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Sujeto e Individuo Botto Michele
Sujeto e Individuo Botto Michele
EL PENDULO DE LA MODERNIDAD
ron marcha atrás; algunas veces sólo en la forma del legado que dejaron tras
de sí, es decir, hacia la admisión del liberalismo. Estas revoluciones aceptaron
sinceramente la herencia de 1789, la del establecimiento de la libertad política
de los modernos. Pero, en su mayor parte, los revolucionarios estaban
preocupados por lo social o, en mucha mayor medida, por la cuestión
nacional. Su grandeza fue un auténtico respeto hacia la libertad política; su
debilidad fue hacer la política de un nacionalismo triunfante al mismo tiempo
que fracasaban miserablemente en el área de la cuestión social. Detrás de los
republicanos idealistas, una burguesía socialdarwinista se inclinaba a ser
gobernada temporalmente por generales y dictadores plebiscitarios antes que
financiar las primeras formas del Estado del bienestar, que eran los talleres
nacionales fundados para los desempleados. De igual forma, en los países más
retrasados, una nobleza liberal pero socialmente egoísta se inclinaba más a
comprometerse con el pasado dinástico —en detrimento de la independencia
nacional—, que a otorgar las más mínimas concesiones al campesinado en el
problema de la tierra. La crueldad de la burguesía social-darwinista generó un
tipo de radicalismo proletario en el que la libertad política apareció como una
libertad fingida. La combinación de todos estos elementos dejó a la política
europea una herencia explosiva y desagradable.
Las revoluciones de 1848 hicieron aflorar una contradicción sintomática de la
política moderna. Por un lado, los temblores desencadenados por estas
revoluciones ya estaban repercutiendo en un sistema global, en lo que
entonces era considerado como el epicentro del universo político. En un
sentido directo, la extensión geopolítica de la segunda ola fue mucho más
amplia de lo que lo había sido la primera. Las revoluciones de 1848 no sólo
influyeron en otras revoluciones, sino que también las generaron —la
revolución de París, las de Viena, Italia y Hungría—. Se prometieron apoyo
mutuo: París y Pest, la capital húngara, hicieron promesas a la Italia que se
despertaba (promesas que luego habrían de ser traicionadas). Las respectivas
buena y mala suerte de aquéllas le sirvieron a ésta de inspiración y le hicieron
perder la esperanza. Los revolucionarios vieneses y húngaros observaron con
talantes oportunamente variables la suerte cambiante de la Asamblea
Constitutiva de Frankfurt. Todas ellas tuvieron tanto efecto sobre la Rusia
zarista que su influencia fue valorada en sus círculos de poder como mani12
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civil podía castigarse mediante la pérdida del empico o penas leves de prisión
mientras una sublevación en el Ejército podía penarse con la horca o el
fusilamiento Por tanto, las unidades paramilitares del Ministerio del Interior y
de la guardia del partido, milicias obreras, etc., tenían asignada la misión de
terminar por la fuerza con las rebeliones eventuales, las manifestaciones y
demás. La tarea principal del Ejército era proveer una sólida fachada de
lealtad y subordinación, desalentando «con su presencia» —como en otros
tiempos disuadiera la flota británica a los enemigos potenciales— la
proliferación de la desobediencia masiva, y garantizando el aislamiento de los
focos de resistencia. Estos últimos podían a su vez ser barridos por las fuerzas
numéricamente muy inferiores del Ministerio del Interior y la guardia obrera.
Por estas razones fue tan decisivo el comportamiento del Ejército durante el
curso de la cuarta ola. Los presagios eran alentadores para la oposición. Las
dudas internas manifestadas públicamente por Jaruzelski y la autolacei-
acjones de Polonia de 1981 ya eran una indicación de los cambios en el
comportamiento de los mandos militares del conjunto del Pacto de Varsovia.
Este hombre, una extraña combinación de dos tipos diferentes de
autoritarismo, el de la nomenklatura y el de los militares tradicionales, pudo
convencer a Polonia durante un tiempo de que sus motivos cuando el golpe de
Estado militar contra Solidaridad en 1981 eran tan patrióticos como de
naturaleza autoritaria. Debió de tomar en serio la obvia amenaza de Breznev
de acabar con la soberanía polaca meramente nominal y de anexionar
formalmente Polonia, a menos que el Ejército polaco actuara por su cuenta
contra Solidarjdad.14 Sin embargo, una vez
14. En la actualidad contamos con un documento muy interesante sobre la
amenaza real a la soberanía (aunque nominal) polaca, la entrevista concedida
por el coronel Ryszard Kuk]inskj, un antiguo alto consejero de seguridad
militar del gobierno polaco durante la aparición de Solidaridad, quien había
trabajado durante varios años para los servicios de espionaje estadounidense,
<The Crushing of Solidarity,,, Orbis, Philadelphia, vol. 32, núm. 1, Invierno
1988, pp. 7.32. El coronel Kukjinski describe con detalle que la iniciativa para
aplastar el movimiento rebelde mediante una ley marcial, casi simultánea al
acuerdo entre los dirigentes comunistas polacos y Solidaridad, vino
directamente de Moscú, para consternavión del general Jai-uzelski y sus
allegados (que querían resolver la crisis de un modo autoritario, pero
patriótico). Más adelante describe también la falta total de sensibilidad de los
mandos militares soviéticos, quienes amenazaron explicitamenle con implicar
al ejército de Alemania Oriental en la acción, lo que terminó el período
Breznev y que la soberanía polaca ya no estuvo amenazada, parecía que
Jaruzelski tenía la intención de dimitir más que de imponer de nuevo un
dominio armado sobre la sociedad. Como posteriormente se vio, durante los
agitados meses de enero a diciembre de 1989, prevaleció entre todos los jefes
de los ejércitos del bloque soviético una actitud muy similar a la de Jaruzelski.
(La crucial presencia del liderazgo de Gorbachov, que sin ningún tipo de
ambigüedad ordenó a su propio Ejército no hacer nada respecto a los cambios
en la Europa oriental, fue implícitamente obvia.) En Bulgaria, el golpe de
noviembre contra Zhivkov verificó su potencial a través de la resuelta postura
prorreformista del ministro de Defensa y del propósito del Ejército de aplastar
con las armas, si era preciso, a las fuerzas de seguridad.15 En Rumania, el
cambio de forma de pensar de los jefes del Ejército, la lucha de éste contra la
Securitate, salvó a la revolución y derrocó a la dictadura Ceausescu. Los
generales de Alemania Oriental no podían dar el menor paso sin la aprobación
formal de las fuerzas de ocupación soviéticas, que nunca llegaba. En
Checoslovaquia, el ministro de Defensa trató desesperadamente de hacer
disipar, como si de una idea aberrante se tratara, los rumores (probablemente
ciertos) de la planeada intervención del ejército durante los primeros días de la
revolución. En Hungría, el Ejército fue muy leal al proceso de transición hacia
la democracia, contrastando con el servicio de seguridad, que continuó su
vigilancia de las conocidas figuras de la oposición incluso cuando la dirección
del partido renunció al comunismo y al poder monolítico.
Pero todos los factores antes mencionados simplemente aportan el marco para
la ruptura. En el contexto de este marco,
que habría supuesto para Polonia la mayor humillación nacional desde la
Segunda Guerra Mundial. Añade que en términos de la postura moscovita, que
finalmente fue dejada de lado a instancias del general Jaruzelski, alrededor del
noventa por ciento del ejército polaco habría estado bajo el mando directo de
los generales soviéticos. Aunque Jaruzelski era, sin duda alguna, un patriota,
no aparece, sin embargo, como un estadista polaco responsable a través de la
entrevista con Kuklinski, quien sigue convencido de que una mayor
resistencia por parte del Estado Mayor polaco habría, al menos, atenuado el
ansia soviética por intervenir.
15. La entrevista de Silviu Brucan en Le Monde (véase arriba) explicita el
papel desempeñado por los jefes del ejército en Rumania en la preparación del
golpe contra Ceausescu. Sin su determinación inicial de derrocar al dictador,
quien se había convertido en algo molesto también para el ejército, la
revolución romana a duras penas podría haber derrotado al régimen.
el acto revolucionario fue más claramente una hazaña libre de los actores, no
determinada por ningún tipo de «necesidad histórica» ni siquiera en su
imaginación política, de lo que posiblemente nunca antes lo habría sido. Un
catálogo de las diferentes formas de acción de las revoluciones de la Europa
oriental incluiría casi todos los elementos normales de un cambio violento
(exceptuando una huelga general anunciada, pero no llevada a cabo, en
Checoslovaquia). Hubo huelgas de advertencia con la clara intención de
presionar a la vacilante uomenklatura (en Polonia); manifestaciones
multitudinarias (de forma continuada durante las revoluciones de
Checoslovaquia y Alemania Oriental, y en ocasiones simbólicas en Hungría);
enfrentamientos armados en los cuales los dictadores fueron crueles e
inflexibles (en Rumania); y desobediencia civil de diversas formas en todas
partes. En este sentido, la cuarta ola no aportó nuevas formas al arsenal de
acciones revolucionarias que, en cualquier caso, constituyen un repertorio
limitado y agotable.
Y sin embargo, el espíritu innovador de la cuarta ola, cuando se la compara
tanto con sus predecesoras como con levantamientos anteriores en la región,
es notable. El uso de la violencia se evitaba siempre que era posible, debido en
parte a la visible indulgencia de los revolucionarios de la Europa oriental, si
tenemos en cuenta el historial de los gobiernos que se derrocaron. Lo que es
más importante, existía un sentimiento generalizado de que para conseguir el
principal objetivo estratégico, la emancipación de la «sociedad civil>i, cuanto
menos fuerza se utilizase, mejor. A los actores, cada acto de violencia que no
constituía una reacción a los ataques de las dictaduras que se hundían les
parecía no sólo cruel sino también disfuncional. En una atmósfera violenta,
aunque sea de «contra-violencia», el pluralismo de los actores es normalmente
absorbido por un consenso tirante, en ocasiones histérico, que sólo reconoce el
«nosotros» y el «ellos»; esto tenía que ser evitado siempre que fuera posible.
La primacía de la libertad fue hecha realidad en los actos individuales de la
revolución sin una tesis filosófica explícita en la mente de los actores.
Dos factores facilitaron el carácter no violento y tolerante de la cuarta ola. En
primer lugar, la percepción del tiempo por los actores fue radicalmente
diferente a la de los protagonistas de la Revolución húngara de 1956, como un
ejemplo del pasado. Esta última vivió el momento —-otorgado por la
sorprendente desgana de su adversario— como un milagro, una gracia de la
historia, cuyo logro debía ser consolidado a un ritmo febril. El sutil uso de la
fuerza, característico de los húngaros en 1956, consistió en arrebatar el
espacio público (fábricas, oficinas, la propia calle) de las manos de un
gobierno odiado por el pueblo. Esta táctica fue el resultado directo de un
sentido febril del tiempo, que expresaba la convicción de los actores: en el
mejor de los casos, contaban con unos cuantos días para conseguir que los
cambios fueran irreversibles. (Por supuesto, nunca pensaron en lo limitado que
realmente eran su tiempo y el espacio de maniobra.) Uno puede comprender la
diferencia si el agitado ritmo del cambio de 1956 se compara con el pausado
paso con el que la Mesa Redonda de Oposición pactó con los delegados de un
poder comunista erosionado en 1989 en Hungría.
El segundo factor, inseparable del primero, fue la deliberada indecisión
respecto a las futuras instituciones en los actos de oposición durante la cuarta
ola. En 1956, los consejos de trabajadores y los comités revolucionarios
surgieron de la nada en cuestión de días, con una clara intención de
permanencia. En 1980, en Polonia, la resistencia había existido durante una
década en la forma organizada de Solidaridad, el sindicato de trabajadores que
era más que un sindicato. Pero en 1989, los actores eran reacios a manifestarse
definitivamente sobre el marco institucional que iba a surgir. De ahí que el
resultado fuera la preponderancia de «foros», «clubs», «alianzas» —
organizaciones con nombre poéticos—. La explicación más razonable de este
fenómeno parece ser, otra vez, la nueva percepción del tiempo. La oposición y
la multitud que le seguía entendieron cada vez más que sobraba tiempo, y que
sería un error comprometerse con ciertas formas de organización que estarían
anticuadas al día siguiente. Sin embargo, la vaguedad en la definición del
marco institucional promovió la primacía de la libertad en la acción.
Lo que Havel denominó en una brillante y breve declaración «el poder de la
palabra» puede sonar como un préstamo del pathos de un drama del siglo xix
excesivamente exultante.16 Pero, de hecho, con esta frase identificó el poder
más importante impulsado por las revoluciones de 1989. Había un elemento
bas 16 Vaclav HAVEL, <Words on Words,,, The New York Review of Books,
vol. XXXVI, núms. 21-22, 18 de enero de 1990, p. 5.
con la invasión de los mongoles, pudo haber tenido tanto éxito que haya
borrado de la memoria colectiva la imagen de un tiempo en el que el
campesino había tomado la tierra para su propio provecho. Otra tradición
semejante que pareció contar con un cierto apoyo tras la guerra, e incluso en
los años cincuenta, pero mucho menos en la actualidad, es la demanda de la
denominada «propiedad pública» (en oposición a la propiedad privada-
capitalista). Esta tradición no era propiedad exclusiva de los comunistas.
Incluso demócratas tan radicales y enemigos del comunismo, como István
Bibó, defendieron el principio de la «propiedad pública», en su proyecto de
Constitución de Hungría en 1956.26
Si la e-mancipación tiene lugar auténticamente bajo la primacía de la libertad
después de las victoriosas revoluciones de 1989, deberá excluirse una sola de
las opciones posibles, y elegir una de las tres siguientes. La opción excluida
sería la de mantener intacta la propiedad del Estado, a pesar de la eliminación
del poder monolítico del Partido Comunista y de la introducción del
pluralismo político. Pese a estas dos últimas condiciones, ésta no sería una
opción bajo la primacía de la libertad, porque en todos los países de la Europa
del Este (y probablemente también en la Unión Soviética) una parte de los
denominados «barones rojos» se han convertido en los propietarios reales,
aunque no nominales, de fábricas y empresas. El mantener intacta la
propiedad estatal sólo supondría una mayor legitimación de esa propiedad
corporativa descontrolada e incontrolable (porque sería legalmente
indefinible). Las tres opciones posibles en el marco de la primacía de la
libertad son las siguientes: reprivatización total, junto con la creación de una
clase empresarial interna como propietarios yio vendiendo parte de la
propiedad estatal a inversores extranjeros; una economía mixta, conservando
una gran porción de propiedad estatal, pero actuando esta última en el
mercado como una empresa privada; 27 y un sistema global de autogestión.
Esta última opción no puede ser declarada «imposible», tal y como lo ha
hecho, de un modo bas 26. Véase el análisis del Proyecto de Constitución de
Bibó en HEIiER-FEUER, From Yalta to Glasnost, en el capítulo <The First
Assault; Hungary 1956 Revisited,,
cio cerrado) que englobará a todos aquellos, esperemos que la mayoría, para
quienes la primacía de la libertad no puede ser puesta en duda, aun cuando la
interpretación de la libertad de todos los que estén dentro del círculo (el
espacio cerrado) varíe de persona a persona. (Esto último es obviamente un
caso extremo e hipotético.) Todos aquellos que se sitúen a sí mismos en el
exterior del círculo, quienes, por tanto, cuestionan la primacía de la libertad
desde la posición de cualquier valor sustantivo (desde la supremacía racial
hasta la dictadura del proletariado) serán adversarios políticos en un mismo
grado. En los términos de la cultura política tradicional, es posible clasificar a
los que se encuentran fuera del espacio cerrado como derechistas o
izquierdistas. Lo que es más importante, podría hacerse una distinción entre
ellos según la gravedad actual del peligro que representan para aquellos que
están en el espacio cerrado. Pero la hostilidad hacia los que hayan cuestionado
la primacía de la libertad no será de por sí ni «izquierdista» ni «derechista».
Pero, ¿qué sucede con las divisiones en el seno del espacio cerrado? ¿No es
legítimo funcionar con las distinciones de «derecha» e «izquierda»
precisamente en el espacio social que cuenta, el que dominará el futuro de las
nuevas democracias? Si tomamos de nuevo, como punto de partida, las
«reglas de transacción» y, además, si tratamos de ilustrar las formas de
interacción entre los principales elementos, así como las combinaciones
significativas de estas interacciones, obtendremos los siguientes cuadros:
1. ESTADO-MERCADO
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43
A B C
Libertad
Fuertes prerroga- El Estado como
ilimitada
del mercado.
tivas del Estado guardián, mantiene
Diná-
mica
sobre ei mercado. el equilibrio; énfasis
dominante:
emana del
Dinámica domi- político general en
merca-
44
45
A BC
BC
A
El mercado debería Ligero control del
La ciudadanía eco-
Estado mínimo.
