Está en la página 1de 30

ENSAYOS

Un cine latinoamericano
Los nuevos cines y los cines políticos ante los Estados
(Argentina, Brasil, México)

1.

En los años sesenta y setenta fue posible pensar, como ningún otro momento de
la historia del cine del continente parece permitirlo, en un cine latinoamericano. La
denominación es la que en gran medida se asignaron a sí mismos y a sus filmes los
cineastas que lo conformaron, que crearon sus propias instituciones (el Comité de
Cineastas Latinoamericanos, instituido en Caracas, en 1974) y cuyos filmes se exhi-
bieron y se discutieron en encuentros internacionales como el de Viña del Mar, Chile,
en 1967, y en las Muestras de Cine Latinoamericano.1 Esa identidad cinematográfica
latinoamericana tenía como condición de posibilidad su definición en conflicto,
enfrentamiento, crítica o impugnación de los Estados nacionales, concebidos cada
uno de ellos como partes del dominio imperialista norteamericano y su “ideología
estética fascista”, en las palabras más radicales de Glauber Rocha.2 Previamente, du-
rante los años treinta y cuarenta, hasta mediados de la década de los cincuenta, en los
países que desarrollaron industrias cinematográficas se trató, por el contrario, de cines
nacionales, que tomaron para las historias de sus filmes las propias tradiciones (el samba
y el carnaval en Brasil, el tango y el criollismo en Argentina, la ranchera en México) y
nacionalizaron con ellas los géneros provistos por la industria de Hollywood. En gran
medida, todo el cine clásico de la región conformó una imagen más o menos oficial,
más o menos obligada, inducida o espontánea, de los Estados nacionales y, en esto,

1  Véase al respecto, Mariano Mestman, “Notas para una historia de un cine de contrainformación y lucha

política”, Causas y azares, nº 2, otoño de 1995, pp. 144-161. Mestman menciona, además, la realización de
Muestras de Cine Latinoamericano y la creación de la Cinemateca del Tercer Mundo, en Montevideo, en 1969. En
este ensayo sólo me ocupo del cine latinoamericano en los tres países de la región que desarrollaron industrias:
Argentina, Brasil, México.
2  El texto de Glauber Rocha, “Teoría y práctica del cine latinoamericano”, es ejemplar en la definición de una

“conciencia latina” de los cineastas, que se enfrentan a nivel nacional contra la alianza que supone la “men-
talidad parafascista industrial” del cine de estudios, el Estado nacional que los ampara con sus legislaciones y
subvenciones económicas, y la distribución controlada por la industria norteamericana. Véase el texto completo
en Versiones de este número.
69
kilOmetro 111

los conflictos eventuales de éstos con los productores privados o con los cineastas,
incluso los problemas vinculados a la censura, nunca constituyeron una definición
de esos cines. En cambio, en el cine latinoamericano el conflicto con el Estado, su
impugnación o denuncia, es una fuerza negativa de autodefinición. Cuando el cine
latinoamericano se define contra los Estados nacionales, lo hace también contra los
géneros norteamericanos nacionalizados, rechazando incluso las tradiciones popu-
lares que fueron material de las historias narradas y, pues, fundamento industrial de
los cines nacionales. Sin embargo, los nuevos cines responden a –o formulan para sí
mismos– un imperativo estético político vinculado ahora a las realidades coetáneas, lo
cual no deja de afirmar una idea de nacionalidad: la miseria del pueblo, la alienación,
el neocolonialismo, la explotación de los obreros, las angustias existenciales de los
jóvenes, incluso concebidas como parte de un dominio imperialista sobre el tercer
mundo, del que América Latina es sólo una parte. La “realidad” brasileña de las favelas
y el sertão, la miseria argentina en las villas miseria en Santa Fe y en Buenos Aires,
la represión de los peronistas de la resistencia en el basural de José León Suárez, la
revolución mexicana y su herencia en el presente político, la masacre de Tlatelolco,
por ejemplo, conforman las imágenes nacionales de un cine concebido, estética e
ideológicamente, en términos latinoamericanos.Todo aquello que, por el contrario, el
relato genérico de los cines industriales había contribuido ya a perpetuar o ya a invi-
sibilizar, puesto que, para los nuevos cines y para los cines políticos, los géneros eran,
sin dudas, en mayor y menor grado, un modo estético del dominio ideológico.
Posteriormente, hacia los años ochenta, noventa y el nuevo siglo, los cines de los paí-
ses de la región ya no pueden concebirse en términos industriales –puesto que las in-
dustrias en cada país ya no operan exclusivamente con capitales nacionales, no siguen
el modelo clásico de los estudios–, y tampoco en términos nacionales, sobre todo
porque la idea de un cine nacional no deja de ser un lectura crítica de los cineastas
latinoamericanos de su pasado cinematográfico local, que buscaba, en efecto, lo que
habría que llamar una nacionalidad latinoamericana.Tampoco los cines contemporáneos
en América Latina se piensan, en absoluto, en sentido latinoamericano. Por el contra-
rio, más allá de sus singularidades, el cine del continente debería considerarse ahora,
más bien, en términos globales. El cine contemporáneo de la región tiende a trascen-
der las fronteras territoriales culturales, tanto en el sentido de su producción (como,
por caso, Babel, de González Inárritu o Hijos de los hombres, de Alfonso Cuarón, pero
también, por ejemplo, Carancho de Pablo Trapero, cuyos productores están esparcidos
por el mundo) como, incluso, en el sentido estético, allí donde muchos filmes de la
región comparten ciertas ideas del cine: ciertas puestas en escena, cierta hibridación
genérica, cierta indeterminación epistémica, cierta abstención de juicio, que en poco
se diferencian del cine contemporáneo de cualquier parte del mundo.
Aquello que, sin embargo, hace inasimilables el carácter internacional (tercermundis-
ta) del cine latinoamericano y la cualidad global del cine contemporáneo de la región
es, sobre todo, esa conciencia de los cineastas “latinos” (para utilizar el término de
70
ENSAYOS

Glauber Rocha) de estar situados en la avanzada de la época política y de la época


estética. En otras palabras, su idea programática del cine, su confianza en el progreso
político (la revolución) y, consecuentemente, en la emancipación de los hombres,
por medio del cine.3 Incluso, la condición tercermundista del cine latinoamericano
es una conciencia de pertenencia “tricontinental” (nuevamente en el sentido de
Glauber),4 esto es, de formar parte de los cineastas de países de continentes oprimi-
dos por el primero y el segundo mundos (Estados Unidos y Europa), a cuyos cines,
en la taxonomía de Cine Liberación, se oponía el “tercer cine” latinoamericano. Esa
conciencia de pertenencia a un tercer mundo en oposición a, y en lucha contra, los
imperialismos implica una idea de totalidad, una estética geopolítica, difícilmente
constatable en nuestro cine contemporáneo cuya globalidad es más una consecuencia
sobredeterminada que una serie de decisiones concebidas en su progreso y con un
objetivo (cinematográfico y político) en gran medida común.

