llanas que, en el momento presente, sean ampliamente acepta-
das por el común de los ciudadanos o sean accesibles a él. De
otro modo, la concepción política no suministraría una base
pública de justificación (págs. 224-225; 259-260).

4) Parejo a esta idea de los límites de la razón pública es


un ideal de ciudadanía en el cual, por así decir, dichos límites
se hallan interiorizados. En el corazón del ideal de ciudadanía
se encuentra el deber de civilidad, por el cual los ciudadanos
se ven a sí mismos obligados a un uso público de la razón
cuando discuten públicamente asuntos fundamentales de jus-
ticia (págs. 217-218; 252-253). Siendo, pues, «razonables», en
el sentido que Rawls da a la palabra, «no apelan a la verdad to-
tal tal como ellos la ven» (pág. 218; 253), sino que tratan de
mostrar cómo puede haber valores políticos que apoyen sus
posiciones.
Un cuadro de la razón pública como éste, enmarcado den-
tro de tales límites y deberes, dará seguramente que pensar a
teóricos que sostengan una concepción más robusta del dis-
curso democrático. Desde luego, lo anterior sería inadmisible
para Habermas, quien no está menos interesado en la crítica
fjública que en la justificación pública. Puesto que la crítica po-
ítico-social apunta a menudo a derechos, principios y valores
básicos, desafía comprensiones existentes y persuade a los ciu-
dadanos a que alteren su juicio sobre los asuntos fundamenta-
les, es precisamente el uso público de la razón lo que exige
transgredir un consenso entrecruzado establecido. Desde este
punto de vista, la concepción de Rawls parece colocar restric-
ciones indebidas al uso de los foros públicos cuando se ha de
pugnar por cambios estructurales básicos. Ello se refleja en
problemas que surgen con la línea divisoria que él traza entre
los usos público y no público de la razón. En los espacios no
gubernamentales de la vida social —la «cultura de tras-
fondo»—, somos normativamente hablando libres para discu-
tir asuntos básicos de justicia a la luz de cualesquiera conside-
raciones que nos parezcan pertinentes y convincentes. Ello
rige en particular para discusiones que se lleven a cabo en las
numerosas y abigarradas asociaciones y movimientos volunta-
rios que son característicos de la vida democrática sana. Y tam-
bién tendría vigencia, supongo yo, para la discusión de los mis-
mos asuntos en los distintos medios de comunicación públicos,
escritos o audiovisuales, puesto que el liberalismo político se-
guro que no impondría restricciones drásticas a autores, edi-
tores, publicistas, invitados a programas de televisión y simila-
res. Y, de este modo, nuestro ideal social muy bien podría ser
pródigo en discusiones públicas —públicas en el sentido ha-
bitual y más amplio del término— de toda suerte de asuntos y
en todos los niveles, y a la luz de todo tipo de consideraciones.
Brevemente dicho, podría contener muy bien aquello que los
teóricos democráticos considerarían normalmente una esfera
pública política sana. Sin embargo, si se tratara de una socie-
dad bien ordenada en el sentido que da Rawls a este término,
la discusión política habría de transformarse radicalmente cada
vez que el espacio cambiase de modo relevante, aun si las mis-
mas personas estuviesen discutiendo los mismos asuntos. Si,
por ejemplo, la discusión formara parte de una campaña elec-
toral o se llevase a cabo en apoyo de alguna de ellas o se desa-
rrollase en el recinto del Parlamento, entonces sólo serían
apropiadas ciertas partes —o, por emplear uno de los térmi-
nos cíe Rawls, ciertos «módulos»— de las discusiones no res-
tringidas (págs. 252-253; 288-289). Son tremendos los proble-
mas conceptuales, psicológicos, culturales e institucionales que
acarrea esta estrategia de evitación. ¿Pueden los principios y
valores políticos separarse realmente de este modo de los en-
tornos de razones que los alimentan? En particular cuando es-
tamos debatiendo públicamente diferencias tocantes a cues-
tiones básicas de justicia que se hallan arraigadas en nuestras
distintas visiones comprensivas, ¿deberíamos eliminar del de-
bate un examen público de las consideraciones mismas que
dan lugar a él? ¿Puede esperarse razonablemente que los indi-
viduos divorcien sus creencias y valores privados de los públi-
cos hasta el extremo exigido por un ideal de ciudadanía que,
de acuerdo con Rawls, llega a exigir que no votemos en con-
ciencia sobre asuntos políticos fundamentales (pág. 215; 249)?
¿Podemos siquiera imaginar una cultura política en la que por
un lado los ciudadanos formen sus opiniones leyendo, escu-
chando y participando en discusiones abiertas de asuntos po-
líticos básicos, pero en la que se espera que participen en cam-
pañas electorales y den apoyo a programas legislativos y a
políticas administrativas sobre fundamentos distintos?
Me parece claro que no1 hay modo de erigir barreras insti-
tucionales entre el piélago de la opinión no oficial y la forma-
ción de la voluntad y las islas del discurso oficial y cuasioficial.
Ni tampoco, creo yo, hay manera de erigir filtros instituciona-
les que pudieran eliminar de estos últimos todas las creencias
y valores sujetos a controversia. Y resulta evidente que ninguna
teoría del liberalismo político querría hacer una cosa así. Rawls
es muy claro sobre este punto: no habla de barreras institu-
cionales ni de restricciones jurídicas de la libertad de expre-
sión sino que se refiere al deber moral de civilidad que implica
el ideal de ciudadanía (pág. 217; 252). El peso del arte de la
separación recae en definitiva sobre los individuos. Hemos de
controlarnos y restringirnos a nosotros mismos para saber
cuándo estamos hablando en lo que Rawls llama «el foro pú-
blico» y cuándo no, y conducirnos de acuerdo con ello. Aquí
tenemos, o eso parece, una variación irónica de la problemá-
tica distinción de Kant entre el yo autónomo y el heterónomo.
El yo políticamente autónomo de Rawls está también cons-
truido alrededor de la autoabnegación; pero lo que se ha de
mantener a raya ahora son las convicciones más íntimas de uno
y los pronunciamientos de la propia conciencia. Cada vez que
se nos urge a decir toda la verdad en el foro público, debemos
preguntarnos a nosotros mismos, en palabras de Rawls: «¿Qué
nos parecería nuestro argumento si se nos presentase en forma
de una opinión del Tribunal Supremo?» (pág. 254; 289)*. Esto
implica, como él observa, que los tipos de razonamiento que
Kant —y la mayor parte de los demás filósofos morales y po-
líticos— tomaron como fundamentos de la justicia han de ser
excluidos del foro público de una sociedad bien ordenada.
Y lo mismo tendría vigencia, se podría añadir, para algunos de
los argumentos esgrimidos por los activistas de los derechos ci-
viles (por ejemplo, la invocación de una tradición religiosa),
por las feministas (apelaciones a una visión comprensiva), y
por la mayor parte de los otros movimientos sociales que pug-
nan por un cambio básico15. El asunto que me interesa es tan

* N. del T.: O, en los términos del contexto español, como una senten-
cia del Tribunal Constitucional.
15 Rawls está de acuerdo en que «los límites apropiados de la razón pú-

blica varían en relación con las condiciones sociales e históricas» (pág. 251;
286). Esta «visión inclusiva» permite invocar razones «comprensivas»
—en contraste con las «públicas»— cuando la sociedad de que se trata no
es una sociedad bien ordenada, según ocurría a juicio de Rawls con los mo-
vimientos abolicionistas y de los derechos civiles (págs. 249-251; 284-286).
sólo que hay algo intuitivamente erróneo a propósito de estas
restricciones. Ellas chocan con nuestras convicciones habitua-
les sobre la apertura del debate en la esfera pública democrá-
tica, y de manera especial cuando están en juego asuntos de
importancia grave16. Si esto es así, seguro que tendrán que lle-
varse a cabo ajustes en otras partes de la teoría.
Desde luego, no voy a intentar ahora una cosa así. Pero me
gustaría sugerir que el problema anda ligado al hecho de que
a lo largo de los años 80 Rawls incorporó los problemas de es-
tabilidad política a la teoría normativa de la justicia (en parti-
cular al segundo nivel de ésta)17. A buen seguro que la teoría

Esto se distingue de casos en que la sociedad está «más o menos» bien or-
denada o está «cercana» a serlo, situaciones a las que se aplican restriccio-
nes más exigentes (págs. 247-249; 282-284). Si ninguna sociedad existente
estuviese bien ordenada —como Rawls parece sugerir a veces—, entones la
divergencia de facto entre su visión de lo que es permisible en los foros pú-
blicos efectivamente existentes y la de Hab ermas no sería tan grande como
he sugerido yo. Las diferencias teórico-normativas, empero, se mantendrían.
Por llevar esto a una cuestión concreta: ¿quién decide y cómo si hay o no
«injusticias básicas» que hayan de denunciarse (pág. 248; 283-284) o si la lu-
cha política pertenece a «las condiciones históricas necesarias para estable-
cer la justicia política» (pág. 251; 286)? Lo que argüiría Habermas es que la
decisión sobre esto ha de dejarse a los participantes mismos mediante su in-
clusión en la esfera pública, y esto significa de hecho que las restricciones al
discurso público que propone Rawls nunca están justificadas.
16 La discusión de Rawls del problema del aborto (pág. 243, n. 32; 278,

nota 32) es un caso crucial. En una sociedad bien ordenada, escribe Rawls,
sería «contrario al ideal de la razón pública» votar o hablar en el foro pú-
blico contra el derecho a elegir (al menos durante los tres primeros meses),
ya que «cualquier equilibrio razonable» de los valores políticos implicados
determinará que «el valor político de la igualdad de las mujeres predomina
sobre cualquier otro, y se necesita ese derecho para darle a ese valor toda su
sustancia y toda su fuerza». Cualquier doctrina comprensiva que llevase a un
equilibrio distinto —por ejemplo, una que concediese predominio al valor
político del «respeto debido a la vida humana» e impidiese así el aborto—
sería «en esa medida irrazonable.» En términos teórico-políticos, es capital
la diferencia entre caracterizar un argumento como equivocado o inade-
cuado y caracterizarlo como irrazonable y reñido con el ideal de la razón pú-
blica —y por tanto con el ideal de ciudadanía y el deber de civilidad. Rawls
convierte aquí su interpretación del peso relativo de estos valores en la vara
con que ha de medirse no sólo la fuerza relativa de los argumentos en com-
petencia sino incluso su permisibilidad misma en el foro público de una so-
ciedad bien ordenada. Esto choca frontalmente al menos con mis convic-
ciones en torno a la adecuada apertura del debate'público.
17 Es ésta una diferencia importante con respecto al modo como Rawls

aborda el problema en la tercera parte de su Teoría de la justicia. Insiste en


este cambio en la introducción a El liberalismo político, págs. xv-xvii (11-12).
política normativa ha de interesarse por lo que Rawls llama «el
arte de lo posible». Al menos, tendrá que preguntarse por si
sus ideas son «realistas» o «factibles». Pero hay modos distin-
tos de llevar a cabo esta tarea. Uno de ellos, que Rawls rechaza,
es considerar la cuestión de la estabilidad principalmente como
algo empírico. La historia de la sociología moderna es, entre
otras cosas, una serie de reflexiones sobre «el problema del or-
den social»18. Lo que sugieren esas reflexiones es que la esta-
bilidad constituye una función de innumerables factores —es-
tructura del parentesco, prácticas de cría de los hijos, procesos
de socialización, valores culturales, prácticas jurídicas, institu-
ciones políticas, administraciones burocráticas, interdepen-
dencias económicas y otras muchas cosas. El asunto crucial es
que la estabilidad política en un sistema democrático no de-
pende únicamente de ese tipo de unidad de la concepción po-
lítica al que apunta Rawls. Una sociedad podría ser capaz de
permitirse cierta dosis de disenso a condición de que disfrute
de una buena dosis de integración en otras esferas. Brevemente
dicho: la cuestión de si la unidad sobre principios y valores po-
líticos básicos es una condición necesaria de estabilidad y, si es
así, cuánta unidad se exige y en qué circunstancias, no admite
ni una respuesta general ni una respuesta filosófica.
Pero Rawls, desde luego, exige a una consideración de la
estabilidad ^más que aquello que puede proporcionar la cien-
cia social. Él quiere asegurarse a sí mismo y a nosotros que la
concepción política de la justicia puede ser el foco de un con-
senso entrecruzado porque eso significaría que no es sin más
un modus vivendi sino que puede merecer el apoyo razonado
(razonado de diversas maneras) de ciudadanos libres e iguales
como racional y razonable. Esta idea de una aceptabilidad ra-
cional/razonable está muy próxima a lo que Habermas en-
tiende por validez19. Quizá lo que ha de reconsiderarse enton-
ces no es otra cosa que la manera de vincular la validez con la

18 Vid., por ejemplo, Talcott Parsons, La estructura de la acción social,

Madrid, Guadarrama, 1968.


" Así, muy bien Habermas podría aceptar como propio el enunciado de
Rawls de «el ideal expresado por el principio de legitimidad: vivir política-
mente con otros a la luz de razones que podría esperarse que todos respal-
dasen» (pág. 243, 278) aunque pudieran estar en desacuerdo sobre el «fun-
damento ulterior, y a menudo trascendente, de esos valores» en sus diversas
doctrinas comprensivas (ibid.). Habermas no admitiría esta restricción teó-
rico-normativa sobre el tipo de razones capaces de otorgar justificación, aun-
estabilidad que constituye la premisa para el reexamen de la
teoría de la justicia emprendido en El liberalismo político. Será
esto de lo que me ocuparé en la sección IV, después de pro-
poner en la sección III una línea argumentativa que Rawls po-
dría esgrimir en contra de Habermas20.

III

La línea argumentativa en la que estoy pensando afecta a


lo que Rawls llama el hecho de un pluralismo razonable. Como
veíamos, la teoría procedimentalista de la democracia delibe-
rativa de Habermas considera la autonomía política como au-
tolegislación a través del uso público de la razón por ciudada-
nos libres e iguales. Vincula la legitimidad de las normas
jurídicas a aquello que todos acordarían en una deliberación
pública racional que tomase por igual en consideración las ne-
cesidades e intereses de cada uno. Esa deliberación se consi-
dera a su vez como un entretejimiento de distintos tipos de dis-
curso —moral, ético y pragmático— con procesos de
negociación equitativamente regulados. En términos ideales, el
«consenso racionalmente motivado» que justifica provisional-
mente como legítimos a una norma, una política, un programa
o una disposición ha de implicar el acuerdo en todas estas di-
mensiones. Pero ¿cómo encaja esta concepción idealizada de
la formación democrática de la decisión con los elementos de
la política democrática tal como Habermas los ve? Estoy pen-
sando, en particular, en su reconocimiento del pluralismo de
valores y de que nuestras concepciones de lo que es bueno es-
tán inevitablemente sesgadas por perspectivas de evaluación, y
ello no sólo para nosotros mismos sino también para las co-
munidades ae las que somos miembros. ¿Sobre qué funda-
mentos podemos, entonces, esperar que ciudadanos libres e
iguales con orientaciones de valor diferentes e incluso incom-

que, como sugeriré en la sección III, pudiera ocurrir en la práctica que los
acuerdos públicos en sociedades pluralistas y democráticas con frecuencia
sólo fuese posible alcanzarlos sobre la base de lo que Rawls llama «razones
políticas». Pero esto todavía es una diferencia significativa.
20 Una versión anterior de esta argumentación apareció como capítulo 7

de mi libro Ideales e ilusiones, Madrid^ Tecnos, 1992. Saldrá una versión más
elaborada en Cardozo Law Review con el título «Legitimacy and Diversity».
{jatibles sean regularmente capaces de lograr un acuerdo sobre
o que constituye el bien común? Como parece claro, esto lle-
vará muy a menudo al desacuerdo a ciudadanos dotados de
concepciones distintas del bien. Con otras palabras: puesto
que para Habermas las cuestiones de justicia han de plantearse
en términos de lo que es igualmente bueno para todos, los de-
sacuerdos éticos muy bien pueden dar lugar a desacuerdos
acerca de lo que es correcto o justo. Bajo condiciones de plu-
ralismo valorativo, ni siquiera el discurso idealmente racional
habría de conducir al consenso racional.
Habermas parece inclinado a llevar a cabo dos jugadas bien
distintas en este punto. El sugiere en algunos lugares que los
conflictos de valor irresolubles han de dejarse, al igual que los
conflictos de intereses, a lo que surja de procesos de negocia-
ción equitativos21. Pero también está convencido de que, aun-
que unas regulaciones apropiadas puedan lograr igualar el po-
der de negociación, no pueden neutralizarlo ni pueden
tampoco transformar en una interacción puramente comuni-
cativa la interacción estratégica que es característica de las ne-
gociaciones. De esta manera, el tipo de «acuerdo razonable»
implicado aquí no puede decirse que se asiente en un consenso
logrado comunicativamente, aunque sí puede afirmarse que es
equitativo siempre que se dé un equilibrio de poder. Pero los
procedimientos de la negociación equitativa apenas constitu-
yen el tipo de base racional de la política deliberativa que ne-
cesita Habermas (explícitamente alejado en este punto de cier-
tas concepciones del liberalismo) para su concepción, digamos,
más «republicana» de la legitimidad democrática22. De añadi-
dura, el problema se agrava por el hecho evidente de que a me-

21 Por ejemplo, en Faktizitdt und Geltung, págs. 204 y sigs. Me estoy cen-

trando aquí en los pasos normativo-conceptuales que da Habermas cuando


se refiere a los procedimientos y resultados de la deliberación. Otra respuesta
complementaria a los fenómenos de desacuerdo democrático lleva al nivel
institucional, donde él comprende cosas tales como la protección jurídica, la
representación, la regla de la mayoría, la separación de poderes y similares.
Es de hecho esta perspectiva dual sobre el derecho o la ley, como sistema
normativo y como sistema de acción social, lo que define su enfoque en Fak-
tizitdt und Geltung, mas esto es un asunto demasiado complicado para abor-
darlo aquí.
22 En «Three Normative Models of Democracy», sitúa Habermas su con-

cepción procedimentalista de la democracia deliberativa en relación con las


concepciones liberal y republicana. Aunque hace hincapié en el consenso co-
nudo los individuos son contrarios a tratar los valores como in-
tereses y a convertirlos en objeto de negociación. Como ponen
de manifiesto los desacuerdos contemporáneos sobre el
aborto, la pornografía, los derechos de los animales, la pena de
muerte, la eutanasia y asuntos por el estilo, es frecuente que el
espacio para un compromiso sobre los valores fundamentales
sea muy pequeño. En casos así, lo habitual es recurrir a otros
procedimientos de resolución de disputas, por ejemplo a la vo-
tación y a la regla de la mayoría. Si estos procedimientos se po-
nen en práctica de las maneras que admiten como legítimas to-
dos los bandos en disputa, los resultados pueden aceptarse sin
roblemas como democráticamente legítimos. Pero entones no
ay más razón para caracterizarlos como «acuerdos razonables»
que la que habría para llamarlos «desacuerdos razonables». Los
resultados que los miembros aceptan como procedimental-
mente correctos no están ipso facto justificados racionalmente a
sus ojos si esto significa justificados tan sólo por la fuerza de las
razones en pro y en contra. Hay aquí también otra fuerza en
liza. Y aunque ésta no es necesario que sea injusta, tampoco
será meramente la fuerza inerme del mejor argumento.
La segunda jugada va, por así decir, en sentido opuesto y
aspira a una mayor abstracción23. La idea es que cuando la dis-
cusión pública, en lugar de conducir a un consenso racional-
mente motivado sobre intereses generales o valores comparti-
dos, acentúa por el contrario los desacuerdos y muestra que los
intereses particulares no son generalizables o que los valores
particulares no son ni generalmente compartibles ni consen-
sualmente ordenables, todavía se puede alcanzar un acuerdo
razonable trasladando la discusión a un nivel de abstracción
más alto: donde había preferencias diferentes hay ahora liber-
tad de elección; donde había creencias opuestas, libertad de
conciencia; donde había valores en conflicto, derechos de pri-
vacidad, y de manera análoga en otros casos. Esta estrategia

municativamente logrado y en las libertades positivas de participación polí-


tica a expensas de la agregación de intereses privados, se distancia de las ver-
siones comunitaristas delrepublicanismo y pone el acento en el pluralismo
y en el uso público de la razón como puentes entre las diferencias sociales y
culturales.
23 Por ejemplo, en Justification and Application, págs. 90 v sigs., Rawls

adopta una pareja visión de la abstracción en El liberalismo político, págs. 45


y sigs.; 75 y sigs.
gana cierta plausibilidad en la medida en que refleja las ten-
dencias hacia una abstracción y generalización mayores en los
sistemas jurídicos y políticos modernos. Pero esto no ha de
preocuparnos ahora. Lo que interesa en el contexto presente
es que la jugada en cuestión, si se lleva a cabo con todas las
consecuencias, sitúa a Habermas muy próximo a Rawls. El ni-
vel de abstracción en el que las sociedades pluralistas podrían
aspirar a asegurar el acuerdo general en medio del juego de las
diferencias sociales, culturales e ideológicas podría muy bien
ser semejante, en suma, al de la concepción política de Rawls.
Es ésta una cuestión sin duda ninguna abierta y que no podría
responderse desentendiéndose de los esfuerzos reales para al-
canzar acuerdos razonados en las esferas públicas de las socie-
dades actuales24. Pero merece un atento examen.
En la medida en que la significación moral y política del
acuerdo razonado depende de que proporcione una alternativa
a la coacción —crasa o latente— como medio de coordinación
social, no falta por supuesto un espacio para que haya alterna-
tivas al consenso sustantivo. Si los participantes son conscien-
tes de que sus distintas perspectivas de interpretación y de eva-
luación están arraigadas en una tradición, en unas prácticas y
en unas experiencias particulares, y si juzgan que las institu-
ciones y procedimientos políticos de su sociedad son esencial-
mente justos, entonces pueden considerar legítimas las deci-
siones colectivas que sean acordes con aquellas instituciones y

24 Habermas la ve como una cuestión empírica: «La esfera de cuestiones

que pueden responderse racionalmente desde el punto de vista moral dis-


minuye en el curso del desarrollo hacia el multiculturalismo dentro de so-
ciedades particulares y en el nivel internacional hacia una sociedad mundial.
Pero hallar una solución a estas pocas cuestiones más estrechamente enfo-
cadas, se convierte en algo crucial para la coexistencia e incluso la supervi-
vencia en un mundo más poblado. Sigue siendo una cuestión empírica la de
hasta dónde se extiende la esfera de los intereses estrictamente generaliza-
bles.» Qustification and Application, pág, 91). Al mismo tiempo, él ha de vin-
dicar alguna distinción teòrico-normativa para los derechos y principios fun-
damentales exigidos para institucionalizar el «punto de vista moral» mismo
en procedimientos de opinión racional y formación de la voluntad. Y Ha-
bermas argumenta, en efecto, que, entendidas de esta manera, las estructu-
ras básicas de la justicia pueden justificarse como precondiciones necesarias
para la participación libre e igual en deliberaciones públicas y, como tal,
puede ser reflexivamente acordada en los propios discursos que están con-
cebidos para asegurarla. Vid. Faktizitat una Geltung, cap. 3.
procedimientos aun cuando ellos —los participantes— estén
en desacuerdo con las decisiones mismas. Esto es, su acuerdo
subyacente con la concepción política operativa de la justicia
puede motivarlos racionalmente (en el más amplio sentido que
da Habermas a lo «racional») a obedecer a leyes que juzgan
como sustantivamente faltas de justificación. No veo por qué
tendría que desechar Habermas esta alternativa. Él sostiene
que las teorías morales filosóficamente fundamentadas pueden
hacer algo más que explicar el punto de vista moral, y concede
que esto no puede agotar el «potencial semántico«, según él lo
establece, de las doctrinas comprensivas. Precisamente por su
naturaleza altamente formal, la ética discursiva es compatible
con distintas concepciones sustantivas del sentido y el valor de
la vida. Y en la medida en que estas diferencias aparezcan en
juicios sobre el bien común, se traducirán en diferencias sobre
cuestiones sustantivas de justicia, esto es, en preguntas sobre
si las leyes o políticas específicas van igualmente en interés de
todos o son igualmente buenas para todos. Creo que aquí Ha-
bermas ha de moverse en la dirección de Rawls. En verdad,
cabe pensar que su hincapié en las condiciones y procedi-
mientos de la deliberación democrática, más bien que en los
resultados de ella, apunta hacia esta dirección25. Pero aun en
el caso de que la brecha se cerrase y de que Rawls aflojara el
vínculo entre validez y estabilidad seguiría habiendo diferen-
cias significativas en las estrategias teóricas generales de uno y
otro autor.

IV
Las personas razonables, dice Rawls, «están movidas por el de-
seo mismo de un mundo social en el que ellas, como libres e

25 En publicaciones más recientes, Habermas adopta, de hecho, una con-

cepción semejante al «consenso entrecruzado» de Rawls entre doctrinas com-


prensivas razonables. Argumenta, en términos sociológico-políticos, que la
creciente diferenciación de «integración política», centrada en torno a ideas
de ciudadanía, con respecto a la «integración cultural» ha hecho posible de
modo más general para las culturas políticas arraigadas en tradiciones cons-
titucionales el desarrollar y coexistir con amplias diferencias culturales en
otras esferas. A buen seguro, esto exige cierto grado de «concurrencia» (o
consonancia: Übereinstimmung sobre los fundamentos políticos entre las di-
versas subculturas. Véase mi discusión en «Legitimacy and Diversity».
iguales, puedan cooperar con las demás en términos que todo
el mundo pueda aceptar» (pág. 50; 81). Rawls pone lo anterior
en relación con el principio de motivación moral de T. M.
Scanlon: «el deseo básico de ser capaz de justificar nuestras ac-
ciones ante los demás con razones que ellos no puedan recha-
zar razonablemente» (págs. 49-50, n. 2; 79-80, n. 2). El otro as-
pecto que define lo razonable, tal cómo Rawls lo entiende, es
«la disposición a reconocer las cargas del juicio y a aceptar sus
consecuencias a la hora de usar la razón pública en la tarea de
orientar el legítimo ejercicio del poder político en un régimen
constitucional» (pág. 54; 85). Reconocer las cargas del juicio
significa comprender por qué los desacuerdos razonables en-
tre personas razonables no son sólo posibles sino también pro-
bables, esto es, por qué hay un resultado normal del libre uso
de la razón, aun viéndolo todo a largo plazo y teniendo en
cuenta todos los factores pertinentes. A la luz de las muchas
fuentes o causas de tal desacuerdo —dificultades en apreciar
la evidencia y diferencias al ponderarla, indeterminación de los
conceptos y conflictos de interpretación, divergencias empíri-
cas y normativas, diversidad de valores y variaciones al esco-
gerlos y ordenarlos (págs. 56-57; 87-88)— es irrazonable espe-
rar que «personas conscientes, en pleno uso de sus facultades
de razón, ni siquiera después de una discusión libre, lleguen
unánimemente a la misma conclusión» (pág. 58; 89). Mi crítica
de Habermas en la sección III estaba en lo esencial de acuerdo
con esto. El argumento de la sección II, sin embargo, ponía en
tela de juicio la propia apreciación de Rawls de las «conse-
cuencias para el uso público de la razón» que de ello se siguen.
A este asunto querría volver brevemente en estas observacio-
nes finales.
Simplificando algo las cosas, podríamos pensar que los dos
aspectos básicos de lo razonable se hallan en una tensión se-
mejante a los dos «puntos de vista« de Kant. En cuanto «par-
ticipantes», por usar la terminología de Habermas, lo que que-
remos es justificar a los demás nuestras acciones en virtud de
fundamentos que todos pudieran racionalmente aceptar.
Como «observadores», empero, tenemos en cuenta el hecho
del pluralismo razonable y vemos por anticipado que algunas
de las razones que para nosotros son aceptables no lo serán en
absoluto para otros. ¿Cómo hemos de combinar estos dos pun-
tos de vista sobre la justificación pública? Según se vio en la
sección II, la estrategia de Rawls es, por así decir, desechar el
luralismo de antemano, restringiendo la razón pública al ám-
ito de un consenso entrecruzado. Argumenté allí, en efecto,
que esto le quita al participante el protagonismo que le es pro-
pio y sugerí que el desequilibrio resulta del modo como ahora
integra Rawls el problema de la estabilidad en su enfoque teó-
rico-normativo.
Las conexiones críticas entre los distintos hilos que con-
vergen en su enfoque se perciben con claridad en el resumen
siguiente:

L a justicia como equidad se propone suministrar una base


pública de justificación para las cuestiones de la justicia polí-
tica partiendo del hecho del pluralismo razonable. Puesto que
la justificación tiene que ofrecerse a los demás, tiene que pro-
ceder a partir de lo que es, o puede ser, sostenido en común;
razón por la cual empezamos con ideas fundamentales com-
partidas implícitas en la cultura política pública, en la espe-
ranza de desarrollar a partir de ellas una concepción política
que pueda atraer un acuerdo libre y razonado en el juicio, un
acuerdo que sea estable al ganarse el apoyo de un consenso en-
trecruzado de las doctrinas comprensivas razonables (pági-
nas 100-101; 131-132).

El «propósito práctico» de obtener una base de justifica-


ción que sea pública (pág. 9; 39) es lo que motiva la estrategia
de comenzar con ideas implícitamente compartidas y elabo-
rarlas por medio del equilibrio reflexivo para formar con ellas
una concepción política que pueda servir como foco de un
consenso entrecruzado y asegure así la estabilidad. Y, dada la
«imposibilidad práctica» de llegar a un acuerdo sobre la ver-
dad de doctrinas comprensivas (pág. 63; 94), parece seguirse
que una tal concepción de la razón pública habrá de ser «im-
parcial... entre los puntos de vista ae doctrinas comprensivas
razonables» (pág. xix; 15), Así, es precisamente el logro de un
propósito práctico a la vista de una imposibilidad práctica lo
que dicta la estrategia de El liberalismo político26. Esto no sólo

2 6 Los intereses práctico-políticos de Rawls son manifiestos en «The Do-

main of the Political and Overlapping Consensus», en The Idea of Demo-


cracy, ed. D. Copp, J. Hampton, J. Roemer, Cambridge, Cambridge Univer-
sity Press, 1993, págs. 245-269, donde presenta su esquema revisado de
teoría de la justicia como algo «más realista», menos «utópico» y no del todo
impracticable como «objetivo de reforma y de cambio» (pág. 258). Hay en
ese mismo libro discusiones de asuntos que son pertinentes para lo que es-
es verdad en el nivel 2, en el que se suscita explícitamente la
cuestión de la estabilidad, sino también en el nivel 1, donde se
establecen los términos mismos para la busca de principios de
justicia (pág. 62; 93)21. Con su velo «grueso» de ignorancia que
impide a las partes conocer las doctrinas comprensivas par-
ticulares de quienes las sostienen, la posición original modela
lo que consideramos restricciones apropiadas de aquello que
ha ae tomarse como buenas razones con respecto a la estruc-
tura básica. «Además de todo [ello], la posición original exige
también a las partes que seleccionen (si es posible) principios
que puedan ser estables dado el hecho del pluralismo razona-
ble; y por lo tanto que seleccionen principios que puedan con-
vertirse en el foco de un consenso entrecruzado de doctrinas
razonables» (pág. 78; 110). Y, según dice Rawls en el paso que
se citó al comienzo de este párrafo, la preocupación por el con-
senso sesga desde el principio el método del equilibrio refle-
xivo: el füósofo político llega a una base pública compartida
de justificación elaborando implícitamente ideas y principios
públicos compartidos. Dicho todavía con más hincapié: preci-
samente porque el procedimiento empieza con ideas compar-
tidas es por lo que puede proporcionar una concepción que
constituya el foco de un consenso entrecruzado (pág. 90; 120).
Quiero sugerir que en todos estos ámbitos Rawls cede en
efecto cierta primacía a la perspectiva del observador: el inte-
rés por la estabilidad a la luz del hecho del pluralismo razona-
ble limita la extensión de lo que puede considerarse buenas ra-
zones en los asuntos de justificación pública. La manera como
entiende el principio de motivación moral —un principio que
podría servir como lema de la ética discursiva de Habermas—
consiente esta lectura. El deseo de ser capaz de justificar nues-
tras acciones a los demás en virtud de fundamentos que ellos
no podrían razonablemente rechazar se dice que implica las

toy argumentando: los ensayos de Joshua Cohen, «Moral Pluralism and Po-
litical Consensus», págs. 270-291, de Jean Hampton, «The Moral Commit-
ments of Liberalism», págs. 292-313, y David Esdund, «Making Truth Safe
for Democracy», págs. 71-100.
27 Y, de nuevo: «Las orientaciones de indagación de la razón pública...

tienen la misma base que los principios sustantivos de justicia... El argu-


mento en favor de esas orientaciones... coincide en gran parte con el argu-
mento en favor de los principios mismos de justicia y es tan fuerte como él»
(pág. 225; 260).
restricciones de la razón pública examinadas en la sección II.
«Puesto que hay muchas doctrinas que se consideran razona-
bles, quienes insisten, a la hora de enfrentarse a cuestiones po-
líticas fundamentales, en lo que ellos consideran verdadero y
los demás no, aparecen a los ojos de los demás como si insis-
tieran [sin más] en afirmar sus propias creencias... [I]mponen
sus creencias porque, dicen, sus creencias son verdaderas, no
porque sean suyas. Pero se trata de una pretensión que todos
podrían tener; es, además, una pretensión que nadie está en
condiciones de justificar ante el común de los ciudadanos. Así
pues, cuando exponemos tales pretensiones, los demás, que
son razonables, tienen que considerarnos como irrazonables»
(pág. 61; 92) o incluso como «sectarios» (pág. 129; 161). Aquí
Rawls está interesado en particular en el ejercicio del poder po-
lítico para reprimir visiones comprensivas. Pero la estructura
general del argumento que subyace a sus restricciones sobre la
razón pública es la misma: puesto que muchas doctrinas «se
consideran» razonables, los participantes que en el foro pú-
blico «insisten» en lo que «consideran verdadero» ellos pero
otros no, están siendo «irrazonables». El deseo del participante
político de actuar sobre la base de fundamentos públicamente
justificables se refleja en el reconocimiento por el observador
político del hecho del pluralismo razonable y surge como un
deseo de evitar la controversia ideológica en torno a asuntos
fundamentales, esto es, de evitar ser «irrazonable». En el dis-
curso político este concepto de lo razonable desplaza entonces
al de la verdad moral (o al de la validez en el sentido de Ha-
bermas):

En el marco de una concepción política de la justicia no


podemos definir la verdad como dada por las creencias que
se mantendrían incólumes aun en el caso de un consenso
idealizado e indefinidamente amplio. Una vez aceptamos el
hecho de que el pluralismo razonable es una condición per-
manente de la cultura pública bajo instituciones libres, la idea
de lo razonable resulta más adecuada como parte de la base de
la justificación pública (pág. 129; 161).

Por contraste, la primacía de la perspectiva del participante


para Habermas está señalada gracias a la restricción de la jus-
tificación a aceptabilidad racional, y de esta última precisa-
mente a aquello que podría «establecerse incluso en un con-
senso idealizado».
Antes discutí las drásticas restricciones a que Rawls somete
al discurso que se lleva a cabo en el foro público y ahora acabo
de indicar de qué modo están conectadas esas restricciones con
la manera peculiar como Rawls integra la preocupación por la
estabilidad y el consenso dentro de su enfoque constructivista.
Se quiere que la «concepción política» resultante elimine cier-
tas cuestiones de la agenda política «de una vez por todas»,
esto es, que se declare que ellas no son «objetos propiamente
dichos de decisión política», que no son «un lugar común del
debate político en curso y de la actividad legislativa» (pá-
ginas 1 5 1 - 5 2 ; 183). En este aspecto, la concepción de Haber-
mas de la justificación pública, centrada en el participante,
ofrece, según creo, una notable ventaja. Deja a los propios par-
ticipantes políticos la tarea de hallar un fundamento común.
O, mejor dicho: de hallar, crear, extender, contraer, mudar, de-
safiar y desconstruir un fundamento común; pues suponer que
el repertorio de ideas y convicciones políticas compartidas está
dado en cierto sentido para ser descubierto y elaborado, o que
los teóricos podrían fijarlo de algún modo, es hipostasiar o
congelar procesos en curso de comunicación política pública,
procesos cuyos resultados no puede la teoría política zanjar de
antemano. Esto, según creo, se ha hecho sobradamente evi-
dente por la controversia, razonable y yo me aventuraría a
apostar que irresoluble, que rodea a la propia teoría y práctica
de Rawls de un equilibrio reflexivo28. Es igualmente evidente
en el debate en que estamos ahora embarcados sobre su con-
cepción política misma de la justicia. Y a estos desacuerdos no
se los puede tachar sin más de «puramente teóricos» con nu-
las implicaciones para propósitos prácticos. Pertenece a la
«condición de publicidad plena» de una sociedad bien orde-
nada el que «la plena justificación de la concepción pública de
la justicia», incluyendo «todo aquello que diríamos —usted y
yo— cuando establecemos la justicia como equidad y reflexio-

2 8 Una fuente de controversia es, por supuesto, que las tradiciones dé in-

terpretación de nuestras ideas e instituciones políticas básicas son ellas mis-


mas plurales, disputadas y continuamente cambiantes. Para poder llegar a
una concepción política unificada y estable, el giro hermenéutico de Rawls
tiene la desventaja de que una tradición viva es, como Ricoeur y otros nos
han enseñado, un conflicto de interpretaciones, un conflicto, se podría aña-
dir, que capacita para desacuerdos razonables.
namos sobre por qué obramos de un modo más bien que de
otro», haya de ser públicamente conocido o al menos haya de
estar públicamente disponible29. Y entonces, si —como parece
verosímil— se probase «prácticamente imposible» el poner fin
a un desacuerdo razonable sobre tales asuntos tal como están
recogidos en la concepción política, Rawls debería, en virtud
de los dictados de su propia estrategia de evasión, aplicar el
principio de tolerancia no meramente a la «filosofía misma»
(página 154; 186), sino también a la propia filosofía política30.
Por supuesto, esto es algo que él no puede hacer y, siendo así,
la línea entre el razonamiento público permisible y el no per-
misible tendrá que trazarse arbitrariamente en algún lugar (o
en ninguno, según ocurre con el enfoque de Habermas). Si no
hay manera de decidir de una vez por todas qué asuntos per-
tenecen a la agenda política y cuáles no, el último enfoque pa-
rece mucho más recomendable.
Cuando se incorpora la conciencia de las cargas del juicio
a la perspectiva del participante surge una alternativa clara a la
oposición de Rawls entre la irrazonable insistencia en la ver-
dad de las creencias de uno y la evasión razonable de preten-
siones de verdad. Dicha alternativa es la discusión razonable
de las pretensiones de verdad o de validez. No estamos forza-
dos a elegir entre el sectarismo y la civilidad, en el sentido de

2 9 Los tratamientos filosóficos de la razón han de superar lo que podría

llamarse un «test de reflexividad»: deben ser aplicables a sí mismos sin pro-


ducir contradicciones autorreferenciales. Sobre este asunto hay, según creo,
una tensión en El liberalismo político entre la línea argumentativa postfun-
dacionista pensada para convencernos a nosotros, los lectores, de una cierta
concepción de la razón pública, y la tesis de que los ciudadanos razonables
pueden prestar adhesión a ella por cualesquiera razones religiosas, metafísi-
cas o comprensivas de otro tipo que juzguen aceptables. Vid! Samuel Schef-
fler, «The Appeal of Political Liberalism», Ethics, 105, 1994, 4-22.
3 0 La idea de que la filosofía política pudiera desentenderse de «las con-

troversias y los problemas filosóficos inveterados» de otras áreas de la filo-


sofía (págs. 171-172, 204) se funda, quizá, en parte en una estimación más
optimista que justificada de la capacidad del equilibrio reflexivo para resol-
ver disputas. Los argumentos hermenéutico-constructivos no están menos
sujetos a un desacuerdo razonable que otros. La invitación a medir la con-
cepción política de la justicia con «nuestras» convicciones más firmes (pá-
gina 28, Jí>) es, desde un punto de vista realista, una invitación a seguir la
controversia, como inequívocamente lo muestran los muy diferentes juicios
que «nosotros» —usted y yo, Rawls, Habermas y otros muchos— hemos lle-
gado una vez abordada la tarea.
Rawls; también nos cabe la opción del respeto mutuo y de una
acomodación de diferencias sociales, culturales e ideológicas
dentro de la deliberación democrática31. Las virtudes ligadas a
esta opción han sido familiares desde Sócrates: apertura men-
tal, evasión del dogmatismo, disposición a discutir las diferen-
cias, a escuchar a los demás, a tomar en serio sus puntos de
vista, capacidad para ver las cosas desde la perspectiva de
otros, para ponderar juiciosamente los pros y los contras de las
cosas, y virtudes por el estilo. Estas son cabalmente las virtu-
des exigidas a los participantes del discurso racional tal como
Habermas lo concibe. Y pertenecen al tipo de disposiciones y
aptitudes que típicamente distinguen a los proponentes de una
deliberación no restringida en las esferas públicas democráti-
cas. Un ideal de mutuo respeto que contrapese el compromiso
con la apertura no es menos capaz de acomodar el pluralismo
razonable y el desacuerdo razonable que el ideal de ciudadanía
de Rawls con su deber, de civilidad. Y tiene en favor de éste la
ventaja de evitar el tremendo divorcio entre la razón pública y
la privada que exige la construcción de Rawls. Más bien que
obligar a los ciudadanos a tratar públicamente como razonables
visiones que privadamente o en el trasfondo cultural ven «como
plenamente irrazonables o falsas» (pág. 60; 90), los anima a pro-
poner y defender públicamente cualesquiera visiones que juz-
guen razonables y adecuadas para decidir asuntos públicos.
Las reflexiones de Rawls sobre los orígenes históricos del
liberalismo en las guerras de religión y en las controversias so-
bre la tolerancia religiosa de los siglos XVI y XVII lo inducen a
proponer un modelo de tolerancia puesto al día para los pro-
pósitos presentes (págs. xxiii-xxvi; 19-22). A la vista de los pro-
fundos e irresolubles conflictos entre religiones soteriológicas,
credenciales y expansionistas, cada una de las cuales se atri-

31 La terminología de «respeto mutuo» y «acomodación» está tomada de

un ensayo de Amy Gutmann y Denis Thompson, «Moral Conflict and Poli-


tical Consensus», en Liberalism and the Good, R. Douglass, G. Mara, H. Ri-
chardson (eds.), Nueva York, Routledge, 1990, págs. 125-147. La posición
que ellos defienden no está lejos de la ae Habermas. De hecho, su teoría de
la acción comunicativa podría verse como un esfuerzo por proporcionar la
justificación de la prioridad de respeto mutuo que invocan Douglass y Mara
en su contribución al volumen mencionado, «The Search for a Defensible
Good: The Emerging Dilemma of Liberalism», págs. 253-280 y especial-
mente págs. 264-265.
buye la certeza de su fe por la concepción trascendente del
bien, las únicas alternativas serían la contienda infinita o la
práctica de la tolerancia en instituciones liberales que reco-
nozcan igual libertad de conciencia y libertad de pensamiento.
«El liberalismo político comienza tomando en serio el absoluto
abismo de ese irreconciliable conflicto latente.» (pág. xxvi, 22).
Las reflexiones de Habermas sobre los orígenes históricos de
la esfera pública democrática en los siglos xvm y XIX lo llevan
a proponer un modelo de deliberación puesto al día para los
propósitos presentes32. Pero todo ello conduce a las diferen-
cias entre la fe y la razón más bien que a sus semejanzas. Las
visiones que pretenden sustentarse en fundamentos que toda
persona razonable podría racionalmente admitir no necesitan
privatizarse ni tolerarse. Pueden someterse públicamente a la
misma prueba a que ellas invitan. Esto no equivale, por su-
puesto, a denegar la necesidad de derechos y principios libe-
rales, de separación y tolerancia, pero sí implica destacar que
una teoría de la democracia liberal ha de integrarlos con con-
cepciones igualmente fuertes de formación de la opinión pú-
blica. Si los ciudadanos plenamente autónomos de la socie dad
bien ordenada por la justicia como equidad pueden, como dice
Rawls, «hacer todo lo que nosotros podemos hacer» (pág. 70,
102), entonces también podrán discutir cuestiones fundamen-
tales de justicia en foros públicos sin sumir a la sociedad en
guerras doctrinales. Está claro que Rawls nos considera a sus
interlocutores como postfundamentalistas y postfundacionis-
tas en todos los aspectos significativos. No nay ninguna razón,
entonces, por la que los miembros de una sociedad bien orde-
nada, situados de manera similar, hubieran de decidirse en fa-
vor de algo menos que una democracia deliberativa con razo-
namiento público irrestricto.

32 Vid. las obras citadas en las notas 9 y 10.


De la conciencia al discurso:
¿un viaje de ida y vuelta?
Algunas reflexiones en torno a la teoría
de los usos de la razón práctica
de Jürgen Habermas

JAVIER MUGUERZA

A MODO DE INTRODUCCIÓN

Este trabajo no pretende sino dar cuenta de un fragmento


de mi experiencia como lector de Jürgen Habermas. No es,
ciertamente, una experiencia inédita ni de reciente data para
mí: dediqué a Habermas un temprano trabajo recogido en mi
libro La razón sin esperanza de 1977; y otros trabajos asimismo
dedicados a él serían ulteriormente refundidos, reelaborados o
redactados de nuevo cuño a fin de recogerlos en mi libro Desde
la perplejidad de 1990. Pero, a pesar de tan sostenida frecuen-
tación de su obra y de su pensamiento, la verdad es que no
puedo presumir de conocer a fondo a aquélla ni a éste.
Quiero decir con ello no sólo que estoy lejos de conside-
rarme un especialista en la obra de Habermas, sino que, a lo
largo de mi lectura de la misma, no se ha producido tampoco
la identificación con el pensamiento allí expresado que es
cuando menos necesaria —aun si quizá no suficiente, pues
también se requiere que dicha identificación no sea escolás-
tica— para poder hablar de su «conocimiento a fondo». Como
se acaba de insinuar, semejante identificación no tiene por qué
excluir la en filosofía siempre saludable aparición de reservas,
objeciones y discrepancias críticas. Pero, si parte de una pre-
via identificación con el pensamiento criticado, su crítica po-
drá ser —y, en rigor, sólo entonces podrá serlo— lo que se
suele conocer como una «crítica interna» a dicho pensamiento,
de cuya fecundidad da buena muestra, para seguir con el caso
de Habermas, la crítica de su pensamiento llevada a cabo por
quienes han sido sus discípulos. Aunque muy probablemente
ésa sea la forma más fecunda imaginable de ejercitar la crítica
filosófica, no es, sin embargo, la única filosóficamente permi-
sible. Las observaciones críticas que, sin ir más lejos, pudiera
contener este trabajo no estarán tal vez hechas desde dentro
del pensamiento de Habermas —razón por la que cabe legíti-
mamente adscribirlas al género de crítica filosófica conocido
como «crítica externa»—, pero nacen de una aproximación a
su obra que desde luego no se ha ahorrado el esfuerzo de
leerla y tratar de asimilarla, aun si ese esfuerzo no se ha visto
coronado del todo por el éxito y la sincera búsqueda de la em-
patia arroja finalmente como saldo la no menos sincera cons-
tatación de un cierto distanciamiento insuperable. Como solía
decir el filósofo español José Ferrater Mora, la distancia en fi-
losofía es, no obstante, una expresión de respeto, y no creo me-
nester hacer aquí grandes protestas del profundo respeto que
la obra y el pensamiento de Habermas me han merecido siem-
pre. Lo respetable en una y otro no es tan sólo su imponente
envergadura intelectual, sino también su indesmayable aliento
emancipatorio: aun si ese aliento se manifiesta de manera más
sobria y menos dada al patetismo que en sus predecesores en
la Escuela de Fráncfort, ya sean lúcidamente pesimistas como
Horkheimer o impenitentemente optimistas como Marcuse
—o se hallen pretendidamente por encima de la dicotomía
«optimismo-pesimismo» que tenía Adorno por inapropiada—,
la «teoría crítica» de Habermas no carece de páthos y su filo-
sofía sigue siendo, como ha escrito Agnes Helíer, la de «un lu-
chador» en pro de la emancipación. Por lo demás, en filosofía
no sólo cuentan la lógica o la argumentación, sino que también
cuentan la patética y hasta el temperamento, pero el caso es
que la mismísima preferencia por lo segundo sobre lo primero
habría de hacerse valer con argumentos, donde un argumento
es algo diferente de un espolvoreado de adjetivos, con fre-
cuencia descalificativos más bien que calificativos. Desgracia-
damente, es esta última manera de entender la controversia fi-
losófíca la única que parece quedar a la disposición de quienes
practican lo que alguna vez he llamado la «crítica solapada»
—esto es, aquélla que no pasa de leer la solapa de los libros—,
un tercer género de crítica de la que Habermas ha sido víctima
en demasiadas ocasiones y en la que ni por asomo quisiera in-
currir yo. Sus cultivadores pueden alardear impunemente, y
acostumbran a hacerlo con tanto desahogo como impunidad, de
estar de vuelta de las cosas sin haberse tomado la molestia de es-
tar antes de ida. Y, al obrar de este modo, desoyen la adverten-
cia que Antonio Machado ponía en boca de Juan de Mairena al
hacerle decir que «ya es mucho ir; volver, nadie ha vuelto», lo
que tampoco hay que tomar, claro está, al pie de la letra —nues-
tro poeta-filósofo está ahí sin duda exagerando en aras de la iro-
nía—, pues no todo viaje filosófico resulta ser un viaje al Casti-
llo de Irás y no Volverás. Pero lo que sí es cierto es que cualquier
regreso filosófico supone previamente haber partido hacia un
punto de destino llamado a convertirse al cabo del viaje en
punto de retorno, y que la urgencia del retorno propugnado co-
bra su justificación desde la diligencia con la que se haya reco-
rrido con anterioridad el primer tramo del trayecto. Es en este
sentido, en cualquier caso, como aspira a ser entendida la pre-
gunta que encabeza nuestro trabajo, esto es, la pregunta acerca
ae si el viaje que tiene como punto de partida la conciencia mo-
ral y de arribada la ética habermasiana del discurso debiera ser
o no «un viaje de ida y vuelta».
La gestación de una ética del discurso se desarrolla tras
aquella lejana cristalización que fue en la producción de Ha-
bermas su libro Conocimiento e interés (1968). La decepción
que originó en no pocos lectores de su obra, sin excluir al que
esto escribe, la relativamente escasa atención concedida a la ya
asaz madura ética discursiva en la Teoría de la acción comuni-
cativa (1981) se vio inmediatamente contrarrestada gracias a la
publicación de ese pequeño opus mamum que es el ensayo
«Ética del discurso», recogido en el libro Conciencia moral y
acción comunicativa (1983). A partir de él, Habermas ha pro-
seguido añadiendo importantes y significativas matizaciones a
su concepción de aquella ética, si bien por el momento la pro-
ducción habermasiana no se endereza tanto a cristalizar en el
dominio de la filosofía moral cuanto en el de la filosofía del de-
recho, como lo acreditan las contribuciones a una teoría dis-
cursiva del derecho y del Estado democrático de derecho que
integran su libro Vadicidad y validez (1992), una deriva ésta
que tal vez vuelva a decepcionar a algunos lectores, entre los
que el presente trabajo intentará aclarar por qué me cuento
nuevamente.
De acuerdo con el temario diseñado por los organizadores
de este encuentro, procederé a ocuparme en lo que sigue de la
filosofía moral de Habermas, tal y como ésta ha venido sién-
donos presentada en el transcurso de los últimos diez años. No
diré nada expresamente, salvo por lo que se refiere a su rela-
ción específica con la ética, de la filosofía política o la filosofía
del derecho habermasianas (a las que dedicaré, sin embargo,
una breve alusión en el apéndice final). Y ya, sin más preám-
bulos, entremos en materia.

EN TORNO A LA TEORÍA HABERMASIANA DE LOS USOS


DE LA RAZÓN PRÁCTICA

En un ensayo sumamente esclarecedor por lo que atañe a


su idea de la razón práctica, Habermas distingue unos de otros
los que llama usos «instrumental-estratégico», «ético» y «mo-
ral-discursivo» de la misma1. En su intento de responder a la

1 Jürgen Habermas, «Vom pragmatischen, ethischen und moralischen

Gebrauch der praktischen Vernunft», en Erläuterungen zur Diskursethik,


Fráncfort del Main, 1991, págs. 100-18 (hay traducción castellana de aquel
ensayo por Hans Sattele, en María Herrera (ed.), Jürgen Habermas: Morali-
dad, ética y política. Propuestas y críticas, México, 1993). En lo que sigue he
traducido pragmatischer Gebrauch por «uso instrumental-estratégico» y mo-
ralischer Gebrauch por «uso moral-discursivo», traducciones ambas que
acaso requieran una explicación. Con la primera, he tratado de evitar la con-
fusión entre la presente acepción del adjetivo «pragmático» (más o menos
relacionada con el empleo que hace de él Kant cuando habla de «imperati-
vos pragmáticos», imperativos que nuestra traducción concebiría como con-
tinuos con los que da éste en llamar «imperativos técnicos») y otras acep-
ciones de dicho adjetivo —en relación, pongamos por ejemplo, con la
pragmática en cuanto dimensión o rama de la semiótica, como en el caso de
lo que Habermas entiende por pragmática universal— harto frecuentes en el
autor. Por lo que respecta a la segunda traducción, las definiciones estipula-
tivas que el propio Habermas ofrece de lo que va a entender en su texto por
ethischer y moralischer Gebrauch previenen las confusiones que podrían de
otro modo surgir del hecho de que el vocablo mos es, simplemente, la tra-
ducción latina del vocablo griego éthos. Pero, puesto que su moralischer Ge-
brauch der praktischen Vernunft envuelve una peculiar interpretación de la
Moralität kantiana, he preferido distinguir entre el «uso (simplemente) mo-
ral» de la razón práctica y su «uso moral-discursivo», reservando a este úl-
timo el empleo que Habermas dispensa a aquella expresión.
Eregunta «¿Qué debo hacer?», un individuo podría servirse de
i razón práctica para tres cometidos muy diferentes entre sí,
según que trate de decidir qué medio o conjunto de medios sea
el más adecuado para conseguir un fin dado, tanto a título par-
ticular como en competición con otros individuos; o decidir
qué fin sea bueno, en el sentido del mejor entre varios alterna-
tivos, para hacer de él la meta de un proyecto de vida perso-
nal de acuerdo con aquello que dicho individuo es o quisiera
llegar a ser; o decidir, por último, qué fin sea el más justo, en
el sentido de igualmente bueno para todos, cuando los propios
fines y los de Tos demás se dan en concurrencia y se pretende
acordar un fin común a través del ejercicio colectivo de la ar-
gumentación. En el primero de estos casos, la pregunta «¿Qué
debo hacer?» podría ser respondida mediante imperativos hi-
potéticos que respalden instrucciones por el estilo de: «Si quie-
res curarte esa bronquitis, tómate estas pastillas y deja desde
ahora mismo de fumar» o «Si te ves envuelto en una situación
tipificable bajo la figura del "dilema del prisionero", saldrás
mejor parado cooperando con tu rival». En el segundo, cabría
echar mano de tal o cual versión del imperativo pindàrico
«Llega a ser el que eres», como «Sé fiel a ti mismo» o «Con-
dúcete con autenticidad», o también —entre otras muchas
ejemplificaciones suyas posibles— concretarlo en la recomen-
dación de seguir el dudoso consejo de Aristóteles y decidir
buscar la felicidad en la dedicación a la filosofía: cualquiera de
estos imperativos sería un imperativo categórico pero no toda-
vía un imperativo «moral», calificativo que habría que reservar
para nuestro tercer caso, es decir, para nuestro tercer tipo de
respuesta a la pregunta «¿Qué debo hacer?»2. Un imperativo
propiamente moral sería el imperativo kantiano que prescribe
«Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo
tiempo que se torne ley universal», imperativo que a su vez
quedaría transformado en un imperativo moral-discursivo o
discursivamente moral gracias a la bien conocida reformula-
ción de Habermas-McCarthy que reza: «En lugar de conside-

2 A los efectos de nuestro trabajo, y de acuerdo con la índole «kantiana»

de la pregunta, no necesitamos salir del marco deontológico de la filosofía mo-


ral de Kant: éste no sólo habló de «imperativos pragmáticos» en un sentido
aproximado al del uso instrumental-estratégico de la razón práctica en los
términos de Habermas, sino también de imperativos «éticos» o «morales»
de acuerdo con la terminología habermasiana.
rar como válida para todos los demás cualquier máxima que
quieras ver erigida en ley universal, somete tu máxima a la con-
sideración de todos los demás con el fin de hacer valer discur-
sivamente su pretensión de universalidad», lo que convertiría
a esa máxima, como antes, en un precepto moral. El ejercicio
de la razón práctica en lo tocante a los imperativos de orden
instrumental-estratégico y ético, así como en lo tocante al im-
perativo moral kantiano, procedería monológicamente, esto es,
sería llevado a cabo por el individuo in foro interno o según ei
platónico modelo del «diálogo del alma consigo misma», mien-
tras que su ejercicio en lo tocante al imperativo moral-discur-
sivo requeriría que procediese dialógicamente\ o, por decirlo en
la terminología propuesta entre nosotros por Aranguren, el
ejercicio «monológico» de la razón práctica se movería en el
plano de lo «intrasubjetivo» en tanto que su ejercicio «dialó-
fico» lo haría en el de lo «intersubjetivo». El programa ape-
ano-habermasiano de transformación lingüística de la filoso-
fía trascendental de Kant, cualesquiera que sean las ulteriores
y nada desdeñables diferencias entre las posiciones respectivas
de Apel y de Habermas, interpretaría el paso del imperativo
moral kantiano al imperativo moral-discursivo como un trán-
sito del plano de la intrasubjetividad al de la intersubjetividad
o, por acudir a la fórmula consagrada, como un tránsito de la
«filosofía de la conciencia» a la «filosofía del discurso»3.
La precedente caracterización de los usos de la razón prác-
tica remite según Habermas a las tres grandes tradiciones filo-
sóficas —utilitarista, aristotélica y kantiana— que alimentan en
nuestros días la discusión en el terreno de la filosofía moral,
sobre un telón de fondo en el que se proyecta, con proyección

3 El contenido de un texto tan capital pata el programa filosófico-moral

de Habermas como el ensayo «DisKursethik-Notizen zu einen Begrün-


dungsprogramm» —en el que, dicho sea de pasada, se explicitan con clari-
dad notables divergencias con el programa de Apel— daría pie a traducir sin
ran violencia el título del libro que lo recoge, a saber, Moralbewusstsein und
f ommunikatives Handeln, Fráncfort del Main, 1983, págs. 53-126 (traduc-
ción castellana de Ramón García Cotarelo, Barcelona, 1985), como De la con-
ciencia moral a la acción comunicativa, de la que sólo un breve paso separa
ya al discurso (para la distinción entre «acción comunicativa» v «discurso»,
así como el ulterior paso que lleva de una a otro, véase OD. cit., págs.
67 y sigs., y también el ensayo final del libro, del que su título procede, «Mo-
ralbewusstsein und kommunikatives Handeln», págs. 127-206).
benéfica o maléfica según los gustos, la sombra de Hegel. Pero,
naturalmente, tales tradiciones —que, en ocasiones, pudieran
actuar como fecundas fuentes de inspiración histórica— no
son corsés de hierro que encorseten la aproximación de los fi-
lósofos a la teoría de la racionalidad práctica ni mucho menos,
claro, los usos que de esta última puedan hacer los individuos
corrientes y molientes a la hora de tomar sus decisiones. Uno
no necesita ser utilitarista a la hora de planificar técnicas y es-
trategias teniendo en cuenta las consecuencias de esos planes
(utilitarismo y consecuencialismo no son la misma cosa), ni ser
aristotélico a la hora de conformar un proyecto existencial (un
existencialista no es exactamente un seguidor de Aristóteles),
ni tan siquiera ser ortodoxamente kantiano a la hora de cues-
tionarse la universalizabilidad de sus máximas de conducta
(aunque, cualquiera que sea el grado de su heterodoxia, tenga
que hacer al menos alguna concesión a Kant si pretende res-
ponderse a sí mismo en términos deontológicos, esto es, me-
diante la formulación de un juicio moral en que aparezca el
verbo «deber» o algún equivalente suyo, pues la caracteriza-
ción kantiana de tales máximas las hace aparecer como reglas
de acción que nos informan de cómo un sujeto «actúa de ne-
cho», a diferencia de las leyes prácticas o auténticas normas
morales que tendrían por cometido dictarle a ese sujeto cómo
«debe actuar»). Y, desde luego, en ninguno de dichos casos ne-
cesita tampoco acordarse de Hegel, salvo que le interese el
aprovechamiento que estén dispuestos a hacer de sus ideas los
neoaristotélicos o las concesiones que estén dispuestos a hacer
a éstas los neokantianos. Para nuestros efectos, lo interesante
ahora es indagar cómo las prescripciones que en cada caso ha-
brían de dar respuesta a la pregunta acerca de lo que alguien
debe hacer —instrucciones instrumentales y/o estratégicas, re-
comendaciones éticas y preceptos morales— vendrían a ar-
ticularse unas respecto de otras.
Lo que alguien debe hacer desde un punto de vista instru-
mental-estratégico —por ejemplo, eliminar todo vestigio de
oposición política si desea mantenerse indefinidamente en el
poder, según la brillante fórmula sugerida a un dictador con-
temporáneo por uno de sus turiferarios— no siempre coincide
con lo que moralmente deba hacer. Pero el deber de tolerar las
opiniones de sus adversarios, y contribuir a que éstas puedan
manifestarse y traducirse en la práctica bajo un marco consti-
tucional que garantice la convivencia ciudadana, vendría tanto
a expresar el ideal ético de un político demócrata como la
norma moral bajo la que acoger la máxima inspiradora de su
conducta en cuanto tal. Como Habermas dictamina, las máxi-
mas de conducta configuran una «zona de intersección» {Sch-
nittfläche) entre la ética y la moral, puesto que es posible en-
juiciarlas a la vez desde puntos de vista tanto éticos como
morales4. Plasmada en una máxima, la virtud de la tolerancia
presenta un perfil ético cuando alguien asume el deber de ser
tolerante por autorrespeto y un perfil moral cuando lo asume
or respeto hacia los demás, y en este sentido cabría incluso
ablar de una cierta precedencia de la ética sobre la moral, al
menos si prestamos oídos al aserto de Otto Weininger que
Wittgenstein gustaba de hacer suyo: «La lógica y la ética son
fundamentalmente idéntico asunto, a saber, el deber para con
uno mismo» (los que creamos que son nuestros deberes mo-
rales, se diría, guardan estrecha conexión con los que creemos
que son nuestros deberes éticos; y hasta podría quizá decirse,
parafraseando a otro clásico y exagerando un poco, que la clase
de filosofía moral a la que adhiramos depende estrechamente
de la clase de persona que éticamente queramos ser). Del in-
tento de Rawls de cimentar su propuesta contractualista sobre
la base de extraer conclusiones morales a partir de premisas es-
tratégicas, esto es, una teoría de la justicia a partir de la adop-
ción de una estrategia maximin por las partes contratantes,
vino a reconocer él mismo que sólo podía ser llevado a cabo si
la persecución de los propios fines de acuerdo con lo estraté-
gicamente «racional» (rational) se complementaba con la pers-
pectiva moral de lo «razonable» {reasonable), abierta a la con-
sideración de los fines de otros5. Pero la decisión de hacerlo
así, esto es,' la decisión de pasar de un uso meramente instru-
mental y/o estratégico a un uso moral de la razón práctica ten-
dría que ser con toda probabilidad una decisión ética de los
individuos. Y eso sería también, con toda probabilidad, lo que
habría que decir del ulterior paso que les lleve desde un uso
simplemente moral a un uso moral-aiscursivo de la razón prác-

4 Habermas, «Vom pragmatischen, ethischen und moralischen Gebrauch

der praktischen Vernunft», pág. 106.


r Cfr. la redente caracterización de la distinción, ya anticipada en ante-

riores textos suyos, por parte de John Rawls, Politicai Liberalism, Nueva
York, 1993, págs. 48 y sigs.
tica —esto es, de su uso monológico o intrasubjetivo a su uso
dialógico o intersubjetivo—, pues la decisión de entrar en un
diálogo no es una de ésas que se pueda a su vez tratar de fun-
damentar dialógicamente sin incurrir en una circularidad tan
viciosa o más que la envuelta en la famosa contradicción per-
formativa con que Apel amenaza al advertirnos que sólo cir-
cularmente nos es dado objetar al diálogo o la argumentación,
para lo cual tendríamos, a saber, que dialogar o argumentar.
Alguien tal vez rechace lo antedicho haciendo ver, con Ha-
bermas, que los individuos que toman decisiones son siempre
ya «individuos socializados», esto es, insertos en estructuras so-
ciales comunicativas, ante lo que no tengo nada que oponer
salvo la observación de que la socialización que los constituye
precisamente en tanto que individuos no implica por sí misma,
o por lo menos de necesidad, la socialización de sus decisiones
individuales6. Pero considerémonos instalados en el uso mo-
ral-discursivo de la razón práctica, lo que para Habermas que-
rría decir instalados en la reformulación discursiva antes men-
tada del «principio de universalización». Estrictamente
hablando, este principio y el «principio del discurso» no son
lo mismo para Habermas, si bien en lo que sigue —y a los efec-
tos de distinguir entre el principio kantiano y el principio dis-
cursivo de universalización— nos bastará con recordar que del
primero al segundo «el énfasis se desplaza de aquello que cada
uno por separado puede querer que se convierta en norma uni-
versal hacia aquello que todos de común acuerdo deseen re-
conocer como una norma universal»7. ¿Qué significa ese des-
plazamiento, que por lo pronto nos recuerda la transmutación
de la atomizada «voluntad de cada uno» en unánime «volun-
tad general» pasando por, y acaso por encima de, la sin duda
más modesta «voluntad de todos»? Como agudamente seña-
lara Albrecht Wellmer, el principio discursivo de universaliza-
ción no se limita a ofrecernos un criterio de validación de nor-
mas morales sino añade a este último, y hasta lo sustituye por,
un criterio de legitimación de consensos normativos que ten-
drían más que ver con la formación de una voluntad política

