Está en la página 1de 267

PROLOGO

El Guardián

Memnarch, de pie en la sala de guardia, vio marchar a Karn y Jeska, Fue un fenómeno extraño,
Estaban allí y, al momento siguiente, habían desaparecido. Fue como si el mundo se hubiera
plegado y se los hubiera llevado en un mero instante. Entonces, Memnarch se quedó solo. Un
hombre de metal, solo en un mundo de metal, un mundo frío y estéril.

Memnarch se volvió y contempló Argentum. el mundo de Karn. Era hermoso. Era perfecto,
como una ecuación resuelta hasta el último decimal. Pero el matemático había pasado a un
problema nuevo, dejando que Memnarch se ocupase de los teoremas y mantuviese la
integridad de las fórmulas.

—Ahora yo soy el Guardián —dijo Memnarch mientras salía de la sala de guardia y recorría con
la mirada las tierras del palacio—. Veamos qué tiene que ofrecer este mundo.

El tamaño y la complejidad del palacio asombraron al hombre de metal. Cada pared, cada
ventana y cada contrafuerte no era sino una faceta de un patrón enrevesado o de una ecuación
compleja. Los minaretes se alzaban en ángulos imposibles, las paredes se curvaban las unas
alrededor de las otras, conectando suelos y techados, y muchos de los contrafuertes parecían,
en efecto, estar suspendidos del aire. Los muros plateados y las ventanas translúcidas se
encontraban en un espacio que parecía expandirse hasta el infinito. Era un prodigio de
complicados algoritmos y matemáticas fractales, una delicia para la vista.

El nuevo Guardián sintió que podría pasar un millar de vidas explorando los secretos del mundo
de su amo y del increíble castillo que Karn había construido. Se encontraba en los jardines,
contemplando las facetas fractales de las paredes, las curvas imposibles de los arcos y la
elegancia de la geometría extraplanar que Karn había aprendido a dominar en sus viajes. Pero el
tiempo carecía de sentido real para Memnarch. Era un ser artificial y se encontraba en un plano
artificial, sin un marco referencia para el paso lineal del tiempo. Argentum carecía de soles o
lunas y no realizaba una rotación en el espacio que pudiera proporcionar al hombre de metal
sensación alguna de movimiento. Un observador externo podría haber llegado a la conclusión
de que el Guardián era una más de las estatuas de los jardines del fabuloso castillo.

Pasado algún tiempo —una década según algunos patrones de medida del tiernpo—,
Memnarch se volvió para mirar los jardines que se extendían alrededor de base del palacio
Galdroon. Galdroon. Asi había bautizado Karn al castillo, como al mundo le habia puesto el
nombre de Argentum. Karn se había marchado. Memnarch podia bautitar a su antojo el mundo
y todo cuanto contenía, pero ¿no seria esto un exceso de presunción? ¿De arrogancia? Karn era
un caminante de los planos, un dios según muchas de las acepciones del término. ¿Qué derecho
tenía Memnarch a arrogarse la condición divina en el mundo de Karn?

Y sin embargo, mientras caminaba por los alrededores, Memnarch empezó a comprender que
ni siquiera Karn era perfecto. Los jardines, monótonos y estériles, eran menos impresionantes
que el castillo. Cada árbol, cada arbusto y cada flor plateados estaban ordenados con precisión
matemática. Cada hoja de cada árbol era única, pero al estudiarlas, Memnarch empezó a
comprender las matemáticas que se ocultaban tras su construcción. Las variaciones limitaban
el número de árboles, arbustos y flores a no más de ocho de cada tipo. Las matemáticas de Karn
eran incapaces de crear naturaleza, sólo podían transmitir una illusion de realidad en aquel
mundo. Memnarch anhelaba más.

Dejó los jardines y se aventuró por el mundo que rodeaba el Castillo. El pétreo metal y la
vegetación plateada de los jardines del palacio dieron paso a una tierra monocroma de ángulos
perfectos y complejidad fractal. El palacio descansaba sobre una gran meseta plateada, y
Memnarch viol as paredes del desfiladero que se extendía hasta el horizonte. A primera vista, el
mundo de Karn parecía natural, pero desde más cerca Memnarch distinguía las superficies
plateadas de unas formaciones rocosas demasiado perfectas.

Del suelo del desfiladero brotaban mesetas, en lugares aparentemente fortuitous, pero
Memnarch detectó la sutíl constant que impregnaba el generador aleatorio de planicies. Al cabo
de algún tiempo –Unos pocos años según el modo que los humanos tienen de medir el paso del
tiempo–, le fue possible cartografiar todo el desfiladero viendo solo aquella pequeña sección.
Consideró la posibilidad de seguir el perezoso curso de mercurio que serpenteaba con una
compleja trayectoria por el centro del desfiladero. La travesía podría confirmer su hipótesis,
pero semejante viaje carecía de sentido. Sus calculus eran correctos. Lo sabía sin necesidad de
pruebas.

Mientras sus ojos vagaban sobre el desfiladero, Memnarch reparó en un alluvia que caía cerca
del horizonte. Levantó la Mirada. No había nubes en el cielo. De hecho, en aquel mundo no
había ni siquiera un sol que diera luz. Naturalmente, la información había estado en el interior
de Memnarch desde el principio, pero ahora reparó en ello como si fuera la primera vez que lo
veía. Las estrellas del cielo proporcionaban toda la luz necesaria, pues sus rayos se reflejaban en
miles de superficies desplegadas por todo el mundo de Karn. Pero si no había nubes, ¿cómo es
que llovía? La lluvia parecía estar cayendo de las propias estrellas.

Memnarch studio las estrellas del mismo modo que había estudiado el palacio y el desfiladero.
Las contempló y meditó sobre su creación. Transcurrió una década más mientras examinaba
cuidadosamente cuanto Karn le había contado y lo cotejaba con muy poca información. Las
estrellas no estaban desperdigadas por el firmament siguiendo una formula. Su posición era
fortuita, al igual que sus movimientos. No giraban alrededor del mundo. Un año de observación
lo demostró así. Se movían de forma aleatoria, como si poseyeran voluntad propia. El efecto era
muy sutil, y Memnarch solo reparó en él gracias al intelecto que Karn le había proporcionado.

Mientras estaba allí, hipnotizado por la sutil danza de las estrellas en el cielo de Argentum, supo
con certeza que aquellos alfilerazos de luz no eran obra de Karn. Eran criaturas vivientes,
comoél no había visto nunca en Dominaria.

–¿Dónde os encontró Karn? –preguntó al cielo.

Memnarch conservaba todavía los recuerdos de todo lo que había visto en Dominaria en su vida
anterior. No había vuelto a pensar en aquella vida desde que Karn lo recreara cono Guardián de
Argentum. Pero el hallazgo de unas criaturas vivas en aquel mundo estéril y matemáticamente
perfecto trajo consigo una riada de imagines. Memnarch había sido antaño un orbe de espejos,
una esfera perfecta, la forma geométrica más básica y por tanto más estable…, o al menos eso
había creído Karn. Memnarch había sido los ojos y oídos de Karn en Dominaria.

Un siglo después de que fuera repelida una invasion de aquel mundo –la invasion que convirtió
a Karn en un caminante de los planos– el golem de plata había enviado una sonda. Una sonda
llamada el Mirari.

Aquella había sido la primera vida de Memnarch.

Esférico o no, el Mirari era imperfecto. De su interior brotaba un poder que infundía a quienes
lo rodeaban ilusiones de grandeza. Mucha muerte y mucho sufrimiento había provocado la
influencia del Mirari sobre el pueblo de Otaria, el lugar en el que se había posado. Memnarch
dejó que aquellos recuerdos fluyeran por su mente y sintió pesar. Ya no era el causante de
aquellos trastornos. Ahora era un ser diferente. Ya no era solo una sonda. Poseía libre albedrío,
otorgado por Karn para que pudiera manejar con más facilidad el poder de aquel cuerpo. Y sin
embargo, una sensación de inquietude embargó a Memnarch al pensar que era el responsible
del caos provocado por su presencia en Dominaria.

Mientras se encontraba allí, contemplando el sutil y caótico movimiento de las criaturas-


estrella, se le ocurrió la idea de que el resto del ordenado mundo de Karn se beneficiaría de la
adición de un poco más de caos.

–Karn se equivocó al omitir la influencia de Dominaria en la creación de este mundo –observó


mientras regresaba a los jardines del palacio.

Sí, hubo muerte y destrucción en Dominaria. Puede que Karn hubiera hecho bien al apartar los
ojos de aquel mundo, pero Dominaria albergaba también muchas maravillas. Memnarch
recordó los feroces y verdes bosques. Había visitado ciudades de coral multicolor bajo las olas y
montañas de color óxido, coronadas por una nieve que amenazaba con alcanzar el cielo azul.
Había recorrido vastas llanuras de hierba y mieses que se extendían de uno a otro extreme del
horizonte. Y había visto gente de color bronce y negro, azul y marrón. Como el Mirari, había
atestiguado la existencia de criaturas de todas las formas y colores imaginables. Aquel mundo
había sido un lugar vivo y colorido.

«Desde luego –pensó–, los habitants de Otaria fueron en última instancia los responsables de la
destrucción y las guerras que yo inpiré cuando era el Mirari, pero la gente es también la que
crea la vida, y esto es lo que lo falta a este lugar. Sin vida, este mundo es un sitio muerto…, un
sitio hermoso y muerto.»

¿Tan peligroso sería traer aquí parte de ese mundo? ¿No se vería enriquecida la matemática
perfección del nuevo mundo de Karn con la introducción de los mejores elementos del antiguo?
Memnarch no podia dejar de pensar que aquel paralizado y monocromo mundo necesitaba un
brochazo de color, una pequeña inyección de vida, una cierta incertidumbre que limara la
aspereza de su fachada fractal.

–Las sondas de Karn exploraron muchos más mundos –dijo Memnarch al llegar a las puertas del
palacio–. ¿Por qué limitarse a emular sus rasgos? Tengo el multiverse entero a mi disposición.
Todos los conocimientos e investigaciones de Karn se encuentran entre estas paredes. Trajo las
criaturas-estrella de algún lugar. Tal vez también yo pueda aprender a enviar sondas y traer
otras criaturas. Podría rehacer este mundo, convertirlo en un mundo vivo y vibrante.

Cuando se disponía a abrir las puertas del palacio, reparó en que había una mancha negra
dentro de la sala de guardia.

–¿Qué es eso? –preguntó el hombre de metal–. ¿Una imperfección en el mundo perfecto? No


podemos consentirlo.

Entró en la sala de guardia y se incline para limpiar la aceitosa mancha. El espeso líquido se
transfirió rápidamente a su dedo de plata. Entonces lo frotó entre el indice y el pulgar hasta
hacerlo desaparecer.

–Ya está –dijo el Guardián–. Y ahora, a trabajar. Es horade que deje mi sello en Argentum.

Un pensamiento repentino se abrió paso por su mente.

–Argentum es un nombre terrible para esta tierra –se dijo. Ignoraba dónde se había originado el
pensamiento, pues se había extendido rápidamente por toda su matriz, pero parecía tan
atinado que no pudo pasarlo por alto. Otra idea germinó en su interior.
–Bautizaré esta tierra en mi honor –exclamó–, en honor a mi antigua vida y la nueva. La llamaré
Mirrodin.

Memnarch empezó a canturrear mientras entraba en el castillo.

El aceite ya se había infiltrado en la psique del Guardián, pero todavía no había llegado el
momento de hacerse con su control. Por el momento, debía crecer y dividirse. Crecer y
dividirse. Aquella era la primera regla de todo organismo, en especial uno que, como él, había
sido concebido como arma. Durante lo que había parecido una eternidad, el aceite había
permanecido inactivo, esperando a desencadenarse sobre un mundo nuevo. La guerra para la
que había sido creado había terminado hace tiempo, pero cuando llegó aquella pareja de
viajeros, despertó una vez más y los siguió hasta este nuevo, este pristino mundo.

Dividirse y crecer. Dividirse y crecer. Aqeulla era la primera regla. Dividirse y crecer hasta infectar
el mundo entero. Ya había tiempo más adelante para contaminar y controlar. Por ahora, solo
debía dividirse y crecer.

Capítulo 1

La Maraña
Glissa se detuvo y alzó la mano para indicar a Kane, situado tras ella, que hiciera lo mismo. Los
dos elfos se agacharon al borde de la terraza y escudriñaron el follaje verdín buscando algún
rastro de la presencia del vórrac. Glissa se pasó las garras metálicas por el pelo para ponerse lo
negros y largos mechones detrás de las puntas de las orejas. Llevaban toda la mañana siguiendo
a la bestia por la Maraña, y la respiración entrecortada que oía a su espalda indicaba a Glissa
que Kane estaba empezando a cansarse de la cacería.

–Él también está cansado, amigo mío –le dijo con un susurro mientras se inclinaba sobre el
borde irregular de la terraza. Con mucho cuidado para no arañar el metal de sus antebrazos al
apoyarse, Glissa se asomó por encima del borde. El saliente de apagado color verde que
sobresalía del tronco metálico formando una amplia superficie semicircular era dentado e
irregular. Aquí y allá sobresalían estrechas espiras de sus bordes, formando ángulos agudos.

Era la típica terraza arbolada de la Maraña, con una sola diferencia: ésta era un callejón sin
salida. La bestia no podía haber ido muy lejos. Glissa la había conducido hasta allí porque sabía
que su única vía de escape sería una caída de más de treinta metros.

Avistó al vórrac exactamente donde esperaba. La bestia estaba arañanado el metal que rodeaba
un pliegue del tronco del gran árbol. De su hocico brotaban volutas de vapor mientras resoplaba
y husmeaba el aire gélido. Sus ojos rojizos perforaban el vapor, saltando de acá para allá,
buscando una salida de la terraza.

Glissa sabía que no había salida. Las gruesas piernas de la bestia eran demasiado cortas para
que pudiera regresar de un salto al lugar en el que Kane y ella estaban agazapados, y ni siquiera
sus duros colmillos y cuernos podrían abrirse camino a través de un árbol de la Maraña.

El vórrac se apartó del pliegue, volvió a resoplar, y entonces, arañando con los cascos el suelo
metálico de la terraza, se precipitó de cabeza contra el árbol. Cuando se encontraba muy cerca,
ladeo la cabeza y se impulsó con las patas traseras para golpearlo de costado. Los cuernos
cortos que tenía encima de las patas resbalaron sobre el metal mientras una de las
protuberancias curvas que jalonaban su costado se introducía en el pliegue y se partía. Por un
momento, la bestia quedó aturdida por el impacto.

–Ésta es nuestra oportunidad –susurró Glissa mientras desenvainaba la daga que ceñía al muslo.
Sin aguardar una respuesta saltó a la terraza inferior, rodó para minimizar el impacto y, en un
mismo movimiento, se levantó y echó a correr hacia la bestia. Vio que el vórrac entornaba sus
rojizos ojos y aceleró.

El animal se apartó del tronco del gran árbol y se precipitó hacia ella, resoplando mientras
corría. Solo tuvo un momento para pensar. Aminoró ligeramente y lo observó. En cuanto vio
que la bestia bajaba la cabeza, Glissa saltó por encima de ella. Los cuernos que sobresalían de la
columna de la bestia estuvieron a punto de alcanzarla cuando el vórrac se detuvo y se revolvió
tratando de golpearla.

Glissa volvió a rodar por el suelo y lanzó una estocada hacia arriba al aterrizar de espaldas. El
arma se clavó en el flanco desprotegido del vórrac. La sangre manó a borbotones y Glissa supo
que había alcanzado el corazón. Rodó sobre el estómago trató de hundir la daga más
profundamente, pero la bestia se apartó de ella y se encaminó con andares pesados hacia el
borde de la terraza dejando tras de sí un reguero de sangre.

–¡Deténlo! –Gritó Glissa mientras se ponía de pie. Kane arrojó la daga al vórrac, pero la hoja
rebotó en un cuerno y cayó al suelo con un ruido metálico. Glissa corrió en pos del vórrac, que
se acercaba al borde sin que pareciera que tuviese la intención de detenerse. La elfa viridiana
dio un salto y cogió a la bestia herida por los cascos en el mismo momento en que ésta saltaba
sobre el borde. Cayó con fuerza sobre el metal verde y siguió avanzando a tumbos arrastrada
por el peso del vórrac, que amenazaba con hacerla caer.

–¿Estás herida? –preguntó Kane mientras ella trataba de aferrarse a la bestia, todavía viva.

Su voz sonaba como si Glissa la estuviera oyendo desde el interior de una profunda caverna,
resonaba a su alrededor como un eco, mientras los pasos de su amigo parecían prolongarse
eternamente. Sacudió la cabeza para aclarar sus pensamientos, pero entonces la tenue luz de
las lejanas lunas empezó a enfriarse y ennegrecerse y Glissa se sumergió en la oscuridad.

* * * * *

Glissa abrió los ojos. El apagado verde del metal de los árboles de la Maraña había sido
reemplazado por el color pardo de unos árboles extraños. Unos tallos bajos y verdes coronados
por suaves cúspides de colores salpicaban el suelo a su alrededor mientras, por encima de ella,
una luz dorada caía a raudales sobre millares de brillantes pétalos verdes. Estaba bañada en
una luz y calidez que nunca había conocido en la Maraña, donde la única luz era la que provenía
de las estrellas del cielo y de unas lunas lejanas que nunca ascendían sobre las copas de los
árboles. Y, sin embargo, de lagún modo, aquel mundo brillante y colorido le resultaba familiar.

Frente a ella, la tierra era suave y húmeda, y una materia de color marrón se le pegaba a la
ropa y la cara. Se puso de pie y se limpió los miembros y la ropa. Bajó la mirada y no reconoció
su propio cuerpo. El cobre de sus antebrazos había sido reemplazado por una piel pálida y
suave. Sus garras de metal habían desaparecido y las piernas eran de color rosado, no del verde
pálido del cobre bruñido. No había metal alguno en su cuerpo. En vez de ello, parecía cubierto
por una piel suave y rosada que a duras penas podría protegerla de los rigores y las asperezas
de la Maraña.
Su justillo de piel de vórrac también había desaparecido. Ahora se cubría con hebras de
enrredadera marrón, entretejidas con petalos verdes para crear una falda y una blusa sueltas.
Pasó las manos de carne, sin garras, por la falda y sintió la suavidad de los pétalos contra la
calidez de sus nuevas manos. Una palabra acudió a sus pensamientos sin ser convocada.

–Hojas –dijo.

Tal cosa no existía en la Maraña. Sólo el metal: cobre cubierto de materia descompuesta, la
excrecencia de apagado color verde que teñía todo cuanto existía en aquel bosque.

Glissa recorrió con la mirada el extraño bosque, tratando de encontrar algún hito en el paisaje
que pudiera reconocer, pero el lugar hacía gala de una notable semejanza. Todos los árboles
crecían rectos hacia el cielo y extendían una miríada de ramas erizadas de hojas en todas
direcciones. No había arqueadas terrazas tendidas a grandes alturas; ni espiras curvas que
marcasen el camino; ni gelfrutos luminosos colgados de las ramas de los árboles para alumbrar
la marcha. Sobre ella no había más que hojas y aquella luz brillante y amarilla.

Entonces lo vio: un extraño resplandor que pasaba entre los árboles. Al principio pensó que se
trataba de la luz de la luna, pero era una luz demasiado blanca, y la luna azul nunca brillaba con
tanta fuerza a tan baja altura. Sin apartar la mirada de ella, Glissa empezó a acercársele. No se
dio cuenta de que había empezado a moverse hasta que hubo pasado entre varios de los
extraños árboles marrones y el resplandor cobró mayor intensidad. Ordenó a sus piernas que se
detuvieran, pero el control de su cuerpo ya no le pertenecía. Avanzó tambaleándose por el
extraño bosque, aproximándose cada vez más a la extraña luz.

Trató de sujetarse a alguna rama o árbol al pasar a su lado, pero la espereza de la superficie le
hería la blanda carne y le lastimaba las palmas de las manos mientras las piernas seguían
avanzando. El resplandor creció delante de ella. Ahora parecía extenderse hasta las copas de los
extraños árboles. Frustrada, Glissa alzó los brazos hacia la dorada luz que caía del cielo y lanzó
un grito. Y, como si estuvieran respondiendo, unos zarcillos de energía verde, más brillantes que
un gelfruto, envolvieron sus manos y empezaron a ascender por sus brazos. Sacudió las manos,
tratando de quitarse de encima la energía, pero esta continuó creciendo y tendiendo sus ramas,
como los árboles que la rodeaban. Le consumieron los brazos y le empezaron a reptar por el
cuello en dirección a la cara.

* * * * *

Glissa volvía a estar en la Maraña. Yacía en el borde de la terraza, con la pata del tembloroso
vórrac aún en la mano. Todavía oía sus gritos a pesar de que tenía la boca cerrada. Bajó la
mirada hacia la bestia herida y vio que había un rastro de energía de color verde recorriendo las
puntas de sus garras. Con un jadeo, se apartó y soltó al vórrac, que cayó en picado hacia el
lejano suelo. Los zarcillos de energía permanecieron un momento en sus garras, y entonces se
perdieron en la terraza. Sintió que una pequeña descarga eléctrica recorría su cuerpo. Cuando
levantó la mirada, Kane estaba a su lado, con el entrecejo fruncido de preocupación. ¿También
él había visto la energía? No se atrevía a preguntarlo.

–Estoy bien –respondió a la pregunta que no le había formulado.

–¿Ha sido otra llamarada? –preguntó Kane mientras le ofrecía la mano.

Glissa asintió y se sujetó al brazo de su amigo para ponerse en pie, pero entonces se quedó
mirando sus miembros entrelazados como si fuera la primera vez que los veía. La llamarada
había sido tan real que la visión del metal que crecía en la carne y la carne fundida con el metal
parecía de algún modo irreal. Sus brazos resplandecieron al relfejarse la tenua luz de las lunas
en su apagada y flexible superficie metálica. La peil de Kane se estiró al doblar el codo y
flexionar los músculos. El metal se fundió de forma natural con la suave y pálida carne del
hombro del elfo: la misma piel que Glissa había visto recubriendo todo su cuerpo.

¿Por qué le parecía tan raro que sus partes metálicas se movieran de aquel modo? ¿Por qué la
imagen de la llamarada parecía más... normal?

–Últimamente son más numerosas –dijo al fin, para llenar el incómodo silencio. Trató de evitar
la mirada de Kane pero, ¿era la extraña llamarada que había experimentado o el cosquilleo que
había sentido al tocarse Kane y ella lo que la había dejado sin palabras?

–Siempre ocurre así cuando nos acercamos a la ceremonia de rechazo –respondió él mientras,
aparentemente impasible, se ponía en camino–. Esta mañana, cuando estaba de servicio, casi
me desplomo frente al Árbol de los Cuentos. Uno de los ancianos trols tuvo que sujetarme
cuando estaba entrando en el Árbol. –Debió de ver la consternación de su rostro, porque
continuó–. No hay de qué preocuparse. Las llamaradas no son más que recuerdos antiguos que
salen a la superficie. La ceremonia de rechazo se encargará de ellos.

–Eso es lo que me preocupa –balbuceó ella–. Las llamaradas que he experimentado no pueden
ser recuerdos. Siempre estoy en un extraño bosque, con una brillante luna amarilla en lo alto
y..., y...

Su voz se fue apagando y bajó la mirada hacia su propio cuerpo. Éste era real; el de la llamarada
no lo era. ¿Cómo iban a ser normales unos brazos y unas piernas de carne? ¿Y qué era aquella
energía? Eso nunca había ocurrido antes.

–¿Y qué? –preguntó Kane.


Glissa dio un salto y se sujetó a la terraza superior, hundiendo las garras con facilidad en la
superficie dentada de metal, mientras pensaba en contarle a Kane todo lo demás: el extraós
cuerpo de carne, el mágico fulgor, los zarcillos de energía. Sacudió la cabeza. Kane llevaba un
centenar de ciclos siendo su mejor amigo..., el único amigo que había vuelto a su lado después
de la última ceremonia de rechazo, tuvo que recordarse.

En aquel entonces creía que la ceremonia era una conspiración de los trols para controlar a los
elfos negándoles su pasado, y había cometido el error de pedir a sus amigos que no tomaran
parte en ella. Al final, había terminado por someterse a la siguiente ceremonia para librarse de
aquel recuerdo. La mayoría de sus antiguos amigos, furiosos con ella por haberse perdido el
rechazo, le habían dado la espalda. Todos salvo Kane.

Tomó una decisión. Esta vez se guardaría sus pensamientos.

–Nada –dijo al llegar a la terraza superior–. No era nada. Solo una llamarada estúpida, una
llamarada extraña y estúpida.

En su fuero interno continuaba buscando respuestas. Si las llamaradas eran recuerdos antiguos
que desbordaban los límites de las partes clausuradas de su mente, ¿por qué veía ella un
mundo que no era el suyo? ¿Por qué no dejaba de verse como una criatura pálida y hecha de
carne en un bosque de tonalidades suaves? Había pasado toda su vida en la Maraña y nunca
había visto nada semejante. Estaba segura de que había algo que los trols no le habían contado
a su raza, pero esta vez buscaría la verdad por sí misma.

–Vamos –dijo–. Tenemos que recoger ese vórrac antes de que alguien se atribuya su captura.

–Ya no servirá más que para comer –dijo Kane–. Ni siquiera hará falta que tu madre pique la
carne.

Mientras los dos guerreros se marchaban en busca del cadáver del vórrac, Glissa pensó en la
inminente ceremonia del rechazo y su decisión de evitarla. Sabía que era lo que debía hacer.
Tenía que conservar sus recuerdos si quería averiguar la verdad sobre los trols. Los recuerdos
eran importantes. ¿Por qué no se daba cuenta de ellos el resto de los elfos? Pero si quería
librarse de los rechazos tenía que aprender a reprimir los aspectos físicos de las llamaradas.
Serían cien ciclos muy largos si se desplomaba cada vez que experimentaba una llamarada.

Miró a Kane mientras preparaban la carne del vórrac. Tal vez debiera revelarle sus planes
aunque no le hablara del contenido de las llamaradas. Puede que él la comprendiera. Puede
que hasta se uniera a ella y decidiera saltarse la ceremonia. Por otro lado, era un Elegido de Tel-
Jilad: protector de los trols y de Tel-Jilad, el Árbol de los Cuentos. ¿Y si informaba a los ancianos
de su plan? Puede que la obligaran a participar en la ceremonia. Tendría que correr el riesgo,
decidió. Tenía que contárselo a alguien y Kane era su único amigo. Lo necesitaba a su lado.

–¿Por qué no vienes a cenar estofado esta noche? –le preguntó con toda la naturalidad que
pudo.

Kane sacó la daga de las costillas del vórrac y le sonrió.

–Suena bien –dijo–. Tengo guardia toda la noche. Un poco de vórrac asado me ayudará a
mantenerme caliente.

* * * * *

De pie en el umbral de la puerta, Kane parecía incómodo con su librea de centinela. Estaba
hecha de placas de sierpescoria y tenía el cuello más alto y llegaba más abajo en los muslos que
el traje de cuero con el que cazaba. Las placas estaban entrelazadas, y emitían un leve
traqueteo cuando cambiada el peso de pierna. Era una armadura llamativa, de un rojo apagado
en medio del mar de verdor que era la Maraña. Sólo a los guerreros que custodiaban el Árbol de
los Cuentos se les permitía llevarla, pero las placas causaban una cierta rigidez que, pensaba
Glissa, podía restringir la libertad de movimientos de un guerrero. Le había dicho a Kane que
ésa era la razón por la que había rechazado el puesto cuando se lo ofrecieron. Pero la verdadera
razón era algo que probablemente él no habría querido oír.

Sonrió a su amigo y le dijo:

–Pasa. No tienes que esperar en la puerta como un desconocido. La cena casi está lista. –Al
pasar a su lado, Glissa advirtió que se había cepillado el corto y negro cabello y se había lustrado
los brazos y las piernas después de la cacería. El relieve cobrizo de las runas que le habían
grabado al convertirse en uno de los Elegidos relucía a la luz del gelfruto que colgaba del techo
de la estancia principal.

Un nuevo escalofrío recorrió la columna vertebral de Glissa. Se preguntó si el lustre sería para
impresionarla a ella, a su madre o a los trols. Puede que a los tres, pensó, aunque le habría
gustado que fuera sólo para ella.

Condujo a su amigo hasta la estancia principal y se sentó a la mesa con él. Glissa sabía que su
casa siempre lo había impresionado. Era más grande que la mayoría de las casas viridianas. La
sala principal parecía el hueco de un nudo enorme cortado del árbol de la Maraña. La puerta
circular daba a una sala que era lo bastante grande para alojar la cocina, el salón y el comedor.
De la habitación salían, en ángulos agudos, las típicas espiras que formaban aposentos y
alacenas.
La casa tenía sólo cuatro habitantes –Glissa, su madre, su padre y Lyese, su hermana pequeña–,
pero su padre era una figura importante en la Maraña y nunca renunciaría a la comodidad o la
seguridad de la casa, aunque fuera demasiado grande para sus necesidades. Estaba situada
cerca del centro de la Maraña, y en una de las terrazas superiores, en las que nunca se
aventuraban los niveladores. A Glissa le encantaba la casa y la posición de su familia, que les
permitía vivir en ella, aunque la presión que suponía ser la hija de quien era la mantenía a
menudo apartada de sus iguales.

–¿Dónde está todo el mundo? –preguntó Kane, sacándola de sus ensoñaciones.

–Vistiéndose de gala, como tú –dijo Glissa. Ella todavía llevaba el justillo de caza, pero había
encontrado tiempo para recogerse el cabello. Su madre incluso le había prestado un poco de su
preciosa agua para lavarse la sangre de las manos y la cara.

–Yo..., eh..., entro de guardia después de la cena –dijo Kane–. Tenía que ponerme...

Glisa le dio un codazo en las costillas y se echó a reír.

–No hace falta que te disculpes –dijo–. Cuando te pones así, es demasiado fácil tomarte el pelo.
Mi madre ha salido a buscar agua al pilón de la lluvia y mi padre tenía un importante asunto que
atender en el consejo. Lyese está en su espira poniéndose guapa. Creo que le gustas.

Kane se ruborizó.

–Si le doblo la edad. No ha estado ni en una ceremonia de rechazo. Creo...

Glissa se echó a reír otra vez.

–No te preocupes por ella, todavía es una niña. No sabe que en la vida hay cosas más
importantes que los varones.

Kane la miró como si creyera que fuera a echarse a reír de nuevo, pero en lugar de hacerlo,
Glissa se acercó su silla a la de él.

–Escucha –dijo–. Me alegro de que podamos estar un momento a solas. Tengo algo importante
que decirte.

–¿Ah, sí? –dijo Kane. Una sonrisa vacilante se dibujó en sus labios–. ¿Hay alguien...?

Glissa levantó la mano.

–No –dijo–. No se trata de eso. Todavía no estoy preparada para emparejarme. Soy una
guerrera, no una esposa.
–Entonces, ¿por qué no te uniste a los Elegidos?

–No lo sé –respondió ella, y era verdad–. Siempre he sentido que mi camino conducía a otro
sitio.

–Lo sé –dijo Kane–. A un lugar adonde nadie podrá seguirte. Para vivir tu vida lejos del mundo.
¿Cuándo vas a unirte a nosotros y vivir aquí, en la Maraña?

–De eso quería hablarte –dijo Glissa. Se miró las manos y recordó la llamarada, la carne pálida y
los mágicos zarcillos de energía–. No voy a acudir a la ceremonia de rechazo.

–¿Qué? –exclamó Kane, y a punto estuvo de derribar la silla al levantarse.

Glissa miró a su amigo.

–¿Por qué experimentamos las llamaradas?

La sencillez de la pregunta hizo resoplar a Kane.

–Las experimentamos porque los recuerdos son demasiado dolorosos para seguir
conteniéndolas en nuestro interior. Para eso necesitamos la ceremonia de rechazo: para purgar
los recuerdos y acabar con el dolor.

Glissa alargó el brazo y obligó a Kane a sentarse de nuevo.

–Eso es lo que dicen los trols, pero ¿por qué no participan ellos en la ceremonia?¿Por qué
escriben nuestra historia en el Árbol de los Cuentos? Si los recuerdos son tan dolorosos, ¿para
qué conservarlos?

–¿Otra vez con eso? –preguntó–. Los trols no son nuestros enemigos, Glissa. Inscriben nuestra
historia en el Árbol de los Cuentos para que podamos olvidar. Quienes quieren conocer nuestro
pasado consultan a los trols ancianos. Los demás quedamos libres de ella.

Glissa le cogió la mano y lo miró a los ojos.

–Quiero que me comprendas –dijo–. He leído el Árbol..., todo él. El Árbol de los Cuentos sólo se
remonta unos pocos centenares de ciclos. Las runas más antiguas se han borrado. Sé que hay
cosas en nuestra historia que no nos han contado. El único modo de averiguar lo que los trols
nos esconden es no participar en la ceremonia. Tengo que hacerlo, Kane, y me gustaría que me
ayudaras. Necesito tu apoyo. Te..., te necesito.

Kane pasó largo rato mirando al suelo. Glissa se preguntó si el afecto que le profesaba bastaría
para vencer a una vida entera de obediencia. No fue así.
–No..., no puedo –dijo finalmente–. Mira, yo creo en los trols. Siempre se han portado bien con
nosotros. Los sirvo, por las llamaradas. No puedo desafiarlos.

–No vas a contárselo a nadie, ¿verdad? –dijo Glissa, mientras se preguntaba si su exceso de
confianza sería de nuevo su ruina.

Kane aspiró profundamente.

–No –dijo–. Eres mi amiga. Guardaré tu secreto. Pero ¿por qué me lo has contado?

–Porque..., porque me importas, Kane –dijo Glissa. Antes de que él pudiera reaccionar, añadió
apresuradamente–: Y mis llamaradas han estado empeorando. Necesita ayuda.

–Buenas noches, Kane –dijo una voz melodiosa detrás de ellos.

Glissa levantó la mirada, vio que su hermana pequeña estaba bajando de un de los aposentos
de las espiras y exhaló un largo suspiro.

–Mañana seguiremos hablando –le dijo a Kane en voz baja–. Creo que van a monopolizar tu
tiempo.

Lyese estaba preciosa. Glissa tenía que admitirlo. Era más alta que ella y tenía los brazos y las
piernas lustrosos y brillantes. Sus cobrizos miembros prácticamente refulgían a la luz del
gelfruto de la sala. Glissa nunca se molestaba en lustrárselos porque el sedimento la ayudaba a
esconderse entre los árboles de la Maraña, pero Lyese no sentía el menor interés por la caza
salvo cuando Kane estaba presente. Glissa sabía que si no cedía a los fuertes sentimientos que
albergaba por Kane, perdería a su único amigo en brazos de su insistente hermana pequeña.

Aquella noche, Lyese tenía pequeños gelfrutos trenzados en la larga cabellera que, mientras
bajaba la escalera, le daban una presencia radiante, casi angelical. «Sí, esta noche está de caza»,
pensó Glissa.

–Me encanta tu uniforme, Kane –dijo Lyese mientras se lo llevaba al salón próximo a la puerta–.
Cuéntame algo sobre los trols. Padre nunca habla de ellos.

Kane lanzó una mirada desesperada a Glissa, pero por suerte para ambos, su madre regresó
entonces con el agua.

–Buenas noches, Kane –dijo al pasar por el salón de camino a la cocina–. La cena estará en
seguido. Lyese, ¿quieres ayudar a Glissa a poner la mesa?

Kane se sentó y exhaló un suspiro de alivio. Glissa lo miró un momento. «¿Ten terrible sería
establecerse y formar un hogar con Kane?», pensó. No, no tendría nada de terrible. Pero no era
lo que ella quería. Nunca podría ser como Lyese. Para Glissa, la vida era algo más que
apariencia, modales y conformidad. Si Kane y ella iban a vivir juntos, sería como iguales... si es
que él estaba a su altura.

* * * * *

Cuando el padre de Glissa llegó a casa, todos se sentaros a la mesa. La madre sirvió media jarra
de agua a cada uno y luego pasó un plato de crujientes babosas del moho como aperitivo y una
bandeja llena a rebosar de filetes de sierpescoria. Kane probó su filete y dijo:

–Estaba convencido de que ibais a preparar un estofado con el vórrac que Glissa despeño por
ese saliente, señora.

–Lo habría hecho –repuso la madre de Glissa–, pero esta semana ya hemos usado casi toda la
ración de agua y Lyese detesta el estofado con sangre, de modo que he cambiado la carne por
una ración extra de agua para los filetes, espero que no estén demasiado secos.

Kane bajó la mirada hacia el filete a medio comer que había en su plato y sonrió con cierto aire
de timidez.

–Están riquísimos, señora.

Glissa se volvió hacia su padre y preguntó:

–¿El consejo ha hablado de la sequía esta noche, padre?

Su padre respondió con la boca llena:

–Sí. Por ahora, hasta que las estrellas nos traigan más lluvia, tendremos que seguir con el
racionamiento. Brynn ha estado estudiando las estrellas y asegura que ahora hay menos que en
la última ceremonia de rechazo. Dice que por eso llueve menos.

–¿Y vos lo creéis? –preguntó Lyese–. Quiero decir, ¿cómo puede haber menos estrellas?¿A
dónde se han ido?

–No lo sé –replicó su padre–, pero cada ciclo que pasa la lluvia escasea más y el nivel de las
cuencas empieza a ser peligrosamente bajo. Esta noche he sugerido en el consejo que
redujéramos más aún las raciones para aumentar las reservas en las próximas semanas.
Necesitaremos un excedente antes de la ceremonia de rechazo. Después de las ceremonias, las
primeras semanas son siempre caóticas.

–Parece sensato –dijo Glissa–. ¿Qué ha dicho el consejo?


–Brynn respaldaba la idea, pero casi todos los demás refunfuñaron –respondió su padre–. Les
preocupa la reacción de la gente. Mucho viridianos empiezan a tener problemas con las
raciones actuales.

–¿Cuánto falta para la ceremonia? –preguntó Lyese.

–Seis semanas. Mira las lunas, Lyese. Cada rotación se ven un poco menos. Por eso ha
oscurecido tanto. Cuando no salga ninguna de las cuatro lunas, todos los viridianos marcharán a
la Rádix, en el centro de la Maraña.

«Todos los viridianos menos uno», pensó Glissa.

El resto de la velada transcurrió de forma muy similar. Glissa, su padre y Kane hablaban de
negocios, de los trols y de la inminente ceremonia, mientras disfrutaban de la cena preparada
por su madre. Ésta era la parte de su vida que más gustaba a Glissa: cuando la cacería había
terminado y podía relajarse con su familia, incluida Lyese. Puede que por esa razón hubiera
rechazado la oferta de unirse a los Elegidos. No lo sabía muy bien. Había pasado meses dándole
vueltas a la decisión. Una posición entre los Elegidos le habría proporcionado mayor acceso a
los secretos de los trols, pero no le había parecido bien. Puede que no fuera su destino estar
entre los Elegidos, pero, en tal caso, ¿cuál era?

Aquella noche, Glissa se fue a la cama con muchos pensamientos preocupantes en la cabeza:
Kane, su familia, los Elegidos, la ceremonia. Y, especialmente, la extraña llamarada. «Mañana le
hablaré a Kane de las llamaradas –se dijo mientras daba vueltas en el lecho y cerraba los ojos–.
Puede que entonces acceda a ausentarse de la ceremonia y me ayude a averiguar la verdad
sobre la historia viridiana.»

* * * * *

Algún tiempo más tarde, Glissa despertó con la sensación de que no estaba sola.

–¿Madre? –preguntó al oscuro aposento–. ¿Lyese?

Oyó unos ruidos y le pareció ver que se movían varias formas en la oscuridad, pero tenía los
ojos soñolientos y hasta sus propias manos se veían borrosas cuando se las ponía delante del
rostro.

Cerró los ojos y dejó que sus sentidos de guerrera tomaran el control. Sin duda, algo estaba
moviéndose en la oscuridad, cuatro criaturas de gran tamaño que avanzaban hacia ella. Alargó
la mano hacia su daga, pero antes de que pudiera alcanzarla, la más cercana de las formas se le
echó encima y la inmovilizó contra las mantas de pieles. El intenso olor a pelaje llenó sus fosas
nasales. Era un ser enorme y le sujetaba brazos y piernas para impedir que se levantara de la
cama. Parecía todo manos y pelaje.

Glissa aspiró hondo para lanza un grito, pero la criatura le tapó la boca con otra mano. ¿O era
una segunda criatura?¿Y cuántas manos tenían? Glissa sintió que la levantaban de la cama y se
resistió, tratando de escapar de sus atacantes. Logró soltar una mano y arañó lo que esperaba
que fuera la cara de la bestia. Oyó el sonido que hace la carne al desgarrarse, pero entonces
volvieron a sujetarle la mano.

Antes de que pudiera soltarse de nuevo, le pusieron un saco por la cabeza y lo ataron a la altura
de la cintura, atrapándole los dos brazos. Lanzó un grito, pero el cuero del saco debió de
amortiguar el sonido porque no hubo respuesta ni el menor eco dentro de la estancia. Glissa
trató de sacar los brazos, pero una de las criaturas la levantó en volandas y le apretó los brazos
contra el cuerpo con más fuerza aún. Casi no podía ni respirar, y mucho menos gritar o
resistirse, y entonces las criaturas la sacaron de su espira-aposento y se la llevaron a la Maraña.
Capítulo 2

El Árbol de los Cuentos

Glissa se concentró mientras la llevaban por la Maraña –subiendo árboles y cruzando terrazas–
y trató de grabar en su mente la ruta que estaban siguiendo. La criatura que la llevaba era muy
ágil, y subía y bajaba por los árboles con tanta facilidad como se movía por las terrazas.

Ninguno de sus atacantes había hecho el menor ruido, pero a juzgar por su olor y su tacto,
debían de ser trols. Solo los había visto durante las ceremonias. Eran los sacerdotes de la
Maraña y permanecían dentro del Árbol de los Cuentos salvo en los días sagrados, pero que ella
supiera, no eran capaces de trepar. Durante los rituales siempre se movían lenta y
solemnemente, flanqueados por los Elegidos de Tel-Jilad. Nadie salvo los elfos o los trols
conocía tan bien la Maraña para moverse con aquella rapidez. Las dos razas habían vivido juntas
en la Maraña durante cientos de ciclos. Por un momento, se le pasó por la cabeza la idea de que
Kane les hubiera contado sus planes, pero no podía creer que él la hubiera traicionado.

Casi había conseguido sacar una mano de la bolsa cuando sus secuestradores se detuvieron. A
juzgar por la distancia que habían recorrido y el número de árboles a los que habían trepado,
debían encontrarse en lo alto del Árbol de los Cuentos, pero no conocía otras entradas al gran
árbol más que la principal, situada en la base, donde montaban guarida los Elegidos y donde
Kane estaría montando guardia en aquel mismo momento.

Glissa oyó un ruido tras ella. Sonaba como si alguien estuviera cortando con una daga la rama
del árbol de la Maraña. Entonces, volvieron a ponerse en marcha. Glissa empezó a perder la
orientación. Estaban ascendiendo, pero no trepando ni saltando de terraza en terraza. Las
pisadas de la criatura eran regulares, como si estuviera andando, pero Glissa sentía un duro
topetazo a cada paso que daba. Era como si estuvieran subiendo por una espira, pero era
imposible que siguieran haciéndolo durante tanto tiempo.

Volvió a gritar y la criatura le sujetó las piernas y la espalda con más fuerza para obligarla a
guardar silencio. La fuerza de sus brazos le arrancó todo el aire de los pulmones. Los cuernos y
protuberancias que sobresalían de la espalda de la criatura se le clavaron en el estómago.
Estuvo a punto de perder el conocimiento a causa del dolor, pero en ese momento la dejaron
caer al suelo y pudo volver a respirar. Gritó una vez más y entonces le quitaron la bolsa de la
cabeza.

–¿Dónde estoy? –exigió.


–A salvo –respondió una voz áspera.

Glissa miró alrededor. Cuatro trols la rodeaban. Eran criaturas de aspecto achaparrado, aunque
tan altas como los elfos. Puede que fuera porque sus cabezas quedaban hundidas entre los
hombros metálicos, lo que les hacía parecer jorobados. En aquel momento, dos de ellos estaban
en cuclillas. Sus gruesas rodillas de cobre estaban dislocadas, y para no caer al suelo se
apoyaban en los largos brazos metálicos. Glissa había visto a los trols mantener esa posición
horas enteras durante las largas ceremonias. Parecía la postura preferida por las enormes y
jorobadas criaturas.

«Debemos de estar dentro del Árbol de los Cuentos,» pensó. Los trols debían de haberla
llevado allí por una entrada secreta. Eran rápidos y ágiles, tan buenos escaladores como los
elfos viridianos, si no mejores, y se decía que utilizaban entradas secretas para llevarse a los
disidentes.

–¿Qué queréis de mí? –preguntó.

–Protegerte –respondió el trol que había hablado antes–. La convergencia se aproxima.

Su cabeza grisácea estaba completamente desnuda, a excepción de tres protuberancias de colo


cobrizo, y carecía de frente. Parecía plegarse sobre la fofa nariz, que cubría la mayor parte de su
rostro. Si Glissa nunca había confiado en los trols era, al menos en parte, tenía que admitirlo,
por lo poco que se parecían a los elfos. Las enormes narices ocultaban incluso las bocas hasta
que las abrían. ¿Cómo se puede confiar en alguien cuya boca ni siquiera se ve?

–¿Protegerme de qué? –preguntó Glissa al tiempo que deslizaba lentamente una mano hacia la
vaina de su daga–. ¿De mis peligrosos recuerdos?¿Qué convergencia?¿Os referís a la ceremonia
de rechazo?¿Vais a obligarme a participar en ella para proteger vuestros secretos?

Los trols la miraron. Glissa no sabía si estaban hastiados, furiosos o felices. Nunca era capaz de
interpretar sus expresiones.

–No funcionará –dijo–. No podéis obligarme a participar en el ritual. Acabaré descubriendo la


verdad.

–De eso estoy seguro –dijo una nueva voz.

Un nuevo trol había aparecido en un umbral que, un momento antes, no estaba allí. Glissa
apenas alcanzaba a verlo detrás de los demás trols, pero notó que había algo diferente en él. Su
voz poseía una extraña inflexión. Los demás se inclinaron ligeramente al oírla. No habría podido
asegurarlo, pero era posible que estuviera sonriendo. Con los trol nunca se sabía.
–¿Quién eres? –exigió Glissa, con la mano casi en la daga. Trató de examinar mejor al recién
llegado, pero los cuerpos de los dos trols que tenía delante eran tan anchos que lo único que
podía ver era su cara.

–Dejadnos –ordenó el trol a los cuatro que la habían secuestrado–. Estará a salvo conmigo.

Los trols se inclinaron y se volvieron para marcharse por un túnel descendente. Glissa comprobó
que no se trataba de un túnel natural. No era una espira. Lo habían excavado en el metal.
Cuando volvió de nuevo la mirada hacia el trol, ¡descubrió con sorpresa que no había trazos de
metal en su cuerpo! Sus brazos, su cabeza y sus piernas estaban cubiertos por completo de piel
desnuda y grisácea. Llevaba una larga capa de cuero que se hinchaba alrededor de su cuerpo al
caminar. Cuando se volvió para regresar a la habitación de la que había salido, Glissa advirtió
que tampoco había metal en su espalda. Ya se había fijado en que no caminaba encorvado
como el resto de los trols: la capa colgaba recta desde su cuello hasta el suelo.

–Ven –le dijo sin volverse–. Tenemos mucho de qué hablar.

–Todavía no estoy preparada para hablar –murmuró Glissa entre dientes. Era su oportunidad. Se
levantó de un salto y su mano buscó la daga, pero la hoja no estaba en su vaina. Pues claro;
seguía junto a su cama. Se detuvo al ver que el trol volvía la cara hacia ella. De nuevo le pareció
ver que se dibujaba una sonrisa en su rostro. Se la devolvió. Por el momento tendría que
seguirle el juego y esperar a que se presentara la ocasión para escapar de sus secuestradores.

La elfa entró en la habitación y tuvo la sensación de que había experimentado otra llamarada.
Las paredes y el suelo estaban cubiertos con pieles de animales y la cama y sillas del trol no eran
de metal sino de hueso y piel. De hecho, no había nada de metal en toda la estancia. Levantó
una de las pieles que colgaban de las paredes, y, con alivio, descubrió debajo la familiar
tonalidad verdosa del cobre. Había runas inscritas en el metal, muy parecidas a las historias que
se grababan en el tronco del árbol.

–Detesto el metal de nuestro mundo –dijo el trol–. Así que trato de mantenerlo lo más alejado
posible de mi persona.

Glissa dejó la piel como estaba al oír de nuevo un ruido metálico. Se volvió justo a tiempo de ver
que le puerta se cerraba tras ella.

–Siéntate y responderé a tus preguntas –dijo el trol. Señaló las dos sillas que había a ambos
lados de una mesa, en el centro de la habitación. La única luz era la que daba un gelfruto que
descansaba sobre un elaborado soporte de hueso que había sobre la mesa–. Me llamo Chunth.
Soy el Primero.
–¿Qué es el «Primero»? –preguntó Glissa–. ¿Una especie de líder? Nunca te había visto ni había
oído hablar de ti. –Empezó a caminar junto a la puerta–. ¿Por qué me habéis traído aquí?

Chunth se sentó al otro lado de la puerta y se embozó en la capa.

–Sí. Un líder. Es una palabra tan buena como cualquier otra –dijo con aquella sonrisa extraña
que Glissa estaba empezando a detestar–. Vivo aquí, lejos del metal. Ya solo salgo de esta
habitación en raras ocasiones. Es mejor para mi salud. En cuanto a las razones para haberte
traído aquí, te aseguro que se trata también de tu bienestar.

Glissa dejó de pasear.

–¿Qué quiere decir «de mi bienestar»? El metal no puede ser malo para nosotros. Estamos
hechos de metal. Metal y carne.

–He dicho que era malo para mí, no para ti –dijo Chunth–. A ti el peligro te acecha en el interior
de la Maraña. Siéntate, por favor. No hay forma de salir de esta habitación.

Glissa había levantado la piel que cubría la puerta para buscar un picaporte, pero ni siquiera
pudo encontrar la entrada. Dejó caer de nuevo la piel y se volvió.

–Muy bien –dijo–, pero deja de hablar con acertijos. Dime simplemente por qué me habéis
traído aquí.

–Como quieras –dijo Chunth–. Tenemos razones para creer que iba a producirse un atentado
contra tu vida muy pronto, puede que esta misma noche.

Glissa lo miró fijamente.

–¿Un... atentado contra mi...?¿Quién es el responsable?

–Alguien del exterior de la Maraña.

–¿Cómo es posible? No hay nada más allá de la Maraña, aparte de la desolación metálica. He
llegado hasta el lindero del bosque. Lo he visto.

–Fuera de la Maraña hay muchas más cosas de las que tú sospechas, Glissa –dijo Chunth.
Levantó la mano–. No es ningún acertijo sino la simple afirmación de un hecho. Existe un
mundo grande y peligroso más allá de la Maraña, y debes creerme cuando te digo que una o
más criaturas desea tu muerte.

Glissa se sentó y clavó una dura mirada en el inescrutable trol.

–¿Cómo puedes saber todo eso si nunca sales de esta habitación? –preguntó.
–Somos los guardianes de los cuentos, ¿no? –dijo Chunth–. Llevo registrando la historia de la
Maraña desde antes de los tiempos de tu padre. Aunque es cierto que en todo este tiempo
hemos tenido muy poco contacto con las otras razas de Mirrodin, eso no significa que no
existan o que yo carezca de medios para averiguar cosas sobre ellas.

–Entonces dime, oh gran conservador de conocimientos –le espetó Glissa con sarcasmo–,
¿quién me quiere ver muerta?

–Eso no lo sé –dijo Chunth–. Llevo buscando la respuesta desde la última convergencia, pero la
información sigue eludiéndome.

–¿Convergencia? –preguntó Glissa–. ¿Qué es eso y qué tiene que ver conmigo?

–La convergencia es la época de la ceremonia de rechazo. Cada cien ciclos, las cuatro lunas se
alinean sobre su propia tierra. Durante esa rotación no se levanta ninguna luna sobre la Maraña,
pues la Maraña carece de luna. Es un día de oscuridad y de gran poder en la Rádix. Como bien
sabes, todos los elfos acuden a la ceremonia en la Rádix y purgan sus recuerdos desagradables.

Glissa asintió.

–¿Qué tiene eso que ver conmigo?

Chunth permaneció un momento en silencio y Glissa empezó a preguntarse si pensaría ir alguna


vez al grano y si la dejaría salir de aquella habitación. Mientras recorría la estancia con la
mirada, reparó en algo que brillaba bajo la luz del gelfruto. Era el pomo de una espada, que
asomaba por debajo del cubrecamas que Chunth tenía detrás. «Puede que sea hora de volver a
pasear», pensó.

El trol continuó al fin.

–Exactamente una fase de las lunas antes de las dos últimas convergencias, el mayor guerrero
de la Maraña fue brutalmente asesinado –dijo–. Creemos que va a volver a ocurrir. Esta noche
es el comienzo de la última fase antes de la convergencia. Glissa se quedó sin palabras un
momento y entonces se echó a reír.

–¿Así que ahora soy el mayor guerrero de la Maraña? –Se levantó y empezó a moverse de
nuevo por toda la habitación–. Estás bromeando.

–Nunca lo admitirías –dijo Chunth–, ni siquiera a ti misma, pero eres nuestro mayor guerrero.
Puede que el más grande que la Maraña haya tenido nunca. Te hemos estado vigilando. Tienes
un destino, hija mía, y esta noche debo salvarte de los niveladores.
–¿Niveladores? –dijo Glissa, deteniéndose en mitad de la habitación. La espada se encontraba
apenas unos pasos de distancia–. ¿Van a venir a buscarme los niveladores esta noche?

–Así es como ocurre –dijo Chunth–. Exactamente una fase antes de la convergencia, los
niveladores entran en la Maraña y asesinan a nuestro mayor guerrero. Pero aquí estarás a salvo.
No te encontrarán.

–¿Y qué hay de mi familia? –preguntó Glissa. Un toque de histeria teñía su voz–. Los niveladores
quieren cogerme a mí, ¿no? Supongo que dejarán a mis padres y a mi hermana tranquilos, ¿no?
¿No?

–Los niveladores no hacen distinciones, Glissa –replicó Chunth con lentitud–. Ya lo sabes.
Normalmente, sus ataques son fortuitos, pero esta noche creo que atacarán tu casa.

La respuesta de Chunth golpeó a Glissa como un puñal en la garganta. No podía respirar. Se


apoyó en las pieles que cubrían la pared y se rodeó el pecho con los brazos.

–¿Por qué? –preguntó al fin, con voz áspera y débil.

–No sabemos por qué –replicó Chunth–. Solo sabemos que ocurrirá esta noche y que tú eres su
objetivo.

Glissa se irguió, con el rostro transido de furia y dolor.

–No –dijo–. ¿Por qué me salváis a mí y dejáis morir a mi familia?¿A qué estáis jugando?

–Tú tienes un destino –repuso Chunth–. Ellos no.

–Bueno, pues mi destino incluye a mis padres –le espetó Glissa y se lanzó hacia la cama.

Chunth se levantó y trató de cortarle el paso, pero Glissa rodó por el suelo para sortearlo y se
incorporó a su espalda, al mismo tiempo que sacaba la espada debajo del cubrecama. Apoyó la
punta de la espada debajo de la chata nariz de Chunth y gruñó:

–Si quieres ver otra convergencia, viejo, será mejor que abras esa puerta y llames a tus
centinelas.

Chunth no se resistió. Se acercaron a la puerta secreta y, vigilado por Glissa, el trol levantó el
pellejo de la pared, alargó el brazo y, con un gruñido de disgusto, tiró de una protuberancia de
metal. La puerta salió de sus goznes por sí solo y empezó a moverse lentamente hacia dentro.
Glissa se escondió detrás y mantuvo la espada apoyada con fuerza bajo las costillas de Chunth.

–Llámalos –susurró–, pero recuerda, soy el mayor guerrero de la Maraña y tengo una espada a
escasos centímetros de tu corazón.
Chunth llamó:

–Centinelas. Venid a llevar a nuestra honorable invitada a sus aposentos.

Glissa presionó un poco más con la espada.

–Ahora apártate y deja que entren en la habitación –dijo.

Cuando llegaron los trols, Chunth los invitó a pasar con un gesto. En cuanto el cuarto estuvo
dentro, Glissa empujó al viejo hacia ellos. Los cinco trols cayeron al suelo con estrépito,
derribando las sillas y la mesa sobre la que descansaba el gelfruto. El globo reventó en la cabeza
de Chunth y la habitación quedó sumida en una oscuridad casi completa. Glissa se volvió hacia
la puerta y, utilizando el pomo de la espada, golpeó con fuerza la pieza de metal de la que
Chunth había tirado para abrir la puerta. Se partió y cayó al suelo.

La elfa se lanzó hacia la puerta, pero al pasar junto a los trols amontonados en el suelo, uno de
los centinelas la cogió del tobillo. Glissa trató de soltarse, pero el trol era muy fuerte, así que
perdió el equilibrio y cayó al suelo. Utilizando la otra pierna, le propinó una fuerte patada en
plena frente. El trol gruñó pero no la soltó. Los demás estaban empezando a levantarse. Glissa
volvió a golpear el rostro del trol, con más fuerza esta vez, y oyó un crujido. El trol lanzó un
aullido y se llevó las manos a la nariz. Estaba libre.

Se puso en pie a trompicones, salió corriendo de la habitación y cerró la puerta tras ella. Una
mano muy grande se introdujo en la rendija de la puerta antes de que terminara de cerrarse.
Glissa empujó con todo lo que pudo, pero el trol era más fuerte, y la puerta empezó a abrirse.
Sin pararse a pensar, Glissa introdujo la espada por la rendija. Oyó un grito y la mano
desapareció. Cerró dando un portazo y se volvió hacia el túnel.

Mientras corría iba contando los escalones y se detuvo al llegar al ciento treinta y nueve. Éste
era el número al que había llegado cuando la llevaban al cuarto de Chunth. Examinó la pared
que tenía delante y pasó la mano por el metal, buscando una protuberancia como la que había
visto en el cuarto del viejo trol.

Tras un minuto que se hizo eterno, la elfa encontró una superficie irregular en la pared, cerca
del escalón inferior. Al presionarla, una abertura se formó y la puerta empezó a abrirse,
arrastrándose sobre el peldaño metálico. Glissa no esperó a que se abriera del todo. Se escurrió
por la rendija y salió corriendo a la Maraña.

«Yo conozco este lugar», pensó al salir del Árbol de los Cuentos a una pequeña terraza. Era un
callejón sin salida, el mismo callejón sin salida en el que habían acorralado al vórrac aquella
mañana, que ahora parecía encontrarse a miles de años de distancia. Corrió hasta el lugar desde
el que Kane y ella habían saltado y estaba a punto de emprender el ascenso cuando un sonido
espantoso llenó sus oídos. Un cuerno tañía en la Maraña: el cuerno de alarma. Lo niveladores
habían entrado en el bosque.
Capítulo 3

Los Niveladores

Glissa se quedó paralizada, con una mano en el saliente que tenía encima y la otra todavía en la
espada que le había robado a Chunth. Esperó lo que se le antojó una eternidad a que soplara el
cuerno de respuesta, con la esperanza que la primera llamada hubiese sido un error o una mala
pasada que le hubiera jugado el viento. Le tenía pánico a los niveladores. La había atormentado
en sueños desde la infancia. Su padre le aseguraba una y otra vez que su familia estaba a salvo
en una casa situada a tanta altura y tan próxima a la Rádix. Sin embargo, Glissa despertaba
gritando cada vez que el cuerno de alarma invadía sus sueños.

Ahora ese miedo la paralizaba. Sabía que esta vez venían a por ella. Así se lo había revelado
Chunth. Pero no la encontrarían escondida en la cama, temblando bajo las pieles de vórrac. Sólo
encontrarían a su padre, su madre y a Lyese.

No estaba lejos del árbol de su familia, pero no había ninguna ruta fácil para llegar hasta allí.
Aquella mañana, Kane y ella habían tardado al menos cinco minutos en alcanzar el cadáver del
vórrac. Esta vez no tenía tanto tiempo. Su familia la necesitaba en aquel mismo momento y sin
embargo era incapaz de moverse.

Sonó un segundo cuerno. En su mente, Glissa vio cómo trepaban los relucientes niveladores por
el árbol de la Maraña en dirección a la casa de su padre, igual que hacía en las pesadillas de su
infancia. Pero esta vez era real y ella no era una niña asustada. Obligó al miedo a liberar sus
piernas y dejó que sus instintos de guerrera tomaran el control. Tras dejarse caer sobre la
terraza inferior, la elfa entró a correr. Al aproximarse al lugar en el que habían atrapado al
vórrac, dio tres largas zancadas y abandonó la terraza de un salto.

Glissa corrió por el aire, sacudiendo con furia las piernas mientras se elevaba y se alejaba de la
terraza. Diez metro después dejó atrás el nivel de la terraza sin salida y empezó a caer por la
Maraña, alejándose cada vez más del Árbol de los Cuentos. Mientras caía, volteó la espada y la
levantó sobre su cabeza con la punta dirigida hacia adelante. La aferró por el pomo. Arqueando
la espada y abriendo las piernas para frenar su descenso, se precipitó hacia una terraza que
sobresalía de un árbol cercano.

La punta de la espada golpeó el tronco del árbol de la Maraña y se hundió en el metal. Mientras
su cuerpo era sacudido de un lado a otro, Glissa levantó las piernas para absorber el impacto.
Sus pies chocaron con el árbol y rebotó, pero la espada aguantó y abrió una línea irregular en el
tronco mientras ella continuaba cayendo hacia la terraza. La facilidad con la que la espada
cortaba el metal del árbol de la Maraña maravilló a Glissa. Había esperado que frenara su caída,
pero estaba acercándose a la terraza muy deprisa. Demasiado deprisa.

Apoyó ambos pies en el tronco, arrancó la espada y volvió a saltar al pasar junto a una espira.
Asiéndola con una mano, se columpió una vez a su alrededor, permaneció inmóvil un segundo y,
por fin, se soltó y cayó los últimos siete metros. Rodó por el suelo y volvió a ponerse en pie sin
dejar de correr. Había ganado un tiempo precioso, pero todavía se encontraba a dos árboles de
su casa.

El siguiente salto fue mucho más fácil. Lo había hecho cien veces. Al llegar al final de la terraza,
saltó como antes, pero al llegar a la cúspide de su arco, echó las piernas hacia atrás y voló de
cara al suelo un momento antes de esconder la cabeza, las piernas y los brazos, y rodar
lentamente como una pelota en dirección a la terraza más próxima. Su propósito era caer de
hombros y utilizar el impulso para salir rodando, pero no había contado con la espada.

Glissa alcanzó la terraza y empezó a rodar, pero la espada se clavó en la terraza y la desequilibró.
Chocó con fuerza contra el árbol antes de caer de bruces sobre la terraza. Trató de ponerse en
pie apoyándose en las manos y las rodillas, pero la cabeza daba vueltas y sentía un fuerte dolor
entre los omóplatos. Levantó los ojos y trató de enfocar el árbol más próximo con la mirada.
Casi había llegado a su casa, pero las luces de los gelfrutos revoloteaban en círculo delante de
ella.

Sacudió la cabeza y se frotó los ojos con el dorso de la mano. Con un prolongado gemido, se
forzó a levantarse y volvió a mirar. Vio la oscura entrada a la casa de su padre justo encima de
ella así como varias formas relucientes que ascendían reptando por un costado del árbol de la
Maraña. Los niveladores parecían enormes insectos de plata. Eran un poco más grandes que los
vórracs, pero en lugar de cuernos tenían cuchillas casi tan largas como la mitad de su cuerpo.
Aquellas pinzas con forma de lanza se desplazaban adelante y atrás, mientras varias filas de
hojas afiladas como cuchillas giraban justo debajo de sus bocas. Podían aniquilar cualquier cosa
–o criatura– que se interpusiera en su camino sin dejar tras ellas nada más que un rastro
sanguinolento.

* * * * *

Tres niveladores trepaban hacia la casa de Glissa apoyándose en largas extremidades con tres
articulaciones. Sus patas terminaban en garras puntiagudas, parecidas a escarpias, que clavaban
en el tronco al moverse. Glissa no hizo caso del dolor que sentía en los hombros y obligó a sus
pies a moverse de nuevo, primero trotando y luego corriendo. Estaba débil y se preguntó si
podría alcanzar la velocidad necesaria para dar el último salto. Tenía que intentarlo.

Saltó desde el borde de la terraza y voló por el aire en dirección a los niveladores. Recordando la
facilidad con la que su nueva espada había atravesado el árbol de la Maraña, la levantó sobre su
cabeza mientras se aproximaba. En el último momento, la dejó caer con todas sus fuerzas y
perforó la cabeza del nivelador. La hoja atravesó a la criatura de metal y se clavó profundamente
en el tronco que tenía debajo. Glissa cayó sobre la espalda del nivelador y dejó que su peso
impulsara un poco más la hoja antes de apartarse de un salto y agarrarse a una protuberancia
del árbol.

El despanzurrado nivelador soltó el árbol y cayó a plomo sobre la terraza inferior. Glissa empezó
a trepar, utilizando asideros que conocía desde niña, y no tardó en alcanzar al siguiente
nivelador. La criatura ni siquiera había reparado en la desaparición de su compañero. Seguía
trepando descuidadamente hacia la entrada.

Cuando estuvo lo bastante cerca, Glissa golpeó con un movimiento de la espada las patas
traseras del nivelador. La prodigiosa hoja cortó las dos patas sin la menor dificultad. La bestia
continuó con su ascenso, dejando tras de sí las patas traseras clavadas al árbol. Tras unos pocos
pasos, el nivelador se detuvo para mirar atrás. Se revolvió con rapidez para encararse con Glissa.
La guerrera se quedó helada. Nunca había estado cara a cara con un nivelador. En su interior, la
niña pequeña estaba gritando. La bestia no tenía ojos, sólo una boca enorme y abierta jalonada
de dientes afilados. La boca se abrió y volvió a cerrarse dos veces mientras el monstruo metálico
descendía. Como una mosca atrapada en una telaraña, la elfa era incapaz de moverse.

Las cuchillas curvas de la bestia estaban sobre ella. Dio un salto y se agarró a una espira que
había a su lado. El nivelador se volvió y, con un estruendo, cerró las fauces. Sujeta a la espira
con una mano, Glissa apoyó los dos pies en el tronco y le clavó al nivelador la punta de la
espada. Con un rápido movimiento hacia arriba y hacia atrás, le hizo una enorme herida en la
boca y, cuando la criatura trataba de alcanzarla, le destrozó las cuchillas y las patas.

Con sólo una pareja de patas intactas, el nivelador no pudo seguir sujetándose al árbol. Cayó al
vacío y desapareció. Glissa levantó la mirada hacia el último nivelador. Estaba muy cerca de la
puerta principal. Poniendo todas sus dudas y miedos a buen recaudo, la elfa se encaramó a la
espira, golpeó a la bestia en la pelvis. La estocada seccionó la pierna a la que estaba
sujetándose, pero las garras aguantaron y Glissa quedó colgada del cercenado apéndice.

Sin embargo, el nivelador siguió trepando. Sus patas delanteras habían alcanzado el borde de la
entrada de la casa de Glissa. Antes de entrar tenía que detenerse. Glissa volteó la espada, la asió
por encima de la guarda y la arrojó como si fuera una jabalina. La hoja atravesó con facilidad la
parte trasera de la bestia y se clavó en el árbol, dejándola inmovilizada. Glissa se agarró a un
saliente del árbol y volvió a afianzarse sobre él. Levantó el brazo, arrancó la pata seccionada y a
continuación empezó a ascender hacia el nivelador inmovilizado. Una vez que estuvo lo
bastante cerca, utilizó la pata cortada para golpear al monstruo en la cúpula de color rojo que
tenía en la espalda y arrancarle un fragmento de metal de gran tamaño. Sin embargo, la bestia
siguió tratando de avanzar. Glissa volvió a golpearla.

Al tercer golpe, pudo ver el interior del monstruo. Curiosamente, no tenía sangre. ¡El nivelador
estaba hecho por completo de metal, sin nada de carne! Aparte de los propios árboles de la
Maraña, todas las criaturas que vivían en aquel bosque tenían al menos un poco de carne
mezclada con sus partes metálicas. Una vez que cortabas el metal, debajo encontrabas carne,
huesos y sangre. Sin embargo, en el interior del cuerpo del nivelador no se veían más que
varillas de metal interconectadas que se movían adelante y atrás. Glissa volvió a golpear y
encajó el improvisado garrote entre dos de ellas. Un horrible chirrido brotó del interior de la
criatura mientras las varillas se doblaban, se partían y arañaban la pata seccionada.

Del agujero empezó a brotar humo, y el nivelador trató de volverse. Glissa tiró de la pata, pero
estaba atascada en el interior de la bestia, cómo se aproximaban a ella las cuchillas, en medio
del rechinar cada vez más estruendoso de las hojas giratorias. Trató de agarrarse de un saliente,
pero no pudo alcanzarlo. Cuando estaba a punto de dejarse caer de la rama para escapar de la
criatura, brotaron llamas de la espalda de ésta. La fuerza de la explosión arrojó al nivelador
contra el árbol y le partió las dos patas que aún conservaba.

Las cuchillas habían dejado de moverse a dos centímetros de su cara. Sentía dolor y vio que
tenía un profundo corte en el antebrazo. Un cálido reguero de sangre dejó un rastro rojizo por
todo su brazo hasta llegar al hombro. La bestia parecía muerta, pero Glissa no estaba dispuesta
a correr riesgos. Se dejó caer para afianzar mejor las piernas sobre el árbol y a continuación
rodeó al monstruo manteniéndose a una prudente distancia. Al llegar al saliente que había
sobre el nivelador muerto, bajó la mano y asió la espada. La soltó de un tirón y el cadáver cayó
en pos de sus dos hermanos muertos. Alborozada por su victoria, entró en la casa.

* * * * *

Al cruzar el umbral, sintió que el corazón le daba un vuelco. Había al menos una docena de
niveladores en la sala principal, pulverizando todo cuanto encontraban en su camino y
arrojando los muebles en todas direcciones con las pinzas. Parecían estar buscando algo. Desde
las habitaciones de las espiras bajaban los ruidos que hacían otras tantas bestias.
Sillas, mesas y gelfrutos yacían hechos trizas por el suelo, destrozados por las cuchillas de los
niveladores. Entre los fragmentos de las bandejas de hueso de su madre había cazos y cacerolas
retorcidos hasta adoptar formas irreconocibles. A la tenue luz que entraba desde el exterior,
Glissa pudo entrever una forma oscura junto a la entrada del cuarto de sus padres. Las manchas
oscuras que había en el suelo y en la pared, junto al cuerpo, le revelaron todo lo que necesitaba
saber.

Volteó la espada delante de sí y lanzó un grito.

Casi como si fueran una solo, los niveladores abandonaron su búsqueda y avanzaron hacia ella.
Más criaturas resplandecientes emergieron de cada espira. De las pinzas de un de los monstruos
colgaban varios mechones de pelo de Lyese, todavía entrelazados con gelfrutos. Glissa sintió un
martilleo en las sienes y un ruido atronador en los oídos mientras la sangre empezaba a
bombear con fuerza por todo su cuerpo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y sus manos
empezaron a temblar. Finalmente, todos sus temores y pesadillas se habían hecho realidad. Los
niveladores habían venido a buscarla, pero ella no estaba en casa y su familia lo había pagado.

Una batalla se libró en su interior mientras los monstruos se le echaban encima. Los gritos de la
niña pequeña no podía acallarse, pero la adulta sabía que las emociones podían controlarse.
Transformó el miedo y la pena de la niña en una furia que le secó las lágrimas y calmó el
temblor de sus manos.

Cuando el primero de los niveladores estaba muy cerca, la elfa corrió hacia él, saltó sobre las
relucientes cuchillas y aterrizó sobre la plateada espalda de la criatura. Hundió la espada en un
lado de la bóveda roja que el monstruo tenía sobre la boca y a continuación la utilizó para hacer
palanca hacia abajo y destrozar por completo la protuberancia. En el interior, vio que había unas
gemas facetadas sobre unos pedúnculos metálicos, que se volvieron y parecieron mirarla. Dio
un tajo.

La espada cortó ambos pedúnculos y las dos gemas cayeron dentro de la bestia. La criatura
vaciló un instante, y a continuación se volvió como si quisiera seguir a Glissa. Sin embargo, la
elfa seguía encaramada a su espalda y, al darse la vuelta, topó con las cuchillas giratorias de otro
de los niveladores. Se produjo un chirrido metálico cuando las cuchillas se encontraron. Una de
las hojas del nivelador ciego se hundió firmemente en el cuerpo de la otra criatura y le seccionó
las pinzas y las patas delanteras.

–¡Muerte! –gritó Glissa mientras el ciego y descontrolado nivelador machacaba a su


compañero.

La elfa saltó de su montura y se encaramó a la espalda del siguiente. Tenía la intención de


cegarla igual que a la anterior, hasta conseguir que las bestias metálicas se destrozasen unas a
las otras como habían destrozado a sus padres y su hermana. Sin embargo, cuando estaba
cayendo, la criatura se retorció y dirigió sus pinzas hacia ella. Glissa perdió el equilibrio y cayó de
espaldas. Su pie resbaló y pasó junto a la cabeza de la bestia, cerca de las cuchillas giratorias. Lo
levantó, rodó hacia atrás y cayó en medio de los restos de la cocina, con la espalda apoyada
contra la pared trasera.

Los niveladores se volvieron, salvo el ciego, que había vuelto a entrar en una de las espiras.
Glissa se apoyó con manos y pies en el suelo, tratando de subir por la pared, pero no había sitio
a donde ir. Los niveladores avanzaban sobre ella en tropel. Podía superar de un salto las
cuchillas giratorias de la primera de las criaturas y correr sobre las espaldas de las demás hasta
ganar la salida, pero la guerrera que llevaba dentro no pudo soportar la idea de retirarse frente
a los asesinos de su familia.

–Esto es el fin –dijo. Su familia había desaparecido. Su vida había terminado. Lo único que le
quedaba era aquel momento–. ¡Antes de que muera, vais a pagar muy cara la muerte de mi
familia! –gruñó.

Levantó la espada delante de sí. La punta temblaba. Se preparó para atacar y entonces su
mirada se posó en el filo del arma. Despedía un tenue fulgor. Pequeños zarcillos de energía
verde recorrían la hoja arriba y abajo. Era la misma energía que había visto en su llamarada, y
estaba ganando intensidad. Ahora la hoja entera despedía un resplandor verde y la energía
estaba empezando a reptar por su brazo. Con un destello cegador, uno de los zarcillos salió
despedido de la punta de la espada, se abatió sobre el primero de los niveladores y lo envolvió
en un fuego verde. Glissa sintió el calor de la intensa llama, pero el fuego se extinguió con
rapidez, dejando un montón de chatarra donde había estado el monstruo.

Los demás niveladores siguieron avanzando, centímetro a centímetro, balanceando las hojas de
un lado a otro. No parecían haberse dado cuenta de que acababa de convertir a uno de los
suyos en un montón de metal fundido. Como cazadores que han encontrado el rastro de su
presa, no se detendrían hasta que la cacería hubiera concluido.

La elfa trató de lanzar otro chorro de fuego de la punta de la espada, que seguía despidiendo
aquel resplandor, pero la energía no obedecía sus órdenes. El brillo empezó a apagarse mientras
balanceaba la espada delante de sí.

–¡No! –exclamó.

La energía verde había desaparecido. Trató de convocarla de nuevo al ver que los niveladores
estaban muy cerca, pero no sirvió de nada. Fuera la que fuese la fuerza que le había prestado la
energía dos veces aquel día, no estaba bajo su control. Lanzó una mirada furiosa a la hoja y trató
de que la energía reapareciera por la fuerza de voluntad.
Entonces se dio cuenta de que ocurría algo extraño delante de ella. Mientras observaba,
embargada de asombro, los niveladores se detuvieron, dieron la vuelta todos al mismo tiempo y
se encaminaron a la puerta.

No daba crédito a sus ojos. ¿Qué había pasado?¿Por qué estaban retirándose?¿Por miedo a la
espada o a la energía verde? No lo creía. Habían continuado atacando aún después de que
hubiera cegado a uno de ellos con la espada y destruido a un segundo con la energía. ¿Por algo
que los controlaba? Y en tal caso, ¿qué o quién era?

Todas estas preguntas pasaron por su mente en un instante, pero entonces decidió que no
necesitaba respuestas. Necesitaba venganza. Ahora que estaban de espaldas, los niveladores
eran vulnerables. La elfa atacó a las bestias en retirada y empezó a segar patas, pinzas, garras y
todo lo que pudo alcanzar.

