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Anderson, Poul - Escudo Invulnerable PDF
Anderson, Poul - Escudo Invulnerable PDF
INVULNERABLE
POUL ANDERSON
Título Original: Shield.
© 1963.
© 1965 por Editora y Distribuidora Hispano Americana, S. A.
Traducción de Francisco Cazorla Olmo.
Edición Digital de Arácnido.
Revisión 2.
Capítulo Primero
Por un instante, mientras recorría con la vista aquella fabulosa ciudad, algo parecido a un senti-
miento de terror, le dejó sobrecogido. ¿Qué haría entonces?
Enrojecido por la neblina, el sol se ocultaba ya tras un Centro cuya gigantesca mole oscura
contrastaba contra el cielo, donde los diversos ingenios aéreos de la época se entrecruzaban como
moscas de agua. La totalidad del horizonte se hallaba poblado de enormes torres y colosales
construcciones. Koskinen comprobó que la proximidad del gran Centro, era sólo una ilusión de sus
sentidos. Los grandes edificios se hallaban aparte y a distancia, separados y rodeados por un
enjambre de almacenes, factorías y casas de habitación de corte modesto. Los túneles de transporte
urbano se entretejían por doquier rugiendo con el inmenso tráfico de las calles, brillando los
vehículos con los últimos rayos del sol poniente. A nivel más bajo, aún se advertía una enmarañada
red de calles, cintas transportadoras y monorrieles. En las primeras sombras del atardecer y bajo los
muros, las luces acababan de encenderse, uniéndose al parpadear de las del tráfico rodado, las de las
ventanas, las lámparas de alumbrado de las aceras y trenes. El silencio en aquella habitación a cien
pisos de altura sobre el suelo, convertía el espectáculo en algo irreal, como un reflejo de un planeta
extraño.
Bruscamente, Koskinen cerró el noticiario que se le proyectaba en una de las pareces de la habi-
tación. No le gustaban en absoluto los discos que se le ofrecían, ni incluso las danzas de Hawai, ni
los bailes de última moda de los cabarets de París que tanto le habían fascinado aquella mañana.
«Mejor es dejarse de sombras —pensó—. Deseo algo que pueda tocar, paladear y oler con mis
propios sentidos. ¿Como qué, por ejemplo?»
Allí tenía las propias facilidades que le brindaba el hotel, en el jardín las piscinas, el gimnasio,
los bares, restaurantes y casi todo lo que pudiera elegir para comprar o alquilar. Podía permitirse el
lujo de tomarlo todo de primera categoría, con la paga de cinco años en el bolsillo.
Además, allí estaba la propia superciudad en sí misma, con sus infinitos atractivos. Podía muy
bien tomar una estratonave que le condujese rápidamente a cualquier ciudad occidental del país, o
alquilar un aparato rápido y trasladarse a cualquier parque nacional y pasar la noche junto a un lago
o un hermoso bosque. O...
¿Qué? —se preguntó a sí mismo—. Puedo pagarlo todo, excepto la compañía de un amigo. Y...
¡Dios Santo! He perdido ya así veinticuatro horas. Ahora comprendo lo triste y solitario que es
tener que pagarlo todo...
Se aproximó al teléfono. «Llámame —le había, dicho Dave Abrams— al edificio de Centralia, en
Long Island. Aquí tienes el número de mi teléfono. Nuestra casa siempre cuenta con un sitio para
alguien más y Manhattan sólo está a unos cuantos minutos más allá, con agradables lugares para pa-
sarlo bien. Por lo menos, así era hace cinco años. Estoy seguro que puedo asegurarte, al menos, los
estupendos pasteles de queso que hace mi madre».
Koskinen dejó caer la mano. Todavía no. La familia Abrams tenía derecho a su vida privada y
necesitaba tiempo para conocer a su hijo. Media década en un planeta extraño podría haberle cam-
biado mucho. El representante del Gobierno que había acudido a esperarles en el Aeropuerto
Goddard, había notado lo excesivamente tranquilo que parecía, como si toda la quietud de Marte se
hubiera infiltrado en su espíritu. Por otra parte, su propio orgullo le impedía hacerlo. No tenía dere-
cho a interrumpir la vida amable de sus semejantes, como si se encontrase en la Tierra igual que un
niño perdido en el bosque.
En condiciones similares se hallaba frente a sus demás compañeros de tripulación. Sólo que ellos
tenían una ventaja sobre él. Todos eran mayores en edad y tenían sus hogares y parientes. Había
incluso dos que se habían casado. Pero Koskinen no tenía a nadie. La catástrofe de la guerra había
hecho desaparecer su casa, allá al norte de Minnesota, donde había vivido de niño. El Instituto se
hizo cargo del pequeño huérfano de ocho años y le había llevado interno a un orfanato donde se
había criado y educado con varios centenares más, igualmente seleccionados con un alto coeficiente
de inteligencia, previos los tests oportunos. Fue algo duro. No es que la escuela en sí fuese mala,
puesto que hicieron lo imposible por suplirle la falta de su familia, ya que el país necesitaba de-
sesperadamente un gran número de mentes bien entrenadas y a una prisa loca. Koskinen obtuvo su
grado de licenciado en Ciencias Físicas a la edad de dieciocho años, y un título menor de Ciencias
Simbólicas. En el mismo año, las autoridades astronáuticas aceptaron su solicitud para la novena ex-
pedición a Marte, la única que permanecería el tiempo suficiente para aprender decididamente algo
sobre los marcianos, y para tal destino salió embarcado en seguida.
Koskinen se sintió confuso. Decidió no sentir lástima alguna de sí mismo. Tenía veintitrés años,
una excelente salud, y contaba con una cuenta corriente en el Banco de cierta importancia. Cuando
transcurrieran algunos días e hiciera su informe general al Estado Mayor, se sumergiría en los libros
de la tecnología del espacio. Entretanto, no debería preocuparse demasiado, excepto el hecho de no
hallarse acostumbrado a la Tierra. No era tan fácil pasar los años más sensibles en un planeta
extraño, tan diferente a la Tierra, como un sueño y convertirse instantáneamente en uno de los seis
mil millones de habitantes de la Tierra.
—Bien, debes comenzar alguna vez, muchacho —se dijo a sí mismo en voz alta, mientras se
dirigía al espejo del cuarto de baño para comprobar su atuendo y apariencia general. La blusa roja,
de alto cuello, los pantalones azules de vuelo y sus zapatos suaves que había adquirido aquel mismo
día, le daban una apariencia agradable de última moda. Se estuvo preguntando si quitarse o no la
barba rubia que traía de Marte; aunque decidió que sería mejor dejársela, ya que sin ella tendría el
aspecto de un chiquillo, con la suave piel de su rostro y sus ojos azules. Tenía un cuerpo musculoso
y bien desarrollado; el capitán Twain había insistido en un ejercicio sistemático y regular, además
que el portar constantemente un equipaje de supervivencia equivalente a cien libras terrestres, no era
tampoco un juego de niños. Koskinen se había sorprendido al ver con cuánta facilidad se había
adaptado a la gravedad terrestre. Lo que le resultaba peor y más difícil de soportar era el aire espeso,
húmedo y polvoriento de aquella temperatura de finales de otoño. Le producía mayor malestar que
la sensación de peso. «Bien, creo que lo conseguiré», se repitió a sí mismo, y se dirigió hacia la
puerta.
Pero en aquel momento, sonó el timbre.
Durante unos segundos de asombro, Koskinen se quedó inmóvil. ¿Quién podría ser? Alguien de
la espacionave, tal vez, se imaginó esperanzado, que se hallaría tan solitario como él y vendría a
buscar su compañía...
Recordó que debería mirar por la mirilla de la puerta. Pero no aparecía nadie a la vista.
¿Se habría estropeado? La campanilla volvió a sonar. Koskinen presionó el botón que abría el ac-
ceso a su habitación.
La puerta se abrió y dos hombres entraron en ella. Uno de ellos volvió a tocar en el botón que
dejaba la puerta cerrada. El otro manipulaba con una pequeña caja plana. La mirilla volvió a quedar
despejada y el individuo aquel se introdujo la caja en un bolsillo. Se comprendía la maniobra que
habían efectuado al cegar la mirilla por el exterior.
Koskinen se quedó unos instantes sin saber que partido tomar. Eran hombres macizos, sobria-
mente vestidos, con duras facciones sin expresión.
—Bien —comenzó a decir—. ¿Qué es lo que ocurre? —Su voz se difuminó, como si el suelo y
las paredes a prueba de sonidos la hubieran absorbido totalmente.
El hombre que se había quedado rezagado, preguntó:
—¿Es usted Peter J. Koskinen, de la espacionave de los Estados Unidos «Boas »?
—Sí... Pero...
—Somos de la Seguridad Militar. —El que así había hablado sacó del bolsillo una tarjeta que
mostró a Koskinen, envuelta en una funda de plástico. Koskinen miró el documento de identidad,
fijándose bien en las facciones de la fotografía y en las de su interlocutor y sintió que se le hacía un
nudo en el estómago.
—¿Y qué es lo que ocurre? —preguntó, un tanto atropelladamente, ya que incluso él, recién
desembarcado, sabía que la Seguridad Militar no se interfería en nada relacionado con crímenes—.
Yo...
El nombre retiró su tarjeta. Koskinen había captado el nombre de Sawyer. El que estaba junto a la
puerta, permanecía en el anónimo.
—Nuestra oficina tiene un informe acerca de usted y de sus trabajos en Marte —le dijo Sawyer.
Sus ojos, de un color rojizo, no se apartaban ni un instante de Koskinen—. Primero, dígame: ¿no
tiene usted cita alguna esta noche? ¿No va a reunirse con alguien?
—Pues no, no... Yo...
—Bien. Comprobaremos todas sus declaraciones, recuérdelo, por psicointerrogatorio entre otras
cosas. Será mejor que no nos mienta.
Koskinen dio un paso atrás. Sus manos comenzaban a mojarse con el sudor y a ponérsele frías.
—¿Qué es, de todos modos, lo que pasa? —murmuró—. ¿Me encuentro bajo arresto, quizá? ¿Por
qué razón?
—Llamémosle custodia protectora —repuso Sawyer en un tono ligeramente amistoso—. Un
arresto técnico, sí, pero tan sólo mientras usted quiera seguir cooperando con nosotros.
—Pero, ¿qué es lo que yo he hecho? —Súbitamente, Koskinen sintió una rabia incontrolable en
su interior—. Ustedes no pueden interrogarme bajo el efecto de las drogas. Conozco mis derechos.
—El Tribunal Supremo dictaminó ya hace tres años, amigo, que en aquellos casos en que se halle
en peligro la seguridad nacional, los métodos psicológicos podrán ser empleados La evidencia no
puede ser usada ante un tribunal..., todavía. Es sólo para estar seguros. —Sawyer le hizo un gesto
autoritario—. ¿Dónde está ese chisme?
—¿El qué?
—El dispositivo. La máquina protectora. La tomó usted del «Boas» con su equipaje. ¿Dónde
está?
—¿Qué..., qué es lo que quieren con eso? —se oyó a sí mismo protestar—. Yo nunca... he robado
nada. La deseaba solamente, para cuando hiciese mi informe y...
—Nadie le ha llamado ladrón —dijo el hombre que permanecía junto a la puerta—. Es
simplemente, que ese dispositivo resulta muy importante para la Seguridad. ¿Quién más tiene
noticias de la máquina, además de los miembros de la expedición?
—Nadie en absoluto. —Koskinen se humedeció los labios. El horror comenzaba a invadirle
interiormente un poco—. Lo tengo..., ahí mismo. En esta misma habitación.
—Está bien. Vamos, sáquelo.
Koskinen se aproximó al armario y presionó un botón. La puerta se corrió hacia un lado,
revelando algunas prendas de su uso, un poncho para la lluvia, y un paquete de tres pies por dos y
por uno, envuelto en periódicos del día anterior y atado con una cuerda.
—Ahí está —dijo apuntando con un dedo.
—¿Es esto todo? —preguntó Sawyer con cierta sospecha en la voz.
—No es muy voluminoso. Se lo mostraré.
Koskinen desató el paquete. Sawyer le puso una mano sobre el hombro y tiró de él hacia atrás.
—¡No, no lo haga! ¡Apártese de eso!
Koskinen trató de controlar el coraje que le sacudía. Era un ciudadano libre de su país, que tenía
muchos merecimientos personales, para ser tratado de semejante forma. ¿Quién se habrían figurado
aquellos individuos que era?
Tipos de la Seguridad Militar, eso eran. El conocimiento de la realidad le dio escalofríos. No es
que hubiera tenido mucho que ver con ellos antes, o que hubiera oído decir de ellos que se
extralimitasen en sus funciones. Pero eran gentes de las que había que hablar en voz baja.
Sawyer realizó una rápida y certera comprobación por toda la estancia.
—No hay nada más —dijo—. Está bien, Koskinen, salga de aquí y acompáñenos.
Koskinen comenzó a empaquetar las ropas en la maleta que había adquirido aquel mismo día. Se
dirigió hacia el teléfono y marcó el número de la recepción, murmurando algunas palabras de excusa
en el sentido de tener que abandonar el hotel con urgencia. El jefe de recepción le preguntó si nece-
sitaba un mozo.
—No, gracias —repuso, cortando la comunicación.
Se quedó mirando a la cara del agente de la Seguridad Militar.
—¿Por cuánto tiempo estaré fuera? —suplicó.
El agente se encogió de hombros.
—Yo sólo trabajo aquí. Vamos.
Koskinen se llevó su propia maleta y Sawyer el paquete. El tercer hombre permaneció vigilante
con una mano metida en el bolsillo. La cinta transportadora les llevó corredor adelante. En la tercera
encrucijada, un transportador les elevó rectamente hacia el techo del rascacielos. Un joven y una
chica descendían por la parte opuesta. La túnica de la muchacha era un vivo reflejo iridiscente desde
el pecho hasta las rodillas y su cabello graciosamente peinado y sujeto con micalita. Su sonrisa
cantarina parecía proceder de lejanas distancias. Koskinen no se había sentido tan solo desde aquella
época en que vivió entre los solitarios pinos de su país natal y vio morir a su madre.
Aquello carecía de sentido, era absurdo, se repetía a sí mismo. Todo estaba desquiciado. Para eso
existía el Protectorado, para ejercer control sobre todo, para guardar las ciudades de nuevo contra la
caída del polvo radiactivo. La Seguridad Militar no era otra cosa que el Servicio de Inteligencia del
Protectorado. Ahora que pensaba en aquello, el efecto de la barrera potencial tenía posibilidades
para la guerra, aunque no para una guerra agresiva. ¿O las tendría? Tal vez las gentes de la
Seguridad Militar... ¡Buen Dios, quizá el propio Marcus... no deseaba otra cosa que reafirmarse en
tal puesto!
Lo cierto es que estaba siendo conducido por la garra de Sawyer apretándole en el codo y el otro
hombre preparado con un arma en el bolsillo y entre ambos, conduciéndole a alguna parte, para de-
jarle incomunicado y con el organismo y la mente repletos de drogas. Súbitamente, ciegamente,
deseó con todas sus fuerzas encontrarse de nuevo en Marte.
Sí, al borde del Trivium Charontis, mirando a la fantástica extensión del desierto de Elysian,
donde el pequeño sol esparce por el planeta una suave luz púrpura y cristalina, con las dunas
ondulantes y suaves, mientras que en el lejano horizonte, allá a lo lejos, se alza una torre rocosa, ya
viejísima cuando el hombre primitivo de la Tierra cazaba el mamut; con la imponente figura de
Elkor aproximándose por su espalda, oyéndosele acercarse en aquel aire tenue, hasta que su pálpito
suave le acariciaba el cuello a través de la espesa estructura de su traje a presión; y con todo, tan
suave como la mano de una mujer, las vibraciones codificadas, que él podía comprender tan bien
como su propia lengua materna, llegaban a su cerebro a través de sus nervios: «El Portador de
Esperanzas vino anoche a mí, mientras me hallaba sumergido en las estrellas, para traerme un nuevo
aspecto de la realidad, que puede aplicarse al problema que nos da la mutua alegría...»
En aquel momento, los tres hombres llegaban al aeropuerto del techo del rascacielos. Un aerotaxi
corriente se hallaba esperándoles, algo aparte de los usualmente estacionados allí. Sawyer hizo un
gesto con la cabeza al agente que esperaba y que intimidado con la señal, descorrió la portezuela de
acceso al aparato.
—Entre —dijo secamente.
Koskinen entró y se situó en medio del asiento delantero. Los agentes le flanquearon a ambos la-
dos y Sawyer se puso al control de los mandos de la pequeña nave voladora. Se apretaron los
cinturones de seguridad. La luz verde del radar les avisó la salida y Sawyer maniobró con el timón
lanzando el aparato hacia arriba.
II
III
Koskinen se enterró la cara en el hueco del brazo izquierdo. La oscuridad le envolvió, sufriendo
de la falta de peso y de un frío atroz. La cabeza le ardía con terribles dolores y ruidos internos. La
última bocanada de aire que había aspirado en el coche aéreo aún se hallaba en sus pulmones pero
reclamando urgentemente salir ya al exterior. De haberlo permitido, por puro reflejo se habría visto
obligado a respirar de nuevo y a aquella altura apenas si había aire que respirar; pero sí el frío
suficiente para congelarle su sistema pulmonar.
Ciego y entorpecido con el uso de una sola mano prácticamente, ayudado sólo por su antigua
práctica de la caída libre, aunque no mucha, ya que el «Boas» hacía su ruta a un cuarto de G
empleando la aceleración nuclear, desgarró la envoltura de su equipo de protección traído desde el
planeta Marte.
Él y el dispositivo tendrían diferentes velocidades terminales; pero era tan tenue la atmósfera que,
prácticamente, podía considerarse que todos los objetos caían a idéntica velocidad. Hurgó a tientas
para vestirse y adaptarse al cuerpo el dispositivo del Escudo Invulnerable marciano. ¿Dónde estaría
la correa del hombro derecho? Le pareció, a ciegas, que el aparato se hallaba incorrectamente
dispuesto y no podía realizar ajuste alguno en semejantes condiciones, cayendo materialmente de los
cielos. Un pánico atroz le sobrecogió. Luchó contra él, con el resto de conciencia remanente hasta
dar con lo que buscaba.
¡Allí estaba!
Deslizó el brazo, puso la cabeza contra el bíceps del brazo derecho y entonces maniobró para
deslizar el izquierdo. El pequeño panel de control colgaba naturalmente a través del pecho. Le
pareció que sus dedos estaban insensibles, hasta que encontró la conexión principal y tiró de ella.
Con un tremendo alivio, respiró fuertemente y abrió los ojos.
El frío cortaba como un cuchillo.
Sintió deseos de haber gritado; pero sus pulmones estaban vacíos y conservaba la suficiente
razón para no tratar de llenarlos todavía. Demasiado alto aún, pensó en su propia desesperación. Es
preciso llegar más abajo. Pero, ¿cuánto? La raíz cuadrada del duplo de la distancia, dividida por
G... Elkor, me faltas aquí. Portador de esperanzas, cuando sumerges tu personalidad en las
estrellas, en esas noches de meditación, ¿no incluyes a esta estrella azul que es la Tierra? No,
ahora será invierno en tu hemisferio, estarás dormido, sumido en el sueño aletargado de la
hibernación, en el hiperespacio... ¿El escudo es realmente una sección del espacio
tetradimensional? ¡AHORA!
En el último instante de conciencia, dio vuelta a la conexión del Escudo Invulnerable.
Se hallaba demasiado entorpecido para sentir si podía apreciarse algún calor a su alrededor. Pero
debería existir, puesto que pudo volver a respirar de nuevo. Afortunadamente su posición de caída
no le había obligado a percibir aire por la boca, en cuyo caso el daño recibido habría sido
irremediable. Respiró coa avaricia, diversas bocanadas de aire, antes de volver el Escudo a su estado
anterior.
Entonces esperó un corto intervalo antes de la caída sobre la superficie.
Pudo apreciar el cielo nocturno sobre él, y no la espantosa soledad de la estratosfera, que tanto le
recordaba la atmósfera marciana, y el cielo se veía cruzado en todas direcciones por los puntos lumi-
nosos de los coches aéreos. Bajo él, la parte oriental de la megalópolis norteamericana, al fin, aun
sin tener ni idea de qué fronteras habría cruzado ni la distancia recorrida en su pasada aventura con
los agentes de Seguridad Militar. No vio ya a la estratonave. Bien, había sorprendido a la tripulación
al arrojarse de cabeza al vacío, y para el momento en que hubieran podido reaccionar, habría sido
demasiado tarde pensar en seguir dando caza a un punto perdido en la oscuridad de la noche,
cayendo como una bala hacia el suelo.
Repentinamente, se dio cuenta de algo que no había pensado antes: se hallaba sobre un área den-
samente poblada. A la velocidad de su caída, sería como una bomba. ¡Dios—gritó—, no permitas
que mate a nadie!
La ciudad se le venía encima, como saliendo a su encuentro a enorme velocidad. Se rodeó del
campo potencial de energía del Escudo. Se estrelló en un momento dado.
Le causó el mismo efecto que zambullirse en un espeso alquitrán. La barrera potencial hizo un
profundo hoyo alrededor de su cuerpo, haciéndole rebotar con una aceleración normal hasta volver a
encontrar el hoyo producido. El momento físico de la fuerza del impacto, fue absorbido por la fuerza
cinética y contrarrestado por la envolvente misteriosa del Escudo Invulnerable. Con respecto al
ruido, ninguno podía penetrar a través de las paredes del Escudo. Se rehizo sin esfuerzo y se incor-
poró, tembloroso, mirando fijamente dentro de una nube de polvo su propia respiración y el fuerte
latido de su corazón.
El polvo se asentó nuevamente. Respiró con alivio. Había chocado en plena calle, y no encima de
ningún edificio. No había fragmentos humanos a su alrededor, sino sólo un cráter en la acera, desde
donde las grietas salían radialmente hasta varias yardas de distancia. Unas lámparas fluorescentes,
destrozadas en la caída, esparcieron un resplandor sombrío en los ladrillos de las paredes y en las
ventanas cerradas de la proximidad. Sobre su cabeza, un letrero de neón, colgado sobre una puerta
cerrada, anunciaba: UNCLE'S PAWN SHOP.
—Seguiré adelante —dijo Koskinen en voz alta, creyendo a duras penas lo que veía—. Estoy
libre. Estoy vivo...
Dos hombres llegaban corriendo desde una esquina, flacos y vestidos pobremente. Las habitacio-
nes de las viviendas del piso a ras del suelo, sólo estaban ocupadas por las gentes más pobres. Se de-
tuvieron y miraron atónitos a la figura humana y al destrozado pavimento. La luz de un bar próximo
cayó sobre el rostro de uno de los hombres. Comenzó a hacer gestos y aspavientos inaudibles para
Koskinen.
«He debido producir una explosión terrible al caer —pensó—. Bien, y ahora, ¿qué debo hacer?
Lo mejor, es escapar de aquí cuanto antes..., hasta que tenga tiempo de pensar...»
Se tocó en el pecho e hizo desaparecer el campo potencial del Escudo. La primera sensación que
recibió fue la de calor. El aire que estaba respirando aún, había sido captado a veinte mil pies de
altitud. Aquel que respiró entonces, le pareció sucio y espeso. Un dolor agudo le laceró la frente, en
uno de los senos frontales; respiró hondo y fuerte para equilibrar la presión. El ruido procedente del
entorno le engolfó por completo; ruido de las máquinas, del paso de las gentes, el enorme producido
por un largo tren que marchaba a gran velocidad en las cercanías, el grito de los chiquillos de los
alrededores y el de aquellos dos hombres.
—¡Eh...! ¡Qué diablos..., quién demonios es usted!
Una voz de mujer se sumó a ellos. Koskinen dio media vuelta y vio a muchos más habitantes de
aquel barrio pobre asomándose por las ventanas y callejuelas. Una docena, dos, de gente excitada y
ruidosa, anhelante de cualquier hecho que alterase la monotonía de su vida gris. Koskinen
comprendió que no era curiosidad despertada sólo por haber aplastado la acera, sino también por ir
vestido con ropas de lujo. A su espalda llevaba el cilindro de metal brillante y en el pecho un panel
de plástico con palancas, botones y clavijas, además de tres registradores calibrados. Todo un héroe
de ciencia ficción en 3-D. Durante un instante, pensó en haberles dicho que se estaba rodando una
película con efectos especiales... No. Comenzó a correr.
Alguien le echó la zarpa encima. Se deshizo de ella y voló a través de la multitud. De ella se des-
prendía un halo de malsana curiosidad. El Escudo sujeto por los hombros, le representaba un peso
de cinco kilos, demasiado para su estado de extrema fatiga, como Koskinen sufría en aquellos
momentos. Se volvió un instante para mirar a su espalda. Las luces de la calle aparecían alineadas
en una doble fila sin fin, en esqueletos gigantes con cabezas relucientes; por lo demás, la oscuridad
lo envolvía todo. Las paredes se erguían a gran altura a ambos lados. Una verdadera tela de araña
cerraba el cielo sobre su cabeza compuesta por enormes tuberías, transportadores de mercancías,
líneas de energía y cables de todo género, dejando entrever un rojizo resplandor. Un tren surgió
alrededor de una esquina interponiéndose entre él y sus perseguidores, a los que vio durante unos
instantes corriendo y gritando.
Se apretó los codos contra las costillas y procuró recobrar el aliento. Seguramente se hallaba en
mejores condiciones que aquellos pobres muertos de hambre y con algo que esperar, lo que contaba
mucho. ¿Qué les quedaba que esperar cuando las máquinas lo habían invadido todo, arrebatándoles
sus últimos empleos y la población crecía y crecía, imposibilitando los servicios de bienestar
público? A un hombre le resultaba imposible seguir luchando cuando el corazón le había sido
pisoteado en su interior, aplastado por la vida.
La calle, proyectada para el paso de camiones, llegaba a una intersección y se curvaba hacia
arriba hasta el paso de un monorriel. Koskinen sintió una vibración en el hierro de la vía. Se dio
prisa hasta llegar a la sombra de los pilares. El tren apareció a la vista bañándole con una potente luz
de la locomotora. Koskinen saltó, puso un pie en la vía y saltó a la otra parte un instante antes que la
locomotora le alcanzase. Los huesos le temblaban espasmódicamentc y el polvo le inundó los
pulmones. Se arrimó a la pared y recordó que podía hacerse invulnerable, simplemente con conectar
el dispositivo del Escudo. Pero tendría que haber permanecido inmóvil también, a menos que el tren
no le hubiese apartado a un lado. Bramó al pasar. Fueron pasando innumerables vagones de carga y
al final los de pasaje, ocupados por gentes sin rostro que miraban a través de unas sucias ventanillas.
Lo mejor sería apartarse de allí mientras el tren pasaba. Koskinen continuó caminando a lo largo
de la pared. El viento con olor a aceite quemado le azotó el rostro desagradablemente. Se apoyó
contra otra columna de las que soportaban el paso superior y buscó el camino para volver a la calle.
Rápidamente, entonces, corrió por aquella vía solitaria hasta una callejuela que pareció bostezar al
presentarse ante sus ojos. Se dirigió hacia ella.
El tren había desaparecido. Se acurrucó en la oscuridad, sin que la muchedumbre le persiguiese
ya. Al no verle, debieron haber vuelto a sus casas. Su persecución debió estar motivada por la
curiosidad en su mayor parte.
La callejuela se abría sobre un patio cerrado por cuatro casas pequeñas dedicadas a viviendas.
Koskinen se detuvo en su sombra, para recuperar el ritmo respiratorio. No habiendo por encima de
aquellas casas nada, excepto los cables de la electricidad, miró al cielo, viendo sólo un rojizo
resplandor neblinoso, sin estrellas, y las arrogantes y bellas líneas del altísimo Centro a media milla
de distancia, surgiendo imponente sobre aquellos pobres muros y habitaciones. El tráfico zumbaba y
rugía por los alrededores pero ningún signo de vida en sus proximidades, excepto la presencia de un
escuálido gato.
Koskinen deseó más que otra cosa en el mundo, saber dónde se encontraba. Seguramente debería
hallarse en cualquier lugar entre Boston y Washington, dependiendo de la dirección que tomase la
estratonave después de haberles envuelto en la red. Koskinen forzó su respiración y su pulso co-
menzó a recobrar el ritmo normal. Sus piernas estaban débiles; pero su mente funcionaba con clari-
dad. Aquélla, tendría que ser una zona bombardeada, apenas reedificada después de la guerra y
jamás mejorada, excepto los Centros que sobresalían a trechos, orgullosos con su fantástica mole,
convertidos en ciudades por sí mismos, por supuesto, donde nadie podía permitirse el lujo de vivir, a
menos que tuviese la suficiente astucia y capacidad que aquella economía de automatización
requería. La deducción no le prestó mucha ayuda; ya que existían incontables lugares destrozados
por las bombas.
¿Qué hacer, entonces?
¿Llamar a la policía? Pero aquello sólo serviría para poner en alerta a la Seguridad Militar. Y los
hombres del Servicio habían tratado de matarle.
Se sintió invadido por un pánico frío. Aquello no podía ser, se repitió frenéticamente. ¡No podía
ocurrir en los Estados Unidos de Norteamérica! El país que montaba la guardia sobre un mundo
deshecho; un guardián autosuficicnte designado a sí mismo para tal tarea; pero, ¿quién, si no,
realizaba aquella misión? Sí, aquello estaba bien. Pero no debería utilizar agentes que eran unos
asesinos. ¿O los utilizaba corrientemente? Quizá la emergencia tenía razón de haber sido tan grande.
Tal vez, en alguna forma que no pudo imaginar bien, la supervivencia de los Estados Unidos
dependía del hecho que él, Peter Koskinen, no cayera en manos extranjeras... De ser así, sólo tendría
que informar a la Seguridad Militar. Ellos le presentarían excusas por todo lo ocurrido, y se
cuidarían lo mejor posible de su persona, dejándole en libertad, cuando...
Bien, ¿cuándo?
Sus padres habían muerto —reflexionó amargamente—, y Marte quedaba demasiado lejos, allá
en el lejano cielo interplanetario. ¿A quién tenía en la Tierra?
Se acordó nuevamente de Dave Abrams. El recuerdo de su camarada fue como un deshielo para
su espíritu. Dave había sido su más íntimo amigo. Todavía lo era. Y un tipo inteligente. El padre de
Dave se hallaba entre las primeras figuras del Directorio Atómico, lo que significaba una
extraordinaria influencia comparable únicamente a la de un senador de los Estados Unidos. Sí, allí
estaba la clave del problema. Llamar a Dave. Arreglar un encuentro en cualquier parte. Planear
juntos qué hacer, con poderosos amigos a la espalda.
La recuperación de un tanto de su nervio perdido, llevó a Koskinen la conciencia de lo ham-
briento que se hallaba. Sufría de hambre y de sed. Tan sediento como aquella vez que le falló el
humidificador del aire en la expedición al canal Cerberus..., en aquella ocasión en que él y Elkor
viajaron para ver a los Filósofos, cuya verdadera forma ya no podía recordar... Aquello había
sucedido durante el segundo año medido por la cronología terrestre. Sí. En el tercer año, habían
logrado graduarse en las ciencias marcianas y terrestres, captado los puntos de vista y formas de
pensar, además de una sinopsis fundida de un concepto de los fenómenos de la energía, nuevos para
ambos planetas. En el cuarto, proyectaron y ultimaron la ingeniería necesaria para construir las
unidades portátiles de barreras potenciales, el Escudo, para cada uno de los pasajeros del «Boas».
Pero solamente el suyo había sido traído a la Tierra, a pesar de las restricciones del peso, y...
Koskinen se dio cuenta que se extraviaba en sus pensamientos.
Era urgente encontrar algún sitio donde comer algo. Afortunadamente, en sus pantalones había
una billetera bien repleta de dinero.
IV
Cruzando aquel patio, emergió en una calle más o menos residencial. El descuidado pavimento
denotaba lo poco que era utilizado por los vehículos industriales. Los edificios, de ladrillo y
cemento, se amontonaban unos junto a otros como cajones, con una altura no superior a los cinco
pisos. Se veía a mucha gente, fuera en los balcones, tratando de respirar un poco. Otros discurrían
silenciosamente por la calle, viejos arrastrando sus cansados pies, muchachos de rudo aspecto con
una gorra calada hasta las cejas y un cigarrillo en los labios, un grupo de chicas jóvenes, casi niñas,
vestidas ultramodernamente y que hubieran tenido mejor aspecto de contar con algunos años más
que hubieran moderado mejor sus formas, y otros personajes por el estilo. A otras muchas personas,
se las veía a través de las ventanas de sus apartamentos, mirando fijamente a las inevitables
pantallas de 3-D.
Koskinen caminó rápidamente, ignorando las miradas y los murmullos que se producían a su
paso. Un lugar donde comer..., un lugar donde comer... Alrededor de la próxima esquina, comprobó
el anuncio de neón que lucía sobre un supermercado.
Poca gente se hallaba a aquella hora en el interior. Se dio cuenta de lo pobretón y descuidado que
resultaba aquel local; pero los precios que marcaban eran notoriamente baratos. Sí. ¿No subvencio-
naba el Gobierno aquellos establecimientos humildes? Pasó las secciones de Perfumería y
Droguería, Ropas, Lavandería y Herramientas, hasta dar con el anuncio del restaurante. Allí estaba
una muchacha joven vestida con delantal y unos brillantes pantalones y tras ella, anaqueles en gran
cantidad de artículos comestibles. El robot no pudo identificar la cosa que estaba a su espalda.
—Un momento, por favor —expresó la voz mecánica de la cinta magnetofónica.
Sonó un timbre, se encendió una mirilla y una voz humana dijo en un micrófono:
—Está bien, pase. No sé de dónde ha conseguido eso que lleva; pero creo que no lo ha pescado
aquí.
Koskinen hizo una mueca de circunstancias y entró. El comedor no era automático, descubriendo
el hecho con cierta sorpresa. Bien, todavía sobrevivía un cierto grado de artesanía manual en aque-
llos barrios tan pobres, donde cualquier salario era mejor que ninguno, en contraste con la gran
riqueza que podía permitirse el lujo de servicio viviente.