Memoria y responsabilidad
Dios le preguntó a Caín: «Dónde está tu hermano Abel?», y el primer asesino
respondió con otra pregunta: «Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» La
falsa respuesta de Caín fue un mero sustitutivo de la falta de respuesta que
habitualmente constituye la vía de escape en la elusión de responsabilidades.
Una persona empieza a asumir una responsabilidad moral cuando responde
con la verdad. Caín debería haber respondido:
<Abel está muerto, porque yo lo he matado.» Si lo hubiera dicho, habría
asumido la responsabilidad moral de su acción.
Supongamos que Caín hubiera olvidado que había asesinado a Abel. ¿Podría
entonces haber sido culpado de homicidio basándose exactamente en los
mismos motivos que si lo hubiese recordado con claridad? En este caso,
¿podría haber sido declarado culpable de eludir la responsabilidad?
Cuando Adán y Eva probaron la dulzura de la manzana de la sabiduría lo
hicieron bajo la influencia del diablo. Supongamos que mientras prestaban
atención a los argumentos de la serpiente, el primer hombre y la primera mujer
olvidaran por completo los mandamientos divinos, incluso la propia existencia
de la voz y la persona divinas, y que tan sólo recordaran todo lo que ya habían
olvidado después de que llegaran los ángeles y de que resonara la voz de Dios.
¿Podrían, no obstante, haber sido igualmente expulsados del Paraíso?
En ningún sitio la memoria y la responsabilidad moral ha estado nunca tan
íntimamente conectadas y entrelazadas como lo estaban en las sociedades
totalitarias, al igual que en sus consecuencias. Circulan muchas historias sobre
la amnesia política; elegiré una al azar. Un famoso escritor húngaro (evito
deliberadamente mencionar su nombre) comentó en su autobiografía que
nunca había atacado a una sola víctima de ningún juicio. Unos días más tarde,
una persona que le quería mal reeditó un documento que probaba lo contrario.
Es éste un caso sintomático, ya que el escritor, al contrario que muchas otras
personas, no mintió; no pretendía blanquear su pasado. Había borrado
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de un modo «real», y sin embargo, siguen pensando dentro del marco de la
lógica totalitaria.
Pero la analogía termina aquí. El pensamiento totalitario no es la expresión del
inconsciente. Cuando la gente piensa de acuerdo con la lógica del
totalitarismo, lo hace con la lógica de una persona totalmente despierta, el
modo «auténtico» de pensar no-totalitario que ha sido rechazado hacia el
inconsciente. El pensamiento pretotalitario se convierte en inconsciente
porque el censor no deja que penetre en la mente consciente; lo mantiene a
raya. Contrastando con las historias privadas más típicas de la génesis del
inconsciente personal, en la que el censor mantiene enterrados los materiales
que nunca han sido completamente conscientes, aquí el censor debe evitar el
afloramiento de tales materiales que anteriormente constituyeron el estado
consciente, normal, de la mente humana. Esta labor se desarrolla con mayor
facilidad si el material enterrado en el inconsciente se mantiene bajo un
bloqueo absoluto. Como consecuencia, no tiene lugar ningún cambio o
transformación en el contenido o estructura de la mente pretotalitaria durante
su estado inconsciente. A esto me refería anteriormente cuando hablaba de
hibernación.
¿Qué mantiene el modo de pensar y la lógica pretotalitaria en los niveles
inconscientes de la psique? En realidad, los mismos motivos que requieren
una censura psíquica en general:
por un lado, el miedo y, por otro, el deseo de gratificación. El miedo está
presente en las formas más básicas, como el miedo a la vida y el miedo a la
libertad personal, pero también lo está en forma de una ansiedad
indeterminada. La ansiedad de la impotencia aflora debido a la autoasociación
de la imaginación totalitaria con la potencia, ya que todas las formas de
ideologías totalitarias asocian la «burguesía» con la castración o la feminidad.
También aparece la ansiedad por la pérdida del amor y el respeto de los padres
totalitarios, los depositarios de la autoridad y el poder. Del amor y el
reconocimiento del padre viene la gratificación. Constituyen también la fuente
de origen de las formas más simples de gratificación, tales como la comida o
el refugio.
Permítanme volver a la analogía de los estados de vigilia y de sueño. Al igual
que se puede afirmar «tan sólo es un mal sueño» mientras se continúa
soñando, es posible seguir pensando y actuando de acuerdo con el texto
totalitario, aun
cuando nos demos cuenta de que pensamos un texto con los fines del lavado
de cerebro. Puede verse a ráfagas que el mundo del texto totalitario «no es el
real», que está mal actuar de acuerdo con ese texto, y que en su lugar
deberíamos pensar o actuar «normalmente». Si el destello se produce al
mismo tiempo que un impulso muy fuerte, es posible incluso despertarse en
ese momento. Pero aun cuando el impulso sea menor, el destello de otra forma
de pensar que antes fuera la nuestra deja atrás la huella de un sentimiento de
culpa no específico.
En el momento en que el totalitarismo empieza a disolverse, el censor levanta
el bloqueo, y los contenidos de la mente pretotalitaria entran inmediatamente
en el nivel consciente, para cohabitar con los contenidos de la mente
totalitaria. Éste es de hecho un tipo de cohabitación, ya que los dos tipos de
pensamiento y comportamiento no se mezclan. Al igual que Mitterrand,
durante los tiempos de su cohabitación, ocupaba la presidencia mientras que
los conservadores controlaban el gobierno, aquí las funciones de las mentes
pretotalitaria y postotalitaria se reservan para la vida privada, mientras que la
mente totalitaria se activa en el seno de la organizaciones y de la esfera
política. Tan sólo los disidentes, que siempre son pocos y muy dispersos,
pueden superar casi por completo en su psique el estado de mente totalitario.
En cuanto el totalitarismo se viene abajo, el viejo censor desaparece también
de un modo abrupto y permanente. La mente pretotalitaria sale de nuevo de su
hibernación completamente intacta, y continúa funcionando donde se quedó
antes del «lavado de cerebro». Llegado este punto, ocurre un fenómeno muy
interesante. Aparentemente no queda nada de la mente totalitaria, es como si
se hubiera evaporado por completo. Pero no lo ha hecho, tan sólo ha sido
rechazada hacia el inconsciente. Precisando, no es la propia mente totalitaria
lo que se empujó al inconsciente, ya que la labor del censor es la de impedir el
afloramiento de los contenidos de la mente totalitaria. Este también puede ser
el caso, pero es atípico. Lo que el censor impide que aflore es la conciencia de
haber sufrido con anterioridad un «lavado de cerebro» total o parcial.
La mente totalitaria ha dejado tras de sí documentos escritos, como libros,
cartas, denuncias. El mundo totalitario dista mucho de ser borrado de la
memoria. Todo el mundo está fami 50
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liarizado con su modus operandi, ridiculiza sus irracionalidades, evoca sus
horrores; la experiencia totalitaria se convierte en el tema favorito de
memorias y obras de ficción. Sólo que las personas que escriben estas
historias, los oradores que hablan de ello, hablan como si no hubieran tenido
nada que ver con el mundo de las historias que en la actualidad vuelven a
narrar, como si la sociedad anterior hubiera sido sólo una sociedad de
espectros, una sociedad de «otros» misteriosos, completamente distintos de
nosotros. Los escritores de estos textos, al igual que los lectores, son siempre
las excepciones. No pueden reconocer- se a sí mismos en el mundo de los
fantasmas, no podrían haber dicho las frases que dijeron, no podrían haber
actuado en las escenas reales del pasado. Tan sólo los otros hicieron.
Ciertamente, el censor primero protege al ego de enfrentarse consigo mismo
como un ser despreciable, irracional o estúpido. También protege al ego de
reconocerse a sí mismo como culpable, con independencia del grado de
culpabilidad. Le proporciona a la psique una clara patente de salud moral e
intelectual. La pesadilla tan sólo fue una pesadilla. Y si el sueño contiene la
experiencia de un retroceso hacia la mente postotalitaria, necesita ser
reprimido incluso con mayor fuerza, ya que ese momento es el más doloroso.
La descripción de este marco mental colectivo no es, sin embargo, otra
historia familiar sobre la autodefensa fraudulenta. Las personas normalmente
se aseguran a sí mismas que siempre tienen la razón, y que los demás están
equivocados; generalmente siempre recuerdan bastante bien y de un modo
exagerado lo que los demás les han hecho, y olvidan fácilmente lo que ellas
han hecho. La religión encontró el remedio moral para esto hace mucho
tiempo. El falso autoexculpador tuvo que cambiar su mente por completo,
tuvo que volver a nacer. No obstante, en el caso que nos ocupa, no está a
mano este tipo de remedio. Esto se debe a que la mente totalitaria ha sido
rechazada hacia el inconsciente después de que la persona hubiera cambiado
por completo su mente, después de que empezara a pensar en su propia forma
de hacerlo con su propia mente, al menos hasta cierto punto. Es esta persona
renacida mentalmente la que ya no recuerda lo que ella misma pensó e hizo
hace unos cuantos años o incluso ayer. Existen varias razones obvias para esta
mente en blanco, pero también hay una menos evidente:
uno olvida simplemente porque ha renacido. X., con una mente
postotalitaria, no puede desentrañar el texto que le fue tan familiar cuando
tenía una mente totalitaria. No puede reconocer esta mente como suya, ya que
no es suya. Le parece imposible el haber escrito o dicho cosas como ésas, ya
que ahora lee esos textos con su mente actual, porque él es su mente actual. El
censor que reprime la mente totalitaria y protege al ego del enfrentamiento con
su propio ego (su a/ter-ego) protege por tanto también —entre otras cosas— la
autoidentidad de la persona.
Es posible olvidar auténticamente si primero se recuerda auténticamente.
En mi interpretación modernizada de las historias del Génesis, Adán y Eva
olvidaron completamente la existencia divina y los mandamientos, y Caín fue
incapaz de recordar que había asesinado a su hermano.
La responsabilidad no se anula, y a veces ni siquiera disminuye, por el olvido
total de las normas o por el borrado completo en la propia mente de las
acciones propias. Sin embargo, la asunción de responsabilidades y, con ello,
de autonomía, puede no existir todavía. Una distinción tan estricta entre
responsabilidades y asunción de responsabilidades puede sonar algo raro a los
filósofos que, fieles a la tradición que va de san Agustín a Kant, asocian la
autonomía moral con el libre albedrío o con la libertad trascendental, y buscan
respuestas para la pregunta de si nuestras acciones están, o no, enteramente
determinadas, y, silo están, hasta qué punto y por qué lo están. El problema de
la libertad como responsabilidad es discutido en el marco paradisíaco, y está
vinculado con temas como la presencia divina, la providencia y el poder del
demonio. El hecho de que la pregunta no pueda ser respondida en el marco en
que fue planteada, o quizás en ningún otro, no puede ser considerado como la
verdadera debilidad de la concepción. Después de todo, las preguntas
filosóficas importantes no son «problemas» que no pueden resolverse. La
principal debilidad de la venerable tradición filosófica es más bien que no
alcanza a comprender las situaciones morales decisivas de la modernidad, que
son, entre otras, las que en este momento abordamos. Parece más fructífero
volver a la filosofía preagustiniana, a Aristóteles entre otros, y distinguir dos
cuestiones: por un lado, la responsabilidad moral (o intelectual), y por otro la
relación entre libertad y determinación. En vez de pensar dentro del marco
heredado, podemos relacionar responsabilidad con autoría.
Si aceptamos pensar dentro de este marco, la responsabilidad de Caín por la
muerte de su hermano continuará siendo la misma, con independencia de si
recuerda o no su acción. Es responsable simplemente porque fue el autor del
acto que segó la vida de Abel, y su recuerdo o la falta del mismo carecen de
importancia en este caso. Aunque una persona del tipo de Caín sufriera un
lavado de cerebro en el momento del asesinato, no sería ni más ni menos
culpable del mismo que lo que lo hubiera sido en otro caso, si hubiera
cometido el acto antes del «lavado de cerebro» o tras despertarse de su
pesadilla. Es cierto que un individuo de un sistema mental totalitario no es
libre. Pero el autor de los hechos sigue siendo su autor con independencia de
que sea o no libre mentalmente. Sin embargo, cuestión completamente distinta
es el preguntarnos si un Caín que olvidó su acción también es culpable de
eludir la responsabilidad, o si unos Adán y Eva imaginarios que olvidaron
completamente la voz y el mandamiento de Dios en el momento de su
encuentro con el demonio merecían ser expulsados del paraíso del perdón.
Dado que asumir responsabilidades es aceptar la autoría, sólo puedo repetir
que el recordar es su verdadera condición. Parece como si una persona no
pudiera aceptar la autoría de un hecho si no se reconoce a sí misma como
autor. Se da, pues, por supuesto, que aunque X. no recuerde, también debe ser
culpable de eludir responsabilidades. Pero las preguntas importantes en este
sentido son las siguientes: «Rememorar qué?» y «Rememorar hasta qué
punto?» «Acordarse de qué?» y «Acordarse hasta qué punto?» y ¿Cuál es la
relación entre memoria, recuerdo y rememoración si se reduce al tema de
asumir o eludir responsabilidades? ¿Hasta qué punto se es responsable de
olvidar o recordar algo?
Las respuestas unánimes requieren casos unánimes. El caso absoluto único es
un caso unánime. Conozco uno o dos casos absolutos. Uno de ellos es la
rememoración total hegeliana. En ella todo es rememorado desde la
profundidad de la naturaleza a través de la conciencia. Nada se mantiene
ajeno, todo se hace transparente. El segundo caso absoluto que conozco es la
elección existencial de uno mismo; en ésta, la asunción de responsabilidades
está coexpresada por la propia elección.
Lo no absoluto es siempre ambiguo. Uno se refleja en los ca-
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La discusión sobre el «fin de» cualquier cosa justifica una cierta cautela, ya
que la mente humana no puede adentrarse en un futuro demasiado lejano. Al
menos, el momento del nacimiento de una entidad concreta debe ser
determinado de tal forma que la hora de su fin pueda ser determinada también.
Esto es particularmente cierto cuando se trata de una institución, una idea o un
experimento históricos. Por consiguiente, el final del comunismo significa en
este caso el final del bolchevismo. El tipo de comunismo bolchevique nació en
el siglo xx, y tomó su forma final con el establecimiento de la (Tercera)
Internacional Comunista. Aunque el comunismo del siglo xx cambió varias
veces desde su fundación algunas de sus características, su persistente
identidad no puede ser sinceramente cuestionada. No fueron los observadores
teóricos los que establecieron dicha identidad; los propios sistemas comunistas
dependen de ella para su propia autolegitimación. Supone, en cada partido o
Estado comunista, una cierta continuidad con el comunismo del siglo xix, y
también con el radicalismo antidemocrático de tipo nacionalista. Sin embargo,
la «hora cero» de los partidos y Estados comunistas sigue siendo el
establecimiento de su identidad bolchevique. La relación entre el marxismo y
el leninismo fue forjada por el sagaz seminarista georgiano a semejanza de la
relación entre el Viejo y el Nuevo Testamento.
1
Continuemos con el cuento de la Historia del Partido Comunista (bolchevique)
de la Unión Soviética que fue atribuida a Stalin. Sin duda alguna este libro es
una sarta de mentiras transparentes. No obstante, su función no era la de servir
como crónica verdadera de ningún acontecimiento, sino más bien como la
narrativa que establece la iconografía de la autolegitimación del comunismo.
De acuerdo con esta historia, la facción bolchevique no comenzó a imponer su
identidad frente a la socialdemocracia mediante el respaldo de una ideología o
estrategia diferente, sino defendiendo una nueva forma de organización. Y
este relato de la génesis, con independencia de si es o no históricamente cierto,
es fundamentalmente correcto como autocaracterización.
El nuevo partido-organización estaba basado en la idea simple, pero poderosa
y original, de introducir en el ámbito político las relaciones jerárquicas de
mando-obediencia del Ejército y las fábricas. Las relaciones de mando-
obediencia en política no eran nuevas en un Estado autocrático que, como
resultado de su carácter opresivo, se convirtió en un terreno abonado para la
política de conspiración y terrorismo. Pero tanto la política zarista como el
terrorismo de Narodnik se mantuvieron, a su modo, en un nivel aristocrático y
elitista. Un partido cuyos miembros proceden de una multitud aún sin moldear
socialmente tenía que proponer una solución distinta. Al formular e introducir
el estatuto de su partido, Lenin inventó realmente un modelo completamente
nuevo e inaudito: el aparato totalitario. Las personas que entran en este
aparato son «iguales»; es decir, no aportan al mismo su estatus social anterior;
ni las aptitudes ejercitadas fuera de él. La organización y el aparato las
estructurarán, subordinarán jerárquicamente, las asignarán a posiciones de
mando y/o de obediencia en su seno. Es éste un modelo perfecto de
organización totalitaria. Las organizaciones totalitarias se adaptan mejor a la
labor de establecer relaciones políticas de mando y obediencia estáticas
(reproducibles) en sociedades no tradicionales, y, en este sentido, modernas.