Los persiguió hasta la puerta, pero ninguno de ellos se volvió para responder a sus ataques. Los
cadáveres de varios niveladores yacían a su alrededor hechos pedazos, pero la mayoría de las
plateadas criaturas consiguió escapar por el árbol. Con la respiración entrecortada y el rostro
cubierto de sudor mezclado con lágrimas, Glissa se preguntó si debía ir tras ellas. El recuerdo de
su madre y su hermana se lo impidió. Puede que al menos una de ellas hubiera sobrevivido.
Tenía que comprobarlo.

Se volvió hacia la estancia y oyó un movimiento. El nivelador ciego se le echó encima. No tuvo
tiempo de correr ni saltar. La bestia metálica chocó con ella y la derribó de espaldas. El tobillo se
le enganchó entre las pinzas rotas del nivelador. Trató de sacarlo, pero la hoja se le clavó en el
tendón. Lanzó un aullido de dolor al sentir que la cuchilla perforaba su piel de metal.

El monstruo corrió por el saliente que había al otro lado de la puerta y empezó a descender por
el tronco. Glissa se agarró a su espada al ver que empezaba a resbalar hacia las cuchillas rotas.
No había nada que hacer hasta que la criatura llegase al suelo, cuando podía matarla y sacar el
pie.

El nivelador llegó al suelo del bosque. El dolor que Glissa sintió en la pierna hizo que se
encogiera, pero se apoyó en una rodilla, levantó la espada por encima de su cabeza y se la clavó
a la criatura en la espalda. No pareció darse cuenta. Glissa volvió a intentarlo con todas las
fuerzas que pudo reunir.

Un movimiento en la Maraña, a su espalda, atrajo su atención. Puede que Kane hubiera acudido
a socorrerla. Puede que Chunth hubiera abandonado su reclusión para asistir a la muerte de la
predestinada. Por el rabillo del ojo vio a alguien... o algo... que nunca antes había visto. Tenía
más o menos la estatura de un trol, pero estaba erguido y ataviado con una túnica oscura. El
modo en que la luz del gelfruto se reflejaba sobre su cabeza sugería que no estaba hecha de
carne ni de metal. Habría jurado que tenía cuatro brazos.

Desapareció. Glissa escudriñó la Maraña buscando la figura, pero no vio otra cosa que árboles,
que, ahora que el nivelador había echado a correr, pasaban a su lado a una velocidad increíble.
Bajó la mirada hacia la bestia y vio que movía las patas a tal velocidad que se volvían borrosas.
Alargó la mano hacia la espada para sacarla, con la intención de volver a atacar a la bestia.

Algo la golpeó en la cabeza y la derribó sobre la espalda del monstruo. Alrededor de ella se
volvió negro. Al volver la dolorida cabeza, lo último que vio antes de perder el conocimiento fue
una espira baja que se balanceaba de un lado a otro a causa del impacto.
Capítulo 4

Slobad

Glissa gimió y dio vueltas en sueños. Tenía la impresión de que se le había enrollado el pie en la
manta de la cama, así que trató de soltarlo de un tirón... y gritó. Un fuerte dolor ascendió por su
pierna desde el tobillo. Algo estaba desgarrándole la carne. Abrió los ojos pero la oscuridad era
total y no tenía la menor idea de dónde se encontraba. Se incorporó y su cabeza chocó contra el
techo.

–¿Qué llamaradas está ocurriendo aquí? –murmuró. Entonces empezó a recordar: trols,
niveladores, sus padres, Lyese. Todo regresó en tropel, como una pesadilla. No podía perder el
tiempo pensando en aquel dolor o en el de su tobillo. Estaba atrapada en las cuchillas rotas de
un nivelador. ¿Adónde la habían llevado? Glissa entornó la mirada, tratando de distinguir algo
en la oscuridad. Conforme sus ojos se acostumbraban a las sombras, empezó a distinguir la
espalda curva del nivelador que tenía debajo. Varias formas similares la rodeaban.

«¿Dónde estoy? –pensó–. ¿Estoy en su guarida?» Estaban inmóviles y, por muy intenso que
fuera su deseo de matarlos a todos, no quería despertarlos. Si estaban dormidos, lo mejor sería
liberarse y buscar el camino de salida. En la oscuridad y con el tobillo herido, no tendría la
menor oportunidad. Su mano descendió lentamente hacia las cuchillas. Más de una vez, su
cabeza golpeó el techo bajo con un ruido metálico.

Finalmente, puso las dos manos sobre el pie herido y trató de soltarlo de las cuchillas rotas, que
la sujetaban como un tornillo de banco. El cuero había amortiguado lo peor del golpe, de modo
que la herida no era demasiado grave. Al menos, no parecía estar sangrando. Tal vez pudiera
sacar el pie de la bota. Cuando lo intentó, tuvo que morderse el labio para reprimir otro grito.
Hasta el menor movimiento le hundía un poco más la hoja en la carne. Debía de habérsele
hinchado el tobillo dentro de la bota.

Solo veía dos alternativas. Podía tratar de sacar el pie de un tirón, arriesgándose a sufrir una
herida de gravedad, o podía utilizar la espada. En la oscuridad, corría el riesgo de que un
movimiento en falso le costara una herida más grave o, peor aún, de despertar a todos los
niveladores de la guarida. Sopesó sus opciones y se decantó por el arma. Al menos así, si
despertaban, estaría armada.

Lentamente, alargó la mano hacia la espada, que esperaba siguiera clavada en la espalda de la
bestia. Encontró la empuñadura y la extrajo. El chirrido del metal al resbalar sobre el metal
resonó por toda la cueva y a Glissa se le erizó el vello de la nuca, pero las bestias no
despertaron.

Sosteniendo la espada en línea recta para que no chocara con el techo bajo, volvió a inclinarse
lentamente hacia las cuchillas. Por un momento le pareció ver que algo se movía por el rabillo
del ojo, pero cuando exploró la cueva con la mirada, lo único que encontró fueron las formas
oscuras de los niveladores en medio de un mar de negrura. Se acercó a su pie y alargó la mano
que no empuñaba el arma para calibrar la distancia y el ángulo. Se preparó para golpear.

–No irás a hacer eso, ¿eh? No, no conviene. Podrías golpearme, ¿eh?

Glissa detuvo su mano a mitad del golpe y escudriñó la oscuridad. Aquella vocecilla acelerada
provenía, sin la menor duda, del exterior de su mente. Todavía podía oír el eco del último
«¿eh?» en la oscuridad.

–¿Quién ha dicho eso? –preguntó–, ¿Quién anda ahí?

–Solo yo –fue la respuesta–. Slobad –añadió la voz, como si eso pudiera ayudar a Glissa a
comprender–. Necesitas ayuda, ¿eh? Slobad te ayudará si tú lo ayudas. ¿Quieres un poco de
ayuda, eh?

–No puedo verte –dijo Glissa, preocupada por el tipo de ayuda que ese tal Slobad estaría
ofreciéndole. Hablaba tan de prisa que casi no podía entender sus palabras. Confiaba en que no
pudiera moverse con la misma rapidez.

–¿Te pasa algo en los ojos, eh? Yo te veo perfectamente. Veo una chica atrapada en las cuchillas
y que necesita ayuda. Así que, ¿quieres ayuda o no?

–No –replicó Glissa–. Es decir, si, necesito ayuda, pero no, a mis ojos no les pasa nada. Esto está
muy oscuro. Mis ojos no ven buen en la oscuridad.

No hubo respuesta. Glissa oyó el ruido de unos pasos que se arrastraban por el suelo y un
apagado tintineo metálico, pero no habría podido decir lo que estaba haciendo el desconocido.

Movió la espada para adoptar una posición defensiva.

–¡Eh, eh! Te dije que no movieras esa cosa –le espetó Slobad–. Casi me cortas la oreja. Espera a
que encienda la luz, ¿eh? Voy a traer luz para que puedas ver. Estúpidos ojos que no ven en la
oscuridad... Bah.

Un momento después, Glissa oyó un ruidito y en la oscuridad se encendió una brillante llama
roja. De pie junto a ella había una criatura de aspecto extraño, con un tubo metálico en la mano.
La corta pero intensa llama brotaba con un tenue siseo del extremo del tubo. A medida que los
ojos de Glissa se iban acostumbrando a la luz, empezó a distinguir los rasgos de Slobad. Era de
corta estatura pero los brazos le llegaban a las rodillas. Sus miembros no terminaban en manos,
sino en algo parecido a garras de un fangren. Tenía una nariz y unas orejas alargadas y
ligeramente puntiagudas. Las puntas relucían bajo la trémula luz y eran tan metálicas como sus
propios brazos y piernas. Vestía unos harapos de cuero que apenas alcanzaban a cubrir su piel
color óxido. Una gran bolsa de cuero que llevaba colgada al cuello tapaba la mayor parte de su
atuendo.

–¿Qué... qué eres? –preguntó Glissa. Nunca había salido de la Maraña. Hasta aquel día nunca
había creído realmente las historias contadas por los achacosos ancianos sobre las otras razas
que habitaban el mundo. Su padre le había dicho que aquellas historias eran alucinaciones
inducidas por las llamaradas.

–Nunca habías visto un trasgo, ¿eh? –dijo Slobad. Te reconozco. Eres una elfa, una elfa que ha
llegado de la Maraña en la espalda del nivelador. Eres una elfa loca, ¿eh?

–¿Qué quieres de mí? –preguntó Glissa–. ¿Eres el amo de estas funestas criaturas?

Slobad resopló.

–Eres rápida acusando, ¿eh?

A Glissa se le hizo un nudo en el estómago. Kane siempre se burlaba de ella diciendo que estaba
paranoica, pero ahora había alguien que quería matarla realmente. Rápida o no en la acusación,
¿podía ser el trasgo el responsable? Se encontraba en una situación de clara ventaja. Sabía lo
que era y de dónde venía y parecía encontrarse a sus anchas allí, en la guarida de los
niveladores.

–Slobad sólo es el amo de Slobad, ¿eh? Ni de los niveladores ni de ninguna otra cosa –dijo el
trasgo–. Ocuparme de mí mismo es un trabajo a jornada completa, pero puedo dedicar mi
tiempo libre a ayudar a una elfa loca, ¿eh? Por lo menos tendré alguien con quien hablar
durante algún tiempo.

Se colocó delante del nivelador.

–¿Qué estás haciendo? –preguntó Glissa.

–Voy a liberarte, ¿eh? –dijo Slobad–. De eso estábamos hablando. ¿Quieres quedarte aquí o
venir conmigo y ocultarte?

Dejó el tubo de fuego en el suelo y metió las manos en la bolsa de cuero que llevaba sobre el
pecho. Registró su interior introduciendo la cabeza casi por completo. Finalmente extrajo una
herramienta de color cobre. Glissa reparó entonces en que el trasgo poseía dedos terminados
en largas y gruesas garras. Sus manos eran curvas, como garfios, y sus dedos eran mucho más
cortos que las garras que sobresalían de ellos.

Los pequeños dedos del trasgo manejaban con destreza la herramienta. Si no era el amo de
aquellas criaturas, al menos sabía mucho más sobre ellas que Glissa. Decidió que no le quedaba
otro remedio que confiar en él. Además, todavía tenía la espada, que continuaba sosteniendo
frente a sí, preparada para golpear en cualquier momento. Slobad se introdujo bajo las
cuchillas, se tumbó boca arriba y levantó la mirada hacia el nivelador. Glissa se asomó y pudo
ver el extremo de la herramienta, que se movía de un lado a otro por debajo de la fila de
cuchillas rotas. Un momento después, la herramienta cayó con estrépito al suelo de la cámara y
Slobad cogió una de las cuchillas con ambas manos.

–No toques eso –le dijo Glissa–. Está muy afilado.

–No te preocupes, ¿eh? –dijo Slobad–. No es fácil cortar a un trasgo. Somos de piel gruesa, y
duros como las montañas. ¿Has visto alguna montaña? Cuando salgamos de aquí, te enseñaré
una. –Sacó la mitad de la cuchilla y el pie de Glissa quedó libre. El trasgo se guardó la cuchilla
rota en la bolsa y salió de debajo del nivelador.

Glissa se dejó caer de la espalda de la criatura y contuvo un jadeo al tocar el suelo. El tobillo se
dobló y estuvo a punto de perder el equilibrio. Su mano se movió a la velocidad del rayo y se
agarró al costado del nivelador para no desplomarse. Mientras miraba a la bestia herida,
murmuró:

–¿Es que nada despierta a estas criaturas de su sueño?

Slobad se levantó a su lado y le ofreció una de aquellas manos que parecían zarpas. El tubo de
llamas que llevaba en la otra mano daba luz suficiente para iluminar a los tres niveladores más
próximos.

–No están durmiendo, ¿eh? Aquí los desconectan. No son criaturas. Creías que lo eran, ¿eh?
Elfa loca.

–¿No están vivas? –preguntó Glissa mientras se apoyaba sobre el trasgo.

–¿No ves las cuchillas y las patas de metal?¿Las cúpulas de cristal?¿Ves carne por alguna parte,
eh?¿Algo? –preguntó Slobad, señalando al nivelador.

–Bueno, yo estoy viva y tengo brazos y piernas de metal. Y tú tienes una... uh... nariz metálica.

–Los niveladores están hecho por completo de metal –dijo Slobad–. Por dentro y por fuera. Yo lo
sé, ¿eh? Los abro y los miro.
–¿Son máquinas? –preguntó Glissa al comprender lo que quería decir–. ¿Alguien fabrica estas...
cosas... y las envía a matar? –Se apartó del trasgo y levantó la espada.

–Eh, señora elfa loca –dijo Slobad–. Aquí estamos a salvo, ¿eh? Éste es el lugar más seguro de
todo Mirrodin. Las cuchillas se desconectan cuando entran. Sólo cazan fuera de la cueva. Po eso
Slobad vive aquí. Es el lugar más seguro que conoce.

Glissa lo ignoró. La rabia por la muerte de su familia había regresado. ¡Alguien había creado
aquellas máquinas asesinas! Bueno, pues ella iba a ponerles fin.

–Quita de en medio, Slobad.

Se apoyó en su pie sano y dio un tajo al nivelador que la había hecho prisionera. Volaron chispas
por todas partes mientras la espada atravesaba el cuerpo metálico. El primer golpe arrancó la
parte delantera, y el resto de las cuchillas rotas cayeron al suelo. Blandió la espada por debajo
de la criatura y le segó las patas. Mientras el nivelador caía al suelo, Glissa descargó la espada
sobre él y le abrió una enorme herida en el costado.

Siguió golpeando y golpeando hasta que no quedó frente a ella más que un montón de metal
destrozado. Finalmente se detuvo, resollando con fuerza.

–¿Has terminado ya? –preguntó Slobad–. ¿Te sientes mejor, eh?

–Han matado a mi familia –dijo la elfa con un gruñido–. Este asesinó a mi hermana. No me
sentiré mejor hasta que los haya destruido a todos.

–¿Y luego qué? –preguntó Slobad–. Vendrán más. Siempre es así, ¿eh? Los que se rompen se
reparan y los que desaparecen son reemplazados. Es mejor ocultarse y vivir que buscar
venganza y morir, ¿eh?

Glissa asintió. En su fuero interno decidió que encontraría al auténtico amo de aquellos
monstruos y se vengaría de él, que era el que importaba. Entretanto...

Se apoyó en el hombro de Slobad y se alejaron caminando. Tenía el tobillo tan hinchado que le
dolía constantemente dentro de la bota. Hasta la más leve presión ejercida al andar provocaba
un dolor espantoso que se extendía por toda la pierna. Puede que el trasgo estuviera en lo
cierto, al fin y al cabo. Tenía que esconderse y descansar antes de buscar venganza.

Mientras salían de la caverna, Glissa vio algo que resplandecía a la luz y proyectaba el fuego del
trasgo. Dirigió la mirada hacia el objeto brillante y entonces se detuvo y se quedó mirándolo,
horrorizada.
–¿Y ahora qué pasa, eh? –preguntó Slobad–. ¿También quieres destruir a ese, eh? Eso no te
devolverá a tu familia. Sólo servirá para causarnos más problemas. Vámonos, ¿eh?

–No voy a destruir nada –dijo Glissa en voz baja y templada mientras luchaba por mantener la
calma a la luz de su descubrimiento–. Dame un momento, ¿quieres?

Se apartó del trasgo y se aproximó dando saltos a un nivelador que se encontraba cerca de
ellos. Se inclinó sobre su costado y extendió la mano hacia las cuchillas desplegadas sobre la
parte delantera. El objeto seguía aún fuera de su alcance, así que se inclinó un poco más.
Cuando estaba a punto de perder el equilibrio, logró alcanzarlo y entonces, dando un empujón,
se apartó del nivelador para recuperar el equilibrio.

–¿Qué has encontrado, eh? –preguntó Slobad cuando volvió a su lado.

Glissa se lo enseñó. Era una mano cercenada. Una mano de elfo con largos y delicados dedos
terminados en afiladas uñas. La muñeca estaba teñida de rojo y húmeda, aunque ya no le
quedaba sangre.

–Es el anillo de compromiso de mi madre –dijo Glissa–. Ha pasado de madre a hija de


generación en generación. Nadie sabe ya qué es la gema ni qué el metal.

Sacó el anillo y se lo puso en el dedo. Besó los dedos de la mano cortada y, delicadamente, la
dejó a un lado.

–Es lo único que me queda de ellos.

* * * * *

Una Glissa destrozada dejó que Slobad la llevara de regreso a la cámara y, desde allí, salieron
por un pequeño agujero oculto en la pared. Se arrastró detrás del trasgo hasta llegar a una
pequeña estancia que, evidentemente, era su morada. No había gran cosa que ver: un par de
pellejos extendidos sobre el suelo, en un rincón; una mesita y una silla en el centro y, junto a la
pared opuesta, otra mesa, más grande, cubierta de pequeñas herramientas y restos de metal.
Tras ocultar el agujero con una pequeña sección de pared, Slobad dejó el tubo de llamas sobre
la mesa y cogió un cuchillo.

Glissa se apartó de él y señaló la espada.

–La mía es más grande –dijo.


–Ya te he dicho que guardes esa cosa, ¿eh? –dijo Slobad–. Eres una elfa loca, ¿lo sabías?
Túmbate para que pueda cortar la bota y echar un vistazo a esa pierna.

La respiración de Glissa se calmó.

–No sé en quién puedo confiar –dijo con tono de disculpa–. Pero ten cuidado. El tobillo está
hinchado y roza con la bota.

Slobad se acercó con su cuchillo y Glissa mantuvo la espada al alcance de la mano, por si las
moscas. Apretó el anillo de su madre contra el pecho como si quisiera aferrarse al pasado en
busca de consuelo. El trasgo, sin embargo, poseía tanta destreza con el cuchillo como había
demostrado antes con las herramientas. Cortó la bota hasta el mismo talón sin tocar una sola
vez la piel de metal que había debajo.

Cuando Slobad apartó el cuero, Glissa pudo ver que el tobillo se había hinchado tanto que había
doblado su tamaño y las cuchillas se le habían clavado en la metálica espinilla. Las heridas que
tenía a ambos lados de la pierna supuraban un pus verdoso. Slobad se acercó a la mesa y
regresó con un cuenco de metal lleno de agua. Cortó un trozo de cuero de los pellejos, lo
humedeció en el cuenco y lo utilizó luego para limpiar el pus. A continuación, cortó dos tiras de
cuero más y vendó con ellas el tobillo de Glissa.

–Tiene mal aspecto, ¿eh? –dijo Slobad–. No es que haya visto muchos elfos, pero no creo que tu
tobillo tenga el color que debe, ¿eh?¿Tú qué crees? Me parece que vas a perder la pierna si no
eliminamos el pus.

–A ver lo que puedo hacer –dijo Glissa. Se incorporó, apoyándose en la pared, dejó la espada
sobre su regazo y colocó las manos sobre las heridas. Conocía un poco de magia curativa, pero
allí apenas podía sentir el poder de los árboles. Envió todo lo que pudo reunir a través de sus
dedos, y unas escasas volutas de energía verde flotaron desde sus manos a su pierna herida. El
tobillo brilló un momento y la hinchazón remitió un poco.

–Eso es todo lo que puedo hacer –dijo–. Mi magia puede curar heridas, pero esto debe ser otra
cosa, algún tipo de enfermedad.

–Ahora descansa –dijo Slobad–. Por la mañana nos vamos.

De repente, regresaron las sospechas de Glissa.

–¿Por qué? –preguntó–. Creí que habías dicho que aquí estábamos a salvo.

–Eso era hasta que llegaste, ¿eh? –dijo Slobad–. Ya te lo he dicho, los niveladores que se
rompen se reparar. Los que desaparecen son reemplazados. Nadie molesta a Slobad durante las
reparaciones, ¿eh? Se queda escondido hasta que terminan. Éste era el lugar más seguro de
todo Mirrodin, ¿eh? Pero has destruido un nivelador en la caverna. Ellos sabrán que hay alguien
aquí. Nos buscarán. Encontrarán a Slobad y te encontrarán a ti.

–Lo siento –dijo Glissa–. No pretendía obligarte a abandonar tu hogar.

–Slobad no tiene hogar –dijo el trasgo, encogiéndose de hombros–. La elfa loca no debería
preocuparse por Slobad. Debería preocuparse por salvar esa pierna, ¿eh? Deja que Slobad se
preocupe de Slobad.

–Me llamo Glissa –dijo–. Si me ayudas, Slobad, te daré una casa en la Maraña, muy lejos de los
niveladores.

–Umpf –dijo Slobad–. Grandes palabras en boca de una elfa loca y coja. Ahora duerme.
Partiremos antes de que salga el sol.

–¿Sol? –preguntó Glissa.

–Ya sabes –dijo Slobad–, esas cosas redondas del cielo. Las cuatro salen. Se ponen. Iluminan el
mundo, oscurecen el mundo. –Sacudió los brazos describiendo el curioso patrón alrededor de
su cabeza–. No me digas que no conoces los soles, ¿eh?

–Nosotros los llamamos «lunas» –dijo Glissa–. Es una palabra muy antigua, que quiere decir
cuerpos celestes que giran alrededor del mundo. Sé lo que es un sol. Los he visto en mis...
sueños. Los soles son mucho más brillantes y calientes, creo.

–Los soles dan luz y calor, ¿eh? –dijo Slobad–. Así es. Eso es lo que los trasgos saben de los
soles. Tenemos cuatro soles. Nada de lunas. Únicamente soles.

–Muy bien –dijo Glissa, que no tenía ganas de enzarzarse en una discusión–. Son soles. Y ahora,
¿puedo irme a dormir?

Slobad asintió, así que Glissa se tumbó sobre los pellejos y cerró los ojos. No tenía otra
alternativa que confiar en el extraño y parlanchín trasgo. Necesitaba descanso y necesitaría su
ayuda para volver a casa. A pesar de lo cual, fingió estar dormida durante algún tiempo, por si
Slobad trataba de atacarla.

Al cabo de un rato, se durmió realmente y soñó con que los niveladores atacaban la Maraña.
Estaba rodeada y ellos avanzaban, haciendo girar las cuchillas delante de sí. Los cuerpos de sus
padres estaban cerca, tirados por el suelo. La mano y el anillo de su madre no se veían por
ninguna parte y a Lyese le habían cortado el largo cabello, dejando una herida sanguinolenta en
la parte alta de su cabeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se pasó el brazo por el rostro
para secárselas.
Entonces, los niveladores se transformaron en criaturas voladores que, con un zumbido,
empezaron a dar vueltas alrededor de su cabeza. Trató de espantarlas con la espada, pero no
dejaban de atacarla. Escuchó unas carcajadas y, al volverse, vio una figura ataviada con una
túnica donde sus padres habían estado un momento antes. Las carcajadas se trocaron en gritos
y Glissa vio que la figura levantaba a Kane del suelo sujetándolo por el cuello. Era Kane el que
gritaba. Glissa lanzó un alarido y entonces vio que brotaban unos zarcillos verdes de sus manos
y empezaban a ascender por sus antebrazos.
Capítulo 5

El Campo Resplandeciente

Glissa despertó de un sobresalto, empapada de sudor frío. ¿Cómo podía haber sido una
llamarada? Los acontecimientos con los que había soñado nunca habían ocurrido, por lo que ell
sabía. ¿Quién era la figura que se escondía tras la túnica? Estaba en la Maraña la noche de la
muerte de sus padres. ¿Era él el amo de los niveladores? Se sentó y miró las manos, pero no vio
ninguna energía verde a su alrededor.

–Ya estás despierta, ¿eh? –dijo Slobad, que estaba sentado a la mesa, comiendo–. Bien.
¿Puedes caminar? Nos marchamos pronto, pero Slobad no puede llevarte en brazos. Eres
demasiado grande. ¿Vale, eh?

Glissa se miró la pierna. La hinchazón casi había desaparecido, pero el tobillo todavía le dolía. Se
quitó el vendaje de cuero y vio que el cobre tenía un aspecto raro alrededor de la herida. Estaba
de color verde, pero sólo a causa del enmohecimiento: el proceso que daba a los árboles de la
Maraña su coloración. El cobre siempre tenía ese aspecto si no se pulía. No, el propio metal
parecía haber borboteado alrededor de la herida. Al quitarse las cintas de cuero, parte del metal
se desprendió en pequeños copos y la herida volvió a supurar pus.

La elfa se limpió el tobillo con una mueca de dolor y volvió a colocar el vendaje. Se levantó y
probó el tobillo. Aguantaba su peso y el dolor resultaba soportable. –Puedo caminar –dijo.

Slobad se le acercó y presionó el vendaje con la mano.

–¡Au! ¿Por qué has hecho eso?

–No puedes caminar mucho tiempo con esa pierna –dijo Slobad–. Lo he visto, ¿eh? El metal está
corroyéndose. La infección está extendiéndose. Nunca llegarás a la Maraña, ¿eh? Está
demasiado lejos. Antes necesitas un curandero. Vamos a ver a los leonin.

–¿Leonin? –preguntó Glissa–. ¿Quién es?¿Está muy lejos?

–Estúpida elfa –dijo Slobad–. ¿No sabes nada del mundo fuera de la Maraña? Los leonin son tus
vecinos, ¿eh? Su tribu vive en el Campo Resplandeciente. No muy lejos. Slobad vive en la
frontera del Campo Resplandeciente. Se tardan dos o tres rotaciones en llegar a la ciudad
leonin. Allí encontraremos un curandero.
El pequeño trasgo se acercó a su mesa de trabajo y empezó a meter herramientas y algunos de
los trozos de metal de mayor tamaño en su bolsa.

–Nos iremos pronto. Come algo, ¿eh?

–¿Dos o tres rotaciones? –preguntó Glissa mientras se acercaba cojeando a la mesa. Parecía que
podría caer hecha pedazos en cualquier momento, pero cuando se apoyó en ella, aguantó su
peso–. ¿Y a eso le llamas tú «no muy lejos»?¿Y cómo sabes que van a ayudarme? Deberíamos
regresar a la Maraña. No puede estar muy lejos.

Slobad meneó la cabeza.

–Elfa estúpida y loca –murmuró–. La Maraña está dos veces más lejos, ¿eh? Podemos tardar
seis o puede que ocho rotaciones en llegar allí, especialmente con esa pierna herida.
Tendríamos que cortártela dentro de cuatro rotaciones, como mucho. Si eso es lo que quieres,
iremos a la Maraña.

–¿No hay ningún curandero más cerca? –preguntó Glissa. Sobre la mesa descansaban los
cadáveres de dos animales de pequeño tamaño. Cada uno poseía cuatro patas diminutas, una
cola fina y larga y brotes de pelaje gris mezclados con placas metálicas en la espalda–. ¿Y los
trasgos? Deben de estar cerca, ¿no?

Slobad estaba buscando algo en la mesa de trabajo. Glissa no tenía ni idea de para qué servían
aquellas herramientas. Cortó un trozo de carne con el cuchillo de Slobad y comió lo que pudo
mientras esperaba una respuesta. El trasgo no parecía comprender el arte de la conversación. A
menudo respondía sus propias si esperar a que ella lo hiciera y, en cambio, en aquel momento
parecía estar ignorando sus preguntas. La carne era amarga y correosa, pero Glissa estaba
famélica. Cortó un trozo más y no tardó en terminarse los dos animales.

–Los trasgos no tienen curanderos capaces de ocuparse de esa pierna, ¿eh? –dijo el trasgo, que
había terminado de hacer el equipaje. Se echó un pellejo sobre los hombros y se lo ató al cuello
con varias cintas de cuero–. La magia de los elfos sólo cura heridas. Tú misma lo has dicho. La
magia de los trasgos no hace ni eso. Los elfos y los leonin son los únicos curanderos decentes.
Tú eliges, ¿eh?

–Estupendo –dijo Glissa. Una vez más, no tenía otra alternativa que confiar en una criatura que
había elegido para vivir la madriguera de las... máquinas más peligrosas del mundo. ¿Por qué la
estaba ayudando?¿Cómo es que sabía tantas cosas sobre el mundo? Parecía que una criatura
que pasaba todo su tiempo en una pequeña habitación sabía mucho más que ella sobre
Mirrodin. Puede que Slobad le fuera útil, pero tenía que averiguar algo más sobre él y sus
motivaciones.
–Iremos a buscar a los curanderos leonin.

Slobad asintió. Le arrojó a Glissa la vaina de una espada.

–Toma, coge esto. La encontré entre las cuchillas de un nivelador. Puede que le des mejor uso
que su anterior dueño.

Glissa cogió la vaina. No tenía cinto, así que, utilizando el cuchillo del trasgo, cortó una tira de
cuero larga y se ató con ella la vaina alrededor del talle. Con varias tiras más, ató sólidamente la
bota a la pierna.

–Estoy preparada.

* * * * *

Slobad abrió otra entrada secreta en la pared y llevó a Glissa a un túnel cuadrado hecho de
metal. Él podía caminar erguido pero la elfa tenía que arrastrarse o encorvarse para avanzar. El
túnel giraba a derecha y a izquierda constantemente y cruzaron con muchas aberturas laterales
en su avance. A Glissa le pareció que reptaba una eternidad entera. A menudo, Slobad tomaba
un desvío en alguna intersección, pero nunca aminoraba la marcha. Glissa sabía que jamás
podría encontrar el camino de regreso al cuarto del trasgo. Tenía que seguirlo. Finalmente,
avistó una luz delante de ellos y emergieron en una caverna de grandes dimensiones.

–Por aquí –dijo Slobad mientras se dirigía hacia la luz que penetraba por la entrada de la
caverna.

Glissa salió y se detuvo, asombrada por el paisaje que la rodeaba. La tierra resplandecía. Estaba
hecha de un metal plateado en lugar del cobre enmohecido de la Maraña. El suelo subía y
bajaba a su alrededor, formando valles y colinas hasta donde alcanzaba la vista. Sin embargo, la
caverna de la que habían salido no se abría en una colina. Más bien, la estructura tenía una
forma que recordaba a un champiñón. Varios tubos entrelazados de color óxido ascendían
desde el suelo plateado hasta un techo cónico de gran tamaño. Había varias formaciones
parecidas a su alrededor, y en la distancia, detrás de ellos, distinguió una montaña de aspecto
similar que se elevaba en dirección al cielo.

–¿Es ahí donde vive tu pueblo? –preguntó a Slobad.

–Ya te lo he dicho, ¿eh? –dijo Slobad, que había emprendido ya el descenso de la ladera–.
Slobad no tiene pueblo. Slobad es su propio pueblo. Los trasgos viven en las montañas y los
leonin en los Campos Cuchilla. Las montañas están ahí arriba. Los Campos Cuchilla ahí abajo.
Vamos por aquí, ¿eh?

Glissa fue cojeando en pos del trasgo y lo miró. Tenía la mirada entornada y clavada en el suelo.
Puede que estuviera concentrándose en el camino, pero Glissa tuvo la impresión de que había
tocado un tema delicado para él.

–Por qué vives solo, Slobad? –preguntó.

–Es una larga historia –dijo Slobad.

Era una respuesta tan corta que resultaba impropia de él.

–Tenemos tres días –repuso–. Seguro que es tiempo suficiente.

–Déjame tranquilo, elfa loca –rezongó Slobad, con un tono que delataba que quería poner fin a
la cuestión.

–Podrías haberme dejado allí sola, y ahora mismo estarías tranquilo y feliz en tu guarida –dijo
Glissa. Le pinchó el hombro con la punta de una garra. Aquello estaba empezando a resultar
divertido. Por alguna razón, le recordaba a Kane–. Vamos –continuó–. Tú te lo has buscado. Me
has ayudado y has abandonado tu hogar para llevarme con los leonin. Me lo debes.

Slobad siguió caminando en silencio, aparentemente dispuesto a esperar a que ella se cansara.

–No pienso para hasta que lleguemos a la ciudad leonin –dijo, mientras volvía a pincharlo–, así
que quizás sea mejor que me lo cuentes ahora. No hay nada de malo en estar solo. Yo lo
encuentro más cómodo. No tienes que preocuparte por nadie no por lo que podrían hacerte.

–Esta elfa habla mucho –refunfuñó Slobad. Glissa creyó que iba a seguir en silencio, pero al
cabo de algunos pasos volvió a hablar–. No sabes lo que dices, ¿eh? Tú escoges estar sola.
Slobad es un exiliado. No tiene familia ni amigos. Slobad está maldito. Eso es lo que querías
saber, ¿eh?

–Lo siento –dijo Glissa–. Algunas veces creo que también yo estoy maldita. Siempre he sido
diferente. Y también soy una especie de exiliada. Puede que por eso me gustes, Slobad. Puede
que por eso esté dispuesta a confiar en ti.

Durante el resto del día, la pareja marchó en silencio por las colinas del Campo Resplandeciente,
alejándose de la montaña. Glissa miró con asombro cómo pasaba la luna amarilla casi por
encima de ellos. También avistó la luna roja, la negra y la azul. La roja permaneció tras ellos
todo el día, mientras la azul pasaba a su derecha y se alejaba. La negra estaba por delante de
ellos, lejos, pero mucho más próxima de lo que nunca hubiera visto.
Aquella noche, mientras estaban sentados alrededor de una pequeña fogata, Slobad volvió a
sacar el tema.

–Slobad lleva mucho tiempo solo –dijo mientras comían unos roedores apestosos que había
cazado–. Demasiado tiempo, ¿eh? Eso es una maldición de verdad: vivir solo, apartado del
mundo.

–¿Por qué? –preguntó Glissa. La carne era dura y correosa. Le alegraba que el trasgo se hubiera
decidido al fin a contar su historia. Le daba una razón para dejar de comer.

–Ya te lo he dicho, ¿eh? –dijo Slobad–. Slobad está maldito. Nació bajo el Ojo del Destino: el sol
azul. El sol fantasma. El día que Slobad nació, el Ojo del Destino estaba sobre el Gran Horno.
Mal presagio, ¿eh? Madre debió sacrificar a Slobad. Es la ley de los trasgos, ¿eh? Todos los
nacidos bajo el Ojo del Destino deben devolverse al Horno. Pero prefirió arrojarme al conducto
del aire. Justo allí. No fue capaz de matarme con sus propias manos. Prefirió que muriera y que
el metal se utilizara para algo. Al menos así mi vida tendría algún sentido...

La voz de Slobad se apagó. Esta vez, Glissa no siguió preguntando, sino que continuó devorando
aquel roedor de larga cola. Dio un bocado y a continuación se metió los dedos en la boca para
sacarse un trozo de metal de entre los dientes. Un pelo. Después de un rato, Slobad continuó:

–Un trasgo llamado Dwugget encontró a Slobad –dijo–. Él también era un desterrado. Líder de
un culto de parias, ¿eh? Líder del culto a Krark. Vive en una madriguera secreta, al final de los
conductos. Encontró a Slobad cuando marchaba de camino a casa, ¿eh? Me recogió. Me dio un
hogar. Trabajaba para el culto, escuchaba historias, ¿eh? Pero Slobad nunca encajó allí. Todos
éramos marginados, pero ellos lo habían decidido por una estúpida historia que nadie cree.

–¿Qué historia es? –preguntó Glissa.

–Una tontería –dijo Slobad–. Un trasgo llamado Krark aseguraba haber encontrado otro mundo
dentro de Maraña. Una locura. Slobad nunca encajó allí. Se portaron bien conmigo pero nunca
fuimos muy amigos. Son gente religiosa. Todavía cree en la maldición. Un día, los sacerdotes
descubrieron el culto y atacaron. Slobad decidió marcharse, ¿eh? Abandonar la familia y vagar
por el mundo. Vivió cerca de la Maraña algún tiempo, pero los elfos no confían en nadie. Slobad
huyó de allí y se dirigió al Campo Resplandeciente.

–¿Allí fue donde conociste a los curanderos? –preguntó Glissa. Terminó la comida y arrojó los
huesos lejos de la fogata.

Slobad asintió
–Y a Raksha, joven guerrero leonin. El Kha. Slobad fue entregado a Raksha como regalo, ¿eh?
Para que se entrenara. Estábamos todo el tiempo luchando. Raksha siempre ganaba. Slobad
siempre salía herido. Pero los curanderos me curaban, ¿eh? Para que Raksha pudiera seguir
entrenándose.

–Parece horrible –dijo Glissa–. ¿De veras quieres volver con esa gente?

–Raksha se portó bien con Slobad. Siempre se aseguraba de que me curaran bien, ¿eh?
Entonces los nim empezaron a atacar. Raksha fue a luchar en batallas de verdad. La guerra
siempre sigue a Slobad, ¿eh? Es parte de la maldición. Los demás leonin no eran tan buenos con
Slobad. No lo trataban bien cuando Raksha estaba fuera de la ciudad. Volví a marcharme antes
de que los curanderos me expulsaran, ¿Eh? Encontré la cueva de los niveladores y decidí vivir
solo. Allí la guerra no puede seguirme. Nadie se atreve a acercarse.

«Salvo yo –pensó Glissa–. Pero no creo en el destino, diga lo que diga Chunth. Las cosas malas
pasan porque la gente hace que ocurran.»

–Has vivido solo desde entonces, comiendo esas... ¿cómo las llamas? –dijo a Slobad.

–Ratas del Vacío –respondió Slobad con la boca llena. No había comido mientras contaba su
historia y ahora parecía dispuesto a recuperar el tiempo.

Glissa lo observó mientras se metía otra rata en la boca y la engullía. El trasgo ni siquiera se
molestó en escupir los trozos de metal. ¿Eran sus hábitos alimenticios consecuencia de su vida
solitaria?¿O sería que todos los trasgos comían así?

–Siento haber trastocado tu vida, Slobad, pero te agradezco todo lo que has hecho por mí.
Quizás puedas volver a la cueva de los niveladores cuando se me cure la pierna.

–Quizás –dijo Slobad, con la boca todavía llena. Después de tragar, prosiguió–. Allí no hay nada
para mí, ¿eh? Es solo un sitio. No es mi hogar. No hay nadie con quien hablar. Slobad empezó a
hablar solo. Mala cosa. Hace mucho que no voy a Taj Nar, ¿eh?

–¿Taj Nar? –preguntó Glissa.

Slobad le ofreció la última rata, pero Glissa declinó la oferta. El trasgo se metió la cabeza en la
boca y la arrancó de un bocado.

–Taj Nar es la gran ciudad leonin. Donde gobierna Raksha. Ahora es el líder, ¿eh? El Kha.

–¿Estás seguro de que me ayudará? –preguntó Glissa.

Slobad asintió mientras masticaba el resto de la rata.


–Raksha le debe un favor a Slobad. A la mayoría de los leonin no les gustan mucho los
forasteros, ¿eh? Se parecen a los elfos en eso. Raksha es diferente. Slobad le gusta. Slobad
trabaja para él muchas veces. Repara los muros de la ciudad. Fabrica antorcha sagrada. Raksha
le debe un favor. Él nos ayudará.

–Bueno, yo no soy como los demás elfos –dijo Glissa con una sonrisa, la primera que esbozaba
desde que los trols la secuestraran–. Y a mí también me gustas, Slobad.

–Lo sé –dijo Slobad–. Por eso te ayudo. Slobad no tiene muchos amigos, pero siempre ayuda a
los que encuentra.

Glissa empezó a preguntarse si habría algo de verdad en lo que Chunth le había contado. ¿Cómo
si no podía explicarse que hubiera encontrado a Slobad –la única persona en todo el mundo
más solitaria que ella– justo cuando más lo necesitaba? Los leonin eran la primera parada. Si
quería encontrar a la persona que había matado a su familia, necesitaría un guía en aquel
extraño mundo que se extendía más allá de la Maraña.

* * * * *

Las siguientes dos rotaciones se confundieron en la mente de Glissa. Slobad y ella viajaban por
el Campo Resplandeciente. Slobad señalaba montículos y le decía que eran casa leonin, pero
Glissa no era capaz de diferenciarlas del resto del paisaje. No vieron a un solo leonin, pero cada
noche, al acampar, Glissa creía detectar algún movimiento. En una ocasión, habría jurado que
veía a la figura de la túnica, pero es posible que fuera un sueño o incluso una llamarada.

–A los leonin no les gustan los desconocidos –volvió a decir Slobad la segunda noche, cuando
Glissa le preguntó por qué no habían visto una sola de las esquivas criaturas–. Saben que
estamos aquí, ¿eh? No los molestamos; ellos no nos molestan. Se dedican a lo suyo, ¿eh?

Glissa se sentó y utilizó su magia curativa para impedir que la infección del tobillo se extendiera
demasiado. La herida tenía peor aspecto cada rotación. La energía verde mantenía a raya el
dolor pero no podía detener la infección. Ya casi había superado la pantorrilla. Cada día que
pasaba, la parte inferior de su pierna perdía un poco más de metal y los cortes del tobillo
seguían supurando pus.

En varias ocasiones durante el viaje, Slobad les hizo sortear unas plantas muy altas que crecían
en matorrales. Eran esbeltas y de un brillante color plateado. Se mecían bajo el viento, creando
un silbido espeluznante que perduraba en el aire a su alrededor. Al tercer día, vio que una rata
del Vacío corría hacia un grupo de aquellas hierbas que crecía a poca distancia de ellos. Venía
persiguiéndola un depredador de fuertes patas y orejas de metal puntiagudas. Glissa
desenvainó la espada y aguardó.

La rata emergió del otro lado del cañaveral, pero entonces una ráfaga de viento cimbreó las
plantas y empezaron a cantar. Los tallos se columpiaron adelante y atrás y un aullido de dolor se
sumó a su coro. La elfa corrió hacia el lugar. El depredador estaba en medio de las raíces, sobre
un charco de sangre que se acumulaba alrededor en las cañas afiladas que lo rodeaban. Glissa
alargó el brazo para tocar una de las plantas y se hizo un corte en el dedo.

–¿Qué son? –exclamó mientras retrocedía para apartarse del cañaveral, temiendo que otra
ráfaga de viento pudiera sorprenderla demasiado cerca.

–Hierbas cuchilla –dijo Slobad–. Pueden cortarte de parte a parte. Letales cuando hay viento,
¿eh? Es mejor rodearlas.

Poco después de dejar atrás las cimbreantes cañas, Glissa levantó la mirada hacia la luna
amarilla, a la que Slobad conocía por el nombre de la Portadora. En aquel momento estaba muy
baja en el firmamento. Las otras tres ya se habían puesto. Sin la luz de las demás lunas, Slobad
proyectaba una sombra muy larga que se extendía hasta el campo de cuchillas. Glissa estaba
punto de decir que debían buscar sitio para acampar cuando chocó con el trasgo, que se había
detenido en lo alto de un montículo.

–¿Qué ocurre? –preguntó.

–Allí –dijo Slobad, señalando colina abajo–. Taj Nar, gran ciudad de los leonin. Puede que haya
algún problema, ¿eh?

Glissa dirigió la vista hacia el lugar que estaba apuntando. Se encontraba en un gran valle
rodeado de colinas. En mitad del valle, una enorme torre parecía emerger de una colina de gran
tamaño. Varias columnas de metal sobresalían de ella para sustentar los pisos superiores, que
se elevaban hasta gran altura. Por toda la ciudad, en lo alto de las columnas, crecían escarpias
metálicas, que creaban la impresión de que una garra metálica sostenía a Taj Nar en la palma.

Al posar la mirada en la base de la torre, Glissa vio que una masa de formas oscuras se movía
lentamente alrededor de la colina desde los dos lados. Por un momento creyó que se trataban
de niveladores, pero las formas eran demasiado menudas y se movían con demasiada lentitud.
Parecía que estaban tratando de rodear la ciudad. Si se apresuraban, Slobad y ella podrían llegar
antes que el ejército, pero no sabía cómo entrarían una vez alcanzaran la torre. La pierna herida
había estado doliéndole desde la puesta de la primera luna y no sabía si podría correr muy de
prisa. Un cuerno tañó con gran estruendo en el interior de la ciudad.
Capítulo 6

Los Nim

Tenemos que entrar en la ciudad! –dijo Glissa–. ¡Ahora mismo!

Slobad no reaccionó, así que Glissa le dio al trasgo un empujón que lo envió rodando colina
abajo. Echó a correr tras él, haciendo una mueca a cada paso que daba.

–¡Elfa loca! –gritó Slobad, sacudiendo los brazos mientras trataba de frenar su precipitada caída
hacia el valle–. No vas a matar a los dos, ¿eh?

Glissa no comprendió lo que Slobad quería decir hasta que vio un gran matorral de hierba
cuchilla situado justo en su camino. Sacó la espada de la improvisada vaina, apretó el paso y
consiguió adelantar a Slobad. Llegó al matorral justo antes que el trasgo y, sin dejar de correr,
empezó a mover la espada a diestra y siniestra para abrir un pasillo entre las mortales plantas.
Hierbajos del tamaño de su espada y afilados como cuchillas volaban a su alrededor. Levantó el
antebrazo para protegerse la cara.

–¡Aagh! –gritó Slobad tras ella, pero no puedo volver la mirada. Unos pasos más y habría
atravesado lo matorrales. Una hierba le hizo un corte en el brazo mientras seguía corriendo.

Tras salir al otro lado de los matorrales, Glissa se detuvo y se volvió para buscar a su amigo.
Slobad estaba justo detrás de ella y parecía ileso. Una brizna de hierba cuchilla le había
agujereado el hatillo, que el trasgo sostenía frente a sí como si fuera un escudo.

–Podría haber sido mi cabeza, ¿eh? –rezongó el trasgo mientras sacaba la brizna del hatillo–.
¡Mi cabeza! No vuelvas a hacerlo, elfa loca.

Glissa sonrió

–Lo siento –dijo. Dirigió la mirada hacia la ciudad leonin y el ejército que avanzaba sobre ella.
Glissa y el trasgo estaban todavía a varios cientos de metros de la base de la torre, pero los
flancos del enemigo se encontraban aproximadamente a la misma distancia y estaba
acercándose con rapidez–. Va a ir muy justo –dijo–. Vamos. No hay tiempo que perder.

Echó a correr. Ya no sentía el dolor de su tobillo lastimado. Durante el descenso, todo lo que
había por debajo de las heridas había perdido la sensibilidad por completo. Sabía que era una
mala señal, pero al menos el dolor ya no le retrasaba. Slobad y ella corrieron a toda prisa por el
valle.

Al acercarse a la torre, Glissa pudo ver a los invasores más de cerca. Lo que había sido hasta
entonces una oscura masa de formas se convirtió en un ejército de criaturas sombrías. Al
principio pensó que eran humanos, pero no tardó en darse cuenta de que, aunque caminaban
erguidos sobre dos piernas y tenían brazos y cabeza, no guardaban la menor semejanza con los
elfos, los humanos, o siquiera los trols.

–¿Qué son? –preguntó Glissa sin volverse del todo.

–Nim –respondió Slobad–. Criaturas de Mefidrós.

Los nim avanzaban con paso bamboleante, encorvados en tal medida que daba la impresión de
que la cabeza les salía del pecho. Sus alargados brazos rozaban el suelo, lo que daba a sus
movimientos una apariencia extraña, como si fueran cuadrúpedos, mientras rozaban con los
nudillos contra el suelo. Un caparazón que salía de su cabeza les cubría toda la espalda. Era
como si su creador les hubiera arrancado la columna vertebral del cuerpo y se la hubiera
pegado sobre la piel.

Los dos flancos del ejército de los nim estaban convergiendo. Sólo quedaba despejada una
estrecha franja de terreno cuando Glissa y Slobad los alcanzaron. La elfa aceleró para alcanzarla.
Un olor amargo y repugnante alcanzó su nariz al adelantar a los lentos nim. En ese momento
pudo ver que de sus cuerpos sobresalían unos tubos que eructaban bocanadas de un gas
verdoso.

–Es una suerte que no sean más rápidos –dijo Glissa con voz entrecortada, cuando casi hubo
dejado atrás al ejército enemigo.

–Se mueven despacio, si –resolló Slobad tras ella–. Pero lucha de prisa. ¡Cuidado!

El nim más próximo atacó a Glissa con uno de sus largos brazos. El movimiento fue tan rápido
que no tuvo tiempo de esquivarlo. Levantó la espada para detener el ataque y su hoja golpeó el
brazo del nim justo detrás de sus garras. El arma cercenó la muñeca del nim con tanta facilidad
como había segado antes las hojas cuchilla. La garra cayó al suelo. El brazo mutilado empezó a
expulsar un venenoso humo verde, junto con un denso fluido de color marrón verdoso que,
asumió Glissa, debía ser la sangre de la criatura.

No tuvo tiempo de reflexionar sobre la fisiología de la bestia ni de maravillarse ante el poder de


su nueva espada. Una docena más se le echaron encima mientras reanudaba su carrera.

–¡No te separes de mí, Slobad! –exclamó–. Los matendré a raya.


Sin dejar de correr, Glissa dibujó un ocho en el aire con la espada, que se abrió camino entre los
nim que trataban de capturarla. Los golpes caían por todos lados, cada vez más rápidos,
mientras los nim se les echaban encima. Glissa no podía hacer otra cosa que cercenar sus
manos y brazos. Los nim eran demasiado rápidos y sus brazos demasiado largos.

Casi habían conseguido atravesar sus filas cuando uno de ellos logró esquivar la barrera de su
acero y la golpeó en el hombro. Trató de esquivar el ataque, pero la garra del nim se le clavó en
la carne. La fuerza del golpe la hizo retroceder tambaleándose. Trató de mantener el equilibrio,
pero el tobillo entumecido la traicionó y cayó de espaldas. Rodó sobre sí misma, esperando que
cayera un golpe sobre ella en cualquier momento, pero ya no estaba entre las filas de los nim. El
golpe la había enviado a la retaguardia de la horda.

Slobad no había tenido tanta suerte. Glissa ya no veía al trasgo. Tras ella, los flancos del ejército
nim se fundieron y empezaron a avanzar.

–¡Slobad! –gritó mientras se ponía en pie.

Como respuesta, uno de los nim de las últimas filas empezó a arder. Glissa escuchó el familiar
siseo del tubo de llamas de Slobad. Avanzó cojeando hacia el nim que ardía para ayudar al
trasgo a escapar de la horda, pero tuvo que luchar para llegar hasta él.

La elfa golpeó a un nim en el brazo, arrancándoselo de cuajo, y a continuación, con un


movimiento giratorio de la espada cortó a la criatura en dos. Se adentró entre las filas de la
horda y agachó la cabeza para esquivar los tres brazos que trataban de alcanzarla. Se agazapó
casi hasta el suelo y describió un arco con la espada que segó las piernas de los tres nim
atacantes.

Lo que había parecido un astuto movimiento táctico estuvo a punto de provocar su ruina. Los
tres nim siguieron luchando, apoyándose en los muñones de las piernas cercenadas y en una
mano mientras trataban de herirla con la otra. Todavía en cuclillas, Glissa saltó por encima de
las garras. Con una punzada de dolor en la pierna que hizo que se encogiera, cayó detrás de uno
de los nim cojos. Apretó los dientes y le propinó una patada con la pierna sana que arrojó a la
criatura contra las otras dos.

Se volvió en dirección al siseo del tubo de Slobad y se encontró cara a cara con el nim que
estaba ardiendo. Éste seguía avanzando, aparentemente ajeno a la presencia de las llamas.
Glissa paró su ataque y uno de los brazos cubiertos de llamas salió desprendido contra la cara
de otro nim. Se hizo a un lado al ver que se le echaba encima y, de un tajo descendente,
atravesó el caparazón de la criatura y le separó la cabeza de los encorvados hombros.
Mientras el cuerpo decapitado del nim caía al suelo, Slobad pasó corriendo junto a Glissa y
vadeó de un salto la maraña de nim mutilados. La elfa lo siguió, dejando una masa
sanguinolenta tras de sí. El dolor de su tobillo había regresado con fuerzas renovadas después
del último salto. Ahora era como si su pierna entera estuviera ardiendo. Apenas podía seguir
avanzando. Slobad acudió a ayudarla y los dos corrieron cojeando hacia la torre, seguidos a
poca distancia por el ejército ya reunido.

Glissa volvió la mirada hacia los lentos nim. Apenas estaban avanzando más de prisa que ellos.

–¿Estás seguro de que no nos persiguen a nosotros? –gritó por encima del estrépito del ejército
que se aproximaba.

–No –repuso Slobad–, pero a Slobad le da igual. Tu sigue corriendo, ¿eh?

Glissa pudo ver varias figuras en lo alto de la muralla, pero estaban demasiado lejanas como
para discernir detalle alguno. Mientras observaba, una lluvia de flechas descargó desde allí. La
mayoría cayó entre las filas de los nim, pero algunas de ellas se clavaron incómodamente
próximas a Slobad y ella.

–¡Eh! –gritó–. Que no somos vuestros enemigos.

Otra descarga siguió a la primera, y Glissa agachó la cabeza mientras Slobad y ella corrían hacia
las grandes puertas. Parecía tallada en un costado de la torre, y la punta se encontraba casi
quince metros por encima de ellos. Unos surcos recientes en el suelo mostraban hasta dónde
llegaban las hojas cuando las puertas se abrían de par en par. En ese momento, Glissa
comprendió lo que había significado el cuerno. Hasta hacía muy poco, las puertas habían estado
abiertas.

Una tercera descarga de flechas cayó tras ellos como una lluvia. Slobad y la elfa estaban a salvo
bajo los contrafuertes, pero tenían otro problema. La puerta estaba cerrada. Estaban corriendo
hacia una muralla, con un ejército pisándoles los talones.

Glissa golpeó la puerta de metal con el pomo de la espada.

–¡Dejadnos pasar! –gritó–. No somos enemigos. –Le pareció oír algún movimiento al otro lado
de la superficie desnuda y metálica, pero no hubo respuesta.

La horda estaba casi sobre ellos. Glissa se volvió para afrontar la muerte. Apoyándose sobre la
pierna sana, levantó la espada y dio un paso al frente.

–Prepara tus llamas, trasgo –dijo–. No vamos a morir sin presentar batalla.

Oyó que el tubo se encendía tras ella, pero Slobad no se situó a su lado.
–Aún no hemos muerto. Slobad conoce un camino para salir... o entras. Sí..., un camino para
entrar.

Volvió la mirada y vio que el trasgo estaba tanteando la superficie de la puerta con las manos,
como si buscara algo.

–¿Qué estás haciendo? –gritó–. Esa llamita no atravesará una puerta.

–Tú protégenos, ¿eh? –dijo Slobad, volviéndose un momento para mirarla–. Elfa loca. Deja que
Slobad haga su trabajo. Haz tú el tuyo. Usa esa gran espada. ¡Cuidado!

Instintivamente, Glissa se agachó antes incluso de volverse hacia el ejército invasor. Una garra le
revolvió el pelo al pasar a escasos milímetros de su cabeza. Como impulsada por un resorte, la
elfa movió la mano que empuñaba la espada en un tajo ascendente y alcanzó en el al nim que la
había atacado. Con un rápido giro de la muñeca, la hoja atravesó la ingle de la criatura. Ésta
cayó de espaldas, pero otras dos ocuparon su lugar, pisoteando a su camarada caído para llegar
hasta ella.

Mientras retrocedía, la elfa lanzó una estocada alta, que cercenó el brazo de la primera bestia
antes de segar, no una sino dos cabezas. Al ver cómo se desplomaban los dos nim delante de
ella, no pudo por menos que maravillarse por el poder de su nueva arma. No había pensado
mucho en ello desde la batalla con los niveladores, pero la verdad es que la espada que le había
robado a Chunth era prodigiosa.

Otra garra trató de alcanzarla. Detuvo el golpe y la mano del nim salió despedida por encima de
su cabeza. Glissa aprovechó la abertura en su guardia y, dando un pequeño salto, avanzó medio
paso y ensartó al mutilado nim mientras su otra garra se precipitaba sobre ella. La bestia quedó
inerte en la espada. Glissa flexionó los músculos de los brazos y arrojó a la criatura contra otros
dos nim que estaban avanzando hacia ella. Esta asombrosa demostración de fuerza estuvo a
punto de provocar que fuera derribada, pues al caer aterrizó con demasiado ímpetu sobre la
pierna herida. Lanzó un grito mientras un fuerte dolor se extendía por su tobillo.

Percibiendo su debilidad, los nim se le acercaron desde tres direcciones diferentes. Se estaba
quedando sin espacio para maniobrar. La presión de sus enemigos la empujó hacia Slobad y la
puerta. Lo único que podía hacer ya era parar los golpes de las garras que la rodeaban. Recibió
un golpe desde la derecha que le desgarró el hombro ya herido. Otra garra superó su guardia y
le hizo un corte en la frente. La sangre se le metió en los ojos y se vio obligada a blandir la
espada ciegamente a diestra y siniestra.
Los nim se les echaban encima por todos lados, envueltos en los vapores venenosos del gas
verdoso que emanaba de los tubos. Glissa empezó a toser y a sentir náuseas. No sabía si iba a
vomitar o a perder el sentido por culpa de los vapores. Pero no resistiría mucho más tiempo.

–¡Si vas a hacer algo –gritó mientras se limpiaba la sangre de los ojos–, será mejor que lo hagas
ya!

–Casi lo tengo –dijo Slobad–. Dame un momento, ¿eh? No es fácil de encontrar. Se supone que
es un secreto. El secreto de Slobad.

–No tengo ni un momento para darte –le espetó Glissa–. ¡Deja de hablar y haz algo! –Vio por
muy poco la garra que se le acercaba y se agachó justo a tiempo. Hizo un molinete con la
espada, pero ni ella misma habría podido decir si le había acertado a algo. El aire estaba
cubierto de una neblina verde y seguía entrándole sangre en los ojos.

Hubo un extraño ruido a su espalda, como un chirrido de metales, sólo que amortiguado, como
si llegara desde muy lejos. Volvió a hacer un molinete, tratando de mantener a los nim a raya, y
entonces sintió que alguien tiraba de ella desde atrás.

–Vamos, ¿eh? –dijo Slobad–. De prisa. Vámonos ya. ¿A qué esperas, elfa loca? Hay que largarse.

Glissa no discutió. Balanceó la espada de un lado a otro mientras retrocedía. Cada paso era una
agonía. Tenía miedo de tropezar con Slobad o topar con la puerta. Tras unos pocos pasos, su
borroso mundo se volvió mucho más oscuro. Volvió a oír el mismo ruido, sólo que esta vez
mucho más próximo y diáfano, como si varias espadas estuvieran entrechocando delante de
ella. Levantó la espada para protegerse mientras se limpiaba la frente y los ojos. Cuando su
mirada volvió a enfocar, vio que había una muralla delante de ella. Desde muy lejos llegaba el
estrépito del entrechocar de las armas.

Estaban dentro.

–¿Cómo es posible? –preguntó.

–Eso nos gustaría saber a nosotros –dijo una voz atronadora a su espalda. Glissa se volvió y se
encontró con lo que supuso que sería un leonin. El trasgo y ella estaban rodeados de guardias
leonin. Otro, de gran tamaño, se encontraba frente a ellos con los brazos en jarras.

Slobad le había descrito a los leonin, pero el tosco retrato del trasgo no hacía justicia ni por
asomo al impacto que provocaba la visión de aquellas criaturas en carne y hueso. Más que
hombres, parecían bestias. La achatada nariz les brotaba de una frente hinchada, como si fuera
un hocico, y los ojos casi llegaban a tocarse con las puntiagudas orejas.
Y sin embargo, a pesar de ello, tenían un porte regio. Las largas melenas de suave cabello –
algunas recogidas con trenzas, otras no– parecían despedir destellos a la luz de las antorchas,
así como la plata y el oro bruñidos de sus brazos y piernas. Todos los guardias vestían una
brillante armadura y portaban grandes escudos espejados. La visión resultaba impresionante, y
Glissa se sintió incómoda.

El leonin que había hablado superaba con creces el metro ochenta de estatura. Su gran melena,
mucho más crecida y tupida que la de los demás, le caía encascada sobre los hombros y el
pecho. Tenía cruzados los musculosos brazos y, aunque estaban en reposo su inmensa fuerza no
pasó inadvertida a Glissa. Los músculos de metal y carne resaltaban poderosamente, apoyados
sobre el pecho forrado de plata del leonin. Tenía el porte de un líder. Los guerreros que lo
rodeaban, firmes como Kane cuando estaba de guardia, transmitían un aire de calmada
superioridad.

El líder estudió fríamente a Slobad y a Glissa, mirándolos desde lo alto de su achatada nariz.

–Lleváoslos –dijo a los guardias y, acto seguido, dio media vuelta y se marchó.

Glissa miró a Slobad, y éste se encogió de hombros. Cuando los guardias se le acercaron, la elfa
les entregó la espada. La herida de su frente había dejado de sangrar, pero le ardía el tobillo y
tenía un fuerte dolo en el hombro. Estaban en manos de los leonin, cautivos, pero al menos
vivos, y eso era preferible a la alternativa.

* * * * *

Glissa se quitó la venda del tobillo y tragó saliva. La infección se había extendido casi hasta la
rodilla. El cuero estaba manchado de virutas de metal verde que se pegaron al vendaje mientras
lo separaba de la herida. Tenía el muslo todavía hinchado y la pierna entera le dolía como si
estuviera ardiendo. Brotaba pus por todas partes, no sólo de la herida. Todo lo que había por
debajo del tobillo se había vuelto negro y estaba frío al tacto. Se apartó de Slobad para que no
pudiera ver la gravedad de la herida.

Los guardias los habían llevado a una pequeña habitación y habían cerrado la puerta. Una vez
allí, Glissa escuchó el crujido de la cerradura, un sonido que, a esas alturas, empezaba a
resultarle familiar, y supo que estaban encerrados. Se sentó frente a Slobad y se dejó llevar por
pensamientos sombríos: sobre su pie, sobre Slobad y Raksha y sobre la última amenaza contra
su vida.
–¿Qué eran esas criaturas que había al otro lado de la puerta? –preguntó.

–Ya te lo dije el otro día –dijo Slobad. Caminaba de un lado a otro de la habitación y no parecía
haber notado lo que Glissa había estado haciendo con el vendaje–. Los leonin combaten a los
nim. Siempre combaten a los nim. Por eso Raksha tuvo que dejar a Slobad. Para luchar con los
nim. Para enviarlos de vuelta al Mefidrós; sólo que siempre vuelven. No sé por qué.

–¿Mefidrós?

–Un lugar malo, debajo de Ingle –dijo Slobad–. El sol... eh... la luna negra, a donde van los
trasgos después de consumirse en el Gran Horno. Slobad nunca ha estado en el Mefidrós. Está
demasiado cerca de Ingle. El gas que flota en el aire te hace enfermar, ¿eh? Los nim salen del
suelo. Atacan a los leonin. Es malo.

–¿Son zombis? –preguntó Glissa–. He oído historias sobre muertos que se levantan de la tierra.
Padre los llamaba zombis... pero éstos, los nim, no parecían muertos. Sólo era algo asó como si
los hubieran vuelto al revés.

Se concentró en sus manos e hizo aparecer en ellas una pequeña esfera de maná verde. Movió
las manos a lo largo de la pierna, como si quisiera insulfar la energía a las heridas y la
podredumbre con un masaje.

–No sé –dijo Slobad desde el otro lado del cuarto–. Nunca los había visto hasta hoy. Algunos
dicen que hay un cieno verde o gas malsano que convierte a la gente en nim. Nunca he tenido
ganas de averiguarlo, ¿eh? A Slobad le gusta ser un trasgo.

–¿Nunca habías visto uno? –preguntó Glissa–. Creí que habías dicho que Raksha estaba
luchando constantemente contra ellos. –El maná se extendió por la pierna y se introdujo en la
carne infectada. La piel metálica que rodeaba el tobillo adquirió un aspecto un poco mejor, pero
el pie siguió negro y frío. Levantó la mirada para ver si Slobad se había dado cuenta pero seguía
paseando arriba y abajo. Saltaba a la vista que al trasgo no le gustaba estar encerrado.

–En la frontera con el Mefidrós –dijo Slobad–. Nunca antes habían llegado hasta Taj Nar. Están
ocurriendo muchas cosas raras en el mundo, ¿eh?; niveladores, elfos locos. Extraño, ¿eh?

–Supongo que es todo por mi culpa –repuso Glissa–. ¿Es eso lo que estás diciendo?

Slobad se la quedó mirando y parpadeó varias veces.

–Eres rara, elfa loca. Yo nunca he dicho eso. ¿Cómo va a ser culpa tuya, eh?

Glissa agachó la cabeza. No sabía a qué había venido aquel exabrupto.


–Lo siento –dijo–. La verdad es que no he tenido la mente muy clara desde el ataque de los
niveladores... –Hizo una pausa–. No, eso no es cierto. Es algo que hago constantemente: ver
cosas que en realidad no están ahí. Supongo que lo que pasa es que no creo en las
coincidencias. Lo siento.

Slobad se le acercó y reparó en su pie. Dejó escapar un silbido sordo.

–Vas a perder ese pie como no veamos pronto al curandero, ¿eh? Hay que encontrar la forma
de salir de aquí. O salimos pronto o pierdes el pie. Eso seguro.

Glissa no discutió. No había nada más que la magia pudiera hacer. Si no iban pronto a ver a un
curandero, tendría que amputarse el pie ella misma para salvar el resto de la pierna.

–Creí que habías dicho que Raksha te debía un favor –refunfuñó–. Bonita manera de
demostrarlo, encerrándonos aquí.

–A Raksha no le gustan las sorpresas y los leonin desconfían de los desconocidos –dijo Slobad–.
Supongo que Slobad ha molestado a Raksha al traer a una desconocida por la entrada secreta,
¿eh?

Glissa mojó la venda en un cuenco de agua que había sobre la mesa.

–El líder que hemos visto antes era Raksha, ¿verdad?

Slobad asintió.

–¿Y él no conocía la entrada?

El trasgo esbozó una sonrisa burlona.

–No –dijo–. Slobad ayudó a los leonin a construir la puerta hace muchos ciclos, y añadió una
puerta adicional, ¿eh?

Glissa se echó a reír mientras se limpiaba la sangre de la frente y el hombro. Después de


enjuagar de nuevo el vendaje, trató de utilizar su magia curativa en las demás heridas, pero la
energía no respondió a su llamada esta vez. La infección y sus fallidos intentos por contenerla la
habían dejado muy débil.

–Tenemos que ver a Ushanti ahora mismo –dijo Slobad–. No podemos esperar a que Raksha se
calme, ¿eh? Slobad encontrará la manera de salir de aquí.

Empezó a aporrear la puerta. Cuando se abrió, apareció un centinela leonin en el umbral y


Slobad habló con él un momento. Los ojos del leonin se abrieron como platos y en su rostro
apareció una expresión de horror. Cerró la puerta y Glissa oyó que se alejaba corriendo.
–¿Qué le has dicho? –preguntó.

–Slobad le ha recordado el castigo por perder a los prisioneros –dijo el trasgo–. Si tu mueres, él
muere. Procura parecer muy enferma cuando regrese, ¿eh? Le he dicho que morirías antes de la
primera luna. Enseña la pierna. Lo creerá, ¿eh?

Pocos minutos después, se abrió la puerta y entraron dos centinelas. Glissa bajó la cabeza y
respiró con dificultades, tratando de parecer y sentirse lo más enferma posible. No le costó
demasiado. Los guardias se la llevaron de la habitación. Ayudada por Slobad, salió cojeando
entre ellos.

* * * * *

La ciudad leonin era muy hermosa. Glissa nunca había visto tanto metal bruñido. El moho de la
Maraña daba al bosque un aire apagado y una tonalidad verdosa que Glissa encontraba
reconfortantes, pero la ciudad leonina estaba repujada en cobre, plata y oro bruñidos. Hasta los
escudos de los soldados eran espejos que reflejaban la luz al andar. Llevaron a los prisioneros
por una serie de amplios pasillos hechos de cobre, con apliques de plata en todas las puertas y a
lo largo del suelo, en los rodapiés. Las paredes de los pasillos estaban jalonadas por candelabros
de oro que contenían tubos de fuego plateados como el que Slobad llevaba consigo. El pasillo
entero resplandecía con los reflejos de las numerosas llamas.

Cruzaron una puerta abierta y Glissa recorrió con la mirada el interior de la estancia. No era una
celda, como el sitio del que venían. Ésta era grande y luminosa y contenía un magnífico
mobiliario. Al pasar, Glissa vio una cama muy elegante hecha con los huesos metálicos de algún
animal al que no reconoció. Junto a la cama había una mesa y una silla a juego. La mesa estaba
repujada en oro, mientras que las patas de hueso y el respaldo de la silla estaban
completamente cubiertos de plata. Todo lo que había en aquella habitación –incluso los huesos
de la mesa y la cama– estaba perfectamente bruñido y reflejaba la luz de los tubos ígneos del
interior. El efecto era deslumbrante.

Los centinelas los escoltaron hasta un amplio patio situado cerca de un extremo de la ciudad.
Glissa pudo oír los ruidos de la batalla que estaba librándose al otro lado de la muralla, pero no
había ningún guerrero a la vista. Los soldados leonin debían de haber abandonado las almenas
para salir a hacer frente a los nim. Levantó la mirada y vio que la mayor parte de la ciudad se
extendía por encima de ellos. Se veían terrazas amuralladas a varios niveles. Cada una de ellas
estaba brillantemente iluminada y las murallas de la ciudad entera resplandecían en el aire de la
noche.

El patio que cruzaba estaba pavimentado de oro y plata. Las losas se habían dispuesto de tal
modo que formaban hiladas doradas cada vez más estrechas a partir de un círculo de oro de
grandes dimensiones situado en el centro del patio. En el centro del círculo se erguía la estatua
de un guerrero leonin con un vistoso escudo en la espalda y empuñando un enorme cayado con
filo. La mano extendida del guerrero sostenía una esfera de fuego que iluminaba el patio entero,
pero Glissa no vio nada que lo alimentara.

–¿Obra tuya? –preguntó a Slobad.

El trasgo sacudió primero la cabeza y luego asintió.

–La estatua no, ¿eh? Slobad es mecánico, no escultor. El arte no es práctico. No da para vivir,
¿eh? Slobad crea fuego. Como los tubos de los pasillos. Los leonin reverencian la luz. Dicen que
mantienen el fuego encendido para permanecer más cerca de su dios, ¿eh? Yo creo que tienen
miedo a la oscuridad.

Al llegar al otro lado del patio, los centinelas se detuvieron. Cada uno de ellos se situó a un lado
de la puerta y apartó una gruesa cortina de color oscuro. Glissa y Slobad cruzaron cojeando la
entrada, seguidos por su escolta. La habitación era la más oscura que Glissa había visto hasta el
momento en la ciudad. Por todas partes colgaban cortinas de cuero entretejido, y un aroma
amargo y ahumado flotaba en el aire. Era un cambio drástico con respecto al resto de la
luminosa ciudad.

–Sentaos –dijo el guardia, señalando un banco bajo que había junto a la puerta.

Glissa lo hizo, y dos leonin hembras salieron de detrás de una de las cortinas. Mientras se le
acercaba, Glissa pudo ver que eran de estatura un poco menor que los machos que había visto,
pero sus rostros eran todavía más hermosos. No tenían la cabeza cubierta por una melena, pero
en cambio, la grácil curva de los cuellos y las mejillas, que en los machos estaba oculta, quedaba
en ellas a la vista. Pero lo más hermoso eran los colores de los ojos de una de ellas. Tenía uno
cobrizo, como todos los leonin que Glissa había visto hasta el momento. El otro era azul
brillante.

Ésta, la de los ojos extraños, tomó la palabra.

–No es una leonin –dijo–. ¿Por qué habéis traído aquí a esta criatura?

Glissa se dijo que tal vez no fueran a curarla, después de todo.


–Es una prisionera de Raksha –repuso el centinela–. No debe morir antes de que él regrese del
campo de batalla.

Tras un momento de vacilación, las dos curanderas se inclinaron junto a Glissa y examinaron sus
heridas. Una de ellas extendió la mano y tocó la frente y el hombro de la elfa mientras la del ojo
azul examinaba el ennegrecido pie y la infección del metal que estaba extendiéndose por su
pierna. Glissa vio que aparecía una luz blanca en el dedo de la primera curandera al tocar sus
heridas. El dolo de su hombro desapareció, junto con una jaqueca poco intensa de la que no
había sido consciente hasta que se había aliviado.

Bajó la mirada hacia la otra curandera y se dio cuenta de que algo andaba mal. Las manos de la
leonin despedían el mismo brillo, pero no sentía el menor cambio en el pie.

Al cabo de otro minuto, la curandera de ojos extraños dejó de intentarlo y se incorporó.

–Tiene que verla Ushanti –dijo–. Yo carezco de poder para curar esta herida.

–Levanta –dijo al centinela.

Slobad la ayudó a hacerlo y siguieron a los centinelas por un laberinto de cortinas hasta el
centro de aquella gran estancia. El humo de un brasero suspendido sobre carbones candentes
se filtraba hasta el techo. Había otra hembra leonin de espaldas a las demás, espolvoreando
arena sobre una humeando cazoleta. El brasero despidió un destello amarillento que se
extendió hasta alcanzar el techo.

–Ushanti –dijo la curandera de ojos extraños–. Un prisionero de Raksha necesita tus poderes de
curación.

–Raksha y su prisionero tendrán que esperar –replicó Ushanti–. Hay asuntos más importantes
que atender a un prisionero nim. –Introdujo la mano en un cuenco que había a su lado y extrajo
otro puñado de arena.

Glissa no veía el rostro de la vidente pero, a juzgar por el temblor de su voz y la joroba de su
espalda, habría podido asegurar que era vieja, más vieja que cualquier otra leonin que hubiera
visto en la ciudad.

–No es un nim, Ushanti –repuso la curandera–. Creo que es una elfa.

La mano de Ushanti se detuvo a medio camino entre el cuenco y el brasero.

–¿Una elfa dices?¿Una elfa? –El tono de voz de la vidente subió alarmantemente. Glissa no
sabía por qué, pero habría jurado que la mujer empezaba a temblar.
–Sí, Ushanti.

Ushanti se volvió hacia Glissa y Slobad. Tan pronto como sus ojos se encontraron con los de
Glissa, la vidente profirió un chillido estridente y retrocedió tambaleándose. La arena que su
mano sostenía todavía se desparramó por el suelo mientras ella se desplomaba.
Capítulo 7

Raksha y Ushanti

Qué le has hecho a mi madre, bruja elfa? –chilló la curandera de los extraños ojos mientras
corría hacia ellas y se arrodillaba junto a Ushanti.

En un acto reflejo, Glissa se llevó la mano a la espada, pero su arma no estaba allí.

–No le he hecho nada –dijo. Se volvió ligeramente y retrocedió un paso para no perder de vista
a las dos curanderas y los centinelas–. Tú has visto lo que ha ocurrido. Ni tan sólo me he
movido.

Nadie se atrevía siquiera a pestañear. Los centinelas parecían estar esperando a que la
curandera de ojos extraños les dijera lo que debían hacer, pero ella estaba ocupada atendiendo
a su madre. Glissa permaneció inmóvil, aguardando a que la curandera despertara.

La leonin de extraños ojos sostuvo a Ushanti en sus brazos y pasó una mano sobre su rostro.
Una brillante película de energía envolvió a la curandera como una burbuja.

–Se encuentra bien. No siento ningún mal, sólo magia de la Maraña.

La hija de Ushanti extendió el brazo hacia la mesa que había junto a ella y recogió uno de los
cuencos de su madre. Cogió un pellizco de polvo rojo y lo dejó caer debajo de la nariz de su
madre.

Ushanti tosió y estornudó una vez, y entonces se incorporó y soltó los brazos de su hija.

–¿Por qué has traído a esta elfa aquí, Rishan? –preguntó con voz autoritaria.

–Es prisionera de Raksha, madre –replicó la joven curandera–. Los guardias la han traído. Tiene
una grave herida y un mal que amenaza su pierna. Los guardias temían que pudiera morir antes
de que el Kha tuviera tiempo de interrogarla.

–Pues trae a Raksha aquí para que pueda interrogarla –le espetó la vieja curandera–. No pienso
curar a ésta a menos que me lo ordene el joven Kha en persona.

Rishan miró a los centinelas.

–Id a buscar a Raksha –les ordenó. Los guardias no se movieron–. ¡Ahora mismo!
–P-pero nuestro Kha está en la batalla –balbuceó uno de ellos–. Puede que tarde.

–La batalla ya ha concluido –dijo Ushanti–. Lo hemos visto en el fuego. Id a buscar a Raksha
ahora mismo.

Fuera cierto o no lo que la vieja curandera estaba diciendo, Glissa se dio cuenta al instante de
que los guardias la temían más a ella que a su líder. Uno de ellos se volvió al punto y regresó por
el laberinto de cortinas.