Un hombretón de ojos tristes permanecía en pie tras el mostrador con su enorme vientre
impidiéndole aproximarse lo debido para atender al público. Dos hombres más bebían
silenciosamente sus tazas de café en el otro extremo del mostrador. Eran individuos de aspecto
paupérrimo. El más corpulento, observaba la 3-D en el rincón, viendo una estúpida película de una
misión por los desiertos de Australia y el otro permanecía sentado, con un cigarrillo sujeto en la
comisura de la boca, enfrascado, al parecer, en un sueño privado.
—¿Qué tomará usted?
El hombretón de aspecto triste tocó un botón y el menú del día surgió en una pantalla. Koskinen
encontró interesante el anuncio de cierto solomillo de carne al estilo francés con cebollas. ¿Pero qué
clase de carne podrían servir en aquel lugar de bajo nivel? Solicitó finalmente, como cosa más
segura, unas hamburguesas y un filete de algas, pidiendo además, la mayor botella de cerveza
disponible.
—¿Picante?
—¿Cómo? —preguntó Koskinen desconcertado—. ¿Quiere usted decir con un poco de vodka
añadido?
—¿De qué está usted hablando, amigo? Quiero decir jugo picante, de mescaloides, neoína o cosa
por el estilo.
—Ah..., nada, sólo cerveza natural. Necesito tener la cabeza despejada esta noche.
—Mmmm, sí claro. Viene usted de arriba, ¿verdad? Ropas lujosas y la piel tostada en la cara.
Creo que no será muy feliz por estos alrededores. —El dependiente sacó de la nevera un litro de
cerveza Raketenbräu, abrió la botella y lo puso ante Koskinen—. Mi consejo es que tome el primer
tren y se marche de aquí. O mejor tal vez, telefonear y que venga un taxi para llevárselo a casa.
Los dedos de Koskinen se apretaron contra la botella.
—¿Tan malo es este distrito? —preguntó lentamente.
—No... No lo son los nativos, excepto por lo que respecta a los muchachos rateros. Pero no
estamos lejos del Cráter y mucha de esa gente se deja caer por aquí de vez en cuando. —Y el
hombre hizo un gesto furtivo hacia los dos individuos que se hallaban al otro extremo del mostrador.
El que no estaba fumando, había vuelto sus ojos malignos de la pantalla de 3-D y miraba de forma
abierta e insolente al recién llegado.
El dependiente alargó un vaso no muy limpio hacia Koskinen. Aprovechó la oportunidad para su-
surrarle:
—Aquí tenemos guardias, por lo que no tiene que preocuparse. Pero mejor será que no se
aventure solo en la calle. Suponen que lleva dinero encima.
Koskinen se encogió de hombros. No había razón para no salir de allí en un taxi.
—Gracias por el aviso —dijo, mientras se descolgaba el aparato de la espalda y lo dejaba sobre el
taburete.
—¿Qué es eso, si puede saberse? —preguntó curioso el hombretón.
—Bah, un aparato experimental.
Su interlocutor dejó de hacer más preguntas. Koskinen bebió sediento a grandes tragos y sobre la
marcha atacó a la comida con hambre de lobo. Conforme se alimentaba y bebía, fue recobrando
fuerzas y sintiéndose mejor. La confianza renacía en su interior.
El individuo que le había estado observando, dejó el mostrador y se dirigió hacia una cabina te-
lefónica. Quienquiera que fuese el llamado, su imagen no apareció en la pantalla. El individuo acabó
su comunicación y volvió de nuevo, sacudiendo a su compañero enfrascado en su sueño despierto.
Se murmuraron recíprocamente alguna cosa, a lo que Koskinen no prestó atención alguna. Acabó su
comida y se dirigió hacia el teléfono. Con su excelente memoria recordó fácilmente el número que
Abrams le había dado. La pantalla se iluminó con la leyenda: POR FAVOR: DEPOSITE UN
DÓLAR POR TRES MINUTOS, DOS DÓLARES PARA CONVERSACIÓN VISUALIZADA.
Conque aquélla era la tarifa para una llamada local... Koskinen dejó caer dos monedas por la ra-
nura del aparato y salió fuera de la cabina.
—Por favor, oiga, ¿dónde estoy ahora?
—¿Cómo dice?
—Yo...; bien, me he extraviado. ¿Qué zona es ésta?
—El Bronx. —Y el dependiente rodó los ojos hacia el techo. Los otros dos individuos hicieron
una mueca. Koskinen cerró la puerta al iluminarse la pantalla. Estaba demasiado nervioso para
sentarse. Inspeccionó el aparato, pareciéndole que no se registraba su conversación al otro extremo
de la línea.
Una señora de edad se hallaba en la pantalla mirándole fijamente. Sus ojos aparecían enrojecidos,
mientras se retorcía el anillo de boda nerviosamente.
—¿Es la señora Abrams? —preguntó Koskinen.
La señora afirmó con un gesto.
—¿Podría hablar con su hijo David, por favor?
—No está aquí —repuso la señora casi inaudiblemente.
—¿No podría decirme dónde encontrarle? Es algo muy urgente.
—No..., no... ¿Quién es usted?
—Peter Koskinen. Un compañero de viaje de David.
La señora se irguió como si la hubiesen quemado.
—¡No le conozco! —repuso airadamente—. ¡No sé nada acerca de usted!
—Pero..., ¡señora! —exclamó Koskinen alarmado, forzando la calma en el tono de su voz—.
¿Hay algo que no va bien? Dave ha tenido forzosamente que mencionarme. Si no sabe usted dónde
está ahora, podría decirle que me llame... —Koskinen se detuvo un momento reflexionando—. Es
decir, encontraré un hotel y después la llamaré para darle la dirección...
—¡No! —gritó la señora—. ¡Le han arrestado! ¿No sabe usted que vinieron y se lo llevaron?
Koskinen se quedó de una pieza. La señora Abrams pareció darse cuenta que había hablado
demasiado.
—Será mejor que usted mismo se ponga en contacto con la policía —murmuró nerviosamente—.
Debe existir un horrible malentendido. Estoy segura que es así. Quizá usted pudiera ayudarle. El
padre de Dave se ha pasado horas en el teléfono, desde... Llamando a todo el mundo, incluso al
Congreso. Pero no ha podido saber una palabra. Quizá usted pudiera ayudarle... —Y la señora
comenzó a llorar desconsoladamente.
¿Estará esta línea controlada? —pensó Koskinen aterrado. En aquel instante no tuvo otra idea
que correr y huir. Pero aquello no tenía sentido. No tenía lugar alguno a donde dirigirse. Si un
director del Directorio Atómico no podía localizar a su propio hijo, de qué le serviría hacer algo...
Intentaré quemar el último cartucho —se dijo a sí mismo—. El propio capitán Twain.
El jefe de la expedición se había dirigido a su hogar en Oregón, según sabía Koskinen, aun no ha-
biendo tenido allí parientes.
Llamó al servicio de Información.
—Tenga paciencia, señor —le respondió la computadora técnica—. Dentro de un minuto tendrá
libre la línea.
¿Qué diablos estaba ocurriendo? Ah, sí. La configuración especial de los satélites de enlace de la
radio.
—Esperaré —repuso Koskinen.
—Si la persona a quien llama no está en casa, ¿desea usted que se haga alguna investigación es-
pecial?
—Oh, no. Consígame el número simplemente. Le hablaré a cualquiera de la casa. Gracias.
La pantalla se quedó en blanco. Koskinen permaneció en pie, escuchando la suave y aburrida
melodía del «interludio musical de espera». Descansó con un pie, después sobre el otro, se rascó la
barba, y se golpeó con un puño contra la mano contraria. El sudor le corría por la espalda.
Se oyó un ruido en la puerta de la cabina. Koskinen se volvió con un juramento. El individuo que
primero había telefoneado se hallaba en el exterior.
Koskinen abrió la puerta violentamente con intenciones de guerra.
—¿Qué es lo que desea? —le gritó enfurecido.
—¿No va a terminar todavía, amigo? —preguntó el individuo, y aunque no lo hizo en un tono
descortés, se adivinaba en él una sospechosa intención.
—Unos minutos todavía. Deben existir otros teléfonos, si tiene tanta prisa.
—No, no, está bien. Estaba imaginando, ya que vemos por aquí tan poca gente de categoría como
usted, si no buscaría alguna diversión, a lo mejor... —Y la remendada cara del individuo astroso,
hizo una mueca repelente.
—No, gracias.
—Conozco algunos sitios, ¿sabe? Mejores de los que se encuentran en la zona rica...
—¡No! Espero acabar mi llamada telefónica y marcharme de aquí cuanto antes. ¿Está claro?
Momentáneamente, el hombre aquel pareció sonrojarse irritadamente. Suavizando su expresión,
aprobó con un gesto.
—No se irrite, señor. Yo sólo trataba de ser amable con usted...
Koskinen cerró la puerta de mal humor. El individuo se dirigió al mostrador y dijo algo a su com-
pañero. Ambos parecieron satisfechos, según creyó Koskinen.
Transcurrido un gran lapso de tiempo, que a Koskinen le pareció una eternidad, el teléfono sonó
con el zumbador y Koskinen se aprestó a la llamada con tanta rapidez, que se lastimó una rodilla. Se
contrajeron los músculos de su cara y tuvo que hacer un esfuerzo para controlarse.
—Ya tenemos su número, señor —dijo el operador humano del servicio—. En Eugene, Oregón.
Koskinen depositó las dos monedas de a dólar en la ranura. La pantalla reveló la cara de un
personaje extraño. Sus formas eran duras y poco cuidadas.
—¿Se encuentra ahí el capitán Silas Twain, por favor? —demandó Koskinen.
—¿Quién desea saberlo? —le repuso su interlocutor lejano, irritadamente.
—¿Quién se figura que es usted? —le increpó Koskinen, ya también de mal humor y la paciencia
perdida.
Aquel individuo hizo una pausa, como buscando una decisión y dijo:
—Aquí es la Seguridad Militar. El capitán Twain ha sido muerto al resistirse a un intento de
rapto. ¿Quién es usted?
Koskinen sacudió la cabeza, aturdido por el golpe recibido.
—¿Es cierto eso? ¿O se trata de otra historia graciosa?
—Puede preguntar al servicio de Noticias. Pero, ¿quién diablos es usted? ¡Vamos, rápido!
—Pues..., un viejo amigo. Jim Longworth —mintió Koskinen dando el nombre de un compañero
antiguo de difícil localización—. Oí que había vuelto de la expedición de Marte y..., pensé...
Perdone. —Al aparecer satisfecha la expresión del agente, Koskinen cortó la comunicación.
Desconcertado, Koskinen miró al exterior de la cabina telefónica. El individuo que le había
hablado antes, estaba en aquel momento hablando con el dependiente del mostrador. La boca del
sujeto aparecía contraída en una extraña mueca. El dependiente, hacía gestos con la cabeza,
aprobando una y otra vez y se dirigió al extremo opuesto de la barra donde pareció dedicarse
furiosamente a alguna labor. El hombretón salió. El otro tipo del cigarrillo se quedó donde estaba,
sin parecer prestar especial atención a Koskinen.
Twain muerto... El grande, pelirrojo, magnífico e indomable Silas Twain convertido en un
cadáver. ¿Cómo era posible que tales cosas pudieran haber ocurrido?
¿Le habrían matado los propios elementos de la Seguridad Militar?
Koskinen accionó la palanca del servicio de Noticias y depositó las monedas correspondientes en
la ranura del servicio. Apenas si oyó la voz de una muchacha.
—Deme la relación de lo últimamente sucedido al capitán Twain, de la expedición de Marte.
Dicen que ha muerto esta noche.
—Sí, señor. Estas noticias llegaron hace una media hora, recuerdo perfectamente. Un momento,
señor. —La joven accionó unos botones y la cinta magnetofónica comenzó a pasar relatando lo
sucedido:
—«Servicio Mundial de Noticias, en Eugene, Oregón. Septiembre, 12. El capitán Silas Twain, de
44 años, jefe de la reciente expedición a Marte, ha sido hallado muerto, asesinado en la habitación
de su hotel en el día de hoy. El cuerpo fue descubierto hacia las 16.30 por Dorinda Joye, de 22 años,
una secretaria de una agencia a quien había llamado poco antes. Aparecieron varios signos de lucha.
Junto al cuerpo del capitán Twain, que había sido tiroteado, se encontró otro, que se supone
corresponde al de un chino. Tenía el cráneo destrozado por el golpe asestado por el capitán Twain
con un pesado cenicero que aún aparecía en las manos del capitán. Según las hipótesis de la policía,
varios intrusos asaltaron la ventana del décimo pisso desde una plataforma aérea y trataron de raptar
al veterano del espacio. Mientras resistía el ataque mató a uno de ellos. Incapaces de reducirlo y
temiendo ser descubiertos, los demás le dispararon hasta matarlo, según ha relatado el inspector de
policía Flying Eagle. Se calcula que el momento de la llamada de Twain a la señorita Joye debió ser
hacia las 16 horas, tiempo local. Los agentes de la Seguridad Militar se trasladaron rápidamente al
lugar de la tragedia. No se han hecho posteriores declaraciones de fuentes oficiales. La razón de esta
tragedia permanece en el misterio. El capitán Twain, era...»
El comentario subsiguiente incluía datos sobre la vida de Twain, y Koskinen, descorazonado
totalmente, cerró la recepción de noticias. Era mejor olvidarse de la Seguridad Militar, de los chinos
y de cualquier otro militar. Koskinen creyó que estaba a punto de ponerse a llorar. No serviría de
nada intentar llamar a ningún otro miembro de la nave «Boas». Seguramente él sería el único
elemento que quedaba con vida, y la razón obvia era porque se hallaba en posesión del Escudo
Invulnerable. Lo único lógico que tenía que hacer, era salir de allí rápidamente, antes que le echaran
la zarpa encima. Correr. Ocultarse. Sí..., pero, ¿dónde? No lo sabía. Pero había que marcharse de allí
y cuanto antes...
Torpemente, porque se hallaba temblando de pies a cabeza y no veía muy bien en el exterior, se
dedicó a localizar un taxi. Debería llamar al servicio de taxis; pero no sabía la dirección. Sería pre-
ciso consultar la guía. De un golpe nervioso, abrió la puerta de la cabina y salió disparado.
El dependiente se apartó de su presencia, con el terror pintado en sus facciones. Koskinen apenas
si le prestó atención. Recogió el generador, se lo puso a la espalda y salió del restaurante.
Un individuo macizo de aspecto hosco, con un revólver a la cintura le detuvo entre las estanterías
de los productos alimenticios.
—Perdone —le dijo a modo de introducción—. Soy un guardia. He estado vigilándole. ¿Conoce
usted a ese fulano con quien estuvo hablando mientras estaba en la cabina del teléfono?
—No —repuso vagamente Koskinen—. Déjeme marchar, tengo prisa.
—Ese bastardo y el otro que le acompañaba, son del Cráter. Ya les he visto por aquí antes de
ahora. No es buena gente. No me gustaba nada la forma que tenían de hablar en la barra al depen-
diente. Está claro como la luz del día que le dijeron a Gus que no le avisara a usted de nada.
Después salió dejando ahí a su compinche.
El vagabundo soñoliento comenzó a salir por otra puerta del establecimiento, en dirección a la
calle.
—No puedo hacer nada mientras no actúen contra la Ley —continuó el guardia—. Pero si yo
fuera usted, haría mejor en quedarse aquí hasta que me pusiera en contacto con la policía.
Necesitaría una escolta que le condujese a su casa.
Koskinen repuso, nervioso:
—¿La policía? ¿La Seguridad Militar? No, gracias.
El guardia pareció desconcertado.
—¿Está usted en un apuro con la ley, hijo? Pues no tiene aspecto de eso... ¿Qué lleva a la
espalda?
—¡No es nada que le importe! —restalló Koskinen fuera de sí. El guardia pareció más asombrado
aún y terminó por encogerse de hombros.
Al abrirse la puerta principal para salir a la calle, Koskinen se detuvo. Todo en el exterior
aparecía sombrío y muy mal iluminado, el tráfico rugía en los alrededores, pero no a su alcance.
Quizá sería mejor quedarse en el interior hasta que llegase un taxi, pensó.
Bien, y después..., ¿a dónde? A un hotel, probablemente. Ni un hotel barato que pudiera ser la
guarida de ladrones, ni lujoso para no llamar la atención de las gentes de la Seguridad Militar. O de
los chinos, pensó en seguida con un estremecimiento de temor. No podría permanecer de todas
formas mucho tiempo allí. Lo ideal sería un hotel de gentes de clase media, frecuentado por
viajantes de comercio, aunque tampoco podría quedarse mucho tiempo, de todas formas; llamaría la
atención. Pero al menos, podría tomarse una píldora para calmarse los nervios, conseguir una buena
noche de sueño tranquilizador, ya que se caía de su propia debilidad corporal, y decidir al día
siguiente el próximo desplazamiento.
Un coche baqueteado por el uso estacionó en aquel momento a la puerta del establecimiento. El
conductor salió fuera en el acto. Iba protegido con un casco de acero que mostraba la leyenda:
COMETEER TAXICAB COMPANY.
El chofer se dirigió vivamente hacia el umbral.
—¿Es usted quien necesitaba un taxi?
—Sí.
Koskinen le siguió sin otras palabras. El chofer abrió la portezuela posterior y Koskinen entró en
el interior. La puerta se cerró con fuerza tras él. Una mano vigorosa le agarró la muñeca izquierda y
se la retorció brutalmente por detrás del omóplato. Otra mano le sujetó bestialmente por el cuello.
—No se mueva y nada le ocurrirá —dijo la voz del individuo que le había hablado antes en la ca-
bina telefónica.
El conductor emitió una sonrisa entre dientes y ocupó el asiento delantero. Tocó los controles so-
licitando permiso para despegar por el aire y segundos después se elevaba por el cielo. Koskinen
luchó desesperadamente por respirar.
Estúpido de él, pensó Koskinen amargamente. Un completo idiota, sin remisión posible... El in-
dividuo del mostrador había planeado aquello desde el momento en que le había visto llegar. De-
bieron haber llamado a su socio, bajo la razonable suposición que Koskinen necesitaría un taxi.
La conversación con él, le confirmaba sus suposiciones. El compinche había estacionado detrás
de la esquina, hasta que el hombretón de la barra le habría pasado el aviso oportuno. El que aparecía
durmiendo con la colilla del cigarrillo en los labios se había dedicado a vigilarle hasta el último ins-
tante, dispuesto a avisar al resto de la banda, en el caso que cualquier cosa no saliera a la medida de
sus planes. Todo había ido a las mil maravillas. Y él, Peter Koskinen, había sido atrapado como un
imbécil.
—Está bien —dijo el granuja. Y soltó una carcajada—. Ahora, puedes descansar y alegrarte. Te
dejaremos a una milla de aquí. Ahora, con la mano derecha, sácate la cartera y déjala en el suelo.
Koskinen obedeció. Pero se le ocurrió que estaba perdido. Quizá no tendría más de veinte dólares
disponibles en efectivo. No se atrevería a llamar a su Banco...
—De acuerdo —gruñó el granuja—. Ha sido buen chico, Tim. Déjale cerca de cualquier estación
del metro, así tendrá una oportunidad de escapar vivo.
—X —respondió el chofer, y tocó de nuevo los controles. El Control de Tráfico le permitió bajar
a nivel de la calle. El coche rodó hasta detenerse entre dos altos muros, que sin duda
corresponderían a fábricas automatizadas, en cuyo techo se observaba el funcionamiento de un
cinturón rodante de transporte aéreo. El resplandor escaso del ambiente daba al lugar un aspecto
tétrico.
—Ah, sí —dijo el granuja que le había capturado—. Ese chisme que llevas colgado a la
espalda...; nunca había visto una cosa igual. Lo quiero también. No sé lo que es; pero quizá Zigger
me lo compre, o su chica. ¿No quieres decirme lo que es?
Koskinen apenas si podía hablar con la brutal presión del brazo del granuja alrededor de su
cuello.
—Vaya, muchacho. No tengas miedo. Deslíate esas correas. ¡Pronto!
La llave que le apretaba el cuello fue relajada y Koskinen pudo arreglárselas, con el brazo libre
también, para manipular en el Escudo. El conductor le estaba apuntando con una pistola de agujas
de fuego. El brillo metálico del arma apenas si era discernible en la oscuridad.
—Nada de trucos ahora, amigo —le advirtió.
¿Cómo escaparé de ésta? —se preguntó Koskinen, desesperado.
Koskinen se sacó los zapatos sin que se dieran cuenta sus enemigos. Hizo un movimiento como
para llevarse las manos a los hombros y soltarse las correas del Escudo. Sintió que la cartera estaba
en contacto con uno de sus pies y en una rápida maniobra, se la puso entre los dos.
—¡Vamos, pronto, de prisa! —vociferó el maleante.
Koskinen accionó la palanca del Escudo Invulnerable.
La fuerza expansiva cilíndrica del Escudo le empujó fuera del asiento hasta ocupar un lugar sus-
pendido en el aire sobre un rincón del coche aéreo. El bandido fue empujado contra la pared
contraria. Tuvo que haber gritado y seguramente el chofer haber soltado algún juramento; pero
entonces sólo eran para Koskinen simples sombras silenciosas. Koskinen se puso la cartera en el
bolsillo y esperó, temblando con la reacción sufrida. Se había vuelto invulnerable a cualquier ataque
de aquellos bandidos. Ni incluso el gas penetraría en aquella barrera invisible, estando, por lo
demás, garantizada su respiración por el ciclo permanente de oxígeno del aparato. Una aguja mortal,
disparada por el conductor, se estrelló como algo inútil contra la barrera del Escudo. El granuja que
tenía frente a él abrió la ventanilla para dejar escapar el anestésico volátil del disparo.
—Así está bien, bastardos —gritó Koskinen, sabiendo que nadie le oiría al exterior—. No se que-
darán aquí mucho tiempo. Está la patrulla de la policía, además lo saben. No podrán hacerse con-
migo. ¡Abran la puerta y dense a la fuga cuanto antes, mala canalla!
El hombretón palpó por los alrededores para definir por sí mismo el volumen de la impenetrabili-
dad. Apretó su hombro contra Koskinen y halló que la envoltura, con su contenido, era fácilmente
movible; ya que no añadía peso alguno a su portador y la absorción de la energía proveía de una
pseudo-fricción.
—¡Empújenme fuera, mamarrachos! —gritó Koskinen.
Aquellas dos sombras conferenciaron brevemente. El conductor volvió a los controles del
aerotaxi. El coche saltó nuevamente hacia el aire.
¡Santo Dios! —pensó Koskinen, alerta a la nueva situación—. ¡Me llevan con ellos!
Existía luz suficiente en los pasillos del tráfico aéreo, difundida desde abajo por el aire sobrecar-
gado, de forma que pudo apreciar claramente al bandido. Aquel malhechor estaba acurrucado contra
la pared de enfrente sin que su mirada aterrorizada dejase por un momento de contemplar a
Koskinen. Esgrimía la pistola del conductor en una mano y una hoja de vibroplástico en la otra.
Tenía los ojos desencajados, respiraba fatigosamente y la piel del cuello y de las facciones le
chorreaba de sudor. Pero aquellos bandidos tenían agallas, y Koskinen lo sabía, para llevarle con
aquel misterioso objeto a donde pudiera ser estudiado y eventualmente vendido.
¿Pero adónde?
Pudo haber hecho desaparecer la barrera potencial, haber quedado libre de movimientos y haber
saltado al espacio inmediatamente. No, aquello le llevaría al menos un par de segundos. Una aguja
necesitaba mucho menos tiempo para dejarle paralizado.
No. Todavía no. Siempre tendría tiempo de hacerlo, si las cosas se ponían de un cariz desespera-
do. Les dejaría intentar otra cosa y esperaría. Tal vez pudiera negociar con ellos... Tal vez, tal vez...
Sus fuerzas le abandonaron. Hizo un esfuerzo para adoptar una posición sentada, dentro de cuan-
to podía permitírselo el Escudo, y esperó con estoicismo lo que tuviera que llegarle después.
V
No estaban lejos del Cráter. El aerotaxi dejó el rayo guía del Control y descendió con los mandos
manuales. Koskinen apreció un círculo de oscuridad, hacia abajo y hacia adelante, excavado en una
enorme área en medio del lúgubre resplandor y la red de callejuelas del entorno circundante de
aquellos barrios pobres de la megalópolis. Pudo descubrir unos cuantos edificios mostrando su
silueta en el borde y la luz de algunas ventanas; por lo demás, el resto se hallaba sumido en la
negrura más completa. A varias millas de distancia surgía hacia el cielo el Centro que había
apreciado mientras había marchado a pie, terraza sobre terraza saltando hacia el cenit como una
fuente luminosa, siendo visibles además un par de enormes rascacielos, donde se alojaban las
empresas de alcance mundial. Más allá pudo distinguir igualmente el torrente del tráfico aéreo a
diversos niveles como enjambres de libélulas luminosas. La visión podía haber pertenecido a otro
planeta distinto a la Tierra.
Pero no a Marte, desde luego, pensó en su desesperación. Marte también había sido culpable de
la muerte de algunos hombres con su atmósfera fantasmal e irrespirable, con el hambre y el frío y su
salvaje y extraño ambiente de soledad. Pero la belleza también permanecía en aquellos desiertos sin
fin, en sus bosques, en sus altiplanicies escarpadas y mudas y especialmente, en las serenas mentes
de los marcianos, que se habían unido a los terrestres en busca del conocimiento. Koskinen había
sentido nostalgia muchas veces, estando allí, suspirando por la visión de la Tierra. Pero lo que
echaba de menos era, en realidad, el verdor de la hierba y de los árboles, el sol acariciándole en la
piel desnuda, el viento que riza la superficie de los lagos, el verano, la nieve y las gentes que
pertenecían a su país natal, indio de origen, el pueblo que conoció cuando era un niño. Pero aquella
no era la Tierra ahora. ¡Desea que vuelva a nuestro Marte, Portador de Esperanzas!
El aerotaxi voló suspendido sobre el círculo oscuro, mientras que el conductor utilizó el radiote-
léfono. ¿Identificándose a sí mismo? Los rumores decían que los más poderosos cabecillas de tales
lugares tenían medios para tirotear a los intrusos. Koskinen lo ignoraba. Pocos ciudadanos de los ni-
veles superiores de la megalópolis disponían de información real acerca del Cráter. Koskinen sabía
únicamente que durante la reconstrucción inicial de la posguerra, había existido demasiada
radiactividad en el lugar de las bombas para que resultasen habitables. Conforme fue disminuyendo,
los elementos más pobres y desamparados de la sociedad se fueron a vivir cerca porque tales
terrenos eran muy baratos o incluso gratuitos. Los más arriesgados se metieron dentro de los mismos
cráteres donde permanecieron escondidos y viviendo a costa de tributos de los habitantes de los
bajos fondos de ciudades enteras. La policía, que tenía demasiado que hacer en todas partes,
raramente interfería, a menos que las cosas derivasen en delitos flagrantes y a veces, ni aun así.
Cualquier orden social era mejor que ninguno, y los cabecillas de los cráteres impusieron una
estructura a su estilo sobre los barrios miserables.
El conductor apagó la comunicación. Una señal de radio se encendió en el panel del vehículo
indicándole la forma de tomar tierra. Al hacerlo, diversas formas oscuras le rodearon. El conductor
salió del coche y habló con ellos durante un rato. Después, abrieron la puerta y se hicieron cargo de
Koskinen, sacándole al exterior.
Koskinen miró en su derredor. Se hallaban sobre una pequeña estructura de cemento que emergía
de la falda del cráter a medio camino entre el borde y el fondo. Su superficie rígida y lisa sugería
una plataforma de aterrizaje. La mayor oscuridad envolvía el ambiente, destacándose apenas el leve
resplandor vitrificado de las rocas fundidas por la explosión atómica de trecho en trecho, hasta ter-
minar en una serie de torres aplastadas de observación, entre el rojizo fulgor atenuado próximo a los
bordes. La lámpara que lucía en la mano uno de aquellos hombres, revelaba la existencia de media
docena de individuos de aspecto temible, con la cabeza protegida por un casco, chaquetones de
cuero y el cañón de sus armas apuntando al extranjero. Dos de ellos se hicieron cargo de Koskinen,
llevándole consigo, y los demás hicieron guardia. El maleante y el chofer del aerotaxi iban a la
cabeza de la pequeña expedición, mientras uno de ellos se ocupó de ocular el vehículo aéreo.
Koskinen permanecía pasivamente dentro de la protección del Escudo, fatigado y dolorido.
Aquellos individuos le llevaron hasta una puerta existente en el fondo del cráter, bajaron después
por una larga rampa de cemento y más tarde, a lo largo de un túnel mucho mayor, quizá una línea
del metro que hubiera sobrevivido a la explosión de las bombas nucleares de la guerra, y
reconstruido después. Deberían contar allí con su propio sistema de energía eléctrica, pensó
Koskinen, además de ventilación, calefacción y demás necesidades, incluyendo, sin duda alguna,
alimentos y municiones para resistir eventualmente un largo asedio. La carretilla pasó otras varias,
cargadas con obreros asalariados que inclinaban la cabeza respetuosamente ante los guerreros.
Pasaron una serie de puertas de acero, en cuyas inmediaciones y en los muros, se apreciaba el
emplazamiento de potentes y rápidas ametralladoras, deteniéndose finalmente en un lugar aún
mucho más fortificado. Desde allí, el grupo tomó un pasadizo lateral, caminando a pie.
Lo que vio Koskinen le dejó atónito: un enorme recibidor, tan elegantemente decorado como el
hall del Hotel von Braun donde se había alojado en la megalópolis. Una puerta que se abrió reveló
una serie de habitaciones lujosamente decoradas y con sorprendente buen gusto. Más allá, un
corredor que formaba una intersección, conducía a una zona residencial, menos elaborada pero
perfectamente adecuada. Después apareció una gran puerta en cuya parte superior lucía un gran
letrero que indicaba: ELECTRÓNICA. Después se hallaron, tras haber atravesado una espesa puerta
de dos hojas, en una habitación construida de un bloque de cemento impresionante, donde los
guardias dejaron a Koskinen en el suelo.
Koskinen se incorporó sobre sus pies. Le llevó algún esfuerzo hasta que pudo situar bien su
centro de gravedad sobre la base. Dirigiendo una mirada a su alrededor, comprobó que los guardias
armados se habían distribuido a lo largo de las paredes ciclópeas, con las armas siempre
apuntándole. Un gran pupitre sostenía aparatos de laboratorio. Cerca de él, un teléfono y una
pantalla acorazada. «Éste debe ser el lugar desde donde comprueban cualquier peligro», dedujo
mentalmente Koskinen.
Tras lo que le pareció una eternidad, la puerta interior se abrió y dos personas irrumpieron en la
estancia. Los guardias inclinaron la cabeza con un respetuoso saludo. Koskinen hizo un esfuerzo
para salir del sopor en que se hallaba su cerebro por la fatiga y miró con atención a los dos recién
llegados.
El hombre era un tipo alto y fornido, de mediana edad, algo ventrudo y cabeza completamente
calva. Apenas si se le notaban las cejas. El rostro era sanguíneo y de salientes mandíbulas, una nariz
roma y una boca que parecía dibujada de un solo trazo. Pero se movía con la soltura y la elasticidad
que implicaban unos músculos fuertes y tensos. Iba alegremente vestido en un azul iridiscente y
unos anillos fulgían en sus dedos. El arma que llevaba sujeta a la cintura parecía moderna y costosa.
La mujer era una belleza digna de admirar. Tendría unos treinta años, calculó Koskinen, alta, con
una espléndida figura y una suavidad exquisita de movimientos. Tenía un rostro agraciado de ojos
oscuros, una nariz bien moldeada, una boca sensual y sus cabellos de un negro azulado le caían casi
hasta los hombros. El color de la piel de la cara era casi de café con leche: la blanca bata de
laboratorio que vestía sobre su lujoso vestido rojo, realzaba el efecto del conjunto.
«Vaya... —pensó Koskinen—. He aquí al jefe en persona. Éste debe ser al que esos maleantes
llaman Zigger...»
Aquel hombre caminó lentamente a su alrededor, palpando y calculando la silueta invisible del
campo de fuerza del Escudo que le envolvía, empujándole varias veces y observando cómo caía y
volvía a ponerse en pie. Manejando el arma que llevaba a la cintura, hizo una serie de disparos sobre
Koskinen, comprobando cómo las balas chocaban contra aquella misteriosa barrera de fuerza y
caían inútiles al suelo, desde los lugares de incidencia del campo envolvente. La mujer se inclinó
sobre el pupitre y miró la demostración del jefe, sin alterarse en lo más mínimo. Al fin, tomó un
cuaderno de notas, escribió rápidamente unas palabras y exhibió la escritura ante los ojos de
Koskinen.
Éste, pudo leer fácilmente:
«Esto parece ser algo que necesitamos realmente. ¿Está usted interesado en venderlo?»
Koskinen sacudió la cabeza negativamente.
—¡Déjenme salir de aquí! —gritó, sin que nadie le oyese.
Ella volvió a escribir, tras fruncir el entrecejo:
«Conteste haciendo letras con los dedos, utilizando el alfabeto de los sordomudos. Así». Y la
joven ilustró la experiencia con una breve demostración.
¿Sordomudos? Ah, sí, tales argucias debían sobrevivir aún, sin duda, entre los que lo precisaban
y no podían darse el lujo de una neuroprótesis. Koskinen, un poco torpemente, se las arregló para
decir con los dedos:
«No pueden detenerme, la policía estará ya buscándome. Mejor será que me dejen marchar.»
La mujer conferenció brevemente con Zigger. El jefe pareció sobresaltado. Ella le dijo algo que
debió sorprenderle; pero dio órdenes a la guardia para que saliese de la habitación. La joven volvió a
escribir para Koskinen:
«Sin duda, debe usted contar con un ciclo respiratorio en su interior; pero no veo que tenga re-
puestos que puedan durar mucho. Puede ser enclaustrado y morirse literalmente de hambre. Creo
preferible que salga de ahí y hable con nosotros. Zigger le da su palabra..., y la mantiene cuando es
conveniente.»
Ella lanzó al jefe una mueca felina, ya que estaba mirando por encima del hombro; el jefe
enrojeció un tanto, pero sin hacer comentario alguno.
«Es un hombre duro de desafiar, créame», concluía el mensaje escrito.
«No intente encerrarme —expresó Koskinen con el lenguaje digital de los sordomudos—. Si lo
hacen puedo expandir el campo y destrozar cualquier construcción que me rodee..., y tal vez
escaparme.»