El modelo de la primera célula comunista ya era una relación de
mando/obediencia orientada hacia el deber (como el ejército o la fábrica), y un
deber porque había sido postulado por adelantado. Mencioné a propósito «un»
deber, no el deber. El programa era socialdemócrata revolucionario en sus
inicios. La organización estaba supuestamente formada de tal manera que se
pudiese llevar a cabo este proyecto en particular. Pero el carácter de la
organización cambió el propio deber (objetivo). Tanto el objetivo como la
ideología fueron moldeados gradualmente según la forma de la organización.
Esto corrobora la tesis de que las primeras células del partido ya habían
contenido las posibilidades de un sistema totalitario. El ajuste de los objetivos
a una organización política totalizadora es una historia
cabeza de puente para la ofensiva; cambiando de aliados día a día en virtud del
objetivo estratégico del momento; neutralizando a los actores sociales con
promesas que nunca se pensaba cumplir. Así eran los métodos modernos de
propaganda y agitación inventados y puestos en práctica.
Estos tipos de tecnologías de poder eran, y siguen siendo, muy atractivos en
países en los que las elites gobernantes tradicionales fracasaban en dos
aspectos: por un lado, en la modernización y, por otro, en compartir el poder
con una elite social no-tradicional (nueva). Las nuevas elites están formadas
por graduados medios o superiores, y sus miembros se consideran a sí mismos
capaces de gobernar; también están desesperadamente hambrientas de poder.
Estas nuevas elites están constituidas en general por mentes mejores que las
antiguas, teniendo en cuenta que estas últimas, apoyándose en su privilegio
social, nunca pasaron por una selección preliminar obligatoria basada en sus
capacidades. Dado que las nuevas elites son modernas, sus ambiciones
también son modernas. Entre otras cosas, está su aspiración a desarrollar una
tecnología industrial y agrícola de un nivel más alto. Las referencias que
hacen al «proletariado» o a la «nación proletaria>) (Mussolini) son las
formulaciones ideológicas de su apuesta por darle la vuelta a la relación entre
los que gobiernan y los que son gobernados. Esto es lo que ocurrió en los
países comunistas. Dado que el régimen nazi duró sólo diez años (demasiado
tiempo para los que lo padecieron pero no lo suficiente para una
transformación social absoluta), el cambio en la composición de la elite
gobernante alemana entre los períodos prenazi y posnazi es bastante
asombroso, tanto en términos políticos como empresariales.
Varios de los primeros seguidores de Lenin en Rusia se desilusionaron sin otra
razón que la inferioridad manifiesta de la nueva elite que iba surgiendo. La
vanguardia inteligente era demasiado reducida para reemplazar al antiguo
aparato zarista. El caso en países donde el comunismo fue simplemente
superpuesto por un poder extranjero tras la Segunda Guerra Mundial es
similar. El nuevo régimen tuvo que crear una nueva clase de gobernantes,
expertos y administradores, en números relativamente altos, todos ellos
formados en instituciones educativas Uniformemente controladas por el
Estado y centralmente supervisadas. Se originaron nuevas clases medias y
altas, que se convirtieron en los beneficiarios directos o indirectos del
régimen, a menos que se permitieran el lujo de disentir abiertamente. En los
países poscomunistas existe en la actualidad una clase media-alta bastante
fuerte y numerosa, y no es probable que esta dite cambie; tan sólo cambiarán
sus lealtades políticas. Las figuras más comprometidas políticamente con el
antiguo régimen desaparecerán pero, en general, la gente continuará
ocupando su antigua posición en el sistema de estratificación, al menos por
ahora.
La incapacidad para hacer frente a la circulación de elites contribuye al
debilitamiento interno y a la muerte de los regímenes comunistas. Siempre que
la movilidad ascendente sea rápida (nuevas personas ocupan las posiciones de
los gobernantes jubilados, preferentemente junto con sus viviendas), la nueva
dite prestará apoyo al sistema. Pero cuando las posiciones se hereden y la
riqueza sea privada (procedente de fuentes ilegales incluso en los propios
términos del régimen), las nuevas clases medias dejarán de necesitar el
incómodo e inherentemente peligroso sistema. Tan pronto como el fracaso de
la modernización se ponga de manifiesto, estas clases tendrán un fuerte interés
en el fin del comunismo.
III
Aunque todos los aspectos del totalitarismo, incluido el terror masivo, están
implícitos in nuce en el párrafo aparentemente inocente sobre la organización
de una célula del partido, ninguna necesidad histórica determinó con
antelación que todos ellos deberían desarrollarse en toda su plenitud. El hecho
de que los comunistas lograran el primer objetivo de su grandioso plan de
toma y mantenimiento del poder político fue ya el resultado de la coincidencia
de muchos factores contingentes. Pero, posteriormente, la lógica de los
acontecimientos cobró mayor importancia que las contingencias. Si se
combina la decisión de no dejar que el poder se escape nunca de las manos de
los gobernantes con la puesta al día de la maquinaria de protección del poder,
éste se mantendrá efectivamente por todos los medios posibles a su alcance.
En caso de resistencia, el terror masivo reinará en su más alto grado. En
realidad, esto incluía el terror organizado y meticulosamente administrado, y
—al me-
nos al principio— también tenía por cometido desatar la rabia popular,
deliberadamente encendida, sobre sus víctimas.
Dado que sólo una minoría relativamente pequeña apoyaba a los partidos
comunistas incluso donde tomaron el poder sin contar sin un apoyo militar
externo, o al menos sin demasiado apoyo, las fuentes racionales de
legitimación no podían funcionar. La legitimación mediante el carisma ofrecía
una solución fácil, especialmente en aquellos países en los que los anteriores
gobernantes autocráticos habían recibido su legitimación de sus instituciones
tradicionalmente carismáticas (como es el caso del Zar de Rusia o del
Emperador de China). La legitimación por el carisma para un gobernante
moderno no era una invención del todo nueva; fue utilizada por primera vez
por Napoleón. Pero el gobierno y reinado de Napoleón fue un gigantesco
espectáculo unipersonal, y siendo ante todo un gran soldado, podía contar con
ciertas tradiciones de apoyo. El caso del nuevo dictador es diferente, ya que es
principalmente el dueño de una institución totalitaria, e incluso cuando es la
personificación del régimen, casi deificado, sus órdenes irrevocables son
promulgadas únicamente en el nombre de esa institución. El dictador
carismático moderno ocupa una posición delicada, incluso contradictoria.
Tiene que ser el emblema de la nueva elite, revolucionario hasta la médula; es
esta cualidad lo que justifica ante sus allegados los asesinatos de masas
cometidos por él y en su nombre. La contradicción implícita en esta posición
es la siguiente. O extiende las purgas asesinas a sus propios allegados y por
tanto se convierte en peligroso para el propio régimen (Stalin fue salvado por
la Segunda Guerra Mundial, y Mao murió antes del contragolpe), o deja de ser
un «revolucionario», incluso termina la «revolución desde arriba», por lo que
pierde su carisma y se convierte por completo en un estorbo (tal y como
sucedió con todos los gobernantes rusos posteriores a Jruschev y con los
actuales dirigentes chinos). Realmente, Stalin nunca fue reemplazado en la
Unión Soviética, y la era pos-Breznev sufrió de un constante déficit de
legitimación. Sin un dirigente carismático, el sistema pasa a ser disfuncional:
el terror no puede ser perpetuado ni siquiera a baja escala sin la imagen del
purgador carismático ocupando un lugar muy importante. Aparentemente,
aquellos que, bajo órdenes, cometieron asesinatos masivos, políticamente
motivados, contra la población civil de su propio país, necesitan adherirse a
una figura paterna de dimensiones cuasimíticas que asuma su culpa, así como
la responsabilidad por cada crimen, en virtud de ser una institución más
grande-que-la-vida, un semidiós. Stalin no fue un seminarista en vano:
entendió cómo poner el carisma religioso al servicio de la política del poder.
El fin del carisma institucionalizado del Partido Comunista y el del dirigente
es el principio del fin del comunismo. El apoyo de Solidaridad a la elección de
Jaruzelski para la presidencia no tuvo nada que ver con su carisma auténtico o
fabricado, que nunca había existido, mientras que más de veinte años antes
Kádár, un colaboracionista abierto y desvergonzado, había triunfado en la
creación de un cierto carisma alrededor de su persona. Este ejemplo demuestra
que la interrelación funciona en ambos sentidos. Se necesita un cierto carisma
para practicar el terror, y el terror debe ser utilizado para dotar de carisma a la
persona del dirigente. En el momento en que los dirigentes de los partidos
dejan de mandar ejércitos o policías armados, cuando ya no se encuentran en
la posición de mandar abrir fuego, o no quieren hacerlo, el carisma se
desvanece. Sin embargo, aun cuando se necesite el terror para conseguir
carisma en ei comunismo, el ejercicio del terror por sí solo no es suficiente
para llegar a ser carismático, como se ha visto confirmado por la matanza de
la Plaza de Tiananmen y sus consecuencias. Se ha roto el hechizo, y esta vez
para siempre.
Siempre hubo una oposición comunista, abierta o clandestina, a la dite
comunista gobernante. Estos denominados «desviacionistas» o «renegados»
sacrificaron su posición, su libertad, a menudo incluso su vida, por su
disensión, pero nunca consiguieron nada sin el cumplimiento de tres
importantes condiciones. Primero, dado que en el modelo leninista es el centro
ei que decide todo, y quien quiera que lo contradiga está condenado, la
oposición tiene que ocupar el centro. Segundo, dado que el modelo leninista
de organización implica el sistema completo de totalitarismo in nuce, la
misma tradición leninista debe ser abolida. Tercero, dado que el régimen
utiliza la ideología para reforzar la relación mando-obediencia, la ideología de
apoyo debe de ser relativizada o destruida. Por ejemplo, en 1956, en Hungría,
se cumplieron las tres condiciones. En esa ocasión fue el Ejército soviético el
que desempeñó el papel de centro ideológicamente intacto. Y la revolución
húngara suscitó la pregunta
69
bieron bajo el peso del trabajo obligatorio y por hambre, millones fueron
encarceladas para que pudiera darse la economía moderna más ineficiente y
más disfuncional, una economía que está ahora al borde del desplome total.
No era ningún secreto en los círculos comunistas que los planes no
funcionarían. Se abandonaron desde el principio mismo importantes aspectos
del proyecto marxista. El resto, sin embargo, fue incorporado en las fibras
sociales de una sociedad totalitaria. Pero hace ya varias décadas se pusieron en
marcha diversos experimentos para transformar, mejorar y cambiar esos
planes. Lo que en la actualidad se denomina «perestroika» se inserta en esta
tradición. Hasta el momento, no existe en la Unión Soviética ninguna
perestroika salvo de nombre. Aunque las mejoras en la eficiencia económica y
tecnológica parecían ser los principales objetivos de las reformas de
Gorbachov, la situación es peor que antes. Gorbachov se enfrenta al mismo
problema de los «fines» sustantivos a los que Lenin se enfrentó en sus
tiempos. En principio, existen planes, modelos a seguir, pero no existe
ninguna forma de averiguar cómo hacer que el país se mueva en la dirección
necesaria. Lenin creía que una vez que se había alcanzado el poder, el modelo
concebido en la imperturbable atmósfera de los estudios bibliotecas de los
emigrados de Londres sería puesto en práctica en un breve espacio de tiempo.
Aparentemente, Gorbachov no tiene idea de cómo, incluso estando en
posesión de poderes dictatoriales absolutos, podría encaminar a su país en la
dirección de una economía que funcione. Así que actúa de un modo similar a
Lenin, sólo que con signos opuestos. En vez de centrarse en los fines, se
concentra en la organización, el marco institucional y la ideología. Y, de
hecho, ésta, y no el tratar de forzar programas o planes económicos o
tecnológicos, es la forma de salir del totalitarismo.
El principal cambio institucional en la Unión Soviética hasta el momento no
es el establecimiento de la democracia, sino el salir de una forma de dictadura
en la cual el dictador ha dejado de ser el representante del totalitarismo.
Gorbachov podría convertirse en un dictador plebiscitario, un mandato que
aún no ha alcanzado, pero ya es independiente del partido. Este tipo de
independencia no significa que Gorbachov pueda tomar todas la’ decisiones
por su cuenta, un poder privilegiado que sólo Stalin tuvo. Sin embargo,
Gorhachov se independizó del partido no
sólo de [acto sino también de jure, de manera que puede poner en práctica sus
decisiones sin la obediencia entusiasta de la maquinaria del partido, y, si es
necesario, incluso en contra de ellas. Aunque las analogías históricas
confunden más que explican, aún puede verse como una ironía de la historia el
hecho de que los troskistas alcanzaran finalmente su «Termidor» y Rusia su
primer cónsul (con o sin el apoyo del Ejército). El curso de la historia rusa aún
continúa abierto, pero el comunismo es ya una opción descartada.
Iv
La tecnología del poder inventada por Lenin puede sobrevivir al comunismo,
y, durante un tiempo, incluso el comunismo puede sobrevivir bajo diferentes
disfraces. Las tecnologías del poder totalitario pueden serle útil a cualquier
elite nueva con ansias de poder, y si se combinan con ciertos eslóganes del
comunismo modernizantes y centralizadores, pueden funcionar incluso sin el
apoyo militar soviético. O, en el caso de conflictos entre las familias que
tradicionalmente tenían el poder, una familia aún puede recurrir a la ideología
y la tecnología del comunismo para ganarle por la mano a sus enemigos.
Finalmente, en el caso de conflictos raciales, un grupo racial puede conseguir
el poder frente a otro empleando medios totalitarios. En cualquier caso, el
comunismo, históricamente hablando, está muerto y sin posibilidades de
resurrección.
Hablar históricamente es hablar el lenguaje de la imaginación. La existencia
histórica no es simplemente una cuestión de hecho, sino también una cuestión
de nuestras relaciones con ese hecho. El comunismo no fue únicamente un
mal sistema político o económico bajo el cual vivían casualmente algunas
personas. Era un sistema que se llamaba a sí mismo socialista, que pretendía
ser superior al resto (al capitalismo) y que legitimó tanto su existencia como
su expansión con una pretensión universalista. Era un sistema que realmente
se expandió con rapidez, dando la impresión de poder cumplir con sus
pretensiones universalistas gracias a la fuerza bruta de su tecnología del poder
y a lo atractivo de su ideología. El comunismo no toleraba lo parcial, lo
particularista, la diferencia. No competía con Otros Sistemas en uno u otro
aspecto, pero, como totalidad, declaraba la guerra política a otras totalidades.
Ya es hora de aprender que la «sociedad capitalista», como totalidad cerrada
que abarca todos los aspectos de la vida desde la economía a la política y la
ideología, nunca existió en ninguna otra parte que no fuera en la ideología
socialista y, en particular, en la comunista. Su función era servir como la
imagen del otro, un espantajo endemoniado, una creación proyectiva de la
imaginación del adversario.
Ahora que ha desaparecido el hechizo podemos fácilmente ridiculizar este
delirio de grandeza; y, sin embargo, ha gozado de un amplio crédito. Había
algunos creyentes, aunque disminuyendo en número continuamente, que
creían en la superioridad del sistema comunista, y otros, numéricamente
crecientes, que creían en su superior fuerza militar. Mientras que un régimen
sea percibido como altamente peligroso y plenamente capaz de cumplir sus
amenazas, ni el sistema ni sus principios necesitan alardear de tener muchos
admiradores para seguir muy, muy vivo.
En 1968, el comunismo había perdido su atractivo en Europa y, por lo general,
en Occidente. Pero la imagen del invencible poderío militar soviético
continuaba viva. Y los dirigentes soviéticos intentaron capitalizar dicha
imagen. El aumento de los movimientos pacifistas durante los años setenta,
especialmente en Alemania y Gran Bretaña, donde el temor a la maquinaria
militar soviética se tradujo en un lenguaje antiestadounidense y de defensa de
la política de desarme unilateral, proporcionó el último intento de rescatar el
comunismo de su muerte. El intento fracasó, debido principalmente a la
resistencia de los hombres y mujeres con sentido común.
Fue de nuevo la política de Gorbachov la que disolvió ese miedo, al retirar las
tropas de Afganistán, al entrar en conversaciones de desarme con Estados
Unidos y, en particular, al renunciar a la dominación soviética en los Estados
de la Europa del Este. Las puras cifras del armamento militar suponen una
amenaza meramente abstracta; la amenaza se concreta si también se está
dispuesto a utilizarlo.
