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CAFÉ AMARGO

Neil Gaiman

De todas las formas en las que importaba, yo estaba muerto. Por dentro —en algún lugar,
quizás— yo estaba gritando y llorando y aullando como un animal, pero esa era otra persona en lo
profundo, otra persona que no tenía acceso a la cara y labios y boca y cabeza, así que en la superficie yo
sólo encogía mis hombros y sonreía y seguía adelante. Si pudiera haber muerto físicamente, sólo dejarlo
ir, así como así, sin hacer nada, salir de la vida tan fácil como salir por una puerta, lo habría hecho. Pero
me iba a dormir a la noche y me despertaba a la mañana, decepcionado de estar ahí y resignado a la
existencia.
A veces la llamaba, dejaba que el teléfono sonara una vez, quizás dos, antes de cortar.
La versión de mi persona que lloraba estaba tan adentro que nadie sabía que estaba ahí en
absoluto. Aún yo olvidaba que estaba ahí, hasta que un día me metí en el auto —tenía que ir al almacén,
había decidido, traer unas manzanas— y pasé por el negocio que vendía manzanas y seguí manejando, y
manejando. Estaba yendo sur, y oeste, porque si iba norte o este me iba a quedar sin mundo muy
rápido.
Un par de horas por la ruta y mi celular empezó a sonar. Bajé la ventanilla y tiré el celular. Me
pregunté quién lo encontraría, si atenderían el teléfono y se encontrarían el regalo de mi vida.
Cuando paré para cargar nafta, saqué todo el efectivo que pude de todas las tarjetas que tenía.
Hice lo mismo por el siguiente par de días, cajero por cajero, hasta que las tarjetas dejaron de funcionar.
Las primeras dos noches dormí en el auto. Estaba a mitad de camino a través de Tenesee cuando me di
cuenta que necesitaba un baño lo suficiente como para pagar por él. Me registré en un motel, me estiré
en la bañera y dormí hasta que el agua se enfrió y me despertó. Me afeité con una navaja de plástico y
un sachet de espuma de un kit de cortesía del motel. Después trastabillé hacia la cama, y dormí.
Me desperté a las 4 A.M., y supe que era momento de volver a la ruta.
Bajé al lobby.
Había un hombre sentado en la conserjería cuando llegué ahí: pelo gris plateado, aunque
adiviné que todavía estaba en sus treintas, aunque sólo casi, labios finos, buen traje arrugado, diciendo
―Ordené ese auto hace una hora, una hora‖. Golpeaba el escritorio con su billetera mientras hablaba,
los golpes enfatizando sus palabras.
El manager de la noche se encogió de hombros. ―Voy a llamar otra vez‖, dijo. ―Pero si no
tienen el auto, no pueden mandarlo‖. Marcó un número de teléfono, dijo ―esta es la conserjería de La
Posada de la Noche Afuera otra vez... Sí, le dije... Sí, le dije.‖
―Hey‖, le dije, no soy un taxi pero no tengo apuro, ¿necesitás que te alcance a alguna parte?‖
Por un momento el tipo me miró como si estuviera loco, y por un momento había miedo en sus ojos.
Después me miró como si hubiera sido enviado desde el cielo. ―Sabés, por Dios, sí‖, dijo.
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―Decíme a dónde ir‖, dije. ―Te llevo ahí. Como dije, no tengo apuro‖.
―Dame ese teléfono‖, dijo el hombre gris plateado al conserje de la noche. Tomó el recibidor y
dijo, ―podés cancelar tu taxi, porque Dios me acaba de enviar a un buen samaritano. La gente llega a tu
vida por una razón. Así es. Y quiero que pienses en eso.‖
Levantó su portafolios —como yo, no tenía equipaje— y juntos salimos al estacionamiento.
Manejamos a través de la oscuridad. El chequeaba un mapa dibujado en papel en su regazo,
con una linterna adosada a su llavero, y después decía, Izquierda aquí, o Esta dirección.
―Qué bueno de tu parte‖. Dijo.
―No hay problema. Tengo tiempo‖.
―Lo aprecio. Sabes, esto tiene esa cualidad prístina de leyenda urbana, manejando por rutas de
campo con un misterioso Samaritano. Una historia de autoestopista fantasma. Después de que llegue a
destino, te voy a describir a un amigo, y me van a decir que te moriste hace diez años, y todavía das
vueltas levantando a la gente.‖
―Sería una buena manera de conocer gente.‖
Se rió. ―¿De qué trabajás?‖ ―Creo que podría decirse que estoy entre trabajos‖, dije. ―¿Vos?‖
―Soy profesor de Antropología‖. Pausa. ―Creo que debería haberme presentado. Trabajo en
una Universidad Católica. La gente no cree que enseñamos Antropología en las universidades católicas,
pero lo hacemos. Algunos de nosotros.
―Yo te creo‖.
Otra pausa. ―Mi auto se descompuso. Conseguí que me lleven al motel de la Patrulla de la
Autopista, porque dijeron que no iba a haber ninguna grúa que estuviera ahí hasta la mañana. Dormí
dos horas. Después la Patrulla de la Autopista llamó a la habitación del hotel. La grúa está en camino,
tengo que estar ahí cuando llegue. ¿Podés creerlo? No estoy ahí, no lo van a tocar. Simplemente se van.
Llamé a un taxi. Nunca vino. Espero que lleguemos ahí antes que la grúa.‖
―Voy a hacer lo que pueda‖.
―Supongo que debería haberme tomado un avión. No es que tenga miedo de volar. Pero cobré
el pasaje, estoy de camino a Nueva Orleans. Una hora de vuelo, cuatrocientos cuarenta dólares. Un día
de manejo, treinta dólares. Son cuatrocientos diez dólares para gastos, y no tengo que rendírselos a
nadie. Gasté cincuenta dólares en el cuarto de motel, pero esa es solamente la manera en que estas
cosas funcionan. Conferencia académica. Mi primera. Mi facultad no cree en ellas. Pero las cosas
cambian. Estoy deseándolo. Antropólogos de todas partes del mundo‖. Nombró varios, nombres que
no significan nada para mí. ―Estoy presentando un paper sobre las chicas de café haitianas.‖
―¿Lo cultivan, o lo sirven?‖
―Ninguna de las dos cosas. Lo vendían puerta a puerta en Puerto Príncipe, temprano a la