«Está bien. Morirse de hambre lentamente no es ninguna broma», escribió la mujer en respuesta,
lacónicamente.
El guardia volvió con un objeto abultado que exhibía un largo tubo metálico. La mujer volvió a
escribir:
«¿Sabe lo que es esto?»
Koskinen negó con la cabeza. No podía distinguir aquello muy bien.
«Un arma disparadora de rayos láser. Amplifica la radiación al estimular los átomos y los remite
en un haz altamente enfilado. Puede llamarle un rayo calorífero.»
«Oh, sí —pensó Koskinen—. He oído hablar de eso.» Y su voluntad le abandonó por completo.
«Supongo que puesto que la fuerza que le protege permite el paso inverso de la luz —escribió
nuevamente la mujer— también dejará pasar los rayos infrarrojos. El primer disparo se lo haremos a
los pies.»
El guardia dispuso el arma para usarla. Koskinen accionó la palanca que llevaba al pecho, se
desconectó automáticamente el campo de fuerza protectora del Escudo y cayó hacia adelante sobre
sus rodillas.
VI
El teléfono le despertó. Dio la vuelta, escondió la cabeza bajo la almohada y trató de negar su
existencia. El teléfono continuó zumbando con insistencia. Koskinen lanzó un juramento, se
incorporó y lo tomó, conectando la pantalla televisora.
Una mujer morena le miraba desde la pantalla. Koskinen tragó saliva sin recordar apenas quién
era, ni dónde se encontraba él.
—Buenos días —dijo ella, con una sonrisa superficial—. Más bien, buenas tardes. Es ya tarde.
Pensé que ya habría dormido bastante.
—¿Eh? —Lentamente, por tramos y poco a poco, su conciencia se rehizo.
Estuvo casi a punto de desfallecer, al darse cuenta cabal de su situación. Le habían quitado el Es-
cudo, conduciéndole a aquella habitación, donde se le había administrado un tranquilizante. Miró a
su alrededor, encontrándose en una pequeña estancia, no del todo desagradable, con un pequeño
cuarto de baño. Había una sola puerta de acceso, sin ventanas, y una rejilla para la ventilación... Sí,
estaba en los subterráneos, ¿no era así? En el castillo inverso de Zigger.
—Quiero hablar con usted —dijo la mujer en la pantalla—. He dispuesto la cena. —Sonrió
entonces más ampliamente—. Para usted será el almuerzo, naturalmente. El guardia irá a buscarle
dentro de quince minutos. ¡Vamos, arriba, hombre!
Al apagarse la pantalla, Koskinen se arrastró por la cama. Sus ropas habían desaparecido; pero la
puerta de un armario se descorrió, mostrándole una buena colección de ropas en excelente uso. La
inyección que debió haber recibido, había esparcido por todo su cuerpo cierto entumecimiento. No
había lógica para que con una blusa verde y unos pantalones grises pudiera sentirse a gusto. A los
pocos instantes, el guardia armado abría la puerta.
Le siguió por un pasillo adelante hacia la parte lujosamente ornamentada. Fue empujado a través
de una puerta que se cerró tras él inmediatamente. Comprobó la existencia de una elegante suite de
diversas habitaciones. De las paredes colgaban algunas buenas pinturas. El colorido del conjunto es-
taba concebido en una especie de abstracción colorista, demasiado intelectual para su gusto. Le en-
cantó la presencia de Mozart entre la música de un moderno tocadiscos. Los muebles eran de altos
soportes. Gusto oriental, concentrado sobre un pedestal que sostenía una maravillosa pieza en bruto
de cristal lunar. ¿Cuánto habría costado todo aquello?
La mujer estaba sentada ante una mesa. Una túnica blanca atenuaba el color de su rostro
broncíneo. Hizo un gesto con la mano en la que sostenía un cigarrillo, en la otra tenía un cóctel.
—Siéntese, Pete. —Su voz tenía una tonalidad algo brusca mezclada con cierto acento sudameri-
cano. Debía ser una mestiza, pensó Koskinen, y probablemente en parte, criolla.
—¿Cómo sabe usted mi nombre? Ah..., sí. Estúpido de mí, mis documentos estaban en la cartera.
—Y por una rápida comprobación del servicio de Noticias... No tuvo usted una bienvenida muy
cordial al hogar, ¿verdad?
Koskinen se sentó al otro extremo de la mesa. Un sirviente se aproximó para solicitarle lo que
deseaba beber. Comprobó que la mujer y él eran las únicas personas en aquella lujosa habitación,
aunque sin duda alguna, un centinela estaría de guardia a la puerta y que existirían otros medios de
alarma e incluso algún micrófono oculto en el macizo brazalete de plata que la mujer lucía en el
brazo.
—Yo..., pues no lo sé... Bien, ¿cómo se llamaba lo del otro día? Ah, creo que un Tom Collins.
Ella hizo una mueca.
—Necesita usted reeducarse. Oh, bien, si ése es su gusto. ¿Fuma?
—No, gracias. —Koskinen se humedeció los labios—. ¿Qué..., qué dijeron las noticias sobre mí?
—Absolutamente nada —le respondió la mujer mirándole fijamente a los ojos—. Por lo que se
sabe a través de la imagen y el sonido, usted está todavía descansado en el Hotel von Braun, en
Philly. Sin embargo, no nos ha sido posible tomar contacto con sus compañeros de expedición.
—Ya lo sé —murmuró Koskinen, sombríamente—. Espero tan sólo que la Seguridad Militar los
conserve vivos. Los chinos mataron al capitán Silas Twain, ya sabrá usted...
—¿Qué? —exclamó ella incorporándose.
—Lo difundieron en las noticias, anoche mismo.
—Hoy ha sido diferente. El relato de hoy dice que murió en un accidente y que cualquier cosa re-
lativa a un asesinato se debe a una histérica. —La boca sensual de la mujer se contrajo al estilo de la
de Zigger—. ¿Cuál es la verdad?
Koskinen adoptó una postura de desconfianza.
—¿Por qué tendría que decírsela a usted?
Sus maneras se suavizaron, con la jovialidad que ya le había encantado antes.
—Mire, Pete —dijo ella, en voz baja y rápidamente—. Está usted atrapado en algo tremendo. He
pasado el día entero haciendo comprobaciones empíricas en ese dispositivo que ha traído usted.
Conozco muy poco sobre él y esto es suficiente para sacar a Zigger fuera de quicio. No tenemos
aquí ninguna droga mental, aunque sí máquinas nerviosas e incluso cosas más horribles todavía. No
—dijo ella, levantando una de sus gráciles manos—, no estoy amenazándole. No haría semejante
cosa con nadie. Pero Zigger sí. Estoy advirtiéndole, Pete. Usted tiene la palabra. Creo que no hay
elección, sino tratar... conmigo, al menos.
—Y si lo hago, ¿qué ocurrirá después? La Seguridad Militar no irá a darme las gracias...
—Podemos apartarle de sus garras, si es que cree usted sinceramente que no se lo perdonarán. El
Cráter paga con el valor que recibe, a su propia forma de hacer las cosas. Está bien, ¿qué fue lo
ocurrido con Twain?
El sirviente le trajo su bebida. Se la tomó ciegamente. El relato de la tragedia del capitán Silas
Twain fue fluyendo de su boca con todo detalle.
Ella hacía gestos comprensivos con la cabeza, prestándole la mayor atención. Mientras, había to-
mado un nuevo cigarrillo que encendió y del que fumó lentamente durante un rato hasta que sus ojos
se achicaron pensativos. Finalmente, dijo:
—Sin duda alguna, ese relato de la noche pasada debió ser el verdadero. El servicio de la
Seguridad Militar habrá deslizado algún subterfugio para enturbiar la verdad. Comienzo a ver claro
lo sucedido. Su expedición trajo inocentemente ese dispositivo desde Marte, sin soñar siquiera lo
que implicaría su presencia en la Tierra. Sus compañeros estarían ansiosos de salir de sus
respectivos hogares, haciendo mención del asunto a otros amigos. La Seguridad Militar, que habrá
montado una guardia sigilosa alrededor de todos ellos, se habrá enterado a las pocas horas. Ellos han
captado mejor que nadie sus posibilidades. Y decidieron encerrar a todos los componentes de la
expedición con la máquina y a cuantos supieran algo relativo a ella. Al menos hasta que supieron
cómo actuar. Por tanto, han debido tomar bajo custodia a la mayoría de sus compañeros de
expedición, si no a todos. Pero los chinos tienen sus propios espías, agentes, delatores y soplones
alrededor del mundo entero. Todo el mundo lo sabe. Y..., estarían dispuestos a actuar antes que
nadie en esta expedición de retorno del planeta Marte.
»Después de todo, los anteriores viajes habían demostrado que los marcianos tienen una conside-
rable tecnología desarrollada, aunque sea algo totalmente distinto de lo imaginado en la Tierra. El
«Boas» podía traer de regreso algo totalmente revolucionario, especialmente desde que ustedes
anunciaron que esta última expedición y su propósito principal era el estudio intensivo de la
civilización marciana. Los chinos han tenido, sin duda, agentes situados en vanguardia desde el
principio. Ya sabe usted, gentes que tengan relaciones de parentesco o amistad con los hombres del
espacio y cosas así. Por tanto, debieron saberlo casi al mismo tiempo que los hombres de la
Seguridad Militar. Y la cuestión se ha convertido en una carrera contra reloj para la captura de los
miembros de la expedición.
Debilitado como estaba Koskinen por el sueño subsiguiente a su agotamiento nervioso y la falta
de alimento, el licor que había ingerido le había sacudido con la fuerza de un puñetazo en el estó-
mago.
—No creo que les sirva de mucho —farfulló como a través de una neblina que le envolviese—.
Yo tenía la única máquina existente en la Tierra. Y el total conocimiento relativo a ella. Para que
sepa, yo fui el único que la desarrolló, con la ayuda marciana, por supuesto. Los demás
componentes de la expedición tenían cada uno sus propios proyectos.
La mujer se echó hacia atrás en su sillón, relajándose como una gata. Le volvió a mirar y le pre-
guntó con suavidad:
—¿Por qué no le detuvieron a usted los de la Seguridad Militar antes que a ningún otro,
entonces?
—Probablemente porque no conocían la totalidad de la cuestión inmediatamente. Es muy posible
también que tuvieran alguna dificultad en dar conmigo. Dije que me marchaba a Minneapolis; pero
en el último instante cambié de opinión y pensé que sería mejor quedarme en la superciudad del
Atlántico. De todas formas, vinieron rápidamente. Y con los chinos pisándoles los talones.
—Así, se escapó usted de las manos de los chinos, cuando nuestros muchachos le echaron el
guante, ¿verdad?
—Y de la Seguridad Militar. También de la Seguridad Militar —dijo Koskinen acabando el
último trago de su bebida—. Trataron de matarme, precisamente ellos, los de la S. M. —Ella abrió
los ojos asombrada, como interrogándole. Koskinen consideró que debería aclarar más las cosas y
continuó con su relato.
—Ya comprendo —murmuró ella al final—. Sí, tienen un equipo obstinado en sus propios
derechos. ¡Qué bien lo conozco, por desgracia!
Ella alargó la mano y pulsó un botón.
—Bien, ahora necesita usted alimentarse.
El sirviente trajo inmediatamente una sopa, panecillos, mantequilla de excelente calidad y otros
alimentos. Le dejó comer durante un rato, hasta sonreír entre dientes.
—Y a propósito, olvidé que todavía ignora usted mi nombre. Me llamo Vivienne Cordeiro.
—Encantado de conocerla —murmuró Koskinen.
Conforme su cabeza se aclaraba y las fuerzas volvían a sus músculos, fue desapareciendo su en-
tumecimiento general. Se maldijo interiormente por haber hablado tanto. Aunque tuvo que
agradecer a aquella mujer que le hubiese ayudado tan eficazmente a comprender una situación que
parecía una pesadilla febril.
—¿Es usted físico?
—En cierta forma —explicó ella—. Estuve en el Instituto de huérfanos, como usted, según las
noticias tomadas de su biografía. Sin embargo no me recogieron hasta los quince años. —Una
sombra se esparció por sus bellos ojos—. Antes de eso, habían ocurrido muchísimas cosas. Pero
ahora no importa. Estoy encargada de la sección técnica aquí en el Cráter. Los jefes del Cráter
también necesitan a alguien que entienda de cosas tales como la energía y la teoría de la
información.
—Habrá usted comprobado —dijo Koskinen— que ese equipo de protección mío se halla todavía
en una fase preliminar de experimentación. Se precisa un gran laboratorio y varios años para de-
sarrollar sus enormes posibilidades. Especialmente las que todavía no ha imaginado nadie.
—Es cierto. Pero Zigger puede hacer un uso excelente de esa máquina, incluso tal y como está.
Hablemos de ello. No en detalle, puesto que dudo que pueda seguirle a usted en sus conceptos mate-
máticos, sino en las generalidades.
Koskinen vaciló.
—Ya conozco bastante sobre el particular —le recordó ella.
—Está bien —dijo él, suspirando resignado.
—Veamos, en primer lugar, ¿se trata de una máquina marciana?
—No exactamente. Ya le dije que los marcianos y yo la inventamos juntamente. Ellos poseían la
teoría de los campos de fuerza; pero no estaban muy fuertes en las prácticas de los estados físicos.
Esto significa que el servicio de S. M. no pudiese limitarse simplemente a enviar allí una
espacionave y solicitar los planos completos. Según sabe la Seguridad Militar, por todos los
informes que se enviaron previamente, los marcianos no quieren colaborar con nadie que no les
resulte agradable y es inútil pretender engañarles; ellos conocen muy bien lo que quieren. Los rusos
ya supieron a su costa antes de la guerra, que eran capaces de hacer detonar las bombas nucleares en
los mismos depósitos secretos. Por supuesto, disponiendo solamente de naves espaciales el
Gobierno americano, tampoco conseguiría nadie ir a Marte. Esta partida había que decidirla aquí en
la Tierra.
—Así, entonces, ¿qué es esa pantalla invisible? ¿Una barrera potencial?
Sorprendido, Koskinen aprobó con un gesto.
—¿Cómo pudo usted haberlo imaginado?
—Me pareció razonable. Una barrera potencial de doble sentido, supongo, análoga a la cresta de
una montaña, entre el usuario y el resto del mundo. He determinado por mí misma hoy, que puede
construirse desde cero a un máximo dentro del espacio de unos pocos centímetros. Nada penetra esa
barrera, que no disponga de la necesaria energía, algo así como la velocidad de escape requerida
para salir fuera de un planeta. Así una bala choca con la pantalla y no puede traspasarla, cayendo al
suelo. Pero, ¿qué ocurrirá con el empleo de la energía cinética?
—El campo la absorbe —repuso Koskinen— y la almacena en la unidad energética desde donde
se genera el campo de fuerza en primer término. Si una bala viajase lo suficientemente veloz para
penetrarla, perdería su fuerza y retrocedería a medio camino de la barrera potencial. El campo la em-
pujaría, repeliéndola, es decir, tomando la fuerza necesaria de la unidad energética del aparato. Pero
la velocidad de penetración para la unidad mía, según el presente ajuste que tiene, es de aproxima-
damente quince millas por segundo.
Vivienne silbó de admiración.
—¿Y es ése el límite?
—No. Puede aumentarse la barrera potencial tan alto como se quiera, hasta excluir, incluso, la
radiación electromagnética. Eso requeriría, por supuesto, tener almacenada muchísima energía. Para
una capacidad dada, tal como la que tiene mi aparato, puede expandirse el alcance de la barrera pero
al precio de disminuir su altura. Por ejemplo, es posible incluir una casa entera en una esfera cuyo
centro sea mi unidad energética; pero la velocidad de penetración quedaría proporcionalmente
disminuida, tal vez solamente a una milla por segundo, aunque tendría que calcularlo para estar
seguro.
—Una milla por segundo es todavía mucho —dijo ella impresionada—. ¿Qué energía es la que
tiene almacenada?
—Energía cuántica degenerada. Las moléculas del acumulador, el cual es, no obstante, el que
responde al momento de transferir la energía a través de la barrera principal del escudo protector.
—Creo que con eso ha revisado usted la totalidad del concepto de almacenamiento de energía —
dijo ella como ausente—. Ha matado a una docena de grandes industrias y haría resurgir a veinte a
una nueva existencia. Pero por lo que respecta al campo, o a esa pantalla protectora, o escudo, o sea
el que sea el nombre que prefiera darle, ¿qué es? ¿Una región de la curvatura del espacio?
—Puede llamarlo así si lo desea, aunque estrictamente hablando, el «espacio curvo» es como lo
mejor, pura tautología, algo que no tiene significado. Podría mostrarle a usted las matemáticas...
Koskinen se detuvo en seco. No debía hacerlo. ¡No, a aquella banda de criminales!
Ella le proporcionó un cierto alivio, suspirando y diciéndole:
—Creo que no lo comprenderé nunca. Lo poco que sabía de tensores de fuerzas, ya se quedó
atrás hace tiempo. He conservado las experiencias prácticas. He comprobado hoy, también, que
tiene usted una unidad termostática en el interior del aparato. Es evidente que la necesita, puesto que
el aire no puede penetrar en su interior. Y también alguna especie de ciclo continuo de oxígeno, en
forma de algo que jamás había visto antes.
—La mayor parte de eso, se deriva de la tecnología marciana —admitió Koskinen—. El dióxido
de carbono expulsado y el vapor de agua, circulan sobre una esponja de metal catalítico, en cuya
superficie toma una pequeña energía derivada del acumulador produciéndose un proceso químico.
Excepto para la pequeña concentración y equilibrio que necesita el cuerpo, está formado por
hidratos de carbono sólidos y oxígeno. Las trazas de gases peligrosos y sustancias inadecuadas, tales
como la acetona, se convierten en radicales adheridos a los hidratos de carbono.
»En el planeta Marte incluimos además una unidad que se cuida de las pérdidas orgánicas, espe-
cialmente del agua excretada. Por tanto sólo es preciso llevarse consigo el alimento, pudiendo
permanecer en campo abierto y en viaje durante semanas. Pero resulta esa unidad algo realmente
pesado de transportar, y el principio es elemental, por lo que haremos caso omiso de tal
circunstancia.
—Sí, ya comprendo —dijo Vivienne con un gesto—. ¿Y cómo puede trabajar, no obstante, inmo-
vilizado dentro de ese campo potencial, de esa barrera protectora?
—Viajábamos en carretillas de fondo plano sobre las superficies arenosas de Marte, arrastradas
por un tractor que llevábamos nosotros. Unos robots de control remoto hacían la mayor parte de los
trabajos. Hacia el final de nuestra expedición, los ingenieros pusieron a punto unos cuantos
dispositivos a manera de plataforma para un solo hombre, que podían transportarle a cualquier parte,
controlados por el conductor. En caso de dificultad imprevista, la barrera potencial podía proteger al
hombre y a toda la máquina. Por supuesto —añadió Koskinen pensativamente—, esto fue sólo algo
provisional y temporal, ya que no existe razón para que el Escudo no pueda ser diseñado como un
traje a presión para cada hombre, individualmente, de tal forma que pueda caminar y manipularlo
directamente a su antojo. Sería cuestión de usar una serie de pequeños generadores, cada uno
responsable de la postura del usuario y de sus movimientos. El campo total, en cualquier momento
dado, sería el vector suma de los campos separados. Sin embargo, eso necesita todavía mucho
trabajo de perfeccionamiento científico y mecánico.
—Y esa no es la única posibilidad —dijo ella entusiasmada y en creciente admiración—. Naves
del espacio, aeronaves, incluso vehículos terrestres que podrían construirse sin casco protector,
bastaría, como en su aparato, proveerlos de un campo protector, cuando fuera necesario. ¡Sería
fantástico pensar que con semejante barrera potencial, envolviendo toda una astronave, podría
explotarse la riqueza mineral de los asteroides! Una nueva clase de motor: algo que impulsaría una
nave hacia adelante cambiando su energía potencial... ¡Sería posible viajar cerca de la velocidad de
la luz, si es que resulta imposible hacer algo que vaya a mayor velocidad y no se deduzca nada de
las ecuaciones de la curvatura del espacio! Yo apostaría a que sí: si puede retenerse una molécula en
un estado de energía degenerada, se estaría en condiciones de hacer lo mismo respecto del núcleo.
Tal vez se estaría en condiciones de convertir cualquier clase de materia en energía. No más costos
de combustible. ¡Ningún límite para disponer de fuerza! ¡Oh, Pete, su Escudo es sólo el principio!
Koskinen, en lugar de dejarse arrastrar por el entusiasmo de la joven, recordó dónde estaba y le
respondió con un acento en el que latía el horror que presentía:
—Podría ser el fin, con tantas facciones corriendo tras este invento...
El entusiasmo desapareció del bello rostro de Vivienne. Se echó hacia atrás.
—Sí —dijo con voz tensa—. Es muy posible. Una virtual invulnerabilidad... Las gentes se han
despedazado ya por cosas de mucho menos valor, ¿no es cierto?
El sirviente le sirvió pavo asado con trufas. Vivienne se estremeció como si sintiera frío. Dirigió
entonces a Koskinen una sonrisa afectuosa.
—Lo siento, Pete. Más vale que olvidemos todo esto durante un rato. Me gustaría conocerle más
como persona. —Su voz se entristeció—. Su clase de hombría no es corriente en los días que
vivimos. En realidad, creo que no existe en ninguna parte del mundo.
Y siguieron hablando hasta muy tarde, en la noche.
VII
El guardia que escoltaba a Koskinen le hizo una seña con la mano para que atravesara la doble
puerta. Al hallarse en el interior del laboratorio, su lugar de aislamiento hasta entonces, sufrió un
rápido cambio. Zigger y Vivienne ya estaban esperándole al otro extremo y el jefe le decía a la
joven:
—¿Estás segura que no te dijo nada? ¿En ningún momento de vuestra conversación? Como por
ejemplo, que estaba haciendo pequeñas demostraciones por esos barrios bajos donde nadie pudiera
sospechar de el...
La boca de Vivienne se curvó despectivamente.
—Vamos, Zigger, no seas más retrasado mental de lo que ya eres. ¿Cómo ha podido ese estúpido
de Bones tratar y perseguir a nadie más que a vagabundos?
—Pues no es ningún estúpido...
—Es un adicto a los estimulantes cerebrales, ¿no es cierto?
—Pero no son narcóticos.
—Yo creo que sí lo son...
Zigger alzó una mano como si fuese a abofetear a Vivienne; pero la joven le enfrentó fieramente.
—¿Cómo esperas localizar a Bones? ¿De... esa forma?
Zigger dejó caer la mano, se volvió lanzando un bufido y entonces vio a los recién llegados.
—¡Ah, vamos! ¡Es usted! —Los ojos sin cejas de Zigger le miraron cruelmente y de cerca—.
¡Sujétale, Buck!
Uno de los tres guardias presentes sujetó los brazos de Koskinen por la espalda con una dolorosa
llave. Koskinen pudo haberse deshecho fácilmente de la llave; pero aún quedaban dos guardias mis
armados, además del jefe presente.
Del pupitre cercano, Zigger tomó un par de alicates.
—Quiero que comprenda una cosa, Pete —dijo, procurando dar a su voz un tono natural—. Está
usted bien atrapado. Ahora es algo de mí exclusiva propiedad, sí, algo que me pertenece. Nadie,
absolutamente nadie, fuera del Cráter tiene la menor idea de dónde se encuentra. Puedo hacer con
usted lo que me plazca sin que haya maldita la cosa que pueda hacer usted para evitarlo. —
Aproximó los alicates a la mano de Koskinen—. Puedo, ahora mismo, arrancarle la nariz de cuajo si
me viene en gana. —Koskinen apretó las mandíbulas y unas lágrimas de coraje pugnaron por
asomar a sus ojos. Zigger hizo una mueca de voluptuosidad y triunfo—. Aún puede ir a peores sitios
que éste, en donde permanecer encerrado. O bien, si me place, no sufrir daño alguno. Igualmente
podría meterle en una máquina de nervios y eso podría hacerle mucho más daño. Ya ha observado a
ciertos tipos dentro de ella. Cuando hayamos acabado con usted, le llevaremos al triturador. Puedo
seguir observándole y se dará cuenta de lo que vale la carne fresca.
Como si hiciera un esfuerzo. Zigger retiró los alicates de la nariz de Koskinen. En la frente de
Zigger se notaban algunas gotas de sudor y su voz no era tan firme como antes.
—Sí, eso es lo que puedo hacer con lo que me pertenece en propiedad. Y ahora, Vivienne, dispón
las cosas como te he dicho.
La cara de Vivienne se quedó pálida como la cera. Tomó un grueso disco de metal de unas tres
pulgadas de diámetro, suspendido de una cadena y lo colgó alrededor del cuello de Koskinen.
Tomando un soplete del laboratorio fundió los eslabones que cerraban la cadena. Koskinen sintió el
calor en el cuello, a pesar del panel de asbesto que ella empleó para protegerle la piel. Cuando hubo
terminado, Koskinen se encontró con un escapulario de metal que no podía ser quitado a menos que
se empleasen herramientas cortantes.
Zigger le había explicado, mientras Vivienne se lo puso:
—Esto es para estar seguro de su conducta. Ahora tendrá usted que ayudar a nuestra encargada
del laboratorio, en ese asunto de la pantalla de fuerza que ha traído. Mostrándole cómo funciona, ha-
ciendo más unidades iguales que ésa y tal vez mejorando el modelo. Tendrá que ensayar con ese
aparato a la espalda, poniéndolo en funcionamiento y en algún sitio en que un rayo láser no pueda
alcanzarle. Bien, olvide eso. Sepa que ahí, en ese collar, hay una cápsula de fulgurita con un
detonador de radio a distancia. En cuanto sepa que trata de gastar la más pequeña broma, no tendré
más que apretar un botón y volarle la cabeza.
—Tendrá entonces que cuidarse de las señales no controladas —restalló Koskinen.
—No se preocupe —dijo Vivienne—. El detonador está codificado —La chica terminó su trabajo
y dejó en la cadena metálica el papel de asbesto hasta que acabara de enfriarse la soldadura.
—Déjele ir, Buck —ordenó Zigger. Koskinen vaciló al soltarle los brazos y miró a todos con
furia. Zigger le miró sádicamente.
—Nada de malas ideas, Pete —dijo—. Tenía que mostrarle primero el lado malo de la cuestión.
Ahora, le mostraré el bueno. ¿Quiere fumar un buen cigarro? ¿Una píldora de felicidad? No tiene
más que tomarlos de allí.
—No.
—Mientras sea mi prisionero, me pertenece como un objeto de propiedad. Me gustaría que qui-
siera colaborar con nosotros, Pete. Claro está, que por su libre elección. Ahora, no mire con esa cara
de miedo. No soy ningún jorobado monstruoso, ya puede apreciarlo. Yo soy un Gobierno por mí
mismo. Seguro que sí. Yo hago las leyes, cobro impuestos y me cuido de mi pueblo. ¿Qué otra cosa
es un Gobierno? ¿Qué podría hacer el de Washington por usted que yo no lo hiciera mejor, eh? Si
necesita dinero, buena comida, buen alojamiento, diversiones y juegos; pues bien, puede tener ahora
mismo todo eso, desde este momento, si quiere. Tampoco tendría que vivir toda su vida en el Cráter.
Cambie de forma de pensar y podrá ir a donde quiera. Tengo a mi disposición algunos magníficos
apartamentos, refugios para cazar, villas, yates y cuanto se desee en diversas partes del mundo. Y
tendré muchos más, una vez hayamos conseguido tener dispuestos esos Escudos de su invención.
Cuantos deseemos. Use su imaginación, muchacho, y vea lo que podríamos conseguir en los
próximos años. ¿Quiere entrar en la partida?
Koskinen permaneció silencioso.
Zigger le dio una palmada en el hombro, amistosamente.
—Piense en el asunto, Pete —le dijo jovialmente—. Mientras, trabaje de firme y sea un buen mu-
chacho. Hasta la vista. —Y se marchó.
Los guardias le siguieron. La puerta se cerró tras ellos.
Vivienne sacó un cigarrillo, se sentó a fumar con frenéticas chupadas. Koskinen comenzó a
deambular por la habitación. La bomba estaba allí como un pequeño bulto en la base de su garganta.
Echó una mirada de reojo a la pantalla del monitor de radio. Alguien estaba observándole, por
supuesto, desde cualquier lugar de aquella madriguera. Pensó en haber hecho un gesto cualquiera al
observador desconocido; pero lo pensó mejor y desistió. Su aparato yacía sobre el pupitre del
laboratorio. Con dedos nerviosos estuvo manejando los controles.
Tras un rato, Vivienne dio señales de vida.
—Bien —dijo ella.
Koskinen no contestó.
—Siento haber hecho esto —dijo Vivienne—. Tenía órdenes que cumplir. Puedo tener cierta
libertad de movimientos; pero una orden directa del jefe...
—Sí, claro.
—Y por el resto..., por lo que hice...; supongo que Zigger no es peor que cualquier otro jefe de
banda. Probablemente, ni siquiera sea peor que cualquier Gobierno. Tiene razón en constituirse en
propio Gobierno.
—En Washington no practican la tortura —murmuró Koskinen.
—No estoy muy segura de eso.
Koskinen la miró sorprendido. Ella no había dicho mucho sobre su pasado en las conversaciones
que habían sostenido juntos. Koskinen imaginó que ella procedería de cualquier buena familia y
habría obtenido una educación proporcionada a su inteligencia en cualquier colegio privado; que tal
educación habría sido interrumpida por la guerra, y que habría sufrido unos malos años después de
la gran catástrofe; primero en los refugios de las hordas y más tarde, vivido como una semiesclava
en una banda de guerrilleros, hasta que la policía terminara con aquella situación y la hiciera volver
al Instituto. Le habrían proporcionado habitación, manutención, tratamiento médico, ayuda
psiquiátrica y entrenamiento en Ciencias.
—Yo creía que tú serías la última persona en predicar el anarquismo —dijo Koskinen.
—O la dictadura, en tal cuestión. —Su sonrisa apareció rígida en sus labios—. Me he hallado en
ambos extremos. —Sacudió la cabeza como para apartar tristes pensamientos, y continuó—: Con
respecto a Zigger, tienes que saber que se hallaba de malas pulgas. Ha sido la desaparición de
Bones.
—¿Quién?
—El compañero de Neff. Recuerda que había dos individuos en aquel restaurante. Neff salió para
hacer la comedia del taxi y capturarte. Bones te siguió hasta la puerta.
—Ah. sí. El enano. Ahora lo recuerdo.
—Volvió ayer a la ciudad. Se suponía que volvería a informar a la caída de la noche, puesto que
Zigger tenía un trabajo para él. Pero todavía no ha llegado y no se ha encontrado la menor traza de
él por ninguna parte.
—¿Violencia, tal vez?
—Puede ser. Aunque la gente de Zigger es más apta para causarla que para recibirla. Bones ha
podido encontrarse con alguna partida de granujas o entrar en colisión con algún grupo de ataque
del Cráter New Haven. Estamos llevando a cabo una especie de guerra con ellos para asegurar el
control de los bajos niveles de la megalópolis. Oh, al diablo con todo esto. —Y Vivienne arrojó el
cigarrillo contra el suelo—. Todo esto es tan repelente... ¿Por qué el Gobierno oficial no se ocupa de
desalojar todas estas madrigueras pestilentes?
—Supongo que lo harán con el tiempo —respondió Koskinen—. Tienen que estar preocupados
con muchísimas otras cosas que solucionar primero. Mantener el Protectorado se lleva mucho
dinero, energía y...
—¡No me hables del Protectorado! —restalló ella colérica.
Koskinen se la quedó mirando sorprendido. Ella parecía estremecerse de angustia. Sus ojos, casi
a punto de llorar, miraban a la lejanía, como si él no existiera, ni los muros de la habitación en que
se hallaban confinados. Tenía las uñas clavadas en las palmas de las manos.
—¡Vaya! ¿Qué es lo que te ocurre ahora? —aventuró él, dando un paso hacia ella.
—Si yo creyera en Dios —dijo Vivienne entre dientes— pensaría que nos odia, a nuestro país, a
toda mi raza, habiéndonos encadenado a la Doctrina Norris para mantener eternamente nuestra pro-
pia encadenación y ahorrarle disgustos...
—¿Cómo? Pero..., quiero decir, Vivienne, ¿qué otra cosa podrías hacer? ¿Te propones acaso,
luchar de nuevo en una tercera guerra nuclear?
Como un eco de tales palabras, en su mente aparecieron claras las palabras que tuvo que estudiar
de memoria, allá en sus años del Instituto, en las clases de Sociología e Historia:
... «La futura seguridad de los Estados Unidos. Por tanto, desde este momento en adelante, no se
permitirá a ningún otro Estado extranjero guardar armas o fuerzas armadas, más allá de las
estrictas necesidades de su policía interior. Cualquier intento de fabricación, ensamblaje,
reclutamiento u otra acción que conduzca a la preparación de fuerzas para una acción agresiva,
será considerado como un acto de guerra contra los Estados Unidos y los individuos responsables
serán arrestados y tratados como criminales de guerra ante un Tribunal Militar norteamericano. Y
para prevenir la secreta acumulación de tales juergas, tus Estados Unidos ejercitarán un derecho
ilimitado de inspección. Por otra parte, la soberanía nacional será totalmente respetada y los
Estados Unidos garantizan la integridad de todas las fronteras nacionales, desde el día de esta
Proclamación. Los Estados Unidos reconocen que las naciones pueden ajustar tales fronteras por
mutuos acuerdos y que el pueblo de cualquier nación puede cambiar su forma de gobierno por pro-
cedimientos legales o incluso medios revolucionarios. No obstante, los Estados Unidos se reservan
el derecho de juzgar si cualquier cambio dado está en consonancia con su propia seguridad y no
permitirá cambios que puedan poner en peligro su seguridad interior y la del mundo futuro.»
El Congreso, el Tribunal Supremo y los subsiguientes Presidentes de la nación, habían elaborado
la Doctrina Norris, hasta que aquella teoría se convirtió en el paraíso de los juristas, recordó para sí
Koskinen. Pero la práctica de aquella declaración era bastante simple para que cualquiera pudiera
comprenderla. Los norteamericanos mantenían los últimos servicios militares en la Tierra y los
llevaban adondequiera que el Presidente decidiese que el interés nacional requería su acción. Los
detalles diarios de inspección, operaciones del Servicio de Inteligencia, evaluación de los datos y
consejo al poder ejecutivo, se hallaban en las manos de la Oficina de la Seguridad Militar.
