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El libro Poemas de Otra/parte, de Pedro Arturo Estrada, es un viaje por las raídas estepas
y helados abismos de la actualidad. Viaje en poesía y en verdad, una verdad no temerosa
del dolor ni de la vergüenza, una poesía que marca los hitos del territorio, como
corresponde a toda palabra en el nombrar. Por duro que parezca el viaje, Pedro Arturo lo
realiza detenidamente, ahí están las calles, la casa, el sol, la esquina, los parques, los
centros comerciales, los espejos, los árboles, la memoria, los nombres, los abismos.
En ese territorio terrible y oscuro, pero habitado al menos en deseo, la dispersión de los
objetos y de las gentes no hace más que corroborar que la tierra no existe por sí misma,
sino por lo que hacemos de ella. De la palabra empujar no puede surgir sino un caído. Y de
la palabra sueño la respiración. Pero debemos poner atención. Las fronteras se confunden
si nos dejamos llevar por el río, tranquilos y apoyados en lo que nos ofrece.
Donde se dice todo hay nada, donde se silba una música, se está dictando sentencia.
Geografía de los destierros, entonces. Como si el poeta hubiera corrido el velo de lo que
no queríamos decir, pero sabíamos, así aparece desnuda, vibrante, exaltada
intencionalmente la miseria donde intentamos desenvolver nuestro lenguaje, anhelante
de riquezas.
Al Sur
De esos territorios en permanente olvido son habitantes los asesinos y los asesinados, los
que cantan y los que callan, la rosa, el sol, la lluvia, el rostro contemplado en el amor. Sin
grandes diferencias jerárquicas en el poema, pues todos prestan lo que pueden a la Danza
macabra, esta sí preponderante, suelo común, música interminable.
Ya no advertencia, la Danza Macabra que desde la Edad Media anunciaba el fin de todos
los placeres y diferencias para romper su vanidad, en el libro de Pedro Arturo Estrada está
para avivar –fuego en el fuego- la recreación absurda de vivir en la muerte, la denuncia de
que no hay otra danza, porque la vida, o el tiempo de la vida, es apenas un instante de
iluminación en medio de la destrucción. Dulce Catrina de todos los tiempos, que ha
resuelto coger la fiesta por su cuenta y sin respiro apenas nos sacude y lleva de un lado
para otro. Y nosotros, los vivientes muertos, o los muertos vivientes, apenas alcanzamos a
ver, nunca a tocar:
Se afianzó la osamenta,
Se engastaron los ojos en la piedra.
La vida se extravió.
Pero el tiempo sí estuvo,
-todo el tiempo.
Debemos o deberemos aceptar que es la Muerte quien nos ve, y no la Vida. Y aunque
parezca tan molesto –hasta nos incordia con lo que esperamos dice un comentario de
William Valencia en la contraportada del libro- es preciso decir que la palabra del poeta ni
siquiera llora en duelo, aunque él llore, y se duela, sino que desafía en pura fiereza animal.
Es ahí, en la Danza, donde debemos morder, y alcanzar un instante de luz, un poema, un
árbol, el cuerpo del otro. Es por eso que, a pesar de decir silencio, y tantos silencios que
dice, leemos cada vez que los nombra una gran tensión. Como si en cada uno de sus
lugares fuéramos llamados a algo. Como si al decir silencio se abriera un hoyo negro, que
reclama lo suyo aunque no sepamos bien qué es lo suyo. Lo único seguro es que no se
trata de un tranquilo remanso. Recordemos. No estamos viendo el tiempo. Es el tiempo el
que nos ve.