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mañana, en los primeros años del siglo.‖
Estaba empezando a clarear ahora.
―La gente pensaba que eran zombies.‖, dijo. ―Sabés, los muertos que caminan. Creo que tenés
que girar a la derecha acá.‖
―¿Eran? ¿Zombies?‖
Parecía muy complacido de que le hubieran hecho esa pregunta. ―Bueno, antropológicamente
hay varias escuelas de pensamiento acerca de los zombies. No es tan definido como trabajos populistas
como La Serpiente y el Arco Iris lo harían aparecer. Primero tenemos que definir nuestros términos:
¿estamos hablando de creencia folklórica, o polvo zombie, o muertos que caminan?‖
―No sé‖, dije. Estaba bastante seguro de que La Serpiente y el Arco Iris era una película de terror.
―Eran niñas, niñas pequeñas, cinco a diez años, que iban puerta a puerta a través de Puerto
Príncipe vendiendo la mezcla de café de endibia. Alrededor de esta hora del día, antes de que el sol
saliera. Pertenecían a una vieja. Mantené la izquierda antes de que hagamos el próximo giro. Cuando ella
se murió, las chicas se desvanecieron. Eso es lo que te dicen los libros.‖
―¿Y qué es lo que vos creés?‖ Pregunté.
―Ese es mi auto‖, dijo con alivio en su voz. Era un Honda Accord rojo, al costado del camino.
Había una grúa al lado, las luces titilando, un hombre al lado del camión fumando un cigarrillo.
Estacionamos atrás de la grúa. El antropólogo abrió la puerta del auto antes de que yo frenara. Agarró
su portafolios y bajó.
―Te estaba dando otros cinco minutos, después iba a volar‖, dijo el conductor de la grúa. Soltó
su cigarrillo en un charco en el pavimento. ―Okey, necesito tu tarjeta Triple A y una tarjeta de crédito.‖
El hombre buscó su billetera. Lucía confundido. ―Mi billetera.‖ Volvió a mi auto, abrió la puerta del
lado del pasajero y se inclinó de vuelta adentro. ―Mi billetera‖, dijo otra vez. Su voz era lastimera y
dolida. ―La tenías en el motel‖, le recordé. ―La estabas agarrando, estaba en tu mano.‖
Dijo. ―La puta madre. La recontra putísima madre.‖
―¿Todo bien ahí‖, llamó el conductor de la grúa.
―Okey‖, me dijo el antropólogo, con urgencia. ―Esto es lo que vamos a hacer. Debo haber
dejado la billetera en el mostrador. Traémela. Yo lo mantengo contento hasta entonces. Cinco minutos,
te va a llevar cinco minutos.‖ Debe haber visto la expresión de mi cara. Dijo, ―acordate, la gente llega a
tu vida por una razón.‖
Me encogí de hombros, irritado de haber sido chupado dentro de la historia de otro.
Entonces cerró la puerta del auto, y me hizo pulgares arriba.
Deseé haber podido simplemente irme, y abandonarlo, pero era demasiado tarde —estaba
manejando hacia el hotel. El conserje de la noche me dio la billetera, la cual había notado sobre el
mostrador, me dijo, momentos después de que nos fuimos.

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Abrí la billetera. Las tarjetas estaban todas a nombre de Jackson Anderton. Me llevó media
hora volver a encontrar el camino, mientras el cielo se agrisaba en un completo atardecer. La grúa se
había ido. La luneta del Honda Accord rojo estaba rota, y la puerta del conductor colgaba abierta. Me
pregunté si sería otro auto, si había manejado en la dirección equivocada al lugar equivocado; pero
estaban las colillas de los cigarrillos del conductor de la grúa, aplastados en el camino, y en la zanja al
lado encontré un maletín abierto, vacío, y al lado, un sobre de manila con un texto mecanografiado de
quince páginas, una reserva de hotel prepaga de un Marriot de Nueva Orleans a nombre de Jackson
Anderton, y un paquete de tres preservativos, texturados para placer extra.
En la primera página del texto mecanografiado estaba impreso:
―Esta es la manera en la que se habla de los zombies: son cuerpos sin alma. Los muertos vivos.
Una vez estuvieron muertos, y después fueron llamados a la vida otra vez.‖
Hurston. Díle a mi caballo.