–Átala –dijo la hija de Ushanti mientras se ponía de pie y se limpiaba las vestiduras.

Glissa extendió las manos. Detestaba que la maniataran pero no tenía alternativa. No sentía el
pie, no tenía armas y dos ejércitos se interponían entre la libertad y ella. Lo único que podía
hacer era mantener abiertas sus opciones. Se dejó atar pero mantuvo las manos ligeramente
separadas para poder desatarse en caso de que llegara a ser necesario. El guardia maniató
también a Slobad.

–¿Puedo sentarme? –preguntó Glissa–. La herida me duele mucho. –En realidad, el dolor se
había vuelto más tolerable gracias a los esfuerzos de la curandera, pero quería parecer más
vulnerable. Por el momento, su única ventaja era la sorpresa... y la paciencia.

Rishan señaló un banco que Glissa tenía detrás. Cuando la elfa se sentó, Ushanti levantó del
suelo y se le acercó lentamente. Glissa advirtió que la vieja curandera tenía los dos ojos azules y
no puedo evitar preguntarse quién sería el progenitor a quien su hija debía aquellos ojos
extraños.

–Sí, sí –dijo la anciana mientras caminaba de un lado a otro delante de Glissa–. Creo que es ésta.
–Miró al centinela–. Tenía una espada, ¿verdad?

La mirada del centinela vaciló un momento cuando Ushanti se dirigió a él. Entonces asintió.

–Plateada. Brillante como el sol del mediodía. La hoja fluye como agua a partir de la
empuñadura, ¿verdad?

El centinela volvió a asentir.

–Sí, es ella –dijo Ushanti mientras volvía junto al brasero–. No le quites los ojos de encima. El
destino de nuestro mundo está en juego.

Glissa miró de soslayo a Slobad, quien lucía una sonrisa casi imperceptible en el rostro. Era
obvio que estaba disfrutando del espectáculo. Pero ella no sabía qué pensar. Ushanti parecía
conocerla, a pesar de que nunca había salido hasta entonces de la Maraña.
–¿Qué ocurre aquí? –preguntó.

–Guarda silencio, elfa –dijo Rishan–. Madre está trabajando. No vuelvas a interrumpir.

Glissa estaba a punto de replicar, pero Rishan, con un ademán, ordenó al centinela que se
interpusiera entre la elfa y el brasero. La elfa respiró hondo, tratando de no perder los estribos.

En aquel momento, Ushanti estaba arrojando arena de colores al brasero a grandes puñados.
Mientras la sombría habitación se llenaba de humo, el aire empezó a calentarse alrededor de
Glissa y la habitación pareció cernirse sobre ella. Cada vez le costaba más respirar y tuvo que
hacer un esfuerzo para mantenerse despierta. La escena entera parecía irreal. Ni siquiera
Chunth había actuado de manera tan extraña. Sintió que la vencía el sueño y trató de luchar
contra él.

* * * * *

Glissa dio un respingo cuando las cortinas se abrieron violentamente y Raksha entró a grandes
zancadas en la habitación. No sabía si había llegado a dormirse o no, pero parecía haber pasado
algún tiempo. El humo se había disipado un poco y el centinela no se encontraba ya delante de
ella. Raksha estaba de pie junto a las cortinas, flanqueado por dos guardias, observando la
espalda de la vieja leonin. La mirada de Glissa pasó de Raksha a Ushanti. Ninguno de los dos
parecía responder a la presencia del otro. Raksha, que llevaba una brillante máscara metálica
debajo del brazo musculoso, permanecía inmóvil, dando impacientes golpecitos al suelo con su
pie. Ushanti contemplaba el humo que emanaba del brasero con aire ensimismado.

El líder leonin no pudo seguir esperando.

–¿Por qué nos has sacado del campo de batalla, vidente? –rugió–. ¿Qué podía ser más
importante que la seguridad de Taj Nar?

–La seguridad del mundo entero, joven Kha –dijo la vidente, mientras su cabeza se levantaba y
partía en dos la columna de humo del brasero. Se volvió hacia su líder pero no se inclinó, y
Glissa no pudo detectar diferencia alguna en su tono de voz o en su comportamiento–. Han
pasado muchas semanas desde nuestro último trance, pero el horror de lo que vimos en las
llamas aquella rotación aún perturba nuestro sueño. Vimos que el sol sagrado se detenía sobre
Taj Nar. Vimos que del mundo emergía una inmensa lengua de fuego esmeralda. Vimos que los
leonin eran borrados de la faz del mundo.
Se detuvo. La luz de los carbones y el humo del brasero la envolvían en un resplandor
espeluznante. Avanzó hacia Glissa, y la elfa, al ver la hostilidad en sus ojos, empezó a desatarse
las manos.

–Vimos el fin de nuestro mundo, Raksha –prosiguió Ushanti–. Y vimos a esta elfa en el centro de
todo ellos.

Glissa recordó lo que Chunth le había dicho la noche de la muerte de sus padres. Le dijo que
tenía un destino. Era imposible que el trol hubiera querido salvarla de los nivelaros para que
pudiera destruir el mundo. La anciana estaba loca.

–Eso es ridículo –dijo–. Solo soy una elfa, y coja, por añadidura. ¿Cómo podría destruir el
mundo?

–Lo único que sabemos es lo que vemos en el fuego –dijo Ushanti–. El fuego nos dice que eres
peligrosa. Creemos que deberías ser destruida... por el bien de los leonin y por el bien de
nuestro mundo.

–Mira –dijo Glissa–, cree al fuego si te place, pero yo no soy vuestra enemiga. Todo esto empezó
hace cuatro noches, cuando los niveladores nos atacaron a mi familia y a mi. Mi familia murió y
no pude hacer nada para impedirlo. ¿Y ahora me dices que voy a destruir el mundo? Si tuviera
tal poder, ¿estaría muerta mi hermana?

–Mientras hablaba, continuó deshaciendo sus ataduras.

–Escuchadme, alguien está tratando de matarme. Lo vi en la Maraña después de aquel ataque y


volví a verlo ayer. Alto, ataviado con una túnica, con el rostro oculto detrás de una máscara que
reflejaba la luz. Por lo que sé, podría ser uno de vosotros, pero Slobad, aquí presente, me dijo
que sois buena gente y que podríais curarme. Alguien envió a esos niveladores a la Maraña a
buscarme. Quizás sea eso lo que debas buscar en tu humo y tu fuego.

Sus manos estaban casi libres. Sin embargo, seguía necesitando un arma si quería tener alguna
posibilidad de escapar de la ciudad. El centinela se encontraba cerca. Probablemente pudiera
reducirlo antes de que Raksha tuviera tiempo de alcanzarla. Levantó la mirada hacia Raksha y se
detuvo. La estaba observando directamente. ¿La había visto soltar las ataduras?

–¿Dices que los niveladores te atacaron hace cuatro noches? –preguntó–. ¿Qué pruebas tienes
de eso?

–Slobad puede dar testimonio de eso, su... Kha-dad –dijo Slobad alzando la voz–. La encontré a
la rotación siguiente, ¿eh? Se había quedado atrapada en las cuchillas de un nivelador medio
destruido. Slobad la soltó. Una nueva amiga, ¿eh? Así que la traje a ver a mis viejos amigos.
Entonces atacaron los nim...

Raksha fulminó al trasgo con la mirada y éste dejó de hablar.

–Ya nos ocuparemos luego de ti, trasgo –dijo–. Arreglarás nuestra puerta o morirás. Ahora
estamos hablando con la elfa. Háblanos de ese ataque.

Glissa no veía qué mal podía haber en relatarle a Raksha el ataque de los niveladores, pero
detestaba estar en desventaja. Para empezar, Ushanti parecía conocerla, y ahora Raksha estaba
exigiendo información sobre la peor noche de su vida. Se habría sentido mejor de haber tenido
la espada en la mano. Tal vez pudiera granjearse su confianza si cooperaba. Slobad le había
dicho que Raksha era un leonin decente. O puede que, si al final acababan luchando, titubease
al menos un momento.

–Llegaron de noche, como siempre hacen –dijo–, pero nunca se habían adentrado tanto en la
Maraña. Dejaron atrás muchas de nuestras casas para llegar a la mía.

–Si de verdad atacaron tu casa, tal como dices, ¿cómo es que sobreviviste? –preguntó el Kha–.
Una sola elfa no es rival para los niveladores. ¿O es que nos estás mintiendo a todos?

Glissa tuvo que morderse la lengua al escuchar aquel insulto y revivir los dolorosos recuerdos de
aquella noche.

–No estaba... en casa cuando se produjo el ataque. –No tenía razones para referirle al leonin su
discusión con Chunth–. Conseguí abrirme paso luchando hasta el árbol, pero ya era demasiado
tarde. Mis padres, mi hermana... ya estaban muertos. Lo único que me queda de ellos es el
anillo de mi madre.

Le mostró a Raksha el anillo, y luego enterró la cabeza entre las manos, en una demostración de
sentimientos fingida sólo a medias. Mientras proseguía con su relato, dio un nuevo tirón a las
ataduras, que ya no estaban a la vista.

–Traté de matar a los niveladores, de hacerles pagar por lo que habían hecho, pero eran
demasiado. Me acorralaron. Creía que estaba a punto de reunirme con mi familia, pero
entonces... entonces dieron media vuelta y se marcharon. Traté de seguirlos, pero el tobillo
izquierdo se me enganchó en las cuchillas rotas de uno de ellos. La bestia me arrastró hasta su
madriguera. Slobad me rescató y me ha traído aquí en busca de ayuda.

Levantó la cabeza y miró directamente a Raksha. Trató de intuir algo en la expresión del leonin,
pero éste continuaba tan impasible como siempre.

–Si no vais a ayudarnos, dejadnos marchar, entonces. Y muchas gracias.


Entonces arrojó las ataduras a la cara de uno de los centinelas, rodó por el suelo desde el banco
y se incorporó a la espalda del segundo. Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, le había
arrebatado de la espalda el bastón terminado en varias puntas y lo había utilizado para cortar
las ataduras que maniataban las manos de Slobad. Empujó al guardia contra una de las cortinas.
Éste, atrapado en el voluminoso cuero, cayó al suelo. El otro guardia levantó su arma. Glissa
miró a Raksha. Éste se limitó a devolverle la mirada.

–No quiero hacerte daño –dijo al Kha. La punta del bastón se movía entre Raksha y el guardia
que seguía en pie–. Deja que nos marchemos.

–No hace falta que le hagas daño a nadie –repuso el líder leonin–, y no tienes por qué
marcharte aún.

Con cegadora velocidad, avanzó hacia ella y se agachó para esquivar el bastón de Glissa, que
había reaccionado con la rapidez de un resorte. Apartó el arma de un topetazo y se acercó a la
elfa. Antes de que ésta tuviera tiempo de aprestar de nuevo la larga arma, el leonin la cogió por
la muñeca y la obligó a soltarla. Con un movimiento desprovisto de todo esfuerzo, la obligó a
girar en espiral y volvía a sentarla en el banco.

Cuando Glissa se revolvió, el Kha estaba de pie ante ella, tan impasible como siempre. Se llevó
una mano a la frente y se pasó un dedo por la herida que había conseguido infligirle.

–Impresionante –dijo Raksha–. Nunca habíamos visto a nadie que se moviera tan de prisa.

Glissa estaba pensando lo mismo.

–Como ya hemos dicho, no hay necesidad de hacer daño a nadie. –El líder leonin se volvió hacia
Ushanti, que había buscado refugio detrás del caldero durante la breve refriega–. Ocúpate de la
pierna de esta guerrera, anciana –dijo–. Es nuestra invitada y ha de ser tratada como tal.

–Pero el trance de las llamas... –protestó Ushanti–. Las visiones...

–a veces pueden resultar engañosas –gruñó Raksha–, como bien sabes.

–No entiendo nada –dijo Glissa–. ¿Qué ha pasado?¿Acabo de atacarte y ahora soy vuestra
invitada?

–Disculparemos el ataque –dijo Raksha–, sólo por esta vez. Vivimos tiempos difíciles y ese
comportamiento es excusable, pero no es ésa la razón de que seas nuestra invitada.

Ushanti salió de detrás de su caldero, escogió varias arenas y ungüentos diferentes de su mesa,
y empezó a mezclarlos en un cuenco. Raksha dijo unas palabras al centinela, quien ayudó a su
camarada a ponerse de pie y a continuación salió a paso vivo de la cámara. Raksha se volvió
hacia Glissa.

–Hace cuatro noches, los niveladores vinieron a Taj Nar –prosiguió–. Escalaron la torre y
atravesaron las murallas justo antes de la puesta de la última luna. Se dio la alarma y nuestros
guerreros lucharon con valentía, pero a pesar de ellos los niveladores lograron llegar... hasta
nuestros mismos aposentos. Conseguimos destruir a cuatro de esas cosas malditas, pero
entraron más por la puerta. Pensamos que íbamos a reunirnos con Dakan, el primer Kha, en la
luz eterna, pero entonces, en el momento de nuestro fin, los niveladores se detuvieron. No nos
atrevíamos ni a respirar por miedo a que fuese un truco. Pero, como si fueran uno solo, los
niveladores se volvieron y escaparon por donde habían llegado.

–Eso es lo mismo que ocurrió en la Maraña –dijo Glissa–. Les había demostrado porder, pero
seguían atacando, pasando por encima de los cuerpos caídos de los suyos para alcanzarme. Y
entonces, se volvieron y se marcharon. –Titubeó un instante, antes de continuar–. Me dijeron
que los habían enviado a matar al guerrero elfo más poderoso de la Maraña. Puede que
también vinieran aquí a matar al más poderoso guerrero leonin.

–Tu enemigo es nuestro enemigo, elfa –dijo Raksha–. Eso nos convierte en aliados.

El guardia regresó, trayendo consigo la espada de Glissa y la bolsa de herramientas de Slobad.

–Tomadlos, en prueba de confianza –dijo Raksha– y como símbolo de nuestra alianza frente a
ese enemigo común. –Depositó la espada en las manos de Glissa y ésta tuvo tiempo de
examinarla con detenimiento por vez primera. Era una hoja muy hermosa y toda ella despedía
destellos y reflejos, aun en la tímida luz que emanaba de los carbones que calentaban el brasero
de Ushanti. La forma curva de la hoja parecía fluir a partir de la empuñadura como si estuviera
hecha de agua.

* * * * *

Ushanti terminó de preparar su mixtura y se acercó cojeando a Glissa. La elfa habría jurado que
estaba rezongando, pero puede que fuera un encantamiento.

–Levanta la pierna, elfa –dijo Ushanti–. Esto va a dolerte. –La curandera leonin vertió la mitad
de aquella mixtura de aspecto repugnante sobre la rodilla de Glissa. La pantorrilla y el tobillo de
Glissa empezaron a despedir un humo mientras la pócima resbalaba por su pierna. Era como si
estuviera quemando el metal corroído. La elfa reprimió un grito al sentir un estallido de fuego
en la pierna que enviaba zarcillos, helados y candentes a un tiempo, por todo su cuerpo.

Ushanti dejó el cuenco junto a su pie.

–Mete el pie en el cuenco –le ordenó.

El humo impedía Glissa ver el cuenco, y necesitó de casi toda su concentración para reprimir el
dolor del fuego que recorría su pierna. Finalmente, logró meter el pie en el cuenco. Al principio
no sintió otra cosa que el dolor provocado por el tratamiento. El pie entero estaba insensible.
Entonces empezó un hormigueo. El hormigueo se convirtió en una picazón y la picazón en un
dolor abrasador. Era como si le estuvieran clavando agujas alargadas en la carne.

Contuvo la respiración y apretó los dientes para combatir el dolor. Empezó a brotar humo del
cuenco, que se unió al que rodeaba su muslo. Mientras el humo se ensortijaba a su alrededor, la
elfa exhaló y aspiró hondo. El fuego de su tobillo y su pantorrilla fue menguando poco a poco a
medida que el humo se disipaba, pero el recuerdo de aquel dolor tan intenso no la abandonó.
Pasó algún tiempo antes de que los músculos de su muslo se relajaran lo suficiente como para
que pudiera volver a caminar.

–La infección ya está vencida –dijo Ushanti–. Nuestra hija podrá curar la herida que queda.
Ahora debemos retirarnos.

–Una cosa más, anciana chamán –repuso Raksha mientras la anciana se disponía a marcharse.

Glissa hubiera jurado que había una sonrisa despectiva en los labios de la curandera al volverse,
pero cuando estuvo frente a su líder no quedaba de ella el menor rastro.

–¿Sí, Kha? –dijo con una profunda reverencia.

–Esa figura que la elfa vio en la Maraña –dijo Raksha–. Encuéntrala, para que nuestra nueva
amiga...

–Glissa –dijo la elfa cuando el leonin se volvió hacia ella.

–Para que nuestra nueva amiga Glissa pueda encargarse de ella.

–¿Quieres que entremos en el trance de las llamas? –preguntó Ushanti–. Después de haber
curado a la destructora, ¿debemos afrontar de nuevo la visión en la que ella destruye nuestro
mundo?

–Sí.
Ushanti miró fijamente a Raksha durante un momento pero era evidente que la fuerza de la
presencia de su líder había limado el filo de su osadía. Volvió arrastrando los pies junto al
caldero y cogió dos puñados de arena: uno amarillo y azul el otro. A medida que, con el puño
cerrado, dejaba caer poco a poco la arena en el caldero, el humo fue cambiando de color.
Brillantes zarcillos veteados de azur ascendieron serpenteando hasta el bajo techo. Ushanti se
inclinó sobre el caldero hasta que el humo envolvió su cabeza por completo.

Pasaron unos momentos y Glissa miró a Raksha, a la hija de la curandera, Rishan, y a la otra
curandera. Ninguno de ellos parecía en absoluto preocupado por la posibilidad de que la
anciana se ahogara con el humo.

Ushanti empezó a gemir.

–Túnica –exclamó–. Túnica brillante. Reflejo. Sin rostro. Observando. Esperando.

–¿Dónde está? –preguntó Raksha.

Rishan se acercó al brasero.

–Mira más allá de la túnica, madre. Mira más allá de la figura sin rostro. Mira el lugar. Mira más
allá.

–No puedo –dijo la anciana vidente–. Nos tiene en su poder. Cautivos. No puedo moverme. No
puedo apartar la mirada. No hay ojos. Solo reflejo.

–Mira el reflejo –dijo Rishan.

–Negrura. Solo negrura –dijo Ushanti–. Se bebe la luz. Espera..., un sol se levanta. Sol negro
sobre un cielo negro. Ilumina... una chimenea. Una chimenea negra. Enorme. Se alza hacia el
sol. Cascadas de agua negra. Huesos por todas partes. ¡Nim!

La última palabra fue un chillido, y las rodillas de Ushanti cedieron. Al ver que caía, Raksha la
sujetó y la apartó del humo. Su rostro parecía más demacrado y consumido que nunca. Tenía los
ojos abiertos, pero no había vida en ellos.

Raksha la sacó a través de otras cortinas, seguido por Rishan. Sostenía a la curandera como un
padre a un hijo que se hubiera quedado dormido en sus brazos. Unos momentos después, el
Kha regresó.

–Camina con nosotros, Glissa.

Glissa miró a Slobad.

–Sí, el trasgo también.


Glissa se levantó cautelosamente y puso a prueba las fuerzas de su tobillo. Seguía dolorido pero
podía andar sin cojear. Envainó la espada y siguió a Raksha por el laberinto de cortinajes hasta el
patio. Todas las lunas se habían puesto, pero la luz de las fogatas era tan intensa que Glissa no
alcanzaba a ver las estrellas. El líder leonin se acercó a la estatua y clavó la mirada en las llamas.

–Éste es Dakan, el primer Kha –dijo Raksha señalando la estatua–. Fue él quien arrebató los
Campos Cuchilla a las bestias. Fue él quien construyó Taj Nar. Y quien creó la Máscara de las
Lunas.

Glissa advirtió que la más cara de la estatua era una réplica de la que Raksha llevaba a la
espalda.

–Dakan trajo la luz a los leonin y enseño a las tribus a mantener los fuegos encendidos en las
horas de oscuridad –continuó Raksha–. Este fuego, como la Máscara de los Soles que llevamos
en la batalla, nos aproxima a Dakan y mantiene el sol en nuestros corazones aunque no esté en
lo alto del cielo. Mantenemos el fuego encendido día y noche para rechaza a nuestros
enemigos..., para mantener a raya la oscuridad.

Se volvió hacia Glissa.

–Tú has presenciado esa oscuridad hoy –continuó–. La has afrontado y la has contenido el
tiempo necesario para que este trasgo abriera una puerta en nuestras defensas.

–No pretendíamos...

–No es necesario que te disculpes –dijo Raksha–. Slobad reparará ese defecto en su diseño–.
Clavó en Slobad una mirada que hizo temblar al trasgo–. No, has luchado valientemente, a pesar
de tener una herida que habría mantenido a nuestros mejores guerreros postrados en el lecho.
Te damos la bienvenida en Taj Nar como campeona, para ayudarnos a combatir a los nim.

El leonin hizo una pausa.

–¿Pero? –preguntó Glissa. Tenía la sensación de que no disfrutaría por mucho tiempo de la
hospitalidad leonin.

–Vamos –dijo Raksha mientras se encaminaban a las almenas–. Nuestros dos enemigos son uno
solo. Hoy, los leonin hemos matado centenares de nim. –Señaló el campo. En la ladera que se
extendía más allá de las murallas de la torre, Glissa distinguió las formas oscuras de los nim
caídos–. Y sin embargo, mañana mismo, el Mefidrós podría escupir mil más.

–No podéis abandonar Taj Nar –dijo Glissa, comprendiendo la carga del liderazgo que soportaba
sobre los hombros aquel joven leonin.
–No podemos –dijo–. Ni podemos enviar a un solo guerrero al Mefidrós.

–Los necesitáis aquí para la defensa –asintió Glissa.

–En efecto –dijo Raksha–. Y aunque pudiéramos prescindir de algunos, ni nuestros mejores
guerreros podrían sobrevivir el tiempo suficiente para llegar a la Cámara de los Susurros. Allí es
donde encontraréis a nuestro enemigo común. Ese lugar malsano es la chimenea que Ushanti
vio en su trance.

–¿Encontraréis? –preguntó Slobad, tomando la palabra por vez primera desde que Raksha le
ordenara guardar silencio–. No. Slobad no podría sobrevivir en ese lugar, ¿eh? Se quedará aquí y
arreglará la puerta. Slobad no tiene nada de especial.

Glissa le dio unas palmaditas en el hombro.

–No quiero poner a Slobad en peligro –dijo–. Me ha salvado la vida... dos veces. ¿No puede
quedarse aquí y esperar a mi regreso?

Raksha sacudió la cabeza, pero había pesar en sus ojos.

–Necesitarás que él te guíe para evitar a los nim y a los segadores. No te preocupes, Slobad
encontrará la manera de sobrevivir. Siempre lo hace.

Se volvió a Glissa.

–Es de una importancia vital que sobrevivas a tu próxima prueba, Glissa. No creemos que seas
una destructora de mundos, pero no podemos ignorar las visiones de Ushanti. La oscuridad se
cierne sobre nosotros y los dos, tú y yo, estamos en el ojo de la tormenta.

Glissa miró fijamente al joven Kha. Era la primera vez que le oía referirse a sí mismo en singular.

–¿Qué quieres decir? –preguntó.

–Nuestros destinos están entrelazados –dijo Raksha. Cogió a Glissa por los hombros y la miró a
los ojos–. No le he contado esto a nadie –dijo–, pero también yo vi a aquella figura embozada
esa noche... y desde entonces me atormenta en sueños. Tenemos... tenemos miedo de dormir
por las noches.

Slobad reprimió un jadeo.

–Guardarás silencio sobre este asunto –gruñó Raksha– o nosotros mismos te decapitaremos.
Nadie debe saberlo. Tememos que el pánico embargaría a los leonin si supieran que su Kha vive
presa del terror de un enemigo oculto. Encuentra a nuestro enemigo, Glissa. Encuéntralo y
detenlo. El destino de muchas cosas, y no sólo nuestras vidas, está en juego.
Capítulo 8

Mefidrós

Los cazacielos te llevarán hasta el final de nuestras tierras –dijo Raksha a la mañana siguientes–.
Saldrán para llevar a cabo su patrulla diaria en cuanto estéis preparados, pero no podrán
llevaros hasta el Mefidrós y no se atreven a permanecer mucho tiempo en esta tierra tan cerca
de su frontera.

–¿Cómo vamos a encontrar esa Cámara de los Susurros? –preguntó Glissa, y dirigió la mirada
hacia el pteron en el que se suponía que iba a montar. La bestia, amarrada a una estaca de
metal, se columpiaba adelante y atrás sobre sus largas patas. Era mucho más alta que la elfa,
pero sus patas no eran más gruesas que el flaco brazo de Slobad. Glissa no terminaba de
entender cómo podía levantarse del suelo, y mucho menos cargando con un jinete y un
pasajero.

–Debéis seguir el sol negro del alba –dijo Raksha–. A mediodía se alza sobre la Cámara antes de
descender sobre el Mefidrós.

–Los que vosotros llamáis soles, para nosotros, los elfos, son lunas –dijo Glissa–, y la luna negra
es difícil de ver incluso a mediodía. A menudo, se luz es engullida por la de vuestro sol...,
vuestra luna amarilla.

–Tal como debe ser –dijo Raksha, sonriendo–. Así os será más fácil ver cuando estéis en el
Mefidrós. La densa neblina que flota sobre la chimenea enturbia el sol de Dakan y perfila el
contorno del funesto orbe negro.

–Slobad ve bien Ingle, ¿eh? –dijo el trasgo, que se encontraba detrás de Glissa. La elfa no sabía
si temía más a Raksha o a los pterones–. Los trasgos ven Ingle en las noches sin estrellas. Está
allí, en lo alto del cielo, como un agujero oscuro, alargando los brazos en busca de almas de
trasgos.

–Lo sabemos –dijo Raksha–. Por eso te enviamos en esta misión. Tú serás los ojos de Glissa en el
Dros. Bien, es hora de que los cazacielos se pongan en marcha.

Raksha le dio la mano a Glissa y se la estrechó con fuerza.

–¡Ve con el sol, Glissa! –Con un rápido movimiento, el Kha agarró a Slobad y le dio un abrazo–.
Tú –dijo–, mantente con vida y regresa a nuestro lado. Te hemos echado de menos.
Glissa pensó que el rostro de Slobad cobraba una tonalidad rojiza aún más brillante que su
habitual color herrumbre. Raksha lo colocó sobre el pteron, detrás del cazacielos. Glissa levantó
la mirada hacia su propia escolta, una leonin de constitución delgada.

–Cuidado con el pico –dijo la cazadora mientras Glissa montaba apoyándose en un costado de la
bestia–. Un cazacielos puede partirte en dos aunque esté en tierra.

La elfa encajó la pierna entre los pliegues de la piel que la bestia tenía debajo de las patas
delanteras. Al instante, el pteron lanzó un graznido y volvió la cabeza hacia ella con una mirada
furibunda. Docenas de dientes afilados asomaban por los lados de su pico.

–Ten cuidado con las alas –dijo la cazacielos–. Son muy sensibles.

–¿Eso son las alas? –preguntó Glissa, observando los pliegues de piel debajo de las alargadas
patas de la bestia.

Se colocó detrás de la cazadora. En la silla no había espacio, de modo que tuvo que apoyarse en
la espalda ósea del pteron.

–¿Cuánto tardaremos en llegar a la frontera? –preguntó a la leonin.

–No más de unas pocas horas –repuso ésta–. Deberíais estar en tierra antes de que se levante el
último sol.

Con estas palabras, espoleó el pteron y tiró de las riendas. Asombrada, Glissa observó cómo
desplegaba las alas la gran criatura. Eran de piel y se extendían desde las alargadas garras de las
patas delanteras hasta las huesudas caderas de la bestia. Eran enormes, tres veces más grandes
que Glissa cada una de ellas. El pteron batió las alas una vez, pero no alzaron el vuelo.

–¿Lista? –preguntó la cazacielos por encima del estruendo del batir de alas.

–¿Para qué? –gritó Glissa.

Pero ya era demasiado tarde. El pteron abandonó las almenas de un salto y se precipitó sobre el
valle que se extendía bajo la torre de los leonin. Glissa trató de coger aire pero el viento que le
azotaba el rostro le impedía respirar. El pteron siguió batiendo lentamente las alas hasta que –a
medio camino del suelo– hicieron presa del viento y la bestia empezó a ascender y a alejarse de
Taj Nar describiendo un amplio círculo.

Glissa miró al suelo y vio que docenas de leonin arrastraban los cuerpos de los nim lejos de Taj
Nar. En la distancia se levantaba el humo de una gran hoguera.

–¿Quemáis los cuerpos de vuestros enemigos? –preguntó, señalando la hoguera.


–¡No! –exclamó la cazacielos–. El fuego se reserva a los leonin caídos para enviar su alma a la
luz. Los cuerpos de los nim se dejan para los trabajadores del crepúsculo. Devoran cualquier
cosa. Los cuerpos de los nim nos ayudan a mantenerlos a raya.

–¿Saciando su hambre para que no ataquen a los leonin? –preguntó Glissa. Se abstuvo de
preguntar qué clase de criaturas eran exactamente los trabajadores del crepúsculo.

–Envenenándolos para impedir que su número crezca demasiado –replicó la cazadora–. ¿Alguna
vez has olido los gases pestilentes que emanan de los cuerpos los nim?

«Qué raza más pragmática», pensó Glissa. Sin embargo, mientras atravesaban volando
el Mefidrós, empezó a entenderlos mejor. Más allá de Taj Nar, la mayoría de los leonin
vivía en pequeños asentamientos. Éstos estaban aislados entre sí por amplias
extensiones de metal desnudo y campos de hierbas cuchilla. «Qué diferente de la
Maraña –pensó Glissa mientras los kilómetros incontables pasaban debajo de ella–. En la
Maraña, vivimos encima de nuestros vecinos. Y contamos con ellos para todo, desde
protegernos a ayudarnos a subir al agua.»

Llegó a la conclusión de que no podría vivir como los leonin. Ni tampoco como había vivido
Slobad. Se volvió para mirar al trasgo, que se agarraba al ave con tanta fuerza que el color
blanco de sus nudillos se distinguía incluso desde allí. Aparte del agradecimiento que le debía
por haberle salvado la vida, sentía un aprecio genuino por el pequeño y extraño artesano. Había
llevado una vida dura y solitaria.

* * * * *

Horas más tarde, las colinas dieron paso a un paisaje escarpado. Donde hasta entonces Glissa
había visto lomas y montículos en forma de media luna que formaban las casas de los colonos
leonin, ahora sólo se avistaban agujas quebradas –acaso las chimeneas que Raksha había
mencionado– y algún que otro montículo que parecía destruido y saqueado. Las chimeneas
eran de color oscuro, mucho más que la extensión circundante del Mefidrós. Se alzaban en
mitad de la extensa llanura como columnas de base amplia cuya anchura iba menguando
gradualmente hasta terminas en una punta afilada. Glissa asomó la cabeza por encima de la
cazadora y vio que estaban volando en dirección a una cortina negra que atravesaba el Mefidrós
como una línea oscura. Parecía como si la luz de las lunas no pudiera penetrar aquella película.
No pudo distinguir detalle alguno más allá de aquella frontera entre la luz y la oscuridad. Una
densa neblina de color verde ensombrecía el cielo. Lo único que alcanzaba a ver era una
superficie resplandeciente que cubría el suelo, a poca distancia de la frontera de la borrosa
cortina. La superficie de la tierra se inclinaba hacia la neblina y, mientras estaba allí
observándola, Glissa tuvo la certeza de que trepidaba ligeramente.

–¿Qué es eso? –preguntó a la cazacielos, señalando en aquella dirección.

–El Mefidrós –gritó la leonin–. No va a gustarte cuando estés dentro.

Pocos minutos después, obedeciendo a una orden de la cazadora, el pteron empezó a volar en
círculos alrededor de una de las últimas chimeneas que precedían a la cortina de niebla.

–Tenemos que posarnos en la cima o no podremos volver a remontar el vuelo –le dijo a Glissa.

Glissa contempló la neblina mientras descendían planeando. El segundo pteron estaba


sobrevolando otra chimenea. Su montura aterrizó en un pequeño saliente que había en la punta
de la chimenea. Glissa descendió con más facilidad que al subir, pero a pesar de todo, acabó
aterrizando sobre las posaderas, porque cuando estaba alargando la mano hacia una de las alas
de la criatura, ésta la plegó. Habría jurado que el pteron esbozaba una sonrisa al mirarla.
Desplegó las alas y abandonó la chimenea de un salto.

La elfa se puso de pie, se sacudió la ropa y buscó un modo de bajar de la chimenea. La cara
exterior era vertical y lisa. Sería mucho más difícil de trepar que un árbol de la Maraña. Se
asomó al interior de la chimenea, pero la luna amarilla no había ascendido demasiado aún y no
pudo ver nada. No sabía si había alguna salido por el fondo.

Miró en derredor en busca de Slobad y lo encontró en la superficie. De algún modo, había


conseguido bajar de su chimenea. Entonces captó un movimiento entre la niebla. Un momento
después, apareció un escuadrón de nim moviéndose en línea recta hacia ella. Puede que la
chimenea fuera un punto fácilmente defendible, pero Slobad estaba ya en el suelo. No podía
dejarlo solo.

Desenvainó la espada y saltó desde la chimenea. Se revolvió en el aire mientras caía y clavó la
espada en la estructura metálica con ambas manos. «Espero que funcione otra vez», pensó
mientras plantaba los pies con fuerza en la superficie de la chimenea. Se precipitó hacia el
suelo. La espada cortaba la chimenea con tanta facilidad como el árbol de la Maraña. Glissa
descendió por la superficie, ligeramente inclinada, a velocidad de vértigo.

La espada apenas frenaba su descenso. Apretó los dos pies contra la pared y hundió la hoja un
poco más. Poco a poco, empezó a frenar, pero a pesar de ello el suelo seguía acercándose
demasiado de prisa. Al aproximarse al fondo, tensó los músculos y flexionó las rodillas. Cuando
estaba a unos dos metros de la superficie, soltó la espada y se impulsó con fuerza con los dos
pies. El cambio de dirección no disminuyó su impulso, pero en lugar de chocar contra el suelo, la
elfa se deslizó sobre él y rodó hasta detenerse.

Slobad se le acercó corriendo.

–Eh, elfa loca –exclamó–, ¿por qué no utilizas las escaleras, como la gente normal, eh?¿Es que
no has visto las escaleras con tus pésimos ojos de elfa, eh? Loca...

–No tenía tiempo –dijo Glissa, jadeando de fatiga–. El comité de bienvenida venía pisándote los
talones.

Slobad soltó un leve silbido mientras Glissa se ponía de pie. La elfa se volvió. Los nim
emergieron de la niebla y se lanzaron en línea recta hacia ellos.

–¿Es defendible ese sitio? –preguntó, señalando la chimenea de la que había bajado Slobad.

–Podríamos contener a los nim –dijo el trasgo–, pero no serviría de nada. Los nim no comen.
Esperaría a que bajásemos, ¿eh? O morimos de hambre o morimos sin más, decide tú.

–¡Entonces, corre hacia el Mefidrós! –gritó Glissa, señalando la neblina verdosa en una
dirección diferente a la de los nim que se aproximaban–. Ya te alcanzaré.

Regresó corriendo a la chimenea y recuperó su espada. Los nim casi la habían alcanzado. El
primero extendió los brazos hacia ella pero Glissa esquivó sus garras y corrió tras Slobad. Volvió
la vista y descubrió con alivio que estaba dejando atrás a los nim. Eran criaturas muy lentas y
ahora sí que podía correr más que ellas.

Alcanzó a Slobad a la entrada de la neblina. El trasgo se había detenido.

–¡Vamos! –le gritó al pasar a su lado–. Puede que sean lentos, pero no se detienen.

–Espera –dijo Slobad–. Loca elfa, no...

Demasiado tarde. Glissa entró al Mefidrós... y se hundió hasta las rodillas en un limo pútrido de
color púrpura y verdoso. La ciénaga se extendía en todas direcciones hasta donde alcanzaba la
vista en aquella niebla. Más allá, el aire parecía mezclarse con una atmósfera casi líquida.
Volutas de limo de color oscuro flotaban en el aire mezcladas con el gas verde. Glissa cogió aire
para llamar a Slobad a gritos, pero el hedor estuvo a punto de hacer que perdiera el
conocimiento. Era cien veces peor que cuando los nim la habían rodeado en las puertas de Taj
Nar. Sin embargo, no tenía alternativa. Para llegar a la Cámara de los Susurros tenían que cruzar
el Mefidrós.
–¡Vamos! –volvió a gritar, y entonces empezó a toser. Se atragantó con flemas y estuvo a punto
de vomitar–. Si seguimos moviéndonos no podrán cogernos.

Slobad dudó todavía un momento, y entonces volvió la mirada hacia la tambaleante horda que
se les acercaba y entró en la neblina. Si el limo le llegaba a Glissa a las rodillas, el trasgo, mucho
más bajo, caminaba casi sumergido hasta el pecho.

–Raksha lo llama el Dros –dijo. Levantó el hatillo sobre su cabeza para que no se mojara–. Dicen
que tarda días en quitarse, ¿eh? –A Glissa no le costó mucho darse cuenta que no estaba
demasiado feliz.

–Tú muévete lo más de prisa que puedas –le dijo–. Ellos también tendrán que atravesarlo.

Los dos compañeros empezaron a avanzar por el cieno. Glissa tenía que concentrarse en la
respiración para impedir que la bilis se le acumulara en la garganta. Al cabo de un rato, dejaron
de dolerle los ojos y empezó a ver un poco mejor en la espesa neblina. Había varias chimeneas
delante de ellos. Entonces comprendió por qué les había puesto Raksha aquel nombre. Las
volutas oscuras que flotaban en el aire parecían venir de sus bocas.

A diferencia de las chimeneas que había en el exterior de la neblina, éstas parecían activas, casi
vivas. Su parte exterior, de color negro, despedía destellos de energía purpúrea, mientras sus
bocas eructaban nubes de humo negro. Glissa creyó avistar unos cables que conectaban todas
las bocas entre sí. No habría podido asegurarlo, pero le pareció que una bola de energía
purpúrea corría por los cables entre las chimeneas. El espeluznante zumbido que flotaba en la
atmósfera estaba empezando a hacer que le dolieran los dientes.

–¿Por qué querría alguien vivir aquí? –refunfuñó mientras se dirigía hacia la chimenea más
cercana. Puede que les permitiera salir del Dros, aunque sólo fuera por un momento. Al
acercarse a la chimenea, el suelo empezó a ascender. El nivel del denso cieno descendió hasta
los tobillos de Glissa. Sin embargo, el zumbido se intensificó y el dolor de su dentadura empezó
a extenderse a sus sienes.

Se volvió. Los nim estaban ganándoles terreno. Parecía deslizarse con facilidad a través del
Mefidrós. En tierra firme sus andares tambaleantes los volvían lentos; aquí, en el Mefidrós, sus
largar piernas les permitían marchar por encima del cieno utilizaban sus alargados brazos para
apartar el líquido de su camino. Glissa y Slobad no podían correr más de prisa que ellos, sobre
todo con Slobad con sus cortas y apresuradas zancadas.

–Súbete a mis hombros –dijo la elfa al trasgo mientras se inclinaba.

–¿Eh? –preguntó Slobad.


–¡Que te subas a mis hombros, estúpido trasgo! –gritó–. Puedo llevarte más deprisa de lo que
tú corres.

Slobad le entregó el hatillo y se encaramó a su espalda. Glissa apoyó el hatillo sobre sus
hombros y echó a correr a toda velocidad alrededor de la chimenea. Divisó otra y se dirigió
hacia ella, tratando de mantenerse el máximo tiempo posible en tierra firme. Empezó a
desplazarse rápidamente entre las chimeneas. La elfa era más rápida que Slobad aun llevándolo
a cuestas, pero a pesar de todo los nim estaban recortando las distancias. La combinación del
aire húmedo en sus pulmones y el zumbido de las chimeneas estaba empezando a agotarla. No
podría mantener el ritmo mucho más tiempo.

–¿Es que nunca se rinden? –dijo con vos entrecortada entre bocanada y bocanada de aire
fétido.

–Slobad no sabe gran cosa de los nim, ¿eh? –replicó el trasgo–. Raksha dice que no tienen
mente. Nunca se detienen hasta alcanzar su objetivo. Nunca cejan. Nunca se cansan, ¿eh? No
tienen mente.

–Si no tienen mente, ¿cómo saben ellos adónde deben ir y a quién deben atacar? –preguntó
Glissa–. ¿Podría ser que alguien los controlara?

–en el campo de batalla, Raksha ve algunas veces humanos tras ellos –dijo Slobad–. No sabe si
los controlan. Slobad cree que podrían estar convirtiéndose en nim, ¿eh?

–Si alguien los controla –dijo Glissa, resoplando pero sin dejar de correr–, y acabamos con él, tal
vez se detengan.

–¿Y si no se detienen, eh? –preguntó Slobad–. ¿Y si nadie los controla? Nos detenemos; ellos
no; morimos, ¿eh?

–Es mejor que morir corriendo.

Acababan de sortear otra chimenea. Glissa se detuvo y se inclinó para que Slobad pudiera bajar
de su espalda.

–Sigue solo –dijo–. Súbete a una chimenea para estar más seguro. Yo dejaré pasar a los nim y
buscaré al que los controla.

Slobad parecía disponerse a replicar, pero Glissa lo cortó en seco.

–Es nuestra única esperanza. No podemos dejarlos atrás y no podemos seguir corriendo hasta la
Cámara de los Susurros. Ahora vete, y asegúrate de que te siguen.
Le entregó su hatillo y lo empujó de nuevo hacia el Dros. El trasgo la miró un momento y
entonces se encogió de hombros, antes de perderse trotando entre la neblina. Glissa se volvió y
examinó la escarpada cara de la chimenea. Desenvainó la espada, hizo varias muescas y empezó
a escalar, abriendo agujeros para meter las manos y los pies a medida que avanzaba. Cuando
estuvo a cinco metros sobre el pantano, se detuvo y aguardó. Confiaba en que los nim fueran
unas criaturas carentes de raciocinio, como Slobad le había dicho. Si uno solo de ellos se volvía
después de pasar junto a la chimenea, estaría atrapada.

* * * * *

Desde lo alto de la chimenea siguió a Slobad con la mirada. El trasgo avanzaba penosamente
por el Dros, sujetando el hatillo por encima de su cabeza. El zumbido se había intensificado al
encaramarse a la chimenea y los dientes casi le trepidaban en la boca. En el suelo, los nim
habían llegado a la chimenea y la rodearon como un enjambre. Mientras Glissa los observaba,
sus filas pasaron por debajo de ella, una tras otra. El gas que emanaba de sus conductos
ascendía pesadamente e intensificaba el hedor de la neblina. Cerró los ojos y se concentró en
impedir que la garganta se le llenara de bilis.

Una vez que los nim terminaron de pasar, abrió los ojos y vio que estaban muy cerca del pobre
Slobad. No veía al trasgo por ninguna parte. La elfa estaba segura de que no había podido llegar
a la siguiente chimenea, pero entre los nim no se veía ningún movimiento que indicara que
estuvieran luchando. Entonces, en la distancia, avistó unas ondas en el cieno. Slobad emergió
del Dros justo delante del ejército nim. El trasgo lanzó un grito y se alejó a toda prisa de sus
perseguidores.

Glissa no podía esperar más. Si no los atacaba ya, alcanzarían a Slobad y lo harían pedazos. No
parecía haber nadie controlándolos. Tendría que luchar.

–¡Idiotas! –dijo una voz a su espalda. ¡Está aquí!¡Dad la vuelta ahora mismo!

Glissa se volvió.

–Supongo que no estabas hablándome a mí –gruñó.

Era un hombre larguirucho, casi tanto como los nim, y con la misma piel macilenta y purpúrea,
medio cubierta de Dros. Al igual que los nim, tenía una cavidad irregular por boca pero carecía
de exoesqueleto y de los conductos por los que expelían gas. Sus rasgos eran casi humanoides...
No humanos, pero tampoco nim..., al menos todavía no. Glissa vio en sus ojos la chispa de la
inteligencia. Parecía que había encontrado al controlador.

–¡Volved! –gritó éste.

Glissa volvió la mirada. Los nim dieron media vuelta y empezaron a acercarse a ellos.

–Sé lo que van a tardar en llegar –dijo–. Ordénales que se marchen y dime por qué nos
persigues si no quieres morir.

El hombre volvió la mirada y esbozó una sonrisa maliciosa. Glissa oía el chapoteo de los nim a su
espalda.

–¿Quién te ha enviado? –gritó–. Dímelo o muere.

–No importa lo que me hagas a mí –dijo el hombre. Hablaba con dificultades, como si su boca
deformada no pudiera formar las palabras correctamente–. Ya estás muerta.

–¡Lo mismo que tú! –exclamó Glissa. Empuñando la espada con las dos manos, lanzó un
mandoble. La hoja alcanzó al hombre justo debajo de su hombro y le cortó el brazo limpiamente
de camino al cuello. El metal plateado atravesó las vértebras con tanta facilidad como se había
clavado antes en el hierro de la chimenea. El controlador permaneció un momento en pie, con
la sonrisa congelada en las facciones, y entonces su cabeza rodó a un lado y se desplomó sobre
el Dros.

Glissa volvió a encaramarse a la chimenea de un salto, utilizando los agujeros que había abierto
antes. No sabía lo que iban a hacer los nim, pero si de verdad carecían de mente, seguirían en
línea recta, obedeciendo sus últimas órdenes. En caso contrario, el controlador había dicho la
verdad y ya estaba muerta.

Embargada por la tensión, esperó a que la primera línea llegase. No parecían estar fijándose en
ella. Sus ojos estaban clavados en lo que tenían delante. Le preocupaba que pudieran detenerse
al llegar junto al cadáver de su amo, pero éste había desaparecido en el Dros, y la horda pasó sin
detenerse junto a la chimenea, hundiéndolo aún más en el cieno.

Glissa permaneció encaramada a la chimenea hasta que los nim desaparecieron del todo en la
neblina, y entonces descendió de un salto y corrió en busca de Slobad, que estaba de pie en el
mismo sitio en el que había caído, limpiando el fango de la bolsa.

–¿Qué ha pasado, eh? –preguntó–. ¿A dónde han ido los nim?¿Van a volver?¿Los has matado?
¿Eh?

–Han dado media vuelta –dijo Glissa–. Como les ordenaron.


Le contó a Slobad lo que había ocurrido con el controlador y la marcha incontrolada de los nim
por la niebla. El trasgo tenía un aspecto espantoso. El Dros se le pegaba como una piel
escamosa. Mientras hablaba, el fango caía a trozos, que se hundían con un chapoteo en la
ciénaga.

–¿Qué te ha pasado? –preguntó–. ¿Es que te has caído?

Slobad dejó de limpiar su bolsa.

–Sí –dijo. Sus ojos refulgieron y una sonrisa se extendió por su rostro–. Hay algo grande aquí
abajo. Grande y de metal. He tropezado o algo así, ¿eh? Me caí sobre ello. Algo muy grande. Me
hundí en el Dros, ¿eh? Creo que es una gran máquina, ¿eh?

–¿Una máquina?¿Con patas?¿Como un nivelador? –Su reacción inicial fue la de destruirla, pero
entonces se le ocurrió una idea–. Si es un nivelador y pudieras arreglarlo, ¿podríamos usarlo
para cruzar este lugar?

–Slobad puede arreglar cualquier cosa, ¿eh? –dijo el trasgo–. Arregló la puerta de Raksha.
Arregló la caldera del culto. Una vez, desmontó un nivelador...

–Vale, vale –dijo Glissa–. Vamos a ver qué has encontrado. –Introdujo las manos en el fango,
tanteó hasta encontrar algo y entonces lo asió y dio un tirón. Con un enorme esfuerzo, extrajo
su hallazgo del Dros. Era como una bota de metal de casi un metro de longitud desde la puntera
al tacón y parecía unida a una pierna enorme.

Slobad reprimió una exclamación y Glissa dejó caer la bota.

–¿Qué? –gritó–. ¿Qué pasa? –Giró sobre sus talones para ver si los nim estaban regresando,
pero la neblina seguía inmóvil. Cuando volvió a mirar a Slobad, le dio la impresión de que estaba
a punto de explotar.

–¿Qué pasa? –volvió a preguntar.

–He oído historias –dijo Slobad–, pero nunca las había creído. Mitos. No reales. Siempre pensé
que eran solo historias, como el viaje de Krark al Vientre de la Madre. Pero hemos encontrado
uno. Hemos encontrado uno. –Daba tales saltos de alegría que sus pies casi salían del Dros.

–¿Qué? –chilló Glissa.

–Vamos, aprisa –dijo Slobad–. Salgamos del Dros.

Se dirigió a la chimenea más cercana y abrió su bolsa. Sacó una cuerda de cuero y una
herramienta de metal con una serie de ruedas y una manivela. Trató de clavar uno de los
extremos a la chimenea, pero fue incapaz. Glissa recorrió la neblina con la mirada en busca de
alguna señal de ataque, pero Slobad la llamó con un gesto. Se abrió camino por el lodo hasta él.
El trasgo enroscó su artefacto en un agujero y enganchó la cuerda en las ruedas. Le entregó a
Glissa uno de sus extremos.

–Átasela al pie –dijo–. Vamos, vamos, de prisa, loca elfa, antes de que regresen los nim.

–¿Pie? –preguntó Glissa. Sacudió la cabeza y volvió a meterse en el Dros. Miró una vez más a su
alrededor, temiendo que los nim regresaran a buscar a su amo, y entonces se puso manos a la
obra. Ató la cuerda al pie, miró en derredor por segunda vez y volvió a la chimenea. Slobad
estaba tratando de hacer girar una manivela, pero ésta se negaba a moverse.

Glissa lo sustituyó. La cuerda estaba muy tensa cuando puso las manos en la manivela. Temía
que fuera a romperse, pero entonces la manivela empezó a girar con más facilidad y la cuerda
empezó a moverse. Levantó la cabeza y vio que un objeto metálico se acercaba desde el Dros.
«Es un gigante», pensó Glissa. Vio un enorme pecho cilíndrico, unos brazos, unas piernas y una
cabeza chata que se les acercaba. Cuando la porquería empezó a resbalar y a mostrar su
superficie, Glissa vio que estaba todo hecho de metal.

–En el nombre de la llamarada, ¿qué es eso? –preguntó.

–Un gólem –dijo Slobad.


Capítulo 9

El Segador

Glissa apenas pudo conciliar el sueño aquella noche. Después de arrastrar al colosal gólem
hasta la chimenea, tuvo que volver a adentrarse en el Dros para asegurarse de una vez por
todas que los nim no iban a regresar. Cuando volvió, Slobad había abierto el pecho del gólem y
prácticamente se había introducido en su interior. Con el tubo ígneo encendido en una mano, el
trasgo examinaba la cavidad torácica de la criatura mientras organizaba un buen escándalo con
las herramientas.

El interior de la chimenea era más luminoso de lo que Glissa hubiera imaginado. La energía de
color púrpura que recorría sus paredes daba una iluminación siniestra que cubría toda la
cámara. Como la luz provenía de todas partes, Glissa no proyectaba sobra alguna. La estructura
estaba hueca por completo, con la única excepción de un tubo central que discurría hasta la
parte superior de la chimenea. No había humo, así que supuso que viajaría por aquel tubo.

Varias trenzas formadas por el mismo cable que conectaba las chimeneas entre sí discurrían
también por las paredes exteriores del tubo central. Pequeñas perlas de energía recorrían estos
cables siempre en la misma dirección: hacia el hueco central. Al observar las trenzas, Glissa vio
que parte de la energía que recorría las paredes se transfería a un cable y se dirigía al tubo.

–Creo que no deberíamos quedarnos mucho tiempo en estas chimeneas –le dijo a Slobad, pero
el trasgo se limitó a emitir un gruñido como respuesta. Glissa ignoraba para qué servían
aquellas chimeneas, pero lo que estaba claro era que vomitaban algo tóxico al exterior. ¿Acaso
tenía razón Slobad?¿Era el propio Dros lo que creaba a los nim a partir de los humanos? Desde
luego, el controlador que había visto no iba a seguir mucho más tiempo siendo humano. Puede
que nunca lo hubiera sido.

Al otro lado de la chimenea, Glissa encontró una escalera tallada en la pared exterior. Ascendía
dando vueltas alrededor de la estructura. Subió por ella, agachándose de vez en cuando para
evitar los cables, y finalmente acabó por llegar a una balconada que rodeaba la estructura. Las
paredes externas tenían agujeros desde los que se vislumbraba la neblina del exterior. Estaba
oscureciendo y los contornos de las chimeneas circundantes apenas se veían.

Glissa volvió a bajar y se acurrucó junto a la puerta para dormir un poco. No fue una noche
tranquila. Cada hora más o menos, la despertaban las imprecaciones del trasgo o el ruido que
hacía alguna herramienta al caer. Sabía que Slobad estaba demasiado concentrado en su trabajo
como para advertir algo tan «poco» importante como un ejército nim, así que aprovechaba
estas ocasiones para explorar los alrededores. Echaba un vistazo desde los ventanucos de la
balconada y se aproximaba hasta las chimeneas más cercanas. No había ni rastro de actividad,
lo que la inquietaba aún más que si hubiera visto aproximarse a un ejército. Era imposible que
nadie echara de menos al controlador y a los nim que lo seguían.

La tenue luz del amanecer despertó a Glissa y se encontró a Slobad dormido junto al hombre de
hierro. La cavidad torácica del gólem estaba cerrada y Slobad le había limpiado casi todo el lodo.
A pesar de lo mucho que deseaba dejarlo dormir, Glissa sabía que era el mejor momento para
emprender la marcha. Ninguna de las lunas había salido todavía y la oscuridad ocultaría su
marcha.

–Slobad –lo llamó. El trasgo se volvió y empezó a roncar–. Slobad, despierta. –Se le acercó y le
dio un puntapié en el costado–. ¡Slobad!

El trasgo se incorporó como impulsado por un resorte, aferrando su tubo ígneo con la mano.

–¿Qué?¿Qué?¿Qué pasa, eh? –Encendió el tubo y miró a su alrededor–. ¿Qué ocurre, elfa loca?
¿Es que no me veías en la oscuridad? Vete a dormir, ¿eh? Slobad está cansado.

–Es hora de irse –dijo Glissa–. Tenemos que ponernos en marcha. Creo que este viejo gigante de
latón es un caso perdido.

Slobad la miró. Lentamente, el recuerdo de la identidad de aquella desconocida y del lugar en el


que se encontraban fueron dibujándose en sus facciones.

–Sí, vamos –dijo–. Si tuviera más tiempo, podría conseguir que volviera a funcionar. Lástima.
Gran máquina. Nunca había visto nada igual, ¿eh? Lástima. Necesitaba más tiempo.

–Lo siento –lo interrumpió Glissa–, pero tenemos que irnos. No puedes repararlo todo.

–Sí que puedo –dijo Slobad mientras recogía sus herramientas–. Lo he limpiado por dentro y
por fuera. Debería funcionar, ¿eh? Slobad necesita más tiempo para saber lo que pasa. Seguro
que se me ha escapado algo. Debería funcionar.

–Bueno, pues no funciona –dijo Glissa–. Y ahora tenemos que marcharnos antes de que
regresen los nim. –Se dirigió a la entrada y asomó la cabeza. Su vista no llegaba muy lejos, pero
no se oía nada y el Dros estaba en calma en las proximidades de la chimenea. Se volvió hacia
Slobad, que seguía mirando fijamente al gólem, como si estuviera tratando de conseguir que
volviera a la vida con la fuerza de su voluntad–. Vamos, Slobad, es hora de irse.
–La elfa no lo entiende –replicó Slobad–. Los gólems son de antes del tiempo. Los gólems
estaban aquí antes que los trasgos, los elfos y todo lo demás, ¿eh? El gólem era un mito, pero
ahora es real. Necesito más tiempo.

Glissa se le acercó y le puso una mano en el hombro.

–Tú mismo lo dijiste –repuso–. No eran más que mitos y leyendas, historias que se les contaban
a los niños, no cosas reales. Probablemente, esa cosa no sea más que una máquina de los nim
que se perdió en el Dros. Déjalo y marchémonos antes de que nos encuentre otra patrulla nim.

Slobad le dio unas palmaditas en el pecho al gigante y se encaminó a la puerta. Glissa lo siguió y
salieron al Dros.

–La Cámara debería estar por allí –dijo Slobad, señalando con la cabeza.

–¿Estás seguro? –preguntó Glissa–. A mí, todas estas chimeneas me parecen iguales. ¿Ha salido
Ingle ya? No veo ninguna de las lunas.

–No, Ingle no ha salido aún, ¿eh? –dijo Slobad. Señaló otra chimenea, apenas visible entre la
niebla–. La elfa luchó allí con el controlador. Corrimos en línea recta desde los Campos Cuchilla
hasta aquí. La Cámara está en el interior del Mefidrós, ¿eh? Adelante. Vamos.

Glissa estaba indecisa. Todas las chimeneas le parecían iguales. Eran escarpadas e irregulares y
de un color negro azulado. Algunas de ellas tenían grandes manchas de color rojizo y con el
metal agrietado, parecidas a la infección que había tenido ella en la pierna, pero las diferencias
eran insignificantes comparadas con su deprimente homogeneidad entre la espesa niebla y el
sempiterno lodo. Slobad parecía poseer un innato sentido de la orientación, fruto
probablemente de una vida entera pasada arrastrándose por túneles.

Mientras lo seguía por el Dros, se volvió para mirar la chimenea que acababan de abandonar y
trató de grabársela en la memoria. Quizás más tarde pudieran volver a por el gólem. Cuando
volvió a mirar al frente se quedó helada. Lo que había tomado por otra chimenea, situada justo
delante de ellos, acababa de moverse.

–Slobad –susurró–. ¿Has visto eso?

–¿El qué? –preguntó el trasgo.

–La chimenea –dijo Glissa–. Se ha movido.

–La niebla hace que la elfa loca vea cosas raras –dijo Slobad mientras reanudaba la marcha.

La forma oscura volvió a moverse hacia ellos y Slobad se detuvo en seco.


–Ahora es el loco trasgo el que ve cosas raras –dijo, frotándose los ojos.

La forma se movía cada vez más de prisa y avanzaba en línea recta hacia ellos. Glissa no podía
distinguir lo que era por culpa de la niebla, pero era tan grande como una chimenea. Miró a
derecha e izquierda pero, hasta donde alcanzaba la vista, no había otra cosa que neblina y Dros.
Fuera lo que fuese la cosa, nunca podrían dejarla atrás corriendo.

–A la chimenea –gritó–. ¡Deprisa! –Cogió a Slobad por la cintura y lo levantó por encima de la
superficie del Dros. Con él debajo del brazo como si fuera un cadáver de vórrac, echó a correr
de regreso a la chimenea.

La enorme criatura les ganaba terreno paso a paso. Glissa no sabía si llegaría a la chimenea a
tiempo. El suelo temblaba bajo sus pies y el Dros, que le llegaba a la altura de las rodillas,
frenaba su avance. Apretó el paso y ganó la entrada de un salto justo cuando una ola de Dros
caía sobre su espalda. Se incorporó y corrió hacia las escaleras.

–Escóndete detrás del gólem –le dijo a Slobad–. Puede que todavía te preste algún servicio.

Glissa subió a la balconada y miró por una de las ventanas. El monstruo estaba en el exterior de
la chimenea. Era idéntico a un nim pero superaba con holgura los siete metros de estatura. Su
piel gris y purpúrea era fina y de aspecto malsano. Podía verse hasta la última de las costillas
gigantescas que sobresalían bajo el pecho de la bestia. Cada una de ellas debía de tener casi dos
metros de altura, pensó Glissa. El cartílago que recorría su espalda –lo que Glissa había creído
que era un exoesqueleto en el caso de los nim– superaba el metro de altura y casi los dos
metros de ancho. Pero había algo extraño en él. Su espinazo era diferente de los que había en
los nim.

La bestia rodeó la chimenea mirando en todas las direcciones, como si estuviera tratando de dar
con su presa. Se alejó hacia la chimenea en la que Glissa había encontrado al controlador de los
nim. Mientras se retiraba, la elfa reparó en que la criatura empuñaba un bastón alargado. La
parte superior se curvaba, formando un gancho de aspecto letal. Si se alejaba un poco más,
Glissa estaba convencida de que podrían retirarse a la siguiente chimenea y esconderse allí
hasta que el monstruo se marchara.

La bestia se detuvo y hundió la punta curva de su bastón en el Dros. Cuando la sacó, tenía algo
clavado. Eran los restos del controlador. Mientras Glissa seguía observando, la enorme bestia
levantó el gancho por encima de su espalda. Con un terrible sonido de succión, el cartílago se
abrió y se separó del cuerpo revelando una especie de cámara. La bestia sacudió el bastón hasta
que el cadáver se soltó. Con un sonido nauseabundo, cayó dentro de la cámara.
Glissa estaba boquiabierta. Delante de sus ojos la cámara se cerró y la bestia dio media vuelta y
regresó caminando por el Dros. Llegó a la chimenea. Su rostro estaba apenas a unos metros del
de Glissa. La elfa se volvió para huir, pero era demasiado tarde. La bestia golpeó la estructura
con fuerza y Glissa cayó de la balconada.

Gritó mientras se precipitaba hacia el suelo. No había nada a lo que sujetarse, nada con que
impulsarse. Estaba cayendo hacia una muerte sin remedio. Entonces su caída se detuvo: algo la
había cogido. Levantó la mirada y vio la cara chata del gólem, que tenía abiertos los ojos rojos y
la estaba mirando. Encaramado a su hombro estaba Slobad, con una sonrisa que se extendía
entre sus dos orejas puntiagudas.

–En el nombre de la llamarada... –exclamó Glissa–. ¿Cómo...?

–No sé cómo –dijo Slobad–. Tú siéntate y mira, ¿eh? Como ya te dije... necesito más tiempo.

Glissa trató de recobrar la compostura.

–¿Es amistoso?

–Slobad cree que sí –dijo el trasgo–. Le he dicho que cogiera a la elfa loca, ¿eh? Y lo ha hecho.
¿Ves?, te ha cogido, ¿eh?

–Estupendo. Dile que nos saque de aquí. ¡Ahora mismo! –La chimenea, golpeada de nuevo por
el monstruo, se estremeció–. ¡Antes de que esa criatura nos arroje encima la estructura entera!

–Gólem, camina –dijo Slobad, señalando la entrada.

El gólem se encaminó a la puerta con Glissa debajo del brazo. Slobad seguía sentado en su
hombro. La elfa no estaba muy segura de que fueran a caber por la estrecha entrada. Antes
habían tenido dificultades para introducir al gólem a rastras. Ahora que veía a la criatura
metálica de pie, se daba cuenta de que era muy alta. Cuando el gólem llegó a la puerta,
extendió un brazo y atravesó la pared. Les llovieron cascotes sobre la cabeza, pero lograron
pasar.

–¡Gólem, corre! –exclamó Slobad.

Glissa se estiró para mirar hacia atrás.

La enorme criatura acababa de aparecer al otro lado de la chimenea. El gólem echó a correr,
alejándose de ella, pero ni siquiera sus largas piernas le permitían moverse por el Dros más
deprisa que la bestia de siete metros de altura. La criatura les ganaba terrenos a cada paso que
daba.
–Tengo que frenarla –gritó Glissa–. Dile a tu gólem que me deje en el suelo.

–Gólem –exclamó Slobad–. Suelta.

Glissa se encontró de bruces sobre el Dros. Se apoyó en manos y rodillas, buscó a la bestia a su
alrededor y tuvo que sumergirse de nuevo para esquivar su pie. Una vez que hubo pasado el
monstruo, Glissa se incorporó y, desenvainando la espada, fue tras él. Dio un salto tratando de
agarrar la cola de la bestia, pero se movía demasiado de prisa y no fue capaz de alcanzarla.

–¡Socorro! –gritó Slobad un poco más adelante.

Glissa levantó la mirada y vio que la bestia había atrapado la bolsa del trasgo con el garfio de su
bastón. La cavidad de su espalda estaba volviendo a abrirse y Glissa no pudo hacer otra cosa
que observar, horrorizada, cómo dejaba caer a Slobad en su interior.

–¡No! –gritó, y reanudó su carrera.

Al oír su voz, el monstruo se volvió y enfrentó a ella. El garfio describió un arco hacia su cabeza,
pero la elfa lo desvió con la espada y siguió corriendo para superar su guardia. Lanzó un tajo a la
cola de la bestia. La hoja cortó con facilidad la pálida piel y los músculos nervudos de la criatura
pero entonces, cuando había cortado la mitad del miembro, se quedó atascada. Glissa trató de
sacarla para golpear de nuevo, pero la hoja se había enganchado en el hueso y se negaba a salir.

Levantó la cabeza y se apartó de un salto justo cuando el garfio descendía de nuevo sobre ella,
pero sabía que no podía pasar todo el día bailando a su alrededor. El Dros limitaba sus
movimientos y ahora, además, había perdido el arma. Aspiró profundamente, tratando de
recobrar el aliento y pensar.

Volvió a sumergirse en el Dros y trató de alejarse buceando mientras la bestia utilizaba su garfio
para intentar capturarla. El cenagal era demasiado espeso para nadar. Cuando salió a la
superficie para respirar, el garfio descendía sobre su cabeza.

El arma se detuvo en seco. Glissa levantó la mirada. El gólem había sujetado a la bestia por el
brazo en pleno golpe. Entonces, la criatura dirigió su atención a este nuevo y mayor adversario.
Su mano le propinó un fuerte golpe. El gólem permaneció aferrado a la bestia mientras ésta
seguía golpeando su pecho metálico con la palma de la mano. El gólem miró a Glissa, y sus ojos
rojos parecieron lanzar una súplica de ayuda.

La guerrera elfa se puso en pie de un salto y corrió hacia su espada. En lugar de tratar de
arrancarla, saltó y golpeó la empuñadura con los dos pies. La hoja cortó el hueso y salió por el
otro lado, cercenando el miembro de cuajo. Glissa cayó al suelo y volvió a saltar en dirección a
su espada, que colaba hacia el Dros. A su espalda, el monstruo se balanceaba tratando de
mantener el equilibrio.

Alcanzó la espada en el momento en que se sumergía en el Dros y entonces se volvió para


ayudar al gólem. Parecía estar luchando con la mano que empuñaba el garfio, pero al
aproximarse, Glissa oyó algo que se partía y vio que el arma volvía a levantarse. Antes de que
tuviera tiempo de gritar, el bastón descendió de nuevo con enorme fuerza y sajó el vientre
marchito del gigantesco monstruo. La espalda de la bestia soltó un chorro de pus y vísceras que
roció el Dros que rodeaba a Glissa con una pútrida lluvia de restos.

Glissa observó cómo caía la bestia en el cieno, cortada en dos por su propia arma. El gigantesco
hombre de metal estaba de pie junto a ella, empuñando el arma pero, por lo demás,
aparentemente tan inactivo como cuando Glissa y Slobad lo sacaron del Dros.

–¡Gólem! –gritó Glissa–. ¡Recógelo!

El gólem se inclinó, sacó el torso del Dros y le dio la vuelta. Utilizando la espada, Glissa cortó la
carne que protegía el cartílago y abrió la cámara de un tirón. Un chorro de jugos gástricos brotó
de la abertura, junto con Slobad y un buen número de cuerpos parcialmente digeridos.

Slobad estaba cubierto de cardenales rojizos y el asa de su hatillo se había disuelto todo. Glissa
lo ayudó a ponerse de pie.

–¿Estás bien?

Slobad asintió.

–No quiero volver a hacerlo, ¿eh? –Miró su hatillo–. Necesito un asa nueva. Tendré que cortar
un poco de cuerda. Y conseguir un puñal...

–Luego –dijo Glissa–. Primero tenemos que asegurarnos de que estás bien.

Slobad levantó la mirada hacia la criatura muerta que el gólem tenía en las manos.

–¿Cómo has...?

Glissa sacudió la cabeza.

–Ha sido tu gólem –dijo–. Puede que sí nos sea útil, después de todo.

El gólem dejó caer la mitad del monstruo que tenía entre las manos al mismo tiempo que Glissa
veía algo que se ocultaba detrás de una chimenea.

–Gólem –dijo, señalándolo–. ¡Busca!


Slobad hizo ademán de protestar, pero Glissa lo fulminó con la mirada y el trasgo no pronunció
palabra. Momentos después, la criatura de metal regresó, trayendo a un hombre por el cuello.
Tenía los ojos y la frente cubiertos por un capuchón de metal que lo hacía parecer más nim que
humano. Glissa recordó que el controlador del nim llevaba un casco similar, pero cuando se
habían enfrentado lo llevaba levantado. Se lo quitó. Su boca deforme estaba contorsionada y su
cuerpo huesudo se estremecía, suspendido en la mano del gólem.

–¿Quién eres? –preguntó Glissa con tono autoritario–. ¿Qué estás haciendo aquí?

–Yert. Me llamo Yert –balbuceó el hombre antes de echarse a llorar. Al ver que sus sollozos se
convertían en gemidos, Glissa ordenó al gólem que lo dejara en el suelo. En cuanto sus pies
tocaron el Dros, el hombre se arrastró hasta la bestia caída y empezó a aullar con renovadas
fuerzas.

–Te ha matado, precioso mío –sollozó.

–¿Es tuyo este... monstruo? –preguntó Glissa.

El hombre la miró.

–No es ningún monstruo –dijo–. Es... era un segador, la criatura más temida de todo el
Mefidrós. Sin él no soy nada. Nunca conseguiré otro segador. Sin él no soy nada. Mátame.

–Puede que más tarde –espetó Glissa al patético despojo de hombre, sacudiendo la cabeza–.
Antes, dime quién te ha enviado, y puede que te deje morir.

–Geth –dijo el hombre, que siguió sorbiendo por la nariz. Glissa se preguntó cómo podría una
criatura tan patética hacerse con el control de semejante monstruo–. Geth dijo, «mata al trasgo,
tráeme a la elfa». No dijo nada de un gigante de metal.

–¿Quién es Geth? –preguntó Glissa–. ¿Qué quiere de nosotros?

Era demasiado tarde. Yert había empezado de nuevo a sollozar incontrolablemente. Glissa no
podría sacarle nada hasta que se calmara. El hombre se dejó caer sobre el cuerpo del segador.

Glissa miró a Slobad, que se encogió de hombros. Se inclinó sobre el patético controlador y le
pasó un brazo alrededor del hombro.

–Mira –dijo–, si nos llevas con Geth, te ayudaremos. Le obligaremos a darte otro... segador. ¿De
acuerdo? Sólo tienes que decirnos qué quiere de nosotros.

Todavía temblando, Yert se secó los ojos. Miró a Glissa.

–¿Harías eso por mí?


Glissa asintió.

–Aquí todos estamos intentando salvar la vida, ¿no? –dijo–. Obedeciendo órdenes. Dinos qué
quiere Geth de nosotros y te ayudaremos.

–No puedo decírtelo –dijo él, sorbiendo por la nariz–. No lo sé. Geth da las órdenes. Los
controladores no cuestionan a los líderes. Obedecemos o nos destierran del Dros. Te llevaré con
él. Podrás preguntárselo tú.

Glissa suspiró.

–Muy bien. ¿Dónde está ese tal Geth?

–En la Cámara de los Susurros.


Capítulo 10

La Cámara de los Susurros

La luna oscura –el «sol», como Slobad llamaba a Ingle, el lugar donde se almacenaban todas las
almas– pendía sobre la Cámara de los Susurros como un agujero gigantesco en el cielo. La boca
de la colosal chimenea estaba oculta en la omnipresente neblina del Mefidrós. Un repulsivo
líquido púrpura y verde brotaba de algún lugar oculto en la niebla y caía en cascada por uno de
sus lados. El resto de la Cámara estaba grabado, como por la acción del ácido, con una telaraña
de líneas y remolinos interconectados. Una palpitación constante se extendía, como en todas
las demás chimeneas, por aquella delicada tracería. Al mirar al amenazante edificio, Glissa sintió
que un escalofrío recorría su columna vertebral. No pudo evitar la sensación de que, de alguna
manera, la Cámara estaba viva.

–¿Seguro que quieres hacer esto, eh? –volvió a preguntar Slobad–. Parece peligroso. Podría ser
una trampa. Debe de ser una trampa, ¿eh? Es muy peligroso.

–Por eso vosotros dos os vais a quedar aquí –dijo Glissa–. Si no he salido cuando Ingle se oculte
detrás de la Cámara, el gólem y tú entráis por la fuerza y me sacáis.

Slobad asintió.

–Pero no os dejéis ver hasta que yo regrese –les ordenó la elfa mientras empujaba a Yert hacia
la chimenea. Con la ayuda de su prisionero para indicarles la dirección y las largas piernas del
gólem, el viaje hasta la Cámara de los Susurros había sido muy rápido. Ahora, el sollozante
hombrecillo iba a llevarla hasta los aposentos de Geth.

–Toma –dijo Glissa mientras le entregaba su espada–. Coge esto. Te han ordenado que llevaras a
la elfa a Geth. Y eso es precisamente lo que vas a hacer.

Pasó junto a él sin miedo. El hombrecillo apenas podía sostener la espada, y no digamos
blandirla. Caminaron por el Dros hasta la Cámara. Al ver que Yert la guiaba hacia la repulsiva
cascada, su aprensión creció. Seguramente el líquido la cegaría al pasar. ¿Estaría Yert tramando
algo? Sin embargo, al aproximarse, vio que el camino se introducía por detrás de la cascada,
donde había una abertura oscura guardada por dos nim.

Entraron. Glissa miró a los guardias, preparada para coger la espada al menos movimiento
hostil. Pero ninguno de los dos se movió un milímetro. Entraron en una gran sala que parecía
recorrer la Cámara de un extremo al otro. Glissa vio que las paredes desaparecían en las alturas,
entre la niebla, que era tan densa allí dentro como en el exterior. Había algunos nim ocupados
en quién sabe qué tareas. La mayoría de ellos sostenían algo en los brazos y se movían
rígidamente y en línea recta, apareciendo y desapareciendo por las oscuras entradas que
jalonaban las paredes de la sala.

También había algunos controladores. En el interior de la Cámara llevaban los capuchones


bajados, así que Glissa podía verles la cara. Y sin embargo, aun sin ellas, parecían más nim que
humanos. Muchos de ellos llevaban una escolta de nim. Glissa incluso vio a uno que conducía a
un segador. Este último controlador se detuvo un momento en mitad de la sala y miró fijamente
al extraño dúo. Glissa estaba punto de arrebatarle la espada a Yert cuando el controlador volvió
a ponerse en camino. Lo siguió con la mirada hasta que salió de la Cámara.

–¿Por qué nadie nos pregunta nada? –inquirió Glissa. Ninguno de los demás controladores
parecía interesado en ellos, pero Glissa sabía que su engaño no podía ser tan convincente. Oía
el ruido que hacía su espada al golpear el suelo entre los sollozos ocasionales de Yert.

–Como ya te he dicho, hacemos lo que se nos ordena –replicó Yert–. Obedecemos órdenes. No
hacerlo sería incurrir en la ira de Geth. Hacerlo es participar del poder de Geth.

Los controladores no eran muy diferentes a los nim o los segadores, comprendió Glissa. Hacían
lo que se les decía.

–¿Y no le han dicho a nadie que proteja el lugar contra posibles intrusos?¿No le preocupa a
Geth su propia seguridad?

–Geth controla a la bestia más terrible de todo el Mefidrós –dijo Yert–. Y cuenta con
protecciones mágicas para defenderse de los intrusos.

Glissa se detuvo.

–¿Cuándo pensabas decírmelo? –preguntó. Algunos de los controladores se habían detenido y


los estaban mirando, así que bajó la voz–. ¿Qué protecciones?¿Qué criatura?

–Hay una barrera que impide que cualquier enemigo armado penetre en sus aposentos.

–¿Y la criatura?

–Un vampiro.

* * * * *
Habían recorrido la mitad del gran vestíbulo. Había nim y controladores a ambos lados. Glissa se
había adentrado demasiado en la Cámara para ganar la salida luchando..., al menos hasta que
se hubiera enfrentado a Geth.

–Estupendo –dijo–. ¿Dónde está Geth?

Yert señaló una entrada que había delante de ellos, más de dos veces más grande que las
demás. Sus bordes despedían un tenue brillo. «Eso –pensó Glissa con sarcasmo–, es lo que me
pasa por pasarme de lista.» Si Yert no conseguía atravesar la barrera con su espada, tendría que
enfrentarse desarmada a un vampiro. Tenía que arriesgarse. Necesitaba respuestas, y se
encontraban detrás de aquella puerta.

Cruzaron el umbral, pero no les ocurrió nada a Yert ni a ella. Frente a Glissa se encontraba el
que debía de ser Geth.

No era en absoluto como Glissa esperaba. Hasta el momento, todos los residentes del Dros le
habían parecido iguales, seres demacrados de tez grisácea y cubiertos por caparazones o
capuchas de metal. Los rostros que había visto tenían los rasgos deformados y grietas carnosas
en lugar de bocas.