2.

No obstante, en los casos más notorios (los cines de la generación del sesenta, el
grupo Cine Liberación argentinos, el cinema novo brasileño y el nuevo cine mexicano)
esa terceridad nunca es homogénea. Más acá de esa conciencia latinoamericana
hay diferencias irreductibles, discusiones, críticas entre los cines terceros que de-
muestran que cada cine forja sus ideas y decide sus prácticas dentro de sus propias
tradiciones cinematográficas y culturales, y de sus propias historias políticas, aun
cuando se compartan indudablemente algunas ideas del cine. En efecto, la genera-
ción del sesenta, en su modernización del cine argentino hacia fines de la década
de los cincuenta, no deja retomar de modo crítico, reflexivo, algunos de los tópicos
del cine industrial, como el tango y el criollismo, ni deja de situarse contra el cine
neutro, de transposiciones “cultas” (de la literatura clásica europea del siglo xix, en
gran parte), producido durante el peronismo. Sin embargo, no por esa crítica de la
dominación política (peronista) evita la impugnación de los cineastas peronistas una
década después, cuando Cine Liberación los acusa de reformistas pequeño burgueses,
productores de un “segundo cine”, aunque ese mismo haya sido finalmente, hacia el
fin del período político militante, el destino de los autores de Hacia un tercer cine (el

3  Confianza que puede leerse en su expresión más acabada en la noción de cine “épico/dicáctico”, de Glauber

Rocha: “La didáctica y la épica deben funcionar simultáneamente en el proceso revolucionario: la didáctica:
alfabetizar, informar, educar, concientizar las masas ignorantes, las clases medias alienadas. La épica: provocar
el estímulo revolucionario”. Véase, G. Rocha, “A Revoluçao é uma eztetyka 67”, en G.B, Revoluçao do cinema
novo, San Pablo, Cosac Naify, 2004, p. 99. Mi traducción.
4  Véase “Tricontinental ‘67”, en G.B., ibid.

71
kilOmetro 111

manifiesto de Solanas y Getino, de 1972), y aunque algunos cineastas de los sesenta


se hayan radicalizado en la década siguiente, como Jorge Cedrón. En efecto, aun
cuando Cedrón formó parte del grupo Di Tella, filmó en la línea estética de la ge-
neración del sesenta (El habilitado, 1970), parodió el film de Cine Liberación (La hora
de los trastornos, 1971), no por ello dejó de transponer, en los años más intensamente
políticos, junto con Rodolfo Walsh, Operación masacre (1972), cuando ya se había
pasado al peronismo.5 No menos importante es la evolución hacia el cine militante
de Lautaro Murúa, quien filmó el mundo de los lúmpenes urbanos, con la estructura
del film noir (un género siempre crítico del Estado o de sus instituciones), en Alias
Gardelito (1961) y luego protagonizó, hacia los mismos años politizados, Los traidores
(Raymundo Gleizer, 1973), sobre un cuento de Victor Proncet que él mismo había
pensado transponer al cine. La idea, pues, de que la generación del sesenta no posee
la radicalidad política y estética de Cine Liberación es consecuencia de las lecturas
que ese mismo grupo de cineastas militantes hizo (e impuso) de su inmediato pasado
y su presente cinematográfico y político, y consecuencia también de que las épocas
históricas en las que filmó cada uno la política no está concebida ni es practicada del
mismo modo, cuando en los setentas es, como se sabe, un hecho de armas.
Basta ver Tute cabrero (Juan José Jusid, 1968), una película estrenada en el mismo
momento en que se filmaba clandestinamente La hora de los hornos (1966-68, Cine
Liberación) para observar que en ella la crítica a la alienación que producen el trabajo
y la cultura de la clase media no es en absoluto extraña, ni menos aguda, respecto
de la crítica a la explotación que aliena a los trabajadores en las fábricas del film de
Cine Liberación. Dos planos frontales, completamente análogos, de las ventanas de
un edificio de oficinas, opresivos, puestos en cada uno de los filmes para connotar la
alienación, permite constatarlo. En un caso, en Tute Cabrero, el plano frontal sobre el
edificio busca también a expresar la angustia del personaje que debe decidir entre la
fidelidad a su viejo compañero de trabajo y sus intereses particulares, y cuya traición
no es otra cosa que una consecuencia casi necesaria de la alienación del empleado
de clase media. Para ello el plano, luego, se vuelve un contrapicado, del mismo modo
que aquellos con los que La hora de los hornos –cuando cita algunas tomas del niño
que corre al lado del tren, de Tire dié (Fernando Birri, 1956-58)–, connotaba la
opresión y la exposición infantil en las villas y lo vinculaba así a las grandes ciudades,
dando con ello totalidad a lo que concebía aún fragmentario en el cortometraje de la
Escuela de Santa Fe. En el otro caso, en el film de Solanas y Getino, el plano frontal
del edificio que inaugura el capítulo 3, “La violencia cotidiana”, al que luego siguen
planos cercanos de ventanas de oficinas o despachos (en nada distintas a las de Tute
cabrero en tanto espacios de opresión cotidiana), mientras se escucha un tono grave

5  Véase para su evolución estético política la biografía-entrevista de Fernando Marín Peña, El cine quema: Jorge

Cedrón, Buenos Aires, bafici/Altamira, 2003.