Vivienne no había contestado a la pregunta de Koskinen.
—No somos perfectos —continuó el joven— y..., bien, no es muy divertido ser policía...; es algo
que le convierte en algo impopular..., pero, ¿a quién más puede confiársele una misión semejante?
Ella le miró fijamente y dijo después:
—La Seguridad Militar trató de matarte.
—Bien, es cierto, lo hicieron. —El argumento le dejó perplejo por unos instantes—. No lo
habrían hecho si..., quiero decir, habría preferido haber sido liquidado limpiamente de un tiro que no
ir a parar a una cámara china de tortura..., o venir aquí, ya sabes.
—Ellos mataron a mi marido —declaró Vivienne.
Koskinen permaneció en silencio.
—¿Te gustaría escuchar lo sucedido? —preguntó ella con voz emocionada, apartando su vista del
joven nuevamente—. Pues bien, tras haberme graduado, conseguí un empleo en el extranjero, como
ayudante de un agregado científico, y me enviaron al Brasil. Janio era un ingeniero que trabajaba
allí. De carácter dulce y un poco alocado y muy joven...; oh, ¡qué joven era! No mucho menos que
yo en años realmente. El Brasil no había sido muy duramente alcanzado por la guerra, y él apenas si
había visto la segunda siega. Él no estaba envenenado como yo, de la forma en que yo lo había sido,
y pronto comencé a enamorarme de él. Solíamos ir a ver los pájaros junto al río. Surgió aquella
conspiración violenta. La Seguridad Militar había puesto el veto al plan de extraer de las minas el
depósito de uranio en Serra Dourado, allí donde no contaban con suficiente inspección para
comprobar si parte de aquel mineral pudiera ser robado y transformado en bombas...
La voz de Vivienne estuvo a punto de ahogarse en el recuerdo.
—Bien, no lo hicieron —intervino Koskinen. Desamparado ante la emoción de Vivienne, pensó
vagamente en llevar la conversación por otros rumbos—. La inspección es un trabajo técnico —
continuó Koskinen—. No existen muchos hombres debidamente capacitados para ello. Y todo un
país es mucho terreno. ¿Como piensas, por ejemplo, que los chinos mantengan tal red de agentes y
agitadores? El Gobierno chino, oficialmente, no reconoce tal organización, pero todo el mundo sabe
que la apoya clandestinamente, y no hay nada que podamos hacer, porque no disponemos de
suficiente gente como para gobernar a la China por nosotros mismos.
—Hum... —dijo ella sombríamente—. En China, al menos, hay un Gobierno muy honrado y
competente, aunque muchos de ellos nos odien tras su blanda sonrisa. En la mayor parte de otros
lugares, sólo contamos con un puñado de corrompidos inútiles, porque sabemos que no provocarán
disturbios, sin importar para nada si sus gentes llevan una vida a tenor del esfuerzo que realizan. Oh,
sí, hablamos de la no interferencia en los asuntos de otros países pero en la práctica... He estado en
el servicio diplomático, y conozco bien estas cosas.
Koskinen suspiró.
—Lo siento. No quería interrumpirte.
—Gracias por esa excusa que pides, Pete. Me recuerdas a Janio, un poco... Oh, debes saber el fin.
Aquellas minas habrían dado trabajo a muchísimos pobres muertos de hambre. Unos cuantos locos
decidieron barrer el Gobierno brasileño, establecer otro y constituirlo de forma que no fuese una
marioneta y que estuviera en condiciones de hablar claro con los yankees. La conspiración fracasó.
Fue un trabajo de aficionados. La Seguridad Militar y el Servicio Secreto del Brasil capturaron a
todos. Incluso a Janio, que no era ninguno de los conspiradores. Yo tendría que saberlo, ¿no te
parece? ¡Mi propio Johnny! Yo sabía dónde pasaba el tiempo. Pero se había irritado con la cuestión
de las minas de Serra Dourado, junto con otras muchas cosas que le sacaron de quicio. Era un tipo
orgulloso y deseaba que su país se las arreglara por sus propios medios. Había hablado lo suyo y era
cierto que muchos de sus amigos pertenecían al complot. Le trajeron a Washington para un proceso.
Yo no fui detenida personalmente, pero le acompañé, por supuesto. Le hicieron interrogatorios bajo
el efecto de las drogas. Yo creí que ello ayudaría a Johnny a esclarecer los hechos. En su lugar,
alguien a quien no he vuelto a encontrar más, juró al Tribunal que había sido mi marido mientras
ocurrió lo del levantamiento. Yo le llamé embustero bajo juramento. Yo sabía perfectamente las
fechas en que Johnny había estado conmigo. Ya sabes de qué forma se construyen las asociaciones
de ideas en la memoria. Nosotros estuvimos en un camping de una isla del Amazonas aquel 23,
porque habíamos visto juntas 23 palmeras, como verdes esmeraldas en un amanecer de color de
rosa, y él me dijo que los dioses nos habían provisto de un calendario, porque ellos también sabían
que yo era muy bonita y todo lo demás...
»Así, le hallaron culpable. Y le fusilaron. Yo fui castigada por perjurio. Pero atenuaron mi pena,
porque los científicos son muy valiosos y me necesitaban por encima de cualquier otra
consideración. Una tarde, hace un año o algo así, tuve un encuentro con un ejecutivo de grandes
negocios con altas relaciones gubernamentales en una fiesta en Manhattan. Se puso tan borracho que
llegó a contarme por qué Johnny había sido condenado a muerte. El examen psicológico había
mostrado que era «un insurrecto fuertemente peligroso», es decir, que cualquier día podía volver en
su propio país a levantar la voz más de lo debido y hacer algo en consonancia con sus compatriotas.
Mejor sería matarlo cuanto antes. «Antes que construya una bomba o ayude a construirla o
encuentre algún gran proyectil escondido en un lado o en otro de los que todos los informes dieron
por perdido. Podría matar a millones de nosotros», concluyó el personaje a que me refiero. ¡Mi
pobre Janio!
»Al día siguiente me vine a estos barrios bajos. Deseaba perderme, matarme si tenía suerte,
estaba como loca. Pero fui capturada por Zigger en su lugar. Raptada, supongo, técnicamente,
aunque el término tiene poca importancia, ya que de todos modos la cuestión es que me trajeron con
ellos.
Sus palabras acabaron perdiéndose en el silencio de la habitación. Permaneció sentada, con su
alto y esbelto cuerpo doblado hacia adelante, hasta que finalmente tomó un cigarrillo y lo encendió.
Tras algunas bocanadas de humo, lo dejó quemarse entre sus dedos.
—No sabes cómo lo siento —murmuró Koskinen realmente afectado.
—Gracias —repuso ella—. Ahora es a mí a quien toca excusarse. No pretendía mezclar mis
preocupaciones en tu vida, Pete.
—Yo supongo..., que cualquier hombre puede excederse..., cuando tiene poder.
—Sí, no hay duda. Cuando el poder no está restringido, al menos.
—La Seguridad Militar no puede ser fácilmente restringida si tiene que llevar a cabo su tarea.
Aunque el Escudo puede convertir a la Seguridad Militar en algo innecesario. Es posible protegerse
incluso contra las bombas atómicas si se dispone de una unidad protectora de mayor capacidad y en
forma adecuada.
Ella se estremeció, saliendo de la especie de letargo en que estaba sumida y miró a Koskinen con
cierto interés.
—Es difícilmente práctico —dijo ella, con voz inestable mientras, nerviosa, se mordía los labios
de tanto en tanto—. Ya que una bomba puede ocultarse incluso en un trozo de alimento, dentro del
área objetivo. Hay además, otras armas horribles, como las bacterias, el gas y cosas así. No trates de
desviar mis sentimientos, Pete. Odio a Marcus y a sus secuaces de la S. M., como jamás he odiado a
nadie. Pero no soy tan simple como para estar convencida que otro país mantendría mejor la paz. De
una u otra forma, supongo que tal misión debe ser llevada a cabo; porque todo Estado soberano es
un monstruo, sin moral y sin cerebro, que reduciría a cenizas a la mitad de la raza humana, para
mantener su situación de soberanía.
—Una organización internacional...
—Ahora es demasiado tarde —murmuró ella—. ¿En quién podemos confiar? Claro que es pre-
ciso seguir viviendo, como lo hacen en China o Brasil. Pero no podemos entregarnos a un mundo-
policía, no podemos, y permanecemos tal como somos. Es difícil imaginarse cómo puede hacerse
practicable un mundo regido por la policía sin una comunidad mundial. De esa forma, quizá la «Pax
Americana» sea la única respuesta.
Koskinen miró fijamente al aparato que yacía sobre el pupitre, recordando cómo Elkor lo había
bendecido el día en que la nave partió de Marte. El marciano había soportado todo el sufrimiento de
la hibernación demorada para poder despedir a sus amigos los humanos.
—Esto, desde luego —dijo—. Tiene que haber alguna forma de utilizarlo. La mayoría de la gente
que murió en las guerras atómicas, no sería aniquilada ahora por la explosión o la radiación
inmediata. De todos modos, las bajas que existieron lo fueron, más que por las tormentas de fuego o
las cenizas radiactivas, por la anarquía o la enfermedad. Un Escudo protegería a cualquiera contra
esos peligros mortales, al igual que del gas y...
—Seguro que sí —dijo Vivienne—. Por eso es por lo que Zigger desea equipar a sus muchachos
con estas pantallas protectoras. No habría forma entonces de detenerle. En diez años, sería el amo de
los bajos niveles, desde aquí a California y una buena parte del mundo abierto, también.
—¿Y se supone que haremos esto para él?
—E incluso mejorarlo, con el tiempo. Si no lo hacemos nosotros, puede tomar ingenieros a
sueldo para que lo hagan. El trabajo no parece extremadamente difícil.
—No. Yo no puedo. ¡Debo procurar que esto llegue a manos de la policía!
—Lo que significa a la Seguridad Militar —dijo ella lentamente.
—Bien..., supongo que sí.
—Y, naturalmente, al director Hugh Marcus. ¿Qué imaginaría que haría, entonces, recordando a
Janio?
Koskinen continuó donde estaba escuchando a Vivienne, sin pensar que ella, al igual que él,
hubiese recordado súbitamente el monitor de radio. Ella continuó:
—Si no es Marcus, lo hará otro cualquiera. Tú no has pensado, sencillamente, en las
implicaciones del problema. ¡La invulnerabilidad! ¡Darla a cualquiera que tenga poder, desde
Zigger hasta Marcus o al dictador de la China! Entrega esa invulnerabilidad a cualquiera que tenga
poder sobre otros seres humanos y habrás dejado perder toda traza de responsabilidad. De ahí en
adelante, todo estará permitido. Preferiría, entonces, que fuese Zigger el que tuviese tal cosa.
La joven tenía los labios contraídos. Encendió un nuevo cigarrillo e hizo con él un gesto hacia
Koskinen.
—Todo lo que desea Zigger, en suma, es el pillaje y la fuerza del dinero. No las almas de toda la
raza humana.
VIII
IX
Se detuvieron en una callejuela. Unas paredes desnudas de ladrillo encerraban el paso con un
tétrico resplandor. Una escasa luz aparecía a ambos extremos de la calle, vacía por completo a
aquella hora, a excepción del viento que arrastraba papeles o desperdicios tirados al pavimento.
Sobre sus cabezas, discurría un tubo neumático y una maraña de cables eléctricos y más allá, el
rojizo resplandor del cielo. Habían llegado hasta muy lejos del lugar de la batalla del Cráter, si es
que todavía continuaba. El tráfico de la medianoche, el ruido de las máquinas en las factorías y el
sordo murmullo lejano de la megalópolis ponían un fondo sonoro no discernible en conjunto. El aire
era frío y cargado con emanaciones de compuestos sulfúricos.
Koskinen dejó pasar un tanto la fatiga que le tenía agotado. Tras un buen rato se aproximó a
Vivienne, escondida igualmente en una sombra.
—¿Y ahora, dónde?
—No lo sé —murmuró la joven con voz desfallecida.
—La policía.
—¡No! —La violencia de la negativa les sorprendió a los dos, haciéndoles despertar de su
letargo—. Déjame pensar. —Y sacó un cigarrillo, oyéndose el suave chasquido producido por el
roce de la punta sobre la pared.
—¿A dónde crees que deberíamos volver ahora? ¿En manos de otra partida parecida a esa? No,
gracias.
—Naturalmente que no —afirmó ella—. Sobre todo, desde que se haya sabido lo que ocurre y la
Seguridad Militar, reuniendo la información precisa, conozca lo sucedido. Se movilizará el propio
infierno. Y ningún jefe de banda osará asomar las narices por ningún concepto. Nos pondrían en ma-
nos de ella si nos echaran la vista encima.
—Entonces, vayamos nosotros mismos a la Seguridad Militar...
—¿Cuántas veces debes recibir una patada en la cara hasta que aprendas a no acercarte a un ca-
ballo determinado que te está coceando? —restalló la joven.
—¿Qué quieres decir? Bien, admito que han cometido atrocidades. Pero...
—¿Quieres pasar el resto de tu vida incomunicado?
—¿Cómo?
—Oh, les bastará sencillamente con hacerte desaparecer la memoria. Lo que implica el riesgo de
desintegrar toda tu personalidad. La Mnemotécnica no es la ciencia exacta que pretende ser.
Personalmente, yo prefiero estar encerrada toda mi vida en un calabozo antes que hagan
experimentos con mi cerebro, con el uso de las drogas. Un prisionero, siempre puede encontrar la
forma de matarse a sí mismo decentemente.
—Pero, ¿por qué? Yo no soy un tipo rebelde.
—Puedes calcularlo. Por el momento, tú, y solamente tú, eres la única persona en la Tierra que
conoce la forma en que funciona ese Escudo Invulnerable. Un hombre como Marcus, que tiene la
suficiente sangre fría como para ordenar que maten despiadadamente a un hombre ante el posible
temor que algún día origine cualquier complicación, no correría el menor riesgo y ya puedes
imaginarte lo que haría de ti si cayeras en sus manos... No es que diga que Marcus está planeando
convertirse en el dictador de los Estados Unidos, al menos por ahora, pero así es como terminará,
paso a paso. Porque, ¿como puedes oponerte efectivamente a un hombre que tuviera tal fuerza, tan
poderosas convicciones y gozara además del fantástico privilegio de la total invulnerabilidad?
—Creo que estás exagerando...
—¡Cállate! No sabes lo que dices... Déjame pensar.
El viento sopló en su dirección con más fuerza. Un tren pasó de largo en las proximidades, no
muy lejos de allí. El cigarrillo de Vivienne se apagó al llegar a su final.
—Conozco un lugar adonde podemos dirigirnos —dijo ella finalmente—. Zigger tiene..., tenía...,
un lugar escondido, bajo diferente nombre. Está provisto con alimentos y armas, como todos sus
lugares particulares. Tiene un sistema especial de telefonía y comunicación, un cable bajo tierra
protegido que se desliza en un circuito público a varias millas de distancia, para poder hablar con
sus amigos, sin temor de ser localizado o controlado. Allí podríamos quedarnos durante algún
tiempo y tal vez ponernos en contacto con algo factible... Tal vez algún compatriota brasileño... De
todos modos, trataríamos de salir fuera del país.
—Y después, ¿qué? —dijo Koskinen como un desafío.
—No lo sé. Quizá lanzar ese aparato y sus planos al mar o esconderlo en algún bosque lejano
para el resto de nuestras vidas. O quizá pudiéramos pensar algo mejor. No digas tonterías, Pete.
Estoy dispuesta deshacernos de ese peligro mortal, sea como sea.
—No.
—¿Qué?
—Lo siento, Vivienne. Creo que soy demasiado leal a mis principios. O quizá tú no sientas la fe
suficiente. Pero cuando firmé para el viaje de Marte, hice un juramento para respetar la
Constitución. —Koskinen se incorporó dolorosamente sobre sus pies—. Voy a llamar a la Seguridad
Militar para que venga a hacerse cargo de mí.
Ella se levantó como picada por una víbora.
—¡No! ¡No lo harás!
Koskinen se llevó la mano a la palanca del generador.
—No intentes sacar esa pistola. Podría escudarme más rápidamente que tú al sacar esa arma y
aislarme de ti.
Ella echó un paso hacia atrás y se sacó del bolsillo la cajita con el detonador.
—¿Podrías aislarte de esto? —amenazó ella despiadadamente.
Koskinen hizo un movimiento hacia ella.
—¡Quédate donde estás! —gritó Vivienne—. ¡Te mataré antes que des la vuelta a esa palanca!
—Koskinen creyó oír un pequeño ruido procedente del dispositivo del detonador.
Koskinen se quedó inmóvil.
—¿Lo harías?
—Sí... La cosa es muy importante..., lo es realmente, Pete. Has hablado del juramento prestado.
¿Es que no ves que Marcus ha destrozado lo que quedaba de la Constitución? —Y empezó a llorar;
pero pudo seguir escuchando que ella tenía la mano puesta sobre el detonador.
—Creo que has interpretado mal todo esto —le rogó Koskinen—. ¿Cómo podrías saber que
Marcus actuaría de esa forma, o estar en condiciones de hacerlo si lo desea? No tiene siquiera la
categoría de un miembro del Gabinete. Existen otras ramas del Gobierno, el Congreso, los
Tribunales, el Presidente... ¡Yo no puedo ponerme fuera de la Ley, sólo por una opinión tuya, y sin
que me des una oportunidad, Vivienne!
Un denso silencio volvió a caer sobre ellos. Koskinen esperó, pensando en muchas cosas al
mismo tiempo, y sintiendo su soledad. Hasta que ella rompió el silencio, diciendo en voz casi
inaudible:
—Tal vez..., no puedo decirlo con seguridad. Es tu máquina y tu vida y..., yo creo que siempre
podría permanecer escondida. Pero deseo que tú vivas una vida satisfecha y feliz y que estés seguro
de lo que haces, antes de dar el paso que pretendes... Una vez que estuvieras allí, sería demasiado
tarde. Y tú eres algo demasiado bueno y valioso para que tal cosa pudiera ocurrirte.
Koskinen pensó súbitamente en su amigo Dave Abrams. Durante unos momentos permaneció
silencioso y sombrío. De todos modos había sido demasiado pasivo. Aquélla era una cuestión de
enorme responsabilidad y no era cosa de dejarse llevar de su sentimentalismo de joven inexperto en
las cosas de la Tierra en su estado actual.
Una parte de su mente comprendió cómo una resolución podía suministrarle la fuerza perdida y
el coraje necesario. Habló a la chica con calma.
—Está bien, Vivienne, haré lo que dices. Creo que ahora comprendo muchas cosas también.
Ella volvió el detonador al bolsillo y le siguió mudamente a lo largo de la calle. Caminaron pa-
sando varios bloques de edificios, hasta llegar a una esquina, desde donde apreciaron un racimo de
tiendas mal alumbradas con una cabina telefónica pública en el exterior. Ella le entregó algunas mo-
nedas, ya que él no llevaba nada en sus ropas y se colocó de guardia en la puerta. Las mejillas de la
joven estaban humedecidas por las lágrimas; pero sus labios se apretaban firmemente de nuevo.
Koskinen llamó primeramente a un taxi. Después, hizo una llamada al cuartel general local de la
Seguridad Militar. La pantalla no se encendió, las agencias gubernamentales registraban todas las
llamadas. No hubo, entonces, ninguna transmisión visual. No tenía tampoco sentido alguno
traicionar su cambiada apariencia antes que le hiciera falta.
—Oficina de Seguridad Militar —respondió una voz femenina en tono marcial.
Koskinen se sintió rígido y tenso.
—Escuche —dijo—. Es urgente. Entregue su registro inmediatamente a quien se encuentre de
servicio. Peter Koskinen al habla, de la expedición de los Estados Unidos en el navío «Boas» del
planeta Marte. Sé que me están buscando, y estoy dispuesto a volver con el objeto que desean tener.
Pero no estoy muy seguro que pueda confiar en ustedes. He tratado de llamar a un compañero de
expedición, a Dave Abrams, hace un par de noches y he sabido que le han detenido. Esto me parece
sospechoso. Tal vez me equivoque sobre el particular. Pero lo que tengo conmigo es demasiado
importante para actuar ciegamente. Me marcho ahora. Volveré a llamar nuevamente dentro de media
hora desde cualquier otra parte. En ese momento, quiero ver a mi amigo Abrams. ¿Comprendido?
Quiero ver a David Abrams personalmente y quedar satisfecho que él se encuentra perfectamente y
no injustificadamente encerrado. ¿Está claro?
Cortó la comunicación y salió fuera de la cabina. El taxi ya estaba allí como había esperado.
Vivienne había preparado prudentemente la pistola, teniéndola al alcance de la mano en los bolsillos
del abrigo. El conductor llevaba un casco y una pistola de agujas de fuego, justamente igual a la del
amigo de Neff, sólo hacía dos noches. El equipo corriente para los traficantes de los bajos niveles de
la megalópolis. Koskinen y Vivienne subieron al vehículo. El conductor dijo por el micrófono, sepa-
rado por un panel transparente y sin duda a prueba de balas:
—¿Adónde, señores?
Koskinen fue tomado un poco por sorpresa. Vivienne dijo rápidamente:
—A Brooklyn y rápido.
—Hay que dar una vuelta muy grande para evitar el Cráter, señora, más extensa que lo habitual.
Parece que hay problemas por allí y el Control del Tráfico podría detenernos.
—Está bien. Adelante.
Koskinen se arrellanó en el asiento, tanto como le permitía el Escudo que llevaba a la espalda.
Partieron velozmente. Probablemente la Seguridad Militar tendría un coche en la puerta de la cabina
telefónica antes de pocos minutos; pero ya sería demasiado tarde. Harían comprobaciones con el
Control de Tráfico; pero las posibilidades de situarlo serían muy escasas. Y las investigaciones en
las diversas compañías de taxis se llevarían también un tiempo muy apreciable.
—Brooklyn —dijo el conductor tras un rato—. ¿En qué parte, señores?
—La estación de autobuses de Flatbush —indicó Vivienne sin vacilar.
—Oiga, creo que sería mejor que les dejara a la entrada del metro y les resultaría más barato y
mucho más rápido, ¿no creen?
—Ya ha oído a la señora —dijo Koskinen. El conductor murmuró algo entre dientes, poco galan-
te; pero obedeció y Vivienne le dio una buena propina cuando terminó el servicio.
—De otra forma, creo que habría dado cuenta a la policía, esperando que fuéramos perseguidos
por algo —explicó Vivienne cuando subieron al escalador.
La puerta automática admitió las monedas y les dejó paso libre. Entraron en el metro, se pusieron
sobre el transportador y encontraron un asiento libre. Había pocos pasajeros, trabajadores, un sacer-
dote y varios orientales que miraban con sus ojos oblicuos hacia el túnel por donde viajaban; pero
no demasiados. La ciudad no despertaría hasta pasada una hora.
Vivienne miró a Koskinen detenidamente.
—Parece que ahora te encuentras mejor —le hizo notar.
—Sí, me encuentro un poco mejor, Vee —admitió. Se despojó del aparato del Escudo y lo puso a
los pies.
—Me gustaría poder decir lo mismo —dijo ella, cuyos ojos estaban cercados por unas profundas
ojeras—. Estoy muy cansada. —Vivienne suspiró profundamente—. Cansada hasta la medula de los
huesos. No es por la persecución de esta noche. Son muchos años tras de mí. ¿Existió alguna vez
una chica llamada Vivienne que tuviera su habitación de niña con muñecas y sus paredes con papel
celeste? Más bien me parece haberlo leído en algún libro antiguo.
Koskinen le tomó la mano, sin pronunciar una palabra y se atrevió a pasar un brazo por los hom-
bros de la joven. Sus oscuros cabellos le acariciaron el rostro.
—Lo siento, Pete —dijo—. No quisiera darte preocupaciones. Pero, ¿no te importaría si llorase
un poco? Me portaré como una buena chica... Lo necesito, creo que me hará bien...
Koskinen la apretó un poco más contra sí. Nadie dedicó atención especial a la pareja. Recordó en
aquel momento la terrible soledad de la espacionave y su aislamiento general de la tripulación, y la
que había sentido de todas formas en Marte, no como una pérdida de libertad, más bien el exceso de
ella; pero sintiéndose siempre completamente solo consigo mismo, como si le rodease el vacío por
todas partes. Seguramente aquello era lo mejor que le había ocurrido jamás, dado el aislamiento en
que vivían las gentes y el de cada uno con respecto a otro. ¿Y qué cosa podía suceder, por lo demás,
cuando un ser humano era sólo un átomo en una máquina automatizada, sorda, ciega y muda?
Siguieron rodando sin especial destino, hasta que su reloj le indicó que ya era la hora de volver a
llamar a la Seguridad Militar. Ocasionalmente, Koskinen había dirigido su asiento de forma que
cruzase diversas vías deslizantes al azar entrecruzándose unas con otras. Vivienne se había desaho-
gado llorando silenciosamente y parecía mejor. Saltaron de su asiento y se dirigieron hacia una de
las salidas del metro subterráneo.
En la parte baja del escalador, Koskinen miró a su alrededor. Parecían hallarse en un distrito me-
jor. Los edificios que surgían del lado de la calle eran de nueva construcción, con muros ornamenta-
dos con plásticos de diversos colores, amplias ventanas y terrazas. A través de la avenida pasaba la
valla que incluía la zona de estacionamiento de uno de los Centros. Aquel edificio gigante dominaba
los alrededores como una montaña; pero Koskinen apenas si le dedicó atención. Le atraía mucho
más la contemplación de los terrenos, la hierba verde, los parterres cubiertos de flores en los que
sobresalían el azul, el rojo y el amarillo y la gracia de sus numerosos árboles, bajo un cielo que se
iba tornando pálido ya en el este.
Casi me había olvidado ya que la Tierra es el más bello de los planetas —murmuró para sí.
Un guardia uniformado les observaba perezosamente desde el interior de la valla. Unos cuantos
coches, demasiado madrugadores, o tal vez demasiado trasnochadores zumbaban ya a través de las
calles del entorno, ya que los trenes y los camiones no estaban permitidos en aquella zona
residencial. No lejos apreció una cabina pública de teléfono. Se mordió los labios y entró en ella.
Vivienne aguardó al exterior, guardando el Escudo. Su mirada no se apartaba un momento de
Koskinen. El joven marcó el número.
—Oficina de... Koskinen —dijo rudamente—. ¿Están preparados para hablar conmigo?
—¡Ah, un momento! —Se oyó un clic. Una voz de hombre respondió con acento brusco.
—Aquí es el coronel Ausland. Si dispone el visual, Koskinen, le conectaré directamente con el
director Marcus en persona.
—De acuerdo —repuso, poniendo una moneda en el lugar adecuado—. Pero tenga esto en
cuenta: no tengo la máquina. Si controla usted la llamada y me detienen, mi compañero tiene
instrucciones de destrozarla y enterrarla en lugares desconocidos. Lugar que será desconocido para
mí, debo añadir.
La pantalla mostró un rostro indignado, que rápidamente dio paso a otro de rasgos pesados, de
cejas espesas, con cabellos grises que le daban cierto aire distinguido. Marcus, el famoso Marcus en
persona, en Washington. Koskinen había visto muchos fotografías en su juventud, que le
permitieron reconocerle inmediatamente.
—Hola, muchacho —dijo Marcus gentilmente—. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Por qué tienes que
sentirte asustado, hijo?
—Por usted.
—Bien, habrás tenido sin duda algunas duras experiencias; pero...
—¡Un momento! Se muy bien que no dispongo de mucho tiempo, si quiero evitar que sus
agentes me echen el guante encima. He sido tratado brutalmente, Marcus, y necesito cierta
seguridad para una persona en quien puedo confiar y que sus agentes han retenido absurdamente.
¿Tiene a Dave Abrams dispuesto para hablar conmigo?
—Espera un momento, un momento nada más —dijo Marcus, levantando una mano bien
manicurada—. No empieces a meterte en cosas que no te importan y que ignoras. Tomamos a
Abrams en custodia, sí. Para su propia protección, de la misma manera que queríamos protegerte a
ti. Está perfectamente bien...
—Permita que sea él mismo quien me lo diga. ¡Rápido!
Marcus enrojeció de ira; pero se dominó y continuó suavemente:
—¿Por qué Abrams en particular? Da la casualidad que no podemos traerte a tu amigo, sólo para
tan corta entrevista. Le llevamos a un refugio bien escondido en las Montañas Rocosas y no vimos
dificultad que tanto él como los agentes que le custodian, se vayan de tanto en tanto a pescar. Así,
ahora se encuentra en los bosques. Las circunstancias atmosféricas no son muy buenas tampoco, y
no sería fácil una conversación a esa distancia por visual.
—Yo le digo que le han destrozado la mente con drogas y eso lo explica todo. Hasta la vista,
Marcus. —Koskinen aproximó la mano al interruptor.
—¡Aguarda un instante! —gritó Marcus—. ¿Quieres hablar con Carl Holmboe? Le tenemos aquí,
esperando hablar contigo, sano y salvo.
El ingeniero de la nave —pensó Koskinen.
—Está bien —dijo—. Que se ponga.
La imagen cambió. Un hombre calvo y bigotudo apareció ante Koskinen en la pantalla, con una
expresión de asombro.
—Hola, Carl... —saludó Koskinen suavemente.
—Ah, Pete... —Los ojos de Holmboe miraron con recelo a ambos lados. ¿Habría un policía con
una pistola en su proximidad vigilándole estrechamente?—. ¿Que tal te van las cosas?
—No estoy seguro de lo que me ocurre —repuso Koskinen—. ¿Qué tal te tratan a ti?
—Pues..., muy bien. ¿Acaso podría ser distinto? Oh, estoy perfectamente.
—Pues no tienes aspecto de tal cosa.
—Pete... —Koskinen vio claramente que su camarada hacía un esfuerzo por disimular—. Ven
aquí, Pete. No sé el motivo que te tiene alejado; excepto que tú insistes en decir que te molestaría la
Seguridad Militar. Pues bien, no lo harán.
Koskinen hizo una pausa. Sólo se oía el zumbido solitario del comunicador en vacío. A través de
las puertas de la cabina, pudo apreciar cómo desaparecían las estrellas en la línea del horizonte este,
conforme el sol se aproximaba al amanecer. Vivienne no se había movido de su sitio.
Entonces, forzó la lengua y la laringe en aquellos profundos sonidos, especiales del lenguaje mar-
ciano vocal, experimentado en el lejano planeta:
—Carl, ¿es cierto lo que estás atestiguando?
Holmboe comenzó igualmente; pero se retuvo al instante. Su rostro se volvió aún más blanco.
—¡No me hables así!
Koskinen continuó en el secreto lenguaje de Marte:
—¿Por qué no habría de hacerlo, cuando allí lo hacíamos todos y cada uno de nosotros, cuando
nos reuníamos en la noche, con nuestros amigos marcianos y el Enviado del Filósofo? Yo me iría
contigo si me dices en este mismo lenguaje que no se intenta nada malo contra nosotros...
Holmboe trató de hablar en el secreto lenguaje, pero no pudo.
—Copartícipe de la Esperanza, conozco el peligro por ti mismo —dijo Koskinen—. Me iría con-
tigo con gusto; pero creo en la forma que aprendí aquella noche con Elkor en la Torre; que hay
más azar que vida.
—Vete de prisa y lejos —le repuso por fin Holmboe en la misma lengua.
Pero a continuación, sacudió la cabeza, se inclinó hacia la pantalla y le habló rudamente de nuevo
en inglés:
—Déjate de tonterías, Pete. Tienes que estar borracho o cosa parecida, de la forma en que te estás
conduciendo. Si quieres oírme jurar en marciano no tienes más que venirte aquí y acogerte a esta
Seguridad, donde, ya lo ves, yo he jurado. Vamos, déjate de hacer el asno contigo mismo.
—Sí, seguro. Iré en seguida —repuso Koskinen—. Yo... me he detenido para recoger la máquina
de la persona a quien la tenía confiada. Pero me marcho ahora mismo a la oficina más próxima de la
Seguridad Militar. —Koskinen respiró profundamente, sintiendo como si se hubiera tragado la
bomba que llevaba colgada al cuello y los ojos se le humedecieron—. Gracias, Carl —dijo
finalmente.
—Sí, amigo. Espero verte cuanto antes.
Así lo espero.
Koskinen cortó la comunicación. Quizá Carl estuviese en cierta libertad por entonces. Y tal vez él
pudiera ganar algún tiempo más..., para hacer cualquier cosa en favor de su próximo intento. Vivien-
do todo era posible, ya había habido demasiadas muertes por todas partes...
Abandonó la cabina. Vivienne le tomó de la mano.
—¿Qué es lo que ocurre, Pete?
Koskinen recogió el Escudo.
—Vámonos lejos y a cualquier parte, mientras podamos —respondió nerviosamente.
Vivienne permaneció erguida y silenciosa durante unos instantes. El sol, aún no visible, tocaba ya
las alturas del Centro con tintes de rosa y oro llenando las calles de luz. El tráfico no se había in-
crementado mucho, los residentes de una zona como aquélla raramente necesitaban madrugar. Allí
no existía el ruido enorme y confuso de la megalópolis, como el que jamás cesaba en los barrios
bajos. Más bien, el hálito de la gran ciudad parecía reducirse allí a una suave respiración. Contra
aquel fondo, Vivienne se le apareció a Koskinen como un ángel negro merodeando al otro lado de
las murallas de un fantástico paraíso de donde hubiera sido arrojado.
—¿Dónde? —preguntó ella—. ¿Al refugio de Zigger?
—Dios, no lo sé. Odiaría cualquier cosa que no fuese sino correr y correr a ocultarnos. Necesita-
mos quien nos ayude.
La risa de Vivienne fue sarcástica.
—¿Quién es el que va a hacerlo? —Ella le tomó las manos—. ¡Vamos, Pete! La Seguridad
Militar localizará la llamada. Tendrán a alguien aquí antes de cinco minutos.
—Les dije que me dirigía hacia ellos.
—Pero vendrán en principio a comprobar aquí. ¡Vamos!
Una luz brilló en la ventana del inmenso edificio frente a ellos. Koskinen parpadeó. Era como si
el sol le hubiese hecho una señal.