Geth parecía casi humano. Su piel conservaba todavía un poco de vida y color. No llevaba
capucha, y el único indicio de un caparazón era una tira metálica que, desde su nuca,
desaparecía por debajo de los pliegues de la capa color gris que lo cubría. Estaba sentado en un
trono de metal, sonriendo y mirando a Glissa como si hubiera estado esperándola.

A su lado había una criatura de gran tamaño, gris de tez, gruesa de cuello, con un pecho
poderoso. Llevaba una túnica negra y Glissa veía de ella poco más que la cara. Sus ojos hundidos
no reflejaban ninguna luz. En su frente desnuda resplandecía un emblema místico de color
púrpura. De las comisuras de su boca brotaban sendos tubos de color carmesí que iba a
perderse entre la túnica que llevaba. Mientras Glissa se aproximaba al trono, el vampiro sonrió,
mostrando unos dientes amarillos que parecían escarpias afiladas.

–Bien, Yert –dijo Geth–. No esperaba que volvieras tan pronto... y con tanto éxito.

–Puede que no con tanto éxito como tú crees –dijo Glissa. Con un solo movimiento fluido,
rodeó a Yert, le arrebató la espada de las manos y apoyó la hoja en el cuello del marchito
hombrecillo.

–¿Pretendes asustarme, pequeña elfa? –preguntó Geth. El señor de la Cámara no había


pestañeado siquiera ante el repentino cambio de papeles.

–No. Espero que me digas lo que quieres de mí.


–¿Y si no lo hago? –preguntó Geth, sonriendo de nuevo.

–Si no empiezas a hablar –repuso Glissa–, mataré a Yert.

Geth se inclinó sin levantarse del trono y miró a Glissa a los ojos.

–Mátalo. No es más que una burbuja en la superficie del Dros. Tengo cientos como él.

Glissa trató en vano de leer en sus ojos pero, o bien estaba diciéndole la verdad, o bien era
increíblemente frío y calculador. Sea como fuere, no importaba demasiado. Permaneció inmóvil
un momento más, y entonces empujó al controlador hacia la pared que había tras ella. La
cabeza de Yert chocó contra el muro y cayó al suelo, inconsciente. Glissa se volvió de nuevo
hacia el trono.

–¿Y cuántos Geth tienes?

Geth dio una palmada. El vampiro permaneció inmóvil tras él, sonriendo.

–Bien hecho –dijo el señor de la Cámara–. Tu demostración de misericordia podría haber


impresionado a un ser menor.

–Me pidió que lo matara –replicó Glissa–. Y lo habría hecho si se lo hubiera merecido. ¿Tú te
mereces morir?¿O vas a decirme por qué me querías muerta?

–No te quería muerta –dijo Geth–. Esperaba vender tu vida a un buen precio, pero tu captura ha
demostrado ser demasiado complicada. Ahora será un placer matarte. No esperes misericordia
de mí. –Chasqueó los dedos y el vampiro de tez verdosa dejó caer la túnica al suelo. Su pecho
era muy musculoso, en efecto, pero sus brazos parecían huesos cubiertos de piel tirante. Los
tubos que salían de su boca discurrían a lo largo de sus hombros y descendían sinuosamente
por los brazos hasta desembocar en sendas guadañas metálicas que sobresalían de sus
muñecas.

Sin previo aviso, el vampiro dio un salto desde detrás del trono y se precipitó sobre Glissa. Los
dos cayeron al suelo. Le inmovilizó las piernas con las rodillas y, cuando Glissa trató de
defenderse con la espada, la apartó dando un manotazo a la hoja. Antes de que pudiera
aprestarla para un nuevo ataque, el vampiro la cogió por la muñeca y se la apretó hasta
obligarla a soltar el arma.

–En respuesta a tu pregunta –dijo Geth desde el trono–, solo existe un Geth, porque sólo hay un
vampiro en el Mefidrós. Yo controlo el Dros porque controlo al vampiro.
El vampiro levantó el brazo y le clavó a Glissa la punta de una de las guadañas en el hombro. La
elfa chilló, primero de dolor y luego de terror, al ver que un líquido empezaba a fluir por el tubo
en dirección al hombro de la criatura. ¿El vampiro estaba chupándole la sangre!

Empezó a sentirse más débil. Levantó la mano libre y golpeó al vampiro en pleno rostro, pero
fue como si hubiera golpeado al gólem. Cogió la muñeca del vampiro y trató de sacar la
guadaña, pero era demasiado fuerte. Cada vez tenía más frío y la visión empezaba a
empañársele. Podía ver cómo desaparecía su vida por aquel tubo pero no podía hacer nada
para remediarlo.

Golpeó el brazo que la sujetaba, pero la criatura era demasiado fuerte y a ella se le estaban
agotando las fuerzas. Entonces sus dedos palparon un tubito que sobresalía de la punta de la
guadaña. Lo rodeó con las garras y tiró. Al principio no se movió un milímetro y Glissa perdió la
esperanza, pero cuando volvió a intentarlo, sintió que se desplazaba un poco. Miró al vampiroa
los ojos, pero la criatura estaba disfrutando demasiado de la tortura para darse cuenta de lo que
estaba haciendo. Glissa tiró de nuevo, concentrando todas sus fuerzas en aquella sola tarea.
Poco a poco, centímetro a centímetro, el tubo empezó a salir de su vaina. Y al fin, salió del todo.
El extremo del tubo se sacudió en el aire y roció a Glissa y al vampiro de sangre.

El vampiro rugió al notar que la sangre dejaba de fluir a su boca. Glissa aprovechó el momento.
Enroscó el tubo suelto alrededor de su propia muñeca y tiró de él como si fuera una cuerda. El
tubo se tensó y la cabeza del vampiro, con una sacudida violenta, se inclinó hacia adelante.
Glissa se quitó a la criatura de encima y, mientras ésta caía, extrajo la punta de la guadaña de la
herida.

La elfa rodó por el suelo y recogió la espada. Se puso de rodillas y le propinó un fuerte tajo a su
enemigo en la muñeca. La punta de la guadaña se partió por la mitad mientras la hoja se abría
camino por la carne de la criatura.

–¡NO! –gritó Geth desde su trono mientras el vampiro aullaba de dolor. La negra sangre del
monstruo empezó a manar del muñón cercenado y se mezcló con la roja sangre de Glissa en un
charco de color marrón cada vez más grande.

Glissa se levantó y se acercó al vampiro. Se sentía un poco mareada pero trató de no demostrar
ninguna debilidad.

–Ahora –dijo lentamente, mirando a Geth–, dime lo que quiero saber o le corto el otro brazo. Tú
mismo has dicho que sólo hay un vampiro, y no pienso demostrar la misma misericordia que
con Yert.

–Está desangrándose –dijo Geth con voz entrecortada, mirando el brazo mutilado del vampiro.
–Entonces habla de prisa –dijo Glissa–. ¿Por qué mataste a mi familia?

–Yo no fui –dijo Geth–. Ni siquiera conocía tu nombre hasta hace pocas rotaciones. Nos pagaron
para atacaros a ti y al líder de los leonin.

–¿Quién os pagó?¿Cómo se llama?

–Nunca lo supe –gruñó Geth. Lanzó a Glissa una mirada furiosa y luego se volvió hacia su
vampiro, que seguía desangrándose–. Deja que le vende el brazo y te contaré todo lo que sé. ¡Si
muere, no te contaré nada!

Glissa sacudió la cabeza.

–La persona que te pagó –dijo, recordando la figura que Raksha y ella habían vislumbrado la
noche que atacaron los niveladores–. ¿Llevaba una túnica gris y tenía una cabeza en forma de
cúpula?

–No lo sé –gruñó Geth. Tenía la frente empapada de sudor–. Nunca lo vi. Tanto las instrucciones
como el pago fueron entregados por unos artefactos voladores: pájaros de plata con un globo
en lugar de cabeza y sin pico. Nunca me vi con la persona que los controlaba. Me pagaron diez
frascos de serum por el ataque contra Taj Nar. Iban a darme veinticinco por matarte a ti. Pensé
que podría negociar la cantidad si te capturaba con vida.

–¿Por qué debería creerte? –preguntó Glissa. Apretó un poco más el brazo del vampiro y una
gota de sangre negra cayó al suelo.

–La prueba está en mi trono –chilló Geth–. Ahora, deja que ayude a mi vampiro o haré caer
sobre ti todo el poder de la Cámara.

Era demasiado tarde. El vampiro dejó de luchar y la hemorragia cesó. Geth bajó del trono de un
salto y corrió hacia él. Glissa le propinó un golpe en la cara con el pomo de la espada. Hubo un
crujido y Geth cayó al suelo, a sus pies. Glissa le dio una patada en el pecho para asegurarse de
que estaba inconsciente y entonces, convencida que no representaba una amenaza, se
aproximó al trono.

¿Qué sería aquel serum que había mencionado? Había un compartimento en uno de los brazos
que contenía un solitario frasco de un líquido azul, no mayor que su pulgar.

–Hmm –dijo Glissa–. Para ser tan pequeño, has causado un montón de problemas. Si no te
importa, creo que me lo llevaré.
Geth no puso objeciones. Glissa introdujo el frasco en la vaina de la daga que llevaba en la bota
y se acercó al señor de la Cámara y su vampiro. Un pequeño reguero de sangre brotaba todavía
del brazo cercenado de la criatura.

«No quiero dejar otro enemigo detrás», pensó. Además, en realidad, Geth no le había hecho
nada. Se arrodilló junto al vampiro. Con la espada en una mano, y sin dejar de vigilar a Geth y a
su criatura, Glissa invocó el poder de los lejanos árboles. Apareció una bola de energía verde en
la palma de su mano y la aproximó a la muñeca del vampiro. El muñón despidió una energía
verdosa durante un momento, mientras la herida se cerraba.

Glissa sacó el tubo de la boca del vampiro y lo utilizó para atarle a Geth las manos y las piernas a
la espalda. Se acercó al cuerpo inerte de Yert y lo empujó con el pie para despertarlo. Apoyó la
punta de la espada en su garganta y se llevó un dedo a los labios. Yert asintió. Glissa volvió junto
a Geth y le dio varios bofetones hasta conseguir que abriera los ojos.

–Podría haberte matado –le dijo–, pero creo que tú no mataste a mi familia.

Un fuego crepitó tras los ojos de Geth mientras se debatía contra sus ataduras.

–He curado a tu vampiro para que puedas mantener el control del Mefidrós, pero te sugiero que
recuerdes quién te ha salvado la vida. En el futuro, elige a tus aliados con más cuidado. ¿Me has
entendido?

El maniatado líder fulminó a Glissa con la mirada y se negó a asentir.

–Ven aquí, Yert –dijo Glissa–. Yert ha perdido a su segador. O prometes mantener a tus nim
fuera de nuestras fronteras o te dejo maniatado y me marcho dejando a Yert al mando.

Geth siguió mirándola con la misma expresión durante un momento, y entonces asintió. Glissa
le sacó el tubo de la boca.

–No haré nada al líder de los leonin ni a ti –dijo.

–Excelente –dijo Glissa–. Te creo. Pero, una cosa más. Deberías buscar otro segador para Yert. Es
un sirviente muy leal.

Geth asintió.

–Puedes confiar en mí.

–He dicho que te creía –dijo Glissa–. Pero no confío en ti.

Volvió a meterle el tubo en la boca y lo dejó inconsciente de nuevo golpeándolo en la frente con
el pomo de la espada. Le entregó de nuevo la espada a Yert y lo empujó hacia la entrada
encantada. Siguió al controlador por el vestíbulo principal. Los nim de la Bóveda de los Susurros
seguían atareados con sus insignificantes trabajos y no se fijaron en ella. Le arrebató la espada
al joven controlador y corrió hacia a entrada.

Los gritos empezaron a sonar a su espalda cuando llegaba a la cascada. Los guardias nim se
volvieron, pero eran demasiado lentos. Rodeó el oscuro estanque y corrió hacia el Dros. Cada
paso la llevaba más cerca de sus amigos y un poco más lejos del peligro. Al llegar a la chimenea,
se atrevió a echar una mirada atrás y descubrió con sorpresa que nadie la seguía.

Pero lo que vio la hizo detenerse en seco. Allí, justo al otro extremo de la Bóveda de los
Susurros, se encontraba la figura que había visto en la Maraña. Su cabeza esférica reflejaba la
pálida luz del palpitante edificio. Por encima de ella, dos criaturas que parecían pájaros y sobre
cuyas cabezas redondas y azules se reflejaba la pálida luz, volaban de acá para allá.

–¡Slobad!¡Gólem! –gritó–. ¡Venid, de prisa!

Sus amigos aparecieron en la puerta de la chimenea, pero antes de que pudieran llegar a su
lado, sintió que una oscuridad que conocía demasiado bien se cernía sobre ella.

–Ahora no –gruñó mientras caía de bruces sobre el Dros.

* * * * *

Cuando levantó la mirada, no se encontraba ya en el Mefidrós. En lugar del fango púrpura y la


neblina verde, veía tierra marrón y plantas verdes. En vez de las estilizadas chimeneas, la
rodeaban grandes árboles que alcanzaban sus copas hacia una luna amarilla..., no, un sol
amarillo. Si, definitivamente se trataba de un sol. Su brillo lastimaba los ojos cuando se miraba
directamente.

Glissa se puso de pie. Volvía a estar en el mismo bosque de la llamarada. Era tal como lo
recordaba: verde y dorado, luminoso y cálido. Las flores y el moho del suelo estaban cubiertos
de rocío, que resplandecía bajo los brillantes rayos de sol que se filtraban entre el follaje. El
metal de sus brazos y piernas había desaparecido. Era su lugar, su piel estaba cubierta de
enredaderas y hojas. Se sentía en calma, y la inquietud del Dros estaba desvaneciéndose junto
con los recuerdos de su otra vida. Aquél era el lugar al que pertenecía.

Echó a andar. Una voz la llamó en su interior. El miedo reemplazó a su serenidad interior, pero
Glissa supo que no podía dar la vuelta. Su destino la esperaba más adelante. Después de un
rato, los árboles dieron paso a un claro. En su interior, vio a numerosos elfos ataviados como
ella. Otros aparecieron en sus linderos y, sin pronunciar palabra y sin expresión alguno en el
rostro, se dirigió hacia una brillante luz que dominaba el centro del claro.

Glissa sintió que un sentimiento de fatalidad la embargaba al mirar el globo de luz. No


pertenecía al bosque. No pertenecía al mundo. Trató de detenerse, de retroceder, pero sus
piernas no la obedecieron.

Levantó los brazos frente a su cara para taparse los ojos y gritó:

–¡No!¡Alto!¡Aléjate!

Pero ya era demasiado tarde. Con un destello, el globo de luz se expandió hasta engullir el claro
entero. Glissa empezó a caer. Los cuerpos de los demás elfos, perfilados bajo la luz brillante,
cayeron con ella.

* * * * *

Volvía a estar en el Mefidrós, manchada de fango. Levantó la mirada y se encontró frente al


rostro del gólem y el de Slobad, que asomaba por detrás del hombre de metal.

–Ya has despertado, ¿eh? –dijo Slobad–. La elfa loca ha elegido un momento curioso para
echarse la siesta. Te has caído de cabeza al lodo, ¿eh? Mala cosa. Slobad lo sabe, ¿eh? Slobad lo
sabe.

–Ha sido una llamarada –dijo Glissa– una visión que a veces tenemos los elfos. –Levantó la
mirada para ver hacia dónde se dirigían, pero no encontró la Bóveda de los Susurros por
ninguna parte–. ¿Dónde estamos?¿Qué le ha pasado a la figura?

–No vimos nada, pero tú te caíste al Dros –dijo Slobad–. Plop. De cabeza. Menos mal que nos
habías llamado, porque si no seguirías ahí, ¿eh? El gólem te sacó y ahora volvemos al Campo
Resplandeciente.

Glissa trató de escapar de los brazos del gólem.

–¡No! –exclamó–. Tenemos que regresar. Vi la misma figura de la Maraña, la aparecía en la


visión de Ushanti. Había unos pájaros plateados volando a su alrededor, como los que Geth
describió.

Les contó en pocas palabras lo que había averiguado del amo de la Cámara.
–Después de que cayeras, los nim salieron en tropel de la Cámara –dijo Slobad–. Plop. De
cabeza al Dros. Ni figuras encapuchadas ni pájaros de plata, ¿eh? Sólo montones de nim y otro
segador. Quedarse hubiera sido una mala idea, ¿eh? Había que irse.

–Tienes razón, sí –dijo la elfa–. Lo siento, Slobad. Pero al menos tengo esto. –Sacó el frasco de
serum de la vaina del puñal y se lo mostró al trasgo.

–¿Qué es eso, eh?

–Esperaba que tú pudieras decírmelo. Es lo que le pagaron a Geth por atacar Taj Nar. ¿Nunca lo
habías usado antes? Geth lo llamó serum.

En cuanto la palabra abandonó los labios de Glissa, el gólem se detuvo. La repentina parada casi
hizo caer a la elfa. Volvió la mirada hacia el rostro de la criatura metálica. Había entornado los
ojos y estaba mirando fijamente el frasco que llevaba en la mano.

–¿Qué ocurre, gólem? –preguntó Glissa–. ¿Qué pasa?

–Memnarch –dijo el gólem.

Glissa se volvió hacia el trasgo.

–¿Acaba de hablar? –preguntó.

–Sí –dijo Slobad.

–¿Lo había hecho antes?

Slobad sacudió la cabeza.

–No.

–¿Tú qué crees que quiere decir «Memnarch»? –preguntó Glissa.

–No sé.

–¿Eh?
Capítulo 11

Rishan

El viaje de regreso a Taj Nar fue rápido y sin contratiempos. A pesar de tener que cargar con
Slobad y Glissa, el gólem se movía dos veces más de prisa que la elfa a pie. El hombre de metal
era incansable. Al amanecer habían llegado al límite de los Campos Cuchilla sin topar con
resistencia por el camino. Glissa vio grupos de nim en varias ocasiones, pero en todas ellas las
criaturas cambiaron de dirección y se alejaron. Puede que Geth hubiera entrado en razón.
Puede que ya no estuvieran pegándole. En cualquier caso, Glissa se alegraba de no tener que
luchar.

Una vez fuera del Dros, el gólem aumentó su velocidad. El viaje duró sólo una rotación. Sin
embargo, después de haber pronunciado aquella solitaria palabra, el ser permaneció sumido en
un mutismo completo, y cuando llegaron a Taj Nar, Glissa no estaba más cerca de descifrar el
acertijo del serum y de la palabra «Memnarch» que cuando salieron del Mefidrós.

–Tal vez Raksha sepa lo que es el serum, ¿eh? –dijo Slobad mientras coronaban la colina que
rodeaba Taj Nar.

–Estoy más interesada en hablar con Ushanti –dijo Glissa–. Este frasco parece mágico.

Cuando llegaron a la base de Taj Nar, las puertas estaban abiertas. Los guardias, al ver que Glissa
y Slobad montaban sobre hombros del gólem, se pusieron firmes y desenvainaron las armas.

–¡Alto! –dijo uno de ellos– no sigáis adelante.

Glissa bajó de un salto de las manos del gólem e hizo una profunda reverencia.

–Soy Glissa de la Maraña y éste es Slobad –dijo, señalando al trasgo, que todavía estaba
montado sobre los hombros del gólem– venimos del Mefidrós con información para Raksha.

–Ya sabemos quiénes sois –dijo el centinela–. Sois bienvenidos. Raksha os verá inmediatamente.
Pero a esta criatura no la conocemos. Debe permanecer fuera de las murallas de Taj Nar.

Glissa frunció el entrecejo.

–¿El gólem? –preguntó–. No es ninguna amenaza–. De hecho, este hombre de metal nos ha
salvado la vida en el Dros. Yo respondo por él.
–Lo siento –dijo el guardia–. Pero nuestras órdenes son claras. El trasgo y tú podéis entrar.
Nadie más.

–Mira –dijo Glissa–. ¿Crees que estaría aquí de pie tan tranquila si el gólem no fuera seguro?
Podría haceros trizas antes de que os movierais...

Slobad carraspeó tras ella y Glissa se detuvo a mitad de frase. Se volvió y le dirigió al trasgo una
mirada furibunda mientras éste le pedía calma con las manos.

–No hay problema, ¿eh? –dijo Slobad, guiñándole un ojo–. Slobad se quedará aquí con el gólem.
Habla tú con Raksha, ¿eh? No hay problema.

Glissa aspiró hondo y asintió. Mientras los guardias la conducían al interior de la ciudad, pensó
en lo raro que debía de parecerles aquel trio: una elfa, un trasgo y un gólem que escapaban de
un loco con una cabeza redonda. Puede que fuera demasiado confiada. ¿Qué sabía ella en
realidad sobre Slobad y el gólem? Pero los dos le habían salvado la vida. No todo el mundo
podía ser un enemigo.

Tuvo que poner un abrupto fin a estas reflexiones cuando los centinelas la condujeron hasta la
sala del trono de Raksha. Era impresionante. La estancia era grande y recargada. Brillantes
escudos, decorados con tallas de patrones diferentes, jalonaban las dos paredes. Uno de los
motivos que más abundaba era un sol brillante. Algunos de ellos mostraban a un orgulloso
guerrero bañado por la luz, mientras en otros se veía una gran batalla librada bajo el brillante
orbe a las puertas de Taj Nar. El sol estaba dibujado también en el suelo. Al otro extremo de la
sala había un orbe dorado incrustado en un estrado, y los rayos que despedía se proyectaban
sobre todas las paredes.

En lugar de estar sobre el estrado, el trono se encontraba detrás de una mesa de plata de
grandes dimensiones situada en el centro de la sala. La mesa estaba llena de mapas y
pergaminos. Raksha estaba sentado en el trono examinando los documentos. Glissa y los
centinelas esperaron en silencio a que terminara su trabajo. Cuando finalmente levantó la
mirada, llamó a Glissa con un gesto y le indicó que se sentara en la silla que había frente a él
antes de reanudar su trabajo. Sin ceremonias, advirtió Glissa. Era evidente que los leonin no
creían en ellas por lo que se refería a su Kha.

–Me alegro de ver que estás bien – dijo Raksha mientras tomaba unas notas. Husmeó el aire–.
Es evidente que has estado en el Dros. Te has traído encima buena parte de él. ¿Dónde está el
trasgo? Estamos seguros de que ha sobrevivido al viaje. No hay en este mundo nada capaz de
acabar con él.
Glissa no pudo evitar una sonrisa. Slobad le había dicho que Raksha no concedía su confianza
con facilidad, pero estaba claro que con él sí lo había hecho.

–Slobad está abajo, con nuestro aliado más reciente: un gólem que encontramos en el Dros. Tus
guardias tenían miedo. El gólem es imponente.

Raksha hizo un gesto a uno de los centinelas.

–Traednos al trasgo y a ese gólem inmediatamente.

El centinela puso cara de consternación.

–Sire –suplicó–, el gólem es monstruosamente grande. No podríamos garantizar vuestra


seguridad.

Raksha miró a Glissa.

–Yo la garantizaré, lord Raksha –dijo–. Con mi propia vida.

–Id. Traedlos a nuestra presencia –dijo Raksha. Una vez que los guardias se marcharon, el leonin
señaló–: se asegurarán de que te atengas a lo prometido. Y ahora, dinos lo que has averiguado
en el Mefidrós.

Glissa empezó a relatar su historia. Le habló del primer ataque y del descubrimiento del gólem.
También le explicó lo de los controladores y relató su encuentro con su líder, Geth.

–Podemos descabezar a sus ejércitos si matamos a los controladores –dijo Raksha–. A menudo
habíamos reflexionado sobre la cuestión de quién controlaba a los nim.

–Pero hay un problema –dijo Glissa. Los controladores se parecen mucho a los nim cuando se
suben la capucha. Los nim siguen la última orden recibida, así que continuarían atacando
aunque lo controladores murieran.

–A pesar de todo, se trata de una información útil –dijo Raksha–. ¿Y qué hay de ese Geth que
has mencionado?

Antes de que Glissa pudiera responder, se abrió la puerta de la sala del trono y entró Slobad
seguido por el gólem. Raksha lo miró de arriba a abajo.

–Gran Dakan –exclamó–. Es realmente enorme. –Empujó hacia atrás el colosal trono, salió de
detrás de la mesa y rodeó el gólem, seguido por la mirada de Slobad.
Al ver al alto líder de los leonin empequeñecido en tal medida por el hombre de metal, Glissa
cobró, brusca y claramente, conciencia de su inmenso poder. ¿Qué sabían sobre el gólem? Su
anterior dueño podía ser el mismo que estaba empeñado en matarlos a Raksha y a ella.

Raksha estudió al gólem por todos lados antes de regresar al trono.

–Quizás convendría que buscáramos aposentos para vuestro amigo de metal –le dijo a Slobad–.
Creemos que su presencia podría provocar alarma. –Se volvió hacia el guardia, que había
permanecido en silencio pero, obviamente, estaba intranquilo–. Encuéntrale a nuestro invitado
unos aposentos apropiados.

El guardia asintió y se marchó.

Slobad dijo:

–Yo me quedo con él, ¿eh? Para que no se meta en líos. Nada de líos. Que no se meta en líos. –
Salió con el gólem de la sala y fue tras el centinela.

Glissa reanudó su relato. Le contó a Raksha su enfrentamiento con Geth y la aparición posterior
de la figura embozada de cabeza esférica.

Creo que era el que contrató a Geth para que lanzara sus ataques –dijo–. Le pagó con frasquitos
como éste. –Sacó el frasco de líquido azul–. Se llama serum. ¿Sabes de dónde viene y para qué
sirve?

–Nunca habíamos visto nada parecido –dijo Raksha–. Tal vez Ushanti pueda ayudarnos.

–¿Y querrá hacerlo? –preguntó Glissa–. No creo que confíe en mí.

Raksha se echó a reír.

–Es cierto –dijo–. Pero la hemos informado de que debe ayudarte en todo lo que pueda.
Además, si has conseguido detener los ataques de los nim, todos habremos contraído contigo
una gran deuda de gratitud..., incluida Ushanti. –Se desperezó–. El sol está casi en lo alto.
Primero celebraremos un banquete y luego haremos una visita a Ushanti.

* * * * *

El banquete resultó ser en parte un ritual y en parte un almuerzo. Raksha llevó a Glissa y a
Slobad al patio principal, donde aguardaba una multitud de leonin. El Kha se dirigió al centro del
patio y ocupó su lugar junto a la estatua de Dakan. Levantó el escudo hacia la luna amarilla –su
sol– y lo colocó de manera que reflejara la luz sobre la llama que Dakan sostenía. Los guerreros
leonin que participaban en el banquete rodearon a su líder y utilizaron sus escudos para reflejar
los rayos de la luna sobre Raksha, que quedó bañado, junto a la estatua del primer Kha, en un
resplandor perlino. Y Raksha echó la cabeza hacia atrás y profirió un rugido hacia lo alto. El
círculo de guerreros lo secundó y el ruido se extendió por todo el Mefidrós.

A continuación, varios cachorros y hembras de leonin trajeron bandejas de plata llenas de


viandas. Glissa se preguntó cuál sería el papel de las hembras en aquella sociedad. No había
visto guerreras, pero tampoco había visto cazacielos o curanderos masculinos. Su sociedad
parecía muy rígida en su atribución de papeles y castas. Tenía la impresión de que allí no habría
estado más a gusto que Slobad.

Durante el banquete, Raksha cometió el error de preguntarle a Slobad por el gólem. El trasgo
pasó el resto de la comida contándole cómo lo había reparado, extendiéndose en prolijos
detalles sobre la soldadura y la conexión de los tendones de metal.

–Hice de todo, ¿eh? –dijo–. Pero el maldito montón de metal permaneció inmóvil. Hasta le di
varios puntapiés, pero no sirvió de nada. Ni siquiera a puntapiés, ¿eh?

–Pero Glissa me ha contado que conseguiste devolver la vida al hombre de metal justo a tiempo
para salvaros a ambos –dijo Raksha entre bocado y bocado. Saltaba a la vista que estaba
disfrutando del relato más que Glissa.

Slobad pareció resplandecer de gozo. Glissa pensó que iba a saltar sobre una de las bandejas
mientras continuaba:

–Ocurrió una cosa asombrosa –dijo Slobad sacudiendo los brazos–. Asombrosa. Estaba
acurrucado detrás del gólem. El segador golpeaba la chimenea. Slobad vio que salía Dros de la
oreja del gólem. Le abrió la cabeza y limpió el Dros. Sus ojos se abrieron de repente y miró a
Slobad, ¿eh? Limpiar el Dros. Es lo único que había que hacer.

–Pero –dijo Raksha– Glissa nos ha contado que no habló hasta que vio ese... ¿serum?

–Es verdad –dijo Slobad–. Dijo «Memnarch». Puede que sea su casa, ¿eh? Podría ser la figura de
la túnica. No lo sabemos y el gólem no dijo nada más, ¿eh? Es extraño...

Glissa lo interrumpió:

–Sea lo que sea lo que significa «Memnarch» –dijo–, debe de tener alguna relación con el
serum. Tenemos que averiguar qué es y qué relación tiene con nosotros dos.

–Hablaremos de ello con Ushanti– dijo Raksha.


* * * * *

Raksha llevó a Glissa a la cámara de la vidente mientras Slobad, siguiendo la sutil pero
inequívoca sugerencia de Raksha, se retiraba a sus aposentos para seguir examinando al gólem.
Las curanderas volvieron a recibirlos a la entrada. Las dos se inclinaron inmediatamente al ver a
Raksha. Cuando volvieron a levantarse, Glissa pudo sentir sus aceradas miradas sobre ella. No
parecían muy contentas de verla. También creyó ver un destello de algo que no era odio en los
ojos de Rishan cuando sus miradas se encontraron, pero puede que fuera cosa del humo.

–Bienvenido a la cámara de Ushanti, Kha –dijo Rishan con una profunda reverencia–. Nos
honras con tu presencia.

Raksha le ordenó que se levantara con un ademán.

–Levanta, Rishan –dijo–. De cachorros jugábamos juntos en el patio. No es necesario que te


inclines ante nos.

Rishan se incorporó, pero Glissa pensó que la joven curandera parecía incómoda con el trato
especial que le había deparado su Kha. Se volvió bruscamente y los llevó por el laberinto de
cortinajes hasta el lugar en el que se encontraba el caldero de Ushanti. Al ver a su señor,
Ushanti devolvió un puñado de arena a su cuenco y salió cojeando a su encuentro.

–Ah, Glissa –dijo–. Nos hemos enterado de que venías. Tienes algo que mostrarnos, ¿verdad? –
Extendió la mano hacia ella.

Glissa advirtió que tampoco esta vez daba Ushanti muestras de reverencia hacia su líder, pero, a
pesar de que no confiaba en la curandera, no tenía alternativa. El serum era la única conexión
que tenía con la figura embozada y la muerte de su familia. Necesitaba la ayuda de la vidente.

–¿Cómo sabías que traía esto? –preguntó la elfa mientras sacaba el frasquito.

–Madre ha estado en trance desde que te marchaste –dijo Rishan–. Esta mañana regresó del
fuego diciendo que ibas a volver.

–¿Y tu visión te ha proporcionado alguna información que podamos utilizar contra este nuevo
enemigo? –preguntó Raksha.

–Hemos visto mucho, pero comprendemos muy poco de los acontecimientos que se avecinan –
dijo Ushanti. Cogió el frasco, lo sostuvo en alto y lo examinó a la luz del brasero–. El destino del
mundo reside en el interior de estos frascos. Estamos atrapados en un torbellino que no
podemos controlar.

–Habla claro, mujer –le espetó Raksha.

–No podemos. –Ushanti destapó el frasco y miró fijamente el serum como si estuviera
contemplando las profundidades de un mar azul–. El fuego sólo revela retazos de la verdad. –
Introdujo una de sus garras en el líquido azul y se la acercó a los labios.

Su lengua emergió como una serpiente y rozó la brillante garra. De improvisto, se le abrieron los
ojos y sus oscuras pupilas menguaron hasta convertirse en sendos puntitos negros.

–Sí podemos decirte una cosa, joven señor –dijo entonces, con una voz extraña, forzada–. Tu
reinado verá el fin de este mundo a menos que la elfa muera. Puede que ella no destruya el
mundo, pero se convertirá en el instrumento de uno que sí lo hará.

–Ushanti –dijo Glissa, mirando fijamente los grandes y blancos ojos de la vieja leonin–. No sé si
creo en tus visiones, pero no quiero destruir el mundo. ¿Hay alguna forma de impedirlo?

–Morir –dijo Ushanti–. Morir antes del fin. Es el único modo que vemos.

–¿No hay forma de derrotar a este enemigo? –preguntó Raksha al fin.

–Su poder es más antiguo que el Campo Resplandeciente, más antiguo que la Maraña y más
antiguo que el Mefidrós –dijo Ushanti. Empezó a hablar con voz temblorosa. Lentamente, echó
la cabeza atrás hasta que quedó mirando al techo–. Sólo un poder más antiguo que el mismo
mundo podría detenerlo.

–¿Cuál es su nombre? –preguntó Glissa–. ¿Es Memnarch?¿Te dice algo este nombre?

Ushanti cayó de bruces. Glissa la sujetó y atrapó el frasco antes de que cayera al suelo. Raksha
levantó a la vidente con tanta facilidad como si no pesara más que su escudo. Glissa volvió a
tapar el frasco mientras el Kha se llevaba a la vidente entre las cortinas, seguido por una agitada
Rishan.

Cuando regresaron los dos leonin, la elfa preguntó:

–¿Se encuentra bien?

–Necesita descanso –dijo Rishan. Estaba frotándose las zarpas y lanzaba miradas hacia la
habitación de atrás–. De algún modo, ese líquido azul ha inducido otro trance. En su estado de
debilidad, no ha podido soportar la tensión.
–Tengo que averiguar de dónde viene ese líquido –dijo Glissa– y qué es lo que ha observado en
su visión. ¿Crees que podrá ayudarnos?

–¿De modo que ahora sí la crees? –preguntó Rishan. Sus ojos revelaban la furia que sentía, pero
entonces se cruzaron con los de Raksha y se calmaron un poco–. Volved mañana. Cuando madre
haya recobrado las fuerzas, le pediré que os ayude.

El súbito cambio de la joven curandera sorprendió a Glissa pero entonces miró a Raksha, volvió
a mirarla a ella y empezó a comprender. Los dos jóvenes leonin sólo tenían ojos el uno para el
otro.

* * * * *

Unos gritos invadieron el sueño de Glissa. Estaba soñando con el claro que había visto en la
última llamarada. Los elfos gritaban al caer en la bola de luz. Ella los veía pero no podía
alcanzarlos. Los gritos se hacían más fuertes cuanto más se acercaban los cuerpos al blanco
agujero. Ella, al borde del claro, se estiró, tratando de acercarles un poco las yemas de los
dedos. Y entonces, también empezó a caer.

Despertó en el suelo de metal junto a la suave cama, envuelta en las sábanas.

El griterío continuaba. Al cabo de unos momentos se dio cuenta de que provenía del otro lado
de la puerta. Se puso de pie como pudo y cogió la espada y las botas. Cuando abrió la puerta, un
grupo de guerreros que pasaba corriendo mientras se ponían las armaduras y aprestaban los
escudos estuvo a punto de derribarla. Glissa se frotó los ojos para espantar el sueño.

–¿Qué ocurre? –gritó a uno de los soldados.

–Nos están atacando.

Se puso las botas y siguió a los soldados al patio principal. Las murallas estaban ya repletas de
soldados con las lanzas prestas. Raksha, con la cara tapada por su máscara de guerra, ocupaba
el centro de la línea. La elfa dio un pisotón para terminar de calzarse las botas y acudió
corriendo a su lado.

–¿Son los nim? –preguntó.

–No –fue la atronadora respuesta. La máscara parecía amplificar la voz de Raksha. Era extraño
oírla y no ver el movimiento de su boca–. Nuestras amazonas del aire han tenido una
escaramuza con unos raptores de plata antes de la salida de la primera luna. Sólo una de ellas
ha regresado con vida. ¡Mira allí!

Señaló la luna roja, que en aquel momento estaba ascendiendo. Glissa avistó unas motas en el
halo que formaba la luz de la luna. Mientras observaba, empezaron a crecer. Al cabo de un
minuto, empezó a distinguir el reflejo de los rayos de luz en sus alas. Un segundo más tarde,
escuchó un impío alarido que sonaba como el roce de unas garras contra una superficie
metálica.

Levantó la espada y esperó a que llegaran las bestias. Trató de evaluar la distancia, pero bajo la
luz de la luna roja resultaba imposible ver con claridad. El vello de la espalda empezó a
erizársele un instante antes de que un relámpago azulado, lanzado por la primera de las aves,
recorriera el cielo. El relámpago hizo blanco en la muralla, en el centro mismo de la línea. El
metal estalló delante de un guerrero leonin, que lanzó un grito y cayó al vacío.

Glissa sintió de nuevo que se le erizaba el vello y, con un aullido, otro relámpago cruzó el aire. El
relámpago golpeó a un guerrero, le atravesó el pecho y lo arrojó sobre el suelo del patio. Uno
tras otro, los rayos cruzaban el aire describiendo arcos, y los guerreros leonin caían de las
murallas.

Glissa y Raksha se mantuvieron firmes. La elfa volvió a sentir la misma sensación y levantó la
mirada. Esta vez, en lugar de una línea vio un punto. El relámpago se dirigía directamente hacia
ellos dos. Se lanzó hacia un lado y tiró al líder leonin al suelo. El rayo explotó sobre los
adoquines de metal que había tras ellos. Los adoquines se fundieron y el suelo se agrietó.

Glissa se apartó de Raksha rodando por el suelo y oteó el cielo en busca de atacantes, pero las
criaturas de alas de plata ya habían pasado. Ahora podía verlas, pero ya no estaban al alcance
de su espada. A juzgar por sus colas y sus alas, se diría que hubieran estado en su elemento en
el agua más que en el aire. Las colas de serpiente terminaban en una hoja o púa vertical que
parecía actuar como timón. Todas ellas al unísono ladearon la cola y empezaron a virar con
suavidad. Sus esbeltas alas permanecieron rígidas, reflejando los rayos rojizos de la luna en
ascenso. Pero fueron sus cabezas las que dejaron paralizada a Glissa. No tenían ojos ni boca:
eran sólo globos azules que parecían palpitar de energía.

Había visto antes aquellas criaturas. Eran los artefactos de los que había hablado Geth, las aves
plateadas que había visto volando sobre la figura embozada en el Mefidrós.

Raksha se puso de pie y gritó:

–¡Lanzas!¡Ya!
Una docena de lanzas voló hacia las bestias mientras se alejaban. Más de la mitad hizo blanco
en las alas y las colas, pero sólo una de las criaturas fue abatida. La que había lanzado el propio
Raksha atravesó la bulbosa cabeza de una de las criaturas. El globo explotó, rociando de
cristales el patio. El cuerpo de la bestia chocó contra la muralla, la atravesó y cayó al interior de
la cámara que había al otro lado.

Las criaturas de plata completaron su viraje y se prepararon para lanzar otro ataque. Glissa
volvió a sentir que se le erizaba el vello.

–¡Cuidado! –exclamó.

Los relámpagos barrieron el suelo. Glissa envainó la espada y cogió una lanza. Apuntó a la
criatura más próxima y la arrojó, pero falló por un margen considerable.

Las criaturas volvieron a virar, sin acercarse un centímetro al suelo. Las tropas de Raksha
respondieron con una lluvia de lanzas, pero ninguna de ellas tuvo la fuerza suficiente para
perforar la piel metálica de sus enemigos.

–¡No puedo luchar desde aquí! –le gritó Glissa a Raksha–. Me siento inútil en tierra. ¿Dónde
esté el pteron que regresó?

–Allí –dijo Raksha, señalando con la mano–. Pero ten cuidado.

Glissa corrió hacia las escaleras. Vio la cabeza de Slobad asomando por una entrada.

–Trae al gólem –le dijo–. Protege a Raksha.

Subió las escaleras de tres en tres. Al llegar junto al pteron, se montó de un salto sobre sus alas,
le propinó un bofetón en el pico al ver que trataba de morderla, y se encaramó a la silla.

Le clavó los pies en la espalda, como había visto hacer a las amazonas. El pteron saltó desde la
muralla. Mientras caían, Glissa se dio cuenta de que no tenía la menor idea de cómo salir de un
picado. Tiró de las riendas y el pteron levantó la cabeza. Un momento después, la criatura batió
las alas y remontó el vuelo.

Confiando en ser capaz de controlar al pteron, la elfa se dirigió a lo alto de la torre describiendo
un amplio arco. Oteó los cielos en busca de criaturas de cabeza azul. La bandada había dado la
vuelta y estaba regresando a la torre. Glissa tiró de las riendas y volvió a apretar el costado del
pteron para espolearlo. La gran ave batió sus colosales alas. Estaba ganando terreno pero no
llegaría a tiempo. Las criaturas plateadas lanzaron su descarga de relámpagos sobre el patio.
Glissa vio media docena de explosiones. Los leonin se dispersaron.
Raksha, lanza en mano, se mantuvo firme. En el último momento, arrojó su arma. Atravesó a
uno de los atacantes al mismo tiempo que el globo azul emitía un destello. Un relámpago
recorrió la superficie del globo y la nervuda espina dorsal de la criatura. La bestia se detuvo un
instante en el cielo, sumergida en su propia energía azulada, y entonces explotó. Sus
fragmentos llovieron por todo el patio. Glissa vio que el gólem se colocaba delante de Raksha
cuando los restos alcanzaban el parapeto. Los cristales se hicieron añicos en su gran pecho de
metal.

Glissa espoleó la montura para alcanzar por la espalda a los atacantes. Se inclinó sobre el
hombro del pteron y, con un mandoble de la espada, cortó una de las alas y la cola metálica de
la última ave de la falange. La bestia herida empezó a girar sin control mientras la elfa tiraba de
las riendas para guiar al pteron hacia la siguiente. En el mismo instante en que se preparaba
para un nuevo ataque, la bandada sacudió la cola al unísono e inició un acusado descenso.

Las criaturas metálicas plegaron sus alas plateadas giraron de nuevo en dirección a Taj Nar.
Glissa tiró de las riendas, pero, bajo su dirección, el pteron se movía con torpeza y lentitud. La
bandada los dejó atrás sin dificultad. Mientras trataba de alcanzarlos, los monstruos plateados
lanzaron una nueva descarga de rayos. Sin embargo, sólo la mitad de ellos disparó. Antes de que
Glissa pudiera preguntarse el por qué, los otros cuatro interrumpieron su maniobra y otra vez
volvieron a remontarse. Glissa siguió al resto de la bandada pero no sin dejar de vigilar a este
nuevo grupo. Ascendieron hasta situarse justo encima de ella, y entonces inclinaron las alas
para dar la vuelta y atacarla desde arriba.

Glissa golpeó al pteron en el costado para espolearlo al mismo tiempo que inclinaba el cuerpo
hacia adelante para obligar a la criatura a descender en picado. Tenía que ganar velocidad. Sabía
que no podía evitar los relámpagos maniobrando. Se dirigió hacia Taj Nar a velocidad de vértigo.
Sólo tenía una posibilidad, y ni siquiera estaba muy segura de poder conseguir que el pteron
hiciera lo que pretendía, pero no había otra alternativa. Si se le acercaban lo suficiente, un solo
rayo bastaría para acabar con el pteron y con ella al mismo tiempo.

La elfa hizo maniobrar a su montura de un lado a otro, maldiciéndola cada vez que se desviaba
demasiado. Más adelante había un estrecho espacio entre los edificios situados al otro lado del
patio. Tras ella venían todavía cuatro pares de alas plateadas. Estaban aproximándose
peligrosamente. Glissa espoleó una vez más a su montura y entonces se pegó a ella todo lo
posible. Volaron a toda velocidad hacia la abertura entre los edificios. En el último momento,
Glissa tiró de las riendas y le clavó el pie al pteron en el costado para obligarlo a plegar las alas.

Pasaron entre las paredes de los edificios, a tan pocos milímetros que el pteron las arañó con las
puntas de las alas. Glissa se volvió. Las criaturas que las seguían sacudieron frenéticamente las
alas de un lado a otro, tratando desesperadamente de evitar las paredes. ¡Iba a funcionar!
Se volvió de nuevo hacia adelante y lanzó un grito. Rishan había abierto una puerta justo
delante del pteron.

¡Atrás! –gritó la elfa.

Era demasiado tarde. El ala de su montura derribó a Rishan al pasar a su lado. Glissa se volvió
sobre la cola del pteron, pero la inercia la impulsó hasta el patio. Se puso en pie en cuanto le fue
posible y regresó corriendo, pero las criaturas de cabeza esférica estaban ya en el callejón.
Rebotaron en las paredes al tratar de pasar volando de lado. Las primeras bestias chocaron
entre sí, y sus globos reventaron con el impacto.

El callejón entero explotó en una conflagración de llamas azules que volvió a lanzar a Glissa
hacia el patio. Chocó contra las piernas de la estatua de Dakan y cayó al suelo, aturdida. Su
táctica había funcionado. Había acabado con las cuatro bestias pero, ¿a qué precio?

Tambaleándose, volvió a ponerse en pie y corrió hacia la puerta en la que había aparecido
Rishan. El fuego todavía lamía las paredes, pero la elfa lo ignoró. Se protegió los ojos con los
brazos y las piernas le dolían como si estuvieran ardiendo, pero siguió adelante, tosiendo, en
medio de una humareda negra que amenazaba con abrasar sus pulmones. Caminando entre
humo, topó con algo blando y cayó de rodillas. Era Rishan. Cogió a la joven curandera por los
hombros y la sacó de allí, pero una sola mirada, mientras el humo empezaba a aclararse, bastó
para que comprendiera que no había esperanza. Lo único que quedaba de la hija de Ushanti era
un cadáver ennegrecido.

La elfa se sentó, con la cabeza chamuscada de Rishan en el regazo. Los ojos se le llenaron de
lágrimas, que empezaron a resbalar por sus mejillas. Sabía que tenía que decírselo a Raksha,
sabía que todavía había una batalla por ganar, pero no podía moverse. No podía dejar sola a la
joven curandera. No podía enfrentarse a Raksha ahora que había traído la muerte a Taj Nar.

A su espalda se levantó una ovación. Levantó la mirada y vio que las bestias supervivientes se
alejaban batiendo las alas a la luz carmesí de la luna roja. Glissa sabía que el júbilo no tardaría
en trocarse por lágrimas, pero no podía seguir ignorando sus responsabilidades. Con un sollozo
silencioso, levantó el cuerpo ennegrecido de Rishan y lo llevó hacia el patio, hacia Raksha.
Capítulo 12

Chunth

Creemos que ahora debes marcharte –dijo Raksha después del servicio. Estaba encorvado y
tenía la cabeza gacha. Parecía mucho menos imponente que la primera vez que Glissa lo había
visto, junto a las puertas..., pero es que eso había sido en una vida pasada.

En un ritual de fuego celebrado en el patio le habían ofrecido a la luna amarilla los cuerpos de
Rishan y de los guerreros caídos aquella mañana. Los leonin aullaron mientras los cuerpos se
convertían en ceniza, pero el sonido no era jubiloso, como el del ritual celebrado el día anterior
a mediodía. Éstos eran aullidos de pesar. Glissa, Slobad y el gólem se encontraban en medio del
callejón incendiado, lejos de la multitud de leonin que se había reunido alrededor de la estatua
de Dakan y la perenne llama.

–Creo que tienes razón –dijo la elfa.

Los ojos del Kha parecían vacíos, como si se hubiera extraviado y estuviera buscando el camino
de regreso a casa. A Glissa le sorprendía que no los hubiera echado sin miramientos.

–Siento mucho tu pérdida. –Quería decir más cosas, pero sabía que nada de lo que hubiera
podido decir habría servido para algo.

–Adiós, Glissa –dijo Raksha–. Siempre serás bienvenida aquí.

Glissa titubeó un momento y dio un abrazo al enorme leonin. Raksha permaneció impasible. Los
ojos de Glissa volvieron a llenarse de lágrimas.

No volveré –dijo–. Al menos hasta que el mal que me persigue haya desaparecido. Al menos
hasta que haya encontrado al responsable de la muerte de Rishan y se lo haya hecho pagar.

Ushanti apareció detrás del Kha.

–¡La responsable eres tú, elfa! –gritó la vidente. Miró a Glissa con un odio tan intenso como
Glissa no había visto en toda su vida–. ¡Has matado a mi hija igual que nos matarás a todos!

Le dio una bofetada en la cara. Sus garras le hicieron un largo corte en la mejilla, que empezó a
sangrar. La sangre se mezcló con sus propias lágrimas. Ushanti volvió a levantar la mano y Glissa
vio que en las garras de la vieja vidente había sangre.
La zarpa de Ushanti se detuvo a escasos centímetros del vientre de Glissa. Raksha estaba
sujetando su muñeca. Delicadamente, la apartó de la elfa y la confió al cuidado de uno de sus
guerreros.

–No –dijo–. Basta de sangre.

Ushanti trató de zafarse de los brazos del guerrero.

–¡Tú! –chilló–. ¿Darías la bienvenida a esta elfa en tu casa? La muerte la sigue como una
epidemia. Ya lo verás. ¡Todos lo veréis!

–Aquí nos somos el Kha, vidente –gruñó Raksha–. Conviene que lo recuerdes. –Hizo una seña al
leonin que sujetaba a Ushanti y éste la llevó de regreso a sus aposentos.

–No la culpes –dijo Glissa. Se limpió la sangre y las lágrimas de la mejilla–. Está en su derecho de
odiarme. –Se volvió hacia el trasgo y el gólem–. Deberíamos... deberíamos marcharnos. Lo
siento. –Se limpió los ojos y atravesó el patio. Slobad la siguió, acompañado por el gólem. Nadie
dijo nada hasta que Taj Nar se hubo perdido de vista.

* * * * *

–¿Adónde vamos desde aquí, eh? –preguntó Slobad.

–No lo sé –repuso Glissa con tono apagado. Había estado caminando sin destino fijo desde que
se marcharan. No sabía si se dirigía al Mefidrós, a la antigua guarida de Slobad o a algún lugar
completamente nuevo–. El serum es nuestro único vínculo con la figura encapuchada, pero
Ushanti ya no nos puede ayudar con eso. No es que la culpe, pero tengo que averiguar de
dónde procede.

–El culto de Krark tiene un escondite secreto –dijo Slobad–. Quedémonos con ellos mientras
reparo al gólem, ¿eh? Si reparo al gólem, él nos dirá quién es la figura encapuchada, ¿eh? Puede
que Memnarch prepare el serum, ¿eh? Si encontramos a Memnarch, él nos dirá quién es la
figura encapuchada, ¿eh? Puede que Memnarch sea la figura encapuchada.

–O puede que Memnarch sea el nombre del gólem o el de una mascota con la que jugaba antes
–dijo Glissa con tono agrio.

Siguieron caminando en silencio. Glissa se detuvo al llegar al extremo de un campo de hierba


cuchilla y se volvió hacia el trasgo. Estaba encaramado al hombro del gólem, mirando al suelo.
–¿Crees que puedes conseguir que hable? –preguntó, señalando al gólem.

–Sólo necesita una buena limpieza –dijo Slobad con voz apagada.

Glissa reflexionó un momento.

–Bueno, ¿y qué necesitas?¿Sólo algo de tiempo para poder limpiarlo?

Slobad asintió.

–El lodo se mete dentro de todo, ¿eh? Creo que el gólem se repara solo cuando descansamos.
Las partes que limpio se reparan solas. –Empezó a animarse–. Asombroso, ¿eh? Slobad nunca
ha visto una máquina igual. Se repara sola. Pero no puede limpiarse sola. Es tonto, ¿eh? Pero
también listo.

–Necesitas tiempo para limpiarlo –dijo Glissa.

Slobad asintió.

–Un lugar en el que estemos a salvo de nim, niveladores y pájaros plateados con cabezas de
globo.

Slobad volvió a asentir.

–Y yo necesito respuestas de alguien que sabe tanto de este mundo como Ushanti.

Slobad empezó a asentir, pero entonces ladeó la cabeza y miró a Glissa.

–Conoces un lugar así, ¿eh?

Glissa asintió.

–Tel Jilad, el Árbol de los Cuentos. Es impenetrable. Ningún nivelador ha conseguido entrar en
él... y muchos lo han intentado. Sólo hay dos entradas. Una está muy bien custodiada y la otra
es un secreto que sólo conocen los trols... y yo. Además, ya es hora de que Chunth me diga todo
lo que sabe sobre ese destino que, según él, tengo reservado.

Casi sonrió mientras trepaba a las anchas manos del gólem.

–Slobad –dijo–. Vuelvo a casa.

* * * * *
Tardaron casi tres rotaciones en volver al lindero de la Maraña. Poco después de que Slobad
ordenara al gólem que se encaminara hacia allí, Glissa avistó unas manchas plateadas que
daban vueltas en el cielo, delante de ellos.

–Tenemos problemas- –Señaló a las criaturas voladoras.

–Están buscándonos, ¿eh? –dijo Slobad–. Si nos encuentran será malo. Muy malo, ¿eh?

–Tenemos que escondernos –siguió la elfa–. No sé si nos están buscando o no, pero aquí no
podemos luchar ni dejarlos atrás. El terreno es demasiado llano y demasiado abierto.

Slobad guió al gólem hacia una pequeña colina. Glissa y el trasgo desmontaron y se tendieron
sobre el suelo de metal. El gólem se dejó caer junto a ellos. Glissa se asomó por encima de la
loma y observó a las criaturas plateadas. Parecían estar buscando algo, recorriendo el cielo de
un lado a otro.

La trayectoria de la bandada la estaba acercando a los viajeros. Glissa se volvió hacia Slobad:

–¡Están acercándose!

Slobad señaló colina abajo.

–Sigue a Slobad, ¿eh? –dijo–. Nos esconderemos en vieja guarida leonin. –El trasgo empezó a
arrastrarse, seguido por el gólem.

Glissa volvió la mirada un momento hacia los seres voladores y entonces empezó a bajar la
colina reptando. Avanzaron pegados al suelo, sorteando lomas hasta llegar a un montículo que
Glissa identificó como una casa leonin. Era idéntica a todas las que había visto: una elevación
redondeada hache de metal coronada por un matojo de hierba cuchilla que protegía la entrada.

–¿Cómo sabes que está abandonada? –preguntó la elfa–. Se parece a todas las demás
madrigueras que hemos visto, y cuando pasamos junto a ellas nunca veo a ningún leonin.

–La hierba cuchilla que ha crecido en lo alto, ¿Eh? –respondió Slobad–. ¿Es que la elfa loca no la
ha visto?

Glissa miró el matojo de afiladas briznas que había sobre el montículo. Le parecía idéntico a
todos los demás. Se encogió de hombros y siguió a Slobad hacia la entrada. Al llegar a lo alto,
miró a su alrededor buscando a las aves metálicas. Seguían llevando a cabo su metódica
búsqueda por el cielo. Glissa desenvainó la espada y empezó a abrir un camino entre las
hierbas.
–En línea recta no, ¿eh? –dijo Slobad. Los leonin abren caminos estrechos en la hierba. A los
enemigos les cuesta más atacar. Parece algo natural.

Glissa asintió. Seguramente, un pasillo ancho entre la hierba llamaría la atención de sus
perseguidores. Empezó a desbrozar una senda estrecha y sinuosa hacia la abertura situada en lo
alto del montículo y que servía como entrada a la vivienda. Era un trabajo lento y minucioso y
no tenía tiempo para ser cuidadosa. Se hizo varios cortes en las piernas al moverse entre la
hierba. Finalmente, el grupo llegó a la entrada y entró en la madriguera.

No resplandecía como Taj Nar, pero Glissa pudo ver recuerdos de su antiguo esplendor. En el
suelo destacaba un sol taraceado y en una esquina había una mesa que parecía hecha de oro.
Aparte de esto, la mayor parte del mobiliario había desaparecido, pero había un hogar de
grandes dimensiones junto a la entrada sobre el que descansaba un extraño asador de seis
patas. El asador no parecía lo bastante sólido como para sostener un caldero.

–Un soporte para espejos –dijo Slobad, señalándolo–. Los leonin ponen espejos bajo la entrada
cuando el sol está en lo alto. Ilumina la madriguera. Después de la puesta del sol los quitan,
¿eh? Encienden el fuego para mantener la oscuridad a raya durante la noche. Les gusta la
oscuridad menos que a ti, ¿eh?

–Bueno, pues ahora la necesitamos –rezongó Glissa–. Hoy nos quedaremos aquí y mañana
viajaremos de noche. Confío en que esos monstruos voladores no vean en la oscuridad mejor
que yo.

Slobad asintió.

* * * * *

Durante varias rotaciones recorrieron el Mefidrós bajo las estrellas, descansando en casa
abandonadas cuando las lunas estaban en lo alto. Todas las mañanas y todas las tardes, Glissa
buscaba a las aves con cabeza de globo. Seguían allí, en el cielo, sobrevolando el Mefidrós como
serpientes aladas, buscando. Sin embargo, a medida que se acercaban a la Maraña, los viajeros
fueron dejando atrás las cuatro lunas y las aves. Glissa, Slobad y el gólem entraron en la Maraña
algún tiempo después de que la última luna se hubiera puesto en su cuarta rotación. Habían
pasado la mayor parte de la tarde caminando. Glissa daba gracias a la llegada de la noche.
Necesitarían el abrigo de la oscuridad para introducir al gólem en el bosque metálico.

–¿Puede trepar? –preguntó la elfa.


–Sabes tanto como yo sobre él, ¿eh? –dijo Slobad–. Hace muchas cosas. Puede que también
sepa trepar.

Glissa lanzó una mirada ceñuda al trasgo y señaló el árbol de la Maraña que había junto a ellos.

–Muy bien, muy bien. Se lo preguntaré. Tómatelo con calma, ¿eh? –Sentado sobre el hombro
del gólem, Slobad señaló el árbol y dijo–. Gólem, trepa.

El gólem extendió los brazos y asió el tronco metálico. De las yemas de los dedos de sus manos
y sus pies brotaron unas puntas y empezó a escalar por el árbol. Era casi tan rápido como los
niveladores, a pesar de llevar a Slobad cargado a la espalda. El trasgo se sujetaba con todas sus
fuerzas mientras el gólem coronaba el árbol. Finalmente, acabó por pasar la bolsa sobre la
cabeza del gólem e introdujo el torso por debajo de la correa. Glissa utilizó los agujeros que
había abierto el hombre metálico al subir para seguir a aquel dúo de insólito aspecto.

Una vez en los árboles, la elfa condujo a Slobad y al gólem a través de las alturas de la Maraña.
Utilizó rutas que no acostumbraba a recorrer, porque no sabía con seguridad cuáles de las
agujas más estrechas soportarían el peso del gólem. Además, quería evitar aquellas terrazas en
las que los elfos solían congregarse después de la cena. El resultado fue una excursión que de
una noche. Cuando el cielo empezaba a iluminarse, vio pasar una patrulla de Elegidos de Tel-
Jilad por debajo de ellos. Se escondió en la entrada más cercana y se quedó completamente
inmóvil. Sin darse cuenta, se había refugiado en su propia casa.

Habían limpiado los desperfectos, incluidos los restos de los niveladores que había destruido,
pero todavía se veían las manchas oscuras en el suelo. Sintió que le costaba respirar y se dejó
caer sobre la pared más cercana.

–¿Estás bien, eh? –preguntó Slobad.

El gólem franqueó la entrada a rastras y Slobad bajó de su espalda.

–¿Estás sin aliento?¿Quieres ir montada en el gólem? Slobad cree que podría llevarnos a los
dos, ¿Eh?

–Mira a ver si la patrulla ha pasado ya –dijo–. Estoy bien. –Cerró los ojos y trató de desterrar los
demonios de su cabeza. Todavía respiraba entrecortadamente cuando el trasgo regresó.

–Todo despejado, ¿Eh? –explicó–. No hay nadie en el árbol ni debajo de él. ¿Estás bien?
Podemos irnos, ¿eh?

Glissa aspiró hondo y exhaló lentamente. Asintió y se encaminó a la puerta. Mantuvo los ojos
cerrados hasta sentir el fresco aire de la Maraña en el rostro. No vieron a nadie más hasta llegar
al Árbol de los Cuentos. Todavía tardaron un rato en alcanzar las terrazas que había sobre la
entrada secreta, y para entonces las lunas estaban empezando a asomar por encima del
horizonte.

–Ahí abajo –dijo la elfa–. Ya casi hemos llegado. ¿Algún rastro de nuestro amigo embozado o de
sus espías voladores?

–Slobad no ha visto nada más que malditos frutos desde que llegamos aquí. Mira que vivir en
un bosque oscuro e iluminarlo con estúpidos frutos, ¿eh? No me extraña que los elfos no vean
en la oscuridad.

Glissa no pudo contener una risilla.

–Sé que estás cansado, Slobad –dijo–. Te prometo que al otro lado de esta terraza hay un lecho
duro como una piedra en una habitación a oscuras.

Bajó de un salto a la terraza que tantos recuerdos le traía y se aproximó al árbol. El cuerno del
vórrac seguía clavado en el hueco del nudo. El gólem se dejó caer sobre la terraza, a su lado,
mientras ella buscaba el resorte que había en su interior. Al cabo de pocos minutos, escuchó un
sonido metálico y luego, mientras la puerta empezaba a abrirse, un crujido. Entró sigilosamente
en el rellano y, con un gesto, indicó a Slobad que hiciera lo propio.

El trasgo bajó de la espalda de su amigo metálico y lo ayudó a franquear la entrada. Era un poco
estrecha pero, con algo de ayuda, el gólem consiguió atravesarla. Glissa soltó el resorte y la
puerta se deslizó tras ellos y volvió a cerrarse.

–Quedaos aquí –dijo–. No quiero que le dé un ataque a ese viejo trol.

Se dirigió a los aposentos de Chunth. Estaba a punto de dar unos golpes a la pared que ocultaba
la estancia cuando, tras ella, escuchó varios gritos de trols y el inconfundible sonido que hacía al
encenderse el tubo ígneo de Slobad. Y también el roce metálico de las armas desenvainadas.

Se volvió de nuevo hacia la puerta de Chunth pero ya estaba abierta.

–Buenos días, Chunth –dijo al ver que la encorvada figura del trol aparecía en el umbral–. He
regresado.

–Más o menos del mismo modo que te fuiste, según veo –dijo el viejo trol, dirigiendo una
mirada hacia el túnel–. Pasa. Tenemos mucho de qué hablar, y cada día que pasa, la
convergencia está un poco más cerca.

–He traído a unos amigos –dijo Glissa señalando el pasillo–. No quiero que les hagan daño.
–No te preocupes, joven –dijo Chunth. Soltó una risilla–. Daré la orden de que lleven a tus
amigos a las estancias de los invitados. –Hizo un ademán de rodearle el hombro con el brazo.

–¡Alto ahí, viejo! –gruño Glissa, apartándose de él–. No empieces tan pronto a hacerte el abuelo
simpático.

Entró en la habitación con paso digno y se dejó caer sobre la silla de Chunth, encarada hacia la
puerta.

–me secuestraste y dejaste que mataran a mi familia. Antes de que hablemos de nada, vas a
decirme por qué era necesario y quién está tratando de matarme.

Chunth avisó a los trols que se encontraban al final del pasillo:

–Quietos. Son invitados. Ofrecedles aposentos y cualquier otra cosa que necesiten. No quiero
que nadie me moleste. –Se volvió, entró de nuevo en la estancia y cerró la puerta tras de sí–. Lo
siento, muchacha. ¿Qué decías?

–Mis padres. ¿Por qué tenían que morir?

–Ya te lo dije, Glissa –respondió el trol con tristeza–. Eres la persona más importante de todo
Mirrodin. Tenemos que mantenerte a salvo. Siento que tu familia fuera asesinada, pero si
hubieras estado allí durmiendo cuando llegaron los niveladores, habrías muerto con ellos.

–Lo que estás diciendo es que esperabas engañar al asesino haciéndole creer que había muerto
–le espetó Glissa–. Y por eso dejaste que mis padres y mi hermana fueran destrozados por esas
máquinas.

Chunth titubeó el tiempo suficiente para que la elfa supiera que estaba en lo cierto.

–Sólo estábamos intentando salvarte.

–¡Mentiroso!

Chunth se acercó a la mesa. La luz del gelfruto iluminó el rostro ajado del viejo trol. Sus ojos
refulgieron bajo la luz y Glissa creyó ver una lágrima que resbalaba por su mejilla.

–Glissa –dijo–. Siento lo de tu familia. Hice lo que tenía que hacer para salvar nuestro mundo. El
resto descansa ahora sobre tus hombros.

Glissa sacudió la cabeza. Era casi imposible de asumir.

–¿Por qué?¿Qué tengo yo de especial?

–Debes saberlo todo.


–Sí –dijo Glissa lentamente–. Así es.

El trol se sentó frente a ella y sirvió sendas copas de agua para ambos.

–Eres un nexo, Glissa –dijo, después de tomar un sorbito–. Un nexo de gran poder que está
esperando a ser desencadenado.

–¿De qué, en el nombre de la llamarada, estás hablando?

–De eso precisamente –dijo Chunth–. Tus llamaradas. Hay algo extraño en ellas, ¿verdad?

–¿Cómo lo sabes?

–Es una de las señales del poder –aclaró el trol–. Háblame de ellas.

Glissa sacudió la cabeza, enfurecida.

–No tengo tiempo para esto. ¿Alguien está tratando de matarme!

–Esto es importante –la urgió Chunth–. Aquí nadie puede hacerte daño. Háblame de las
llamaradas. Luego te explicaré lo que pueda.

Glissa suspiró.

–Bueno –dijo–. Últimamente, siempre se repite la misma escena, pero es un lugar que nunca
había visto. Estoy en un extraño bosque delicado y brillante al mismo tiempo. No hay lunas pero
sí un gran... sol: una palabra que no había oído hasta que dejé la Maraña. Mi ropa es diferente.
Yo soy diferente. Tengo brazos y piernas de carne.

–¿Cómo termina? –preguntó Chunth. Su descripción no parecía haberlo sorprendido. Claro, él


no tenía metal en todo el cuerpo, de modo que era posible que no le pareciese una cosa tan
rara.

–Me veo atraída hacia un claro. Hay una extraña energía brillando en su centro. Los elfos me
rodean por todos lados y se encaminan hacia la luz.

–¿Y entonces hay un destello?

–Sí –dijo Glissa. Se quedó mirando al viejo trol–. ¿Cómo lo sabes? Los trols no tienen
llamaradas.

–Ésos son recuerdos raciales, Glissa –explicó Chunth–. Estás conectada a los elfos y el maná del
bosque de una forma primigenia. Tus llamaradas no muestran visiones de tu propia vida, sino
de las vidas de tu pueblo..., incluso de su vida antes de la Maraña.
–¿Antes de la Maraña? –Se echó a reír–. Antes de la Maraña no había nada.

–Tú sabes que eso no es cierto, ¿verdad? –dijo Chunth–. Has visto el bosque verde, el sol
amarillo y los elfos cubiertos de hojas de enredadera.

–Así que también tú has tenido las visiones.

–No –dijo Chunth–. Los recuerdos que conservo sobre los tiempos anteriores a la Maraña son
míos. Yo estaba allí. Recuerdo mi bosque. Recuerdo el mundo de los trols antes de la Maraña.

Glissa guardó silencio un momento mientras trataba de asimilar lo que acababa de revelarle el
trol.

–¿Y la energía? –preguntó–. ¿El destello de luz blanca?¿Te acuerdas de eso?

–Sí. Para los trols fue diferente, pero al mismo tiempo igual.

–No empieces a hablar de nuevo con acertijos, viejo –le recriminó–. Habla claro o te juro que
me iré a vivir con los trasgos.

–No sé lo que era la esfera de energía –dijo Chunth– no cómo funcionaba, pero cambió el
mundo de los trols. Transformó nuestro mundo en el suyo... este mundo.

Glissa no pasó por alto la rápida rectificación.

–¿Su mundo? –Recordó algo que Slobad había dicho sobre los gólems. Estaban allí antes que los
elfos y los trasgos. Miró a Chunth–. ¿Te refieres al mundo de Memnarch?

Chunth se le quedó mirando. La copa de agua se había detenido a medio camino entre la mesa
y su boca.

–¿Dónde has oído ese nombre? –preguntó al fin–. ¿Se te apareció en una de tus llamaradas?

–No –dijo Glissa. Al fin había conseguido arrebatarle el control de la conversación al viejo trol y
experimentaba una extraña sensación de triunfo por ello–. El gólem lo dijo al ver esto. –Extrajo
el frasco de la vaina de su bota y lo dejó sobre la mesa–. ¿Quién o qué es Memnarch?¿Es el que
está tratando de matarme? Quienquiera que creó este serum, lo utilizó para hacer que los nim
nos atacaran.

Chunth dejó la copa en la mesa y cogió el frasquito de serum.

–Nunca debería haberte dejado salir sola al mundo –dijo en voz baja–. Escúchame, Glissa. Tú
posees un poder... un don... que algunos codician para sí. Si no tienes cuidado...
–Sí, lo sé –lo interrumpió Glissa–. El fin del mundo y la muerte de todos nosotros. Lo mismo me
dijo una vidente leonin. Esperaba una respuesta más directa de ti. ¿Por qué me salvaste de los
niveladores si lo único que puedo traer es muerte?

–Tu don no es la muerte –dijo Chunth–. Ya te lo he dicho. Eres un nexo de poder. Debes
aprender a controlar ese poder antes de la convergencia o, sí, podría muy bien ser el fin del
mundo.

–Entonces enséñame a hacerlo, anciano –repuso Glissa–. Enséñame a utilizar mi poder y salvaré
el mundo. Eso es lo que quieres, ¿no?

–No es tan sencillo –replicó Chunth. El tono de urgencia de su voz hizo que Glissa reprimiera su
sarcasmo y le prestara atención–. Puede que no seas capaz de hacer lo que debes hacer cuando
llegue el momento. No comprendes.

–Ayúdame a comprender –dijo Glissa en voz baja–. Mira, sé que me dejaste ir con esta espada
para salvar a mi familia. Te lo agradezco. Pero necesito respuestas. ¿Quién es Memnarch?¿Qué
es el serum?¿Quién está tratando de matarme?¿Cómo puedo acabar con todo esto?

Chunth aspiró hondo, se retrepó en su asiento y cerró los ojos.

–Muy bien. Basta de acertijos –dijo–. Te contaré lo que sé: La persona responsable de todo debe
de ser un vedalken.

–¿Vedalken?

–Viven en el mar de Mercurio, más allá del Mefidrós. Los vedalken cosechan el serum, como ese
que tienes ahí. Ambicionan el poder y son capaces de cualquier cosa por conseguirlo.

–Incluso matar –dijo Glissa.

–Oh, sí –repuso Chunth. Sus gruesos labios esbozaron una sonrisa desagradable–. Los vedalken
han matado a millones a lo largo de los años..., puede que más. Este mero frasco de serum le
costó la vida a una docena de polillas titilantes.

–¿Qué son las polillas titilantes?

–Se ven de noche. Piensas que son las estrellas del cielo y las luciérnagas de la Maraña. Son
criaturas vivientes que iluminan el cielo con sus cuerpos llenos de serum y hacen llover sobre la
tierra. Los vedalken las han cazado durante cientos de ciclos.

–¿Por qué?
–Los vedalken ingieren el serum para obtener conocimientos sobre el mundo y sobre
Memnarch –dijo Chunth. Sus ojos se tornaron distantes–. También yo probé el serum una vez,
hace mucho, cuando el Árbol de los Cuentos no tenía más que unas pocas runas grabadas en su
base, y descubrí la existencia de las polillas titilantes y muchos otros secretos de este mundo. Es
un líquido milagroso. Desvela los secretos del mundo, de su creación y de su creador. Una sola
gota provoca visiones sobre el cosmos. Un frasco como éste puede ser el inicio de un viaje al
descubrimiento de estos misterios.

–Qué maravilla –exclamó Glissa–. ¿Por qué no usamos el serum para mejorar nuestras vidas?
Podríamos aprender a controlar a los niveladores, a hacer que lloviera con más frecuencia, a
gobernar este planeta... ¡Oh! Ya veo.

–Sí –dijo Chunth–. Ya lo ves. ¿Dónde terminaría? Incluso los más altruistas de nosotros
acabarían por ambicionar el poder para sus fines personales. Esa senda conduce
inevitablemente a la ruina. Cuando se juntan, el poder y la codicia son siempre destructivos, y el
precio por el poder es demasiado elevado. Los vedalken han asesinado a millones de polillas
titilantes para alcanzar su estado actual.

–¿Esos vedalken son gente alta y embozada, con la cabeza esférica?

Chunth asintió.

–No siempre han sido como ahora. Su raza ha evolucionado mucho más que cualquier otra de
Mirrodin.

–¿A causa del serum?

Chunth volvió a asentir.

–Pero ¿por qué quieren matarme? –insistió la elfa–. Si poseen poder, ¿qué quieren de mí?

–Eso no lo sé –respondió Chunth–. Ellos juegan a ser dioses. Poseen el conocimiento de los
antiguos, pero no el poder para utilizarlo. Puede que teman tu poder. Puede que deseen
hacerse con él. No lo sé.

–O puede que sólo quieran impedir que destruya el mundo –repuso Glissa con voz seca–. Si
Ushanti, de los leonin, pudiera destruirme, lo haría. ¿Y qué me dices de ese Memnarch?¿Es el
líder de los vedalken?

Chunth parecía fatigado. Tenía los ojos cerrados y estaba frotándose las sienes con los puños.
Glissa no sabía siquiera si había escuchado su pregunta. Puede que debiera dejar que el viejo
trol descansara y continuar luego. Pero finalmente, éste dijo:
–Durante muchos cientos de ciclos he tratado de mantener a los elfos y a los trols a salvo en la
Maraña. Guardé el secreto de las polillas titilantes para impedir que nuestras razas sucumbieran
a la tentación de su poder. Borré toda mención al mundo de antaño de sus recuerdos para que
ni los elfos ni los trols persiguieran su pasado. Pero debes conocer la historia de Memnarch.
Debes saber la verdad.

La puerta metálica arañó el suelo tras Chunth y el anciano se volvió. Glissa dirigió la mirada allí.
Había otro trol en el umbral. No era uno de los centinelas. Llevaba la túnica de un anciano.

Chunth dijo con voz airada:

–Ordené que nadie me molestara. ¿Qué es tan urgente?

El trol del umbral no dijo nada. En lugar de hacerlo, levantó su metálico brazo y giró la muñeca.
Glissa pudo ver que había algo en su puño: un orbe de color azul que refulgió bajo la tenue loz
del gelfruto.

–¿Qué es eso? –preguntó Chunth con voz autoritaria–. ¿Qué estás haciendo?

–Ella debe morir –respondió el anciano con un hilo de voz. Abrió el puño y el orbe despidió un
destello. Un rayo de color azul cruzó la habitación. Glissa se arrojó al suelo al mismo tiempo que
Chunth, dando un salto, se colocaba delante de ella. El rayo golpeó al anciano trol en el pecho y
lo arrojó sobre la mesa.

Cayó al suelo con estrépito, llevándose consigo la mesa, las copas y el gelfruto. El frasco de
serum salió despedido de su mano. Glissa trató de moverse pero tenía el pie atrapado bajo la
mesa rota. Impotente, no pudo hacer otra cosa que mirar cómo volvía a levantar el orbe el trol
de la puerta y apuntaba en su dirección con la palma de la mano.

No ocurrió nada.

El trol sacudió el orbe, tratando de conseguir que funcionara. Algo atrajo su mirada hacia el
suelo, y cuando se posó sobre el frasco de serum, los ojos se le abrieron como platos. Glissa
sacudió el pie frenéticamente pero no pudo liberarlo. El anciano esbozó una amplia sonrisa,
recogió el frasco de serum y escapó corriendo por el túnel. Glissa apartó la mirada del vacío
umbral y la dirigió hacia Chunth, que había caído sobre su pierna. Tenía un agujero enorme en
el pecho y respiraba con grandes dificultades.

–Glissa... –resolló–. Debo... contarte...

Glissa levantó la enorme cabeza del viejo trol y la acunó entre sus brazos.

–No hables –dijo–. Voy a buscar ayuda. –Con un agónico tirón, logró al fin sacar el pie.
–No hay tiempo –replicó él con voz áspera–. Debes... saber...

–¿El qué? –preguntó Glissa. Sintió lágrimas en su propio rostro.

–El mundo –continuó Chunth. Brotaba sangre de su boca al hablar–. No es... lo que parece.
Está… está…

–¿Qué?

–Hueco.

Los ojos de Chunth se cerraron y su cabeza quedó inerte sobre los brazos de Glissa.
Capítulo 13

Asesino

Glissa dejó la cabeza de Chunth sobre el suelo, se puso en pie y probó el tobillo. Chunth había
caído. Una más en la larga cadena de muertes que se habían interpuesto en el camino de la
suya. Sólo había una persona que pudiera explicarle el por qué. Echó a correr por el túnel en
pos del asesino, gritando:

–¡Guardias, guardias!¡Chunth ha sido asesinado!

Al llegar a la puerta secreta, los guardias la rodearon.