72
ENSAYOS

Operación masacre (J. Cedrón),


una ficción para la política.

crecientemente opresivo, que se vuelve una sirena que puede ser a la vez el llamado
al trabajo o el anuncio institucional de asistencia a alguna catástrofe. La opresión del
individuo en Tute cabrero y la catástrofe de la alienación cotidiana en La hora… no
tienen otra diferencia que la individualización en el primero y la objetividad en el
segundo. En efecto, en el film de Jusid, la alienación forma parte de las emociones y
de los trastornos de las subjetividades, mientras que, en el film de Cine Liberación,
está representada como una situación objetiva, parte de una totalidad mayor de un
país neocolonizado, en la jerga política de la época, sometido por el imperialismo.
Pero sobre todo, ambas películas se oponen principalmente en sus epistemes, allí
donde una asume la ficción y la otra el documental que, para el período político y
cinematográfico, resultan plenamente incompatibles, antitéticas: la primera, apela a la
introspección y a la identificación directas del espectador con el empleado alienado,
que la ficción puede, sin dudas, facilitar; la segunda, interpela a la acción política, por
medio del suministro de información estadística, política e histórica, a que el docu-
mental en su modalidad expositiva se presta especialmente. Pero, sobre todo impide,
con un montaje de impacto tomado del cine soviético, toda identificación con la
imagen cinematográfica, puesto que el grupo la consideraba en sí misma alienante;
por eso mismo, la película permitía, con ese montaje que enfatiza el corte, la inte-
rrupción de la proyección para la discusión política, es decir, para la acción, siempre
más importante que el film mismo.
73
kilOmetro 111

Sin embargo, el mismo Jorge Cedrón –cuyo proceso como cineasta demuestra, antes
que la incompatibilidad de los nuevos cines y los cines políticos, la transformación (y
la continuidad) de éstos por la historia– intentó una confluencia de lo documental y
lo ficcional. Operación masacre, en la medida misma en que es una transposición de una
literatura de “no-ficción”, buscó narrar lo político desde los afectos más personales, lo
histórico desde la experiencia de vida. El film encontró en Julio Troxler, uno de los
“fusilados que vive” –en las palabras de Rodolfo Walsh–, la unión de ambos aspectos,
porque no se trata ahora de un testimonio únicamente documental (como el discurso
de Troxler en la última parte de La hora de los hornos) ni tampoco de una actuación
propiamente ficcional, porque en el cuerpo de Troxler está la experiencia aun in-
transferible (a pesar del film mismo y de sus palabras) de la masacre de José León
Suárez. Pero, sobre todo, el film de Cedrón narró por medio de la ficción la historia
política de los mártires del nuevo Estado, los fusilados de la resistencia peronista que
hicieron posible, después de todo, el retorno del peronismo al poder estatal. En efecto,
hacia 1973, una serie de ficciones políticas se conciben positivamente para el nuevo
dominio estatal, demostrando una vez más que, a diferencia del cine industrial y del
cine contemporáneo, los nuevos cines y los cines políticos modernos mantuvieron
una relación constitutiva con el Estado: si los documentales de Cine Liberación y de
Cine de La Base (e incluso de Realizadores de Mayo) se definieron y se concibieron
contra los gobiernos de facto (de Onganía a Lanusse), las ficciones de esos mismos
grupos (Los hijos de Fierro y El familiar, de los primeros, y Los traidores, de Raymundo
Gleyzer) son impensables sin la vuelta de Perón, después del largo exilio, al Estado.6
Una evidencia aun tardía de esa relación constitutiva del cine moderno con el Estado
son los últimos filmes de Fernando Solanas: con Memoria del saqueo (2004) y La dig-
nidad de los nadies (2005) vuelve al documental como episteme crítica respecto del
Estado menemista; Argentina latente (2007), Próxima estación (2008) y Tierra sublevada.
Oro impuro (2009), como continuidad de las anteriores ahora contra el gobierno de
los Kirchner a los que concibe, aunque falazmente, en una misma línea directa desde
el terrorismo de Estado y el neoliberalismo.

3.

La radicalización política de los grupos de cineastas argentinos (Cine Liberación,


Cine de la Base) se sostuvo en las organizaciones políticas, partidarias y clandesti-

6  Al respecto puede consultarse, E.B., “Hacia 1973. Ficciones para la política”, en Kilómetro 111. Ensayos

sobre cine nº 3, “No reconciliados”, 2002, pp. 73-89. Sobre la transposición del texto de Walsh, véase Silvia
Schwarzböck, “Cómo se llega a ser peronista. Sobre Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, y Operación ma-
sacre, de Jorge Cedrón”, en El Matadero. Crítica de la literatura argentina, nº 7, “Ensayos de transposición”,
Instituto de Literatura Argentina, Facultad de Filosofía y Letras, uba, 2011.
74
ENSAYOS

nas, como si los filmes hubieran constituido, en efecto, su brazo cinematográfico.


Esa fundamentación partidaria de los grupos más radicales (el peronismo en Cine
Liberación, el Ejército Revolucionario del Pueblo y la izquierda no peronista en
Cine de la Base) no tuvo lugar en la política del cinema novo, aun cuando algunos
cineastas brasileños, como Glauber Rocha, no hayan sido menos radicales que los
argentinos y hayan militado en la izquierda, como Nelson Pereira dos Santos en
el Partido Comunista Brasileño. Los partidos de izquierda brasileños fueron más
bien adversos al cinema novo.7 Pero los nuevos cineastas brasileños demuestran en su
continuidad, en su proceso y en su conciencia de grupo cierta homogeneidad que,
al contrario, por las operaciones de lectura de los propios cineastas y de la crítica,
se percibe como heterogeneidad y contraste al interior mismo de la generación del
sesenta y entre ésta y los cineastas militantes argentinos. El cinema novo evolucionó
hacia la radicalidad política, como lo hicieron de modo similar los cineastas argen-
tinos modernos, en una relación crítica (constitutiva) respecto del Estado brasileño,
que se intensifica después del golpe militar de 1964 hasta la negatividad estética.
La diferencia aquí entre el cine brasileño y el argentino reside en que la dictadura
brasileña radicaliza a los cineastas del cinema novo y, además, da lugar al llamado “cine
marginal”, que critica e ironiza la estética del hambre glauberiana con su estética
de la basura (do lixo), pero que sin ella no habría tenido la misma radicalidad.8 En
cambio, el terrorismo estatal argentino interrumpe de modo definitivo, a partir de
1976, el proyecto de un cine moderno, porque obliga al exilio o asesina a gran
parte de sus cineastas. La dictadura argentina permite, por el contrario, la expansión

7  “…‘la izquierda tradicional’ ha atacado muy a menudo los filmes del cinema novo, rechazando su audacia