6 Véase mi trabajo «Sobre la condición "metafísica" y/o "postmetafísica"

del sujeto moral», en M. Herrera (ed.), Jürgen Habermas: Moralidad, ética y


política, págs. 173-93, especialmente págs. 186 y sigs.
7 Habermas, «Diskursethik», pág. 77.
común que con la moralidad propiamente dicha8. Simplifi-
cando hasta el abuso la prolija argumentación de Wellmer, éste
repara en la preferencia kantiana por ilustrar lo que sean nor-
mas morales mediante ejemplos negativos, como «No debes
matar», que dan idea de que la transferencia del carácter obli-
atorio del imperativo categórico a las normas concretas se
eva a cabo preferentemente, si no exclusivamente, a través de
la prohibición de máximas no universalizables, como la de que
sólo yo tendría licencia para matar. Sin duda tales juicios ne-
gativos, que expresan la prohibición de hacer esto o lo otro, po-
drían ser traducidos afirmativamente por medio de mandatos
de omisión como «Debes evitar matar», pero la formulación
negativa de los mismos apunta a destacar que el principio kan-
tiano de universalización está al servicio de la detección de
aquello que los individuos no podrían querer que se convierta
en ley moral universal, en tanto que las máximas no así prohi-
bidas no podrían aspirar a ser consideradas moralmente obli-
gatorias para todo el mundo —como parecería desprenderse
de la pretensión de legitimar un consenso normativo susten-
tada por el principio discursivo de universalización— sino a lo
sumo a servir de expresión de aquello que estaría permitido ha-
cer9. En opinión de Habermas, semejante argumentación en-
cierra una indebida apología de la «libertad negativa», ten-
dente a hacer de los deberes y derechos negativos —pues a
todo deber negativo, como el de abstenerse de matar, corres-
pondería un derecho de igual signo, como el derecho a la in-
violabilidad de la vida de Tos personas— el núcleo esencial de
la moralidad. Frente a esa concepción, a la que tacha de «in-
dividualista» y «liberal», Habermas esgrime la tesis ya antici-
pada más arriba según la cual «tan pronto como partimos de
un concepto de individuo originariamente socializado y consi-
deramos al punto de vista moral incrustado en la estructura del
reconocimiento recíproco entre sujetos que actúan comunica-
tivamente, la moralidad privada y la justicia pública no se dis-
tinguen ya en principio por más tiempo, sino sólo por lo que

8 Albrecht Wellmer, Ethik und Dialog. Elemente des moralischen Urteils


beiKant und in der Diskursethik, Fráncfort del Main, 1986, págs. 51-113 (tra-
ducción castellana de Fabio Morales, con Prólogo de María Pía Lara, Bar-
celona, 1984).
9 Ob. cit., págs. 21 y sigs.
se refiere al grado de organización y mediación institucional de
la interacción: resulta entonces claro que las personas, en tanto
que individuos que mutuamente se respetan, se hallan moral-
mente obligadas de la misma manera que en tanto que miem-
bros de una comunidad comprometida en la realización de ob-
jetivos colectivos»10. Ciertamente, el individuo en tanto que
«hombre» y el individuo en tanto qué «ciudadano» tienen por
igual obligaciones morales, aunque no exactamente las mismas
obligaciones, así como tampoco habrá de ser el mismo el modo
de hacer frente al cumplimiento de unas y otras, según vendría
a mostrarlo el caso nada infrecuente de un conflicto entre las
convicciones morales de los individuos y las normas que la co-
munidad de turno —que no tiene por qué ser una comunidad
ideal de comunicación, si existe cosa tal— dé en considerar jus-
tas. Como el propio Wellmer ha insistido en poner de relieve
en otro lugar, la libertad negativa —que constituiría en la mo-
dernidad el basamento para la reivindicación de los llamados
«derechos humanos»— no sólo no excluye sino que exige el
complemento de una libertad positiva o «comunitaria» desti-
nada a asegurar el disfrute de «derechos políticos» como el de-
recho de los individuos a participar en la toma de decisiones
colectivas, presupongan éstas o no la formación de una volun-
tad política común y cualquiera que sea el tipo de consenso re-
sultante de aquel proceso . Pero la libertad negativa, cuya ma-
nifestación más egregia se halla lejos de reducirse a la
tradicional defensa del derecho de propiedad y habrá más bien
de ser buscada en la «libertad de conciencia», se destinaría a
asegurar al individuo la posibilidad de rehusarse a cualquier
consenso que contraríe el dictado de su conciencia moral y, por
tanto, la posibilidad de disentir. Para decirlo de otro modo, los
fueros de la privacidad asegurados por la libertad de los «mo-
dernos» no tienen por qué ser incompatibles con la participa-
ción política de los individuos en las actividades de la esfera pú-
blica asegurada por la libertad de los «antiguos», a la que la
primera tendería antes bien a reforzar precisamente en la me-
dida en que no se deje engullir por ella sin residuo; y el con-

10 Habermas, «Erläuterungen zur Diskursethik», en el libro del mismo tí-

tulo, págs. 119-227, pág. 166,


11 A.Wellmer, «Modelos de libertad en el mundo moderno», en Carlos

Thiebaut (ed.), La herencia ética de la Ilustración, Barcelona, 1991, págs 104-35.


temporáneo «auge de la privacidad» —con su temible contra-
partida del «declive de lo público»— sólo resulta peligroso
cuando su administración se confía, como sucede en estos
tiempos, a lo que no enteramente en broma cabría llamar tal
vez la «libertad de los postmodernos»12. Aquella libertad, a sa-
ber, por la que el individuo es «libre», sí, pero apenas para otra
cosa que para entretener sus ocios en el cultivo de la llamada
«cultura narcisista», en cuyo regazo no hay mayor razón para
arrojar al individuo en tanto que sujeto moral que la que ha-
bría para arrojar cualquier defensa de sus fueros al saco del
«individualismo posesivo», esto es, de la ideología que sirviera
de coartada a una cierta manera de entender dichos fueros en
los albores de la modernidad. Sin perjuicio de volver más ade-
lante sobre la cuestión, creo llegado el momento de decir que
no me parece afortunada la descalificación que Habermas
prodiga a los citados fueros cuando —tras afirmar que «en vir-
tud de las relaciones intersubjetivas inscritas en las normas mo-
rales, ninguna norma, lo mismo da que envuelva deberes y de-
rechos positivos que negativos, podría ser privadamente
justificada o aplicada a partir de una solitaria conversación del
alma consigo misma (pues) nada asegura que las máximas
desde mi punto de vista universalizables hayan de ser recono-
cidas como obligaciones morales desde la perspectiva de otros,
y no digamos desde la perspectiva de todos los otros»—
apunta inmediatamente que «Kant podía pasar por alto este
detalle porque, como sabemos, asumía de entrada que todos
los sujetos del "reino de los fines" compartían la misma auto-
concepción y la misma concepción del mundo, abstractas pre-
concepciones estas en el plano de la "conciencia en cuanto tal"
{Bewusstsein überhaupt) con las que se correlaciona, en el
plano del mundo fenoménico, la asunción de una abstracta
igualdad de intereses entre personas individualizadas concebi-
das, al modo del individualismo posesivo, como propietarias de
sí mismas»13. Quien, como el que esto escribe, na tenido oca-
sión de lamentar alguna vez que Isaiah Berlin sustentara una
concepción excesivamente «positiva» de la libertad negativa y

12 Véase mi contribución «Un contrapunto ético: La moral ciudadana en los

ochenta», en José M." González García y Fernando Quesada (eds.), Filosofía


política, número monográfico de la revista Arbor, 503-4, 1987, págs. 231-58.
13 Habermas, «Erläuterungen zur Diskursethik», pág. 171.
D E LA CONCIENCIA AL DISCURSO... 75

excesivamente «negativa» de la libertad positiva14, bien podría


ahora lamentar que en Habermas parezcan haberse invertido
los términos del exceso.
Retornando a los «usos de la razón práctica», tal vez quepa
decir en este punto que cuanto más se acusa la diferencia exis-
tente entre el uso moral y el moral-discursivo de la misma,
tanto más se difumina la existente entre su uso ético y su uso
moral, los cuales se dan cita, como reconocía Habermas más
arriba, en esa zona de intersección entre ambos usos determi-
nada por las máximas de conducta y su correspondiente tra-
ducción normativa. Contra lo que pretenden aquellos intér-
pretes de Kant que le hacen hablar de manera utilitarista, como
monsieur Jourdain hablaba en prosa, sin saberlo, aquél no hizo
concesiones a la racionalidad teleológica en su teorización de
los usos éticos y/o morales —inexcusablemente deontológi-
cos— de la razón práctica, pero no se olvidó en manera alguna
de los fines, de los «fines que son deberes», en su filosofía mo-
ral; y, cuando señalaba como fines que son deberes el deber de
procurar la propia perfección y el deber de procurar la felici-
dad ajena15, parecería lo natural llamar al primero una norma
ética y al segundo una norma moral, si no fuera porque la in-
sistencia en seguir distinguiendo a este respecto entre «ética»
y «moral» comienza a dar la sensación a estas alturas, en el con-
texto por lo menos de la filosofía moral kantiana, de constituir
un derroche de sutileza y hasta un empeño maniático. Con el
permiso de Habermas prescindiremos, pues, de dicha distin-
ción a la hora de abordar el tratamiento dispensado por la fi-
losofía moral kantiana a aquellos fines por excelencia, o «fines
en sí mismos», que son los habitantes del reino de los fines.
Hasta aquí únicamente hemos tomado en consideración la
versión del imperativo categórico o «principio de la moral»
kantiano que lo reduce al principio de universalización, dado
que esa versión es, en efecto, objeto predilecto de la atención

14 Véase el capítulo V «Entre el liberalismo y el libertarismo (Reflexiones

desde la ética)», ae mi libro Desde la perplejidad, México-Madrid-Buenos Ai-


res, 1990, págs. 153-208 (existe traducción parcial de ese capítulo al alemán
por Ruth Zimmerling, en J. Muguerza, Ethik der Ungewissheit, Friburgo-
Munich, 1990).
15 Kant, Metaphysik der Sitten, Werke, Akademie-Ausgabe, vol.VI, pági-

nas 385 y sigs.


de Habermas. Para nuestros propósitos podríamos igualmente
habernos valido de otra versión del mismo —la consistente en
la prescripción de «No llevar a cabo ninguna acción por otra
máxima que aquella que pueda ser una ley universal y por ende
tal que la voluntad, a través de su máxima, pueda a la vez con-
siderarse a sí misma como umversalmente legisladora»—, ver-
sión que, incorporando el principio de universalización según
se echa de ver, subraya además la decisiva particularidad de
ue semejante legislación moral universal ha de ser hecha ra-
icar en una voluntad moral autónoma, razón por la cual se
suele conocer dicha versión como «principio de autonomía».
Mas la versión que ahora hace al caso traer a colación es to-
davía otra que Kant sitúa entre las anteriores, atribuyéndole
por tanto una indudable centralidad en su «sistema de los im-
perativos categóricos»: la versión que prescribe «Obra de tal
modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en
la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y
nunca meramente como un medio», a la que cabría dar el nom-
bre de «principio de la humanidad como un fin en sí»16. Este
último principio otorga su sentido a la definición kantiana del
reino de los fines como «la sistemática asociación de una di-
versidad de seres racionales bajo leyes comunitarias», cuyos
miembros pertenecen a ella «cuando cada uno forma parte de
la misma como colegislador, pero también cuando a su vez se
halla sometido a dicha legislación que rige para todos», de
suerte que «la moralidad vendría a ser aquella condición ex-
clusivamente en virtud de la cual puede un ser racional cons-
tituirse en un fin en sí mismo, puesto que sólo gracias a ella le
es dado pertenecer como miembro a un reino de los fines».
Identificado con el de los fines, el reino de la moralidad sería,
así pues, aquel cuyos legisladores legislarían a un tiempo «au-
tónomamente» y «umversalmente», razón por la que se podría
concluir que el principio de la humanidad como un fin en sí
sintetiza ae algún modo los de autonomía y universalización.

16 De entre las muchas maneras posibles de denominar a esta formula-

ción kantiana del imperativo categórico, me decido por la denominación de


«principio de la humanidad como un fin en sí» de acuerdo con el uso que
se hace de la misma en la tesis doctoral, aún inédita, de José Luis Colomer,
Principios de libertad y derecho de la humanidad: La teoría de la justicia de
Immanuel Kant, Universidad Autónoma de Madrid, 1994.
La fascinación ejercida sobre la filosofía del discurso por la
doctrina kantiana del reino de los fines es cualquier cosa me-
nos sorprendente. Apoyado en Rousseau, Kant preludia en ella
el ulterior tránsito hegeliano-marxista «del yo al nosotros», aun
sin llegar a instalar a ese nosotros —como lo harían, cada uno
a su manera, Hegel o Marx— en la historia y la sociedad. En
efecto, el «nosotros» del reino de los fines es todavía un
nosotros trascendental, cuyo paso adelante sobre un solipsista
«yo trascendental» no consigue arrancarle, sin embargo, de su
abstracta indefinición socio-histórica. Ello no obstante, se ha
dicho alguna vez que intentos como el de Apel de «transfor-
mación lingüística de la filosofía trascendental clásica» podrían
haberse ahorrado por lo menos la mitad del recorrido si, en lu-
gar de partir del yo de la «pura apercepción» de la Crítica de
la razón pura, lo hubiesen hecho del «nosotros» de la Funda-
mentación de la metafísica de las costumbres11. En cuanto a Ha-
bermas, lo cierto es que se muestra bien consciente de las limi-
taciones de la hazaña kantiana, que mantiene encerrados a los
subditos del reino de los fines, en cuanto «seres (exclusiva-
mente) racionales», dentro de las fronteras del mundo noumé-
nico. Kant no descarta que esos súbditos, en la medida en que
exhiben una serie de «diferencias personales», puedan perse-
guir «fines privados» o intereses contrapuestos e incompatibles
entre sí, mas la consideración de los sujetos morales como se-
res racionales impone hacer abstracción de las primeras y pres-
cindir de los segundos, esto es, prescindir de los fines interesa-
dos recogidos en sus máximas de conducta irremisiblemente
particulares y, por consiguiente, no universalizables. En cuyo
caso, una vez expurgados de intereses los sujetos morales, nada
habría que se oponga a la armoniosa conciliación de su auto-
nomía legisladora y de la universalidad de su legislación moral,
legislación que sería rigurosamente el fruto de una voluntad ra-
cional común a todos ellos.
Como antes se consignó, el recurso habermasiano a un uso
moral-discursivo de la razón práctica pretende ir más allá de
esa conciliación abiertamente tautológica de autonomía y uni-

17 Cfr. mi trabajo «Habermas en el "reino de los fines" (Variaciones so-

bre un tema kantiano)», Dianoia, 33, 1987, págs. 17-52, asimismo recogido
en Esperanza Guisán (ed.), Esplendor y miseria de la ética kantiana, Barce-
lona, 1988 y parcialmente traducido en Ethik der Ungewissheit.
versalidad morales, conciliación que habría ahora de confiarse
a las virtualidades del diálogo racional o del discurso. Por otra
parte, Habermas tratará de rescatar a la población del reino de
los fines de su confinamiento en el topos hyperouránios de la
metafísica de las costumbres y conducirla a la tierra de promi-
sión del «pensamiento postmetafísico»18. Pero su prevención
frente a la libertad negativa (Freiheit der Willkür) nos advierte
de que no está dispuesto a renunciar a una caracterización
«fuerte» de la voluntad racional (Wille), esto es, la voluntad
kantianamente determinada por la razón práctica, depositaría
de la auténtica libertad (Freiheit des Willens)4.

E n el terreno de la validez de la ley moral, los límites de la


determinación de la voluntad a través de la razón práctica no
están trazados ni en virtud de disposiciones accidentales ni en
virtud de la historia vital o la identidad personal: sólo la vo-
luntad regida por el juicio moral, y en cuanto tal íntegramente
racional, puede ser llamada autónoma 1 9 .

Y así como la razón, la razón práctica, era en Kant común


a todos los sujetos morales —lo que contribuía a que igual-
mente lo fuera la voluntad racional—, también Habermas as-
pirará a poder hablar de una voluntad racional común, si bien
ya no metafísicamente «dada» de antemano sino discursiva-
mente «formada» bajo el reclamo de su materialización en un
«consenso racional»20. Lo que Habermas pretende hacer con
Kant no es, pues, ponerlo cabeza abajo sino sobre sus pies,
¿pero es ésa la única manera de afincar en la tierra a la filoso-
fía moral kantiana?
Como quedó asimismo consignado anteriormente, la mo-
ralidad kantiana no sólo se hallaba recluida según Habermas
en el mundo nouménico o inteligible —en cuanto diferente del
fenoménico o sensible—, sino remitía al plano trascendental de

18 Remito aquí al trabajo antes citado en la nota 6, donde se comenta la

obra de Habermas, Nachmetaphysisches Denken (Philosophische Aufsätze),


Francfort del Main, 1988 (traducción castellana de Manuel Jiménez Re-
dondo, Madrid, 1990).
19 Habermas, «Vom pragmatischen, ethischen und moralischen Ge-

brauch der praktischen Vernunft», págs. 109-10.


2 0 Sobre este punto puede verse mi ya citado «Habermas en el "reino de

los fines"», así como Desde la perplejidad, cap.VII, passim.


la «conciencia en cuanto tal». Ahora bien, la conciencia tras-
cendental —o conciencia de ese hipotético sujeto con mayús-
cula que era para Kant el Sujeto Trascendental— organizaba
la experiencia de los sujetos reales de conocimiento, a través
del condicionamiento espacio-temporal de su intuición empí-
rica o del sometimiento de sus juicios fácticos a las categorías
y los principios que gobiernan su actividad intelectiva, con una
rigidez e inflexibilidad sin parangón en lo que se refiere a la
organización de la experiencia, la experiencia moral, de los su-
jetos morales. Por más artificiosamente que el Kant de la Crí-
tica de la razón práctica se esfuerce en someter el funciona-
miento de esta última a una ortopedia hasta cierto punto, sólo
hasta cierto punto, semejante a la que articula el funciona-
miento de la razón teórica, la conciencia moral —la Gewissen
definida en la Metafísica de las costumbres, a lo San Pablo,
como «la conciencia (Bewusstsein) de un tribunal interno al
hombre»—21 no parece pender del «punto culminante» {der
höchste Punkt) de la conciencia en cuanto tal y hasta es dudoso
que quepa hablar de una «conciencia moral en cuanto tal», una
Gewissen überhaupt, toda vez que «la voz de la conciencia»
{die Stimme des Gewissens) no es emitida, ni escuchada, por
ningún fantasmagórico Sujeto Trascendental, sino por un «su-
jeto con minúscula» o sujeto de carne y hueso. Los sujetos mo-
rales son por antonomasia sujetos de esa índole, de suerte que
un abuso de la abstracción —a la manera en que es abstracto,
aun si tal vez inocentemente abstracto, el tratamiento del co-
nocimiento científico esquematizado por tal o cual teoría epis-
temológica— podría desvirtuar y hasta arruinar la idea que nos
hagamos de sus experiencias, que es lo que ocurre a veces con
las filosofías morales excesivamente proclives al esquematismo.
Detengámonos brevemente, antes de proseguir, en una somera
exploración de esa «conciencia moral» —no descarnada ni
deshuesada, a diferencia de la conciencia en cuanto tal— en la
que habría de ventilarse la cuestión de la ley moral.
Kant sostenía que «todo hombre tiene conciencia moral» y
que, por más que trate de huir de ella o no prestarle atención,
«no puede en ningún caso dejar de oír la voz de su concien-
cia»22. Se podría pensar que exageraba al sostener tal cosa ya

21 Kant, Metaphysik der Sitten, pág. 438.


22 Ibid., ob. cit.
ue, después de todo, no deja de resultar dudoso que la voz
e una conciencia moralmente ineducada consiga no digo ha-
cerse oír, sino ni tan siquiera romper a hablar, de la misma
manera que —sin la educación moral que habitúa al hombre
a prestarle oídos— parece harto improbable que éste se
sienta alguna vez interpelado por la voz de su conciencia (y
todo ello por no hablar de la compleja estratificación e in-
terconexión de los diversos registros de esa voz con los que
estamos bien familiarizados desde Freud). Lo que describe
Kant como un rasgo de la naturaleza humana quizá no pase,
ues, de reducirse a una contingencia de la constitución del
ombre como un sujeto moral, con anterioridad a la cual
haya que conceder la posibilidad de la mudez y la sordera de,
ante, la voz de la conciencia, tal y como con posterioridad
abría que conceder que la voz de la conciencia permanece
frecuentemente sumida en la afonía y que solemos hacer, con
no menos frecuencia, oídos sordos a su llamado. Pero, por
contingente que sea la constitución de un ser humano como
sujeto moral, una fenomenología moral medianamente digna
de ese nombre no tiene a buen seguro otro remedio que asig-
nar al sujeto así constituido alguna forma de conciencia mo-
ral. Haciendo un libre uso de una serie de conceptualizacio-
nes de Aranguren, podríamos atribuir a esa dimensión de la
moralidad la denominación de «moral como estructura», es
decir, aquella estructura de nuestra subjetividad que —una
vez adquirida— nos convierte en constitutivamente morales,
lo que sencillamente significa que no nos sería dado ya ser
«amorales», aun cuando semejante moralidad genérica deje
abierta ante nosotros la doble posibilidad de comportarnos
moral o inmoralmente, esto es, la doble posibilidad de ser es-
pecíficamente «morales» o «inmorales». Naturalmente, la
moral como estructura no agota el repertorio de dimensiones
de la moralidad, dentro del que asimismo cabe hablar de la
moral como contenido y la moral como actitud23. Por lo que
hace a la «moral como contenido», es obvio que los conteni-
dos que advienen a la conciencia moral proceden del con-
texto social y la época histórica que al sujeto le han tocado
en suerte vivir, pues no todos los sujetos morales se encuen-

23 José Luis L. Aranguren, Ética, Madrid, 1958 y Propuestas morales, Ma-

drid, 1983 (recogidas en Obras completas, ed. de Feliciano Blázquez, vol. II,
Madrid, 1994).
tran en situación o tienen ocasión de inventárselos como
acaso hayan hecho, si lo hicieron, los grandes moralistas y re-
formadores morales de cualquier tiempo o lugar; pero aun-
a u e , en un cierto sentido, la moral como contenido —que ha-
a expresión en códigos morales, ideologías y formas morales
de vida— sea siempre «convencional» en términos de Kohl-
berg, su apropiación autónoma, o su autónomo rechazo, por
parte de un sujeto moral que cree contar con buenas razones
para decidir una cosa u otra instala a éste en la postconven-
cionalidad, con lo que entramos en la dimensión de la «mo-
ral como actitud». Ante la terminante prohibición moral de
matar, pongamos por ejemplo, el sujeto moral puede tenerse
que enfrentar con la necesidad de tomar una grave decisión,
como la de acatar aquella prohibición o de incumplirla, sin-
tiéndose acuciado a recurrir a cuantos usos de la razón prác-
tica se hallen a su disposición, desde el cálculo de las conse-
cuencias de su acción (¿es lícito matar en defensa de una
víctima inocente, incluida la defensa de la propia vida en in-
superable peligro si no lo hace?) a profundas razones de au-
toestima (¿podrá volverse a mirar ante un espejo tras haber
matado a un semejante?) o compasión (¿cómo no experi-
mentar una indecible angustia ante la magnitud del daño in-
fligido a otro al quitarle la vida?). Junto a estos usos mono-
lógicos o intrasubjetivos de la razón práctica llevados a cabo
en la interioridad de la conciencia del sujeto, éste también po-
dría acudir —en las mismas u otras circunstancias, no nece-
sariamente menos dramáticas— a usos dialógicos o intersub-
jetivos, esto es, moral-discursivos de aquélla, sea a título
imaginativo o en la realidad efectiva, como en el caso de un
debate público sobre la pena de muerte, etc. Pero cualquier
sujeto, aisladamente considerado o inmerso en un discurso
multitudinario, podría fallar en su razonamiento, no dar con
las razones pertinentes o no saber apreciar su pertinencia in-
cluso a pesar de haber dado con ellas y, al final, todo lo que
le quedaría es pedir ser juzgado —a ser posible con mayor
benevolencia de la que acaso él sea capaz de prodigar al juz-
garse a sí mismo— por la honesta intención con que tratara
de aproximar su voluntad a los requerimientos de la ley mo-
ral. La moral como actitud es otro nombre para lo que Kant
dio en llamar la «buena voluntad» y se traduce, en la des-
cripción que Aranguren nos ofrece de ella, en «una actitud
cuya única guía es la conciencia moral, sujeta a todas las li-
irritaciones que se quieran pero, en última instancia, irreduc-
tible»24.
Pero retornemos al principio de la humanidad como un fin
en sí, que se presta mejor que cualquier otra versión del im-
perativo categórico kantiano a la interpretación negativa y en
definitiva individualista que nos es ya familiar, en el bien en-
tendido de que dicho individualismo nada tendría que ver para
nosotros con ningún género de individualismo posesivo y po-
dría incluso merecer la calificación de «individualismo ético»,
como propondré por mi parte que lo denominemos. El propio
Kant nos suministra la clave para semejante interpretación
cuando establece que —a diferencia de aquellos «fines relati-
vos» que podemos tratar de realizar con nuestras acciones y
que generalmente son medios para la consecución de otros fi-
nes, como, pongamos por ejemplo, el bienestar o la felicidad—
«el fin (que el hombre es en sí mismo) no habría de concebirse
como un fin a realizar, sino como un fin independiente y por
tanto de modo puramente negativo, a saber, como algo contra
lo que no debe obrarse en ningún caso»25. Bajo su apariencia
gramaticalmente afirmativa, lo que el principio «Obra de tal
modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en
la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y
nunca meramente como un medio» viene a prescribirnos es, en
rigor, lo que no debemos hacer. Y de ahí que yo mismo, si se
me excusa la autocita, le haya llamado alguna vez «el impera-
tivo de la disidencia» en relación con el problema de la fun-
damentación de los derechos humanos, por entender que —a
diferencia del principio de universalización (que suele hallarse
en la base del intento de fundamentar la adhesión a valores
como la dignidad, la libertad o la igualdad)— «lo que ese im-
perativo habría de fundamentar es más bien la posibilidad de
decir "no" a situaciones en las que prevalecen la indignidad, la
falta de libertad o la desigualdad»26. Antes que con cualquier

24 Véase la entrevista de J. Muguerza, «Del aprendizaje al magisterio de

la insumisión (Encuentro con José Luis L. Aranguren)», en Eduardo López-


Aranguren, Javier Muguerza y José María Valverde, Retrato de José LUÍS L.
Aranguren, Madrid, 1993, págs. 66-88, pág. 86.
25 Kant, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Werke, Ak., vol. IV,
página 437.
26 Véase «La alternativa del disenso (En torno a la fundamentación ética

de los derechos humanos)», en J. Muguerza y otros, El fundamento de los de-


clase de «consenso», que no hay por qué descartar que se pro-
duzca ulteriormente, nuestro principio tendría, así pues, que
ver con el «disenso».
El papel del disenso en la historia de la conquista de los
derechos numanos es difícil de exagerar, puesto que dicha his-
toria es una historia de disidencias, es decir, una historia de
los esfuerzos de individuos que lucharon por ellos integrados
en movimientos disidentes: primero, la burguesía emergente;
luego, las clases trabajadoras; después, los pueblos coloniza-
dos; más tarde, las minorías étnicas de las metrópolis; hoy, en
fin, las mujeres, los homosexuales y otros sectores marginados
de la sociedad, etc.; un proceso en marcha, a lo largo del cual
el objetivo del disenso na sido siempre la ruptura de algún
consenso antecedente con vistas a lograr, sobre sus ruinas, la
edificación de nuevos consensos27. Por descontado, la impor-
tancia del disenso en la génesis del reconocimiento de los de-
rechos humanos no autoriza en sí misma la atribución a ese
disenso de pareja importancia en lo tocante a la justificación
de tales derechos, pues no es cosa de confundir a este respecto
los llamados «contexto genético» y «contexto justificatorio».
Y si llegara a hablarse de una «fundamentación» disensual de
los derechos humanos, el entrecomillado nos avisaría de que
aquella palabra sólo puede entenderse en el sentido «anár-
quico», declaradamente antifundamentalista. de hacer des-
cansar sobre la pura y simple autonomía de los sujetos con-
cernidos la reivindicación de cualquier clase de derechos
humanos, comenzando por el derecho a ser sujetos de esos
mismos derechos, como cuando los seguidores de Martin Luther
King se limitaban a proclamar cada uno en su pancarta «Soy
un ser humano» {I am a human betng): el «derecho de la hu-
manidad», que diría Kant, se afirma contundentemente a tra-
vés de esa proclamación como una exigencia ética —expre-
sión que prefiero, por mi parte, a la un tanto confusa de
«derecho moral»— innegociable2®. Pero, naturalmente, la au-

rechos humanos, ed. de Gregorio Peces-Barba, Madrid, 1989, págs. 19-56,


página 43 (existe traducción inglesa de este trabajo por Philip Silver, en
Grethe B. Peterson, ed., The Tanner Lectures on Human Valúes, vol. X, Salt
Lake City-Cambridge, 1989).
27 Dolf Sternberger ha llamado la atención sobre este punto en su libro

Herrschaft und Vereinbarung, Fráncfort del Main, 1986, págs. 129 y sigs.
2 8 La expresión «derechos morales» (moral rights) debe su popularidad,

como se sabe, a Ronald Dworkin (cfr., por ejemplo, Taking Rights Seriously,
Cambridge, Mass., 1986 —traducción castellana de M. Guastavino, con Pró-
logo de Albert Calsamiglia, Barcelona, 1984—, A Matter of Principie, 1985
tónoma afirmación de esa exigencia por parte del sujeto disi-
dente no tendría por qué excluir la aspiración a unlversalizarla,
la universalidad ae los derechos humanos, y de lo que se trata
ahora no es tanto de defender el «primado de la autonomía»
frente al «universalismo ético» cuanto de ponernos en guardia
contra la operación de signo inverso auspiciada por falsos uni-
versalismos. Habermas ha hecho gala de una acusada sensibi-
lidad en la denuncia de semejantes falsos universalismos, como
lo muestra este elocuente párrafo:

Para romper las cadenas de una falsa generalidad... se han


requerido incesantemente, y siguen requiriéndose hasta hoy,
movimientos sociales y luchas políticas que nos permitan
aprender — a partir de las dolorosas experiencias y los irrepa-
rables sufrimientos de los humillados y ofendidos, de los mal-
tratados y asesinados— que nadie puede ser excluido en nom-
bre del universalismo moral, ni las clases menos privilegiadas,
ni las naciones expoliadas, ni las mujeres domesticadas, ni las
minorías segregadas... 29 .

Y es precisamente a la hora de preguntarnos en qué con-


siste un auténtico universalismo, en cuanto diferente de los fal-
sos universalismos, cuando se impone según Habermas centrar
nuestra atención en el uso moral-discursivo o discursivamente
moral de la razón práctica. En el pasado, Habermas ubicaba la
dilucidación de lo que fueran «intereses generalizables» —con-
trapuestos por tanto a los intereses particulares insusceptibles
de convertirse en interés común o general— en el marco de un
diálogo tendente a aproximarse a una «situación ideal de ha-
bla» o de diálogo tal que todos los participantes en aquél pu-

es Law's Empire, 1986), pero —frente a ese extraño híbrido de derecho y


ética— parece preferible reconocer que los derechos humanos presentan un
rostro iánico, una de cuyas caras reviste un perfil ético y la otra un perfil ju-
rídico (en su libro Derechos fundamentales, Madrid, 4" ed., 1983, págs. 24 y
sigs., Gregorio Peces-Barba ha propuesto, en una vena semejante, una «con-
cepción dualista» de los derechos humanos que trata de «integran) —frente
a iusnaturalistas e iuspositivistas— la condición de «valores» de aquéllos, con
anterioridad a su reconocimiento en un texto legal, y su condición de «nor-
mas jurídicas» una vez legalmente reconocidos; cfr., asimismo sus Escritos
sobre derechos fundamentales, Madrid, 1988, especialmente págs. 215-26).
23 Habermas, «Vom pragmatischen, etischen und moralischen Gebrauch

der praktischen Vernunft», págs. 115-6.


D E LA CONCIENCIA AL DISCURSO... 85

dieran por igual hacerse oír, dependiendo el posible acuerdo


entre los mismos tan sólo de la fuerza del mejor argumento y
no de ninguna otra forma de coerción, situación que podía su-
gerir tanto una «idealización de la realidad» más o menos en-
gañosa cuanto la incitación a la «realización de un ideal» más
o menos utópico. En cualquier caso, y tras haber abandonado
«por su idealismo» el recurso a esa ficáón, pasaría finalmente
a hablar de la inserción de nuestras situaciones reales de diá-
logo en el seno de una comunidad ilimitada de discurso —ili-
mitada, esto es, en el espacio social y el tiempo histórico—, co-
munidad cuya ¿limitación habrá de permitir a los interesados
trascender la provincianidad de cualquier contexto socio-his-
tórico en el que sea llevada a cabo su argumentación30. Pero
no está ni mucho menos claro que con este nuevo modo de ha-
blar se haya borrado todo rastro de idealismo de los plantea-
mientos de Habermas. Al fin y al cabo, la idea de una «comu-
nidad ilimitada de discurso», estrechamente emparentada con
la de una «comunidad de discurso universal» (community of
universal discourse) de Mead, se remonta, como ésta, a la de
una «comunidad ilimitada de los investigadores» (indefinite
community of investigators) de Peirce, quien tendía a conside-
rar el desacuerdo como una «anomalía» en el uso de la razón
y se mostraba convencido de que, si todos fuéramos capaces
jor igual de argumentar racionalmente, todos acabaríamos «a
Ía larga» {in the long run) por compartir una común «opinión
final» (ultímate opinion). Y, como Apel se ha cuidado de po-
ner de relieve, esa opinión final sería algo así como el equiva-
lente funcional de aquel punto culminante de la conciencia
trascendental kantiana que antes veíamos y del que dependía,
en última instancia, la objetividad de nuestro conocimiento
para Kant31. No hay que decir que Habermas no es Peirce,

3 0 Cfr. la versión que el propio Habermas ofrece de la evolución de su

punto de vista a este repecto en la entrevista concedida a Torben Hviid Niel-


sen, «Jürgen Habermas: Moralität, Gesellschaft und Ethik», recogida en el
libro Die nachholende Revolution, Fráncfort del Main, 1990 (traducción cas-
tellana de dicha entrevista por Hans Sattele y María Herrera en el libro edi-
tado por esta ultima, varias veces citado, págs. 79-118).
31 Karl-Otto Apel, «Von Kant zu Pierce: Die semiotische Transformation

der transzendentale Logik», en Transformation der Philosophie, 2 vols.,


Fráncfort del Main, 1973 (traducción castellana de Adela Cortina, Jesús Co-
nill y Joaquín Chamorro, Madrid, 1985), vol. II, págs. 157-77.
pero cabría sin duda preguntarse cuánto del parentesco entre
sus respectivas «comunidades ilimitadas» no se deja traslucir
en la idea habermasiana de que también el discurso moral tiene
por norte, gracias a la actuación en su interior del principio
discursivo de universalización, la obtención de un consenso ra-
cional en torno a un «interés general», más o menos exigido
por los presupuestos necesarios o las «pretensiones de validez»
del discurso mismo32. La analogía entre las pretensiones de va-
lidez representadas por la verdad (Wahrheit) y la rectitud
(Richtigkeit), que respectivamente habrían de dar sentido al
discurso teórico y al discurso práctico, se instala en una cota
demasiado alta cuando la avizoramos desde la perspectiva del
consenso, esto es, desde una perspectiva que atiende más al re-
sultado que al proceso mismo de la argumentación, como acer-
tadamente ha señalado Seyla Benhabib33. Y desde iuego habría
cotas más bajas en que instalar aquella analogía o maneras más
sobrias de abordarla, como la consistente en hacer nuestro el
dictum de Lessing según el cual:

Si Dios tuviese en su mano izquierda la tendencia a la ver-


dad (o. para nuestro caso, la rectitud) y en su mano derecha la
verdad misma (o la rectitud misma), y si yo pudiera elegir en-
tre las dos, le diría: Señor, dame la tendencia a la verdad (o la
tendencia a la rectitud), puesto que la verdad (o la rectitud)
está hecha sólo para Ti.

Donde la tendencia a la verdad sería ahora esa forma de


«buena voluntad» que llamamos veracidad y la tendencia a la
rectitud sería esa forma de «veracidad» que llamábamos antes
la buena voluntad o la autenticidad de la actitud moral, sin la

32 El interés de Habermas por el «interés general» como núcleo objetivo

del «consenso racional» —que algunos comentaristas creyeron ver mitigarse


tras el ocaso de la «doctrina de los intereses rectores del conocimiento», con
la que nunca llegaría a coincidir exactamente, de Erkenntnis und Interesse
de 1968 (cfr., por ejemplo, la madrugadora recensión de la Teoría de la ac-
ción comunicativa debida a Anthony Giddens, «Reason without Revolution?
Habermas's Theorie des kommunikativen Handelns», Praxis International,
2, 1982, págs. 318-38)— parece haber permanecido invariable desde su Le-
gitimationsprobleme in Spätkapitalismus de 1973 a la «Diskursethik».
33 Seyla Benhabib, Situating the Self. Gender, Community and Postmo-

dernism in Contemporany Ethics, Nueva York, 1992, pág. 35.


osadía por nuestra parte de suplantar en ningún caso lo que ha
llamado Putnam «el punto de vista de Dios» y procurando
evangélicamente impedir que ninguna secularización de ese
punto de vista en una supuesta «comunidad ideal de comuni-
cación» permita a la mano izquierda de Dios saber lo que está
haciendo su derecha y hacérnoslo saber a los simples mortales.
La aspiración al reconocimiento universal de los derechos hu-
manos, para volver a nuestro tema, trasciende su acantona-
miento provinciano en contextos sociales o épocas históricas,
pero ha de cobrar cuerpo en unos y otras, pues la instrumen-
talización del ser humano o su reducción a un mero medio no
es la misma en una sociedad esclavista que en una sociedad in-
dustrial, como tampoco es lo mismo su opresión política, su
explotación económica o su abuso sexual. El derecho de la hu-
manidad, decíamos antes, es innegociable, pero así como la au-
tonomía de los individuos que reivindican su concreción en ta-
les o cuales derechos humanos puede y debe ser directamente
ejercida por los interesados, su universalidad ha de ser so-
ciohistóricamente construida y esa construcción, la construc-
ción de los derechos humanos universales en tanto que dere-
chos y no ya simples exigencias éticas o morales, nos obliga a
salir del estricto ámbito de la ética o la moralidad para entrar
en el ámbito jurídico y a fin de cuentas político, un cambio este
de escenario en el que Habermas da a veces la impresión de
asignar al punto de vista moral-discursivo el desempeño de una
función de «pasillo» o mediación entre uno y otro ámbito
mientras que en ocasiones propende en cambio a describir he-
gelianamente la situación en su conjunto como si se tratara
punto menos que de «la superación de la mera moral»34. En
el primero de ambos casos, se corre el serio riesgo de una «mo-
ralización» irrealista de lo jurídico y político, paradójicamente

>4 Puesto que a nadie le pasará desapercibida la prosapia hegeliana de esa

superación de la mera moral, hay razones para sospechar que la pregunta de


Habermas acerca de «si las objeciones de Hegel a Kant afectan también a la
ética del discurso» (cfr. «Treffen Hegels Einwände gegen Kant auch auf die
Diskursethik zu?», en Erläuterungen zur Diskursetbik, págs. 9-30; traducción
castellana de este texto por Manuel Jiménez Redondo en Jürgen Habermas:
Escritos sobre moralidad y eticidad, Barcelona, 1991, con Introducción del
traductor) no es una pregunta puramente retórica y merece una respuesta
afirmativa, siquiera sea en el sentido de que Habermas parece haberlas to-
mado muy en cuenta.
acompañada si se tercia de su «desmoralización» en aras de
instancias sistémicas, mientras que en el segundo se corre el
riesgo no menos serio de una improcedente «juridización» y
«politización» de lo moral o ético. Y me temo que en nin-
guno de los dos casos salga muy bien parado el individua-
lismo ético.
Dejando al derecho a un lado de momento, la teoría ha-
bermasiana del consenso racional como expresión de una efec-
tiva voluntad general, en cuanto diferente de una simple agre-
gación de voluntades particulares, descansa en la idea de que
el punto de vista moral-discursivo funciona —valiéndose de la
hoja del principio discursivo de universalización— como «un
cuchillo que efectúa un corte entre "lo bueno" y "lo justo"»,
esto es, entre lo que los individuos o los grupos de individuos
entiendan por la vida buena, a título personal o comunitario,
y lo que entiendan por la realización de la justicia, sea a escala
de una comunidad determinada, sea a escala de la humanidad
en su conjunto35. ¿Pero cómo podemos estar seguros de que
el filo de aquella hoja sea lo suficientemente cortante como
para garantizar un limpio tajo en la espesa urdimbre que en-
trelaza unas con otras las diferentes capas del discurso prác-
tico? Como al comienzo insinuábamos, de la limpieza de ese
tajo cabe dudar ya al nivel de las acciones del sujeto moral in-
dividual, pero a fortiori cabrá hacerlo cuando nos situamos en
el nivel de la política. Pues los individuos y grupos de indivi-
duos que tratan de concertar acuerdos a ese nivel acuden a la
concertación inevitablemente pertrechados de sus respectivas
concepciones del bien privado y público. Y, siendo así, es du-

3 ' En una de las más recientes acuñaciones de esa bien conocida fór-

mula, Habermas se sirve de ella como preventivo no sólo contra la tenta-


ción «contextualista» sino también contra la tentación «individualista» de
interpretar como continuos los usos ético y moral de la razón práctica:
«Si concebimos las cuestiones prácticas como cuestiones relativas a la "vida
buena" (o a la "realización de uno mismo"), en conexión según los casos con
la totalidad de una forma de vida dada o la totalidad de la historia de una
vida individual, el formalismo ético traza de hecho una línea divisoria: el
principio de universalización funciona como un cuchillo que opera una in-
cisión entre "lo bueno" y "lo justo" ("das Gute" und "das Gerechte"), entre
los juicios evaluativos y los estrictamente normativos» («Was macht eine Le-
bensform rational?», en Erläuterungen zur Diskursethik, págs. 31-48,
págs. 34-5.)
doso que cualquier acuerdo imaginable consiga ir más allá de
la humilde plasmación de la voluntad de todos en tales o cua-
les formas de «compromisos», la peor de las cuales, si bien con
la excepción de todas las restantes, sería la de la sumisión de
dicha voluntad a la regla de la mayoría, complementada por la
salvaguardia del respeto y la protección de las minorías, in-
cluidas aquellas minorías que son los propios individuos y sus
derechos elementales, más cuantas cautelas quieran adoptarse
en orden a evitar el funcionamiento puramente mecánico y
presumiblemente injusto de aquella regla36. Que ni aún así ha-
bría quedado definitivamente consumada la tarea de realizar la
justicia, lo demostraría la previsibilidad de que inextinguible-
mente se renueve la protesta disidente, pues la democracia está
lejos de poder hacer realidad el sueño de la instauración del
Reino de Dios sobre la Tierra. Y en la medida en que la pro-
pia democracia sea a su vez más un ideal de regulación de la
convivencia ciudadana que una realidad acabada, ni tan si-
quiera cabe excluir que la protesta disidente se manifieste en
ocasiones bajo formas violentas como único recurso desde el
que hacer frente a la violencia con que el poder político in-
tentara acallarla o reprimirla: todo lo que el cuchillo del punto
de vista discursivo-moral podría intentar aquí es un corte en-
tre la ética o la moral y la política, esto es, un corte que permita
criticar desde la ética o la moral a la política cuando ésta sea
injusta, lo que quizá no colme sus ambiciones pero al menos
las exoneraría de servir de coartada a la injusticia, por men-
cionar un uso nada raro que tienden a hacer de ellas los polí-
ticos. Y, ciertamente, no hay que desdeñar la contribución que
aquel punto de vista podría aportar a los efectos de hacernos
entender que, siendo la violencia ética o moralmente injustifi-
cable, tampoco es fácil condenarla ética o moralmente sin hi-
pocresía cuando a los violentos les ha sido vedado previamente
todo acceso al diálogo. Pero como Thomas McCarthy recien-
temente ha recordado, Habermas no parece contentarse con
menos que una «teoría política de la moral» y una «teoría mo-
ral de la política» presididas de consuno por el principio dis-
cursivo de universalización, lo que dista de ser realista en

3 6 Cfr. Elias Díaz, De la maldad estatal y la soberanía popular, Ma-


drid, 1984, págs. 57 y sigs.
opinión del primero37. En sociedades crecientemente multi-
culturales como las nuestras, y no digamos en la sociedad mun-
dial a escala internacional, resulta muchas veces improbable
que las mismas razones tengan el mismo peso para distintos in-
dividuos y grupos de individuos con sistemas asimismo distin-
tos de valores —pensemos, por ejemplo, en cruciales cuestio-
nes de vida o muerte como las del aborto y la eutanasia—, lo
que torna extraordinariamente problemático el paso de «yo
quiero» al «nosotros queremos» del consenso habermasiano
racionalmente motivado y sugiere la posibilidad, o mejor dicho
la necesidad, de contentarnos con consensos menos exigentes,
exclusivamente limitados a la común aceptación de un orden
social tenido por el momento como justo y susceptible de aco-
plar en su seno los desacuerdos' que no cuestionen aquel
acuerdo básico, como en el caso del rawlsiano «consenso por
solapamiento» (overlapping consensus))s. Para Habermas, sin
embargo, la primacía ae lo justo sobre lo bueno habría de sol-
ventarse más en los términos de una disputa entre teorías cien-
tíficas rivales que no en los términos de Rawls, quien parece
inspirarse en el modelo de la coexistencia de credos diferentes
bajo condiciones de tolerancia religiosa: «El falibilismo (que
deja indecidida la contienda entre pretensiones de validez en
competencia) descansa en el reconocimiento de la indetermi-
nación de los procedimientos discursivos, en la limitación con-
textual de las informaciones y elementos de juicio disponibles
y, en general, en la provincialidad de nuestra condición finita
respecto del futuro, todo lo cual determina que no haya ga-
rantía de que quepa alcanzar en todos los casos un consenso
racionalmente motivado. La idea de un "desacuerdo razona-
ble" nos permite dejar sin decidir las correspondientes pre-
tensiones de validez [me apresuro a aclarar que no puedo por
menos de atribuir a un lapsus de Habermas el hecho de que
hable sin más en este punto de Wahrheitsansprüche, esto es, de
pretensiones de verdad -J. M.] al tiempo que seguimos soste-
niendo su carácter incondicional. Quien con esta mentalidad

37 Thomas McCarthy, «Practical Discourse: On the Relation of Morality

to Politics», en Ideals and Hussions. On the Reconstruction and Deconstruc-


tion in Contemporary Critical Theory, Cambridge, Mass.-Londres, 1991 (tra-
ducción castellana de Ángel Rívero, Madrid, 1992), págs. 181-200, pág. 181.
3 8 J. Rawls, Political Liberalism, ob. cit., págs. 133-72.
asume la coexistencia de concepciones del mundo contra-
puestas entre sí no necesita en modo alguno abandonarse re-
signadamente a un simple modus vivendi, pues, al mantener en
pie sus propias pretensiones de validez, se limita a remitir a un
futuro indefinido la posibilidad siempre abierta del con-
senso»39. De no haber sido por la obsesión «epistemológica»
de Habermas, pienso que también ahora Lessing —el Lessing,
esta vez, de la «parábola de los anillos»— le podría haber pres-
tado alguna ayuda, pues lo que se ventila en este caso tiene bas-
tante más que ver con «convicciones» éticas o morales de los
individuos que podrían prolongar su coexistencia indefinida-
mente, como los credos religiosos del modelo de Rawls, que
con creencias científicas sólo una de las cuales sería capaz, an-
dando el tiempo, de acreditar su verdad ante los ojos ae Dios,
en el discutible supuesto de que Este hiciera suya la epistemo-
logía popperiana con toda la parafernalia falibilista de una pro-
gresiva aproximación a la «verdad como correspondencia» a
través de sucesivos grados de «verosimilitud». Pero, puesto
que hemos hecho alusión a un orden social cuya justicia ten-
dría que acreditarse según Rawls en las instituciones, quizá
fuera el momento de aludir, aunque sea sólo de pasada, a la lla-
mativa ausencia de consideraciones éticas o morales en el acer-
camiento de Habermas —el Habermas, al menos, de la Teoría
de la acción comunicativa— a aquellos ámbitos institucionales
de la sociedad, como el mercado económico o la organización
administrativa, regulados por «mecanismos de control sistè-
mico», como la circulación del dinero o los aparatos del poder,
desde los que es posible «colonizar» la interacción del «mundo
de la vida» sin, al parecer, la contrapartida de una recíproca
penetración del mundo del sistema desde este último: cuando
se le ha hecho observar tal circunstancia, Habermas se ha li-
mitado a responder, como si se tratara nada más que de un pro-
blema metodológico:

La cuestión de cuál de dichos elementos incide sobre el otro


ha de ser tratada como una cuestión empírica y no puede ser
decidida de antemano desde un punto de vista analítico... (de
suerte que) la colonización del mundo de la vida o el control de-
mocrático de sistemas insensibles a las consecuencias externas

39 Habermas, «Erlauterungen zur Diskursethik», pág. 207.


que producen, considerado cada aspecto por su lado, consti-
tuyen dos perspectivas analíticas igualmente justificadas 40 .

Más grave que la indicada ausencia de reflexión ética o mo-


ral en el interior de la perspectiva sistèmica, metodológica-
mente discernible de cualquier otra perspectiva desde la que
acercarse a la política, sería en cambio la tentación —comple-
mentaria pero de signo inverso a la considerada hace un mo-
mento— de «politizar» la moralidad en lugar de «moralizar»
la política, politización o «institucionalización» de la morali-
dad en que entraría ahora en juego el derecho. La tentación le
viene a Habermas de antiguo, como cuando escribía —con el
beneplácito en otro tiempo de McCarthy— que en el modelo
discursivo «la contraposición entre las áreas respectivamente
reguladas por la moralidad y la legalidad queda relativizada y
la validez de todas las normas pasa a hacerse depender de la
formación discursiva de la voluntad; (y aunque) ello no excluye
la necesidad de normas coactivas, dado que hoy por hoy nadie
alcanza a saber en qué grado se podría reducir la agresividad
y lograr un reconocimiento voluntario del principio descur-
sivo, sólo en este último estadio, que por el momento no pasa
de ser un simple constructo, se convertiría la moralidad en es-
trictamente universal, en cuyo caso dejaría también de ser me-
ramente moral en los términos de la distinción acostumbrada
entre derecho y moralidad»; y semejante tentación parece ha-
ber cobrado un nuevo impulso desde que Habermas respon-
diera a la pregunta «¿cómo es posible la legitimidad a través de
la legalidad?» haciendo ver que, en el Estado de derecho, «la
moral ya no flota por encima del derecho» puesto que, aun sin
agotarse en él, «emigra al interior del derecho positivo», toda
vez que tanto una como otro se reducen a procedimiento —el
principio discursivo de universalización no era otra cosa, re-
cordemos, que una «procedimentalización» de los procesos de
toma de decisiones colectivas—, lo que da pie a pensar que
«un derecho procedimental y una moral procedimentalizada
pueden controlarse mutuamente»41. La distinción kantiana en-

4 0 Véase la entrevista con Torben H. Nielsen citada en la nota 30,

pág. 106.
41 La primera de aquellas citas procede de Legitimationsprobleme in Spät-
kapitalismus, Fráncfort del Main, 1973 (traducción castellana de J. L. Etche-
verry, Buenos Aires, 1975) y aparece glosada en T. McCarthy, The Critical
tre «moralidad» y «legalidad» permitía posponer a las calen-
das metafísicas, o mejor dicho teológicas, el sueño de una so-
ciedad exclusivamente regida por «leyes de virtud», pero a lo
que Habermas nos invita, según vemos, es más bien a que ha-
gamos virtud de la necesidad, para lo que indudablemente He-
gel podría sernos de más utilidad que Kant, pues no en vano
aquél trató de enmendarle a éste la plana subsumiendo la mo-
ralidad individual en la «moralidad social estatalmente institu-
cionalizada» {Sittlichkeit)A1. Cierto es que la institucionalíza-
ción de la moralidad que tiene Habermas in mente no es la
operada por el Estado prusiano de los tiempos de Hegel, sino
la operada por un Estado de derecho que es un Estado demo-
crático, como acostumbran a serlo, con todas sus imperfeccio-
nes, los Estados que rigen la mayor parte de nuestras socieda-
des occidentales, cuya Sittlichkeit podríamos hacernos la
ilusión de que en algún sentido es ya «postconvencional»,
siempre que diéramos por buena, claro está, la metábasis eis
állo génos consistente en trasplantar al terreno de la evolución
social categorías procedentes de la psicología del desarrollo
moral de los individuos43. Pero lo verdaderamente peligroso

Theoiy of Jürgen Habermas, Cambridge, Mass.-Londres, 2" ed., 1981 (tra-


ducción castellana de Manuel Jiménez Redondo, Madrid, 1991), págs. 330-
33; las siguientes lo hacen del ensayo «Wie ist Legitimität durch Legalität
möglich?», Kritische Justiz, 20, 1987, págs. 1-16, del que me ocupé en «La
alternativa del disenso», ob. cit., pág. 36 y sigs., y ha sido recogido en el apén-
dice Vorstudien und Ergänzungen) de Faktizität und Geltung. Beiträge zur
Diskurstheorie des Rechts und des demokratischen Rechtsstaats, Fráncfort del
Main, 1992.
42 He preferido traducir aquí Sittlichkeit mediante semejante circunlo-
quio, en lugar de acudir a su más sencilla y usual traducción por «eticidad»,
ara evitar confusiones con cualquier uso derivado del vocablo «ética» y su-
rayar de paso el carácter «institucional» que aquel término añade a la mo-
ralidad en el sentido en el que Habermas se refiere a ella en el presente con-
texto.
43 Habermas, en cualquier caso, no parece haber insistido desde Moral-

bewusstsein und kommunikatives Handeln en esa transposición de uno a otro


ámbito —y ya con anterioridad (cfr. «Geschichte und Evolution», en Zur Re-
konstruktion des historischen Materialismus, Fráncfort del Main, 1976, pági-
nas 200-60; traducción castellana de Jaime Nicolás y Ramón García Cota-
relo, Madrid, 1981) había disipado más de un equívoco acerca de su propia
manera de entender qué sea una «teoría de la evolución social»—, lo que a
su vez disipa cualquier temor de que estuviera dispuesto a traspasar al desa-
rrollo moral de la especie las conclusiones extraídas por Kohlberg de su es-
del trasplante es la sugerencia que entraña de que las decisio-
nes individuales y, por tanto, autónomas de los sujetos mora-
les seguirían siendo lo uno y lo otro tras quedar depositadas,
por así decirlo, en el derecho vigente, que por muy democrá-
ticamente respaldado que se halle no deja de erigir a ese de-
pósito en un orden coactivo y heterónomo. De su respaldo
democrático cabe, sin duda, extraer buenas razones para obe-
decer a un derecho promulgado por un poder legislativo re-
presentativo de la voluntad mayoritaria de sus electores, obe-
diencia que constituiría un deber moral de todo ciudadano en
una democracia con un régimen de división de poderes, pero
siempre habría de quedar abierta la posibilidad de esa forma
de disidencia que es la desobediencia al derecho de parte de un
individuo por razones de conciencia, es decir, cuando su con-
ciencia moral le obliga a desobedecer y situarse al margen de
la ley tenida desde ella como injusta, que es el caso, sin ir más
lejos, de los insumisos de nuestro país que no sólo objetan en
conciencia el cumplimiento del servicio militar sino se niegan
a efectuar la prestación sustitutoria del mismo prevista por la
ley44. «Obrar en conciencia», podría decir un iusfilósofo, no
es lo mismo que «obrar como es debido» ni tan siquiera desde
un punto de vista moral, pero un filósofo moral podría a su vez
responder a esa aseveración que —aun cuando nadie posea ja-
más la absoluta seguridad de estar haciendo lo que moralmente
debiera— hacer lo que en conciencia cree que debe hacer es
lo más lejos que le es dado ir a un individuo cuando pretende
cumplir con su deber moral, por lo que, en lo concerniente a
tal deber, no se divisa ya otra instancia más allá de la concien-
cia individual. La conciencia moral sólo se puede predicar de

tudio del desarrollo moral ontogenético, haciendo suyo a aquel nivel el de-
senfado con que este último procedía a amalgamar el «es» y el «debe» en su
provocativo manifiesto «From Is to Ought: How to Commit the Naturalis-
tic Fallacy and Get Away with It in the Study of Moral Development», re-
cogido en Lawrence Kohlberg, Essays on Moral Development, Nueva York,
3 vols., 1981-83, vol. I, págs. 101-89 (por mi parte, me hice eco de tal temor,
felizmente infundado, en Desde la perplejidad, págs. 308 y sigs.).
44 Entre nosotros, el espléndido ensayo de Felipe González Vicén «La

obediencia al Derecho», recogido en su libro Estudios de Filosofía del Dere-


cho, La Laguna, 1979, págs. 365-98, dio lugar a una encendida discusión, en
curso todavía, sobre la que puede encontrarse un buen resumen hasta la fe-
cha en Juan Ramón de Páramo, «Obediencia al Derecho: revisión de una po-
lémica», Isegoría, 2, 1990, págs. 153-61.
un individuo y de ahí que, por más que éste obtenga su indi-
viduación a través de la socialización, aquélla será siempre ra-
dicalmente solitaria, pues a la individualidad del sujeto moral
le conviene por excelencia su caracterización como ultima so-
litudo, que era como definía Duns Scoto la individualidad sin
más. Pero, además de no contradecir su originaria socializa-
ción, la soledad del sujeto moral tampoco contradice su pre-
sente socialidad, pues el sujeto moral es cualquier cosa menos
un idiótes. Lo que aún es más, su soledad no excluye en modo
alguno su solidaridad y de ahí que con Aranguren podamos ca-
racterizarlo a la vez como «solidariamente solitario» y como
«solitariamente solidario», situandolo a la base de lo que él
mismo da en llamar la «democracia como moral» o voluntad
de democracia, sobre la que a su vez ha de apoyarse la demo-
cracia entendida como institución. Lo que quiere decir que la
democracia como institución, incluido el derecho en cuanto
institución democrática, reposa en ultima instancia en la vo-
luntad de individuos cuyo individualismo nada tiene que ver
con ningún tipo de egoísmo racional, constreñido, por tanto,
a un uso puramente instrumental-estratégico de la razón prác-
tica, y tampoco excluye su entrada en procesos de formación
de una más amplia voluntad colectiva gobernados por un uso
moral-discursivo de aquella racionalidad; pero, no obstante, se
reserva para sí el intransferible reducto de la propia concien-
cia —donde tienen su asiento la ética y la moral, si cabe dis-
tinguir a una de otra y cualquiera que sea su distinción— para
desde allí consentir o disentir haciendo uso de las mejores ra-
zones a su alcance, que por buenas que sean no llegarán a ase-
gurarle nunca de acertar ni le aliviarán de la responsabilidad
de tener que elegir entre ellas por su cuenta. Discutiendo la te-
sis de una presunta autonomización del sistema jurídico, sin
descontar su autonomización sistèmica en el sentido de Luh-
mann, Habermas ha escrito sentenciosamente: «Ningún Dere-
cho autónomo sin una democracia efectiva»45, a lo que cabría
apostillar que tampoco ninguna efectiva democracia sin au-
ténticos individuos —esto es, sin sujetos morales autónomos—
y sin que dentro de la misma corresponda a la voluntad de cada
uno la última palabra.

4 5 Habermas, «Wie ist Legitimität durch Legalität möglich?», ob.

cit., päg. 16.


En resumidas cuentas, pues, habría que preguntarse si el
tan justamente celebrado tránsito de la conciencia al discurso
nos permite olvidarnos fácilmente del papel a desempeñar por
la conciencia moral individual. Supongo que Habermas sería
el primero en responder a esa pregunta con una rotunda ne-
gativa, pero no es a mí a quien corresponde decir si las conse-
cuencias extraídas de una respuesta así a lo largo del presente
trabajo encajan o no encajan con holgura en el conjunto de su
pensamiento. Más que forzar, para concluir, posibles coinci-
dencias, lo que me interesaría es descartar cualquier equívoco
que pudiera dar pábulo a innecesarias discrepancias: la reivin-
dicación del individuo en tanto que sujeto moral, con la sub-
siguiente recuperación de sus problemas de conciencia, no
tiene por qué dar la espalda al pensamiento postmetafísico ni
entrañar por lo tanto ningún retorno a la filosofía de la con-
ciencia misma.
Como ya se ha dicho, el sujeto moral reivindicado en nues-
tro plaidoyer no es el sujeto nouménico sino un sujeto de carne
y hueso cuyo reino no es el reino de los fines, sino sencilla-
mente el reino de este mundo. A mayor abundamiento, nada
tendría que ver tampoco con ningún género de yo sustancial,
ni un yo que se hallase sotapuesto al sujeto de carne y hueso
—lo que los griegos llamaban hypokeímenon, traducido por los
latinos como suhiectum— ni un yo que se hallase superpuesto
a este último, como lo que llamaban hypostasis los griegos y
tradujeron los latinos por persona. En especial, no se trata del
yo como sustancia autoconsciente de los inicios cartesianos de
la filosofía de la conciencia, un yo cuya autoconciencia vendría
a significar lo misino que autoconocimiento, ya que para poder
decir «yo pienso» necesita poder decir «yo me conozco». Sal-
vadas las distancias que hoy nos separan de Descartes, también
para ese último bastión de la filosofía metafísica de la con-
ciencia representado en la actualidad por el pensamiento de
Dieter Henrich y sus discípulos parece cumplirse tal correla-
ción entre autoconciencia (Selbstbewusstsein) y autoconoci-
miento {Selbsterkenntnis), que tiende a modelar la conciencia,
o el conocimiento, que de sí mismos tengan los «sujetos» como
si se tratase del conocimiento de otros tantos «objetos»46. La

46 Cft., no obstante, las oportunas matizaciones de esta tesis en Manfred

Frank, Selbstbewusstsein und Selbsterkenntnis. Essays zur analytischen Philo-


sophie der Subjektivität, Stuttgart, 1991, así como el balance histórico «Frag-
voz de alarma de Habermas a este respecto, insistiendo en ha-
cer del pensamiento postmetafísico un punto de no retorno de
la filosofía contemporánea, se halla lo suficientemente difun-
dida entre nosotros como para necesitar extendernos sobre el
particular47. Pero sí quisiera, en cambio, referirme a la prime-
riza denuncia de aquellos residuos metafísicos llevada a cabo
hace tres lustros por Ernst Tugendhat, para quien la autocon-
ciencia concebida al modo que hemos visto descansaría en un
modelo ya obsoleto de relación cognoscitiva, a saber, la con-
cepción del «conocimiento» como una relación sujeto-objeto^.
Cuando digo «Conozco (o sé) algo», la relación primaria de co-
nocimiento envuelta en esa afirmación no es la del conoci-
miento de una cosa, sino de un «estado de cosas» (Sachverhalt),
una «situación» o un «hecho» (Tatsache), de suerte que los pun-
tos suspensivos del esquema «Conozco (o sé) que ...» habrían
de ser rellenados mediante un enunciado, como en el caso de
«Conozco (o sé) que hoy es martes», «Conozco (o sé) que es-
toy dando una charla», «Conozco (o sé) que Uds. la están es-
cuchando con paciente, o impaciente ya, resignación». Eso es
también lo que sucedería cuando digo «Conozco a alguien»,
por ejemplo a Fulano, en cuyo caso lo que estaría diciendo es
que conozco (o sé) que Fulano es alto o bajo, que vive en este
o aquel sitio, que se interesa por la filosofía o la detesta, es de-
cir, un conjunto de hechos relativos a las circunstancias vitales
de Fulano. Y, por idéntica regla de tres, eso será lo que suceda
cuando digo que me conozco o sé quién soy, pues tampoco aquí
se tratará de que yo —un sujeto— conozca a un objeto que re-
sulto ser yo mismo, sino que aquella frase es un compendio de
hechos relativos a mi vicia, esto es, de los hechos —pasados,
presentes o futuros— que constituyen esa mi vida, incluyendo
lo que he sido o creo haber sido, lo que soy o creo ser o quiero
ser, lo que seré si quiero y puedo y creo que debo serlo, etc.;
algo bastante complicado, como vemos, pues nadie dijo nunca

mente einer Geschichte der Selbstbewusstseins-Theorie von Kant bis Sartre»


con que cierra su antología de textos Selbstbewusstseinstheorien von Fichte
bis Sartre, Fráncfort del Main, 1991, págs. 413-599.
47 Habermas, Nachmetaphysiches Denken, ob. cit., especialmente pá-
ginas 11-62.
4 8 Ernst Tugendhat, Selbstbewusstsein und, Selbsterkenntnis. Sprachanaly-
tische Interpretationen, Fráncfort del Main, 1979 (traducción castellana de
Rosa Helena Santos-Ihlau, Madrid-México, 1993).
que fuera cosa fácil obedecer la recomendación del oráculo de
Delfos: gnóthi seautón, «conócete a ti mismo».
Pero en lo que ahora habría que reparar es en que aquella
recomendación no se refiere solamente, ni preferentemente, al
conocimiento, digamos, teórico de nosotros mismos, sino en-
vuelve una dimensión práctica inexcusable. Pues la vida hu-
mana que interesa al oráculo es bíos y no zoé, de suerte que a
lo que nos invita no es a que nos conozcamos a fondo desde
un punto de vista, supongamos, puramente biológico —por
ejemplo, desde un punto ae vista médico, en cuyo caso nadie
habría tan obediente a su recomendación como el hipocon-
dríaco—, sino a que nos conozcamos, por así decirlo, biográfi-
camente; y, conociéndonos mejor, seamos también más dueños
de nosotros mismos y gobernemos nuestras vidas desde un
punto de vista ético o moral, esto es, nos autogobernemos. En
última instancia, el problema no es tanto de autognosis, como
cuando un ofuscado Don Quijote aseveraba enfáticamente
«Yo sé quien soy», cuanto de autonomía moral o autodetermi-
nación. Y según Tugendhat brillantemente argumentara, nues-
tra autoconciencia está indisolublemente unida a nuestra au-
todeterminación {Selbstbestimmung), puesto que nuestra vida
al fin y al cabo se halla amasada a base de decisiones, cuyo ca-
rácter racional no las apea, sin embargo, de su condición de de-
cisiones49. A lo que se podría añadir ahora que cuanto acaba
de decirse acerca de una «identidad individual» forjada en y
por la autodeterminación vale asimismo acerca de las identi-
dades colectivas, siempre que la «autodeterminación» de dichas
colectividades se haga consistir sin exclusiones en la autode-
terminación de los individuos que las integran e interaccionan
en su seno, comenzando por su «interacción comunicativa», en
virtud de la cual cada uno de ellos tenga por igual voz para ex-
presarse libremente y nadie se vea obligado a decir lo que no
quiere o suplantado en su voz propia por voces ajenas a la hora
de manifestar sus deseos, necesidades e intereses. El kantiano
derecho de la humanidad se resuelve, sin que el derecho a la
autodeterminación constituya naturalmente una excepción, en
el derecho de los individuos que comparten en común aquella
humanidad por encima o por debajo de cualquier otra comu-
nidad, sea de clase social, cultura o nacionalidad. Desde el

49 Tugendhat, ob. cit.


punto de vista de la comunicación, las nacionalidades o los
pueblos, las culturas y las clases sociales pueden generar for-
mas genuinas de solidaridad entre los hombres y oficiar como
auténticas comunidades de comunicación —que, en nuestro
mundo actual, constituyen muchas veces la única posibilidad
de intercomunicación con que cuentan sus miembros y hasta
su única forma de defensa frente a la incomunicación impuesta
por el racismo y la xenofobia, el prejuicio etnocéntrico o la di-
visión clasista de la sociedad—; pero, precisamente en la me-
dida en que respeten la individualidad de sus integrantes, han
de dejar la puerta abierta a su integración en comunidades más
vastas cuyo límite sólo puede encontrarse a la comunidad hu-
mana entendida como una comunidad (de comunicación) de
(comunidades de) comunicación.