–Chunth ha muerto –dijo con voz entrecortada–. Un anciano con un orbe azul... ¿alguno de
vosotros lo ha visto pasar?

Glissa se volvió hacia la pared y empezó a buscar el resorte que abría la puerta secreta. Tras ella,
uno de los guardias estaba dando órdenes a gritos:

–Vosotros cuatro, llevad a los ancianos a lugar seguro –dijo–. El resto, escoltad a la elfa con sus
amigos.

–No –chilló Glissa mientras palpaba la pared–. Hay que encontrar al asesino. Ha matado a
Chunth. Ya os lo he dicho. Un anciano a matado a Chunth y luego a huido hacia aquí.

El guardia se volvió hacia ella.

–¿Cómo sabemos que no has sido tú la que ha asesinado a Chunth? Ya nos habías atacado
antes.

Glissa se lo quedó mirando. Puede que fuese uno de los guardias que la habían encerrado en la
habitación de Chunth la última vez que estuvo allí. Todos le parecían iguales.

–Porque si hubiera sido yo –dijo con lentitud– no estaría proclamándolo a voces... y todos
vosotros estaríais muertos a estas alturas.

El guardia tragó saliva y le soltó el brazo.

–¿Qué aspecto tenía ese anciano?


Glissa se volvió hacia la puerta secreta. Por fin encontró el resorte, pero la puerta se negó a
abrirse.

–Era un trol viejo –dijo sin volverse–. Llevaba un orbe de color azul que lanzaba rayos. –Golpeó
el resorte con el pomo de la espada y profirió una imprecación–. ¡Llamaradas!¿Por qué no se
abre esto?

El guardia extendió el brazo por encima de su hombro.

–El mecanismo está atascado.

Glissa volvió a golpearlo con el pomo del arma pero no cedió. Se lanzó contra la puerta con el
hombro e incluso trató de abrir una salida en el árbol con la espada. Pero la madera era
demasiado dura. Nada surtió efecto.

El guardia se volvió hacia los demás.

–Salid por la entrada principal. Trepad el árbol y abrid esta puerta.

Glissa sintió que un chillido de rabia empezaba a formarse en su interior y luchó por contenerlo.

–Será demasiado tarde. –De pronto, la asaltó una idea–. ¿Dónde está el trasgo?

–Cerca de aquí, en el túnel –respondió el guardia.

–¡Slobad! –gritó Glissa con todas sus fuerzas–. ¡Gólem!¡Os necesito!

Al cabo de un momento oyó unos pasos atronadores que se acercaban por el túnel. Cuando vio
aparecer al hombre de metal al otro lado del recodo se quedó boquiabierta. Le faltaba un brazo.

–¿Qué ha pasado?

–Eso quisiera yo saber, ¿eh? –dijo Slobad–. Estaba limpiando el brazo del gólem cuando he oído
gritos, ¿eh?¿Qué te pasa? Creía que éste era un sitio tranquilo. Que habría tiempo para limpiar
y para descansar. –Hizo una pausa y miró a Glissa con más atención. Estaba furiosa y había
lágrimas en su rostro–. ¿Qué pasa?

–Chunth ha muerto –dijo Glissa rápidamente–. El asesino ha escapado por esta puerta, y ahora
está atascada. ¡Ábrela!

El gólem se adelantó y Glissa retrocedió para hacerle sitio. La criatura metálica se aproximó a la
puerta, echó el brazo atrás y la golpeó con todas sus fuerzas. La puerta secreta salió despedida y
aterrizó sobre la terraza, a siete metros de distancia. Glissa cruzó la puerta, gritando al guardia:
–El trasgo la reparará luego. Ve a buscar a los ancianos. Protégelos. Y averigua cuál de ellos ha
desaparecido.

* * * * *

La elfa recorrió la terraza con la mirada. Los trols eran grandes trepadores pero no eran tan
ágiles como los elfos. Glissa estaba segura de que el anciano no podía haber saltado como ella,
tantas noches atrás. O había ascendido trepando a la siguiente terraza o había bajado por el
tronco. Comprobó primero el tronco.

Unas marcas recientes de garras rodeaban el tronco alejándose de la terraza. Glissa dobló los
dedos, clavó las garras en el tronco y empezó a trepar por él. No era mala escaladora pero
nunca antes había trepado por el Árbol de los Cuentos. Inclinó la cabeza y olisqueó las marcas
de garras dejadas por el anciano para captar su olor. Puede que trepar no se le diera tan bien
como a un trol, pero era la mejor rastreadora de la Maraña.

Tras rodear la mitad del árbol, perdió el rastro. No había marcas de garras por encima de ella,
así que el anciano debía de haber ascendido. La elfa separó los pies del tronco y presionó con
las garras. No podían sostener su peso, así que empezó a descender hacia la base del árbol.
Agachó la cabeza para ver a dónde se dirigía. No había nada hasta el suelo. Ni terrazas ni agujas
se interponían en su camino.

«Qué raro –pensó Glissa–. ¿Una vía de escape para los trols, quizás?»

Aflojó un poco la presión de las garras y su caída empezó a acelerarse. «Nadie en la Maraña
sería tan idiota como para intentar algo así, excepto yo», pensó con sarcasmo.

Al aproximarse al suelo, estaba casi descendiendo en caída libre. El tronco apenas se veía al
pasar frente a ella. Glissa esperó lo máximo posible y entonces clavó las garras y plantó las botas
en el tronco para frenar su descenso. A siete metros del suelo, se impulsó con los pies contra el
árbol y soltó las garras para apartarse volando del tronco.

Había calculado perfectamente el momento del impulso y volaba en línea recta hacia el extremo
de una aguja curvada. La asió, le hundió las garras y dio varias vueltas a su alrededor hasta
agotar su inercia. Se dejó caer los últimos tres metros hasta el suelo de a Maraña y miró a su
alrededor en busca de cualquier movimiento.

Captó el sonido de unos pasos a su espalda. Se revolvió, desenvainó la espada y atacó. Kane se
dejó caer al suelo justo a tiempo para no ser decapitado.
–Bonito modo de saludar a tu mejor amigo. –Trató de volverse y ponerse de pie, pero el
uniforme de placas de sierpescoria le impedía doblarse a la altura de la cintura.

–Kane, ¿qué estás haciendo aquí? –exclamó Glissa. Envainó la espada y lo ayudó a incorporarse.

–Estaba de guardia en la puerta principal. ¿Qué estás haciendo tú aquí y qué está pasando
dentro del Árbol?

–No tengo tiempo de explicártelo pero me alegro de verte. ¿Has visto pasar a un anciano en los
últimos minutos?

–Sí –dijo Kane con calma–. Era el sumo sacerdote Strang.

Glissa lo miró.

–¿Cómo puedes distinguirlos? –preguntó, y a continuación sacudió la cabeza–. Da igual.


Ayúdame a encontrarlo. –Se dirigía a la Rádix.

–Ven conmigo –dijo Glissa. Se encaminó a buen paso hacia el centro de la Maraña–. No
podemos dejar que escape.

Kane corrió para alcanzarla.

–¿Por qué?¿Qué ha ocurrido?

–Strang ha matado a Chunth –dijo Glissa–, y me ha robado algo que tengo que recuperar.

–¿Chunth? –dijo Kane, boquiabierto, mientras corría junto a su amiga–. Creía que era un mito.
La guardia de élite de los trols habla de él algunas veces, pero nunca lo he visto.

–¿De qué conoces a Strang? –preguntó Glissa.

–Me han asignado a él en algunas ocasiones, durante los rituales. Es un gran honor servir al
Sumo Sacerdote. Prácticamente, él es quien gobierna Tel-Jilad.

Rodearon un barril de lluvia, y Kane continuó:

–¡No puedo creer que Strang haya matado a nadie! Es el anciano más respetado del Árbol.
Preside los rituales más importantes. ¿Por qué iba a matar a Chunth?

–No lo sé –dijo Glissa mientras se aproximaban a la Rádix. No mencionó el hecho de que Strang
había intentado también matarla a ella. El orbe que había utilizado había hecho que se le erizara
el vello de la nuca, igual que los ataques de los pájaros-espía. ¿También Strang, al igual que
Geth, trabajaba para los vedalken? Chunth le había dicho que había mantenido en secreto la
existencia del serum para los elfos y los trols. ¿Cómo era que Strang la conocía? Mientras seguía
corriendo, daba vueltas y vueltas en su mente a todas estas preguntas.

–El poder –dijo al fin–. Al final siempre es por el poder. Chunth lo tenía y Strang lo codiciaba.

* * * * *

Glissa se detuvo. Se encontraban en el extremo de la Rádix. Pasó por debajo de un árbol de la


Maraña, muy cerca de Kane. Cuando el rostro del elfo se aproximó al suyo, inhaló su intensa
fragancia. Había olvidado lo bien que olía.

–Kane –susurró–. Necesito tu ayuda. Si Strang me ve, echará a correr. Entra ahí y distráelo. Yo
me encargaré del resto.

Kane vaciló y bajó la mirada.

–Es un anciano. El Sumo Sacerdote. ¿No debería encargarse el consejo de esto?

–El consejo no está aquí –susurró Glissa–. Escucha, tienes que confiar en mí. Después de matar
a Chunth, Strang me robó un frasco. No podemos dejar que consuma lo que contiene. Créeme,
una vez que lo haya recuperado, llevaremos a Strang al Árbol de los Cuentos y se lo
entregaremos al consejo. Pero ahora tenemos que capturarlo.

Kane se alisó el justillo reforzado y miró a Glissa. Por un momento, tuvo la impresión de que iba
a saludarla como un soldado.

–Muy bien.

–Mantenlo ocupado uno o dos minutos –dijo Glissa–, y ten cuidado. Es un animal acorralado.

Kane asintió. Se volvió y rodeó el árbol. Glissa se encaramó al tronco. Pasó junto a dos pares de
agujas antes de llegar al otro lado. Bajó la mirada hacia la Rádix. Kane estaba hablando con
Strang. Glissa no veía por ninguna parte el globo azul ni el frasco.

Se dejó caer sobre otra aguja que se curvaba por encima del borde de la Rádix y se pegó a ella.
Cautelosamente, empezó a avanzar centímetro a centímetro, maravillada, como siempre le
ocurría, por la yerma desnudez de la Rádix. El claro era una esfera perfecta, vacía por completo
de árboles y gelfrutos. Nunca había visto a un vórrac ni a un otro animal en su interior. Los elfos
también evitaban la zona y la utilizaban como vertedero. Cualquier cosa que se dejara en el
suelo había desaparecido a la mañana siguiente.
«Strang debe de estar librándose de las pruebas –pensó Glissa–. Bueno, ya veremos.» Mientras
avanzaba sigilosamente, la conversación que estaban manteniendo empezó a llegar hasta sus
oídos.

–¿Qué ocurre?

–Parece que se ha producido un ataque –dijo Kane–. Esa elfa renegada, Glissa, ha atacado el
Árbol de los Cuentos. Debéis venir conmigo. He de poneros a salvo.

«Bien, Kane. –Glissa avanzó un poco más hacia el final de la aguja– haz que se sienta seguro.»

–Regresaré en cuanto haya terminado aquí, Elegido –dijo Strang–. Ya puedes regresar a tu
puesto.

–Mis órdenes son escoltaros a lugar seguro, Sumo Sacerdote –insistió Kane–. Por favor, venid
conmigo. Vuestra vida podría estar en peligro.

Se volvió y se alejó de Strang, como si quisiera indicarle el camino. Glissa se preparó y estudió la
reacción del trol. Ya había matado una vez. Podía hacerlo una segunda para cubrir sus huellas.

Strang titubeó. Glissa vio que metía una mano en la túnica. Entonces, el trol siguió a Kane, que
se había detenido para esperarlo. Juntos, se encaminaron en dirección a ella.

«Vamos, Kane –pensó Glissa–. Sólo un poco más.»

Cuando pasó Kane, Glissa se dejó caer de la aguja y aterrizó sobre la espalda encorvada de
Strang, que se desplomó. La elfa rodó hacia un lado, se incorporó de un salto y desenvainó su
espada, pero Strang se movió con la misma rapidez. Se puso en pie y retrocedió un paso. Glissa
se lanzó sobre él, pero el viejo trol volvió a sorprenderla. Con un rápido movimiento de las
garras, le arrebató la espada de la mano.

–¡No te quedes ahí parado, Elegido! –gritó a Kane–. ¡Defiende a tu anciano frente a esta elfa
renegada!

De un salto, Kane salió al paso de Glissa, y desenvainó la espada mientras se interponía entre
Strang y ella.

–No quiero hacerte daño, Glissa –dijo–, pero tengo que llevarte ante el consejo para que pagues
por tus crímenes.

Confundida momentáneamente, Glissa vio entonces que le guiñaba un ojo.

–Sabes que no eres rival para mí, Kane –le gritó–. Aun sin mi espada, podría arrastrar tu cara de
Elegido de Tel-Jilad por toda la Maraña. Aparta de mi camino.
Glissa se abalanzó sobre Kane y éste levantó el brazo armado para bloquearla. Ella apartó el
brazo y cayó sobre él. Kane retrocedió tambaleándose. Golpeó la cara de Strang con el pomo de
la espada y el viejo trol cayó al suelo.

El trol asesino se llevó la mano a la espada, pero Kane se apartó rodando al mismo tiempo que
Glissa caía sobre él y lo inmovilizaba.

–Sujétale los brazos, Kane.

Strang trató de arañarle la cara y el cuello con las garras, pero ella lo mantuvo inmovilizado
entre las rodillas mientras repelía sus ataques a manotazos.

Kane trató de sujetar al anciano por los brazos. Finalmente lo consiguió y se los pegó al suelo.
Glissa introdujo la mano en su túnica y encontró el frasco, todavía lleno de líquido azul, así
como el orbe del mismo color.

Sacudió sus hallazgos frente a los ojos impasibles del trol.

–Yo no necesito magia vedalken para matar, Strang –dijo.

Un destello de miedo y reconocimiento brilló en los ojos del trol al escuchar aquel nombre. Así
que había acertado con su suposición sobre el juguetito del anciano. Era una esfera azul, igual
que las cabezas de las aves plateadas que habían atacado Taj Nar, igual que las aves que había
visto con el embozado vedalken en la Bóveda de los Susurros.

–Nada me proporcionaría mayor placer que partirte el cuello con mis propias manos –gruñó–.
Pero he prometido a este Elegido que te entregaría al consejo. Tú decides: puede volver al Árbol
de los Cuentos con nosotros, pacíficamente, o morir aquí, en la Maraña, a mis manos. ¿Y bien?

–En cualquier caso voy a morir –dijo Strang después de un momento.

–Por mí de acuerdo –dijo Glissa alargando las manos hacia su cuello.

–¡No! –chilló el trol.

Glissa apoyó las manos abiertas a ambos lados del grueso cuello del trol.

–Si me dices quién te pagó para matarme, puede que pida al consejo que te permita seguir
viviendo en el exilio.

Se produjo otra larga pausa antes de que el trol contestara:

–Tienes razón. Fueron los vedalken.

–Quiero un nombre –le espetó Glissa.


–No me lo dijo –musitó Strang.

–Entonces podrás hacerme un retrato cuando estemos de regreso en Tel-Jilad. Ahora, levanta.

Se levantó de encima del viejo trol, no sin darle antes una patada en las costillas. El anciano
estaría encorvado de dolor durante todo el viaje de regreso al Árbol.

Kane lo ayudó a ponerse de pie y le apoyó la espada en la espalda mientras Glissa recuperaba su
arma.

–¿Por qué, Strang? –preguntó mientras se ponían en marcha por la Maraña.

–Chunth era demasiado viejo para seguir liderándonos –dijo Strang–. Creía que podía aislar a los
elfos y los trols del mundo exterior, pero el mundo tiene mucho que ofrecer a quienes están
dispuestos a probar. –¿Qué era una elfa muerta comparada con una nueva edad de esplendor y
poder para la Maraña?

–Para alcanzar ese poder hay que pagar un precio demasiado alto –dijo Glissa–. Chunth lo sabía.

–No lo comprendo –dijo Kane–. ¿Estabas tratando de matar a Glissa?¿Por qué, si era Chunth el
que se interponía en tu camino?

–El vedalken dijo que ella era el problema –dijo Strang–. Había llegado demasiado temprano.
Necesitaba más tiem...

Glissa sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Se arrojó al suelo, empujando también a Kane,
mientras un rayo de color azul atravesaba la Maraña. El relámpago pasó por donde había estado
ella un momento antes. Un segundo después, Strang cayó al suelo. Sobre sus hombros
humeaba el muñón chamuscado que había sido su cabeza.
Capítulo 14

Asalto

Por la llamarada!¿Qué ha sido eso? –gritó Kane.

–¡No hables! –replicó Glissa–. Sólo corre. –Se puso en pie de un salto y ayudó a Kane a
incorporarse.

Los dos elfos echaron a correr por la Maraña. Al rodear el siguiente árbol, se encontraron cara a
cara con cuatro de las criaturas voladoras que habían atacado Taj Nar.

–Separémonos –exclamó Glissa. Ella se dirigió hacia la derecha. Volvió a sentir el hormigueo y se
lanzó al suelo rodando. Dos explosiones reventaron la tierra a su lado. Volvió a levantarse,
espada en mano, y lanzó un tajo a la primera cosa que vio que se movía. Su espada cercenó la
cola de una de las bestias, aguijón incluido. La segunda criatura viró a la izquierda para esquivar
un árbol de la Maraña y rodearlo, pero la que había perdido la cola no podía maniobrar con la
misma agilidad. Sacudió la amputada cola hacia la izquierda y levantó el ala derecha, pero no
fue suficiente. Chocó de cabeza contra el árbol. Una explosión de color azulado estuvo a punto
de derribar a Glissa.

Se volvió para comprobar cómo le iba a Kane, que se había cobijado detrás de un árbol. Había
dos marcas chamuscadas en el tronco, pero las aves metálicas no aparecían por ninguna parte.

–¡Cunado sientas un hormigueo en la nuca, tírate al suelo! –le gritó mientras buscaba con la
mirada la segunda de las suyas.

–¡Entendido! –replicó él–. ¿Más amigos tuyos?

–Tú limítate a tener cuidado –repuso–. Esto no es ningún juego. Es una cacería y nosotros
somos la presa.

Volvió a sentir el conocido hormigueo. Se dejó caer al suelo y rodeó el tronco, pero el rayo no
hizo su aparición. Escuchó dos fuertes crujidos procedentes del otro árbol y supo que las bestias
habían ido en pos de Kane. La elfa se incorporó de un salto y trepó hasta la primera de las
agujas del árbol. Se agazapó allí y volvió a recorrer el bosque con la mirada.

Las dos aves que habían atacado a Kane desaparecieron detrás de un árbol. Él seguía en el
suelo. Glissa miró entre el follaje y encontró a la tercera. Se dirigía en línea recta hacia el elfo.
Dio un grito y saltó desde la aguja, tratando de alcanzar al monstruo mientras pasaba a su lado,
pero la criatura de alas plateadas era más rápida de lo que había creído. Pretendía caer con ella
al suelo, pero pasó a su lado sin que pudiera alcanzarla. Desesperada, extendió un brazo y logró
aferrarse a la punta de su cola.

La elfa y el pájaro cayeron al suelo. Al chocar, la cola de la criatura se le escapó de la mano, así
que soltó la espada y la sujetó con la otra. A continuación rodó sobre sí misma y asió a la bestia
con las dos manos. El monstruo se debatió, sacudiendo alas y cola en un intento por liberarse.
La hubiera aplastado contra el suelo pero tenía miedo de que explotara. Así que trató de
ponerse en pie sin soltarla.

Cuando estaba apoyada en una de sus rodillas, la bestia volvió a sacudir la cola. Glissa perdió el
equilibrio y cayó al suelo. Al levantar la mirada, se encontró con que Kane estaba a su lado.
Tenía la espada en alto, preparada para ensartar a la bestia.

–En la cabeza no –chilló Glissa. Pero ya era demasiado tarde. La espada de Kane cayó sobre la
bulbosa cabeza de la bestia. Glissa rodó hacia un lado y se tapó la cara mientras el globo
estallaba en una lluvia de energía eléctrica.

Logró evitar lo peor de la detonación, aunque los brazos y las piernas se le llenaron de cristales.
La elfa se puso en pie con dificultades y buscó a su amigo. Lo encontró tendido bajo un árbol
cercano, entre los fragmentos de su espada.

Mientras se inclinada sobre su cuerpo, sintió que volvía el hormigueo. Las bestias se movían
muy de prisa, mucho más de lo que nunca había visto. Era evidente que estaban cansadas de
jugar con aquellos ágiles elfos y pretendían acabar con ellos de una vez por todas. Glissa se
apartó de su amigo caído y corrió a toda velocidad hacia otro árbol al mismo tiempo que sendos
relámpagos golpeaban el suelo a su lado.

No sabía cuánto tardaría en llegar el próximo ataque y esperaba poder alcanzar el árbol. Los
pájaros le ganaban terreno a cada paso que daba. Oía el batir de las alas a su espalda. Se
encontraban a metros de ella..., dos y medio..., dos. Cuando estaba llegando al árbol, sintió que
el hormigueo empezaba a extenderse por su espalda. El ataque estaba a punto de producirse.

Dio un gran salto. Tras ella, las bestias escupieron relámpagos. Se agarró de una aguja baja y
levantó las piernas. El impulso le permitió columpiarse alrededor de la aguja. Flexionó las
piernas para ganar velocidad y entonces, al terminar la primera vuelta, se impulsó con todas sus
fuerzas. Golpeó a las dos bestias con los pies, y éstas cayeron al suelo sin poder evitarlo.

Glissa cayó también y buscó refugio detrás de un árbol mientras las bestias chocaban contra el
suelo y explotaban. Oyó el ruido que hacían los cristales al impactar contra el tronco. Sus brazos
y piernas temblaron al recibir la sacudida de la energía liberada. Asomó la cabeza para
asegurarse de que las dos criaturas habían reventado y entonces se incorporó de un salto y, tras
recuperar su espada, volvió corriendo junto a Kane.

Mientras se aproximaba al cuerpo caído de Kane, todas las oportunidades que había perdido en
su vida pasaron en un instante por la mente de Glissa. Kane había sido su mejor amigo, la única
persona, aparte de su familia, que recordaba después de su primera ceremonia de rechazo. A lo
largo del último centenar de ciclos, su proximidad había ido en aumento. Y ahora, era posible
que lo hubiera perdido antes de haber podido decirle lo que sentía en realidad. Un abismo se
abrió en su corazón.

Al llegar junto a él, Kane gimió y se llevó las dos manos a la cabeza. Glissa esbozó una enorme
sonrisa y se limpió las lágrimas de los ojos y las mejillas. Corrió a su lado y lo abrazó mientras él
trataba de incorporarse.

–¿Y eso a qué viene?

–Creía que estabas muerto –dijo Glissa–. Es que... es que me alegro de que estés bien.

–No estés tan segura –refunfuñó Kane–. La cabeza me palpita.

Glissa lo ayudó a ponerse en pie y le dio un sonoro beso en la mejilla.

–¡Bueno, es que tiene que doler, so cabezota!

–Au –protestó Kane–. Tú... Es igual. ¿Qué eran esas cosas?

–Ése es el poder al que Strang nos había vendido –dijo Glissa–. Son máquinas. Herramientas de
mi enemigo. Ya me atacaron una vez y había conseguido eludirlas hasta aquí. Vi dos de ellos con
una figura embozada que, según Chunth, era un vedalken: una raza malvada que me quiere
muerta. Y no, no me he vuelto paranoica. Strang nos vendió a ellos. Mira, me extrañaría mucho
que hubiera enviado sólo a cuatro de ellas. Deberíamos regresar al Árbol de los Cuentos.
¿Puedes caminar?

–Creo que sí –dijo Kane. Miró a su alrededor–. ¡Mi espada! –exclamó de repente–. ¿Qué le ha
pasado a mi espada?

–Lo mismo que casi le pasa a tu cabeza. Vamos. Ya te conseguiremos una nueva. Tienes suerte
de que eso sea lo único que haya que reemplazar.

* * * * *
Mientras los dos elfos regresaban corriendo por la Maraña, Kane formuló las mismas preguntas
que Glissa había estado haciéndose:

–¿Quiénes son esos vedalken?¿Y por qué quieren matarte?

–Ojalá lo supiera –dijo Glissa–. Pero estoy tratando de averiguarlo.

Cuando estaban cerca del Árbol de los Cuentos, Glissa se detuvo, cogió a Kane por los hombros
y lo empujó detrás de un árbol. El elfo abrió la boca, pero Glissa levantó un dedo.

–¿Oyes algo? –preguntó.

–No. Está todo en silencio.

–Eso es lo que me preocupa –dijo Glissa.

Kane pensó un momento.

–Es bastante temprano.

–Sí –repuso ella–, pero si hubiera más máquinas atacando Tel-Jilad, oiríamos el ruido de una
batalla. Y, aunque no fuera así, ¿no crees que debería haber al menos alguna conmoción por la
muerte de Chunth?

–Puede –dijo Kane, aunque no parecía convencido.

–Confía en mí –pidió Glissa–. Deja que vaya a echar un vistazo. Tú quédate aquí... y esta vez ten
cuidado.

–De acuerdo –dijo Kane–. Te guardaré las espaldas.

Glissa titubeó. Después de todo lo que había ocurrido los últimos días, no quería dejar que
pasara otro momento sin decirle a Kane lo mucho que significaba para ella. Pero aquél no era el
momento. Tenía que concentrarse en permanecer con vida. Le dio un rápido beso en la mejilla.

–¿Y eso?

–Para después –dijo Glissa, sonriendo.

Rodeó sigilosamente el árbol, con la espada en la mano, y recorrió con la mirada el pequeño
claro que se extendía frente a la entrada del Árbol de los Cuentos. No había centinelas en la
entrada principal. Ya tendrían que haber echado en falta a Kane y el consejo debería haber
reforzado la entrada con un pelotón de Elegidos del Tel-Jilad o de guardias de élite trols. Algo
iba mal, sin la menor duda.

Glissa se aproximó a la entrada con la espada por delante. Estaba esperando a que el
hormigueo en la nuca le anunciase el ataque de las bestias de alas plateadas, pero no sintió
nada. La Maraña permaneció en un silencio quebrado sólo por el sonido apagado de sus propios
pasos. A medio camino de la entrada, se detuvo de nuevo y volvió a escuchar. Al se movía por
alguna parte, pero podía ser el sonido del viento soplando entre las agujas o un vórrac
corriendo por una terraza.

Escudriñó los árboles y las agujas, observando y esperando. Estaba a punto de llamar a Kane
cuando aparecieron detrás del Árbol de los Cuentos. Una docena o más de criaturas voladoras
con cabeza de globo rodearon el tronco por ambos lados. Debían de haber estado pegadas a él,
esperando a que regresara. Glissa corrió hacia la entrada.

Los pájaros, dos filas de muerte que se precipitaban sobre ella, se apartaron del árbol. Un
hormigueo recorrió su columna mientras el aire que la rodeaba empezaba a crepitar, cargado de
energía. Una tras otra, descargaron cegadores arcos de energía eléctrica. Glissa los esquivó
saltando de un lado a otro. Se arrojó al suelo mientras una de las aves pasaba chillando junto a
ella. Rodó dos veces por tierra y entonces, mientras un rayo abría un boquete en el mismo sitio
que acababa de abandonar, se hizo a un lado dando un salto.

La ágil elfa cayó de pie y echó a correr en zigzag hacia la entrada de Tel-Jilad. Cruzó el umbral de
un salto al mismo tiempo que varios rayos golpeaban el árbol a su alrededor. Una vez dentro,
rodó de costado y apoyó la espalda en el muro. Sólo uno de los pájaros atravesó la entrada. De
un rápido tajo ascendente, Glissa le cortó las alas y la columna vertebral.

El globo azulado de la cabeza siguió adelante y fue a chocar contra la pared opuesta de la
cámara de entrada. Glissa se tapó los ojos para protegerlos de la explosión. Clavó una rodilla en
el suelo y asomó la cabeza un momento para comprobar si alguna más se atrevía a entrar en el
Árbol. Las criaturas que podía ver estaban alejándose del pequeño claro.

«Preparándose para un nuevo ataque», pensó Glissa. Había visto sus tácticas y ahora sabía que
tardarían unos momentos en prepararse para atacar de nuevo.

–Kane –exclamó–. ¡Ven ahora mismo! Antes de que regresen. ¡Puedes conseguirlo!

El elfo echó a correr detrás del árbol. Glissa estaba preparada para acudir en su ayuda y distraer
a las aves plateadas en caso de que regresaran. Pero lo que vio hizo que se estremeciera de
temor. Una figura embozada emergió de detrás de otro árbol. Levantó un hermoso bastón y
apuntó con él al Elegido. Glissa gritó, pero, con un rápido giro de muñeca, el mago lanzó un
chorro de energía azul hacia el elfo.

El rayo hizo blanco en la espalda del elfo y lo envolvió. Kane lanzó un chillido de agonía y se
desplomó. Mientras Glissa echaba a correr hacia él, pudo ver su rostro distorsionado de dolor.
Los músculos de su cuello se hinchaban y sus brazos se sacudían incontrolablemente mientras la
energía recorría su cuerpo de un lado a otro.

Glissa se detuvo, espantada. Las partes metálicas de su cuerpo... ¡estaban fundiéndose! Cayó al
suelo junto al convulso cuerpo. Tenía miedo de tocarlo y no pudo hacer otra cosa que
contemplar cómo crepitaba la energía al recorrerlo. La mitad de la forma del guerrero se había
vuelto líquida ya y había formado un charco alrededor de la carne que quedaba. Kane dejó de
gritar, pero su cuerpo continuó retorciéndose hasta que no quedó de él más que una cabeza y
un torso ensangrentado.

* * * * *

Glissa estaba mirando fijamente los restos de Kane mientras el mago se aproximaba. Cuando
llegó a su lado, levantó la mirada. Lo que había tomado por una cabeza brillante era en realidad
un globo como el que tenían los pájaros de plata en lugar de cabeza. En el interior del globo se
veía una cabeza deformada y sin pelo, con enormes pómulos y cráneo hipertrofiado. La túnica
ocultaba un segundo par de brazos en el que no había reparado hasta entonces. Se detuvo
frente a ella con el bastón en la mano, sonriendo.

–Ya sabía yo que esto te sacaría de tu escondite –dijo–. Ahora te toca a ti. –El vedalken, pues
eso supuso Glissa que era, levantó el bastón por encima de su cabeza.

El mago empezó a murmurar y una luz azul apareció en la punta de su vara. Glissa lo miró sin
inmutarse, mientras pensaba lo fácil que sería dejar que el vedalken venciera. Miró los restos
ensangrentados de su amigo y algo se rompió en su interior. Todos los sentimientos que había
albergado hacia Kane durante los doscientos últimos ciclos, la lenta progresión de una simple
amistad hasta algo más, empezaron a hervir en su interior y se convirtieron en rabia.

–¡Noooo! –gritó, levantando la mirada hacia el mago. Su espada se movió a velocidad cegadora
en un arco ascendente. Mientras cortaba la vara del mago justo por encima de donde la tenía
sujeta, brotaron zarcillos de energía verde de las manos de Glissa. La energía azul se concentró
en la punta de la vara mientras el resto caía al suelo y explotó frente a la esfera con la que el
mago se cubría la cabeza. La fuerza de la explosión derribó a Glissa y lanzó al vedalken en
dirección contraria, hacia los árboles.

Glissa se levantó con dificultad. Los zarcillos de energía serpenteaban arriba y abajo por sus
brazos magullados y ensangrentados. Tenía el rostro enrojecido a causa de la explosión y de la
furia que seguía albergando. Quería mojar la espada con la sangre del asesino que le había
robado hasta el último jirón de su vida, pero no estaba por ninguna parte. Entonces oyó su risa
alzándose entre los árboles.

–Has ganado un punto, Glissa –dijo una voz risueña–, pero mis aerophins pondrán pronto fin a
la partida.

–Esto no es ninguna partida –musitó Glissa–. Es una cacería. –Se dirigió hacia los árboles, pero
entonces empezó a sentir de nuevo el hormigueo en el cuello. Una docena de aerophins se le
estaba acercando. Se habían dispersado y ahora volaban hacia ella desde todos lados. No podía
escapar. Las hebras de su energía verde envolvieron los brazos y el pecho de la elfa, pero en su
ciega rabia, no reparó en ello. Levantó la espada, preparada para ensartar a la primera ave de
presa que se acercara demasiado.

Sabía que podía hacerlo. El hormigueo era la prueba, pero a pesar de ello no se movió un
milímetro. Las criaturas de alas plateadas, los aerophins, lanzaron sus rayos de energía azul. Una
ira primaria se formó en el interior de la guerrera elfa y desafió a sus atacantes con un grito.

Doce relámpagos se precipitaron sobre ella.

La energía que envolvía su cuerpo corrió por sus brazos y se concentró en el pomo de su
espada. El arma se volvió más brillante que la luna amarilla sobre Taj Nar al mediodía. Los rayos
se desviaron hacia la punta de la reluciente espada, como si se vieran atraídos por su poder.
Cuando la golpearon, brotaron chorros de energía verde que los recorrieron en dirección
contraria hasta los cuerpos de los aerophins.

Una tras otra, al entrar en contacto con la energía de la espada de Glissa, las azules cabezas
esféricas de las bestias explotaron. Una lluvia de fragmentos de cristal, jirones de alas plateadas
y colas cayó sobre Glissa mientras ella se desplomaba sobre el cuerpo muerto de Kane.
Exhausta, se tendió sobre los restos de su mejor amigo y sollozó.
Capítulo 15

El culto de Krark

Glissa dormitaba tendida en el claro. La Maraña estaba silenciosa y en calma. La batalla había
terminado y la conmoción que reinaba en el interior de Tel-Jilad no llegaba hasta ella.
Aparentemente, los trols estaban muertos o aterrorizados. Los elfos habían desaparecido y
tenía el bosque entero para ella sola. Pero, por primera vez en su vida, se sentía desamparada y
fuera de lugar en la Maraña.

Glissa nunca había tenido muchos amigos, pero sí un hogar, una familia y a Kane. Ahora no tenía
nada. No, se corrigió, tenía un destino…, un destino y un legado de muerte. Miró fijamente al
suelo, apenas consciente de lo que la rodeaba. Escuchó la voz de Slobad que la llamaba, un eco,
como si se encontrara al borde de un gran abismo.

Miró abajo. No había ningún abismo. Sólo sangre y cobre fundido. Sus ojos se posaron en algo
que había en el suelo, junto a ella. Eran dos dedos arrugados, un pulgar y un índice, junto a los
fragmentos de la vara del mago, de colo azul grisáceo. No eran élficos. Glissa los cogió y apretó
el puño con fuerza mientras se balanceaba adelante y atrás.

—Glissa —llamó Slobad. Parecía encontrarse muy lejos. Su voz resonaba por todas partes—.
Glissa, ¿dónde estás, eh?

—Recógela —oyó decir a alguien desde muy lejos—. La llevaremos a lugar seguro, ¿eh? Luego
averiguaremos qué ha ocurrido aquí.

Glissa se sumergió en las profundidades del enorme pozo. El borde del abismo pasó a su lado y
se hundió en la nada. Su único compañero era el viento que soplaba en sus oídos. Frente a ella
bailaban unas formas arremolinadas que a continuación se perdían en la negrura. Vio a su padre
y a su madre. Vio a Lyese. Le tendían los brazos, con la boca abierta como si estuvieran gritando
de terror. Pero no podía moverse. No podía alcanzarlos.

No había otro sonido que el viento. Sus gritos eran mudos. Glissa trató de chillar, pero no tenía
voz. Vio a Chunth, sereno pero muerto. Tenía los ojos cerrados. Pudo ver la herida ennegrecida
del pecho. El cuerpo quemado de Rishan pasó flotando, estremecido de agonía. La guerrera elfa
trató de correr hacia él, pero sus piernas se movían en el aire. Vio a Kane. También estaba
corriendo, corriendo hacia ella, con una sonrisa en el rostro. Entonces desapareció, con una
expresión de perplejidad en los ojos, justo antes de que regresara la oscuridad.
Glissa no sabía cuánto tiempo había estado cayendo. El tiempo ya no tenía significado. No
sentía otra cosa que la oscuridad y el viento. ¿Acaso era éste su destino?¿Una caída eterna en la
oscuridad?¿O se trataba de un castigo? Tal vez no pudiera morir porque tenía un destino. Todos
cuantos la rodeaban pagaban con la vida este destino. Su castigo era vivir en la oscuridad con
los recuerdos de su fracaso.

Entonces vio a Slobad y al gólem en la oscuridad. Slobad la estaba llamando. Vio cómo sus
labios pronunciaban las palabras «Glissa, Glissa», pero no pudo oírlas. No había otra cosa que el
viento. Sin embargo, algo era diferente. Slobad no estaba muerto, al menos que ella recordara.
Y el gólem no estaba realmente vivo. ¿Qué estaban haciendo en su purgatorio personal?

Se concentró en Slobad, tratando de conseguir que se aproximara… o la dejara sola. A medida


que lo hacía, empezó a distinguir sus palabras:

—Glissa —decía el trasgo—. Glissa. ¿Estás aquí? Vuelve, ¿eh? ¡Glissa!

Parecía preocupado, igual que el gólem. Por alguna razón, el rostro permanentemente estoico
del hombre de metal parecía consternado y tenía los ojos entornados. Miró a Slobad y abrió la
boca.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el gólem.

* * * * *

la áspera voz devolvió a Glissa bruscamente a la realidad. El gólem había hablado. Abrió los ojos
muy despacio y vio que el trasgo y el gólem se encontraban frente a ella, igual que en su sueño.
¿O había sido una llamarada? Lo ignoraba. La negrura se disolvió en un rojo intenso detrás de
sus dos compañeros. ¿Dónde estaba?¿Qué le había pasado a la Maraña?¿Cuándo había
aprendido a hablar el gólem?

Abrió la boca para formular todas esas preguntas pero no único que salió de ella fue un
gorgoteo. Tosió y volvió a intentarlo.

—Slobad —dijo—. ¿Dónde estamos?

Slobad sonrió y le dio una palmada al gólem en la rodilla metálica.

—Ha vuelto, ¿eh? —dijo—. Ha vuelto.

—Ya lo veo —dijo el gólem.


Un millar de preguntas daban vueltas en la cabeza de Glissa.

—¿Dónde estaba? — preguntó al fin.

—Dínoslo tú, ¿eh? —dijo Slobad—. Glissa perdió el conocimiento en el bosque, después de los
aerophins. No dice una palabra en tres rotaciones. El gólem nos ha traído a lugar seguro.

—¿Aerophins?¿Tres rotaciones? —Le dolía la garganta al hablar, y tenía la boca seca—. Agua.

Slobad miró al gólem, que se alejó.

—Estamos en las montañas —dijo—. El culto del que te hablé. Dwugget. Aquí estamos a salvo.

—No —dijo Glissa—. No lo estamos. Nadie está a salvo cuando yo estoy cerca.

El gólem volvió con una jarra de agua. Glissa la cogió y bebió con avidez.

—Tengo que irme —dijo—. Deberías haberme dejado en la Maraña.

—Los trols dijeron que nos fuéramos, ¿eh? —dijo Slobad—. Después de que Slobad reparara la
puerta secreta. Dijeron que era lo mejor para el bosque. Lo dijeron con más palabras, con
montones de reverencias y sonrisas. Se notaba que tenían miedo. Slobad ha visto caras como
ésas antes, ¿eh?

—Entonces deberías haberme dejado en el Mefidrós —dijo Glissa— Este lugar no es seguro. Ya
no. el mago vedalken tiene espías por todas partes. Sobornó a Strang y ahora Chunth está
muerto. Pagó a Geth para que nos atacara. No me sorprendería que hubiera llegado también a
Ushanti. Reconoció el serum. Se veía en sus ojos. Ya no podemos confiar en ella. Ya no podemos
confiar en nadie.

—Confiamos en Dwugget, ¿eh? —dijo Slobad—. Los del culto nunca ven a otras razas. Son
proscritos como nosotros, ¿eh? Proscritos.

—Presa fácil para un soborno —dijo Glissa. Se levantó del montón de pieles en el que había
estado tendida y puso a prueba sus piernas. Se encontraban en una pequeña caverna iluminada
por una llama contenida dentro de un armatoste de metal que había en una esquina. Con paso
inseguro, cruzó la habitación para examinar el extraño candelabro—. Aunque el mago
embozado no pueda llegar a Dwugget, apuesto a que esos pájaros asquerosos han estado
siguiéndonos desde que salimos del Mefidrós. —Se sentía como una bestia enjaulada—. Ahora
has puesto en peligro a tus compañeros de culto. ¿Dices que estamos a salvo? Nunca estaremos
a salvo.
Con delicadeza, el gólem volvió a llevarla a las pieles. La hizo sentar y le rodeó el hombro con el
brazo. Durante un rato, Glissa estuvo rascándose el moho de una protuberancia de su pierna de
cobre, y luego se puso a limpiarse la porquería verde debajo de las garras. Tenía algo en el puño.
En todo ese tiempo, no se había percatado de que tenía el otro puño cerrado.

Abrió la mano. Lo que había estado aferrando era el índice y el pulgar que había recogido
después de la batalla. Estaban incluso más marchitos y descoloridos de lo que recordaba.

—Se los corté a la figura embozada —dijo—. Los conservaré hasta que pueda volver a colocarlos
en su mano muerta. —Arrancó una tira de cuero de las pieles que tenía debajo. Utilizando las
garras, hizo sendos agujeros en los dedos cercenados, introdujo la tira de cuerda por ellos y a
continuación se ató el grotesco colgante alrededor del cuello.

—Escucha, elfa loca —dijo Slobad—. Pareces más loca de lo habitual, ¿eh? Tienes que
descansar. Recobrar las fuerzas. No te preocupes por el culto de Krark. Dwugget los ha
mantenido escondidos durante cincuenta ciclos. Aquí nadie va a encontrarnos, ¿eh? Nadie.
Mañana hablaremos. Decidiremos qué hacer luego, ¿eh? Como dijo Bosh. Luego nos iremos.
Nos iremos y el culto estará a salvo.

El gólem le dio más agua. Su cuerpo se estremeció mientras apuraba el pichel. El agua
contribuyó a calmarla un poco, lo mismo que el suave masaje de las manos del gólem en los
hombros. En algún rincón de su interior sabía que estaba comportándose como una tonta. No
todo el mundo estaba tratando de matarla, pero hasta que encontrase a aquel mago y
terminase lo que él había empezado, nadie estaría a salvo.

Había algo que no se le iba de la cabeza mientras jugueteaba con su grotesco colgante.

—¿Bosh? —preguntó. ¿era un nuevo enemigo que había que añadir a su creciente lista?—.
¿Quién es ese tal Bosh y qué es lo que dijo?

—Bosh es el gólem —dijo Slobad—. Se llama Bosh. Me lo dijo durante el viaje, ¿eh? Bosh.

—Eh… ¿Bosh… habla? —preguntó Glissa—. ¿Cómo es posible?

—Slobad limpió el resto del Dros en la Maraña y durante el viaje, ¿eh? —dijo el trasgo—. Un día
empezó a hablar.

Glissa apuró otra jarra de agua. Estaba cansada. Era consciente de ello. Había pasado tres días
durmiendo, pero no había descansado. Ésa era la verdad. Miró a sus amigos. Eran buenos
amigos. Podía ver la preocupación en sus caras. Era hora de salir de la oscuridad y regresar al
mundo.

Aspiró profundamente y levantó la mirada hacia el gólem.


—¿Así que ahora puede hablar? —le preguntó.

—Sí —dijo Bosh.

Glissa siguió mirándolo, esperando que dijera algo más, y entonces se volvió hacia Slobad y
enarcó una ceja.

—He dicho que habla —dijo Slobad—. No que hable mucho, ¿eh?

Glissa se echó a reír. Estaba empezando a sentirse mejor, pero la duda y el miedo que la habían
atenazado y la habían arrojado al abismo seguían todavía agazapados en algún rincón sombrío
de su mente. Cuanto antes abandonase aquel, lugar, mejor, decidió, al menos para sus
moradores. Puede que también debiera abandonar a Slobad y a Bosh, al menos hasta que
hubiera pasado el peligro.

Más tarde, tras una siesta sin sueños, les contó a Slobad y a Bosh lo que había sucedido en el
interior del Árbol de los Cuentos: lo que había averiguado de Chunth y de su asesino. Les contó
que los vedalken eran quienes preparaban el serum. Les habló de la traición de Strang y la
aparición de la figura embozada en el bosque. Y de la muerte de Kane. Eso fue lo más difícil.

—Lo siento —dijo Slobad, e inclinó la cabeza—. No pudimos seguirte. Slobad estaba volviendo a
montar el gólem, ¿eh? Salimos del Árbol tan de prisa como pudimos. Lo siento.

—No importa —dijo Glissa.

Empezó a columpiarse adelante y atrás y se dio cuenta de que estaba jugueteando de nuevo
con los dedos cortados. Ocultó el colgante debajo de la camisa y sacudió los brazos y la cabeza
para atajar la oscuridad que amenazaba con consumirla.

—Fue mejor que no estuvierais conmigo —dijo después de un rato—. También estaríais muerto.

—Puede —dijo Slobad—. Puede que no. aun así, lo siento. Daría la vida por salvar a mi amiga,
¿eh?

—¡No! —le espetó Glissa—. Basta de muertes. Basta de muertes por mi causa. Nos vamos de
aquí. Hablaremos con los seguidores del culto y se acabó. —Volvió a levantarse de su lecho de
pieles. Tras varios días de inactividad, los brazos y las piernas le dolían y estuvo a punto de
desplomarse. Bosh extendió el brazo y la sujetó por el hombro.

—Nos iremos pronto, ¿eh? —dijo Slobad—. En cuanto puedas soportar el viaje. Come.
Descansa. Luego nos iremos, ¿eh?

La elfa suspiró.
—¿Adónde iremos? Podemos ir a ver a tus amigos del culto y hablar con ellos, pero seguiremos
sin saber dónde encontrar a los vedalken.

Slobad carraspeó, como si estuviera aclarándose la garganta.

—Slobad ha oído cosas sobre los vedalken, ¿eh? No mucho, no. sólo algunas cosas.

—¿Como qué?

—Los vedalken viven a orillas del mar de Mercurio. Está muy lejos de aquí, ¿eh? Slobad nunca
ha estado allí. Es un viaje muy largo para la elfa loca, Slobad y Bosh. Pero podemos hacerlo.

—¿Hacer el qué?

—Encontrar a los vedalken en el mar de Mercurio, como acabo de decirte. —El trasgo estaba
empezando a impacientarse con la limitada perspicacia de Glissa—. Podríamos ir después de ver
a Dwugget.

Había una mesa con varios cuencos en el centro de la habitación. Glissa se percató entonces de
que estaba desfallecida de hambre. Con la ayuda del gólem se aproximó a la mesa, donde
encontró un poco de estofado. Lo devoró y se sirvió un poco más de una gran marmita. Ni
siquiera le importó no podes identificar los extraños pedazos de carne que nadaban en él.

Se preguntó si debía contarles a Slobad y a Bosh la última revelación de Chunth. Ya ni siquiera


estaba segura de que fuera real, pero le recordaba a algo que Slobad le había dicho sobre Krark.
Él había visto el mundo interior.

—Vuelve a hablarme de ese culto, Slobad —dijo—. ¿Por qué se ocultan?¿Qué es lo que vio
Krark?

Slobad se sentó y se sirvió un poco de estofado.

—Krark era un chamán de los trasgos, ¿eh? Fue condenado como hereje por violar a la Madre
Acero. Pero su historia se difundió. Se formó un culto para seguir sus palabras, seguir su camino,
buscar el Corazón de la Madre.

—¿La Madre Acero? —preguntó Glissa mientras se servía un tercer cuenco de estofado.

—El mundo —dijo Slobad. Lo pensó un momento y entonces prosiguió como si estuviera
recitando una letanía aprendida de niño—. Los trasgos vienen de la Madre Acero. Durante la
vida mantienen el Gran Horno encendido para ella y tras su muerte regresan con la Madre
Acero.

—¿Y ese tal Krark violó a la Madre? —preguntó Glissa—. ¿Encontró su Corazón?¿Cómo lo hizo?
—Krark entró en el Vientre de la Madre Acero.

—¿El Vientre? —preguntó Glissa. A pesar de las perturbadoras imágenes, la historia seguía
interesándole.

—Slobad nunca lo ha visto —dijo el trasgo—. El culto dice que el Vientre es un lugar
maravilloso: un túnel inmenso y oscuro que conduce directamente a la Madre Acero. Todos los
trasgos viven alrededor del Vientre.

—¿Un agujero? —preguntó Glissa—. ¿Un agujero en el mundo?

Slobad asintió.

—Háblame del Corazón que encontró Krark —dijo la elfa—. ¿Estaba dentro del Vientre de la
Madre?

—Sí —dijo Slobad—. Krark decía que encontró el Corazón de la Madre, ¿eh? —Continuó con el
relato recitando de nuevo de memoria—: «Me encontraba en una cámara inclinada, sin techo,
rodeado por antiquísimas torres de coral. Había un sol gigante sobre mí, tan brillante como el
Tirano del Cielo, la Portadora, Ingle y el Ojo del Destino. Había encontrado el Corazón de la
Madre.»

—Ésas son las lunas, ¿verdad? —preguntó Glissa—. Entonces, ¿Krark encontró una cámara
dentro del mundo con una quinta luna?

—Un sol —corrigió Slobad—. Sólo que brillaba con todos los colores. Eso es lo que dice el culto,
¿eh? Slobad nunca lo ha creído. Pero le ofrecieron un hogar, así que Slobad lo escuchaba. Todos
los días, Slobad los escuchaba.

—Memnarch —dijo Bosh.

Glissa y Slobad se volvieron al unísono y se quedaron mirando al gólem.

—¿Qué?

—Memnarch… —repitió el gólem. Hizo una pausa, como si estuviera tratando de recordar algo
importante—, vive dentro del mundo.

Glissa y Slobad se miraron.

—Bosh —dijo Glissa—. ¿Memnarch es un vedalken?

Bosh volvió a concentrarse y pasó al menos un minuto en silencio. Glissa tuvo miedo de haberle
pedido demasiado. Finalmente, la criatura metálica la miró y dijo:
—No lo sé. Nunca había oído hablar de los vedalken… hasta hoy.

—¿Recuerdas algo más sobre el serum o sobre Memnarch?

—No —dijo Bosh—. Aún no.

Glissa se rascó la barbilla con aire meditabundo.

—Tengo que hablar con el líder del culto.

—¿Por qué? —preguntó Slobad.

—Por algo que dijo Chunth antes de morir. Dijo que había estado guardando un secreto. Dijo
que el mundo está hueco. El culto cree que Krark entró por un agujero en un mundo en el que
sólo había una luna…, un sol…, y Bosh dice que Memnarch vive dentro del mundo. Hay que
refrescarle la memoria. Tal vez los miembros del culto puedan decirnos algo sobre el viaje de
Krark que ayude a Bosh a recordar.

—Entonces, ¿no vamos al mar de Mercurio? —preguntó Slobad.

—Aún no —replicó Glissa—. No sabemos si son los vedalken o Memnarch quienes me


persiguen. Por la llamarada, hasta podría ser que Memnarch fuera un vedalken. —En ese
momento recordó algo—. Bosh, ¿Memnarch tenía cuatro brazos?

—¿Cuatro brazos? —preguntó Slobad.

Glissa asintió.

—La figura embozada que vi en la Maraña tenía cuatro brazos y una cabeza calva y deforme.

Bosh volvió a guardar silencio por varios minutos. Glissa estaba convencida de que esta vez
había coseguido averiarlo. Pero el hombre de metal volvió a enfocar la mirada y dijo:

—No me acuerdo.

Glissa suspiró.

—Tenemos que ir a ver al líder de ese culto.

—Espera hasta que salga la primera luna, ¿eh? —dijo Slobad—. Tú has dormido tres rotaciones
pero Slobad necesita descanso. Te llevaré a ver a Dwugget después de desayunar, ¿eh? Sueño,
comida, Dwugget.

La elfa asintió.
—A mí tampoco me vendría mal algo de descanso. Tampoco es que estuviera relajándome
mientras veníamos hacia aquí.

Pero, de hecho, se sentía renovada. Su corazón palpitaba con fuerza y se sentía completamente
despierta. Aquello lo cambiaba todo. Si Memnarch vivía en el subsuelo y había un agujero
debajo de la madriguera de los trasgos, puede que no tuvieran que salir de las montañas para
salir de las montañas.

* * * * *

A pesar de su excitación, Glissa se quedó dormida en cuanto se tumbó, y afortunadamente no


tuvo un solo sueño. Al oír la voz de Bosh que la llamaba, abrió los ojos en la oscuridad y sintió
un ataque de pánico momentáneo, como si hubiera vuelto a caer en el abismo.

—Slobad, Glissa —dijo el gólem—. Despertad. Algo va mal.

—¿Qué ocurre? —dijo Glissa, aliviada al oír su propia voz en la oscuridad. Se incorporó y
entornó la mirada, tratando de perforar las sombras. Encima de ella había dos puntitos rojos
que no podían ser otra cosa que los ojos de Bosh.

—Se aproxima una batalla.

Glissa oyó algo que parecían pequeñas explosiones y el vello de la nuca se le erizó.

—Aerophins —dijo—. Bosh, coge a Slobad. Nos están atacando. Tenemos que llegar hasta los
miembros del culto.

Bosh levantó al trasgo, que seguía roncando ruidosamente.

—Despiértalo —siseó Glissa—. Necesito luz.

Se arrastró por la pared en dirección a la puerta. A duras penas distinguía su contorno. Del final
del pasillo llegó un destello.

—Voy a echar un vistazo —susurró. Se adentró unos centímetros por el pasillo con la espalda
pegada a la pared, y asomó la cabeza de la esquina. Las esferas de luz de los tubos ígneos de los
trasgos salpicaban el siguiente pasillo. En medio de la oscuridad, Glissa vio que una docena de
trasgos corría hacia ella.
En pos de ellos, pisándoles los talones, venían lo que parecían grandes aerophins terrestres. Las
criaturas tenían las mismas cabezas bulbosas de color azul, pero sus cuerpos plateados eran
mucho mayores, de tamaño humano. Cada uno de ellos tenía dos gruesos brazos conectados a
un torso cilíndrico. Sus piernas eran meros muñones que sobresalían de la base de los cilindros,
pero a pesar de ello se movían con una rapidez endiablada.

Uno de los asesinos plateados apuntó con el brazo a los trasgos que retrocedían. No tenía
manos, pero disparó una enorme flecha de metal que atravesó a dos de ellos. Al caer, sus
cuerpos derribaron a varios más. Otra de las criaturas disparó un segundo proyectil, que acabó
con la vida de un tercer trasgo. Un relámpago lanzado por otra aniquiló a los trasgos caídos.

Glissa cayó de rodillas.

—¡No! —gritó—. ¡Otra vez no! —Los plateados atacantes se detuvieron, buscaron la fuente de
aquellos gritos y a continuación reanudaron su avance. Se deslizaban por el corredor sin que sus
cortas piernas llegaran a tocar el suelo metálico.

Glissa no pudo hacer otra cosa que observar con horror cómo se aproximaban. Entre los trasgos
amontonados vio los rostros de Kane, Rishan, Chunth y su familia. Los remordimientos la
paralizaron. Dos de los atacantes llegaron a la esquina y se asomaron a la oscuridad. Glissa se
hizo un ovillo. Parte de ella esperaba que no la vieran, y otra parte lo contrario.

Algo la golpeó. Salió despedida por el pasillo y acabó tirada en el suelo. Levantó la mirada al
mismo tiempo que uno de los hombres de plata la apuntaba con su brazo letal. El proyectil voló
hacia ella y no trató de esquivarlo.

Cuando estaba a escasos centímetros de su cara, el arpón se detuvo, atrapado en el aire por la
mano de Bosh.

El gólem volteó la lanza en su mano y la arrojó en la dirección por la que había venido. El
enorme proyectil reventó la cabeza de cristal de la bestia flotante. La explosión resultante
derribó a la criatura decapitada y lanzó a sus compañeras contra la pared del pasillo.

—Recógela —dijo Slobad—. Seguidme. Yo os sacaré de aquí, ¿eh?

Bosh cogió a Glissa en brazos. La elfa sintió que se le erizaba el vello de la nuca pero no pudo ni
siquiera lanzar un grito de advertencia. Los rayos golpearon las paredes y el suelo mientras ellos
emprendían la huida. Bosh tropezó y estuvo a punto de caer al suelo. Glissa sintió que una
oleada de energía recorría su cuerpo. El gólem recobró el equilibrio y siguió corriendo.

Escaparon por corredores oscuros y caminos serpenteantes, seguidos por el crepitar de los
relámpagos y el estruendo metálico de los arpones al clavarse en las paredes y el suelo.
Finalmente se detuvieron y Bosh dejó a Glissa en el corredor. La elfa levantó la mirada y vio que
Slobad estaba tratando de sacar una plancha de la pared. El trasgo gruñía mientras trataba de
desmontarla con una de sus herramientas. Bosh se le acercó, cogió la plancha con dos dedos y
la arrancó del muro.

—Por aquí —dijo Slobad—. De prisa, ¿eh?

Glissa entró a gatas en el estrecho túnel.

—No te pares —susurró Slobad.

Glissa obedeció. La oscuridad del conducto del aire era acogedora. Le dio la bienvenida
mentalmente.

Slobad sacó su tubo ígneo, lo encendió y se lo lanzó. Glissa lo cogió y empezó a avanzar
lentamente. Ahora ya veía, pero la oscuridad seguía cerniéndose sobre ella. El abismo estaba
muy cerca y no podía hacer otra cosa que arrastrarse hacia él. Escuchó, como en una neblina, el
estruendo metálico de los arpones y luego la voz de Bosh:

—Es demasiado estrecho para mí —dijo el hombre de metal—. Seguid solos. Yo protegeré
vuestra huida.

Nadie contestó. Glissa se volvió y vio que Slobad se abrazaba a la pierna del gólem.

—Adiós, Bosh —dijo.

—Adiós, amigo mío —dijo Bosh.

El gólem se volvió. De su espalda sobresalían dos arpones entre una enorme quemadura.
Tambaleándose, se adentró por el pasillo y se perdió en la oscuridad.

—No te pares, ¿eh? —dijo Slobad con un suspiro y tratando de reprimir un sollozo—. No te
pares.

Glissa siguió arrastrándose por el conducto siguiendo las instrucciones de Slobad. Cuanto más
se adentraba en aquel laberinto de túneles estrechos, más cerca se encontraba del abismo. Al
cabo de un rato, no era capaz de oír otra cosa que las órdenes de Slobad entre la neblina que se
había apoderado de su mente.

Una luz se encendió delante de ella. Tras doblar varios recodos más, llegaron al final del túnel.
En la distancia estaba saliendo la luna amarilla. Glissa se dejó caer y se acurrucó en el suelo. Oyó
que Slobad caía tras ella, pero siguió contemplando la luna en completo silencio.
Capítulo 16

El Gran Horno

Y ahora qué, ¿Eh? —preguntó Slobad detrás de ella.

Glissa volvió la vista hacia el trasgo.

—¿Qué has dicho?

—¿Y ahora qué? —repitió—. Hemos salido. ¿Qué hacemos ahora?

Glissa lo miró sin pestañear. No sabía dónde se encontraban no lo que estaba pasando. Había
oído la misma pregunta antes, pero no había sido Slobad quien la había formulado, sino…

—¿Dónde está el gólem?

Ahora fue Slobad quien se la quedó mirando sin pestañear.

—¿De qué estás hablando, elfa loca? —preguntó—. Hemos dejado a Bosh en las cavernas del
culto. —Glissa vio que había lágrimas en las mejillas del trasgo. Al ver que la elfa no decía nada,
continuó—. El culto ha sido atacado, ¿eh?¿Te acuerdas? Los hombres plateados con cabezas
azules. Los trasgos mueren. Echamos a correr. Bosh se queda atrás para que podamos escapar.
¿Lo recuerdas?¿Recuerdas algo? Bosh ha salvado la vida a Glissa… otra vez.

—¿Bosh es el gólem? —preguntó Glissa. Pero, más que a Slobad, la pregunta estaba dirigida a
ella misma—. Y ahora habla…

los recuerdos y fragmentos de lo que había ocurrido los últimos días daban vueltas en el interior
de su cabeza: la muerte de Kane, su caída al abismo, la voz de Bosh trayéndola de regreso, el
ataque, los trasgos muertos, Bosh recibiendo en la espalda un rayo que iba dirigido a ella.

—¿Lo has abandonado allí? —preguntó con voz tajante.

Slobad se limpió las lágrimas de los ojos y asintió.

Glissa se apartó un paso del trasgo y desenvainó la espada.

—Los vedalken te han sobornado también a ti, ¿verdad? —exclamó.

—¿Qué? — dijo Slobad—. ¡No! Bosh es mi amigo, ¿eh?


—Igual que los miembros del culto, ¿no? —dijo Glissa con expresión desdeñosa—. Y has dejado
que murieran con él. Todo este tiempo has estado diciéndome que estabas maldito, pero tú
eres siempre el que sobrevive mientras todos los demás que te rodean pierden la vida. ¿Cómo
es eso, Slobad? Se te da muy bien salvar el pellejo, dejar que sean tus amigos los que mueran.
Ya lo hiciste una vez con los seguidores del culto. Tú mismo me lo dijiste.

—Basta ya, ¿eh? —repuso Slobad—. Hablas como una loca. No sabes lo que estás diciendo.

—¿Ah, no? Mi vida ha sido un desastre desde que te conocí.

—Slobad no mató a tu familia, Glissa —dijo el trasgo con delicadeza—. No mató a los trols ni al
amigo de la elfa. No atacó Taj Nar.

—Entonces, ¿quién fue? —chilló Glissa—. Tengo que culpar a alguien. Si no fuiste tú, ¿quién
fue?¿Yo misma?¿Es eso lo que estás diciendo?¿Que todo esto es culpa mía? —Su rostro se tiñó
de rubor mientras continuaba—. Tengo un destino, Slobad. Un destino. ¿Lo oyes? Y ese destino
es ver cómo mueren todos aquellos a los que amo, uno por uno. —respiraba
entrecortadamente—. ¿Es culpa mía? Pues yo digo que es culpa tuya. ¡eres tú, maldita sea, el
causante de todo esto!

Se detuvo de repente y trató de recobrar el aliento. Entonces se echó a llorar. Intentó secarse las
lágrimas de los ojos y las mejillas con las palmas de las manos, pero no dejaban de brotar. Cerró
las manos y se apretó los ojos con ellas, como si quisiera contener el fluir de las lágrimas.

—Sí que es mi culpa, ¿verdad? —susurró al cabo de un momento.

—No es culpa tuya que nos ataquen —dijo Slobad mientras se dejaba caer a su lado—. Ni de
Slobad. No es culpa de la maldición. No es culpa del destino. Es culpa del mago cabeza de globo,
¿eh? Memnarch. Vedalkens. Alguien está tratando de matarte. De impedir que cumplas con tu
destino.

—pero mira lo que le he hecho a tu única familia. Es peligroso estar cerca de mí.

—Ahora mi familia eres tú, ¿eh? —dijo Slobad—. Escucha. Yo he vivido solo mucho tiempo.
Infeliz, contentándome con sobrevivir, ¿eh? Entonces la elfa loca sacó a Slobad de su escondite y
lo arrastró a grandes peligros. Le enseñó a Slobad que hay que luchar por la vida, no esconderse
de ella. Le dio un propósito, ¿eh? Le hizo sentirse parte de una familia.

—Y casi consigue que maten a Slobad —suspiró Glissa.

—Puede. —El trasgo se encogió de hombros—. Pero al menos moriría por una buena causa,
¿eh? Moriría combatiendo al mal. Moriría luchando junto a su amiga. Es mejor eso que vivir en
un agujero, a salvo pero solo. La primera vez dejé el culto para salvar a Slobad, ¿eh? Esta vez lo
abandono para salvar a mi amiga. Vamos, encontraremos al mago vedalken. O a Memnarch.
Quienquiera que sea el responsable de los ataques, lo encontraremos, ¿eh? Haremos que
pague por la familia de Glissa, sus amigos, la familia culto de Slobad y Bosh.

Glissa asintió en silencio. El pequeño trasgo tenía la virtud de llegar a la verdad sin rodeos. Ella
veía ardides y embustes por todas partes. Él veía vida y verdad. La verdad era que había alguien
que estaba tratando de matarla y que no se detendría hasta conseguirlo. Debía salvar a Slobad y
a su familia. Se lo debía. Glissa alargó las manos y abrazó a su compañero hasta que éste se
apartó de ella.

—Loca elfa…

—Vamos, tenemos trabajo que hacer. —Se puso en pie y se encaminó de vuelta al túnel.

—¿Adónde vas, eh? —preguntó Slobad—. El mar de Mercurio está por allí. —Señaló las
escarpadas colinas que los rodeaban, en dirección a las llanuras del Mefidrós.

—Los vedalken pueden esperar —dijo Glissa—. Nuestros amigos no. primero salvaremos a Bosh
y Dwugget y luego se lo haremos pagar a Memnarch.

* * * * *

Glissa y Slobad regresaron al templo subterráneo del culto de Krark por el mismo conducto que
habían utilizado para escapar. Slobad abría la marcha con el tubo ígneo apagado. Glissa lo
seguía a ciegas, sujetándose a su hatillo para no extraviarse en los laberínticos túneles. Después
de algún tiempo arrastrándose en la oscuridad, lo zarandeó con suavidad.

—¿A la ida era tan largo?

—No —dijo el trasgo—. Vamos a la parte secreta del templo, ¿eh? Tan secreta que ni siquiera
ellos saben que existe.

—¿Otra de tus ampliaciones? —preguntó Glissa.

—Sí. Un escondite, ¿eh? Se ve la mayor parte del templo. Me oculté allí cuando atacaron los
guerreros del chamán, hace mucho. No tuve tiempo de poner a salvo a los demás. Ahora vamos
allí. Veremos si hay peligro, ¿eh?

—Buen plan —dijo Glissa—. Así sortearemos a cualquier centinela que hayan podido dejar en el
túnel por el que escapamos.
—Eso también —dijo Slobad—. Y ahora guarda silencio, loca elfa. En este momento estamos
justo debajo del templo.

Siguieron arrastrándose en completo silencio durante un rato. Tras doblar varios recodos más, el
trasgo se detuvo. Glissa oyó un gruñido. Un momento más tarde, escuchó un roce metálico. A
continuación, Slobad volvió a ponerse en marcha. Su hatillo tiró de ella hacia arriba hasta que se
encontró en el borde de un agujero.

La elfa se encaramó a una habitación de grandes dimensiones. Apenas veía nada, pero el suelo
estaba lleno de pequeñas aberturas por las que entraba luz.

—Slobad —susurró—. ¿Dónde estás?

—Aquí, ¿eh?

Glissa caminó a tientas en la oscuridad hacia la voz del trasgo. Antes de llegar, tropezó con algo
que parecía una mesa, y luego con una silla.

—Desde aquí podemos vigilar el templo, ¿eh? —dijo Slobad—. Arrodíllate. Mira por este
agujero. Se ve la sala en la que empezó el ataque. ¿eh? Mira.

Glissa se arrodilló y miró por la abertura. Tenía el mismo tamaño y forma que la plancha que el
trasgo había tenido que levantar para entrar en los túneles que, sospechaba ella, eran
conductos de ventilación. Ingenioso y pequeño trasgo… Al otro lado del agujero se veía una
intersección de dos pasillos. El que se extendía frente a ella estaba a oscuras. Aquél debía de ser
el lugar en el que había dormido, pensó. A la derecha estaba el sitio donde los trasgos habían
sido atacados. Glissa vio la sangre y las marchas de quemaduras en el suelo, pero aparte de
esto, el pasillo estaba vacío.

—¿Dónde están los cuerpos? —susurró—. Al menos cinco trasgos perdieron la vida ahí. ¿Qué
ha sido de ellos?

—Buena pregunta. Puede que las bestias de plata se los hayan llevado.

—Puede —dijo Glissa—, pero ¿por qué? Los trasgos muertos no les servirían para encontrarme.
Pero tiene que ser el mismo pasillo. He visto la sangre.

—Comprobemos los otros agujeros, ¿eh? —dijo Slobad.

El trasgo y ella dieron una vuelta completa a la habitación, comprobando todos y cada uno de
los agujeros. Había varios en cada pared. Todos ellos mostraban lo mismo: pasillos desiertos,
quemaduras en el suelo y las paredes y manchas de sangre. No había ni rastro de los trasgos, las
bestias flotantes o Bosh.
—Por la llamarada, ¿dónde están todos?

—Creo que lo sé —dijo Slobad—. Y la respuesta no me gusta. No me gusta nada. De hecho, es


espantosa.

—¿Qué quieres decir?

—Mira por aquí, ¿eh? —dijo el trasgo.

Glissa avanzó a tientas por la pared hasta topar con Slobad, y entonces se inclinó y miró por el
agujero que le indicaba. Al otro lado había un pasillo muy parecido a todos los demás:
quemaduras en las paredes y algunas manchas de sangre en el suelo.

—¿Qué estoy mirando? —preguntó.

—¿Ves el símbolo? —preguntó Slobad.

—No. ¿Qué símbolo?

—Busca una marca negra en la pared, ¿eh? —dijo Slobad—. Dibujada allí. Un símbolo. ¿Lo ves?,
¿eh?

Glissa volvió a mirar las quemaduras. Si, en efecto, había un símbolo extraño garabateado en la
pared. El hollín de los rayos casi lo tapaba. A pesar de que Slobad le había advertido sobre su
presencia, casi no podía distinguir sus contornos. Parecía un ojo sobre una montaña.

—¿Qué significa eso?

—Significa que el chamán de los trasgos ha vuelto —dijo Slobad—. Ha venido a limpiar esta
madriguera. Es la marca del Ojo del Destino. La marca que deja el chamán en los templos
impíos.

—No puede ser una coincidencia, Slobad —dijo Glissa—. Me dijiste que el culto había
permanecido oculto cincuenta ciclos. Es imposible que los monstruos de los vedalken y el
chamán de los trasgos hayan encontrado el lugar al mismo tiempo. El chamán debe de haberse
vendido a los vedalken, igual que Geth y Strang. Pero, ¿por qué se ha llevado el chamán los
cuerpos?

—Para el Gran Horno. Todo el metal debe devolverse al clan.

—¿Van a incinerarlos en el horno? —preguntó Glissa. Al reparar en lo que eso significaba, su voz
se tiñó de pánico—. ¡Oh, por la llamarada!¡Bosh!
—Hay que darse prisa —dijo Slobad—. No hay tiempo para ser sigilosos, elfa. —El trasgo
encendió su tubo y corrió hacia el agujero del suelo. Se dejó caer sobre el túnel antes de que
Glissa tuviera tiempo ni de moverse. La repentina luz la había cegado. Caminando entre las
manchas que flotaban en su campo de visión, la elfa logró llegar hasta el agujero en el que
brillaba la luz de la antorcha del trasgo.

Siguió a Slobad a la red de túneles de ventilación, aunque le costó no perder de vista al pequeño
trasgo. Puede que en el exterior fuera más rápida que él, pero sus piernas no estaban hechas
para aquel medio. Durante casi una hora estuvieron recorriendo los sinuosos túneles. Gracias a
la luz del tubo, Glissa pudo comprobar que ni siquiera los túneles rectos eran tan rectos ni tan
lisos. Parecía que el metal oxidado hubiera sido moldeado a martillazos.

Pasaron por delante de numerosas aberturas. La mayoría de las veces, Glissa no veía en ellas
otra cosa que oscuridad. En ocasiones había un tubo ígneo que iluminaba una caverna abierta o
una sala de pequeñas dimensiones llena de metal y herramientas. Vio trasgos laboriosos
calentando y golpeando los metales o tallando las paredes y los suelos de las cavernas. Era
como si extrajeran el metal de la montaña y a continuación lo moldearan según sus
necesidades.

Después de más de dos horas, Glissa tuvo que detenerse. Sufrió un calambre en el muslo, a la
altura de la rodilla, y cayó al suelo del túnel. Al escuchar su gemido, Slobad se detuvo unos
metros más adelante. Glissa estiró la pierna, pero el túnel era muy pequeño y no le permitía
extender los brazos para darse un masaje en el músculo. Y lo peor de todo era que cuanto más
avanzaban, más calor hacía.

—No falta mucho —dijo Slobad. Volvió y se sentó a su lado. Llevaba la cabeza casi pegada al
techo y tenía que inclinarla en un ángulo muy cerrado para mirarla.

«Al menos él puede cambiar de dirección y sentarse», pensó Glissa.

—¿Por qué está empezando a hacer tanto calor?

—Estamos acercándonos al horno, ¿eh? —replicó Slobad—. Los conductos llevan el aire caliente
a los trasgos. Enfrían el horno y calientan las casas. Ingenioso, ¿eh? A los trasgos se nos dan bien
las máquinas.

—¿Vamos a seguir por los conductos de aire hasta llegar al horno?

—No —dijo Slobad—. No podemos hacer eso. En el horno el aire está demasiado caliente, ¿eh?
Todos los ciclos, los trasgos tienen que reemplazar los conductos que pasan sobre el horno. Se
funden. Hace mucho calor.
—Entonces, ¿a dónde nos dirigimos?

—A las jaulas —dijo Slobad—. Allí encontraremos a Dwugget y puede que a los miembros del
culto. Las jaulas están cerca del horno. Si no los encontramos allí, es que hemos llegado tarde.

La pierna todavía le dolía a Glissa, pero podía moverla.

—Adelante —dijo.

Poco después, Slobad se detuvo en una abertura que daba al suelo del túnel. Desmontó la
plancha, la sacó de la abertura y a continuación la colocó frente a él y apagó el tubo. Glissa
apenas distinguía la silueta de su cabeza mientras se inclinaba y la asomaba por el conducto
abierto.

—No hay nadie —dijo—. Es seguro. Vamos, ¿eh? De prisa.

Glissa lo siguió y salió a un pasillo lleno de jaulas oxidadas. En un extremo del corredor había
varios tubos ígneos que lo iluminaban. La mayoría de las jaulas estaban vacías, pero una de ellas
contenía a una docena de trasgos apiñados. Los dos compañeros se acercaron furtivamente a
esta última.

—Dwugget —llamó Slobad—. ¿Estás ahí, Dwugget?

—Aquí —respondió una voz áspera—. Aquí, hijo mío. ¿Eres tú, Slobad?

—Soy yo —dijo el trasgo—. He venido a sacarte, ¿eh? A liberarte.

—¿Cómo conseguiste escapar, pequeño Slobad? —preguntó el chamán del culto. Se pegó todo
lo que pudo a los oxidados barrotes. Llevaba lo que Glissa asumió que debía de ser una túnica
de chamán. En el caso de los trasgos, eso significaba un justillo de cuero que llegaba hasta las
rodillas en lugar del acostumbrado taparrabos—. ¿Por qué has regresado? Corres un gran
peligro estando aquí, ¿eh?

—Ya te lo he dicho —dijo Slobad—. Venimos a buscarte. Glissa y yo. Mi amiga. El gólem nos
ayudó a escapar. Ahora vamos a liberaros, ¿eh?¿Sólo habéis sobrevivido vosotros?

—Sí —respondió Dwugget—. A los muertos ya los han llevado al Gran Horno. Que Krark los
conduzca hasta el Corazón de la Madre.

—¿Y qué ha sido de Bosh? —preguntó Glissa—. El gólem… ¿dónde está?

Dwugget la miró.
—Me alegro de ver que has despertado —dijo—. Slobad estaba preocupado por ti, ¿eh? Estabas
en un lugar tenebroso. Ahora has regresado a la luz. Es voluntad de la Madre que vivas.

«¿Es que todo el mundo sabe más cosas de mi vida que yo misma?», se preguntó Glissa. Sonrió
y respondió al chamán con un gesto de la cabeza.

—¿Y el gólem? —volvió a preguntar.

—Sí, claro —dijo Dwugget—. Lo siento. Se llevaron a vuestro hombre de metal al horno junto
con los muertos. Los siguientes somos nosotros.

Slobad se volvió y echó a correr hacia el otro extremo del pasillo.

¡Slobad! —exclamó Glissa—. ¿A dónde vas?

—A salvar a Bosh —dijo Slobad—. Volveré, ¿eh?

Glissa fue tras él y lo sujetó por los hombros.

—No podemos dejarlos aquí —dijo—. Van a matarlos.

—No pienso permitir que lo fundan, ¿eh? —exclamó Slobad—. ¡No dejaré que hagan calderas o
tuberías de Bosh!

Glissa lo soltó y le dio una palmadita en la espalda.

—Ve a buscar a Bosh —dijo—. Llevaré a Dwugget y a los suyos a los conductos de ventilación y
volveré a por vosotros.

Slobad abrió la puerta de metal, que emitió un horrible chirrido al moverse, asomó la cabeza
por el pasillo y salió sigilosamente. Glissa volvió a la jaula, desenvainó la espada y avanzó.

—Apartaos —dijo.