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Tomé el sobre de manila, pero dejé el maletín donde estaba. Manejé al sur bajo un cielo color
perla.
La gente llega a tu vida por una razón. Claro.
No pude encontrar una radio que mantuviera la señal. Eventualmente apreté el botón de
escaneo en la radio y lo dejé, lo dejé escaneando de canal en canal en una incansable búsqueda de señal,
escapándose del gospel a los oldies a los predicadores a la charla sobre sexo al country, tres segundos
por estación con mucho de ruido blanco en el medio.
...Lázaro, que estaba muerto, no te equivoques con eso, estaba muerto, y Jesús lo trajo de
vuelta para mostrarnos, digo, para mostrarnos...
...Lo que yo llamo un dragón chino, ¿puedo decir esto al aire? Justo mientras vos, ya sabés,
mientras vos estás acabando, la golpeás por la nuca, todo se salpica por la nariz, casi me cago de la risa...
...si venís a casa esta noche voy a estar esperando en la oscuridad por mi mujer con mi botella
y mi arma...
...¿Cuando Jesús dice estarás ahí estarás ahí? Ningún hombre sabe el día ni la hora así que vas a
estar ahí...
...El presidente reveló una iniciativa hoy...
Servida fresca en la mañana. Para vos. Para mí. Para todos los días. Porque todos los días es
terreno fresco...
Una y otra vez. Se lavaba sobre mí, manejando a través del día, en los caminos traseros. Sólo
manejando y manejando.

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Se vuelven más personales cuanto más te dirigís al sur, la gente. Te sentás en un restaurant, y,
junto con tu café y tu comida, te traen comentarios, preguntas, sonrisas y asentimientos.
Era de tarde, y yo estaba comiendo pollo frito y vegetales y buñuelos de maíz, y una moza me
sonrió. La comida parecía sin gusto, pero adiviné que ese podría ser mi problema, no el de ellos. Le
asentí, cortésmente, lo que ella tomó como una invitación a venir y volver a llenar mi taza de café. El
café era amargo, lo que me gustaba. Al menos tenía sabor a algo.
―Mirándote‖, dijo, ―adivinaría que es un hombre profesional. ¿Puedo indagarte acerca de tu
profesión?‖ Eso era lo que ella dijo, palabra por palabra. ―En efecto, puede‖, dije, sintiéndome casi
poseído por algo, una pomposidad afable, como W. C. Fields en El Profesor Chiflado (el gordo, no la de
Jerry Lewis, aunque estoy de hecho a libras de el peso óptimo para mi altura). ―Resulto ser… un
antropólogo, de camino a una conferencia en Nueva Orleans, donde voy a conferenciar, consultar y
relacionarme con mis compañeros antropólogos.‖
―Yo sabía‖, dijo ella. ―de sólo mirarte, te saqué la ficha de profesor. O un dentista, quizás.‖
Me sonrió una vez más. Pensé en detenerme para siempre en esa pequeña ciudad, comiendo
en ese restaurant cada mañana y cada noche. Tomando su café amargo y teniéndola sonriéndome hasta
que me quede sin café y sin plata y sin días.
Después le dejé una buena propina, y me fui sur y oeste.

II

―La lengua me trajo acá.‖


No había habitaciones de hotel en Nueva Orleans, o en ningún lugar en la periferia de Nueva
Orleans. Un Festival de Jazz se las había comido, todas. Hacía demasiado calor para dormir en mi auto,
y, aún si bajaba ventanilla y había estado preparado para sufrir el calor, me sentía inseguro. Nueva
Orleans es un lugar real, lo que es más de lo que puedo decir acerca de la mayoría de las ciudades en las
que he vivido, pero no es un lugar seguro, no es un lugar amistoso.
Yo apestaba, y me picaba. Quería bañarme, y dormir, y que el mundo se quedara quieto.
Manejé de motel piojoso en motel piojoso, y después, al final, como siempre supe que haría,
manejé hacia el estacionamiento del Marriot del centro en Canal Street. Al menos sabía que tenían un
cuarto libre. Tenía un voucher para él en la carpeta de manila.
―Necesito un cuarto,‖ le dije a una de las mujeres detrás del mostrador.
Apenas si me miró. ―Todos los cuartos están tomados‖, dijo. ―No vamos a tener nada hasta el
martes.‖
Necesitaba afeitarme, y ducharme, y descansar. ¿Qué es lo peor que ella podía decir? Pensé.
¿Perdón, ya hiciste el check in?

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―Ya tengo un cuarto, prepago por mi universidad. El nombre es Anderton.‖
Asintió, golpeó un teclado, dijo, ―’¿Jackson?‖ y me dio la llave de mi habitación, y yo puse las
iniciales de la tarifa de mi habitación. Me señaló a los ascensores. ―Ud. es el Anderton de Hopewell‖,
dijo. ―Éramos vecinos en la Revista de las Herejías Antropológicas.‖ Vestía una remera que decía LOS
ANTROPÓLOGOS LO HACEN MIENTRAS LES MIENTEN.
―¿Éramos?‖
―Lo éramos. Soy Campbell Lakh. Universidad de Norwood y Streatham. Antes Politécnico
North Croydon. Inglaterra. Escribí el paper acerca de los espíritus andantes y dobles sobrenaturales
irlandeses.‖
―Gusto en conocerte‖, dije y le di la mano. ―No tenés acento de Londres.‖
―Soy un Brummie‖, dijo. ―De Birmingham‖, añadió. ―Nunca te vi en una de estas cosas
antes.‖
―Es mi primer conferencia‖, le dije.
―Entonces quedate conmigo‖, dijo. ―voy a asegurarme de que estés bien. Me acuerdo de mi
primera conferencia de estas, estaba cagado en las patas todo el tiempo de hacer algo estúpido. Vamos a
parar en el entrepiso, agarrar nuestras cosas, y después ponernos limpios. Debe haber habido cien bebés
en mi vuelo acá, te lo juro por Dios. Tomaban turnos para gritar, cagar y vomitar, sin embargo. Nunca
menos de diez gritando al mismo tiempo.‖
Paramos en el entrepiso, buscamos nuestros distintivos y programas. ―No te olvides de
anotarte para el paseo de fantasmas‖, dijo la mujer sonriente detrás de la mesa. ―Los Paseos de
fantasmas de la Nueva Orleans Vieja cada noche, limitados a quince personas en cada grupo, así que
anótense rápido.‖
Me bañé, y lavé mi ropa en la bacha, después la colgué en el baño para que se secara.
Me senté desnudo en la cama, y examiné los contenidos del maletín de Anderton. Le eché un
vistazo al paper que él había tenido la intención de presentar, sin interiorizarme en el contenido.
En la parte limpia de la página cinco había escrito, en apretados, mayormente legibles,
garabatos, en un mundo perfecto te podés coger a la gente sin darles un pedazo de tu corazón. Y cada
beso brillante y cada toque de carne es otro pedazo de corazón que no vas a volver a ver.
Hasta que caminar (¿despertar? ¿llamar?) por tu cuenta es insoportable.
Cuando mi ropa estaba bastante seca me la puse de vuelta y baje al bar del lobby. Campbell ya
estaba ahí. Estaba tomando gin y tónica al costado.
Tenía una copia del programa de la conferencia y había circulado cada una de las charlas y
papers que quería ver. (―Regla uno, si es antes del mediodía, mandala a la mierda a menos que seas uno
de los que la hace‖, explicó). Me mostró mi charla, marcada en lápiz. ―Nunca hice esto‖, le dije.
―Presentar un paper en una conferencia.‖ ―Es una molestia, Jackson‖, dijo. ―Una molestia. ¿Sabés lo