APÉNDICE

Como advertí ya en los inicios de mi exposición, no me está


permitido entrar en la filosofía política o jurídica de Habermas,
de las que respectivamente han de ocuparse en estas sesiones
dos colegas compatriotas harto más duchos que yo en tales ma-
terias. Por lo que se refiere a mi comentario del pensamiento
filosófico-morai de Habermas a lo largo de la pasada década,
he tenido que interrumpirlo, en consecuencia, dejándolo a las
puertas de su última gran obra, Facticidad y validez, a la que
antes de concluir quisiera hacer, no obstante, una brevísima
alusión en relación con nuestro tema: la alusión se inspira en
un pasaje de dicha obra —a saber, aquél en que el autor de-
clara su adhesión a la controvertida tesis de «la única respuesta
jurídica correcta»50—, pasaje al que nos aproximaremos obli-
cuamente, esto es, tratando de decir algo a propósito de él más
bien que sobre él. Pero, antes de preguntarnos por qué inte-
resa a Habermas aquella tesis, permítaseme aclarar por qué nos
interesa ahora a nosotros aludir a ella.
A tenor de cuanto llevamos dicho, la conciencia moral es
lo que hace de un sujeto un sujeto moral, y los operadores ju-
rídicos —como, pongamos por caso, los jueces— no dejarán

5 0 Habermas, Faktizität und Geltung, ob. cit, capitulo V «Unbestimmtheit

des Rechts und Rationalität der Rechtsprechung».


de ser sujetos morales por más que el «imperio de la ley» les
intime a poner a ésta en ocasiones por encima de su concien-
cia. La tensión, y a veces el conflicto, entre la ley y la concien-
cia es de índole muy distinta que la que según Habermas se da
en el interior del derecho mismo, a saber, la tensión entre la
«facticidad» del texto legal y la «validez» que habría de legiti-
marlo a través del principio discursivo convertido en principio
democrático (lo que vendría entonces a distinguir al discurso
moral del discurso jurídico-político no sería sino, por así de-
cirlo, el «universo del discurso»: la humanidad para el primero,
esta o aquella comunidad para el segundo), pues la tensión en-
tre la ley y la conciencia no se limita a contraponer dos di-
mensiones jurídicas de la ley sino refleja la contraposición que
en ocasiones puede darse entre la dimensión jurídica de esta
última y la dimensión ya extrajurídica de la justicia, esto es, se
trata de una tensión entre el derecho y la moral, producto de la
misma separación que antes veíamos entre la moral y la polí-
tica51. Cuando el derecho positivo es criticado en nombre del
«derecho justo», está siendo sencillamente criticado desde
«un» punto de vista moral —que tampoco es exactamente lo
mismo que «el» punto de vista moral, sino en todo caso el
punto de vista moral usufructuado, incluida su pretensión de
universalidad, por la conciencia moral de un individuo—, todo
lo cual nos saca del derecho mismo y hasta podría obligarnos
a hacerle frente, como bien lo expresara ya Antígona en su clá-
sico enfrentamiento con Creonte.
Pero volvamos a los jueces. En nuestros días pasó la boga
de aquella concepción extremadamente formalista de la apli-
cación del derecho según la cual la decisión jurídica se sigue ló-
gicamente (esto es, de acuerdo con los patrones de inferencia
de la lógica deductiva) y sin problemas (problemas, por lo
pronto, hermenéuticos o de interpretación de los textos lega-
les, pero también sin duda problemas prácticos y en última ins-
tancia morales, como los relativos a la justicia de la decisión)
de las formulaciones de las normas jurídicas que hay que pre-
suponer como vigentes, pues el juez, en efecto, no es un ergo,
es decir, una partícula ilativa cuya única función sea conectar

51 En relación con esta cuestión, podrá verse mi trabajo «El tribunal de

la conciencia y la conciencia del tribunal (Una reflexión ética sobre el pro-


blema de la ley y la conciencia)», Doxa, en prensa.
unas premisas con una conclusión dentro de un silogismo,
como en el caso del llamado «silogismo judicial» que se limita
a derivar, al menos en apariencia, una sentencia a partir de una
norma o un conjunto de normas tras la subsunción de los he-
chos relevantes bajo el supuesto regulado por la ley. Según ha
recordado entre nosotros Manuel Atienza, en su libro Las ra-
zones del Derecho52, la propia lógica formal deductiva ha fle-
xibilizado en tal contexto la angostura de su rigor hasta de-
sembocar en una serie de «teorías de la argumentación
jurídica» (las más acreditadas de entre esas teorías de la argu-
mentación jurídica —como, entre otras, las de Neil MacCor-
mick, Chaim Perelman o Robert Alexy— se moverían en un
espacio intermedio que discurre, simplificando un tanto la des-
cripción topográfica del territorio, entre el hiperracionalismo
de un Ronald Dworkin —cuyo juez Hércules hace gala de una
envidiable confianza en la capacidad de su razón— y el irra-
cionalismo de un Alf Ross, si merece tacharse de irracionalista
su realista llamada dé atención sobre el hecho de que las deci-
siones jurídicas, al igual que sucedería con cualquier otro gé-
nero de decisión, dependen de la voluntad del sujeto de las
mismas —en este caso, el juez— al menos tanto como de su
razón). Veamos de qué se trata.
En opinión de Dworkin, la argumentación jurídica tendría
que conducir en cualquier caso —incluidos los llamados «ca-
sos difíciles», en los que se tropieza con la dificultad de dar
con una norma que resulte aplicable al caso— a una única res-
puesta correcta, que acaso el juez real no sea capaz de encon-
trar pero que, al menos idealmente, se hallaría al alcance de las
portentosas facultades de Hércules. El problema es, no obs-
tante, que las razones jurídicas «suelen salir a pasear» —como
alguna vez se ha dicho— «por parejas», cuando no en grupo
o en manada, y hasta Hércules podría tenerse que enfrentar a
más de una respuesta correcta entre las cuales se viera obligado
a elegir, por no hablar de la posibilidad de dos o más jueces
Hércules con respuestas incompatibles o contradictorias para un
mismo caso difícil: en semejantes circunstancias de indetermi-
nación jurídica, Herbert Hart opinaba que no habría otro re-
medio que encomendar tal caso a la discrecionalidad de un juez,

5 2 Manuel Atienza, Las razones del Derecho (Teorías de la argumentación

jurídica), Madrid, 1991.


aunque éste no sea hercúleo, a lo que ha respondido Dworkin
que eso equivaldría a conceder a dicho juez la indeseable po-
testad de «crear derecho»53, algo a lo que, a decir verdad, no le
haría ascos el «voluntarismo» de Ross, como no se lo hizo en el
pasado el voluntarismo jurídico de la llamada «Escuela del De-
recho libre». Ahora bien, el problema —el problema del volun-
tarismo jurídico— pasa entonces a ser el de los límites de esa
«creación del derecho» por parte de los jueces, pues concebir a
ésta como irrestricta equivaldría más bien a conceder al juez la
Eotestad absoluta que el voluntarismo teonómico medieval, y el
iterano, concedían a Dios al sostener que lo que Dios quiere
no lo quiere por ser justo sino más bien es justo por quererlo
Dios, un hoc volo sic iubeo, sit pro ratione voluntas que aproxi-
maría peligrosamente al juez terrenal a la figura del dictador.
La irrupción de la teología en este punto no es casual ni
está traída por los pelos, pues no sólo el extremo voluntarismo,
sino también el racionalismo extremo, son en definitiva secu-
larizaciones jurídicas ya de la omnipotencia, ya de la omnis-
ciencia de la Divinidad, una Divinidad que podría llegar a ser,
tanto en un caso como en otro, bastante menos amistosa para
con el hombre y hasta declaradamente más inhumana que
nuestro viejo conocido el Dios de Lessing. A Habermas, reco-
nocidamente más proclive a pecar de racionalista que de vo-
luntarista, le tentaría sin duda más la omnisciencia que la om-
nipotencia, pero ni tan siquiera sería justo equiparar su
posición a la de Dworkin, puesto que —ai distinguir con niti-
dez, y con la ayuda de Klaus Günther, entre el contexto del
«discurso de fundamentación» y el contexto del «discurso de
aplicación» de normas, constriñendo a este último el problema
de la «corrección de la decisión jurídica»— podría contentarse
con algo menos que la tesis de la «única» respuesta correcta y
hacer suya la tesis de Alexy según la cual habría, y bastaría con
que la hubiese, «una respuesta jurídicamente correcta» 54 .

53 Confróntese al respecto H. L. A. Hart, The Concept of Law, Ox-

ford, 1961 (traducción castellana de Genaro Carrió, Buenos Aires, 1963) y


R. Dworkin, Taking Rights Seriously, ob. cit., así como los libros de Neil Mac
Cormick, Legal Reasoning and Legal Theory, Oxford, 1978, págs. 265 y sigs.,
y H. L. A. Hart, Londres, 1981.
54 Habermas, ob. cit.; cfr. asimismo los libros de Robert Alexy, Theorie

der juristischen Argumentation, Fráncfort, 1978 (traducción castellana de M.


Atienza e I. Espejo, Madrid, 1989) y Klaus Günther, Der Sinn für Angemes-
¿Pero no es ya demasiado pedir que, en todo caso y por lo
tanto siempre, haya de haber al menos una respuesta correcta?
Como na escrito Atienza a propósito de Álexy, pero con
consideraciones que a fortiori se podrían extender a Habermas:

...(Alexy) parte de una valoración esencialmente positiva de


lo que es el Derecho moderno — e l Derecho de los Estados de-
mocráticos— y de la práctica de su interpretación y aplicación.
Aunque difiere de Dworkin... en cuanto que no acepta la tesis
de que para todo caso jurídico existe una sola respuesta co-
rrecta, sigue considerando — c o m o Dworkin— que el Derecho
positivo proporciona siempre, cuando menos, una respuesta
correcta. E n definitiva, el presupuesto último del que parte es
el de que siempre es posible «hacer justicia de acuerdo con el
Derecho». Ahora bien, en mi opinión, la teoría de la argu-
mentación jurídica tendría que comprometerse con una con-
cepción — c o n una ideología política y m o r a l — más crítica con
respecto al Derecho de los Estados democráticos, lo que, por
otro lado, podría suponer también adoptar una perspectiva
más realista. Quien tiene que resolver un determinado pro-
blema jurídico, incluso desde la posición del juez, no parte ne-
cesariamente de la idea de que el sistema jurídico ofrece una
solución correcta —política y moralmente c o r r e c t a — del
mismo. Puede muy bien darse el caso de que el jurista —el
juez— tenga que resolver una cuestión y argumentar en favor
de una decisión que es la que él estima como correcta aunque,
al mismo tiempo, tenga plena conciencia de que ésa no es la so-
lución a que lleva el Derecho positivo. El Derecho de los Es-
tados democráticos no configura necesariamente «el mejor de
los mundos jurídicamente imaginables» [Atienza reproduce
aquí literalmente una hiriente frase de Tugendhat dirigida con-
tra la construcción teórica de Alexy-J. M.], aunque sí que sea
el mejor de los mundos jurídicos existentes... (Pero) la práctica
de la adopción de decisiones jurídicas mediante instrumentos
argumentativos no agota el funcionamiento del Derecho, que
consiste también en la utilización de instrumentos burocráti-
cos y coactivos. E incluso la misma práctica de argumentar ju-

senheit. Anwendungsdiskurse in Moral und Recht, Fráncfort, 1988 (para una


noticia de lo que comienza a llamarse la «Escuela francfortiana del Derecho»
—que reúne, además de los nombres de Alexy y Günther, los de Ingeborg
Maus, Bernhard Peters, Rainer Forst o Lutz Wingert entre otros—, cfr. la
recensión de Faktizität und Geltung por Juan Carlos Velasco, «Acerca del
"giro jurídico" de la Teoría Crítica», Isegorta, en prensa).
rídicamente para justificar una determinada decisión puede
implicar en ocasiones un elemento trágico55.

En otro lugar, y en otros textos, Atienza ha denominado


«casos trágicos», en cuanto diferente de los «casos fáciles»
Í)ero también de los «casos difíciles», a aquéllos en los cua-
es no existe ninguna respuesta correcta, viniendo a constituir,
por tanto, casos que «no se pueden decidir si no es vulne-
rando el ordenamiento jurídico»; a propósito, por ejemplo,
de una sentencia que levantó en su día una considerable pol-
vareda polémica en nuestro país —la de un juez que absol-
viera a un «insumiso» interpretando el suyo como un caso de
quebrantamiento de la ley por motivos de conciencia—, es-
cribe así:

Los jueces (o, al menos, algunos jueces) no se enfrentan


aquí con un simple problema de elección entre diversas solu-
ciones alternativas, sino con un verdadero dilema: o sacrifican
el principio de legalidad y de subordinación del poder judicial
al legislativo, o sacrifican el principio de libertad de concien-
cia, a e proporcionalidad de las penas, de exclusiva protección
penal de bienes jurídicos, etc.; todavía más simple: o hacen jus-
ticia, o aplican la ley5é.

Desde otros presupuestos, el jurista Pietro Barcellona ha


proclamado que el sentido de la tragedia es necesario para
«preservar la tensión entre el derecho y la justicia»57. Y, aun-
que no sea más que a los efectos de aliviar tal tensión trágica,
se me permitirá un inciso para referir una anécdota que he con-
tado en otra parte y hace al caso de tensiones tan antiguas

33 M. Atienza, ob. cit., págs. 251-2 (la referencia a Tugendhat procede de

su ensayo «Zur Entwicklung von moralischen Begründungsstrukturen in mo-


dernen Recht», Archiv für Rechts-und Sozialphilosophie, 14, 1980, págs. 1-20,
pág. 4).
56 Atienza, ob. cit., pág. 232; cfr., asimismo, «Sobre lo razonable en el

Derecho», Revista española de Derecho Constitucional, 27, 1989, págs. 93-


110 y Tras la justicia (Una introducción al Derecho y al razonamiento jurídico),
Barcelona, 1993, págs. 136 y sigs., págs. 177-80, de donde procede la cita
que se acaba de reproducir.
37 Pietro Barcellona, Postmodernidad y comunidad: el regreso de la vincu-
lación social, traducción de H. C. Silveira-J. A. Estévez-J. R. Capella, Madrid,
1993, pág. 93.
como la que nos viene aquí ocupando. Un escritor español más
bien mediocre, pero ingenioso a ratos, no tuvo mejor ocurren-
cia que invitar a su palco —con ocasión del estreno de su ver-
sión del Edipo de Sófocles— a un general de infausta memo-
ria por su brutalidad y escasas luces, que fue durante muchos
años, y lo era a la sazón, Ministro de la Gobernación bajo la
dictadura franquista. Conforme la representación avanzaba, el
invitado se iba poniendo cada vez más nervioso y excitado
hasta que —en un momento dado— no pudo contenerse por
más tiempo y aferró bruscamente el brazo del autor, excla-
mando con los ojos fuera de las órbitas: «Pero, por Dios, ¡este
hombre está casado con su madre!» A lo que nuestro escritor
—tratando como fuera de salir del trance— respondió: «Tran-
quilícese usted, mi General, que lleva así unos cuantos siglos
ya.» Como el aciago matrimonio de Edipo y de Yocasta, tam-
bién el enfrentamiento de Antígona y Creonte, antes mentado,
es un enfrentamiento. secular, por lo que no resulta aconseja-
ble tratar de resolverlo de hoy para mañana y sería mejor de-
jarlo estar. Que es lo que parece pensar también, de nuevo
desde sus particulares presupuestos, un distinguido represen-
tante de los Critical Legal Studies, con cuyo tratamiento de lo
que más arriba hemos llamado un «caso trágico» me dispongo
a concluir58.
El texto de Duncan Kennedy, de la Harvard Law School,
que contiene su aproximación a nuestro caso trágico se titula
«Libertad y constricción en la aplicación judicial de la ley o el
derecho» —por traducir mediante un circunloquio el término
adjudication, tan intraducibie como lo suelen ser los proce-
dentes del common law anglosajón— y lleva por subtítulo el de
«Una fenomenología crítica», aun cuando constituye, para pre-
cisarlo todavía más, un ejercicio de análisis o «autoanálisis»
existencial59. El ensayo de Kennedy, entrando ya en él, trata de

5 8 A diferencia de lo que ocurre con el caso del movimiento un día rela-

cionado con el «uso alternativo del derecho» —al que adhiriera en su mo-
mento Barcellona—, el Habermas de Faktizitat una Geltung sí se halla fa-
miliarizado con el movimiento de los «critical legal studies», como lo
muestra, entre otros, el ya citado cap.V de su libro.
5 9 Duncan Kennedy, «Freedom and Constraint in Adjudication: A Criti-

cal Phenomenology», journal of Legal Education, 36,1986, págs. 518-62 (una


versión abreviada en el volumen de A. Hutchison y P. Mohanan, eds., The
Rule of Law: Ideal or Ideology, Toronto, 1986).
describir el proceso del razonamiento legal de un juez que se
debate en el conflicto entre la ley y su pregunta acerca de
«cómo salir del paso» (hoto I want to come out); la pregunta
puede asaltarle al juez por una diversidad de motivos, que pue-
den ir desde el hecho de haber aceptado un soborno y necesi-
tar mantener el trato a la repugnancia que le inspira la obliga-
ción de tener que aplicar una disposición legal contraria a sus
convicciones; y, en cualquiera de esas hipótesis, se produce un
choque entre la ley y sus preferencias personales, lo que no es
sino otro modo de decir que todo juicio de un juez ha de ir ine-
vitablemente precedido —lo sepa y quiera el juez o no— de un
prejuicio que contribuye a ponerlo en situación. En la hipótesis
que Kennedy elige, se tratará del juez de una corte federal que
discrepa de la ley a aplicar por motivos de ideología política y
—aunque, por razones de estilo y conveniencia, nosotros
hablaremos de «el juez»— el autoanálisis en que el texto con-
siste emplea todo el rato el pronombre «yo», esto es, en él se
habla invariablemente, y significativamente, en primera per-
sona60.
En una sumaria descripción del asunto, el juez se encuen-
tra ante una huelga de conductores de autobuses, cuya com-
pañía los ha sustituido en el curso de la negociación de un con-
venio por esquiroles ajenos al sindicato; los miembros de éste
reaccionan organizando sentadas delante de la estación de au-
tobuses, sentadas pacíficas que no obstaculizan el tráfico en la
calle pero impiden salir de las cocheras a los vehículos de la
compañía; los manifestantes arrestados por la policía local bajo
el cargo de alterar el orden público son reemplazados en días
sucesivos por nuevos manifestantes y, aunque los autobuses
circulan, lo hacen con considerables retrasos y en medio del
caos generalizado, de suerte que la confrontación entre la com-
pañía y el sindicato se va crispando poco a poco hasta tornarse
insostenible. La compañía se dirige entonces a la corte federal
solicitando un interdicto (una injunction, en la jerga del com-
mon law) y así comienzan las cuitas (troubles) del juez de nues-

60 Para un comentario algo más extenso del texto de Kennedy, véase mi

trabajo «El tribunal de la conciencia y la conciencia del tribunal», ob. cit.; y,


en relación con el movimiento de los «Critical Legal Studies», la tesis doc-
toral de Juan Antonio Pérez Lledó, El movimiento CLS, Universidad de Ali-
cante, 1993, de próxima publicación.
D E LA CONCIENCIA AL DISCURSO... 107

tro ejemplo. En principio, la ley parece favorecer sin reservas


a la compañía, pero el juez no considera correcto que ésta
pueda continuar prestando sus servicios con la ayuda de un
nuevo personal contratado en tanto se halla abierto el proceso
negociador con los huelguistas; es un juez progresista al que le
gustaría rehusarse a la emisión del interdicto, pues ha leído con
aprobación los trabajos del profesor Roberto Mangabeira Un-
ger acerca de la vocación cié transformación social de los ju-
ristas que se resisten a hacer el juego a los grupos detentado-
res del poder y abogan por servirse de la ley para promover
una organización más igualitaria y participativa de la sociedad,
mas se siente, sin embargo, constreñido por esa ley que sabe
que no puede aplicar a su entera discreción; con todo, la ley
tampoco es vista como algo que le constriña en el sentido de
dictarle inapelablemente lo que ha de hacer, sino que su cons-
tricción es más bien la de un medio en el que ha de desenvol-
verse y llevar adelante sus designios sirviéndose para ello de re-
cursos legales, todo lo cual le induce a internarse en la maraña
del ordenamiento jurídico y tratar de construir, bien que sin
mucho éxito, un argumento convincente que le permita hallar
una salida acorde con aquellos designios.
He aquí, muy resumidamente, cómo —tras incontables ca-
vilaciones— compendiaría el atribulado juez las posibles «sa-
lidas» del atolladero. Primera, ajustarse a la ley. a despecho de
su convicción de que ésta es injusta, el juez emite el interdicto
y acompaña su fallo de un informe denunciando la ley y ur-
giendo su reforma, aun a sabiendas de que sus recomendacio-
nes serán con toda probabilidad desatendidas (la cuestión cru-
cial, se confiesa a sí mismo en semejante tesitura, es cómo
explicarle a su conciencia que aquel fallo le convierte en cóm-
plice de vina injusticia). Segunda, abandonar el caso: el juez ni
emite el interdicto ni lo deniega, alegando que a su conciencia
le repugna por igual saltarse la ley a la torera que fallar de ma-
nera manifiestamente injusta, en cuyo caso la cuestión crucial
vendría ahora a ser cómo el juez justifica ante sí mismo el he-
cho de pasarle a otro la patata caliente del trabajo sucio (na-
turalmente, no todos los casos trágicos son igualmente trágicos
ni la repugnancia inspirada por una determinada ley tiene por
qué extenderse al ordenamiento jurídico en su conjunto, aun-
que imagino que si nuestro juez se hubiera visto forzado a apli-
car una ley racial en la Alemania nazi, lo más probable sería
que abandonase no ya el caso, sino la profesión, ahorrándose
por añadidura los escrúpulos de compañerismo para con los
colegas que le sucedan en su puesto). Tercera, decidir contra el
interdicto sobre la base de lo que la ley debiera ser. el juez de-
niega el interdicto, explicando honestamente su incapacidad
de encontrar «un argumento jurídico plausible» en contra de
la ley tal como es y asumiendo la posibilidad o, mejor dicho,
la seguridad de que la sentencia sea revocada por un tribunal
de orden superior, así como las consecuencias que de todo ello
se deriven para su crédito en la profesión; además de ello, el
juez podrá alegar que así es como fallaría en cualesquiera ca-
sos similares a éste que se le presenten, lo que equivaldría a de-
cir que, si de él dependiera, cambiaría la ley en cuestión (si de
él dependiera, en efecto, el juez estaría ahora haciendo uso de
lo que se ha llamado «la técnica del autoprecedente» —en
cuanto diferente del «precedente vertical» o de respeto a la ju-
risprudencia de los tribunales superiores y del «precedente ho-
rizontal» o de respeto a la jurisprudencia de los tribunales ho-
mólogos—, recurso de ordinario reservado a las Cortes
Supremas, Tribunales Constitucionales y demás, el cual des-
cansa —al igual que cualquier otro recurso a un precedente—
en el principio de universalidad de la ley y su aplicación, sólo
que, por así decirlo, mirando hacia el futuro más bien que ha-
cia el pasado; en el caso de nuestro juez, se trataría del com-
promiso que éste contrae de ser fiel a sus propias decisiones,
algo que aceptaría sin duda de buen grado pero que, por des-
gracia, no parece estarle otorgado en el nivel jurisdiccional en
que se mueve); y, en estas condiciones, a lo más que puede as-
{)irar con su decisión actual es a «salvar su conciencia», si bien
a cuestión crucial sería entonces saber quién le autoriza a po-
nerla por encima de la ley. Cuarta, decidir contra el interdicto
sobre la base de un argumento jurídico carente de plausibilidad:
pudiera ser, se diría nuestro juez, que un argumento semejante
consiga persuadir a otros aunque a él le parezca una chapuza
(y hasta cabría que, si tuviera éxito, él mismo acabara persua-
diéndose de que el argumento es mejor de lo que es), pero la
cuestión crucial pasaría a ser la de cómo un juez puede come-
ter con buena conciencia la deshonestidad de esgrimir un ar-
gumento que decididamente tiene por falaz. Quinta y última
salida, que en realidad no es sino una variante aún más extre-
mosa de la anterior, a saber, decidir contra el interdicto sobre la
base de datos de hecho que al juez le consta que son falsos: por
ejemplo, que las sentadas de los huelguistas se produjeron en
D E LA CONCIENCIA AL DISCURSO... 109

horas no laborables, que los autobuses no salieron porque la


compañía había declarado previamente un cierre patronal o
cualquier otro algo más verosímil, pero donde la verosimilitud
sólo conseguiría tornar más fraudulenta la conducta del juez
(en cuanto a la cuestión crucial en este punto, mejor ni men-
cionarla). De cualquier modo, el soliloquio del juez —un caso
típico de deliberación «intrasubjetiva»— concluye al llegar
aquí un tanto abruptamente y, por lo que a nosotros hace, tam-
bién inconcluyentemente.
Como corresponde a un caso de conciencia, la clave de su
solución ha de permanecemos inaccesible y Kennedy se limita
a añadir —entre otras— un par de apostillas: que de nada vale
alegar que el imperio de la ley (la rule of law) impone que, en
caso de conflicto entre la ley y la conciencia, lo que tiene que
hacer el juez, en cualquier caso, es seguir la ley, pues eso equi-
valdría sin más a optar por la primera de las cinco salidas que
hemos enumerado, mientras que el hecho de que el juez to-
mase en cuenta por lo menos cuatro posibilidades más vendría,
en definitiva, a demostrar que las cosas no son tan simples a la
luz de una exploración fenomenológica de la conciencia del
juez; y que, cualquiera que sea la decisión que a la postre tome
el juez, su decisión será una decisión existencial, esto es, una
decisión que le habrá de comprometer como persona, como
sujeto moral, y no tan sólo como juez.
¿Y qué podríamos añadir por nuestra cuenta? Lo único
que se me ocurriría añadir a mí es que la conciencia, la con-
ciencia moral, del juez no es algo que éste pueda colgar en el
perchero, como hace con el abrigo, al vestirse la toga y pasar
a la sala donde aplica la ley. El imperio de la ley es, desde luego,
una de las más trascendentales conquistas que nos ha legado
la modernidad y todo empeño sería poco para tratar de pre-
servarla —junto con las restantes conquistas de la moderni-
dad— en estos tiempos que, además de «postmetafísicos», lla-
mamos «postmodernos». Esa sería, pongamos por ejemplo, la
lección que se desprende de una obra como El discurso filosó-
fico de la modernidad, por no hablar de la obra entera de Ha-
bermas. Pero si algo nos ha enseñado por su parte este siglo
bastante atroz que estamos acabando ae apurar es a apear de
las mayúsculas a aquellas grandes palabras heredadas —el Su-
jeto, según ya vimos, y también la Razón, y por supuesto la
misma Ley o la Justicia—, palabras que hemos aprendido, me-
diante un duro aprendizaje, a «escribir con minúsculas». Y eso
quiere decir sencillamente que hemos aprendido a escribirlas
a escala humana, la escala en la que pueden entrar en conflicto
con otros atributos humanos, como en el caso del conflicto en-
tre las leyes y nuestra conciencia moral. Pues, como se ha ve-
nido repitiendo hasta la saciedad a lo largo de estas páginas,
tampoco la conciencia moral podrá ser ya atributo por más
tiempo de un Hombre en abstracto y a su vez escrito con ma-
yúscula, sino de los concretos individuos que somos los suje-
tos morales.
Idea de una fundamentación
comunicativa de la moral desde el punto
de vista pragmático
LUTZ WINGERT
Goethe-Universität Frankfurt am Main (Alemania)
(Traducción: Juan Carlos Velasco Arroyo)

I. INTRODUCCIÓN

Muchos de los seres humanos que construyeron El Esco-


rial para Felipe II desempeñaron un trabajo penoso y degra-
dante. Esta frase expresa un juicio moral. No declaro con ella
meramente que me desagradan las relaciones laborales usuales
en el Siglo de Oro. Expreso con ella el convencimiento de que
estas relaciones laborales eran realmente inadmisibles, injustas
e inhumanas y que por eso merecen desaprobación. En la co-
tidianeidad de la crítica moral exigimos objetividad para nues-
tros juicios morales. Los juicios morales no declaran, así lo
creemos, meras opiniones subjetivas e individuales en pro y en
contra. Y no pretenden ser meramente juicios, ni prejuicios co-
lectivos apoyados por el poder. Expresan una opinión sobre lo
que, considerado objetivamente, tiene que hacerse o no puede
hacerse.
La cuestión es, claro está, si esta pretensión de objetividad
en general es adecuada para los juicios morales. «Fundamen-
tación comunicativa de la moral» es el nombre de un intento
de responder positivamente a esta cuestión. Alguien que juzga

[ni]
moralmente está autorizado a mantener su juicio moral como
válido objetivamente si este juicio es el producto de una espe-
cial formación comunicativa del juicio. Esta es la idea de una
fundamentación comunicativa de la moral.
A continuación desarrollaré esta idea. Pero es importante
observar desde el principio una distinción. Debe distinguirse
entre condiciones epistémicas de autorización y condiciones de
garantía. No afirmo que una formación comunicativa del jui-
cio garantiza el cumplimiento de una pretensión de objetividad
de un juicio moral. La tesis es más débil: una forma determi-
nada de formación del juicio sólo autoriza dicha pretensión. In-
cluso más: la formación comunicativa del juicio obliga direc-
tamente a quien juzga a observar esta diferencia entre
condiciones de autorización y condiciones de garantía, es de-
cir, realiza eso de tal modo que por ello el juicio mejora su es-
tatuto epistémico. Como veremos, pertenece a la idea de una
fundamentación comunicativa de la moral que la conciencia de
falibilidad del que juzga es fructífera epistémicamente. La for-
mación del juicio específicamente comunicativa está orientada
a la objeción y abierta a la experiencia. Estos rasgos son los que
proporcionan a sus productos una superioridad epistémica res-
pecto a sus competidores. Los productos son juicios morales
que ordenan un doble respeto universal e igualitario. La supe-
rioridad epistémica consiste en que estos juicios están mejor
fundamentados que los juicios alternativos.
Dicha forma de hablar sugiere, por supuesto, la siguiente
pregunta: mejor fundamentado, pero ¿con respecto a qué clase
de criterio de buenas fundamentaciones? El peligro estriba en
basarse en un criterio que ya de antemano decide todo en fa-
vor de una moral totalmente determinada. Creo que se puede
escapar de este peligro sólo por un camino. Se puede obtener
los componentes de este criterio a partir de la función de fun-
damentaciones práctico-morales.
Ahora es la función de todas las fundamentaciones la solu-
ción de los problemas. Los problemas son convicciones anta-
gónicas. Su solución consiste en la disolución del antagonismo
de las convicciones. Convicciones son aquellas opiniones en las
que se funda su contenido intencional (esto no tiene que su-
ceder de modo muy consciente). Esto diferencia a las convic-
ciones de emisiones sueltas, meras opiniones, deseos y senti-
mientos episódicos. Las fundamentaciones disuelven el
conflicto de convicciones de modo que ayudan a superar los
bloqueos de la acción. Por eso se puede experimentar con fun-
damentaciones; hay experiencias que verifican el contenido in-
tencional que está unido a una fundamentación.
Este funcionalismo de la fundamentación y la correspon-
diente comprensión de las convicciones caracterizan la pers-
pectiva pragmática, desde la que explicaré la idea de una fun-
damentación comunicativa de la moral 1 . Además tiene la
ventaja de hacer plausible la irrenunciabilidad de las funda-
mentaciones en la vida social de los hombres. Hay conviccio-
nes compartidas intersubjetivamente sin las que no son posi-
bles determinados modos de acción y que de otro lado no
tendrían lugar sin fundamentaciones. Las convicciones mora-
les se cuentan entre tales convicciones bajo una condición, que
nombraré más adelante.
Son necesarias algunas aclaraciones previas. Se refieren es-
pecialmente al concepto de juicio moral y al de moral funda-
mentadora, así como al concepto de fundamentar. Estas acla-
raciones conceptuales previas serán pormenorizadas. Eso se
debe a que mis reflexiones no consisten en la presentación de
un único argumento que sea candidato a ser un argumento de-
cisivo como, por ejemplo, el así llamado argumento de la con-
tradicción performativa. Mi bosquejo de argumentación se ser-
virá de tocia una red de conceptos.

II. ACLARACIONES CONCEPTUALES PREVIAS

Paso ahora a las aclaraciones previas. En primer lugar, res-


pecto al concepto de juicio moral.

1. ¿Qué es un juicio moral?


Oraciones como «esto es un trabajo indigno», «actuar de
modo cruel es moralmente malo», «ayuda a quien sin culpa
haya caído en la miseria» son todas oraciones que expresan jui-

1 Considero una carencia que Habermas diga tan poco sobre la función

de las fundamentaciones práctico-morales y sobre los rasgos de los proble-


mas morales, aunque subraye el papel del concepto de «sentido de una fun-
damentación de normas» para su estrategia de fundamentación de la ética
del discurso. Cfr. J. Habermas, Erläuterungen zur Diskursethik, Fráncfort,
1991, pág. 134.
cios morales. No obstante las oraciones deónticas en modo im-
perativo desempeñan un destacado papel en la expresión lin-
güística de los juicios morales, pues los juicios morales son fi-
nalmente juicios de obligación.
No quiero afirmar que las palabras «bueno» y «malo» no
tienen un lugar en el vocabulario moral. Se debe preguntar
ciertamente a qué obligan los juicios morales. Se trata, pues, de
determinar correctamente el lugar gramatical de estas palabras.
Una determinación falsa del lugar es localizar primariamente
estas palabras como atributo de los actores enjuiciables moral-
mente en el lado de los sujetos de obligaciones morales. Según
lo cual, la respuesta a la pregunta «¿A qué obligan los juicios
morales?» sería: obligan a ser buenos. Y ser bueno en un sen-
tido moral significa aquí ser del modo como para una comu-
nidad son sus miembros ideales y no ser del modo tal que se-
ría recibido por la comunidad con indignación moral y otras
sanciones (un cristiano piadoso, un combatiente valiente, un
buen demócrata, etc.).
A esto se podría denominar una respuesta propia de una
ética de las virtudes2. Según la misma, las acciones debidas mo-
ralmente son las acciones de una persona moralmente buena o
virtuosa. La respuesta de la ética de las virtudes es falsa. La res-
puesta correcta, todavía vaga, me parece: juicios morales obli-
gan al respeto recíproco de las pretensiones de seres vivos vul-
nerables, cuyo mantenimiento por la comunidad se considera
irrenunciable. ¿Por qué es falsa la respuesta de la ética de las
virtudes?
Esta respuesta hace finalmente del carácter de las personas
el objeto propio de los enjuiciamientos morales. Lo que se juzga
moralmente no es si y cuánto cumple una persona el ideal de
personalidad aceptado por una colectividad. Lo que se juzga es
cómo una persona se comporta frente a otra. Esto no excluye
ue el carácter se juzgue como una disposición de los modos
e comportarse frente a otros. Tampoco excluye que se regule

2 Cfr. Ernst Tugendhat, Vorlesungen über Ethik, Francfort, 1993, pä-


ginas 56 y sigs., pag. 78. Sobre la critica a Tugendhat, vease mi recensiön
«Unter nicht-transzendenten Prämissen begründen und sich fragen, was mit
der Moral sonst noch verloren ginge», en Philosophische Rundschau, en
prensa; asi como mi articulo «Anscombes Problem und Tugendhats Lö-
sung», en Deutsche Zeitschrift für Philosophie, en prensa.
la relación de las personas entre sí (como, por ejemplo, en la
moral profesional de los médicos y psico terapeutas). Se debe
diferenciar entre el objeto de regulación y el fin de la regula-
ción. El fin de la regulación en la moral, del mismo modo que
el objeto elemental de enjuiciamiento, es un comportamiento
frente a otros.
Se puede obviar este punto a la ligera. Esto sucede espe-
cialmente cuando la reflexión filosófica sobre el concepto y la
fundamentación de la moral se concentra en la relación verti-
cal entre la autoridad superior e imperiosa de una comunidad
y la persona individual, que se ve confrontada con los precep-
tos morales. La relación horizontal entre las personas y sus re-
querimientos morales recíprocos deben desplazarse más deci-
didamente al centro de la atención teórica.
Esta exigencia metodológica no está todavía cortada al ta-
lle de una constelación moderna, esto es, de una situación en
la que los seres humanos están confrontados con la fuerza re-
gulativa y aglutinante de un código moral tradicional que pa-
raliza de tal modo que tienen que ocuparse por cuenta propia
de la moral entre ellos. Esto se puede ver en el funcionamiento
de aquellos juicios morales que se emiten en oraciones decla-
rativas en las que se funden ser y deber ser, componentes des-
^ i ocasiones se considera tales alea-
como una característica de los
tiempos premodernos. En los enunciados en los que se expre-
san tales juicios aparecen predicados como «degradante»,
«cruel», «brutal», «desconsiderado» o «correcto»3.

Predicados valorativos de carácter moral

El empleo de estos predicados valorativos de carácter mo-


ral tiene tres rasgos significativos: primero, estas palabras se
usan descriptivamente; segundo, se usan para expresar una

3 Al respecto se ha dado una compleja discusión que aún dura. Sobre la

discusión acerca de los denominados evaluative terms, cfr. Richard M. Hare,


Freedom and Reason, Oxford, 1963; Bernard Williams, Ethics and the Limits
of Philosophy, London, 1985, págs. 129, 140 y sigs.; John McDowell, «Vir-
tue and Reason», en The Monist, 62, 1979, págs. 331-350; Hilary Putnam,
Reason, Truth and History, Cambridge, 1981, págs. 203 y sigs.
opinión afectiva en pro y en contra; y, tercero, esta opinión en
pro o en contra se justifica también en referencia al objeto así
descrito. Cuando decimos, por ejemplo, «este trabajo es de-
gradante», hacemos dos cosas en una: describimos un trabajo
y desaprobamos o nos indignamos con que alguien exija este
trabajo a alguien. Con ello justificamos nuestra indignación
también con la referencia a la verdad de nuestra descripción:
el trabajo es realmente degradante, merece nuestra desaproba-
ción; es indignante porque es degradante.
Esta vinculación entre el aspecto descriptivo y el evaluativo
tiene que ver con que el objeto de la descripción es, como dice
Charles Taylor, un «objeto expresivo»4. Hay algo que ha de re-
conocerse, algo que expresa una toma de posición respecto al
punto de vista moral para las obligaciones morales desde el
cual se deriva al mismo tiempo su descripción. La existencia
misma de trabajo degradante manifiesta una actitud de rechazo
a la obligación reivindicada de proteger la dignidad humana.
Esta actitud repudiadora (o reconocedora) de una expectativa
moral de satisfacer una determinada obligación es, precisa-
mente, frente a lo que reaccionamos con aprobación o desa-
probación, indignación o consentimiento corroborativo.
La gramática de los predicados valorativos de carácter mo-
ral empleados descriptivamente conduce, pues, a una conste-
lación interactiva. Esta constelación se construye de una ex-
pectativa moral, de una actitud de rechazo o de
reconocimiento y de una reacción ante esa actitud. En ella se
reivindican obligaciones morales frente a otros por quienes son
rechazados, y contra estos se vuelven a corroborar y así suce-
sivamente. En resumen, también el funcionamiento de aque-
llos juicios morales, que pueden presentarse como proposicio-
nes en modo asertorio, conduce al concepto de juicio de
obligación y al nivel horizontal e interactivo de la comunica-
ción y rechazo de pretensiones.

La referencia a los intereses en los juicios morales


Hasta ahora no he aportado ninguna fundamentación de
que el contenido de estas obligaciones conste de pretensiones

4 Ch. Taylor, «Action as Expression», en C. Diamond y J. Teichman (eds.),

Intention and Intentionality, Brighton, 1979, pág. 77.


que los individuos reivindican, en primer lugar, en propio in-
terés y, en segundo lugar, recíprocamente. La fundamentación
abarca dos argumentos. El primero explica por qué para satis-
facer expectativas morales, obligaciones determinadas y tam-
bién pretensiones autorreferenciales se reivindica una expec-
tativa moral. El segundo es un argumento en favor de la
reciprocidad de tales pretensiones.
El argumento de que las expectativas morales también in-
cluyen expectativas autorreferenciales y en interés propio, de
que ante la no satisfacción de tal expectativa no se reacciona
con indignación meramente desde la perspectiva de tercera
persona, se reacciona con ofensas y reproches también desde
la perspectiva de segunda persona. En la ofensa experimento
el desprecio de mi pretensión, en interés propio contra otros,
que considero correcta.
Aquí está, por cierto, el punto de inserción en el que entra
en juego el bien y el mal en sentido moral. Los conceptos de
bien y de mal tienen que ver con las pretensiones de los seres
vivos vulnerables. Estas pretensiones especifican en su conte-
nido el bienestar exigido en referencia a este ser. El lugar gra-
matical de las palabras «bien» y «mal» en el vocabulario mo-
ral no está, como sostiene la ética de las virtudes, en el lado de
los sujetos de obligaciones morales. Se encuentra en el lado
opuesto de los que tienen derechos correspondientes o pre-
tensiones legítimas a esas obligaciones.

La reciprocidad de derechos y deberes


Aún falta un argumento que muestre que los juicios mora-
les de obligación no contienen meramente respeto por deter-
minadas pretensiones autorreferenciales o en interés propio,
sino que de lo que se trata aquí es de pretensiones recíprocas.
Ciertamente podría ser que sólo una parte tuviera derechos y
la otra correspondientes obligaciones. Ése sería el caso de una
complementariedad pura de derechos y obligaciones. Hay que
diferenciar este caso de los casos de reciprocidad asimétrica
(Las relaciones entre padres e hijos mayores son casos de reci-
procidad asimétrica.)
Ahora bien, existen sin duda tales casos de pura comple-
mentariedad. Pensemos en los niños muy pequeños, enfermos
graves, mamíferos superiores (Por cierto, en la discusión sobre
estos casos se considera demasiado poco el hecho de que la
parte no obligada no comete o no ha cometido ninguna injus-
ticia.) De lo que se trata aquí es de que por razones concep-
tuales no pueden darse tales casos. Los casos de pura compfe-
mentariedad no se encuentran en el núcleo constitutivo de una
comunidad moral, sino —considerado conceptualmente— en
su periferia. Los conceptos relevantes son los conceptos de re-
querimiento moral y de imparcialidad.
El requerimiento moral de satisfacer una pretensión pre-
suntamente legítima es algo más que la emisión de un deseo o
de una orden. Se puede esperar su satisfacción, esto es, con
razones, que son también razones para la parte reclamada, de
reivindicar por su parte este requerimiento. En un requeri-
miento moral no se pretende expresar una voluntad de parte,
subjetiva. El reverso de esto es que la parte reclamada tiene el
derecho de no ser puro objeto del arbitrio de la parte recla-
mante. La persona requerida puede convencerse de que la
parte reclamante no hace pasar su voluntad arbitraria por su
derecho. También la parte supuestamente privada de dere-
chos, meramente obligada, tiene, pues, un derecho. Se podría
objetar que sólo tiene el derecho a comprender que sólo tiene
deberes. Pero este derecho no es tan completamente intelec-
tual; con él están vinculados pretensiones que tienen que ver
con que la persona afectada debe poder convencerse de que
el mandato moral le es también posible5. Estas pretensiones
afectan a límites elementales de exigencia más allá de los cua-
les el individuo no puede seguir viviendo con las acciones
obligadas.

5 Este «tiene que» es la consecuencia de que uno tiene que poder vivir

con sus acciones. El test existencial del individuo con respecto a la moral re-
clamada es una condición de sinceridad para con la declaración de voluntad
de cumplir los preceptos morales. Creo además que el pensamiento de di-
cho test intencional se encuentra ya en Kant de modo esquemático. Kant cri-
tica la concepción de que puede darse comportamientos intencionales sin un
acto implícito, certificador (sin una «razón subjetiva de la aceptación») del
sujeto de la acción. Su crítica, claro está, no está motivada por la reflexión
de que a las condiciones de validez de una moral pertenece su vitalidad (aun-
que uno puede ver esta reflexión tras la doctrina kantiana de los postulados).
Cfr. Kant, Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft (es-
pecialmente, «Der philosophischen Religionslehre erste Stück. Von der Ein-
wohnung des bösen Prinzips neben den Guten»), en Kant. Werkausgabe Bd.
VIII, ed. Wihlelm Weischedel, Fráncfort, 1977, pág. 667; también Henry E.
Allison, Kant's Theory of Freedom, Cambridge, 1990, págs. 5, 51 y sigs.
Resumamos brevemente las reflexiones anteriores; juicios
morales son, en primer lugar, juicios de obligación. Orde-
nando, al menos, también elreconocimiento recíproco de pre-
tensiones autorreferenciales de los miembros de una comuni-
dad, esto es, de aquellas pretensiones, cuyo mantenimiento se
considera por una comunidad como irrenunciable para la con-
servación de la integridad de sus miembros. Denominamos
moralmente correcto o falso un modo de actuar que respeta o
viola determinadas pretensiones de los otros y no un modo de
actuar que es la acción de una persona moralmente buena o
mala. Y tampoco un modo de actuar que ocasione un estado
en el mundo valorado como bueno o malo.
Hasta aquí esta aclaración sobre el concepto de juicio mo-
ral. Ahora nay que dar un paso preparatorio más acerca de
qué moral debe ser objeto de una fundamentación comuni-
cativa.

2. ¿Qué moral debe ser fundamentada?

Se podría contestar esta cuestión rápidamente y decir que


se trata de la fundamentación de una moral del respeto uni-
versal e igualitario. Esta repuesta descontextualizada tiene una
desventaja: deja a oscuras el ámbito conceptual de la idea de
una moral universalista del respeto. Pues se percibe mal la es-
trecha relación existente entre una fundamentación funcional-
mente conceptual y una forma de vida comunicativa, en donde
hunde sus raíces esta moral del respeto. Pero debe conside-
rarse esta' relación si se quiere mantener a la vista el aspecto
pragmático, y no meramente semántico, del concepto de fun-
damentación. Y este aspecto pragmático juega un papel im-
portante en la idea de una fundamentación comunicativa de la
moral.

La complementariedad de interacciones
y requerimientos morales

He dicho que la moral del respeto que ha de fundamen-


tarse hunde sus raíces en una forma de vida comunicativa. Lo
que esto significa se entiende mejor manteniendo la exigencia
metodológica mencionada y prestando atención a la relación
horizontal entre personas, que entablan entre sí pretensiones
recíprocas supuestamente cubiertas por la moral. Al concepto
de requerimiento recíproco resulta complementario el con-
cepto de interacción.
Interacciones son secuencias de actos complementarios. En
las interacciones significativamente mediadas estos actos se re-
miten en su significado unos a otros de manera complementa-
ria. Las formas de comportamiento frente a otros, que cum-
plen las obligaciones morales, remiten su significado a formas
de comportamiento que conforman el contenido de derechos
complementarios. En actuaciones que son elementos de una
interacción, la actuación complementaria pertenece no sólo a
las condiciones de éxito, sino también a las condiciones de sen-
tido de esa actuación. En el caso más sencillo, dicha actuación
complementaria es una actuación de omisión. Pero omisiones
no sólo constituyen una parte de las formas de comporta-
miento complementario y reactivo. De lo que se trata ahora es
que hay formas de comportamiento reactivo que son necesa-
rias para proteger la integridad de los actores que están en-
vueltos en primera persona en interacciones significativamente
mediadas. Por eso la interacción, cuyo concepto es comple-
mentario al concepto de requerimiento moral recíproco, no ha
de entenderse como una mera interacción conformada por ro-
les de la que se puede descender sin cambiarse en su auto-
comprensión de fondo. Es un elemento integrante de una
forma de vida en la que están envueltos los actores como seres
individuales y vulnerables.

Una primera relación entre moral y comunicación

Por forma de vida comunicativa se entiende el modo de


vida de seres vivos que en sus trayectorias vitales intencionales
(la expresión de los estados físicos, los afanes por los bienes y
los juicios) se refieren a otros seres vivos, esto es, están media-
dos por un conjunto de prácticas y orientaciones simbólicas;
así, por ejemplo, prácticas de comprensión e interpretación, de
cooperación y de justificación; orientaciones en los juicios y ac-
ciones, que admiten como algo valioso, logrado y fallido, jus-
tificado e inadecuado, verdadero y dudoso, etc. Los seres vi-
vos envueltos en una forma de vida comunicativa han de vivir
su vida en formas que establezcan unos con otros relaciones de
entendimiento y de desacuerdo, de mutuo enjuiciamiento y de
prejuicio, de cooperación y de conflicto. Esta circunstancia, en
la que ha de desenvolverse una forma de vida comunicativa,
no sólo pone en peligro físicamente a esos seres vivos, sino que
los hace vulnerables desde una perspectiva moral. Estas vul-
nerabilidades van mucho más allá de la privación de las con-
diciones de vida elementales y de la denegación de los bienes
ansiados. Incluyen también el sufrimiento de depender de un
lenguaje público para expresar un sentimiento propio y de ex-
perimentar el lenguaje disponible (permitido) como inade-
cuado.
Pienso que se puede catalogar el espectro de estas vulne-
rabilidades morales según dos aspectos. Estos aspectos tienen
que ver con aquellos dos aspectos que están envueltos en una
forma de vida comunicativa. Estos seres vivos son insustitui-
bles en su trayectoria vital intencional. En cuanto personas
han de conducir sus vidas y en eso son irreemplazables, han
de poder aceptar que la persona se muestra en la forma ex-
presiva de su vida. Es esta propiedad de seres vivos moral-
mente vulnerables lo que les nace individuos insustituibles. La
otra propiedad tiene que ver con que el conjunto de prácticas
simbólicas y orientaciones normativas, que distingue una
forma de vida comunicativa, interviene en la vida del indivi-
duo, estructura su vida y los coloca en una relación práctica y
con sentido. El estar envuelto en una forma de vida comuni-
cativa deja dependientes a los seres vivos moralmente vulne-
rables del comportamiento reactivo, complementario, de los
otros, y los expone a las reacciones de los otros a lo largo de
las prácticas y orientaciones comunes. Este estar dependiente
y expuesto los hace miembros que comparten con otros una
forma de vida.
Ahora bien, las heridas morales son demostraciones de des-
precio hacia las víctimas, ya sea en referencia evitar al hecho
de que éstas son, en sus vidas, insustituibles, ya sea al hecho
de que dependen del comportamiento reactivo de los otros.
Como ejemplos de las heridas de la primera dimensión pueden
valer desde los atentados a la integridad física hasta el asesi-
nato o el desprecio de la voluntad a través de formas de coac-
ción como la extorsión, la reclusión y el tutelaje. Ejemplos para
las heridas relacionadas con la dimensión de la dependencia
del comportamiento reactivo de los otros son las humillacio-
nes o los perjuicios en el reparto de bienes o en el reconocí-
miento de derechos6. La moral, entendida como el conjunto
de los juicios de obligación que exigen el cumplimiento de las
pretensiones de integridad dirigidas recíprocamente y para sí
mismo, es una precaución contra tales violaciones. Es, así lo
podríamos resumir, una moral que obliga a respetar como in-
dividuos insustituibles y como miembros a quienes están en-
vueltos en una forma de vida.
Con esto se ha dado una primera explicación a qué signi-
fica que una moral igualitaria y universalista del doble respeto
está enraizada en una forma de vida comunicativa: sirve de
protección ante las violaciones que tienen su origen en esa
forma de vida. Esta tesis podría también calificarse como una
explicación relativa al objeto de la relación entre moral y co-
municación. Hay todavía otro segundo sentido en el que puede
ser expresada esta relación.

Una segunda relación entre moral y comunicación


Las acciones de actores, en la medida en que se encuen-
tren envueltos en una forma de vida comunicativa, son accio-
nes con «interaccionalidad incorporada» (M. Schwab). Esto
es, remiten de acuerdo con su significado a acciones comple-
mentarías o formas de comportamiento de otros. Un ejemplo
es el comprar. El comprar está, de acuerdo con su significado,
referido al vender. Dichas secuencias de interacción, como el
comprar y el vender, forman un esquema de interacción, por
ejemplo, el esquema que se describe mediante la genérica ex-
presión de acción «concertar un negocio». Las interacciones
significativamente mediadas no tienen lugar sin determinadas
convicciones compartidas intersubjetivamente. Dichas convic-
ciones comunes relevantes en la interacción son, por ejemplo,
convicciones sobre lo que vale una oferta de compra y quién,
a quién, cuándo, y dónde puede hacer una oferta de compra y
venta. Son convicciones sobre qué es lo que hace a una emi-
sión simbólica un caso singular de una acción genérica y qué
es lo que autoriza a este modo de acción y a la expectativa de
su acción recíproca. Las convicciones relevantes en la interac-

6 Cfr. más pormenorizadamente Lutz Wingert, Gemeinsinn und Moral.


Grundsätze einer intersubjetivistischen Moralkonzeption, Fráncfort, 1993, pá-
ginas 166 y sigs.
ción forman el acervo de las razones que posibilitan las accio-
nes de los participantes en una forma de vida comunicativa.
Hay, pues, acciones que no son posibles sin razones prácticas
compartidas intersubjetivamente por varios sujetos capaces de
actuar (El cortar madera de Robinsón Crusoe no pertenece a
esta clase de acción. Sus órdenes a Viernes sí, en cuanto que
no son episodios.) Tales acciones son elementos de una inter-
acción vinculada a la validez.
La mencionada condición para el poder actuar de los par-
ticipantes en una forma de vida comunicativa hace que las fun-
damentaciones o argumentaciones aparezcan bajo otra luz. Las
argumentaciones no sólo establecen o revisan convicciones,
pueden también posibilitar acciones. Las fundamentaciones
pueden asumir una función posibilitadora de la acción.
Las fundamentaciones asumen esta función cuando las ra-
zones compartidas intersubjetivamente necesarias para el éxito
de la acción no se dan sencillamente, sino que deb en ser pri-
mero producidas, precisámente a través de fundamentaciones.
Éste es, pues, el caso cuando los interactuantes no entienden
ciegamente sus emisiones simbólicas y tienen duda sobre la
justificación de la acción comenzada o de la pretendida. Que
mi manifestación pueda ser considerada como tal y tal acción,
por ejemplo, que deba entenderse como una petición de
ayuda, y que yo pueda actuar de una manera determinada y
pueda esperar la forma de comportamiento complementario,
por ejemplo, una prestación de ayuda, entonces, mi manifes-
tación llega a ser, dado el caso, una afirmación. La necesaria
intersubjetividad de las razones prácticas es tan sólo afirmada
y ha de ser establecida. El punto es ahora que esta intersub-
jetividad de las razones tiene un reverso moralmente valioso
para las convicciones relevantes en la interacción.
Ese reverso se manifiesta en el proceso de establecimiento
de la necesaria intersubjetividad. Consiste en la criticabilidad
recíproca de aquellos para quienes debe existir razones prácti-
cas compartidas intersubjetivamente si la interacción debe ser
ejecutada. Lo que puede ser criticado es la afirmación de que
mi convicción sobre el significado y sobre la justificación de las
acciones también es siempre nuestra convicción común. Esta
criticabilidad es sólo un corolario de la necesaria intersubjeti-
vidad. La intersubjetividad, que hay que establecer, de razones
en favor de las convicciones relevantes en la interacción es la
resultante de un proceso de debilitamiento de la crítica mutua.
En este proceso intervienen dos concepciones morales; por
un lado, se tiene a uno mismo y a los otros por criticables, esto
es, uno respeta a los otros como miembros en igualdad de de-
rechos. Pues respetar a otro como miembro significa además
escucharle. Por otro lado, uno trata al contrario como a alguien
que debe convencerse por sí mismo de la pertinencia ae mi
convicción designada por el momento sólo como una afirma-
ción. Con la provisoria relativízación de las propias conviccio-
nes se le concede al otro una independencia en la formación
del juicio. El otro no puede sustraerse a seguir la cadena de ra-
zones en favor de esa convicción. Y esto significa que se res-
peta al otro como insustituible en su toma de posición y en la
adquisición de una convicción fundada. El establecimiento de
convicciones compartidas intersubjetivamente, que conforman
las razones prácticas para los interactores, es la vía de funda-
mentación pública que cada uno recorre personalmente. A los
hitos de esta vía de fundamentación pertenecen aquellas orien-
taciones morales, que son especificaciones de ambas formas
del respeto, tal como las ordena la moral del doble respeto en
cuestión. Este contenido moral en el proceso de la formación
de las convicciones prácticas compartidas intersubjetivamente
no sorprende. No en todo caso, cuando se piensa que una vía
de fundamentación pública y a la vez recorrida in propria per-
sona es una formación autónoma del juicio.
El argumento presentado a favor ae un contenido moral en
el proceso de formación de convicciones relevantes en la in-
teracción es, sin duda, deficiente. Se trata, por cierto, tan sólo
del esbozo de un argumento. ¿No consta acaso este contenido
moral disecado de formas asaz intelectualistas y atrofiadas del
respeto moral? Sólo puedo aquí señalar que sería un malen-
tendido creer que la moral universal e igualitaria del doble res-
peto consiste tan sólo en la protección de una formación au-
tónoma del juicio. Hay que diferenciar entre dimensiones del
respeto moral y criterios de comprobación del ejercicio de ese
respeto. (Las reglas del discurso tienen que ver con los crite-
rios. El discurso no es el telos de la moral.)
Otra cuestión abierta es por qué el contenido moral de un
proceso de formación intersubjetiva de las convicciones es de
naturaleza universalista e igualitaria. El caso, parece, más
bien, todo lo contrario si se adscribe a las fundamentaciones
una función posibilitadora de la acción. Fundamentaciones
parecen ser, pues, fundamentaciones para y frente aquellos
cuyo comportamiento complementario pertenece a las condi-
ciones de posibilitación, porque son siempre condiciones de
sentido de mi acción. ¿No debe causar esta restricción un es-
trechamiento del círculo de aquellos frente a los que se ejer-
cita el respeto?
No puedo considerar adecuadamente a esta difícil cuestión
en el marco del presente ensayo. Me limitaré a lo siguiente: las
fundamentaciones son, por encima de su función posibilita-
dora de la acción, un elemento constitutivo de una forma de
vida comunicativa. Pero el concepto de forma de vida comu-
nicativa no tiene la misma extensión que el concepto de una
comunidad local. En una forma de vida comunicativa están en-
vueltos en general todos aquellos que pueden entender o
malentender, estar de acuerdo o combatir el uso y la interpre-
tación de signos. Esto tiene dos consecuencias. Una afecta a la
clase de cosas en común entre aquellos que están envueltos en
una forma de vida comunicativa. Estas cosas en común vincu-
lan a la interacción significativamente mediada, pero no nece-
sariamente ligan a un colectivo particular. La segunda conse-
cuencia es que una forma de vida comunicativa no se puede
equiparar con una comunidad de cooperación. En una comu-
nidad de cooperación uno entra y sale en función de los inte-
reses en juego. Como ser vivo que utiliza signos y se interpreta
a sí mismo, uno no entra y sale en una forma de vida comuni-
cativa.
La cuestión es la siguiente: si las fundamentaciones son
partes constitutivas de una forma de vida, entonces no pueden
ser pensadas meramente como fundamentaciones frente a
miembros de un colectivo particular o de una comunidad de
cooperación. Son necesarias en cualquier lugar donde un com-
portamiento reactivo sea preciso a partir de razones comparti-
das. No debe negarse con esto que las fundamentaciones siem-
pre están ligadas a concepciones sobre cuáles son las personas
frente a las que se está obligado a fundamentar.
La auténtica cuestión es si estas concepciones pueden ser
revisadas con razones. Y esto supone finalmente preguntar si
los criterios de pertenencia a una forma de vida comunicativa
pueden ser corregidos. He respondido esta cuestión por ex-
tenso en otro lugar7.

7 Cfr., ibid., págs. 206 y sigs, 277 y sigs., 295 y sigs.


Con vista al esbozo aquí confeccionado de la idea de una
fundamentación comunicativa de la moral se arriba urgente-
mente a algo diferente. Debe considerarse, pues, la relación en-
tre una forma de vida comunicativa y la moral del respeto que
se ha de fundamentar. Esta relación se produce a través de la
función posibilitadora de la acción que pueden tener las fun-
damentaciones en una forma de vida comunicativa. «Pueden
tener», no deben tener. Las fundamentaciones tienen esta fun-
ción bajo una condición: los actores envueltos en una forma de
vida comunicativa tienen que erigir o reproducir por cuenta
propia sus relaciones de interacciones significativamente me-
diadas. Esta condición estaba presupuesta en el argumento es-
bozado mediante el pensamiento de que los actores no pueden
remontarse sencillamente a las convicciones, relevantes para la
acción, conocidas comúnmente.
Considero esta condición como un presupuesto muy dé-
bil, pues siempre hay cuando menos una necesidad de inter-
pretación en las formas de vida comunicativas. Las expresio-
nes lingüísticas pueden ser polisémicas y las referencias de los
términos indexicales indeterminadas, los roles ilocucionarios
de las emisiones lingüísticas pueden ser dudosos y la acción
comenzada incomprensible: ¿un grito a lo lejos es una llamada
o una exclamación?; ¿hace señales para que me acerque o
hace gimnasia? Y puede no ser claro qué actos singulares en
esa situación de acción sean casos de modos de acción carac-
terizados normativamente. ¿Qué significa ayuda en esa situa-
ción? Esta necesidad de interpretación no detiene tampoco a
la moral. La casuística documenta esto de forma impresio-
nante. También la palabra de Dios debe ser interpretada y su
interpretación no puede ser sencillamente arbitraria. Pero
dónde debe ser interpretada conforme al propósito de una co-
nocida concordancia exegética es también interpretación.
Y para resumir:
Bajo esta condición una moral universalista e igualitaria del
doble respeto se enraiza también en un segundo sentido en una
forma de vida comunicativa; los actores envueltos en dicha
forma de vida deben comportarse de acuerdo con determina-
das formas de esta moral si quieren reproducir su actuar y, por
consiguiente, su vida, en esta forma de vida.
III. ACERCA DE LA FUNDAMENTACIÓN DE UNA MORAL
UNIVERSALISTA E IGUALITARIA DEL DOBLE RESPETO

Tras estas aclaraciones conceptuales previas puedo presen-


tar la pieza adicional a la fundamentación de una moral uni-
versalista del respeto. Esta moral obliga a un doble respeto; en
primer lugar, al respeto de cada ser vivo envuelto en una forma
de vida comunicativa y capaz de acción en cuanto ser insusti-
tuible en su trayectoria vital intencional e individual; en se-
gundo lugar, al respeto de cada uno de esos seres vivos como
iguales en derechos en su dependencia del comportamiento
reactivo y complementario de los otros con quienes comparte
esa forma de vida. Esta moral cualifica el punto de vista moral
mediante la delimitación de dos principios del respeto. Se
puede también decir que estos dos principios obligan moral-
mente a todos estos seres vivos recíproca y categóricamente a
comportarse justa y solidariamente. Suponiendo que «tratar
a alguien justamente» significa tanto como tratarle como
miembro con iguales derechos entre los otros y suponiendo
que «tratar a alguien solidariamente» significa tanto como tra-
tarle como un individuo insustituible. La delimitación de estos
dos principios tiene en la moral a fundamentar un determinado
efecto que es relevante epistémicamente.
La fundamentación de esta moral abarca dos pasos. En un
primer paso se revela una determinada propiedad de esta mo-
ral. En un segundo paso se acredita la superioridad compara-
tiva y epistémica de esta moral frente a alternativas relevantes.
Esta superioridad se basa en aquella propiedad. No es, pues,
que la fundamentación se restrinja al debilitamiento de las al-
ternativas. Sólidas objeciones contra otra posición no pueden
ser reacuñadas de modo descontextualizado en los argumen-
tos en favor de la propia posición.