De los tres síntomas mencionados anteriormente, sólo uno puede interpretarse
como una indicación inequívoca del cambio esencial en la URSS: la renuncia
a su dominación sobre los Estados de la Europa del Este. Los oti-os dos
síntomas, por sí mismos, podrían, sin embargo, haber sido interpretados como
mdi-
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91
II
Las interpretaciones socialistas de la liberté implicaban, en general, dos
formas de criticarla. En el primer caso se hicieron objeciones vehementes a la
extensión real de la liberté. La acusación fundamental fue la de hipocresía. La
liberté fue declarada universal, en tanto que, de hecho, siguió siendo reducida
—a través del censo electoral, de la distinción entre citoyens actifs et passifs—
a menudo a no más del 6 u 8 por ciento de la población adulta, e incluso en el
mejor de los casos no llegando a más de la mitad. De esta interpretación cariz
crítica se originaron poderosos movimientos que alcanzaron la mayor victoria
política de la democracia moderna, la extensión al conjunto de la población
masculina del derecho a elegir y ser elegido. (Lo que de inmediato muestra la
limitación de la imaginación política socialista, que sólo era capaz de pensar
en términos de clases pero no en los de sexos.) El socialismo, durante su era
heroica, luchó por la universalización de la liberté en alianza con los liberales,
a menudo a pesar de las afirmaciones irónicas de sus propios padres
fundadores sobre los simples derechos políticos.
En el segundo caso el socialismo aceptó la definición cartesiana de liberté
como el poder para hacer o no hacer algo, y se hizo la siguiente pregunta:
¿Tienen los trabajadores el poder, es decir, la libertad, de no trabajar en las
fábricas en las condiciones realmente inhumanas de la Revolución Industrial?
Si no tienen ninguna alternativa a la aceptación de dichas condiciones
espantosas, establecidas por sus amos socialdarwinistas, ¿son libres, a pesar de
la solemne declaración de sus libertades? ¿Fue la descripción de Marx de la
«esclavitud emancipada» una exageración total? Y ni siquiera las
considerables mejoras de las condiciones de trabajo, que se dieran en este
siglo bajo la presión de los movimientos de la clase trabajadora, eliminan
enteramente la validez del problema de la liberté como poder; problema que
aún tiene resonancia en el mundo moderno, y la confianza en la posibilidad de
ocupaciones y formas de vida alternativas continuará en el programa socialista
el próximo siglo. En este caso, la interpretación crítica de la liberté estuvo
dirigida hacia la discrepancia entre el principio y su «realización».
Dos estrategias diametralmente opuestas del socialismo surgieron de este
desafío de la liberté. La primera fue la «dialéctica». Tomó como hecho y
premisa la hipocresía inherente a la
yecto de la igualdad ante la ley parece haber sido completado en el seno de las
nacionesE5t0 (y cómo puede ser aplicado a escala mundial es algo que no
podemos ni siquiera abordar aquí).
Este progreso innegable con relación al segundo aspecto ha intensificado la
insatisfacción con el primero. Las teorías liberales pueden hacer todo tipo de
esfuerzos para convencer a la gente como hiciera Bentham, de que respecto a
la propiedad sigue siendo válida la verdad de que lo que pertenece a todo el
mundo no pertenece a nadie, una verdad que ha sido confirmada
recientemente por el experimento soviético: un gran número de no
propietarios se mantendrán en la situación imperaflte una igualdad
perfeccionada en un aspecto, una patente desigualdad en el otro, injusto.
Además, no existe ninguna esperanza en nuestro horizonte de que esta tensión
abandone nunca la modernidad. El camino hacia las soluciones fáciles está
bloqueado. En el mundo moderno, a diferencia del aristotélicO, nadie puede
formular seriamente la proposición de dividir las propiedades existentes en
unidades aproximadamente iguales (o al menos restringir su crecimiento
excesivo). El experimento soviético de declarar bien colectivo la propiedad
confiscada a todo el mundo fue una confirmación sorprendente de la oscura
predicción de Bentham.
Lo que los socialistas pueden considerar en la estela dejada por esos
resonantes fiascos es la siguiente distinción teórica. La propiedad tiene dos
aspectos: la posesión y la apropiación. No puede haber posesión sin el derecho
y la posibilidad de apropiación, pero puede haber apropiación (de los bienes
producidos por una civilización) sin posesión. Siempre fue una utopía del
primer capitalismo el hecho de ser únicamente la posesión lo que pueda
definir la apropiación una utopía a la que nunca llegó a corvesponder por
completo ni siquiera la más triste realidad de la Revolución Industrial. Y el
período de esta utopía se ha terminado ya. Se pueden, por tanto, forjar
estrategias en cuyos términos la apropiaCiófl como un aspecto —el social y el
colectivo— de la propiedad puede ser emancipado del otro, de la posesión, sin
socavar la economía de mercado o sin desencadenar violentos ciclos de
expropiación. Existe una amplia gama de opciones sociales tras esta propuesta
abstracta, desde la re- distribución de los recursos por parte del Estado con el
fin de solucionar los problemas sociales candentes, hasta la promoción y
apoyo a formas colectivas de posesión. El socialismo, hipnotizado por la idea
de una propiedad colectiva total, que, en sus versiones más benévolas, no
dañaría los intereses de nadie y de hecho pertenecería a todo el mundo, no ha
sintonizado su poder imaginario con la longitud de onda de este tipo de
soluciones, al menos no con la precisión suficiente.
Iv
De la trinidad revolucionaria, las dos primeras han sido constantemente objeto
de serios debates políticos, pero la fraternité se convirtió en un objeto de
irrisión, con su excesivo sentimentalismo y sus esquivos contenidos. El juicio
de la posteridad está pensado sobre una línea de colisión con la percepción de
la propia era revolucionaria. El conjunto de la música de Beethoven, y no sólo
el último movimiento de la Novena Sinfonía, sigue siendo un misterio si no se
siente en segundo plano la presencia del aura de la fraternité, ni tampoco
puede entenderse sin ella la antropología revolucionaria inicial. La fraternité
era un principio con doble función en la revolución. En el seno de la nation
complementaba la «rigidez» y la «mecanicidad» de la ley. En esta función, la
fraternité desempeñó un servicio ambiguo. Por un lado suavizaba la dureza
del sistema legal de principios de la modernidad, y ponía de relieve que
incluso la ley más justa tiene víctimas inocentes, y que también existen otras
consideraciones además de las legales. Por otro lado, a menudo incitaba a
repudiar la ley y a reemplazarla por actos violentos. «Fraternisation» fue el
nombre que recibieron los actos terroristas de intimidación a los moderados a
la sumisión y obediencia en 1793-1794 en los distritos de París. Fuera de la
nación revolucionaria, la fraternité estaba destinada a ser el fundamento de lo
que en estos tiempos denominamos relaciones internacionales, y en la era del
nacionalismo se convirtió con rapidez en una pura hipocresía. Francia nunca
se comportó, incluso antes de Bonaparte, de un modo fraternal con ninguno de
los países conquistados, y la Gran Revolución estableció el ejemplo para los
repetidos actos de «apoyo fraternal» por parte del Ejército rojo.
Carl Schmitt puede tener razón al hacer hincapié en que nuestros conceptos
políticos tienen un origen teológico, aun cuando nuestra conclusión, según se
deduce, no es necesariamente similar a la suya. Pero existen grados de
diferencia, y la
fratemité era la menos secularizada de la trinidad revolucionaria, ya que
significaba, primero, una unión familiar en la que los lazos no eran de sangre,
sino de una naturaleza espiritual, a veces de una naturaleza abiertamente
mística, semejantes a lo que Dostoievski llamó «hermandad en Cristo”.
Segundo, implicaba la unidad y homogeneidad de la familia frente a las
diferencias individuales. Finalmente, pretendía ser un principio, con una
mayor falta de claridad y un carácter evasivo más acusado que cualquier otra
afiliación u obligación bien definida de la vida <(normal”. Y fue precisamente
este carácter escasamente secularizado del término el que resultó ser poco
apropiado para los procedimientos de la modernidad.
En el siglo xix, la fraternité pasó a ser rápidamente una opción descartada en
ambas de sus funciones. Entre las naciones- Estado fue más bien el principio
de Nietzsche, la actitud del «monstruo helado», el que prevaleció. En los
movimientos revolucionarios hubo ciertos signos de fraternité entre los
militantes y perseguidos socialistas de los legendarios tiempos de la fundación
del movimiento. La forma en que se llamaban unos a otros «camaradas” era lo
más visible de esos signos, indicando «relaciones familiares”. Pero la
temprana fraternité socialista pronto dio paso a la regularización burocrática
de las relaciones de los grandes partidos y organizaciones internacionales.
Además, existía entre los militantes de los últimos tiempos una reacción tanto
teórica como emocional contra la fraternité. Cuanto más se agudizaban los
conflictos entre los socialistas y sus enemigos, más se convertía la
kameraderie, la solidaridad no emotiva de los luchadores, en la virtud del
momento.
Durante los años sesenta y setenta se dio en la nueva izquierda un breve
período de resurrección de la fraternité, un vestigio de la cual aún subsiste en
el eslogan de «hermandad femenina” entre los colectivos feministas. Pero en
el nuevo acto izquierdista de resurrección de la hermandad tanto masculina
como femenina también se dio un elemento enfático de éxtasis inducido por
las drogas que confirmó forzosamente una desviación temporal y que en la
actualidad está sepultado por el culto a la salud de los ochenta. Tampoco
puede predecirse el futuro a largo plazo de este principio emocionalmente
sobrecargado. Los socialistas sienten efectivamente la necesidad de otras
formas de vida distintas de las que pueden conseguirse en el marco de los
grandes partidos burocráticos; y aprecian ciertamente la decencia tras la
decadencia moral del comunismo. Pero no existe ninguna señal en la
atmósfera posmoderna de que vayan a luchar por ser miembros de una familia
homogénea sin mantener su diferencia.
Los socialistas desperdician a menudo un valioso tiempo en la búsqueda de
principios que sean exclusivamente «suyos» en la modernidad, su propia
marca de distinción. Dicha búsqueda es, como he tratado de resaltar a lo largo
de este trabajo, una búsqueda inútil: los principios más importantes de la
modernidad han sido establecidos en las legendarias actas de fundación. El
fuerte del socialismo ha sido durante mucho tiempo su capacidad para
interpretar estos principios de un modo radicalmente nuevo. Y es
precisamente esta facultad interpretativa lo que se ha perdido en el interrnezzo
comunista, tanto en el lado de los comunistas como en el lado de aquellos
cuyas energías se agotaron casi por completo en su oposición al comunismo.
Si el socialismo tiene o no futuro depende en muy gran medida de su
capacidad de regenerar esa facultad de interpretación original.
Existe una contradicción entre la estructura básica del orden social moderno y
el tamaño óptimo de su reproducción; es deejr, el orden moderno puede estar
totalmente en vigor sin asegurar al mismo tiempo el nivel óptimo de su
reproducción. El orden social moderno es más inestable que el premoderno y
más de un factor contingente contribuyen a su viabilidad. Es un orden de
decisión sensible, así como también lo es de actitud sensible. Aunque
comparte esta última característica con el orden premodem0 la combinación
de la ecisiónsensibjlid y la actitud nsibi dad puede convertirse en una fuerza
desestabilizadora. Es de vital importancia para la pura superrivencia de la
modernidad conseguir un nivel de reproducción más cercano al óptimo.
El nuevo orden social está basado en relaciones de reciprocidad simétrica,
mientras que el viejo estaba basado en relaciones de reciprocidad asimétrica.
En el caso de la reciprocidad asimétrica, los hombres y las mujeres están
situados por su nacimiento en una clase social, un rango, un Estado, o una
casta. Ahí encuentran su destino prefabricado. La jerarquía se establece en la
cuna, y los hombres y mujeres habrán de desempeñar sus funciones sociales
según el lugar que ocupen desde su nacimiento. Evidentemente, este orden no
es de decisión sensible:
ninguna decisión aislada afecta a la vida cotidiana —la estructura jerárquica se
encuentra arraigada demasiado profundamente, tanto que debe ser considerada
como «orgánica». Sin embargo, dicho acuerdo es obviamente de «actitud
sensible», ya que el sistema es mantenido por la aceptación de las actitudes, y
los roles, de mando y obediencia.
En el momento en que se hacen preguntas sobre la legitimidad, no sobre una u
otra relación concreta de mando y obediencia, sino más bien sobre la relación
de acción independiente del mando y la obediencia en general, el orden social
comienza a desmoronarse. Este es el motivo de que los sofistas llegaran a ser
tan peligrosos a los ojos de Platón, y de que Nietzsche detectara la principal
fuerza desestabilizadora en el igualitarismo oculto de la ética judeocristiafla.
En el momento en que la gente empezó a creer que todos los hombres habían
nacido libres, sonó el toque de difuntos por el antiguo régimen. Fue
deconstruido.
El nuevo orden, nacido simultáneamente con la deconstrUc ción del antiguo,
está basado en la evidente aserción de que todos los hombres y mujeres nacen
libres. En términos de orden social esto significa que las gentes ya no nacen en
el seno de clases sociales y castas fijas, sino que son un haz de posibilidades
sin límites. Es tan sólo en el seno de las instituciones donde se las jerarquiza o,
como dijo Rousseau, se las encadena. Como resultado, sus posiciones en la
jerarquía social dependerán de la función que desempeñen en la división del
trabajo. Hasta qué punto la gente que ha nacido libre será encadenada y de qué
tipo serán esas cadenas depende, en realidad, de las instituciones.
Por esta razón las sociedades modernas son de «decisión- sensible». Las
decisiones humanas, en particular las políticas, pueden cambiar y transformar
las instituciones con mucha más facilidad que el mundo entero de la vida
cotidiana. Por ejemplo, un dirigente totalitario puede destruir en cuestión de
años la independencia de todas las instituciones que existían con anterioridad
al régimen del partido único, e introducir el elemento de una absoluta
inestabilidad en el orden moderno. La rigidez externa de tal régimen es la
manifestación de su inestabilidad.
Volvamos al tema de la actitud-sensibilidad. Como ya se ha mencionado,
tanto el orden premoderno como el moderno son de actitud-sensible. Pero se
necesita una actitud completamente diferente para su respectiva estabilización.
El orden premoderno se desestabiliza al poner en duda y cuestionar
constantemente las normas y leyes, mientras que esta misma actitud constituye
la cuerda de salvamento de la modernidad. La modernidad debe
institucionalizar una justicia dinámica para sobrevivir. Necesita instituciones
permanentes al igual que procedimientos permanentes para el cuestionamiento
de la justicia. Y dado que «todo el mundo nace libre» y todo el mundo es
también estratificado y jerarquizado por las instituciones (normalmente por
más de una), se necesitan posibilidades abiertas tanto para la lucha individual
como para la colectiva. El orden moderno necesita la actitud que promueve la
autocorrección mediante la negación. Existen dos actitudes diferentes de este
tipo. Una está relacionada con la trascendencia de los límites o fronteras
individuales (personales), tales como la ambición, la competitividad o el
perfeccionismo; la otra lo está con la trascendencia de los límites o fronteras
colectivas, como por ejemplo la solidaridad.
Llevó tiempo comprender que se necesitan simultáneamente ambas actitudes
para establecer las condiciones óptimas para la
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no tiene nada que ver con la distribución, al menos en un sentido directo, sino
más bien con la producción y el consumo.
Estos temas son complejos y suscitan una gran diversidad de preguntas, cuyas
respuestas no pueden ser cuantificadas. Por ejemplo, en la imaginación
ecológica, la libertad no aparece ya como la perfecta condición para la lucha
social a través de la cual pueda lograrse una mayor igualdad (en cuanto a
bienes y servicios). Pueden aparecer conflictos entre la libertad y la vida, la
dignidad humana y la supervivencia de la raza. El viejo instinto del socialismo
—que tan útil le ha sido al movimiento durante dos siglos— de crear una
nueva institución para regular cada problema, seguramente no funcionará en
este caso. Sin la reaparición del espíritu republicano, dichas instituciones
pueden ir en detrimento de aquellas libertades sin las cuales la modernidad
está muerta.
Parece como si el socialismo hubiese desarrollado alguna sensibilidad hacia
los nuevos problemas. Los partidos socialistas de España, Francia, Portugal e
Italia se encuentran bajo el hechizo de los grandes cambios que Europa ha
sufrido desde 1968. Son, en realidad, grandes cambios, aunque es difícil
entender en qué consisten exactamente. Yo creo que el aspecto más
importante de estos cambios es precisamente que no pueden ser entendidos
por una teoría sociológica profundamente generalizadora. Yo discutiría estos
cambios en términos de la autoconciencia de la modernidad. Los modernos
creían antes que su mundo podía ser entendido con la ayuda de leyes
universales científicamente establecidas. También creían que la modernidad es
algo parecido a una estación ferroviaria de tránsito, de la cual parten trenes
para otros lugares, por ejemplo, hacia un destino final denominado socialismo.