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que hago yo?
―No‖, dije.
―Sólo me levanto y leo el paper. Después la gente hace preguntas, y yo simplemente
chamuyo‖, dijo. ―Chamuyo activamente, en oposición a pasivamente. Esa es la mejor parte. Sólo
chamuyar. Molestia total.‖
―No soy realmente bueno para eso, um, chamuyar‖, dije. ―Demasiado honesto.‖
Entonces asentí, y decíles que esa es una pregunta realmente perceptiva, y que está dirigida en
profundidad en la versión más larga del artículo, del cual el que estás leyendo es una abstract editado. Si
te toca algún loco que te la hace realmente muy difícil con algo que tenés mal, sólo ponete de mal
humor y decí que no se trata de lo que está de moda creer, se trata de la verdad.‖
―¿Eso funciona?‖
―Cristo, sí. Presenté un paper un par de años atrás acerca de los orígenes de las sectas Thugee
en las tropas persas – es la razón por la que podés tener un hindus y musulmanes por igual
convirtiéndose en Thugee, ves; la veneración de Kali fue agregada más tarde. Debería haber empezado
como una especie de sociedad secreta maniquea.‖
―¿Todavía escupiendo esa pavada?‖ Ella era una mujer alta, pálida con un mechón de pelo
blanco, vistiendo ropas que lucían a la vez agresiva y estudiadamente bohemias, y demasiado abrigadas
para el clima. Podía imaginarla andando en bicicleta, del tipo con canasta de mimbre al frente.
―¿Escupiendo?‖ Estoy escribiendo un puto libro acerca de eso‖, dijo el inglés. ―Entonces, lo
que quiero saber es, ¿quién viene conmigo al barrio francés a probar todo lo que Nueva Orleans puede
ofrecer?‖
―Yo paso‖, dijo la mujer sin sonreír.
―¿Quién es tu amigo?‖
―Este es Jackson Anderton, del Hopewell College.‖
―¿El del paper de las cafeteras zombies?‖ Sonrió. ―lo vi en el programa. Muy fascinante. Aún
otra cosa que le debemos a Zora, ¿eh?‖
―Junto con El Gran Gatsby‖ dije.
―¿Hurston conocía a Scott Fitzgerald?‖ dijo la mujer de la bicicleta. ―No sabía eso. Nos
olvidamos cuán chico era el mundo literario de Nueva York en ese entonces, y cómo la barrera del
color era usualmente elevada para los genios.‖ El inglés resopló. ―¿Elevado? Sólo bajo sufrimiento. La
mujer murió en penuria como una limpiadora en Florida. Nadie sabía que ella había escrito nada de lo
que escribió, ni que hablar de que ella trabajó con Fitzgerald en El Gran Gatsby. Es patético, Margaret.‖
―La posteridad tiene una manera de tener estas cosas en cuenta‖, dijo la mujer alta. Ella se fue.
Campbell se quedó mirándola fijo. ―Cuando crezca‖, dijo. ―Quiero ser ella.‖
―¿Por qué?‖

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Ella me miró. ―Sí, esa es la actitud. Tenés razón. Algunos de nosotros escribimos los
bestsellers, algunos de nosotros los leemos, algunos de nosotros obtenemos los premios, algunos de
nosotros no. Lo que es importante es ser humanos, ¿no? Es cuán buena persona sos. Estar vivos.‖
Me palmeó en el brazo. ―Vamos. Interesante fenómeno antropológico que he leído en internet
voy a señalarte esta noche, de la clase que probablemente no ves en Rata Muerta, Kentucky. Id est,
mujeres que, bajo circunstancias normales, no mostrarían sus tetas por cien libras, estarían sólo
demasiado complacidas de sacarlas afuera para la multitud por unos abalorios baratos de plástico.‖
―Medio de cambio universal‖, dije.
―Abalorios.‖
―Carajo‖, dijo. ―Hay un paper acerca de eso. ¿Alguna vez te diste una inyección de gelatina,
Jackson?‖
―No.‖
―Yo tampoco. Apuesto a que son asquerosas.‖
―Vamos a ver.‖
Pagamos por nuestros tragos. Le tuve que recordar que dejara propina.
―A todo esto‖, dije. ―F. Scott Fitzgerald. ¿Cuál era el nombre de su esposa?‖
―¿Zelda? ¿Qué pasa con ella?‖
―Nada‖, dije.
Zelda. Ziora. Lo que sea. Salimos.