1. El primer paso de la fundamentación

La propiedad relevante para la fundamentación es la criti-


cabilidad reflexiva. La moral universal e igualitaria del doble
respeto alienta, en razón de su propia infraestructura, la crítica
de sus juicios de obligación. Toda moral está contaminada en
la formación de sus juicios de generalizaciones de evidencias
empíricas. No puede borrar las huellas de la historia de los
conflictos humanos y sus soluciones. También los conceptos
normativos fundamentales de la moral universalista del respeto
tienen situaciones de empleo que se convierten en una inter-
pretación autorizada de los casos paradigmáticos de su aplica-
ción. ¡Pensemos tan sólo en el concepto de dignidad humana
y su trayectoria histórica! En ese concepto están contenidas
presuposiciones y evidencias singulares sobre mutilaciones
fundamentales. No se puede evitar de antemano que se intro-
duzcan en una moral universalista del respeto convicciones so-
bre las típicas condiciones de integridacf de seres vulnerables
moralmente, que puedan mostrarse como estereotipos de la in-
tegridad. Lo que se considera dignidad del hombre, podría
mostrarse como honor del varón.

La posibilitación de la crítica a través de los dos principios


del respeto moral

Pero es importante que los principios de una moral univer-


salista e igualitaria del doble respeto puedan participar por su
parte en la crítica y en la comprobación de que las condiciones
presuntamente típicas de integridad son sólo estereotipos,
El primer principio ordena respetar al ser vivo vulnerable
moralmente en cuanto individuo insustituible. Este respeto in-
cluye el reconocimiento de una perspectiva genuinamente sub-
jetiva en la que el individuo no se percibe como uno entre
otros. El precepto del respeto del individuo insustituible per-
mite la diferenciación entre esta perspectiva subjetiva y una
perspectiva centrada en el individuo como uno entre otros,
esto es, como un ejemplar entre otros ejemplares de una espe-
cie, como una categoría, entonces. Con esto podemos consi-
derar dichos aspectos de la integridad de este concreto indivi-
duo con n o m W y rostro, que son relevantes para la
comprobación de las condiciones presuntamente típicas de in-
tegridad. Con el precepto de este respeto como individuo in-
sustituible crea la moral del doble respeto el espacio de expe-
riencias en el que se pueden configurar las razones para esa
comprobación.
Él segundo principio ordena el respeto de los individuos
como miembros con un derecho a un comportamiento reac-
tivo de los otros. Permite con esto que se den los motivos para
comentar con la comprobación y, si hubiera lugar a ello, con la
revisión. Pues las experiencias de integridad víilnerada deben
ser entendidas por otros para poder ser atendidas en general.
El respeto como miembro ordena, entre otras cosas, dicho es-
fuerzo comprensivo. Tiene, a la inversa, el efecto correctivo de
evitar privilegiar un individuo a costa de otros. El respeto
como miembros iguales en derechos es un respeto recíproco.
También el individuo insustituible debe aceptar el atrevi-
miento de la crítica a sus pretensiones de integridad derivadas
de experiencias subjetivas. La revisión de los estereotipos de
integridad debe conducir al abandono de cualquier convicción
sobre las típicas condiciones de integridad en cuanto bases del
juicio moral. Debe consistir en el establecimiento de convic-
ciones inclusivas de ese tipo. De otro modo no estaría garanti-
zada la igualdad del respeto.
Por razones de espacio no puedo seguir explicando el ir y
venir entre los dos principios de la moral del respeto y debo
remitirme a mis análisis en otro lugar8. Pero debería proce-
derse a la presentación de cómo este ir y venir de la utilización
de estos principios conduce al proceso autoinducido y auto-
rreferencial de crítica de la moral del doble respeto. Sin em-
bargo, no he dicho apenas nada sobre esta peliaguda cuestión:
¿Hasta dónde puede llegar esa autocrítica? ¿Y qué conse-
cuencias tiene la interrupción de la atribución de aquella pro-
piedad sobre la que se construye la fundamentación de esta
moral? Volveré después a esta cuestión.
De lo que se trata en este lugar es de algo diferente; la aper-
tura autoorganizada de la moral del respeto para la crítica es
algo que se efectúa mediante el entrecruzamiento de los dos
principios de esa moral. Estamos ya empujados a este entre-
cruzamiento en el concepto de forma de vida comunicativa;
«forma de vida comunicativa» entendida como el conjunto de
interacciones significativa e interpretativamente mediadas que
los participantes tienen que seguir por cuenta propia y, de este
modo, también con ayuda de fundamentaciones. Se comienza
a perfilar, pues, una relación entre una propiedad, relevante
para la fundamentación, de la moral del respeto y la comuni-
cación, una relación que se tornará más estrecha y significativa
cuando se considere cómo en una determinada forma de co-

8 Cfr., ibid., págs. 179 y sigs, 264 y sigs.


municación se hacen operativos los dos principios de la moral
del respeto: me refiero a la forma comunicativa del discurso.

La operacionalización del punto de vista


moral en el discurso
El discurso, que debe generar convicciones práctico-mora-
les fundamentadas, es una operacionalización del punto de
vista moral que consta de los dos principios entrelazados de la
moral del doble respeto irrestricto e igual. Sus reglas9 se diri-
gen a la formación del juicio de modo que aplican uno u otro
principio o ambos.
Una regla del discurso dice que los destinatarios de los jui-
cios de obligación pueden opinar libre de coacciones sobre los
requerimientos morales propuestos. Otra regla exige sinceri-
dad en estas opiniones. Una tercera regla prescribe la igualdad
de derechos a la hora de emitir convicciones y necesidades. Eso
incluye el derecho a la crítica de los otros y de sus conviccio-
nes y necesidades. Una cuarta regla es el principio formulado
por D. Davidson de caridad hermenéustica:10 «Corrige tu com-
prensión de las emisiones de otra persona si eso te conduce a
imputarle muchas convicciones falsas.» Esta regla es un coro-
lario de la regla tercera, pues el igual derecho a la articulación
de convicciones y necesidades encierra el derecho conexo de
que cualquiera tiene, de igual manera, a disposición un reper-
torio simbólico de medios expresivos apropiado para él. Las
incomprensibilidades e idiosincrasias expresivas —también
subcuturales— deben ser consideradas como una inadecua-
ción de ese repertorio público. Son indicios de defectos del
manual de comprensión presupuesto como común.
Recuerdo estas reglas como ejemplos de reglas discursivas
sólo para actualizar que estas prescripciones del discurso po-

9 Sobre las reglas del discurso, cfr. Robert Alexy, Theorie der juristischen

Argumentation, Francfort, págs. 234 y 240; J. Habermas, Moralbewußtsein


una kommunikatives Handeln, Francfort, 1995, págs. 97 y sigs. La determi-
nación de las reglas del discurso no resulta en ambos autores muy metódica.
Esto guarda relación con que meditan demasiado poco sobre la conexión en-
tre, por una parte, la función de las fundamentaciones práctico-morales así
como los rasgos de los problemas morales y, por otra parte, el discurso.
10 Cfr., ejemplo, D. Davidson, «Radical Interpretation», en ídem, Inqui-

ries into Truth and Interpretation, Oxford, 1984, págs. 183 y sigs., 199.
nen en forma de reglas los principios de la moral del respeto y
los hacen operativos. Así, el seguimiento de la regla de las to-
mas de posición no coactivas es una forma en la que los suje-
tos de obligaciones morales son respetados como insustituibles
en la propia formación del juicio. Junto con la regla de la sin-
ceridad incluye esa regla la consideración de las perspectivas
propias, irreductiblemente subjetivas, que cada cual adopta en
cuanto actor concreto que debe poder vivir con sus acciones.
La tercera regla, esto es, la regla de la igualdad de derechos, es
una forma en la cual la persona afectada es respetada como al-
guien que depende de las prestaciones de todos y de su buena
predisposición.
La cuarta regla, finalmente, hace operativo el entrecruza-
miento de los dos principios. En cuanto precepto de solidaridad
hermenéutica exige además que el extraño, presuntamente in-
comprensible, sea tratado como un miembro igual en derecho
que merece ser escuchado. Este precepto tiene obviamente un
efecto corrector en la suposición de un lenguaje común de fun-
damentación, esto es, del lenguaje que en el enjuiciamiento ex-
presa los hechos relevantes así como las experiencias subjetivas
de sufrimiento y penuria. Suposiciones acerca de dichas cosas en
común asociadas a la comunicación son inevitables en la misma.
Por eso se hace todavía más importante su continuo control.
También contribuye a este control una quinta regla que
exige el acceso a la formación del juicio moral para todos los
afectados o, como podríamos decir más exactamente, para to-
dos los que están envueltos en una forma de vida comunica-
tiva. Impide que la instancia de justificación de mis juicios sean
ciertos notables como, por ejemplo, aquellos que de modo pa-
radigmático emiten interpretaciones autorizadas acerca de vio-
laciones morales (profetas, letrados, jueces, expertos, etc.).
Esta regla incluye en dicha instancia a todos sans phrase, esto
es, a todos aquellos que en general pueden enfrentarse a uno
rechazando o contradiciendo. Con esta forma de inclusión se
vuelve posible una crítica y eventualmente también una revi-
sión de la división del trabajo lingüístico-moral.
La quinta regla del discurso de la inclusión abarcadora no
tiene de ninguna manera, por tanto, tan sólo el estatuto de una
regla de participación. No sólo sirve para registrar meramente
el voto de todos como en un escrutinio o resolución colectiva.
Esta regla tiene por finalidad específica el conocimiento de lo
moralmente correcto, pues contribuye a hacer valer el princi-
pió del respeto igualitario contra efectos privilegiantes de la di-
visión del trabajo lingüístico-moral y, con esto, del lenguaje de
fundamentación en la formación del juicio.
Todas estas reglas del discurso sirven en su juego de con-
trapesos para hacer valer de igual manera, en la formación del
juicio moral, los dos principios de la moral del respeto. La for-
mación discursiva del juicio moral propia de aquel punto de
vista moral que resultará de estos principios le presta a la for-
mación del juicio moral un sesgo autocrítico. La característica,
relevante para la fundamentación, de la criticabilidad reflexiva
de la moral del respeto es, por tanto, el producto de un pro-
ceder comunicativo.

El control comunicativo de la formación del juicio moral


Con esto se ha dado el primero de los anunciados pasos de
fundamentación. Hay además un primer sentido que debe
comprenderse en el cual uno puede hablar de una fundamen-
tación esencialmente comunicativa. El proceder comunicativo
del discurso, como he dicho, debe controlar la formación mo-
ral del juicio de tal modo que concluya en un juicio correcto.
«Correcto» significó, hasta ahora, correcto con respecto al
punto de vista moral calificado por la moral del doble respeto
con sus dos principios. El rendimiento del discurso es cuidar
que cada uno de estos dos principios se ponga en marcha en
la misma medida. Realiza esto a través de una delimitación de
estos dos criterios de corrección, delimitación que impide una
autonomización o un inadmisible favoritismo para con uno de
los criterios. El discurso tiene, por tanto, una función de con-
trol: garantiza el equilibrio y la aplicación de las dos perspec-
tivas moralmente relevantes para la formación de un juicio mo-
ralmente correcto.
El que el discurso asuma tal garantía se debe a dos razones;
en primer lugar, el discurso es ciertamente una forma de la co-
municación vinculada a la validez en la cual estos aspectos mo-
rales tienen su lugar propio; y, en segundo lugar, el discurso en
cuanto forma reflexiva de esta comunicación puede controlar
el proceso de formación del juicio a la luz de sus productos. El
hecho de que sólo pueda asumir esta garantía tiene que ver con
la plausible suposición de que la imparcialidad de la formación
del juicio en el mundo moderno ya no se puede presuponer
más simplemente como dada. Cada uno de los que juzgan tiene
sólo que relativizar su juicio moral de acuerdo a su compren-
sión y aplicación en el discurso. Si se supone esto, no hay nin-
gún equivalente funcional para un proceder comunicativo
como es el discurso.
La gramática del control de la formación moral del juicio
es, entonces, esencialmente comunicativa. En la medida en que
este control pertenece intrínsecamente a la acción de funda-
mentación, resulta la fundamentación de naturaleza comuni-
cativa. (Uno puede por cierto preguntarse si es que verdade-
ramente pertenece. Volveré al final a esta cuestión.) Al hablar
con este sentido de la fundamentación comunicativa se hace
también comprensible la presuposición, hasta ahora tácita, de
que un sesgo autocrítico es para la formación del juicio una
propiedad epistémica o relevante para la fundamentación.

2. El segundo paso de la fundamentación

La presentación de esta propiedad constituye el primer


paso en la fundamentación de una moral del doble respeto
irrestricto e igualitario. El segundo paso de la fundamentación
consiste ahora en la acreditación de la superioridad epistémica
de dicha moral comparada con las alternativas relevantes. Si-
guiendo a Fred Dretske11, entiendo por alternativas epistémi-
camente relevantes aquellas pretensiones de validez que tienen
que ser rechazadas en cuanto inmantenibles, esto es, en el
curso de la justificación de aquella pretensión de validez res-
pecto a la que forman una alternativa relevante.
En el caso específico de las pretensiones de validez moral
se trata de concepciones morales que representan alternativas
reales de acción, no ficticias. Una particular moral de la amis-
tad, una moral convencional fundada en la autoridad de la tra-
dición, una moral de los señores de carácter racista, una mo-
ral fundamentalista del respeto irrestricto son esas alternativas
relevantes12.

11 Fred Dretske, «The Pragmatic Dimension of Knowledge», en Philo-

sophical Studies 40 (1981), págs. 363-378.


12 Pueda quedar pendiente aquí si tales concepciones morales tienen el

estatus de sistemas morales que, como las teorías prescriptivas, son series or-
denadas de enunciados. La diferencia entre una teoría moral prescriptiva
(por ejemplo, el utilitarismo o la ética de la compasión), de un lado, y las
concepciones morales extendidas en la vida cotidiana y establecidas histórica
Que la moral universalista del doble respeto deba ser su-
perior epistémicamente frente a las alternativas relevantes sig-
nifica que no hay ningún buen contraargumento para su re-
chazo. La dificultad que se presenta ahora es evidente; la
superioridad epistémica así entendida de la moral del respeto
dehe apoyarse en su propiedad de la criticabilidad reflexiva.
Pero tal como he descrito esta propiedad, esta autocrítica con-
siste sólo en un control de la aplicación de los principios fun-
damentales del respeto, que forman el núcleo de esta moral.
Estos principios no eran, por su parte, objeto de crítica. Pero
si la crítica se detiene ante estos principios, entonces no puede
oyarse dicha superioridad epistémica en esa propiedad! Pues
Í patrón para una superioridad comparativa no puede ser in-
ferido de una de las posiciones competidoras.
Aquí ya sólo parece posible otro modo de proceder. Se va-
lora la moral del respeto universalista con referencia a su dispo-
sición a la autocrítica limitada de modo consentido. La funda-
mentación comunicativa podría ser reemplazada por una suave
retórica. Se haría entonces propaganda para probar la preemi-
nencia de la liberalidad de la moral universalista. Esta es la pro-
puesta de Richard Rorty, profunda, desprejuiciada y meditada a
pesar de su ligera presentación13. Antes de conformarme, sin
embargo, con esta propuesta, quiero intentar superar la men-
cionada dificultad en el segundo paso de la fundamentación.

Elementos de un patrón neutral


Para ello es importante dar una respuesta a la pregunta
acerca de cuáles son los elementos de un patrón neutral me-
diante el cual apreciar la superioridad epistémica de una mo-

y sociológicamente, por otro lado, es en cualquier caso sólo de naturaleza


gradual. El teórico de una moral normativa y el lego que juzga moralmente
con razones no pertenecen a géneros distintos. AI respecto Dewey y Tufts
han prestado atención, cfr. Ethics (1932), de nuevo en John Dewey. The La-
ter Works 1925-1953, vol. 7, 1932, ed. J. A. Boydston, Carbondale and
Ewardsville, 1985, especialmente cap. 10 «The Nature of Morality, $ 1 Re-
flective Morality and Ethical Theory», págs. 162 y sigs.
13 Cfr., v. gr., Richard Rorty, Contingency, Irony, and Solidarity, Cam-

bridge, 1989, págs. 44 y sigs.; «Human Rights, Rationality, and Sensibility»,


en St. Shute y S. Hurley (eds.), On Human Rights. The Oxford Amnesty Lec-
tures 1993, New York, 1993, págs. I l l y sigs.
ral frente a otras (Rorty naturalmente consideraría absurda esta
cuestión). «Superioridad epistémica» significa tanto como me-
jor fundamentabilidad, esto es, un mejor cumplimiento de los
criterios o exigencias de buenas razones (la palabra «criterio»
no es importante). Los elementos de un patrón neutral son cri-
terios de buenas razones morales o, dicho más exactamente, de
buenas razones de convicciones morales. Uno tiene un punto
de orientación para la búsqueda de dichos elementos si atiende
la función de las fundamentaciones. Aquí entran en juego las
reflexiones hechas al principio sobre la función de las funda-
mentaciones.
He dicho que las fundamentaciones tienen una función po-
sibilitadora de la acción. Las fundamentaciones no pueden
ahora poner piedras en el camino que me impidieran actuar.
Lo que podrían plantear son problemas en tanto que consten
de convicciones polémicas. Las fundamentaciones práctico-
morales sirven para la disolución de los antagonismos entre
convicciones que contienen pretensiones morales y obligacio-
nes. Las buenas razones morales son, pues, esas razones que
sirven para solucionar los problemas morales.
Los demandas dirigidas a esas razones se pueden especifi-
car considerando dónde se hallan originariamente los proble-
mas morales, que estorban u obstaculizan un contexto de in-
teraccción vinculado a la validez también en el sentido moral.
Como había indicado, este contexto intersubjetivo de acción
configura una cisura en la forma de vida comunicativa, en la
que están envueltos seres vivos vulnerables moralmente. Las
buscadas exigencias de buenas razones morales se pueden for-
mular con vistas a las propiedades generadoras de problemas
de este contexto de interacción.
El primer criterio de bondad es la intersubjetividad de las
razones morales. Las razones intersubjetivas para una obliga-
ción y la pretensión anexa no sólo justifican mi expectativa mo-
ral frente a otros, sino también la expectativa moral de otros
frente a mí, a satisfacer esa u otra obligación vinculada con ella.
Eso se encuentra en la reciprocidad que está incrustada en el
contexto de interacción. Cuando esta reciprocidad se proble-
matiza hay duda sobre la intersubjetividad de determinadas ra-
zones morales.
El segundo criterio de bondad es una especificación del pri-
mero. Razones morales tienen que ser razones compartidas in-
tersubjetivamente. No tienen que justificar meramente las ex-
pectativas morales recíprocas desde el punto de vista de un ter-
cero, sino desde la mirada de los mismos participantes. Buenas
razones morales tienen que ser comprensibles para aquellos a
los que se dirigen las expectativas morales que tienen que jus-
tificarse. Esto tiene que ver con la mencionada suposición de
que los participantes tienen que proseguir por cuenta propia
su contexto comunicativo de vida. El denominado método de
Peirce14 de la autoridad para la consolidación de las convic-
ciones relevantes con respecto a la interacción funciona bajo
esta suposición no sin dificultades. Los participantes tienen
que convencerse a sí mismos, esto es, recíprocamente y en co-
mún, de que sus expectativas morales son correctas.
El segundo criterio de bondad exige la razonabilidad de las
razones para los participantes. Un tercer y cuarto criterio re-
sulta ahora de dos rasgos característicos de estos participantes.
Éstos son, en primer lugar, actores envueltos en una forma de
vida comunicativa y, en segundo lugar, están envueltos in pro-
pria persona, esto es, en cuanto individuos insustituibles. Son
integrantes de una forma de vida comunicativa; en ella cuen-
tan más que los miembros de un colectivo. Buenas razones mo-
rales son por eso comprensibles para todos los que participan
en tal forma de vida y no meramente para algunos que además
forman un colectivo. Este es el tercer criterio de bondad.
El cuarto criterio exige, finalmente, que las razones mora-
les sean comprensibles para todos los miembros así entendidos
en cuanto individuos insustituibles. Las razones tienen que ser
razones prácticas no sólo para los portadores de roles, que pue-
den apearse de un contexto de acción para proteger su auto-
comprensión. Este requisito se encuentra en la segunda carac-
terística de los participantes, esto es, ser actores que están
comprometidos in propria persona.
Se puede resumir los mencionados criterios y decir que las
buenas razones morales son: en primer lugar, intersubjetivas
umversalmente; en segundo lugar, comprensibles; ciertamente,
en tercer lugar, comprensibles para todos los que participan en
una forma de vida comunicativa; y, en cuarto lugar, compren-
sibles para todos considerando la individualidad insustituible

14 Ch. Peirce, «The Fixation of Belief», en Writings ofCh. S. Peirce. Chrono-

logical Edition, vol. 3, Bloomington, 1986, pags. 250-253.


de cada cual. Estos criterios pertenecen al patrón neutral en fa-
vor de la superioridad epistémica. Cuando uno mide con este
patrón las alternativas relevantes a una moral universalista del
doble respeto irrestricto, se observa que no superan algunos de
estos criterios.

La aplicación del patrón neutral


Una moral de la amistad particular no cumple el criterio de
que sus razones sean intersubjetivas de modo universal; estas
razones no pueden ser compartidas por otros que no sean mis
otros. Algo parecido vale tanto para una moral de grupo como
para la concepción moral de un clan o de una tribu. Esta mo-
ral tiene sólo razones que son comprensibles para los partici-
pantes en cuanto miembros de una comunidad, no en cuanto
individuos que han de vivir su vida de modo irreemplazable;
esta moral no reconoce como extraños a los miembros del
;rupo y a los extraños no se les trata como a los miembros de
f a comunidad.
Aquí se ve una posición débil que exige un quinto criterio
de bondad para las razones práctico-morales. Pues, ¿qué sig-
nifica realmente «comprensible para todos»? También se po-
dría decir que «x es una buena razón y además comprensible
ara todos. Que no aceptes x como una buena razón no cam-
ia nada de su cualidad». Dicha posición pasa por alto, sin em-
bargo, el quid del dar-razones. Razones no son meras disposi-
ciones a realizar o a creer algo. Son tentativas de respuestas a
la cuestión de por qué algo debe ser realizado o creído, como
Bas van Fraassen ha aclarado en su pragmática de las explica-
ciones científicas15. Se dirigen a las opiniones, esto es, a con-
vicciones tales que con cuya adquisición al mismo tiempo se
ganan medios (esto es, razones) que defienden dichas convic-
ciones contra la crítica en forma de preguntas acerca del por-
qué. Las buenas razones se refieren criterialmente al debilita-
miento de la crítica. El debilitamiento de la crítica se aprecia en
un estar convencido del crítico que no es un mero mudo. Es un
estar convencido con razones que ahora él mismo puede dar
debido al convencimiento adquirido frente a un tercero y sus

15 Cfr. Bas van Fraassen, The Scientific Image, Oxford, 1980, págs. 97 y sigs.
objeciones. El debilitamiento así entendido de la crítica es el
quinto y superior criterio de bondad de las razones.
El punto para la superioridad epistémica de la moral uni-
versalista del respeto se ha alcanzado rápidamente. Esta mo-
ral cumple mejor los mencionados criterios neutrales de bon-
dad para las razones práctico-morales. Pues alienta
estructuralmente la crítica y se dirige a su debilitamiento, esto
es, se trata en eso de una crítica en referencia exacta a los men-
cionados criterios de bondad. Pertenece, entonces, al respeto
en cuanto individuo insustituible la atención de la crítica a las
razones morales presuntamente buenas considerando la pers-
pectiva subjetiva del actor obligado. El entrecruzamiento de
este respeto con el respeto en cuanto participantes iguales en
derechos bloquea a la inversa el privilegiar esta perspectiva y
Ejermite la crítica a su justificación de acuerdo con el criterio de
a intersubjetividad de las razones de justificación. Y el hecho
de que este respeto vale ilimitadamente para todos los miem-
bros que participan en una forma de vida, asegura la posibili-
dad de crítica en referencia al tercer criterio de la intersubjeti-
vidad universal de las razones.
De este modo se muestra la crítica, a la que alienta estruc-
turalmente la moral universalista del doble respeto, como una
crítica autoinducida, neutral, frente a la pretensión de tener
buenas razones para determinadas expectativas morales. En
eso se distingue esa moral de las alternativas relevantes tales
como una moral fundamentalista del respeto restringido o una
moral de los señores de carácter racista. Los seguidores de es-
tas alternativas no pueden distinguir finalmente entre las bue-
nas razones práctico-morales para tener que comportarse de
una determinada manera y su creencia délo que son tales ra-
zones. Así, por ejemplo, el fundamentalista considera las nor-
mas de una moral restringida como mandatos y prohibiciones
de una autoridad preestablecida que sólo había a través suyo
cuando reivindica estos mandatos y prohibiciones frente a
otros. El seguidor reivindica estas normas no por responsabi-
lidad propia, imputando al menos personalmente su interpre-
tación. Por eso no degrada las razones para su pretensión de
validez a razones que considera ante todo como buenas razo-
nes y que pudieran deber mostrarse en el debilitámiento de la
crítica de los otros como buenas razones.
IV. OBJECIONES

Hasta aquí el esbozo del segundo paso de la fundamenta-


ción. Deseo discutir finalmente una objeción que ilumina una
vez más el sesgo comunicativo de esta fundamentación. El se-
^undo paso de la fundamentación vive, así parece, de una fe-
Í iz coincidencia. Se buscó un patrón neutralpara la superiori-
dad epistémica de una moral frente a otras alternativas
relevantes. Se encontró un patrón cuyos elementos sorpren-
dentemente se desmoronaron con los principios de una deter-
minada moral. La sospecha es clara; los criterios de bondad
para las razones morales no son normativamente neutrales. Se
recargó, en realidad, normativamente sobre el concepto de una
fundamentación práctico-moral entendida funcionalmente.
Contra esta objeción hay que considerar dos cosas distintas.
Hay que considerar, en primer lugar, que este concepto de fun-
damentación está sujeto a toda una red de conceptos tales como
el concepto de problema moral, de forma de vida e interacción
comunicativa, de la pragmática del dar-razones. Se tendría que
criticar toda esta red de conceptos cuando se critica este con-
cepto individual. Y, en segundo lugar, se tendría que considerar
que el concepto de fundamentación está unido al concepto de
afirmación o, de modo más general, al de pretensión de validez.
Del mismo modo que de las afirmaciones de hechos, tam-
bién de los requerimientos morales, que se reivindican en la
forma de oraciones deónticas generales, penden deberes de
fundamentación. Siempre presupuesta, la objetividad es cons-
tantemente reclamada por los requerimientos morales.
Un primer deber de fundamentación tiene que ver con que
el requerimiento está reivindicado por la propia responsabili-
dad. Se trata, en primer lugar, de una obligación que reivin-
dico. Cuando lo hago por propia responsabilidad me doy a co-
nocer como abogado de este requerimiento sin ser, en segundo
lugar, presuntamente su autor. Con ambas cosas en conjunto
concedo la posibilidad de que otros rechacen mis requeri-
mientos como mera expresión de mi arbitrio. Me mantengo al
mismo nivel que los otros y como criticable por los demás. Así
los respeto igualmente como personas a las que hay que pres-
tar oídos. Hay, pues, un deber de fundamentación que exige
un respeto, derivado del quid ilocucionario del requerimiento
moral, al que obliga la moral del respeto.
Un segundo deber de fundamentación incluye la acreditación
de que el destinatario del requerimiento puede asentir. Este asen-
timiento encierra la disposición de manifestar sinceramente su
voluntad de cumplir el reconocido requerimiento. Y esta mani-
festación de voluntad no puede darse sinceramente sin la inclu-
sión de las perspectivas subjetivas del individuo insustituible. El
requerimiento moral, reivindicado por responsabilidad propia y
sinceramente, encierra, pues, también una forma del segundo
respeto al que obliga la moral del respeto de la que hablamos.
Del concepto de fundamentación penden también deberes
de fundamentación que coinciden con los preceptos de la mo-
ral del respeto. Estos deberes de fundamentación no están es-
tablecidos, bien entendido, en el nivel semántico de las normas
morales especiales, sino en el nivel pragmático de la aplicación
por responsabilidad propia y sincera de las normas morales en
general. Estos deberes de fundamentación se refieren esencial-
mente a una situación comunicativa. Son deberes de control
vinculados al concepto de requerimiento moral. Se podría de-
cir, de forma llamativa, que la gramática de control es comuni-
cativa. Este carácter comunicativo se transmite a la fundamen-
tación, pues los conceptos de control y de requerimiento moral
son componentes del concepto de fundamentación práctico-
moral. Uno no puede atender aquí meramente al aspecto se-
mántico del concepto de fundamentación, esto es, al aspecto de
las reglas relevantes para la fundamentación, que se desprenden
del significado de las frases normativas. Uno tiene que atender
al aspecto pragmático del concepto de fundamentación. Si uno
hace eso, uno puede reconocer que la relación entre criterios
neutrales de bondad para razones morales, por una parte, y los
principios de la moral del respeto, por otra, no se debe a una
definición estipulativa del concepto de fundamentación.
Ciertamente persiste todavía otra objeción a mis reflexio-
nes que aquí sólo puedo tratar someramente. Es posible que
tales criterios de bondad coincidan insospechadamente con la
moral universalista del respeto, pero estos criterios son con-
ceptos áridos para estructurar eficazmente nuestra praxis fác-
tica de fundamentación. De hecho, nos remontamos en dicha
praxis a experiencias contingentes con buenas razones y a los
«archivos culturales»16 como el decálogo, que hacen inventa-

16 He tomado esta expresión de Boris Groys, Über das Neue. Versuch


einer Kulturökonomie, Múnich, 1992.
rio de los casos paradigmáticos de violaciones, preceptos y de-
rechos morales. La sospecha es que estos elementos de funda-
mentación relativizan la pretensión de objetividad de la moral
a una constelación histórica contingente y a una comunidad lo-
cal. Pero la moral esbozada tiene originariamente un oído muy
fino para esta sospecha debido al proceso comunicativo de su
justificación. Pues concibe su validez como una «genealogía de
las tentaciones superadas»17, sin recitar una historia definitiva
de los éxitos. Este hecho está prohibido por la pretensión,
entablada por la moral, de una objetividad que ya no se en-
tiende como lo meramente no-subjetivo, sino más dinámica-
mente como lo des-subjetivizado, lo desrelativizado. La idea de
una fundamentación comunicativa de la moral se asienta sobre
esta transformación de la objetividad moral.

17 Esta formulación procede de Karin Wórdemann.


El pensamiento político
de Jürgen Habermas
IGNACIO SOTELO
Universidad de Berlín

Antes de entrar en materia, tengo que hacer dos aclaracio-


nes que, en este caso, están muy lejos de la retórica al uso. La
primera, cómo no, ha de consistir en expresar mi agradeci-
miento a José Antonio Gimbernat por haber invitado a este se-
minario a un politòlogo que, aparte de haber publicado un fo-
lleto sobre la Escuela de Fráncfort y una breve recensión de
un libro de Habermas1, poco ha escrito que le acredite como
conocedor de su obra. Pero justamente aquí he creído descu-
brir la intención de mi buen amigo José Antonio, no ya sólo
colocarme un embolado —que también—, sino en primer lu-
gar la de presentar a ustedes la recepción de Habermas, reali-
zada por un español que enseña en la universidad alemana y
que, como toda su generación, ha discutido su obra en cursos
y seminarios, si se quiere, la recepción de Habermas por el
científico social no especializado en su obra.
Y como soy muy obediente y aplicado —es mi sola vir-
tud— a la vez que poco prudente —no es mi único defecto—

1 Ignacio Sotelo, «Filosofía y ciencia social: la actualidad de la "Escuela de

Fráncfort"», en Working Papers, Madrid, Institut de Ciències Politiques i So-


cials, Barcelona, 1989, 38 págs.; Ignacio Sotelo, «Modernidad/Postmoderni-
dad, un diálogo fallido», en Saber/Leer, núm. 2, febrero 1987, págs. 4-5.
acepté encantado la oportunidad de poner de relieve la di-
mensión política del pensamiento de Habermas, más aún, me
pareció la ocasión pintiparada para tratar de presentarlo en su
totalidad, subrayando las etapas por las que ha pasado su pen-
samiento. Así que en vez de hacer lo que hubiera sido razona-
ble, discutir con Habermas un aspecto particular de su obra,
voy a tratar de sintetizar, con un afán exclusivamente pedagó-
gico, su pensamiento político, convencido, eso sí, de que cual-
quier resumen que cumpla las exigencias mínimas de ordena-
ción clarificativa es ya una interpretación y, si me apuran, una
valoración.
De ahí la necesidad de una segunda disculpa, y es que la
tarea asignada, según la entendí y la acabo de enunciar, se ha
mostrado irrealizable —tal es el volumen y profundidad, a ve-
ces la dificultad intrínseca, de la obra de Habermas— que,
como bien sabe cualquiera que se haya acercado a ella, no
ofrece fácil asidero para resumirla en unos cuantos puntos en
el tiempo de una conferencia. Si a ello se suma la presencia en
la sala del mismo Habermas y tantos otros conocedores de su
obra, la empresa parece ya desquiciada. Me queda una espe-
ranza: una obra intelectual tiene un significado desde dentro,
pero muchos, dependiendo del punto de vista que se adopte,
contemplada desde fuera y por ello tal vez pueda resultar in-
teresante —y confío en que no excesivamente banal— esta pre-
sentación del pensamiento político de Habermas hecha por un
politólogo que, a pesar de que se ocupe de otras cuestiones, a
veces muy distantes, participa del mismo interés por el tema
central que constituye el meollo del pensamiento político de
Habermas —como ven, me lanzo desde el primer momento sin
paracaídas— a saber, alcanzar una comprensión de la demo-
cracia apropiada a nuestro tiempo y situación: la intención que
unifica todo el pensamiento político habermasíano es justa-
mente el afán de desarrollar una teoría de la democracia válida
y convincente. Y ya sin más preámbulos, entremos en materia.
Para acercarse al pensamiento político de Habermas cabe
al menos emprender dos caminos; uno bastante llano que con-
siste en presentar el contenido de sus escritos políticos, por lo
general comentarios, entrevistas, artículos de ocasión, con lo
que bastaría con confrontar a Habermas con los temas políti-
cos más ampliamente discutidos en los últimos treinta años. Se-
guir esta senda, amen de su accesibilidad, tiene la virtud de po-
der captar en síntesis la historia de las ideas, y sobre todo de
las polémicas políticas, de los últimos tres decenios en Alema-
nia. El segundo camino es más ambicioso y, desde luego, más
arduo y arriesgado, pero promete mayor fruto, y consiste en
establecer las lineas fundamentales de su pensamiento político
a partir de los supuestos básicos sobre los que se levanta su
obra, es decir, tratar de desvelar los contenidos políticos, im-
plícitos y explícitos, en una visión global de su pensamiento.
Para aquellos que sólo quieran introducirse en el tema, el pri-
mer camino se adapta mejor y ofrece indudables ventajas, en-
tre las que no es la menor su fácil comprensibilidad, pero me
temo que si no queremos quedarnos en la pura anécdota, o en
la mera superficie, rodando la superficialidad, no haya otro re-
medio que iniciarnos, al menos, en la segunda vía, más abs-
tracta y teórica.
Queda así enunciado el programa de esta conferencia:
mencionar brevemente las cuestiones principales que discuten
los escritos políticos de Habermas, para mostrar su evolución
desde el socialismo a lo que podríamos llamar un democra-
tismo consecuente, incluyendo los supuestos políticos, implí-
citos y explícitos, que subyacen en sus libros de mayor ambi-
ción teórica, con el fin de relacionar las posiciones políticas, tal
como se reflejan en los escritos ocasionales, con las que se de-
rivan de las obras teóricas. Parto del supuesto, por lo demás
harto plausible para cualquiera que se haya acercado a sus in-
numerables publicaciones, de que en lo que respecta a la polí-
tica, Habermas no sólo ha expresado sus opiniones personales
en la prensa periódica, cuando lo ha creído conveniente, sino
que ha desarrollado, junto con su filosofía social, una política,
sobre la que se aguantan estas opiniones. Estando siempre pre-
sente, tanto en el filósofo, como en el ciudadano, la preocupa-
ción política, con todo, hay que señalar en estos últimos años
un mayor resquemor, y a veces hasta desinterés, por las cues-
tiones políticas del día, mientras que, por decirlo así, se ha po-
litizado su filosofía, al desembocar en una primariamente po-
lítica, como la que expone en su último libro, Facticidad y
Validez2.

2 Jürgen Habermas, ¥aktizität und Geltung. Beiträge zur Diskurstheorie


des Rechts und des demokratischen Rechtsstaats, Fráncfort/Meno, 1992.
Como hay otra ponencia que se ocupa de este libro lo dejo fuera de mi con-
sideración.
Pero antes de aproximarnos al pensamiento político de Ha-
bermas, siguiendo estas dos vías, conviene ganar alguna clari-
dad en dos cuestiones previas. La primera consiste en deter-
minar, entre la filosofía y la sociología, el lugar en el que se
inscribe su pensamiento. La segunda surge del hecho de que
habiendo sido los últimos treinta años un período de rápido
cambio, que se acelera todavía más en el último lustro, nadie
atento a la realidad, tanto en el pensamiento teórico, como en
el político, ha podido permanecer inmutable y, por consi-
guiente, de algún modo habrá que establecer alguna periodi-
zación y distinguir etapas, tanto en lo que respecta a la evolu-
ción de las ideas políticas en Alemania, como en las posiciones
correspondientes en Habermas. No faltará quien se pregunte
si predomina la continuidad o la ruptura, cuestión que, por lo
demás, plantea cualquier periodización; cabe tanto resaltar los
enormes saltos y cambios que ha efectuado Habermas en sus
planteamientos teóricos y en sus posiciones políticas, como in-
sistir, siguiendo en este punto, en que todos estos cambios se
han producido desde la fidelidad a una misma problemática y
lo único que importa es dejar constancia de una continuidad bá-
sica en los temas planteados que daría unidad al conjunto de su
obra3. Desde fuera se tiende a poner énfasis en las discontinui-
dades y rupturas; desde dentro, empeñados en tener razón tanto
en el presente como en el pasado, se propende más bien a re-
calcar la coherencia de la obra intelectual realizada.

E L LUGAR DE ENCUENTRO
DE LA FILOSOFÍA Y LA SOCIOLOGÍA

El lugar desde el que hay que entender el pensamiento de


Habermas es aquel en el que se produce la intersección de la
filosofía con la sociología. Para dar cuenta de esta confluencia,
empecemos por destacar un dato biográfico. Desde 1964, hasta
su jubilación, precisamente en septiembre de 1994, Habermas

3 José María Mardones ha ido aún más lejos y ha puesto énfasis en la

continuidad de la teoría crítica desde sus planteamientos en los años 30


hasta el Habermas de la Teoría de la acción comunicativa. José María Mar-
dones, La reconstrucción de la teoría crítica por ]. Habermas a propósito de
Theorie des kommunikativen Handelns, en Pensamiento, vol. 40, 1984,
págs. 171-177.
ha ocupado durante treinta años, como sucesor de Max Hork-
heimer, la cátedra de filosofía y de sociología en la Universidad
de Fráncfort. Vincular la filosofía a la sociología es un pro-
ducto típico de la Escuela de Fráncfort, y en este sentido, un
carácter heredado. Apunta a una herencia que, por otro lado,
en su alcance y contenido, Habermas ha reelaborado por com-
pleto, de modo que hay que consignarlo como un epígono
—el último representante de la Escuela de Francfort— a la vez
que como el iniciador de algo nuevo y personal, ya que rompe
con la teoría critica, precisamente, al pretender fundamentar su
carácter normativo y darse de bruces con algunas deficiencias
epistemológicas que se mostraron insuperables.
La cátedra de filosofía y sociología, de la que tomó pose-
sión Habermas en 1964, había sido en su origen una de filo-
sofía social que inauguró Max Horkheimer en 1930. Como a
la vez que catedrático de filosofía social había sido nombrado
director del Instituto de Investigación Social (Institut für So-
zialforschung), fundado en 1924 por iniciativa privada, como
el primer instituto, que dedicado al estudio del marxismo y de
la sociedad desde una perspectiva obrera, se vinculaba a una
universidad pública, de modo que en su persona quedó unida
la filosofía con la sociología. Cuando en 1950 Horkh eimer re-
gresa a Fráncfort y refunda el Instituto, de esta doble función
nace la cátedra de filosofía y sociología.
Importa, sin embargo, retener, no la anécdota, sino el pro-
ceso intelectual que yace en esta convergencia de la filosofía y
de la sociología, como una ciencia social en sentido amplio que
incluye a la economía. Si repasamos los escritos filosóficos del
joven Horkheimer4, comprobamos que parte de Kant {Zur An-
tinomie der Teleologischen Urteilskraft, 1922, su tesis doctoral)
y llega a Hegel {Hegel und das Problem der Metaphysik, 1932),
como propedéutica para desembarcar en Marx. Y es precisa-
mente una lectura filosófica de Marx, así como una compren-
sión marxiana de la ciencia social, lo que no sólo posibilita,
sino que induce a la convergencia de la filosofía con la socio-
logía, punto de arranque de la llamada teoría crítica.
En 1985, en una entrevista en la New Left Review, Haber-
mas reconoce algo, por lo demás, obvio, y es que su punto de

4 Max Horkheimer, «Philosophische Frühschriften, 1922-1932», en Ge-

sammelte Schriften, vol. 2, Fräncfort/M, 1987.


partida en la formulación de la problemática que le ha ocu-
pado toda su vida,

en lo que respecta a lafilosofíay a la teoría social proviene de


la línea de pensamiento que va de Kant a Marx. Mis intencio-
nes y convicciones básicas a mitad de los años 50 se han visto
impregnadas por el marxismo occidental, por la discusión con
Lukacs, Korsch y Bloch, por Sartre y Merleau-Ponty, y natu-
ralmente pro Horkheimer, Adorno y Marcuse. Todo lo que
además me he apropiado adquiere su significación únicamente
en conexión con el proyecto de construir, a partir de esta tra-
dición, una teoría social renovada5.

En la tradición del llamado marxismo occidental que inau-


gura la Escuela de Fráncfort6 en los años 30, y que adquiere
su verdadera difusión en los 60, se inscribe, tanto la conexión
de la filosofía con la sociología, como el proyecto de construir
a partir de esta convergencia una teoría satisfactoria de la so-
ciedad capitalista, o si se quiere, de la modernidad, sin ocultar
sus fallos y anomalías. La labor teórica, primero epistemológica,
y luego comunicativa que desarrolla Habermas, lo hace como

5 Jürgen Habermas, «Ein Interview mit der New Left Review», en Die

Neue Unübersichtlichkeit, Fráncfort/M, 1985, pág. 216. La traducción de to-


das las citas es mía (I. S.).
6 Utilizo esta expresión, dada su difusión a partir de los 60, tanto en Ale-

mania, como fuera de ella, aunque haya que llamar la atención sobre la pa-
radoja de que esta denominación se generaliza cuando la escuela ha dejado
de existir, si es que existió algún día.

Los francforteses, desde la perspectiva de los estudiantes politi-


zados y de la opinión, consiguieron estilizarse en una escuela a fina-
les de los 60. En efecto, sólo en este tiempo existió algo así como co-
herencia de escuela en los viejos miembros del Instituto de
Investigación Social, Pollck, Marcuse, Löwenthal, Adorno, Kirchhei-
mer, Neumann, mientras que en los tiempos de la emigración en
Nueva York, es decir, hasta 1940, con Horkh eimer como el Spiritus
rector, sólo trabajaron juntos de manera cercana y productiva. Des-
pués de la guerra alcanzaron prestigio Horkheimer y Adorno en la
República Federal, después también Marcuse. La teoría crítica ha
ejercido una amplia influencia sólo de esta fase tardía; y la ha ejercido,
en primer lugar, no por obras filosóficas como la Dialéctica Negativa
o la Teoría Estética de Adorno, sino más bien por una crítica de la
cultura, más bien pesimista. Jürgen Habermas, «Interview mit Gad
Freudenthal (1997)», en Kleine politische Schriften I-IV, Fráncfort,
1981, pág. 483.
parte integrante de este proyecto; una teoría plausible de la so-
ciedad moderna que, en sus contenidos descriptivos de la ins-
tituciones, como en la dimensión normativa que conlleva, su-
ponga a la vez una filosófica política y los lineamentos
generales de una acción política.
Para que pueda producirse esta confluencia entre la filoso-
fía y la sociología, tan propia de la Escuela de Fráncfort, es pre-
ciso una determinada comprensión tanto de la filosofía —des-
prendida ya por completo de la metafísica tradicional— como
de la sociología que, alejada de la miopía empiricista, mantenga
la pretensión de constituir una teoría global de la sociedad, de
alguna forma una teoría del tiempo presente, un topos que
inaugura Fichte7 y que pasa pronto de la filosofía a la sociolo-
gía, que nace precisamente con Saint-Simon8, como una teoría
del presente posrevolucionario. En su origen, la sociología, al
tratar de dar cuenta de la sociedad global en su despliegue his-
tórico conecta con la filosofía de la historia, punto de inter-
sección con el marxismo qué, dentro del mismo horizonte his-
tórico-global, se opone, sin embargo, a esta independización
de lo social. La comprensión de la sociología que caracteriza a
la Escuela de Fráncfort es ya un marxismo que ha asimilado a
Max Weber, al colocar en un primer plano, no ya a la socie-
dad, sino a la acción social, como concepto fundamental, que
se define justamente por el sentido, equivalente a finalidad, a
partir de la cual se elabora la racionalidad instrumental, como
la relación medios-fin, que a su vez sería la expresión sui ge-
neris del proceso de racionalización que habría desplegado la
modernidad occidental.
Conviene a su vez detenerse brevemente en el concepto de
filosofía que maneja Habermas, porque, respecto a lo que se
había entendido por tal hasta la muerte de Hegel (1831), e in-
cluso, en relación con las diversas significaciones que ha ido
arrastrando en el último siglo —desde que se proclamó el fi-
nal de la filosofía ha pasado ya más de siglo y medio, como

7 J. G. Fichte, «Los caracteres de la Edad Contemporánea», traducción

de José Gaos, Madrid, Revista de Occidente, 1976.


8 Èmile Dürkheim, «Saint-Simon, fondateur du positivisme et de la so-

ciologie», en Le Socialisme, París, Alean, 1928; Ignacio Sotelo, «Die franzö-


sische Utopisten», en Iring Fetscher y Herfried Münkler (eds.), Pipers Hand-
buch der politischen Ideen, tomo 4, Munich, 1986, págs. 369-386.
también perdura la teología, pese al veredicto de la Ilustra-
ción— el concepto habermasiano de filosofía ha quedado tan
endeble que hasta ha podido preguntarse para qué puede servir
hoy la filosofía9, produciendo el natural escándalo entre sus co-
legas, a pesar de que, fuera del gremio, cuente a este respecto en
la comunidad científica con un consenso generalizado. •
La idea de que Hegel supone el fin de la filosofía está harto
extendida —de ella participaba hasta el mismo filósofo berli-
nés—, pero lo que en rigor supone este fin ha sido interpretado
de diversas maneras. Remedando a Aristóteles cabría decir que
para argumentar, y aún más, determinar el fin de la filosofía, no
se puede esquivar el filosofar, es decir, que la cuestión del fin
déla filosofía es una eminentemente filosófica que ha dado, y
sigue dando, bastante juego. Toda una época de la filosofía, la
que va de Hegel hasta nuestros días, podría caracterizarse pre-
cisamente por haber asumido, o a al menos, haber planteado su
final.
Ya para el joven Marx —fiel en este punto, como en tan-
tos otros al maestro— Hegel supondría el fin de la filosofía
porque habría conseguido pensar la realidad en su totalidad y,
consiguientemente, habría llegado a concebir la historia como
el desarrollo de la idea de la libertad; de lo que se trataría ahora
es de hacer realidad lo pensado10. La filosofía se supera reali-
zándola; habría que bajarla de las cimas de la razón abstracta
al mundo concreto de la acción social, que se revela como el
verdadero agente transformador de lo realmente existente.
Para Kierkegaard, en cambio, la filosofía hegeliana ha llegado
a su fin al pretender la razón absoluta abarcar un sistema to-
talizador. Se trata de un racionalismo universal y sistemático,

9 «Wozu noch Philisophie?», en Jürgen Habermas, Philosophische-poli-


tische Profile, Fráncfort, 1971, págs. 11-36.
10 De acuerdo con ia undécima tesis sobre Feuerbach ya no se trataría

de pensar —interpretar— de nuevo el mundo, sino de cambiarlo. Lo que su-


pone que sabemos ya en qué dirección y cómo hacerlo. «El contenido ra-
cional del sistema hegeliano era tan evidente para el ioven Marx que única-
mente en las premisas subyacentes de la filosofía de la conciencia podía
descubrir lo ideológico..., en el absolutismo de una teoría sólo en apariencia
independiente de la práctica... en este sentido el socialismo, al superar la fi-
losofía, la realiza.» Jürgen Habermas, «Die Rolle der Philosophie im Mar-
xismus», (1974), en Jürgen Habermas, Zur Rekonstruktion des Historischen
Materialismus, Fráncfort, 1976, págs. 50-51.
que, sin embargo, se muestra incapaz de dar cuenta de la so-
ledad angustiosa del individuo. «Expresar existiendo lo que se
ha comprendido por sí mismo, nada tiene de cómico; pero
comprenderlo todo, excepto a uno mismo, es muy cómico»11.
Ahora bien, la filosofía descubre con ello una nueva tarea, in-
dagar el fundamento último de la existencia individual. El pri-
mer positivismo también dictamina que lá filosofía habría lle-
gado a su fin, basándose en que la noción de ciencia que
maneja la filosofía no coincide con la única válida, aquella que
en la modernidad han desarrollado las ciencias físico-natura-
les. Todas las filosofías que han ido apareciendo desde la
muerte de Hegel, y no son pocas —verdaderamente, nunca an-
tes un «difunto» había dado señal de tan buena salud— o bien
se remiten a filosofías anteriores que se consideran expresión
perenne de la verdad (neotomismo, neokantianismo), bien par-
ten de constatar el fin de la filosofía, entendiendo por tal el sis-
tema hegeliano, a la vez que dan un contenido muy distinto a
lo que implicaría el que el sistema hubiera llegado al final.
Para el primer Habermas, respaldado en este punto por la
Escuela de Fráncfort, y siguiendo las huellas de Marx, la filo-
sofía se disuelve en crítica .
Crítica frente a la filosofía del origen, renuncia a una fun-
damentación última y a una interpretación afirmativa de lo que
es en su totalidad. Crítica frente a la determinación tradicional
de las relaciones entre teoría y práctica, que se entienden como
el elemento reflexivo de la actividad social. Crítica frente a la
pretensión de totalidad del conocimiento metafísico y de la in-
terpretación religiosa del mundo, con su crítica radical de la re-
ligión, sentando las bases para asumir los contenidos utópicos,
también aquellos que provienen de la tradición religiosa, y los
intereses cognoscitivos que plantea una perspectiva emancipa-
dora. En fin, crítica contra la autocomprensión elitista de la tra-

11 Soren Kierkegaard, «Post-scriptum a las Migajas filosóficas», París


1941, pág. 237.
12 El concepto de crítica que introduce Kant en la filosofía —Crítica de

la Razón pura— no debe confundirse con el nuevo que emplea Marx


—Crítica de la economía política—. En la coyuntura revolucionaria, a caba-
llo entre los dos siglos, XVIII y XIX, los dos conceptos clave son el de crítica
y el de crisis que, no por casualidad, tienen una misma raíz etimológica. Rein-
nart Koselleck, «Kritik und Krise: eine Studie zur Pathogenese der bürger-
lichen Welt», Friburgo/Múnich, 1959; séptima edición, Fráncfort, 1992.
dición filosófica, que pone énfasis en una ilustración universal,
que alcance también sobre ella misma13.

Desde esta disolución de la filosofía en la crítica, ya no hay


más que un paso, para conectarla con la teoría crítica de la so-
ciedad. No en vano el primer Habermas concibe la filosofía
«como el elemento reflexivo de la actividad social». La con-
fluencia de la filosofía y de la sociología termina en el recono-
cimiento de la identidad de ambas: la filosofía como crítica no
puede ser otra cosa que teoría crítica de la sociedad.
La filosofía, al fusionarse con la teoría crítica de la sociedad,
pareciera que hubiera dejado ya de cumplir un papel autó-
nomo en la sociedad contemporánea, sino fuera porque, ¡oh
cajón inusitado de sorpresas!, Habermas advierte que la filo-
sofía conserva en nuestro mundo un papel político primordial,
de importancia creciente. La última función de la filosofía, y es
por ella que mantiene una cierta legitimidad, es política. Sí, ne-
cesitamos la filosofía como fundamento de la crítica de las es-
tructuras establecidas de poder.
En efecto, desde el siglo xvn la filosofía se desarrolla en re-
lación muy estrecha con la ciencia, más aún, la «nueva» filo-
sofía de la modernidad coincide con el surgimiento de la cien-
cia natural. Ahora bien, con el despliegue vertiginoso de las
ciencias, cada una se desprende de la filosofía, asegurándose
un ámbito propio. Cuando desde la segunda mitad del siglo
XIX, se hace insostenible, tanto la identificación de la filosofía
con la ciencia, como un desarrollo autónomo de la filosofía que
pueda considerarse científico; cuando, en fin, se desploma la
filosofía como ciencia de los primeros principios, fundamenta-
dores de todos los demás saberes, «filosofía del origen» (Urs-
prungsphilosophie), que pretende dar razón de todo lo real, y,
con el sistema hegeliano, se derrumba cualquier conocimiento
metafísico de la totalidad, «la teoría de la ciencia ocupa el
puesto de la teoría del conocimiento».
Veamos lo que conlleva esta sustitución. Por «teoría de la
ciencia» {Wissenschaftstheorie), Habermas entiende «una me-
todología practicada en una autocomprensión cientificista de
las ciencias» y por cientificismo, «la creencia de la ciencia en

13 Jürgen Habermas, «Wozu noch Philosophie?», en Philosopische-poli-


tische Profile, Fráncfort/M, 1971, págs. 29-30.
sí misma, es decir, el convencimiento de que a la ciencia ya no
la podemos entender por más tiempo como una de las formas
posibles de conocimiento, sino que tenemos que identificar co-
nocimiento con ciencia»14. La eliminación de la filosofía como
un saber independiente es un de las metas del positivismo,
tanto del decimonónico, como de su renovación en la Escuela
de Viena. Pues bien, en este contexto, por muy residual que
sea la filosofía, le queda todavía una tarea esencial: la denun-
cia crítica del cientificismo que conllevan las distintas formas
de positivismo.
Ahora bien, delatar al cientificismo, mostrando los peligros
que conlleva, ha dejado de ser un ejercicio meramente acadé-
mico, ya que la ciencia, y sobre todo su aplicación tecnológica,
desempeña una eminente función social —la ciencia se revela
la principal fuerza productiva— y en cuanto tal, todo lo que
tiene que ver con la ciencia y con sus subsistemas— organiza-
ción de la investigación, aplicación tecnológica de los saberes
adquiridos, así como su aprendizaje en todos los niveles, con
el fin de conseguir una relación reflexiva y creativa con un
mundo mediatizado en todos sus aspectos por la ciencia— re-
percute de manera decisiva en las relaciones sociales y en las
instituciones políticas. Como del cientificismo se derivan es-
tructuras tecnocráticas de dominación, resulta decisivo mante-
ner una filosofía de la ciencia, no sólo no cientificista, sino que
combata los elementos cientificista-tecnocráticos, tanto en la
teoría, como en la praxis social y política. De este modo, tanto
la asunción del cientificismo, como su denuncia crítica, cons-
tituyen cuestiones políticas de primer rango. De ahí que Ha-
bermas concluya afirmando que «el futuro del pensamiento fi-
losófico es cosa de la praxis política»15, una sentencia que
parece sacada del joven Marx. Para subsistir la filosofía nece-
sita de un espacio de comunicación reflexiva, incompatible con
las estructuras tecnocráticas que legitima el cientificismo;
ahora bien, que logremos mantener este ámbito de libertad, no
es tan sólo, ni principalmente una cuestión teórica, sino emi-
nentemente práctica, cabalmente política.
Cuando Habermas se desprende de esta concepción crítica
tanto de la filosofía como de la sociología y se enreda en la teo-

14 ídem, pág. 31.


15 ídem, pág. 35.
ría comunicativa de la racionalidad y de la acción, no por ello
abandona la conexión de la filosofía con la sociología. Punto
de arranque sigue siendo la sociología weberiana de la moder-
nización, entendida como un proceso de racionalización, con-
cepto este último que engarza tanto en la filosofía como en la
sociología. Indagar y argumentar la racionalidad de opiiííones
y acciones es asunto del que tradicionalmente se ha ocupado
la filosofía; no en vano, su tema central es, y así ha sido desde
la alborada griega, la razón. Claro que ya no cabe una razón
universal que dé cuenta de todo lo existente, la naturaleza, la
historia, la sociedad. El que Habermas permanezca fiel a un
«pensamiento postmetafísico»16, dispuesto a denunciar los re-
siduos ontológicos que encuentre a su paso, no quiere decir
que no ejerza de filósofo, aunque, eso sí, lo haga de la única
manera que considera posible en nuestro tiempo. En esta su
última fase, Habermas desarrolla una teoría de la racionalidad
y de la verdad comunicativas, eminentemente filosóficas, a la
vez que trata de fundamentar una sociología nueva que vincule
la visión proviniente del mundo de la viaa con la que dimana
de la teoría del sistema.
En el desarrollo intelectual de Habermas, cabría señalar su
paso por las tres concepciones de la filosofía que han cuajado
desde su nacimiento en Grecia. En su formación universitaria
todavía maneja la concepción más primigenia de filosofía, en-
tendida como saber de los primeros principios, cuyo objeto
propio es el ser en general (Ursprungspbilosopbie), tradición
que Heidegger había actualizado, al conectar con los preso-
cráticos. De esta filosofía se desprende Habermas ya en sus
años de estudiante —la crítica de la metafísica va a ser una de
sus constantes— justamente al abrirse paso a la «filosofía de la
conciencia» (Bewusstseinsphilosophie), en la que resulta fun-
damental la relación sujeto-objeto, o si se quiere, filosofía del
sujeto, desde la que Habermas continúa su dimensión crítica
en la tradición que va de Kant a Horkheimer-Adorno, hasta
desembocar, a comienzos de los 70, en la filosofía del lenguaje
{Sprachphilosophie), en la que la relación fundamental es la de
la frase con el contenido. La obra filosófica de Habermas se

16 Una reciente colección de ensayos filosóficos llevan precisamente este

título, Jürgen Habermas, «Nachmetaphysisches Denken. Philosophische


ufsätze», Fráncfort, 1985.
inscribe en el ámbito que marca el cambio de paradigma,
desde la filosofía de la conciencia a la filosofía del lenguaje.
Pues bien, en la crítica de la razón instrumental weberiana,
encuentra Habermas de nuevo el punto de intersección del
nuevo paradigma de filosofía —filosofía del lenguaje— con el
nuevo de sociología: teoría comunicativa de la acción social.
Racionalidad y racionalización, como proceso social, se con-
vierten en las categorías centrales de la sociología, y como es-
cribe Habermas, «dentro de las ciencias sociales es la sociolo-
f;ía la que en sus conceptos fundamentales mejor se vincula a
a problemática de la racionalidad»17. Habermas pretende un
concepto de la racionalidad comunicativa que, sin caer en la ten-
tación metafísica de certeza o de absoluto, tampoco adolezca de
los defectos propios de una reducción cognoscitiva-instrumen-
tal de la razón. Desde los supuestos de la acción comunicativa
aspira a desarrollar un concepto de sociedad que pueda ser apre-
hendida desde las dos vertientes, como mundo de la vida y como
sistema.
Si el concepto de crítica es el que en el primer Habermas
conectaba la filosofía con la sociología, en el segundo esta
misma función la cumple el de comunicación. El pensamiento
de Habermas, desde su origen crítico en la Escuela de Fránc-
fort hasta su actual repristinación comunicativa, lo hallamos
siempre en la intersección de la filosofía con la sociología. La
teoría de la acción comunicativa, la obra magna de su segunda
fase, si hubiera que encajarla en un género, habría que decir
que es un libro de teoría sociológica que se abre a la filosofía,
o de filosofía —teoría de la racionalidad y de la verdad comu-
nicativas— que culmina en una sociología de la acción comu-
nicativa. La noción sociológica de comunicación plantea ine-
xorable la cuestión de la racionalidad, a cuya determinación ha
quedado reducida la filosofía. La conexión de la filosofía con
la sociología que en su día configuró las señas de identidad de
la Escuela de Fráncfort, sigue delimitando el ámbito del pen-
samiento de Habermas.

17 Türgen Habermas, Theorie des kommunikativen Handelns, tomo 1,


Fräncfort/Meno, 1981, päg. 18.
ENSAYO DE PERIODIZACIÓN

Al tratar de la relación filosófica y sociológica en Haber-


mas, y diferenciar una crítica, de otra comunicativa, se nos ha
colocado la segunda cuestión que habíamos anunciado, la de
la periodización. La tarea planteada consiste en distinguir al-
gunas etapas o fases de su pensamiento, de modo que poda-
mos ordenarlo, según criterios previamente definidos. Distin-
guir etapas supone señalar algunos postes que marquen el
límite entre lo anterior y lo posterior. Encontramos estos hitos,
tanto en los datos biográficos del pensador, en lo que podría-
mos llamar su historia intelectual —todo pensamiento, a par-
tir de un proyecto que presente realizar, se revela como un pro-
ceso más o menos zigzagueante— como en los acontecimientos
ocurridos durante su tiempo, ante los que el filósofo no puede
menos que reaccionar de alguna manera.
Si atendemos a los datos biográficos, podríamos distinguir
cuatro etapas. La primera, entre 1949 y 1954, la configuran los
años en Gotinga y Bonn, dedicados al estudio de la filosofía en
el sentido tradicional alemán —ni el nazismo ni la guerra su-
pusieron en este ámbito, como tampoco en tantos otros, una
ruptura— es decir, volcado a asimilar los restos últimos del
neokantianismo, la fenomenología, con la influencia domi-
nante de Heidegger, y en fin, la antropología filosófica. Período
ue se cierra con una tesis doctoral que se ocupa de Sche-
a ing18, puramente filosófica en sentido académico tradicional.
Una segunda etapa se inicia en 1956, al ser llamado a la
Universidad de Fráncfort como ayudante de Adorno y cola-
borar en el Instituto de Investigación Social. En este período
incorpora las líneas fundamentales de la revisión crítica del
pensamiento de Marx, tal como en los años 30 las había desa-
rrollado la Escuela de Fráncfort, y conecta con el pensamiento
de Freud19, a la vez que experimenta en la propia carne las li-

18 Jürgen Habermas, «Das Absolute und die Geschichte. Vom der

Zwiespältigkeit in Schellings Denken», 1954.