Estas creencias se han desvanecido en el aire. A la autoconciencia
contemporánea de la modernidad podemos llamarla posmoderna con cierta
dosis de hegelianismo: no nos encontramos después de la modernidad, sino
después de la aparición de la modernidad. Las clases socioeconómicas, esos
vestigios de los viejos Estados, han desaparecido finalmente de Europa y
quizá también de Gran Bretaña. La democracia liberal, la condición óptima
para los movimientos pendulares, ha sido definitivamente establecida en
Europa, y quizá también al este del Elba. Sin embargo, no deberíamos creer
que las «leyes>’ de este mundo puedan ser descubiertas; más bien deberíamos
pensar
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aceptado como principio secundario. Uno puede ordenar que las necesidades
de aquellos que son incapaces de sobresalir sean satisfechas, y que todo el
mundo tiene que tener al menos una cantidad de bienes que le sitúen en las
condiciones de asegurarse el ejercicio de su excelencia. El significado de
«excelencia» no necesita ser determinado, ni tampoco es necesario determinar
cómo o en qué aspectos pueden sobresalir las personas. Si, no obstante, se
acepta el principio de «a cada cual según sus necesidades», aprobamos un
mundo que no conoce la competición ni la excelencia, ya que si lo hiciera,
existiría una escasez relativa al menos en algo. Esto es cierto respecto a todas
las interpretaciones posibles del eslogan, que puede variar desde un tipo de
igualitarismo dictatorial hasta una fantástica utopía de abundancia absoluta. La
socialdemocracia nunca, por supuesto, fue igualitaria en el sentido descrito
anteriormente. Recomendaba el «principio de la necesidad’> como el principal
principio correctivo; y como tal, tiene que mantenerse.
La sorprendente similitud entre las dos concepciones de la justicia radica en la
ausencia total del elemento ético-moral. Si tienes que dar (al prójimo) los
bienes que se merece, tu acto requiere una actitud ético-moral. La caridad es
obviamente una cuestión moral; se es caritativo cuando (como persona) se
satisface una necesidad de otro, sólo por el propio bien de ese otro. Si las
cosas se deben a los hombres y mujeres en función de su excelencia, entonces
yo simplemente sobresalgo (o no) y tú sobresales (o no), y ambos recibimos lo
que nos merecemos en función de nuestra excelencia. Además, si algo se te
debe a ti en función de tu excelencia, ello no es por completo un asunto moral.
La «sociedad>’ se hace cargo de la distribución, no un individuo. Si yo no
pago lo que te mereces por tu servicio, soy punible legalmente. Y si pago
correctamente y a tiempo por los servicios de un pintor de brocha gorda, esto
no se debe a que yo sobresalga en virtud de la justicia (distributiva). Esto
significa que sin las sanciones legales quizá nadie pagara por los servicios
prestados, al igual que a nadie le importa si uno consigue un trabajo en lugar
de conseguirlo una persona con muchos más méritos, incluso a sabiendas de la
superioridad de la otra persona. El primer principio moderno de la justicia
distributiva funciona a través de un mecanismo moralmente demasiado débil.
Muchos socialistas creen que su principio (correctivo) es moralmente fuerte,
en la medida en que el compromiso con este
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Donde quiera que uno mire, las personas como tales no tienen ya por qué estar
en la distribución. La justicia distributiva es el resultado de un Estado y una
sociedad bien ordenados. Podríamos hacer la pregunta de si esta forma de
administrar la justicia distributiva es mejor o peor que las formas
premodernas. Yo creo que no es ni mejor ni peor, es simplemente un tipo de
distribución distinto. La virtud personificada de la justicia distributiva
(incluida la caridad) era el resultado de la dependencia personal, y estaba
relacionada con ella. Uno besa la mano de los que le salvaron a él y a su
familia del hambre o del estado de privación. El mundo moderno elimina la
dependencia personal. Ahora no hay que suplicar, hay que exigir unos
derechos. Esto conviene a nuestra libertad y dignidad.
Si todo marcha bien y la modernidad sobrevive, el despliegue de virtudes
personales en materias de distribución pronto se convertirá en una anomalía,
un signo seguro de fracaso de las instituciones de administración y lucha por
la justicia social en dichas manifestaciones. Los movimientos y partidos
socialistas han de hacer algo frente a esta eventualidad. La revitalización de
las viejas virtudes personales de justicia no corresponden a su jurisdicción. Si
la distribución justa-injusta no depende de la ética personal, las viejas virtudes
personales de justicia aún pueden florecer más allá del ámbito de la justicia, en
forma de bellas éticas o de satisfacciones de orden religioso. Los movimientos
socialistas pueden por supuesto establecer una duradera alianza con el
republicanismo. Las luchas étnicas
—raciales— y las religiosas, los conflictos entre las formas de vida que
consideran sus diferencias irreconciliables pueden ocupar en breve el lugar
recientemente dejado por la lucha de clases. La justicia distributiva sola no
puede hacer frente a este nuevo cisma. Se necesitan nuevas instituciones
imaginarias, un marco más amplio para la lucha por la justicia en el que
vuelva a ser posible la participación de las masas con el despliegue de las
virtudes republicanas.
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El péndulo de la modernidad
do, el curso que ha seguido hasta el momento, al igual que sus posibilidades
para el futuro.
Se ha mencionado a propósito un relativo punto de Arquímedes. El beneficio
del gran cambio no será ni una completa transparencia de la modernidad ni
una nueva ciencia de la sociedad que responda inequívocamente a todas las
preguntas y dilemas. Sólo puede arrojarse luz sobre un objeto desde una
fuente de luz externa; una visión posmoderna no se encuentra fuera de la
modernidad. Por el contrario, lo que podemos aprender del movimiento de
retroceso del péndulo de la modernidad (desde la posición anterior de
obsesión radical por trascender el horizonte, hasta el punto de partida de la
constitutio libertatis) es que nuestros frenéticos esfuerzos pueden destruir la
modernidad, pero no pueden dejarla atrás. No obstante, era absolutamente
necesario un relativo punto de Arquímedes para evaluar la modernidad; es una
posición desde la que podemos afirmar con certeza que la principal intención,
habiendo creado este nuevo mundo, se ha autojustificado mediante la
eliminación de las opciones hostiles. Es tan sólo a partir de este «fin», que no
es ni el final de un viaje ni la anulación de su itinerario, cuando podemos
mirar hacia atrás sin el sentimiento de dej?iva, sino más bien con una ansia de
aprender algo nuevo sobre nosotros mismos.
Pero si vemos un objeto desde su interior en vez de pretender verlo
externamente y desde una posición «dominante», tenemos que admitir que
nuestro punto de vista es sólo uno de tantos y que esta limitación es imposible
de superar. Como bien afirmara Chladenius, un clásico de la hermenéutica del
siglo XVIII, no podemos ver todos los puntos de un campo de batalla al
mismo tiempo, por consiguiente es un autoengaño creer que somos capaces de
integrar en una teoría homogénea todas las posiciones de todos los posibles
espectadores de la contienda. Esta es una limitación ontológica y no una
limitación históricamente condicionada. Pero el pluralismo inherente a la
modernidad está expresado precisamente por la moderna curiosidad hacia los
puntos de vista de todos los observadores, y no sólo hacia los de unos pocos
distinguidos entre ellos.
Lo que se obtiene, por tanto, es un mosaico, no un mapa holístico bien
ordenado. Pero normalmente, al ver un mosaico, lo integramos en una imagen
más o menos racional. Y la imagen racional que recordamos en este relativo
punto de Arquímedes
es el conocimiento de nosotros mismos como modernos presentes aquí y
ahora, comenzando con una salvaje sacudida del péndulo de la modernidad
desde un extremo, ahora oculto para nosotros, volviendo lentamente hacia el
otro sentido. No sabemos hasta dónde llegará en su movimiento de retroceso,
y mantenemos diferentes opiniones sobre la extensión ideal de ese
movimiento. Tampoco sabemos si se repetirán los intentos desesperados y
arriesgados para empujarlo de nuevo de vuelta hacia el extremo que dejó libre,
si bien esperamos que no se repitan. Esta incertidumbre se desprende del
hecho de que no existe una hermenéutica del futuro; el texto que leemos está
siempre en el presente. Pero con todas estas condiciones, la interpretación de
la modernidad desde la posición ventajosa —relativamente arquimediana—
del fin del totalitarismo y de la reanudación de la tradición de 1789 da lugar a
preguntas inteligentes. Podemos preguntarnos: ¿fue realmente el totalitarismo
fruto de la modernidad o fue una explosión de lo retrógrado, lo atávico que
hay en nosotros? Si era un sistema moderno, ¿existe una inestabilidad
intrínseca en el orden moderno que lo ha hecho posible? ¿Hay en la
modernidad válvulas de seguridad que puedan bloquear la reaparición del
totalitarismo? ¿Puede la modernidad mantener sus promesas inherentes en la
declaración de 1789, sin tener que recurrir a la teoría y a la práctica de un
radicalismo que amenaza con cruzar el horizonte y lanzarse al abismo? Si esto
no es posible, ¿es entonces la modernidad un proyecto distorsionado o
fragmentado que sólo se engañó a sí mismo con la gran idea de un progreso y
una armonía universales? ¿Puede sobrevivir la modernidad? Nuestras
respuestas están contenidas en la metáfora del «péndulo de la modernidad».
Viendo el péndulo oscilar de un lado a otro, nos esforzamos por dar respuestas
relevantes por lo menos a algunas de esas preguntas.
1. LA MODERNIDAD
1. El concepto
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serlo. Pero puede surgir del escepticismo de un tipo limitado. Por definición,
el escepticismo o es limitado o, si no, lo abarca todo, lo que no deja de ser
algo metafísico, es decir, lo contrario de la metafísica. La indagación sobre el
carácter de la modernidad que a continuación nos ocupa se lleva a cabo con el
espíritu de un escepticismo limitado. Los autores no creen que el enigma de la
historia puede ser resuelto o, a este respecto, que tan siquiera exista dicho
enigma. Reconocen el poder de la contingencia en dos interpretaciones
(diferentes) del término «poder». Como un poder, la contingencia frustra
nuestras intenciones, ridiculiza nuestros sueños o los lleva a cabo
milagrosamente. La contingencia también nos da poder para empezar: para
comenzar y para introducir algo nuevo en el mundo, ya sea para mejor o para
peor. Es más, el escepticismo limitado reconoce la mescrutabilidad del mundo
moderno al igual que su falta de transparencia reforzada por la diversidad de
las perspectivas de su examen. La vieja dialéctica socrática de «cuanto más sé,
más sé que no sé nada», tiene su apogeo en la modernidad. Pero esta dialéctica
nunca evitó a ninguna persona seria y curiosa aspirar al conocimiento y al
autoconocimiento. Si el pensar en la modernidad otorga un conocimiento
digno de crédito es algo que puede seguir siendo un asunto pendiente. Pero si
necesitamos o no pensar en las condiciones de nuestras vidas no es un asunto
pendiente, ya que incluso deseamos este tipo de pensamientos. Finalmente,
mientras que puede decirse muy poco sobre la contingencia, algo preciso
puede decirse sobre las regularidades, las repeticiones, las conexiones
habituales, todas esas cosas ante cuyo telón de foro ocurren los
acontecimientos contingentes. A continuación se tratarán dichos temas.
2. La dinámica de la modernidad
Distingamos entre la dinámica de la modernidad por un lado y el orden social
moderno por otro. La modernidad necesita de ambos para salir adelante.
En los lugares en los que la modernidad se desarrolló de forma natural, a
través del método de tanteo, la dinámica de la modernidad apareció antes que
el orden social moderno; la primera facilitó el camino al segundo. En general,
esta dinámica continuó funcionando después de que el nuevo orden ya se hu
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mites, todas y cada una de ellas pueden someterse a prueba y ser consideradas
injustas o injustificadas. Segunda, todo el mundo puede plantear una demanda
de deslegitimación. Tercera, todos los argumentos que se puedan tener a favor
de una alternativa recurren a la libertad y a la vida como valores generales
(universales). En realidad, los tres aspectos se desarrollan de manera
coordinada, y su combinación final indica que se ha llegado a un punto sin
retorno en la aparición inicial (originaria) del orden social moderno.
La justicia dinámica es la mejor ejemplificación del carácter dialéctico del
orden moderno. La imposición de la justicia no es asimétrica. Una parte se
enfrenta a la institución, la otra la defiende. Se produce la colisión de dos
concepciones de la justicia, pero el concepto es el mismo. Estas colisiones son
los conflictos sociales más típicos, y cuando la vieja institución ha
desaparecido para siempre antes de que la nueva empiece a ser impugnada,
nos encontramos en el momento de la «negación», dado que la mayor parte de
las funciones, y también ciertas propensiones, de la vieja aún se mantienen en
la nueva. En ese momento puede dar comienzo la nueva ronda de
impugnaciones. En tecnología lo nuevo se convierte en viejo a una velocidad
todavía mayor, con o sin impugnaciones. Mientras que en el área de la cultura
(primero sólo en la «alta» cultura, y posteriormente en la «baja» cultura)
ocurre algo muy parecido, siempre se produce mediante impugnaciones
abiertas, si bien no necesariamente sobre la belleza, pero sí sobre la verdad y
la sinceridad de las «viejas» formas de la creación artística. En este campo, la
innovación de la primera mitad del siglo xx fue el descubrimiento de lo muy
antiguo, como un aliado de lo más nuevo. Uno tiene la impresión de que el
mundo moderno va corriendo hacia alguna parte: hacia adelante hacia el
futuro, pero al correr hacia adelante en realidad se alcanza a si mismo. Es
difícil afirmar si el ritmo de la dinámica de la modernidad es el normal, es
decir, el óptimo para mantener el orden social moderno. Con toda
probabilidad no lo es y, tras el completo establecimiento del orden moderno,
el ritmo puede aminorarse. Por razones que no serán discutidas aquí, el ritmo
debe aminorarse. Podemos sacar la impresión de que la justicia dinámica
puede seguir la misma suerte que tuviera en algunas culturas premodernas:
después de haber servido como partera en el nacimiento del nuevo mundo,
podía retirarse. Pero esto no habrá de suceder. El ritmo de la di-
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gente más allá del estrato normal de los «eruditos», ya sean sacerdotes o
personal secular. Por ejemplo, la Atenas de los siglos V-IV a.C. creó los
géneros de la filosofía, la tragedia, la historiografía. Fue a partir del genio de
Judea cuando se difundieron tanto el judaísmo como el cristianismo y, junto a
ellos, las ideas de igualdad y justicia social, mientras que desde el espíritu
sistematizador de Roma salieron la teología cristiana y los fundamentos de la
ley moderna. El «superávit cultural» se generó a partir de todas las fuentes en
las que el dinamismo de la modernidad había empezado a retar al viejo orden
social existente en Europa. El tiempo estuvo unido a los genii. Los géneros
nuevos, desde las ciencias naturales a la música para concierto, pasando por la
novela, exigían de una constante innovación, al igual que los rejuvenecidos
antiguos géneros, como la tragedia, la escultura o la pintura. Cada década trajo
algo nuevo y grandioso. Pero después de que el orden moderno se
estableciese, las energías de la cultura europea empezaron a disminuir. Ya no
eran necesarias. Esto suena un poco misterioso, y es misterioso en la medida
en que no tiene una explicación real. Pero tal y como están las cosas en la
actualidad, la principal tendencia cultural, la hermenéutica en todas sus formas
y versiones, toma su inspiración del pasado más que del presente. El impulso
hacia la inmortalidad, la eternidad y la universalidad se ha debilitado, al
menos en la cultura, si bien no en la vida individual aislada. Si damos una
opinión equilibrada sobre las posibilidades de nuestro mundo, también
habremos de dar expresión a un cierto grado de escepticismo sobre los
potenciales culturales del futuro. Con toda probabilidad no se producirá
ningún superávit cultural, tan sólo se generará tanta energía cultural como sea
suficiente para el bienestar espiritual, o quizá para la simple supervivencia, del
mundo moderno. Sin embargo, con total probabilidad, todos los establishment
modernos correrán mejor suerte que la mayoría de los premodernos, no porque
tengan un mayor poder creativo, sino porque mantendrán un gran poder para
rememorar y para recordar.
3. El orden moderno
Por «orden social fundamental» queremos indicar la estructura constante de, y
el mecanismo para, la distribución (ordena ción
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multiverso que fuera la causa última determinante de todas las demás, una
asunción que fue de bon ton filosófico en la religión ersatz de los economistas
desde Adam Smith hasta Karl Marx, equivale a privar a todos los demás de su
autonomía (real o potencial). Implica también una antropología en la que el
horno Qeconornicus es la función aislada más importante del horno Sapiens.