—¡Sí! —gritó.
—¡Qué! —exclamó ella con los ojos abiertos, buscando su rostro—. ¿Has pensado en algo?
—Creo que sí. —Y comenzó a marchar de prisa en dirección a la parada de taxis.
Los taxis en aquella zona residencial eran nuevos y brillantes y los conductores, sin armas.
—Esta línea no debe entrar en los suburbios —advirtió Vivienne.
—No vamos a dirigirnos allá.
—Los coches de alquiler pueden ser peligrosos, Pete. Reciben todos los anuncios públicos. Tan
pronto como la Seguridad Militar radie cualquier alarma contra nosotros, los conductores la verán.
A nosotros pueden identificarnos fácilmente...
—No tenemos muchas opciones, me temo. Las líneas subterráneas son demasiado lentas, y si la
Seguridad Militar decide ir directamente tras nosotros pueden incluso detenerlas. No me agrada la
idea de quedarme sentado y ser atrapado como un conejo en una madriguera.
La mente de la joven fue más allá.
—Necesitamos ir a un nivel elevado, ¿no?
Koskinen aprobó con la cabeza.
—De acuerdo —dijo ella—. Voy a correr el riesgo que sepas lo que estás haciendo; porque no
tenemos tiempo para discutir. Pero hagámoslo pronto y más bien fuera de lo usual. Una de las cosas
que podemos hacer es enmascararnos y después dejar perder un poco la memoria. Vamos, dame el
aparato. —Vivienne tomó el Escudo fácilmente en una mano—. Yo llevaré el aparato y seré una
chica que tú has recogido en esos barrios bajos, después de salir del trabajo. Dios sabe que casi lo
parezco con esta facha; tú deberás aparentar algo más respetable, ese traje oscuro que llevas
impedirá que vean lo sucio que vas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Koskinen maravillado.
El cielo estaba entonces tan brillante que pudo ver el sonrojo de sus mejillas. Pero ella se limitó a
decirle con una prisa impersonal:
—Recuerda que hemos estado dando una vuelta por esas tabernas toda la noche. Tú serás el hijo
de un multimillonario. ¡Hay mucha gente que está por estos alrededores! Juega tu papel... ¡Vamos,
inocente, ve delante de mí!
Se aproximaron a los taxis. Koskinen dejó que Vivienne, con la mano libre, le despeinara los
cabellos y apoyara su cabeza en el pecho. Estaba clara la idea que perseguía. Todavía
murmurándose palabras amorosas, incluso en el instante en que llegaban a la altura del primer taxi,
ella llamó la atención del taxista y se detuvieron. El taxista emitió una risita burlona entre dientes y
presionó el botón que abrió la portezuela trasera.
La mujer se ocultó el aparato a la espalda y saltó al interior.
—Sabes, Tom —estaba diciendo Vivienne—; en realidad, tendría que volver a mi trabajo, porque
si no el jefe va a despellejarme por no haberle llevado la comprobación de este chisme, como estaba
previsto.
Koskinen no pudo improvisar ninguna respuesta. Los dedos de Vivienne le pincharon
salvajemente.
—¡Oh! —Y entró tras ella—. Uh, bueno, no te preocupes, guapa, uh, cariño. Yo creo... uh, ya
verás como estará satisfecho...
—Qué bueno es tener dinero —farfulló ella.
La puerta se cerró. El conductor despegó a gran velocidad por encima del nivel controlado y el
tirón del vehículo empujó a los pasajeros más uno contra el otro.
Koskinen exclamó, fingiéndose medio borracho:
—¡Uff! Despacio, amigo, despacio. —Su olfato se llenó con el perfume de los cabellos de
Vivienne, y contempló la piel deliciosa de sus facciones que no tenía comparación posible con nada.
El corazón le latió con fuerza inusitada y sintió un nudo en la garganta.
Con una mirada de reojo, Koskinen, sin mucho interés, echó un vistazo al sol naciente. En
aquella luz, la megalópolis se convertía en algo romántico, un país fabuloso envuelto en una suave
niebla y taladrada por las altas torres de los Centros y los rascacielos, donde los dos ríos y Long
Island yacían como plata fundida. No había muchos otros coches en vuelo. El taxi voló en dirección
este, más rápido de lo que hubiera deseado en aquel momento. Antes de pasados quince minutos la
ciudad dejó de presentar aquel paisaje cuajado de jardines, presentando la vista de las playas y
ocasionalmente algún Centro que rompía la serenidad de su amplitud. Cuando aquel área fue
reconstruida, nadie excepto los muy ricos pudieron permitirse el lujo de vivir allí, y no permitieron
que volviera la industria a establecerse en la hermosa zona.
El enorme bulto de Centralia apareció en el horizonte.
—¿A qué parte, señor? —preguntó el conductor.
Tuvo que repetir lo mismo dos veces, antes que Koskinen respondiese, comprobando su me-
moria.
—Ah, sí... La Veintitrés, del lado oeste, eso es.
—Muy bien, señor.
El conductor llamó solicitando permiso al jefe de guardia. El permiso le fue dado sin discusión;
los taxis llegaban a aquella zona con bastante frecuencia. El taxi aéreo se inclinó en picado suave,
rozó el terreno con sus ruedas de flexiplast y dejó que la máquina siguiera rodando conducida a
mano hasta la rampa de desembarque.
Vivienne ya había deslizado dinero en las manos de Koskinen.
—Dale una propina principesca —le susurró al oído.
Koskinen aprobó con un gesto y ella, soltando una carcajada, dijo:
—¡Santo Dios! ¡Debo tener una facha espantosa!
—Estás muy guapa, preciosa —repuso él amorosamente.
Ella tomó el generador en las manos y salió. Koskinen pagó al taxista, que dio las gracias y mur-
muró:
—Está usted de suerte hoy, ¿verdad? —poniendo los ojos provocativamente en Vivienne.
El taxi emprendió nuevamente la marcha, saliendo de entre las filas de coches del
estacionamiento y saltó al aire de vuelta otra vez con dirección a Manhattan.
Koskinen siguió a la chica rampa arriba hasta la terraza. Pequeños riachuelos de agua cantarina,
murmuraban entre los macizos de flores, el césped y las rosaledas, mojados con el rocío. Vivienne
se había detenido bajo el pálido resplandor de un ciruelo en floración. Miraba a los jardines que co-
rrían hacia abajo, hacia la maravillosa playa y los rompientes donde el viento hacía batir las aguas
verdosas del mar.
Koskinen aventuró un brazo alrededor de la cintura de Vivienne. Ella suspiró inclinando la
cabeza sobre su hombro.
—Casi había olvidado lo hermosa que es la Tierra —murmuró la chica.
—Y yo he comenzado a saberlo..., por ti —respondió él, sorprendiéndole al tiempo de decirlo.
Ella se sonrió levemente.
—Estás aprendiendo muy rápidamente, Pete, diría yo...
El ruido de unas fuertes pisadas sonó claramente sobre la arena engravada del parque. No habían
visto sirvientes en la zona de estacionamiento; pero sin duda alguna, el vigilante de la torre de
control, habría señalado su llegada, dando la noticia que dos personas extrañas entraban y
sugiriendo, sin duda alguna, que los guardias comprobasen su presencia. El hombre, que no vestía
uniforme alguno, ya que en aquel estrato de la sociedad no había necesidad alguna de ostentación,
marchaba hacia ellos tranquilamente, con una sonrisa en los labios. Pero Koskinen reconoció al
primer golpe unos músculos fuertes y entrenados, observando, además, un minicomunidador puesto
en la muñeca.
—Buenos días, señor. ¿Puedo serle útil en algo?
—Sí, gracias. Desearía ver al señor Abrams.
—¿Señor? —Y el guardia levantó las cejas escépticamente.
—Mi nombre es Koskinen. Un compañero de viaje de David Abrams. Tengo algunas noticias del
mayor interés para su padre.
La calma profesional se rompió con una exclamación poco a tono con las circunstancias y que no
pudo suprimir.
—¡Por supuesto, señor Koskinen! ¡Inmediatamente! Está todavía durmiendo; pero... Síganme,
por favor.
Koskinen tomó el generador de manos de Vivienne y se lo puso al hombro apoyado en una de sus
abrazaderas. Ella tomó una de sus manos y siguieron al guardia, cuando éste tomó la delantera para
mostrarles el camino. Koskinen observó la tensión de la joven.
—¿Que irá a ocurrir, Pete? —dijo ella murmurando las palabras a su oído y bastante nerviosa—.
He oído hablar de Nathan Abrams. ¿No es acaso, uno de los grandes personajes del Directorio Ató-
mico? ¿Para qué vienes a buscarle?
—¿No recuerdas que la Seguridad Militar tiene a su hijo incomunicado? Pienso que estará encan-
tado con ayudarnos. Tenemos ahora una causa común.
—¡Idiota! —explotó Vivienne—. ¿No has pensado que también lo sabe la Seguridad Militar?
—Claro que sí. Sin duda tienen que tenerle también bajo vigilancia. Es un riesgo el venir aquí.
Pero no tanto como parece. Ellos no pueden vigilarlo todo al mismo tiempo, especialmente ahora
que tienen las manos demasiado ocupadas con los disturbios provocados por la organización china
en el Cráter. Al haber escapado nosotros, los chinos no se habrán apresurado a abandonar aquello y
la cosa en sí se llevará bastante tiempo. Estoy seguro que no seremos molestados por ahora.
—A menos que la Seguridad Militar tenga también algún agente en esta zona residencial, y
dentro de la misma casa de los Abrams.
—Lo dudo. Dave me refería con frecuencia que su padre había empleado años en educar a un
personal totalmente leal a la casa y a él, personalmente.
—No estoy tan segura; pero en fin, el hecho que aún estemos libres, parece darte la razón. —Ella
le miró profundamente a los ojos con admiración—. Buen trabajo, muchacho. Un profesional no lo
hubiera hecho mejor. Creo que estás aprendiendo demasiado rápidamente a encararte con este
mundo. Pero vamos, el guardia está esperándonos.
Fueron conducidos a través de una puerta deslizante de vitrilo, al interior del edificio. Una fuente
lanzaba sus chorros de agua a veinte pies de altura, en medio de un solarium. Koskinen comprobó
que la bella taza que recogía el agua de los surtidores, había sido hecha con un meteorito. El agua
brillaba al sol de la mañana, el olor de las lilas que crecían en los lechos de flores y el césped
delicioso y bien cuidado, proporcionaba vida al conjunto. Pero su atención se concentró en el
hombre que se apresuraba a salir a su encuentro.
No era el anciano Abrams, sino un hombretón fuertemente constituido, vestido en un sencillo tra-
je azul, a quien el guardia saludó con deferencia. Tras unos breves instantes de charla con él, el re-
cién llegado despidió al guardia y se aproximó. Su rostro parecía más viejo que el que correspondía
a su talante atlético, y aparecía tostado por el sol y arrugado alrededor de los ojos y la boca.
Koskinen no recordó haber encontrado una mirada tan intensa y penetrante. El apretón de manos le
proporcionó una idea de la gran energía concentrada en aquel hombre. Se presentó a sí mismo y a
Vivienne.
—Soy Jan Trembecki, el secretario de confianza del señor Abrams. Vendrá dentro de breves
minutos. ¿Tendrían la bondad de sentarse? —Su inglés era correcto; pero con acento extranjero.
—Gracias.
Koskinen comenzó a darse cuenta de lo fatigado que se hallaba. Casi se desplomó abatido en un
cómodo sillón, dejando que el mueble le moldease las costillas. Vivienne lo hizo más
graciosamente; pero temblando igualmente de cansancio. Trembecki les dedicó su mejor atención.
—¿Qué tal si se les sirve un buen desayuno? —preguntó mientras tocaba un botón del
intercomunicador y dictaba una orden.
Al volver, les ofreció cigarrillos. Vivienne aceptó uno, inhalando el aire hasta lo más profundo de
los pulmones. Trembecki se sentó en el borde de un sillón y dio unas feroces chupadas a su
cigarrillo.
—Tengo entendido que escapó usted de la Seguridad Militar —dijo. Cuando Koskinen hubo
aprobado silenciosamente con un gesto, continuó—: Bien, creo que podremos esconderle..., o quizá
no; pero lo intentaremos. Ya tenemos bastantes disgustos con esa gente.
—Yo podría ayudarle —respondió Koskinen. Y apuntando al generador, añadió—: He ahí la ra-
zón de todo este espantoso revoltijo.
—Ah, vamos... —Trembecki pareció dominarse y ocultar sus emociones—. Hemos tenido
algunas noticias del asunto, en nuestros propios esfuerzos al investigar la cuestión.
—¿Cree usted que Dave... está bien?
—No creo que se le haya hecho ningún daño permanente. Sin duda, ha debido ser sometido a
interrogatorio bajo drogas; pero él no tiene ningún especial conocimiento, ¿verdad? —La pregunta
surgió como un balazo. Koskinen se le quedó mirando fijamente hasta que él hizo una señal con la
cabeza—. Está bien. En tal caso, Dave será más bien un rehén. Por tanto, deberá ser preservado
intacto. De todos modos, esto nos tiene las manos atadas completamente.
—¿Qué es lo que han tratado de hacer en su favor? ¿No ha podido usted..., bien, o el señor
Abrams, haber llegado hasta los mismos oídos del Presidente?
—Lo hará oportunamente. Eso se lleva tiempo, no importa qué prominente pueda ser una per-
sona. Especialmente, desde que el Presidente, ayudado por su personal íntimo de confianza, puede
hallar medios para discutir el asunto. Sin duda han tenido que hacerlo. Todos los funcionarios del
Gobierno están aterrados por la Seguridad Militar; un mal informe puede costarle a cualquiera su
puesto, y peor aún, en Washington.
—¡Pero el propio Presidente...!
—Sí, tenemos suerte en eso. Es un hombre amante de la libertad, por propia convicción. No
obstante, él es el primer responsable de la seguridad de los Estados Unidos, lo que en nuestros días,
significa la estabilidad del Protectorado. La Seguridad Militar es indispensable para ello. Así,
Marcus, puede meter mano, prácticamente, en cualquier cosa.
—¡Pero el Presidente puede despedir fulminantemente a Marcus!
—Las cosas no son tan sencillas, querido amigo. Es preciso respetar la integridad de la
organización de un Gobierno, o pronto se carecerá de cualquier forma de Gobierno. Además, cada
jefe político tiene sus compromisos; en caso contrario, los tendría a todos contra él, sin haber
resuelto nada. Lea un poco la Historia. Considere en la forma en que el Presidente Lincoln tuvo que
poner en su lugar a la serie de absurdos que se cometieron en su Gabinete, sin contar los generales
de cabeza de piedra que estaban al frente del Ejército. O el difícil equilibrio entre estalinistas y
antiestalinistas de la vieja Unión Soviética. O..., bien, no importa. Es preciso tener en cuenta que el
Presidente no puede deponer a Marcus, a menos que se cometa un error grave en extremo y que
pueda probarse, y que no puede contradecir cualquier orden dada por la Seguridad Militar, a menos
que él y el Congreso estén convencidos que tales órdenes fueron totalmente erróneas o
malintencionadas.
—Tal vez nosotros podamos convencerle —dijo Koskinen.
—Quizá. Es difícil conseguirlo a través de los conductos legales y públicos. Y si cometemos
alguna ilegalidad, como dar refugio a un fugitivo de la justicia..., podríamos comprometer nuestro
caso muy gravemente.
Koskinen dejó transcurrir unos instantes y sólo se oyó el rumor de la fuente.
—Ah, refrescos.
Koskinen abrió los ojos, con la sorprendente comprobación que él había estado durmiendo. Un
sirviente se detuvo y descubrió una mesa. Koskinen miró hacia el café, jugo de naranja, panecillos
franceses, mantequilla, queso, caviar y una botella helada de vodka. Trembecki les ofreció una copa.
—Será mejor que se tomen esto primero. Así disfrutarán mejor de la comida.
—Y también necesitamos tener el cerebro en mejor forma —añadió Vivienne.
Apenas habían empezado a comer, cuando dos personas aparecieron en la entrada. Trembecki se
puso en pie.
—Lamento que tengan que retrasar su desayuno. Aquí está el jefe.
XI
Nathan Abrams no era un hombre de buena talla, sino más bien algo calvo y regordete. Conforme
andaba, el albornoz del baño le colgaba algo ridículamente sobre los pantalones del pijama. Pero
Koskinen no había visto nunca semejante expresión de irritación pintada en las facciones de una
persona.
Se sentó y escuchó el relato de su huésped.
—Buen Dios —dijo Abrams entre dientes—. Tenía alguna idea de lo podridas que andaban algu-
nas cosas por el país; pero una cosa así a campo abierto, ¡es algo que no puede dejarse sin combatir!
—¿Y qué usaremos como armas? —preguntó Trembecki.
Abrams apuntó con el dedo en dirección al generador del Escudo.
—Ahí está eso, para empezar.
—Eso se llevará bastante tiempo para producirlo y organizar un grupo bien armado.
—Y mientras tanto, Dave... —Era la voz triste de Leah Abrams. La joven miró hacia sus
invitados y les indicó los platos que habían abandonado—. Lo siento —dijo a Koskinen y a
Vivienne—. Tienen que estar hambrientos.
A despecho de todo, la mirada de Koskinen se dirigió a la joven. Tenía noticias de la hermana de
Dave; pero ella sólo tenía quince años cuando embarcaron en el «Boas» rumbo a Marte. Y no esperó
haber encontrado algo tan esbelto y atractivo, en aquella mujer preciosa de ojos grises, con una nariz
respingona y maravillosamente moldeada y una cascada de cabellos pardorrojizos que le caían hasta
los hombros. Al caminar lo hacía con la gracia de una bailarina. Abrams no había dicho nada a su
esposa sobre aquel encuentro con el amigo de su hijo David, porque ignoraba si podría soportarlo;
pero la hija se había apresurado a hacerlo inmediatamente, acompañando a su padre.
Había sido una delicada atención de la joven haberle recordado la comida. Estaba realmente
muerto de hambre. La chica parecía haberle leído el pensamiento.
—Vamos, continúen —dijo Leah, urgiéndoles a tomar el abundante desayuno—. No es cosa que
nuestras preocupaciones le estropeen el apetito. Realmente creo que yo tengo también un poco.
Vivienne sonrió.
—Es usted una persona encantadora y de tacto. Gracias, señorita Abrams.
—Leah, si no le importa. Estamos alistados ahora en el mismo ejército.
—Yo no estoy muy seguro —intervino Trembecki.
—¿Qué quieres decir, Jan? —preguntó el viejo Abrams.
—Bien...
—No estaba proponiendo nada extraordinario, ya sabes. Deseamos a Dave con nosotros en
primer término, y a todos los de la espacionave. Debemos proceder con cautela. Pero más pronto o
más tarde, quizá tengamos que... —Abrams interrumpió su discurso.
Trembecki terminó por él con un tono algo rudo:
—¿Luchar contra nuestro propio Gobierno?
—Bien...; al menos, contra Marcus. Se ha pasado de la raya en todos los órdenes. Es un pobre
maníaco y debe ser detenido en sus acciones inmediatamente.
—Olvidemos por un momento las palabras del juramento prestado, Nat —dijo Trembecki—. El
neofacismo no sale de ninguna parte, como lo hace el cesarismo. He aquí por qué tenemos entre
nosotros una forma de cesarismo, ligeramente suavizado por el hecho que ha surgido en una repú-
blica más sofisticada que la de Roma. Pero ha surgido como respuesta a una necesidad real, la de la
supervivencia en la Edad Termonuclear. No querría usted lanzar al César al precipicio si el precio
fuese una guerra civil que nos debilitase de forma que se quedase la puerta abierta para la llegada de
los bárbaros.
—¡Yo no pensaba en nada que estuviese falto de sentido!
—Estaba implícito, Nat. En una forma más sutil, quizá: menos en una revuelta ilegal que en una
ruptura de un equilibrio precario de las fuerzas sociales. Lo que significaría el caos económico.
Cuando eso ocurre, cuando una sociedad falla en proveer sus necesidades internas, el camino está
abierto para el dictador. La voluntad popular exige entonces un hombre fuerte. La libertad no tiene
sentido, ni vale la pena, cuando los hijos se mueren de hambre. Ni para la mayor parte de la gente,
de todos modos. Marcus tiene millones de admiradores, precisamente porque tú y tus gentes han
fracasado en resolver problemas tales como la enemistad con los países extranjeros, la
superpoblación, la mala distribución de la riqueza, las funciones educacionales y los vacíos sociales.
Si ahora las altas clases americanas luchan entre ellas mismas, aun siendo de forma más suave que
la histórica rivalidad Marius-Sulla, el fracaso será aún mayor y más grave el problema. Tal vez
Marcus resulte aniquilado; pero tendríamos a sus sucesores, quienes nos destruirían a su vez. No,
completamente aparte de todas las dificultades prácticas en nuestra forma de hacer algo grande y
melodramático, nosotros somos los responsables de lo que ocurre.
—Tú no estabas tan avergonzado cuando ayudaste a tomar Krakovia de las garras de aquel sá-
trapa —le recriminó Abrams.
—Entonces era mucho más joven —dijo Trembecki suspirando—, y en cualquier caso, las
circunstancias eran más simples.
Leah se inclinó sobre Koskinen y Vivienne, diciéndoles:
—Proviene de Europa central, ¿lo sabían? Papá le encontró gobernando una ciudad en Polonia y
le persuadió para que viniera a los Estados Unidos.
Koskinen miró a Trembecki con creciente respeto. Los años de la guerra y de la posguerra habían
sido malos, bastante malos en Norteamérica. Pero al menos no había sido invadida por tropas
extranjeras que esparcieran el terror y el caos después que los proyectiles hubiesen aniquilado el
país. Si además de haber sobrevivido y restaurado el orden, había tenido tiempo para educarse...
—No entiendan mal mis palabras —continuó Trembecki—. No propongo que mansamente de-
jemos este asunto de lado y pongamos sobre él una etiqueta de seguridad. Francamente, no sé hasta
qué extremo podríamos ser creídos. Tú eres un hombre decente, Nat, y supongo que yo también lo
soy; pero el Directorio Atómico no es un imperio privado para nosotros. Con las mejores
intenciones del mundo, esta clase de poder podría convertirse en algo que no debería ser. Dejando
de lado esta cuestión, sin embargo, tú estás descalificado para hacer mucho en todo ello,
precisamente porque eres tan influyente. Tus acciones son demasiado públicas para envolverte en
cualquier conspiración que se elabore. Lo que intentes hacer clandestinamente, tendrá que ser una
muy pequeña parte de tu actividad total y desde luego sin contacto alguno con quienquiera que lo
haga activamente.
—¡Ajá! —exclamó Abrams—. Entonces admites que tendrá que haber alguna conspiración.
—Tal vez. Quizá la haya y quizá no. Todo esto puede ocurrir muy rápidamente, y hasta ahora no
he tenido tiempo de pensar en ello.
—No conseguiría mucho tiempo tampoco —insinuó Vivienne, recordándoselo sutilmente.
—Con Marcus a los talones... No, es cierto —convino el polaco—. No veo la forma de poder
esconderles por mucho tiempo. A pesar de la gran casa en que vivimos, no es, sin embargo, una
verdadera organización. Y eso es lo que ustedes necesitan, una organización con Servicio de
Inteligencia y buenos agentes, escondrijos, un medio de comunicación y alguien en quien poder
confiar.
Abrams chasqueó de pronto los dedos.
—¡Ya está! ¡Los Igualitarios!
—¿Cómo? —exclamó Trembecki mirándole con curiosidad—. ¿Te refieres a Gannoway?
—No estoy muy seguro. Pero podemos comprobarlo con él, tal vez.
—No estoy muy segura de eso —sugirió Leah—, pero si hay algo que hacer con los Igualitarios,
entonces, vaya que sí, eso me parece muy bien. He estado en muchas de sus reuniones y he hablado
con muchos de ellos, ya sabes. Papá, ésa es una gente excelente.
—Quizá —dijo Trembecki con cierta inseguridad—. ¿Son gente realmente efectiva?
—El propio Gannoway es un elemento de peso —observó Abrams—, sin embargo, creo que vale
la pena de intentarlo de todos modos. Es correr un gran riesgo; pero..., ¿qué puede hacerse que no lo
sea?
Trembecki volvió a aprobar enérgicamente.
—Creo que al menos, será como echar la rueda a andar. Recogeremos cuanta información
podamos obtener, la evaluaremos y decidiremos lo que haya que hacer. Creo que sería una cosa
segura guardar a nuestros amigos aquí durante una temporada. Y cuanto más pronto les llevemos a
un lugar más seguro mucho mejor para todos.
—Está bien. Empecemos cuanto antes. —Abrams se volvió hacia Koskinen y Vivienne—.
Lamento tener que hablar así; pero ya comprenderán ustedes por qué. Hablaremos más tarde con
más detalles. Mientras tanto, Leah se ocupará de ustedes con sumo gusto.
Trembecki se inclinó sobre el generador del Escudo, que Koskinen ya había demostrado en el
curso del relato de sus aventuras. El secretario lo tomó en sus manos con un innecesario cuidado, lo
sostuvo ante sus ojos durante unos segundos, chasqueó la lengua y salió fuera de la habitación.
Abrams le siguió.
—Bien, acaben de comer —les urgió Leah—. Voy a ocuparme de sus habitaciones y equipo ne-
cesario. Vuelvo en seguida.
Koskinen sintió el placer de saberse atendido, rodeado de amigos y con el sentido también de la
competencia, el poder y la confianza de las personas que le habían abierto su hogar. Aquella íntima
satisfacción le hizo más comunicativo y feliz.
—Creo que estamos un poco como en nuestra casa.
—¿De veras? —Vivienne apenas si había picoteado en sus alimentos. Koskinen pudo apreciar las
tremendas señales de fatiga en la chica y deseó haberlas suavizado de algún modo. Pero la lengua se
le hizo un nudo—. Lo siento —dijo ella tras algunos instantes—. Creo que he sido tan apaleada por
la desventura, que me cuesta trabajo comenzar a creer nuevamente en Santa Claus 1.
—Si papá Abrams se pone la barba blanca y se decide a hacerlo ¡oh, oh!, ¿crees que no serviría?
—aventuró Koskinen.
Ella hizo una mueca cansada, se inclinó sobre él y le dio unos golpecitos en la mano.
—¿Has llegado a la conclusión que todo será tan fácil? Eres un fenómeno, Pete.
Los pasos de Leah sonaron suavemente en la proximidad. Koskinen se levantó y miró a la joven
conforme se aproximaba. Se maravilló confusamente de su encanto personal.
—¿Han terminado ya? —preguntó—. Bien, vengan conmigo. Supongo que desearán un baño y
dormir.
—¿Dormir? —dijo Koskinen—. ¿Con cincuenta miligramos de estimulante dentro del cuerpo?
¿Usted cree?
—Lo había olvidado. Bien, si quieres, me gustaría mostrarte la gran torre de Centralia o algo que
pueda entretenerte.
—Oh, eres muy amable, gracias.
Leah adoptó un continente grave.
—Tú eres el compañero de viaje de mi hermano, Pete. Me habló mucho de ti en el poco tiempo
que estuvo en casa. Y has hecho cosas magníficas por él y por todos nosotros.
—Creo que exageras.
—No en ese puerco Cráter, pero tal vez en los bajos fondos chinos. Han sido barridos gracias a ti.
Casi no puedo creerlo completamente.
—Eso más bien ha sido un accidente. Quiero decir que todo ha sido correr y huir, y...
—Vamos. —Ella le tomó firmemente por el brazo. Vivienne les siguió silenciosa un poco detrás.
Un deslizador automático y un escalador les llevó hacia los niveles altos de Centralia. Koskinen
había creído que su habitación en el Hotel von Braun y la residencia de Vivienne en el Cráter eran
suntuosas; pero las habitaciones que le aguardaban estaban más allá de todo lo imaginable. Anduvo
de un lado a otro durante media hora hasta ponerse presentable. Mientras se desnudaba para vestirse
con ropas nuevas, volvió a notar la presencia de la fatídica cadena con la bomba atada al cuello.
Debo quitarme esto a toda costa —pensó; pero pronto volvió a olvidarlo.
Sentado unos momentos en un sillón más suave que una manta de seda marciana, se volvió en se-
guida con Leah en el solarium.
—Ven al exterior mientras llega Vivienne —había sugerido ella—. Hace un día espléndido.
Pasearon sobre la terraza y terminaron asomándose al parapeto. Leah se inclinó contra él y miró
ávidamente el radiante panorama del brazo de mar. Una suave brisa acariciaba sus cabellos.
Vivienne se había detenido en el mismo lugar, según recordó Koskinen. El joven se llenó los
pulmones de aire puro.
—Tienes razón sobre el hermoso día que hace hoy —dijo—. Esto es lo que tantas veces se echa
de menos en Marte.
—Pero allí también existe un clima, ¿verdad?
—Sí. Pero nada parecido a esto, desde luego. Los días son tan claros, que el espacio parece no
existir entre uno y el horizonte; después la noche cae tan rápidamente, sin neblina alguna, que las
estrellas aparecen súbitamente como un fuego de artificio y con ellas, el frío se abate brutalmente
sobre las rocas, de tal forma que es posible oír el ruido que hacen al contraerse. O bien, una
tormenta de polvo, tan fino, que la luz lo penetra dando la sensación de una lluvia de finísimos
diamantes. También es fascinante la llegada de la primavera, cuando se derrite el casquete polar y
las bandas de vegetación en los bosques surgen de nuevo a la vida, con aquellos grotescos árboles
que alzan sus tallos hacia el sol abriendo unas hojas enormes de una yarda de longitud, adoptando
un centenar de diversos colores, entre los que destacan el verde, el rosa, el oro, los azules y que
parecen danzar de puro gozo... —Koskinen sacudió la cabeza como para apartar de sus
pensamientos los recuerdos del planeta lejano—. Perdona, Leah. Por un momento, me parecía como
si de nuevo me encontrase allí.
—¿Te gustaría volver de nuevo?
—Eventualmente, sí. Nos hicimos muy buenos amigos de los marcianos.
—David me habló de algo de eso. La palabra «amigos», ¿es realmente la apropiada?
—No. Se trataba de algo existente entre todos nosotros, tanto entre la tripulación como entre los
marcianos. El afecto constituía, creo yo, la mayor parte de ese sentimiento; pero se transformó de al-
gún modo...; no lo sé, tendrías que haberlo experimentado, para formarte una idea de lo que quiero
expresar. Ahora que me encuentro lejos de aquello, encuentro algo difícil en comprender yo mismo
el verdadero concepto.
—Me gustaría comprobarlo por mí misma...
—Creo que deberías hacerlo —dijo Koskinen, captado en un momentáneo entusiasmo—. Debe-
ría experimentarse con el símbolo total de la familia humana, hombre-mujer-niño, para establecer
una relación total con los marcianos. Para que sepas, ellos no se comunicaban con nosotros con el
lenguaje verbal. Nosotros aquí en la Tierra, también disponemos de varias formas no verbales de
expresión, desde luego; pero muy pocas han sido sistematizadas o desarrolladas. ¿Cuál es, por ejem-
plo, el sinónimo de un gesto? ¿Cómo puede conjugarse gramaticalmente la señal hecha con la
mano? Creo que lo estoy poniendo demasiado crudo; pero quiero poner de relieve la especial
capacidad de los marcianos para comunicarse con todo su organismo. Tienen un lenguaje táctil
completo, al igual que uno verbal, otro musical o coreográfico y muchos más. Y tales lenguajes, no
son equivalentes los unos con los otros. Ellos no dicen las mismas cosas, ni cubren el mismo alcance
de una materia como sujeto determinado. Pero cuando se usan varios de esos lenguajes
simultáneamente, ¿puedes imaginarte una visión de la realidad de lo que así puede alcanzarse? Sólo
que es preciso, para tal medio de comunicación, que exista una afinidad psicológica, una unidad
espiritual en cierto modo, entre los comunicantes, ya que es un proceso delicado y sutil. Creo que
nosotros hemos aprendido muchas cosas en los cinco años que permanecimos allá; pero la próxima
vez, iremos mucho más lejos. Creo que urge la necesidad que nos completemos nosotros mismos,
significando con ello, el llevar personas de ambos sexos y de todas las edades, culturas y razas, que
nos sea posible.
—¿Sabes, Koskinen? Empiezo ahora a comprender por qué David te estimaba tanto. Eres un
completo idealista, abierto a todos los horizontes...
Koskinen la miró confuso en cierta medida.
—No tenía la intención de predicar...
—Me gusta que lo hagas. Me gusta muchísimo conseguir una idea completa de cómo es Marte,
de lo que hiciste, descubriste y pensaste y de todo, en general. Después de todo, David estuvo allí y
difícilmente tendríamos la oportunidad de conocerlo antes de... Pero por su propio bien, me gustaría
saberlo. Algún día iré yo misma. Realmente, ¿no significa más para ti la experiencia de esa relación,
que cualquier cosa de lo que has aprendido de ella?
Koskinen hizo un gesto de aprobación con la cabeza sorprendido de su rápida percepción.
—Bien —continuó Leah—, deseo también tal experiencia. Me has dado con eso la maravilla de
considerar la propia vida. La gente ha llegado a hastiarse tanto acerca de las espacionaves, las
estaciones orbitales y las bases extraterrestres, que yo misma había llegado a olvidarme de lo que
significan realmente. Pero ahora, cuando vea a Marte en el cielo, pensaré: «Aquella chispita roja es
un mundo», y sentiré como un escalofrío en la espalda. Repentinamente, esos límites, han sido
hechos desaparecer. Gracias por todo esto, Pete.
A Koskinen le molestó cómo habían empezado a hablar tan íntimamente en tan breve espacio de
tiempo. Supuso que se debería al hecho de permanecer en una situación de tensión recíproca y que
las barreras personales habían sido suprimidas. Y que David era algo que les pertenecía a ambos.
Ella se parecía muchísimo a él, a quien había llegado a conocer tanto como a sí mismo. Pero en
seguida se olvidó de la cuestión. Era algo trivial junto al hecho que estaban pasando juntos la mejor
parte del día.
Más tarde, después del mediodía, Leah volvió sobre sí misma con una franca sonrisa.