–hacer un film violentamente antimilitarista como Os Fuzis bajo un régimen de militares– porque ella se ejerce
por fuera de toda doctrina o espíritu de partido”, señaló René Predal, en su “Une tradition populaire vivante ou
l’ésthétique de la révolte”, Études cinématographiques, nº 93-96, “Le ‘cinema novo’ brésilien 1”, 1971, p. 6. Mi
traducción. Véase también, al respecto, José Carlos Avellar, “Le cinéma novo: les années soixante”, en Paulo
A. Paranaguá, Le cinéma brésilien, París, Centre Georges Pompidou, 1987, p. 91.
8  “Florecido en el período posterior al AI-5 [el Acta Institucional nº 5, un decreto del presidente de facto Artur

da Costa e Silva, que rige de diciembre de 1968 hasta 1978, y cuyas medidas fueron, entre otras, el cierre del
congreso nacional, la censura previa, la ilegalidad de las reuniones políticas, la suspensión del habeas corpus,
etc.], este cine [el cine marginal o de la basura] se asume en general como una respuesta a la represión en una
línea agresiva de desencanto radical; su rebeldía elimina cualquier dimensión utópica y se desdobla en una
escenificación escatológica, hecha de vómitos, gritos, sangre, en la exacerbación del kitsch, en el culto al género
del horror subdesarrollado […] En cuanto estrategia de agresión, la estética de la basura [estética do lixo] es
una radicalización de la estética del hambre, es un rechazo de reconciliación con los valores de la producción
dominante en el mercado.” Véase el trabajo de Ismail Xavier (en el que puede notarse la fuerte impronta de la
interpretación glauberiana del cine moderno brasileño), “Do golpe militar à abertura: a resposta do cinema de
autor”, en su O cinema brasileiro moderno, San Pablo, Paz e Terra, 2001, p. 69. Mi traducción.
75
kilOmetro 111

Cinco vezes favela, define el espacio, los sujetos la


imposibilidad neorrealista de actuar y la posibilidad
de la revuelta, propios del cinema novo.

económica de un cine oportunista, que acata los valores del integrismo católico (los
filmes diversificados de la empresa Aries), hace apología de las instituciones militares
(la productora Chango) y construye la imagen de una población inocente y en paz
(La fiesta de todos; Crecer de golpe, ambas de Sergio Renán), en el que no queda rastro
alguno del cine moderno crítico de la dominación estatal.9
La primera crítica (antiestatal) del cinema novo está, fundamentalmente, en su mirada
antropológica sobre la favela, en el espacio urbano (Rio de Janeiro), y sobre el sertão
en el nordeste brasileño, zonas de la realidad de la miseria brasileña literalmente
invisibles para el cine industrial populista de los filmes de carnaval y la chanchada,
asociables, para los nuevos cineastas, a los gobiernos de Getúlio Vargas. Cinco veces
favela (Marcos Farias, Miguel Borges, Carlos Diegues, Joaquim Pedro de Andrade,
Leon Hirszman, 1962) debe considerarse en los inicios del cinema novo, porque allí se
define un espacio (la villa miseria), una estética (neorrealista, pero también el mon-
taje, los planos en contrapicado, que están en casi todos los episodios del film y que
proceden del cine soviético, en particular de Eisenstein), y un sujeto (el miserable
que se rebela), como parte de un proyecto de grupo. Vidas secas (Nelson Pereira dos
Santos, 1963) y Dios el diablo en la tierra del sol (Glauber Rocha, 1964), en su confi-
guración del desierto nordestino, buscaron emanciparse del dominio del género (el
western) hollywoodense en la representación del sertão y sus habitantes, rechazando la

9  Véase Silvia Schwarzböck y E. B., “Quiebre del proyecto moderno. Entre Terrorismo de Estado y democracia”,

en revista La Otra. Revista de arte y pensamiento, nº 23, año VII, invierno de 2010, pp. 14-20.
76
ENSAYOS

“imitación” del lenguaje del cine hegemónico, la que hizo O cangaceiro (Lima Barreto,
1953), para en cambio “instrumentalizarlo”.10 Ambas son películas análogas en su
pedagogía para el oprimido, en su crítica al populismo político y cinematográfico,
aunque no en su modo de proceder para ello. Ambas continúan, en gran medida,
el primero y el último episodios de Cinco veces favela (“Um favelado”, de Farias, y
“Pedreira de São Diogo”, de Hirszman), porque, como esos cortos con historias de
favelados, las películas enseñan, ahora con historias de sertanejos, tanto la opresión,
la imposibilidad (neorrealista) de actuar sobre la situación y el medio dados (“Um
favelado”, Vidas secas), como la posibilidad de la liberación, la revuelta y la transfor-
mación violenta (“Pedreira de São Diogo”, Dios y el diablo…).
Sin embargo, en sus representaciones del mundo del sertón, en su comprensión de
la miseria y la revuelta, las películas parecen oponerse en casi todo. Si bien ambas
narran la misma situación de opresión de los sertanejos, Vidas secas enseña la libertad
sartreana de decisión, la libertad responsable que compromete al sujeto y a los otros,
mientras que Dios y el diablo en la tierra del sol presenta, en cambio, la rebelión como
un trance, como una experiencia mística (beata, diabólica), en el que el sujeto, antes
que decidir soberanamente, “cae” (como se dice, “caer en trance”) o “entra” (“entrar
en un trance”). En efecto, Vidas secas apuesta todo a una pedagogía para la transfor-
mación del propio destino por medio de la decisión libre, como lo muestran por lo
menos cuatro escenas,11 y por esto mismo concibe la historia, el proceso histórico,
en su condición contingente. En este punto, Vidas secas se distancia ideológicamen-
te, al transponerla, de la novela homónima de Graciliano Ramos (1938), allí donde
ésta encuentra la posibilidad de transformación de la vida de los sertanejos en la
alfabetización (necesariamente estatal) que, de no tener lugar, los condenaría a una