Sin embargo, el rechazo a ver la economía como el centro determinante del
mundo moderno no es equivalente a la negación de la posición central del
mercado para una lógica particu la de la modernidad, la de la división
funcional del trabajo. Incluso para aquellos que lo critican vehementemente, o
tratan de refrenarlo o reemplazarlo por otra cosa, el mercado sigue siendo
crucial, porque la mayoría de las funciones se reparten basándose en el
mercado, y las funciones que se distribuyen fuera de él tienen una importante
relación con el mismo. Segunda: el concepto de las distintas lógicas de la
modernidad no sugiere una teleología preestablecida (no existe en absoluto
ninguna «necesidad lógica» verificable que conduzca una lógica específica
desde la prernissa a la conclusio). Con anterioridad, hemos negado
específicamente el carácter teleológico de la modernidad plenamente
desarrollada, una época que, más bien, representa una ruptura radical con la
teleología de la predestinación del viejo orden. Pero un telos, característico de
una lógica y diferente de todos los demás, se imputa de hecho a cada una de
las tendencias que denominamos una «lógica» de la modernidad. Cuando
Weber discutió la especificidad de las racionalidades de las distintas esferas,
tenía exactamente esta circunstancia en la cabeza. Tercera: mediante la
imputación de un telos funcional específico a cada tendencia significativa,
transformamos todas ellas en lógicas propiamente dichas, siempre y cuando el
telos cree una consistencia inherente dentro de una tendencia determinada,
excluyendo los elementos que perturban, e incluyendo otros que hacen posible
su correcto funcionamiento.
Las principales lógicas de la modernidad son las de la diviSión funcional del
trabajo, el arte de gobernar y la tecnología. El seleccionar tres lógicas entre
una profusión de la gran riqueza de opciones no fue una decisión arbitraria;
ello se basa en la convicción de que no existen otras lógicas que fueran
operativas en el mundo moderno. (La «cultura», tan crucial para nuestro
entendimiento del mundo, es el sustrato último, y no la lógica, de la
modernidad.) Una «lógica» es un término dinámico, no es-
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debate (antes tan vehementemente defendido en las polémicas del joven Marx
contra la filosofía del derecho de Hegel) sobre cuál de ellas domina, y debería
dominar, a la otra. La alternativa hegemónica «o la sociedad o el Estado» es
un caso paradigmático de oposiciones binarias a los que el actual pensamiento
posmodernista tan resueltamente rechaza. Nosotros creemos que la tesis de las
lógicas de la modernidad proporcionan una interpretación mejor (por ser
dinámica) de la complejidad de la nueva era.
La metáfora interpretativa clave de esta cadena de pensamiento, el «péndulo
de la modernidad», únicamente puede ser entendida basándonos en las tres
lógicas, pero apareció mucho después de que lo hicieran éstas. La modernidad
tuvo que inventar primero el tipo «adecuado)> de lógica del arte de gobernar,
a saber, la democracia liberal, para que el péndulo pudiera comenzar a oscilar;
incluso después de su invención, la democracia liberal estuvo peligrosamente
cerca de ser marginada por las diferentes clases de totalitarismo. Pero ahora, el
péndulo de la modernidad oscila a través de las zonas dinámicas de todas y
cada una de las lógicas, aunque no con la misma energía cinética. Hasta hace
muy poco parecía que la tecnología era un terreno protegido en su totalidad
del «vaivén» de las oscilaciones del péndulo; se revelaba como el reino de la
progresión unilineal, dejando atrás triunfalmente todos los límites y barreras.
Ya en la versión original fáustica de las narrativas de la modernidad sobre su
propia génesis, la tecnología servía perceptiblemente como la actividad
maestra de una dominación total del mundo (lo cual confirma la verdad de las
invectivas antimodernistas de Heidegger). El que las protestas ecológicas y las
consideraciones medioambientales (junto con el miedo generalizado al éxito
demasiado radical de la ingeniería genética) prometan introducir una
desaceleración o una oscilación en sentido contrario de la lógica de la
tecnología es un hecho reciente. Siempre ha habido oscilaciones del péndulo
de la modernidad en la lógica del arte de gobernar (desde «más democracia» a
«un gobierno más autoritarios>, desde «más democracia» a «más
liberalismo», desde «un gobierno fuerte» a «un Estado mínimo» y otras de
este tipo). Se necesita más tiempo del que ha transcurrido desde la caída del
comunismo para entender la historia de las últimas siete décadas tal y como
fue al menos en un aspecto: como la oscilación del péndulo de la modernidad
desde el totalitarismo
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1. El significado de la metáfora
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tamos obligados a prestar atención. Es fácilmente concebible que las políticas
de contexto, si se extienden, operen cambios considerables en las formas
institucionales de la política posmo dema. Los partidos, tal y como los
conocemos, han sido cons truidos tradicionalmente sobre una férrea
codificación unas oposiciones binarias que son insensibles al entendimiento
del contexto. (Un ejemplo típico de tal falta de sensibilidad es la
autolaceración de los socialistas cuando se enfrentan a la tarea de poner en
práctica políticas económicas temporales que contra dicen de plano su
heredado vocabulario.) Este es el motivo de que podamos asumir que los
«clubes», «alianzas» y «foros» de la Europa del Este —tantos y tantos signos
para el observador convencional de la «inmadurez» de la política
poscomunista de la Europa oriental con su marco organizativo e ideológico
mucho más impreciso— pueden estar preñados de innovaciones instructivas
también para una política «madura». Sin embargo, parece estar fuera de toda
duda que moverse de un contexto a otro será una oscilación representativa del
péndulo de la modernidad dentro de la «lógica del arte de gobernar>,.
Está aún por ver si las primeras respuestas a la percepción del péndulo de la
modernidad en la política posmoderna resultarán ser más una bendición que
una maldición. Castorjadis el entusiasta paladín de la «institución imaginaria
radical de la sociedad», tiene toda la razón en un punto (aun cuando no
estemos de acuerdo con él en lo concerniente a las traducciones de la dinámica
de la imaginación radical al lenguaje de la acción pragmática). Si una sociedad
paraliza, por cualquier razón, su propia «institución imaginaria» creativa e
innovadora, deja de ser autónoma. En especial, debe de alcanzarse un delicado
equilibrio entre el abandono del deseo de transcendencia absoluta y el
mantener con vida la capacidad de «anticipación» (tan enérgicamente
defendida por Bloch), que esencialmente comprende las señales de tipo
Casandra de «sufrimiento premonitorio» y la disponibilidad para nuevas
experiencias.
2. La oscilación desde «clase» a «forma de vida»
Una importante oscilación del péndulo en el campo de la política ha sido lo
que se ha desarrollado desde el énfasis en la «clase,> hasta el foco en la
«forma de vida». No es ésta una afir mació
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Basta con señalai la inutilidad de ese enfoque como «pura biopolítica», una
política exclusiva de la vida, que se mantuviera inmune a las reivindicaciones
de libertad, especialmente en las áreas en las que el discurso no está basado en
una metáfora romántica y en las que las vidas humanas se ven afectadas de
una forma directa. En la segunda promesa, el medioambientalismo se ha
comprometido a poner una limitación a la imprudente política de crecimiento
industrial y tecnológico, con objeto de proteger tanto a «el cuerpo de la
naturaleza)> como a los cuerpos humanos reales-concretos que viven en un
hábitat natural. Los desesperados socialistas, que han perdido su doctrina
económica con el hundimiento de la «economía planificada», tienen
4 grandes esperanzas puestas en la segunda promesa del medioambientalismo
como un nuevo principio anticapitalista. Estas esperanzas parecen ser, sin
embargo, otro sueño imposible. No obstante, existen elementos
indudablemente razonables en el principio de la limitación que pueden ser
acomodados dentro de la concepción de la economía como una «institución
social» (y no como un mecanismo autoregulador).
Las corrientes de sexo y raza de la biopolítica se diferencian del
medioambientalismo en que ninguna de las dos es concebible como una pura
política de la vida (o de «el cuerpo)>); están sometidas a la prioridad de la
libertad. Y, de hecho, ésta es el área en la que podemos detectar algunos de los
poquísimos casos auténticos de progreso («ganancias sin pérdidas») en la
modernidad. Hace 60 o 70 años, tanto la discriminación racial como la sexual
eran prácticas aceptadas incluso en países democráticos. En la actualidad, los
regímenes racialmente opresivos tienen que mentir sobre su política ya que no
la pueden defender públicamente. Al menos en el hemisferio norte
(esporádicamente también en el resto del mundo), la discriminación en contra
de la mujer ha sido prohibida por la ley. Al mismo tiempo, todo observador
realista sabe muy bien que estos cambios, siendo cruciales, no han afectado
aún a «la institución imaginaria de la sociedad», que las discriminaciones por
raza y sexo, en su mayor parte clandestinas, continúan en activo. Es en esta
encrucijada donde se toman las opciones políticas.
Decidirse por la «política de sexos» es en sí mismo un acto de selección de
una opción determinada entre un surtido de tres vocabularios: el universalista,
el sexocéntrico y el «diferencialista». Tomando la primera opción, los
movimientos de las muje 174
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se convirtió en un término genérico para “lo malo”. El fe( jflismo pasó a ser
una variedad de control del pensamiento. Si wansgredías las normas, la
Hermana Mayor te estaba vigilanáo» (Joanna Murray-Smith, «Wanted: A
Joyful New Face For Eeminism In The ‘90s», TIre Age, Melbourne, 14 de
agosto de j991).
La biopolítica de la raza empieza con una táctica legítima, con el rechazo de la
asimilación forzada por parte de grupos étcompletos que nunca eligieron el
lugar del planeta en que $ viven en la actualidad pero se vieron forzados a
ocuparlo (o por esclavitud o por catástrofes naturales o sociales en sus
respecti‘ras tierras nativas). Todos aquellos familiarizados con los resul tados
más que cuestionables de una asimilación judía forzada y J autoimpuesta en
Europa antes del Holocausto entenderían los
motivos de esta táctica. Y dado que la difundida política de de¿l< rechos
humanos abre ahora las fronteras en muchos países, no
es poco realista predecir una nueva Voelkerwanderung y, junto a
s ella, la presencia de un número creciente de recién llegados, que
. reclamen igualdad de derechos políticos además de su propio
derecho a una autodefinición particularista. Sin duda alguna, esto será un
importante problema político en la agenda de los
años noventa, especialmente porque, a pesar de la legislación, la mayoría de
los hombres y mujeres de nuestro tiempo aún viven en una edad de piedra de
la cultura emocional respecto al «extranjero» cuya presencia todavía signibca
problemas y desencadena rencores.
Una demanda legítima adicional de los enclaves y grupos étnicos reclama la
autoapertura de la cultura occidental. (Solamente llega a ser algo retorcido y
claramente reaccionario cuando la gente, expresándose con el vocabulario de
la Ilustración, el romanticismo, el marxismo y la deconstrucción, que son
todos ellos artilugios occidentales, saca a colación el eslogan sin sentido
«Fuera la cultura occidental».) La gran cultura de Europa y de Estados Unidos
ha estado viviendo demasiado tiempo en una atmósfera de autocelebración y
de rechazo de un diálogo serio con otras culturas para abrir un nuevo capítulo
de su propia historia (desde luego sin el espíritu pusilánime de concesiones
hechas a varias demandas agresivas que carecen de credenciales).
Las tácticas perfectamente legítimas de los grupos étnicos se convierten en
biopolítica y, por consiguiente, en un dilema, sólo
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cuando los grupos que las defienden se definen a sí mismos como «raza».
Porque es evidente, y no necesita ningún gran aparato de demostración, el
hecho de que la autodefinición racial es una opción cultural y política y no el
descubrimiento de unos factores genéticos. (La cultura no es uniformemente
«negra» en Africa, donde varios grupos han estado viviendo sometidos a las
influencias culturales más diferentes y bajo tradiciones propias igualmente
diferentes; la cultura «negra», como postulado, sólo existe en el contexto
norteamericano, creada por el hecho histórico y político de la esclavitud, la
supervivencia del espíritu del racismo y el deseo de autodefinición de una
parte considerable de los descendientes de los antiguos esclavos, en lugar de
aceptar la que les ha sido legada.) Pero una vez que se ha tomado la opción
política de autodefinición racial, una vez que la diferencia está impresa en el
cuerpo (por tanto, una vez que la forma paradigmática de la biopolítica es
aceptada), las consecuencias serán desastrosas y a menudo irreversibles. El
lenguaje político será hipócrita; todo el conjunto de medios y herramientas
será movilizado para predicar el carácter odioso superfluo de esa misma
cultura y para negar el menor apego del interlocutor hacía ella. El diálogo
entre las razas (creadas políticamente) se rompe, ya que las diferencias
genéticas no pueden comunicarse racionalmente. El prejuicio y las
prevenciones recíprocas se atrincheran; una segregación cultural autoimpuesta
se extiende más allá de los muros del gueto; una deshonra de una civilización
opulenta y liberal. Cobra mucha importancia el peligro de que el
antisemitismo de tipo europeo se universalice y de que todos los grupos sean
el mismo espantajo y blanco de odios, como antes lo fueron los judíos para
todos los otros grupos, y sean tratados en consecuencia.
Sin embargo, Hannah Arendt observó correctamente que no sólo la gente de
diferente color, sino también las personas que pertenecen a diferentes clases
sociales, pueden ser consideradas como miembros de una odiada raza
extranjera. (Y antes que ella, el viejo Kautsky calificó de política racista la
política bolchevique hacia las «clases enemigas»: política que no era mejor
que la de los nazis.) En otras palabras, los grupos étnicos sin rasgos genéticos
distintivos, así como las comunidades rituales sin una identidad étnica
especial, pueden convertirse en ((razas» para el enemigo racista (en analogía
con la afirmación de Sartre de que fueron los antisemitas los que crearon a los
judíos); y a
nalmente fracasó. Pero lo hizo con una diferencia. En esta ocaSión no puede
decirse que ha fracasado «ante la Historia». Tal afirmación aún Sería
dialéctica, y la principal lección de la aventura de Merleau-Ponty es que la
«dialéctica» y la «Historia» se correspondan mutuamente. Por tanto, también
van desapareciendo juntas de la escena.
1. ¿QUÉ ES LA «HISTORIA»?
La principal acusación «dialéctica» de Merleau-Ponty, dirigida tanto a Trotski
y Bujarin como a Koestler, el romancier clásico de la oposición, era que
nunca entendieron lo que significaba la «Historia». Como justo castigo tenían
que enfrentarse desde el exilio no sólo a Vyshinski, o a la ira de Stalin, sino
primordialmente al Tribunal Mundial de la Historia del Mundo. La «Historia»
era para Rubashov, al igual que para Bujarin y Trotski, un Dios externo y
desconocido al que temer y adorar (por lo que, comenta Merleau-Ponty,
Rubashov viaja por el camino de Hegel en la dirección opuesta: desde la
Historia a la muerte y la experiencia del infinito).3 La Historia como algo
externo significa, primero, que para los principales marxistas de la oposición,
así como para sus victoriosos colegas, no era un proyecto, sino un «dado»
objetivo que había sido insertado en las «cosas», en las condiciones sociales
objetivas. Ellos eran, por tanto, «científicos de la sociedad» (como el Marx
maduro, añadiría después Merleau-Ponty, cuando el padre fundador había
abandonado ya su gran concepción dialéctica); y su categoría clave era la
certeza. Toda la razón en la Historia es la tendencia garantizada de que no
puede desviarse de su curso y el igualmente predestinado resultado positivo.
Sin embargo, la Historia como una transformación violenta del mundo
«objetivo» con un final feliz garantizado necesita sujetos históricos-
mundiales, aquellos que realmente comprendieran la tendencia inserta en las
«cosas». Pero la mayoría humana continuó siendo «el objeto de la Historia»,
por lo que tuvo que ser formada y moldeada por los auténticos sujetos de ésta.
Es el tipo de violencia desplegada por los científicos sociales en el po-
3. Maurice MERLhAC-PoNIy, 1-lumanisni and Terror, p. 12.
1
j teinado supuestamente su alegato, en el sentido de que la ejecución de
Bujarin no era necesaria para una victoria militar. Y
si esto fuera cierto, el propio Merleau-Ponty está expuesto a una
f persecución históricamente justa, bien por los estalinistas, por
4 ponerse al final del lado de la oposición y en contra del proyecto de la
Historia, o bien por los de la oposición por haber estado
ç del lado de Stalin e igualmente contra el proyecto de la Historia. La única
moraleja de esta historia es que ninguna ética política
de acción probable debe ser absolutista y tampoco puede estar completamente
desprovista de sus valores éticos. Porque las valoraciones basadas en la
probabilidad son fácilmente reversibles, pero las decisiones absolutistas sobre
las vidas humanas son irrevocables.