19 En el semestre de verano de 1956, Horkheimer y Mitscherlich orga-

nizaron una serie de conferencias conmemorativas del centenario del naci-


miento de Freud, que cerró Herbert Marcuse con una conferencia, «Die Idee
des Fortschritts im Lichte der Psychoanalyse», que acercó al joven Haber-
mas tanto a Freud como a Marcuse.
mitaciones de la posición de ayudante: tener que colaborar en
la investigación que decide el jefe —en este caso, El Estudiante
y la Política20— y encontrarse con el reproche y hasta con el
castigo, si se muestra una cierta brillantez y sobre todo inde-
pendencia. En las condiciones de la «guerra fría», para el ya
conservador y harto precavido Horkheimer, el joven Haber-
mas resultaba demasiado izquierdista e independiente21.
Una tercera etapa empieza en 1961, gracias a Wolfgang
Abendroth, el politólogo marxista, que le permite habilitarse
en Marburg con su primer libro, El cambio estructural de la di-
mensión pública22, a lo que, por intervención directa de
Hans-Gerorg Gadamer, había precedido, caso excepcional, un
llamamiento como profesor a la universidad de H e i d e l b e r g .
Esta etapa (1961-1964) representa una vuelta a la filosofía,
pero ampliando su horizonte con la hermenéutica y el descu-
brimiento de Wittgenstein, pero sobre todo, con el estudio de
la filosofía analítica y la filosofía del lenguaje anglosajonas que
van a decantarse, junto con la línea que va de Kant a Hegel,
como el segundo componente básico de su pensamiento.
Una cuarta y última etapa, empieza en 1964, al volver a
Fráncfort para ocupar la cátedra que a su jubilación deja vacante
Horkheimer. Habermas asume, por la cantidad y calidad de su
obra, el liderato de la Escuela de Fráncfort, aunque con el pos-
terior desarrollo de su propio pensamiento se vaya distanciando
de la teoría crítica, paradójicamente por el esfuerzo de intentar
asentarla sobre bases epistemológicas más seguras. En esta etapa,

20 «Student und Politik, Eine soziologische Untersuchung zum politis-

chen Bewußtstein Frankfurter Studenten», que llevaron a cabo Jürgen Ha-


bermas, Christoph Oehler y Friedrich Weltz en el Instituto de Investigación
Social.
21 Horkheimer pidió a Adorno que apartase a Habermas del Instituto de

Investigación Social, después de la publicación del artículo «Literaturbericht


zur philosophischen Diskussion um Marx und den Marxismus», en Philo-
sophische Rundschau, Mohr (Siebeck), año V, cuaderno 3/4, Tubinga, 1957.
Para Horkheimer, la idea que defendía Habermas de superar la filosofía con
una teoría social que mantuviera una intención «práctica», es decir, tomar
en serio el punto de partida de Marx, significaba destruir el último resto de
la civilización burguesa y abrir el paso a la dictadura. Véase Rolf Wiggers-
haus, Die Frankfurter Schule, Múnich, 1988, pág. 615.
22 Jürgen Habermas, «Strukturwandel der Öffentlichkeit, Untersuchun-

gen zu einer Kategorie der bürgerlichen Gesellschaft», Neuwied y Berlín,


1962; cito por la octava edición, 1976.
podría distinguirse, otra, especie de intervalo, a saber, los años
del Instituto de Starnberg, de 1971 hasta su regreso a Fráncfort
en 1988, pero que no implican un cambio de dirección, sino sólo
la intensificación y ampliación del cambio emprendido.
Si pasamos de la biografía a la obra, tal vez convenga dis-
tinguir únicamente dos etapas, la crítica y la comunicativa. La
primera culmina en 1968 con la publicación de Conocimiento
e interés23, que cierra en cierto modo el primer ciclo. Haber-
mas concluye que una epistemología sólo es realizable como
teoría social, pero una que haga explícitas las condiciones en
que la razón se hace a sí misma transparente. Fracasado el in-
tento de fundamentar epistemológicamente la teoría crítica,
Habermas cambia de paradigma —de la filosofía del sujeto
salta a la filosofía del lenguaje— y desde la comunicación trata
de resolver los problemas planteados en la teoría crítica, es-
fuerzo que alcanza su punto culminante en 1982 con la publi-
cación de la Teoría de la acción comunicativa. Ambos libros
muestran una estructura similar, que se diría consustancial con
Habermas: presentar sus propias adquisiciones teóricas desde
la discusión con determinados autores —Peirce, Dilthey,
Freud, Nietzsche en el primero; Weber, Mead, Durkheim, Par-
sons en el segundo. Una lectura comprensiva de Habermas su-
pone haber asumido la filosofía desde Kant y la sociología
desde su origen. Sea cual fuere la valoración que hagamos de
la obra de Habermas, nadie negará el esfuerzo inmenso de sín-
tesis que supone y aún de sincretismo de posiciones que hu-
biéramos creído que eran incompatibles.
Sin embargo, para dar cuenta del pensamiento político de
Habermas, más que de una periodización basada en su bio-
Íjrafía intelectual, se precisa de una que tenga en cuenta la evo-
ución política del país en que actúa, la República Federal de
Alemania. La historia política de la Alemania occidental desde
la posguerra podría dividirse también en cuatro etapas: 1) el
período de la restauración y reconstrucción de la Alemania oc-
cidental que se prolonga hasta la mitad de los 60 (dimisión de
Adenauer en octubre cíe 1963 y de su sucesor Erhard, tres años
más tarde en 1966). 2) Los años que anteceden y siguen al 68,
poco menos de un decenio, de 1966 a 1972, cuyo aconteci-

23 Jürgen Habermas, Erkenntnis und Interesse, Fráncfort, 1968.


miento político más importante es la llegada al poder de la so-
cialdemocracia, primero en la gran coalición, y luego, el 21 de
octubre de 1969, con Willy Brandt como canciller, cuya dimi-
sión en mayo de 1974, pertenece ya a la siguiente etapa. Desde
el punto de vista de la discusión y movilización política es el
tramo de la República Federal que despierta los mayores rece-
los, pero también las mejores esperanzas. 3) La siguiente etapa,
que comienza con la crisis mundial del petróleo en 1972, se ca-
racteriza por una expansión continua, aunque al principio,
bastante furtiva, del neoliberalismo que acompaña a la crisis
creciente del Estado de bienestar, y que tiene su momento más
característico en 1981, cuando el FDP sale del Gobierno so-
cial-liberal que presidía Helmut Schmidt y apoya como canci-
ller al democristiano Helmut Kohl. 4) Por fin, el período que
va desde la caída del muro en 1989 hasta la actualidad, en el
que se produce la unificación de Alemania, el acontecimiento,
aunque por completo inesperado, más importante desde la di-
visión del país que supuso la reforma monetaria de las zonas
occidentales en 1948. El cambio más profundo de Alemania
desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la anexión de la
antigua RDA, se ha llevado a cabo, dentro de ciclo Kohl, con
la mayor continuidad y estabilidad políticas.
Dejar constancia con algún detalle de las intervenciones de
Habermas en la política alemana en cada una de estas cuatro
etapas supondría, sin duda, escribir una historia de las polé-
micas políticas más importantes que se han producido en este
país desde la posguerra. Habrá que conformarse con mencio-
nar sólo algún ejemplo. Lo más significativo, sin embargo, en
las muchas polémicas mantenidas es que Habermas suele mos-
trar un doble frente, contra la derecha conservadora y contra
la izquierda dogmática24. Por lo menos queda patente su in-
dependencia, así como la facilidad en crearse enemigos por do-
quier. Deben ser los dos rasgos que distinguen al intelectual

24 En una polémica, sobre la llamada «guerra del golfo», de manera ex-

cepcional Habermas no marchó contra la corriente; su juicio coincidía con


las posiciones más conservadoras, lo que se explica por la responsabilidad
especial que tendría el pueblo alemán con Israel. «Der Golf-Krieg als Ka-
talysator einer neuen deutschen Normalität», en Jürgen Habermas, Vergan-
genheit als Zukunft. Das alte Deutschland im neuen Europa? Ein Gespräch
mit Michael Haller, Munich, 1993, págs. 10-44.
metido en política. Tanto el filósofo como el político polarizan
la opinión entre adversarios acérrimos y partidarios incondi-
cionales.

LA POLITIZACIÓN DE HABERMAS <


EN UNA ALEMANIA DESPOLITIZADA

El primer escrito de Habermas que hizo recaer en él la


atención del mundo académico, es de 1953 —tenía veinticua-
tro años— y se publicó en el Frankfurter Allgemeinen Zeitung,
uno de los periódicos de mayor influencia en Alemania25. El
artículo hace referencia a un tema filosófico —la publicación
de la Introducción a la Metafísica de Martin Heidegger— con
una intención política: censurar que el ilustre filósofo no haya
modificado el texto de 1935, ni siquiera añadiendo una breve
explicación al hecho tan llamativo de que, a pesar de la expe-
riencia histórica adquirida, se haya atrevido a mantener un elo-
gio del nacionalismo. Heidegger, al criticar la noción de valor
y con ella la filosofía de los valores, escribe «lo que hoy se
ofrece como filosofía cabal del nacionalsocialismo, nada tiene
que ver con la verdad y grandeza de este movimiento, a saber,
el encuentro de una técnica, abocada a ser planetaria, con el
hombre moderno»26.
El joven Habermas se muestra en extremo respetuoso con
el filósofo —considera Ser y Tiempo el libro más importante de
la filosofía alemana desde la Fenomenología del Espíritu—,
pero recaba también el derecho a la crítica de posiciones teó-
ricas con graves consecuencias políticas, máxime, cuando con-
sidera que la alusión elogiosa al nacionalsocialismo no es algo
accidental que podría haber suprimido, sino un elemento esen-

25 «Mit Heidegger gegen Heidegger denken. Zur Veröffentlichung von

Vorlesung aus dem Jahre 1935». Faz, de 25 de julio de 1953. Vuelto a pu-
blicar en Pbilosophische-politische Profile, Fráncfort/M, 1971, págs. 67-65.
2 6 Martin Heidegger, «Einführung in die Metaphysik», Tubinga, 1953,

pág. 152. En el encuentro de El Escorial me dice Habermas que, en efecto,


como se ha comprobado al cotejarlo con el manuscrito, al contrario de lo
que afirma Heidegger en el prólogo, sí había modificado el texto de las lec-
ciones de 1935 al publicarlas en 1953; manteniendo el elogio formal del na-
cionalsocialismo, piedra de escándalo, le añade un comentario que puede in-
terpretarse como una crítica.
cial de un libro en el que Heidegger relaciona la cuestión del
ser con la situación histórica de su tiempo. No es que el pen-
sador Heidegger haya sentido simpatía por el nazismo; mucho
más grave, es que su filosofía está estrechamente ligada con se-
mejante barbarie. ¿Cómo hacerse cargo de la estrecha cone-
xión existente entre la sutileza supercivilizada de la filosofía
heideggeriana con el terror que implica el nazismo?
El nazismo se hallaría presente en los niveles más profun-
dos del pensamiento de Heidegger que, no lo olvidemos, Ha-
bermas considera el filósofo alemán más importante desde He-
gel. Que una cabeza filosófica de tal calibre pueda caer en el
primitivismo de exculpar al nacionalismo tiene que dar que
pensar, tanto más, cuando, en rigor, no hubo en Alemania una
intelectualidad fascista, debido a la mediocridad de los man-
dos nazis que repelió a todos los intelectuales que con mayor
o menor cacumen de muy buen grado, empezando por Hei-
degger, hubieran querido aportar su grano de arena. Esta es-
trecha conexión entre las tradiciones intelectuales alemanas y
el nazismo —de la universidad fluye el caldo de cultivo para el
virus nazi— sólo se explica si se tiene en cuenta que la ideolo-
gía nazi, lejos de ser un fenómeno extraño o marginal, hunde
sus raíces en lo más específico de la cultura alemana. En reali-
dad, el fascismo alemán —escribe Habermas en la línea del
Fausto de Tomás Mann y luego del Lukacs de La destrucción
de la razón— surge de una tradición cultural muy alemana que,
no porque los dirigentes nazis no la supieran aprovechar, fue
menos relevante. En este punto el joven Habermas pone el
dedo en la llaga, al señalar el aspecto político más escabroso:
la Alemania de la posguerra ha rehuido sistemáticamente ha-
cer explícita la tradición intelectual que desemboca en el fas-
cismo, así como ha evitado con muy pocas excepciones —la
más sobresaliente, la de Jaspers— una confrontación directa
con las causas y consecuencias del nazismo.
El joven Habermas inaugura su obra con un artículo de pe-
riódico que de algún modo marca las líneas de lo que va a ser
su pensamiento: desentrañar los contenidos políticos que sub-
yacen en las ideas científicas y filosóficas, así como enfrentarse
a los problemas más candentes de su tiempo. En los años 50,
sin duda implicaba llamar la atención sobre la restauración de
la Alemania de Adenauer, que mantiene en la empresa, la po-
lítica, la justicia y la universidad a los antiguos nazis. Hoy mu-
chos dirían —también Habermas en este punto ha cambiado
de opinión— que Adenauer acertó: un pueblo no puede des-
hacerse por razones ideológicas o morales de sus cuadros in-
telectuales, científicos y técnicos. Lenin, al incorporar la ofi-
cialidad y la burocracia zaristas al Estado de los soviets,
tampoco actuó de otra manera. En todo caso, aunque el ba-
lance resultase a la postre positivo, no por ello Alemania dejó
de pagar un precio alto, al tener que poner sordina a la dis-
cusión pública respecto a los crímenes nazis, retirar la mirada
de la responsabilidad del pueblo alemán, así como ocultar los
antecedentes y consecuencias de tan trágica experiencia.
El Habermas recién salido de la adolescencia, al cerciorarse
de los crímenes del nazismo, había esperado del pueblo ale-
mán una reacción colectiva altamente moral, pero se topa con
el silencio que ampara a la restauración en todos los ámbitos
sociales. Comprensible el choque que se produce entre expec-
tativas y mundo social. Poco a poco va distanciándose de una
sociedad que nada quiere saber del pasado —y que, por ello,
de algún modo niega el futuro— empeñada tan sólo en saciar
el hambre y, una vez que lo consigue en un plazo sorprenden-
temente corto, el llamado «milagro alemán», queda amarrada
en el afán de satisfacer sucesivas necesidades sentidas, escepti-
cismo y consumismo marcan las coordenadas dentro de las
cuales se mueve una generación que se distingue por haberse
enriquecido a gran velocidad27.
Justamente, el distanciamiento crítico de la sociedad ale-
mana de la posguerra lleva al joven Habermas a interesarse por
la sociología, que en los años 50 logra al fin establecerse en la
universidad alemana, debido tanto a la vuelta de algunos emi-
grantes —René Kónig, a Colonia; Helmut Plessner, a Gotinga;
Max Horkheimer y Adorno, a Fráncfort; ya a mediados de
los 60, Richard Behrendt a Berlín— como a la influencia nor-
teamericana, en aquellos años decisiva. La sociología alemana
en la segunda posguerra en buena parte es un producto im-
portado de Estados Unidos, aunque fuese de origen europeo
y, más o menos elaborado, reexpedido a E u r o p a .
Puede distinguirse en la sociología alemana de los 50 dos
troncos importantes y una tercera rama marginal. Los dos

27 Jürgen Habermas, «Notizen zum Mißverhältnis von Kultur und Kon-

sum», en Merkur, 1956, págs. 212-228.


2 8 En este viaje de ida y vuelta tiene una significación especial la obra de

Talcott Parsons.
cuerpos principales lo forman, por un lado, la sociología em-
pírica, que asienta sus reales en Colonia y, por otro lado, la so-
ciología de impregnación marxista, que la concibe como la teo-
ría crítica de la sociedad capitalista y que se establece en
Fráncfort. René König es el patrón de la primera; Max Hork-
heimer de la segunda. La tercera rama, que valdría calificar de
marginal, la constituye la sociología que se hacía en Alemania
antes de la derrota y que sobrevive con la restauración general
de aquellos años. A pesar de su colaboración con los nazis —
los que se resistieron tuvieron que exiliarse o dejaron de in-
fluir 29 — a su impronta conservadora, carácter casi residual y
escasa altura intelectual —no ha quedado mucho de ella— era
la más extendida en las universidades, y sobre todo en las es-
cuelas normales. Hans Freyer y Helmut Schelsky30 fueron sin
duda sus representantes más conspicuos.
Tanto por su atracción por el joven Marx, como por su an-
tipatía, casi visceral, hacia el positivismo, Habermas conecta
muy pronto con los problemas y postulados de la Escuela de
Fráncfort, antes incluso de que en 1956 Adorno lo hiciese ayu-
dante suyo. El Habermas de la etapa que tratamos —que va
de 1955 a 1965 aproximadamente— mantiene dos frentes
principales, uno contra la filosofía (Arnold Gehlen) y la socio-
logía (Hans Freyer), de alguna forma vinculadas con el na-
zismo, que, repito, se distinguen por su conservadurismo y
hasta cierto carácter residual. Batalla esta que en aquellos años
{jarecía ganada de antemano y que, sin embargo, en este último
ustro ha adquirido mayor agresividad, tanto porque las viejas
fjosiciones fascistoides se presentan hoy con ropajes más sud-
es, como sobre todo, porque Habermas, después del de-
rrumbe de la izquierda, tengo la impresión de que cuenta con
un apoyo decreciente en los medios académicos. Hasta tal

2 9 Al exilio fueron entre otros, Geiger, Mannheim, Horkheimer, Ho-

nigsheim, König, Heller y Kelsen. Los que quedaron, o bien colaboraron de


alguna forma con el régimen, Spann, Frever, Sombart y Thurnwald, o bien
mantuvieron una cierta neutralidad en la llamada «emigración interna», von
Wiese, Vierkandt y Alfred Weber. Dirk Käsler, «Die frühe deutsche Sozio-
logie 1909 bis 1934 und ihre Entstehungsmilieus», Opladen, 1984, págs. 510-
511.
3 0 Helmut Schelsky ha dado, como es natural, una versión muy distinta.

Véase, Helmut Schelsky, «Ortsbestimmung der deutsche Soziologie»,


Düsseldorf, 1959 y Helmut Schelsky, «Rückblicke eines "Anti-Soziologen"»,
Opladen, 1981.
punto se crece una derecha que no oculta sus concomitancias
con el mundo ideológico que amamantó al nazismo.
Pero la liza principal que marcó aquellos año? es la llamada
«querella en torno al positivismo» (der Positivismusstreit).
También esta pelea la hereda de la Escuela de Fráncfort: a los
años 30 se remonta la polémica entre los francforteses y el cír-
culo de Vierta, aunque adquiera verdadera relevancia social a
comienzos de los 60. A este respecto dos debates fueron im-
portantes, el que se produjo entre Adorno y Popper31 y el que
mantuvo Habermas con A l b e r t 3 2 . La polémica es harto cono-
cida para que valga la pena detenerse en ella. Basten con tres
brevísimas indicaciones.
La primera se refiere al contenido preeminentemente polí-
tico de esta polémica; en el fondo, ambos bandos, el positivista
y el neomarxista, se acusaron mutuamente de servir al «totali-
tarismo», concepto que en los años de la «guerra fría» se uti-
lizó de arma arrojadiza por los dos bandos; cada uno denun-
ciaba en el otro haber suprimido el modelo racional y tolerante
de la Ilustración. Habermas, como ya hemos dicho, pone én-
fasis en las consecuencias tecnocráticas que conlleva la reduc-
ción cientificista del positivismo, una vez que ha mostrado la
que podríamos llamar su contradicción interna: predicar una
neutralidad frente a cualquier escala de valores, pero preferir
—es decir, valorar positivamente— una determinada forma de
racionalismo, justamente aquel que coincide con la razón téc-
nica o instrumental.
De ahí que, en segundo lugar, lo esencial para Habermas
entonces, y en este punto nada ha cambiado, sea acotar una
zona en la que quepa una reflexión racional sobre la acción
moral, social y política, sin que el cientificismo positivista la
impida o la ampute. La intención básica de toda la obra ha-
bermasiana es construir una teoría que se abra a una práctica,
fundamentada racionalmente. La relación teoría-práctica cons-
tituye, a la vez que el punto de partida, si se quiere la proble-

31 Jürgen Habermas (ed.), «Analytische Wissenschaftstheorie und Dia-

lektik. Ein Nachtrag zur Kontroverse zwischen Popper und Adorno», 1963.
32 Adorno y cols., «Der Posiüvismusstreit in der deutschen Soziologie»,

Berlin, 1969; Jürgen Habermas, «Gegen einen positivistisch halbierten Ra-


tionalismus. Erwiderung eines Pampniets», en Kölner Zeitschrift für Soziolo-
gie und Sozialpsychologie, ano 16, nüm. 4, 1964, pägs. 636-659.
mática heredada, la intención básica de toda su obra, empe-
ñado siempre en fundar racionalmente una teoría que sirva
para la acción. Afán teórico del que en ningún momento clau-
dica, traspasando las dificultades teóricas a un activismo polí-
tico, ni siquiera, como veremos en seguida, cuando la rebelión
estudiantil creó las condiciones óptimas para caer en esta ten-
tación. Habermas ha tomado en serio y ha sido siempre fiel a
su labor de pensador, tratando, en cada momento de aclarar
las cuestiones teóricas que han ido surgiendo, sin orillarlas al
refugiarse en cualquier forma de activismo; y como la labor teó-
rica se desmenuza en un rosario interminable de nuevos pro-
blemas, al surgir siempre cuestiones nuevas en aquellas que dá-
bamos por resueltas, Habermas no ha dejado de emplearse
como teórico, sin tiempo para actuar directamente en política,
pero comportamiento tan consecuente no le ha apartado de las
cuestiones políticas más acuciantes, sobre las que ha expresado
opiniones nada dogmáticas o convencionales, oponiéndose
tanto a ofrecer cualquier tipo de recetas fáciles, como a esca-
parse por un utopismo que no pise tierra firme.
Por tanto, y en tercer lugar, de lo que se trata es de cons-
truir una teoría que, estando abierta a la práctica, sea capaz de
convertirla en algo razonable, al cumplir las condiciones mínimas
de racionalidad. En la polémica que mantuvo con el positivismo
lógico, y sobre todo con el racionalismo crítico de Popper y sus
seguidores, lo que más llama la atención y, sin duda, parece lo
más encomiable, es que tuviera arrestos para salir de su forta-
leza conceptual y tratase de asimilar críticamente los argu-
mentos de sus contrincantes, ampliando en cada debate su ho-
rizonte propio 33 . En los años 60, a la búsqueda de un
fundamento más sólido para una teoría crítica que combata el
positivismo en sus variadas versiones, Habermas se va des-
prendiendo de parte de sus premisas, al ampliar la perspectiva
con la recepción del pragmatismo norteamericano y las filoso-
fías anglosajonas, analítica y del lenguaje34.
Desde la primera juventud, un rasgo muy característico de
Habermas es justamente su capacidad de asimilar lo que en

33 En la teoría de la argumentación que introduce a la racionalidad co-

municadva resulta patente la impronta de Popper.


34 Su amistad con Karl-Otto Apel en este sentido resultó determinante.
cada momento domina el interés cognoscitivo de sus contem-
poráneos, en los 60, de la hermenéutica a Wittgenstein, y en
los 80 del estructuralismo al desconstructivismo ele la fñosofía
postmoderna. Habermas se ha mantenido siempire en la van-
guardia del pensamiento. Tal vez su mayor fuerza consista en
su increíble habilidad para el sincretismo, pero, eso sí, tratando
de integrar los más diferentes puntos de vista a una misma
cuestión fundamental: el diseño de una práctica humana y ra-
cional.

E L ESTUDIANTE Y LA POLÍTICA

En el Instituto para la Investigación Social Habermas se in-


cluye en el equipo que estaba realizando el estudio de las opi-
niones y comportamientos políticos de los estudiantes de la
Universidad de Fráncfort35, la gran investigación sociológica
de aquellos años, que aspiraba a igualar a la ya famosa que
Horkheimer y Adorno llevaron a cabo en Nueva York en los
años 40 sobre la personalidad autoritaria, en la que se preten-
día dar apoyo empírico a la tesis de que la expansión del na-
zismo estaría relacionada con la estructura autoritaria de la fa-
milia alemana. De aquellos años de Fráncfort data, El
sufrimiento crónico de la reforma de la universidad36, escrito en
estrecha colaboración con Adorno, en el que muestra el
abismo que separa a la universidad, tal como existe, del mo-
delo humboldtiano, distancia que no se entendería sin las apo-
rías que resultan del mismo principio constituyente de la uni-
versidad alemana, la unidad de la investigación y de la
enseñanza, para concluir mostrando la necesidad de plantear,
por un lado, críticamente la relación entre ciencia y sociedad
y, por otro, la de construir una teoría que implique una di-
mensión práctica.

35 Jürgen Habermas, L. von Friedeburg, C. Oehler y F. Weltz, «Student

und Politik. Eine soziologische Untersuchung zum politischen Bewußtstein


Frankfurter Studenten», Berlin, 1961.
3 6 Jürgen Habermas, Das chronische Leiden der Hochschulreform»,

1957. Nota bene para españoles: en este trabajo Habermas cita el libro de
Ortega y Gasset, Schuld und Schuldigkeit der Universität, Munich, 1952. Un
desarrollo de estos temas lo encontramos en la conferencia pronunciada en
Berlín, «Vom sozialen Wandel akademischer Bildung», 1963, ambos artícu-
los en Kleine politische Schriften I-IV, Fráncfort, 1981, págs. 13-40 y 101-119.
En la Alemania de la restauración de Adenauer, dominada
por la «generación escéptica»37, quién iba a vaticinar que un
decenio más tarde la rebeldía estudiantil originaría los mayo-
res cambios, tanto en el sistema de partidos, como en la men-
talidad y cultura políticas, a la vez que dejaría una profunda
huella en muy distintas esferas, desde las relaciones de la pa-
reja a la educación en el Kindergarten, de modo que sin la me-
nor exageración la rebelión de la universidad puede conside-
rarse el hecho social más relevante ocurrido en Alemania en el
largo trecho que va desde el final de la guerra (1945) hasta la
unificación (1990). Y, como si algo se presintiese, a finales de
los 50 creció rápidamente en Alemania occidental el afán de
estudiar a la juventud, en particular a la universitaria.
En el desarrollo político de Habermas aquella rebelión
ocupa un puesto central, ya que los daños del movimiento es-
tudiantil coinciden con los de su mayor influencia política di-
recta, a la vez que el fracaso —tanto de su relación con el mo-
vimiento estudiantil, como el de este mismo movimiento—
marca el fin de una implicación directa en la política, lo que
no ha dejado de tener consecuencias en sus planteamientos
teóricos. Desde las premisas entonces en boga de la iz-
quierda, el curso de los acontecimientos en 1967 y 1968 pa-
recía exigir la mayor conexión de la teoría con la práctica; jus-
tamente, en un momento en que Habermas ponía énfasis en
las dificultades que implicaba esta relación. En vez de mos-
trar el modo en que se relacionarían teoría y práctica en la
coyuntura especial de la República Federal de los años 60, el
esfuerzo teórico que estaba llevando a cabo concluía en un
amplio catálogo de los problemas irresolubles que esta rela-
ción supondría en las sociedades capitalistas altamente desa-
rrolladas. Un conocimiento que no sólo no servía para la pra-
xis revolucionaria que reclamaba una buena parte del
estudiantado, sino que, al contrario, contribuía decisiva-
mente a disolverla.
Para comprender el papel asignado a Habermas en la re-
vuelta estudiantil, conviene recordar un dato biográfico ya
mencionado. El que hubiese sido expulsado del Instituto
francfortés por desviacionismo izquierdista y hubiera tenido

37 Como reza el titulo del libro de Helmut Schelsky, Die skeptische Ge-
neration. Eine Soziologie der deutschen Jugend, Düsseldorf-Colonia, 1957.
que habilitarse con Abendroth, uno de los pocos profesores
germano-occidentales que se proclama marxista; ambos he-
chos contribuyeron, sin duda, a que diera el paso decisivo
—y único, en su vida— de alistarse a un grupo político.
«Cuando el SPD expulsó al SDS (1960), fui yo uno de los tres
o cuatro profesores, que con Abendroth fundamos la Liga So-
cialista, en cierto modo, la sección de los mayores del SDS» 38 .
Hasta la explosión del movimiento estudiantil en 1967, Ha-
bermas fue, en cierto modo, el líder intelectual, si se quiere, el
hermano mayor de la izquierda socialista universitaria.
En la primera mitad de los 60, en esta función desempeñó
un ,papel de vanguardia en la exigencia de una reforma de la
universidad que implicase su democratización. Llevado de esta
intención, Habermas apoyó las reivindicaciones de las organi-
zaciones estudiantiles, siguiendo de cerca el cariz que tomaban
los acontecimientos en la Universidad Libre de Berlín, enton-
ces a la cabeza en la exigencia de democratización, que llega-
ron a su climax el 2 de junio de 1967, en que un policía, al re-
primir una manifestación contra el sha de Persia, mató de un
tiro a un estudiante.
Pocos días después, el 9 de junio de 1967, se celebró en
Hannover un congreso estudiantil para deliberar sobre la po-
lítica a seguir. En él se produjo un encontronazo entre el joven
profesor que, como hemos comprobado post festurn, desde un
análisis acertado de la situación exige la primacía de la refle-
xión, v el activismo exaltado de un ya no tan joven líder estu-
diantil, Rudi Dutschke, que propone aprovechar la ocasión
para romper la baraja.

En primer lugar —argumenta Habermas en el Congreso


estudiantil— hoy cualquiera que discuta la política desde un
cierto nivel teórico y pretenda realizarla con todas sus conse-
cuencias en la práctica se ve confrontado a un desfase entre su
crítica y las oportunidades de hacerla realidad. Permítanme
que lo exprese de esta manera: desde la teoría a la práctica hay
que recorrer por el desierto un camino extraordinariamente
largo. Las razones de ello son obvias. Cuanto más complejo y
de mayor alcance sea un sistema —y en un estadio en el que

38 Jürgen Habermas, «Interview mit Detlef Hoster y Willem van Reijen»,

1979, en Kleine politische Schriften MV, Fräncfort, 1981, päg. 517.


por vez primera podemos con rigor hablar de historia univer-
sal, el sistema incluye interacciones de todo el planeta— tanto
más el sistema rechaza injerencias directas, tanto más débiles
serán las perspectivas para lo que antes se llamó acción di-
recta39.

A estas dificultades de carácter general Habermas añade las


ue se derivan de la situación, socialmente marginal, del estu-
3 iantado, de modo que concluye que,.si bien estas complica-
ciones, teóricas y prácticas, no deben llevarnos a pasar de la po-
lítica, tampoco se na de reaccionar con un activismo que califica
de voluntarista, al no tener otro fundamento que una indigna-
ción moral, por explicable que fuera. Desinteresarse de la polí-
tica, o por el contrario, caer en un activismo ciego, son dos po-
siciones falsas que se refuerzan mutuamente y que acaban por
ser intercambiables; los mayores activistas suelen de pronto
caer en la indiferencia, y a la inversa, los hasta ayer indiferentes
se lanzan de repente a un activismo tan ambicioso en sus fines
como irreflexivo en los medios.
En una segunda intervención Habermas rechaza, cargado
de razón, la vieja estrategia de fustigar a las instituciones para
que pongan de manifiesto la violencia que llevan en su entraña.
Una provocación continua y sistemática por parte del estu-
diantado supone «un juego con el terror, con implicaciones fas-
cistas», dictamina Habermas.

La única propuesta concreta cjue ha hecho el señor


Dutschke es organizar una sentada. Esta es una manifestación
no violenta. Me pregunto, por qué no la ha llamado así y por
qué ha empleado tres cuartos de ñora para desplegar una ideo-
logía voluntarista que en 1848 se etiquetaría como socialismo
utópico, pero que en las circunstancias de hoy —en todo caso
creo que tengo razones para proponer esta terminología— la
tengo que denominar fascismo de izquierda40.

En el calor de la discusión se le ha escapado una expresión


de la que se arrepintió en seguida, pues, aunque con los mati-
ces pertinentes la podría muy bien justificar, como inmediata-

3 9 «Kongress "Hochschule und Demokratie"», en Kleine politische


riften ¡-IV, Francfort, 1981, päg. 211.
4 0 ldem, päg. 214.
mente comprobó, la jalearon todos los enemigos de que se lle-
vara a cabo el más mínimo cambio en la universidad y, menos
aún, en la sociedad. v
La expresión, «fascismo de izquierda», saltó de la boca de
Habermas a destiempo, dirigida a los falsos destinatarios y, so-
bre todo, con consecuencias políticas nefastas al permitir lla-
mar fascista a cualquier izquierdista consecuente; sin embargo,
a veintisiete años de distancia, vale la pena repensar las razo-
nes que tuvo Habermas para emplearla. Subrayar, sin em-
bargo, las semejanzas entre fascismo y estalinismo, dado los in-
tereses a favor de los que puede instrumentalizarse, continúa
siendo todavía tabú para la izquierda, pero ello no debería ser
óbice para no ocuparse de esta relación o seguir negándola,
máxime cuando la extrema derecha no ha dejado de sacarla a
relucir, siempre que le ha convenido.
A mitad de los años 80 el tema saltó a la palestra, con la
polémica en torno al llamado revisionismo histórico. Conside-
rar el fascismo, como una reacción al bolchevismo, del que ha-
bría aprendido las técnicas totalitarias de control y de repre-
sión social, lo interpreta Habermas como un intento de
justificarlo, sobre todo porque corregiría la idea de que el na-
cionalismo, y sobre todo, una política racista que no retroce-
dió ante el genocidio, sería un fenómeno único, sin parangón
posible en la historia. Ernst Nolte41 ha insistido en que el ho-
locausto del pueblo judío en los 40 tendría su precedente in-
mediato en la eliminación de los kulaks que lleva a cabo Stalin
en los 30. La eliminación física de todo un pueblo tendría su
antecedente en el asesinato colectivo de toda una clase. La bar-
barie del siglo que estamos finalizando, con el grado alcanzado
de inhumanidad y violencia, tendría una larga prehistoria en la
Europa cristiana y sus precursores en la Europa revoluciona-
ria y contrarrevolucionaria, de modo que ya sería hora de en-
tender el nacionalsocialismo en su contexto, y no como un fe-
nómeno aislado y particular. Desmitificar el nazismo,
sacándolo de la ficción para reintegrarlo en la historia, no debe
implicar en modo alguno librarlo de culpas, sino simplemente

41 Ernst Nolte, «Zwischen Geschichtslegende und Revisionismus?»,

en Historiker-Streit. Die Dokumentation der Kontroverse um die Einzigar-


tigkeit der nationalsozialistischen Judenvernichtung, Piper, Münich 1987,
pägs. 13-35.
depurarlo de la leyenda —positiva, para una minoría exigua,
pero en aumento; negativa, para la conciencia oficial de la Eu-
ropa de la posguerra— para instalarlo donde corresponda,
siempre que sea en la historia.
En la conocida polémica de los historiadores Habermas in-
tervino con especial ímpetu. Lo más sorprendente de su reac-
ción es la continuidad que, treinta años más tarde, en su es-
tructura argumental, muestra con su primer escrito sobre
Heidegger: el nacionalsocialismo habría que instalarlo en una
tradición específicamente alemana que si, por una parte, re-
sulta irrenunciable al configurar la identidad de cada alemán,
{>or otra, si previamente no se ha expresado la solidaridad con
as víctimas y se ha aceptado la responsabilidad por los críme-
nes que ha facilitado esta tradición, tampoco cabe asimilarla
con dignidad. «Con aquellas relaciones vitales que hicieron a
Auschwitz posible, está nuestra propia vida conectada, no por
circunstancias, sino innerlich», que he preferido dejar en ale-
mán, porque cualquier traducción, «en lo más sagrado de la in-
timidad» y «en lo más propio de uno», me parece o demasiado
patético o insustancial. «¿Cabe continuar las tradiciones de la
cultura alemana, sin asumir la responsabilidad histórica por las
que hicieron posible a Auschwitz?»42. La identidad de cada
alemán depende de que se mantenga vivo el sentido de res-
ponsabilidad por el pasado nazi. Pues bien, ello exigiría con-
servar la conciencia de su singularidad. A pesar de los cambios
que ha experimentado en su comprensión de la filosofía y de
la política, en su enjuiciamiento del nazismo Habermas se man-
tiene fiel a las premisas de su juventud; como si constituyera
una marca generacional, sigue distanciándose de una sociedad
no dispuesta a asumir la responsabilidad que le corresponde
por los crímenes del nazismo. Medio siglo más tarde la con-
frontación crítica con el nazismo —en la antigua RFA falló de
una forma, en la antigua RDA, de otra— continúa siendo una
tarea pendiente, de cuyos costos por no haberla llevado a cabo
empiezan a ser conscientes los alemanes más sensibles. Haber-
mas inaugura su pensamiento político con una denuncia de las

42 Jürgen Habermas, «Vom öffentlichen Gebrauch der Historie», en

Historiker-Streit. Die Dokumentation der Kontroverse um die Einzigar-


tigkeit der nationalsozialistischen Judenvernichtung, Piper, Münich,
1987, pägs. 247-251.
raíces culturales del nazismo y en este combate está todavía
comprometido.
Aunque hoy resultase mucho más fácil de explicar esta des-
graciada expresión de «fascismo de izquierda», el hecho es que
puso de manifiesto las grandes diferencias que existían entre el
movimiento estudiantil y su consejero intelectual, más que lí-
der político, con el efecto de que se produjo la ruptura de in-
mediato. Un año más tarde, el 2 de junio de 1968, en el con-
greso estudiantil convocado por VDS (Asociación de los
Estudiantes alemanes), Habermas ya puede criticar abierta-
mente al SDS (Estudiantes Socialistas Alemanes) marcando
con nitidez sus diferencias43. Desavenencias que se incluyen en
un contexto en que todavía piensa que el movimiento estu-
diantil podría haber abierto la posibilidad de una transforma-
ción de las sociedades industriales altamente desarrolladas, de
forma que tal vez a la larga hubiera cabido edificar, sin las es-
tructuras burocratizadas de poder, un modo de producción so-
cialista, si es que los viejos dogmas de la izquierda no acaba-
sen antes con las, de suyo, ya pocas probalidades de éxito que
concedía a esta eventualidad. Para Habermas, el viejo dogma-
tismo de la izquierda constituía un obstáculo, y no de los más
exiguos, entre los muchos que objetivamente cerraban el paso
al socialismo en las sociedades capitalistas desarrolladas.
Frente al socialismo estudiantil, todavía enraizado en los
viejos mitos de la izquierda, el primer dogma que Habermas
propone para su revisión es que el «capitalismo intervenido y
regulado por el Estado», propio de nuestro tiempo, se encon-
trase ante problemas insolubles a la hora de emplear produc-
tivamente el capital. Marx, argumentaba Habermas, edificó su
teoría de las crisis del capitalismo a partir de la teoría del va-
lor-trabajo, que hoy nadie sostendría. De ahí que quepa muy
bien dudar de que vaya a ocurrir lo que se ha previsto a partir
de una teoría que se ha revelado falsa.
Un segundo dogma que Habermas piensa que es preciso
superar es aquel que supone que en las sociedades capitalistas
altamente desarrolladas aún cabría un enfrentamiento entre las
clases de tal tamaño que pudiera cuestionar la continuidad del
sistema. Al contrario, en los últimos años Habermas se había

43 Jürgen Habermas, «Die Scheinrevolution und ihre Kinder», 1968, en

Kleine politische Schriften MV, Fräncfort, 1981, pägs. 249-260.


forzado en mostrar que, en oposición a las expectativas estu-
diantiles, el sistema establecido dispondría de los medios, tanto
para estabilizar la economía como controlar las tensiones de
clase y garantizar la lealtad política de la población.
En tercer lugar, Habermas no acepta la que considera la
tercera falacia de la izquierda dogmática que ha recogido el
movimiento estudiantil, a saber, que existiría una relación de
causa a efecto entre la estabilidad económica de los países
desarrollados y la situación catastrófica de los países del
«tercer mundo». Según la teoría clásica del imperialismo,
que renacía impulsada por la indignación moral del estu-
diantado, el bienestar del norte, en último término, se debe-
ría a la explotación del sur, de modo que cualquier modifi-
cación de las relaciones entre ambos podría cuestionar la
estabilidad de los países ricos. Si el empobrecimiento del sur
tiene su causa principal en la «explotación» del norte es
cuestión que todavía cabría discutir, precisamente porque, si
lo que se subraya es que la relación con el primer mundo se-
ría el factor principal de empobrecimiento del sur, no está
nada claro que realmente lo sea y, por tanto, puede y debe
discutirse, pero que en la actualidad la riqueza del norte pro-
venga de la explotación del sur, ésta sí que es una tesis
discutible, ya que sin el menor esfuerzo cabe mostrar su fal-
sedad
Ante tamaña osadía, el marxismo germano-occidental,
que representaba su maestro y amigo, Wolfgang Abendroth,
reaccionó con dureza. En efecto, como marxista ortodoxo,
Abendroth niega que la teoría del valor-trabajo sea obsoleta
y que, por consiguiente, haya desaparecido la explotación
en la relación entre las clases; su permanencia invalidaría
cualquier estrategia soc' no pase por la con cien -
ciación y organización obrera, en consonancia
con el movimiento estudiantil. También a Abendroth le pa-
rece inadmisible que se ponga en duda que el subdesarro-
11o del «tercer mundo» no tenga su causa en las relaciones
de dominación del primero, cuando «bajan continuamente
los precios de las materias primas que producen en sus mo-
nocultivos, mientras que suben los precios de los medios de
producción que se ven obligados a comprar». Al final de sus
deliberaciones Abendroth se pregunta incluso «si Haber-
mas en el momento actual al enfrentarse al orden político-
social de dominación establecido ya no piensa dentro de las
coordenadas de una crítica socialista v democrática, sino
que, pese a su radicalidad, se mueve dentro una crítica li-
beral inmanente al sistema, aunque en ocasiones supere este
marco» 44 . Sospecha que tenía que parecer insidiosa a un
Habermas que mantenía todavía una perspectiva socialista
para la transformación de la sociedad, empeñado aún en
«reconstruir» un marxismo que fuese capaz de dar cuenta
del «capitalismo tardío», pero que, desde la visión que nos
permite el momento actual, habría que considerar un diag-
nóstico bastante atinado.
También desde la perspectiva ganada en estos últimos
cinco años cabe dejar constancia de otro rasgo que me parece
muy digno de ser resaltado; la posición que defendió Haber-
mas en el conflicto con el movimiento estudiantil le libra de los
dos reproches que hoy cabría hacer a una buena parte de la iz-
quierda de entonces, haber mostrado una comprensión exce-
siva por el llamado «socialismo real» y/o haber tolerado la vio-
lencia, como si ésta fuese una forma de acción política
adecuada a un pensamiento de izquierda.
En la siguiente etapa, aunque continuase llamándose mar-
xista, paso a paso va distanciándose del «marxismo occiden-
tal»; con el «marxismo soviético», para utilizar la expresión de
Marcuse, nunca Habermas tuvo nada que ver. La caída del co-
munismo, podía haber constituido para él, como para todo el
mundo, una sorpresa, pero nunca una desilusión, ya que nunca
le había ilusionado lo más mínimo45.

DIMENSIÓN PÚBLICA DE LA COMUNICACIÓN

Pero ya es tiempo que abandonemos la anécdota y, al me-


nos de manera muy general, esbocemos las cuestiones teóri-

44 Wolfgang Abendroth, «Bemerkungen zu den Differenzen zwischen

den studentischen Oppositionen und Jürgen Habermas», en Marxistische


Blätter 6, cuaderno 6, 1968.
45 «El que haya crecido después de la guerra en Alemania occidental, es

decir, frente a la JRDA, no tenía la menor oportunidad de hacerse ilusiones


sobre la situación represiva del mundo soviético. Los que por influencia de
un marxismo occidental no ortodoxo nos hicimos socialistas, nos confesa-
mos tales, no por, sino pese al socialismo real», en Kleine politische Schriften
1-W, Fráncfort, 1981, pág. 473.
cas que en aquellos años preocupaban a Habermas tanto o
más que la política, al considerarlas básicas para poder
orientarse en esta actividad. Para hacer este repaso dos son
los libros, publicados en el período descrito de líder teórico
del socialismo universitario alemán, que hay que mencionar:
El cambio estructural de la dimensión pública46 y Teoría y
Praxis47.
Tengo que confesar que siento una especial predilección
por El cambio estructural de la dimensión pública, el libro con
el que se habilitó, tal vez el más original; en él se pergeñan ele-
mentos esenciales de lo que va a ser luego su obra posterior.
Se ocupa de una «categoría burguesa», la bürgerliche Öffen-
tlichkeit, la dimensión pública que elabora y requiere el as-
censo de la burguesía como clase, cuestión de la máxima im-
portancia para comprender el origen de la sociedad
contemporánea, y que además comporta la ventaja de que ha
de ser planteada desde distintas disciplinas, la filosofía, la his-
toria, la sociología, la ciencia política, las ciencias de la infor-
mación, etc. El libro, que recoge la experiencia de los tres úl-
timos siglos, termina diseñando los cambios sociales y políticos
que ha sufrido esta categoría en la sociedad del «capitalismo
tardío». «Si logramos comprender en sus estructuras históri-
cas, lo que hoy, de manera bastante confusa, subsumimos bajo
el título de Öffentlichkeit, podemos esperar, que más allá de
una aclaración sociológica del concepto, sistemáticamente cap-
temos a nuestra propia sociedad a partir de una de sus cate-
gorías centrales»48.
El primer libro de Habermas constituye, por un lado, un
ejemplo de buen hacer sociológico, al quedar esbozado el tras-
fondo histórico del tema tratado, justamente en un momento

4 6 Jürgen Habermas, Structurwandel der Öffentlichkeit. Untersuchung zu


einer Kategorie der bürgerlichen Gesellschaft, Luchterhand, Neuwied y Ber-
lín, 1962. El concepto Öffentlichkeit no es fácil de trasladar a las lenguas la-
tinas; en italiano, se tradujo de manera demasiado restrictiva por oppinione
pubblica-, en francés de forma más atinada, por l'espace publique. Siguiendo
este ejemplo he preferido emplear en castellano dimensión pública.
47 Jürgen Habermas, Theorie und Praxis. Sozialphilosophische Studien,
Berlín, 1963. Es el primer libro de Habermas que se traduce al español, Teo-
ría y Praxis. Ensayos de filosofía social, Buenos Aires, 1966.
48 Structurwandel der Öffentlichkeit. Untersuchung zu einer Kategorie der
bürgerlichen Gesellschaft, Luchterhand, Neuwied y Berlín, 1976, pág. 17.
en que una sociología, exageradamente empirista, suprimía
esta dimensión. Por otro, cumple la función política de mos-
trar la divergencia existente entre la ideología liberal heredada
—que supone una dimensión pública para el funcionamiento
de sus instituciones políticas— y la represión y manipulación
que sufre la Öffentlichkeit en la socie dad contemporánea del
«capitalismo tardío». En fin, conviene observar que el teórico
de la acción comunicativa inaugura su obra con un estudio de
la comunicación «pública», que habrá que poner en relación
con sus trabajos posteriores encaminados a asentar la «razón
comunicativa». Veamos estos tres puntos con algún deteni-
miento.
El afán de captar, en sus categorías centrales, a la sociedad
actual, es decir, al «capitalismo tardío», va a constituir la in-
tención principal de Habermas en los años próximos; sus es-
fuerzos en esta dirección concluyeron en la renovación del
marxismo de modo que quepa aplicarlo a la sociedad contem-
poránea. Si existe algo así como una teoría marxista de la so-
ciedad actual, es decir, del «capitalismo tardío», en alguna me-
dida se debe a Habermas. Sin embargo, la pretensión heredada
de la Escuela de Fráncfort de elaborar una teoría de la socie-
dad contemporánea, que aparece ya en su primer libro y que
unifica sus esfuerzos en los años venideros, en la actualidad, no
sólo la considera irrealizable —la sociedad de nuestros días,
dada su enorme complejidad, ya no podría ser reducida a unas
cuantas categorías centrales—49 sino que, desde el nuevo pa-
radigma comunicativo en el que se ha instalado, pierde su an-
terior significación.
El mercado es la categoría central de la sociedad burguesa.
Al poner en relación la categoría de mercado con la de Öffen-
tlichkeit, la investigación se retrotrae a sus orígenes: la necesi-
dad creciente de información que conlleva la expansión del co-
mercio internacional en los comienzos del mercantilismo. Las
cartas de los comerciantes —al principio, se envían a socios y
amigos, luego se venden a los interesados— están en el origen
de los actuales medios de comunicación de masa. La economía
capitalista lleva en su seno a una sociedad que precisa estar

4 9 «Wer traute sich noch eine Theorie des gegenwärtigen Zeitalters zu?».

Introducción de Jürgen Habermas a la obra colectiva, Stichworte zur Geisti-


gen Situation derZeit, tomo 1, Fráncfort/M, 1979, tercera edición, 1980.
cada vez mejor informada. Y ello porque, siendo siempre los
mercados poco transparentes, el beneficio depende cada vez
en mayor parte de la información que se tenga. En una eco-
nomía de mercado el estar informado supone un valor añadido
que, con la expansión del mercado, no nace más que aumen-
tar; el comprador compra información, que el vendedor, en
forma de publicidad, vende. «El tráfico de noticias se desarro-
lla no sólo en conexión con las necesidades del tráfico de mer-
cancías, sino que las noticias mismas se convierten en mercan-
cías» 50 . También, el Estado, según va desarrollando sus
aparatos burocráticos, necesita transmitir información —pu-
blicación de las normas a las que los súbditos han de ate-
nerse— a la vez que su poder se consolida con la acumulación
de información sobre los súbditos y sobre los demás Estados.
Información significa poder para el ciudadano que actúa
en el mercado; información —recibirla y transmitirla— su-
pone también poder para el Estado. La información es así un
elemento constitutivo de la modernidad europea, que se in-
serta precisamente en la conexión del capitalismo y del Es-
tado. De ahí que la información pertenezca tanto a la esfera
de la sociedad, como a la del Estado. La aparición del Estado
—como el monopolizador legítimo del poder— precisa,
como complemento, la noción de sociedad civil, es decir, el
conjunto efe la población una vez que ha quedado despojada
del poder que monopoliza el Estado. Si al ámbito de la so-
ciedad lo llamamos privado y al del Estado público, se nos
presentarán no pocas dificultades a la hora de determinar el
ámbito propio de la Öffentlichkeit, ya que abarca zonas de
ambos. Cuando hablamos de una institución pública, esta-
mos diciendo por lo general que es una estatal —coinciden
los conceptos de estatal y público, y en este sentido hablamos
de los poderes públicos— pero, cuando decimos que un lugar
es público, que la calle es pública, lo que estamos diciendo es
que todos tenemos acceso; a una propiedad privada sólo tie-
nen entrada el dueño y los que éste autorice; a un edificio pú-
blico, a pesar del nombre, por lo general únicamente las per-
sonas autorizadas; a la cañe, como lugar público, tenemos
acceso todos.

50 Jürgen Habermas, Structurwandel der Öffentlichkeit, pág. 35.


Fijémonos que tanto lo privado como lo público, en el sen-
tido de estatal, se caracterizan por permitir únicamente un ac-
ceso restringido; sin embargo, existen, otras esferas sociales
que están abiertas a todos, es decir, que no son privadas, ni
tampoco reductos exclusivo del Estado. En principio, todos
tienen acceso al texto escrito, aunque, de hecho, tan sólo los
que saben leer, y en el siglo XVIII era una minoría cuantitativa-
mente muy pequeña, el 90 por 100 eran analfabetos. En prin-
cipio, todos tienen acceso al teatro, pero, de hecho, sólo aque-
llos que estén en condiciones de pagarlo y dispuestos a hacerlo;
es decir, que el precio esté en una buena relación entre los in-
gresos que se perciben y el placer que se espera sacar de la re-
presentación. Así podríamos proseguir con otros ejemplos si-
milares; si llamo público al sector de la población que de hecho
tiene acceso, entonces, habrá que distinguir entre muy distin-
tos y variados públicos, el público lector, el público de teatro,
de la música, etc. —pluralismo de los públicos—; pero tam-
bién, zonas en que el público abarca de hecho a la totalidad de
la población, por ejemplo el público de la calle, todos tenemos
acceso a la vía pública y todos, en mayor o menor medida, cir-
culamos por la calle (aunque esta expresión tenga también un
sentido restringido, se entiende también por público de la ca-
lle a la gente que no tiene otro lugar de participación que la
calle) o el público elector; en principio en nuestras sociedades
y desde hace poco tiempo, el derecno al voto lo tienen todos
los que hayan cumplido una determinada edad, que configu-
ran el electorado, pero, de hecho, con esta denominación se
designa a los que realmente votan, que a veces rondan la mi-
tad de los que podrían hacerlo.
Con la distinción de estos tres niveles, lo privado, lo pú-
blico y lo estatal, estamos en condiciones de delimitar una pri-
mera noción de la dimensión pública de la sociedad burguesa
(bürgerliche Öffentlichkeit) como aquella que integra al con-
junto de personas que constituyen un público que acepta de-
terminadas reglas para comunicar entre sí. Lo esencial es caer
en la cuenta de que los públicos sobrepasan la dicotomía pri-
vado-estatal; hay públicos, tanto en el ámbito privado, los con-
sumidores de un producto, como en el estatal —por ejemplo,
el electorado— pero otros abarcan parcelas de ambos, así la
opinión pública, que, siendo propia de los ciudadanos priva-
dos, pretende influir en los asuntos de Estado, y en esta doble
función constituye un ámbito propio. La dicotomía Estado-So-
ciedad queda así superada por una clasificación tripartita que
distingue lo privado, lo público y lo estatal. Lo público habría
que diferenciarlo de lo privado —que lo forman el ámbito de
la familia y del intercambio de mercancías y del trabajo so-
cial— y de lo estatal —monopolio del poder absoluto, es de-
cir, soberano— y que se caracterizaría por una determinada
forma de razonabilidad, la law of opinion que Locke interpreta
como philosophical law. El ámbito de lo público sería aquél
que se distinguiese por: a) la igualdad de los participantes, sin
que importe riqueza (característica de lo privado) ni poder de-
rivado de la posición que se ocupa en el Estado (característica
de lo estatal); b) el razonamiento, como medio de comunica-
ción; y c) el acceso abierto, en principio, a todos.
Habermas muestra, primero, que la Offentlichkeit resulta
esencial para el desarrollo del modelo y sobre todo para la le-
gitimidad liberal-democrática. Segundo, que esta categoría ha
perdido, o está a punto de perder, toda consistencia en la so-
ciedad del «capitalismo tardío». Y ello, porque al difuminarse
los contornos de lo privado y de lo estatal, no queda espacio
para lo público. Asistimos a una estatalización de la sociedad,
a la vez que a una privatización de lo estatal. La concentra-
ción de los medios de producción, al dominar los mercados,
lleva consigo que el Estado tenga que defender los intereses
de la mayoría con una política social que se entromete hasta
en lo más íntimo de la vida privada; a su vez, el sector pro-
ductivo, altamente concentrado, aun siendo privado, no sólo
muestra caracteres y desempeña funciones que parecen casi
estatales, sino que, en fin de cuentas, influye directamente so-
bre el Estado que lo limita y lo reproduce en su organización.
Habermas llega hablar de una «seudodimensión pública»
{Pseudo-Offentlichkeit) y de una «falsa privacidad» {Schein-
Privatheit).
Este proceso de difuminación de los límites de lo privado
y de lo público conlleva la conversión de un público que ra-
zona en uno que consume, tendencia que se consolidaría por
la mediación, cada vez más manipuladora, de los llamados me-
dios de comunicación de masa en la formación de la opinión
pública; deja así de ser el producto autónomo del público
elector, que discute y razona, para convertirse en un producto
deleznable de los medios, destinado a un público que, en vez
de reflexionar, consume la información. ¿Qué puede signifi-
car entonces democracia, cuando ha desaparecido la dimen-
sión de lo público y la mal llamada opinión pública no es más
que un producto de los medios?
Para la edición de 1990, Habermas ha escrito un prólogo
bastante crítico con su primer libro. Además de poner de ma-
nifiesto deficiencias reales —no cabe duda de que había idea-
lizado la dimensión pública de la burguesía naciente, sobre todo
al exagerar su apertura razonadora, o no percibir ei alcance re-
presivo que tuvo frente a otros públicos, el femenino, el cam-
pesino, el pueblo bajo, así como había minusvalorado la capa-
cidad crítica51 de las masas, al parecer degradadas por los
medios de comunicación al papel de meros consumidores—
resulta especialmente esclarecedor, porque testimonia la nueva
política a la que ha llegado Habermas, que cabría caracterizar
justamente por el afán de evitar un rechazo en bloque a la so-
ciedad existente —una alternativa real se habría difuminado
tanto en la teoría, como en la práctica— quedando sin sustento
razonable la posibilidad de una transformación global de la so-
ciedad, tal como la concebía, cuando todavía no había descar-
tado de alguna manera el salto del capitalismo al socialismo.
Desde esta nueva instalación, es mucho menos pesimista su
pronóstico sobre la posibilidad de que sobrevivan las demo-
cracias establecidas, y aún incluso de que se consiga un cierto
desarrollo democrático, sin que para ello tuviese que produ-
cirse necesariamente un cambio de modelo de sociedad.

LAS APORÍAS DE LA RELACIÓN


TEORÍA Y PRÁCTICA

El segundo libro de Habermas, que recoge las conferencias


y lecciones más importantes pronunciadas hasta 1963, lleva
por título Teoría y Praxis, que bien hubiera podido servir de
emblema a la izquierda de aquel tiempo, hasta tal punto a co-
mienzos de los 60 resultaba fascinante la relación de la teoría

51 «El punto de vista de que los media modernos es una fuerza que atonta

o narcotiza queda refutada por numerosos estudios sociológicos y psicológi-


cos». Peter Dahlgren y Colín Sparks (eds.), Communication and Citizensbi-
pág. ]ournalism and the Public Sphere in the New Media Age, Londres y
Nueva York, 1991, pág. 42. Aun el peor de los programas de televisión para
un cierto público puede abrir una perspectiva ilustrada.
con la práctica, o dicho más claramente, el llevar a la práctica
lo que se creía ya un saber teórico adquirido. Ocupaba enton-
ces a la izquierda universitaria europea el afán de elaborar una
teoría de la sociedad que no ocultase o suprimiese su dimen-
sión práctica, como hacía la ciencia social influida por el posi-
tivismo, sino antes al contrario, mostrase claramente sus impli-
caciones para el cambio social. El joven Habermas formulaba,
como una pregunta acuciante a la que habría que dar respuesta,
lo que sin duda constituía el tema de nuestro tiempo. Aunque
numéricamente muy exigua —siempre es una minoría la que
vive a la altura del tiempo— la juventud universitaria vinculada
al SDS se distinguía por tener continuamente en la boca la re-
lación teoría-praxis, pero, por desgracia, menos como problema
que como un arma arrojadiza; en el fondo, los estudiantes es-
tábamos convencidos de que la teoría social con la consiguiente
dimensión práctica que decíamos estar buscando, hacía tiempo
que disponíamos de ella, sin que para nosotros implicase pro-
blema teórico alguno; el marxismo nos parecía capaz de defi-
nir, tanto una estrategia revolucionaria, como los pasos tácticos
que habría que dar en cada momento52. En cambio, bajo la fór-
mula tan ampliamente compartida de teoría y praxis, Habermas
entendía una cuestión teórica que estaba aún por resolver, lo
que, en último término, implicaba que de un examen crítico
tampoco se verían libres los distintos marxismos entonces ope-
rantes. Donde la juventud estudiantil vinculada al SDS, sólo
contemplaba la necesidad de una práctica revolucionaria, ya
que en líneas generales estarían resueltos los problemas teóri-
cos, Habermas se tropezaba con un sinfín de obstáculos y difi-
cultades a una comprensión cabal de la relación teoría y prác-
tica. El malentendido explotó, como hemos visto, en 1967.
Echemos una mirada a un texto de 1971 —según la perio-
dización propuesta pertenece ya al final de esta etapa— con la
ventaja de que ofrece una retrospección crítica de todo el pe-
ríodo. Lleva por título «Algunas dificultades que surgen en el
intento de mediar entre la teoría y la práctica»53. Al plantear

52 El lector perdonará un cierto acento autobiográfico, pero desde 1960

a 1965, como estudiante de doctorado de la Universidad de Colonia, fui


miembro activo del SDS.
53 «Einige Schwierigkeiten beim Versuch, Theorie und Praxis zu ver-

mitteln», introducción a la cuarta edición de Theorie und Praxis, Fránc-


fort/M, 1971.
con algún rigor esta relación, aparecen en el horizonte nuevas
dificultades; es la consecuencia de haber elegido el camino de
la teoría, que concluye descubriendo siempre nuevos engorros
que obligan a abandonar los viejos problemas para encarar
otros nuevos. Haber decidido marchar por la senda de la teo-
ría se revela al final como un nuevo castigo de Sísifo.
En su primer intento de aclarar la relación de la teoría con
la práctica Habermas echa de menos la dimensión epistemo-
lógica del problema, que luego habría de elaborar al estudiar
la relación entre «conocimiento e interés». La primera obje-
ción se refiere al status no suficientemente claro del «interés
que dirige el conocimiento»; la segunda hace mención a que
en la comprensión que produce la autorreflexión, el conoci-
miento y el interés cognoscitivo emancipatario sean uno y el
mismo. Al ocuparse de la toma de conciencia, la tercera obje-
ción amonesta el no haber planteado la «cuestión de la orga-
nización», si se quiere, el problema de la ilustración de las ma-
sas que sin duda constituye, para los que quieren cambiar el
orden social, el verdadero problema54. Cuestiones que hay que
plantear, justamente, porque ya nadie con buena conciencia
puede acudir a la «dialéctica», como la lógica mágica capaz de
librarnos de los muchos y peliagudos problemas que plantea la
relación de la teoría con la práctica.
Punto de partida en la primera versión de Teoría y Práctica
fue distinguir cuestiones técnicas, en las que se aplica la racio-
nalidad instrumental en la adecuación de los medios a los fi-
nes, de las cuestiones prácticas, que se plantean desde la pers-
pectiva de asumir o rechazar normas, cuya validez podemos
afirmar o negar, aportando argumentos. Desde esta diferen-
ciación fundamental, Habermas pone de manifiesto cómo la fi-
losofía práctica, heredada de la Antigüedad clásica, en los siglos
XVI v XVII se transforma en filosofía social (de Maquiavelo a
Hobbes), que hay que entender como una física social, de la
que se ha evaporado la dimensión práctico-normativa. La re-
cuperación de esta esfera, sin volver por ello a la metafísica clá-
sica, constituye el problema central de Habermas que va a tra-
tar de resolver en la esfera de la comunicación. El problema
clave de los 60, la relación teoría-práctica, lo va a tratar de re-

54 ídem, págs. 20-23.


solver Habermas en los 70 con una teoría de la acción comu-
nicativa. Entre tanto la cuestión que le ocupa, aparte de las te-
óricas-epístemológicas —Sobre la lógica de las ciencias socia-
les55 y Conocimiento e Interés56— es el intento de construir,
desde una revisión renovada y renovadora del marxismo, una
teoría de la sociedad del «capitalismo tardío».

HACIA UN CONCEPTO
DEL CAPITALISMO TARDÍO

La experiencia política de finales de los 60, junto con el ca-


llejón sin salida al que había conducido la dialéctica revolu-
cionaria de la teoría y la práctica, llevan a Habermas a sentirse
obligado a describir los temas que tendría que plantear una
teoría del «capitalismo tardío», imprescindible para diseñar
cualquier política, revolucionaria o reformista, que aspire, bien
a la superación de este modo de producción, bien a garantizar
su supervivencia. Desde finales del siglo XIX, y a la par que
crece la influencia de Marx, el destino del capitalismo
—sus posibilidades de supervivencia, o por el contrario, su
pronto fin— constituía la cuestión principal que ocupaba a los
más diversos grupos y muy en particular a los científicos socia-
les. Las consecuencias derivadas de la Primera Guerra Mundial
y, sobre todo la más importante, el triunfo de la revolución en
Rusia, marcaron los años 20 y 30 con esta preocupación. Sin
ella resulta inexplicable la rápida expansión del fascismo. La se-
gunda posguerra, en las condiciones de la «guerra fría», con-
geló dogmáticamente esta cuestión a ambos lados del «telón de
acero». En uno dejó de cuestionarse el futuro del capitalismo,
porque incluso se eliminó este concepto, sustituido por el eu-
femismo de economía de mercado; en el otro, no se admitía la
menor duda sobre su declive y pronta desaparición, a pesar de
que los hechos comprobados no abonasen esta «evidencia».
El movimiento estudiantil de los años 60, al tratar de rom-
per con el dogmatismo de los dos bandos, retoma la cuestión
del futuro del capitalismo allí donde había quedado planteada

5 5 Jürgen Habermas, Zur Logik der Sozialwissenschaften Philosophische


Rundschau, cuaderno especial nüm. 6, Tubinga, febrero, 1967.
56 Erkenntnis und Interesse, Fränfort/M, 1968.
antes de su congelación. No es casual que los maestros de
los 60 fueran los marxistas de entreguerra, ya olvidados en la
segunda posguerra: el Lukacs de Historia y conciencia de cla-
ses, Korsch, Bloch, Gramsci y, claro, la primera versión de la
Escuela de Fráncfort. Habermas, el pensador más inquisitivo
y abierto de la izquierda alemana de los 60, retoma la cuestión,
empeñado sobre todo en no caer en la dogmatización que ca-
racterizó al marxismo soviético y que denuncia en el movi-
miento estudiantil. La cuestión que a finales de los 60, primera
mitad de los 70 ocupa a toda la izquierda europea consiste en
dilucidar si el capitalismo en su nueva forma de «capitalismo
organizado» tiene alguna posibilidad de superar las crisis in-
ternas que Marx adscribió a un capitalismo dominado por la
libre competencia del mercado. Que se trataría de un capita-
lismo nuevo que poco tendría ya que ver con el que había des-
crito Marx era la premisa que manejaban los unos para acep-
tarlo en su actual forma, o para estudiarlo en sus nuevos
caracteres con la perspectiva de superarlo.
El «capitalismo organizado», propio de las sociedades alta-
mente industrializadas de nuestro tiempo se caracterizaría por
dos rasgos distintivos: 1. un alto grado de concentración del ca-
pital que lleva a que las grandes empresas ejerzan un control
creciente de los mercados; 2. una presencia en aumento del Es-
tado, cuyo papel regulador se hace imprescindible para llenar
el vacío que deja el mercado. En este «capitalismo organizado»
habría que distinguir tres esferas con dinámicas y, sobre todo,
muy distinta capacidad de influir en el conjunto: a) una primera
privada, de numerosas pequeñas empresas que compiten entre
sí, dentro de los márgenes que le dejan las grandes; b) una se-
gunda también privada, pero oligopólica, que viene regulada
por las estrategias coordinadas de las grandes empresas que a
ella tienen acceso, por ejemplo, el sector automovilístico; c) una
tercera, tanto privada como estatal, de claro carácter monopo-
lístico y, por tanto, independiente del mercado, ejemplo, la in-
dustria armamentística. En las dos últimas esferas la interven-
ción del Estado, como factor regulador, resulta indispensable.
El Estado tiene que ir creando las condiciones para la inversión
y rentabilidad de un capital cada vez más concentrado. Sin li-
mitar el derecho de libre iniciativa —entrometerse en la polí-
tica de inversión es un tabú que no le está permitido transgre-
dir— el Estado ha de evitar que en el conjunto de la sociedad
se produzca una inestabilidad excesiva.
Con el debilitamiento del mercado como regulador uni-
versal se resiente la ideología burguesa que, justamente, legi-
tima el orden establecido en razón del «cambio justo» que
comportaría el mercado. Ahora bien, cuanto más amplia y va-
riada la intervención estatal, mayor es la necesidad de legiti-
marla por otros mecanismos, lo que no siempre es fácil. Re-
sultado: el «capitalismo organizado» padecería de una
creciente crisis de legitimidad. De las crisis ael «capitalismo tar-
dío» que Habermas divisa en el horizonte, pone especial énfa-
sis en la legitimidad que crece en proporción directa a una ma-
yor intervención del Estado en cada vez mayor número de
esferas. Se produce así una politización de sectores que hasta
ahora se hat ían mantenido al margen de este proceso. Como
el Estado no puede responder a todas las exigencias que él
mismo fomenta, y muchísimo menos a las otras muchas que le
vienen dictadas desde los más variados sectores sociales, sobre
todo desde los más débiles, cada vez aparece en mayor número
de ámbitos con las maños vacías. Sin embargo, la lucha de los
partidos por los votos invita a caer en la tentación de aumen-
tar continuamente las ofertas. La crisis de legitimidad queda
bien patente en el hecho de que la mayor parte del programa
electoral de cualquier partido está fuera del alcance de lo que
podrá realizar en el gobierno.
Pero junto a la crisis de legitimidad, que al final obliga a una
mayor intervención del Estado en el ámbito ideológico, con los
correspondientes controles del espacio público, Habermas
subraya la crisis ecológica, como un factor importante a tener
en cuenta al plantear el futuro del capitalismo, que, en último
término se deriva de la necesidad que tiene el capitalismo para
sostenerse de un crecimiento económico continuo, sean cuales
fueren los efectos sobre el medio ambiente. En todo caso, el
tener que compensar los efectos nocivos de su propio creci-
miento facilita formas nuevas de inversión y con ello, un nuevo
ámbito en el que conseguir ganancias, al que cada vez se de-
dicarán más recursos humanos, técnicos yfinancieros.El capi-
talismo podrá encontrar a medio plazo un cierto equilibrio en
la destrucción y reconstrucción del medio ambiente.
De mayor alcance y menos presente en la conciencia de los
pueblos es la que Habermas llama crisis antropológica. En las
condiciones que impone el «capitalismo tardío» cada vez me-
nos individuos, y sobre todo venciendo mayores dificultades,
serán capaces de realizar el tipo de humanidad (humanitas)
ue nuestra cultura occidental ha diseñado como deseable, es
ecir, una persona con conciencia propia, autonomía real y un
sentido de responsabilidad por lo que hace o deja de hacer.
Aunque tal vez no quepa establecer «constantes antropológi-
cas» definitivas —el hombre es el producto de la sociedad en
la que nace— y no puede escapar al dilema de adaptarse o pe-
recer, en las condiciones sociales que impone el capitalismo
tardío pocos pueden ya acercarse al ideal humano que hemos
heredado. Y por fin, como no podía ser menos a finales de los
60, en la primera mitad de los 70, Habermas menciona la cri-
sis del sistema internacional que no descarta una conflagración
atómica entre las grandes potencias.
Pues bien, por problemático que aparezca el futuro del ca-
pitalismo, Habermas no concluye que éste se halle al final de
su ciclo.