10  Los conceptos opuestos de “imitación” e “instrumentalización” del lenguaje cinematográfico hollywoodense

son de Glauber Rocha. Veáse “Tricontinental ‘67” en Versiones de este número. Para un estudio comparatista de
O cangaceiro y Dios y el diablo en la tierra del sol, véase Ismail Xavier, Sertão Mar. Glauber Rocha e a estética
da fome (1983), San Pablo, Cosac Naify, 2007, pp. 147-180.
11  La primera es una escena contractual en la que Fabiano, luego de la deriva por el desierto con su mujer, sus

hijos y su perra Baleia, encuentra refugio en una casa, cuyo dueño intenta primero echarlos, pero luego los
contrata. En un diálogo breve, pero compuesto de varios planos que señalan la decisión libre de Fabiano, éste
acepta, contractualmente –es decir, por mutuo acuerdo– trabajar por un “ternero de cada cuatro” de los que
nacen. La segunda, es una discusión con el patrón por el descuento de los adelantos de su paga, en que Fabiano
decide, también sin violencia, pero apremiado por la necesidad, no continuar su reclamo. La tercera, una vez
que liberan a Fabiano de la cárcel (tan arbitrariamente como había sido encerrado), un grupo de cangaceiros,
testigo de la violencia que padeció, le ofrece trabajo, buena paga y armas: nuevamente aquí, Fabiano decide,
durante varios planos que vuelven a marcar su libertad de elección, no ir con ellos y, pues, no rebelarse. Por
último, el enfrentamiento de Fabiano con el soldado que lo humilló y lo encarceló, en que elige no vengarse,
es decir, no matarlo.
77
kilOmetro 111

repetición atemporal de su miseria. Para Ramos, el analfabetismo de Fabiano es,


en gran medida, aquello que condiciona su percepción, produce un pensamiento
mágico y le impide en consecuencia actuar para transformar su estado, colocándolo
en un estadio humano-animal.12 En cambio, para el film, el analfabetismo no es un
problema (como sí lo es, en cambio, en el mismo momento, para el documental de
Leon Hirszman, Maioria absoluta, que se ocupa de las condiciones miserables de los
sertanejos analfabetos como problema nacional), sino las decisiones de su personaje
que, aun en condiciones adversas de extrema pobreza, son sartreanamente libres;
constituyen la posibilidad de transformación de la propia vida y, pues, permiten el
cambio histórico.13
Dios y el diablo en la tierra del sol, por el contrario, no se sitúa en el plano de la histo-
ria sino en el de la leyenda. La rebelión de Manoel, cuando asesina a su patrón en
la discusión por unas vacas y se vuelve por esto un bandolero (cangaceiro), efectúa
de inmediato aquello que, en Vidas secas, no termina de decidir Fabiano: irse con
los bandidos, volverse uno de ellos, rebelarse, aun cuando sabe bien que, con ellos,
fuera de la ley, hay un mundo más justo y solidario que dentro de ella, donde rige
la arbitrariedad violenta del patrón y la policía. Ante esto, la narración de Vidas
secas es más bien impasible, porque le importa sobre todo enseñar la posibilidad de
elección que se presenta en cada momento de la vida (de Fabiano, de los sertanejos)
y no juzgar si las decisiones son erróneas o adecuadas. Pereira dos Santos rechaza
así, con esa distancia que no enjuicia, toda visión sentimental y costumbrista de los
campesinos del nordeste, como aquella con que no obstante él mismo, en su Rio 40

12  La novela está llena de referencias a todo aquello que implica el analfabetismo: “Doña Vitória estiró el labio

indicando vagamente una dirección y afirmó con algunos sonidos guturales que estaban cerca” (cap. 1); Fabiano
“hablaba una lengua cantada, monosilábica y gutural. […] A veces utilizaba en las relaciones con las personas
la misma lengua con que se dirigía a las bestias, exclamaciones, onomatopeyas. Lo sorprendían las palabras
largas y difíciles de la gente de la ciudad, intentaba reproducir alguna en vano…” (cap. 2); “El vocabulario de él
[de Fabiano] era pequeño”; “Era difícil pensar. Vivía tan aferrado a los animales. Nunca había visto una escuela.
Por eso no lograba defenderse, poner las cosas en su lugar. […] Si le hubieran enseñado…” (cap. 3); “Tenía un
vocabulario tan menguado [el hijo mayor] como el del papagayo que muriera en la época de la sequía. Se valía
de exclamaciones y gestos […] imitaba los balidos de los animales, el ruido del viento y el sonido del ramaje
que crujía en la catinga” (cap.6); “En realidad, ninguno de ellos prestaba atención a las palabras del otro: iban
recibiendo las imágenes que les venían al espíritu, y las imágenes se sucedían, se deformaban, no había medio
de dominarlas” (cap. 7), etcétera. Cf., Graciliano Ramos, Vidas secas, Buenos Aires, Corregidor, 2001. Traducción
de Florencia Garramuño.
13  De allí el anclaje temporal (de que la novela de Ramos carece): en la película la historia de Fabiano no es

una repetición atemporal de sucesos, sino una serie de actos que tienen lugar en un lapso de tiempo específico:
1941-1942, como indican los carteles sobreimpresos. Si hay historicidad, puede haber cambio: el hambre de los
sertanejos no responde, así, a ninguna legalidad ni a ningún destino.
78
ENSAYOS

Dios y el diablo en la
tier ra del sol (G. Rocha),
la inevitabilidad de la
revuelta y los caminos
alienados de la liberación.

grados (1955), había representado a los favelados. La película de Glauber, en cambio,


muy lejos de la impasibilidad, participa del trance mismo que narra; lo (re)produce
en esa combinación única de montaje acelerado (einsensteiniano) y planos de larga
duración (en gran parte, a lo Antonioni).14 Dios y el diablo… recrea la leyenda misma
de Corisco, Sebastião y de Antônio das Mortes, “matador de cangaceiros”, como si su
narrador fuera uno los narradores ciegos (empíricos) de la región, en cuyos relatos
orales, en efecto, se basó Glauber, además del cine.15 La película misma, pues, busca
ser uno de esos relatos orales, antes que la transposición de alguno de ellos. De allí
que su pedagogía no tenga en absoluto la distancia objetiva del film de Pereira dos

14  Ismail Xavier lo describió de modo notable: en Dios y el diablo… “tiempos dilatados de relativa inmovilidad

y silencio enmarcan el tiempo contraído de las múltiples acciones donde todo se precipita. Tal [es el] esquema
ostensible de contraste en el cual la acción se ausenta en la duración y se excede en el instante”. Cf., I. Xavier,
Sertão Mar, op. cit., p. 97. Mi traducción.
15  Glauber tuvo presente los relatos orales del nordeste y también el cine, en particular el film compuesto de

fragmentos de filmes documentales de los ’30, Memória do cangaço, de Paulo Gil Soares, pero también The
Searchers, de John Ford, y una idea brechtiana de actuación. Véanse la entrevista de Michel Ciment al cineasta,
en “Positif 67”, reproducida en G.Rocha, Revoluçao do cinema novo, op. cit., p. 113-114; y el texto de I. Xavier,
ibid., p. 9, nota 5.
79
kilOmetro 111

Antônio das mortes (G. Rocha),


ni beato ni diabólico,
el rebelde negativo de
Glauber Rocha.