Sin embargo, ya debería estar claro que la diferencia entre las dos
interpretaciones de la Historia dista mucho de ser tan dramática como
Merleau-Ponty la presentara. Común en ambas, e igualmente diferente de una
interpretación de la historia que yo considero razonable, y que la identifica
con la conciencia histórica de una época determinada compartida por sus
miembros par-
3 ticipantes,9 es que las dos, aunque con formas diferentes, postu la la Historia
como algo externo al resto de la vida humana. Existe, pues, la vida ordinaria,
es decir no histórica, y contrapuesta a ésta, la «Historia». Aunque Merleau-
Ponty cita la negación de Marx de que la Historia sea un sujeto especial que
surge con gran importancia sobre las cabezas de los hombres y las mujeres, él,
al igual que el propio Marx, a menudo reincide en la posición rechazada. Su
estilo es de lo más expresivo. Habla de Rubashov como un agente que vivió
en la Historia, pero que se equivocó con la Historia Universal, la propia
Historia como polarizada, como una entidad que tiene niveles y momentos
privilegiados, que es terror, pero no un dios desconocido que deba ser
adorado, etc. Esta fuerza, entidad o tendencia, externa al resto de las
actividades y realidades humanas, tiene ciertas prerrogativas ya que
comprende todos los principales valores cuya «realización» o puesta en
práctica proporcionarían una vida humana ordinaria, «no histórica», con una
conclusión positiva. Aunque Merleau-Ponty asume que la Historia nunca
puede ser separada de los objetivos humanos (no históricos) a largo plazo, a
corto plazo deberían sacrificársele una importante cantidad de ener 9 Agnes
HELLER, A Theory of Histor,’, Londres: Roudedge, 1981.
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Rojos fue cualquier cosa menos poco sistematico Estos fueron los primeros en
llegar hasta el fin (amargo) de una transforma cion social que habia sido
puesta en practica con poco entusias mo incluso por Lenin durante el período
del comunismo de guerra Todas las mediaciones de la vida social que teman
algo que ver con una economía de mercado fueron destruidas bajo amenaia de
muerte Se abobo el dinero se desmonetarizaron las piedras preciosas y el oro y
hasta donde fue posible se con fiscaron. Se eliminó el comercio, incluso en la
forma de racionamiento Los generos considerados necesarios por la Angkar
fueron distribuidos directamente incluso a aquellos que perte necian al grupo
no esclavizado de la poblacion Con las muy ra ras excepciones de posesiones
estrictamente personales todo era recogido directamente de los productores
especialmente los alimentos y almacenado en los depositos centrales para ser
re distribuido posteriormente segun unos limites de necesidades estrictamente
prescritos Los campesinos «libres» podian que darse con la mitad de su
produccion la «nueva gente» no podia quedarse con nada —una vez mas bajo
amenazas de muerte
Para la mayor parte de los socialistas la eliminacion de los mecanismos del
mercado como un medio sirvio al menos en los terminos de su teoria para un
nuevo fin socialmente benefi cioso es decir para garantizar la existencia física
de los que se encontraban por debajo de la linea de la absoluta pobreza en los
momentos en los que el laissez fatre operaba con absoluta crueldad Con los
Jemeres Rojos se dio la vuelta a la relacion medios-fines. Para la
«Organización», la sociedad sin mercado era un fin en sí misma, y un medio
sólo quizás en relación al sistema de control social absoluto. Pero, no hay que
asombrar- se, bajo la superficie de una sociedad «sin mercado» prosperó una
red de mercado negro, gigantesca aunque confusa, tanto entre los dueños de
los esclavos como entre éstos. Una sociedad de igualitarismo frugal y absoluto
normalmente no reduce, sino que más bien intensifica, la escasez que
imperaba por encima de todo en la Camboya «liberada». Entre los esclavos,
condenados a morir de hambre lentamente, el mercado negro era algo natural.
A pesar de las frecuentes ejecuciones de aquellos a los que se sorprendía en
flagrante delito, robaban e intercambiaban tazas de arroz (junto con el azúcar,
el único alimento disponible) por gemas y moneda extranjera. El mercado
negro operaba a gran escala. Por supuesto era un mercado «fragmentado». Al
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no tener ningún objeto (aparte del arroz, el azúcar y las prendas de vestir) un
reconocimiento social generalizado como valor de uso, la demanda de
circulación como mercancía «legítima» debía establecerse de aldea en aldea,
de objeto en objeto. Esto era particularmente cierto para las piedras preciosas
y la moneda extranjera que, sin un reconocimiento social generalizado, tenían
que ser introducidas «personalmente» en un circuito cara a cara de
transacciones y tráfico que era una forma de pleno derecho, aunque algo
arcaica, de operación mercantil. Yathay describe cómo consiguió establecer el
dólar norteamericano como un valor de intercambio en uno de los lugares de
su deportación donde anteriormente sólo se habían aceptado dos artículos: el
arroz y el oro. Sus argumentos eran parcialmente políticos (uno podía utilizar
dólares en el caso de que el régimen cayera o en el de que consiguiera
escaparse), parcialmente técnicos. El arroz podía medirse, argumentaba, el
dólar también. Pero el oro, sin las herramientas adecuadas, no podía ser
pesado ni cortado en trozos. No hace falta decir que cuando deportaron a
Yathay a otra aldea, su mercado «personal» se hundió.
Y lo que es más importante, las transacciones del mercado negro eran mucho
más prósperas entre los partidarios de la igualdad absoluta: el aparato de los
Jemeres Rojos. La razón de esta atrevida insubordinación es que la necesaria
heterogeneidad y las «necesidades artificiales» no pueden ser erradicadas de
ninguna sociedad que haya establecido el menor contacto con el mundo
modernizado. (La ignorancia total era quizá la única limitación a la
imaginación; Pm Yathay vio en una ocasión a un joven militante de los
Jemeres Rojos tirando al río miles de dólares encontrados en el cuerpo de uno
de los esclavos por la sencilla razón de que el «dinero imperialista» no
significaba nada para él.) Relojes y medicinas eran los principales artículos del
«mercado superior», que utilizaba la coacción extra- económica, pero que no
podía funcionar exclusivamente bajo la coacción. Y fue así como llegó a
ocurrir lo contrario que en los campos nazis. En éstos, un truco normal
(aunque terriblemente peligroso) entre los reclusos era esconder mientras
pudieran los cadáveres de sus compañeros para poder obtener sus raciones. En
Camboya, los guardias de los Jemeres Rojos hacían uso regularmente del
mismo truco para recoger del depósito central las raciones de arroz de los
muertos con objeto de utilizarlas en el mercado negro.
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Sión era final e irrevocable. Este último anuncio parecía entrar en conflicto
con la constante exhortación a «purificarse» de la culpabilidad del pasado. En
este y otros asuntos los Jemeres Rojos no fueron muy exigentes con la
consistencia lógica de los mismos. La ‘<nueva gente» fue insertada en la vida
diaria de la aldea, aunque en muchos aspectos permaneció apartada de la
misma, y fue cada vez más diezmada. El proceso de exterminio físico de la
«nueva gente», que tan sólo en la familia de Yathay exigió las vidas de su
padre, su madre, dos de sus propios hijos pequeños, dos hermanas, un
hermano, todos los cuñados y cuñadas y sus hijos, y finalmente su mujer, tuvo
lugar de dos maneras. El método principal era la combinación mortal de
exceso de trabajo y subalimentación. La ingesta de calorías de la «nueva
gente» era idéntica a la de los internados en los campos nazis, siendo el arroz
su único alimento (una taza para seis personas que trabajaban en los arrozales
15-16 horas diarias, los siete días de la semana). En los campos especiales a
los que se enviaba la gente por diversas infracciones, la misma ración se
distribuía entre 40 personas, el trabajo era continuo, con sólo 1- 2 horas de
interrupción, y la expectativa de vida era de un par de semanas. Además,
regularmente se llevaban a cabo ejecuciones sumarias, con dos grupos de
víctimas diferentes. Primero: a todos los oficiales del ejército de Lon Nol, los
intelectuales, los burócratas gubernamentales que ingenuamente revelaron su
identidad o que posteriormente eran descubiertos, se les llevaba a lo que
Yathay le parecía ser una organización central de seguridad, y nunca más se
les veía. Segundo: cualquiera que violara una de las innumerables
prohibiciones, emitidas localmente, era simplemente llevado al bosque para
ser «reeducado» y nunca volvía. Los esclavos que trabajaban en los bosques a
menudo encontraban sus cadáveres, pero nunca se realizaban ejecuciones
públicas.
Su esclavitud era formal. Por tanto, se les repetía constantemente que, como
consecuencia de su «culpa», tenían que arrepentirse. Esta culpa nunca fue
definida, y por muy buenas razones. Cualquier definición hubiera identificado
el motivo de la culpa. Sin embargo, ¿cómo podía un régimen, que se
denomina a sí mismo popular, distribuir la responsabilidad tanto a los ricos
como a los pobres sobre la base de haber vivido en las ciudades? No obstante,
lo que estaba claro que era que su culpa había sido colectiva. Ser propiedad de
la Angkar significaba que
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por los guardias de los Jerrieres Rojos. Se les podía detener en cualquier
momento, ordenndol que hicieran cualquier cosa que al guardián le pareciera
adecuado, o requeriéndolos para que volvieran a sus habitáculos que eran
barracones o bloques en un campo de internamiento más que en casas, ya que
los supervisores podían entrar en cualquier momento u ordenarles que dejaran
las puertas abiertas. Carecían de pasado excepto en su memoria; ya no poseían
ninguna fotografía, carta o documento de ningún tipo. Carecían de futuro,
incluso en su imaginación. Lo que les esperaba a ellos y a sus hijos era —por
utilizar una de las pintorescas alusiones constantes de los activistas de los
Jemeres Rojos— seir a la Angkar con sus cuerpos como fertilizante para los
arrozales. Carecían de presente ya que no podían precisar un nombre o Una
fecha exacta sobre el momento en el que fueron esclavizado5
Finalmente, ni siquiera tenían un cuerpo que funcionara normalmente. Al
igual que los Uternados de todos los campos, nazis o bolcheviques, los
deportados camboyanos también padecían diarreas crónicas disenterías
beriberi y otras enfermedades típicas de la desnutrición Carecían de todas las
instalaciones y medios necesarios para mantener una higiene normal, incluso
de jabón y pasta dentífrica del mismo modo que las personas deportadas
habían sido tratadas siempre. Corrompidos como lo estaban por la Vida
Urbana, padecían más aún con esto. A diferencia de los europeos no tenían
ningún conocimiento de los efectos de los Campos de concentración. Por
consiguiente, los hombres se quedab pasmados al oír que las mujeres, con las
que no había tenido Contactos sexuales en mucho tiempo, habían dejado de
menstruar, un síntoma típico, y muy peligroso, de la vida femenina e dichos
campos. Tenían, por supuesto, hospitales en la mejor tradición de
Buchenwald, Mauthausen o Bergen-Belsen, otras palabras, eran lugares
situados en los campos de internamiento de las aldeas en los que tiránicas
enfermeras humillaban a los pacientes en lugar de tratarlos; lugares en los que
Permanecer era más peligroso que hacerlo en las cabañas, debido a las
enfermedades contagiosas que en ellos proliferaban; luga5 en los que no había
médicos (los Jemeres Rojos estaban elimi d la alienación derivada de la
división del trabajo), en lOS que no había medicamentos excepto unos pocos
«producto5 naturales» que, en el mejor de los casos, no mataban a los
Paciefltes, lugares en los que los en-
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que diversas nuevas elites in statu nascendi tuvieran acceso al poder. Los
hombres del anejen régime dominaban el ejército, la burocracia estatal y la
educación superior, y, en relación con el darwinismo social sin restricciones
de la esfera económica, se hicieron constantes intentos de establecer una
versión actualizada
del cesarismo. Y cuando la democracia triunfó progresivamente,
se hizo realidad una nueva y problemática bifurcación. Por un
lado, el componente democrático del establishment político libre
alcanzó el poder e introdujo una legislación sin tener en cuenta
los derechos del individuo, ni de las mujeres, las minorías o los
extranjeros. Esta legislación se acercó peligrosamente a una dic tadura de la
mayoría electoral. Esta difícil situación ha sido el
status quo durante la mayor parte de la historia de la Tercera Re pública en
Francia. En el otro lado de la bifurcación, el espíritu
Z liberal demostró ser más poderoso, protegiendo a todos los
abandonados por el espíritu de la democracia; pero se mantuvo
durante demasiado tiempo totalmente indiferente a la «cuestión social», o
cuando se preocupaba por ella, lo hacía considerando
cualquier legislación al respecto como un ataque a la libertad. En las
injusticias de la democracia, un inherente «espíritu totalitarjo» a menudo
llevaba a dictaduras de las minorias, primero utilizando los procedimientos de
la democracia, y posteriormente abandonando dichos procedimientos. La
parcialidad liberal confirió un aire de hipocresía a la política de la libertad,
facilitando a los demagogos de la «tiranía de la libertad» la seducción de la
multitud.
Un tercer dilema de la modernidad consiste en la modernización y
«democratización» de las guerras (hasta el extremo de la guerra total), sin
desarrollar un mecanismo efectivo que fuera capaz de moderar el poder
destructivo de las mismas. El sistema de reclutamiento universal fue —como
muchos historiadores han señalado— instrumental para el logro del sufragio
universal masculino. Pero una vez que la participación en las guerras de toda
la población se convirtió en una premisa natural de la beligerancia, utilizar el
poder destructivo de nuevas armas para atacar a los habitantes desarmados de
la ciudad y el campo, y no sólo al hombre uniformado, pareció no sólo lógico
sino también justo. Este «progreso» ha acercado la brutalidad de un «estado de
naturaleza artificial» a la vida cotidiana del mundo moderno mucho más que
nunca desde las guerras de religión.
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nación de las acciones humanas por las «esferas más altas.» En la medida en
que se aplicaba a turbulencias políticas, por ejemplo por Hobbes a los veinte
años de revoluciones inglesas, siempre implicó el tiempo como una cualidad
uniforme y repetibie. El nombre que se daba a los conflictos sociales era
«guerra civil», no revolución.18 La descripción de los levantamientos como
revoluciones comenzó en el siglo xviii, con la Ilustración, y ha conseguido su
forma final en ya partir de l789. Los principales matices de significado,
gradualmente acumulados al término, fueron los siguientes: se convirtió en un
«singular colectivo», la Revolución escrita con mayúscula, cuya realización
eran las revoluciones particulares; como tal, era un agente trascendental y
metahistórico. La idea de la aceleración (del tiempo universal) siempre estuvo
ligada a la revolución; como tal, el término adquirió un significado
escatológico, equivalente al desplome del tiempo histórico «normal» y al
«próximo fin de los tiempos», o al «fin de la prehistoria». El término fue
extendiéndose de modo creciente desde los acontecimientos políticos a los
cambios sociales; con esta metamorfosis tomó su esencia de un futuro
hipostasiado, relegando el pasado a un segundo plano. También ganaba
terreno con rapidez un significado extendido, la «revolución mundial»,
indicando la revolución a escala global. Esta extensión espacial trajo también
consigo un cambio temporal: la revolución ya no se entendía como un
acontecimiento en el tiempo, sino más bien como un proceso permanente. Por
último, del sustantivo «singular colectivo» nació un verbo que denotaba la
actividad revolucionaria. Indicaba la posibilidad de fabricar (Machbarkeit) el
mundo, o la «Sociedad».2°
Este crecimiento en complejidad y alcance del término «revolución» fue
únicamente peculiar de la modernidad occidental, y estuvo estrechamente
vinculado a las preparaciones para ci Gran Experimento y al curso real de éste.
(En todas las demás culturas apareció tarde e invariablemente como un
trasplante del término occidental.) El agente mitológico-metahistóricn era la
versión (relativamente) secularizada del espíritu hegeliano
17. KOSELLECK, pp. 40, 42.
18. KOSELLECK, p. 43.
19. KOSELLECK, p. 46.
20. KOSIr.LLE-cK, p. 46 et pasi<1?.
del mundo que daba una justificación global (filosófica, política, moral) a todo
lo que actuaba en su nombre. Dotó a los revolucionarios con un nuevo
vocabulario que podían imponer sobre toda la modernidad (tomando esta
última el término y generalizándolo en forma de revoluciones «industrial,
tecnológica, científica, cultural y de otros tipos»). Una vez que se impuso este
vocabulario, la modernidad siempre podía ser llamada a capítulo si no era
suficientemente «revolucionaria», simplemente «evolucionaria», o se
estancaba en algunas áreas. Tenía la ventaja añadida de que el término (y sus
connotaciones espacio-temporales) era atractivo incluso para aquellos que no
tenían nada que ver con el radicalismo izquierdista o que eran enemigos
manifiestos de éste. Ya que, en el fondo, como Marx puso de relieve, también
el capitalismo era evolucionario. Para los propósitos del Gran Experimento la
dimensión de la «posibilidad de fabricar» el mundo social era particularmente
importante; comprendía la legitimación general de casi cualquier experimento.