III

―Nada, como algo, pasa en cualquier lado.‖


Medianoche, más o menos. Estábamos en un bar en la calle Bourbon, el profesor de
antropología y yo, y él empezó a comprar tragos – tragos de verdad, este lugar no hacía inyecciones de
gelatina –para un par de mujeres de pelo oscuro en el bar. Se veían tan similares que podrían haber sido
hermanas. Una vestía un moño rojo en su pelo, la otra un moño blanco. Gauguin las podría haber
pintado, sólo que él las habría pintado con el pecho desnudo, y sin los aros de calavera de ratón de
plata. Se reían un montón.
Habíamos visto un pequeño grupo de académicos pasar por la puerta del bar en un momento,
dirigidos por un guía con un paraguas negro. Se los señalé a Campbell.
La mujer con el moño rojo alzó una ceja. ―Van a los tours de Historia Embrujada, buscando
fantasmas. Te dan ganas de decir, loco, acá es donde los fantasmas vienen, acá es donde los muertos se
quedan. Más fácil salir a buscar a los vivos.‖
―¿Estás diciendo que los turistas están vivos?‖ dijo la otra, burla-preocupación en su cara.

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―Cuando llegan acá‖, dijo el primero, y ambos se rieron de eso.
Se reían un montón.
La del moño blanco se reía de todo lo que decía Campbell. Ella le decía, ―Decí ―fuck‖ otra
vez‖, y él lo decía y ella repetía, ―¡fook! ¡Fook!‖, tratando de copiarlo, y él diría, ―No es fook, es fuck‖ y
ella no podía oir la diferencia, y se reía un poco más.
Después de dos tragos, quizás tres, la agarró de la mano y la llevó hasta la parte de atrás del
bar, donde la música estaba sonando, y estaba oscuro, y había algo de gente ya, sino bailando,
moviéndose uno contra el otro.
Me quedé donde estaba, al lado de la mujer con el moño rojo en su pelo. Ella dijo, ―¿y vos
estás en la discográfica también?‖.
Asentí. Era lo que Campbell le había dicho que hacíamos. ―Odio decirle a la gente que soy un
puto académico‖, él había dicho, razonablemente, cuando ellas estaban en el baño. En vez le había
dicho que él había descubierto a Oasis.
―¿Y qué onda vos, qué hacés en el mundo?‖
Ella dijo, ―soy una sacerdotisa de santería. Yo, tengo todo en mi sangre, mi papá era brasilero,
mi mamá era irlandesa-cherokee. En Brasil, todos hacen el amor con todos y tienen los mejores bebitos
marrones. Todos tienen sangre negra esclava, todos tienen sangre india, mi papá incluso tiene algo de
sangre japonesa. Su hermano, mi tío, parece japonés. Mi papá, es sólo un hombre buen mozo. La gente
piensa que es de mi papá de donde saqué la santería, pero no, es de mi abuela, decía que era Cherokee,
pero yo la descubrí cuando vi las fotografías viejas. Cuando tenía tres años estaba hablando con gente
muerta, cuando tenía cinco miré a un perro grande negro, del tamaño de una Harley Davidson,
caminando atrás de un hombre en la calle, nadie lo podía ver excepto yo, cuando le dije a mi mamá, le
dijo a mi abuela, decían, ella tiene que saber, ella tiene que aprender. Había gente para enseñarme, aún
cuando era chiquita.
―Nunca tuve miedo de la gente muerta. ¿Sabías? Nunca te lastiman. Tantas cosas en esta
ciudad pueden lastimarte, pero los muertos no te lastiman. La gente viva te lastima. Te lastiman tanto.‖
Me encogí de hombros.
―Esta es una ciudad donde la gente duerme con el otro, sabés. Hacemos el amor con el otro.
Es algo que hacemos para demostrar que todavía estamos vivos.‖
Me pregunté si eso era un lance. No parecía serlo.
Ella dijo, ―¿Tenés hambre?‖
Dije, ―un poco‖.
Ella dijo, ―conozco un lugar cerca de acá que tiene el mejor gumbo de Nueva Orleans.
Vamos.‖
Dije, ―escuché que es una ciudad donde mejor no camines solo a la noche.‖