No veo en el momento actual ninguna posibilidad de con-


testar con argumentos convincentes la cuestión sobre las chan-
ces de transformación del capitalismo tardío. Pero no descarto
la posibilidad de que la crisis económica pueda a la larga con-
trolarse, aunque solamente de manera que los imperativos con-
tradictorios de regulación, que impone la explotación del ca-
pital, produzca una serie de otras crisis57.

Con todo, según Habermas y una amplia opinión muy di-


fundida, el factor principal de cambio, la lucha de clases, en el
«capitalismo tardío» permanecería en «estado latente». Con la
fragmentación creciente de la sociedad no se percibe perspec-
tiva alguna de que la lucha de clases, fuera de la cabeza de al-
gunos intelectuales, pueda reactivarse.
El estudio del «capitalismo tardío» que Habermas lleva a
cabo desde el punto de vista de su utilización política no
ofrece, en fin de cuentas, más que dos advertencias negativas
y una apelación moral. Precisamente porque no sabemos cuál
es el futuro del capitalismo, su verdadera resistencia y expec-
tativas futuras, no debemos incurrir en ninguna forma de acti-
vismo —pasemos a la acción y luego ya veremos— porque ello
sería negar la razón ilustrada, a la que se remite la izquierda

57 Jürgen Habermas, Legitimationsprobleme im Spätkapitalismus, Franc-


fort, 1973, pág. 60.
como fundamento del cambio, y caer presos de un decisio-
nismo que más bien es propio del fascismo; pero, empeñados
en disponer de un saber seguro que no poseemos, tampoco
vale volver a la ortodoxia marxista, sobre cuyo carácter dog-
mático no cabría ya albergar la menor duda. El que sólo po-
damos tener un saber insuficiente y parcial sobre el futuro del
capitalismo no debería, sin embargo, «descorazonarnos —y
desde luego en ningún caso frenar el afán de luchar contra la
estabilización de un sistema social que funciona sobre las ca-
bezas de los ciudadanos, es decir, al altísimo precio de poner
en tela de juicio un viejo valor europeo, el de la dignidad hu-
mana»58. La lucha por un orden social distinto no puede fun-
damentarse en un saber seguro sobre la evolución ulterior de
la sociedad, sino tan sólo en la asunción de determinados va-
lores. Desde ellos es preciso ir realizando, paso a paso, una po-
lítica responsable, que, sin asumir el orden establecido, tam-
poco arriesgue saltos en el vacío, sin conocer sus posibles
consecuencias. En una palabra, Habermas asume la posición
del socialismo democrático.

TEORÍA DE LA COMUNICACIÓN
Y ACCIÓN POLÍTICA

Apretados de tiempo, no cabe más que enunciar muy bre-


vemente las líneas en que se mueve el pensamiento político de
Habermas en esta segunda etapa, que se inica a comienzos de
los 70 y que culmina con la publicación en 1981 de la Teoría
de la acción comunicativa59, opus magnum, en que, sin una ar-
ticulación y de manera bastante prolija, pero con una renovada
y muy llamativa capacidad de síntesis, trata de dar respuesta a
las cuestiones que na ido planteando en la fase anterior. El li-
bro constituye el colofón de un largo proceso ocupado en dis-
cutir las distintas teorías contemporáneas de la racionalidad,
que le había llevado desde el intento fracasado de fundamen-
tar epistemológicamente la relación teoría-práctica —«conoci-
miento e interés»— a una noción de la razón comunicativa en

58 idem, pag. 196.


59 Türgen Habermas, Theorie des kommunikativen Handelns, 2 vols.,
Fräncfort, 1981.
la que cree poder salvar lo que queda de la razón práctica.
Desde ella habría que empalmar con una teoría aprovechable
de la sociedad «capitalista desarrollada», ya que el análisis mar-
xiano se habría mostrado incapaz de dar cuenta de sus carac-
teres más llamativos.
En la comunicación intersubjetiva yace el lugar propio de
la racionalidad; en la razón comunicativa se topa Habermas con
aquella racionalidad teórica que se abre a la práctica y que cul-
mina en una concepción de la verdad como consenso, a la vez
que posibilita la fusión de la filosofía con una teoría de la so-
ciedad, ya desprendida de la categoría hegeliana de «totali-
dad», sin dejar por ello de esforzarse en poner de manifiesto
sus pautas críticas. Se trata de ganar un concepto de la racio-
nalidad comunicativa que, permaneciendo relativa, escéptica,
subjetiva, es decir, sin caer en el universalismo que encubre la
tentación metafísica, supere el reduccionismo cognoscitivo de
la razón instrumental. Pues bien, una vez que hemos accedido
a la racionalidad comunicativa, cabe enrocar a la sociedad
desde el mundo de la vida (Lebenswelt), que es imprescindible
completar con el sistema, una doble perspectiva que permite
elaborar una teoría de la modernidad, no meramente apologé-
tica, sino que incluya la denuncia de las formas patológicas que
han ido cuajando a lo largo de su devenir, sin por ello arrojar
a la criatura junto con el agua de la bañera y rechazar utópi-
camente la modernidad en su conjunto.
Habrá que aclarar para el oyente no informado los conte-
nidos del mundo de la vida y del sistema, los dos conceptos bá-
sicos en torno a los cuales gira el pensamiento sociológico del
último Habermas. En cada uno desemboca una tradición so-
ciológica distinta; el primero proviene de E. Husserl60 y Ha-
bermas lo vincula a la comprensión sociológica de la intersub-
jetividad que desarrollaron G. H. Mead y E. Durkheim; el
segundo procede de los intentos macrosociológicos que se
orientan por el modelo de socialización que conlleva el mer-
cado (T. Parsons). Desde el enfoque del mundo de la vida cabe
salvar elementos propios de razón práctica, así como en el
mundo sistèmico predomina la razón instrumental. Cada uno

6 0 Edmund Husserl, Die Krisis der europäischen Wissenschaften und


transzendentale Phänomenologie, La Haya, 1993.
de estos puntos de vista subraya determinados aspectos, en los
que prevalecen, bien mecanismos de comprensión y de con-
senso —mundo de la vida— bien mecanismos de trueque o de
poder —mundo del sistema. La economía y el Estado se expli-
can mejor desde el sistema, que conlleva su propia lógica ex-
pansiva en una complejidad creciente al margen de la volun-
tad individual; en cambio, valores y normas, el mundo
simbólico, se percibe mejor desde el mundo de la vida, en el
que descuella la racionalidad discursiva y, por tanto, es en este
plano en el que se plantean los temas primordiales de la liber-
tad y la democracia.
En principio, todos los fenómenos sociales pueden cap-
tarse desde una de estas ópticas, pero no con la misma sagaci-
dad y penetración. Para dar cuenta de ciertos mecanismos ob-
jetivos encaja mejor la perspectiva del sistema; para explicar los
vínculos comunicativos, el mundo de la vida. Si en el mundo de
la vida se consigue orientar la acción según un sentido, en el
sistèmico se coloca en primer plano las consecuencias, queridas
y no queridas, de la acción. La integración social se mide con
criterios de estabilización interna, es decir, que se ocupa de
conservar la identidad del individuo o del grupo. La integra-
ción sistèmica se mide según el grado de estabilización externa,
es decir, con el mantenimiento de los límites respecto a su en-
torno (Umwelt). Desde el primer punto de vista, el fallo de in-
tegración lleva a una crisis de identidad; desde el segundo, a
una de gobernabilidad. Como la acción comunicativa y la es-
tratégica se excluyen mutuamente, existe el peligro de cosifi-
car estos dos aspectos analíticos como si fueran ámbitos de ac-
ción diferenciada, error que ya cometió Habermas en Técnica
y ciencia como ideología .
Las numerosas páginas de la Teoría de la acción comunica-
tiva alcanzan su punto álgido cuando al final del libro Haber-
mas se cree en posesión de los elementos teóricos suficientes
para desembarazarse de Marx62. El análisis de la forma de la
mercancía (Warenform) constituye el núcleo central de la teo-
ría marxista. Al poner de manifiesto su doble carácter, Marx

61 Jürgen Habermas, Technik und Wissenschaft als «Ideologie», Franc-


fort, 1968.
62 Jürgen Habermas, Theorie des kommunikativen Handelns, vói. 2, pá-
ginas 489-547.
está en condiciones de describir el desarrollo de la sociedad ca-
pitalista, tanto desde una perspectiva objetiva —las crisis que
conlleva la realización del capital— como desde la óptica de
los sujetos participantes, que las perciben como lucha de cla-
ses. El trabajo-mercancía, en cuanto actividad, pertenece al
mundo de la vida de los trabajadores; como producto, al mundo
sistèmico de la empresa y la economía. La grandeza de Marx
consistiría en haber considerado implícitamente estas dos pers-
pectivas; su deficiencia más grave el que no hubiera logrado di-
ferenciarlas.
«Cierto que Marx se mueve en los dos planos, el del sis-
tema y el del mundo de la vida, pero su separación, en realidad,
no está implícita en los conceptos básicos de la economía po-
lítica que permanecen presos ae la lógica hegeliana»63. Al con-
cebir la sociedad como «totalidad», interpretada esta catego-
ría en el sentido que tiene en la lógica de Hegel, Marx no es
capaz de diferenciar mundo de la vida de sistema, así como
tampoco aprehender en su autonomía los distintos subsiste-
mas. Si no le hubiera cegado la dialéctica, Marx hubiera caído
en la cuenta de que toda sociedad que ha alcanzado un alto
grado de complejidad, sea cual fuere su estructura de clase
—con propiedad privada o sin ella— necesita de aquella dife-
renciación estructural que impone la lógica del sistema(A.
De esta deficiencia fundamental, Habermas deriva otras
dos. Al no diferenciar Marx con la nitidez debida sistema y
mundo de la vida, le faltan criterios para distinguir los fenó-
menos que hay que vincular a la destrucción de las formas tra-
dicionales de vida de aquellos otros propios de la cosificación
que conlleva el desarrollo mismo del capitalismo, lo que dis-
torsiona su crítica de este modo de producción, a la que otorga
una dimensión utópica. En fin, y es el tercer defecto que se-
ñala Habermas con su crítica del capitalismo, Marx generaliza
lo que sólo es un caso especial de subsunción del mundo de la
vida en un imperativo sistèmico. Aunque la dinámica de la lu-
cha de clases se manifieste en la «contradicción principal» en-
tre salario y capital, los procesos de cosificación no aparecen

63 ídem, pág. 498.


64 Para una crítica de la interpretación que de Marx hace Habermas,
véase Furio Cerutti, «Habermas und Marx», en Leviathan, año 11, 1983,
núm. 2, págs. 352-375.
tan sólo, como supone Marx, en la esfera del trabajo enaje-
nado, sino que se dan también en otras independientes del ám-
bito económico, como por ejemplo, en la del poder. En la so-
ciedad contemporánea fenómenos de cosificación se producen
tanto por la vía del dinero como del poder.
Estos tres fallos de la teoría del valor-trabajo darían cuenta
de que la crítica de la economía política, a pesar de que implí-
citamente incluya estas dos dimensiones del sistema y del
mundo de la viaa, no pueda ofrecer, sin embargo, una teoría
satisfactoria del «capitalismo tardío». Tres de sus fenómenos
fundamentales —el intervencionismo estatal, la democracia de
masas y el Estado de bienestar— en modo alguno encajan en
la teoría del valor sobre la que se asienta todo el análisis mar-
xista. En consecuencia, vanos han sido los esfuerzos por ex-
plicar la sociedad contemporánea a partir de postulados mar-
xistas. La superación del marxismo se muestra así la condición
indispensable para elaborar una teoría fructuosa del «capita-
lismo tardío». A pesar de los análisis grandiosos de Marx, el
capitalismo sigue necesitando de una crítica contundente. «Lo
que más me llama la atención en el actual panorama teórico en
este final del siglo XX es la falta de una crítica del capitalismo,
una crítica diferente, construida sobre otras premisas, pero no
por ello menos enérgica»65.
Para elaborar una crítica pertinente del capitalismo resulta
fundamental la pareja de conceptos, mundo de la vida y sistema,
no sólo por su valor operativo, sino sobre todo porque consti-
tuye la base conceptual sobre la que levantar tanto una teoría
de la modernidad como una de la sociedad contemporánea, la
meta permanente de Habermas en todas las etapas. Pues bien,
el fenómeno que caracterizaría a la modernidad, y de modo cre-
ciente a la sociedad contemporánea, hasta el punto de que sirve
para definirla, es que el sistema se va desenganchando del
mundo de la vida, una «desarticulación» (Entfeoppelune) que
lleva consigo el que la dinámica de ir marcando los límites
frente a un entorno cada vez más complejo, que caracteriza a la
sociedad sistèmica, se extiende a toda la sociedad. Esta «desar-
ticulación» del sistema del mundo de la vida lo había interpre-

65 Barbara Freitag y Gregorio Paulo Rouanet, «Entrevista con Haber-

mas», en Mais, suplemento dominical de Folha de S. Paulo, 30 de abril de


1995, pág. 6.
tado ya Hegel como desdoblamiento (Entziveiung) y objetiva-
ción ( Versachlichung) de las formas tradicionales de vida. El
mundo del sistema se extiende así al mundo de la vida, que lo
va conquistando al imponerle su lógica. Las relaciones de mer-
cado salen de su ámbito propio y se introducen, por un lado,
en el de la subjetividad y en el de la familia y, por otro, en el
del Estado. La universalización de las relaciones capitalistas,
ahogando todas las demás formas de comunicación —el amor
y la verdad no tienen lugar en el mundo sistèmico— constitui-
ría el fenómeno distintivo de la modernidad y que, como tal,
marcaría con su impronta a nuestro tiempo. Aumentan los ám-
bitos sociales que se rigen por los mecanismos que imponen el
dinero y el poder y disminuyen aquellos en los que cabe el des-
pliegue de la racionalidad comunicativa. El mundo de la vida va
quedando comprimido en un último reducto, que incluso con-
viene ya definir de manera negativa: aquel que todavía no está
sometido a los mecanismos sistémicos, aunque no implique que
se vea por completo libre de ellos; también en el mundo de la
vida influyen el dinero y/o el poder.
Desde el plano intersubjetivo de la acción comunicativa,
Habermas recurre a la teoría del sistema para mantener y com-
pletar la crítica de Marx a la sociedad capitalista. La diferen-
cia, sin embargo, es abismal: desde el pensamiento dialéctico
de Marx se abre una perspectiva histórica de transformación;
en cambio desde el análisis sistèmico que hace suyo Habermas
se cierran las puertas a cualquier horizonte distinto del que im-
pone la colonización progresiva del mundo de la vida por el sis-
tema. Se comprende que se resista a admitirlo, ya que signifi-
caría desmontar el pedestal sobre el que ha sostenido su
esperanza política, abocado a asumir la misma posición que sus
maestros, bien el esteticismo de Adorno, bien la desesperación
que antecede a la creencia religiosa, como en el caso de Hork-
heimer.
Habermas insiste en que no cabe más que dejar constancia
de lo que ocurre, sin poder avanzar pronóstico alguno sobre si
este proceso de reducción de las esferas del mundo de la vida
proseguirá indefinidamente hasta llegar a la barbarie de supri-
mir la comunicación, encadenada a las relaciones de mercado
y a los mecanismos de poder burocrático.

Una teoría de la sociedad que se abstenga de la certidum-


bre que proporciona una filosofía de la historia, sin por ello re-
nunciar a un afán crítico, al proporcionar algunos diagnósticos
sensibles del tiempo presente, únicamente puede ver su papel
político en centrar la atención en la ambivalencia esencial de
esta situación histórica66.

Habermas se limita a subrayar que no debe presumirse un


desarrollo lineal de lo que hasta ahora ha sido la tendencia ge-
neral de la modernidad; justamente el fenómeno mencionado
de la «desarticulación» entre ambos mundos permite desen-
trañar tendencias en una y otra dirección. Unas confirman la
{jrimacía de los mecanismos sistémicos en el mundo de la vida,
o que implicaría un reforzamiento de la estructura de clase y
del marco institucional; otras, en cambio, ponen de manifiesto
cómo en determinados ámbitos, al limitar la penetración del
dinero y del poder, podría frenarse la colonización sistèmica,
con los consiguientes corrimientos de clase y democratización
de las instituciones.
Habermas no se atreve a arriesgar un juicio sobre cual de
estas dos tendencias terminará por prevalecer; de lo único que
está seguro es que no va a producirse un vuelco como el que
soñó el socialismo decimonónico y el mundo de la vida se ex-
panda sobre el sistèmico. Por razones que apoya en la expe-
riencia, ya no cree en un modelo económico alternativo, ba-
sado en la autogestión de los trabajadores, que hubiera
posibilitado la expansión de los mecanismos de comunicación
democráticos al conjunto de la sociedad. Con el derrumba-
miento de la Unión Soviética, Habermas termina por despe-
dirse del socialismo. El ámbito sistèmico de la sociedad, aquel
que domina el dinero y el poder, resultaría indispensable para
sociedades que han alcanzado tal grado de complejidad. La
cuestión que ya únicamente se plantea es cómo consevar un
ámbito de comunicación que permita el desarrollo de formas
democráticas de convivencia. Desde la perspectiva del socia-
lismo del siglo pasado, capitalismo y democracia eran realida-
des incompatibles, de modo que la implantación de una de-
mocracia cabal exigía previamente el haber superado el
capitalismo como modo de producción. Habermas sigue cons-

6 6 Jürgen Habermas, Entgegnung, en Axel Honneth y Hans Joas (eds.)

Kommunikatives Handeln. Beiträge zu Jürgen Habermas «Theorie des kom-


munikativen Handelns», Francfort, 1986, pág. 391.
cíente de aquella incompatibilidad, pero también de la necesi-
dad de que se mantengan las relaciones de mercado y de po-
der burocrático, que considera imprescindibles en el grado de
complejidad alcanzado. Desde esta aporia, el tema político de
nuestro tiempo consiste en describir un desarrollo democrá-
tico que sea realizable en las únicas condiciones posibles: pre-
servando un ámbito público al margen de las relaciones de
mercado y de poder burocrático, es decir, poniendo límites el
mundo sistèmico, sin caer en la ilusión de que podrá supri-
mirse.
El lector de la obra magna habermasiana comprueba al fi-
nal que son bastante nimias las implicaciones políticas de ta-
maño esfuerzo intelectual. Como en su primer análisis sobre el
futuro del capitalismo, no cabría más que recalcar la ambigüe-
dad de nuestra situación, que tanto permite confiar en ima am-
plitud del mundo de la vida, con la consiguiente consolidación
progresiva de relaciones democráticas, como temer la expan-
sión del mundo sistèmico, al ir imponiéndose en todos los ám-
bitos sociales la razón instrumental. Ambivalencia, por lo de-
más, que en nada se diferencia de la que hubiera ratificado
Max Weber como la única conclusión científica posible, aun-
que este resultado no le librase del convencimiento de que el
despliegue ulterior de la modernidad terminaría por suprimir
la cuestión del sentido y la libertad individual. Frente al «sen-
timiento trágico» que comporta en Weber el desenlace de la
modernidad, a pesar de la ampliación de la racionalidad ins-
trumental a la comunicativa, Habermas sólo sostiene la espe-
ranza en que ignoramos lo que pueda traer el futuro.
Disuelta la antigua idea de emancipación, que se aguantaba
en la falsa ilusión de que podríamos manejar el mundo del sis-
tema según las pautas del mundo de la vida, la cuestión política
de nuestro tiempo se centra en librarnos de cualquier forma de
romanticismo que se deriva de empeñarnos en desconocer el
comportamiento de sistemas cada vez más complejos que para
que funcionen eficazmente han de obedecer a sus leyes —sin
ellos se desmoronaría nuestra civilización—, pero sin que este
conocimiento sirva de pretexto para no tratar de impedir que el
mundo sistèmico acabe por dominar el mundo de la vida. El pro-
yecto es ya meramente de salvaguardia —sólo a la defensiva per-
siste la izquierda— pero que, de ser ciertos los supuestos ha-
bermasianos sobre el mundo sistèmico, no parece menos
ilusorio.
Nada tan aleccionador para aprehender algunas de las im-
plicaciones políticas, no tanto de manera directa, cuanto al
constituir el nuevo marco teórico de referencia, que conlleva
la teoría de la acción comunicativa que aludir a la crítica ha-
bermasiana al Estado de bienestar67. El pensamiento político
de la modernidad se mueve en el amplio arco que va de la ra-
zón utópica (Tomás Moro) hasta la razón de Estado (Nicolás
Maquiavelo)68; el ciclo se cierra cuando la razón de Estado
acaba por fagocitar a la razón utópica, o si se quiere el mundo
sistèmico se traga al de la vida. Para el agotamiento de la ra-
zón utópica se podrían alegar buenas razones; la principal, que
no es posible concebir un mundo en el que todo funcione y se
acople a las necesidades de todos los individuos y además sea
congruente con la noción de dignidad humana. La «dialéctica
de la ilustración» muestra como la autonomía puede conver-
tirse en dependencia; la emancipación, en opresión; la racio-
nalidad, en irracionalidad. Habermas no participa de este em-
peño postmoderno de señalar, en el seno de la modernidad, su
contrario; pero aun así, tiene que asumir que los tres modelos
creados en el siglo que finaliza, el burocrático-colectivista (so-
viético), el corporativista-autoritario (fascista) y el socialdemó-
crata de los años 50 y 60 han llegado a su fin y en el horizonte
no se divisa qué modelo los podrá reemplazar. De ahí «la falta
de transparencia» (Unübersichlichtlichkeit) que define al por-
vernir. Si lo que ha caracterizado a la modernidad es la pre-
sunción de conocer el futuro —el hoy se concibe mejor que el
ayer y peor que el mañana— el que desde nuestra situación se
muestre tan amenazador como impenetrable sería una prueba
más de que estaríamos entrando en un nuevo ciclo histórico.
El hecho con mayores consecuencias políticas que a Ha-
bermas le da más quebraderos de cabeza es que los mercados
nacionales se hayan quedado pequeños para mantener el grado
de productividad que resultaría necesaria para proporcionar el

67 De la que es buen ejemplo la conferencia que pronunció ante las Cor-

tes Españolas el 26 de noviembre de 1986. «Die Krise Wohlfahrtsstaates und


die Erscöpfung utopischer Energien», en Jürgen Habermas, Die Neue Unü-
bersichtlichkeit, Fráncfort/M, 1985.
6 8 Ignacio Sotelo, «Kritik der politischen Utopie», en Helmut Schmidt y

Walter Hesselbach (eds.), Kämpfer ohnr Pathos, Festschrift für Hans Matthö-
fer, Bonn, 1985.
nivel de vida al que aspira la población; pero al internaciona-
lizarse las economías, al saltar de una escala nacional a una glo-
bal, el keynesianismo se queda sin base, y con su derrumbe se
desploma el modelo socialdemócrata de Estado de bienestar.
Además el proyecto de un Estado social choca en la con-
tradicción de que se percibe entre fin y método. Su fin es es-
tablecer formas de vida igualitarias, que creen parcelas en las
que quepa un desarrollo libre y espontáneo de los individuos.
Pero justamente, el desarrollo de la libertad individual incluso
de los más débiles, el fin que caracteriza al Estado de bienes-
tar, no puede lograrse recurriendo a los medios administrati-
vos que le son propios. El Estado no es el órgano adecuado
para resolver los problemas del mundo de la vida —no cabe
«administrar» desde el Estado la libertad de los ciudadados—
pero los más débiles para su protección no cuentan más que
con el Estado. Hay razones de peso para criticar el estatismo
y burocratismo de la política social, pero también para temer
el que se reduzca la intervención del Estado a favor de los más
débiles. El «capitalismo desarrollado», que con excesivo opti-
mismo Habermas sigue llamando «capitalismo tardío», estaría
ante el dilema de no poder renunciar, por un lado, al Estado
social, pero, por otro, tampoco se encuentra en condiciones de
proseguir su desarrollo. El Estado social habría llegado a un
callejón sin salida.
De ser cierto este análisis, habría que concluir que con el
Estado social se derrumbaría la base material de nuestras ins-
tituciones democráticas. En la última entrevista concedida a
dos intelectuales brasileños, Habermas se lamenta de no ha-
berse dedicado a la economía, la única ciencia que podría
aclarar estas aporías. Viniendo del marxismo, no deja de te-
ner su gracia que al final de un largo recorrido por las filo-
sofías y sociologías de nuestro tiempo, Habermas descubra
con dolor que ya sería demasiado tarde para dedicarse a la
economía.
Debo confesar que desde 1989 por primera vez he lamen-
tado sinceramente no ser economista. Estudié tres semestres
de economía y después la abandoné. Fue entonces cuando me
dediqué a Marx. Siempre tuve conciencia de que no saber eco-
nomía era una laguna importante. Pero hoy con la globaliza-
ción de las relaciones de producción ha surgido una situación
bastante diferente... Vivimos una globalización de los merca-
dos financieros, una globalización de los mercados de capital
que afecta a las condiciones de producción... que pierden su
carácter nacional. No soy un técnico en esta materia, pero todo
ello me parece muy serio69.

Desde el ideal de la comunicación, Habermas rechaza cual-


quier salida decisionista, empiricista o simplemente autoritaria.
Un diagnóstico como el que ha hecho de nuestra situación, en
Habermas no cumple la función de escandalizar y, menos aún,
promover posiciones conservadoras; antes al contrario, este
análisis del presente lo ha trazado con la mayor objetividad con
el fin de constituir un marco realista dentro del cual quepa re-
plantear, una vez desprendido de todos los elementos utópi-
cos, la cuestión de la democracia en sociedades altamente com-
plejas. El pensamiento político de Habermas culmina en la
búsqueda y desarrollo de una teoría de la democracia que de
alguna forma encaje en el contexto social de la última moder-
nidad. Para ello precisa de otra mediación, el derecho, pero
ambas teorías, la del derecho y la de la democracia, pertene-
cen ya a otro capítulo.

6 9 Barbara Freitag y Gregorio Paulo Rouanet, «Entrevista con Haber-

mas», en Mais, suplemento dominical de Folha de S. Paulo, 30 de abrñ de


1995, pág. 6.
¿Reconciliación a través del derecho?
Apostillas a facticidad y validez
de Jürgen Habermas
FERNANDO VALLESPÍN

Según nos narra Gadamer, los discípulos de Heidegger fle-


taron un neologismo para referirse al estado de ánimo y la sa-
cudida psicológica que sufrían tras asistir a las clases del maes-
tro. El término elegido era verheideggert, «heideggerizados».
Algo similar cabe decir del efecto de la lectura de Faktizitat
und Geltung1 de J. Habermas, que deja al lector —a mí al me-
nos— completamente verhabermast, «habermasizado». En este
caso concreto, y a pesar de la tensión implícita en el título del
libro, se trata de la sensación derivada de contemplar en pen-
samientos algo a lo que generalmente se accede sólo de forma
fragmentaria y parcial: el perfil completo de la sociedad con-
temporánea. Es un hechizo por el cual las asimetrías que ob-
servamos en la realidad se pliegan a una reconciliación con-
ceptual nítida y sin fisuras. Y lo curioso del caso es que tal
conciliación se alcanza sin renunciar a examinar las contradic-
ciones y contingencias de la realidad sociológica, y desde un
concepto de razón «postmetafísico», desprovisto —se su-

1 Fráncfort, Suhrkamp, 1992.


pone— de las aporías de lafilosofíadel sujeto y de las ansias de
fundamentación última de lafilosofía.Una vez pasado el hechizo,
la primera reacción es de incredulidad v sospecha. Quizá por la
propia ambición de la teoría, que no sólo aspira a aunar enfoque
normativo y realidad sociológica, sino a compaginar también la
perspectiva del participante con la del observador, y a hacer com-
patibles distintos fines teóricos y orientaciones pragmático-inves-
tigadoras2. Detrás de este asombroso paseo por todas las aveni-
das del pensamiento contemporáneo, el lector escéptico se
encuentra ante una situación similar a la de quien asiste a un nú-
mero de magia: intuye que en algún lugar hay truco, pero es in-
capaz de señalar cómo ni dónde se ha introducido.
Puede que esta impresión se haya visto reforzada por una
cierta disminución de ese impulso crítico que desde siempre
venía acompañando a este autor, y que había hecho de él la úl-
tima esperanza de la filosofía de corte ilustrado frente a los en-
foques cientificistas y al extremo relativismo postmoderno.
Una de las acusaciones a las que se ha sometido a Faktizitat
und Geltung (FG) es, precisamente, el que Habermas ahora
parece darse por satisfecho con «un poco más de derechos fe-
ministas, un poco más de democracia en el Estado y la Admi-
nistración, un poco más de nivel en los medios de comunica-
i ción y partidos políticos, un papel algo más activo del Tribunal
Constitucional Federal allí donde funciona mal el proceso de-
mocrático, y menos activo donde funciona bien»3. Pero, por
otro lado, y de ahí la perplejidad, no hay nada realmente sig-
nificativo que haya siao alterado de sus presupuestos teóricos

2 Así, nos dice:


La tensión entre enfoques normativistas, que están siempre en pe-
ligro de perder el contacto con la realidad social, y enfoques objeti-
vistas, que ciegan todos los aspectos normativos, puede comprenderse
como advertencia para no limitarse a una única perspectiva discipli-
nar, sino para mantenerse abierto a distintas perspectivas metódicas
(participante v.s. observador), a distintos fines teóricos (explicación
comprensiva y análisis conceptual v.s. descripción y explicación em-
pírica), a visiones distintas de los distintos papeles (juez, político, le-
gislador, cliente ciudadano) y la orientación pragmático-investigadora
(hermeneuta, crítico, analítico, etc.) (pág. 21).
3 Bernhard Schlink, «Abenddämmerung oder Morgendämmerung? Zu

Jürgen Habermas Diskurstheorie des demokratischen Rechtsstaats», en


Rechtshistorisches Journal, núm. 12, 1993, pág. 58.
normativos anteriores —al menos desde su Theorie des kom-
munikativen Handelns (TAC, a partir de ahora)—. Siguen vi-
vos los impulsos emancipatorios derivados del diseño de la teo-
ría del discurso y el correspondiente compromiso con una
concepción radical de la democracia, que aquí encuentra ade-
más su defensa más elaborada. La tesis última que sostiene es,
en definitiva, que «bajo el signo de una política totalmente se-
cularizada, el Estado de derecho no podrá alcanzarse ni man-
tenerse sin una democracia radical» (pág. 13). ¿Cómo acusarle
entonces de esa relativa complacencia con el statu quo, de esa
aceptación implícita —con las pertinentes revisiones— del
marco institucional de las sociedades democráticas avanzadas?
¿Se trata de una mera impresión producto de ima lectura quizá
demasiado superficial de su última obra o, por el contrario, ése
y no otro es el destino que nos tiene reservada la reflexión crí-
tica profundamente sobre las bases de nuestra convivencia?
Una clave interpretativa podría consistir en afirmar que el
discurso crítico opera más eficazmente si lo hace desde la de-
fensa de lo amenazado, como ocurría en su obra anterior, más
que desde la reconstrucción, en positivo, de los fundamentos ins-
titucionales de nuestra sociedad. Al hacer Habermas del dere-
cho su nuevo objeto de interés directo y conectarlo a los presu-
puestos fundamentales de su filosofía práctica, este último
ejercicio se hace insoslayable por la misma naturaleza del dere-
cho como práctica argumentativa institucionalizada. Y ello le
obliga también a introducir en su teoría general un discurso más,
con su propia autonomía y estrategia de argumentación. No al
modo de Luhmann, como un mero ejercicio de descripción de
su funcionamiento interno, que se entiende desvinculado de las
lógicas que gobiernan a otros subsistemas, sino lubrificándolo
con los elementos necesarios que permitan su conexión a otros
discursos, como el moral o ético, y, a la postre, logren la inter-
penetración de estos últimos con las lógicas —éstas ya sí clara-
mente sistémicas— de la economía y la Administración buro-
crática. Lo curioso de este ejercicio es que, al final, el derecho
se acaba convirtiendo en el missing link que Habermas parecía
necesitar para «reconciliar» su filosofía práctica con las conce-
siones hechas, ya desde su TAC a la teoría de sistemas.
El resultado es apasionante desde una perspectiva teò-
rico-politica —que es la que aquí fundamentalmente nos inte-
resa—; lo es, porque por primera vez se nos presenta con toda
su complejidad y crudeza el problema de los límites del dis-
curso ilustrado y su funcionalidad para un posicionamiento
de «izquierdas» en un mundo político que parece requerir un
nuevo lenguaje y nuevas instancias de reflexión sobre la po-
lítica; un mundo este de la posguerra fría, donde puede no
haber alternativas al Estado de derecho, la democracia parla-
mentaria y la economía de mercado, pero donde no se ciegan
las vías para una práctica política racional y emancipatoria.
El nuevo interés de Habermas por el derecho parece abun-
dar en la estrategia del discurso de izquierdas de nuestros
días que, como bien ha observado C. Offe, ya no trata de al-
canzar metas finales concretas, sino que persigue tácticas de
autolimitación, y se sujeta a «ligaduras, cadenas y frenos»
(.Bindung, Fessel, Bremse)4. La izquierda política habría aban-
donado ya sus «ídolos» por un proyecto alternativo dirigido
a seguir el «principio negativo» de que «nadie, ni individuos,
ni categorías sociales, ni sociedades como un todo, debe ser
privado de los medios de subsistencia materiales, de los de-
rechos humanos y civiles, ni de oportunidades para la parti-
cipación política y social; ni de que nadie pueda llegar a ser
víctima de desastres militares y ecológicos»5.
En su trabajo leído en las Cortes españolas6, Habermas con-
cluía su análisis relativamente pesimista de la sociedad contem-
oránea, señalando cómo el final de la sociedad del trabajo ha-
ía arrastrado también en su caída a todos los intentos de
redención prometeica asociados al desarrollo de las fuerzas pro-
ductivas y las capacidades de planificación de la razón funcio-
nalista y, en general, a toda anticipación de una totalidad recon-
ciliada. En la misma línea se manifiesta en el posterior artículo
sobre la «Revolución recuperadora» (Nachhoíende Revolution),
donde finaliza su análisis de los constreñimientos que afectan a
una concepción progresista con las siguientes palabras:

La esperanza en la emancipación de los hombres de la in-


madurez autoculpable y de las condiciones de vida degradan-

4 «Bindings, Shackles, Brakes: On Selflimitation Strategies», en A. Hon-

neth, T. McCarthy, C. Offe, A. Wellmer (eds.), Cultural-Political Interven-


tions in the Unfinished Project of Enlightenment, Cambridge, Mass., MIT
Press, 1992.
5 Ibid., pägs. 69-70.
6 «Die Krise des Wohlfahrsstaates und die Erschöpfung utopischer Ener-

gien», en Die neue Unü hersichtlichkeit, Fräncfort, Suhrkamp, 1985.


tes no ha perdido su fuerza, pero ha sido clarificada por la con-
ciencia falibilista y la experiencia histórica de que ya se habría
alcanzado mucho si se consiguiera conservar un balance de lo
soportable para los menos favorecidos —y, sobre todo, si éste
pudiera establecerse en los continentes devastados—1.

Esta actitud, derivada del síndrome de pérdida de los «oa-


sis utópicos», no ha impedido que Habermas prosiguiera su
búsqueda de nuevas fuentes de agua para cerrar el avance de
ese «desierto de banalidad y desazón»8 que ha dejado la des-
aparición de los referentes tradicionales de la izquierda. Si se
nos permite seguir con el símil, diríamos que Habermas ahora
parece haber redescubierto ese manantial alumbrado en la
Ilustración —y que tantas veces visitara— que se contiene en
los principios normativos universalistas de la Constitución, y
que permite la entronación de una comunidad de hombres li-
bres e iguales bajo el sometimiento al derecho. La tarea con-
sistiría en trasladar esa agua a todos los ámbitos sociales me-
diante un eficaz sistema de conducciones y tuberías que
evitaran la «desertificación» de importantes zonas sociales y,
sobre todo, fueran inmunes a las influencias de otros flujos
provinientes de fuentes contaminadas; ésa sería la función del
derecho. Pero ese manantial de aguas cristalinas es finito y
debe ser permanentemente renovado con el agua de otros po-
zos que se van abriendo en amplios campos sociales, y permi-
ten así una incesante circulación del agua. El medio encargado
de velar por su permanente bombeo y movimiento es el sis-
tema democrático y, sobre todo, la acción de una opinión pú-
blica responsable e inquieta.
Esta torpe y esquemática metáfora influida, sin duda, por
la sequía que afecta tanto a nuestros campos como a nuestra
vida política, nos sirve para tratar de anticipar lo que consti-
tuirá nuestra principal observación a esta obra de Habermas,
y a la que implícitamente hemos venido aludiendo ya; a saber,
que independientemente de la congruencia conceptual del sis-
tema de ingeniería hidráulica que acabamos de presentar, éste

7 «Nachholende Revolution und linker Revisionsbedarf. Was heisst So-

zialismus heute?», en Kleine politische Schriften VII, Fräncfort, Suhrkamp,


1990, päg. 204.
8 «Die Krise des Wohlfahrtsstaates...», ob. cit., päg. 161.
sirve de poco al final si no existe la conveniente renovación del
agua, o si ésta se deja contaminar por cuerpos extraños. En
otras palabras, Habermas confía en exceso en la conexión a la
fuente principal y en las reservas de caudal democrático exis-
tente en nuestras sociedades. La incongruencia surge, a nues-
tro juicio, de presuponer que el problema estriba casi exclusi-
vamente en la optimización del diseño de las canalizaciones.
A la luz de sus presupuestos teóricos básicos casi parece como
si bastara con construir un modelo idóneo de sistemas de ca-
nalización para que el agua se reprodujera por sí misma. O, por
oner otro símil, el derecho funcionaría como esas nuevas fi-
ras, elaboradas con sofisticados materiales, que permiten la
conducción de la energía con un mínimo de pérdidas. Una vez
introducido un determinado in-put de energía en el circuito
éste sería capaz de hacerlo viajar sin apenas merma en su can-
tidad. La energía en cuestión no es otra que la voluntad de la
ciudadanía manifestada en espacios de deliberación pública,
encargados de reconciliar a la vez la autonomía pública y pri-
vada ae cada cual. Y los materiales que deben de reconducirla
serían las instituciones libres del Estado democrático, que pre-
viamente soldadas a la conciencia moral universalista, evitarían
pérdidas e interferencias de cuerpos extraños y, mediante la
emanación de la legislación adecuada, contribuirían a poten-
ciar y fortalecer su implantación.
Como se puede observar, para desarrollar esta idea, el as-
pecto de la obra de Habermas que aquí nos va a interesar es
el de la conexión entre las diferentes lógicas que desgarran
la sociedad en sistemas y discursos distintos y la centralidad
de que dota al derecho en FG como elemento encargado de
llevar a cabo esta labor integrativa. En este punto conviene
hacer una advertencia previa. Como todos los grandes libros,
FG puede ser abordado desde una infinidad de temas y
puede dar lugar a numerosas discusiones parciales; desde la
justificación filosófica del Estado de derecho y los derechos
humanos hasta los modelos de democracia; de la aplicación
e interpretación del derecho a la crisis del paradigma jurí-
dico del Estado social; sin mencionar otras cuestiones, como
la conexión entre derecho y moral, la soberanía popular y
sus condicionamientos, o la sugerente relación entre ciuda-
danía e identidad nacional. Si aquí nos hemos decidido por
elucidar ese aspecto más general de la obra, ello obedece a
su ya reseñada virtud consistente en presentarnos un mapa
completo de la orografía por la que ha de transitar el pensa-
miento emancipador en este oscuro fin de siglo.

II
El movimiento más importante —y sorprendente— que se
roduce en los trabajos preparatorios a FG, y en el mismo li-
ro, es el cambio de énfasis en la conceptualización del dere-
cho; de verse como una especie de caballo de Troya del sistema
{System) en el mundo de la vida (Lebenswelt), que podía aca-
bar consumiendo este horizonte y trasfondo de la acción co-
municativa9, aparece ahora por el contrario como el gendarme
más cualificado para someter y disciplinar a los medios dinero
y poder. En cierto modo, gran parte de la originalidad de la te-
sis de la colonización del mundo de la vida (Kolonialisierung der
Lebenswelt) de Habermas residía, precisamente, en la impor-
tancia que este autor dotaba a la amenaza de la Verrechtlichung
o «juridificación», qiie junto a la «monetarización» y «buro-
cratización» —estas últimas ya anticipadas por Marx y We-
ber— constituían la principal fuente reificadora del mundo de
la vida y hacían peligrar a las instancias fundamentales encar-
gadas de la reproducción simbólica: la transmisión cultural, la
integración social y la socialización. La «juridificación» —ex-
presión de una concepción del derecho como «medio de orga-
nización», no como «institución», que siempre se vinculó al
mundo de la vida— se veía en gran medida como producto de
la continua apertura al medio del derecho de ámbitos hasta en-
tonces estructurados comunicativamente, y llega a su apogeo
como consecuencia de la creciente proliferación de normas ju-
rídicas y la autonomización de la Administración originadas
por la expansión del Estado de bienestar. Esta tesis es lo sufi-
cientemente conocida como para no requerir más comentarios.
Sin negar muchos de estos presupuestos, y la amenaza la-
tente y explícita que las lógicas autónomas de los sistemas im-
ponen sobre el mundo de la vida, el estudio más detenido del
derecho emprendido por Habermas le ha llevado ahora, sin
embargo, a apreciar en el derecho otros aspectos que lo inte-
gran ya claramente en este último ámbito; es más, que hacen
de él el valedor principal de los intereses e inquietudes del

9 Theorie des kommunikativen Handelns, vol. 2, págs. 265 y sigs.


mundo de la vida y la «bisagra» (Scharnier) entre ambas esfe-
ras. Y ello por su doble capacidad para atender a los requeri-
mientos y a los códigos de comunicación de una y otra. De un
lado, el derecho, como «componente social del mundo de la
vida» es permeable al medio lingüístico que impera en este
ámbito, el lenguaje corriente (Umgangspracbe). La «multifun-
cionalidad» (Muítifunkzionalitát) de este lenguaje le permite
«una capacidad de interpretación» y una «amplitud de circu-
lación» prácticamente ilimitada, y su superioridad sobre los
códigos específicos y expertos residiría en su capacidad para
«constituir el fondo de resonancia de los costes externos de los
subsistemas diferenciados y en permanecer sensible a los proble-
mas de la sociedad global» (pág. 108; véase también págs. 77-8).
Pero, de otro lado, el derecho sería capaz, además, de tradu-
cir los mensajes que le llegan por la vía del lenguaje corriente
en una forma comprensible para los sistemas de la Adminis-
tración y la economía. «El lenguaje del derecho puede, con-
trariamente a la comunicación moral limitada a la esfera del
mundo de la vida, funcionar como transformador en la circu-
lación comunicativa de la sociedad global entre sistema y
mundo de la vida» (pág. 78).
Como observa el mismo Habermas, la realización de estas
capacidades es inimaginable desde la concepción del derecho
como sistema autopoiético, encapsulado en su propia lógica y
en la propia definición de sus límites y operaciones. En la teo-
ría de sistemas luhmanniana desaparece toda posibilidad por
parte de la sociedad para compartir un medio de comunica-
ción común capaz de integrar los códigos específicos. Cada sis-
tema diseña sus propios «medios de comunicación» y obser-
vación y, en último término, su propia creación de sentido.
A partir de aquí se somete a la observación recursiva de otros
sistemas. En todo caso, los sistemas así vinculados perciben al
otro como entorno (Umwelt), y si bien comparten con él algu-
nos elementos, les otorgan una selectividad distinta, se engar-
zan de modo distinto a sus propios procesos de comunicación
interna. Como Luhmann nos refiere en su libro Das Recht der
Gesellschaft10, un ejemplo de estas conexiones, que reciben el
nombre de «acoplamientos estructurales» serían las Constitu-
ciones, que servirían para conectar sistema jurídico y sistema

10 Fráncfort, Suhrkamp, 1993.


político. La institución «Estado de derecho», por ejemplo, per-
mitiría designar como unidad dos perspectivas contrapuestas,
el disciplinamiento jurídico del poder político, y la instrumen-
tación política del derecho. Y mediante esta fórmula del estado
de derecho se establecería una «correlativa relación parasita-
ria» entre política y derecho; el sistema político se beneficia de
que «en otro lugar» —en el derecho— se codifique la dife-
rencia entre legale ilegal (Recht-Unrecht), y el sistema jurídico,
por su parte, que la paz y el poder de imponer y hacer ejecu-
tar las decisiones jurídicas se asegure mediante el sistema po-
lítico11. Cada sistema toma del entorno cuanto necesita para sus
operaciones, y lo reconduce a sus códigos y «programas», per-
maneciendo indiferente ante cualquier otra consideración ex-
terna a las propia realización de las funciones que tiene enco-
mendadas el sistema. Resulta así, por seguir con nuestro
ejemplo, que sería incapaz de comprender la peculiar visión del
Estado de derecho de la que participa la opinión pública infor-
mada, existe en la cultura política o conduce el proceso político
(cfr. FG, pág. 72); se le niega su dimensión integradora de pro-
cesos comunicativos que recorren la sociedad como un todo.
Desde luego, el problema abordado aquí, no es ya sólo el
de las conexiones entre los subsistemas, sino el de la existen-
cia o no de un medio de comunicación capaz de circular por
todos los intersticios sociales, cuyo flujo comunicativo permita
la traducibilidad de los distintos lenguajes expertos y evite las
distorsiones introducidas por la mera observación recursiva
desde la lógica interna de cada uno de ellos. Un lenguaje ca-
paz de dotar de sentido a la sociedad global como un todo, en
el que las dinámicas de organización de saberes especializados
diferenciados no impliquen un divorcio con sus señas de iden-
tidad comunicativa. Para Habermas, ese lenguaje no puede ser
otro que la Umgangsprache, y su sede es la Lebenswelt. Ésta po-
see, además, los medios de dotarse de un policía políglota, el
derecho, para que su identidad y los medios de reproducción
simbólica permanezcan seguros. No un derecho, claro está, de-
jado a su propia dinámica sistèmica y desencadenado de sus
propios controles internos —por ejemplo, mediante la ruptura
del principio de legalidad por parte de la Administración, o la
vulneración en general del principio de división de poderes, la

11 Ibid., pág. 424.


creación jurisprudencial del derecho, etc., temas todos que
preocupan a Habermas y de los que se ocupa en este libro—.
Ni un derecho tampoco, como en seguida veremos, desprovisto
de la dimensión de la validez; esto es, libre de una conexión di-
recta con la normatividad social y sujeto al principio de legiti-
midad democrática. Bajo estas condiciones, el derecho permite
anclar el funcionamiento autónomo de los sistemas en el mundo
de la vida, consigue reconciliar así la aparente irreconciabilidad
entre sistema y mundo de la vida; pero sobre todo imagina una
unidad latente de los procesos de comunicación socialpor en-
cima y más allá de los procesos diferenciadores que implaca-
blemente desgarran las sociedades modernas.
La pregunta que nos hacemos aquí —y que dejaremos
abierta— reside en ver hasta qué punto es compatible esta per-
manente interferencia del derecho en las dinámicas autónomas
con la propia capacidad de desenvolvimiento de los fines que
éstas tienen encomendados. Un caso típico es el aludido por
los neoliberales respecto a la necesidad de evitar regulaciones
excesivas sobre el funcionamiento espontáneo del mercado,
ue nos enfrenta ante el típico dilema de eficiencia y legitimi-
ad. Según el paradigma de derecho con el que se maneja Ha-
bermas, este problema habría que retrotraerlo al mismo pro-
ceso de creación del derecho por procesos democráticos. La
cuestión reside aquí, sin embargo, en ver hasta qué punto la
fuente parlamentaria de la legislación es capaz de controlar la
posterior dinámica del tracto jurídico, sobre todo a partir del
momento en el que el derecho comienza a funcionar ya como
sistema experto y, presionado por los costes de información ne-
cesarios para el ejercicio de su función, ha de abrirse a las ló-
gicas de otros sistemas expertos y establecer las pertinentes co-
nexiones con ellos. ¿Quién introduce ahí el freno? Como
muestra la propia evolución del Estado de bienestar, y el pro-
pio Habermas ya se encargara de observar en otro lugar, mu-
chas veces se produce una descompensación e incluso incom-
patibilidad entre fines y el método encargado de
implementarlos. La meta dirigida a liberar espacios para so-
meter al medio dinero y realizar la «igualdad fáctica» puede
acabar revirtiendo sobre una descompensación del medio «po-
der». Somos conscientes de que este problema hay que recon-
ducirlo a eso que nuestro autor llama la «traslación del poder
comunicativo en poder administrativo» (págs. 219 y sigs.), que
se ocupa fundamentalmente del disciplinamiento de las lógicas
jurídicas internas —mediante la aplicación de la jerarquía nor-
mativa, por ejemplo. Pero en último término la responsabili-
dad recaerá sobre la capacidad del sistema político para, es-
poleado por una opinión pública inquieta, interferir en tales
distorsiones.

III

Abandonemos ahora este tema del derecho como gen-


darme del mundo de la vida frente a las acometidas del sistema,
y aproximémonos ya a la dimensión normativa. Este es sejgu-
ramente, como deja entrever su título, el tema central del libro
de Habermas, pero es también el más díficil y más cargado de
matices. Luhmann, su antagonista favorito, nos lo hace mucho
más sencillo por la simple vía de desconectar las consideracio-
nes éticas y morales del sistema del derecho. Así, según su úl-
timo libro, el sistema jurídico sería incapaz de tematizar su uni-
dad si tuviera que depender de un código binario tan
pluralmente disperso y poco consensuado como el encargado
de atribuir los valores bueno/malo. Por decirlo en su peculiar
lenguaje, «el sistema del derecho debe tener en cuenta que, si
bien el código moral como esquematismo binario es igual en
toda la sociedad, los programas morales, o sea, los criterios para
la distinción entre bien y mal o, en su caso, bueno y malo, ya
no son susceptibles de generar consenso»12. Lógicamente, esto
no significa que el sistema del derecho no deba integrar cues-
tiones morales —piénsese en la legislación sobre el aborto, por
ejemplo— sólo que éstas penetran en el sistema tras una pre-
via «transformación explícita». El derecho extrae su validez a
partir del derecho válido (cfr. FG, pág. 72); su justificación, al
modo positivista, es «redundante»; una norma es válida por-
que es válida, no porque sea capaz de superar la prueba de su
adecuación a una racionalidad superior, ya se entienda ésta en
un sentido sustantivo o procedimental. Por ello, para Luh-
mann carece de todo sentido inmolar la funcionalidad del sis-
tema de argumentación jurídico a «ficciones» —como los cri-
terios de validez procedimental desarrollados por Habermas
(que él identifica con la fórmula del quod omnes tangit...)—

12 Ibid., pág. 78.


«pues tal criterio de diferenciación validez/no validez no
puede ser enjuiciado judicialmente. No es justiciable, no es
practicable en el sistema jurídico»13. En último término care-
cería de sentido buscar algo así como un punto arquimédico
de la justificación del derecho.
Asumir estos presupuestos luhmannianos —que aquí he-
mos traído a colación con el solo propósito de introducir tam-
bién una especie de código binario en la exposición y resaltar
la propia posición de Habermas— equivale a negar su empeño
básico en esta obra, que bien puede reducirse, en esencia, a la
fórmula coincidente con el título de uno de sus trabajos:
«¿cómo es posible la legitimidad por medio de la legalidad?».
En términos generales, desacoplar el derecho de la dimensión
normativa supone desconectarlo del mundo de la vida, donde
la acción comunicativa que integran estos espacios está im-
buida de consideraciones prácticas hasta en los últimos usos
del lenguaje. Dentro de este fundus general de la dimensión
normativa, el derecho cobra autonomía como discurso prác-
tico institucionalizado, pero esta relativa autonomización no le
libera sin más de su sometimiento a las demandas de justifica-
ción implícitas en todo discurso práctico. Esta doble cara del
derecho como mecanismo encargado, por un lado, de velar por
la efectividad de la aplicación y seguimiento de las normas me-
diante la amenaza y ejecución de sanciones; y, de otro, como
vehículo del medio más plural e indeterminado de las exigen-
cias de legitimación, es lo que Habermas entiende como la ten-
sión entre facticidad y validez. Como nos dice en el Postfacio
a la cuarta edición de FG, esto hace que el derecho se presente
con estas dos caras ante sus destinatarios:

Les deja la libertad de seguir las normas jurídicas única-


mente como mandatos en el sentido de restricciones fácticas a
su campo de acción y la voluntad de operar con ellas estraté-
gicamente asumiendo las consecuencias calculables de su vul-
neración de las reglas, o, contemplar éstas desde un posicio-
namiento performativo, como mandatos válidos que se quieren
seguir «desde el respeto a la ley» (págs. 661-2).

13 Véase su critica directa a la teoria habermasiana de F G en «Quod om-

nis tangit... Anmerkungen zur Rechtstheorie von Jürgen Habermas», en


Rechtshistorisches Journal, nüm. 12, 1993, pägs. 36-56.
De esta forma se integran las dos dimensiones de la legali-
dad kantiana, que Habermas hace suyas: que las normas jurí-
dicas puedan contemplarse a la vez tanto como «leyes de la li-
bertad» ancladas en el principio de la autonomía, cuanto como
«leyes coactivas» (Zwanggesetze), haciendo posible así que un
orden jurídico justo pueda hacerse valer incluso sobre un
«pueblo de diablos», trascendiendo las siempre contingentes
motivaciones que nos llevan a obedecer sus disposiciones.
Llegados a este punto, y por centrarnos en los aspectos de
la argumentación que nos interesan, creemos necesario limitar
nuestra exposición a dos consideraciones concretas que afec-
tan a la relación entre derecho y moral, y que en la obra de Ha-
bermas se encuentran entrelazados a una multiplicidad de
cuestiones que sería vano reproducir aquí: nos referimos a la
cuestión de la legitimidad y su vinculación a un proceso de de-
liberación procedimental (/); y, en segundo lugar, a la visión del
derecho como «complemento» o «suplementación» (Ergän-
zung) de la moral («). El primero sirve para resaltarnos la im-
portancia que el principio democrático asume en su obra; y el
segundo, conectado a la funcionalidad del derecho como me-
canismo de integración social, contribuye a subrayar la impor-
tancia que el derecho válido cobra como mecanismo de re-
ducción de la complejidad.

(i) Una de las «experiencias fundamentales» de la mo-


dernidad es la existencia de eso que Rawls denomina el fací of
pluralism, la existencia de una inconmensurable pluralidad de
valores, concepciones del bien o formas de vida, que práctica-
mente han reducido a cenizas los referentes normativos unita-
rios. Esta experiencia, contrariamente a lo que ocurría con el
derecho natural tradicional, no permite ahora sin más el acceso
del derecho a una «instancia superior» capaz de imponerse je-
rárquicamente sobre él. En este sentido, al abandonar ambos
su morada común en una Sittlichkeit unitaria, derecho y moral
se escinden, y esta escisión no es recomponible ya en su tota-
lidad desde el actual estado del pensamiento postmetafísico. Es
bien conocido —y no nos detendremos sobre ello— que este
pensamiento ha buscado refugio en Habermas en un concepto
de razón procedimental y comunicativa, apoyada en las condi-
ciones formales del lenguaje y la argumentación. Su estrategia
a la hora de buscar el principio de legitimación del derecho
consistirá, en suma, en trasladarle los presupuestos básicos de
la ética discursiva, atendiendo, eso sí, a la naturaleza institu-
cional de estos últimos, que obliga a una dilucidación demo-
crática de los conflictos. En esta Enea, Habermas nos subraya:
Mientras el principio moral opera en el nivel de la consti-
tución interna de un determinado juego argumentativo, el
principio democrático se remite al nivel externo, esto es, a la
institucionalización eficaz para la acción (handlungswirksam)
de la participación equitativa en una creación de opinión y vo-
luntad discursiva, que se desarrolla en las respectivas formas
de comunicación autorizadas por el derecho (pág. 142).
El único «control» que cabe introducir sobre esta comuni-
cación es la encarnación «institucional» del principio del discurso.
Esta equivale a un principio regulativo encargado de introducir
la dimensión moral en estos procesos de constitución y confor-
mación de voluntades. Según su presentación más general, el
principio del discurso (D) impone que «sólo son válidas aquellas
normas en las que todos los afectados puedan consentir como
participantes en un discurso racional» (pág. 140). En su aplica-
ción al derecho —el único ámbito que permite asegurar su efi-
cacia— este presupuesto se concretaría en la siguiente fórmula:
«sólo pueden reclamar validez aquellas normas jurídicas que pue-
den encontrar el asentimiento de todos los miembros de la co-
munidad jurídica (Rechtsgenossen) en un proceso discursivo de
creación del derecho que, a su vez, ha sido constituido legal-
mente» (pág. 141). Al final, según dicta el mensaje básico de este
enfoque procedimental, la racionalidad de los procedimientos se
traslada a las condiciones bajo las cuales tienen lugar las discu-
siones y, a la postre, a la evaluación de los resultados de la dis-
cusión, si bien no siempre queda claro lo que ocurre cuando se
interrumpe la conversación o cuando no se llega a un consenso.
Por todo lo anterior, cabe afirmar que Habermas restringe
el ámbito de la moralidad única y exclusivamente a las condi-
ciones y presupuestos de la deliberación democrática. Bajo estas
restricciones procedimentales se desarrollarían ya los procesos
de discusión pública, cualquiera que fuese su naturaleza. Los
procesos de deliberación democrática por él propugnados res-
ponden a la convicción de que en la política se combinan y en-
trelazan las tres dimensiones de la razón práctica: la dimensión
moral, preocupada por la resolución equitativa e imparcial de
conflictos interpersonales, que aspira a un reconocimiento uni-
versal de lo prescrito; la ética, ocupada de la interpretación de
valores culturales y de identidades y, por tanto, condicionada
en su fuerza prescriptiva por una evaluación contextual; y, por
fin, la pragmática, dirigida a la satisfacción instrumental de fi-
nes y generalmente marcada por la negociación y el compro-
miso, siendo aquí la eficacia su principio rector. Sobre el tras-
fondo de las condiciones procedimentales adecuadas, en la
mayoría de las discusiones políticas importantes —de política
económica y social, por ejemplo— la discusión y deliberación
está guiada por estos tres tipos de discursos. Discursos en los
ue los meros intereses materiales se entremezclan con consi-
eraciones sobre la vida buena o sobre la justicia y equidad. La
deliberación política se escapa así al disciplinamiento que
pueda imponer una única forma discursiva, ya sea ésta la justi-
cia o las consideraciones éticas, su esencia es la comunicación
libre de los ciudadanos en la esfera pública.
De estas afirmaciones es fácil colegir la centralidad de los
procedimientos de participación para hacer efectivo el ideal, así
como la correlativa necesidad de que la institucionalización de
discursos prácticos de justificación y las necesarias condiciones
para permitir su funcionamiento idóneo sean responsabilidad
del mismo derecho —entre otras, por ejemplo, incorporando los
clásicos derechos de la participación política propios de la di-
mensión de la autonomía pública de los ciudadanos—. Contra-
riamente a lo que puede parecer a primera vista, ello no tiene
por qué ir en detrimento de un equiparable respeto de la auto-
nomía privada, que se encuentra suficientemente salvaguardada
por el derecho para la pertinente apertura de espacios que per-
mitan el ejercicio de la libertad negativa, y la implantación de
los frenos institucionales que constituyen su condición de posi-
bilidad. El paradigma procedimental del derecho que Habermas
nos presenta habría de conseguir, por ende, la superación de las
deficiencias del paradigma liberal clásico y del propio del Es-
tado social. Al primero se le imputa un interés unidimensional
por salvaguardar la libertad en su concepción negativa, sin aten-
der a las distorsiones que sobre un equitativo ejercicio de la
misma imponen las asimetrías económicas y sociales. El para-
digma del Estado social compartiría ese mismo objetivo de sa-
tisfacer la autonomía individual, con la diferencia de que ahora
se busca establecer —mediante mecanismos de justicia distri-
butiva, el reconocimiento de derechos sociales, etc.— un igual
acceso a los bienes necesarios para su realización con indepen-
ciencia de las contingencias sociales concretas. El problema es-
triba en que, como ya hubiera observado en trabajos anterio-
res14, el proyecto del Estado social lleva en sí una «contradic-
ción entre fin y método». De un lado ha de establecer formas
de vida igualitarias que liberen espacios para la autorrealización
y la espontaneidad individuales; pero, de otro, ha de hacerlo
mediante la traducción jurídico-administrativa de programas
políticos. El Estado estaría así más atento en conseguir ingresos
con los que «pagar» la paz social mediante políticas sociales,
que en potenciar la dimensión participativa ae los ciudadanos
en la conformación de una voluntad colectiva. Su papel de ciu-
dadano se sacrifica a su mero carácter de «consumidor» o
«cliente» de las burocracias estatales. Como nos dice ahora en
su nuevo libro, las consecuencias de la juridificación (Verrech-
tlichungsfolgen) hacen que el Estado, con sus «directivas pene-
tradoras», menoscabe precisamente la autonomía que pretende
favorecer (pág. 490). Desde esta perspectiva, la actual demo-
cracia de masas acaba por convertirse en una mera gestión ad-
ministrativa de las prestaciones del Estado social. Y, al final, no
puede escaparse a la acusación de paternalismo y a su carencia
de controles democrático-comunicativos.
Esto es lo que pretende eludir con su nuevo paradigma
procedimental, centrado ahora en la realización y superación
—aquí ya sí en el sentido de Aufhebung— del clásico conflicto
entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos.
Permite conciliar la tradicional disociación entre autonomía
privada y autonomía pública, entre derechos humanos y sobe-
ranía popular. Y su sugerencia es que abandonemos este de-
bate sobre cuál de estas dimensiones haya de predominar, que
ha viciado a la filosofía política a lo largo de los dos últimos si-
glos, y las contemplemos como lo que son: complementarias,
igual de importantes y asentadas en un origen común {glei-
cbursprünglich). El objetivo es, pues, que ambas se restrinjan
simétricamente de forma que se encuentren en una situación
de equilibrio mutuo. Esta reinterpretación de la autonomía
desde la teoría del discurso significa así, que la «sustancia de los
derechos fundamentales se contiene en las condiciones forma-

14 Véase sobre todo, «Un modelo del compromiso del Estado social», en

Teorema, vol. XIII, 1/2, 1983, págs. 9-19; y «Die Krise des Wohlfahrtsstaa-
tes...», ob.cit.
les de aquel tipo de constitución de voluntades y opiniones en las
que la soberanía del pueblo adopta forma jurídica» (pág. 135).
O, en otros términos, que el principio discursivo sólo puede
concretarse dentro del medio jurídico, y que éste a su vez —si
aspira a la legitimidad— debe satisfacer siempre los requeri-
mientos de aquél. Esto significa, no ya sólo que los derechos
que los ciudadanos deben reconocerse mutuamente dentro de
una asociación libre de miembros de una comunidad jurídica,
habrán de tener «en principio sólo el sentido intersubjetivo de
establecer relaciones simétricas del reconocimiento mutuo»
(pág. 306); sino también, que la institucionalización en forma
jurídica del principio del discurso debe adoptar la «imagen del
principio de la democracia» (pág. 155), una voluntad racional
manifiesta por medios comunicativos que se constituye de
forma discursiva. De esta forma se satisfaría lo que el mismo
autor califica como el «núcleo dogmático» de su teoría: la idea
de autonomía, según la cual —y en su formulación— los «hom-
bres sólo actuarían conio sujetos libres en la medida en la que
únicamente obedecen aquellas leyes de las que ellos mismos se
dotan conforme a sus comprensiones obtenidas intersubjetiva-
mente» (pág. 537; énfasis nuestro).