—Tienes que excusarme, Pete. Estoy en el comité local de las ceremonias del primer centenario
de la Primera Guerra Mundial. Estamos viendo la forma de volver a establecer unos Bonos para la
Libertad, si es que eso significa algo para ti. La totalidad del proyecto parece más vacío de sentido
que nunca, sobre todo después de cuanto hemos estado considerando. Pero no me atrevo a hacer
algo fuera de lo usual, como faltar a la reunión. Y menos ahora.
Koskinen estuvo de acuerdo, y deambuló sin rumbo fijo por las inmediaciones hasta volver, fi-
nalmente, a una suntuosa biblioteca de la residencia de los Abrams. Un buen libro sería lo mejor
para matar el tiempo.
Vivienne estaba allí sentada y leyendo. Vestía un atuendo blanco, recordándole la noche que
hablaron y permanecieron juntos en el Cráter y se sorprendió de la forma en cómo pudo haberla
olvidado tantas horas.
—Oh —dijo ella en un tono ausente—. Estoy aquí.
—¿Por qué no viniste con nosotros? —preguntó Koskinen—. Al no aparecer por ninguna parte,
supusimos que estarías durmiendo.
—No. Salí a la terraza —dijo ella encogiéndose de hombros—. Pero estabas tan enfrascado en la
conversación con esa chica, que no quise molestar.
—¡Vivienne! No estábamos discutiendo ningún..., ningún secreto. ¿Cómo podríamos haberlo
hecho?
Ella enarcó los labios levemente hacia arriba.
—¿Y por qué supones que yo tendría que pensarlo así? Por supuesto que no lo estarían.
—Entonces, ¿por qué no...?
La sonrisa cesó como por encanto. Ella apartó sus ojos de él.
—Conozco muy bien cuando estoy fuera del lugar que me corresponde, y francamente, tengo de-
masiado orgullo para jugar el papel que no me va.
—¡De qué estás hablando, criatura! —protestó Koskinen—. ¿Talento? Buen Dios, Vivienne, tú
estás por encima del noventa por ciento de la totalidad de la raza humana.
—Probablemente. No me refería al talento. —Y el tono de la joven aumentó de tensión irritada—
. Mira, Pete, no estoy molesta contigo ni con nadie; pero, ¿tendrías la bondad de dejarme sola por un
rato? Y cierra la puerta cuando te vayas...
XII
Koskinen volvió a la tarde siguiente de una violenta partida de balonmano con Leah, ya que no se
atrevía a mostrarse fuera de la residencia que tenía un gimnasio. Un sirviente de la casa le informó
que tendría lugar una conferencia a las cuatro de la tarde. Se cambió de ropas y acudió al estudio a
tal hora. Vivienne y Trembecki ya estaban allí con Abrams.
El viejo Abrams dirigió a su hija una mirada autoritaria.
—Tú no, querida.
—No seas tonto, papá —protestó Leah—. Yo también estoy en todo esto con todas mis fuerzas.
—Sí, y me gustaría que no lo estuvieras. No estamos jugando a las damas.
—Ya aprendí por desgracia en Europa —dijo Trembecki— que cuanta menos gente tenga
conocimiento de una operación como ésta, mucho mejor.
—No voy a comportarme como una chiquilla —dijo Leah indignada.
—Por supuesto que no. Pero hay cosas tales como las drogas de los interrogatorios psicológicos.
—¿Quieres decir que alguien podría secuestrarme?
—No. Es suficiente con que te detengan en la forma en que lo han hecho con David.
—Oooh... —Leah se mordió los labios—. ¿Qué cosa puedo hacer para ayudar en esto?
—Lo más difícil de todo: ignorarlo.
—Está bien... —Adoptó un aire de dignidad y se despidió de la reunión, dirigiéndose finalmente
hacia Koskinen—. Te veré después, Pete. —La mano saludó aún cuando ya había desaparecido por
la puerta que se cerró herméticamente tras ella.
—Por la misma razón —dijo Trembecki—, creo que sería mejor quitarle esa bomba que lleva
usted puesta alrededor del cuello, señor Koskinen.
Vivienne se agitó en su asiento, incómoda. Una mano se dirigió hacia un pequeño bolso que col-
gaba de su cinturón. Lentamente, volvió de nuevo a relajarse.
—Tal vez —dijo ella, con voz segura.
—Usted es la persona lógica para guardar el detonador —le dijo Trembecki—. No sabe usted la
forma de construir un generador por sí misma, ¿verdad?
—No. No pudimos acabar de dibujar los planos en el Cráter, y sin una teoría de fondo, los
circuitos que yo puedo recordar son poca cosa.
—Eso le deja a usted como la única persona que lo conoce, Pete. —La mirada que dirigió a
Koskinen el anciano Abrams aparecía turbada—. ¿Está usted de acuerdo..., si las cosas llegan a lo
peor, que Vivienne pueda estar en condiciones de silenciarle? La vida como prisionero permanente
no le ofrecería de ningún modo alguna diversión.
—Supongo que así es —repuso Koskinen, fuertemente impresionado.
—No es que espere que se llegue a tal extremo —dijo Abrams menos sombríamente—. De
hecho, las cosas parecen ir bien para nosotros. Bien, consideremos el próximo movimiento a
realizar.
Se situó tras la mesa, entrelazó los dedos y consideró la cuestión durante unos instantes, antes de
continuar hablando.
—Nuestro problema, como yo lo veo, es éste. Debemos evitar que el Escudo caiga en malas ma-
nos, y con todo, usarlo para negociar con él la libertad de nuestros amigos y hacer que Marcus salga
del puesto que ocupa. La mejor forma de actuar es a través del Presidente. Si el puede convencerse
de la verdad, y creo que podrá, actuará en consonancia. Después de todo, una vez que las fuerzas
armadas de los Estados Unidos tengan esos Escudos, y la mayor parte de nuestras ciudades y puntos
clave sean invulnerables, el Presidente no necesitará un control tan estricto sobre el resto del mundo.
Si la Seguridad Militar no puede ser abolida inmediatamente, al menos por ahora, sí por lo menos
podría ser reducida en volumen y en atribuciones. Esto agradará a los amantes de la libertad y a los
elementos del Congreso con mentalidad económica, sin que se ofenda demasiado a aquellos que
hacen un fetiche de la seguridad nacional.
»Pero me llevará tiempo el conseguir una entrevista, y entonces, una simple charla no llegará
muy lejos para ser efectiva a la medida de nuestros deseos. Todo lo que puedo esperar de la primera
vez, es interesarle para que nos permita demostrarle el efecto del Escudo. Esto tendría que hacerse
secretamente, para que Marcus no pudiera molestarnos. Hay que evitar toda costa que asesinen a
Koskinen y destrocen el generador, si no hubiese otro medio de salvaguardar su poder. Un
encuentro de tal clase entre usted y el Presidente requiere un cuidadoso planteamiento previo. Y
entonces, pasaría aún más tiempo para que el Presidente sitúe la cuestión política en la que casi sería
un golpe de Estado legal. Es evidente que en el entretanto necesitaría usted un lugar seguro donde
esconderse.
»Jan podría haber arreglado esto fácilmente en otros tiempos. Pero desgraciadamente tanto él
como yo, soportamos una vida difícil desde hace bastantes años. No podemos conseguir los contac-
tos necesarios. Yo confío en el personal de esta casa: pero no en su habilidad de tener que luchar
con la policía. Tras una semana o dos, podríamos, sin duda, arreglar un buen escondite para usted.
No necesita permanecer aquí más tiempo del necesario. Su suposición estaba rectamente calculada
acerca de la Seguridad Militar, según me informan mis fuentes especiales de Washington.
Recocieron muchos datos importantes y pistas acerca de la organización clandestina de los chinos,
hasta el extremo que les quedan muy pocos recursos para poder seguir sus intrigas. Pero es seguro
que su atención se vuelva sobre mí, pronto y con toda la dureza de los medios que suelen emplear, y
creo que no tardarán mucho dentro de poco tiempo Por tanto..., es un riesgo; pero un riesgo que vale
la pena de correr, si acudimos a los Igualitarios.
—¿Quiénes son? —preguntó Koskinen—. Creo haber oído mencionarles; pero no sé muy bien de
quiénes se trata.
—Sí, es un movimiento idealista, un número de personas que desean ver al Protectorado
convertido en un Gobierno representativo del mundo. Ello, en sí mismo, no es nada ilegal que pueda
denunciarse. Claro está que Marcus y sus frentes les han denunciado ya como individuos débiles y
agentes de intereses extranjeros. Pero nada se ha hecho contra ellos; porque no hay necesidad de
hacerlo. Ellos se limitan a organizar clubes, coloquios, propaganda, trabajan en las elecciones para
candidatos que simpaticen con sus ideas y en general una labor pacífica y de carácter universalista.
Estas gentes son especialmente significativas; porque se atraen a un gran número de intelectuales.
—No parecen muy prometedoras para nuestro propósito —opinó Vivienne—. De hecho, esos
Igualitarios a quienes encontré hace años, me parecieron un poco absurdos y blandengues como
viejas señoras..., de ambos sexos.
Abrams soltó una franca carcajada.
—Es cierto. Pero no todos, sin embargo. Existen muchos Igualitarios que creen en la acción
directa. Y en eso se parecen poco a esas viejas señoras a que usted aludía.
—¿Qué clase de acción?
—Si hubiese estado en condiciones de descubrirlo en detalle, el grupo en realidad, no tendría mu-
cho valor. El hecho es, sin embargo, que se han publicado y hecho circular libros y panfletos,
apelando a una violenta acción contra las agencias de la Seguridad Militar. Es más significativo aún
que ciertas gentes desaparecen a veces cuando se tropiezan con el Protectorado. ¿Se acuerdan
ustedes de Yamashita, hace pocos años? Estaba dedicado a levantar al pueblo japonés en gran
escala, si incitar al levantamiento es la palabra apropiada, ya que realmente lo que predica es la
resistencia pasiva. La Seguridad Militar le arrestó y después se le escapó de las manos. Aún no le
han vuelto a detener. Pero Yamashita continúa su labor en lugares remotos, arrastrando multitudes
tras él, y desapareciendo antes que llegue la Seguridad Militar. Existen varios casos similares que
me son conocidos, y sin duda, otros de los que no tengo noticia. Bien, esta suerte de acontecer,
implica una organización. Alguien está operando en un movimiento subterráneo que no es
nacionalista, sino más bien universalista. Sospecho con fundamento, que es cosa de los Igualitarios.
Tienen que ser los primeros promotores.
—No me gusta —opinó Trembecki—. Me parece que tal equipo ha instrumentado también
algunos asesinatos.
—Tal vez. Pero en todas las luchas hay víctimas. Recuerden al general Friedmann. ¿Recuerdan lo
que hizo para detener las marchas de protesta sobre Roma?
—Sí, claro..., de acuerdo; pero yo no soy de los que le gusta hablar de caminos de rosas, y de
todas formas, no tengo mejor sugerencia que proponer. Continúa, Nat.
—Y bien —continuó Abrams—; ahí tenemos a Carson Gannoway. secretario ejecutivo del
Capítulo local de la Unión de Computadoras, y que es Igualitario. He tratado con él durante muchos
años y en los últimos días he tenido a los detectives privados de mi Estado Mayor investigando
hasta la última pulgada de su vida. No está abiertamente comprometido con ese movimiento
subterráneo, por supuesto; pero tengo fuertes sospechas que sí lo está. Por ejemplo, han existido
huelgas ilegales aquí y allá, con alguna violencia. Gannoway, como el resto de los directivos de la
Unión, deplora públicamente todas esas cosas y pide a los trabajadores que vuelvan a sus
ocupaciones, diciendo que a veces es impotente contra su «acción espontánea». Pero puesto que
nunca puede ser probada su conspiración, es evidente que alguien está detrás de todo ello. Ahora
conozco a Gannoway y sé también que pudo haber prevenido o abortado esos asuntos de haberlo
querido. Es capaz de ello. No tiene otro remedio que ocultarse un cerebro inteligente detrás de todo
este asunto. También se da el caso que se encuentra a veces en «vacaciones» cuando estalla algún
problema social, como cuando los revolucionarios en Toronto adquirieron armas repentinamente.
—¿La Seguridad Militar tiene noticias de él? —precintó Vivienne.
—No en particular, estoy seguro. No pueden poner las manos en cada uno de nosotros, gracias a
Dios, y Gannowav es una figura pública conspicua. Es sólo por el hecho que le conozco desde tanto
tiempo, lo que me hace suponer la idea que él tenga conexión con ese movimiento ultrasecreto y
clandestino. Yo mismo, no he sido violentamente anti-Marcus hasta ahora, pero jamás me ha
gustado la forma que tiene de operar la Seguridad Militar. ¿Por qué alguien no debería, al igual que
Yamashita, recordar a su gente que tienen una herencia que preservar de la tiranía? Particularmente,
yo he ido siempre guardando mis sospechas sólo para mí. Este movimiento clandestino jamás me
causó la menor molestia. Ahora tal vez puedan ayudarnos.
—Entonces, usted cree que Gannoway... —dijo súbitamente Koskinen.
—Bien, es cuestión de intentarlo y ver —respondió Abrams—. Jan le telefoneó hoy y le preguntó
si podría estar en su hogar esta noche para discutir un negocio. Ustedes dos irán juntos. Si él puede
esconderle, magnífico. Si no, ni menos sé que guardará la boca sellada. Entonces, arreglaríamos un
lugar en un almacén que yo conozco, aunque sería un pobre substituto.
—Si nos ofrece escondernos y no me gusta la forma en que lo hace, volveré de nuevo aquí —
concluyó Trembecki.
—¿Escondernos? —dijo Vivienne—. ¿Acaso viene usted con Pete y conmigo?
El polaco afirmó con un gesto.
—Todavía soy tolerablemente rápido con un arma —dijo Trembecki tocándose en un lugar bajo
la túnica.—. Aunque lo que realmente deseo es... Bien, Vivienne, creo que usted puede caer sobre
sus pies como una tigresa amaestrada: pero francamente, creo que Pete es todavía un poco ingenuo
en estas cuestiones. Creo que necesita el consejo de una persona que tiene experiencia del mundo,
tal y como está el que nos ha tocado en desgracia vivir.
XIII
El hogar de Gannoway era un modesto apartamento en Queens, habitado por su esposa y cuatro
niños. Pero disponía de un estudio privado, a prueba de sonidos donde recibía a sus amigos, libre
por otra parte de escuchadores electrónicos y la familia había salido a pasear por toda la tarde.
Era un hombre alto, de facciones en cierta forma a lo Andrew Jackson, de cara angulosa y enér-
gica. Al entrar sus visitantes, cerró la puerta cuidadosamente y permaneció en pie considerando a los
recién llegados. Koskinen se quedó impresionado de la mirada de aquel personaje, mirando de vez
en cuando por la ventana a la gran ciudad que se extendía ante sus ojos, sin saber qué decir. Cuando
Gannoway rompió el silencio, se dirigió a Trembecki.
—Supongo que tendrás razones especiales para traerme a estos «fuera de la Ley», Jan, y sé que
no eres el tipo de persona que intentaría perjudicarme. Pero te agradecería que acabase con este mis-
terio.
—¿Fuera de la Ley? —exclamó Vivienne—. ¿Se ha expandido ya la alarma?
—Sí, hace una hora aproximadamente —dijo Gannoway—. En las noticias de la tarde. Con nom-
bres y fotografías, con un registro de la última llamada telefónica del señor Koskinen a la Oficina de
la Seguridad Militar. Son ustedes peligrosos agentes del extranjero, ¿lo sabían?
—¡Maldita sea! —exclamó Trembecki—. Esperaba que transcurriera algún tiempo más. Pero
evidentemente el trabajo de los chinos se ha completado. Deben estar tras usted con toda su fuerza,
Pete.
—¿Para qué le quiere la Seguridad Militar? —preguntó Gannoway.
—Es una larga historia —respondió Trembecki—. Ya habrá oído usted algo.
—Supe que la expedición de Marte había sido tomada bajo «custodia preventiva» por supuesto, y
traté de imaginar por qué razón. Lo siento de veras por el chico de Nathan.
—Una parte de este asunto es conseguir que esos muchachos sean puestos en libertad —dijo el
polaco—. Tenemos que esconderles por algún período de tiempo, un mes o quizá más. Tú conoces
todos los lugares apropiados que Nathan puede comprobar: porque justamente la detención de su
hijo le convierte en el mejor aliado. ¿Podrías ocuparte de ellos?
—¿Aquí? No me hagas reír, Jan. Y mientras hago causa común con ellos, ¿cómo debo poner en
un riesgo semejante a toda mi familia, al igual que a mí mismo? Y todo para un exclusivo favor
vuestro.
—Y para ti también —dijo Trembecki—. ¿No te gustaría quedar libre de Marcus? Nuestro amigo
Pete aquí presente, tiene la forma de conseguirlo, si podemos aplicarla.
Las facciones de Gannoway permanecieron impasibles, pero su respiración se alteró entre los la-
bios.
—Bien, tomen asiento y cuéntenmelo todo.
—Espero que creas en mi palabra —dijo el polaco—. Ya sabes que Nat, tú y yo hemos tenido
algunas diferencias de vez en cuando; pero tú sabes que no somos personas de doble intención.
Gannoway sacudió la cabeza.
—Lo siento. Tu opinión y juicio de lo que ves bien y correcto no está muy de acuerdo con el mío.
Además, yo no podría tampoco hacer nada por mí mismo. Hay otras personas que tendrían que estar
implicadas en esto, y que no les conocen a ustedes personalmente. Tienen que estar convencidas que
vale la pena el riesgo que van a correr.
—Y tendrán que dar su opinión también, ¿no es eso?
—Pues bien..., sí. Si tienen ustedes, supongamos, un arma lo suficientemente potente como para
derribar a Marcus y evitar igualmente que alguien tan malo como él pueda sucederle. —Gannoway
señaló hacia el generador a los pies de Koskinen—, es también posible, entonces, llevar a cabo otras
cosas.
—Las posibilidades son enormes, desde luego —reafirmó Trembecki—. No habríamos venido a
verte, en caso contrario. No es nada personal, Carse; pero, ¿podemos confiar en tus compañeros?
—Absolutamente, puesto que el final que persiguen ustedes es el mismo que el suyo.
—¿Y bien?
—Lee a Quarles y lo descubrirás por ti mismo. Nosotros somos unos simples seguidores suyos.
—Está bien. Pero no sería el primer profeta de la historia del mundo, cuyas enseñanzas se han
distorsionado después de mil formas.
—Debes saber que todavía vive, para mantenernos en la línea verdadera de acción y pensamiento
—dijo Gannoway—. Es profesor emérito de Columbia. Yo le suelo ver con frecuencia.
Gannoway se sentó antes de dirigirse a Koskinen:
—Si es usted el sujeto de todo esto que ocurre, decididamente tiene usted que dar el voto definiti-
vo. ¿Qué es lo que piensa usted? ¿Me cree usted sin reservas o más bien se marchará y se olvidará
de haberme visto? En el último caso, no volveré a preocuparme de usted aun en el caso que se
encuentre en grave aprieto si es detenido y drogado. Pero espero que elija el primero.
—Yo... —Koskinen se humedeció los labios, vacilante—, yo no..., esto es..., estoy tan ignorante
de las cosas que ocurren ahora en la Tierra, que no puedo...
Vivienne le atajó poniéndole un mano en la suya.
—Ha pasado por muy malos trances —dijo la joven—. ¿Cómo puede saber quiénes son sus ami-
gos?
—No podemos perder demasiado tiempo en discutir —advirtió Gannoway—. Pero..., esperen.
Tengo una idea. ¿Por qué no invitar a Quarles, para que vean por sí mismos lo que realmente
significa el Igualitarismo y decidir si es algo que puedan honestamente apoyar?
—Pero no podemos permitir que nadie más vea que estas personas están con nosotros —advirtió
Trembecki alarmado.
—Eso no es ningún problema —le aseguró Gannoway—. Está ciego desde hace muchos años.
Les presentaremos simplemente, bajo nombres supuestos.
—¿Y cree usted que vendría aquí, sin más inconveniente? —preguntó Koskinen.
—Probablemente. Está solo en el mundo. Con cierta frecuencia viene a verme y a charlar juntos.
—Yo ya he tomado parte en negociaciones bastante extrañas —indicó el polaco—; pero una
conferencia sobre sociología requiere una especial preparación de antemano.
—No. Creo que el señor Gannoway tiene razón —dijo Koskinen—. Es posible que resulte difícil
para usted comprenderlo, pero hicimos esto en Marte sobre la base de la comprensión de la totalidad
de una situación. Quiero decir que la emoción toma en ello la mayor parte y que es algo que no
puede situarse en un tratado rígido de lógica. Creo que es preciso abordarlo directamente.
—Le llamaré, entonces —dijo Gannoway saliendo de la habitación.
Trembecki sacudió la cabeza dubitativamente.
—Me gustaría saber algo más acerca de los Igualitarios —murmuró—. He tenido siempre alguna
idea acerca del particular, sobre los pros y los contras del asunto e incluso de su facción clandestina.
Tal y como están las cosas, lo cierto es que sólo tengo apreciaciones formadas por suposiciones.
Quizá sea una buena idea hablar con ese anciano profesor idealista. Creo, sin duda, que proba-
blemente, él no tenga idea de la existencia de ese movimiento clandestino; pero a veces es posible
juzgar a un árbol por sus raíces. —Encendió un cigarrillo que se dejó entre los labios—. A veces...
Gannoway estuvo pronto de vuelta.
—Todo está en orden. Tomará ahora mismo un coche para venir a vernos. Le dije que tenía de vi-
sita unas personas que han estado varios años trabajando en un interesante proyecto de ingeniería en
el extranjero y que estarían encantadas con verle. —Gannoway se sonrió entre dientes—. Oren
Quarles es un santo sin duda; pero también tiene su vanidad, cosa muy humana.
—Pongamos nuestras cosas en orden —sugirió Trembecki—. Veamos todos los detalles de nues-
tros fines posibles. —Y emplearon el tiempo de la espera en coordinar sus puntos de vista. Cuando
llegó Quarles, volvieron todos a la sala de estar del anfitrión, donde podían discutir sin ser
molestados.
El filósofo era un hombre de corta estatura; pero se comportaba con tal dignidad y caminaba
erecto de tal forma que apenas si podía apreciarse. Su cabeza blanca, de noble aspecto, soportaba la
delicada estructura de un «ojo vidente» cuyos impulsos reflejados le capacitaban para moverse en su
entorno con cierta facilidad. Se apreciaba la cortesía exquisita de sus maneras en la forma que tuvo
de estrechar la mano a los presentes y en la inclinación ante Vivienne. Aceptó gustoso una copa de
brandy. Transcurrió un cierto tiempo en las usuales fórmulas de cortesía. Pero no tardó en ir recto
hacia el fundamental asunto de sus propias ideas.
—Para ser sincero —dijo— no me gusta el nombre de «Igualitarismo». Por una parte, no es eufó-
nico, y de la otra parece como si fijase una etiqueta. Las gentes son, por lo general, demasiado aptas
para identificar la etiqueta con la botella que la lleva, sin que importe cuanto pueda cambiar el con-
tenido del recipiente. Fíjense en lo ocurrido con los conceptos del cristianismo y la democracia.
»Este último es particularmente significativo. La democracia llegó a ser identificada con la
libertad. Y no es necesariamente eso, como ha podido demostrarse, primero por Torqueville y más
tarde por Juvenal. Si la voluntad popular prevalece libre de toda restricción, no hay posibilidades de
gobierno alguno, y de aquí no existe límite al grado de control que pueda imponerse al individuo.
Luis XIV soñaba con la concreción, el reclutamiento militar obligatorio, pero solamente la
Revolución Francesa y su Gobierno fue capaz de llevarlo a cabo. O, en un nivel más mundano, las
comunidades democráticas tienden a tener un juego de leyes puritanas tales como jamás pudo ser
imaginado en una aristocracia o en una monarquía. Yo creo realmente que el presente liberalismo de
nuestros días, acerca de la moral pública y sus manifestaciones (en la que todo está permitido, según
me dicen, y en donde lo que es técnicamente ilegal se deja pasar por alto), más bien, a mi juicio,
significa el ocaso de la democracia ya que ayuda a ocultar las más importantes libertades dignas de
conservarse.
—Pero nosotros tenemos aún una democracia —intervino Koskinen sorprendido—. ¿No es así?
—En cierta forma solamente. Todavía seguimos eligiendo a nuestros legisladores y a nuestros
principales ejecutivos políticos. Sin embargo, el porcentaje de la población que se molesta en
depositar su voto decrece alarmantemente. Y esto no es sólo el resultado de la pobreza, la escasa
educación y demás; hay peores cosas aún mezcladas a ese respecto. Ello es reflejo de una general
comprobación indicando que la totalidad de un Gobierno no es más que una colección de
establecimientos burocráticos, inevitable en cierta medida, dadas las necesidades de un imperio
mundial. Y esos instrumentos burocráticos se convierten a su vez, en los feudos privados de
hombres fuertes e inteligentes que obtienen el control de semejante maquinaria. La Seguridad
Militar es el ejemplo más aleccionador; aunque los demás no estén muy lejos en tal línea de
evolución. Si se quiere hacer algo en la industria, la Ciencia, comunicaciones, o casi en cualquier
cosa que se quiera llamar, apenas si es posible tratar con un senador o un representante del
Congreso, tratando de acogerse a leyes ya pasadas que puedan favorecer la iniciativa privada, ¿no es
cierto? No, lo que se hace es tomar contacto con una agencia que tenga a su cargo la administración
e interpretación de esas leyes ya pasadas.
—¿Quiere usted decir que el Congreso no tiene solidez? —preguntó Koskinen.
—Todavía no. La autoridad final reside aún allí, si el Congreso puede ser inducido a emplearla.
Pero tal cosa requeriría la abrogación de la legislación de un siglo, todo lo cual implica dar al
Gobierno más y más facultades, y en consecuencia, dar a los que ejecuten la legislación más y más
poder. Esto a su vez, deriva de la base sobre la cual el Gobierno democrático afirma su legitimidad:
la voluntad pública al desnudo. (Lo que en la práctica significa la voluntad de los grupos de presión
más efectiva.) Los Padres Fundadores se dieron perfecta cuenta de esta tendencia, y dejaron escritas
las debidas restricciones en la Constitución; cosas que el Gobierno no podría hacer, no importa cuán
grande fuese la mayoría que desea llevarlas a cabo. Este país comenzó siendo una república, no una
democracia pura. Pero con el paso del tiempo, muchas de esas garantías fueron reconsideradas y
vueltas a interpretar hasta dejarlas prácticamente fuera de existencia. Los Estados no pudieron
seguir controlando su política interior, los individuos tuvieron que dejar de llevar armas... Oh, sí,
casi todo ocurrió teniendo como base en principio el mejor de los motivos, mirando al objetivo de
corregir los grandes abusos; pero el resultado final fue la conversión de una república en un cruce
curioso entre una democracia y una oligarquía. La evolución continúa hasta nuestros días, con el
elemento oligárquico tenazmente ganando terreno, mientras que el democrático se debilita más y
más.
—Yo pensé que usted estaba a favor de una democracia mundial —dijo Vivienne—; pero ahora
habla usted como si no creyera que tal cosa fuese algo bueno para nosotros.
—Oh, por el contrarío, querida señorita... Creo que el concepto de libertad, es uno de los más no-
bles y más honrosos que la mente del hombre haya podido realizar jamás. Pero no es idéntico al de
democracia, que sólo es una forma de gobierno.
»El problema radica en cómo establecer y garantizar la libertad. El hombre no es capaz de ser un
individuo autónomo. Si trata de hacerlo, pierde sus sentimientos y su razón de ser. Acaba por
convertirse en una catástrofe de nervios, en algo miserable, perdido y fútil. Necesita absolutamente
ser parte de la totalidad de una cultura, con sus derechos y sus obligaciones, sus deberes y sus
privilegios. Pero nosotros, los libertarios, creemos, por íntimo sentimiento, que tal entrega a esa
obligatoriedad debe proceder de su íntimo ser, por su libre elección. No tendría que dar más de lo
que desea, puesto que no tomaría a su vez más que la participación proporcionada a su contribución.
Entonces, también, necesitamos encararnos con el hecho de los pobres que siempre acarreamos con
nosotros, los infelices, los fracasados, los oprimidos, sí, y sus explotadores que también son
infortunados, y por supuesto, existen los que simplemente están mal dirigidos, los descarriados. De
todos ellos hay que encargarse, o la sociedad se enferma, se debilita y al final, se convierte en algo
que necesita como remedio de urgencia la dictadura. Pero el mecanismo que se cuida de estos
elementos, no debe ser demasiado restrictivo...
»Con todos sus defectos, la república democrática fue el mejor intento para resolver este gran
problema. Provee a la comunidad una estructura gubernamental en la cual la urna electoral es una
comprobación permanente y un análisis efectivo contra la arrogancia creciente de la autoridad. Per-
mite expresar la opinión de la voluntad de la mayoría, en forma de acción efectiva. Pero esto
también restringe su voluntad, estableciendo con ello una moral absoluta de los derechos de los
individuos y de la comunidad, en los que nadie puede pasar por encima bajo ningún concepto ni
razón.
»La dificultad estriba en que la sociedad ha ido cambiando. Los transportes y las comunicaciones
mejoraron hasta el extremo que cualquier comunidad se encuentra puerta con puerta con la vecina, y
una población móvil no siente ninguna profunda lealtad hacia las demás. Liberado de las obligacio-
nes locales y responsable solamente de su propio bienestar, el individuo encuentra que nadie se sien-
te responsable de él. Tiene que volverse hacia el Gobierno para cualquier ayuda que necesite. Esto
significa que el Gobierno se hace más grande y más firmemente arraigado en cualquier aspecto de la
vida. No se puede promulgar una Carta de los Derechos del Hombre y esperar que se cuide ella de sí
misma. Para que subsista, tienen que haber instituciones profundamente arraigadas de las cuales
dependa su existencia, como base fundamental. Similarmente, los derechos de los Estados se
convierten en una farsa cuando los propios Estados cesan de ser comunidades orgánicas y se
convierten, en su lugar, en simples proveedores de servicios locales, o en el caso de las antiguas
leyes de segregación, simples agentes de una mezquina tiranía, cuyas víctimas miran hacia el
Gobierno central en busca de alivio. Y finalmente, las guerras nucleares desmenuzaron la moral lo
mismo que lo físico. El animal desea sobrevivir, saltando por encima de cualquier consideración del
concepto tradicional de la ley internacional. Y así es como obtuvimos el Protectorado: el yugo que
deben soportar es más pesado con respecto a nosotros que respecto de las naciones amigas,
conforme nuestra sociedad se hace más acusadamente bizantina.
»A veces, sin embargo, el bien surge del mismo mal. Pienso que tenemos una oportunidad en este
momento de la historia, para restaurar una república verdaderamente democrática sobre una base
más firme, de cuantas hayan existido en el pasado. Una base mundial.
—Le ruego que me perdone —dijo Trembecki—, pero ya he visto demasiadas cosas sobre este
desdichado planeta y eso no funcionará bien. Asiáticos, africanos, incluso la mayor parte de los
europeos y latinoamericanos, no son yankees. Esas gentes no piensan como usted, ni quieren lo que
usted quiere, ni se preocupan de lo que usted considera es importante. Lo contrario es también
cierto, por supuesto. He ahí una razón de por qué se odia al Protectorado, por qué se fuerza a esos
pueblos, en cierta medida, en un molde extraño e innatural para ellos. No creo que hiciera usted de
ellos buenos demócratas, por la misma razón que ellos no conseguirían de usted que fuese un buen
musulmán o hindú.
Quarles sonrió.
—Han existido sorprendentes cambios en el carácter nacional de la noche a la mañana —dijo—.
Pero yo no me baso en tal cosa. De hecho, yo no desearía que ocurriese una norteamericanización de
la totalidad del mundo. No sólo empobrecería la raza humana (¡piense en las ricas potencialidades
que se perderían en otras culturas!), sino que haría de mi acariciado esquema filosófico-social, algo
impracticable.
—Pues yo pienso que sería la única forma para que alguna vez pudiera usted conseguir realmente
un Gobierno mundial —opinó Koskinen—. Una cultura mundial única, donde todo el mundo
pudiese estar de acuerdo, al menos en los puntos más esenciales...
—No, realmente no —continuó Quarles—. Sucediendo lo mejor, de ocurrir tal cosa, tal hecho
invitaría únicamente a la repetición de nuestro propio pasado reciente; y esta vez sería a escala
planetaria. Pero si se tiene, en su lugar, una diversidad de comunidades, cada una de ellas lo
suficientemente sólida para sobrevivir sobre una base de igualdad con las otras, mientras permanece,
por lo demás, diferenciada de sus amigas para sumergirse en ellas, entonces, ¿no cree usted que los
Estados Unidos empezarían a ser un genuino federalismo? ¿No se estimularía así la resurrección de
la libertad? La cuestión atómica, considerada individualmente, está a la merced del Gobierno;
porque no hay nadie que la comparta sinceramente con él, no hay comunidad que sea copartícipe de
sus tradiciones, obligaciones y mutuo entendimiento. Pero dentro de una estructura de tipo
universal, un mexicano, un nigeriano o un indio, no sería atómico. Se consideraría un miembro de
una comunidad mundial, en su propia nación, cuya supervivencia no sería posible apartarla de esa
gran fraternidad universal. Lo mismo ocurriría para los norteamericanos.
—¿Y qué especie de autoridad central existiría? —se interesó Vivienne.
—Bien, la guerra tendría que ser evitada. Esa es la necesidad básica y primordial, a cuyo fin el
Protectorado está sirviendo ahora de una forma bastante lamentable. Mi propia sugestión es que
debería existir un cuerpo de pacificadores planetarios, con limitados pero suficientes poderes de
inspección y arresto, y un monopolio de las armas más destructivas. ¡Tendría que ser bajo la
dirección de un Presidente mundial, que sería elegido por una legislatura mundial bicameral, con un
senador procedente de cada país y representantes del Congreso de acuerdo con la población
respectiva.
—¡Bueno! —exclamó Trembecki—. No pensará usted dar a cada país una representación igual.
Esto ya lo intentaron en las antiguas Naciones Unidas con los resultados que a todos nos son
conocidos. Si se debiese tener en cuenta la base de la población, el mundo caería bajo la influencia
de la China.