El grupo de trasgos se apartó todo lo que pudo de los barrotes. Entre gemidos de terror, se
pegaron a la pared. Glissa retrocedió un paso u calibró la distancia. Lanzó un tajo contra los
barrotes de hierro. La hoja cortó cuatro de ellos y fue a detenerse a escasos centímetros de la
cabeza de Dwugget. Glissa repitió la maniobra, esta vez a menor altura. Los barrotes cayeron al
suelo con un estrépito metálico, dejando una abertura lo bastante grande para que salieran los
trasgos.

—Daos prisa —dijo—. Por aquí.


Los miembros supervivientes del culto de Krark corrieron con el máximo sigilo posible hasta la
abertura del conducto. Glissa ayudó a Dwugget a entrar y lo sujetó mientras se encaramaba al
estrecho túnel. Uno por uno, ayudó a todos los demás a repetir la misma operación.

—Volved a poner la tapa y alejaos por el túnel —le dijo a Dwugget—. Esperad a que
regresemos… ¡Y, por la llamarada, tratad de guardar silencio!

La elfa echó a correr hacia el otro extremo del pasillo, cogió un tubo ígneo y abrió la puerta para
asomar la cabeza. El calor de la siguiente sala la golpeó en pleno rostro como un viento
huracanado. Recorrió con la mirada la cámara. Hasta el momento, todas las zonas que había
visto habían sido excavadas por los trasgos. Eran habitaciones pequeñas y cuadradas
construidas a base de planchas de metal unidas a martillazos.

Aquélla era completamente diferente. Era una enorme cámara circular de más de treinta metros
de diámetro. Las paredes estaban hechas de metal, pero ningún martillo las había tocado.
Parecían árboles de la Maraña entrelazados. Unas venas tubulares de hierro oxidado subían
desde el suelo hasta el techo, situado a gran altura, serpenteando las unas alrededor de las
otras. Aquí y allá, en los espacios que quedaban entre las venas, había tubos ígneos, pero la
mayor parte de la luz —así como un calor casi insoportable— procedía del horno que dominaba
el centro de la sala.

El horno era como un colosal nudo hecho de tubos de hierro que crecía en el suelo de la
caverna. Cientos, si no miles, de aquellas venas de hierro brotaban del suelo, entrelazadas,
ramificadas, elevándose hasta alcanzar los diez metros de altura. Era tan grande en su conjunto
como Tel-Jilad, el Árbol de los Cuentos. Las puntas de los tubos eructaban fuego y humo a
intervalos irregulares. La mayoría de la sala estaba bañada en un resplandor rojizo atribuible al
fuego y al hierro oxidado, pero el techo, chamuscado por quién sabe cuántos ciclos de fuego,
era negro como la pez.

Glissa se detuvo al pisar el suelo de la cámara del horno. La puerta por la que había entrado
estaba tallada en la superficie de una pared cubierta de tubos. Habían alisado a martillazos una
senda irregular que descendía hacia el horno. Por toda la cámara había varias sendas más.
Algunas de ellas parecían plataformas o puentes sobre un vacío cubierto de tinieblas. Había
trasgos atareados por todas partes, pero habría sido casi imposible distinguir a Slobad de
cualquier otro de los que estaban trabajando en las inmediaciones del horno.

«Eso es una ventaja para él», pensó Glissa. Se puso de rodillas para no llamar la atención
mientras buscaba a su amigo en la caverna. Vio a un trasgo con un hatillo junto a un montón de
escoria, cerca del fondo de la cámara, pero muchos trasgos llevaban hatillos, así que no podía
estar completamente segura. Todos se parecían mucho. Pero aquel trasgo parecía estar
buscando algo en el montón. Se desplazó para ver mejor.
Al aproximarse, Glissa vio que la figura recogía algún resto y lo arrojaba a un lado. Debajo había
algo grande. El trasgo empezó a apartar restos y escorias para descubrirlo. Glissa se acercó un
poco más hasta que vio que el objeto de grandes dimensiones no era otra cosa que el pecho de
Bosh.

La elfa buscó un camino para bajar hasta allí. Había una senda que llevaba al pie del horno,
cerca del montón de restos, pero Glissa decidió permanecer escondida para no atraer la
atención de los demás sobre Slobad. Esperaría allí por si se presentaba algún peligro. Con
suerte, Slobad sería capaz de activar al gólem y salir antes de que los demás se dieran cuenta de
lo que estaba pasando.

Para cuando llegó al lugar que había escogido para vigilar, Slobad había sacado la mayor parte
de Bosh de debajo del montón de escoria. Glissa se dio cuenta de que estaba hecho pedazos. Y,
lo que era peor, varios trasgos parecían haber reparado en la presencia de Slobad y se dirigían
hacia él.
Capítulo 17

Huida

Glissa se agazapó y siguió con la mirada a los trasgos que se aproximaban. No parecían tener
demasiada prisa y no estaban armados. A menos que reconocieran a Slobad, era mejor que
permaneciera oculta. Sacó muy despacio la espada de la vaina y se preparó.

Slobad levantó la vista al percatarse de que el trío de trasgos se aproximaba. Disimuladamente,


metió la mano en el hatillo. «Tranquilo —pensó Glissa—. Sonríe y conserva la calma. Líbrate de
ellos y vuelve al trabajo. No tenemos mucho tiempo antes de que alguien se dé cuenta de que
los prisioneros han desaparecido.»

todos los trasgos que había en la cámara estaban ocupados en otra cosa. Un grupo grande
trabajaba en la reparación de un conducto roto mientras otras más pequeños arrastraban trozos
de metal hacia el horno o hurgaban en montones de desechos similares al de Slobad por toda la
sala. Glissa volvió a mirar al trasgo y vio que se había separado un poco del cuerpo de Bosh para
salir al encuentro del grupo que se le acercaba. Estaba hablando con ellos. Slobad señaló algo y
el trío se dirigió hacia allí pasando por encima del montón y se lo llevaron a rastras. El tercero le
dio a Slobad unas palmaditas en el hombro y siguió a los otros dos.

Slobad regresó caminando disimuladamente junto al cuerpo de Bosh. Los otros tres trasgos se
aproximaron al horno cargados con el peso del cuerpo. Cuando estaban cruzando uno de los
puentes, el que iba en cabeza tropezó y el cuerpo se les escapó de las manos. El cadáver cayó
sobre la plataforma y estuvo a punto de irse abajo, arrastrando al segundo trasgo consigo. Su
torpe compañero logró evitar el desastre sujetándolo por un brazo, pero el tercero acudió
corriendo, le propinó un buen golpe en la cabeza y empezó a regañarlo.

Slobad, mientras tanto, había sacado el cuerpo y la cabeza de Bosh y, tras volver a acoplarlos,
estaba trabajando con las piernas. Mientras lo veía trabajar, Glissa se preguntó cómo iban a salir
de allí. Slobad tenía que llevarse a sus compañeros por los conductos, pero Bosh no cabría por
allí, hecho que, para empezar, era el que lo había colocado en aquella situación.

Glissa dirigió la mirada hacia la puerta que conducía a las celdas y vio que un grupo de trasgos
subía hacia allí por una rampa. Ataviados con camisolas de cuero muy parecidas a la que llevaba
Dwugget, tenían un aspecto diferente al de los que trabajaban en el horno. El que marchaba en
cabeza empuñaba un vistoso tubo ígneo que parecía una herramienta ornamental más que
funcional. Estaba formado por varios tubos de hierro entrelazados y soldados de una forma que
recordaba al aspecto de las paredes y el horno.

Algo le decía que eran los chamanes. Debían de ir a buscar a Dwugget y sus seguidores para
escoltarlos a su juico… o puede que a su ejecución. En cualquier caso, a Slobad y Bosh se les
agotaba el tiempo. En cuanto los chamanes encontraran la jaula vacía, saltaría la alarma.

La elfa abandonó su escondrijo y descendió corriendo por la rampa en dirección a Slobad y


Bosh, confiando en que nadie la viera. Lo último que necesitaba era atraer la atención de los
demás, pero parecía que se les había agotado la suerte. Los trasgos a los que se les había caído
el cadáver antes estaban volviendo con su cargamento. Glissa se volvió hacia ellos al mismo
tiempo que el primero levantaba la mirada. Sus ojos se encontraron.

—Por la llamarada —musitó la elfa mientras los tres trasgos se volvían y sacando sus tubos
ígneos, corrían de regreso al montón de desechos. Glissa apretó el paso, pero las pasarelas eran
estrechas y un tropezón bastaría para hacerla caer al suelo o, peor aún, a algún foso.

La alarma saltó en el preciso instante en que llegaba al suelo de la cámara del horno. Los
chamanes salieron corriendo de la prisión, chillando y golpeando las paredes con los tubos
ígneos. El ruido y el eco de los golpes se extendió por toda la caverna. A su alrededor, los
trasgos empezaron a golpear las paredes y los suelos como respuesta. Era un sistema de alarma
un poco extraño, pero ciertamente efectivo.

Glissa corrió hacia el trío de trasgos para distraer su atención un momento más e impedir que
se fijaran en Slobad. Los trasgos estaban demasiado ocupados corriendo como para dar
martillazos al suelo. Parecían decididos a acabar solos con el intruso. Mala decisión, pensó
Glissa al ver dónde se encontraban. Envainó la espada y aceleró todo lo posible.

Los trasgos hicieron justo lo que ella esperaba. Se detuvieron donde estaban y adoptaron una
postura defensiva en mitad del puente. El líder del grupo empujó a los otros dos frente a sí.
Cuando ya se encontraba muy cerca, Glissa se arrojó al suelo y, flexionando el cuerpo, empezó a
rodar como una pelota. Al pasar entre los dos trasgos, sacó los codos y los golpeó en las
rechonchas piernas. Los dos trasgos, derribados, cayeron de la pasarela y se perdieron en la
oscuridad. Glissa continuó su movimiento y chocó con el líder del grupo. El impacto derribó al
trasgo y la elfa se incorporó junto a él. Con un gesto despreocupado, le dio un puntapié en el
costado y vio desaparecer su tubo ígneo en la oscuridad.

Acto seguido, se volvió y corrió hacia el montón de desechos. El metálico estrépito de la cámara
resonaba a su alrededor mientras se encaramaba a él y bajaba por el otro lado para ocultarse.

—He vuelto —dijo a Slobad.


—Ya me he dado cuenta —replicó el trasgo.

—¿Cuánto te falta?

—Un rato —dijo Slobad, gruñendo—. Estúpidos trasgos. Mira que desmontar una máquina
asombrosa como Bosh… No sabían lo que tenían… Estúpidos… Necesito tiempo para repararlo…

—No tenemos mucho tiempo —le recordó Glissa. Asomó la cabeza por encima del montón y vio
que Slobad estaba apretando un artilugio encajado en la articulación de la rodilla del gólem.

—Trabajo… lo más… de prisa… que puedo, ¿eh? —gruñó Slobad—. No es fácil… Estúpidos
trasgos…

—Menos charla y más trabajo —lo interrumpió Glissa. A su alrededor continuaban los
martillazos. Glissa levantó la mirada hacia las jaulas. Los chamanes estaban bajando hacia el
suelo del horno—. A lo mejor puedo conseguirte un poco más de tiempo. No se fijarán en ti si
tienen que perseguirme.

—¿Cómo vas a salir?

—Manda a Bosh detrás de mí cuando esté preparado —dijo Glissa—. Tú llevate a los seguidores
de Dwugget por los conductos de ventilación. Te están esperando.

—Tú no conoces el camino de salida, elfa loca —le espetó Slobad. Había terminado en encajar
una pierna y estaba colocando la segunda.

—Yo sí —dijo Bosh.

Glissa se quedó mirando al gólem. No sabía quién la sorprendía más, Slobad o Bosh, pero
ambos eran muy capaces de hacerlo.

—Muy bien —dijo—. Bosh me sacará de aquí. Tú saca a Dwugget. Nos encontraremos en la
guarida del culto.

Slobad sacudió la cabeza.

—No es un sitio seguro.

—Ya nos preocuparemos de eso cuando estemos allí —replicó Glissa.

Se puso en marcha por una senda que discurría por detrás del montón de escoria y que
conducía a la parte trasera del horno, tratando de alejarse lo más posible de Slobad y Bosh
antes de que la descubrieran. La mayoría de los trabajadores estaban en la parte delantera y a
los lados, de modo que el camino estaba despejado. Al llegar a una intersección, escogió el
camino que más se acercaba al horno. Eso impediría que la vieran y confiaba en que le
permitiera llegar a donde quería ir realmente.

Mientras rodeaba la estructura siguiendo la sinuosa senda, vio un solitario trasgo algo más
adelante, golpeando el suelo con su tubo. El trasgo la vio e inmediatamente cambió la cadencia
de sus golpes. La alarma general que habían dado los chamanes era lenta y regular, y en cuanto
el trasgo la vio, aceleró el tempo hasta convertirlo en un golpeteo apresurado. Por toda la
cámara cesaron los golpes.

«Está haciendo señales a los chamanes», pensó Glissa. Aún no. desenvainó la espada y corrió
hacia él. Al ver que se aproximaba, el trasgo ni siquiera trató de parar su ataque, sino que siguió
haciendo señales hasta que la espada le atravesó el costado. Cayó muerto al suelo sobre su
tubo ígneo, que le prendió la ropa y la piel.

—Oh, por la llamarada —musitó Glissa mientras saltaba sobre el cadáver envuelto en llamas—.
Ahora sí que saben dónde estoy.

Continuó corriendo y encontró lo que estaba buscando: el conducto de ventilación que estaba
siendo reparado. La mayoría de los trabajadores estaba buscando a los intrusos. Varios de ellos
se dirigían ya en su misma dirección, mientras medio docena se quedaba atrás. Cuando la
vieron, empezaron a golpear el suelo con el ritmo que indicaba «la he encontrado». Y lo que era
aún peor, Glissa se encontraba en la pasarela equivocada y el puente más próximo que llevaba
al conducto se encontraba detrás de los trabajadores. Y no tenía tiempo para rectificar.

Se bajó de la pasarela y lanzó un grito de dolor. Los tubos del suelo estaban al rojo vivo. Ahora
comprendía para qué servían las pasarelas, pero los trasgos convergían sobre ella desde todas
direcciones. No tenía alternativa. Saltó lo más lejos posible, cayó sobre la punta de los dedos y
volvió a saltar. Las suelas de cuero de sus botas se achicharraron y un fuerte dolor ascendió por
sus piernas. Con dos saltos más, logró alcanzar la pasarela que buscaba.

Dos trasgos corrían hacia ella con sus tubos ígneos en la mano. Las llamas que despedían
aquellos artilugios eran alargadas y blanquecinas. Glissa nunca había visto que el tubo de
Slobad pudiera producir una llama tan intensa. El primero de los trasgos llegó a su lado
sacudiendo el arma de un lado a otro. Glissa levantó el brazo para protegerse y la llama le
quemó el antebrazo metálico. Lo golpeó en el brazo con el pomo de la espada y le partió el
hueso. El trasgo soltó el tubo. Glissa le asestó un fuerte golpe en la cara. La fuerza del puñetazo
partió su nariz y lo lanzó contra el que venía detrás.

A continuación rodó sobre sí misma, blandiendo la espada con la velocidad de un látigo. Cuando
completó el giro, sujetó la empuñadura con las dos manos y golpeó con todas sus fuerzas al
trasgo que retrocedía a trompicones. La espada segó el cuello de las dos criaturas sin perder
impulso. Glissa completó una segunda vuelta antes de detenerse.

Pero la maniobra le había costado cara. Sentía un agudo dolor en las plantas de los pies. Bajó la
mirada y vio que los restos destrozados de sus botas solo se sostenían por las correas. Tenía los
pies casi descalzos. El intenso calor del suelo de la cámara del horno estaba provocando que
empezaran a formársele ampollas. Pero no tenía tiempo para curarse. Echó a correr hacia su
meta, apretando los dientes para contener la agonía que le provocaba cada paso.

Pocos momentos después alcanzó el conducto averiado. Los trabajadores se habían reunido
frente a ella empuñando sus tubos ígneos. El primero de ellos se adelantó. Glissa cortó en dos el
primer tubo que trataba de alcanzarla. Una gran llamarada brotó del trozo cortado y le quemó
el brazo. La repentina erupción también hizo rodar al trasgo sobre sí mismo. Perdió el equilibrio
y cayó sobre las tuberías candentes.

Glissa lo dejó chillando y arrastrándose sobre las tuberías mientras avanzaba contra los dos
siguientes. Al ver que titubeaban, la elfa se aprovechó de su indecisión. Describió un amplio
arco con la espada, se agachó y se abalanzó sobre ellos. Los golpeó con el hombro. Dos tubos
ígneos salieron volando por encima del conducto. Los trasgos sacudieron los brazos tratando de
recobrar el equilibrio. Glissa lanzó una patada a un lado y dio un empujón al contrario. Su pie
golpeó la rodilla de uno de sus adversarios al mismo tiempo que ella derribaba al otro con el
pomo de la espada. Oyó el crujido de la rodilla del primero mientras su puño destrozaba la
mandíbula del segundo. Los dos trasgos se desplomaron sobre el suelo de la cámara del horno.

Glissa enderezó la espalda, pero el siguiente trasgo estaba ya echándosele encima. Blandiendo
el tubo a la altura de sus tripas, la llama incineró un trozo de cuero y le hizo una herida en la
piel. Glissa lanzó una estocada hacia arriba, casi por instinto, y entonces, horrorizada, vio que el
trasgo se desplomaba frente a sus ojos, seccionado limpiamente en dos mitades. Cada una de
ellas cayó a un lado de la pasarela. La sangre se vertió sobre el suelo y se evaporó al instante.

Los dos últimos trasgos miraron a Glissa, dejaron caer sus tubos y huyeron. La elfa se miró el
vientre, pero la llama había rozado la caja torácica y apenas le había quemado un poco de piel.
Recogió los tubos y los apagó mientras se aproximaba al conducto. La tubería metálica salía del
horno, recorría la cámara y ascendía por la pared. Un chorro de vapor constante salía del otro
extremo del conducto en el que habían estado trabajando los trasgos. Se encaramó a él,
apoyándose en la parte plana de la hoja para no quemarse las manos.

Lo examinó, tratando de decidir cuál sería el modo de causar el máximo daño. Dirigió la mirada
hacia la entrada de la prisión y vio que algunos de los chamanes continuaban allí. Tenía que
crear una gran distracción para que todo el mundo se fijara en ella y Slobad tuviera vía libre
hacia la zona de las celdas. Al mirar de nuevo hacia el conducto, vio que uno de los trasgos que
había tirado de la pasarela se arrastraba hacia ella. De una estocada rápida le atravesó las
costillas. El trasgo cayó, pero otros estaban acercándose a ella, incluidos los demás chamanes.

Se le estaba acabando el tiempo.

—Esto me va a doler.

Sacó los dos tubos ígneos que había recogido y los colocó juntos sobre el conducto. Levantando
la espada con las dos manos, ladeó la cabeza para esconderla detrás de los brazos y, de un solo
tajo, atravesó los dos tubos y el conducto.

Los tubos estallaron, convertidos en sendas bolas de fuego. La fuerza de la detonación se


introdujo en el conducto por la grieta abierta por su espada. La elfa salió despedida. Cayó de
espaldas sobre una de las pasarelas y la espada se le escapó de las manos y rebotó en el suelo
con un ruido metálico. Aturdida y desorientada por la onda expansiva, se puso en pie mientras
las junturas que había a ambos lados del agujero del conducto se abrían con un crujido.

El vapor brotó a borbotones del conducto seccionado. Una gran bocanada de aire caliente
golpeó a Glissa en la cara y la lanzó hacia atrás. Su pie tropezó con el borde de la pasarela.
Sacudió las manos violentamente y se aferró a ella. Sus garras se hundieron en el metal oxidado
y flexionó los músculos para columpiarse por debajo de la pasarela. Debajo no veía otra cosa
que negrura. Por lo que ella sabía, podía estar suspendida sobre el Vientre de la Madre. Si se
soltaba, ¿quién sabe si no caería hasta el centro del mundo?

—Hoy no.

Trató de utilizar las garras para encaramarse de nuevo a la pasarela, pero el oxidado metal se
desmoronaba entre sus dedos. Decidió levantar las piernas para sujetarse a la pasarela, pero
antes de que hubiera conseguido hacerlo, escuchó unos pasos sobre ella. Dejó que las piernas
volvieran a caer y contuvo la respiración.

Era demasiado tarde. Los pasos se detuvieron justo encima. Glissa oyó un roce de metales y, al
levantar la cabeza, vio al gran chamán sobre ella. En una mano empuñaba el tubo ígneo
ceremonial y en la otra la espada de Glissa.

—Has dañado el Gran Horno —dijo el chamán—. Sólo por eso merecerías la muerte, ¿eh?¿Eres
tú la que ha liberado a mis prisioneros?

—¿Qué prisioneros? —repuso Glissa.

—Creo que ya lo sabes. Estoy seguro de que no es ninguna coincidencia, ¿eh?¿Una intrusa que
ataca el Gran Horno al mismo tiempo que son liberados los prisioneros? Los dos asuntos están
relacionados.
—No sé de qué estás hablando —dijo Glissa con voz entrecortada. Una vez mas, trató de
sujetarse a la pasarela con una pierna, pero el chamán la apartó con la parte plana de la espada.

—Dime dónde están los prisioneros y te perdonaré la vida, ¿eh?

—Devuélveme mi espada —replicó Glissa—, y yo te dejaré vivir a ti.

—¿Esta espada? —chilló el chamán, empuñando el arma—. ¡La he encontrado en el puente!


¡Ahora me pertenece!

—Ayúdame a subir y te enseñaré dónde están los prisioneros.

—He visto cómo combates, ¿eh? —dijo el chamán—. Creo que es más seguro que sigas ahí. Y
ahora, dime lo que quiero saber. Te tengo en mis manos.

—Puede que sí —dijo Glissa—, pero yo tengo tu pie.

Clavó las garras en el metal de la pasarela y con la otra sujetó al chamán por el tobillo. De un
rápido tirón, lo atrajo hacia sí. Desequilibrado, el chamán cayó pesadamente sobre Glissa. La
elfa volvió a tirar de su pierna y el trasgo cayó de la pasarela.

Ahora estaba debajo de ella, columpiándose al final de su brazo. Glissa estaba sujetándolo con
todas sus fuerzas, pero sentía que, tanto la mano que impedía que se precipitara al vacía como
la que se sujetaba al puente estaban empezando a resbalar.

—Sí que tienes ganas de recuperar la espada —dijo el trasgo—. Te la devuelvo, ¿eh?

—Hazlo y moriremos los dos.

Glissa oyó cómo se agolpaban los chamanes menores sobre ellos.

—Apartaos o dejaré caer a vuestro gran chamán a las entrañas de la Madre —gritó.

Los otros retrocedieron cautelosamente.

El chamán le dirigió una mirada furiosa y desafiante.

—Si me sueltas perderás la espada.

—No tengo tiempo para esto —musitó Glissa.

Más pisadas, esta vez pesadas. Los trasgos que había sobre ellos empezaron a chillar. Uno tras
otro cayeron al vacío. Glissa vio que un enorme garrote se movía de un lado a otro por encima
de ellos, derribando a los trasgos que había sobre el puente. Bajó la vista hacia el chamán y
sornió.
—Vienen a buscarme. Es hora de marcharse.

El chamán gritó y trató de herirla con la espada, pero la elfa era demasiado rápida para él. Se la
arrebató de la mano con un rápido puntapié y, mientras la espada pasaba por delante de ella,
soltó la muñeca del trasgo y la asió. El chamán se precipitó hacia la negrura, chillando y
sacudiendo los brazos. Un momento después, la enorme mano de Bosh apareció sobre el borde
del puente y levantó a Glissa.

El gólem se inclinó para recoger el garrote. Era su otro brazo. Estrechó su propia mano en un
insólito apretón y se incorporó.

—No ha habido tiempo para terminar la reparación —dijo Bosh—. Necesitabas ayuda.

—Gracias —dijo Glissa—. Así que Slobad lo ha conseguido.

El gólem asintió.

—Será mejor que nos vayamos —dijo ella—. No podemos dejar que nos cojan aquí.

* * * * *

Glissa se montó en los hombros del gólem. Bosh cruzó en línea recta la caverna del horno, sin
molestarse en utilizar las sendas más que cuando tenía que cruzar algún precipicio. Todo trasgo
que osara acercarse era recibido por el colosal brazo de hierro del gólem. Bosh lo balanceaba de
un lado a otro mientras corría.

Una vez salieron de la sala del horno, recorrieron varios pasadizos abiertos por los trasgos.
Mientras corrían, Glissa pudo ver numerosas cavernas a los lados, aunque ninguna tan grande
como la del horno. El gólem se detuvo y Glissa se asomó por encima de su hombro. Se
encontraban en la entrada de una caverna que empequeñecía la sala del horno. Glissa no
alcanzaba a ver el otro extremo ni el techo de la enorme caverna, pero sí un titánico agujero
que había en su centro. Se había equivocado. El horno no descansaba sobre el Vientre de la
Madre. Estaba allí mismo, delante de ella.

Alrededor del agujero se extendían cientos, puede que miles, de edificios trasgos de todos los
tamaños. Un pequeño ejército de trasgos había abandonado la ciudad que rodeaba la orilla del
Vientre. Marchaban siguiendo un camino ascendente en dirección a la entrada, donde se
encontraban ellos.
—¿Por qué te detienes? —exclamó Glissa.

—Yo conozco este lugar —respondió Bosh.


Capítulo 18

El mundo interior

—¿Está por ahí la salida?preguntó Glissa, señalando al ejército de trasgos que se les estaba
acercando.

—No —dijo el estoico gólem.

—Ya hablaremos luego del agujero —exclamó Glissa—. Ahora salgamos de aquí.

Bosh le dio la espalda a la caverna del Vientre de la Madre y huyó a la carrera por el pasillo. Las
paredes moldeadas a martillazos no tardaron en dar paso a formaciones metálicas naturales.
Las paredes y el techo estaban cubiertos de tuberías. El suelo alisado a martilla continuaba
todavía un poco, pero finalmente acabó por dar paso a la zona de tuberías de hierro oxidado
que parecían extenderse por todo el complejo trasgo. El pasillo se había convertido en una
cueva y, finalmente, Glissa pudo ver la salida al otro extremo. La luz de la luna roja se
proyectaba sobre el suelo como una mancha de sangre.

Salieron de la cueva en medio de una cordillera. Frente a ellos se extendían en todas direcciones
unas formaciones metálicas tubulares. Las montañas se parecían mucho al horno. Del suelo
brotaban tuberías de hierro que se entrelazaban una con otras en torno a un núcleo central
hasta formar unas colinas metálicas que salpicaban el paisaje. Muchas de aquellas montañas
tubulares eran más grandes que Taj Nar. El suelo era una masa retorcida de tuberías de hierro.
Todo estaba cubierto por una capa de herrumbre que daba a las montañas una apariencia
apagada y rojiza.

Glissa volvió la mirada hacia la entrada para comprobar si los estaban siguiendo, pero las largas
piernas y el infatigable avance de Bosh habían dejado muy lejos al ejército de los trasgos. La
montaña que se levantaba detrás de ellos era enorme. A su lado, las lomas circundantes
parecían enanas. Se encontraban en una de sus laderas y una cuarta parte de la montaña
quedaba a sus pies; sin embargo, su vista no alcanzaba la cima, que se perdía entre el cielo y las
estrellas. La montaña entera estaba hecha del mismo metal tubular que Glissa había visto en el
interior de las cavernas. De hecho, todas las formaciones que los rodeaban parecían conectadas
por medio de una interminable cañería de hierro.

—En el nombre de la llamarada, ¿quién creó todo esto? —preguntó en voz alta.

—Memnarch —dijo Bosh.


—¿Memnarch hizo todo esto? —preguntó Glissa—. ¿Las montañas, el horno y ese inmenso
agujero llameante?

—Moldeó el mundo para dar un hogar a todos sus habitantes.

—Pero, ¿qué es? —preguntó Glissa—. ¿Un dios?¿Un caminante de los planos?

—No lo… recuerdo.

—Bueno, no te atormentes. —Le dio una palmada en la espalda—. Ya lo recordarás. Date


tiempo. Por ahora, háblame de ese gran agujero, el Vientre de la Madre.

—Yo ascendí por un agujero similar al… Vientre —dijo Bosh—. Recuerdo el mundo interior que
Slobad describió. Recuerdo haber emergido de un agujero así y haber visto las estrellas y luna
sobre mí.

—Espera un momento. ¿Has dicho, «un agujero similar a ése»?¿Es que hay otros?

—Sí —dijo el gólem—. Eso creo.

—¿Cuántos?

—Tres —dijo Bosh—. Puede que cuatro.

—¿Recuerdas algo más? —preguntó Glissa.

—No.

* * * * *

Bosh corría en silencio. Glissa se volvió y vio desaparecer la luna detrás de las montañas. Se
examinó a sí misma bajo la tenue luz de la luna azul que los trasgos conocían como el Ojo del
Destino. La herida que tenía sobre las costillas se había cerrado, pero los pies se le habían
hinchado en las horas transcurridas desde la batalla en la cámara del horno. Invocó el maná de
la lejana Maraña y lo dejó palpitar en las palmas de sus manos. Suavemente, se frotó los pies
con la energía. La carne llena de ampollas la absorbió y su dolor se alivió un poco. Necesitaría
unas botas nuevas pero sus pies se curarían. Había tenido suerte.

Miró de nuevo el Ojo del Destino. Tenían que marchar en dirección al Ojo, que siempre parecía
flotar sobre el horizonte. Chunth había dicho que se aproximaba una convergencia de las lunas.
Ella sabía que cada luna se levantaba sobre una tierra diferente. Durante el tiempo que había
pasado con los leonin, había visto la luna amarilla —a la que los leonin daban el nombre de sol
— sobre las murallas de Taj Nar. La luna roja —el Tirano del Cielo de Slobad— estaba casi sobre
sus cabezas cuando salieron de la guarida de los trasgos. Estaba segura de que el Ojo del
Destino brillaba con más fuerza sobre el mar de Mercurio. Allí era donde se encontraría a los
vedalken. Allí era donde encontraría las respuestas que buscaba.

Al cabo de algún tiempo, Bosh aminoró la marcha.

—Estamos cerca de la entrada a la guarida del culto —dijo.

Glissa miró alrededor. La única luz era la de las lejanas polillas titilantes. Aunque sus ojos no
veían en la oscuridad, estaban bien adaptados a los ambientes crepusculares. Distinguió un
rectángulo mal iluminado en medio de un afloramiento tubular.

—Ahí —dijo, señalando la puerta secreta.

Bosh apretó un tubo que había junto a la puerta para abrirla y entraron sigilosamente. Glissa se
bajó de los hombros del gólem y se situó en cabeza. No conocía la disposición interna de la
caverna, pero estaba segura de que podía encontrar el muro interior que albergaba la
habitación secreta de Slobad. Buscó las tapas de los conductos. Tras varios giros y recodos,
encontró un largo pasillo en el que había aberturas para los conductos a intervalos regulares,
cada uno de ellos frente a una intersección de pasillos.

—Es aquí —dijo—. Pero no sé cómo entrar.

—Podría atravesar la pared —dijo Bosh.

—No creo que eso le gustara mucho a Slobad —dijo Glissa—. Lo esperaremos.

En ese momento se abrió una porción del muro detrás de ellos y asomó la cabeza de Slobad.

—Tienes razón, elfa —dijo—. La sala secreta no sería muy secreta con un agujero en la pared,
¿eh?

—¡Slobad! —exclamó Glissa. Corrió hacia el pequeño trasgo y se arrodilló para darle un abrazo
—. Lo has conseguido.

—Pues claro. —Apartó a la elfa de un empujón y se alisó la vestimenta—. Slobad siembre


sobrevive. Es lo mejor que sabe hacer, ¿eh?¿Estás bien?

—No me vendrían mal unas botas nuevas y una buena noche de sueño —respondió Glissa—.
¿Cómo están Dwugget y los demás?

—Vivos —dijo Dwugget, asomando detrás de Slobad—, gracias a ti, muchacha.


—Gracias a Slobad. Él me llevó allí y me devolvió la vida, igual que a Bosh.

Slobad miró al gólem.

—Tengo que terminar el trabajo. Lo he hecho mejor con la elfa, ¿eh?

El trasgo se llevó al gólem y a Glissa a la sala secreta y se puso manos a la obra con el brazo del
hombre de metal. Bosh lo sostenía en posición mientras Slobad trabajaba encaramado a su
hombro. Glissa, sentada frente a ellos, se quitó los restos destrozados de las botas, dejó a un
lado las partes duras y extendió el cuero delante de sí para ver lo que se podía salvar.

Dwugget le quitó el cuero de las manos.

—Permite que te ayudemos —dijo—. Las repararemos antes de irnos.

—Gracias, Dwugget —dijo ella—. Voy a necesitarlas. Me espera un largo viaje.

—¿A dónde vais? —preguntó el trasgo—. ¿Qué gran misión os llevará a Slobad y a ti a lo largo y
ancho de Mirrodin, eh?

Glissa estuvo a punto de reirse.

—Tengo la intención de viajar hasta el mar de Mercurio —dijo—. Voy a buscar a la persona
responsable del ataque de la pasada noche.

—Creíamos que habían sido los chamanes trasgos —dijo Dwugget—. Para purificar el culto de
Krark de una vez para siempre.

—Probablemente les ayudaron —dijo Glissa—. Pero esos monstruos plateados pertenecían a
alguien que ha estado tratando de matarme. Ya he visto antes criaturas similares.

Mientras Slobad reparaba el brazo de Bosh, Glissa le contó a Dwugget la historia. Le explicó que
Slobad la había salvado del nivelador y que habían encontrado a Bosh en el Dros.

—Esas muertes no están grabadas en tu metal, ¿eh? —dijo Dwugget—. No son culpa tuya. No
te culpes por la corrosión de otros.

Glissa asintió.

—Lo que pretendemos es atajar la corrosión para que no pueda volver a manchar nuestro metal
—dijo—. Por eso tenemos que ir al mar de Mercurio a buscar a la persona responsable.

—Slobad me ha dicho que tu destino está relacionado con el gran chamán Krark y el Vientre de
la Madre —dijo Dwugget.
—No lo sé —dijo Glissa—. Puede que todo esté conectado de alguna manera. Mi chamán, un
sacerdote trol llamado Chunth, me habló de un mundo dentro del nuestro. Creía que era muy
importante para mi destino. ¿Qué puedes contarme del mundo interior que encontró Krark?

—Krark escribió un diario durante su viaje —dijo Dwugget—. Los chamanes trasgos lo
destruyeron, pero no antes de que yo copiara la mayor parte, ¿eh? Lo llamamos Libro de Krark.
Te dejaré leerlo, ¿eh?

—Gracias.

Dwugget llevó las botas a sus acólitos, que estaban descansando al otro lado de la sala. Glissa se
volvió hacia Slobad, cuyas manos habían desaparecido en la articulación del hombro de Bosh.

—¿A dónde podemos llevar a Dwugget y a los suyos para que estén a salvo? —preguntó.

—Los llevaremos a la guarida de los niveladores en cuanto haya reparado a Bosh —contestó
éste—. Allí deberían estar a salvo, ¿eh?

—Llevadlos Bosh y tú —dijo Glissa—. Yo me marcho al mar de Mercurio.

—La guarida de los niveladores no está lejos —dijo el trasgo—. Vamos todos. Slobad conoce el
camino. Bosh nos llevará de prisa, ¿eh?

Dwugget regresó con una bota de cuero de color oscuro. La parte superior, unas tiras de cuero
alrededor de un pedazo de hierro de las montañas, tenía forma curvada. En el interior, los
trozos de cuero estaban unido por medio de unas tiras atadas media tubería de hierro. Glissa
cogió la bota como si fuera uno de los objetos sagrados que los trols utilizaban en sus
ceremonias religiosas. Al tocarla la embargó una sensación de curiosidad y determinación que
nunca había experimentado.

Inclinó la cabeza ante Dwugget y a continuación se volvió hacia Slobad.

—Vosotros dos os quedáis—. Es un viaje peligroso.

—Por eso precisamente —dijo Slobad, mientras presionaba una tuerca que estaba dentro del
hombro de Bosh—. Para mantener sana y salva a la elfa loca.

—Necesitarás nuestra ayuda —dijo el gólem.

La voz tajante de Bosh resultaba casi cómica tal como estaba, sentado con su propio brazo en el
regazo y con Slobad encaramado a su hombro. Glissa quería disuadirlos, pero sabía que no
serviría de nada. Eran tan tozudos como ella. De momento, decidió abordar la lectura del Libro
de Krark:
«La Gran Madre me llamó de nuevo la pasada noche. Me envió una visión de su Corazón. Yo
atravesaba flotando su Vientre hasta llegar a un mundo interior. Su Corazón flotaba en el cielo, a
baja altura, brillando con la intensidad de cuatro soles. Extendí las manos hacia él, pero no
estaba a mi alcance. Flotaba allí, llenando el mundo interior de poder y luz. Sentí calor, como si
estuviera delante del horno. Sentí júbilo, como si hubiera encontrado mi auténtica casa.»

* * * * *

Glissa levantó la mirada y se encontró con un paisaje desconocido y extraño. La superficie era
de metal desnudo. A su alrededor, el suelo carecía de todo rasgo distintivo: era liso, suave y de
color gris hasta donde alcanzaba la vista. El Libro de Krark había desaparecido de sus manos,
pero seguía teniendo su cuerpo metálico. A su alrededor, las metálicas llanuras estaban
salpicadas de inmensas formaciones cristalinas de apariencia vegetal. Las torres-planta de cristal
se elevaban centenares de metro hacia una colosal esfera de energía que dominaba los cielos.
Relucían y reflejaban la luz del Corazón en todas direcciones, creando arcoiris de color que se
extendían por el cielo y colisionaban entre sí.

Glissa sabía que estaba experimentando una llamarada, cosa que nunca le había ocurrido en
mitad de ellas. ¿Cómo podía provenir aquella escena de su vida o de alguna memoria ancestral?
Los elfos nunca habían estado en el mundo interior. ¿O acaso estaba reviviendo el viaje de
Krark? Y sin embargo, el cuerpo que veía era el suyo, no el de una elfa de antaño o el de un
trasgo.

La visión empezó a disolverse a su alrededor mientras ponderaba su realidad.

—¡No! —exclamó. El sonido resonó como un eco extraño por las llanuras. Rebotó entre las
torres de cristal y se dividió en miles de noes que recorrieron libremente los sinuosos contornos
del mundo interior. La visión volvió a enfocarse cuando Glissa se concentró en los ecos.

Caminó entre las torres de cristal. Parecían extender los brazos hacia la luna central… ¿o acaso
era un sol? En el cielo, Glissa pudo ver motas blancas que flotaban a gran altura. ¿Polillas
titilantes? No podía saberlo con seguridad. Parecían emitir destellos, pero puede que fuera la
luz del orbe al atravesarlas. El orbe latía como un corazón palpitante dentro del pecho del
mundo. Cada latido enviaba una cascada de color diferente a su alrededor: azul, rojo, blanco,
negro y verde.

Las motas empezaron a arremolinarse. Los latidos de luz del interior del Corazón se aceleraron y
los diminutos puntos empezaron también a revolotear a mayor velocidad. El efecto resultaba
mareante. Glissa sintió que empezaban a temblarle las rodillas y cayó al suelo. Levantó la
mirada hacia el Corazón. Las luces de colores lo recorrían con tal velocidad que se volvieron
borrosas. La nube de motas blancas se convirtió en un remolino que giraba y giraba sobre ella
como un túnel dirigido al Corazón.

Al otro lado de la tormenta, el Corazón se tornó azul brillante un momento y entonces estalló en
una lluvia de colores. Un orbe de energía azul descendió por el sinuoso túnel como un rayo. Un
trueno colosal sacudió la superficie y Glissa salió despedida por los aires. Al chocar de nuevo
contra el suelo, la elfa levantó la vista y lanzó un chillido, justo antes de que la esfera azul se
precipitara sobre la superficie del mundo interior… y sobre ella.

* * * * *

Glissa despertó con un sobresalto. El Libro de Krark cayó al suelo. A su alrededor, la habitación
estaba a oscuras. Un solitario tubo ígneo ardía en la pared opuesta, sobre los acólitos, que
estaban tumbados, durmiendo. Glissa recogió el libro y lo dejó sobre la mesa.

Se levantó y paseó por la sala. Bosh estaba sentado en un rincón. Sus ojos rojos relucían en la
oscuridad. Vio que Slobad estaba tumbado junto a sus piernas, hecho un ovillo, y roncaba.

—¿Te encuentras bien? —susurró Bosh.

—Sí —respondió—, pero ¿por qué tienen que terminar siempre con mi muerte?

—¿Cómo?

—Nada —dijo Glissa—. Sólo ha sido un mal sueño.

—Deberías dormir —dijo el gólem—. Yo montaré guardia hasta la puesta de los soles.

Glissa no pudo evitar una risilla.

—Se nota que has hablado con Slobad —dijo—. Los elfos las llamamos lunas.

—Por qué?

—No lo sé —dijo—. Es que nos parecen lunas. Nunca se alzan por encima de la Maraña y dan
muy poca luz. Un sol debería ser algo que brilla muy alto y que te calienta la cara cuando lo
miras.

—Deberías dormir —volvió a decir el gólem—. Partiremos cuando… las lunas se pongan.
Glissa observó a los acólitos mientras dormían. Las botas que le habían reparado descansaban
en el suelo, cerca de Dwugget. Las recogió y se sentó en la mesa para ponérselas. Miró de
soslayo el Libro de Krark y luego de nuevo a los acólitos. No quedaban muchos pero seguían
aferrándose a sus creencias, a pesar de que habían estado a punto de costarles la vida. Aquellos
trasgos habían abandonado sus antiguas casas, sus antiguas vidas y lo habían arriesgado todo
porque creían en algo que era más grande que ellos. ¿Podía ella hacer menos?

Algo malo estaba ocurriéndole a su mundo. Chunth lo sabía. Ushanti lo había soñado. Glissa lo
había entrevisto en sus propias llamaradas. Ahora luchaba por todos ellos. Quisiera el título o
no, se había convertido en la campeona de la causa de los trasgos, los trols y los elfos…, y puede
que también de los leonin, los nim y todos los demás moradores de aquel mundo. Existía un
mundo interior. Ahora lo sabía. Y, de algún modo, sabía que tenía que llegar hasta él para
enfrentarse a su destino.

Bosh tenía razón. Necesitaba al trasgo y al gólem para librar aquella batalla. Las apuestas
estaban demasiado altas. Ya no era sólo una lucha entre el asesino y ella. Era una batalla por el
destino del mundo. En el interior de la cabeza de Bosh había información sobre el mundo
interior y sobre Memnarch. Tenía que tomar las decisiones correctas para impedir que la visión
de Ushanti se hiciera realidad. Slobad sabía sobrevivir. Estaba dotado de una especie de instinto
para ello, un instinto que ella necesitaría en los días venideros. Bosh tenía razón. Los necesitaba.
Si no por ella, por los acólitos de Krark, por los leonin, los elfos y los trols.

Recogió el Libro de Krark y se acercó a Bosh. Se tendió junto al hombre de metal y se hizo un
ovillo, con el libro apretado contra el pecho. Bosh le dio unas palmaditas en la cabeza con el
brazo que acababan de ponerle. Se durmió envuelta en el brazo del gólem como si fuera una
manta.

* * * * *

se pusieron en camino antes de que la luna roja se ocultara detrás de las montañas. El terreno
se volvió menos escarpado a medido que se aproximaban al Mefidrós. Seguían rodeados de
afloramientos metálicos de color óxido, pero al menos ya no tenían tuberías de hierro bajo los
pies. Habían sido reemplazadas por losas planas de metal que parecían conformar una especie
de enorme mosaico de color rojo. Las losas bailaban a menudo cuando las pisaban, lo que
convertía el descenso en una tarea lenta y ardua. Mientras avanzaban entre las lomas oxidadas,
Glissa pudo ver las onduladas llanuras metálicas del Mefidrós resplandeciendo a la luz de las
estrellas, en la lejanía.
Bosh y Slobad se adelantaron durante la noche y regresaron justo cuando Glissa veía asomar el
borde de la luna amarilla entre dos afloramientos. El trasgo y su gólem llevaron a Glissa y a los
acólitos hasta una caverna abandonada que habían encontrado.

Aquella noche, Glissa siguió leyendo el Libro de Krark. Krark, un chamán que recibía visiones de
su diosa, se había segregado y se había ganado la enemistad del gran chamán, que parecía más
preocupado en reunir poder personal que en impartir su sabiduría a los trasgos. Un pasaje
concreto le llamó la atención: «Le he pedido al gran chamán que me deje entrar en el Vientre
de la Madre. Le hablé de mis visiones y de mi deseo de buscar su Corazón. Él me maldijo por
difundir mentiras sobre la Madre y prometió que me arrojaría al horno si volvía a hacer que la
vea. Debo ver el Corazón. Ella me lo pide.»

a la noche siguiente, Glissa llegó al pasaje que Slobad le había recitado en el escondite del culto,
justo antes del ataque: «Me encontraba en una cámara inclinada y sin techo, rodeado por
antiquísimas torres de coral. Había un sol gigantesco suspendido sobre mí, brillando con la
intensidad del Tirano del Cielo, la Portadora, Ingle y el Ojo del Destino. Había encontrado el
Corazón de la Madre. El Corazón latía en el cielo, bañando el mundo de vida. Las estrellas
bailaban a su alrededor, felices de poder vivir en su divino resplandor. Su calor me calentaba la
cara y el corazón. Estaba en casa.»

En la siguiente página había un dibujo de la escena descrita por Krark. Glissa la reconoció gracias
a la descripción de Krark y a la llamarada que había experimentado dos noches antes.

—Mira esto, Bosh —dijo—. Es una imagen del mundo interior. Dwugget debe de haberla
copiado del diario original. ¿Ves las motas que se alzan desde estas… torres? Krark dice: «Llovían
hacia arriba, hacia el corazón, desde ellas.» La otra noche las vi en un sueño. ¿Son polillas
titilantes? Chunth me dijo que la lluvia viene de las polillas titilantes: las estrellas que vemos en
el cielo.

Bosh observó la imagen del libro. Entornó la mirada y Glissa se dio cuenta de que estaba
tratando de recordar algo sobre su vida en el mundo interior. Entonces, abrió mucho los ojos,
como si hubiera tenido una visión perturbadora.

—Myco… mycosinte. Son esporas de mycosinte, no polillas titilantes. Los cristales de mycosinte
producen esporas. Las polillas titilantes son eternas. El mycosinte es posterior.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Glissa—. ¿Que Memnarch creó el mycosinte pero no las
polillas titilantes? Creí que habías dicho que él lo había creado todo.

—Memnarch moldeó el mundo de acuerdo a sus deseos, no lo creó —dijo Bosh—. Las polillas
titilantes son aún más viejas que él. El mycosinte llegó después, como una plaga. Creo que me
crearon para luchar contra la infección de mycosinte, pero perdí la batalla. Eso es lo único que
recuerdo. Todo lo demás está entre tinieblas hasta que Slobad y tú me encontrasteis en el
Mefidrós.

Glissa dejó a Bosh a solas con sus retazos de recuerdo y siguió leyendo. Faltaba menos de una
jornada de viaje para llegar a la guarida de los niveladores y casi había llegado al final del Libro
de Krark. Era como una llamarada. Krark se había visto atraído al Vientre y al Corazón por algo
parecido al destino. Entró en el colosal abismo y lo recorrió por entero hasta llegar a otro
mundo, un mundo dentro del mundo, que se curvaba en todas direcciones.

«Es como estar en un valle rodeado de colinas que se extiende hasta el cielo. En ese cielo, el
Corazón de la Madre pende como un solitario sol que nunca se mueve.»

Chunth le había dicho la verdad. Krark lo había visto. Bosh había vivido allí y Glissa había soñado
con él. Pero ¿qué significaba todo? Si había enormes cavidades que conducían a aquel mundo
interior, ¿por qué nadie más que Krark había descendido jamás? Bosh decía que el mycosinte
era una plaga, pero si era tan insidiosa, ¿por qué no la había visto nadie en el mundo exterior?
Éstas eran las piezas del rompecabezas, pero Glissa no sabía cómo ordenarlas.

Sacó el frasco de serum. ¿Estarían allí las respuestas? Pensó en bebérselo para averiguar algo
sobre el antiquísimo poder que había creado a las polillas titilantes. Pero Chunth había
guardado sus secretos para proteger a los elfos y trols del serum. Había muerto protegiendo sus
secretos… y a ella. Sólo utilizaría el serum como última alternativa.

* * * * *

Llegaron a la guarida de los niveladores mucho antes de que salieran las lunas a la mañana
siguiente. Glissa y Slobad entraron para investigar, mientras Bosh se quedaba con los acólitos
para protegerlos. Al entrar en la oscura cámara que había sido su hogar, Slobad encendió el
tubo ígneo. Alguien había registrado el lugar. Tanto la mesa como las sillas y el banco de trabajo
habían sido destruidos. Cuando Slobad comprobó el pasadizo que llevaba a la guarida de los
niveladores, lo encontró bloqueado.

—Tenías razón —dijo Glissa—. Quienquiera que se encargue de cuidar a esos monstruos ha
encontrado tu casa. ¿No tienes miedo de que vuelva?

—Sólo si la elfa loca destruye más niveladores, ¿eh? —repuso Slobad—. No vas a hacerlo, ¿eh?
—Sonrió.
—Estaba pensando el ellos —bromeó Glissa. Miró a su alrededor—. No hay mucho espacio
aquí.

—Hay otras cámaras ahí y ahí, ¿eh? —indicó Slobad, señalando las paredes que había a ambos
lados de la pequeña estancia. Apartó los restos de su banco de trabajo y abrió un panel, cruzó la
habitación y abrió un segundo—. Sobrevivirán.

Las otras habitaciones estaban intactas, y Glissa salió a buscar a los acólitos.

—No es gran cosa —dijo a Dwugget—, pero estaréis a salvo. Los chamanes nunca enviarían a
nadie aquí. Cuando todo esto termine, puede que Slobad excave más cámaras para vosotros.

—Gracias de nuevo —respondió Dwugget—. Has hecho mucho por nosotros, ¿eh? Ahora
seguimos a Krark y a Glissa.

—Bueno, no estoy muy segura de que pretenda seguir a Krark por su agujero.

—Lo harás —dijo el líder del culto—. Todas las respuestas se encuentran en el Corazón de la
Madre.
Capítulo 19

Bruenna

Partieron hacia el mar de Mercurio inmediatamente. Todavía quedaban unas cuantas horas de
oscuridad hasta que la luna amarilla saliera sobre el Campo Resplandeciente. Slobad marchaba
montado encima de Bosh y Glissa había recuperado su asiento de costumbre en el codo del
brazo de hierro del gólem. Regresaron a las montañas por el mismo camino que les había
llevado hasta allí, pero al poco de entrar en ellas cambiaron de dirección. Glissa podía ver el
Campo Resplandeciente a su izquierda, en la lejanía, más allá de las montañas.

—Necesitaremos información sobre los vedalken —dijo Glissa al trasgo—. ¿Tú sabes algo sobre
el mar de Mercurio?

—Sé que hay humanos que viven a la orilla del mar —dijo Slobad—. Magos, sobre todo. No
necesitaban las reparaciones de un trasgo, así que Slobad se marchó. Nunca he vuelto, ¿eh?

—¿Magos? —dijo Glissa—. La figura embozada era un mago, pero era vedalken. O, al menos,
eso creo. En cualquier caso, desde luego no era humano… Tenía cuatro brazos. No obstante, si
esos humanos viven en la orilla del mar, puede que sepan algo sobre los vedalken. Es un lugar
tan bueno para empezar como el que más. Buscaremos un mago y le haremos algunas
preguntas. ¿Está muy lejos ese mar?

—No mucho —dijo Slobad—. Al menos a hombros de Bosh, ¿eh? Una rotación, puede que
menos.

* * * * *

Al día siguiente, Slobad y Bosh salieron de las montañas. Pequeños afloramientos de hierro
tubular salpicaban la ladera que se extendía frente a ellos, pero más allá de los afloramientos
había un valle que desembocaba en la orilla de un mar. A la izquierda, la cordillera se estrechaba
hasta encontrarse, allá en el horizonte, con el Campo Resplandeciente. El valle y el mar
serpenteaban al pie de las montañas. A su derecha se veía que tanto las montañas como el mar
terminaban abruptamente en una cortina de neblina verde situada justo al límite de la vista: el
Mefidrós.
Glissa buscó señales de civilización. No sabía si los seres humanos habitaban en aquellas
montañas, en el valle o a la orilla del mar. Esperaba que no vivieran en el Dros. Su mirada siguió
vagando hasta toparse con el mar de Mercurio. A la luz de la luna despedía un resplandor que le
proporcionaba casi una apariencia de vida. Desde el lugar en el que se encontraban, sobre el
valle, se veía que su plateada superficie se arremolinaba y arrollaba formando un hipnótico
patrón de sobras azules, rojas, amarillas y negras.

Las ondas eran caóticas. De niños, Glissa y Kane arrojaban pequeños guijarros a los barriles de
lluvia para ver cómo se formaban y movían las pequeñas olas por su superficie hasta romper
contra los bordes. El mar de Mercurio, sin embargo, ondulaba al azar, como si algo que había
bajo su superficie, o el propio mar, estuviera vivo.

Glissa apartó la vista del mar y se concentró en el valle. Al dejar atrás las últimas formaciones de
hierro, vio que a orillas del mar se extendía una especie de ciudad. Había varias cabañas
construidas en círculo alrededor de una estructura central mucho más grande que los demás.
En un extremo de la ciudad, junto a la orilla, una serie de tablones de grandes dimensiones
sobresalían de la costa. Entre los tablones Glissa vio naves de transporte que probablemente
debían de utilizarse para cruzar el mar.

—Allí —dijo, señalando la ciudad de los humanos—. Encontraremos las respuestas que
buscamos en aquel asentamiento.

—¿Crees que van a hablar con un trasgo, una elfa y un gólem? —preguntó Slobad—. Nunca han
visto a un elfo tan lejos de la Maraña. Nadie había visto a un gólem antes, ¿eh? Y los humanos y
los trasgos nunca se han llevado bien, ¿eh?

Glissa lo pensó.

—Puede que tengas razón —dijo—. No obtendremos respuestas si creen que son para los
trasgos, y si ven a Bosh se les helará la sangre.

—¿Capturamos a uno?

—No. si los humanos no tienen tratos con los vedalken, no queremos ganarnos su enemistad. Si
los tienen y capturamos a uno de ellos, podríamos llamar su atención. —¿Qué hacemos
entonces, eh?

—Glissa podría hacerse pasar por humana —dijo Bosh—. Sólo hay que taparle las orejas.

—Y las garras, ¿eh? —añadió Slobad—. Dan miedo. —Sonrió.

Glissa se detuvo y miró a sus compañeros.


—¿Lo decís en serio? —preguntó—. Nunca he visto un humano. ¿Cómo voy a fingir que soy uno
de ellos?

—¿Tienes un plan mejor, eh? —preguntó Slobad—. ¿Esperar a que aparezcan de nuevo esos
monstruos voladores y seguirlos?

Glissa pensó un momento.

—No —dijo—. Muy bien. Probaremos con el engaño. Puede que funcione si no me quedo
mucho tiempo allí. Hacer unas preguntas y salir. Voy a necesitar algo para taparme las orejas.
No puedo atarme el cinto de la espada alrededor de la cabeza.

—Déjame eso a mí, ¿eh?

* * * * *

Tras la puesta de las lunas, Slobad entró a hurtadillas en la ciudad y se encaminó a un grupo de
edificios de buen tamaño que había junto a los barcos, mientras Glissa y Bosh hacían lo propio
rodeando los muelles. Slobad decía que los edificios se utilizaban para almacenar mercancías.
Glissa pasó junto a un cercado en cuyo interior descansaban varios barcos desmantelados. La
elfa ignoraba si los estaban construyendo, desmontado o reparando. No obstante, a juzgar por
su apariencia, habría jurado que no eran vedalken. Aquellas embarcaciones era de tosco diseño
comparadas con las bestias voladoras con las que había luchado. Se parecían más a algo que
hubiera construido Slobad. Tenían los costados batidos a martillazos y las junturas estaban a la
vista. Las bestias flotantes eran ágiles y autónomas.

Glissa se subió a la cubierta de una de las naves. No era más que una serie de pellejos atados y
cosidos entre sí alrededor de una estructura de metal y hueso. Dos grandes tubos de hierro la
sustentaban. Supuso que los habrían sacado de las montañas. No era raro que se llevasen mal
con los trasgos. Los humanos habían estado robando su metal.

Escuchó un ruido y se dejó caer sobre la cubierta, pero sólo era Slobad, que regresaba. La elfa
bajó del barco y cogió el fardo que el trasgo le ofrecía. Lo abrió, y en su interior encontró una
capa de color oscuro con capucha y una blusa y unas botas a juego.

—¿De dónde las has sacado? —preguntó.

—Las he cogido prestadas, ¿eh? —dijo el trasgo, sonriendo.


La ropa no se parecía a nada que Glissa hubiera visto antes. Olía a cuero pero era suave y
resbalaba entre sus manos como el agua. La miró con mayor detenimiento. Parecía hecha de
finas tiras de cuero entrelazadas.

Glissa se quitó el justillo y se puso la blusa nueva. Slobad se volvió y Glissa vio que su cuello
adquiría una tonalidad de rojo aún más intensa.

—No hay tiempo para el pudor, Slobad —dijo mientras se ponía la prenda nueva por la cabeza.

Se quitó las botas. Los acólitos habían hecho un trabajo excelente con ellas, pero a pesar de
todo no durarían mucho más. Se puso las nuevas. Le quedaban un poco grandes, así que se las
ató alrededor de las piernas con unas tiras de cuero que sacó de las viejas, introdujo la vaina de
la daga y se levantó.

—He averiguado el nombre del líder —dijo Slobad, sin apartar la mirada del muro—. Es una
hembra llamada Bruenna. Vive en el edificio grande, ¿eh? En mitad del pueblo. El edificio
grande, ¿eh?

—Ya puedes darte la vuelta, Slobad —dijo Glissa, y se arrebujó en la capa—. Le haré una visita a
Bruenna.

—Espera a que el primer sol esté a punto de salir —dijo Bosh.

—¿Por qué? —preguntó Glissa—. Ahora estará sola. Sería el mejor momento para hablar con
ella en privado.

—No esperará a nadie a estas horas de la noche —replicó Bosh—. Le parecerá sospechoso. Ve
mientras desayuna. Evitarás a la gente pero no levantarás sospechas.

—De acuerdo —dijo Glissa—. El plan es vuestro. Esperaré. —Se cubrió la cabeza con la capucha
y se tendió en una de las esquinas de la cabaña—. Despertadme cuando llegue la hora.

* * * * *

Bosh sacudió a Glissa para despertarla.

—El sol azul se levanta —dijo.

Glissa miró al hombre de metal con ojos soñolientos.

—¿Qué? —preguntó.
—El sol azul —repitió—. Dentro de unos instantes aparecerá sobre el mar de Mercurio.

—Oh. Muy bien.

Se dirigió a la puerta, levantando la capucha para taparse las orejas y la mayor parte de la cara.
A continuación, introdujo los brazos bajo la capa para esconder las garras. Cubrió con barro las
zonas de piel que seguían a la vista, confiando en que nadie reparara en la tonalidad verdosa.
Slobad abrió la puerta y Glissa asomó la cabeza.

—La mayoría de las naves han dejado los muelles.

—¿Serán pescadores, tal vez? Son los primeros en levantarse, ¿eh? —dijo Slobad—. Todos han
salido mientras dormías.

—¿Qué es un pescador? —preguntó ella.

—Un hombre que pesca —respondió Slobad. Al ver que Glissa lo miraba con expresión vacía,
continuó— ¿Es que vuelves a estar loca, elfa? Los humanos capturan peces…, comida…, en el
mar. Lo llevan a casa para comer, ¿eh? El hombre que captura los peces es un pescador.

Glissa asintió.

—Bueno, buscad un buen escondite hasta que yo regrese —dijo—. Por si alguien viene y
necesita algo de aquí.

Salió a hurtadillas y se arrastró hasta un extremo de la cabaña. No vio a nadie caminando por las
calles que separaban las casa. Parecía que Bosh estaba en lo cierto. Dobló el recodo y empezó a
caminar lenta y parsimoniosamente hacia el centro de la ciudad, con la cabeza baja y las manos
escondidas bajo la capa.

De camino al círculo de casas que rodeaba el edificio principal, se cruzó con varios humanos que
se dirigían al puerto. Los saludó con la cabeza al pasar, pero la mayoría de ellos la ignoró. Glissa
no sabía qué aspecto tenía un pescador, pero todos aquellos seres utilizaban una vestimenta
parecida a la suya y transmitían un cierto aire mágico. Se preguntó si utilizarían la magia para
capturar a los peces.

Encontró la casa de Bruenna con bastante facilidad. Era el edificio más alto de la ciudad, más
grande que dos de las cabañas en las que se almacenaban las mercancías. Mientras que las
cabañas que la rodeaban no eran más que sencillas estructuras de metal con cortinas de cuero a
modo de puertas, aquel edificio era muy vistoso. Unas columnas de metal sustentaban el techo,
y en los muros, sobre las lustrosas puertas dobles, había símbolos grabados. Glissa subió los
escalones que conducían a la puerta principal y llamó.
La puerta se abrió y apareció una vieja humana. Tenía un largo pelo blanco y una cara casi tan
arrugada como la de un trol. La vieja llevaba ropa de color oscuro, similar a la que Slobad había
robado para Glissa, pero su túnica estaba teñida de azul y el cuero estaba bordado con hilo de
plata. El vestido resplandecía bajo la luz de la luna azul que se levantaba detrás de Glissa.

—Bruenna —empezó a decir Glissa—. Quería…

—¿Estáis aquí para ver a la señora Bruenna? —la interrumpió la mujer.

—Sí —dijo Glissa—. Decidle que un mensajero trae noticias de los vedalken.

—Por aquí —dijo la mujer, y acompaño a la elfa hasta una silla—. Esperad aquí mientras aviso a
la señora Bruenna de vuestra llegada. ¿me permitís la capa?

—¡no! —balbuceó Glissa—. El viaje ha durado toda la noche y aún tengo frío. Por ahora prefiero
conservarla.

—Como deseéis. —La anciana salió del cuarto.

Glissa miró a su alrededor. Taj Nar había sido una resplandeciente colección de adornos de oro y
plata. Había tanto metal bruñido en la ciudad que ésta resplandecía bajo la luz de la luna. Aquel
edificio, en cambio, cuyo exterior era tan majestuoso, era muy sencillo por dentro. La casa de
Bruenna carecía casi por completo de muebles y de ornamentación en paredes o mesas. «Para
ser un líder de su pueblo —pensó Glissa—, lleva una vida muy frugal.»

La anciana regresó.

—la señora Bruenna os verá ahora.

Glissa la siguió por un corto pasillo. Entraron en otra sala, donde una hermosa mujer de cabello
rubio estaba comiendo sentada a una mesa. Llevaba una camisa azul muy parecida a la de la
anciana, sólo que la suya estaba entretejida con hilo de oro en lugar de plata.

Bruenna estaba examinando un pergamino de cuero. La mesa estaba abarrotada de ellos.


Parecía que la líder de los humanos salía de allí con poca frecuencia.

—¿Sí?¿Qué ocurre? —preguntó Bruenna sin siquiera levantar la mirada hacia Glissa.

—Traigo un importante mensaje de los vedalken.

—¿Qué quieren ahora? —preguntó Bruenna—. ¿Más magos?¿Más mineral de los trasgos?
Bueno, pues no tengo más magos y la próxima partida de mineral no está prevista hasta dentro
de varios días. Ve a decírselo y déjame trabajar.
—Quieren una audiencia con vos, señora Bruenna —dijo Glissa—. Para discutir… el calendario.

Bruenna levantó la mirada hacia ella.

—¿Me… me ha convocado el Sínodo?

—Sí —dijo Glissa—. Yo misma os llevaré hasta allí. —Era asombroso lo bien que estaba
funcionando el plan de Slobad. ¿Realmente podría Bruenna llevarlos hasta los vedalken?

Saltaba a la vista que sus noticias habían sobresaltado a Bruenna. Dejó el pergamino sobre la
mesa con tanta fuerza que estuvo a punto de derribar un plato lleno de viandas.

—he hecho todo lo que me han ordenado. ¿Qué más pueden querer?

—¿Quizás más serum? —se aventuró Glissa.

La humana le dirigió una mirada fría.

—¿Quién eres? —preguntó— ¿Quién te envía?

—Ya os lo he dicho —dijo Glissa—. No soy más que una mensajera del Sínodo.

—¿Te ha enviado los Xauver?

—Bueno, sí —dijo Glissa—. Creo que fue el propio lord Xauver el que me envió.

Bruenna esbozó una sonrisa sombría.

—No existe ningún lord Xauver. Cualquiera… cualquier humando sabría que ni siquiera es un
nombre vedalken. ¿Quién eres?

Con un rápido ademán, Bruenna lanzó una bola de maná de color azul. Se expandió y cubrió a
Glissa como un viento frio. Le bajó la capucha y le arrancó la capa del cuerpo. Glissa desenvainó
la espada y saltó sobre la mesa.

—No soy humana —dijo—. Pero vas a venir conmigo a ese Sínodo del que hablabas.

Bruenna hizo otro ademán y un fuerte viento lanzó a Glissa y a la mesa contra la pared. La elfa
cayó al suelo entre una lluvia de pergaminos. La espada se le escapó de la mano.

—Por los vientos, ¿qué eres tú? —preguntó Bruenna.

—Soy una elfa —respondió Glissa—. Una elfa que no quiere matarte pero que lo hará si no
tiene más remedio. —Recogió la espada del suelo y se puso de pie.

—Veamos cómo lo intentas. —Bruenna hizo un nuevo ademán.


—Vas a necesitar algo más que un poco de viento para detenerme —gruñó la elfa. Otra
bocanada de viento la golpeó, pero hizo fuerza con el pie contra la mesa volcada y aguantó.
Cuando el viento remitió, se abalanzó sobre Bruenna, la derribó y cayó encima de ella.

—Puede que tu anciana sirvienta está más dispuesta a llevarme con vuestros amos vedalken —
dijo Glissa mientras juntaba las piernas para inmovilizar a Bruenna.

—No metas a mi madre en esto —gritó la humana—. No dejaré que le hagas daño.

Levantó las manos entre Glissa y ella. La elfa trató de sujetarla por las muñecas antes de que
pudiera lanzar más hechizos. Las dos mujeres forcejearon en el suelo, pero antes de que Glissa
pudiera inmovilizar los brazos de Bruenna, sintió un extraño hormigueo en la nuca. Se apartó de
la humana de un salto y rodó hasta la esquina de la sala.

La pared estalló tras la humana, rociando la habitación de fragmentos metálicos. La electricidad


bailaba entre los restos destrozados de la pared de metal. Un momento después, un segundo
relámpago atravesó el agujero con un silbido y reventó la mesa volcada.

—¡Aerophins! —gritó Glissa—. Sabía que estabas compinchada con los vedalken. ¿Cómo has
podido llamarlos tan de prisa?

—¿Que cómo los he llamado yo? —preguntó Bruenna con voz furiosa—. Mira lo que le han
hecho a mi pared. —Se arrastró hasta la otra esquina del cuarto y apoyó la espalda contra el
muro. ¡Debes de haberlos traído contigo!

—Son los asesinos de tu amo, y vienen a ayudarte a derrotarme —masculló la elfa—. Bueno, ya
he luchado otras veces contra los aerophins. No me asustan.

—Pues a mí sí, muchísimo —repuso Bruenna.

—¿Y por qué te atacan? —preguntó Glissa—. ¿Es que no estáis aliados con los vedalken?

—¿Aliados? No. apenas somos poco más que esclavos.

Glissa la observó un momento. No sabía si debía confiar en lo que decía la humana. Los
aerophins tomaron la decisión por ella. El hormigueo en la nuca regresó.

—¡Van a dar otra pasada! —gritó—. ¡Vamos!

La elfa se puso en pie y salió corriendo de la habitación, abriéndose camino con la espada a
través de lo que quedaba de mesa. Oía las zancadas de Bruenna tras ella. Se lanzó al suelo del
vestíbulo justo antes del siguiente impacto. Al levantar la mirada hacia el pasillo, no vio más que
humo y restos de electricidad estática donde antes estaba la pared.
La madre de Bruenna entró corriendo en la habitación, gritando:

—¡Han vuelto, han vuelto, han vuelto!¿Por qué han vuelto?

La líder de los humanos corrió hacia su madre y la rodeó con un brazo.

—Lo sé, madre. El Sínodo debe de haberse disgustado con nosotros.

Glissa se puso en pie y envainó la espada.

—Es culpa mía —dijo—. Es a mí a quien buscan. Si me ayudáis, es posible que yo pueda
ayudaros.

Bruenna miró a su madre, y luego a la ruina en que había quedado convertido el pasillo.

—Sería muy peligroso para mi pueblo y para mí.

—¿Más peligroso que quedarse aquí? —repuso Glissa. Sintió de nuevo el familiar hormigueo—.
Decide ya. Los aerophins están volviendo.

Bruenna y su madre temblaban de miedo, pero la joven encontró el coraje necesario para
responder:

—Derrota a los aerophins y libera a mi pueblo. Entonces hablaremos.

—Muy bien. —Glissa corrió hacia la puerta principal—. Una vez que haya salido, deberían dejar
tu casa en paz. Pero me vendría bien un poco de ayuda.

La elfa emergió del azulado amanecer y bajó corriendo los escalones de la entrada. Aunque no
vio a la maga humana, sintió que venía tras ella. Las dos corrieron hacia el círculo de cabañas
que rodeaba la casa de Bruenna. Glissa escuchó el estruendo de los aerophins que
sobrevolaban la casa persiguiéndolas.

—A ver si puedes frenarlos un poco con ese viento tuyo —gritó sin dejar de correr.

—Lo intentaré.

Glissa sintió que se le taponaban los oídos mientras, a su espalda, la presión descendía
bruscamente. Volvió la cabeza y vio que dos aerophins retrocedían contra su voluntad hacia la
casa de Bruenna.

—¡Bien hecho!

—Aún no los has derrotado —gritó Bruenna.


—Unos amigos me esperan junto a los muelles. Si conseguimos llegar allí, nos ayudarán.

Las dos mujeres atravesaron corriendo la ciudad. La gente iba de acá para allá buscando un
lugar donde cobijarse de los ataques. Algunos de los ciudadanos llamaban a Bruenna pidiendo
ayuda. Sin dejar de correr, les ordenó que regresaran a sus casas.

Los rayos volaban entre ellas, pero los hechizos de Bruenna consiguieron mantenerlas a salvo el
tiempo suficiente para llegar al puerto. La elfa abrió la puerta del almacén de un fuerte
empujón, entró corriendo y la cerró detrás de Bruenna.

—Slobad, Bosh —gritó—. ¿Dónde estáis? Os necesito. ¡Ahora mismo!

No había nadie en la cabaña. Faltaba también una embarcación. Glissa registró frenéticamente
la cabaña.

—Iré a buscarlos —dijo—. Quédate aquí.

Bruenna no discutió. Glissa abrió la puerta y al instante cambió de idea con respecto a la salida.
Al menos diez de los asesinos plateados habían ocupado los muelles. Flotaban allí, frente a la
puerta. La cerró dando un portazo.

—Tenemos un pequeño problema.


Capítulo 20

El mar de Mercurio

Glissa llamó a Bruenna desde la puerta.

—Aerophins —dijo—. A montones. Y mis amigos han desaparecido. Estamos solas.

—¿Por qué no has percibido a éstos? —preguntó Bruenna.

—No lo sé —replicó Glissa.

Bruenna caminaba de un lado a otro de la habitación con el entrecejo fruncido.

—Puedes sentir cómo acumulan maná. Tienen que cargarse antes de soltar sus rayos. Por eso
tarda tanto en volver a atacar. Alguien se ha dado cuenta de que puedes percibirlo, y por eso los
aerophins no se han cargado aún.

—Entonces, ¿qué están haciendo ahí afuera? —preguntó Glissa—. Nos tienen aquí atrapadas.
¿Por qué no atacan?

Las dos mujeres se miraron.

—Porque nos tienen aquí atrapadas —dijo Glissa lentamente. Bruenna asintió.

—Quieren mantenernos aquí hasta que llegue alguien… o algo.

—Tenemos que escapar. ¿Alguna idea?

—Correr.

—¿Ése es tu plan?

—Mira —dijo Bruenna—. Los aerophins tardan algún tiempo en cargar. Eso nos permitirá salir.
Yo los freno con una ráfaga de viento y corremos.

Glissa sacudió la cabeza.

—Nos seguirán por mucho que corramos. ¿A dónde podemos ir?

—No lo sé —respondió la maga humana—. Lejos de la ciudad. A las montañas. Quedarse aquí
sería un suicidio y además pone en peligro a mi pueblo.
—Muy bien —asintió Glissa—. Tienes razón. Correremos hacia las montañas. Si en algún lugar
tenemos posibilidades de encontrar amigos, es allí. Además, tal vez pueda destruir alguna de
esas bestias. Ya lo he hecho antes.

—¿Cómo? —preguntó Bruenna.

—No tengo ni la menor idea —dijo Glissa mientras se aproximaba a la puerta—. Ocurrió sin
más. Pero puede que para ello tenga que morir. ¿Preparada?

Bruenna, con los brazos cruzados sobre el pecho, se situó junto a la puerta y asintió. Glissa la
abrió de un empujón y la maga abrió los brazos de par en par. Glissa sintió que una ráfaga de
viento pasaba a su lado. La fuerza sacudió el marco de la puerta. Bruenna echó a correr y la elfa
fue tras ella.

Los aerophins, sorprendidos por la repentina ráfaga, se dispersaron dando vueltas. Bruenna
corrió a lo largo de la orilla, seguida por Glissa, que volvía la vista de vez en cuando para saber lo
que ocurría con sus perseguidores. Dos de los aerophins cayeron al mar. El mercurio era espeso
y movedizo. Los monstruos no se hundieron en él, pero tampoco pudieron escapar. Detrás de
uno de ellos, un cuello esbelto atravesó la superficie de metal sin apenas levantar una onda.
Parecía una serpiente gigante. Su cabeza se elevó en el aire casi dos metros y abrió unas
enormes mandíbulas que ocultaban filas y filas de dientes brillantes. Entonces se precipitó con
fuerza sobre el mar y, de una gran dentellada, atrapó a una de las plateadas criaturas por la
cola. El depredador desapareció bajo la superficie.

Al salir del área de los muelles, Glissa escuchó unos gritos procedentes de la ciudad. Unos niños
corrían gritando por las calles mientras los adultos trataban de cogerlos y calmarlos. Un niño
pequeño se acercó hacia Glissa, llorando, seguido por un adulto de pelo cano.

—¡Riley, vuelve aquí!¡es peligroso! —exclamó el hombre.

—¡Meteos en vuestras casas! —gritó Glissa sin dejar de correr—. De prisa.

Apretó el paso. El hombre alcanzó a Riley junto a la orilla, al mismo tiempo que, con un gran
estruendo, los aerophins pasaban volando sobre sus cabezas.

—¡Tenemos que alejarlos de la ciudad! —gritó Bruenna—. Luego nos dirigiremos a las
montañas.

—En el valle no hay dónde esconderse.

—Cuento contigo para que nos avises cuando haya que esconderse.
—Estupendo —dijo Glissa. Sintió un familiar hormigueo—. Éste sería un buen momento. Están
cargándose.

Bruenna se apartó de la orilla del mar y se tiró al suelo. Glissa consideró la idea de sumergirse
en el mercurio, pero entonces se acordó de la serpiente marina.

Los aerophins contuvieron su ataque. O estaban volviéndose más listos o alguien los controlaba.
Glissa pisó un charco de mercurio y sintió como éste se deslizaba bajo sus pies. Cayó de bruces
al suelo: un objetivo fácil.

Los aerophins estaban casi sobre ella. Se apartó del mar rodando por el suelo y se llevó la mano
a al espada. Las criaturas se aproximaban a gran velocidad y volando a baja altura. Sus globos
resplandecían y crepitaban. No tenía dónde esconderse. Un rayo pasó por encima de su cabeza
y estalló sobre la tierra y el mercurio, a su lado.

Glissa miró a su alrededor para dar las gracias a Bruenna por distraer a los aerophins. Pero lo
que vio fue una embarcación humana que avanzaba hacia la bandada de criaturas. Slobad venía
sobre la proa, mirando fijamente un tablero que tenía delante, y Bosh estaba tras él. Cuando el
bote alcanzó a los aerophins, que volaban a muy baja altura, Bosh atacó y derribó a dos de las
criaturas plateadas con un movimiento de sus grandes manos de hierro.

El resto de la bandada remontó el vuelo. Glissa se puso en pie y corrió hacia la embarcación,
confiando en que el trasgo fuera capaz de hacer que virara antes de que sus enemigos
regresaran.

Bruenna se les acercó corriendo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

—Mis amigos —respondió Glissa—. Vamos.