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―Es verdad‖, dijo. ―Pero me tenés con vos. Estás a salvo, mientras estés conmigo‖.
Afuera en la calle chicas universitarias estaban mostrando sus pechos a las multitudes en los
balcones. Por cada vistazo de pezón los espectadores alentaban y tiraban collares de plástico. Había
sabido el nombre de la mujer del moño rojo más temprano, pero ahora se había evaporado.
―Solía ser que sólo hacían esta mierda en Carnaval‖, dijo. ―Ahora los turistas lo esperan, así que
sólo son turistas haciéndolo para los turistas. A los locales no les importa. Cuando necesites mear,‖
añadió, ―decime‖.
―Okey. ¿Por qué?‖
―Porque la mayoría de los turistas que les roban, les roban cuando van a los callecitas a
aliviarse. Se despiertan una hora después en Pirate's Alley con una cabeza dolorida y una billetera vacía.‖
―Lo voy a tener en cuenta.‖ Señaló una callecita mientras la pasábamos, brumosa y vacía. ―No
vayas ahí‖, dijo. El lugar donde terminamos era un bar con mesas. Una TV encima del bar pasaba The
Tonight Show sin sonido y con subtítulos, aunque los subtítulos insistían en convertirse en números y
fracciones. Ordenamos el gumbo, un bol cada uno.
Esperaba más del mejor gumbo de Nueva Orleans. No tenía casi gusto. Aún así, me lo bajé a
cucharones, sabiendo que necesitaba comida, que no había comido nada en todo el día.
Tres hombres entraron al bar. Uno caminaba de costado, otro se pavoneaba, otro cojeaba. El
que caminaba de costado estaba vestido como un enterrador victoriano, galera y todo. Su piel era pálida
como panza de pescado; su pelo era largo y como de soga; su barba era larga y con cuentas plateadas
enhebradas. El que se pavoneaba estaba vestido con un saco largo de cuero negro, ropa oscura debajo.
Su piel era muy negra. El último, el que cojeaba, se quedó atrás, esperando en la puerta. No pude ver
mucho de su cara, ni decodificar su raza: lo que podía ver de su piel era de un gris sucio. Su pelo lacio
colgaba sobre su cara. Me hizo estremecer.
Los primeros dos hombres vinieron directamente hacia nuestra mesa, y yo estuve, por un
momento asustado por mi pellejo, pero no me prestaron atención. Miraron a la mujer con el moño
rojo, y ambos hombres la besaron en la mejilla. Preguntaron acerca de amigos que no habían visto,
acerca de quién le hizo algo a quién en qué bar y por qué. Me hicieron acordar al zorro y al gato de
Pinocho.
―¿Qué le pasó a tu novia linda?‖ la mujer le preguntó al hombre negro.
Él sonrió, sin humor. ―Puso una cola de ardilla en mi tumba familiar.‖
Ella frunció sus labios. ―Entonces estás mejor sin ella.‖
―Eso es lo que digo.‖
Miré al que me daba miedo. Era una cosa sucia, flaco de heroína, labios grises. Sus ojos
estaban abatidos. Casi ni se movía. Me pregunté qué era lo que los tres hombres hacían juntos: el zorro
y el gato y el fantasma.

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Entonces el hombre blanco tomó la mano de la mujer y la apretó contra sus labios, hizo una
reverencia, levantó una mano hacia mí, en una parodia de saludo, y los tres se fueron.
―¿Amigos tuyos?‖
―Mala gente‖, dijo ella. ―Macumba. No son amigos de nadie.‖
―¿Qué le pasaba al tipo de la puerta?‖ ¿Está enfermo?‖
Ella dudó, después sacudió la cabeza. ―No realmente. Te lo voy a decir cuando estés listo.‖
―Decimelo ahora.‖
En la TV, Jay Leno estaba hablando con la mujer rubia. NO ES SÓLO LA PELÍCULA decían
los subtítulos. ¿ASÍ QUE HAS VISTO A LA FIGURA DE AC IÓN? Él levantó una pequeña figura
de su escritorio, hizo como que chequeaba abajo de su pollera para ver si era anatómicamente correcta.
[RISAS, decía la leyenda.
Ella se terminó su bol de gumbo, lamió su cuchara con una lengua roja, roja, y la puso de
vuelta adentro del bol. ―Muchos chicos vienen a Nueva Orléans. Algunos de ellos leen libros de Anne
Rice y se imaginan que van a aprender a ser vampiros acá. Algunos de ellos tienen padres abusivos,
algunos están simplemente aburridos. Como gatitos callejeros viviendo en los drenajes, vienen acá.
Encontraron a toda una nueva raza de gatos viviendo en un drenaje en Nueva Orleans, ¿sabías eso?‖
―No.‖
[RISAS decía la leyenda, pero Jay todavía seguía sonriendo, y el Tonight Show fue a un
comercial de autos.
―Él era uno de los chicos de la calle, sólo que él tenía un lugar donde parar a la noche. Buen
chico. Hizo dedo desde LA hasta Nueva Orléans. Quería que lo dejen tranquilo para fumar un poco de
yerba, escuchar a sus casettes de The Doors, estudiar magia del Caos y leer las obras completas de
Aleister Crowley. También que le chupen la pija. No tenía ninguna particularidad con respecto a quién.
Ojos brillantes y cola peluda.‖
―Hey‖, dije. ―Ese era Campbell. Pasando. Allá afuera.‖
―¿Campbell?‖
―Mi amigo.‖
―¿El productor de discos?‖ Ella sonrió mientras lo decía, y yo pensé, ella sabe. Ella sabe que él
estaba mintiendo. Ella sabe lo que él es.
Puse un $20 y un $10, y salimos a la calle para buscarlo. Pero él ya se había ido.
―Pensé que estaba con tu hermana‖, le dije.
―No hay hermana‖, dijo. ―Sólo yo.‖
Dimos vuelta a la esquina y fuimos envueltos por una multitud de turistas ruidosos, como una
ola repentina chocando en la costa. Entonces, tan rápido como habían venido, se fueron, dejando sólo
un puñado de gente detrás de ellos. Una adolescente estaba vomitando en una alcantarilla, un joven