Santos, puesto que su estrategia de enunciación es asumir un lugar (una voz, una
imagen) al interior mismo de la cultura nordestina y de sus habitantes, a los que,
principalmente, quiere dirigirse el film.
Antes que enseñar la liberación, Dios y el diablo… parece mostrar su inevitabilidad (en
el mundo legendario, justamente, los hechos son irresistibles), para señalar los caminos
erróneos (por alienados) que puede tomar la revuelta y para mostrar, luego, su futuro
posible. El último gran travelling del film, en que Manoel huye de la muerte y del
desastre de sus intentos de liberación, culmina, paradójicamente, en el cumplimiento
(cinematográfico) de la profecía de Sebastião, el santo milagrero, de conversión del
desierto en mar, cuando el plano en picado del sertão se vuelve, en efecto, un plano
del mar. Esa culminación con la huída hacia adelante, hacia el cumplimiento de la
profecía, ha sido leída en el sentido de un futuro “esperanzador” de liberación del
pueblo, liberación no alienada, a diferencia de aquellas que Manoel atravesó: “Espero
que hayan aprendido esta lección, que así mal repartido este mundo anda mal. Que la
tierra es del hombre, ni de Dios ni del Diablo”, dice la voz off cantante del narrador.
En el punto mismo en que la realización de la profecía (es decir, el cumplimiento de
la liberación) ocurre fuera del presente de Manoel y Rosa, y en que el film postula
80
ENSAYOS

una liberación por fuera del relato que acaba de narrar, la película se acerca a Vidas
secas, allí donde ésta anclaba históricamente su narración (la ubicaba en la década de
los ’40), para postular un futuro de cambio frente aquello que quería verse como
un pasado, en efecto, histórico. Aunque todo lo demás los diferencie, ambos filmes
postulaban, uno por medio de la leyenda y el otro por medio de la historicidad, una
liberación por venir.

4.

Sin embargo, antes que una postulación, que confía en efecto en la pedagogía del
oprimido, la de Glauber es una justicia poética (es decir, cinematográfica), única e
inasimilable. Dios y el diablo en la tierra del sol señala no sólo la irresistibilidad de la
revuelta sino incluso su fracaso: la muerte de Sebastião y Corisco por Antônio das
Mortes, encargado de la matanza por los terratenientes y la iglesia. No obstante,
hay que observar que éste, al aceptar la tarea de exterminio de los líderes rebeldes y
sus seguidores, que le encargan los opresores, no responde a la ideología de éstos ni
tampoco exclusivamente al dinero que recibe por ello. Es preciso ver que Antônio
das Mortes, que es invención del film (no es un personaje histórico-legendario
como Corisco y Sebastião, que están compuestos de distintas figuras históricas de los
relatos orales), es un cangaceiro y, como tal, para la ideología estética del cinema novo,
un rebelde; pero, para la construcción glauberiana, es un “matador de cangaceiros”, es
decir, una superación negativa de los cangaceiros.16 Él encarna, pues, una idea negativa
de la liberación, sabe que las vías beata y diabólica son “ciegas”, esto es, alienadas, y
se encarga, con esa conciencia, de destruirlas. La violencia de Antônio das Mortes,
a diferencia de las del beato y de Corisco, no es idealista, sino negativamente; no es
mística, porque no confía en ningún poder ultraterreno; no forma parte de ningún
trance que lo enceguecería, como a Manoel. Sobre todo, a diferencia de éste, no
parece esperar nada como consecuencia de sus actos: aun cuando Antônio le dice
al ciego Júlio que una “guerra mayor” tendrá lugar luego de su acción destructora,
la acción misma no parece apostar a ningún futuro previsible, porque ante todo es
pragmática, responde a lo que considera una necesidad inmediata ante la miseria y
el hambre, y ante las alienaciones mesiánicas que ellas producen.
Antônio comparte, pues, con el narrador (cantador) el saber de las vías erróneas
de la revuelta; y en la justificación de su acción destructora por la “guerra mayor”,
anuncia también el cumplimiento de la profecía. La “guerra mayor” y la conversión
(cinematográfica) del desierto en mar constituyen, sin dudas, el mismo futuro. De
modo que Antônio posee un estatuto que lo diferencia de los otros personajes del

16  Véase sobre la figura de Antônio das Mortes, I. Xavier, op. cit., p. 126-130.

81
kilOmetro 111

film; más que a ellos, se parece al Firmino, de Barravento (1962), por la acción de éste
contra el misticismo alienante del pueblo de pescadores, y también a Paulo Martins,
de Tierra en trance (1967), porque éste comprende, como nadie, el proceso político
que se cierne sobre el país imaginario, latinoamericano, de Eldorado. Son en gran
medida personajes visionarios, por la comprensión totalizadora que tienen y, por
ello mismo, solitarios y trágicos, como Paulo Martins, que se quita la vida, o está a
punto de perderla, después del fracaso de toda política. Constituyen en gran parte
una figura de intelectual, que no depende poco de la idea sartreana de compromiso,
y tienen, como tales, “las manos sucias”. En sus acciones responden sólo a ese saber
de la totalidad y ya no, en consecuencia, a los poderes (los terratenientes, la iglesia o
los políticos), aun cuando trabajen para ellos, pero tampoco al pueblo, a cuyo favor,
sin embargo, en última instancia, actúan.
En este punto, el cine de Glauber Rocha resulta inasimilable a una acción positiva
sobre la realidad histórica y, en consecuencia, a cualquier organización o programa
políticos, a diferencia del cine militante argentino contemporáneo que se concebía
como praxis y en cuyo horizonte estaba la constitución de una nueva hegemonía
–ya del proletariado, ya una más justa y más inclusiva con la clase trabajadora–. Para
los cineastas argentinos, la violencia revolucionaria era impensable sin la construc-
ción de un nuevo poder o un nuevo Estado. Por eso, cuando el peronismo vuelve al
poder en 1973 se reconfiguran todos los proyectos de los cineastas políticos, que ya
no pueden ser iguales, en la medida misma en que el estatuto del Estado los definió
constitutivamente. La impugnación de Glauber Rocha a Solanas apunta precisamente
a ese uso militante que del cine hizo, y hace, el director y político argentino, puesto
que no sólo lo destina a la obtención del poder político, sino incluso porque procede
para ello a una visión sentimental y burguesa –en términos de Rocha– del pueblo.17
Basta detenerse en los últimos documentales de Solanas para notar la vigencia de la
crítica glauberiana. El pueblo de los filmes de Rocha, en cambio, antes que un sujeto
ahistórico cuya dignidad de víctima de los opresores (desde la época de la Colonia)
se reivindica, es ignorante, se equivoca, es servil, cae en trances libertarios y fracasa,
características que, no obstante, no son muy distintas a las de aquellos que actúan
en su nombre.