—Hablé de población privilegiada —le recordó Quarles—. Los requisitos para un voto a nivel
mundial serían tales que sólo estuviesen incluidas las poblaciones civilizadas. De hecho, creo que la
urna electoral múltiple es una buena idea. Garantizar un voto mundial adicional, para los que reúnan
diversas calificaciones, tales como una educación por encima de una base mínima, riqueza
proporcionada, servicios públicos adecuados, y así sucesivamente. Esto permitiría sopesar la escala
de apreciaciones más fundamentalmente en favor de una razonable política. Por supuesto, cada país
haría sus arreglos electorales y gubernamentales dentro de sus propias fronteras.
—¿Qué otra cosa podría hacer un Gobierno mundial? —preguntó Koskinen.
—Por ahora, no demasiado. Puede operar en campos tales como la salud, la conservación y otras
materias políticamente seguras. Pero el principio de la soberanía nacional tendría que ser
escrupulosamente respetado. No consistiría en permitir que los países ricos se hagan cada vez más
ricos y los pobres más pobres. Tiene que haber alguna forma de coparticipar en este problema más
honestamente, sin que se limite cualquier comunidad a escudarse simplemente en las consecuencias
de su propia mala dirección: he estudiado también este problema en detalle y he concluido que para
empezar, Norteamérica podría financiar un programa económico por sí misma, por el importe de lo
que actualmente cuesta aproximadamente el sostenimiento del Protectorado. Esto conciliaría a
muchos de nuestros actuales enemigos, estoy seguro. Después de la primera década, otras naciones
comenzarían a compartir su participación en la carga que ello supone económicamente.
—Demasiado bueno para ser cierto —dijo Trembecki—. Creo que no pueden ponerse en juego a
las naciones como nidos de palomas. Ellas interactúan, cambian, surgen, se hunden. Y..., ninguna
guerra de la historia ha sido injustificada del todo. Muertes, destrucción, la radiación incrementada
por un fondo latente, todo ese horror, permiten a pesar de todo, que estemos hoy mejor dispuestos a
luchar contra el totalitarismo de lo que estaríamos si permaneciésemos bajo él.
—Las fronteras podrían ser cambiadas en cualquier momento por mutuo acuerdo —defendió
Quarles—. Esto está incluido en el concepto de la soberanía interna de cada país. En cuanto al
resurgimiento de gobiernos opresivos, bien, yo soy partidario de entregar a la autoridad mundial un
poder más: el poder de reforzar un nuevo y básico derecho humano. Cualquier persona no culpada
con ciertos crímenes específicos (los usuales, estando excluidos la herejía política y otras formas de
disentimiento), cualquier persona, como decía antes, podría abandonar su país cuando lo deseara.
—¿Y le aceptaría cualquier otro país?
—Estoy seguro que muchos lo harían, si es que escapa realmente para huir de la tiranía. Sería una
vía fácil para escapar a la brutalidad del tirano. Para estar seguro, un dictador cínico denunciaría a
sus opositores con algún crimen y les mantendría encerrados en la cárcel; pero esto no podría
hacerse con tanta frecuencia cuando se es impopular y los carceleros se marchasen pronto. Se
impondría la necesidad de convertirse en una persona querida por los gobernados.
Quarles hizo una pausa para tomar unos sorbos de su bebida.
—Verán ustedes —continuó— que no tengo ningún plan trazado para la utopía. Éste tiene que
ser un mundo violento y no muy feliz, todavía por mucho tiempo.
»He aquí por qué deseo que la etiqueta de «Igualitarismo» deba ser evitada y suprimida. Ello
sugiere algo así como una panacea universal. Pero por otra parte, si se trabaja pensando en tales
objetivos, existe cierta clase de organización en la que laborar, y supongo que resulte inevitable
darle un nombre determinado. Creo que la mejor forma de comenzar esta labor para seguir hacia
adelante, es comenzar por ser, nosotros mismos, hombres libres.
La charla se prolongó durante varias horas todavía, antes que Quarles les diese las buenas no-
ches.
—¿Y bien? —preguntó Gannoway con viveza, tan pronto como se hubo cerrado la puerta tras el
anciano profesor.
—¡Buen Dios! —exclamó Koskinen entusiasmado—. ¡¡Sí!!
XIV
XV
Fue ya muy tarde, casi próximo al amanecer, cuando Koskinen y Trembecki volvieron a su habi-
tación. Pero ninguno de los dos estaba en condiciones de dormir. Koskinen puso el generador en el
suelo, se sentó, volvió a levantarse, se tomó un vaso de agua y miró fijamente por la ventana al cielo
oscuro de la madrugada, golpeándose una mano con el puño de la otra y soltando un juramento.
Trembecki encendió un cigarrillo. Su rostro aparecía contraído por la preocupación.
—¿Qué cree usted que deberíamos hacer, Jan? —preguntó finalmente.
—Marcharnos de aquí inmediatamente —repuso Trembecki en el acto—. No estoy muy seguro
de a dónde, sin embargo. Por el momento, la Seguridad Militar probablemente tiene vigilados todos
los lugares de Nathan.
Koskinen se volvió para mirarle.
—¿De veras supone usted semejante cosa? ¿Y qué opina usted de la forma de marcharnos?
—Hummm... Si permanecemos aquí, tendremos que seguir a los Igualitarios. No veo la manera
de hablarles en una forma moderada.
—Ellos..., puede que tengan razón, ya sabe.
Trembecki se limitó a dejar escapar un sordo gruñido.
Koskinen añadió:
—Quiero decir...; bien, son verdaderamente sinceros.
—Es la virtud más mal empleada en todo el Universo, la sinceridad.
—No sé. Yo quisiera...; mire, cuando firmé para la expedición del «Boas» hice un juramento para
respetar la Constitución. Pudiera parecer algo infantil, pero sepa que todavía mantengo tal juramento
seriamente. Y ahora los Igualitarios me piden que lo viole.
—Así es.
—Pero al mismo tiempo..., han existido muchas revoluciones muy justificadas en el pasado.
—Lo dudo.
—¿Qué le parece la nuestra?
—Eso es otra cosa. Recuerde que empezó como un simple intento de conseguir ciertos derechos
tradicionales que los colonizadores deseaban como ingleses. Se convirtió en una revuelta nacional;
porque realmente esto era una nación. Los colonizadores ya habían dejado de ser ingleses. Una
revuelta contra la opresión extranjera es fácil de justificar. Pero una revolución interna, no.
—¿Incluso contra la opresión existente en nuestro mismo país? ¿Qué tiene usted que decir de la
Revolución Francesa?
—Podría usted volver a releer sus textos de historia. La Revolución Francesa no empleó a
propósito la violencia, propiamente hablando, ni incluso se propuso abolir la monarquía. Usó
simplemente la presión política para instaurar unas reformas largamente sentidas y necesarias. Pero
entonces, los extremistas, tanto de la derecha como de la izquierda, se enzarzaron en el mismo
problema y aquello fue lo que llevó al reinado del Terror y a Napoleón. La Revolución Rusa, en
principio, fue una cosa análoga. La Duna hizo que abdicara el zar, utilizando unos derechos
perfectamente legales. Los bolcheviques tiraron por tierra y destrozaron por la fuerza una República
que ya funcionaba. Podría darle así muchos otros ejemplos.
—Pero tiene que haber casos, sin embargo...
—Sí, existen también. Varios pueblos han seguido su camino, exterminando a sus tiranos. Por
definición, casi, puede decirse que los que destronan un Gobierno por la fuerza se convierten en los
déspotas inmediatos, posiblemente benévolos, si usted quiere; pero déspotas al fin y al cabo. Y un
despotismo benévolo no es la mejor forma de gobierno. Es embrutecedor. Ha existido rara vez algún
dictador que ha trabajado de firme para conseguir la libertad de su pueblo. Kemal Atatürk es el más
famoso entre los pocos que lo hicieron 2. He aquí el caso de un revolucionario realmente recto y
honrado. Pero tenga en cuenta, que hizo su labor, lenta y cuidadosamente y sin apuntar a sus conciu-
dadanos con un fusil a la cabeza.
—Dejémonos de la vieja historia —interrumpió nervioso Koskinen—. Nosotros estamos aquí y
ahora. ¿Por qué no podrían hacer los Igualitarios lo mismo que hizo Atatürk? ¿Existe la forma de
conseguir de otro modo una federación mundial?
—Podría haberla, asumiendo que eso sea realmente deseable, una cuestión en la cual no se ha
tomado usted el suficiente tiempo para poder probarlo profundamente. Personalmente, yo dudo mu-
cho que estableciéndola por órdenes emanadas desde arriba, tal y como lo imagina Gannoway,
pudiera dar resultado. Hay muy pocas personas capaces de imaginar y conducir las cosas hasta tan
grandiosa realización. Las cosas de esa envergadura, no pueden ser construidas en un día, tienen que
ir creciendo lentamente.
—¿Cuándo se dará la oportunidad para que eso suceda así? Honestamente, Jan, yo no estoy
obcecado por ninguna Gloriosa Visión del Futuro, ni por nada carente de sentido, parecido a eso.
Estoy tratando de decidir entre las cosas que puedan conducir a una recta solución. No veo cómo
puede usted contradecir lo que arguye Quarles y que sea imprescindible continuar con las
necesidades de la «Pax Americana», que están realmente carcomiendo el espíritu de la Constitución
y haciendo de ella una cosa muerta. ¿No es acaso, el romper con todo de una vez, la única
oportunidad que existe de preservar lo que la Constitución establece?
El cigarrillo de Trembecki se consumía rápidamente, brillando y apartándose con las
intermitencias nerviosas del fumador.
—Podría ser cierto —respondió el polaco—. Y probablemente lo es, de hecho. Pero existen
muchas formas de radicalismo. Desde luego, la de forzar a todo un pueblo, tanto si lo desea como si
no, es algo en lo que nunca tomaré parte. Ni creo que usted tampoco, con tal que se detenga a
pensarlo un poco. Mire, Pete, lo que se estuvo discutiendo en aquella habitación era el hecho que
aún no hemos agotado nuestros recursos pacíficos. No tenemos todavía la espalda contra la pared.
Marcus no es el demonio omnipresente que ellos quieren que sea, ni el Presidente, el débil señor que
sería lo mejor que ellos admitirían que fuese. Hablaron del apoyo a la Seguridad Militar por parte
del público, ignorando la oposición que también existe, ahí está a las claras y sin tapujos parte del
movimiento Igualitario, entre muchas otras cosas. Son unos fanáticos, y tal tipo de hombre ha
ignorado siempre, ya que congénitamente es incapaz de ver, cualquier hecho que no coincida con
sus propias concepciones previas. Esa es la dificultad de Marcus, también, ya lo sabe. Él no está
hambriento de poder personal, aunque, naturalmente, tal elemento influye en su ánimo, sino más
bien mantenido por una especie de convicción religiosa en la que todos los extranjeros son malos y
que sólo él sabe cómo poder salvar la civilización? ¿Le gustaría cambiar a Marcus por otro?
—Pero Gannoway dijo —farfulló Koskinen— que la Junta renunciaría a sus poderes tan pronto
como...
—El mundo ya ha escuchado esa misma canción muchas veces, hijo. Si los Igualitarios
empuñasen alguna vez el timón del Gobierno y el poder, su dictadura no sería más transitoria que la
de cualquier otro grupo revolucionario. Tendrían que permanecer en la cumbre del poder durante un
cierto tiempo, simplemente para asegurarse que sus conciertos mundiales tuviesen la eficacia
deseada. Y ni que decir tiene que no lo conseguiría; las nuevas instituciones discurren siempre por
caminos imprevistos; por tanto, tendrían que aplastar a mucha gente, mantener la maquinaria
dictatorial y seguir esperando. Mientras tanto, tendrían que ir contra esos hombres libres que no
tienen estómago para soportar la tiranía. Ello implica una policía secreta bastante más fuerte que la
actual Seguridad Militar. Y tal organización se convertiría por sí misma en un poder por su propio
derecho; no tiene más que mirar a la Historia y ver lo que sucede en cualquier Gobierno represivo.
No, cuando se trata de forzar a todo un mundo, comenzando por el propio país, a entrar dentro de la
rígida estructura de una ideología, es preciso convertirse en un tirano sin entrañas. No existe otra
salida.
—¡Quarles no se lo permitiría!
—¿Qué tendría que decirles? El profesor no es más que un teórico y un idealista de buena inten-
ción. Si viese la verdad y protestase ante Gannoway, ellos se limitarían simplemente a jugar el papel
de Gran Inquisidor una vez más.
»No sé por qué estoy hablando tan abstractamente, sin embargo —concluyó Trembecki—. Usted
sólo necesita preguntarse a sí mismo hasta dónde obtendría confianza quien deseara lograr los fines
deseados, con los medios que propone Gannoway y que nos ha expuesto hace unas horas.
Un profundo silencio se abatió sobre la habitación durante varios minutos. Koskinen se había
sentado mirando fijamente a su generador.
«¿Por qué lo habría traído de Marte? —se preguntó a sí mismo amargado—. ¿Por qué habría na-
cido?»
Un ruido le sacó de su abstracción. La puerta del dormitorio de Vivienne se había descorrido. La
joven salió con su bata de dormir y un vestido por encima. La luz brillaba en sus cabellos
desordenados.
—Creí oír que estaban ustedes hablando —dijo.
—¿Cuándo volvió usted? —preguntó el polaco.
—Sobre la medianoche. No podía más. Pero he sabido muchas más cosas de lo que esperaba.
—¿Como qué, por ejemplo?
La joven tomó un cigarrillo de una caja que había sobre la mesa y lo encendió antes de hablar,
con voz apagada.
—He estado jugando al papel de un jefe de banda, o más bien a la compañera de un jefe. Sí, estu-
ve asomándome a los diversos juegos y haciendo discretas preguntas sobre posibles negocios. Una
cosa muy natural, ya que un lugar así tiene conexiones con el bajo mundo, y con Zigger
desaparecido, otros querrán conquistar su territorio. Me hice de cierta amistad con un par de chicos
que van allí desde hace tiempo, para ir sabiendo algo. Y francamente, tuve que flirtear con el
director nocturno, sacando la conclusión que hubiéramos sido mucho más amigos si yo me hubiera
obligado a ciertas cosas. Pero lo que sí saqué en claro es conocer quién es el dueño real del Zodíaco.
—¿Y bien?
—Pues una corporación no registrada, cuyo mayor accionista, bajo nombre distinto, es un tal
Carson Gannoway.
—¡Quéee...! —exclamó Koskinen poniéndose en pie.
Trembecki no se sorprendió en absoluto.
—Yo casi lo sospechaba —dijo el polaco—. Este lugar está dispuesto convenientemente para
servir a los fines de los Igualitarios. Lo quieren tanto como cuartel general que como una gran
fuente de recursos. La financiación es siempre el gran problema de cualquier organización
revolucionaria.
—Oh, no, no, no puede ser —exclamó Koskinen desconcertado.
Una súbita decisión surgió en él, clara y fría.
—Nos vamos; ve a vestirte. Vivienne, cuanto antes mejor.
—¿Tanto te ha sorprendido esto?
—No, es que viene a remachar ciertos conceptos para él —advirtió Trembecki—. Adelante, vaya
a hacerlo y mientras tanto, yo le explicaré otras cosas.
Y lo hizo brevemente. Koskinen paseaba de un lado a otro, con las palmas de las manos frías por
el sudor. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer? ¿Cómo sería posible volver al hogar de Adams? Trembecki no lo
creía posible, ni él mismo. Además, comprometer a Leah era algo inimaginable.
Un momento... ¿No había mencionado Vivienne un refugio secreto de Zigger? Sí, entonces lo
recordó. Podría servir durante un cierto tiempo al menos, dar un respiro mientras pudiesen pensar en
algo mejor. Se lo dijo al polaco y Trembecki estuvo de acuerdo.
—Creo que todavía podríamos alquilar un coche, aun cuando sonase la alarma. Si tomamos una
ruta en zigzag cambiando con bastante frecuencia, yo diría que aún se tendría una buena
oportunidad de llevarlo a cabo. ¿Está usted dispuesta, Vee?
—Dispuesta. —Vivienne surgió de la habitación con el vestido que trajo la noche anterior y el
bolso colgando del cinturón.
—¿Nos ayudaría ponernos un disfraz?
—Sólo mientras salimos del edificio. Después resulta demasiado sospechoso. ¿Dónde puse el
mío?
Se abrió de repente la puerta principal. Trembecki se volvió rápidamente echando mano a su pis-
tola. No fue lo suficientemente rápido.
—¡Quietos donde están! —gritó Gannoway, quien con su pistola les cubría a todos.
Los demás consejeros, también armados, se colocaron tras él.
—No pensó usted que pondríamos una cinta magnetofónica en este lugar y oír sus opiniones res-
pecto a nosotros, ¿verdad?
XVI
XVII
Era ya plena mañana cuando Koskinen y Vivienne marchaban lejos del lugar de la tragedia
pasada. Las estrellas se desvanecían por el occidente mientras que las agujas de los altos edificios se
delineaban claramente por el horizonte este contra una radiante claridad. La avenida permanecía
tranquila con alguno que otro coche deslizándose entre los altos edificios. El aire era fresco y
agradable.
—Supongo que vamos en busca del refugio de Zigger —dijo Koskinen.
—No tenemos otro sitio adonde ir, ¿no crees?
—Después trataremos de entrar en contacto con Abrams...
—Podremos intentarlo —respondió ella escépticamente—; pero si las líneas están controladas
por ahora, será asunto perdido. Y..., ya sabes —añadió la joven—, hay mucho de verdad en los
argumentos de esos Igualitarios, al menos según lo que me Informó Jan. Entregar esto al
Protectorado y esperar cualquier mejoramiento real de las cosas es como pedirle a un toxicómano
que se cure con una aspirina.
—¿Y a quién si no podríamos hacerlo? —preguntó Koskinen con aire de cansancio.
—No lo sé..., no lo sé, Pete. Aquí tenemos un taxi.
El conductor hizo que se abriera automáticamente la puerta y la pareja entró al vehículo.
—A Siracusa —ordenó Vivienne—. Le daré la dirección exacta cuando estemos allí.
Aquélla sería la primera parada, conforme fuesen cambiando de coche en coche. El conductor
partió en rápido vuelo en la dirección indicada y Koskinen pudo volver a ver el sol sobre las aguas.
El panel de visión delantera comenzó a correrse, obstruyendo la visión frontal.
—No —dijo Vivienne—. Deje eso. Vuelva a abrirlo, tenga la bondad.
El conductor pareció sorprendido; pero obedeció.
—Yo...; bien, me gusta también observar la visión frontal —concluyó Vivienne muy segura de lo
que decía.
Puesto que nada podía observarse sino el cielo cambiante desde un gris plata a un azul claro con-
forme avanzaba el curso del sol, Koskinen no estuvo muy seguro que el conductor se hubiera con-
vencido. Repentinamente, Koskinen tomó una determinación. Ella se había inclinado hacia adelante
para dar aquella orden. Entonces, buscando por la espalda de la chica, abrió el bolso.
—¿Qué es lo que ocurre, Pete? —exclamó, tratando de retorcer el cuerpo en la dirección contra-
ria.
Pero Koskinen la había detenido sujetándola fuertemente por la muñeca. Sacó el detonador y la
dejó adoptar una posición más agradable para ella. La joven se acurrucó al otro extremo del coche
medio asustada y medio presa de irritación.
—¿Qué es lo que te ocurre, Pete?
—Lo siento, Vee —dijo—. Por favor, te ruego no pienses en nada malo de parte mía. Pero la si-
tuación ha cambiado de nuevo. De ahora en adelante quiero ser yo mismo quien tome mis propias
decisiones. —Depositó la caja en un bolsillo de su blusa y cerró la abertura.
—Podrías habérmelo pedido.
—Sí, y tú me habrías respondido que no. Después de todo, ya rehusaste hacer uso de él una vez.
Te estoy agradecido por eso. He seguido adoptando una actitud pasiva y ya estoy cansado. Quiero
ser el dueño de mi propia persona.
Ella se limitó a suspirar profundamente. Poco a poco fue relajándose. La sonrisa que apareció en
sus labios fue dulce y cálida.
—Ya veo que vas endureciéndote con rapidez —dijo ella.
Koskinen se sonrojó.
—Tengo que hacerlo, supongo.
Se dio cuenta con disgusto que el conductor estaba observándole por el espejo retrovisor. ¿Por
qué no habría querido Vee que se hubiese corrido el panel que les habría aislado en más íntimo reco-
gimiento?
El equipo de radio del panel delantero le dio la respuesta dos minutos más tarde.
«¡Atención, todos los coches! ¡Atención, todos los coches! Es un urgente anuncio de la
Seguridad Militar. Dos criminales se dan a la fuga, agentes extranjeros cuyo arresto es de la mayor
importancia. Tienen que estar seguramente desplazándose en coches públicos...»
La pistola de Vivienne ya había surgido de su bolso y apuntaba a la cabeza del conductor.
—¡No se mueva! —le ordenó—. ¡No ponga las manos cerca del transmisor!
«... considerados extremadamente peligrosos —decía la voz crispada de la radio. En la pantalla
Koskinen pudo ver su propia imagen, tomada del registro de la llamada telefónica. También apare-
ció el rostro de Vivienne de una fotografía corriente de documento de identidad—. Si alguien ve a
estas personas, están requeridas por el Acta de Defensa Nacional a...»
—Ya pensé que ustedes..., parecían algo familiares —farfulló el conductor—. ¿Qué es lo que
pasa? ¿Qué pretenden?
—Nada le ocurrirá si coopera —dijo Vivienne.
—Mire, señora..., tengo mujer y niños. Yo..., por favor...
Koskinen miró hacia abajo por la ventanilla. A la velocidad que volaban, la parte más densa de la
ciudad ya había quedado atrás. El terreno aún se veía poblado de tejados de edificios y el tráfico era
escaso.
—No podrán conseguir ir a ninguna parte en este coche —dijo el conductor frenéticamente—, ni
en ningún otro. Si realmente sospechan que están ustedes viajando en aerotaxi, el Control revisará
todos cuantos pasen por los puntos clave de la policía.
—Creo que pone las cosas demasiado difíciles —dijo Koskinen—. El tráfico no será controlado
desde este momento hasta la medianoche. Hasta ahora no lo han hecho, ¿no es cierto?
Vivienne le miró con ojos suplicantes.
—No han agotado aún los demás recursos tampoco —dijo ella—. Más pronto o más tarde, no
obstante, intentarán controlar una masa de coches. Si tienen ya noticia de lo ocurrido en el Zodíaco,
y creo que deben saberlo, ya que hay siempre clientes de la Seguridad Militar, deducirán
inmediatamente lo sucedido. Y su más próximo movimiento será lógicamente atraparnos en algún
vehículo que intente salir fuera de la ciudad. El conductor tiene razón. Cuanto más pronto salgamos
de aquí, mejor.
—Pero..., cómo...
—No lo sé, no lo sé. ¡Espera! Sí. Oiga, deténgase en aquella calle de abajo —ordenó Vivienne.
El coche se inclinó hacia abajo, salió fuera de Control, tocó tierra en una callejuela descuidada y
de maltrecho pavimento y se detuvo junto al bordillo. Los alrededores aparecían vacíos de gente, y
el aspecto de aquellas casas, por lo demás, resultaba deprimente, con el tejado roto a trozos, con
grietas todavía visibles procedentes de la pasada guerra, descuidadas y de pobre aspecto; triste
supervivencia de la catástrofe nuclear. Vivienne abrió la ventanilla y sugirió a Koskinen la idea de
amarrar al conductor y dejarle sin sentido.
—Usaré mis ropas para esto y yo utilizaré las suyas —dijo Koskinen—. Alguien del Zodíaco
puede recordarme.
—Buena idea. Te estás volviendo un fuera de la ley de primera categoría.
Vivienne esperó llevar a cabo lo proyectado. Después, encontró una cuerda en la caja de
herramientas del coche, con la que Koskinen hizo un buen trabajo dejando al conductor bien
amarrado en el fondo del asiento trasero del aerotaxi.
—Alguien vendrá a curiosear durante el día —advirtió al conductor—. Tendrá usted que perdo-
narme porque no lo hagan durante unas cuantas horas.
—¡Oh, Pete! —advirtió nerviosa Vivienne, junto al coche—. Viene un hombre.
Koskinen salió cerrando la puerta. Un individuo se aproximaba vestido con ropas de mecánico,
detuvo sus tranquilos pasos por la acera y se dirigió a la pareja.
—¿Alguna dificultad, amigo? Tal vez pueda ayudarle.
—Gracias —respondió Koskinen sin vacilar—. Pero la compañía quiere que informe directamen-
te a las oficinas. ¿Dónde está la estación de metro más próxima?
El mecánico le miró agudamente.
—No hay metro por estos alrededores, el más cercano se halla a gran distancia de aquí.
—Oh... —rió Koskinen—. Es que estoy recién llegado de Los Ángeles. Aún no conozco bien la
ciudad. ¿Y la estación de monorriel?
—Yo voy allá, puedo acompañarles.
Koskinen se alegró de haber respondido rápidamente acerca de su procedencia de la ciudad de la
costa del Pacífico, donde por cierto, jamás había estado. Procuró que el mecánico apartase su cu-
riosidad del generador, esperando que creyese que sería algún objeto perteneciente a la señora.
Según fueron hablando por el camino, el hombre no se podía permitir el lujo de viajar «gracias a las
máquinas», según dijo. Después de todo, se consideraba satisfecho con trabajar en algo, en fin de
cuentas. No le habría importado haber ido a la colonia de la Antártica, si las cosas hubieran ido tan
bien como el Gobierno aseguraba, y donde al parecer se ganaba dinero. De tal forma hubiera tenido
la oportunidad de convertirse en su propio patrón.
—Pero tiene que ser algo costoso, ¿verdad? —se interesó Koskinen con tal de darle conversa-
ción.
—Sí. Ahí está la cuestión. Es preciso refugiarse contra el frío y eso cuesta mucho dinero. Por eso,
sólo las grandes compañías y el Gobierno pueden construir esas factorías y nadie puede ir a menos
que no esté enrolado especialmente. Pero luego debe gastarse uno la mayor parte de lo que gana en
el refugio, y aquí resulta de todas formas más barato. Por eso decidí quedarme aquí.
Lástima —pensó Koskinen—. Los norteamericanos fueron una vez hombres libres.
Afortunadamente, no había taxis esperando en la estación, ya que en aquellos pobres suburbios
apenas podía costearlos nadie. Koskinen simuló una llamada telefónica en una cabina pública del
andén. El mecánico entró primero en el tren. Al arrancar, Vivienne y Koskinen saltaron en un vagón
trasero.
—Esto nos ha ayudado —comentó Vivienne—, pero no deseamos que nuestro amigo lo sepa. Ha
sido un pequeño milagro que no nos haya reconocido en los boletines de noticias que seguramente
han televisado. La próxima vez que vea uno seguramente que se acordará.
La pareja tomó asiento en el vagón. Había pocos pasajeros, sólo unas cuantas personas, vestidas
vulgarmente. Koskinen dudó mucho que pudiera llenarse alguna vez el vagón en que viajaban. Las
condiciones de vida parecían haber reducido mucho la capacidad de transporte.
Koskinen pensó en que gentes como aquéllas, no estaban restringidas realmente a elegir entre tres
caminos posibles: el crimen, la estafa, o un trabajo oscuro y apenas sin significado. Con las moder-
nas y potentes herramientas tan económicas como eran, con las pequeñas máquinas, con la ayuda de
las células de combustible biológico que suministraban energía a bajo costo, las técnicas de creci-
miento de alimentos desarrolladas en bases extraterrestres y el moderno conocimiento, una familia
debería hallarse autosuficiente. Deberían resurgir las industrias familiares, no tanto compitiendo con
las grandes factorías automáticas, sino ignorándolas, más bien. Y tal postura podría eventualmente
forzar a la economía como un todo, a usar la automatización racionalmente.
Aquella breve excitación de sus pensamientos, desapareció pronto de Koskinen. No sería el
primero que hubiese soñado con tales cosas. Podía darse cuenta de por qué no se había intentado
nada parecido a aquello. Los grandes negocios, los grandes monopolios y un Gobierno demasiado
poderoso, impedían tal desarrollo. Estaban dedicados a la maraña gigantesca de las leyes de zona, a
las regulaciones, los impuestos, a cualquier medida restrictiva que llegase a sus manos; porque una
nación de hombres independientes, habría sido el fin de su poder... ¡Dios Santo! Le parecía estar
volviéndose cínico en la medida en que a Vivienne le parecía que se hacía un tipo duro. Pero era
algo que no podía remediarlo, podía sentir el error de la sociedad de aquellos días, tan claramente
como notaba en seguida la fabricación de cualquier máquina...
Aquellos pensamientos le recordaron algo.
—¿Cómo vamos a arreglarnos para llegar a nuestro destino? —preguntó a Vivienne—. El
Control podrá detener cualquier vehículo que podamos alquilar o robar pasajeramente.
—Sí. Excepto... —Y la chica miró por la ventanilla. El suburbio se terminaba ya a campo abierto,
donde el rocío brillaba a la luz del sol—. Tengo una idea —dijo—. La Comisión del Primer
Centenario de la Guerra Mundial ha construido muchas máquinas como réplica de las existentes en
aquellos días. Sirven para volver a reproducir batallas con los mismos datos de la época. Realizan
también un bonito espectáculo en 3-D y proporcionan a las gentes algo con que divertirse, aunque
los aeroplanos, cañones y tanques son realmente reproducciones fieles. Ahora que recuerdo, hay allí
una buena cantidad de aeroplanos que se conserva para tal fin.
—¿Y bien?
—No tienen autopilotos. Por tanto pueden volar libremente, pero a mano. No existen los riesgos
del tráfico moderno. Lentos como son, ningún radar puede localizarlos en un amplio margen de
tiempo, ya que la rutina del Control no presta la menor atención a esos cacharros antiguos. Lo que
importa para nosotros es que la policía no detiene a ningún vehículo desde distancia, sin llevar
autopiloto. Además, nadie, excepto las personas interesadas, presta la menor atención a dónde van
esos ejemplares de museo.
—¡Dios mío! —exclamó Koskinen apretando las mandíbulas.
—Zigger y yo estuvimos allá de visita un día el año pasado. Conozco aquello. Si puedes ver la
forma de robar uno de aquellos aeroplanos, el ladrón no sería descubierto en varios días. Tal vez me
equivoque, por supuesto. ¿Qué dices a esto?
Koskinen comprendió que ella se entregó finalmente en sus manos, para que él dispusiera en lo
sucesivo de sus destinos. Constituía, en realidad, una pesada carga. Tragó saliva y repuso:
—Muy bien. Lo intentaremos.
XVIII
Los aeroplanos estaban almacenados a tres millas de distancia de la parada más próxima del
monorriel. La pareja llegó allí a pie, tras haber comprado algo para desayunar y unos rollos de
cuerda en un supermercado, además de unos comprimidos que pudieran compensarles la pérdida de
sueño sufrida. La mayor parte del camino, lo hicieron por una estrecha y destartalada calle de casas
modestas en un barrio llamado a desaparecer. Ocasionalmente pasaron junto a ellos algunos
camiones, carretillas de fondo plano con sus cabinas en forma de burbuja transparente y alguno que
otro vehículo de superficie. Pero encontraron a muy pocos peatones, principalmente mujeres,
aunque también vieron algunos hombres sin trabajo, de aspecto miserable y sombrío. Aquellas
pobres gentes, apenas si prestaron atención al paso de los forasteros en aquella zona. Un hombre les
indicó el camino, un tanto sorprendido porque alguien fuera al hangar a pie, aunque demasiado
apático para preguntar el motivo. Evidentemente, pensó Koskinen, el tono de general indiferencia de
la vida en aquellos días, trabajaba contra los boletines informativos que Marcus televisaba contra
ellos. Nadie parecía molestarse en estar alerta, ni se preocupó del aspecto de la pareja.
La calleja lateral que siguieron, dio finalmente en un camino que cruzaba una enorme extensión
de terreno improductivo y vacío.
—¡Qué horror! —exclamó Vivienne—. Matojos y ruinas donde una vez estuvo todo poblado de
hogares, antes de la tormenta de fuego. Me pone enferma.
—¿Cómo? —repuso Koskinen mirándola. La hierba crecía abundante de un verde plateado. En
algún lugar cantó un pájaro. En sustitución del polvo y la suciedad, el aire olía a tierra mojada.
—Esto tiene un aspecto adorable —concluyó él.
—Ah, sí. Pero yo soy una mujer de ciudad, de todo corazón.
—¿Por qué instalaron el hangar aquí tan lejos?
—El terreno es tan barato que nadie lo quiere.
El edificio y la pista de aterrizaje se hallaban en medio del inmenso campo, rodeados por una
valla electrificada de doce pies de altura. Las alarmas de radar alertarían a la policía del pueblo si
cualquiera intentaba aterrizar con cualquier aparato aéreo no autorizado en aquella zona. Por tanto,
no era precisa la presencia de guardianes, no habiendo en aquel día tampoco actividad especial
alguna. Koskinen miró con cuidado a su alrededor. Ninguna de las casas que vio, se hallaban lo
suficientemente próximas como para haber sido reconocido. Hizo un lazo con la cuerda y tras varios
intentos, la consiguió atar a la punta de uno de los postes de la valla
—Vamos, Vee —y le ayudó a ponerse el generador. Vivienne lo puso en acción. Koskinen
utilizó la segunda cuerda para pasar por encima de la barrera potencial, pasando el otro extremo del
lazo en la cúpula invisible del Escudo formado por el generador. Con bastante trabajo, ayudó a que
ella se acercase a la valla electrificada, pasando de esa forma al otro lado, sin tocar ninguno de los
cables. Sudó pensando lo que habría ocurrido de haberlos tocado. Podría quizá haber venido al
momento de la descarga; pero no a las consecuencias de la alarma, que sin duda alguna, habría
producido. Cayó resbalando al interior del campo y cuando recuperó el control de sus nervios, hizo
señas a Vivienne desde el interior de su encierro para que saltase por encima de la valla, describien-
do un arco pronunciado, ya que el trozo encerrado en el interior del invisible campo del Escudo
quedaba desconectado totalmente del exterior. Una vez Vivienne se halló del otro lado de la valla,
desconectó el campo encontrándose la pareja en el interior del aeropuerto-museo.
—Por fin, lo hemos conseguido —dijo la chica con un respiro y soltando una alegre carcajada al
aire libre.