El segundo potencial explotado copiosamente por los experimentadores estaba
quizá vinculado incluso más estrechamente al proyecto original de la
modernidad: era el carácter planificado de la nueva sociedad, la idea de un
diseño social científico. La idea de un proyecto planificado (que Condorcet
incluso suponía que estaba basado en el cálculo matemático) no era una visión
arbitraria. La modernidad tenía que distinguirse a sí misma de un pasado
premoderno, y los primeros modernos encontraron que el carácter
prefabricado del artefacto que ellos llamaban «sociedad» era el rasgo más
distintivo. Pero la fabricación de un artefacto necesita un cálculo y un diseño
preliminares, preferiblemente basados en el conocimiento científico, y por
tanto en la ciencia. Al mismo tiempo, el «experimento» ha sido ligado
intrínsecamente con el modelo dominante de imaginación moderna. Incluso el
socialismo apareció en un primer momento como una «ciencia» y sólo
posteriormente como un movimiento. La imaginación de construir, o fabricar,
el artefacto social hizo perfectamente natural que el futuro pudiera ser
deducido del presente. También parecía fácil esperar que tal proyección de un
cálculo presente hacia el futuro tuviera que ser generalmente reconocida y
tenida en cuenta. Esta imaginación tampoco estuvo limitada al radicalismo
izquierdista; atravesó todo el diapasón moderno. Hasta hoy ha existido, e
incluso existe, una irritación general con todo el fenómeno de la vida
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social, pero la irritación ha sido primordialmente con el fenómeno económico,
que no parece obedecer leyes ni predicciones «científicas», que en tal sentido
se comportan «irregularmente». Es en este punto donde la verdad de la
celebrada tesis de Adorno y Horkheimer sobre la «dialéctica de la Ilustración»
se confirma más claramente. Lo que había sido concebido inicialmente como
un orden planificado y completamente racional, quedó reducido a un sistema
de control absoluto con un caos subyacente, cuando la predicción racional no
era considerada como una vaga indicación de posibles tendencias, sino como
una orden que una realidad futura debía obedecer.2’ Y el control total (o la
administración científica del caos), que se derivó de una racionalidad
predictiva impuesta coactivamente, encontró su propio agente social en la
nueva elite de la ciencia social absoluta; su reinado, en una ocasión
denominado «la dictadura de la Verdad>) por Merleau-Ponty,22 estaba
omnipresente en la modernidad.
El Gran Experimento, por consiguiente, puede ser percibido sin ningún género
de dudas como mucho más que una loca aventura, una explosión de la parte
irracional de la naturaleza humana; estaba bien arraigada en algunas de las
tendencias principales de la modernidad. Tras su desplome absoluto, por tanto,
cuando nos encontramos examinando cuidadosamente los escombros de sus
proyectos antaño grandiosos, cuando la Revolución, por una vez, ha terminado
y la «Razón en la Historia» —en su sentido teleológico hegeliano-marxista—
se revela como una opción descartada, no es un partido determinado, sino la
modernidad como un todo, la que tiene que extraer conclusiones importantes
de este fracaso.
231
y esperamos con optimismo haber aprendido alguna lección. Pero todas las
lecciones pueden aprenderse de nuevo. La modernidad tendría que volver a
aprender la moral de su propia historia si hubiera perdido por completo su
espíritu experimental.
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3. Klugheit:
Zwei der groessten Menscbeofeinde, Furcht uod Hoffnung, aogekeuet, íJalt idi
ab von der Gerneinde; Platz gemacht! ¡br seid gerettet.
4. Ernst BLOCH, The Principie of Hope, trad. por Neville Plaice, Stephen
Plaice & Paul Knight, Carnbridge: MTT Press, 1986, vol. 1, pp. 145-146.
* Para esta Cita de Ernst BLOCH, quien a su vez cita a Heidegger, he
utilizado la traducción desde el alemán de Felipe González Vicén, El principio
esperanza, tomo 1, Aguilar, Madrid, 1977, pp. 134-135. (N. de la T.)
5. La reducción de la dinámica esperanzadora por el énfasis de Heidegger
sobre el horizonte es un hecho, aunque nunca dejó de recalcar que *todo
empieza con el futuro». Es más, Heidegger incluso criticó a Freud por
introducir una historia de la psique causal orientada al pasado mientras, según
Heidegger, somos un proyecto, es decir, unos seres vinculados al luturo
(Zollikon-Seniinar.s).
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los actos dispares y dispersos de ios anhelos, las esperanzas . los sueños, a lo
largo de la historia.
Al decir esto no tenernos la intención de denigrar la tesis de Bloch.
Dimensiones cruciales de la «filosofía de la praxis» han sido desenterradas por
«el principio de la Esperanza», dimensiones que seguían estando ocultas, e
incluso suprimidas, en la verSión más «científica» de esta teoría. La
Esperanza está libre del fetichismo de las leyes porque es un agente marginal
y excéntrico. Sin embargo, no es un antípoda de lo consciente. Presiona
incesantemente para hacerse consciente y para manifestarse (y al haber
alcanzado su objetivo contraproducente, pierde su calidad constitutiva).
Debido a su marginalidad y a su carácter aún- no-consciente, la Esperanza se
puede convertir, más que la «ciencia», en la guía de la praxis. La Esperanza es
menos que la certeza ya que la certeza es lo que no es ambivalente, mientras
que la Esperanza es la progenitora de numerosas certezas en potencia. El
superávit de esperanza expresa un aspecto de la racionalidad crucial, y al
menos racionalmente, nunca completamente explicable: esa circunstancia en
la que siempre abrigamos reservas intelectuales ocultas que no pueden ser
entendidas por la razón y que únicamente pueden ser movilizadas por la
esperanza.
La modernidad tardía marcó la pleamar de la esperanza. El modernismo
apocalíptico y redentor, sus visiones del mundo y sus trabajos artísticos,
condujeron el concepto «Esperanza» a la cima de su carrera más reciente. Pero
con el posmodernismo esta dinámica llegó a un estancamiento, y la Esperanza
decadente parece haber vuelto a ese punto del nadir en el que había morado
durante la era del racionalismo clásico. El contraste entre lo moderno y lo
posmoderno no es un contraste entre la esperanza y la desesperanza. Los
nichos posmodernos en el mundo moderno no son refugios para las ilusiones
perdidas. Las esperanzas, en plural, mantienen el mundo funcionando del
mismo modo que lo hicieran anteriormente; pero la Esperanza con mayúscula,
la protagonista metafísica de Bloch, ha perdido su poderoso atractivo por
muchas razones. Para empezar está relacionada con una promesa sin la que no
es siquiera prerracional; carece de cuerpo, de estructura, de substancia, es una
fantasía vacía. Al mismo tiempo, aquellos que tienen esperanza no pueden ser
la fuente de las promesas de la Esperanza, porque la promesa tiene que darse
desde un punto de Arquímedes, fijo por encima y más allá del dominio
humano, para contar
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dad filosófica del miedo con Angst conduce a abrazar la Esperanza. Pero el
sentimiento generalizado de los posmodernos es el de volver a casa, más que
el de encontrarse con el mundo completamente desprovisto de sentido (que es
el sentimiento par excellence que nos conduce al Miedo). Dejar de lado el
Miedo, el protagonista metafísico negativo, sugiere también por implicación el
rechazo de la Esperanza. En este sentido, lo mejor es desechar la Esperanza,
porque se ha observado continuamente en relación con los grandes y costosos
intentos de trascender el presente en nuestra era que en ellos la Esperanza y el
Miedo se han unido de forma indistinguible, y ambos han demostrado ser
malos consejeros. La Esperanza fomentó experimentos irresponsables sobre
seres vivos y llenos de sufrimientos. El miedo a la libertad, a tener una opinión
propia, a encontrar en el mundo un vacío que deba llenarse con los
ingredientes de la acción libre; todos estos miedos provocan invariablemente
una brutalidad desenfrenada que antes destruiría el mundo que encontrar en él
un acomodo sensato.
¿Puede una cultura sobrevivir sin Esperanza? Con mayor precisión, ¿puede un
mundo existir eternamente y generar energía culturales en las que las
esperanzas no estén respaldadas por una promesa y donde no tengan un
carácter político? No hay necesidad de responder a esta pregunta
hipotéticamente; será suficiente referirnos a la cultura clásica griega para dar
una respuesta directa. La edad de oro de la antigua Grecia fue un momento
único en la historia cultural también porque estaba familiarizado con
esperanzas y miedos en plural, como cualquier otro período, pero no con la
Esperanza y el Miedo en singular. Puede excavarse retrospectivamente en esta
cultura una era arcaica en la que una gran Esperanza y un gran Miedo
proyectan sus sombras sobre los orígenes helénicos. Pero la Esperanza alcanzó
una realización gloriosa con la ciudad libre de Atenas, con su constitución y
sus ciudadanos, con su filosofía y su tragedia, con la armonía entre el hombre
y los dioses que eran la personificación de la belleza y la medida, así como la
fuSión de las cualidades humanas y divinas. Al abundar la Esperanza y llegar
a su cumplimiento disminuyó el Miedo a recaer en el mundo animal, el mundo
de los brutos, esclavos y bárbaros, el miedo a la repetición interminable de la
loca jarana de la fiesta de Cronos. La realización y la seguridad interna, en
medio de las catástrofes que permanentemente acontecían, eran el
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peranzas místicas de la modernidad desesperada, de la que el filósofo esperaba
que surgieran energías culturales y filosóficas. Su gesto fue muy influyente y,
al mismo tiempo, profundamente problemático. Si viajamos al pasado con la
imaginación, hacia la nueva cultura izquierdista de los años sesenta, podremos
ver en una considerable parte de la misma el impacto electrizante, generador
de visiones de Marcuse, pero también la indiferencia moral que ha sido
gradualmente introducida por su preferencia por las esperanzas místicas, y a
menudo incluso promovida por los estupefacientes. Por contraste, no existe
necesidad de un alegato en favor del único enfoque saludable, el de la
modernidad segura de sí misma, ni tampoco de una preferencia exclusiva por
la razón frente a la imaginación, o viceversa. La razón y la imaginación han de
moverse juntas para que cambie la constelación filosófica. En su lugar debería
recomendarse provisionalmente el abandono de ciertas formas de esperanza y
adoptarse un tipo determinado de ella.
Existen tres formas principales de esperanzas perniciosas en la modernidad: la
ilusoria-destructiva, la autodeificadora y la autocontradictoria. La esperanza
ilusoria-destructiva es la del cruce del horizonte, una esperanza de
transcendencia absoluta. Sus raíces ya han sido detectadas, por Mannheim
entre otros, en la secularización nunca completada de la modernidad, en los
vestigios de mesianismo que quedan y que se resistieron tenazmente a la
Ilustración.8 Pero existe una fuente contemporánea crucial de este tipo de
esperanza, y solamente se convierte tanto en ilusoria como en destructiva
cuando se origina en las raíces modernas. Hasta ahora la modernidad ha
estado estrechamente asociada con el crecimiento y e1 progreso, con el
abandono de todos los gustos obsoletos, con el rechazo de las barreras
naturales, con la defensa de lo nuevo (de todo tipo y en todas las áreas), con el
estar impaciente por la cosa inconquistable en sí. Este impulso agresivo se
convierte en ilusorio cuando la esperanza de transcender determinadas
barreras se ha transformado en la esperanza de dominar el infinito; y llega a
ser destructivo cuando las vidas de todos aquellos que participan en el
experimento son tratadas como una simple plataforma de lan 8 Karl
MANNFTETM, Jdeology and Utopia, a» Introduction to dic Sociologv of
Kriou’ledge, Sección IV. «<The Utopian Menta1itv,, London and 1—lenlev:
Routledge and Kegan Paul, 1976.
zamiento desde la que podríamos catapultamos más allá del horizonte.
Al mismo tiempo, en la modernidad este intento vano y costoso había sido
identificado con la grandeza humana en un momento en el que cualquier cosa
que no fuera el dominio del universo social y natural era un signo de
mediocridad. Pero los amos del universo son llamados normalmente dioses y,
por ello, la esperanza ilusorio-destructiva puede denominarse, en otra
configuración, esperanza del Hombre en su autodeificación. El motivo de
Schubert «wir sind selber Goetter» es inseparable de la modernidad, quizá
porque el postulado ilusorio de la secularización absoluta fue emparejado con
el postulado igualmente ilusorio de la autonomía absoluta. La emancipación
de la servidumbre bajo los poderse trascendentales, estableciendo los
conocimientos del mundo moderno y «artificial» en nuestras propias
facultades racionales e imaginativas, frágiles y limitadas como lo son, es una
cosa. Esforzarse por erradicar de la modernidad tanto la memoria de los dioses
como el anhelo de muchos por el Más Allá, buscando una certeza racional
donde no puede haberla y, frustrados, intentando poner al Hombre deificado
en el pedestal de los dioses, es otra cosa. La esperanza de la deificación
humana es la esperanza religiosa de una civilización problemáticamente
secularizada.
La esperanza autocontradictoria es la esperanza del paraíso sobre la tierra, con
independencia de su orquestación «materialista» o «idealista», sin tener en
cuenta si el sustrato del paraíso terrenal es la abundancia absoluta o la
completa y perfecta bondad moral intachable. Ambas son esperanzas
tradicionales de la humanidad, pero están cargadas con una nueva
problemática en los últimos tiempos recientes, porque la imaginación de la
modernidad, acusada correctamente por Heidegger de estar moldeada por los
modelos tecnológicos, no puede aceptar nada que no sea la «solución final».
Pero precisamente para mayor problema de la «sociedad insatisfecha» no
pueden aplicarse estándares tecnológicos, porque la solución final del
problema elimina el propio problema y, con él, también la complejidad de un
mundo que no puede vivir sin él. Existe una respuesta a muchas de las facetas
de «la cuestión social», pero no existe ninguna respuesta a la «cuestión social
como tal», porque pertenece a la esencia de la modernidad el que ésta
transforme ciertos problemas en cuestiones «sociales». Esto significa
simplemente que
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ciertas injusticias de la vida, que anteriormente fueron considerados
componentes normales, aunque negativos, de la condición humana, han sido
transformados ahora en problemas a la espera de una solución política, y no
puede decidirse por adelantado cuáles otros componentes de la condición
humana se convertirán en cuestiones sociales en el futuro. De igual forma, la
esperanza de un mundo moralmente perfecto eliminaría ei único «progreso
moral» que hemos hecho con la modernidad, la libertad contingente de la
persona moderna que ha hecho una elección ética, determinando así
moralmente su personalidad. El cumplimiento imaginario de la
autocontradictoria esperanza de perfección moral significaría el fin de la
moralidad tal y como la conocemos.
¿Qué podemos hacer con las esperanzas perniciosas de la modernidad?
Prohibiéndolas, especialmente la que en una ocaSión fuera la esperanza
políticamente potente de transcendencia absoluta, se reduciría la autonomía de
la modernidad, y la represión podría dar lugar a una neurosis de la cultura, al
igual que las represiones producen neurosis- en los individuos. Además, las
esperanzas perniciosas sólo pueden ser excluidas del uso público de la razón
—es decir, del discurso político— mediante presiones sociales pero no pueden
serlo de «la institución imaginaria de la sociedad». Metafóricamente hablando,
se necesita un autotratamiento psicoanalítico de la modernidad. Hay más en la
metáfora de lo que se ve a simple vista, ya que la joven modernidad padece
traumas infantiles típicos. Fi mundo moderno nació en medio de violentas y
primitivas escenas de revoluciones políticas, industriales y culturales, que
trató de sublimar. Pero al igual que ocurre siempre con los procesos de
sublimación, una parte considerable de los recuerdos traumáticos siguen
estando operativos, y afloran a la superficie descargando esperanzas
destructivas y de autodeificación. Un discurso equilibrado que no haga
ninguna concesión a los violentos deseos, destructivos o autodestructivos,
reprimidos de la modernidad traumatizada, pero que simplemente no los
censure, puede ser el primer paso hacia la eliminación de las esperanzas
traumáticas.
¿Qué podemos esperar racionalmente?
Ya Kant hizo la pregunta de qué podemos saber, hacer y esperar. En lo
concerniente a las esperanzas, Kant no aplicó ninguna cualificación. El
hombre puede esperar prácticamente to do
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