(ii) La conexión entre derecho y moral se manifiesta tam-


bién —ahora ya desde una perspectiva más teóríco-socíal— en
otro importante aspecto: aquél de la «complementaridad»
(Ergänzung) y suplementariedad entre ambas dimensiones, que
en última instancia apunta a la naturaleza del derecho como
mecanismo encargado de la función de reducir la complejidad
y de favorecer los procesos de integración social. Aquí la idea
básica consiste en subrayar la enorme capacidad del derecho
para «aliviar» a sus destinatarios de las cargas cognitivas, mo-
tivacionales y organizativas que sobre ellos impone o puede lle-
gar a imponer la moral individual. Sobre el trasfondo de un de-
recho válido, cada persona puede trascender así la falibilidad,
contingencia e indeterminación que sobre su juicio moral, y su
fuerza motivacional impone la tupida y compleja red de las in-
teracciones sociales. Las cargas organizativas se refieren a lo
que Habermas denomina la «imputabilidad de deberes», que
hace referencia a la hoy, por desgracia, tan extendida situación
de tener que atender a situaciones que reclaman «deberes mo-
rales positivos» —ayudar a los refugiados ruandeses, por ejem-
plo— y que, por sus costes organizativos e institucionales, su-
peran la capacidad de iniciativa individual, y no puede dejarse
al albur de la conciencia moral de cada cual.
Esta «complementariedad funcional» entre derecho y mo-
ral alimentaría así los recursos de la integración social —tema
este sobre el que Habermas parece haber fijado su interés de
un modo especial— fortaleciendo en particular su identidad
normativa (su ethos), y serviría, en una sociedad compleja y
plural, para compensar los espacios dejados vacantes por las
religiones, concepciones del mundo y formas de vida a las que
tradicionalmente competía esta función. Podría incluso afir-
marse, que el derecho consigue elevar a un nivel de reflexión
superior lo que en el mundo de la vida aparece difuso y dis-
perso (véase págs. 146 y sigs.). De las tres fuentes principales
de la integración social que Habermas nos menciona —dinero,
poder administrativo y solidaridad— el derecho se ubicaría,
junto con la acción comunicativa, dentro de esta última cate-
goría, a la que en seguida volveremos. Esta compañía no se
elige al azar, dada la «similitud estructural» entre ambas, ya
que «mediante la estabilización de expectativas de comporta-
miento se asegura a la vez relaciones simétricas del reconoci-
miento recíproco entre titulares de derechos subjetivos» . La
alianza del derecho con la acción comunicativa —que permite
trasladar la simetría e igualdad que se produce en las relacio-
nes cara a cara a las interacciones entre sujetos sociales anóni-
mos— es bien expresiva de esa permeabilidad que se produce
entre el derecho legítimo y el mundo de la vida de la que an-
tes hablábamos. Contribuiría a la postre a fortalecer la solida-
ridad social, entendida —si no hemos comprendido mal— en
las dos acepciones del término: como «soldadura» (solidare,
soldar, consolidar), y como actitud normativa guiada por la
consideración del bien hacia una persona, grupo, o la huma-
nidad en su conjunto, derivada de un sentimiento de común
ertenencia. Esta ambivalencia del término contribuye, sin em-
argo, a resaltar la multifuncionalidad que para Hab ermas ha
de asumir el derecho, dirigido no sólo a satisfacer las deman-
das de legitimación, sino también las de la integración social y
el bienestar económico.
Cuando en la introducción del libro, Habermas dice que
la «solidaridad es el recurso auténticamente amenazado» que
debe ser «preservado en estructuras jurídicas y está necesitado
de regeneración» (pág. 17) parece aludir, de un lado, al déficit
de integración social normativa consecuencia de un debilita-
miento de las estructuras básicas del mundo de la vida ocasio-
nado por el correlativo fortalecimiento de los medios poder y
dinero, y por la creciente diferenciación de universos éticos; y,
de otro, ala imposibilidad de superar este déficit si no es desde
una comunidad de hombres libres e iguales unidos por su co-
mún sometimiento al derecho y en pleno y permanente ejerci-
cio de su ciudadanía. Un paradigma jurídico-constitucional así
instituido permitiría ensamblar, desde arriba, una identidad co-
mún a partir de principios morales generales en los que pu-
dieran converger las diferentes concepciones del bien —over-
lapping consensus—, y soldar, hacia abajo, mediante la ya
aludida capacidad de integración del derecho, la maltrecha
unidad social. Pero, cabe preguntarse, ¿no ocurre exactamente
lo contrario? En algún lugar del libro Habermas dice: «el de-
recho nutre en último término su fuerza de integración social
de fuentes de la solidaridad social» (pág. 59). Y, en efecto, no
es fácil imaginar cómo los exigentes requerimientos de la legi-
timidad del derecho que antes veíamos puedan ser satisfechos
fuera de un vigoroso mundo de la vida. La clave para Haber-
mas parece residir en imaginar una relación de interdepen-
dencia entre ambos, aunque en último término corresponda al
derecho una especie de función terapéutica, protésica casi, en
la rehabilitación del mundo de la vida de las sociedades com-
plejas. En esta dimensión de la integración social nos volvemos
a encontrar, pues, al derecho como garante, esta vez hacia den-
tro, de la unidad y reproducción del mundo de la vida en una
sociedad fraccionada.

IV

Si elevamos por un momento esta discusión al ámbito de


la política, nos enfrentamos a dificultades similares, ya que la
efectividad del modelo de democracia deliberativa de Haber-
mas se hace recaer en gran medida sobre procesos informales,
que presuponen la existencia de una vigorosa cultura cívica.
Aquí el marco institucional del Estado democrático tal y como
hoy lo conocemos permanece prácticamente inalterado; se
mantiene el principio de la representación parlamentaria, el
principio de la mayoría —si bien con ciertas limitaciones—
partidos políticos, etc. Como en obras anteriores, donde pone
el acento es, sin embargo, en la esfera pública, asentada sobre
la sociedad civil, que son aquellos espacios libres de interfe-
rencia estatal, y dejados a la espontaneidad social no regulada
por el mercado, y de donde surge la opinión pública informal,
las organizaciones cívicas, y, en general aquello que desde fuera
influencia, evalúa y critica la política. De las interacciones de
cada una de estas instancias, las institucionales y las más vin-
culadas a una dimensión político-cultural, surge el proceso de
institucionalización política que cabría calificar como legítimo
desde la perspectiva de la teoría del discurso:
Cuando la soberanía del ciudadano,fluidificadacomuni-
cativamente, se hace valer en el poder de los discursos públi-
cos que brotan de esferas públicas autónomas, pero que co-
bran cuerpo en las decisiones de cuerpos legislativos que
siguen procedimientos democráticos y son políticamente res-
ponsables, el pluralismo de las convicciones e intereses no se
oprime, sino que se desata y se recoge en decisiones mayorita-
rias reversibles y en compromisos (pág. 228).

¿Cuáles son las diferencias reales entre este modejo y el


funcionamiento efectivo de las democracias actuales? Esta no
es una pregunta que tenga una fácil contestación, por el sim-
ple hecho de que Habermas, en un prodigioso despliegue de
erudición politológica, combina consideraciones de tipo nor-
mativo con un minucioso análisis de las interferencias y dis-
torsiones que se interponen o pueden interponerse en la reali-
zación de su modelo (véase sobre todo los capítulos VII y
VIII). Aquí es donde se percibe con mayor fuerza, además, la
presencia del teórico social que ha de saber mantener viva la
tensión entre realidad social y enfoque normativo. Un enfoque
excesivamente inclinado hacia la racionalidad moral cobra a
sus ojos el peligro de perder el contacto con la realidad, del
mismo modo que una teoría «objetivista» puramente socioló-
gica, que ciega los aspectos normativos, corre el peligro con-
trario: se limita a dar cuenta de los aspectos funcionales de lo
fáctico. Por eso Habermas no puede darse por satisfecho con
enfoques como los de Rawls o de otras teorías de la justicia, a
los que imputa la incapacidad de «superar la fractura entre las
exigencias ideales de la teoría y la facticidad social» (pág. 88).
Y si bien niega las explicaciones estrictamente «objetívistas» o
«cientificistas» de la realidad social, no por ello deja de tomar
conciencia de los análisis sociológicos y políticos más recientes
sobre la naturaleza del Estado y la sociedad contemporáneos.
Ya hemos visto cómo de ahí derivaba su nuevo interés por el
derecho, que actuaría entre lo fáctico y lo normativo, entre la
realidad empírica de una sociedad democrática gobernada por
los medios poder y dinero y las demandas normativas de la ra-
cionalidad práctica, que soldarían esta fractura vinculando la
creación y elaboración del derecho a los requisitos de la de-
mocracia deliberativa. Pero aquí es precisamente donde reside
el problema, ya que —a nuestro juicio—, y a pesar de las pre-
cauciones tomadas, las condiciones bajo las que se presenta
este sistema democrático adolecen al final de ese mismo rasgo
de idealización que hemos venido denunciando desde el prin-
cipio. Veámoslo de forma esquemática.

(i) La tensión entre facticidad y validez se plasma en el


ámbito político en el contraste existente entre la concepción
normativa del Estado de derecho y la «facticidad social del
Eroceso político» (pág. 350). Como acabamos de decir, Ha-
ermas es plenamente consciente de las restricciones que im-
Eone un mundo político crecientemente complejo, y esto le
eva a no propugnar un sistema institucional excesivamente
pretencioso15. Para resolver el contraste que, sin embargo, in-
mediatamente se produce entre las restrictivas demandas de le-
gitimación que impone el modelo procedimental del derecho
y las posibilidades de realización efectiva de la democracia de-
liberativa, nos ofrece —siguiendo a B. Peters—16 un curioso
«modelo de esclusas» aplicable al sistema político (véase pági-
nas 429 y sigs.). Consistiría fundamentalmente en la distinción
entre un «centro» y una «periferia» dentro del mismo. El cen-
tro estaría compuesto por lo que cabría calificar como la polí-
tica «institucional», que abarcaría al gobierno y la Administra-
ción, los tribunales de justicia y el sistema representativo y
electoral (las cámaras parlamentarias, las elecciones políticas,
la competencia interpartidista, etc.). El procesamiento de las
decisiones funcionaría aquí siguiendo inercias, «rutinas» y, en
general, movimientos pautados que, sin embargo, obligan a

15 Así, por ejemplo, Habermas afirma explícitamente su «renuncia a

aquellas aspiraciones de una sociedad que se gobierna a sí misma en su to-


talidad, como —entre otras— subyacía a las concepciones marxistas de la re-
volución so,cial» (pág. 450).
16 Die Integration moderner Gesellschaften, Fráncfort, Suhrkamp, 1993.
(Habermas lo cita «en prensa»).
que sus operaciones y procesos pasen por los estrechos cana-
les de todo un sistema de esclusas, que se interponen en las re-
laciones entre los diferentes órganos e instituciones. La perife-
ria estaría constituida por la acción de una «esfera pública»
integrada por todo tipo de grupos y organizaciones sociales,
capaces de conformar, alterar o impulsar la opinión del pú-
blico, y que a su vez ejerce influencia y condiciona decisiva-
mente las acciones del «centro». Desde luego, las diferencias
entre una y otra dimensión saltan a la vista; en el centro nos
encontramos con la auténtica capacidad de tomar decisiones
políticas vinculantes, y donde cada uno de sus órganos tiene
sus prerrogativas y relaciones claramente tipificadas. En la pe-
riferia impera, por el contrario, un sujeto público descentrado,
informal y descompuesto en una serie de redes organizativas,
que lo más a lo que puede aspirar es a intentar imponer su in-
fluencia. Aun así, su acción fundamental estriba en intentar
condicionar la acción del centro del sistema político; en evitar
que éste pueda funcionar a espaldas de los flujos de comuni-
cación provinientes de la esfera pública y la sociedad civil.
Este modelo recuerda a la conocida explicación del fun-
cionamiento del proceso político desde la perspectiva de las ta-
blas in-put/out-put, con la importante diferencia de que aquí
se rompe la radical diferenciación que éste establecía entre un
sistema social, que «introducía» temas y otorgaba legitimidad
al sistema político, y una esfera política autónoma encargada
de «producir» decisiones que afectaban a un determinado en-
torno. En el modelo de Peters y Habermas, y en esto coinci-
den con recientes reelaboraciones politológicas, la diferencia
entre un sistema y otro no es radical. El proceso político se
mueve aquí a través de flujos de comunicación canalizados en
una multiplicidad de esclusas, que recuerdan más a la idea de
continuum entre centro y periferia que a la de sistemas inde-
pendientes interactuando. El sistema político acabaría por
abarcar también a la propia sociedad civil, que mediante pro-
cesos discursivos podría interferir y actuar políticamente sobre
sí misma. Su gran baza es la inmensa capacidad que tiene para
suscitar temas, sensibilizar y llamar la atención sobre proble-
mas, actualizar responsabilidades políticas en el centro, etc.; en
suma, para «problematizar» su acción y mantener vivo el pro-
ceso comunicativo que debe prevalecer en un sistema demo-
crático entre la ciudadanía y los órganos institucionales, en par-
ticular las cámaras representativas.
Solamente así cobra sentido lo que, a nuestro juicio, cons-
tituye el presupuesto último de la teoría habermasiana del de-
recho: la afirmación de la existencia de un «hermanamiento
(Verschwisterung) entre poder comunicativo y la creación del
derecho legítimo» (pág. 185). Este hermanamiento se expresa
en el papel central dotado a los procesos de creación de vo-
luntad colectiva, al principio democrático. El obstáculo que a
este respecto significa la fragmentación social creciente y la
ineludible existencia de la complejidad haría inevitable la per-
manencia de las instituciones del Estado de derecho democrá-
tico tal y como hoy las conocemos. Eso sí, propiciando, por
ejemplo, el cultivo de espacios públicos autónomos, ampliando
las posibilidades de participación de los ciudadanos, domando
el poder de los medios de comunicación, potenciando la fun-
ción mediadora de partidos políticos no estatalizados, etc.
(véase págs. 532 y sigs; y págs. 228 y sigs.). De lo que se trata,
en último término, es de evitar que «las dos caras» del Estado
de derecho democrático, el poder comunicativo y el poder ad-
ministrativo, se disocien y favorezcan una autonomización de
este último, que el derecho legítimo acabe transmutándose en
mera juridificación17. La idea del Estado de derecho sólo
puede desplegarse desde la creación del derecho a partir del
poder comunicativo, que a su vez revierte en poder administra-
tivo sujeto, ya sí, a los constreñimientos del derecho legítimo
(págs. 209 y sigs.). La realización del ideal se produciría
cuando, tanto las decisiones políticas como la creación del de-
recho, pudieran fundamentarse en razones similares a las que
caracterizan a un discurso bajo condiciones ideales. O, con-
cretándolo más, únicamente podría evitarse la autonomización
de un poder administrativo o político desvinculado de los per-
tinentes controles comunicativo-democráticos si «la periferia»
fuera capaz —en un «suficiente número de veces»— de «de-
tectar, identificar y tematizar eficazmente los problemas de la
integración social, y de introducirlos de tal modo a través de
las esclusas del complejo parlamentario que se consiguiera in-
terrumpir su funcionamiento rutinario» (pág. 434).

17 «En el sistema de la Administración pública se concentra un poder que

debe ser siempre permanentemente renovado desde el poder comunicativo»


(págs. 208-9).
(¿i) Como se ve, al final el problema estriba en poder de-
cidir cuánto «discurso» permite una sociedad compleja. El as-
pecto decisivo sobre el que pivota todo el modelo de política
deliberativa reside en la robustez que posea la sociedad civil y
en su capacidad para problematizar y procesar públicamente
todos los asuntos que afecten a los ciudadanos. De poco sirve
una conformación de voluntades democrática si no tiene los
adecuados canales de expresión institucionalizados constitu-
cional y jurídicamente. Pero la existencia de esos procedimien-
tos no garantiza de por sí la «conformación informal de opi-
niones». Unos y otros se requieren mutuamente en un «juego
conjunto» {Zusammenspiel). Por volver al símil con el que co-
menzamos este trabajo, la energía liberada por los procesos co-
municativos precisa conducciones que eviten pérdidas y favo-
rezcan su eficaz transmisión a todos los sectores sociales; de
poco sirven, sin embargo, esas conducciones si la energía des-
tinada a pasar por ellas desfallece o es incapaz de regenerarse.
En un sorprendente abandono de su pesimismo de los úl-
timos años 80, Habermas busca afianzar su «giro jurídico» co-
nectándolo a su inicial entusiasmo por la esfera pública (Öf-
fentlichkeit), que encuentra su sede en una sociedad civil libre
de interferencias «sistémicas»18. La pluralidad, heterogeneidad
y espontaneidad de sus movimientos, asociaciones, grupos y
organizaciones que beben en la sociabilidad del mundo de la
vida la permitirían servir como «amplificador» y caja de reso-
nancia de problemas sociales que necesariamente requieren
una traducción político-jurídica, o que sirven de freno a los ex-
cesos de un poder excesivamente reificado. Lo que importa, a
la postre es que sea posible acceder a una «estructura inter-
media», ocupada por el espacio público, que permita «mediar
entre, de un lado, el sistema político y, de otro, los sectores pri-
vados del mundo de la vida y los sistemas de acción funcio-
nalmente especificados» (pág. 351). Pero, ¿qué ocurre si éste
no es el caso? ¿Cómo pueden el derecho y la política ocupar
el papel de garantes (Ausfallbürgschaft) de la unidad de todo el

18 En este nuevo reverdecimíento de la sociedad civil han influido sin

duda las «revoluciones» de finales de los 80 en el Este europeo. Su rápida


absorción por los imperativos sistémicos de las transiciones a una economía
de mercado, así como la pervivencia de inercias no abolidas del anterior sis-
tema comunista no nos permiten manifestarnos hoy excesivamente optimis-
tas a este respecto.
sistema si, por ejemplo, no se dan los presupuestos comunica-
tivos tan exigentes requeridos para la creación del derecho, ya
sea por deficiencias en el sistema de mediación política —la es-
tatalización de los partidos—, o por el predominio y la inter-
ferencia constante en el espacio público de intereses privados
no generalizables?
Estos y otros problemas19 son bien expresivos de la tensión
permanente entre teoría social empírica y teoría normativa. En
todo caso, no parece que tenga mucho sentido acusar a lo que
es una teoría esencialmente normativa de no ajustarse a los dic-
tados de la realidad. Lo importante es que sea capaz de anti-
ciparnos un principio regulativo que no esté reñido frontal-
mente con lo que es. Una de las tesis del libro, que hemos
tratado de desvelar, es la constante apelación a la necesidad de
que los ciudadanos se responsabilicen de su propio destino co-
mún, y que una reflexión a fondo sobre el derecho puede abrir-
nos a una nueva y eficaz forma de realizar este ideal. Creemos
que este fin lo consigue. Como también consigue desvelarnos
la funcionalidad y versatilidad del medio jurídico para evitar
interferencias que nos desvíen de la consecución de ese fin.
Queda por ver —y por eso el título entre interrogaciones de
este trabajo— si no existe una excesiva anticipación de una so-
ciedad ya reconciliada. No deja de ser reconfortante, sin em-
bargo, que en estos momentos de euforia deconstructiva hay
alguien que «construye».

19 Uno que no hemos podido abordar aquí es la difícil compatibilización

entre «principio de la mayoría» y el requisito de la unanimidacf que requiere


el modelo discursivo.
«Autonomía del significado»
y «Principie of charity» desde un punto
de vista de la pragmática del lenguaje
ALBRECHT WELLMER
Frei Universität Berlín

(Traducción: Juan Carlos Velasco Arroyo)


I

A continuación deseo proponer un cambio de significado


lingüístico-pragmático de los dos principios centrales del en-
foque semántico-veritativo de Davidson: del principio de la au-
tonomía del significado y del principio de la interpretación be-
nevolente, que, debido al notorio problema de traducción,
designaré con Davidson como «principie of charity». Los dos
principios son importantes sillares de la concepción del «sig-
nificado» y de la «interpretación» en la teoría de la verdad da-
vidsoniana. Creo, además, que ambos tienen un genuino nú-
cleo lingüístico-filosófico. Pero, dado que considero
equivocado en su conjunto el enfoque semántico-veritativo de
Davidson, deseo mostrar cómo ambos principios se pueden in-
tegrar en una perspectiva lingüístico-pragmática. Con esto la
carga de la prueba es enteramente distinta: el principio de la
autonomía del significado juega en Davidson un papel en su
rechazo de una teoría pragmática del significado. Por eso hay
que señalar que el principio de la autonomía del significado se
puede reformular por completo lingüístico-pragmáticamente.
El «principie of charity» juega en Davidson, por el contrario,
un papel constructivo en el interior del planteamiento semán-
tico-veritativo. Hay que señalar en este caso que el principio
requiere una ampliación lingüístico-pragmática para llegar a
ser realmente evidente. Por lo demás creo que la pragmática
del lenguaje puede aprender todavía algo de una reformula-
ción pragmática de los dos principios davidsonianos.
Davidson introdujo el principio de la autonomía del signi-
ficado para distinguir entre el significado de la oración y lo que
el hablante, dado su significado, puede hacer o proponerse con
su emisión (cfr. Davidson, 1986,169). El significado (literal) de
una oración emitida se puede interpretar mediante la especifi-
cación de sus condiciones de verdad (cfr. Davidson, 1986,
377); pero no hay ninguna conexión regulada lógica o con-
vencionalmente entre el significado de la emisión y lo que el
hablante puede hacer o proponerse con su emisión. A lo largo
del tiempo Davidson ha propuesto una serie de bellos ejem-
plos de esta tesis, que se asemejan de modo no totalmente ca-
sual a los ejemplos empleados por Derrida en su crítica a la
teoría de los actos de habla. De hecho, en Davidson se trata
ante todo de la tesis de que el sentido ilocucionario de las emi-
siones no puede ser determinado mediante reglas o conven-
ciones, del mismo modo que tampoco pueden darse conven-
ciones del uso del lenguaje claro, irónico o metafórico. En
Derrida, por su parte, corresponden a la tesis de que no puede
darse ninguna nómina completa de las condiciones contextúa-
les cuya presencia pudiera garantizar que un acto de habla sea
una aserción, una promesa o un consejo. A un actor que grita
al público «¡Fuego!», cuando realmente se ha prendido fuego,
de nada le sirve que indique «lo digo en serio», si el público
está convencido de que es una parte de la obra. Davidson se-
ñala secamente: «¡Si al menos tuviera el signo de aserción de
Frege!» El uso de verbos performativos no es ni una condición
necesaria ni suficiente para que una emisión sea proferida o en-
tendida como un acto ilocucionario correspondiente. El prin-
cipio de la autonomía del significado afirma entonces que para
este caso especial podemos detallar muy bien el significado (li-
teral) de la emisión de una oración performativa, esto es, me-
diante la especificación de las correspondientes condiciones de
verdad y, sin embargo, el sentido ilocucionario de la emisión
no está determinado por su significado.
Para llevar adelante su argumento Davidson tendría que
presentar, por supuesto, un análisis semántico-veritativo de las
oraciones performativas y, en analogía con ello, otro de los mo-
dos no-indicativos. Para no chocar con la intuición fundamen-
tal de Austin, según la cual las emisiones performativas no pue-
den ser denominadas verdaderas o falsas, Davidson ha
propuesto un análisis paratáctico de oraciones performativas
según el cual tales oraciones pueden ser divididas en dos ora-
ciones parciales, por ejemplo, «Te ordeño esto: te pondrás el
sombrero», siendo cada una de ellas accesible a un análisis se-
mántico-veritativo, sin que con esto se tenga que asignar un va-
lor de verdad a la compleja emisión integrada por las dos co-
rrespondientes emisiones parciales. Considero el análisis de
Davidson de las oraciones performativas o el de los modos no-
indicativos como artificial y poco convincente. Pero antes de vol-
ver a lo problemático en sí, quiero aclarar brevemente qué po-
dría considerarse como su ganancia prima facie\ esta (aparente)
ganancia consiste en que un concepto del significado y de la
comprensión lingüística definido muy agudamente, esto es,
desde la semántica veritatíva, retorna al centro de la filosofía del
lenguaje y, con esto, las filosofías del lenguaje surgidas tras los
pasos del último Wittgenstein y de Austin pueden aparecer, con
su notoria falta de precisión, como obsoletas de un golpe.
Como se ha indicado, considero esta ganancia sólo apa-
rente. Pero antes de volver al principio de la autonomía del sig-
nificado —y a las oraciones performativas—, quisiera decir
una par de palabras sobre el «principle of charity». Davidson
adoptó este principio en conexión con el problema de la «in-
terpretación radical» de Quine, pero lo reformuló desde el en-
foque semántico-veritativo y de una forma característica.
Como es sabido, según Davidson, el saber interpretativo de un
hablante en relación con otro hablante puede ser traducido
mediante una teoría de la verdad de Tarski, referida a ese ha-
blante y modificable en el proceso de comunicación en cierto
modo permanentemente empírico, una teoría de la que se de-
rivan las así llamadas oraciones-V, que asignan a las emisiones
del hablante que interpreta condiciones de verdad (en el len-
guaje del intérprete). Con esto ahora podemos obtener en ge-
neral como intérpretes una teoría interpretativa, que funcione,
de otro hablante —esto es, para comprender sus emisiones—;
tenemos que asignar, en general (por el momento) «a las ora-
ciones del hablante condiciones de verdad que (según nuestra
opinión) existen realmente si el hablante considera verdaderas
estas oraciones» (Davidson, 1986, 279 y sigs.). Según David-
son, se trata aquí de un principio hermenéutico cuasi-trascen-
dental, esto es, de una condición de posibilidad de la com-
prensión lingüística: «La caridad nos es impuesta: si queremos
entender a los otros, tenemos que darles la razón en la mayo-
ría de las cosas, nos guste o no» (ibid. 280).
Ahora, por supuesto, el «principie of charity» sólo puede,
pues, hacer las veces de un principio universal de interpreta-
ción si se refiere a todos los modos posibles de validez. Pero
esto significa que uno entiende el concepto de verdad en un
sentido amplio. Esto es, que lo empleamos en cualquier parte
en donde se trate de validez intersubjetiva o de fundamenta-
ciones posibles. «No deberías haber hecho eso», «la represen-
tación fue grandiosa», «de ti saldrá todavía un buen actor»,
«este pasaje debe ser interpretado más lentamente», pero tam-
bién «me he aburrido terriblemente» o «tengo dolor de mue-
las», etc., serían, conforme a esta concepción, oraciones sus-
ceptibles de verdad, sus emisiones posibles afirmaciones. Mis
objeciones contra Davidson no se dirigen contra esta amplia-
ción del concepto de verdad o del afirmar; más bien creo que
con dicha ampliación la pragmática del lenguaje tendría sólo
algo que ganar. Aquí no argumentaré en favor de esta tesis. De-
seo señalar, más bien, por qué un ensanchamiento del «princi-
pie of charity» también importuna cuando uno se refiere al
concepto de verdad o a pretensiones de validez intersubjetivas
de todas clases.

II

En primer lugar quiero defender sin ambages, contra Da-


vidson, el empleo lingüístico-filosófico de un concepto de sig-
nificado propio de la teoría de la verdad todavía no «pulido».
El planteamiento davidsoniano de la teoría de la verdad es,
ciertamente no en último lugar, la expresión de su insatisfac-
ción con el conceptohabitualde verdad, que, como argumentó
ya tempranamente, no puede erigirse sobre el concepto central
de una teoría de la verdad, algo que tiene que ser atribuido,
más bien, al nítido concepto de condiciones de verdad. Esta
tesis está vinculada en Davidson: a) a una fuerte exigencia de
lo que tendría que aportar una teoría del significado (o de la
interpretación), en especial, en referencia a la recursividad de
dicha teoría; y b) a un fuerte prejuicio en favor de una estruc-
tura extensional del lenguaje natural y, análogamente, de una
adecuada teoría de la interpretación. No comparto ambos pre-
juicios de Davidson, aunque en este lugar no pueda funda-
mentar mi crítica a esos prejuicios. Por lo demás, encuentro ya
por eso cuestionable la estrategia davidsoniana, ya que sugiere
que el problema de la comprensión se reduce a un problema
de traducción, esto es, la posibilidad de encontrar para cada
oración de una lengua extranjera que se pretende comprender
un equivalente semántico en la propia lengua (ya «lista»).
Unido a esto está la tendencia de Davidson a trazar una fron-
tera teóricamente nítida entre el problema de aprender una len-
gua y el de la comunicación lingüística. En realidad, así lo man-
tendría yo, no se puede trazar una frontera nítida
—suponiendo que alguien haya aprendido un primer len-
guaje— entre tales casos de aprendizaje de lenguas, donde la
traducción todavía no es posible (porque aprender la lengua
del otro, ligado a menudo con procesos prácticos de aprendi-
zaje, me abre sólo el acceso a su mundo o a una cosa y por eso
la traducción sólo se hace posible por vía de un cambio o en-
sanchamiento de mi lengua) y aquellos casos en donde aprendo
la lengua del otro aprendiendo a traducirla a mi lengua (el
único caso que considera Davidson). Sin embargo, no me de-
dicaré a continuación a este aspecto del problema de la com-

{jrensión, sino sólo consideraré los casos que corresponden a


a «suposición de traducibilidad» de Davidson.
En tales casos decimos habitualmente que la oración in-
glesa «It is raining» significa «está lloviendo», o «I shall come
tomorrow» significa «vendré mañana», o «I promise...» signi-
fica «(te) prometo...» o, finalmente, «I promise to come tomo-
rrow» significa «(te) prometo que vendré mañana». Análoga-
mente podemos proceder de acuerdo con la regla en las
expresiones como «y», «porque», «todos», «hay», etc., de tal
modo que podemos indicar para oraciones extranjeras lógica-
mente complejas oraciones españolas con igual significado.
Hasta un cierto grado podremos indicar para oraciones lógi-
camente complejas (en la lengua propia o en la extranjera) con-
diciones de verdad en el sentido de un análisis extensional.
Pero no es necesario que nos ocupemos en este lugar, en ge-
neral, de la pregunta de hasta qué punto esto es posible y ra-
zonable. Por el contrario, es plausible suponer que una oración
inglesa, cuyo significado podemos precisar, tiene que ocupar
un «lugar» semántico en la lengua inglesa, que hasta cierto
grado es análogo al de la correspondiente oración española.
Esto es, hay que suponer que la oración inglesa tiene que es-
tar en similares contextos de remisión y fundamentación que
la oración española: la oración inglesa no puede significar lo
mismo que una oración española y ser diferente que en la ora-
ción española a pesar de todo lo demás en el «entorno» de esta
oración (razones, evidencias, implicaciones, etc.). Esto signi-
fica sencillamente que el saber interpretativo de una lengua ex-
tranjera (que se formula con la ayuda de una relación de sig-
nificado) se pulirá o se transformará según las mismas
condiciones holísticas que la teoría de la verdad de un intér-
prete davidsoniano. No deberemos exigir, ciertamente, que
este saber interpretativo tenga la forma de una teoría recursiva
en el sentido de una teoría de Tarski; no tiene que tener en ab-
soluto la forma de una teoría en cualquier sentido pregnante
de la palabra, si muestra tanta recursividad como puede ser
presupuesta por el saber lingüístico del intérprete.
En muchos casos, sin embargo, las cosas funcionarían de
modo similar al que señala Davidson; un intérprete podría caer
en la cuenta de que «it is raining» significa «está lloviendo»
porque los hablantes ingleses precisamente consideran verda"-
dera la oración si (en su entorno) llueve. De la igualdad de las
condiciones de verdad puede inferirse en tales casos la igual-
dad de los significados. Y es claro que la oración inglesa «it is
raining» sólo puede significar que está lloviendo si concuerdan
las condiciones de verdad de ambas oraciones. Ciertamente
quiero señalar aquí que ése puede no ser siempre el caso: yo
podría, por ejemplo, descubrir que la oración inglesa «You
have done the right thing» significa «has hecho lo correcto»
sin que entre el hablante inglés y el español exista concordan-
cia acerca de los respectivos criterios relevantes de corrección.
Ambos mantendrán en tales circunstancias como verdadera
(aquí significa: como correcta) una emisión análoga en cir-
cunstancias diferentes.
¿Qué sucede en el caso de las oraciones performativas? Si
yo como intérprete de un hablante inglés ya sé que «I pro-
mise...» significa «(te) prometo...» y además tengo el saber adi-
cional lingüístico (elemental), también sé que «I promise to
come tomorrow» significa «(te) prometo que vendré mañana»;
por eso también sé que el hablante inglés cuando dice «I pro-
mise to come tomorrow» en condiciones apropiadas promete
al destinatario venir el próximo día. ¿Qué significa aquí «en
condiciones apropiadas»? Davidson diría: cuando las condi-
ciones de verdad de la parte performativa de la emisión están
satisfechas —pero esto significa, si se es exacto, que el hablante
hace realmente lo que dice, esto es, el significado literal del
verbo performativo correspondiente—, lo que el hablante hace
expresa el núcleo indicativo de la emisión con la fuerza ilocu-
cionaria de una promesa. La respuesta davidsoniana a la pre-
gunta planteada anteriormente es, por consiguiente, que el ha-
blante inglés con su emisión «I promise to come tomorrow»
prometerá exactamente, pues, venir el próximo día, si su emi-
sión es realmente una promesa de venir el próximo día. Dado
que esta respuesta es completamente vacía, tendríamos que
desplazar en cierta manera la pregunta: ¿Cómo podría descu-
brir un intérprete pertrechado con el «principie of charity»
que la oración, (aparentemente) considerada verdadera por el
hablante, «I promise that: I shall come tomorrow» es una pro-
mesa (y no un anuncio, una amenaza, la expresión de una in-
tención o cualquier otra cosa)? El procedimiento de la trian-
gulación, puesto de relieve recientemente por Davidson, no
funciona aquí porque el estado de cosas en cuestión no es un
estado de cosas averiguable de igual manera para el hablante y
para el intérprete mediante la percepción en el mundo común
(objetivo), sino un estado de cosas que —si existe— se oca-
siona antes que nada intencionalmente por el hablante a través
de su emisión. El intérprete tiene que descubrir por otra vía si
eso que el hablante expresa es una promesa (u otra cosa).
Y, naturalmente, se puede imaginar fácilmente como podría ser
algo así en el caso de una lengua interpretada sólo deficiente-
mente. El intérprete sólo tendría que poseer una comprensión
bastante suficiente de la situación de la emisión y del corres-
pondiente contexto de acción para comprobar, por ejemplo,
qué sucede si el hablante no hace a continuación lo que anun-
cia en el núcleo indicativo de su emisión (por ejemplo, sancio-
nes negativas por parte del destinatario), etc. El intérprete em-
pleará, pues, su comprensión de la situación de la emisión y
del correspondiente contexto de acción para llegar a una in-
terpretación adecuada de la emisión «considerada verdadera»
por el hablante, que significa aquí sencillamente pensada se-
riamente.
En dicho caso de «interpretación radical» el intérprete
pone en juego al mismo tiempo, junto a y en su comprensión
de la situación de la emisión y del contexto de acción, su sa-
ber semántico respecto a la propia lengua, un saber semántico
que le capacita, por ejemplo, a prometer «en situaciones apro-
piadas», a entender a otros hablantes de su lengua, y, al mismo
tiempo, a reconocer cuando las emisiones de hablantes de su
lengua pueden ser pensadas como promesas serias. El caso de
la interpretación radical es análogo al de la comunicación ha-
bitual en que en ambos casos el intérprete tiene que poner en
juego su comprensión de la situación y, al mismo tiempo, su
competencia como hablante de su propia lengua. Ambos casos
se diferencian en que en el primer caso se busca el significado
(literal) de las oraciones empleadas y en el segundo, por el con-
trario, se presupone por regla general como conocido y común.
Y si se trata del uso de las oraciones performativas (o, dicho
de modo más general, de la comprensión del sentido ilocucio-
nario de las emisiones), se sustituye la capacidad,del intérprete
davidsoniano de comprobar hechos, en un mundo objetivo co-
mún, mediante observaciones por la compleja y abarcadora ca-
pacidad de los intérpretes habituales para asumir situaciones
en sus estructuras y hechos complejos de carácter normativo,
social y natural. Pues sólo en virtud de dicha comprensión de
la situación un intérprete puede decidir cada vez cómo podría
ser pensada una emisión. Así, no entenderemos la emisión de
la oración «te prometo apresar un unicornio» o «a partir de
mañana todo será diferente» por regla general como una pro-
mesa seria, aunque hay situaciones pensables en las cuales po-
drían ser pensadas así.
Mediante nuestras reflexiones, el «principie of charity» se
ha transformado bajo mano en un principio hermenéutico de
racionalidad, que obliga al intérprete a presuponer en el ha-
blante un núcleo de adecuación a la situación de sus expresio-
nes, no sólo la referencia de los términos singulares y —en los
casos de expresiones polisémicas— el significado pretendido
en cada caso de sus expresiones, sino también en lo que con-
cierne al sentido ilocucíonario o al quid irónico o metafórico
de sus emisiones (y, naturalmente, estas dimensiones de la ade-
cuación de la situación no son independientes unas de otras).
Con esto la «presuposición de verdad» del intérprete davidso-
niano se convierte en un caso especial, esto es, en la presupo-
sición de que el hablante es capaz de usar su propia lengua
competentemente en referencia a los hechos empíricos sim-
)les. Nada diferente indica cómo se puede aclarar fácilmente
Ía tesis de Davidson de que grosso modo tenemos que «asignar
a las oraciones de un hablante condiciones de verdad que (se-
gún nuestra propia opinión) existen exactamente si el hablante
considera verdadera dicha oración». No tiene ningún sentido
la suposición de que la oración de una lengua extranjera sig-
nifica «está lloviendo» sin que los hablantes de esta lengua fue-
ran capaces de comprobar, en un caso normal, su adecuación
a la verdad, esto es, si está lloviendo o no. También aquí sirve
mutatis mutandis la frase de Wittgenstein: «A la comprensión
)or medio del lenguaje pertenece no sólo una concordancia en
{as definiciones, sino también (por extraño que esto pueda so-
nar) una concordancia en los juicios» (PhU, § 242).
Retornemos por un momento al principio davidsoniano de
la autonomía del significado. Conforme a las anteriores refle-
xiones, podríamos reformularlo, por ejemplo, del siguiente
modo: aunque el significado literal de las oraciones abre un es-
pacio de juego de posibles usos, ese significado no determina,
tomado en sí mismo, el sentido de las emisiones concretas. La
emisión «te prometo apresar el unicornio» podría ser la emi-
sión de una oración lingüística ejemplar del comienzo de una
poesía, una emisión irónica, una promesa formulada metafóri-
camente, o también, sólo si se determina la referencia de la ex-
presión «el unicornio», una promesa formulada seria y literal-
mente. Pero todas estas posibilidades de uso presuponen el
significado (literal) de la palabra «prometer» que se pretenden
en todas estas emisiones y que podemos aclarar explicando qué
significa prometer. Lo que aquí aclaramos es el saber semán-
tico de los hablantes que han aprendido a usar la palabra «pro-
meter», esto es, entre otras cosas a dar promesas en situacio-
nes apropiadas. El saber semántico de los hablantes es un saber
universal y en sí mismo concebido holísticamente, que también
entra en juego en su comprensión de las situaciones de las emi-
siones y contextos de acción y, por eso, les capacita simultá-
neamente, en cuanto intérpretes, para descubrir con más o me-
nos seguridad en las situaciones concretas cómo una emisión
puede ser pensada con sentido. (Y, naturalmente, no debería-
mos dejar fuera de consideración el hecho de que aún existe la
posibilidad de la pregunta directa acerca de cómo es pensado
algo. Aunque hay que dar la razón a Davidson en que esta po-
sibilidad no nos lleva a ningún lugar más allá de la interpreta-
ción, es importante, al menos, el hecho de que el mismo com-
prender correcta o falsamente puede convertirse en un objeto
de la comunicación y no sólo pertenece a su ejecución. Y a me-
nudo las preguntas directas conducen ciertamente a la aclara-
ción de los problemas de comprensión.)
Resumiendo de modo provisional: mis reflexiones anterio-
res no ponen de ningún modo en cuestión el principio de la
autonomía del significado. Pero querría asignar el significado
literal a las oraciones (o expresiones lingüísticas) y no a las emi-
siones. Si ahora se entiende de modo suficientemente liberal la
idea de una semántica de las condiciones de verdad (y esto sig-
nifica ante todo que no se presupone una estructura extensio-
nal del lenguaje natural), se puede equiparar sin duda en mu-
chos casos el conocimiento del significado de oraciones de
lenguas extranjeras con la capacidad de asignar a las corres-
pondientes emisiones condiciones de verdaaen la propia len-
gua. Pero esto no vale de modo general. No vale, por ejemplo,
en el caso de oraciones normativas como «you have done the
right thing», cuando los criterios para enjuiciar no son los mis-
mos para el hablante y el intérprete. Y no vale en el caso de
oraciones performativas porque aquí la asignación de condi-
ciones de verdad a las emisiones será, en el mejor de los casos,
tautológica y, en el peor de los casos, falsa. Aunque apenas na-
die discute que «I promise to come tomorrow» significa (lite-
ralmente) «(te) prometo que vendré mañana» y que la oración
inglesa y la española son usadas, pues, con su correspondiente
significado literal cuando un hablante usa una de ellas para
prometer a un destinatario venir el próximo día. Cuando esto
sucede en una situación concreta también es cierto que el ha-
blante promete al destinatario venir el próximo día. Pero
nosotros sólo podemos afirmar eso, no lo que el hablante
afirma cuando dice «te prometo...»: lo que él hace diciendo eso
es, más bien, dar una promesa.
He intentado mostrar que aquí se trata de algo más que de
una sutileza terminológica. Mi argumento era que en el caso
de emisiones performativas el «principie of charity» —y por
eso también el saber semántico del intérprete— entra en juego
de otro modo que en el caso de sencillas constataciones empí-
ricas. Dicho más exactamente: en el ejemplo de las emisiones
performativas he intentado mostrar que el «principie of cha-
rity» debería ser entendido generalmente no en el sentido de
una presuposición global de verdad, sino en el sentido de una
presuposición de racionalidad o de competencia. En lo que
concierne a la comunicación habitual así sirve el «principie of
charity», unlversalizado pragmáticamente, para mediar entre el
saber semántico universal de un hablante y su comprensión de
la emisión concreta. De modo diferente que Davidson tomo
aquí como paradigmático el caso de la comunicación en un len-
guaje común. Ciertamente hay que dar la razón a Davidson en
que los elementos comunes del lenguaje tienen que ser siem-
pre producidos de nuevo. Pero yo describiría este producir de
un lenguaje común de otro modo que Davidson: no (sólo)
como mejoras del mutuo saber sobre la lengua del otro, sino
como transformación del lenguaje en el caso simétrico de am-
bos hablantes. Una transformación del lenguaje que podría es-
tar acompañada de complejos procesos de aprendizaje que
transforman la comprensión que el hablante tiene de las cosas
o de sí mismo y que no se puede describir adecuadamente
como mejoras de una teoría de la interpretación.

III
Las reflexiones anteriores permiten aclarar, según creo, una
cierta ambigüedad de la tesis fundamental de Habermas sobre
la teoría pragmática del significado, a saber: «entendemos un
acto de habla cuando sabemos qué lo hace aceptable»1. Pode-
mos distinguir entre dos significados diferentes de esta tesis
fundamental de Habermas. Por un lado, la tesis habermasiana
es un correlato de la tesis aparentemente intencionalista de que
entendemos un acto de halbla cuando sabemos qué quiere de-
cir (qué piensa) un hablante. Así entendida, la tesis de Haber-
mas dice que sólo podemos captar qué piensa (quiere decir)
un hablante con su emisión en la medida en que podemos re-
conocer, en virtud de nuestro saber semántico y nuestra com-
prensión de la situación, cómo podría pensar la emisión con
pleno sentido. El espacio de juego del pensar posible está tra-

1 (Habermas, TKH, I, 400; TAC, I, 382). Ciertamente ésta es la afirma-

ción central del análisis pragmático-formal de las presuposiciones inevitables


de la acción orientada al entendimiento llevado a cabo por Habermas. La te-
sis habermasiana remarcaría entonces la interna conexión existente entre sig-
nificado v validez intersubjetiva. Hay que tener en cuenta, con todo, que el
sentido de esta tesis se completa con una afirmación posterior del autor: «En-
tendemos un acto de habla si conocemos el tipo de razones que un hablante
podría aducir para convencer a un oyente de que en las circunstancias da-
das está justificado pretender validez para tal emisión» (Habermas, ND, 128;
PPM, 130) [N. del T.].
zado por el lenguaje y por las circunstancias de la emisión.
Incluso aunque el hablante quisiera proponerse todo lo posi-
ble, no puede —en cuanto hablante de una lengua y en las
circunstancias dadas de su emisión— pensar cualquier cosa.
«Entendemos un acto de habla cuando sabemos qué lo hace
aceptable» significa entonces aquí que sólo podemos entender
emisiones en cuanto que sean emisiones de un hablante com-
petente plenas de sentido (adecuadas a la situación, no necesa-
riamente verdaderas) en una situación concreta. Entendemos la
emisión como aceptable, esto es, como un acto lleno de sentido
en un juego de lenguaje, aunque quizá falso en algún aspecto.
Por otro lado, la fórmula de Habermas dice que el saber se-
mántico de un hablante competente es, esencialmente, un sa-
ber sobre un potencial de razones (o también de posibles prue-
bas), que está internamente relacionado con el significado de
las oraciones o con su empleo en las emisiones. Visto así, en-
tendemos una emisión cuando entendemos algo del juego de
fundamentación que pertenece a esta emisión, esto es, cuando
sabemos qué razones (o también qué clase de razones) tendría
que poder argüir para desempeñar la pretensión de validez en-
tablada por él. Con otras palabras, entendemos un acto de ha-
bla cuando sabemos qué lo haría aceptable.
Pero ahora parece claro que los dos significados de la fór-
mula habermasiana —el indicativo y el conjuntivo— tienen que
ser pensados a un mismo tiempo; entendemos emisiones sólo
en la medida en que entendemos parcialmente lo que las hace
aceptables, pero a menudo sólo hasta el punto en que una parte
queda sin entender y de la que únicamente sabemos que es lo
que haría aceptable a la emisión (y exactamente en razón de este
saber podemos comprender la emisión —en este respecto—
también en cuanto falsa). En el primer caso entra en juego nues-
tro saber semántico junto con nuestra comprensión de la situa-
ción; en el caso segundo, las razones que faltan todavía podían
ser independientes de nuestra comprensión de la situación (por
ejemplo, cuando se trata de hipótesis científicas).
¿Por qué es importante diferenciar los dos citados aspec-
tos del significado de la tesis de Habermas? Pienso que por-
que únicamente entendemos un acto de habla cuando no sólo
captamos correctamente la intención comunicativa del ha-
blante, sino también cuando conocemos algo de su juego de
fundamentación en el que, llegado el caso, podría decidirse so-
bre una pretensión de validez controvertida. Lo que hay que
entender es que ambos aspectos son diferentes y que al mismo
tiempo guardan entre sí una relación muy estrecha. De
acuerdo a la situación de una emisión, los hablantes pueden
pensar con la misma emisión algo totalmente diferente (no sólo
en lo que concierne al contenido proposicional, sino también
en lo que afecta a su sentido ilocucionario). Pero este «pensar»
no es cualquier cosa; para entender qué piensa (quiere decir)
un hablante tengo que saber qué podría pensar con pleno sen-
tido; y este saber es él mismo ya una manifestación de mi sa-
ber sobre la conexión entre significados y fundamentaciones.
Mi saber sobre la conexión entre significados y fundamenta-
ciones no sólo se expresa, por consiguiente, en la apreciación
de lo que he entendido como la pretensión de validez de un
hablante, sino ya en la propia decisión sobre lo que él pudiera
haber pensado, esto es, en mi interpretación (mi comprensión)
de las emisiones, así como en la toma de postura ante ellas. Ha-
bermas ha llamado continuamente la atención sobre el hecho
de que las emisiones lingüísticas se apoyan esencialmente en
las diferentes tomas de postura {]a/Nein-Stellungnahmen) de
un hablante ante las pretensiones de validez entabladas con
ellas. La racionalidad comunicativa no se expresa en último lu-
gar en las diferentes tomas de postura de un oyente ante las
pretensiones de validez entabladas por un hablante. Mediante
esta relación entre las pretensiones de validez y las diferentes
tomas de postura (fundamentadas) se establece también la po-
sibilidad de una aclaración discursiva de las pretensiones de
validez polémicas, esto es, el tránsito de la comunicación lin-
güística al discurso. A la posibilidad de una revisión discursiva
de las pretensiones de validez se refiere el segundo aspecto de
la tesis fundamental de Habermas acerca de la teoría del sig-
nificado. En cambio, Davidson, a semejanza por cierto de Ga-
damer, ha llamado continuamente la atención sobre el hecho
de que sólo podemos entender un hablante cuando le damos
la razón en cierto grado. Esto es lo que el «principle of cha-
rity» dice, y esto es también a lo que se refiere, según pienso,
el primer aspecto del significado de la tesis habermasiana
acerca de la teoría del significado. Davidson no ha otorgado
propiamente ninguna atención al segundo aspecto en el que se
trata de la posibilidad de (fundamentadas) tomas de postura
afirmativas o negativas ante las emisiones y de la posibilidad
de una aclaración discursiva de las pretensiones de validez po-
lémicas. Su teoría interpretativa de la comunicación lingüística
no es una teoría de la comprensión lingüística; y esto está rela-
cionado naturalmente con el intento davidsoniano de adquirir,
desde el enfoque semántico-veritativo, una parte de la prag-
mática lingüística y considerar el resto como inútil para la teo-
ría del significado o, si acaso, darle un lugar en la teoría de la
acción. En Habermas, en cambio, queda totalmente poster-
gado el aspecto de la interpretación de la comprensión lingüís-
tica, esto es, aquel aspecto que aquí he asignado un «principie
of charity» ampliado pragmáticamente. Me parece que ésta es
también la razón por la que en Habermas (y Apel) aparece y
desaparece continuamente una cuarta pretensión de validez, a
saber: la pretensión a expresarse comprensiblemente (inter-
subjetivamente). Aquí no se trata de una pretensión de validez,
sino de algo que se logra o no se logra. Y que esto a menudo
se logre depende, claro está, de las prestaciones de un intér-
prete lingüístico, al que me he referido aquí en relación a Da-
vidson. Hemos visto, sin embargo, que la tesis fundamental ha-
bermasiana acerca de la teoría del significado también puede
interpretarse en este sentido. Y en otro lugar Habermas na for-
mulado explícita y categóricamente un principio interpretativo
análogo, a saber: «Sólo en la medida en que el intérprete pe-
netre en las razones que hacen aparecer las emisiones del au-
tor como racionales, entiende qué es lo que éste pudo haber
pensado» (TKH, I, 190). Esto es el «principie of charity» re-
formulado lingüístico-pragmáticamente. Lo que cabría apren-
der quizá de Davidson es, me parece, que dicho principio per-
tenece también al núcleo constitutivo de una teoría pragmática
del significado.

BIBLIOGRAFÍA

— DAVIDSON, Donald, Wahrbeit und Interpretation, Fráncfort del


Meno, Suhrkamp, 1986.
— HABERMAS, Türgen, Theorie des Kommunikativen Handelns, tomo I,
Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1981.
— WLTTGENSTEIN, Ludwig, Philosophische Untersuchungen, en
Werke, tomo I, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1960.
Verdad, saber y realidad
CRISTINA LAFONT

Para evitar toda falsa impresión debida al carácter general


de un título semejante quisiera indicar que, a continuación, sólo
voy a referirme a las diversas formas de conectar estos tres con-
ceptos que pueden encontrarse en la discusión filosófica actual
sobre la verdad. Evidentemente, no todas las explicaciones del
concepto de verdad hacen referencia a los otros dos conceptos,
pero debido a la conexión interna que, en mi opinión, existe
entre ellos, puede mostrarse —y esto es lo que voy a intentar a
continuación— que los diversos intentos de dar cuenta a alguno
de dichos conceptos, o bien sin recurrir a los otros o bien re-
duciéndolos entre sí, llevan inevitablemente a aporías. Los dos
extremos en que se mueven tales intentos pueden caracterizarse
como, por una parte, la posición realista extrema en la que se
considera la verdad como un concepto radicalmente no episté-
mico (es decir, en la que se conectan directamente los concep-
tos de «verdad» y «realidad» prescindiendo del concepto de
«saber») y la posición epistémica extrema en la que se inter-
preta la verdad como un concepto meramente epistémico (es
decir, en la que se conectan los conceptos de «verdad» y «sa-
ber» prescindiendo del concepto de «realidad»).
Ambas posiciones parecen apoyarse en intuiciones clara-
mente relacionadas con el concepto de verdad; parece difícil
defender, frente a la perspectiva realista, que la verdad de-
pende de algo distinto que de lo que es el caso; por otro lado,
frente a la perspectiva epistémica, parece igualmente difícil
cuestionar que «verdadero» es un predicado internamente re-
lacionado con nuestro saber; y, sin embargo, lo encontrado de
estas posiciones parece excluir la posibilidad de dar cuenta de
ambas intuiciones conjuntamente.
Desde las posiciones epistémicas suele argumentarse frente
a los realistas que éstos o Lien se han de limitar a afirmar que
el sentido del concepto de verdad es capturado completamente
por la equivalencia formulada por Tarski (la «convención T» o
equivalencia del tipo «la oración "la nieve es blanca" es ver-
dadera si, y sólo si, la nieve es blanca»), quitando con ello toda
relevancia filosófica a dicho concepto —es decir, reconociendo
exclusivamente el uso «desentrecomillador» del mismo y abo-
gando por una posición consiguientemente deflacionalista1—
o bien, si intentan situar dicho concepto en el ámbito de nues-
tras creencias, han de optar entre conformarse con una inter-
pretación relativista de dicha teoría, que considere la cuestión
de la verdad meramente como interna a cada lenguaje o teoría
dada (al reducir el significado del predicado «verdadero» o
«verdadero-en-L»)2, renunciando con ello precisamente a la
intuición realista, o dar una interpretación metafísica a la teo-
ría de Tarski postulando una correspondencia entre lenguaje y
realidad3 que, además de inexplicable, sólo puede afirmarse
desde la perspectiva del «ojo de Dios» —por utilizar una ex-
presión de Putnam—. El realista tendría, pues, que optar en-
tre renunciar a explicar la conexión entre «verdad» y «saber»,
en consonancia con su posición radicalmente no epistémica, o,
si intenta explicar dicha conexión recurriendo al realismo, ape-
lar a una realidad garantizadora de la misma que ha de trope-
zar con la dificultad a la que ya apuntara Wittgenstein y que
precisamente en la equivalencia de Tarski, se pone de mani-

1 Al respecto véase St. Leeds, «Theories of Reference and Truth», en Er-

kenntnis 13, 1978, págs. 111-130; P. Horwich, «Three Forms of Realism»,


en Synthese 51, 1982, págs. 181-201; M. Willams «Do We (Epistemologists)
Need a Theory of Truth?», en Philosophical Topics 14, 1986, págs. 223-242.
2 Al respecto véase W.v.O. Quine, World and Object, Cambridge 1960;

también, Ontological Relativity and other Essays, Nueva York, 1969.


3 Al respecto véase el propio Tarski, «The Establishment of Scientific

Semantics», en Logic, Semantics, Metamathematics, Nueva York, 1956; M.


Devitt, Realism and Truth, Oxford, 1984; una versión fisicalista es defendida
por H. Field en su artículo «Tarski's Theory of Truth», en The Journal of
Philosophy 64/13, 1972, págs. 347-375.
fiesto: «el límite del lenguaje se muestra en la imposibilidad de
describir el hecho que corresponde a una oración (...) sin re-
petir la misma oración»4. Precisamente porque no es posible
acceder a los hechos con independencia ael lenguaje en el que
los describimos, desde un punto de vista epistémico no pode-
mos tener otra noción de «realidad» (o de «lo que es el caso»)
ue la que equivale a nuestro «saber»; la conexión entre «ver-
ad» y «saber» explica el concepto de «realidad» y no a la in-
versa.
Ahora bien, los defensores de tal posición, por su parte, pa-
recen tener dos opciones igualmente insatisfactorias; o bien, en
consecuencia con su perspectiva radicalmente epistémica, re-
nuncian al concepto de «realidad» reduciéndolo al de «saber»,
cayendo con ello en el relativismo de declarar cualquier can-
didato a «saber» (o creencia justificada) como verdadero, es
decir, aceptando tantas «realidades» como conjuntos de «sa-
beres»5, o, si insisten en explicar el concepto de «realidad» a
partir de la conexión entre «saber» y «verdad», tienen que re-
currir a un concepto enfático de «saber» tan sospechosamente
metafísico como antifalibilista6: el supuesto de un único saber

4 L. Wittgenstein, «Vermischte Bemerkungen», en Über Gewißheit,


Werkausgabe, vol. 8, Fráncfort, Suhrkamp, 1984, pág. 463.
5 Desde una posición epistémica radical como la de R. Rorty se argu-

menta siempre contra los defensores de una concepción de la verdad como


«aceptabilidad racional en condiciones ideales» que éstos no son suficiente-
mente consecuentes con su propia posición por no eliminar completamente
de sus teorías la referencia a la «realidad» o el supuesto de un «mundo ob-
jetivo compartido», pues dicho supuesto —en opinión de este autor— no
puede ser más que «un residuo de la teoría de la correspondencia», es de-
cir, «sólo tendría sentido si eso que es verdadero estuviera determinado de
algún modo por semejante mundo», en «Sind Aussagen universelle Gel-
tungsansprücne?», págs. 10-11, Manuscrito.
° El antifalibilismo implícito en la concepción epistémica de la verdad
como «aceptabilidad racional en condiciones ideales» es señalado por el pro-
pio Putnam cuando en «Realism and Reason», en Meaning and the Moral
Sciences, Londres, 1978, págs. 123-140, indica: «The supposition that even an
"ideal" theory might really De false appears to collapse into unintelligibility»
(pág. 126). Una exposición más detallada de esta concepción de la verdad
puede encontrarse en H. Putnam, Reason, Truth and History, Cambridge,
MA, 1981, págs. 54 y sigs.; J. Habermas, «Wahrheitstheorien», en Vorstudien
und Ergänzungen zur Theorie des kommunikativen Handelns, Fráncfort, Suhr-
kamp, 1984, págs. 127-186; K. O. Apel, «Fallibilismus, Konsentheorie der
Wahrheit und Letzbegründung», en Forum für Philisophie (ed.), Philosophie
und Begründung, Fráncfort, Suhrkamp, 1986, págs. 116-211.
verdadero (o la idealización peirceana de una «ultímate opi-
nion») —que, en puanto tal, no puede ser concebido a su vez
como falible— queda tan alejado de un posible acceso para
nuestras creencias como pueda estarlo la «realidad en sí» de
los defensores de la teoría de la correspondencia; como señala
Davidson críticamente frente a la concepción epistémica de la
verdad como «aceptabilidad racional en condiciones ideales»:
Uno sospecha que si las condiciones bajo las cuales alguien
está idealmente justificado en afirmar algo, fueran especificadas
en detalle, sería claro que o bien estas condiciones permiten la
posibilidad de error o son tan ideales que no permiten uso al-
guno de la pretendida conexión con las habilidades humanas7.

Parece pues, que los defensores de una perspectiva episté-


mica no están en mejor posición que los realistas ante el dilema
que Wellmer, acertadamente, ha caracterizado como la «anti-
nomia de la verdad»8; o bien se intenta defender el sentido ab-
soluto (o normativo) de dicho concepto, recurriendo para ello
a tesis metafísicas, o bien se critica dicho absolutismo por su
carácter metafísico pero se incurre, para ello, en un relativismo
inconsistente.
Son, sin duda, este tipo de dificultades las que han llevado a
algunos autores, como Davidson9, a considerar que el concepto
de verdad efectivamente es capturado por la equivalencia for-
mulada por Tarski —la «convención T»— pero no en el sentido
de que su uso sea meramente «desentrecomillador» sino en la
medida en que, en esa fórmula, se expresa un sentido previo de
la verdad que es el que todo hablante comprende intuitivamente
—a saber: qüe un enunciado es verdadero si expresa lo que es el
caso10— y cuya claridad no puede aumentarse por intento al-

7 D. Davidson, «The Structure and Content of Truth», en The Journal

of Philosophy 87/6, 1990, pág. 307. Una exposición más detallada de la


misma argumentación puede encontrarse en C. Wright, Truth and Objecti-
vity, Cambridge, MA, 1992, pág. 37 y sigs., especialmente pág. 45.
8 A. Wellmer, «Wahrheit, Kontingenz, Moderne», en Die unversöhnli-
che Moderne, Fráncfort, Suhrkamp, 1993, pág. 158.
9 Véase nota 7.
10 Al respecto señala Davidson en su artículo «A Coherence Theory of

Truth and Knowledge», en E. LePore (ed.), Truth and Interpretation. Pers-


pectives on the Philosophy ofD. Davidson, Oxford, 1987: «What Convention
T (...) reveal is that the truth of an utterance depends on just two things:
what the words as spoken mean, and how the world is arranged» (pág. 309).
guno de reducir ese concepto central a cualesquiera otros. El
concepto de verdad ha de ser considerado como primitivo (o in-
definible). Teniendo esto en cuenta, el dilema parece plantearse,
de nuevo, entre aferrarse al sentido realista de dicho concepto,
pero al precio de no poder dar cuenta filosófica del mismo (es
decir, aferrarse a su indefinibilidad, rehuyendo afirmaciones me-
tafísicas) o indagar en la línea epistémica la conexión del mismo
con nuestras prácticas de justificación de las creencias, pero re-
nunciando a dar cuenta de su sentido realista —y al precio de re-
currir a un saber justificado que para preservar la validez abso-
luta de la verdad ha de ser concebido como infalible—.
Así planteadas las cosas, lo más razonable, si se persiste
en el intento de abordar una explicación filosófica del con-
cepto de verdad, sería probablemente buscar una tercera vía
que intentara dar cuenta de las diversas intuiciones que en
cada una de estas perspectivas se quiere hacer valer, y con ra-
zón, pero evitando la mala alternativa entre la trivialidad y el
antifalibilismo. A continuación voy a intentar esbozar una lí-
nea argumentativa, mediante la cual quizá podría articularse
esa tercera vía para salir de tales dilemas. El intento podría
describirse del siguiente modo: el sentido eminentemente rea-
lista de nuestro concepto intuitivo de verdad es capturado
efectivamente en la equivalencia formulada por Tarski, pre-
cisamente porque en ella se expresa la indisoluble conexión
entre «verdad» y «realidad»: el enunciado p es verdadero si,
y sólo si, es el caso que p\ pero esta explicitación meramente
semántica del sentido del concepto de verdad resulta trivial.
Ahora bien, dicha trivialidad, en cuanto tal, probablemente
tiene menos que ver con la cuestionabilidad del contenido ex-
presado —difícilmente negable— que con la perspectiva
adoptada para dar cuenta del mismo; o, dicho de otro modo,
pudiera ser que desde la perspectiva epistémica que adoptan
aquellos que quieren dar una explicación filosóficamente re-
levante del concepto de verdad, es decir, que conecte a éste
con nuestro «saber», dicha explicación del sentido realista de
la misma, lejos de resultar trivial, se convirtiera precisamente
en la clave para resolver los dilemas que se plantean al in-
tentar reducir el concepto de verdad a un concepto mera-
mente epistémico. El requisito sería, pues, adoptar una pers-
pectiva epistémica que permita explicar la conexión entre
«verdad» y «saber», pero desde la cual, sin embargo, también
sea posible dar cuenta del concepto de «realidad» sin recu-
rrir a supuestos metafísicos—es decir, sin caer en el realismo
epistémico de postular una realidad «en sí» a la manera de la
teoría de la correspondencia—.
Una perspectiva de estas características puede encontrarse,
en mi opinión, en la pragmática formal articulada por Haber-
mas en su teoría de la racionalidad comunicativa. Pues en la re-
construcción que dicha teoría ofrece de los supuestos normati-
vos inherentes a los procesos de comunicación en general
puede encontrarse una explicitación del concepto de «reali-
dad» que, por ser llevada a cabo en términos estrictamente for-
males, permite precisamente la difícil combinación a que me he
referido antes: prescindir enteramente del supuesto de un
mundo en sí garante de nuestro saber y conservar, sin embargo,
el sentido normativo (o contrafáctico) que dicho supuesto en-
traña y que permite dar cuenta de la intuición falibüista sobre
la permanente revisabilidad de nuestro saber como de la vali-
dez absoluta que atribuimos a la verdad; me refiero al concepto
pragmático-formal de mundo objetivo compartido que Haber-
mas introduce en la Teoría de la acción comunicativa (TKH)
como supuesto inevitable de la comunicación (así como de la
praxis discursiva de puesta en cuestión y revisión de pretensio-
nes de validez).
Sin embargo, Habermas no pone en juego dicho supuesto
—disponible en su teoría— a la hora de dar cuenta del con-
cepto de «verdad»; por el contrario, su interpretación discur-
siva de la aceptabilidad racional parece obligarle a concebir la
verdad como un concepto meramente epistémico (es decir, a
reducirlo al concepto de «aceptabilidad racional en condicio-
nes ideales»). Por ello, para intentar defender la posibilidad
de dar cuenta de los conceptos de «verdad», «saber» y «rea-
lidad» conjuntamente, sin reducirlos entre sí, voy a intentar
mostrar a continuación cómo sería posible, en el marco mismo
de la concepción discursiva de la aceptabilidad racional ela-
borado por Habermas, dar cuenta del sentido realista del con-
cepto de verdad —recurriendo, para ello, al supuesto prag-
mático-formal de un mundo objetivo único— y, como ello
permitiría, además, renunciar al supuesto inherente a la con-
cepción epistémica de la verdad de un saber verdadero (o una
«ultímate opinion»), tan metafísico como incompatible con el
falibilismo.
La perspectiva pragmática desde la que Habermas intenta
esclarecer el sentido del concepto de verdad11 es la que le per-
mite mostrar las insuficiencias del intento de explicar dicho
concepto sin situarlo en el contexto de las prácticas de revisión
de nuestro saber. Efectivamente, si sólo se tiene en cuenta el
uso «desentrecomillador» del predicado «verdadero», se tiene
que llegar a la conclusión de que «p es verdadero» no añade
nada al simple afirmar p; tal observación lleva a concluir, como
sugiere la teoría de la redundancia de Ramsey12, que dicho pre-
dicado es lógicamente superfluo —y, consiguientemente, que
también lo es una teoría de la verdad, como sugieren los de-
flacionistas. Si, por el contrario, se adopta una perspectiva
jragmática, es decir, si se tiene en cuenta en qué contexto uti-
{izamos dicho predicado, la diferencia entre ambas cosas se
torna manifiesta; añadir «es verdadero» (o «es falso») a las afir-
maciones deja de ser superfluo —como muestra acertada-
mente Habermas— en el momento en que nos situamos en el
contexto de una puesta en cuestión de las mismas; pues, en di-
cho contexto, la pretensión de verdad, sin duda ya implícita en
la afirmación, se hace explícita mediante observaciones del
tipo «p es verdadero/es falso» precisamente para indicar el ca-
rácter controvertido o la necesidad de justificación de la
misma. Dichas observaciones apuntan, pues, a la necesidad de
tematizar explícitamente (en un «discurso») la pretensión de
verdad de la afirmación problematizada para analizar el grado
de justificación de la misma. Desde esta perspectiva se alum-
bran, pues, otros usos del predicado «verdadero» más allá del
«desentrecomillador»: los que podríamos llamar, con Rorty13,

11 En lo que sigue me voy a referir fundamentalmente al artículo de Ha-

bermas «Wanrheitstheorien» [WT], en ob. cit., págs. 127-183.