—Koskinen y Cordeiro, Gatos Escaladores, por decreto de Su Majestad Tybalt I, Rey de los
Gatos. Vamos, veamos la forma de conseguir alguno de esos cacharros —dijo Koskinen, con buen
humor.
Cruzaron todavía una buena franja de matorrales y la pista de cemento endurecido y se dirigieron
hacia el hangar. Estuvieron dispuestos a saltar el cerrojo, en caso necesario; pero la puerta se abrió
sin esfuerzo. El enorme espacio del interior aparecía oscuro y sombrío. Koskinen se aproximó a ins-
peccionar las máquinas. Sintió como si estuviese viendo algo más antiguo todavía que las torres de
Marte. Sin embargo, pensó, aquél era su pasado. Su bisabuelo tendría seguramente que haber volado
en algún trasto como aquél. Y aquél era su planeta nativo, siguió considerando con rabia interior. No
podía estar conforme con lo que se estaba haciendo con él.
Suprimió sus emociones, tomó unas herramientas de un banco próximo de trabajo y antes de una
hora, ya había elegido su vehículo aéreo. La chapa del aparato decía que aquél era un bombardero
«De Havilland», de cuatro días de autonomía de vuelo; una gran máquina de dos alas y dos plazas
abiertas en la parte superior para el piloto y el ayudante de vuelo, cubiertas con las correspondientes
cúpulas transparentes. Aquello no se parecía en nada a cuanto conocía como hombre de su época;
pero aquel rudo aparato tenía algo que le agradaba. Entre el manual del aparato y sus conocimientos
bien aprendidos de la historia de la aviación, se halló pronto en condiciones de saber cómo volar con
él. Rodaron lentamente por la pista, aprovisionaron el aparato de combustible desde una bomba y
desconectaron los centinelas del radar.
—Sitúate en el asiento trasero y utiliza los mandos manuales del timón —dijo Koskinen—. Yo te
enseñaré cómo, y me cuidaré de lo demás.
Ella le miró con una repentina intensidad y cierta angustia en sus bellos ojos.
—Ya sabes que podernos estrellarnos, nos pueden abatir a tiros o cualquier otra cosa.
—Sí —repuso Koskinen encogiéndose de hombros con un suspiro de fatalidad—. Eso está bien
comprendido desde hace rato.
—Yo... —le dijo ella tomándole las manos—. Quiero que sepas algo, en el caso que no tenga otra
oportunidad de decírtelo.
Él la miró a sus negros ojos y esperó.
—Ese detonador —le dijo—. Es inútil, sólo es una broma.
—¿Cómo?
—Diría mejor que el detonador funciona; es la bomba la que no sirve. —Y una alegre carcajada
estalló en su garganta—. Cuando Zigger me dijo que la preparase para ti..., ya habíamos estado
hablando durante media noche tú y yo, ¿recuerdas? No pude hacerlo. No hay ningún explosivo en
esa cápsula. Sólo hay polvo de talco.
—¿Qué? —volvió a preguntar Koskinen en el colmo de la sorpresa.
—No se lo dije a ellos, en casa de Abrams. Habrían sido capaces de substituirla por una bomba
verdadera, y hubieran sido ellos seguramente los que la hubieran podido disparar. Ahora...; bien,
quería que lo supieras, Pete.
Ella trató de retirar sus manos de las del joven; pero él las retuvo.
—¿Es eso verdad, Vee?
—Pues claro que sí. ¿Por qué deberías dudar de mí?
—No, claro que no.
Koskinen echó mano de todo su coraje, sacó el detonador del bolsillo y desmontó el dispositivo
de seguridad. Ella le observaba con lágrimas en los ojos. Koskinen apretó el botón a fondo.
Con un rápido movimiento, tiró aquello lejos sobre los matorrales del campo, la besó con
violenta inexperiencia, sintiendo que algo le hacía latir su corazón alocadamente. Volvió a besarla y
la levantó en vilo subiéndola hacia el asiento trasero del bombardero. Vivienne se acurrucó entre las
ametralladoras y tomó el timón de una forma desmañada y singular. Koskinen empujó las hélices
con una fuerza que no hubiera podido imaginar. Los motores de aquella antigualla, tras algunos
pistonazos y escapes en falso, arrancaron llenos de vida nuevamente. El humo del combustible
quemado le picó en el olfato fuertemente. Saltó sobre un ala y ocupó el asiento delantero, mientras
Vivienne dejaba ya sus controles que para nada le servían. Koskinen esperó un minuto prestando su
experto oído al ruido producido por los motores y notando las diversas vibraciones. Todo parecía ir
bien.
Rodaron un buen trecho por la pista, acelerando paulatinamente. El aeroplano despegó de tierra
con un alegre salto al espacio y Koskinen sintió el placer desconocido de algo que nunca había
imaginado. Vivienne le había mostrado antes, en un mapa, el destino común. Koskinen comprobó
con satisfacción que pudo seguir las señales del suelo sin dificultades apenas y a una velocidad
estimable. Su entrenamiento de músculos y nervios de Elkor, le convirtieron en un consumado
piloto de aquel aeroplano antiguo, a los pocos minutos. Aquel aeroplano era un mecanismo ruidoso,
maloliente y lleno de vibraciones para volar en él; pero le resultó divertido. Nunca había estado tan
en íntimo contacto con el aire. Echó a un lado la pantalla protectora para que el aire le azotase la
cara y formase mil ruidos al pasar rozando los cables y las planchas y se revolviera contra el panel
delantero de los controles. Ridículo, pensó, que existiera tanta vida en aquella máquina primitiva y
que además le diese tanta esperanza, y también el haber sabido que la mujer que viajaba con él,
jamás quiso ayudar a su muerte. Pero así lo sentía con todo su corazón. El paisaje de la superficie
que se deslizaba bajo el viejo avión, aparecía fresco, abierto y hermoso; era un distrito de gente
opulenta con sus casas bellamente construidas y lujosamente rodeadas de comodidades, separadas
entre sí por bosques y parques. El Hudson brillaba entre las colinas de un verde vivo, bajo un cielo
azul moteado de nubecillas blancas. Tenía que existir una respuesta a su dilema..., ¡en un mundo así!
Y la había. Lo miró maravillado. Tras bastante tiempo de deliciosa contemplación de aquel bello
paisaje, levantó los ojos hacia arriba.
—¡Que sigas teniendo bellos sueños, Elkor! —habló en voz alta, con la mente puesta en el lejano
y querido Marte.
XIX
Tras dos días de duro trabajo, resultaba bueno descansar un poco y confundirse con la tierra. El
refugio de Zigger estaba situado en un altozano sobre el río, que discurría como un torrente de fuego
líquido bajo los rayos del sol poniente. De la orilla opuesta se elevaban unas empinadas laderas
recubiertas de bosques. En su lado, la vista de la terraza, daba sobre una serie de cuidados terrenos
cubiertos de césped, rosaledas y jardines que descendían suavemente hasta el agua.
Las hojas de un enorme roble rozaban sobre Koskinen y un gran manzano cargado de fruto se
ofrecía al alcance de su mano. Un abeto suspiraba al roce de la brisa y un zorzal piaba en las
inmediaciones. Multitud de olores campestres le cautivaron en aquella escena de quietud y de
sosiego para los sentidos.
Pero el «ahora» resultaba algo infinitesimal. Conforme el cansancio natural del trabajo duro fue
apoderándose de su cuerpo, su mente se sintió afectada y no pudo seguir sintiendo alegría.
¿Por qué no? —se preguntó a sí mismo—. Mi trabajo está hecho, el refugio terminado... Todo el
mundo ya conoce lo que nos ha ocurrido. Y todavía seguimos gozando de paz. Aunque no la
tendremos por mucho tiempo... O la volvemos a tener o seremos muertos. Pero la idea de morir
ahora me resulta insoportable...
Lo que fuese a ocurrirles próximamente y en qué momento, dependía de la rapidez con que sus
enemigos pudiesen descubrir su rastro. El aeroplano pudo muy bien haber sido visto al aterrizar en
las inmediaciones. Ciertamente, que no pudo evitar dejar una gran señal en el terreno, arando li-
teralmente un buen trecho, ya que utilizaba para tomar tierra un freno de gancho en vez de ruedas
con freno de discos. Nadie, en aquella zona, y en varias millas a la redonda, pensaría que entre él y
Vivienne lo habían robado y habían llegado allí furtivamente. Los residentes vecinos estaban
acostumbrados a los insospechados viajes de ida y vuelta de Mr. van Velt, y Vivienne era conocida
allí por las gentes bajo nombre diferente. Era inverosímil, también, que pudiera haber sido
identificada con la mujer perseguida por la Seguridad Militar. La joven disponía de hábiles recursos
de maquillaje y expresión que la hacían parecer totalmente distinta de la fotografía televisada, sin
aparecer como una extraña a los empleados que iban a entregar los pedidos solicitados de los
almacenes.
Sin embargo, resultaría inevitable que se formasen chismorreos y murmuraciones. Tendrían que
preguntarse por qué habría llegado allí sin la compañía de Mr. van Velt o un sirviente... Y de por
qué habría pedido por teléfono un explanador del terreno de tipo medio, una grúa basculante y todo
un cargamento de bloques de cemento, nada más llegar, en el día anterior. Era muy probable que
algún elemento oficial tuviese conocimiento del relato y comenzase a hacer preguntas.
Desde otro punto de vista, existían también pistas probables apuntando en aquella misma direc-
ción. En el Cráter tuvieron sin duda que haber capturado a algunos hombres de Zigger, alguno de los
cuales debería conocer seguramente la existencia de aquella propiedad de su jefe, y la interrogación
surgiría inmediatamente en la mente de los sabuesos de la S. M. El enemigo era eficiente, desde
luego.
Las dudas asaltaron a Koskinen. Sus esperanzas eran débiles, después de todo, basadas en poco
más que el sentimiento de cómo la correlación de causa y efecto se desarrollase en un mundo
racional; aunque el mundo era cualquier cosa menos racional. ¿No sería lo mejor escaparse de
nuevo?
Pero no. Más pronto o más tarde tendría que llegar el momento de asentarse en algún sitio.
Koskinen tomó una nueva profunda aspiración del aire de la madre Tierra.
Vivienne surgió a través de las puertas frontales del chalet.
—¡Eh! —gritó alegremente—. Estoy ronca como una rana y las yemas de mis dedos están ya
rústicas y encallecidas de tanto pulsar el botón. Espero que encontrarás de tu agrado que haya
llamado a mucha gente, mientras tú te has ocupado de construir esa fortaleza.
—Pues claro que sí —repuso Koskinen—. Creo que ahora podremos descansar
convenientemente.
—Maravilloso. Estoy acabando una cena de categoría para celebrarlo.
—¿Te refieres al contenido de dos cubitos?
—No, señor. Me refiero a una cena preparada a la antigua, con mis propias manos y usando mi
cerebro en su confección. Tienes que saber que soy una cocinera bastante buena. —Vivienne llegó
hasta él—. Quizá no tengamos muchas oportunidades en el futuro —añadió con un acento de
profunda tristeza en la voz.
—Tal vez no —admitió el—. Pero al menos unos cuantos días...
Ella rodeó la cintura de Koskinen con un brazo y apoyó la cabeza en su hombro.
—Me gustaría poder hacer algo más por ti, Pete, que una simple comida.
—¿Por qué? —Y la cara del joven se ruborizó fuertemente. Se quedó mirando fijamente al otro
lado del río.
—Te debo tanto...
—No. No me debes nada. Me salvaste la vida..., no sé cuantas veces, y todavía es bien poco
comparado con este asunto de la bomba de escapulario. —Y se tocó la cadena—. Creo que nunca
me la quitaré del cuello.
—¿Significa realmente mucho para ti, Pete? ¿De veras ?
—Sí. Porque, ¿sabes?..., tú te has convertido repentinamente en algo a lo que yo pertenezco, de la
forma que sentía con mis compañeros de la expedición a Marte. No es fácil que pueda devolverte
tantos favores.
—Debes saber que yo también siento mucho de eso respecto a ti.
Repentinamente, Vivienne se deshizo de su abrazo y volvió corriendo a la casa. Koskinen quiso
saber por qué y anheló haberla seguido: pero deseó comprobar sus propios sentimientos. La
situación era realmente delicada, con los dos solos allí, y sin querer estropear lo que veía
desarrollarse poco a poco, por una prisa excesiva.
No obstante, su quietud de ánimo desapareció. Surgió en él la necesidad de hacer algo. Decidió
que podría hacer algunas llamadas, mientras ella arreglaba la comida. Y cuanto antes mejor. Se
dirigió al cuarto de estar, atravesando su lujosa ornamentación en dirección al teléfono.
Notó que Vivienne, en sus llamadas anteriores, había efectuado media docena de conferencias
telefónicas con números diferentes en ciudades de la India, habiéndolo hecho previamente a países
de América y Europa. Koskinen reflexionó sobre sus conocimientos geográficos. ¿A qué país de
interés estratégico intentaría llamar? La idea era expandir la información tan ampliamente como
fuese posible.
¿La China? No, no podía realmente hacerlo. El término medio de los chinos eran personas
honestas y decentes, por supuesto; pero no podía fiarse de otra gran parte y en especial de su
Gobierno actual. Bien, lo intentaría en el Japón. Pulsó el botón del servicio informativo.
—El directorio en idioma inglés de Tokio, por favor.
Con una inhumana falta de curiosidad, el robot mostró una página en la pantalla. Koskinen fue
haciendo pasar la ficha con el regulador hasta encontrar las direcciones de las grandes empresas de
ingeniería. Copió diversas direcciones al azar, aclaró después la pantalla y solicitó el primer número,
añadiendo el código de la clave internacional correspondiente. El rostro inexpresivo de un oriental
apareció en la pantalla.
—Soy Peter Koskinen —explicó con claridad, ofreciendo una sonrisa mecánica—. Los servicios
de noticias confirmarán a usted que volví últimamente de la expedición a Marte en el «Franz Boas».
He traído conmigo un dispositivo que confiere virtualmente la invulnerabilidad a quien lo usa. Para
prevenir su supresión estoy publicando los principios físicos, las especificaciones de ingeniería y las
instrucciones de manejo sobre una base mundial.
El japonés dejó escapar una palabra en su lengua, con tal asombro en su rostro oriental, que re-
sultaba obvio que no comprendía una palabra de inglés y debía considerarlo como un error de trans-
misión. Koskinen, de todos modos, puso ante sus ojos la primera página de su estudio del Escudo, y
después una segunda y una tercera, trabajo que habían efectuado juntos Vivienne y él en el Cráter.
Otra persona seguramente habría cortado la comunicación pensando que se trataría de algún
lunático; pero el oriental comenzó a mostrar un interés constantemente mayor. Koskinen estuvo
seguro que se habría encargado después de traducir y comprender. Aunque sólo fuese una pequeña
fracción de sus interlocutores a los que llamara, los que se tomaran por ello un elemental interés,
pronto todo el mundo tendría conocimiento del fabuloso descubrimiento, inevitablemente.
Koskinen terminó, le dijo adiós y comenzó nuevamente con el número siguiente. Un grito de
Vivienne le interrumpió.
Masculló una maldición y se precipitó a la terraza. Ella permanecía como clavada en el sitio que
ocupaba, apuntando a algo que miraba en el cielo. Cuatro negros aparatos alargados silbaban en el
espacio, en aquella hora del atardecer. Vio claramente el emblema de la Seguridad Militar pintada
en los flancos.
—Los localicé desde la ventana de la cocina —dijo la voz de Vivienne en forma entrecortada—.
¿Tan pronto?
—Hemos debido dejar un rastro más claro para ellos de lo que yo suponía —murmuró Koskinen.
—Pero... —Ella le tomó por la mano con sus dedos fríos, luchando por no llorar.
—¡Vamos! —urgió Koskinen. Volvieron inmediatamente al cuarto de estar, recogieron el
generador del Escudo y se dieron prisa por el patio hacia la parte trasera. Allí existía una zona
recubierta de grandes losas de piedra, rodeada por sauces y rosales, desde donde podía apreciarse
bien el movimiento de sus enemigos. Koskinen había destrozado una parte del pavimento con el
suelo y techado con bloques de cemento. En el interior había almacenado grandes cantidades de
paquetes con alimentos, diversas vasijas con agua y bebidas, ropas y demás objetos necesarios para
una posible retirada a tal refugio. También había un buen rifle de la colección de armas de Zigger y
un minicomunicador para cuando fuese necesario entenderse a través del diminuto aparato de radio
receptor-transmisor. Koskinen introdujo el generador en el hoyo y abrió la conexión, ajustándola de
modo que formase una barrera cubriendo el pequeño fortín y una sección del suelo exterior en forma
cilíndrica de unos veinte pies de largo. Las losas de piedra hicieron un fuerte ruido al ser
presionadas brutalmente por la fuerza invisible de la pantalla, al expandirse desde cero a una
espesura determinada, cortándolas en dos limpiamente.
—De acuerdo. Ahora estamos seguros, Vivienne.
La chica se refugió en sus brazos y ocultó su rostro en el pecho de Koskinen temblando de
miedo.
—¿Por qué te pones así, cariño? —dijo, tomándole el rostro con la otra mano y acariciándole las
mejillas—. ¿No estás contenta porque podamos de una vez mostrarnos de cara al enemigo?
—Si..., si pueden realmente... —Vivienne no pudo ocultar sus lágrimas por más tiempo—. Pensé
que podríamos haber pasado algún tiempo juntos. Los dos.
—Sí —repuso él moviendo la cabeza pensativamente—. Habría sido maravilloso.
Koskinen se olvidó de su propia timidez y la besó abiertamente en los labios. Ninguno de los dos
se dio cuenta de los agentes que ya se hallaban alrededor de la casa en ropas civiles; pero bien arma-
dos, corriendo en el zigzag propio de los soldados que atacan una posición enemiga. Lo hicieron al
pasar uno de los aparatos sobre el fortín, ocultando momentáneamente la luz del sol, con lo que
Koskinen comprendió que su peor enemigo ya había tomado tierra y venía en su busca.
Koskinen halló cierto cómico alivio cuando sus atacantes trataron de aproximarse al fortín y cho-
caron contra la pantalla invisible del Escudo. Vivienne se hallaba ya sentada en el piso del fortín
fumando un cigarrillo con una fría decisión en sus negros ojos. El asedio había empezado. Dos
docenas de hombres jóvenes de aspecto duro formaron un anillo en el patio con sus armas
automáticas.
Koskinen se dirigió hacia la pantalla invisible y se tocó con los dedos en el minicomunicador, ha-
ciendo una señal. Uno de los hombres aprobó, habiendo comprendido el gesto y llamó a alguien.
Koskinen se encontró sorprendido extraordinariamente, cuando vio ante sí al propio Marcus,
saliendo de la casa y portando una unidad emisora-receptora en la mano.
Los dos hombres se situaron frente a frente a una yarda de distancia, con una barrera incruzable
de pocos centímetros entre ellos. Marcus sonrió.
—Hola, Pete —saludó.
La frialdad más absoluta surgió de Koskinen.
—Soy Mr. Koskinen para usted.
—Vamos, déjese ahora de chiquilladas —le dijo Marcus—. Todo este asunto de su fuga ha sido
tan fantástico, de hecho, que sólo puedo suponer que está usted loco. —En seguida añadió
gentilmente—: Vamos, salga fuera y deje que le cuidemos. En su propio favor. Tenga la bondad.
—¿Cuidarse de mi memoria? ¿O de mi vida?
—Deje ya de ser tan teatral.
—¿Dónde está David Abrams?
—Pues él...
—Tráigame aquí a mis compañeros —dijo Koskinen—. Usted ha admitido que los tiene a su dis-
posición. Déjelos al lado de esta barrera y yo la reajustare para que queden incluidos en ella, y si me
dicen que usted les tiene realmente para su protección personal, yo le pediré humildemente perdón.
En caso contrario, me quedaré aquí hasta que el sol se apague.
Marcus endureció el tono de su voz.
—¿Sabe usted acaso lo que está haciendo? Se está volviendo contra el Gobierno de los Estados
Unidos.
—¡Vaya! ¿De qué forma? Tal vez sea culpable de resistirme a ser detenido; pero no he cometido
ninguna traición, en sentido constitucional. Que se lleve este caso a los tribunales. Mi abogado
argumentará que tal detención es absolutamente ilegal. Porque usted sabe muy bien que yo no he
hecho nada para merecerla.
—¿Qué? ¿Y la apropiación de algo que es propiedad del Gobierno...?
—Uh, uh —dijo Koskinen negando con la cabeza—. Estoy preparado para entregar este
dispositivo a la autoridad competente en cualquier momento. A la autoridad astronáutica, que es
quien debe recibirlo. Los artículos de la expedición están concebidos en un lenguaje claro y preciso.
Marcus le apuntó con el dedo, insistentemente.
—¡Traición! ¡Sí! Está usted teniendo ilegalmente algo para la seguridad vital de los Estados
Unidos.
—¿Acaso ha aprobado el Congreso alguna ley que se refiera al uso de los campos de barreras po-
tenciales? ¿Existe alguna proclamación presidencial? Lo siento, amigo. Los artículos que firmé no
se referían en absoluto a nada secreto. Por el contrario, se esperaba que hiciésemos públicos
nuestros descubrimientos.
Marcus permaneció silencioso unos instantes y después echó la cabeza hacia atrás, como un faná-
tico.
—Tengo algo mejor que discutir con un incompetente aficionado a las leyes: Está usted bajo
arresto. Si continua resistiendo, ordenaré que lo destruyan.
—Será divertido —repuso Koskinen, y se volvió hacia Vivienne.
Las figuras que se movían de un lado a otro, volvieron a poco con disparadores de rayos láser.
—De manera que ahora lo han deducido —dijo Vivienne con una nota de terror en la voz.
—Seguro, nunca dudé que lo harían. No son estúpidos. —Koskinen bajó al refugio con Vivienne.
Los rayos del sol se filtraban a través de los espacios libres, dando un toque luminoso a los cabe-
llos de la chica. A Koskinen le latió el corazón desesperadamente al mirarla. Los láseres abrieron
fuego y ella se abrazó a él llorando y aterrorizada. Pero aquellos rayos, que podían fundir una
plancha acorazada, fueron incapaces de hacer nada más que calentar ligeramente el cemento y la
masa de tierra del fortín. Tras unos momentos, la voz de Marcus se dejó oír de nuevo en el
minicomunicador.
—Hablemos de nuevo, Koskinen.
—Si eso le divierte a usted..., pero a condición que guarde esos inútiles rayos caloríferos en otra
parte.
—Está bien, está bien —repuso Marcus furioso.
—Mi compañera permanecerá en el interior, en el caso que trate usted de jugarme alguna mala
pasada —advirtió Koskinen—. Ella es tan obstinada en este asunto como yo. —Y a continuación
emergió del foso del refugio.
Marcus le miraba asombrado. Se pasó los dedos por sus cabellos grises despeinados.
—¿Cuál es su juego, Koskinen? ¿Qué es lo que quiere?
—Primero de todo, que deje a mis amigos en libertad.
—¡Pero no estarían seguros!
—Deje de mentir. Una escolta de policía sería más que suficiente para todos ellos, si realmente
existe algún peligro. Puesto que aún no los ha mostrado usted, estoy seguro que les mantiene ence-
rrados, y puedo hacerme una idea bastante aproximada de la forma en que habrán sido tratados. Mi
segunda condición, es que vivan en perfecta seguridad, de todas formas, ya que no hay razón alguna
para retenerlos contra su voluntad. Y deseo que todo lo concerniente al Escudo Invulnerable, inclu-
yendo cómo manufacturarlo, sea hecho público.
—¡Cómo! —gritó indignado Marcus, de forma que los agentes de sus inmediaciones se le aproxi-
maron. Con una mano les hizo señas para que se retirasen y miró fijamente a Koskinen de nuevo. La
luz dorada del crepúsculo caía entre los dos hombres resplandeciendo en las hojas de los árboles que
tenía detrás.
—¡Está usted loco! —le gritó Marcus—. No tiene idea de lo que está diciendo.
—Bien, explíquemelo.
—Según eso, cualquier granuja quedaría inmune a la acción de la policía.
—¿No sería al contrario, y que todos los honrados ciudadanos fuesen inmunes a sus abusos? Per-
mita que este descubrimiento sea perfeccionado en el futuro, dejemos que la ingeniería los construya
de un tamaño de bolsillo que permita a cualquiera andar libremente por todas partes, y sería el fin de
toda la violencia personal. Los individuos que se lo merecieran, podrían ser restringidos en sus
movimientos. Quizá sería algo más difícil que ahora; pero la sociedad ganaría tanto, que estaría muy
bien justificado.
—Tal vez fuese así. Pero le diré que otra cosa terminaría. El Protectorado. ¿Quiere usted que
vuelva de nuevo la guerra atómica?
—El Protectorado no tiene ninguna necesidad de seguir existiendo.
—¿Puede acaso ese dispositivo resistir una bomba atómica?
—Por el momento, no. Pero una unidad mayor, desde luego que sí la soportaría. Todas las
ciudades podrían estar protegidas con un gran generador que entraría en funciones automáticamente
en cuanto se detectase cualquier proyectil. El único peligro sería para las bombas que se hiciesen
estallar dentro, y esto no es muy difícil de prevenir, como usted sabe muy bien.
—Existen en el mundo mil millones de chinos, Koskinen. Mil millones... ¿Puede usted compren-
der lo que significa esa cifra? La paz está asegurada por ahora porque podemos destruirles mucho
más rápidamente que ellos a nosotros. Si nuestras armas fueran inútiles contra ellos...
—Pues no tendría usted más que poner en acción su propio generador de barrera potencial. No
verá usted hordas marchando a través de Bering Street un invierno cualquiera, o navegando por el
Pacífico, si es eso a lo que tiene tanto miedo. Serían demasiado fáciles de detener, sin un solo tiro.
Una gran barrera potencial, con el generador anclado en el lecho de las rocas costeras, sería más que
suficiente.
Koskinen vio cómo cambiaba el rostro de Marcus. ¿Sería posible que la idea tuviese éxito? Una
esperanza momentánea surgió en su espíritu.
—Mire —continuó Koskinen—, está usted perdiendo de vista el punto esencial. No solamente la
guerra se hará impracticable, es que ni siquiera se intentaría. ¿Cuánto tiempo se imagina usted que
cualquier Gobierno podría mantener una idea tan impopular? Se necesita un Gobierno muy duro y
un populacho regimentado para organizar una guerra moderna. Y no se preocupe por la dictadura de
Wang. De aquí a seis meses Wang estará cubriéndose dentro de una barrera potencial, mientras una
multitud espera en el exterior que se muera de hambre.
Marcus se adelantó un poco.
—¿Insinúa usted que aquí podría ocurrir la misma cosa?
—Seguro que sí. Y en mayor medida, quizá.
—Entonces, ¿está usted predicando la anarquía?
—No, en absoluto. Sólo la libertad. Un Gobierno limitado y una independencia individual. La
dura y práctica capacidad de un hombre para decir «no» cuando siente que se le pide algo ilegal,
tanto por la sociedad como por otro individuo cualquiera. ¿No fue ése siempre el ideal de
Norteamérica? Es posible que se produjeran disturbios aquí y allá, conforme el mundo se iría
reajustando; pero yo diría honradamente que sería un excelente precio por una vuelta a los
principios de Jefferson: «El árbol de la Libertad tiene que ser regado de tiempo en tiempo con la
sangre de los patriotas y de los tiranos». ¿Lo recuerda? Y en este caso, yo espero que no se
derramaría sangre alguna, excepto la de los tiranos.
Koskinen bajó la voz que se había excitado al repetir las históricas y bravas palabras del antiguo
Presidente.
—Sé que usted odia el hecho de ver su trabajo pasado de moda —continuó Koskinen—. Un
trabajo en el que ha creído. Pero usted también tendrá muchas cosas que hacer, ayudando a que
tenga éxito la transición. Será también un mundo más divertido, donde se pueda comenzar
nuevamente a dialogar y reír públicamente en lugar de este tétrico estado de guarnición permanente.
Seamos amigos, ¿no es cierto?
El director de la Seguridad Militar permaneció inmóvil. Una suave brisa despeinó sus cabellos y
Koskinen deseó que aquel aire de la Tierra le hubiese también acariciado a él. El sol ya estaba po-
niéndose.
Marcus levantó los ojos del suelo y volvió a su postura de antes con voz ronca y desagradable.
—Esto ya ha ido demasiado lejos. Si no se entrega, lo va a pasar muy mal.
Koskinen trató de responderle, pero no pudo. La rabia le había hecho un nudo en la garganta.
Desconectó el transmisor de la muñeca y se volvió con Vivienne.
—¿No ha salido bien? —preguntó ella ansiosa.
Koskinen encendió un globo de luz para despejar la oscuridad que ya había caído sobre el
bunker. Ella se sentó encima de unos cuantos paquetes que había estado abriendo. El desánimo y el
desconsuelo la tenían abatida por completo. No obstante, ante el aspecto desmoralizado de Koskinen
hizo un esfuerzo.
—Come algo —le urgió—. Me temo, sin embargo, que no sea la cena que te había prometido.
Koskinen tomó algún alimento. Vivienne terminó su trabajo y le dijo:
—Ahora, descansa un rato. Estás destrozado.
Koskinen no pudo resistir aquella invitación. Dejó caer la cabeza en la falda de la joven y el sue-
ño llegó para él como una bendición.
XX
XXI
Permaneció a solas unos momentos con ella en el salón, por concesión especial del general
Grahovitch, antes de salir embarcados para Washington. Al entrar, la vio en la ventana, mirando
fijamente al jardín, al río y a las colinas de la lejanía al otro lado de la corriente.
—Vivienne...
Ella no se volvió. Koskinen se acercó a ella, puso sus manos en la esbelta cintura de la joven y
aproximando su boca al oído de la chica, le dijo mientras sus negros cabellos le acariciaban los la-
bios y sentía el suave perfume que emanaba de todo su cuerpo:
—Todo está arreglado, cariño. Todo, excepto el haber hablado.
Ella continuó en el mismo lugar, sin volver la cara.
—Naturalmente —dijo él—; el haber divulgado el secreto, es cosa a considerar por las
autoridades todavía durante algún tiempo. He sabido que la mitad del Gobierno y de los asesores
oficiales que habían conocido las noticias, pensó que yo debería estar ahorcado por haber esparcido
el conocimiento de los planos tan ampliamente. Pero la otra mitad considera que nosotros apenas si
tuvimos otra elección y que no vulneramos ninguna ley importante; por tanto, sólo queda aceptar la
cosa como un hecho consumado y convertirnos en héroes. No puedo decir que desprecie esa última
idea; pero imagino que sería mejor que estuviésemos en condiciones de escurrirnos lejos de todo
esto en completa tranquilidad.
—Me parece muy bien —respondió ella en tono decidido.
Koskinen la besó en la mejilla.
—Y después... —dijo tímidamente.
—Oh, sí —repuso Vivienne—. No dudo que te espera una buena época.
—¿Qué quieres decir? Estaba hablando de nosotros dos. —Koskinen sintió en sus manos la ten-
sión interior de la chica crecer por momentos—. ¡Criatura..., no tienes nada que pueda preocuparte
por esos viejos cargos, ¿sabes? Tengo la palabra personal del general Grahovitch, que tú no sola-
mente recibirás el perdón, sino una completa satisfacción nacional.
—Has sido muy bueno al recordarme en medio de todo eso —repuso ella. Lentamente,
forzándose a sí misma, se volvió hasta encontrar la mirada de Koskinen—. No estoy sorprendida,
sin embargo. Tú perteneces a esa clase de hombres.
—¡Diablos! —exclamó Koskinen—. No voy a ocuparme de mi propia mujer, ¿eh? Yo, uh... —Y
vio con asombro, sin comprenderlo, que ella no estaba llorando, simplemente, porque se había
enjugado las lágrimas.
—Te echaré de menos como a lo más hermoso de mi vida, Pete.
—¿De qué es lo que estás hablando?
—No habrás pensado que yo iría a unirme a un hombre como tú..., comprometiéndole con una
persona como yo, ¿verdad? No he caído tan bajo.
—¿Qué es eso de haber caído? ¿Es que no me quieres? Aquella vez..., antes del amanecer...
—Aquello fue diferente —dijo ella—. No esperaba que sobreviviéramos. ¿Por qué no dárselo
todo el uno al otro, mientras pudiésemos? Pero, ¿para toda la vida? No. Sería demasiado.
—¿No represento algo para ti?
—Oh, Pete... Pete. —Vivienne tomó la cabeza del joven entre sus manos—. ¿Acaso no te das
cuenta? Es todo lo contrario... Tras todo lo que he sido y he hecho..., ¿crees que esto es ya para mí?
Y todo lo que soy aún; porque los hábitos no se pierden a pesar de la propia voluntad. Sí, eso
importa mucho. Ahora no, tú eres demasiado joven para comprender. Pero más tarde sucedería. Al
paso de los años. Conforme fueras conociéndome mejor, y conocieses a otras personas también,
personas como Leah Abrams, y comenzaras a darte cuenta... No. No puedo hacerte eso. Ni incluso a
mí misma. Despidámonos con un limpio adiós.
—Pero, ¿qué es lo que vas a hacer? —preguntó confundido, dándose cuenta que sólo por la
fuerza podría haberla retenido.
—Ah, sabré arreglármelas —repuso—. Las personas como yo siempre lo consiguen. Desaparece-
ré..., sé cómo hacerlo. Viviré una nueva vida en cualquier parte y encontraré algo que me mantenga
ocupada. Recuerda, cariño, que poco tiempo me has conocido. Dentro de seis meses, encontrarías
difícil recordar cómo he sido para ti. Lo sé. Lo he sabido muchas veces.
Vivienne le besó en un rápido gesto, como si tuviese miedo de algo.
—Pero aparte de Johnny, eres el hombre que más he querido.
Y antes que Koskinen pudiera hacer el menor gesto, ella se alejó rápidamente en dirección a la
orilla del río donde esperaban varios aviones de las Fuerzas Aéreas. Llevaba la cabeza en alto con la
dignidad de una reina.
FIN
(1) Personaje convencional, en forma de anciano bondadoso con una gran barba blanca que sustituye en
los Estados Unidos y en muchos países de habla inglesa, a los Reyes Magos en las fiestas de Navidad,
encargándose de llevar regalos a los niños, especialmente. (N. del T.)
(2) Kemal Atatürk fue el fundador del nuevo Estado Turco. (N. del T.)