5.

Después de 1964, el cinema novo –al menos en cineastas como Nelson Pereira dos
Santos, Glauber Rocha y Leon Hirszman– gira en parte hacia cierta introspección y

17  “El pueblo es el mito de la burguesía”, escribe Glauber en la “Estética del sueño”, cfr. G.R, “Estética del

sueño”, en Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, nº 2, “La vía política”, 2001, pp. 100-101; y véase también su
“Solanas 71”, en Revoluçao do cinema novo, op. cit., pp. 245-248.
82
ENSAYOS

un escepticismo notorios, paralelos a la burla radical del cine marginal o cinema do lixo
(Andrea Tonacci, Rogério Sganzerla, entre otros) sobre cualquier utopía depositada
en el cine, cualquier idealismo cinematográfico. Ahora el cine de Glauber y de Dos
Santos parece volverse sobre las figuras de los intelectuales y los activistas políticos
–el poeta Paulo Martins de Tierra en trance del primero, y el activista Alfredo, nada
menos que ciego, sordo y mudo, de Fome de amor (1968), del último–, que no son,
precisamente, campesinos a quienes dirigirse pedagógicamente. Por el contrario, son
actores políticos, figuras en gran medida de los propios cineastas, de los roles que se
creyeron asignados, para observar en ellos, en cierto modo, cómo los procesos polí-
ticos mismos de los que formaron parte exceden la acción, la planificación, incluido
el saber mismo que se posee de esos procesos; el modo en que éstos los superan y
los desorientan como si se tratara de fuerzas ingobernables de la historia, o como si
la historia respondiera ahora a un movimiento imprevisible. El trance de la tierra no es
ya el de la rebelión milenarista, una fuerza colectiva guiada por la fe, puesto que ésta
ahora se revela “ingenua”, “impotente” (en palabras de Paulo Martins: “la ingenuidad
de la fe, la impotencia de la fe”), frente a lo que parece ser un proceso histórico que
se orienta con una inteligibilidad errática, ajeno a la teleología en la que, sin embargo,
se creía antes del golpe militar.
En esa nueva coyuntura política (estatal), el cine de Glauber se vuelve más alegórico
y más inconciliable con cualquier uso posible del cine, con el espectador mismo,
con la historia política. Aquello que constituía una alegoría permutativa (Eldorado
como país latinoamericano o como Latinoamérica misma, en Tierra en trance, film
que marcó indeleblemente las alegorías del grupo Cine Liberación argentino), se
hace cada vez más abstracto (en Cabezas cortadas, 1971), así como la historia na-
83
kilOmetro 111

Como era gostoso o meu francês


(N. Pereira dos Santos), ¿una alegoría
del fracaso de la política?

rrada más discontinua, y la puesta en escena más radicalmente brechtiana. Frente


a ese brechtismo radical, la fábula de la conquista brasileña, en Como era gostoso o
meu francês (Pereira dos Santos, 1971), vuelve sobre la impasibilidad de Vidas secas,
pero ahora, no obstante, con una ironía que no puede responder más que a una
conciencia del rumbo imprevisible y, a la vez, ciego del proceso histórico. El film de
Pereira dos Santos no posee nada del tópico del buen salvaje (que en las versiones
revisionistas argentinas no deja de constituir el antepasado de los oprimidos, las
primeras víctimas del imperialismo en una serie que va de los indios a los gauchos
y a los obreros, como puede verse en Los hijos de Fierro), ni tampoco ninguna pe-
dagogía para el oprimido. En verdad, lo que interesa ahora más que los indios tupí
y su destrucción por los portugueses, es la figura misma del conquistador francés,
su proceso de cautiverio, su identificación con la cultura tupí (aprende la lengua,
realiza actividades cotidianas con los indios, anda desnudo como ellos, con la cabeza
semi-rapada, guerrea con ellos, etcétera) y, aun así, su condición de esclavo y la dis-
ponibilidad de su cuerpo para la antropofagia. ¿No es acaso ésta una alegoría de las
relaciones desiguales entre aquel que forma parte de la cultura dominante y aquellos
con quienes puede sin embargo identificarse, aliarse, y por quienes puede actuar,
hacer incluso la guerra? ¿No es, finalmente, una alegoría del fracaso de la política,
es decir, el fracaso de la integración en la cultura de los sometidos, la actuación en
el lugar de, con, el otro?
84
ENSAYOS

San Bernardo (L. Hirszman), la identificación


inter pelante, inquietante, perturbadora
con el enemigo de clase.

Desde mediados de los sesenta y durante los setenta, el cinema novo parece, pues,
revisar, de modo lúcido, agudo e irónico, las convicciones político cinematográficas
con que emergió en la escena de la cultura y la política brasileñas.Ya por medio de
la radicalización y la inconciliabilidad de la propia estética, ya por la introspección
de aquellos que actuaron políticamente, creyendo en el progreso de la historia hacia
la emancipación de los hombres, o ya, incluso, por medio de la revisión de la sub-
jetividad del opresor, como si, paralelamente a la indagación en la subjetividad del
revolucionario, del intelectual comprometido, se hubiese buscado también conocer la
formación del victimario. En efecto, de este modo habría que considerar San Bernardo
(Leon Hirszman, 1971), que narra en la primera persona de un terrateniente, Paulo
Honório, las condiciones de constitución de la dominación económica (y política).
La radicalidad de Hirszman en este film, paralela al brechtismo extremo de Glauber,
y a la ironía del proceso histórico de Pereira dos Santos, consiste, como en ninguno
de ellos, en una interpelación ahora por medio de la figura del enemigo de clase (el
patrón nordestino, el opresor, el mismo que los filmes cinemanovistas de comienzos
de los sesenta habían denunciado). Allí donde esas películas del primer período del
cinema novo buscaban la identificación del espectador (urbano, intelectual, como
85
kilOmetro 111

los mismos cineastas) y la de los mismos hombres representados (los favelados y los
sertanejos),18 ahora, en la década siguiente, con San Bernardo, Hirszman se dirige, no ya
a los campesinos –y menos aún a un posible espectador terrateniente–, sino más bien
a la propia clase de pertenencia, a los intelectuales mismos (los cineastas). Pero ya no a
la responsabilidad política y al rol que tuvieron en los procesos históricos, sino, por el
contrario, a la propia voluntad de poder y de dominio, al propio proyecto progresista
–que nunca deja de aspirar al poder, a una nueva dominación política– como el que,
en efecto, ellos sostuvieron con sus filmes en la década anterior. En San Bernardo, el
terrateniente no está representado apenas como un enemigo de clase, con la concien-
cia progresista de una otredad de la que todo separa, sino más bien como aquel con
quien se induce a una identificación interpelante, inquietante, perturbadora.