12 F. P. Ramsey, «Facts and Propositions», 1927, en The Foundations of
Mathematics, Londres/Nueva York, 1931.
13 Rorty distingue en su artículo «Pragmatism, Davidson and Truth», en

E. LePore (ed.), Truth andlnterpretation, Oxford, 1986, págs. 333-355 junto


al «uso desentrecomillador» (disquotational use) del predicado «verdadero»
otros dos usos del mismo: el «uso aprobatorio» (endorsing use) —mediante
el cual asentimos o aprobamos lo dicho por alguien— y el «uso cautelar»
(icautionary use) —mediante el cual ponemos en cuestión la verdad de lo di-
cho por alguien—. Volviendo a esta distinción en su artículo «Universality
and Truth» (1993, Manuscrito) Rorty considera, sin embargo, el uso caute-
lar —es decir, aquél en el que contraponemos «verdadero» a «justificado»—
como el único que no podría ser eliminado de nuestras prácticas lingüísticas
ya que, en su opinión, los otros dos usos pueden ser fácilmente parafrasea-
dos en términos que no requieran el predicado «verdadero».
el «uso aprobatorio» (endorsing use) y el «uso cautelar» (cautio-
nary use) de dicho predicado —es decir, el papel del mismo
como aviso o reserva frente a la posibilidad de que nuestras
afirmaciones resulten injustificadas o incluso de que, aunque pa-
rezcan justificadas, no sean verdaderas. Analizando estos usos se
torna patente no sólo que dicho predicado no es superfluo sino,
sobre todo, que su función está internamente conectada con los
procesos epistémicos de revisión de nuestro saber—.
Desde esta perspectiva resulta comprensible que la teoría
discursiva de la ver dad se apoye en un análisis pragmático-for-
mal del uso cognitivo del lenguaje, concretamente de los actos
de habla constatativos; pues, aunque aquello de lo que deci-
mos que es verdadero o falso son enunciados, éstos, tomados
por sí mismos, expresan meramente estados de cosas posibles;
para que un enunciado sea verdadero, sin embargo, el estado
de cosas expresado tiene que ser un hecho. Habermas indica
al respecto en su artículo «Wahrheitstheorien»:

Llamamos verdaderos o falsos a los enunciados en relación


con los estados de cosas que se expresan o reproducen en ellos.
(...) A todo enunciado podemos asignarle un estado de cosas,
pero un enunciado es verdadero si y sólo si reproduce un es-
tado de cosas real o un hecho —y no si presenta un estado de
cosas como si fuera un hecho— (pág. 128).

Por ello, Habermas considera que sólo cuando un enunciado


«es puesto en relación con la realidad exterior de aquello que
puede ser observado» mediante una afirmación queda efecti-
vamente ligado a la pretensión de validez «verdad» —preten-
sión que dicho enunciado—, «en tanto que oración no situada,
como pura construcción gramatical, ni necesita ni puede satis-
facer»14. En esa medida, sólo puede interpretarse correcta-
mente el sentido del predicado «verdadero» si se entiende
como una pretensión de validez que ligamos con los enuncia-
dos cuando los afirmamos. Ahora bien, el que alguien afirme
un enunciado significa, al mismo tiempo, que éste cree o sabe
que dicho enunciado es verdadero; en este sentido, los enun-
ciados, que pueden ser verdaderos o falsos, expresan creencias

14 J. Habermas, «Was heißt Universalpragmatik?», en Vorstudien und


Ergänzungen zur Theorie des kommunikativen Handelns, Fráncfort, Suhr-
kamp, 1984, págs. 388-89.
que, cuando son verdaderas, pueden ser consideradas un «sa-
ber». Por ello, la pretensión de validez de «verdad» que liga-
mos con nuestros enunciados se vuelve explícita (mediante
constataciones del tipo «p es verdadero/es falso) en el contexto
de puesta en cuestión y revisión de nuestro saber.
Estas consideraciones metodológicas se reflejan en las tres
tesis centrales con las que Habermas caracteriza la teoría dis-
cursiva de la verdad en su artículo «Teorías de la verdad»:

Primera tesis. Llamamos verdad a la pretensión de validez que


vinculamos con los actos de habla constatativos, Un enunciado es
verdadero cuando está justificada la pretensión de validez de los
actos de habla con los que (...) afirmamos ese enunciado.
Segunda tesis. Cuestiones de verdad sólo se plantean
cuando son problematizadas las pretensiones de validez. (...)
Por ello en los discursos, en los que se someten a examen pre-
tensiones de validez hipotéticas, las manifestaciones acerca de
la verdad de los enunciados no son redundantes.
Tercera tesis. (...) Sobre si un estado de cosas es el caso o
no es el caso, no decide la evidencia de experiencias, sino el
resultado de una argumentación. La idea de verdad sólo puede
desarrollarse por referencia al desempeño discursivo de pre-
tensiones de validez (WT, págs. 135-136).

Mediante la segunda tesis se expresa la intuición, sin duda


justificada, de que la verdad no puede ser considerada como
«radicalmente no epistémica»: «verdadero» es un predicado
que atribuimos a nuestras creencias; en este sentido, existe un
nexo interno entre verdad y saber. Esto, a su vez, es lo que jus-
tifica la tercera tesis, es decir, el considerar que sólo una ex-
plicación de la función de dicho predicado en la praxis de la
comprobación y revisión de nuestro saber puede dar cuenta
exhaustiva del sentido del mismo sin llevar a la conclusión o
bien de que es enteramente superfluo —en el sentido de la teo-
ría de la redundancia— o bien de que intenta explicarlo o no
tiene sentido —como afirman los deflacionistas— o no es po-
sible —como concluye Davidson—15.

15 Esto no implica, por supuesto, negar la tesis de Davidson de que la

verdad es un concepto primitivo en el sentido de que es indefinible, sino sólo


considerar que es posible explicar aspectos de su funcionamiento en el con-
texto de revisión de nuestras creencias que iluminen el sentido del mismo en
su relación interna con otros conceptos, por ejemplo.
La primera tesis, sin embargo, contiene el núcleo de una in-
terpretación epistémica del concepo de verdad; pues, con ella
no sólo se afirma que existe un nexo interno entre verdad y sa-
ber —en la medida en que los candidatos a ser verdaderos o fal-
sos son nuestras creencias— sino que, además, se da el paso de-
cisivo que lleva a la concepción epistémica de la verdad
característica de la teoría discursiva, pues dicha tesis permite a
Habermas reformular la condición necesaria y suficiente para la
verdad indicada al principio — que «un enunciado es verdadero
si y sólo si reproduce un estado de cosas real o un hecho»— de
forma que pueda afirmarse que «la condición de la verdad de
los enunciados es el asentimiento potencial de todos los otros.
(...) La verdad de una proposición significa la promesa de al-
canzar un consenso racional sobre lo dicho» (WT, pág. 137). Por
ello, para evaluar la justificación de dicha concepción epistémica
de la verdad —en la que ésta no depende de lo que sea el caso
sino de la aceptabilidad racional de lo dicho— hay que analizar
en detalle la argumentación que subyace a dicha tesis.
La conexión entre afirmabilidad y verdad que se expresa
en ella viene justificada por la siguiente reflexión: «verdad es
una pretensión de validez que vinculamos a los enunciados al
afirmarlos. (...) Al afirmar algo elevo la pretensión de que el
enunciado que afirmo es verdadero. Esa pretensión puedo ele-
varla con razón o sin razón» (WT, pág. 129). De ello se sigue,
sin embargo, como señala Habermas a continuación, que «1«Í
afirmaciones no pueden ser ni verdaderas ni falsas, sino que es-
tán justificadas o no están justificadas» (ibid., subrayado mío).
Esto es —sin duda— correcto, pues la justificación o acepta-
bilidad racional de las afirmaciones efectivamente no depende
sólo de la verdad del enunciado correspondiente. Cuando
afirmo algo no sólo elevo la pretensión de que lo afirmado es
verdadero sino también la de que yo sé lo que es y que, por
ello, llegado el momento, podría dar razones que avalen mi
creencia en la verdad de dicho enunciado. Como suele ex-
presarse habitualmente16, las condiciones necesarias y sufi-

16 Aunque las condiciones del conocimiento que señalo a continuación

suelen atribuirse a Platón, en Teeteto 201 y, quizá también, en el Menón 98,


mi explicación viene a resumir dichas condiciones tal y como han sido indi-
cadas (con ligeras variantes) por A. T. Ayer, The Problem of Knowledge, Lon-
dres, 1956, pág. 35, y R. M. Chisholm, Perceiving: a Philosopbical Study,
Nueva York, 1957, pág. 16.
cientes para que alguien sepa algo son las siguientes: S sabe
que P si y sólo si:
1) S cree que P,
2) P es verdadero, y
3) S está justificado en creer que P.

La irreductibilidad17 de estas tres condiciones es patente:


que mi enunciado sea de facto verdadero 2) no significa que
yo tenga el saber que se expresa en él, es decir, que pueda
dar razones de mi creencia en el mismo y que éste, por tanto,
esté justificado o sea racionalmente aceptable 3). Por otra
parte, no es suficiente que yo tenga buenas18 razones que
avalen mi creencia en dicho enunciado 3) para que éste sea
verdadero 2).
Si tenemos en cuenta, la primera tesis afirmada por Ha-
bermas, a saber, que «un enunciado es verdadero cuando está
justificada la pretensión de validez de los actos de habla con
los que (...) afirmamos ese enunciado», o es trivial o es falsa. Si
la condición de la verdad del enunciado es que la afirmación
esté justificada, en el sentido de que pueda considerarse un
«saber», la tesis es trivial, pues, teniendo en cuenta las condi-
ciones de justificación de algo como «saber», con dicha tesis
sólo se afirmaría que la condición para que un enunciado sea
verdadero es, entre otras condiciones, que sea verdadero. Sin

17 En este contexto dejo de lado las dificultades mostradas por E. Get-

tier en su artículo «Is justified true belief knowledge?», en Analysis 23/6,


1963, págs. 121-123, pues con ellas éste se dirige a mostrar la incompletud
de dichas condiciones mientras que mi argumentación se apoya exclusiva-
mente en la indiscutida irreductibilidad de las mismas.
18 A no ser que entendamos la expresión «buenas razones» en el sentido

de una expresión de éxito, es decir, no entendiendo por «buenas» aquellas


razones que «podrían ser consideradas por todos como convincentes» sino
sólo aquellas que efectivamente sean acertadas; este segundo uso, sin em-
bargo, presupone obviamente ya la verdad como condición, es decir, sería el
resultante de la suma (2) y (3) —no refiriéndose, por tanto, a la aceptabili-
dad racional sino al «saber». Esto mismo es señalado por el propio Haber-
mas cuando al respecto indica en su «Entgegnung»: «que nuestras razones
realmente son buenas razones y bastan para cerciorarnos de la verdad no cam-
bia para nada el hecho de que, en principio, aquello que consideramos como
—definitivamente— verdadero podría resultar alguna vez ser un error», en
A. Honneth/H. Joas (eds.), Kommunikatives Hanaeln, Fráncfort, Suhrkamp,
1986, pág. 352.
embargo, si lo que se está afirmando como condición de la
verdad del enunciado es que la afirmación correspondiente
esté justificada en el sentido de que tengan buenas razones
que la avalen (es decir, que sea racionalmente aceptable), en-
tonces la tesis es falsa; la verdad del enunciado no puede de-
pender de la justificabilidad (o aceptabilidad racional) de la
afirmación; es decir, la condición (2) no se puede reducir a la
condición (3), como pretenden todas las teorías epistémicas
de la verdad. Que esa reducción es precisamente a lo que van
dirigidas las tres tesis se pone de manifiesto en la conclusión
que Habermas saca de ellas y que ya señalé antes, a saber, que
«la condición de la verdad ele los enunciados es el asenti-
miento potencial de todos los otros. (...) La verdad de una
proposición significa la promesa de alcanzar un consenso ra-
cional sobre lo dicho» (WT, pág. 137).
Una diferencia esencial que impide identificar la verdad del
enunciado con la aceptabilidad racional de la afirmación ra-
dica, sin duda, en la validez incondicional que le suponemos a
la primera y no a la segunda; tal diferencia se pone de mani-
fiesto en dos rasgos distintivos del funcionamiento del con-
cepto de «verdad» que Putnam19 ha destacado acertadamente
en su crítica a Dummett, a saber: el funcionamiento binario de
la contraposición verdadero/falso, frente al funcionamiento
gradual del concepto de justificación o aceptabilidad racional,
y —derivado de ello— el carácter fijo que atribuimos a la ver-
dad a diferencia de la justificación, es decir, nuestra cosidera-
ción de la verdad como una propiedad que los enunciados no
pueden perder.
Efectivamente, la validez incondicional que le atribuimos a
la verdad está internamente ligada con el funcionamiento bi-
nario de la oposición verdadero/falso, pues, dicho funciona-
miento puede reconstruirse como expresión de la siguiente
condición trivial, a saber: que «si un enunciado es verdadero,
no puede ser a la vez falso»; si a ello le añadimos el carácter
fijo que le atribuimos a dicha propiedad, es claro que cuando
afirmamos la verdad de un enunciado necesariamente estamos
suponiendo algo más que su aceptabilidad racional, a saber:
que no resultará ser falso.

19 Cfr. H. Putnam, Reason, Truth and History, Cambridge, MA, 1981,

págs. 54 y sigs.
Esta disanología entre el concepto de verdad y el de acep-
tabilidad racionaltambién ha sido puesta de relieve por Well-
mer, en su crítica a la teoría discursiva de la verdad2", al insis-
tri en el «"plus" que la idea de la verdad contiene frente a todo
aquello que podamos reclamar en cada caso como saber fun-
dado para nosotros» (WB, pág. 340). La razón de dicha disa-
nología fundamental se retrotrae, en opinión de Wellmer, al he-
cho de que «una buena fudamentación no puede garantizar por
sí misma la anticipación de una acreditación futura contenida en
las pretensiones de verdad» (ibid.); precisamente el que dicha
anticipación, inherente a la validez incondicional de la verdad,
sea algo que lo racionalmente aceptable no puede contener es
lo que convierte a la verdad en aquella instancia que nos hace
conscientes de la falibilidad esencial de todo saber:

La verdad es una idea regulativa no en el sentido de que nos


remite al telos —quizá nunca alcanzable— de un final en la bús-
queda de la verdad,- de un consenso definitivo o de un «último»
lenguaje, sino en el sentido crítico de que debido a ella mantene-
mos frente a todo saber, todo consenso racional e incluso frente
a nuestro acuerdo en el lenguaje una reserva permanente (ibid.).

Con ello se pone de manifiesto lo que está en juego si se


acepta la identificación de «verdad» y «aceptabilidad racio-
nal» propuesta por los defensores de una perspectiva epis-
témica; como señala Wellmer: «el falibilismo es, por así de-
cir, la explicación de la diferencia entre afirmabilidad y
verdad» (WB, pág. 342).
Ahora bien, para hacer plausible este punto de vista frente
a la concepción epistémica de la verdad habría que mostrar,
mediante un anáfisis de ese «plus» que la verdad contiene
frente a la aceptabilidad racional, que es posible dar cuenta de
la validez incondicional de ésta sin recurrir al supuesto con-
trafáctico de un consenso definitivo o un «saber» infalible; y
esto —como intentaré mostrar a continuación— sólo es posi-

20 Esta crítica se encuentra elaborada desde distintos ángulos en los si-

guientes escritos de Wellmer, Ethik und Dialog (ED), Fráncfort, Suhrkamp,


1986, págs. 51-113; «Was ist eine pragmatische Bedeutungstheorie?» (WB),
en A. Honneth, T. McCarthy, y cols, (eds.), Zwischenbetrachtungen. Im Pro-
zeß der Aufklärung, Fráncfort, Suhrkamp, 1989, págs. 318-372; «Wahrheit,
Kontingenz, Moderne» (WKM), en Endspiele: Die unversöhnliche Moderne,
Suhrkamp, Francfort, 1993, págs. 157-177.
ble si se rompe con la interpretación de la verdad como un
concepto epistémico.
Los defensores de la perspectiva epistémica intentan pre-
servar la validez incondicional de la verdad siguiendo la es-
trategia propuesta por Putnam21 y Habermas, es decir, equi-
parando la verdad no con la aceptabilidad fáctica sino con la
«aceptabilidad racional en condiciones ideales». Ello implica
interpretar la «anticipación de una acreditación futura»,
señalada por Wellmer, como un supuesto contrafáctico de na-
turaleza epistémica o, dicho de otro modo, como una promesa
epistémica de acreditación; dicha interpretación es hecha
explícita por Dummett en su artículo «What is a Theory of
Meaning? (II)» 22 cuando indica que: «una aserción es un tipo
de apuesta de que el hablante no resultará estar equivocado»
(pág. 126, subrayado mío). Incluso el propio Wellmer parece in-
terpretar dicha anticipación, inherente al sentido normativo del
concepto de verdad, también en términos epistémicos cuando al
respecto señala en su artículo «Warheit, Kontingenz, Moderne»:

Siempre que elevamos pretensiones de verdad basadas en


buenos argumentos y evidencias convincentes presuponemos
las condiciones epistémicas dadas aquí y ahora como ideales en
el sentido siguiente: presuponemos que en el futuro no apare-
cen argumentos o evidencias que pongan en cuestión nuestra
retensión de verdad (...) confiar en que los argumentos son
uenos y las evidencias convincentes significa excluir la posibi-
lidad de que éstos, con el transcurso del tiempo, puedan mos-
trarse como problemáticos (WKM, pág. 163, subrayado mío).

Como vemos, esta estrategia de interpretar el compromiso


implícito en nuestra afirmación de que un enunciado es verda-
dero —a saber, que no resultará ser falso— en el sentido de una
promesa epistémica de acreditación obliga a suponer, aunque
sea en términos contrafácticos, un concepto enfático de «sa-
ber», es decir, implica excluir la posible falibilidad del mismo.
Desde esta perspectiva no parece, pues, justificada la intuición
falibilista a que apelaba Wellmer para dar cuenta del sentido es-

21 Cfr. nota 24.


22 En G. Evans/J. McDowell (eds.), Truth and Meaning, Oxford, 1976,
ags. 67-137; en el original: «an assertion is a kind of gamble that the spea-
er will not be proved wrong.».
pecífico del concepto de verdad frente al de aceptabilidad ra-
cional —es decir, su función de reserva permanente frente a la
falibilidad esencial de nuestro saber—. La inevitabilidad de esta
conclusión se vuelve manifiesta si tenemos en cuenta la estrate-
gia general inherente a la perspectiva epistémica.
Para poder transmitir el sentido normativo del concepto de
verdad a lo racionalmente aceptable en condiciones ideales hay
que reinterpretar la condición trivial antes mencionada de
forma que resulte válido que «si un enunciado es racional-
mente aceptable en condiciones ideales no puede ser a la vez
falso»; como señala en esta sentido el propio Putnam: «la su-
posición de que incluso una teoría "ideal" podría realmente ser
falsa parece colapsar una pura ininteligibilidad»23. Puesto que
la validez absoluta de la verdad ha de derivarse ahora de la va-
lidez absoluta de lo racionalmente aceptable, esto implica pre-
suponer un consenso sobre lo racionalmente aceptable que,
debido a tal validez, tiene que ser visto como definitivo o irre-
visable. Esto obliga, a sü vez, a presuponer contrafácticamente
no sólo la justificabilidad racional de nuestro saber sino ade-
más la posibilidad de alcanzar un consenso absolutamente fun-
dado —sobre un saber, por tanto, absoluto— o, dicho de otro
modo, la posibilidad de un desempeño definitivo de la preten-
sión de verdad elevada respecto a dicho saber. El intento de
explicar el concepto de «verdad» en términos epistémicos, es

23 Cfr. nota 6. Putnam ha rechazado recientemente (cfr. «Comments and

Replies», en P. Clark/B. Hale (eds.), Reading Putnam, Cambridge, MA,


1994, págs. 242-295) su propia concepción de la verdad como «aceptabili-
dad racional en condiciones ideales» señalando que lo único que mantiene
de la posición epistémica es la intuición de que una explicación filosófica-
mente relevante del predicado «verdadero» ha de analizar el uso que hace-
mos del mismo en su interna relación con otros conceptos como el de «acep-
tabilidad racional», «condiciones epistémicas», etc., rechazando ahora, sin
embargo, la verdadera concesión a la posición epistémica, a saber, «the idea
that truth could never be totally recognition-transcendent» (pág. 243). Para
explicar ese rechazo Putnam apela precisamente (aunque también escueta-
mente) al falibilismo: «Not only is truth not always recognizables by using
anything that could be called a decision procedure, even under the best epis-
temic conditions; it is obvious that, in the case of empirical stataments, de-
cision as no truth are generally defeasable (and so are decisions as to wheter
one's epistemic position is good enough o decide on the truth of a state-
ment)» (pág. 289, subrayado mío). Dado lo reciente de este cambio de pos-
tura falta por ver si dicha argumentación llevará a Putnam, por su propia ló-
gica, a reconocer que la idea misma de «una teoría "ideal"», es decir, ae una
teoría que no podría ser falsa es insostenible.
decir, poniéndolo exclusivamente en relación con el concepto
de «saber», obliga a concebir a este nolens volens como igual-
mente dotado de validez incondicional, es decir, como infali-
ble; dicha estrategia tiene que fracasar, pues, necesariamente
en el momento en que intente explicar la intuición falibilista a
la que apelaba el propio Wellmer, es decir, al intentar explicar
cómo el concepto de verdad permite compaginar la incondicio-
nalidad inherente a su validez con su función de reserva falibi-
lista respecto a la validez que atribuimos a nuestro saber.
Teniendo esto en cuenta parece claro que cualquier intento
de articular una alternativa requeriría ofrecer una interpreta-
ción sustancialmente diferente de validez incondicional de la
verdad o, dicho de otro modo, tendría que mostrar que el com-
promiso adquirido por el hablante al afirmar que un enunciado
es verdadero —a salber, que no será falso— no es interpretado
correctamente si se entiende como una anticipación epistémica
de acreditación. Ahora bien, para conseguir semejante neutra-
lidad epistémica sería necesario recurrir a otro concepto dis-
tinto del de «saber»; por ello, la explicación de dicho com-
promiso normativo en términos no-epistémicos —que
intentaré hacer plausible a continuación— se apoya en una es-
trategia realista en la medida en que responde al intento de de-
rivar la validez incondicional de la verdad no de su conexión
con el concepto de «saber» sino de su conexión con el con-
cepto de «realidad».
Como ya vimos anteriormente el compromiso adquirido
por el hablante al afirmar que un enunciado no sólo es racio-
nalmente aceptable sino que es verdadero se muestra en que
éste inevitablemente ha de suponer que en el futuro dicno
enunciado tampoco resultará ser falso. Dicho compromiso
procede obviamente del funcionamiento binario de la oposi-
ción verdadero/falso, afirmar que un enunciado es verdadero
implica comprometerse a que dicho enunciado no es fal-
so —puesto que no puede ser ambas cosas a la vez; ahora bien,
precisamente por ello, tal compromiso no entraña valoración
alguna sobre la cualidad de las razones que avalan la afirma-
ción del enunciado, es decir, no puede entenderse como una
anticipación epistémica (de mi incorregibilidad) sino exclusi-
vamente como una condición de naturaleza lógica, a saber, que
el enunciado no resultará ser falso, si es verdadero—. Dicha
condición, en cuanto tal, sólo compromete, pues, en sentido
estricto, a reconocer que el enunciado o es verdadero o es falso
y, por ello, que la comprobación de las razones que avalan di-
cho enunciado tendrá que ir dirigida a excluir una de las po-
sibilidades. Un supuesto semejante es, sin embargo, demasiado
modesto para contener una promesa epistémica de acredita-
ción futura, pues el sentido epistémico inherente al mismo no
sólo no apunta a una irrevisabilidad de mis creencias sino lo
que anticipa, en realidad, es la obligación de revisar la acepta-
bilidad de creencias contrarias; si el enunciado resulta ser falso,
si las razones sometidas a examen lo ponen de manifiesto, no
podré seguir afirmando que es verdadero (o que antes lo fue);
en cualquier caso, si siguiera afirmando que lo es —a pesar de
no poder dar razones de su aceptabilidad racional— nos en-
contraríamos en la situación señalada al principio: nadie acep-
taría que dicho enunciado represente un «saber».
Efectivamente, puesto que el «saber» tiene como condición
necesaria la «verdad» hereda, en cierto sentido, el carácter in-
condicional de ésta; tal herencia se pone de manifiesto en el
carácter absoluto de la oposición saber/error. Ahora bien, di-
cha oposición tampoco puede entenderse en el sentido de un
concepto enfático de saber no falible, es decir, nuestra preten-
sión de saber no puede interpretarse como ligada a una anti-
cipación de incorregibilidad —como sugerían Dummett y
Wellmer—. Del mismo modo que anticipar que si el enunciado
es verdadero no puede ser a la vez falso, es anticipar una con-
dición y no el cumplimiento de alguna de las dos posibilidades
(a no ser como mero pronóstico de probabilidad subjetiva) en
el caso de la oposición saber/error, anticipar que si sé algo no
me puedo equivocar a la vez en ello, expresa el compromiso
con esa condición excluyente y no la anticipación del cumpli-
miento de una de las dos posibilidades. Dicha condición sólo
implica excluir la posibilidad de que ambas cosas —que lo sé
y que me equivoco— resultarán ser válidas simultáneamente,
pero no anticipa una situación en la que no me pudiera equi-
vocar. Que si sé algo no me puedo equivocar, no quiere decir
que haya una situación en que sea imposible que me esté equi-
vocando, es decir, que mi creencia sea necesariamente cierta,
sino sólo que es imposible una situación en la que sepa algo y
a la vez me esté equivocando, en que de facto mi creencia cum-
pla las condiciones señaladas anteriormente —a saber, esté jus-
tificada y sea verdadera— y que dichas situaciones son, por de-
finición, las únicas que pueden contar como «saber». Si
tenemos esto en cuenta no podemos decir, en sentido estricto,
que «una aserción es un tipo de apuesta de que el hablante no
resultará estar equivocado» —como indicaba Dummett— ni
tampoco que implique la anticipación de que «en el futuro no
habrá contraargumentos pertinentes» (ED, pág. 83) —como
afirmaba Wellmer— sino exclusivamente estar equivocado, ten-
drá que retirar, obviamente, su pretensión de «saber»24. Las
consecuencias epistémicas de la condición excluyente inherente
a la oposición verdadero/falso —a saber, que nuestro enun-
ciado o es verdadero o es falso— más que entrañar incorregibi-
lidad alguna parecen ser, en realidad, netamente falibilistas.
Ahora bien, para explicar por qué el concepto de «verdad»
está ligado a tal condición binaria, o dicho de otro modo, por
qué la validez absoluta que la suponemos a la verdad nos
obliga a aceptar tal condición excluyente hay que tener en
cuenta la conexión interna entre el concepto de «verdad» y el
de «realidad». Pues, efectivamente, sólo bajo el supuesto de un
mundo objetivo único puede entenderse por qué un enunciado
tiene que ser verdadero o falso y, con ello, por qué la búsqueda
de una justificación racional del mismo tiene que adoptar pre-
cisamente la forma de excluir uno de los dos casos. Esta intui-
ción del tertium non datur inherente al concepto de «realidad»
—es decir, al carácter absoluto de la oposición «es el caso/no
es el caso» de la que depende la verdad o falsedad del enun-
ciado— es precisamente la que no puede extraerse de con-
cepto epistémico alguno de aceptabilidad racional (entre otras
cosas porque hay contextos de justificación racional que fun-
cionan de modo distinto —por ejemplo, aquellos en los que no
suponemos una validez incondicional a nuestras creencias,
como el caso de convicciones éticas relativas a qué es lo bueno
para mí).
Por ello, aunque desde un punto de vista epistémico no po-
demos entender la realidad más que como «correlato de la
totalidad de enunciados verdaderos» (TKH, 1, pág. 125-26)
—es decir, como el conjunto de los hechos expresados por los
enunciados verdaderos— hay un aspecto formal inherente al con-
cepto de «realidad» que no se agota en su correlato epistémico:

24 Que una interpretación antifalibilista semejante de la oposición sa-

ber/error no puede extraerse, al menos, de nuestro uso de dicho par de con-


ceptos se pone de manifiesto en el hecho de que no resulta contradictorio ni
problemático decir «creía que lo sabía». Mi creer que sé algo puede resultar
tan erróneo como cualquier otra creencia.
el carácter absoluto, no relativizable, que asociamos con el mismo
y que se pone de manifiesto en nuestro uso binario, no gradual,
de la contraposición real/irreal25. Tal componente formal de
nuestra comprensión intuitiva del concepto —sin duda no epis-
témico— de «realidad» se pone de manifiesto en forma de un su-
puesto esencial e inevitable de nuestras prácticas de revisión de
las creencias, a saber, el supuesto contrafáctico de un mundo ob-
jetivo único; dicho supuesto es el que trae consigo el principio de
bivalencia subyacente al uso binario de la contraposición verda-
dero/falso y, con ello, el responsable de la validez trascendente
de todo contexto que le atribuimos a la verdad: sólo porque la
verdad es concebida como dependiente exclusivamente de lo que
sea el caso puede preservar su validez incondicional frente a cua-
lesquiera criterios epistémicos de aceptabilidad racional y, vice-
versa, sólo porque estos criterios están, por ello, necesariamente
en dependencia de una instancia no epistémica inevitablemente
son concebidos (todos ellos sin excepción) como, en principio,
falibles. La ligazón interna entre el concepto de «verdad» y el
concepto de «realidad» es, por ello, lo que permite compaginar
la validez incondicional que atribuimos a la verdad con la apli-
cación a instancias, a creencias más o menos justificadas, cuya va-
lidez nunca puede ser incondicional. En este sentido, la trascen-
dencia de todo contexto que suponemos a la validez de la verdad
—por su dependencia de una realidad única, de un mundo ob-
jetivo único—, no es más que el correlato de nuestra compren-
sión falibilista en relación con todo saber.
Precisamente una explicación formal del concepto de «rea-
lidad» en estos términos podemos encontrarla elaborada por
el propio Habermas cuando en la Teoría de la acción comuni-
cativa señala:
Las pretensiones de validez resultan en principio suscepti-
bles de crítica porque se apoyan en conceptos formales de mundo.
Presuponen un mundo idéntico para todos los observadores po-
sibles o un mundo intersubjetivamente compartido por todos los
miembros de un grupo, y ello en forma abstracta, es decir, desli-
gada de todos los contenidos concretos ( T K H , 1, pág. 82).

25 Esta contraposición puede entenderse tanto en el sentido de la oposi-

ción «existe/no existe» (relativa a la referencia de los términos) como en el


sentido de la oposición «es el caso/no es el caso» (relativa a la verdad de los
enunciados).
La presuposición contrafáctica, meramente formal, de un
mundo objetivo único, idéntico para todos los observadores, a
la que se remite la trascendencia de todo contexto inherente a
la validez incondicional de la verdad, no implica, pues, acceso
epistémico alguno a un «mundo-en-sí»26 sino que es mera-
mente el reverso de nuestra intuición falibilista sobre la revi-
sabilidad de nuestro saber27; es simplemente —como señala el
propio Habermas— el supuesto que permite a los hablantes:

Renunciar a prejuzgar, en lo que a contenido se refiere, la


relación entre lenguaje y realidad, entre los medios de comu-
nicación y aquello sobre lo que la comunicación versa. Bajo el
presupuesto de conceptos formales de mundo y de pretensio-
nes universales de validez, los contenidos de la imagen lingüís-
tica del mundo tienen que quedar desgajados del orden mismo
que se supone al mundo (ibid.).

La capacidad reflexiva subyacente a esa renuncia falibilista


—que nos permite considerar nuestras creencias como distin-
tas «del orden mismo que se supone al mundo» pero depen-
dientes de éste— no podría obtenerse sin ese «plus» normativo
que el concepto de verdad posee frente al de justificación (o acep-
tabilidad racional) debido a su sentido último realista, es decir,
a su interna conexión con el concepto de «realidad».
Si se tiene en cuenta esta explicación del concepto de «rea-

26 Insistir en el sentido realista del concepto de verdad no obliga a adop-

tar ninguna posición concreta respecto a la cuestión de nuestro acceso epis-


témico al mundo. En esa medida, la explicación de la aceptabilidad racional
ofrecida por la teoría discursiva de Habermas, en cuanto tal —es decir, en
tanto que intento de respuesta a la cuestión epistémica—, no se ve afectada
por estas consideraciones realistas. Esto se pone de manifiesto si tenemos en
cuenta la intuición central de la teoría discursiva habermasiana en relación
con la aceptabilidad racional, a saber: que «el cumplimiento o no cumpli-
miento de las condiciones de verdad sólo puede constatarse mediante el de-
sempeño argumentativo de la pretensión de validez correspondiente» (Die
Neue Unübersichtlichkeit, Francfort, Suhrkamp, 1985, pág. 228, subrayado
mío). Sin duda, esta concepción discursiva de la aceptabilidad racional re-
sulta más convincente que cualquier posición de realismo epistémico (o me-
tafísico) que para explicar la aceptabilidad racional apele a una correspon-
dencia o una relación casual entre nuestras convicciones y el «mundo en sí».
27 Un análisis más minucioso de la conexión entre el supuesto pragmá-

tico-formal de un mundo objetivo único y la autocomprensión falibilista de


la revisabilidad de nuestro saber lo ha llevado a cabo en el último capítulo
de mi libro La razón como lenguaje, Madrid, Visor, 1993.
lidad» en términos pragmático-formales —que, evidentemente,
consigue evitar cualquier interpretación metafísica del mismo—
parece claro que la teoría discursiva de la aceptabilidad racio-
nal elaborada por Habermas no precisa del giro antirrealista
propio de la concepción epistémica de la verdad, pues recu-
rriendo a dicho concepto —-ya disponible en la teoría de la ra-
cionalidad comunicativa—2 , es posible eludir los dos rasgos
problemáticos de toda concepción epistémica; por una parte, la
renuncia de dar cuenta del sentido realista de dicho concepto,
al eliminarlo o sustituirlo por el concepto de «aceptabilidad ra-
cional en condiciones ideales»; y, por otra parte, el recurso a un
concepto enfático de saber infalible para preservar la validez in-
condicional de la verdad.
Insistir en el sentido realista del concepto de verdad, es de-
cir, mantener —como hacía el propio Habermas al principio
de su artículo «Wahrheitstheorien»— que la única condición
necesaria y suficiente de la verdad de un enunciado p es que
sea el caso que p, pierde su trivialidad precisamente cuando se
sitúa dicha condición en el contexto de una explicación de la
aceptabilidad racional, es decir, cuando se explica la función
de reserva falibilista que dicho supuesto normativo cumple en
el contexto de la aceptabilidad racional que atribuimos a nues-
tras creencias —al hacernos conscientes de la permanente po-
sibilidad de tener que revisar las mismas, oíos criterios de
aceptabilidad que las avalan, en función de una realidad lógi-
camente independiente de ellas—.
A su vez, esta consecuencia falibilista pone de manifiesto
que mantener la conexión entre «verdad» y «realidad» per-

2 8 A pesar de que Habermas introduce los conceptos formales de mundo

expresamente como correlato de las pretensiones universales de validez e in-


cluso frente a posiciones relativistas —como la de Rorty—indica: «en la prag-
mática de cada uso del lenguaje está incluida la suposición de un mundo ob-
jetivo compartido», en Nachmetaphysisches Denken, Fráncfort, Suhrkamp,
1988, pág. 178. Para defender realmente dicha posición habría que concre-
tar dónde o por medio de qué dicha suposición está anclada en todo uso (cog-
nitivo) del lenguaje. Dicha concretización podría llevarse a cabo mediante
una teoría de la referencia que muestre tal suposición como uno de los pre-
supuestos normativos inevitables ligados a la actividad del referir propia del
uso cognitivo del lenguaje (cfr. C. Lafont, Sprache und Welterschliefiung,
Fráncfort, Suhrkamp, 1994, cap. IV), así como mediante un esclarecimiento
del sentido realista del concepto de «verdad», en el que se muestre la im-
portante función normativa de dicho supuesto en nuestras prácticas de revi-
sión y comprobación de la aceptabilidad racional de nuestro saber.
mite, además, eludir el problemático recurso a un concepto en-
fático de «saber», es decir, a un saber que, para preservar la
validez incondicional de la verdad, ha de ser concebido como
infalible-, si se retrotrae dicha validez incondicional a la cone-
xión interna entre «verdad» y «realidad» es posible explicar la
conexión entre «verdad» y «saber» sin recurrir a supuesto al-
guno de incorregibilidad.
Consideraciones finales *
JÜRGEN HABERMAS
(Traducción: Pere Fabra)
Para comenzar quisiera agradecer la oportunidad que se me
ha ofrecido de discutir con mis colegas españoles sobre algunos
de los temas que he tratado en mis libros —aunque tengo que
decir que siempre soy un poco reticente a esta especie de ejerci-
cios de narcisismo, en los que el autor discutido se encuentra
también presente. Pero tengo que señalar que estoy sorprendido
del alto grado de conocimiento crítico de mis obras que se ha
mostrado a lo largo de este congreso— a lo cual, han contribuido
muy decisivamente las magníficas traducciones de mis libros al
castellano realizadas por el profesor Manuel Jiménez Redondo.
Lo que me ha hecho superar, por otra parte, esas posibles re-
ticencias ha sido, también, mi creciente curiosidad por la evolu-
ción de la filosofía en España en estos últimos años. La razón
concreta de esta curiosidad se debe, sin duda, a la llegada a
Francfort desde hace algún tiempo de excelentes estudiantes
procedentes de España que no sólo han colaborado activamente
a la discusión filosófica en general, sino que, poco a poco, han
llegado a configurar una posición filosófica propia, cristalizada
en torno a Cristina Lanfont y otros colegas como Axel Mueller,
etc., que en Fráncfort actualmente es denominada «realismo es-
pañol» —denominación no exenta de cierto sentido polémico por

* A fin de preservar la claridad expositiva de la transcripción —que no


puede servirse de los recursos propios del discurso oral— en unos pocos ca-
sos he optado por transformar en notas a pie de página algunas digresiones o
comentarios explicativos formulados por el autor de su exposición [N. del T.].
parte de sus críticos pero que, afinde cuentas, pone de manifiesto
el perfilfilosóficopropio de esta posición procedente de una sub-
cultura nacional—. Esto es algo único. Por ello también regreso a
España ahora —bueno, ya en los últimos años— con una mirada
muy distinta, para ver de dónde ha salido todo eso.
En realidad tengo una hipótesis al respecto y, como toda hi-
pótesis, es como mínimo arriesgada, si no falsa; pero de todos mo-
dos voy a explicarla. Pienso que precisamente estos estudiantes
abiertos y críticos que ahora tenemos entre nosotros tuvieron pro-
fesores —que quizá pertenecen a mi generación o son un poco más
jóvenes y que aquí encontramos eminentemente representados por
el profesor Muguerza— que reaccionaron de una forma filosófi-
camente muy productiva a la peculiar constelación histórica del fi-
nal de la era de Franco y la liberación de la dictadura, es decir, de
una forma que quizá no tiene parangón en otros lugares. Sospe-
cho que estos profesores, que tenían un adversario común en la
Iglesia y el Estado, así como en las doctrinas favorecidas por
Franco, aunaron, frente a dicho adversario, todas sus fuerzas filo-
sóficas y de esa unión de fuerzas tan variadas —desde el positi-
vismo hasta el neomarxismo, pasando por el neokantianismo y la
filosofía analítica— resultó una estrecha comunicación entre estas
corrientes que, en otros países, no puede encontrarse en un grado
semejante. Sobre ese trasfondo político, se configuraron puntos de
contacto, por ejemplo, entre las tradiciones continental y analítica,
que en Alemania no existen. El profesor Sotelo hacía referencia
ayer —no sin cierto asombro— a la disputa del positivismo en Ale-
mania. Esta disputa entre una versión popperiana, muy reflexiva,
del empirismo lógico y una versión, quizá no menos reflexiva, del
marxismo hegeliano fue escenificada de una forma en la que, pro-
bablemente, no habría sido posible en España, pues aquí los pun-
tos en común de ambas posiciones habrían resultado mucho más
visibles frente al adversario común.
Eso ha permitido a estos estudiantes que vienen de España
ganar una cierta equidistancia, así como un sólido conocimiento
de tradiciones que, en Alemania, todavía se mantienen recalci-
trantemente separadas (lo cual se muestra cada ciertos años en
las oleadas de recepción de la filosofía analítica que normalmente
sólo traen consigo oleadas de conversos).
Pues bien, éstas son las razones por las que siempre regreso
a España con curiosidad y con el deseo de conocer mejor ese me-
dio tan productivo del que proceden dichos estudiantes.
El tiempo que queda —y del que no querría abusar— lo voy
a utilizar para retomar dos temas (o conjuntos de temas) que se
han venido repitiendo, en distintos contextos de discusión, a lo
largo de esta semana. Me voy a centrar, para ello, en las confe-
rencias del profesor Muguerza y del profesor McCarthy.
Me referiré primero a la conferencia del profesor Muguerza,
estas reflexiones tan cargadas de contenido que tuve ya la opor-
tunidad de leer con antelación. (Puedo imaginarme que aquellos
que sólo las han oído una vez no podrán realmente valorarlas en
toda su riqueza.)
Voy a concentrarme en la cuestión que —creo— se halla en
el centro de su exposición. Quiero reformular la cuestión con
tres o cuatro preguntas: ¿no descuida la ética del discurso, con
su preocupación por las relaciones interpersonales justas, una di-
mensión más esencial, a saber, la de la relación del sujeto agente
con él mismo y con su propia vida, en tanto que esta dimensión
es relevante para la reflexión sobre y la resolución de cuestiones
prácticas? Se podría formular esto de otra maneta: la libertad en
sentido enfático ¿no se encuentra enraizada en una subjetividad
—yo diría, como protestante, en una interioridad— que, por de-
cirlo así, no se agota en la red de relaciones intersubjetivas ni se
desvanece en la esfera de lo público? ¿No debe afirmarse, frente
a las sutiles coacciones argumentativas del discurso, un núcleo
de decisión existencia!? Pienso que detrás de todas estas pre-
guntas se encuentra la legítima sospecha de que perdemos de
vista determinados fenómenos que, no obstante, adscribimos a
la esfera de lo ético y lo moral. Y tras estos interrogantes se en-
cuentra una rica fenomenología de situaciones límite, en las cua-
les los individuos que actúan quedan exclusivamente remitidos
a sí mismos o, por decirlo de otra manera, que cuando afirman
su propia identidad, cuando no quieren sucumbir ante las exi-
gencias públicas de la moral o délas convenciones morales, de-
ben enfrentarse a lo social con su conciencia.
Pues bien, el profesor Muguerza intenta comprender en sus
justos términos estos innegables fenómenos con tres considera-
ciones, dos de las cuales me convencen poco y una me convence
algo más. Me referiré primero a las dos sobre las que desearía ha-
cer un comentario crítico.
d) El profesor Muguerza presenta unas reflexiones que co-
nectan con Kant; en primer lugar, querría privilegiar las liberta-
des negativas como un núcleo de la moral que asegurase al indi-
viduo una esfera inviolable de lo privado; en segundo lugar,
desearía que la autonomía —en el sentido kantiano de la expre-
sión— no se desvaneciese en la actividad legisladora (en el sen-
tido de ley moral [Sittengesetzl, que es como ésta se nos presenta
en el imperativo categórico). El profesor Muguerza no desearía
que la autonomía se desvaneciera en la actividad [auto] legisla-
dora para, de esta forma, asegurar al «yo» que setí»/olegislasu
carácter individual. En cualquier caso, en Kant existe todavía un
individuo, si bien se trata de un individuo que se mueve en la
universalidad de la conciencia trascendental. Pero en el momento
en que uno propone una reformulación del imperativo categó-
rico en términos comunicativos o de teoría del discurso, existe el
peligro de que se pierda la individualidad de esta subjetividad
moral, reconvertida ahora en participante en el discurso; lo que
explica el intento de mantener separados, de forma más clara, au-
tonomía y actividad legisladora. Pues bien permítaseme una ob-
servación muy corta sobre cada uno de estos dos puntos (lo que
quizá dé motivo para una pequeña discusión); creo —lo he men-
cionado ya una vez, pero me parece que, como tesis, no ha que-
dado todavía suficientemente clara— que las libertades negativas
no tienen su sede genuina en la moral sino en el derecho. Se ne-
cesita un medio tan singular como el derecho moderno, coactivo
y positivamente establecido, para poder concebir los derechos
subjetivos de la forma en que subyacen a todos nuestros orde-
namientos jurídicos. Los derechos subjetivos privilegian los de-
rechos frente a las obligaciones, mientras que en la moral pienso
que se da una simetría completa entre derechos y obligaciones.
Mientras que en una moral deontológica son los deberes —o, en
cualquier caso, la cuestión respecto a qué debemos hacer— los
que constituyen el punto de partida (a pesar de que me parece
ue aquí derechos y deberes realmente mantienen una relación
e fuerte simetría), ello no ocurre exactamente así en el derecho.
Todas nuestras obligaciones jurídicas se siguen de forma secun-
daria de la necesidad de armonizar las [distintas] esferas de ar-
bitrio que nuestros derechos subjetivos nos otorgan; o sea, como
dice Kant en la Rechtslehre (y sólo en la Rechtslehré), surgen de
la necesidad de garantizar la coexistencia de iguales libertades
para todos. El sentido preciso de las libertades negativas es pro-
piamente un sentido jurídico, y éste es el sentido al que apela el
profesor Muguerza para articular sus reparos —absolutamente
legítimos— frente a las estrecheces de la ética del discurso; a sa-
ber, [el sentido de] los derechos subjetivos. Estos reconocen es-
feras privadas en las que cada uno puede hacer y dejar de hacer
lo que desee, esferas de lo discrecional. Pero creo que si la mo-
ral es precisamente tan penetrante, tan «impertinente»1 es por-
que mediante las reglas morales en realidad se abarca todo. Bajo
el punto de vista moral no hay esfera privada alguna que se ha-
lle a salvo de la insistente pertinacia del deber-ser. Esta moral,
toda moral, es penetrante porque cualquier acción puede ser
juzgada baio el punto de vista moral (y las acciones privadas con
más razón). Entiendo la intención del profesor Muguerza; mi
duda se refiere exclusivamente a si esta intención puede real-
mente hacerse efectiva apelando a la —digamos— «preemi-
nencia» de las libertades negativas. Pienso que las libertades ne-
gativas tampoco ocupan ninguna posición preeminente cuando
se cree —cosa que yo no hago— que con el imperativo categó-
rico únicamente se podrían fundamentar preceptos negativos
(como «no debes matar», «no debes mentir», etc.) —lo que, sin
embargo, en este lugar no quiero analizar más allá.
b) Pero vayamos a la autonomía. Tampoco creo que el mo-
mento de autos en la autonomía o en la autolegislación se pueda
separar del momento de la obligatoriedad social de los nómoi, de
las leyes; o que, en cualquier caso, puedan diferenciarse en la
forma como —si no le he entendido mal— propone el profesor
Muguerza a fin de asegurar —dentro del marco de un impera-
tivo categórico transformado en términos de teoría del dis-
curso— un lugar a la insustituibilidad del individuo que juzga
moralmente. El concepto de libertad moral no es el lugar co-
rrecto donde poder separar el rasgo de la autorización [Selbstau-
torisierung\2 —aquello que nos hace personas capaces de tomar
iniciativas— del momento de la universalización. En Kant, como
se sabe, la cuestión se desarrolla como sigue: es libre aquella vo-
luntad que vincula, mediante intelección, el arbitrio propio con
aquello que es interés de todos, es decir, que es igualmente bueno
para todos. Kant comprime directamente, en un solo y único
concepto, aquello que hasta aquel momento —-y en realidad in-
cluso nasta noy— y desde la Edad Media tardía, ha sido visto
siempre como alternativa; por un lado, este elemento «autori-
1 La moral no es, en modo alguno, algo complaciente. Los asuntos mo-

rales tienen también algo de molesto en cuanto, de vez en cuando [por im-
perativo moral], actuamos en contra de nuestras inclinaciones —o, al menos,
deberíamos hacerlo, aunque la mayoría de las veces no sea así.
2 Hanna Arendt habla siempre muy enfáticamente de este elemento, del

hecho de que siempre estamos en condiciones de emprender algo nuevo, de


traer al mundo algo sorprendente.
zante» del libre arbitrio, este elemento que fundamenta la subje-
tividad; y, por otro, la intelección de una ley que deberíamos dar-
nos a nosotros mismos.
Desde la disputa de los universales en la alta Edad Media es-
tos dos modelos han competido siempre entre ellos. Tomemos,
por ejemplo, a Tomás de Aquino: Dios crea el mundo y, al
crearlo, no debe en realidad tomar grandes decisiones. Natural-
mente, debe tomar la decisión de crear el mundo, pero lo crea
—y solo puede crearlo— tal y como de entrada lo ha
anticipado en sus propias ideas. Ciertamente, el intellectus origi-
naríus no permite propiamente derivar estos dos elementos, uno
del otro, temporalmente, puesto que Dios, al pensar, crea. Aquí
ya no queda, por decirlo así, espacio alguno para la decisión y
para la voluntad que, después, en Duns Escoto y, sobre todo, en
Occam, integran la omnipotencia de Dios —a la cual queda su-
bordinado su intelecto—. En Duns Escoto el asunto se plantea
como sigue: dado que sólo es posible imaginarse a Dios como
omnipotente si, en el acto de la creación, Dios decide arbitraria-
mente, de ello se siguen curiosas consecuencias; por ejemplo, la
consecuencia —como indica el propio Duns Escoto— de que
Dios habría podido crear, no sólo otro mundo, sino un mundo
mejor del que efectivamente creó. Menciono la disputa de los
universales porque precisamente en ellas se modelaron, por así
decir, dos conceptos de voluntad (Wille), de buena voluntad, que
Kant no quería considerar ya como una alternativa. Kant quería
salvar el arbitrio {Willkür) —que es, sin duda, la sustancia que,
incluso en la acción moral, nos hace autores de nuestras accio-
nes; la voluntad libre ifreie Wille) se caracteriza por el hecho de
que el arbitrio puede quedar vinculado a la intelección de lo que
es igualmente bueno para todos y cada uno, lo universal; es de-
cir, puede vincularse a la intelección de una ley de la que, sin em-
bargo, al mismo tiempo se exige que nos la hayamos dado a nos-
otros mismos —pues nosotros no somos el buen Dios—. Con
todo esto sólo quería señalar que, en mi opinión, estos dos ele-
mentos de autonomía y universalización no pueden separarse
tanto como infiero del escrito del profesor Muguerza. Más bien
creo que su deseo, totalmente legítimo, de no dejar sucumbir la
individualidad de cada persona en el remolino discursivo3 puede

3 Ninguno de nosotros desearía que el sujeto que juzga y actúa moral-

mente se convirtiera en anónimo en el momento que adopta el papel de un


participante en el discurso; esto es, efectivamente, lo aceptable y legítimo de
las objeciones del profesor Muguerza.
satisfacerse mejor —esto lo aprendí de Lutz Wingert— si uno se
representa la cuestión —como indicó Wingert ayer— del modo
siguiente: en el imperativo categórico en realidad se moviliza ex-
clusivamente el contenido normativo de las relaciones de reco-
nocimiento que, como yo diría, hallamos siempre ya en la acción
comunicativa; relaciones de reconocimiento que, sin embargo, se
caracterizan de dos maneras, a saber, por el hecho de que cada
uno reconoce al otro en una doble cualidad: como miembro de
una comunidad y como individuo insustituible. De ahí que Win-
gert se refiera a una «moral del doble respeto».
Una vez hechas estas dos observaciones críticas, desearía re-
tornar ahora a los fenómenos que el profesor Muguerza ha pre-
sentado de forma totalmente convincente.

c) Pienso que poner el acento en lo privado frente a lo pú-


blico o en la autoría individual frente a la universalidad de las le-
yes no es el camino correcto para comprender en sus justos tér-
minos el fenómeno de la libertad existencial y la responsabilidad.
Sin embargo, sí me parece convincente la fuerte acentuación del
«poder-decir-no». En el hecho de «decir no» se entrelazan mo-
mentos cognitivos y volitivos. En todo caso, en determinadas si-
tuaciones aparece de pronto este momento volitivo; se trata de
situaciones como las que el profesor Muguerza tan claramente
apunta: las de la disidencia. En el caso extremo uno, con la de-
cisión de su conciencia, se encuentra solo ante todo el mundo,
ante un orden establecido o, incluso, ante un ordenamiento jurí-
dico vigente. Pero aquello que confiere a esta protesta existencial
su rasgo convincente —un rasgo por el que esta protesta es, al
mismo tiempo, un testimonio del que se da fe (y aquí podemos
pensar en el modo tan dramático en que Kierkegaard ha escrito
sobre este testimoniar)—, aquello que, en otras palabras, le con-
fiere su verdadera legitimidad, así como su dignidad, es el modo
y la manera de su legitimación —y aquí sí que posiblemente am-
bos nos diferenciaríamos realmente, no lo sé—. La convicción
que late tras un acto idiosincrásico de protesta contra todo un
mundo —y en caso necesario contra todos los que detentan el
poder o contra todos los contemporáneos— debe su fuerza pre-
cisamente a las razones concretas que, en principio, también de-
berían poder convencer a otros, incluso a pesar de que in actu
todos hicieran oídos sordos. Pues, en el mismo grado en que es-
tas protestas radicales son fenómenos ambiguos, igualmente de-
ben su ambigüedad justamente al hecho de que nosotros, como
contemporáneos, a menucio no podemos discernir si realmente
se trata de razones buenas y morales o sólo se trata de una «idio-
tez» —en el sentido griego de la palabra—, que arrastra a alguien
hacia ese aislamiento. Tomemos a Lutero — para mencionar algo
que en los círculos protestantes, en los que crecí, siempre se exa-
gera— que encontrándose ante la Dieta de Worms y no que-
riendo abjurar de sus convicciones —especialmente de la crítica
a la Iglesia romana— ni de sus doctrinas, dice: «estoy aquí y no
uedo hacer otra cosa»; y supongamos que no hubiera tenido un
ermano en Wittenberg con el que poder hablar; que él hubiera
sido realmente el único y nadie hubiera creído la crítica que allí
había formulado. Incluso entonces, habría mantenido aún el
vínculo con Dios a través de la oración. Para él existió, pues, una
posibilidad dialógica de cercioramiento frente a otro, ante el que
se justificaba. En el Rousseau de las «Confesiones» esta instancia
es la «posteridad». Rousseau dice a todos sus contemporáneos
algo así como «pobre de mí, nadie me entiende» y apela enton-
ces a la posteridad. O sea, que en cierta forma siempre hay algo
imaginable de donde puedo esperar una posible aprobación para
mis razones, si no quiero terminar dudando incluso de mí mismo.
A Martin Luther Kíng le bastó con apelar a procedimientos cons-
titucionales —sólo que eran procedimientos constitucionales que
la Corte Suprema ni siquiera había utilizado nunca en la forma
debida— de modo que, a pesar de estar efectivamente en con-
tra de todo un ordenamiento jurídico, tenía la posibilidad de
remitirse, con sus buenas razones, a la Constitución. Respecto
a los que se niegan a hacer el servicio militar en un país en el
que la Constitución no prevé ningún derecho de objeción para
aquellos que apelan a su conciencia, me inclinaría a pensar
(aunque por desgracia no soy ningún abogado que pueda po-
nerse a su lado) que incluso tendrían buenas razones jurídicas
en tanto se remitieran a las bases legitimatorias de un Estado
secular (suponiendo, por lo demás, que viven en un tipo de so-
ciedad como la nuestra). Estoy totalmente convencido de que
un Estado que ya no puede apelar a fundamentos sacros, no tie-
nen ningún derecho a obligar a cualquiera de sus ciudadanos o
ciudadanas a sacrificar su vida. El Estado ya no es el «Estado
de Dios en la Tierra», por ello soy de la opinión que el servicio
militar obligatorio y general es, por razones jurídicas, obsoleto
y debe ser sustituido por ejércitos profesionales, tal como otros
países hacen ya.
Y ahora, muy brevemente, me voy a referir a la pregunta de
Tom McCarthy; una interpretación del derecho y la política en
términos de teoría del discurso, ¿deja suficiente espa-
cio para un desacuerdo racional? ¿No resulta absurdo partir de
la base de que en los procedimientos judiciales o incluso en el
proceso democrático, por principio debe haber, como mínimo,
exactamente una respuesta correcta para toda cuestión de justi-
cia? ¿No es totalmente erróneo representarse el mundo moral,
como Kant, ordenado conforme a leyes, de forma análoga como
ocurre en la naturaleza? ¿No es realmente falso plantear cuestio-
nes normativas de justicia en analogía con las cuestiones de ver-
dad, bajo la alternativa del «poder ser sólo verdadero o falso»?
Quisiera responder a esta cuestión en varios pasos:
Me referiré primero a la premisa de «una respuesta correcta»
(como voy a llamarla, para abreviar). En el marco de una teoría
del discurso como la que nos ocupa, la premisa de una única res-
puesta correcta no se postula ni para los compromisos sobre in-
tereses contrapuestos —lo cual, naturalmente, tampoco Mc-
Carthy afirma— ni pafa los conflictos de valor. En particular el
conflicto entré visiones del mundo, concepciones de lo bueno,
formas de vida culturales —conflictos existencialmente relevan-
tes y no susceptibles de compromiso— se define a través del he-
cho de que en el plano de los valores enfrentados no puede lle-
garse en absoluto a un acuerdo. Ésta es la tesis de la teoría del
discurso. Ahora bien, la cuestión que hay que poder responder
es la de la necesaria coexistencia, en igualdad de derechos, de di-
ferentes culturas dentro de un mismo marco político. Las cons-
tituciones modernas han sido un elemento que se ha mostrado
eficaz para hallar una solución a este problema. Ahora bien, para
construir un entramado constitucional basado en un sistema de
derechos como el que se refleja en la mayoría de las constitucio-
nes modernas, se nos hace necesario, ya desde un punto de vista
lógico, partir de la premisa de una única respuesta correcta.
Pero, ¿no sería más razonable pensar, incluso cuando nos en-
frentamos a cuestiones de justicia, en la posibilidad del disenso y
en la multiplicidad de soluciones posibles? Considero que en es-
tos temas resulta todavía útil partir de la analogía con la verdad
y con el código binario verdadero/falso, al que se remite la pre-
misa de una única respuesta correcta (que, en este caso, vendría
expresada por los elementos binarios justo/injusto). Pero quizá
convendría seguir otra estrategia y preguntarnos qué ocurriría si
eximiéramos al proceso democrático, por no hablar de los pro-
cedimientos judiciales, de la premisa de una única respuesta co-
rrecta —se trata, por supuesto, solamente de si los participantes
suponen que, en principio, una y solo una respuesta es la co-
rrecta4. Si eximiéramos de tal presuposición al proceso demo-
crático, éste tendría que perder necesariamente toda su fuerza de
legitimación, puesto que entonces o bien tendría que entenderse
como un puro compromiso entre intereses contrapuestos5, o
bien —como probablemente a McCarthy le parecería más indi-
cado— deberíamos representarnos el proceso democrático como
una discusión ético-política a gran escala, es decir, tendríamos
que suponer realmente que distintas subculturas como la turca,
la alemana y la española intentan coincidir de alguna forma en
todas las cuestiones. Esta sería una situación desesperada, pues
en último extremo, puesto que es posible mostrar que en el plano
del puro conflicto de valores no es posible un acuerdo racional,
el proceso democrático quedaría, con ello, en manos de un po-
der estatal (o de una instancia semejante), el cual, después de que
se hubiera discutido lo suficiente, adoptaría una decisión defini-
tiva y vinculante. Y entonces uno se pregunta quién puede aquí
forzar tal decisión y a partir de qué reglas, si no es precisamente
basándose en reglas que puedan, por su parte, ser aceptadas
como legítimas. Pues bien, los éticos dirían: ¿lo veis?, en una co-
munidad política tenemos que contar siempre con una eticidad
concreta con la que todos estén comprometidos, para que se
Sueda llegar a un acuerdo sobre las reglas de solución de con-
ictos al menos por razones éticas. Pero McCarhty no eligiría
nunca esta salida, ya que en las sociedades pluralistas el consenso
ético es realmente un recurso muy escaso.
Por consiguiente, es racional contar con que en las cuestio-
nes de justicia —que en principio sólo admiten una respuesta—
no podemos llegar a un acuerdo a su debido tiempo (in aue time).
Esto es realista. Por eso, porque sabemos que en la práctica —a
causa de las restricciones cognitivas y espacio-temporales a las

4 Lo que se nos exige es que, como participantes en el proceso discur-

sivo, partamos de la idea de que hay mía única solución correcta aunque,
como observadores, sepamos que no tenemos bastante tiempo para llegar a
dicha solución; dada esta situación, los procedimientos jurídicos nos ofrecen
una vía de salida razonable.
3 Este es el supuesto habitual en politología; pero hay que señalar que

tal concepción de la política como enfrentamiento de intereses se halla bajo


reserva, puesto que existen reglas constitucionales que canalizan el proceso
democrático y tales reglas no pueden dilucidarse, a su vez, recurriendo al
compromiso; aquí radica el punto ciego de esta concepción.
que estamos sometidos— esta solución no es alcanzable, hemos
introducido procedimientos de decisión (como la regla de la ma-
yoría)6 que nos permiten decidir de una forma razonable en ese
tipo de situaciones. En este sentido, también es racional contar
con que en algunos casos incluso —como, por ejemplo, en las
discusiones sobre el aborto— probablemente no nos pondríamos
ni siquiera de acuerdo sobre si se trata de una cuestión moral
—que pueda ser regulada realmente en interés de todos— o si se
trata de una cuestión ética —que sólo puede resolverse si uno
cambia de perspectiva. Pues bien, <qué hacemos entonces?; pre-
cisamente para ello volvemos a tener —afortunadamente— estos
triviales procedimientos jurídicos.
Los procedimientos jurídicos comparten con el medio del de-
recho la característica de que, por una parte, pueden obligar y,
por otra parte, deben fundamentarse, al menos en la medida en
que sean aceptados como legítimos. Los procedimientos jurídi-
cos que regulan la actividad de nuestros parlamentos —los re-
glamentos de sesiones—• son neutrales frente a la clasificación de
cuestiones como las que acabo de diferenciar. Esto resulta venta-
joso (como, en general, resulta ventajoso el hecho de que los pro-
cedimientos jurídicos normalmente estén suficientemente indife-
renciados respecto a contenidos determinados); o sea, estos
procedimientos jurídicos no discriminan, lo cual permite postular
fácilmente lo siguiente: si estos procedimientos consiguen de
forma suficiente aquello para lo que, según mi lectura, están he-
chos —esto es, posibilitar, en marcos de decisión concretos, deli-
beraciones que obedezcan a su propia lógica—, entonces es posi-
ble confiar en la fuerza autoselectiva de los discursos en los que
se podrá poner de manifiesto aquello que no es susceptible de
compromiso —por ejemplo, en los conflictos de valor— o aque-
llo que falsamente es tratado como una cuestión ética a pesar de
ser una cuestión de justicia.

6 Aquí debe apuntarse que la regla de la mayoría no obliga, en absoluto,

a las minorías a modificar sus ideas sino que éstas pueden continuar lu-
chando para convencer, mediante la argumentación, a aquella mayoría que
—hasta el momento— no ha aceptado sus planteamientos, contribuyendo
así a modificar de esta forma la praxis de la administración y del gobierno.
Este libro recoge un Curso de verano de la Universi-
dad Complutense en El Escorial, en 1994, con la pre-
sencia extraordinariamente activa de Jürgen Habermas
y un destacado grupo de profesores españoles y extran-
jeros conocedores de su obra. El debate se ordenó en
tres núcleos: filosofía política, moral y del derecho. En
este marco teórico también estuvieron explícitamente
presentes, en muchas de las intervenciones, las cuestio-
nes abiertas por La teoría de la acción comunicativa,
que sin afán de subrayar rupturas, inaugura una se-
gunda etapa del pensamiento de Habermas.
Además de las dos intervenciones del propio Haber-
mas, su conferencia sobre «El nexo interno entre Esta-
do de Derecho y Democracia» y sus «Consideraciones
finales», figuran en este volumen las conferencias de
los profesores José Antonio Gimbernat -preparador de
esta edición-, Thomas McCarthy, Javier Muguerza,
Lutz Wingert, Ignacio Sotelo, Fernando Vallespín, Al-
brech Wellmer y Cristina Lafont.

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