Corrieron hacia los muelles siguiendo al bote. Slobad no lo controlaba a la perfección, y no pudo
evitar que virara bruscamente antes de llegar a la orilla. El niño pequeño, Riley, lanzó un grito al
ver que el bote se les echaba encima. El anciano lo cogió y se arrojó a un lado. Slobad cambió
bruscamente de dirección y embarrancaron en la orilla de costado.

Glissa volvió la mirada hacia atrás. Los aerophins supervivientes se habían reagrupado.

—¿Entrad en vuestra casa! —gritó al anciano—. Estar aquí es peligroso.

El anciano la miró, temblando. Glissa corrió a toda velocidad hacia el bote.

—¿De prisa! —gritó. Empezó a sentir el hormigueo en la nuca—. Se nos acaba el tiempo.
La elfa se adentró dos pasos en el mar. El mercurio se pegó a sus botas. Alargó los brazos para
sujetarse al costado de la barca pero no lo consiguió. Sus dedos arañaron el tubo de hierro que
sobresalía de la borda mientras veía cómo se le acercaba el mercurio a la cara. Una mano salió
disparada desde el bote y la sujetó por la muñeca. Bosh la levantó de un tirón, pero lo hizo con
tanta fuerza que la elfa chocó con la borda. Su estómago impactó con el oxidado tubo y se
quedó sin respiración.

Bosh la subió al bote y la dejó sobre la cubierta de cuero. La elfa se hizo un ovillo y se rodeó el
estómago con los brazos. Trató de recobrar el aliento para decir algo.

—Protege a… Bruenna —dijo con vos entrecortada.

—Ya la tengo —respondió el gólem con calma.

—¡Slobad… vámonos! —resolló Glissa.

Oyó las alas de los aerophins que se aproximaban. Trató de ponerse en pie, pero entonces la
embarcación se apartó bruscamente del muelle y cayó sobre la cubierta. Levantó la vista y vio
que Bruenna hacía un ademán hacia las criaturas. Los oídos se le taponaron al brotar una ráfaga
de viento de las manos de la humana.

—¿Ha funcionado? —preguntó. Volvió a ponerse en pie. Estaba dolorida y, además, le costaba
mantener el equilibrio en el bote, que no dejaba de moverse.

Bruenna sacudió la cabeza.

—La mayoría de ellas han esquivado la ráfaga pasando por debajo. Las ha frenado un poco pero
siguen acercándose.

Glissa vio que los aerophins los seguían a baja altura, justo encima de la superficie de mercurio.

—Tengo una idea —dijo—. Vuelve a convocar el viento, pero apunta al mercurio. Y date prisa.
Siento un hormigueo en el cuello.

Bruenna extendió los brazos y separó los codos. Glissa vio que la energía brotaba de sus manos
al liberar una nueva ráfaga de viento. La fuerza del aire golpeó el mar y levantó una ola de
mercurio tras ellos.

—No pares —exclamó Glissa.

Bruenna vertió más maná en el viento. La ola creció y se ensanchó. Los aerophins trataron de
remontarse por encima de ella pero no pudieron ascender lo bastante de prisa. El mercurio
golpeó a la bandada y engulló a las primeras aves antes de que tuvieran tiempo de apartarse.
Uno por uno, los aerophins desaparecieron en el metálico líquido hasta que sólo quedaron dos
de ellos. Remontaron el vuelo sobre la superficie del mar y se aproximaron a la embarcación.

—¿Esto no puede ir más de prisa? —preguntó Glissa.

—A mí no me preguntes, ¿eh? —rezongó Slobad—. Acabo de aprender a manejarlo.

—Yo puedo hacer que corra más —dijo Bruenna. Se dirigió a la proa del bote e introdujo el pie
bajo un tubo de hierro que discurría de un lado al otro de la cubierta. Apartó al trasgo de un
empujón. Glissa vio que había otros dos tubos más que sobresalían de la cubierta en la parte
delantera del bote, inclinados el uno hacia el otro a la altura de la cabeza del trasgo. Entre los
dos descansaba una gran bola de mercurio. Bruenna convocó el maná en sus manos y asió la
bola. El bote reanudó su avance, mucho más de prisa que antes.

Glissa introdujo un pie bajo la borda de hierro y se agarró a Bosh para mantener el equilibro.
Slobad, que no tenía nada a lo que sujetarse, resbaló hacia la popa. Glissa extendió su pierna
libre y cogió al trasgo al pasar.

—Será mejor que os agachéis —dijo Bruenna en voz alta—. Voy a tratar de despistarlos en las
islas de cristal.

Glissa bajó los brazos y arrastró a Slobad hasta la borda. El trasgo se sujetó al tubo de hierro con
ambas manos. Su pequeño cuerpo rebotaba sobre la cubierta mientras el bote ganaba
velocidad sobre las olas de mercurio. Glissa se agazapó y asió el tubo de hierro para
estabilizarse. Echó la vista atrás para comprobar qué había sido de los aerophins. Sendas ráfagas
de viento brotaban de los extremos de los puntales de hierro que sustentaban la cubierta de
cuero. Al avanzar como una exhalación sobre la superficie del mar, el bote lanzaba tras de sí un
chorro de mercurio vaporizado. Los aerophins volaban detrás de éste, sin llegar a tocarlo, pero
sin demorarse tampoco. Glissa no sabía a qué velocidad estaban navegando, pero desde que
Bruenna se había hecho con el control del barco, la ribera se había perdido de vista.

El bote viró violentamente a estribor y Glissa volvió a mirar al frente. Estaban acercándose a
gran velocidad a las islas de cristal, que más que islas parecían torres: gigantescas agujas
plateadas que brotaban de la superficie del mar.

Las islas se elevaban retorcidas y sinuosas como la serpiente que Glissa había visto emerger
antes del mercurio. Había un grupo de diez delante de ellos, pero Glissa vio más que salpicaban
el mar a la distancia. Las torres eran casi hipnóticas. Parecían estructuras de mercurio
cristalizado. La luz de las dos lunas que había en el cielo se reflejaba en ellas, así como en la
superficie del agua, convirtiendo en una cascada de color el aire entre las islas.
Pasaron rozando la primera de ellas, entre dos contrafuertes plateados que descendían
describiendo una curva desde la torre que tenían encima. Glissa levantó la mirada mientras
pasaban con una exhalación por debajo. Docenas de terrazas redondeadas sobresalían de la
aguja a gran altura. Dos puentes plateados conectaban aquella torre con las dos siguientes islas
del grupo. Le pareció ver gente en los puentes y terrazas mientras se alejaban en dirección a la
siguiente isla, pero no había podido asegurarlo. Quedaban demasiado altos y el bote se movía
demasiado de prisa.

Bruenna viró bruscamente para rodear la siguiente isla y siguió adentrándose en aquel
laberinto. Glissa vio una abertura en la base de una isla lo bastante grande para que entrara un
bote. Al pasar junto a ella estiró el cuello y vio una caverna resplandeciente en cuyo interior
había varias embarcaciones humanas amarradas.

—¿No podríamos escondernos en una de esas cuevas? —gritó mientras se aproximaban a la


siguiente isla. Los aerophins tenían que describir amplias curvas para sortear las espiras
plateadas, pero seguían muy cerca.

—Puede que sí, si soy capaz de despistarlos —repuso Bruenna—. Si nos encuentran allí,
estaríamos atrapados.

Glissa se apartó el cabello de los ojos.

—¡Aminora! —gritó.

—¿Estás loca? Están cargado y preparados para atacar si se aproximan lo bastante. Uno de esos
rayos podría hundirnos.

—Sólo un poco —dijo Glissa—. Deja que se acerquen un poco y luego acelera en la siguiente
caverna. Ellos no pueden girar tan bruscamente como nosotros. Confía en mí. Funcionará.

Bruenna sacudió la cabeza.

—Es una locura.

—Las locuras son lo suyo —dijo Slobad, que seguía sujeto a la pierna de Glissa.

Bruenna movió la mano hacia atrás sobre el orbe de mercurio con el que controlaba el bote y
éste aminoró un poco su velocidad. Mientras se aproximaban a la siguiente isla, Glissa seguía
con la mirada a los aerophins, que poco a poco estaban acercándose. El hormigueo en su cuello
volvió a aparecer. Dispararían en cualquier momento, pero la isla estaba todavía un poco lejos.

—¡A toda velocidad! —gritó—. Ya están lo bastante cerca.


Bruenna pasó la mano sobre el orbe y, con una sacudida, el bote ganó velocidad y se lanzó hacia
la isla. Los aerophins seguían ganándoles terreno poco a poco pero todavía no habían atacado.

—Acércate todo lo que puedas a la entrada de la cueva.

Bruenna sorteó una isla que tenía una sola aguja de cristal. Al llegar al otro lado, Glissa vio que
un arco de plata brotaba de la torre y se sumergía en el agua a cierta distancia. Bruenna hizo
virar la nave a estribor y entraron en la caverna pasando a escasos centímetros del arco.

El primer aerophin chocó contra el arco. La explosión provocó una lluvia de fragmentos que
roció el mar en todas direcciones. El segundo logró sortear el arco, pero el impulso lo lanzó
directamente contra la pared opuesta de la caverna.

—Todos al suelo —chilló Glissa. Se dejó caer sobre la cubierta de cuero en el mismo instante en
que el aerophin se precipitaba contra la pared de la caverna y explotaba en una lluvia de
electricidad y cristal. Cuando la elfa volvió a mirar, el bote seguía avanzando a gran velocidad
por la caverna, en dirección a una fila de botes amarrados.

—¡Bruenna! —gritó.

La maga se levantó y, con un ademán brusco, giró hacia sí el orbe de control. El bote aminoró su
velocidad, pero Glissa se dio cuenta de que no sería suficiente. Bruenna giró la muñeca hacia un
lado y el bote se deslizó de costado. Frenaron bruscamente, chocando contra los dos últimos
botes de la fila.

—Eso lo ha aprendido de mí, ¿eh? —dijo Slobad—. Yo fui el primero en hacerlo, ¿eh?¿Lo
recordáis? Lo he hecho en los muelles.

Glissa ignoró al trasgo.

—¿Estáis todos bien?

Slobad y Bosh asintieron. Bruenna parecía preocupada.

—¿Qué ocurre?

—Estoy bien —respondió Bruenna—, pero no estamos a salvo.

Los vedalken enviarán a alguien a investigar las explosiones.

—¿Hay algún lugar seguro al que podamos ir? —preguntó Glissa—. Tenemos que terminar
nuestra conversación.
—Sí, así es —dijo Bruenna—. Antes de que acceda a hacer nada más por ti, me gustaría saber
quiénes sois y qué supone para mi pueblo vuestra presencia aquí.

—Bueno —dijo Glissa, dando golpecitos con el pie en el cuero de la cubierta—. ¿A dónde
vamos?

—Conozco un sitio —dijo la maga.

* * * * *

Bruenna navegó entre las islas del pequeño archipiélago hasta salir a mar abierto. Glissa se
había situado en la popa para asegurarse de que nadie los seguía. Mientras la humana pilotaba
la nave de dirección a un lejano grupo de agujas, Glissa le contó sus aventuras, empezando por
la muerte de sus padres y terminando con la de Kane y la descripción del mago de cuatro brazos
que lo había asesinado. No hizo mención al culto de los trasgos y el mundo interior.

Al cabo de algún tiempo, llegaron a una solitaria isla que emergía de la superficie marina cerca
de la intersección entre las montañas y la neblina del Mefidrós. La isla era una simple aguja que
ascendía hacia el cielo como un sacacorchos. Glissa advirtió que no resplandecía como las torres
del archipiélago de las islas de cristal. De hecho, la aguja de plata parecía casi sucia.

—Los vedalken la abandonaron hace mucho —les explicó Bruenna mientras guiaba el bote
hasta la entrada de una cueva que se abría en su base—. Estaba demasiado cerca del Mefidrós y
estaban empezando a infectarla las nieblas necrógenas: la neblina verde que flota sobre el Dros.
Aquí deberíamos estar a salvo.

La caverna parecía ocupar la base entera de la aguja. Una escalera central ascendía en espiral
hasta un rellano que había en el centro. Atracaron al otro extremo del rellano para que las
escaleras ocultaran la nave, y subieron a la aguja. El interior de la isla era de color apagado y
parecía cubierto por una película grasienta, sin duda a causa de las nieblas necrógenas, pero a
pesar de todo, a Glissa le resultó fascinante. La luz de las lunas atravesaba las paredes, pero
éstas la refractaban de formas extrañas, estirando y distorsionando lo que había al otro lado. Si
uno las miraba demasiado tiempo, la visión se volvía borrosa y empezaba a dolerle la cabeza.

—¿No estaríamos más seguros cerca del bote? —preguntó Bosh.

Bruenna se quedó mirando al gólem.

—¿Habla? —preguntó.
Glissa sonrió.

—Olvidé mencionarlo —dijo—. Lo siento.

Bruenna rezongó:

—Tienes extraños servidores.

—No son mis servidores —dijo Glissa—. Son mis amigos.

—Gracias, Glissa —dijo Bosh.

Bruenna la miró y se encogió de hombros.

—Vamos a subir a una de las terrazas —dijo—. Desde allí podremos ver a cualquiera que se
acerque.

Salieron a una terraza que rodeaba por completo la aguja. Bosh y Slobad montaron guardia
mientras Bruenna y Glissa continuaban su charla.

—Tenías razón —dijo Bruenna—. El mago que mató a tu amigo era un vedalken. ¿Por qué te
persiguen? Hasta ahora, nunca había visto tantos aerophins enviados contra una sola persona.

—No lo sé —contestó Glissa—. Confiaba en que tú pudieras ayudarme a averiguarlo.

—¿Por qué tendría que ayudarte? —preguntó la maga—. Te he traído hasta aquí para alejarte
de mi pueblo. Si te ayudo más, el Sínodo ordenará la destrucción de la ciudad.

Glissa suspiró.

—Mira —dijo—. Tú no confías en mí y yo no confío en ti, pero no tengo alternativa. Los


vedalken quieren matarme y necesito tu ayuda. Dame sólo un poco de información y dejaré que
te marches. ¿Qué es ese Sínodo del que hablas?

—El Sínodo es el consejo que gobierna a los vedalken —respondió Bruenna—. Si te encuentran ,
sabrán que te he ayudado. Debe de ser un miembro del Sínodo el que te persigue. Sólo ellos
tienen acceso a tantos aerophins.

—Entonces, ayúdame a derrotarlos y así no lo averiguarán —suplicó Glissa—. Mira, ya han


atacado a mi pueblo dos veces. Si no pongo fin a esto morirá mucha más gente, incluidos los
habitantes de tu ciudad. Ayúdame y trataré de evitarlo.

—¿Con qué? —preguntó Bruenna—. ¿Con una máquina vieja y oxidada y un trasgo maloliente?
—Muy bien. No nos ayudes. Llévanos a la costa y buscaremos otro camino. —Glissa se volvió y
contempló la vasta extensión del mar de Mercurio—. Puedes regresar a tu forzada servidumbre
con los vedalken. Sólo quiero que me digas una cosa: ¿por qué trabajas para ellos? Los humanos
parecéis una raza bastante inteligente y poseéis poderes mágicos. ¿Por qué no trabajáis para
vosotros mismos?

—Eso es exactamente lo que decía mi padre —dijo Bruenna—. Y por eso lo mataron.

—¿Qué ocurrió?

Bruenna dirigió la mirada hacia el apacible mar.

—Antes éramos como cualquier otro asentamiento humano—dijo—. Trabajábamos con los
vedalken…, o al menos eso creíamos, pero nuestras vidas no mejoraban y ellos se quedaban
todo lo que creábamos. Mi padre se hartó. Había terminado la obra de su vida y esos bastardos
se la arrebataron. Encabezó una revuelta de la ciudad contra los vedalken. Nos negamos a
volver a trabajar para ellos. Entonces enviaron a sus aerophins…, cincuenta en total. Esos
asesinos plateados arrasaron la ciudad y mataron a todos los que osaron defenderse. Así que
seguimos trabajando para los vedalken, pero ya no nos hacemos ilusiones sobre nuestra
condición. Somos sus esclavos y no hay nada que pueda cambiar eso.

—Yo sí —dijo Glissa.

—¿Cómo?

—Poseo un poder —dijo la elfa—. Todavía no lo comprendo, pero puedo destruir a los
aerophins. Con tu ayuda, podría aprender a controlarlo. Si me ayudas, protegeré tu ciudad.

—No sé —dijo Bruenna. Se secó los ojos con la manga—. Hemos vivido en paz con los vedalken
durante casi cincuenta ciclos.

—Quieres decir que habéis vivido en la esclavitud. ¿Qué habría hecho tu padre?

Bruenna miró a la elfa durante un largo rato. Corrían lágrimas por sus mejillas. Finalmente,
preguntó:

—¿Qué necesitas?
Capítulo 21

Preparativos

Glissa cogió a Bruenna por los hombros con las dos manos.

—Gracias —dijo—. Tengo que averiguar quién está tratando de matarme y por qué.

—Pero yo no sé nada sobre sus motivos —protestó Bruenna.

—Puede que no —dijo Glissa—, pero sabes cómo se comportan.

—Conozco algunas cosas sobre sus investigaciones mágicas —dijo la humana—, al menos
aquellos proyectos en los que mi pueblo está trabajando. Poco más. No sé lo que piensan y lo
ignoro todo sobre los asuntos internos del Sínodo.

—Está ocurriendo algo importante —dijo Glissa, dándose unos golpecitos en la barbilla—. Los
vedalken han hecho tratos con los nim y los trasgos. Han atacado a los leonin, los trols y los
elfos. Todo está relacionado con un oscuro y profundo secreto sobre el mundo que han
descubierto. Tiene que haber alguien que sepa algo sobre el asunto.

Bruenna se encogió de hombros.

—Los vedalken son mucho más inteligentes que los humanos. Nos tratan como si fuéramos
mejores que animales. Pero no siempre ha sido así. He oído relatos de antaño en los que los
humanos y los vedalken trabajaban codo con codo, como iguales, pero el serum lo cambió todo.
Cambió a los vedalken.

Glissa asintió.

—Algo he oído sobre el serum, sí. Expande la mente y revela secretos sobre la creación del
mundo.

—Hace más que eso. Expande tus sentidos. Te vuelves consciente de las conexiones entre todas
las cosas vivientes. He oído que incluso puede desenterrar recuerdos ancestrales. Puedes
averiguar todo lo que sabían tus antepasados. Por desgracia, el efecto es sólo temporal, de
modo que los vedalken necesitan un suministro constante. Gran parte de su investigación se
orienta a encontrar formas más rápidas de refinar el serum.

—Me han contado que su uso acarrea terribles consecuencias —murmuró Glissa.
—Desde luego fue así para los vedalken —respondió Bruenna—. Se volvieron crueles, y
utilizaron el conocimiento extraído gracias al serum para hacerse con el control del mar y de
todo lo que contiene.

—No es sólo eso —dijo Glissa—. Los vedalken tienen que asesinar a millones de polillas
titilantes para mantener ese suministro constante.

—Eso no lo sabía. Me alegro de no haberlo probado nunca.

Glissa miró a la humana con sorpresa.

—¿Cómo sabes tanto sobre el serum si nunca lo has probado?¿Los vedalken dejan que lo
prueben los humanos alguna vez?

—¡Por los vientos, no! —exclamó Bruenna—. Los humanos lo tienen prohibido. Los vedalken lo
guardan para sí. Mi padre trabajó un tiempo refinándolo. Más tarde se convirtió en ayudante en
sus investigaciones y tuvo la ocasión de aprender muchas cosas sobre el serum.

—Sin embargo, sobornan a sus aliados con pequeñas cantidades —dijo la elfa, y extrajo el
frasco de su bota—. Le arrebaté esto al líder de los nim. Se lo habían dado como pago por mi
muerte. Seguramente, los vedalken creen que unos pocos frascos no pueden hacer mucho daño
si los efectos se disipan tan de prisa.

—¿Tienes un frasco de serum? —preguntó Bruenna. Extendió una mano ávida hacia el frasco,
pero Glissa lo apartó—. No quiero utilizarlo —dijo—, pero es mi único vínculo con el mago que
mató a mi amigo.

Bruenna apartó la mano con expresión de arrepentimiento en el rostro.

—Lo siento —dijo—. En realidad yo tampoco lo quiero. Dejé de aspirar a ser como los vedalken
hace tiempo. Sin embargo, puede que exista un modo de que saques las respuestas que buscas
de ese frasco.

—¿Tengo que beberlo?

—Sí —dijo Bruenna—, pero no aquí, ni ahora. Primero tenemos que conseguir que entre en
Lúmengrid.

—¿Qué es eso?

—Lúmengrid es la fortaleza de cristal de los vedalken. Es allí donde se reúne el Sínodo. Y es allí
donde guardan su más preciada posesión: el Estanque del Conocimiento.
—¿Un estanque de conocimiento? —Glissa puso cara de escepticismo—. ¿Me baño en él y
todas mis preguntas reciben respuesta por arte de magia?

—Algo así —dijo Bruenna, sonriendo—. No sé muy bien cómo funciona. Mi padre me contó
algunas cosas sobre él antes de que lo mataran. Incluso intentó utilizarlo una vez.

—Y lo consiguió? —preguntó Glissa—. ¿Descubrió tu padre algún secreto de los vedalken?¿Por


eso lo mataron?

—Sólo consiguió destellos, retazos de imágenes —dijo Bruenna con pesar—. Pero le bastó para
comprender lo terribles que son los vedalken. Por eso trató de arrebatarles el control de nuestra
ciudad.

Glissa se pasó los dedos por la mandíbula.

—¿Y cómo va a ayudarme eso a mí?

—Cuando era más joven realicé algunas investigaciones por mi cuenta —dijo su compañera
humana—. Después de la revuelta ocupé el lugar de mi padre como ayudante de investigación.
Creo que los vedalken querían mantenerme vigilada. Después de algunos ciclos dejé de ser para
ellos otra cosa que una herramienta de trabajo más, pero yo nunca olvidé lo que le habían
hecho a mi padre. Cuando mi amo vedalken no estaba mirando, revisaba sus diarios y notas
personales. Lo que averigüé en ellos me induce a pensar que el Estanque del Conocimiento sólo
funciona correctamente con alguien que haya ingerido serum.

—¿Para eso lo querías?

—Antes sí —dijo Bruenna—. Mi plan era obtener el conocimiento que buscaba mi padre para
poder cobrarme venganza de los responsables de su muerte. Pero aprendí con el tiempo que
hay cosas más importantes que la venganza. He dedicado los últimos diez ciclos a mi pueblo y a
mi madre.

—La venganza es una motivación muy fuerte —dijo Glissa con voz seca. Extendió la mano y la
puso sobre el hombro de Bruenna—. Si algo he aprendido en las últimas semanas, es que la
razón debe templarla si no quieres que te consuma.

La pausa en la conversación se alargó incómodamente. Al fin, Glissa continuó:

—Entonces, ¿sólo tengo que beberme el contenido del frasco y saltar al estanque? Parece
bastante fácil.

—No lo es —dijo Bruenna—. Lúmengrid es inexpugnable y el Estanque del Conocimiento está


muy bien custodiado.
—Pero tienes un plan, ¿no?

—Así es —asintió Bruenna—. Después de la muerte de mi padre, pasé mucho tiempo haciendo
planes. Primero, tenemos que volver a la ciudad.

—¿Qué hay allí?

—El legado de mi padre.

* * * * *

Bruenna gobernaba el bote mientras Glissa, Slobad y Bosh se acurrucaban en la popa y


charlaban.

—¿Tú crees que puedes confiar el ella, eh? —preguntó Slobad.

—No lo sé —dijo Glissa—. Creo que sí. Los vedalken mataron a su padre.

Slobad cruzó los brazos.

—No le gustan los trasgos, ¿eh?

—Ni ella a ti —replicó Glissa—. Llevan una eternidad enfrentándose por los derechos mineros.
Eso es lo único que sabe sobre ellos.

—Podría estar llevándote a una trampa —dijo Bosh.

—Pudo habernos entregado a los vedalken en cuanto destruimos a los aerophins —dijo Glissa
—. Pero no lo hizo. Ahora está arriesgando su vida y la de todos los habitantes de su ciudad,
incluida su madre, para ayudarnos. Creo que podemos confiar en ella.

Bruenna silbó.

—Casi hemos llegado —dijo—. Atracaré lejos de la ciudad.

Glissa se acercó a ella.

—¿Y luego?

Bruenna parecía nerviosa.


—Construí una copia del sumergible de mi padre —dijo—. Tardé cinco ciclos en completarlo,
pero no encontré una fuente de energía lo bastante potente como para impulsarlo. Sé que las
máquinas que construyen los vedalken, en especial las grandes, como este gólem —señaló a
Bosh con un ademán—, llevan dentro una potente fuente de maná. Había pensado que
podíamos desactivar al gólem…, a Bosh…, y utilizar su fuente de energía en el sumergible.

—Imposible —replicó Glissa al instante—. No quiero matar a un amigo mío para vengarme de
los vedalken.

—Yo estoy dispuesto a hacer el sacrificio —dijo Bosh—. Mi batería de maná debería ser
suficiente. —Abrió una cavidad pectoral e introdujo una mano en ella.

—No —dijo Glissa. Le puso una mano en el brazo—. Sé que estás dispuesto a morir por mí. Eso
ya lo has demostrado. Pero te necesito a mi lado. Necesito que recuerdes tu pasado.
Encontraremos otro modo de entrar en Lúmengrid.

—No hay otro modo —dijo Bruenna—. Necesitamos el sumergible para entrar en Lúmengrid. Y
el sumergible necesita una fuente de energía.

—Tú llevanos a la ciudad —dijo Glissa—. Ya se nos ocurrirá algo.

—Yo tengo una idea, ¿eh? —dijo Slobad—. Si alguien quiere oír lo que el trasgo tiene que decir.

* * * * *

—¿Estás seguro de que funcionará? —preguntó Bruenna algún tiempo después.

—Las sencillas soluciones de trasgo suelen ser las mejores, ¿eh? —dijo Slobad mientras
trabajaba en el sumergible—. Los trasgos no necesitan magia para que las máquinas funcionen.
Los trasgos son más listos que la magia.

Glissa rió entre dientes. Dejó que la insólita pareja continuara con su trabajo y deambuló por el
destartalado almacén. Tras atracar, el grupo se había dirigido a la cabaña personal de Bruenna.
La líder de los humanos había escondido su sumergible debajo de varias embarcaciones en
proceso de reparación.

No tenía un aspecto demasiado impresionante. De hecho, más que otra cosa parecía un
artefacto trasgo. Bruenna le explicó que se había basado en los planos de su padre para
construirlo pero que había tenido que sustituir el fino y plateado metal que utilizaban los
vedalken con hierro trasgo. El sumergible era un enorme cilindro de hierro oxidado. Ocupaba la
cabaña de un lado a otro y era un poco más alto que la humana. Se parecía muchísimo a las
tuberías que había en las paredes de los túneles trasgos, sólo que mucho más grande y con los
dos extremos cerrados.

Slobad estaba atareado trabajando en uno de sus extremos con el tubo ígneo. De la boca del
tubo salía una fina llama blanca, idéntica a la que Glissa había visto en los tubos de los trasgos
que trabajaban en el conducto de ventilación del Gran Horno. Bosh sujetaba un anillo de hierro
contra la parte delantera del sumergible mientras Slobad fundía un lingote de metal sobre el
anillo y el vehículo. Ya habían soldado un anillo similar al otro extremo de la parte delantera.

—Venid aquí —dijo Bruenna desde lo alto del sumergible.

Glissa trepó por uno de los lados. La maga estaba junto a una abertura circular en lo alto del
vehículo.

—Iremos dentro del sumergible —dijo la maga—. Utilizaré mi dominio de los vientos para
llenarlo de aire e impedir que entre el mercurio. Una vez que tu gólem… quiero decir, Bosh, nos
lleve a Lúmengrid, intentaremos llegar al Estanque del Conocimiento.

—¿No intentarán detenernos los vedalken?

—Acceder a la cámara del Estanque del Conocimiento será difícil, pero llegar hasta ella no
debería suponer un gran problema. Los vedalken no se fijan siquiera en los humanos que
recorren sus torres a menos que estén haciendo algún trabajo para ellos. En ese caso, si hay
suerte nos toleran, o si somos demasiado lentos o el vedalken está de mal humor, nos castigan.

Glissa se rascó la cabeza.

—Seguro que hay magos en otras ciudades que piensan igual que tu padre y tú con respecto a
los vedalken.

—Algunos, sí, pero casi todos ellos acaban trabajando para los vedalken como bestias y se
concentran en reunir un poco de poder. En seguida aprendes a hacer lo que te ordenan. La
sumisión se recompensa con trabajos más sencillos y en mejores condiciones. El desafío se
castiga con trabajos forzados en las plantas procesadoras de serum o entregando a los
responsables a los guardias flotantes.

—Es espantoso —dijo Glissa.

—Sí —repuso Bruenna—, pero eso significa que una vez dentro de Lúmengrid podremos
movernos con libertad. No está bien visto que los humanos hablen entre sí y los vedalken ni
siquiera reparan en nuestra presencia. Bastará con que lleves la capucha subida.
—¿Crees que podremos entrar con el sumergible sin que nos detecten?

Bruenna asintió.

—Mi plan era utilizarlo para entrar por las tuberías de expulsión de desechos que hay debajo de
la fortaleza, pero sin una fuente de energía, es poco más que un tubo de hierro. Por eso tendré
que encargarme del aire. Mientras estemos bajo el agua tendré que estar concentrada todo el
rato.

—¿Cuánto tiempo serás capaz de hacerlo?

—Lo suficiente —dijo Bruenna—. Remolcaremos el sumergible la mayor parte del camino.
Luego Bosh nos llevará hasta el fondo.

Glissa llamó a Slobad y a Bosh.

—¿Estáis seguros de que Bosh no tendrá ningún problema bajo el mercurio? —preguntó—. El
Dros se le metió dentro y acabó por atascar sus engranajes.

—Pero tardó mucho tiempo —dijo Slobad—. Puede que cientos de ciclos. Resistirá sin
problemas una travesía corta.

Glissa miró a Bruenna.

—Ya te irás acostumbrando a él.

—Eso espero.

* * * * *

Bosh despejó un camino en el interior de la cabaña mientras Bruenna abría un cofre y sacaba un
gran ovillo de cuero trenzado. Glissa había visto en el muelle que se utilizaba el mismo tipo de
cuerda para amarrar las embarcaciones. Bruenna ató los dos extremos de la cuerda a los anillos
y le entregó el ovillo al gólem.

—Pásatelo alrededor del torso —le dijo a Bosh—. Yo haré levitar el sumergible. Tú sólo tienes
que sujetarlo y tirar de él con la cuerda. Glissa y Slobad, vosotros tendréis que dirigirlo desde los
dos lados.

Bosh dio varias vueltas a la cuerda alrededor de su cuerpo y a continuación se encaminó a la


puerta. Glissa se situó en la parte trasera del sumergible. Éste se levantó en el aire y empezó a
moverse. Era un proceso muy lento. Bruenna no podía moverse muy de prisa al mismo tiempo
que mantenía el sumergible en el aire, y Glissa y Slobad descubrieron que no era fácil de
manejar. En varias ocasiones, Glissa empujó con demasiada fuerza y Slobad se vio obligado a
tirarse al suelo para que no le golpeara en la cabeza.

Todo fue más fácil una vez que ataron el sumergible al bote. Slobad lo sacó de la orilla mientras
Bruenna lo mantenía en el aire. Una vez que estuvo sobre el mar, la maga lo hizo descender
poco a poco. Se hundió hasta la mitad en la plateada superficie del mar, pero permaneció a
flote. Luego llevó el bote y el sumergible lejos de la ciudad.

—¿No podemos ir más de prisa? —preguntó Glissa.

—El bote está al límite —dijo Bruenna—. Tengo miedo de forzarlo demasiado. Podría quemar el
orbe de maná. Entonces estaríamos varados hasta que los pescadores salieran a la mar por la
mañana. Tenemos que llegar a la isla abandonada antes de que salga el sol azul.

—¿Y luego qué haremos?

—Nos sumergiremos.

* * * * *

Cuando por fin entraron en la caverna que había bajo la torre abandonada, tanto la luna azul
como la roja estaban ya en el cielo, pero Glissa estaba segura de que nadie los había visto.

—¿Está muy lejos Lúmengrid? —preguntó.

—En bote no —respondió Bruenna—. Pero creo que con el sumergible tardaremos la mayor
parte del día.

—¿Por qué no nos acercamos, eh? —preguntó Slobad—. Slobad no quiere pasar mucho tiempo
bajo el mercurio. Le parece peligroso.

Glissa respondió:

—Por que alguien podría ver el bote abandonado y sospechar. —Se volvió hacia Bruenna—.
¿Podrás mantener a raya el mercurio tanto tiempo?

—No será necesario —dijo la humana—. En realidad, el mar de Mercurio es bastante poco
profundo. Deberíamos poder ir sobre el sumergible la mayor parte del tiempo.
—Pues adelante.

Slobad ayudó a Bosh a atarse la cuerda alrededor del cuerpo.

—Si ves algún problema —le dijo al gólem—, tira de la cuerda para que te desatemos, ¿eh?

—Muy bien —dijo Bosh. Se volvió y se dispuso a arrojarse al mar.

—Ten cuidado, ¿eh?

—Y tú —dijo el gólem.

Bosh saltó del bote y se sumergió en el mercurio. Glissa podía ver la parte superior de su cabeza
mientras se alejaba caminando de la embarcación. El mercurio se arremolinaba a su alrededor,
cubriendo y descubriendo su cabeza.

Los demás se subieron al sumergible. Bruenna entró por la escotilla y Glissa y Slobad la
siguieron. El interior era estrecho y estaba completamente a oscuras. Glissa apenas podía
erguirse del todo y, en cualquier caso, solo podía hacerlo cuando estaba debajo de la escotilla
de entrada. Slobad parecía más en su elemento en aquel espacio estrecho. Inmediatamente se
dirigió a la parte trasera, se acurrucó junto a las provisiones que Bruenna había cargado y se
echó a dormir.

—¿Cómo sabremos a dónde dirigirnos? —preguntó Glissa.

—Así —dijo la maga. Movió la mano frente a sí de un ademán circular y el cilindro de hierro
desapareció. Glissa veía el mercurio que se ensortijaba alrededor del invisible submarino, pero
nada más, Bosh incluido. Lo mencionó a la maga.

—El mercurio es completamente opaco —dijo Bruenna—. Normalmente no se puede ver a


través de él. Ésa es la mayor complicación del programa del sumergible. Sin embargo, mi padre
y los vedalken para los que trabajaba perfeccionaron este hechizo.

Volvió a mover la mano y fue como si el mar se abriera delante de ellos, más allá de donde
estaba Bosh…, o al menos donde se suponía que debía estar. Glissa no lo veía. El gólem había
desaparecido en el mercurio. Lo que sí veía era la cuerda. Daba varias vueltas alrededor de algo
que ya no estaba allí.

—¿Dónde está Bosh? —preguntó.

—Es invisible —respondió Bruenna—. Está en una burbuja de invisibilidad. Bosh y el mar siguen
ahí. Sólo que ya no los vemos.
—¿Y no funcionaría con nosotros? —preguntó Glissa—. Así sería mucho más sencillo llegar a la
cámara del Estanque del Conocimiento.

—No —dijo Bruenna—. Sólo funciona con el metal. Mira tus brazos.

Glissa se miró las manos. Tampoco podía verlas. La túnica humana le cubría los antebrazos.
Tardó unos segundos en acostumbrarse a imaginar dónde estaban sus manos invisibles para
poder arremangarse la túnica. Al hacerlo, se quedó boquiabierta. Sus brazos terminaban a la
altura de sus codos. Buscó su espada a tientas. También se había vuelto invisible.

—Esto no nos conviene —dijo—. Luchar puede ser muy complicado si no puedo ver mis manos
ni mis armas.

Navegaron por el mar de Mercurio la mayor parte del día. La cuerda permanecía tensa y, al
levantar la mirada, Glissa podía ver que el horizonte se desplazaba sobre la superficie del mar.
Periódicamente, Bruenna subía y daba un tirón a la cuerda para que Bosh se desplazara en
alguna dirección. Reinaba la monotonía. Estaban en una extensión de mar abierto. Más allá del
interminable mar plateado, Glissa entreveía el contorno de las montañas. Se preguntó cómo
sabría Bruenna dónde estaban.

Al poco de iniciarse la travesía, un grupo de anguilas plateadas atacó a Bosh. De algún modo,
eran capaces de percibir dónde se encontraba. Obviamente, no estaban hechas de mercurio —
al menos no del todo— porque Glissa podía verlas. Habría salido sin pensarlo del sumergible
para ayudar a su amigo, pero las anguilas no podían hacerle daño. Trataron de morderlo y de
enroscarse en su cuerpo invisible, pero no parecieron conseguir nada y finalmente acabaron por
olvidarse de él y se aproximaron al sumergible. Resultaba extraño ver cómo nadaban por el
mercurio invisible. Era como si estuvieran volando hacia ellos. Cuando abrieron la boca para
atacar, Glissa se encogió. Pero los ataques fueron detenidos inmediatamente. Las criaturas
rebotaron en las paredes del invisible submarino. Las anguilas lo intentaron varias veces más y
luego escaparon atravesando el muro de mercurio.

Mientras las lunas se ponían en el cielo, Lúmengrid apareció ante sus ojos. Parecía un inmenso
champiñón flotando en el mar. La torre centra era más grande que todo el archipiélago junto y
no tardó en dominar la vista entera de Glissa. La cúpula superior se extendía a ambos lados
desde la torre central, como si quisiera alcanzar el horizonte.

Sobre la cúpula descansaba un orbe colosal. Parecía una quinta luna —una luna de plata— en el
cielo. La electricidad que despedía llenaba el cielo con una red de rayos que se extendía a las
islas circundantes, varias docenas de torres de menor tamaño alrededor de la fortaleza. Un
sistema de puentes conectaba entre sí las torres menores. Todo aquello, los rayos, las torres y
los puentes, parecía unido a una telaraña gigantesca.
Capítulo 22

Descenso

Es hora de sumergirse —dijo Bruenna—. Bosh nos sumergirá en cualquier momento. Tengo que
lanzar el hechizo de aire.

Se sentó en la parte trasera del sumergible y empezó a mover las manos en un intrincado
patrón. Sus palmas danzaban una alrededor de la otra mientras retorcía las muñecas y
levantaba y daba vueltas a los brazos siguiendo un ritmo sinuoso.

Glissa sintió que la presión aumentaba a su alrededor a medida que los brazos de la hechicera
entretejían su conjuro. Al principio resultaba incómodo y le costaba respirar.

—¡Relájate! —le dijo Bruenna desde el otro lado. Hablaba lenta y concisamente—. Respira con
normalidad. Cierra los ojos y túmbate. Eso te ayudará.

Slobad se acercó a la elfa y la ayudó a tenderse en un extremo del sumergible.

—¿Por qué… tú… no tienes… dificultades? —preguntó Glissa con vos entrecortada.

—Bajo tierra, bajo el mar… —dijo el trasgo—. Para los trasgos no hay diferencia, ¿eh?

Empezó a darle un masaje en las sienes. Pasados unos pocos minutos, Glissa casi podía respirar
de nuevo con normalidad. Se incorporó y miró a Bruenna. Sus brazos seguían dando vueltas y
tenían los ojos vidriosos.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Bruenna. Su voz parecía distante, como si ya no se
encontrara en el sumergible.

—Sí —dijo Glissa—. Gracias. Gracias a los dos.

Se dio la vuelta para ver hacia dónde se dirigían, pero Lúmengrid ya no estaba a la vista. Veía la
cuerda tensa alrededor del gólem, delante de ellos, pero ya se habían sumergido por completo.
Lo único que se veía sobre ellos era el arremolinado mercurio más allá del límite de la burbuja
de invisibilidad.

—¿Sabe a dónde vamos? —preguntó Bruenna, señalando el otro extremo de la cuerda.

—Es difícil perderse, ¿eh? —dijo Slobad—. Lúmengrid es enorme. Bosh no necesita ojos para
avanzar en línea recta.
—Esperemos que sea así —repuso Glissa, bajando la voz para que sólo el trasgo pudiera
escucharla—. Aquí me siento atrapada. ¿Y si le pasa algo a Bosh o a Bruenna? Deberíamos tener
un plan alternativo.

—Si hacer planes te hace feliz —dijo Slobad—, adelante, hazlos. Yo me sentaré y descansaré por
los dos, ¿eh?

Glissa dirigió la mirada hacia la parte delantera del sumergible, donde la cuerda subía y bajaba
como dando tumbos. A medida que pasaban los minutos y el sumergible avanzaba por el
mercurio invisible, Glissa era cada vez más consciente de que allí estaba totalmente fuera de su
elemento. Tenía que confiar en sus amigos. Era una sensación extraña.

Un banco de anguilas salió serpenteando del opaco mercurio y volvió a atacar al invisible gólem.
Al principio no ocurrió nada, como antes. Glissa veía cómo sus bocas abiertas se detenían y
rebotaban al topar con lo que debía de ser la pierna de Bosh. Una de ella se enroscó alrededor
de lo que seguramente fuera su cuello o su cabeza, pues estaba bastante por encima de las
cuerdas y era más estrecho que su pecho. Resultaba extraño ver cómo intentaban aquellas
anguilas atrapar algo que Glissa no podía ni ver. Pero no parecían siquiera estorbar al hombre
metálico. O, al menos, él no estaba haciendo nada al respecto. Las cuerdas seguían subiendo y
bajando y el sumergible seguía avanzando.

Glissa se preguntó cuanto tiempo tardarían las anguilas en rendirse de nuevo. Varias criaturas
más se unieron a la primera alrededor del cuello y la cabeza de Bosh. Parecieron fundirse y
crecer. Cuando ya tenía cuatro o cinco de ellas enroscadas, Glissa empezó a ver la cabeza y el
cuello del gólem dibujados por los cuerpos de plata de las anguilas. Las que atacaban sus pies
también se reunieron y empezaron a enroscarse alrededor de sus piernas. Glissa estuvo a punto
de echarse a reír al ver aquel extraño gólem con cabeza y piernas de plata y sin torso.

Pero Bosh, incapaz de seguir moviendo las piernas, se detuvo de repente.

Glissa se levantó.

—¡Slobad, Bruenna! —exclamó—. Bosh tiene problemas.

—No puedo ayudarlo —dijo Bruenna. Estaba pálida—. Debo concentrarme en el aire.

—¿Qué pasa, eh? —preguntó Slobad, todavía adormecido.

—Lo están atacando esas anguilas plateadas —dijo Glissa—. Se le han enroscado alrededor de
las piernas. No puede moverse.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Slobad—. Él está ahí fuera. Nosotros aquí dentro, ¿eh?
Glissa miró y vio que la cabeza de Bosh, envuelta en anguilas, empezaba a inclinarse. Algunas de
las criaturas marinas de sus piernas empezaron a retirarse. El gólem estaba tratando de
arrancárselas. Glissa sabía lo difícil que debía de ser, puesto que Bosh no podía ni siquiera verse
las manos. Las anguilas que envolvían su cabeza se apartaron un poco y nadaron hacia arriba. La
cabeza del gólem se enderezó. Las de sus piernas reanudaron el ataque. Varias anguilas más se
juntaron y empezaron alrededor del torso del gólem.

—Ahora están atrapándole los brazos —exclamó Glissa—. ¡Necesita ayuda! Tengo que llegar
hasta él.

—No puedes —dijo Bruenna—. No hay aire fuera.

—Tú controlas los vientos —gritó Glissa—. ¡Crea un poco de aire!

Dos anguilas abandonaron el ataque y se dirigieron al sumergible. Esta vez, Glissa no se encogió
al ver que se le echaban encima. Creía que iban a juntarse para atacar el sumergible, pero en
lugar de hacerlo se situaron frente a él y empezaron a morder las cuerdas que lo mantenían
unido a Bosh. El submarino empezó a ascender, alejándose del hombre de metal.

—¡Por la llamarada! —gritó Glissa—. Estamos subiendo a la superficie.

—Espera —dijo Bruenna—. Deja que intente algo.

Incrementó la velocidad de la danza de sus manos y murmuró unas palabras. La presión que
Glissa había sentido en el pecho desde que se sumergieron bajo el mercurio disminuyó. El
sumergible se hundió hasta el fondo del mar. La repentina sacudida cogió a Glissa por sorpresa.
Se obligó a inhalar varias veces lenta y profundamente para relajarse.

—He extendido la burbuja de aire… hasta Bosh —dijo Bruenna con voz entrecortada—. De
prisa. No podré… aguantar… mucho tiempo.

La elfa se quitó la capa y salió del sumergible. Tuvo que intentarlo varias veces para encontrar la
escotilla. No podía ver sus manos ni el submarino. Tuvo que buscar la abertura a tientas y luego
encaramarse a ciegas. Sacar a Slobad fue más difícil aún. No veía las manos del trasgo y éste no
veía las de ella. Finalmente, levantó su hatillo, y ella lo cogió y sacó al trasgo tirando de él.

Bajó de un salto del sumergible y se hundió hasta los tobillos en el limo del fondo. Slobad cayó a
su lado, pero sus pies eran más anchos y no se hundieron tanto. Glissa trató de levantar las
piernas pero tenía los pies atrapados. Metió las manos en el limo para liberarlas. Una garra
invisible arañó la bota y la pierna al tirar. Cuando finalmente pudo sacar el pie, sus manos
volvían a ser visibles. Estaban cubiertas de limo. Sacó el otro pie y a continuación desenvainó la
espada y cubrió la hoja de barro.
Se volvió hacia Bosh. Estaba cubierto casi por completo de gruesas anguilas. El aire que las
rodeaba no parecía molestarlas. Se retorcían sobre su cuerpo. Ahora Glissa podía ver la forma
del hombre de metal. Las anguilas que nadaban cuando la burbuja de aire se había expandido
se le aproximaban ahora reptando por el fondo.

Slobad se había detenido y se miraba las manos. Glissa no comprendió lo que estaba haciendo
hasta que de su puño brotó un chorro de fuego. El tubo ígneo era también invisible, pero no así
la llama.

Slobad manipuló los controles del tubo hasta que la llama se convirtió en una fina hoja de
brillante fuego blanco, y entonces se aproximó a una anguila de las que reptaban por el suelo y
la achicharró. La fina llama atravesó el cuerpo de la anguila, cortándola en dos. El calor de la
llama cicatrizó y ennegreció cada una de las dos mitades, que empezaron a sacudirse
incontrolablemente. La negrura se extendió por el cuerpo plateado de la anguila. Al cabo de un
momento, no quedaba de ella más que una pila de cenizas sobre lodo.

Glissa avanzó lentamente tras el trasgo, de puntillas para no volver a quedarse atrapada.

—Utiliza el fuego con las anguilas que tienen atrapado a Bosh —gritó—. Yo impediré que las
demás se te acerquen.

Apuñaló a una anguila que avanzaba reptando hacia el pie del trasgo y la cortó en dos. Mató a
una segunda y una tercera mientras Slobad se encargaba de incinerar la masa temblorosa que
cubría el cuerpo de Bosh. Miró de soslayo al trasgo y al gólem. Slobad había conseguido liberar
las piernas de Bosh, que ahora estaban rodeadas de cenizas. El resto de las anguilas
continuaban cubriendo su cuerpo. Su torso estaba hinchado, como si Bosh estuviera tratando
de liberarse desde dentro.

Glissa miró en derredor para comprobar si alguna anguila más se introducía en la burbuja de
aire. Vio que algunas cabezas asomaban por la plateada cortina, pero un momento después de
hacerlo, todas desaparecían. Volvió la vista hacia el sumergible. Las mitades de las anguilas que
había cortado estaban avanzando lentamente por el lodo. A cada una de ellas le había crecido
un nuevo extremo. Si antes tenía que enfrentarse a tres anguilas, ahora eran seis.

Varias criaturas más asomaron la cabeza detrás del sumergible pero no pasaron al otro lado, sin
embargo, las que ya estaban atrapadas en la burbuja de aire con ellos seguían atacando. Era
muy extraño. Debían de reaccionar por instinto, pensó. Podían sobrevivir en el aire, al menos
por algún tiempo, pero si podían evitarlo, preferían no salir del mercurio. Glissa se adelantó
hacia la más próxima de las medias anguilas y, de una patada, la lanzó contra el extremo de la
burbuja. La criatura aterrizó a poca distancia del mercurio, pero rebotó en el suelo y salió de la
burbuja. En cuanto tocó el metal líquido, la criatura se refugió en él y no regresó.
Repitió la maniobra tres veces más, enviando otras tantas anguilas contra la pared de mercurio.
Era casi divertido. Dos de ellas se retiraron. Se volvió. Las dos que quedaban se habían juntado
formando una anguila más grande. Le dio también un puntapié. Pero ésta era lo bastante larga y
pesada para enroscarse alrededor de su pierna. Cuando los dos extremos se encontraron a la
altura de su tobillo, la anguila empezó a apretar. La sangre dejó de fluir hasta el pie, que empezó
a perder la sensibilidad. Glissa cayó sobre el lodo. No podía utilizar la espada por miedo a
cortarse la pierna. Cuando trató de arrancársela con la mano, la criatura abrió la boca y se
defendió a dentelladas. Necesitaba a Slobad.

—¡Glissa! —exclamó éste.

—¿Qué?

—Tenemos problemas, ¿eh?

Glissa volvió la cabeza hacia Slobad y el gólem. El trasgo había conseguido incinerar la mayoría
de las anguilas que cubrían a Bosh. Las manos del gólem, visibles ahora a causa de las cenizas
que las cubrían, estaban arrancando las anguilas que cubrían su cabeza. Glissa no entendía a
qué se refería el trasgo. Entonces vio que el mercurio que había detrás de Bosh se movía hacia
ellos. Creyó que Bruenna había perdido la concentración hasta que vio que a la masa de
mercurio le salían tentáculos.

—Por la llamarada. ¿Qué es eso? —gritó.

No tenía tiempo para andarse con miramientos. Extendió el brazo hacia abajo. Cuando sintió
que la anguila la mordía, le metió la mano en la garganta. El animal cerró las fauces con todas
sus fuerzas y clavó los colmillos en el invisible metal del antebrazo de Glissa. La elfa extendió las
garras dentro del animal y le atravesó la garganta. Apretando los dientes para soportar el dolor,
empezó a levantarse. La anguila le soltó la pierna poco a poco, pero siguió mordiéndole el brazo.
Glissa se puso en pie como pudo y, de una patada, envió la temblorosa masa que había a sus
pies contra el muro de mercurio. Corrió hacia Bosh, con media anguila clavada todavía en el
brazo.

El monstruo de mercurio se erguía amenazador delante del gólem. Era una enorme masa
plateada de más de tres metros de alto, con un enjambre de tentáculos. Bosh y Slobad se
reflejaban en la plateada piel del cuerpo de la criatura. Los extremos de los tentáculos
desaparecieron al avanzar. El aire debía de llegar más allá de la esfera de invisibilidad, pensó
Glissa. Tenía que atacar antes de que desapareciera del todo. Avanzó por el lodo lo más de prisa
posible.
Slobad temblaba detrás de Bosh. Parecía como si quisiera echar a correr pero al mismo tiempo
no estuviera dispuesto a abandonar al gólem: su instinto de supervivencia y el cariño que le
tenía al gólem estaban igualados.

—Slobad —lo llamó—. Ven aquí. —Se adelantó y sacudió frente al trasgo el brazo que todavía
tenía enganchada la anguila—. Quema esto y yo me encargaré de ese monstruo.

Mientras se aproximaba, la criatura lanzó sus tentáculos. Bosh estaba todavía arrancándose las
anguilas de la cabeza. No vio venir el ataque. Ni tampoco Glissa. Los tentáculos desaparecieron
antes de tocar al gólem. Pero no se había retirado. Glissa vio que los brazos del hombre de
metal se apartaban sin desearlo de su cabeza. Entonces, empezó a avanzar, sólo que no estaba
moviendo las piernas. Clavó los pies en el lodo y trató de resistir.

Glissa lanzó un grito. Bajó la mirada y vio que Slobad estaba incinerando los restos de la anguila
pegada a su brazo. Las cenizas se mezclaron con la sangre que manaba de las docenas de
perforaciones que le cubrían el invisible miembro. La bestia de mercurio lanzó más tentáculos,
que desaparecieron en el aire invisible que rodeaba a Bosh. Glissa avanzó hacia ella, preparada
para atacar, pero el monstruo emprendió la retirada por la cortina de plata y la burbuja de aire.

Un momento después, arrastrado por ella, Bosh salió de la zona cubierta por el conjuro de
invisibilidad. Estaba completamente cubierto de tentáculos. Rodeaban el torso del gólem como
la cuerda de cuero que habían utilizado para arrastrar el sumergible. El gólem sacudía sus
atenazados brazos, tratando de liberarlos, pero la bestia bombeó más mercurio a los tentáculos,
reforzando la presa de acero que lo tenía maniatado. Antes de que Glissa tuviera tiempo
siquiera de girar, los tentáculos se llevaron al gólem al otro lado del muro de mercurio, dejando
tras de sí un simple surco en el lodo.

Glissa miró a Slobad. La había seguido y estaba mirándola. Había lágrimas resbalando por sus
mejillas.

—No he podido salvarlo, ¿eh? —exclamó el trasgo con un hilo de voz—. Lo he visto pero no he
podido moverme, ¿eh?

—Lo sé —dijo Glissa. Se volvió hacia la pared de mercurio—. Yo lo traeré.

—¿Cómo? —preguntó Slobad—. Ahí no se ve nada, ¿eh? No se puede ni respirar. ¿Cómo vas a
sobrevivir?

La elfa sacó el frasco de serum de su bota.

—Esto me ayudará a ver. —Le quitó el tapón.


—Necesitas el serum, ¿eh? —dijo Slobad—. Lo necesitas para el Estanque del Conocimiento.
Glissa sonrió.

—Bosh es más importante.

—¿Y cómo vas a respirar, eh?

—Contendré la respiración —dijo Glissa.

—¿Y cuánto tiempo podrás hacerlo, eh?¿Cuánto tiempo?

—El que sea necesario.

Glissa se llevó el frasco a los labios y vertió el espeso líquido azulado en su boca. Era dulce,
salado, amargo y agrio al mismo tiempo. El serum activó todas sus papilas gustativas al
extenderse por su boca. Sintió que el líquido resbalaba por su garganta, inundándola, como una
bebida caliente y suave.

Mientras el calor se extendía por todo su cuerpo, pareció envolverla por entero en un cálido
abrazo. De repente, cobró una consciencia clara y aguzada de todo cuanto la rodeaba. Podía
sentir a Slobad, de pie junto a ella, los rápidos latidos de su corazón, su respiración acelerada en
el aire comprimido de la burbuja de Bruenna. Podía sentir la presencia de la maga en el interior
del sumergible, tras ella. Sus manos continuaban con la intrincada danza rítmica pero su frente
estaba empezando a cubrirse de sudor. Al otro lado de la burbuja de aire, el mercurio era un
hervidero de anguilas furiosas. Delante de ella, Glissa podía «ver» a Bosh y al monstruo al otro
lado de la burbuja. La criatura de mercurio había envuelto completamente al gólem.

—Déjame tu tubo ígneo —le dijo a Slobad. Podía oír su propia voz tanto en el interior de su
cabeza como reverberando en la burbuja de aire. Era una sensación desconcertante—. Lleva mi
espada al sumergible. Dile a Bruenna que destruya la burbuja.

—¿Y tú qué vas a hacer, eh? —preguntó Slobad.

—Sacar a Bosh —dijo Glissa mientras cogía el invisible tubo ígneo de Slobad—. Volveré.

La elfa avanzó hacia la cortina de mercurio. Podía sentir en qué puntos era más blando el suelo
de lodo y evitarlos. Al llegar al borde de la burbuja, extendió el tubo ígneo frente a sí. La llama
abrió un agujero en la arremolinada superficie e incineró a la anguila que, como Glissa sabía,
había al otro lado.

Aspiró hondo y siguió al tubo al interior del mercurio. Tuvo que presionar con todo el cuerpo
para atravesar el viscoso líquido. La envolvía como si fuera agua y la zarandeaba como un viento
enfurecido. La sensación era mucho más intensa de lo que había sido la repentina ráfaga de
viento del conjuro de Bruenna. De repente, su cuerpo entero se vio oprimido por una masa de
mercurio. Glissa tuvo que refrenar el impulso de abrir la boca para tratar de respirar. Sintió una
presión terrible en los oídos. El pecho se le encogió.

Se concentró en las anguilas y el monstruo. El tubo ígneo abría una senda de cenizas por el
mercurio que tenía delante, fundiendo cualquier anguila que osara acercarse demasiado. Podía
sentir a Bosh, que se defendía a puntapiés y puñetazos en el interior del monstruo, pero sus
ataques no estaban dando muchos frutos. Después de cada asalto, la criatura se limitaba a
estirarse y volver a formarse. Se encontraban sólo a unos pocos metros, pero Glissa estaba
moviéndose a cámara lenta. La criatura estaba más allá de su alcance. La elfa empezó a
ascender, arrastrada por las corrientes arremolinadas del fondo del mar.

Trató de avanzar nadando, moviendo los brazos y batiendo las piernas en el mercurio, pero lo
único que hizo fue crear un intrincado dibujo de cenizas con el tubo ígneo. La corriente parecía
tener vida propia. Zarandeó a Glissa de un lado a otro y le dio la vuelta. La elfa se volvió de
nuevo y se concentró en las corrientes que la separaban del monstruo. Sentía que estaba
delante de ella. El lecho marino estaba muy cerca, debajo de ella.

Estiró las piernas y se impulsó apoyándose en el lecho. Avanzó unos centímetros hacia una
corriente que había detectado. La corriente la empujó hacia el monstruo. Al aproximarse
levantó el tubo ígneo sobre su cabeza. La corriente impulsó su fuego letal contra el monstruo. El
mercurio se estremeció mientras éste lanzaba un rugido de dolor. Más que percibirlo con los
oídos, Glissa lo captó en el interior de su cabeza. La vibración se extendió por el mercurio.

La corriente iba a arrastrarla lejos del monstruo. Extendió un brazo y asió un tentáculo plateado.
Percibía dónde terminaba el mar y dónde empezaba el monstruo. Éste poseía una solidez de la
que carecía el amorfo océano. Se agarró con fuerza a él y volvió a hundirle el tubo ígneo. Un
nuevo aullido. El resonante eco de los alaridos del monstruo y la falta de oxígeno estaban
empezando a provocarle un fuerte dolor de cabeza.

El monstruo escupió a Bosh y bombeó mercurio por una docena de tentáculos. Los apéndices
avanzaron sobre Glissa por el mar. Con sus sentidos multiplicados, Glissa sintió el ataque antes
de que la alcanzara. Blandió el tubo en un lento arco frente a sí y cercenó tres tentáculos antes
de que pudieran tocarla, pero el líquido ralentizaba sus movimientos y, antes de que tuviera
tiempo de repetir la acción, el resto de los tentáculos la atraparon.

Se apartó de Bosh. El gólem trató de sujetarla, pero ella apartó la mano. No podían escapar de
la bestia, no allí, en su elemento. Tenía que matarla. Y tenía que hacerlo ya. Dejó que la atrajera
hacia su plateado cuerpo.
El monstruo la estrujó sin piedad, oprimiéndole el pecho y arrancándole el aire de los
pulmones. Las burbujas que escapaban de su boca formaban una pequeña reserva de aire
alrededor de su cabeza. La bestia apretó un poco más, tanto, que a Glissa le fue imposible hasta
inhalar, y la atrajo hacia sí.

Era su oportunidad. Luchó por liberar un brazo. Los tentáculos subían reptando, poco a poco,
por todo su cuerpo. Logró liberar el codo y hundió el tubo ígneo en el pecho del monstruo. La
criatura chilló y estrujó a Glissa aún con más fuerza. La presión de su pecho no dejaba de
aumentar mientras los alaridos de la criatura martilleaban en su cabeza. El monstruo trató de
apartar el fuego, pero Glissa no se lo permitió. Mantuvo la mano —y el tubo ígneo— dentro de
su cuerpo.

El fuego se abrió camino por el interior del cuerpo del monstruo. Ante los mismos ojos de
Glissa, su torso empezó a convertirse en cenizas. El mar de Mercurio fluyó a su interior
llevándose las cenizas. La cabeza de la criatura no tardó en sufrir el mismo destino y, al fin, su
ensordecedor alarido dio paso al silencio. Por último, el fuego consumió los tentáculos, que se
disolvieron alrededor de Glissa, liberándola.

Cuando por fin empezó a remitir la presión de su pecho, sus instintos la traicionaron. Sin darse
cuenta, trató de inhalar. En lugar de aire, lo que tragó fue mercurio. Empezó a toser
incontrolablemente. Cada tos terminaba en una inhalación involuntaria, que sólo conseguía
bombear más líquido a los pulmones. Soltó el tubo ígneo y se llevó las manos al cuello. Pero no
había nada que hacer. Sus sentidos multiplicados se apagaron. El mundo empezó a teñirse de
negro. Lo último que vio fue una enorme forma oscura que se cernía sobre ella.
Capítulo 23

Lúmengrid

Glissa caminaba por el bosque, disfrutando de la calidez de los brillantes rayos de sol que se
filtraban entre las hojas. Una ardilla trepó a un árbol y la llamó con un chillido desde la rama
más baja. Se sentía viva y libre. El rocío matutino le remojaba los pies mientras caminaba,
descalza, sobre la hierba y el moho.

La luz del sol se reflejaba en las flores cubiertas de rocío, que la convertía en diminutos arcoiris
que saltaban de flor en flor. Su vida era perfecta. El bosque proporcionaba a los elfos todo
cuanto necesitaban y los protegía de las guerras y las depredaciones de hombres y dioses. Su
pueblo existía para protegerlo. Ahora lo sabía. ¿Cuándo lo había olvidado? El bosque existía
para proteger a los elfos. Era una relación simbiótica perfecta. Los elfos no permitirían que fuera
de otra forma.

Una nube pasó por el cielo, ocultó el sol y proyectó una sombra sobre el bosque. Glissa levantó
la mirada a la espera de que regresara la cálida luz, pero la nube se ensombreció y empezó a
crecer. Muy pronto, una masa de nubes de tormenta del color carbón amenazó con cubrir el
cielo entero. Al fondo de los turbulentos nubarrones se veían rayos de tormenta. El aire se cargó
de electricidad y el cielo se cubrió de relámpagos. Glissa podía sentir cómo crecía la energía del
bosque a medida que se formaba la tormenta. ¿Era la tormenta la que se alimentaba del maná
del bosque, o acaso éste vertía sobre ella el exceso de energía que le sobraba? No lo sabía.

Sobre ella, un rayo brotó de las nubes y se precipitó sobre el bosque. El trueno ensordeció a
Glissa y la fuerza de la onda expansiva la derribó. Se puso en pie de un salto y corrió hacia el
lugar del impacto. Muchas veces, los rayos provocaban incendios. El bosque había de ser
protegido. Ésa era la lay. No importaba nada más.

Corrió por el oscuro bosque. Aquella tormenta no descargaba lluvia alguna y, al menos por
ahora, los rayos parecían dispuestos a permanecer en el cielo. Glissa captó el olor de algo que
se quemaba más adelante, pero no era el de la madera convirtiéndose en carbón. Era algo más
primario, más poderoso. Irrumpió en el claro en el que había caído el rayo y descubrió con
sorpresa que un gran número de elfos se había reunido allí, como si todos ellos hubieran sido
atraídos al lugar por la caída del rayo.

En el centro del claro, Glissa vio que el rayo había convertido en cenizas una franja de hierba de
al menos siete metros de ancho. Sobre las cenizas flotaba una brillante esfera de energía. Los
elfos que se agolpaban a su alrededor parecían hipnotizados por ella. No se aproximaban para
investigar, pero tampoco hacían ningún intento por escapar. Glissa quería apartar la mirada,
pues sabía que si no escapaba del claro estaba perdida, pero no podía obligar a su cuerpo a
moverse.

La esfera emitió un destello que cubrió a todos los elfos presentes con una brillante luz blanca.
Glissa chilló. Empezó a sentirse como si su piel estuviera quemándose, como si la luz estuviera
consumiéndola. Cayó, pero no se golpeó contra el suelo. No veía nada más que luz y unas motas
brillantes que volaban frente a sus ojos mientras ella se precipitaba hacia una nada blanca.
Entonces se encontró en el suelo, en posición fetal, con las rodillas pegadas al pecho. Tenía los
ojos cerrados, y más allá de sus párpados sólo había una negrura bendita.

Al cabo de algún tiempo, se atrevió a abrir los ojos. Esperaba encontrar tocones ennegrecidos
de los árboles que antaño crecían allí. Temía que hubiera docenas de cadáveres quemados y
retorcidos a su alrededor.

Se preguntó si de verdad seguiría viva o habría pasado a la otra vida para recibir la recompensa
de Gaia. Pero nada que hubiera podido imaginar la había preparado para lo que vieron sus ojos
al abrirse.

Había elfos a su alrededor. La mayoría estaba en la misma posición que ella. El destello no les
había hecho ni una sola quemadura. Algunos, pocos, habían conseguido levantarse, o sentarse,
y estaban tratando de determinar qué daños había sufrido el bosque. Pero el bosque había
desaparecido. Los árboles, las flores, el sol, incluso las nubes negras, todo había desaparecido.
Glissa bajó la mirada y vio que bajo sus pies no había más que metal, metal desnudo. Miró hacia
arriba y vio que los elfos estaban rodeados por grandes torres de metal retorcido. En el cielo no
había otra cosa que estrellas, pero ni siquiera éstas le resultaban familiares.

Se sintió morir. Aquel mundo metálico empezó a dar vueltas a su alrededor cuando intentó
levantarse. Sintió que la vencían las náuseas. Se apoyó en las manos y las rodillas y cerró los
ojos para que el mundo dejara de girar. Esperaba que todo fuera un sueño, que habría
desaparecido cuando abriera los ojos. Volvió a mirar, pero el mundo de metal seguía allí. Agachó
la cabeza entre los brazos y vomitó.

* * * * *

Glissa estaba arrodillada en el fondo del sumergible, vomitando. Su pecho y su cuello sufrían
convulsiones mientras su estómago y sus pulmones expulsaban un torrente de líquido plateado.
Los espasmos cesaron unos instantes después de que las últimas gotas de mercurio resbalaran
por sus labios y su nariz. Se quedó allí un momento, acurrucada sobre un charco plateado,
simplemente respirando y expulsando unas pocas gotas de mercurio más cada pocos segundos.
Finalmente se arrastró hacia la parte delantera del sumergible, tanteando el metal invisible del
submarino, y se sentó.

—Creo que eso era todo —dijo mientras se limpiaba la boca y la nariz—. ¿Qué ha pasado?

—Dínoslo tú, ¿eh? —dijo Slobad—. Bosh te trajo al sumergible. Creo que fue Bosh. No se le
veía. No respirabas. No respirabas nada. La humana utilizó un conjuro y empezaste a vomitar.
Hasta escupido un mar entero, ¿eh?

Glissa miró a Bruenna. La maga seguía concentrada en su conjuro.

—¿Me has salvado? —preguntó.

—Yo sólo metí aire en tu cuerpo —dijo Bruenna—. Bosh te ha salvado.

—Gracias —dijo Glissa. Miró a su alrededor—. ¿Dónde está Bosh?

—Fuera —dijo Slobad. Señaló detrás de Glissa—. Llevándonos hacia Lúmengrid, ¿eh? Como si
nada hubiera pasado, ¿eh?

Glissa volvió la mirada hacia la parte delantera del sumergible. Los extremos cortados de las
cuerdas flotaban sobre el lecho marino, justo encima de los pies de Bosh que, cubiertos de lodo,
continuaban avanzando.

—¿Hay señales de anguilas o de otros monstruos? —preguntó Glissa.

Slobad sacudió la cabeza.

—Estamos cerca de Lúmengrid —dijo Bruenna—. Puedo sentirlo.

Glissa asintió. No quedaba hacer otra cosa que esperar. Se sentó y pensó en la llamarada que
había experimentado mientras estaba… muerta. Había sido muy intensa, muy real. Algunas de
las cosas no las había visto hasta entonces. ¿Habría abierto el serum su mente a un lugar y un
tiempo diferentes?¿O sólo había sido una alucinación provocada por la proximidad de la
muerte? Ahora que Chunth había muerto, su única esperanza de averiguar la verdad era el
Estanque del Conocimiento y ya no tenía serum para activarlo.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por un fuerte sonido metálico procedente de la parte
delantera. Miró a su alrededor para averiguar lo que había ocurrido y vio con consternación que
las cuerdas descendían flotando hasta el lecho marino. Pero entonces vio también que los pies
del gólem regresaban a la nave. Con un sonido metálico, subieron al vehículo y empezaron a
trepar por su costado, dejando tras de sí un reguero de manchas de barro. La elfa escuchó la
poderosa voz de Bosh sobre ella. Debía de haber trepado por el tubo de hierro y asomado la
cabeza por la abertura.

—Me alegra que te hayas recuperado, Glissa —dijo la voz sin cuerpo del gólem.

—Gracias, Bosh —dijo Glissa—. Te debo la vida.

—Como yo a ti. Creo que ya hemos llegado. He topado con un muro de metal. ¿Qué debo hacer,
Bruenna?

—Rodea la base —dijo Bruenna—. Verás un tubo. Llévanos hasta allí.

—¿Cómo podrá ver el tubo? —preguntó Glissa.

—Buena pregunta —respondió la maga humana—. Aún no he resuelto todos los problemas del
sumergible.

Las dos mujeres se miraron sin saber qué hacer.

—¿Por qué no usas la burbuja de aire, eh? —dijo finalmente Slobad—. Como antes. Vimos el
monstruo de metal detrás del gólem.

Glissa asintió.

—Buena idea, Slobad. —Se volvió hacia Bruenna—. ¿Puedes controlar el tamaño de la esfera de
invisibilidad?

Bruenna seguía moviendo las manos en su mágica danza.

—¿De cuánto control estamos hablando?

—Reducir la burbuja de invisibilidad de modo que sólo cubra el sumergible y extender la de aire
más allá de las cuerdas de Bosh. De ese modo podremos verlos, tanto a él como a los muros de
la fortaleza.

—Puedo hacerlo. Pero no sé cuánto tiempo seré capaz de mantenerlo.

—Haz lo que puedas.

Glissa la observó mientras Bruenna musitaba algunas palabras y modificaba el patrón de


movimiento de sus manos. El mercurio pareció precipitarse sobre ellas un momento, y Glissa
contuvo un jadeo, pero entonces la presión de aire descendió bruscamente y el mercurio
retrocedió más allá de las cuerdas. Un muro de metal que se hundía en el barro y se extendía en
ambas direcciones apareció en el interior de la burbuja.

Glissa oyó los pasos de Bosh sobre el sumergible y a continuación lo vio aparecer frente a la
pared transparente de la nave submarino. Volvió a coger las cuerdas y empezó a rodear la base
de Lúmengrid. El lugar era tan grande que quitaba el aliento. Sólo se veía una pequeña parte de
la fortaleza vedalken en el interior de la burbuja, pero parecía extenderse hasta el fin del
mundo.

Volvió a mirar a Bruenna. Sus manos se movían tan de prisa que casi no se veían. Tenía la cara
colorada y el sudor se acumulaba en su barbilla. Por fin, vio el tubo que Bruenna había
mencionado. Era enorme. Sólo su parte interior resultaba visible en el interior de la burbuja de
aire. Luego ascendía describiendo una curva y desaparecía en la plateada cortina que los
rodeaba por todas partes.

Bosh introdujo el sumergible en el tubo. Después de un instante, Glissa sintió que la nave
empezaba a ascender. Se inclinó hacia atrás mientras Bosh subía por una rampa. Al cabo de un
rato volvieron a estar nivelados y el tubo por el que avanzaban empezó a estrecharse. Poco
después, las paredes se juntaron sobre ellos, justo encima de la cabeza de Bosh.

Bruenna dijo:

—Para. Debemos detenernos aquí.

Glissa se volvió y, juzgando equivocadamente la distancia entre dos objetos visibles, chocó
contra las paredes del sumergible y se torció un dedo. Bosh se volvió y Glissa sacudió las manos,
pero entonces recordó que el gólem no podía verlas. Cogió la vaina de la espada y señaló con
ella la parte superior del sumergible. Bosh soltó las cuerdas y se aproximó, pero no cabía en el
espacio que separaba el techo del túnel de la nave. Glissa miró a Bruenna.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

Bruenna señaló un panel que había en el techo del túnel, encima de Bosh.

—Debemos ir por allí.

Utilizando la vaina, Glissa indicó el panel a Bosh. El gólem asintió. Cogió las cuerdas y tiró del
sumergible. El panel desapareció mientras la nave pasaba por debajo de él. Bruenna dejó que la
esfera de invisibilidad se esfumara. Las paredes de la nave reaparecieron alrededor de Glissa. Se
dirigió al centro del sumergible y levantó la mirada.

El panel apareció sobre la abertura y el sumergible se detuvo. Bruenna dijo unas palabras y la
nave ascendió hasta el techo del túnel. Glissa cogió a Slobad y lo ayudó a subirse a sus hombros.
El trajo extrajo una herramienta de su hatillo y empezó a trabajar en el panel. Tras algunos
gruñidos, Glissa escuchó un roce metálico. La luz entró en el sumergible por el agujero que se
había abierto sobre Slobad.

—Ayudadme a subir, ¿eh? —dijo el trasgo.

Glissa lo empujó y se volvió hacia Bruenna.

—Ahora tú —dijo.

Bruenna se le acercó. Sus brazos seguían interpretando su complicada danza mientras Glissa la
sujetaba por la cintura y la levantaba hacia la abertura. Slobad se inclinó y la cogió por los
hombros, mientras Glissa empujaba desde abajo. Cuando Bruenna estuvo arriba, recogió la
capa, que había dejado caer antes del ataque de las anguilas, y subió. Una vez allí, dejó la capa a
un lado, se inclinó y dio varios golpes al sumergible. Bosh lo quitó de en medio y trepó al
agujero.

Estaban dentro de Lúmengrid.

* * * * *

Glissa temiendo que alguien pudiera haberlos visto entrar, miró a su alrededor, pero habían
penetrado por un rincón de una zona de almacenamiento. No había nadie en las inmediaciones.
Por todos lados no había otra cosa que cajas metálicas. Las cajas y las paredes estaban hechas
del mismo material que las torres. Glissa supuso que los vedalken habrían descubierto un
procedimiento para transformar el mercurio en un material sólido. Era el único metal que
parecían utilizar. Abrió una de las cajas. Estaba llenas de frascos de serum vacíos.

Bosh apartó varias cajas de su camino y Glissa desenvainó inmediatamente la espada. Había
tres máquinas apoyadas en una pared. Se parecían mucho a las que habían atacado a los
acólitos. Glissa avanzó hacia ellas, pero entonces reparó en que a una le faltaba un brazo
mientras que otra carecía de cabeza. Las examinó. Las tres estaban cubiertas de polvo.

Al volverse, se quedó boquiabierta. El resto de la sala era enorme, más grande que la casa de
Bruenna entera. A su alrededor, el suelo estaba lleno de cajas, y una gruesa capa de polvo lo
cubría todo. Un mecanismo de gran tamaño dominaba el centro de la estancia. Glissa se
aproximó a él. La máquina, una colección de piezas de aspecto complejo, se extendía de un lado
a otro de la sala.
—¿Qué lugar es éste?

—Es una antigua sala de procesado de serum —dijo Bruenna. Se acercó a la máquina, alargó el
brazo hacia ella y luego lo apartó—. Padre trabajaba aquí de joven. Era el encargado de que este
procesador siguiera funcionando. —Se secó los ojos—. Hasta le hizo algunas mejoras—. Así fue
como se hizo notar. Poco después, empezó a trabajar con los científicos vedalken de mayor
rango.

Glissa la miró fijamente. La maga humana había guardado silencio desde que entraron en la
sala. Ahora sabía por qué. El lugar estaba lleno de fantasmas para ella, lleno de recuerdos.

Evidentemente, Bruenna malinterpretó sus pensamientos.

—Yo no sabía nada sobre las polillas titilantes —dijo con tono de disculpa—. No lo supe hasta
que tú me lo dijiste. Padre nunca mencionó de dónde venía el serum.

—Puede que sintiera vergüenza —dijo Slobad—. Vergüenza por tener que matar para los
vedalken.

—Es posible —dijo Bruenna—. Es muy propio de ellos hacer que otros se encarguen del trabajo
sucio. Pero las cosas han cambiado. Estas instalaciones no se usan desde hace veinte ciclos. Los
vedalken ya no confían en los humanos para manipular el serum. No han vuelto a hacerlo desde
que mi padre llegó al Estanque del Conocimiento.

Glissa la dejó con sus demonios personales, abrió otra caja y examinó los frascos que contenía.
Al cabo de un rato, Bruenna se acercó. Las lágrimas habían desaparecido y en sus ojos volvía a
brillar una determinación de acero.

—¿Crees que puede quedar serum en alguno de estos frascos? —le preguntó la elfa—. Vamos a
necesitar más antes de llegar al estanque.

—¿Qué le ha pasado al frasco que tenías? —preguntó Bruenna.

Glissa miró a Slobad, que se encogió de hombros.