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nerviosamente parado cerca de ella, sosteniendo su boldo y un vaso de plástico medio lleno de alcohol.
La mujer con el moño rojo en su pelo se había ido. Deseé haber tomado nota de su nombre, o
del nombre del bar en el que la había conocido.
Tenía la intención de irme esa noche, tomar la interestatal para el oeste hacia Houston y de ahí
a México, pero estaba cansado y dos tercios borracho, y en cambio volví a mi habitación, y cuando llegó
la mañana todavía estaba en el Marriot. Todo lo que había vestido la noche anterior olía a perfume y
podredumbre.
Me puse mi remera y mis jeans, fui al gift shop del hotel, elegí un par más de remeras y un par
de shorts. La mujer alta, esa sin la bicicleta, estaba ahí, comprando un poco de Alka Seltzer.
Ella dijo, ―Movieron tu presentación. Es ahora en el Audubon Room, en alrededor de veinte
minutos. Por ahí querés lavarte los dientes primero. Tus mejores amigos no te lo van a decir, pero casi
no lo conozco, señor Anderton, así que no me molesta decírselo en absoluto.‖
Añadí un cepillo de dientes de viaje y un dentífrico al las cosas que estaba comprando. Añadir
a mis posesiones, sin embargo, me preocupaba. Sentí que debería estar perdiéndolas. Necesitaba ser
transparente, tener nada.
Subí a la habitación, me lavé los dientes, me puso la remera del Festival de Jazz. Y después,
porque no tenía opción en el asunto, o porque estaba condenado a conferenciar, consultar o chamuyar,
o porque estaba bastante seguro Campbell estaría en la audiencia y quería decirle adiós antes de irme,
agarré el escrito y fui al Audibon Room, donde quince personas estaban esperando. Campbell no era
uno de ellos. No tenía miedo. Dije hola, y miré al principio de la página uno.
Empezaba con otra cita de Zora Neale Hurston:
―Se habla de grandes zombies que vienen a la noche para hacer malicia. También la nenitas
zombies que son mandadas por sus dueños en el atardecer oscuro para vender paquetitos de café
tostado. Antes de la salida del sol, sus gritos de ―Cafe grille‖ pueden oírse desde lugares oscuros en las
calles y uno sólo puede verlas si uno llama a las vendedoras que vengan con los productos. Entonces las
pequeña muerta se hace visible y sube los escalones.‖

***

Anderton continuaba desde ahí, con citas de contemporáneos a Hurston, varios extractos de
entrevistas viejas con haitianos más viejos, el paper del hombre saltando, tanto como yo era capaz de
notar, de conclusión en conclusión, tornando fantasías en estimaciones y suposiciones convirtiéndolos
hechos.
A mitad de camino, Margaret. La mujer alta sin la bicicleta, entró y simplemente se quedó
mirándome. Pensé, ella sabe que yo no soy él. Ella sabe. Seguí leyendo, sin embargo. ¿Qué otra cosa

12
podía hacer?
Al final, abrí las preguntas.
Alguien me preguntó acerca de las prácticas de investigación de Zora Neale Hurston. Dije que
era una muy buena pregunta, que era abordada más ampliamente en el paper definitivo, del que lo que
había leído era esencialmente un abstract editado.
Alguien más, una mujer baja, regordeta, se paró y anunció que las niñas zombies no podían
haber existido: las drogas y polvos zombies te adormecían, inducían trances como de muerte, pero
todavía trabajaban básicamente en la convicción – la convicción de que eras ahora uno de los muertos,
y no tenías voluntad propia. ¿Cómo, preguntaba ella, podría una niña de cuatro o cinco ser inducida a
creer tal cosa? No. Las niñas del café eran, dijo, una con el Truco de la Soga India, sólo otra de las
leyendas urbanas del pasado.
Personalmente estaba de acuerdo con ella, pero asentí, y dije que sus argumentos estaban bien
planteados y los había tenido en cuenta. Y que, desde mi perspectiva – que era, esperaba, una
perspectiva genuinamente antropológica - lo que importaba no era lo que fuera fácil de creer, sino, y
mucho más importante, la verdad.
Aplaudieron, y después un hombre con una barba me preguntó si podía tener una copia de
mi paper para una revista que él editaba. Se me ocurrió que era algo bueno que se me haya ocurrido
venir a Nueva Orleans, que la carrera de Anderton no se vería dañada por su ausencia de la conferencia.
La mujer regordeta, cuya etiqueta decía que su nombre era Shanelle Gravely-King, me estaba
esperando en la puerta. Ella dijo, ―realmente disfrute eso. No quiero que piense que no lo hice.‖
Campbell no apareció para su presentación. Nadie lo volvió a ver. Margaret me presentó a
alguien de Nueva York, y mencionó que Zora Neale Hurston había trabajado en El Gran Gatsby. El
hombre dijo que sí, que ya era de común conocimiento por estos días. Me pregunté si Margaret había
llamado a la policía, pero ella parecía lo suficientemente amigable. Estaba empezando a estresarme, me
di cuenta. Deseé no haber tirado mi celular.
Shanelle Gravely-King y yo tuvimos una cena temprana en el hotel, al comienzo de la cual yo
dije, ―Oh, no hablemos del negocio‖, y ella estuvo de acuerdo que sólo los más aburridos hablaban del
negocio en la mesa. Así que hablamos de las bandas de rock que habíamos visto en vivo, los métodos
ficcionales de retrasar la descomposición de un cuerpo humano, y acerca de su pareja, una mujer mayor
que ella que era dueña de un restaurant, y después fuimos a mi habitación. Ella olía a talco de bebé y
jazmín y su piel desnuda era fría y húmeda contra la mía.
A lo largo del siguiente par de horas usé dos de los tres forros. Ella estaba durmiendo para
cuando volví del baño, y me metí a la cama junta a ella. Pensé acerca de las palabras que había escrito
Anderton, garabateadas a mano en el dorso del escrito, y quise chequearlas, pero me quedé dormido,
una mujer de carne blanda con olor a jazmín apretándose contra mí.