—Oh —dijo—. Creí que Slobad te lo habría dicho. Utilicé el serum cuando salí al mercurio para
salvar a Bosh.

El rostro de Bruenna se enrojeció de furia.

—En el nombre de los vientos, ¿por qué hiciste tal cosa? —gritó—. Necesitabamos el serum.
¡Sin él, nunca conseguiré… nunca conseguirás la información que buscas!
—No tenía elección —replicó Glissa con calma—. Si no hubiera usado el serum, habríamos
perdido a Bosh.

—¿Y? —exclamó Bruenna—. Sin el serum, lo único que conseguirás en el estanque son
imágenes al azar. El viaje carece de sentido sin él. ¿Creías que reemplazarlo sería algo tan
sencillo como buscar un frasco olvidado en una caja?

—No —dijo Glissa—. Tomé una decisión y decidí que la vida de mi amigo me importaba más
que el serum.

Bruenna no la escuchaba.

—Será imposible conseguir más serum. Si pudiera hacerse, yo habría venido aquí hace ciclos.
¡Llevo treinta ciclos esperando esta ocasión!¡Treinta ciclos! Lo único que me faltaba era un
frasco de serum y tú lo has derrochado para salvar a una máquina. ¡Ni siquiera es un ser vivo,
por los vientos!

—¡Basta ya! —Glissa la fulminó con la mirada—. Sé que para ti no es más que una máquina,
como esas sin vida de ahí. Pero es mi amigo. Y eso es más importante que el serum, el
conocimiento o incluso el poder. Puede que eso sea lo que los vedalken han olvidado en su afán
por conquistar el mundo. Puede que por eso los humanos sean ahora esclavos de los vedalken y
no sus iguales.

Bruenna dio un golpe sobre el cajón. Los frascos de su interior saltaron y tintinearon.

—Era mi única posibilidad —dijo con voz débil—. Mi única posibilidad de acabar lo que empezó
mi padre. —Miró a Bosh y su rostro se cubrió de lágrimas—. Lo siento, Glissa. Slobad, Bosh, lo
siento. Esta sala, el serum, el frasco… Pensé que esta vez podríamos conseguirlo. Lo siento. Lo
he dicho sin pensar. Sin Bosh, ni siquiera estaríamos aquí. Lo sé, pero es que no es posible
conseguir otro frasco de serum. Ya lo he intentado antes.

—Sí —dijo Glissa—. Pero no tenías un trasgo y un gólem para distraer a los vedalken. —rodeó a
Bruenna con el brazo y caminó con ella hacia la puerta. Has de tener fe en tus amigos.

Bruenna se estremeció entre los brazos de Glissa, pero no discutió. La elfa se detuvo junto a la
puerta y se volvió hacia Slobad.

—¿Sabéis a dónde tenéis que ir? —preguntó.

Slobad asintió.

—No te decepcionaremos, ¿eh?


—Estoy segura de ello —dijo Glissa—. Estoy segura de ello.

Bosh abrió la puerta. Slobad pasó por debajo del brazo del hombre de metal y se asomó al
pasillo. Hizo un gesto afirmativo dirigido al gólem, pero entonces titubeó y se volvió hacia la
elfa.

—Glissa —dijo—. Yo… ¿Cómo saldremos de esta roca, eh?

Glissa miró a Bruenna.

—Hay transportes vedalken en el nivel de la superficie. No veremos allí.

—Bien —dijo Slobad. Miró a Glissa, asintió y salió.

Glissa cogió a Bosh del brazo.

—No os esperéis demasiado —le ordenó.

—No lo haremos —dijo Bosh mientras salía al pasillo—. Si os demoráis, iremos a buscarlos. —La
puerta se cerró antes de que Glissa pudiera replicar.

* * * * *

La elfa se volvió hacia Bruenna.

—¿Estás preparada? —preguntó.

Bruenna asintió y lanzó a Glissa su capa. La elfa se la puso y se cubrió el rostro con la capucha.

—¿Sabes? —dijo—. Este no salió demasiado bien la última vez que lo intenté.

—No te preocupes —dijo Bruenna—. Como ya te he dicho, los vedalken ni siquiera se fijan en
los humanos. Para ellos somos menos que animales. De hecho, es muy probable que en
Lúmengrid haya más humanos que vedalken.

—Espero que tengas razón —dijo Glissa—. Tú fuiste lo bastante inteligente como para descubrir
mi disfraz.

—No te preocupes —dijo Bruenna—. Tú no tenías una amiga que supiera lo que había que decir
si le preguntaban. Mientras parezca que debemos estar aquí, no pasará nada. Tú deja que yo me
encargue de hablar.
Lúmengrid no se parecía en nada a la torre desierta que había visitado el día antes. Las paredes
era completamente opacas. Glissa veía su propio reflejo en las plateadas superficies y nada de
lo que había al otro lado. Puede que fuesen más gruesas o puede que hubiera más muros entre
el mundo exterior y ella. No lo sabía. Las paredes despedían luz, así que la iluminación era
abundante. No parecía haber separación entre los muros y los suelos. El metal tenía un aspecto
fluido, casi vivo, como el monstruo del mercurio que había atacado a Bosh.

Los árboles de la Maraña, las cordilleras, los montículos de los leonin y hasta las chimeneas del
Mefidrós parecían orgánicos vistos desde fuera, tanto a la vista como al tacto. Pero en su
interior, todos ellos mostraban signos de haber sido trabajados y moldeados. Glissa había visto
cómo tallaban los elfos el interior de los árboles de la Maraña cuando querían hacer una casa
nueva. Los suelos y las paredes de los túneles trasgos habían sido abiertos a martillazos. Los
leonin cubrían con taraceados de plata y oro las superficies de sus ciudades. Hasta Geth tenía
una puerta que había sido tallada y colocada en su lugar para mantener a raya a los intrusos.

Pero las cámaras y corredores del interior de Lúmengrid se sucedían fluidamente, sin separación
visible, y todas las superficies reflejaban la luz al mismo tiempo, empezaba a ver múltiples
reflejos de sí misma en la pared. Puede que fuera una mala pasada que le jugaban las luces,
pero tenía la impresión de que podía atravesar las paredes con las manos y llegar a tocar uno de
sus infinitos yos.

Sin embargo, la diferencia principal entre Lúmengrid y las demás torres era su tamaño. El pasillo
por el que caminaban parecía extenderse hasta el infinito. Se curvaba ligeramente en la
distancia, pero no parecía tener fin. De vez en cuando pasaban junto a una puerta, pero la vista
nunca cambiaba.

Tras caminar durante un rato, Glissa vio algo en la lejanía. Todavía no habían visto a nadie en
todo el complejo, y aquella era la primer señal de que no estaban caminando en círculos
alrededor de la base de la fortaleza. Bruenna le explicó que la mayoría de aquel piso se utilizaba
antes para el procesado del serum y en la actualidad estaba casi abandonado. La cosa que había
aparecido en la distancia resultó ser una escalera que ascendía al piso siguiente.

Bruenna fue la primera en pisar los peldaños.

—Súbete más la capucha —advirtió a Glissa—. En este piso veremos humanos y vedalken.

Al llegar al final de las escaleras, Glissa descubrió, casi con decepción, que había otro pasillo
largo y curvo delante de ellas, y asimismo completamente desierto. Se preguntó si Lúmengrid
no sería más que un laberinto de corredores en espiral. A este paso, tardarían una eternidad en
llegar al Estanque del Conocimiento y Slobad actuaría antes de tiempo.
—¿Por qué tardamos tanto? —preguntó mientras caminaban por otro interminable pasillo
curvo.

—No hay rutas directas por el centro de Lúmengrid —dijo Bruenna—. Ignoro el porqué. Es un
secreto que los vedalken guardan celosamente. Debe de estar relacionado con el Estanque del
Conocimiento. La sala, según creo, se encuentra en el centro de la fortaleza, en su último piso.
Avanzaremos más de prisa cuanto más arriba estemos, pero también veremos más vedalken.

—Más que ahora, seguro —murmuró Glissa. Le preocupaba encontrarse con alguna de aquellas
criaturas. Temía que fueran capaces de descubrir su elemental disfraz. Hasta entonces, parecían
estar al tanto de todos sus movimientos. ¿Por qué no iban a saber que estaba allí ahora? Pero
más aún que esto, lo que Glissa temía era que los vedalken no fueran los auténticos
responsables de los ataques, que la figura embozada de cuatro brazos fuera otra cosa, algo
todavía más siniestro. En lo más profundo de su ser, Glissa todavía temía que el auténtico
responsable de los ataques fuera el mítico Memnarch del que Bosh había hablado.

Al cabo de un rato, empezaron a cruzarse con humanos por el pasillo. Algunos de ellos iban
corriendo, presumiblemente enviados por sus amos a algún recado. Otros caminaban en
parejas o grupos y charlaban o reían. Era evidente que no a todo el mundo le preocupaba la
esclavitud tanto como a Bruenna. Cuando pasaba junto a cualquiera de estos grupos, Glissa
agachaba la cabeza un poco más para esconder sus facciones élficas, pero Bruenna los saludaba
con una sonrisa y un gesto de la cabeza.

Cuando ya habían rodeado más o menos la mitad de la torre, el pasillo desembocó en lo que
parecía un mercado de grandes dimensiones. Cientos de humanos paseaban por allí, o
aguardaban de pie junto a los puertos. Era enorme. Glissa ni siquiera llegaba a ver el otro lado
de la sala, y el techo, que en el pasillo tenía unos siete metros de altura, se elevaba al menos
tres veces más en aquella plaza. Era como si hubieran vuelto a salir al exterior, pero seguían
dentro de la fortaleza.

Mientras entraban al mercado, Bruenna le explicó:

—Los humanos hacemos todo lo que los vedalken necesitan —dijo—. A cambio, los vedalken
dejan que comerciemos unos con otros con lo sobrante. Me pone enferma.

—¿Por qué? —preguntó Glissa, mientras pasaban por delante de algunos puestos, que estaban
repletos de viandas, vajillas de loza, telas y prendas de lino, ropa de cuero como la que llevaba
Bruenna e incluso botas de cuero fino—. Son objetos de buena calidad. Podríais comerciar con
otras razas, como los leonin, y mejorar vuestras condiciones de vida.
—Sólo que eso no está permitido —dijo Bruenna—. Nosotros hacemos los objetos. Nos los
vendemos unos a otros, pero el beneficio es para los vedalken. Cada uno de estos puestos es
propiedad de un vedalken. Nos pagan por trabajar y nosotros les pagamos comprando lo que
necesitamos. No es muy diferente a la esclavitud.

Al pasar por el mercado, un pequeño grupo de magos se les acercó. No estaban comprando,
sino que parecían tener prisa. Glissa se preguntó dónde estarían los amos vedalken de todos
aquellos diligentes trabajadores. Uno de los humanos, un hombre de vierta edad, sonrió cuando
el grupo se aproximaba a Glissa y a Bruenna. Se adelantó unos pasos y se detuvo frente a la
humana.

—Bruenna —dijo—. Cuánto tiempo. ¿Cómo estás?

Bruenna alargó la mano y cogió el brazo del hombre.

—Hola, Daven —respondió—. Bien.

El hombre también le cogió el brazo como saludo.

—¿Qué te trae a Lúmengrid? —preguntó.

Bruenna titubeó un segundo antes de contestar.

—Asuntos del Sínodo, en realidad.

A todas luces, sus palabras impresionaron a Daven.

—Ya había oído que tu luna estaba ascendiendo. Sigues los pasos de tu padre, según veo.

Bruenna sonrió.

—Podría decirse que sí.

Trató de soltarle el brazo y seguir caminando, pero Daven no la dejó ir.

—¿Quién es tu amiga?

Bruenna miró a Glissa y luego a Daven. Pero antes de que pudiera responder, todos escucharon
una conmoción procedente del otro lado de la cámara. Glissa se volvió. El mar de cuerpos
humanos se abría como una estela, creando un amplio espacio abierto que atravesaba el
mercado. Glissa tragó saliva al ver al dueño de una fuerza capaz de mover hombres con tanta
facilidad como el mercurio. Una figura embozada en una túnica avanzaba por el mercado y se
dirigía en línea recta hacia ella.
Sintió un acceso de pánico. Era un vedalken, sin duda: la cúpula de la cabeza se elevaba por
encima de los humanos que lo rodeaban y su amplia túnica se balanceaba adelante y atrás, en
un movimiento que tan pronto ocultaba como mostraba sus brazos adicionales mientras
avanzaba entre el gentío. Ni un solo humano se aproximó a él, que, por su parte, apenas parecía
percibir su presencia.

Glissa se envaró y buscó a tientas la espada que ocultaba debajo de la túnica. ¿Sería aquel el
que había matado a Kane? No lo sabía y la verdad es que no le importaba. Estaba dispuesta a
matarlos a todos hasta dar con el que buscaba. Quizás si alguien mostraba a los humanos que
se podía luchar, organizaran una revuelta. Bruenna debió intuir sus intenciones, porque la cogió
del brazo y sacudió la cabeza. Glissa soltó la empuñadura de la espada y volvió ligeramente la
cabeza al mismo tiempo que el vedalken se detenía detrás de Daven.

—¿Qué ocurre aquí, Daven? Te envié hace una hora a buscar la ampolla de retrotempo que
necesito para mi experimento, y al final, cuando me veo obligado a abandonarlo y venir a
buscarte, te encuentro aquí, charlando en el mercado.

El horror que brillaba en los ojos de Daven cuando soltó el brazo de Bruenna no le pasó
inadvertido a Glissa. El camino que se había abierto entre los humanos se cerró tras el vedalken,
pero todas las personas que había cerca de ellos parecieron fundirse con la muchedumbre,
incluidos los encargados de los puestos. Daven inclinó la cabeza y dijo:

—Ya lo tengo, mi amo. Me dirigía a llevároslo.

—Entonces hazlo, porque si la ampolla y tú no estáis en mis aposentos cuando regrese, tu paga
quedará retenida una fase entera —dijo el vedalken.

Glissa no se atrevía a volverse. La voz poseía la misma tonalidad grave y profunda que la que
había oído en la Maraña tras la muerte de Kane. El tono autoritario y el persistente recuerdo la
dejaron tan paralizada que apenas se atrevía a respirar. La voz debía de ejercer el mismo influjo
sobre los humanos, porque Daven todavía seguía allí.

—Llévala al laboratorio —dijo el vedalken—, y date prisa.

Daven y sus amigos se perdieron entre la muchedumbre que rodeaba a Bruenna y a Glissa.
Bruenna hizo ademán de seguirlos, y Glissa fue tras ella. Pero sólo habían dado unos pasos,
cuando la voz se alzó de nuevo tras ellas.

—Alto —dijo el vedalken—. No recuerdo haberte dado permiso para marchar, Bruenna. ¿O es
que el asunto que te trae aquí es tan urgente que no puedes ni dedicarle un momento al
antíguo patrón de tu padre?
Bruenna se volvió.

—Cumplimos una misión con el Sínodo, lord Pontífex.

—No sabía que fueras a venir a Lúmengrid, pero si tienes asuntos que tratar con el Sínodo, yo
mismo me dirijo a los pisos superiores. Puede acompañarme.

Bruenna asintió.

—Gracias, mi señor. Apreciamos la deferencia que nos muestras.

—¿Qué estás haciendo? —susurró Glissa, pero Bruenna no respondió.

Pontífex se volvió y caminó de nuevo hacia la multitud. Quienes estaban cerca debían de haber
estado escuchando, porque se apartaron inmediatamente para dejar que pasara. Los humanos
del mercado hicieron sitio de nuevo para el paso del vedalken, y Bruenna y Glissa fueron tras él.

—Nunca he tenido la ocasión de decirte lo mucho que lo sentí cuando me enteré de la muerte
de tu padre —dijo Pontífex mientras las precedía por un gran pasillo curvo que salía del
mercado.

—Gracias, mi señor —dijo Bruenna.

Glissa no conocía la forma de hablar de los vedalken lo suficiente como para saber si estaba
siendo sincero, pero la respuesta de Bruenna tenía desde luego una clara nota de sarcasmo.

—He seguido con atención tu carrera durante muchos ciclos, y veo que a pesar de su muerte te
has desenvuelto muy bien —continuó Pontífex.

—Vivo para servir, mi señor —respondió ella.

Había algo más de lo que parecía a primera vista en aquella conversación, de eso no cabía duda.
Hasta Glissa notaba que no se profesaban la menor simpatía, y lo que estaba ocurriendo allí
trascendía un mero encuentro casual entre dos viejos amigos. Así que, ¿por qué lo seguían?
Estaban ganando tiempo, porque el vedalken tenía acceso a rutas más directas entre las
escaleras. Pero Glissa sabía que Slobad y Bosh estarían preparados muy pronto. Tenían que
darse más prisa. Decidió esperar a que se presentara una ocasión propicia, pero en los pisos
superiores había más vedalken. Estaba a punto de apuñalar al vedalken por la espalda, cuando
éste se detuvo de una puerta.

—Tengo que hacer una corta parada, pero no tardaré mucho. Esperad aquí, ¿queréis? —
Pontífex pasó la mano sobre la puerta y ésta desapareció. Entró y la puerta volvió a
materializarse tras él.
—¿Qué estás haciendo? —volvió a preguntar Glissa.

—Seguirle el juego —dijo Bruenna—. ¿Qué otra cosa podía hacer? Si no, habría despertado sus
sospechas. Además, él puede llevarnos directamente hasta el estanque.

—No sé —dijo Glissa—. Aquí pasa algo que no me gusta. ¿Y quién es el tal Pontífex?

—Es el investigador vedalken más respetado —dijo Bruenna—. Era el amo de mi padre. Y
también fue… el responsable de su muerte.

—Entonces, ¿por qué lo seguimos? —preguntó Glissa—. Vayámonos ahora, mientras todavía
estamos a tiempo.

—Creo… —La puerta volvió a abrirse delante de ellas.

Mientras las dos mujeres se volvían, un trío de guardias apareció al otro lado y las rodeó. Glissa
abrió la capa y desenvainó la espada. Pero en cuanto el arma abandonó la vaina, una fuerza
invisible se la arrebató. La hoja plateada voló entre los guardias y fue a detenerse en las manos
de Pontífex.

—Por favor, querida Glissa, muestra más educación —dijo Pontífex, bajando una vara—, porque
ahora eres mi invitada.
Capítulo 24

Pontífex

Pontífex abría la marcha por el pasillo. Glissa y Bruenna estaban presas de dos de los guardias
que seguían al vedalken. Sus pies flotaban sobre el suelo mientras los guardias volaban por los
interminables pasillos de Lúmengrid. El tercer guardia plateado, con la espada de Glissa, flotaba
junto a Pontífex.

La elfa miró a Bruenna. El guardia la sujetaba con los brazos, que mantenían los suyos
inmovilizados a los costados. Por lo visto hasta entonces, Glissa no creía que Bruenna pudiera
lanzar sus hechizos sin usar las manos. Así que se concentró en sus propias manos. Trató de
invocar el poder que había utilizado para destruir a los aerophins en la Maraña. Pero el control
de aquel poder seguía esquivándola. Miró su espada, tan cerca que casi podía alcanzarla. No
podía esperar a Slobad y a Bosh. Parecía que se retrasaban. Tenía que distraer a Pontífex y
recuperar la espada.

—¿A dónde nos llevas? —preguntó.

—Vaya, pues ante el Sínodo, claro —replicó Pontífex—. Porque tú, querida mía, y a ti debo darte
las gracias por ellos, Bruenna, vas a conseguirme al fin un asiento en el consejo.

Glissa fulminó a Bruenna con la mirada. La maga humana sacudió la cabeza.

—No —dijo—. No era mi intención…

—Por supuesto que no —dijo Pontífex—. Pero yo sabía que sólo era cuestión de tiempo.
Bruenna anhelaba entrar en el Estanque del Conocimiento desde que su padre murió por culpa
de sus indiscreciones.

—Si sabías hace tanto tiempo que pensaba traicionaros, ¿por qué no la mataste?

—Porque es mucho más fácil mantenerla vigilada en esa gran casa en la que vive —dijo Pontífex
—. Considéralo un experimento, un experimento sobre la naturaleza humana. Mi hipótesis, que
los datos parecen haber confirmado, es que, si se le daba el tiempo necesario, Bruenna acabaría
por proporcionarme lo que su padre no había podido.

—Un asiento en el Sínodo —dijo Glissa.

Pontífex se volvió hacia ella y sonrió.


—Eres inteligente, al menos para ser una guerrera. Cuando todo esto haya terminado, puede
que sea interesante estudiar a tu raza, para averiguar si sirve para algo.

Glissa ignoró la amenaza y siguió tratando de sondearlo. El vedalken parecía dejarse tentar con
demasiada facilidad.

—Tú denunciaste a su padre —dijo Glissa—. Hiciste que lo mataran para granjearte el favor del
Sínodo.

—De hecho, la muerte de Donal fue decisión del Sínodo —dijo Pontífex—. Fue una lástima y no
me agradó particularmente, pues era un ayudante capaz y brillante… para ser humano. A mí me
hubiera interesado más averiguar lo que le había hecho a sus capacidades el contacto con el
estanque.

—Tú lo enviaste allí —lo acusó Bruenna—. Él te respetaba, decía que eras diferente a los demás
vedalken, pero tú lo enviaste al estanque para conseguir un asiento en el Sínodo.

Pontífex miró fijamente a Bruenna un momento, y entonces sonrió.

—Los humanos nunca dejáis de maravillarme. Vuestra visión es tan limitada que ni siquiera sois
capaces de ver las ramificaciones de vuestras propias acciones. La muerte de tu padre no fue un
camino hacia el Sínodo… como puedes ver, puesto que todavía estoy tratando de alcanzar la
posición. No, tenía planes mucho más importantes para tu padre tras su visita al estanque. Pero
siempre he sido paciente. Por eso soy un científico tan respetado. Y mi paciencia ha dado sus
frutos. La entrega de Glissa me garantiza el asiento en el Sínodo.

—¿Por qué soy tan importante? —preguntó Glissa.

Estaba ascendiendo por una escalera en espiral y Pontífex volvió a guardar silencio. Glissa se
preguntó si el vedalken no lo sabría o no querría decírselo. Entonces vio que otro vedalken
bajaba por las escaleras hacia ellos. Se habían cruzado con muchos magos humanos hasta
entonces, pero ninguno de ellos había levantado siquiera la mirada hacia ellas, y Pontífex no les
había prestado la menor atención.

Evidentemente lo que sí le importaba era que otros vedalken supieran lo que estaba haciendo.
Glissa hubiera querido que estallara una disputa por el privilegio de llevarlas ante el Sínodo. Eso
podía darle la oportunidad de recuperar su espada. Sin embargo, el otro vedalken no se volvió
ni una sola vez hacia Pontífex o los guardias. Aparentemente, castigar a los humanos era algo
que ocurría con frecuencia.

—¿Quieres decir que todavía no has averiguado por qué eres tan importante, querida mía? —
preguntó—. Después de todo, puede que me haya equivocado con respecto a tu especia.
—Sé que tiene que ver con el serum —dijo Glissa—. ¿Temes que revele que estáis
exterminando a las polillas titilantes?

La carcajada del vedalken hizo rechinar las muelas de Glissa. Sonaba como si alguien estuviera
raspando un árbol de la Maraña con la piel de un vórrac.

—¿Quién iba a creerte?¿Y quién tendría el poder suficiente para detenernos?

—¿Memnarch? —preguntó Glissa.

Pontífex se detuvo en lo alto de las escaleras y se volvió, colosal y amenazante sobre Glissa.

—¿Qué sabes sobre Memnarch? —preguntó.

—Ahora sé que le tienes miedo —dijo Glissa, sin dejarse intimidar por la presencia del vedalken.

—¿Miedo? —se burló Pontífex—. Memnarch es nuestro dios. Reverenciamos su nombre y


servimos a sus órdenes. Si Memnarch ordenara tu muerte, sería un placer para mí obedecerle.

¿Entonces no la había ordenado? Glissa no lo comprendía. Recordó algo que Strang había
mencionado justo antes de morir. Había dicho que Glissa se interponía en el camino de los
vedalken.

Podía utilizar eso.

—Memnarch no ha ordenado mi muerte, ¿verdad? Pero alguien lo ha hecho. Fue el Sínodo,


¿me equivoco?¿Por qué han dado los vedalken la espalda a su dios, Pontífex?

Pontífex bajó un peldaño hacia ella y le apuntó a la cara con el bastón.

—Voy a matarte con mis propias manos por sugerir tal cosa.

Antes de que el vedalken pudiera liberar su hechizo, Glissa escuchó un ruido profundo y
estruendoso procedente de mucho más abajo. Era el momento. Bosh y Slobad había hecho su
movimiento de distracción. El sonido cobró mayor intensidad y, mientras el suelo empezaba a
temblar, Pontífex trastabilló. Varias explosiones sacudieron la base de Lúmengrid. La torre se
balanceó a su alrededor. Los guardias chocaron entre sí mientras sus propulsores trataban de
compensar la trepidación de las paredes y el suelo.

Otra explosión más potente sacudió la torre. Pontífex resbaló en los inestables escalones y cayó
escaleras abajo. El vedalken se precipitó sobre Glissa y el guardia que la sujetaba. Extendió las
manos hacia el guardia, pero Glissa lo apartó de un puntapié. Soltó la vara y empezó a caer
rebotando en los escalones. La fuerza de la patada de Glissa lanzó al guardia contra la pared.
Sus brazos soltaron a la elfa, que cayó al suelo. De otra patada, lanzó al guardia que sujetaba a
Bruenna contra la pared opuesta, donde soltó a la maga humana.

—Bruenna —gritó—. Mi espada. Rápido.

Bruenna apuntó al tercer guardia con las manos y musitó un rápido hechizo. El guardia salió
volando hacia el techo, donde se hizo añicos el globo de cristal de su cabeza. Glissa se tapó los
ojos para protegerse de la explosión. Cuando los abrió, la espada estaba frente a ella. La cogió
por la empuñadura y asestó una estocada al guardia que había tras ella. La hoja segó uno de los
brazos plateados que estaban tratando de apresarla de nuevo. Un segundo tajo decapitó a la
criatura. El cuerpo cayó al suelo y la cabeza bajó rodando las escaleras y pasó junto a Pontífex. El
científico estaba tratando de recuperar su vara.

Por el rabillo del ojo, Glissa vio que el último guardia levantaba su arma y la apuntaba hacia ella.
Se lanzó al suelo por detrás del cuerpo del vedalken justo antes de que el guardia disparara. Se
detuvo y miró atrás. El vedalken estaba clavado a la pared de las escaleras y un arpón sobresalía
de su túnica. Antes de que el guardia tuviera tiempo de atacar de nuevo, Bruenna movió las
manos y lo arrojó escaleras abajo con una ráfaga de viento. La explosión resultante confirmó a
las dos mujeres que se habían quedado solas con Pontífex.

El vedalken había sujetado el arpón con las cuatro manos y estaba tratando de arrancarlo. Sus
brazos eran finos y delicados, y Glissa se preguntó si el resto de su cuerpo sería igual de patético
debajo de la túnica. Recogió la vara de la criatura y la observó un momento.

—Algo me dice que esos minúsculos brazos no son capaces de gran cosa aparte de sostener
este bastón —dijo al atrapado científico—. Todo tu poder está aquí, ¿verdad? —Glissa rompió la
vara en su rodilla y arrojó los dos fragmentos escaleras abajo—. Tu única esperanza de salir de
aquí con vida —continuó— es hacer exactamente lo que te digamos.

—Mátalo —chilló Bruenna tras ella—. Y si no quieres hacerlo, déjame a mí. —Movió las manos
hacia él y le lanzó una ráfaga de viento. El vedalken golpeó la pared y la cabeza dentada del
arpón.

Chilló de dolor. Por suerte, el grito fue sólo uno de los muchos que se oían en aquello pasillos.
Los magos humanos corrían subiendo y bajando escaleras mientras las explosiones seguían
reverberando por todo el complejo. Nadie parecía saber lo que estaba ocurriendo ni lo que
debían hacer. El pequeño cuadro que ellos tres conformaban en las escaleras no era más que un
drama de menor importancia en medio del caos que se había apoderado de Lúmengrid.

Glissa se volvió hacia la maga.

—Lo necesitamos vivo —dijo.


—Mató a mi padre. Merece morir.

—Entonces tu padre murió en vano —dijo Glissa—. Pontífex puede llevarnos hasta la cámara
del estanque. Es posible que pueda conseguirnos el serum que necesitamos. Podemos entrar en
el estanque con él. Utilizar al ser que traicionó a tu padre para cumplir su sueño.

—¿Por qué debería ayudaros? —dijo Pontífex con un gemido.

—Porque si nos ayudas, te dejaré vivir.

—¿Y por qué debería confiar en ti, en ti, que vienes a blasfemar contra nuestro dios y a
destruirnos? —preguntó Pontífex.

—No hay razón para ello, en efecto —dijo Glissa. Cogió el arpón y le dio una sacudida. Pontífex
volvió a gritar—. Pero tu única alternativa es morir aquí mismo.

—Muy bien —dijo Pontífex—. Os llevaré a la cámara del estanque e incluso os conseguiré el
serum, pero nunca saldréis de aquí con vida.

—Eso ya lo veremos —dijo Glissa—. Por ahora, cierra el pico. Hablas demasiado. —Se volvió
hacia Bruenna—. Sujétale los brazos.

Bruenna conjuró un hechizo y el vedalken se vio rodeado por un vórtice de viento que le
inmovilizó los cuatro brazos. Glissa alargó los brazos un poco más allá del vórtice y cogió el
arpón. Con un rápido giro de las muñecas, partió es astil. A continuación, desenvainó la espada
y la utilizó para contar la punta detrás de Pontífex.

El vedalken cayó hacia adelante, seguramente debilitado por falta de sangre. El remolino de
viento impidió que se desplomara. Glissa acercó las manos a la herida y convocó su propio
maná. Sus manos despidieron un resplandor verde. Insufló la suficiente energía curativa en el
arma para cerrar la herida a su alrededor.

—Te sacaré eso cuando nos hayas entregado el serum —dijo—. Hasta entonces, servirá para
que recuerdes quién manda aquí. —Retorció el astil una vez antes de soltarlo y luego cubrió el
extremo roto con su propia túnica—. Vamos.

Siguieron a Pontífex entre el caos y el pánico de la torre. Glissa tenía la espada presta debajo de
la capa y le había dicho a Bruenna que reservara un poco de maná por si tenían que volver a
sujetar a Pontífex. La mayoría de los humanos que se cruzaban con ellos pasaban corriendo sin
detenerse y guardando las distancias con el vedalken. Por suerte, el grupo no vio ningún otro
vedalken.
Al cabo de un rato, las explosiones cesaron, pero no así el caos. La torre seguía balanceándose y
los humanos parecían desesperados por escapar de allí lo antes posible. A Pontífex le costaba
avanzar entre tanto movimiento. De hecho, parecía mucho peor para él que para los humanos o
para Glissa. Tenía que apoyarse constantemente en la pared. La elfa esperaba que eso fuera lo
que mantenía confinados a los demás vedalken en sus aposentos.

Llegaron a otra escalera, pero estaba repleta de gente que trataba de llegar a los pisos inferiores
de la torre. Sin embargo, al ver a Pontífex, los humanos guardaron silencio y se apartaron para
abrirle camino, igual que había ocurrido en el mercado. El mar de gente se cerró mucho más
deprisa de lo normal detrás de vedalken, pues el pánico volvía temerarios a los humanos, aun
en presencia de sus amos. Bruenna y Glissa tuvieron que abrirse camino a codazos para no
perderlo de vista.

Caminaban por otro pasillo curvo cuando Glissa vio que otro vedalken se les aproximaba.
También él tenía dificultades para avanzar.

—¿Quién es? —susurró la elfa.

—Iapetus —dijo Pontífex—. Es un investigador poco importante.

—Líbrate de él —dijo Glissa.

Pontífex se detuvo frente a Iapetus. Glissa indicó a Bruenna que permaneciera detrás de
Pontífex mientras ella se situaba a su lado para no perder detalle de la conversación.

—¿Qué está ocurriendo, lord Pontífex? —preguntó Iapetus.

—No lo sé —repuso Pontífex—, aunque he oído rumores sobre una invasión, y creo que
deberías bajar a los niveles inferiores y asegurarte de que los humanos no escapan. —Glissa
lanzó a Pontífex una mirada de soslayo y presionó contra él la punta de la espada por debajo de
la capa. Pontífex continuó con mayor concisión—. Yo me encargaré de los pisos superiores.

Iapetus se disponía a marcharse cuando Pontífex lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.

—Si ves a Janus… —empezó a decir, pero Bruenna tropezó con él y el fragmento de arpón que
tenía alojado en el cuerpo se desplazó- el vedalken soltó un gemido—. Dile que tengo la
situación bajo control. Ahora vete. De prisa.

Iapetus se alejó a buen paso por el corredor y desapareció detrás de una curva. Glissa volvió a
apretar la espada contra Pontífex.

—Vigila esa boca —dijo—. ¿Quién es Janus?


—Lord Janus es el líder del Sínodo, el que…

Glissa le obligó a avanzar de un empujón.

—Eso es todo lo que necesito saber —dijo, y se situó a su espalda mientras reanudaban la
marcha por el pasillo—. Algo me dice que es alguien a quien debo conocer.

—Creo que ya lo conoces —dijo Pontífex—. Y la próxima ves que os veáis, dudo que tengas
tanta suerte.

—No te pares —dijo Glissa—. ¿Queda mucho para la cámara del estanque?

—Está un poco más adelante —dijo Pontífex. Al doblar una curva, una puerta apareció ante
ellos. Había un guardia a cada lado. Pontífex echó a correr y gritó:

—Guardias. ¡Atacad a los humanos!

—Por la llamarada —dijo Glissa. Arrojó la capa a un lado y desenvainó la espada. Corrió en pos
de Pontífex, utilizando su túnica suelta para impedir que los guardias pudieran apuntar con
comodidad. Dos arpones pasaron volando a ambos lados del vedalken, pero ninguno de ellos la
alcanzó. Escuchó el ruido del viento a su espalda. Metió la espada entre los pies del vedalken
para hacer que tropezara y, mientras éste caía, se lanzó a un lado.

Otro arpón volaba directamente hacia ella pero se aplastó contra la pared para esquivarlo. El
gran proyectil resbaló en la pared y arrancó un pedazo de metal plateado antes de caer
rebotando al suelo. Glissa pasó por encima de Pontífex y se abalanzó sobre el primero de los
guardias. Voló hacia la cintura metálica como una flecha, con la espada por delante, y le hundió
la hoja en el pecho.

Tras caer al suelo, levantó a la criatura con la espada. Era asombrosamente liviana. El guardia
trató de impulsarse hacia un lado con su propulsor. Su movimiento sorprendió a Glissa, que
estuvo a punto de perder el equilibrio. Ajustó el peso del cuerpo y utilizó el impulso que le había
proporcionado el centinela para arrojarlo contra su compañero. Chocaron en el preciso
momento en que éste lanzaba su rayo. Los dos centinelas cayeron al suelo, enredados, y el rayo
se desvió hacia arriba e incineró la pared por encima de la cabeza de Glissa.

—Por poco —dijo la elfa. Levantó la espada por encima de su cabeza y, de un salto, se precipitó
sobre los caídos centinelas. El arma cortó a uno de los centinelas por la mitad y decapitó al que
estaba debajo. Una vez estuvo de nuevo en el suelo, Glissa decapitó también al primero para
asegurarse y, a continuación, los envió de un puntapié lejos de Bruenna y Pontífex.

Se volvió y vio que la maga humana tenía inmovilizado a su rehén en el suelo con un muro de
viento.
—Parecía que lo tenías todo controlado —dijo Bruenna.

Glissa sonrió.

—Eso parece —respondió—. Levántalo. Ha llegado la hora de que abra esa puerta.

Glissa cogió a Pontífex del hombro y lo obligó a levantarse. Sujetó con una mano el astil del
arpón, por si intentaba algo, y lo empujó hacia la puerta.

—Ábrela —le ordenó.

—Lo siento, pero es posible que haya un pequeño problema… —empezó a decir Pontífex.

Glissa dio un tirón al arpón, haciendo que el vedalken gimiera de dolor.

—¿Cuál? —preguntó.

—Si los guardias no puede verificar mi identidad —respondió—. Las puertas sólo se abrirán ante
un miembro del Sínodo.

—Inténtalo de todas formas —dijo Glissa.

Pontífex hizo un ademán frente a la puerta y musitó unas palabras. Glissa vio que brotaba maná
de sus manos, fluía hacia la puerta, regresaba y se extendía entre sus dedos. Pero no ocurrió
nada. La puerta permaneció cerrada. «Así que puede hacer magia sin su bastón —pensó Glissa
—. Me pregunto si realmente está indefenso.»

—Ahora sólo un miembro del Sínodo puede abrir esta puerta para vosotras. —Esbozó una falsa
sonrisa—. Es una lástima que tu padre no me ayudara más, querida Bruenna, porque ahora
mismo podría tener el poder que tan desesperadamente necesitáis.

—Veremos cómo sonríes cuando te haya reventado la cúpula de la cabeza —dijo Bruenna.
Avanzó hacia Pontífex moviendo las manos. El maná empezó a acumularse en ellas.

—Espera —dijo Glissa.

—¿Por qué? —preguntó Bruenna—. Ya no nos sirve de nada.

—Puede que sí —dijo Glissa—. Tengo una idea.

Glissa se llevó la mano al cuello y arrancó la tira de cuero que colgaba de allí. El cuero se partió y
Glissa sacó los restos de la tira de debajo de su blusa. Un pulgar y un índice marchitos colgaban
del extremo del cuero. Si Pontífex había dicho la verdad, aquellos dedos pertenecían a Janus,
líder del Sínodo. La elfa le arrojó la tira de cuero a Pontífex.
—Sostén esto en la mano y vuelve a intentarlo —dijo.

Pontífex miró los dedos cercenados y se estremeció.

—¿De dónde has sacado…?

Glissa volvió a retorcer el astil del arpón.

—No te preocupes por eso ahora. Haz lo que se te dice.

Pontífex rodeó los extremos cortados de los dedos con el pulgar y levantó de nuevo la mano
hacia la puerta. La mano se estremeció al completar el hechizo de apertura, pero esta vez,
cuando la energía estaba recorriendo sus dedos, pareció demorarse un segundo en lo dos dedos
cortados. La puerta desapareció ante ellos.

—Entra —dijo Glissa. Empujó a Pontífex al interior de la estancia y entró tras él. La cámara del
estanque era perfectamente circular, y más grande que el patio central de Taj Nar. El techo era
una cúpula, y Glissa tuvo la impresión de que se encontraba en un cuenco invertido.

La habitación entera estaba hecha del mismo material plateado y reluciente que el resto del
complejo, pero la luz de las paredes parecía parpadear a su alrededor. Al principio Glissa creyó
que debía de haber algún problema, que tal vez las explosiones de Slobad habían afectado de
alguna manera a la cámara. Pero entonces se percató de que no era más que el reflejo del
estanque en las paredes.

El Estanque del Conocimiento dominaba el centro de la gran sala. Pero no era fácil saber dónde
terminaba el suelo y dónde empezaba el estanque. Se parecía mucho al mar de Mercurio: era
plateado, como el suelo que los rodeaba, pero estaba vivo. Unas ondas que se movían
aparentemente al azar y marchaban en varias direcciones al mismo tiempo, que colisionaban
entre sí y volvían a empezar, recorrían su superficie. El único modo de ver el borde del estanque
era fijarse en las ondas que llegaban a la orilla y rebotaban hacia el centro. La luz de las paredes
se reflejaba en ellas e incidía por toda la sala.

Glissa se aproximó a la orilla y contempló el estanque. A diferencia de lo que ocurría en el mar


de Mercurio, la vista podía adentrarse en el Estanque del Conocimiento, pero la presencia de
imágenes fugaces distorsionaba la visión. Las imágenes eran casi como reflejos, sólo que se
movían y cambiaban cuando las ondas pasaban sobre ellas. Glissa se vio a sí misma caminando
por la sala, a pesar de que no se había apartado del Estanque. Era hipnótico y al mismo tiempo
aterrador.

Se apartó de la orilla y sacudió la cabeza para aclararse los pensamiento. Al otro lado del
estanque vio otra puerta.
—¿A dónde lleva eso? —preguntó.

—Ahí es donde se almacena el serum —respondió el vedalken—, que, como bien sabes, se
necesita para activar el estanque. Sin él no se puede controlar el estanque, las visiones son
confusas. Estás a merced del estanque y…

—Silencio —dijo Glissa—. Bruenna, ve con Pontífex y trae dos frascos de serum. Y ten cuidado.

Pontífex rodeó el estanque hacia el otro lado, seguido de cerca por Bruenna. Glissa los siguió
con la mirada, pero sin dejar de vigilar también la puerta exterior. Pontífex pasó la mano sobre
la puerta y ésta desapareció. Glissa miró por encima de ellos y vio que la sala era más grande
que un mero cuarto de almacenaje.

—¿Cuidado! —gritó. Pero ya era demasiado tarde. Pontífex se hizo a un lado y el arpón pasó a
su lado. Bruenna trató de apartarse de un salto, pero el proyectil se le clavó en el muslo. El
impacto le hizo dar varias vueltas. Cayó al suelo, junto a la puerta. La cabeza del arpón asomaba
por la parte trasera de su pierna junto con parte del hueso.

Un pelotón de centinelas entró flotando en la cámara precediendo a otro vedalken.

—Hola, Glissa —dijo éste—. Me alegro de volver a verte.


Capítulo 25

Janus

Janus —dijo Glissa y señaló con la espada al vedalken del otro lado del estanque—. He estado
buscándote.

Los guardias se dividieron en dos grupos y rodearon el estanque por los dos lados.

—Ahórrate las bravatas —dijo el líder vedalken—. No nos asustan ni a mis guardias ni a mí.

Glissa esperó. Janus parecía decidido a dejar que los guardias se encargaran de ella. Fue un
error. La elfa permaneció inmóvil hasta que los dos grupos estuvieron a mitad de camino y
entonces actuó. Echó a correr hacia uno de ellos. Los guardias levantaron los brazos y
dispararon. Se arrojó al suelo y rodó para esquivar los arpones. Volvió a ponerse en pie, siguió
corriendo sin detenerse y se abalanzó sobre los guardias antes de que tuvieran tiempo de volver
a disparar.

Cayó al suelo sobre uno de ellos. La espada se le escapó de la mano y resbaló por el suelo hasta
detenerse fuera de su alcance. El guardia la rodeó con los brazos y apretó con fuerza. Ella se
apoyó en el suelo y empujó para tratar de liberarse, pero el centinela era demasiado fuerte.
Puede que fuera ella la que había cometido el error. El vello de la nuca empezó a erizársele. Los
otros guardias se habían recuperado. Haciendo acopio de fuerzas, empujó con una mano y rodó
sobre sí misma. La máquina quedó encima de ella. Un relámpago la acertó de lleno y se la quitó
de encima. Pero ahora estaba al descubierto y el hormigueo no había remitido. Rodó por el
suelo al mismo tiempo que, junto a ella, caían dos rayos más.

Recogió la espada y atacó al guardia más cercano. La hoja se clavó en la base de la máquina y
quedó atascada. Se revolvió de nuevo y arrojó a la criatura al suelo. El impacto le partió el brazo
armado a la criatura. Glissa se puso en pie, arrancó la espada de un fuerte tirón y, de un
puntapié, lanzó al impotente centinela contra sus compañeros.

Mientras los dos guardias se apartaban para esquivarlo, Glissa aprovechó para comprobar lo
que había sido del otro grupo. Se encontraban en la otra puerta. No tardaría en estar al alcance
de sus arpones. Se le estaba acabando el tiempo. Entonces tuvo una idea. Recogió el arpón del
brazo roto del centinela y se lo lanzó al más cercano. El proyectil atravesó el globo de la criatura.
El astil del arma se cubrió de electricidad. Glissa se lanzó a un lado mientras la cabeza del
guardia explotaba. Los restos destrozados de los dos guardias restantes se desplomaron y se
hundieron en el Estanque del Conocimiento.

Glissa se puso en pie a trancas y barrancas y empezó a rodear el estanque en dirección contraria
al segundo grupo. Janus se movió.

—¿No te preocupa que Memnarch averigüe que estás intentando matarme? —preguntó a Janus
mientras se le aproximaba.

Ni sus palabras ni la rapidez con la que había despachado a la mitad de sus guardias parecieron
acobardar al vedalken.

—Ignoro lo que crees que sabes —dijo—. Pero si llegaras a conocer la verdad de este mundo
querrías esconderte en el rincón más oscuro de uno de los árboles de la Maraña y llorar hasta
caer rendida de agotamiento. ¿Por qué no dejas los asuntos de Mirrodin en manos de quienes
son tus superiores?

Glissa continuó avanzando por el borde del estanque, fuera del alcance del segundo grupo de
guardias. Pontífex también estaba retrocediendo, pero el señor de los vedalken se mantenía
inmóvil.

—¿Así que ahora eres mi amo? —preguntó Glissa—. Nada de eso.

—Ah, pero yo sé cómo controlarte, como quedó demostrado en tu oscuro bosquecillo —alardeó
Janus.

Pontífex pasó junto a Bruenna. La maga humana se había apoyado en la pared. Ahora estaba
tratando de atarse un jirón de la capa alrededor del muslo para detener la hemorragia.

—Pontífex —ordenó Janus—. Coge a la traidora humana y tráemela, por favor.

—Dejadla en paz —dijo Glissa, y echó a correr.

—Alto —exclamó Janus—. O la mato. Y sabes que puedo hacerlo. También eso lo demostré en
la Maraña.

Glissa se detuvo.

—¿Nunca os cansáis de oíros? —preguntó, tratando de provocarlo. Los guardias siguieron


moviéndose hacia ella.

Janus sonrió.
—Tú la has traído aquí…, tú la has encadenado a tu destino —dijo Janus—. Así que no me culpes
a mí de su muerte.

Pontífex se aproximó a Bruenna. Pero cuando se inclinó para cogerla, ella extendió las manos y
liberó una enorme ráfaga de viento. El científico vedalken, atrapado por el vórtice, salió
despedido y chocó con el techo de la cámara, sobre el estanque. Entonces, Bruenna anuló el
hechizo y lo dejó caer. Una enorme ola de líquido plateado salpicó las piernas de Glissa y
empujó a los guardias contra la pared. Glissa vio que Pontífex, arrastrado por el peso de su
túnica, se hundía bajo la superficie.

—¡Todavía no estoy muerta! —exclamó Bruenna. Pero el reflujo de la ola levantada empezó a
arrastrarla por el resbaladizo suelo hacia la orilla del estanque.

Glissa se volvió hacia ella, pero entonces empezó a sentir el hormigueo en la nuca. Miró a los
guardias que se le aproximaban. La energía que recorría sus cabezas crepitaba y brillaba. Se
revolvió rápidamente y les arrojó la espada. Los cuatro guardias retrocedieron unos pasos y
lanzaron sus rayos contra la espada. La energía desapareció en la hoja mientras rebotaba en el
suelo.

Glissa volvió la mirada hacia Bruenna, pero Janus se le adelantó y la cogió por el cuello. Levantó
a la maga del suelo y la lanzó contra el muro. Bruenna volvió a caer, inconsciente esta vez.

Los guardias reanudaron su avance con armas preparadas. Glissa tenía que librarse de ellos
rápidamente para poder enfrentarse a Janus sin más interrupciones. Corrió hacia ellos en zigzag
para esquivar sus arpones. Al llegar junto al primero, levantó el brazo para bloquear su ataque.
El metal chocó contra el metal, y Glissa sintió un fuerte dolor que le recorría el brazo, pero
consiguió superar la guardia del adversario. Lo sujetó por el torso y empezó a darle vueltas para
impedir que la apuntara con sus armas. Se volvió hacia los demás guardias, que al ver que
contaba con aquel escudo flotante para protegerse, titubeaban.

Glissa aprovechó la ocasión y avanzó. Golpeó con su escudo al siguiente de los centinelas y los
arrojó a los dos sobre el borde del estanque. Las criaturas activaron sus propulsores en el
reluciente líquido, pero no consiguieron más que crear grande ondas que rompieron contra el
borde. Los dos cayeron irremisiblemente al estanque y no pudieron hacer otra cosa que
disparar sus armas a ciegas antes de desaparecer bajo la superficie.

Glissa se encontraba entre los dos últimos guaridas, que levantaron sus armas para disparar. Dio
un puntapié al que tenía detrás mientras se agachaba por debajo del arpón del primero. El
disparo hizo blanco en el que estaba retrocediendo y lo arrojó al estanque, donde se hundió con
el resto de sus compañeros. En un solo movimiento Glissa se incorporó, recogió su espada, dio
una vuelta completa sobre sí misma y movió el arma en un círculo resplandeciente. La
electricidad recorría aún la hoja cuando atravesó al último guardia, por debajo del globo de la
cabeza.

Glissa se volvió y lanzó una mirada furiosa a Janus. El vedalken estaba de pie junto a la
inconsciente Bruenna, sujetando su cabeza por el pelo con una mano mientras la vara que
empuñaba con la otra le apuntaba a la cara. Sus otras dos manos aplaudían lentamente.

—Impresionante —dijo—. Pero, en última instancia, fútil. No creo que quieras otra muerte
sobre tu consciencia. Entrégate y le perdonaré la vida a esta humana.

* * * * *

Janus movió la mano sobre el bastón y éste emitió un destello. Las puertas de ambos lados se
abrieron. Seis guardias más entraron volando por cada puerta y se situaron alrededor de Glissa.
Estaba atrapada y todavía le dolía el golpe que el guardia le había dado en el brazo. No podía
enfrentarse a otra docena de guardias. Por un momento pensó en arrojarse al estanque. Pero si
desaparecía, seguramente Bruenna moriría.

—¿Cómo sé que puedo confiar en ti? —preguntó.

—No puedes —dijo Janus—, pero no tienes alternativa, ¿verdad?

—¿Liberarás a todos mis amigos? —preguntó.

—Sí.

—¿Y dejarás en paz a las demás razas?

—Tienes mi palabra.

Los guardias se situaron a ambos lados de Glissa. Podía sentir cómo palpitaba la energía en todo
el vello de su nuca. No tenía alternativa, en efecto.

—Entonces me rindo —dijo.

—Cogedla —dijo Janus. Dos guardias se aproximaron y la sujetaron por los brazos. Uno de ellos
le dio un tirón en el brazo magullado que le provocó un intenso dolor. Los demás guardias la
rodearon—. ¡Y ahora sujetadla para que pueda acabar con otra de sus amigas!

—¡No! —gritó Glissa. Janus empezó a conjurar su hechizo. La cabeza de su vara se cubrió de
maná. La furia y el miedo de Glissa desencadenaron algo en su interior, igual que había ocurrido
tras la muerte de Kane. Los zarcillos de energía verde envolvieron su cuerpo y empezaron a
recorrer de un lado a otro sus brazos y piernas. Sin siquiera pensarlo, liberó su poder.

Los zarcillos se concentraron en sus brazos y, con un destello, se extendieron a los guardias que
la tenían presa. Sus cuerpos se tensaron y empezaron a convulsionarse mientras la energía los
envolvía y los recorría de un lado a otro. Un momento después, los zarcillos saltaron desde ellos
a los otros diez. Una telaraña palpitante de energía esmeralda rodeó a Glissa mientras los
guardias se estremecían y eran aniquilados por la mágica descarga.

Entonces todo terminó, tan de prisa como había empezado. Los doce guardias se desintegraron
y quedaron reducidos a montones de fino polvo plateado alrededor de Glissa. El incidente
entero acabó antes de que Janus pudiera terminar de convocar su maná. Glissa, exhausta, cayó
al suelo. No sentía ni los brazos ni las piernas. Tenía el corazón acelerado y le costaba respirar.
Se apoyó en las manos y las rodillas y, desde el otro lado del estanque, miró a Janus.

El vedalken no dijo nada. Se limitó a soltar el cuerpo de Bruenna y empezó a rodear el estanque
en dirección a la elfa. La punta de su bastón estaba cubierta de energía brillante.

—¿Por qué? —preguntó Glissa, todavía sin aliento—. ¿Por qué quieres matarme?

—Porque eres una amenaza para nuestra forma de vida, para nuestro dominio de este mundo
—dijo Janus—. Porque Memnarch te utilizaría para destruir Mirrodin, y es nuestro deber como
raza dominante proteger a las otras razas… ¡de ti!

—¿Embustero! —gritó alguien.

Pontífex emergió del estanque detrás de Janus. Flotó sobre el líquido, con la túnica húmeda
pegada al cuerpo, resplandeciendo bajo las luces parpadeantes de la sala.

—¡Embustero! —volvió a gritar. Con un ademán, salió volando hacia su líder. El líquido que
soltaba su túnica se extendía tras él como una estela mientras chocaba con Janus y lo empujaba
hasta la pared de la cámara. Le arrebató la vara y la arrojó al suelo tras ellos. El líder del Sínodo
se agarró a la túnica mojada del investigador y trató de quitárselo de encima. Pero Pontífex le
cogió la cabeza esférica con las dos manos y la golpeó contra la pared.

Glissa escuchó un fuerte crujido. La esfera que cubría la cabeza de Janus empezó a rezumar
líquido. El líder soltó a Pontífex y se llevó las cuatro manos al casco, tratando desesperadamente
de encontrar la fuga. Pontífex, sin soltarlo, se volvió hacia Glissa, que seguía arrodillada
asistiendo al insólito espectáculo.
—Convenció al Sínodo de que destruyera a los campeones de cada raza —le explicó— y les dijo
que era para salvaguardar nuestro poder, les dijo que lo perderíamos si Memnarch se salía con
la suya.

—¡Y es cierto! —gritó Janus—. Memnarch destruirá el mundo. Estaremos todos perdidos.

—Todos menos tú… ¿no es cierto, Janus? —Pontífex se volvió y acusó a su líder—. Mientras
estaba sumergido en el Estanque del Conocimiento he visto todas tus mentiras. Tú usurparías a
nuestro dios y ocuparías su lugar, condenándonos a todos nosotros y a los habitantes de
Mirrodin…, y todo por tu propia gloria.

El líquido que escapaba del globo de la cabeza de Janus estaba empezando a ennegrecerle la
túnica. El nivel había descendido por debajo de su coronilla. Empezó a temblar
descontroladamente. Glissa miró a Bruenna, que seguía inconsciente en el mismo sitio en el que
Janus la había soltado, pero estaba peligrosamente cerca del borde del estanque.

—Tenías razón, Glissa —continuó Pontífex—. Memnarch no quiere tu muerte, pues te necesita
viva para la fase final de su gran experimento. Janus ordenó que te asesinaran porque habías
llegado demasiado pronto y amenazabas sus plantes, pues, verás, esta serpiente pretendía
ocupar el lugar de Memnarch en el gran designio de las cosas. Pero todavía no estaba
preparado para actuar contra nuestro dios, así que necesitaba que fueras eliminada.

El líquido estaba ya por debajo de la achatada nariz de Janus. Glissa empezó a oír sus asfixiados
jadeos. Sus ojos, que hasta entonces eran oscuros y hundidos, sobresalían ahora de las cuencas.
Seguía luchando contra Pontífex, tratando desesperadamente de quitárselo de encima para
poder reparar la fuga de su casco. Los dos vedalken forcejeaban. Sus brazos se movían
violentamente tratando de asirse a la túnica del otro.

Janus bajó la cabeza violentamente y golpeó el globo de Pontífex y perdió el equilibrio. Se


apartó de Janus y trató de agarrarse a la túnica de su líder para no perder el equilibrio, pero
Janus le apartó los brazos y lo arrojó al suelo de un empujón.

—Te mataré por tu insolencia, Pontífex —gritó. El líquido había llegado a su boca y hablaba
entre burbujeos.

Janus pasó por encima de Pontífex y fue en busca de su bastón, que todavía crepitaba con el
maná que había invocado antes. Glissa saltó hacia él. Janus hizo lo mismo pero se quedó corto.
La elfa recogió el bastón y se apartó rodando por el suelo. Pontífex volvió a sujetar la túnica de
su líder y lo apartó de la vara. La elfa se puso en pie con esfuerzo y tocó el globo agrietado de
Janus con la punta de la vara.
—Déjamelo a mí —dijo Pontífex—. Yo me aseguraré de que pague por sus mentiras, y por sus
crímenes contra los vedalken y contra nuestro dios.

—No —dijo Glissa—. Tiene que pagar por sus crímenes contra mi pueblo… y mi familia.

Imitó el movimiento que le había visto hacer a Janus aquella noche en la Maraña. No sabía si la
vara funcionaría para ella, pero Janus no había hablado al activarla. El secreto parecía estar en
las manos.

La vara despidió un chorro de energía azul que rodeó a Janus. El vedalken gritó y se llevó las
manos al pecho. Pontífex soltó la túnica de su líder y retrocedió hacia la pared. Glissa sostuvo la
vara con firmeza e insufló más maná al hechizo. El líquido que quedaba dentro del globo
empezó a hervir. Las burbujas que llenaban el casco estallaban contra el cristal agrietado.

La túnica de Janus empezó a despedir humo mientras él se arrancaba el tejido con las manos.
Glissa siguió bombeando maná al hechizo. La piel de los brazos del vedalken se cubrió de
ampollas y se agrietó. Capa tras capa, fue pelándose hasta que los músculos quedaron a la vista.
Pero también éstos se fundieron, dejando sólo un líquido viscoso y pegajoso sobre la humeante
túnica.

Era una visión grotesca. Mientras Glissa contemplaba cómo se fundía Janus delante de ella, los
recuerdos de Kane inundaron su mente. Su rostro se cubrió de lágrimas, pero no apartó la
mirada. Tenía que presenciarlo hasta el final, cobrarse su venganza. El globo de cristal se hizo
añicos y Glissa pudo ver sus ojos, que casi le suplicaban que lo dejara morir. Después de todo
aquello, el líder seguía viviendo. Glissa podía haberle puesto fin de un rápido tajo, pero no lo
hizo. No merecía una muerte noble a punta de espada. Merecía dolor.

Finalmente, no quedó nada de Janus salvo la túnica, los huesos y un cráneo que se sacudía en
el interior del casco destrozado. Glissa partió la vara del vedalken en su rodilla y la dejó caer
sobre sus restos. Volvió la mirada hacia Pontífex, que se había acurrucado junto a la pared.
Sacudió la cabeza y se aproximó al cuerpo caído de Bruenna. Se sentó a su lado, le cogió la
cabeza y la acunó en su regazo.

—Todo ha terminado —dijo.

—No exactamente, querida mía —dijo Pontífex. Se había puesto en pie y se había deslizado en
silencio hasta la puerta del pasillo el científico pasó la mano sobre un círculo oscuro que había
en la pared y en el pasillo empezó a sonar una alarma—. Porque, verás, yo sigo siendo leal a
Memnarch y tengo el propósito de entregarte a él para que pueda llevar a cabo la última fase de
su glorioso experimento.
Capítulo 26

El Estanque del Conocimiento

Bruenna gimió. Su piel había empalidecido y le costaba respirar. Glissa dejó la cabeza de la maga
en el suelo y se inclinó para comprobar el estado de su pierna. Las tiras de cuero con las que se
había vendado la herida estaban empapadas de sangre. La cabeza dentada del arpón asomaba
por la parte trasera del muslo, junto con el extremo astillado de un hueso. Glissa tenía que sacar
el arpón para poder colocar el hueso. Sólo entonces podría aplicar la magia curativa del bosque.
Pero si sacaba el arpón empeoraría su estado. La cabeza dentada se había alojado detrás del
hueso. No podía tirar del arma ni empujarla sin mover el hueso roto de la pierna de Bruenna.

Levantó la mirada hacia Pontífex, que estaba acercándose a ellas por la orilla del estanque.

—Ayúdame —dijo—. Si no le sacamos este arpón, morirá.

—Puede que no me hayas oído —dijo Pontífex cuando estuvo más cerca—. Ahora eres mi
prisionera. Déjala. No es importante.

Glissa lo miró fijamente.

—Para mí sí —repuso—. Además, acabo de salvarte la vida. Me lo debes.

—Y yo te he salvado a ti —dijo Pontífex—. Así que no te debo nada.

—Muy bien —dijo Glissa—. Digamos que es un empate. Ahora, ayúdala e iré contigo en paz.

—No te creo, pero igualmente vendrás conmigo, en paz o no, porque mientras hablamos, varios
pelotones de guardias vienen en camino. —Se colocó detrás de ella—. Con la muerte de Janus y
la revelación de su traición, mi puesto en el Sínodo está asegurado. Así que, dime, ¿por qué
debería hacer tratos contigo, que no tienes nada que ofrecer aparte de tu vida?

Glissa sacó la espada con rapidez. Golpeó la pierna del vedalken con la parte plana de la hoja, y
el científico cayó al suelo. El impacto provocó a la elfa un fuerte dolor en el hombro. Apretó los
dientes y saltó sobre él. Le apoyó la hoja en el cuello y lo miró a los ojos.

—Puedo ofrecerte tu vida —dijo Glissa con rabia—. O puedo llevármela mucho antes de que tus
preciosos guardias crucen la puerta.
—Lo que no te serviría de nada —dijo Pontífex con expresión estoica incluso frente a la muerte
—, porque tu amiga moriría y el Sínodo te mataría o te entregaría a Memnarch.

El cuerpo de Bruenna se estremeció junto a Glissa. No le quedaba mucho tiempo. Glissa apretó
la hoja de la espada contra el cuello de Pontífex. Su única posibilidad era que el instinto de
supervivencia del vedalken fuera más poderoso que su diabólico ego. La hoja se manchó de
sangre, que empezó a gotear sobre el suelo. Glissa apretó un poco más. Finalmente, la fachada
de calma de Pontífex empezó a agrietarse.

—Te ayudaré a salvar a tu amiga —dijo—. Pero sólo si te comprometes a bajar la espada y
acompañarme hasta Memnarch. Si te entrego a él, no sólo conseguiré un asiento en el Sínodo
sino que me convertiré en su amo.

Glissa miró a Bruenna y pensó en Slobad y en Bosh, que estarían esperándola mucho pisos más
abajo. Había emprendido aquel viaje sola, impulsada por su miedo a lo desconocido. En la
búsqueda de su destino había perdido a su familia y a sus amigos pero había encontrado una
familia y amigos nuevos. Dependía de ellos y confiaba en ellos más de lo que nunca hubiera
creído posible. Pero ahora había llegado el momento de continuar el viaje sola… por el bien de
todos ellos.

Levantó la espada y se apartó de Pontífex.

—Lo prometo —dijo Glissa—. Iré contigo, pero sólo después de que todos mis amigos estén
sanos y salvos lejos de aquí. Hasta entonces, creo que conservaré la espada. —Ayudó a
incorporarse a Pontífex y luego lo llevó hacia Bruenna a empujones—. Ahora, ayúdame a sacarle
el arpón.

—No hay por qué recurrir a medidas tan bárbaras —dijo Pontífex— cuando lo único que se
necesita es una sencilla aplicación de la magia. —Asió el arpón por la empuñadura. Se
concentró un momento y Glissa vio que el maná se formaba alrededor de sus dedos. Tenía la
espada preparada por si el científico intentaba hacerle algún daño a su amiga. Pero Pontífex
pronunció una sencilla palabra y el arpón desapareció.

La herida de Bruenna empezó a sangrar. Glissa la tapó con una mano y sujetó delicadamente el
hueso con la otra. Invocó todo su maná. La Maraña se encontraba muy lejos, más allá de las
montañas de los trasgos, pero todavía era capaz de percibir su poder. Los verdes zarcillos de
energía empezaron a danzar alrededor de sus dedos. Los envió a la herida mientras presionaba
el hueso con la mano. Ordenó a su voluntad que cerrara las heridas y soldara el hueso en la
medida de lo posible.
Al cabo de un rato, la sangre dejó de manas. Glissa desató los vendajes de cuero y los arrojó a
un lado. Examinó la herida. Se había cerrado por completo. El hueso necesitaría tiempo y más
magia curativa para terminar de soldarse, pero al menos su amiga no moriría. Se volvió hacia
Pontífex.

—Gracias —dijo—. ¿Por qué no hiciste eso mismo cuando te herimos en el pasillo?

—Lo hice —dijo Pontífex—. Aunque no inmediatamente. —Se abrió la túnica. El arpón que le
había atravesado el hombro había desaparecido.

—¿Por qué?

—Quería que creyeras que controlabas la situación —dijo—. Nunca habrías confiado en mí a
menos que pensaras que me tenías completamente en tu poder.

—¿Así que tú orquestaste todo esto? —preguntó, señalando con un ademán la carnicería que
había tenido lugar en la sala—. ¿Por qué?

—Me limité a aprovechar una oportunidad —dijo Pontífex—. Llevaba algún tiempo
sospechando de Janus, pero era demasiado poderoso enfrentarme a él directamente.
Necesitaba pruebas… Necesitaba entrar en el estanque… tan desesperadamente como tú. Tu
ataque me proporcionó la ocasión.

—¿Cómo sabías que no te mataría llegado este momento? —preguntó Glissa apuntando al
vedalken con la espada.

—Porque sigues necesitando respuestas —dijo Pontífex—. Quieres saber por qué eres tan
importante, qué hay de especial en ti. Quieres conocer los secretos de este mundo y el único
que puede proporcionarte esas respuestas es Memnarch. Además, me has dado tu palabra y
sospecho que eso significa para ti más que tu propia vida.

Glissa mantuvo la espada firme, preparada para atravesar el globo del vedalken en cualquier
momento.

—Lo único que valoro más que mi propia vida son las vidas de mis amigos —dijo—. O cumples
tu palabra… o liberas a Bruenna y dejas que mis amigos se marchen con vida, o me olvidaré de
mis respuestas y tú no conseguirás lo que codicias.

Pontífex asintió.

—¿Cómo sé que puedo confiar en ti?


—No tienes alternativa —dijo el vedalken—. En cualquier momento cincuenta guardias
irrumpirán por esas puertas. Pueden matarte y matar a tu amiga o escoltarla junto con los
demás a su hogar. ¿Qué decides?

—¿Qué tal la alternativa número tres, eh?

* * * * *

Glissa y Pontífex se volvieron al mismo tiempo. Bosh estaba junto al borde del estanque. El
líquido plateado resbalaba por todo su cuerpo metálico y se acumulaba a sus pies. El pecho del
gólem estaba abierto. Slobad salió de la cámara que había dentro y cerró la placa torácica
dando un portazo.

—Cógelo, Bosh —dijo el trasgo.

Pontífex se irguió y se volvió hacia ellos. Glissa vio que en su puño se formaba una bola de
maná.

—¡Cuidado, Bosh! —lo previno.

Pontífex levantó la mano para lanzar su hechizo, pero el gólem estaba ya sobre él. Lo sujetó por
la muñeca y lo levantó en vilo. Pontífex chilló. Glissa escuchó el crujido que hacía su hombro al
partirse. Una mancha de sangre se extendió por la túnica en el mismo lugar que lo había herido
el arpón. El maná que estaba concentrando se disolvió al perder la concentración.

—Mátalo, ¿eh? —dijo Slobad—. Y luego vámonos.

—No —dijo Glissa. Se levantó y se encaró con Slobad—. Basta de muertes. Hoy no habrá más.
Me ha salvado la vida… y también a Bruenna. Deja que viva.

Bosh lo arrojó contra la pared. El vedalken chocó contra ella y cayó al suelo, inerte. Glissa corrió
junto a él para asegurarse de que seguía vivo. Tenía los ojos cerrados pero no había ni rastro de
grietas en su casco. Se volvió hacia sus amigos.

—¿Cómo habéis llegado aquí? —preguntó.

—Es una larga historia, ¿eh? —dijo Slobad—. Después de separarnos, buscamos la fuente de
energía de los vedalken. Bosh y yo vagamos por…

—Ahora no hay tiempo —lo interrumpió Glissa—. ¿Se puede salir por el estanque?
—Sí —dijo Bosh.

—No vas a creer lo que hemos encontrado, ¿eh? —dijo Slobad—. Algo asombroso. Bajo el
estanque…

—Luego —dijo Glissa—. Bosh, coge a Bruenna. Nos vamos.

—¿Por el estanque? —preguntó Slobad.

—Sí —dijo Glissa—. Vienen guardias. Montones de ellos.

Slobad asintió. Abrió la cavidad pectoral del gólem y volvió a meterse en ella. Bosh recogió a
Bruenna y se volvió hacia el estanque.

—Ponle la mano sobre la boca y la nariz —dijo Glissa—. Yo os seguiré.

Bosh cubrió el rostro de la inconsciente maga con su inmensa mano y se aproximó al borde del
estanque. Dio un paso y se sumergió en el agitado líquido. Las puertas se abrieron a ambos
lados de Glissa. Levantó la mirada y vio que había una horda de guardias fuera de la sala. Corrió
hacia el borde del estanque y se arrojó al líquido. Escuchó el fuerte ruido que hacían los
arpones, pero al momento siguiente estaba en el estanque. Los arpones atravesaron la
superficie a su alrededor mientras nadaba hacia el fondo.

* * * * *

Glissa vio a Bosh. Nadaba por el fondo del estanque hacia una abertura que había en la pared.
Pero entonces otra imagen reemplazó la escena en su visión. Vio al gólem caminando por los
jardines de un palacio. En el firmamento no había lunas, pero la luz de millones de estrellas
bañaba la tierra con un pálido resplandor. Era Mirrodin. De algún modo, Glissa lo supo. Pero era
un Mirrodin diferente al que había visto durante las pasadas semanas. Era perfecto. Era
precioso.

Los árboles tenían hojas y ramas metálicas en lugar de retorcidas agujas e irregulares terrazas.
Había flores alrededor de una fuente. Todo brillaba y relucía a la luz de las estrellas. Las
argentinas superficies del palacio le recordaron a Lúmengrid. Pero aquel palacio estaba
construido sobre tierra firme, no emergía de ella. Cada bloque encajaba donde debía con
precisión y reflejaba la luz y las imágenes con sus proporciones perfectas. Las paredes espejadas
de Lúmengrid retorcían y distorsionaban todo cuanto se reflejaba en ellas.
El hombre de plata se volvió hacia ella. Abrió la boca para decir algo, pero entonces
desapareció. En su lugar, Glissa vio una nueva figura. Era de plata, como la última, pero había
algo malo en ella. Sus antebrazos estaban hechos de carne, al igual que una parte de su cara y
su cuello. Parecía estar sufriendo un gran dolor. Su boca estaba abierta y se retorcía como si
estuviera gritando. Pero los ojos metálicos de la figura eran fríos, desapasionados. Estaba
extendiendo los brazos hacia ella. Debajo de él, Glissa vio unas agujas cristalinas que emergían
de un paisaje extrañamente curvado.

La luz parecía provenir de encima de la figura. Glissa miró hacia una brillante luna multicolor
que flotaba a tan poca distancia que parecía imposible. La luz cegó a Glissa, y cuando abrió los
ojos se encontraba en la Maraña. Sus ojos todavía no se habían repuesto del todo del destello.
Había elfos tirados por todas partes. Estaban inconscientes o dormidos. Glissa miró a una
muchacha elfa que había a sus pies. Llevaba una túnica de color verde anudada por plantas
trepadores cubiertas de hojas. Era la chica que aparecía en sus llamaradas.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó.

La chica la miró y lanzó un chillido.

Glissa levantó la mirada y también empezó a chillar. Había una criatura horrible sobre las dos. Su
rostro era humano, o puede que de vedalken, pero el resto del cuerpo parecía el de algún
monstruo del Mefidrós o un nivelador gigantesco. Era todo piernas, púas y pinzas, en medio de
las cuales flotaba una cabeza humana. Glissa se volvió para huir, pero la criatura la cogió con las
pinzas y la colocó sobre una silla de grandes dimensiones. Cuando bajó la mirada, estaba
prisionera. Sus brazos y sus piernas estaban sujetos por grilletes metálicos. Otro grillete
descendió hacia su frente. El horripilante rostro humano del insecto se cernió sobre ella. Glissa
abrió la boca para gritar, pero no brotó de ella otra cosa que un chorro de burbujas.

* * * * *

Volvía a estar en el estanque. Bosh la llevaba a rastras por la abertura del fondo. El gólem pasó
la mano sobre un círculo que había en la pared y apareció una puerta que los aisló del resto del
estanque. Un momento después, el líquido se escurrió por algún desagüe y la habitación se
llenó de aire. Glissa miró a Bosh.

—Gracias —dijo.

El gólem asintió.
—¿Estás bien? Parecía que tenías dificultades.

Glissa se escurrió el pelo.

—Estoy bien —dijo—. Estaba viendo imágenes. Deslavazadas, fugaces. Sin el serum no podía
controlarlas. Igual que el padre de Bruenna. Era como si las imágenes me controlaran a mí.

Bosh siguió mirándola fijamente.

—Estoy bien. En serio. —Recorrió con la mirada la pequeña cámara en la que se encontraban—.
¿Dónde está Bruenna? —preguntó.

—En la otra sala —dijo Bosh—. La he dejado al cuidado de Slobad. Está a salvo.

Bosh pasó la mano sobre otro círculo, en la pared opuesta. Parte de ella desapareció,
reemplazada por un arco que daba a la habitación contigua. Un extraño resplandor emanaba de
ella, pero Glissa no era capaz de ver nada de lo que había dentro. Bosh lo atravesó. Pero, al
hacerlo, su cuerpo se inclinó hacia abajo. Fue como si se hubiera caído de cabeza a un agujero.
Pero Glissa seguía viendo la espalda del hombre de metal y parecía estar caminando hacia
abajo, alejándose de la base de la puerta.

Se aproximó a la entrada y asomó la cabeza. La pequeña sala daba a un túnel que descendía en
línea recta hacia el corazón de Lúmengrid. En los lados del túnel crecía un hongo fosforescente,
que era lo que iluminaba el pasillo. Pero lo que Glissa vio le provocó un nudo en el estómago.
Bruenna estaba sobre una de las paredes del túnel, junto a ella. A su lado estaba Slobad, con la
cabeza de Bruenna en el regazo. Los tres estaban allí, uno de pie, otro sentado y la otra tendida,
pero todos ellos sobre la pared.

—¿Es seguro? —preguntó Glissa. Veía a sus amigos allí, pegados de algún modo a la pared
cubierta de moho, pero le costaba creer que no fuera a caerse en cuanto cruzara la puerta.

—Sí —dijo Bosh.

Slobad asintió. Estaba acariciando el cabello de Bruenna. Glissa reprimió una risilla. Estaba
segura de que la maga humana, de haber estado despierta, no habría disfrutado de las
atenciones que estaba prodigándole un trasgo. Aspiró hondo y cruzó el portal. Al igual que
había hecho Bosh, rotó sobre el suelo de la entrada al pasar al otro lado. Su pie se apoyó en la
pared del túnel, pero las tripas se le subieron a la garganta. Cayó de rodillas junto a Slobad y
vomitó.

—Es mejor si cierras los ojos, ¿eh? —dijo Slobad.


Glissa cerró los ojos un momento y dejó que volvieran a asentársele las tripas. Cuando abrió los
ojos, el mundo volvía a parecer normal. Le parecía que se encontraba en un largo túnel…, un
largo túnel con una puerta en el suelo.

—¿A dónde lleva este pasadizo? —preguntó.

—Hacia abajo —respondió Bosh señalando en dirección contraria a la puerta.

—¿Hasta dónde? —preguntó Glissa.

—Más allá de Lúmengrid, ¿eh? —respondió Slobad—. Encontramos la entrada abajo. Es


asombroso. Ahí abajo hay un túnel tan ancho como el Vientre de la Madre. Se extiendo una
eternidad.

—Supongo que por eso todos los pasillos discurren alrededor del eje de Lúmengrid —dijo
Glissa. Miró a Bosh—. ¿Es éste uno de los túneles que conduce al mundo interior? Dijiste que
había más, como el Vientre de la Madre que Krark utilizó en las montañas.

Bosh asintió.

—Tenemos que seguir —dijo. Recogió a Bruenna y echó a andar en dirección contraria a la
puerta. Slobad y Glissa se pusieron en pie y siguieron al gólem de hierro.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Slobad mientras caminaban.

—Visiones —dijo Glissa—. Como las que experimentó el padre de Bruenna. Visiones al azar que
no podía controlar.

—¿Algo útil? —preguntó el trasgo.

—No —respondió Glissa—. Puede. No lo sé. Era todo muy confuso. —Dio una patada al moho
que cubría la mayor parte de la plateada superficie del eje de Lúmengrid—. ¡Por la llamarada!
—musitó—. Hemos venido hasta aquí para nada. Bruenna ha estado a punto de morir… ¿y para
qué? Puede que los vedalken ya no quieran matarme, pero parece ser que Memnarch quiere
utilizarme para destruir el mundo. No sé dónde encontrarlo, así que de detenerlo es mejor que
no hablemos. No estamos más cerca de resolver el gran misterio de Chunth que cuando salimos
de la Maraña.

—El viaje no ha sido del todo inútil —dijo Bosh.

—¿A qué te refieres? —preguntó Glissa.

—El estanque me ha ayudado a recobrar la memoria —dijo Bosh.


—Eso es magnífico —dijo Glissa, y acudió corriendo a su lado—. ¿Qué has recordado?

—Todo.

También podría gustarte