13
Después de la medianoche, me desperté de un sueño, y la voz de una mujer estaba susurrando
en la oscuridad.
Ella dijo, ―entonces él llegó a la ciudad, con sus cassettes de The Doors, y sus libros de
Crowley, y su lista escrita a mano de URLS secretas (o magia del Caos en la web, y todo era bueno, él
incluso consiguió algunos discípulos, fugitivos como él, y tuvo su pija chupada cuando quería, y el
mundo era bueno. Y entonces él empezó a creer su propia prensa. Pensó que él era ―de verdad‖. Que él
era ―el hombre‖. Pensó que él era un gran tigre-gato malo, no un gatito chiquito. Entonces él
descubrió... algo... algo que alguien más quería.
Pensó que eso que había descubierto lo iba a cuidar. Chico provinciano. Y esa noche, él está
sentado en la Plaza Jackson, hablando a los que leen tarot, contándoles de Jim Morrison y la cabala, y
alguien le toca el hombro, y él se da vuelta, y alguien le sopla polvo en su cara, y él lo respira.
―No todo. Y va a hacer algo al respecto, cuando se da cuenta de que no hay nada que hacer,
porque él está totalmente paralizado, hay fugu y piel de sapo y hueso del suelo y todo lo demás en ese
polvo, y él lo aspiró.
―Lo llevan a la guardia, donde no hacen mucho por él, dándolo por una rata callejera con un
problema de drogas, y para el día siguiente se puede mover otra vez, aunque son dos, tres días hasta que
puede volver a hablar.
―El problema es, lo necesita. Lo desea. Sabe que hay un gran secreto en el polvo zombie, y que
casi lo tiene. Algunas personas dicen que mezclan heroína con eso, alguna porquería de esas, pero ellos
ni siquiera necesitan hacer eso. Él lo desea.
―Y ellos le dijeron que no se lo venderían. Pero si él hacía trabajos para ellos, le darían un poco
de polvo zombie, para fumar, aspirar, frotar sus encías, tragar. A veces le daban trabajos asquerosos
para hacer que nadie más quería. Algunas veces simplemente lo humillaban porque querían – hacerle
comer caca de perro de la alcantarilla, quizás. Matar para ellos, quizás. Todo menos morir. Todo piel y
huesos. Él haría cualquier cosa por su polvo zombie.
―Y él todavía piensa, en el pequeño pedazo de su cabeza que todavía es él, que no es un
zombie. Que no está muerto, que hay un umbral que todavía no cruzó. Pero él lo cruzó hace tiempo.‖
Extendí una mano, y la toqué. Su cuerpo era duro, y flaco, y flexible, y sus pechos se sentían
como pechos que Gaugin podría haber pintado. Su boca, en la oscuridad, era suave y cálida contra la
mía.
La gente llega a tu vida por una razón.

IV

―Esas personas tienen que saber quiénes somos y contar que estamos acá.‖

14
Cuando me desperté, era todavía casi de noche, y el cuarto estaba en silencio. Prendí la luz,
miré en la almohada buscando un moño, blanco o rojo, o un aro de cráneo de ratón, pero no había
nada para demostrar que alguna vez había habido alguien en la cama esa noche excepto yo.
Me levanté de la cama y corrí las cortinas, miré por la ventana. El cielo se estaba poniendo gris
en el este.
Pensé en moverme hacia el sur, en continuar huyendo, continuar simulando que estaba vivo.
Pero era, lo sabía ahora, muy tarde para eso. Hay puertas, después de todo, entre los vivos y los
muertos, y se balancean en ambas direcciones.
Había llegado tan lejos como podía.
Hubo un débil golpeteo en la puerta de la habitación del hotel. Me puse los jeans y la remera
con las que había salido, y descalzo, abrí la puerta de un tirón.
La niña del café me estaba esperando.
Todo más allá de la puerta estaba tocado con luz, una abierta, maravillosa luz de antes del
amanecer, y oí el sonido de los pájaros llamando en el aire de la mañana. La calle estaba en una colina, y
las casas enfrente mío era poco más que ranchos. Había niebla en el aire, baja hasta el piso,
enroscándose como algo de una película vieja en blanco y negro, pero se habría ido para el mediodía.
La niña era flaca y pequeña; no parecía tener más de seis años. Sus ojos estaban cubiertos con lo que
podrían haber sido cataratas, su piel era tan gris como antes había sido marrón. Estaba sosteniendo una
taza del hotel blanca hacia mí, sosteniéndola cuidadosamente, con una pequeña mano en el asa, una
mano bajo el platillo. Estaba medio llena con un líquido humeante de color de barro.
Me doblé para agarrarla, y la tomé. Era una bebida muy amarga, y estaba caliente, y me
despertó el resto del camino.
Dije, ―gracias.‖
Alguien, en algún lugar, estaba llamando mi nombre.
La niña esperó, pacientemente, mientras yo terminaba mi café. Puse la taza en la alfombra,
después saqué mi mano y toqué su hombro.
Ella extendió su mano hacia arriba, extendió sus pequeños dedos grises, y tomó mi mano.
Sabía que yo estaba con ella. Donde quiera que estuviéramos dirigiéndonos ahora, iríamos allí juntos.
Recordé algo que alguien me había dicho alguna vez. ―Está bien. Cada día es terreno fresco‖,
le dije.
La expresión de la niña del café no cambió, pero asintió, como si me hubiera escuchado, y le
dio al mi brazo un golpe impaciente. Tomó mi mano fuerte con sus fríos, fríos dedos, y caminamos,
finalmente, lado a lado hacia el amanecer brumoso.

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