6.

Los nuevos cineastas mexicanos se opusieron, ante todo, a las políticas del Estado
hacia el cine nacional durante su período industrial (en los años 1940) y su período
de crisis (las dos décadas siguientes), aunque para reclamar, no obstante, su mayor y
más democrática intervención.19 A diferencia de los cines militantes argentinos que,
en los mismos años, actuaron en la clandestinidad por razones políticas y frontalmente
antiestatales, y a diferencia del cinema do lixo brasileño de la burla radical, anarquizante
y libertaria, que no esperaba nada de las instituciones ni del cine mismo, el nuevo
cine mexicano de los años sesenta y setenta constituye, en gran medida, una crítica
a lo estatal que nunca deja de ser, a la vez, una demanda por su incidencia más am-
plia. En efecto, el cine moderno mexicano parece haber dependido de ese vínculo
inescindible con el Estado del que los nuevos cineastas no habrían podido sustraerse

18  A diferencia de los cineastas de la generación del sesenta argentinos, cuyos filmes estaban dirigidos a sus

pares (cineastas y críticos que, en gran parte, eran ellos mismos), y como el proyecto de Fernando Birri con sus
cortometrajes en la Escuela Documental de Santa Fe (dirigidos a los que eran documentados en ellos y, a la
vez, sin duda, al Estado), el cinema novo buscó alcanzar a un público popular, por medio de la exhibición de sus
filmes en los centros populares de cultura, las asociaciones barriales y los sindicatos, en los que podían estar
presentes los favelados y los sertanejos. Véase al respecto, Jean-Claude Bernardet, Brasil em tempo de cinema
(1967), Rio de Janeiro, Paz e Terra, 1978, pp. 28-30.
19  Notoriamente, el Estado es el único destinatario del Manifiesto del Grupo Nuevo Cine (1961) y del Manifiesto

del Frente Nacional de Cinematografistas (1975), incluso cuando el segundo esté, casi 15 años después, sin duda
más ideologizado, más politizado, que el primero. Véanse los textos en Versiones de este número. Sobre el rol
del Estado y la crisis de la industria mexicana, cfr. Jaime Tello, “Notas sobre la política económica del ‘viejo’ cine
mexicano”, en aavv, Hojas de cine. Testimonios y documentos del nuevo cine latinoamericano, México, vol. 2,
México, Dirección General de Publicaciones y Medios-Universidad Autónoma Metropolitana, 1988, pp. 21-32.
86
ENSAYOS

(con la excepción poco significativa en la escena del cine de la Cooperativa de Cine


Marginal, que filmó Comunicados de insurgencia obrera hacia 1972, y del Taller de Cine
Octubre). Probablemente por ello sea el cine moderno más tardío de la región (al
menos de los tres países que desarrollaron industrias) cuyo inicio la mayoría de la
crítica mexicana suele señalar hacia 1965, cuando ya se disuelve la experiencia de la
generación del sesenta argentina y cuando el cinema novo comienza a radicalizarse.
El cine mexicano conocido como “independiente” fue realizado tanto por empre-
sas (productoras de documentales) que estaban fuera del circuito monopólico de la
industria, con el proyecto no obstante de formar parte de ella, como por cortome-
trajes y largos promovidos, desde mediados de los años cincuenta, en parte por el
stpc, institutos y departamentos de la unam, la universidad estatal.20 El cine llamado
“universitario”, realizado por el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos
(1963), dependió también sin duda de la misma universidad pública. 21 Y la gran
mayoría de los nuevos cineastas obtuvieron su reconocimiento por medio de los
premios otorgados en la serie de concursos organizada por la industria misma, de-
pendiente de los subsidios que el Estado aportaba por medio del organismo que
había creado más de dos décadas antes para ello, el Banco Industrial (en 1942).22 El
más importante de esos concursos es, en efecto, el de 1965.
A ese vínculo mismo de dependencia y crítica de lo industrial-estatal se debe la sutilí-
sima, compleja revisión que algunos de los nuevos cineastas (José Bolaños, Paul Leduc,
Arturo Ripstein) realizan de los géneros y, a la vez, por su intermedio, del proceso
histórico que condujo a la formación de un Estado hegemonizado por un partido
único, la revolución mexicana de 1910. En este punto, el cine moderno mexicano
no dejó de elaborar un pensamiento político-cinematográfico que tuvo en su centro
tanto los géneros de la industria como la historia política nacional, porque volver
sobre la revolución mexicana era un modo de pensar a la vez el Estado actual y, pues,
lo cinematográfico, o porque hacer cine en México implicaba necesariamente, para
algunos de aquellos que se iniciaban, pensar el Estado revolucionario y su historia
política. De allí que no se trate de filmes que rechacen los géneros propiamente in-
dustriales, como el western o el melodrama, para optar por géneros “menores” (como
la generación del sesenta argentina que no filmó en absoluto melodramas sino, por el
contrario, el fántastico y el noir), precisamente porque en el hecho mismo de trabajar

20  Véase el artículo de Eduardo de la Vega Alfaro, “El cine independiente mexicano”, en ibid, pp. 69-82. El

stpc es el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica que, a diferencia del stic (Sindicato de
Trabajadores de la Industria Cinematográfica) concentró el apoyo económico estatal, desde los años cuarenta.
21  Véase Marcela Fernández Violante, “El cine universitario”, en ibid., pp. 83-87.
22  El Concurso de Cine Amateur de Pecime (1963), los dos Concursos de Cine Experimental de Largometraje

(1965-67), el Concurso Nacional de Argumentos y Guiones Cinematográficos (1965), el Concurso Internacional


de Cortometraje Guadalajara (1966).
87
kilOmetro 111

Silvia Pinal en La soldadera (J. Bolaños): el g rotes-


co a lo Buñuel en el nuevo cine mexicano.

con los géneros dominantes residía la posibilidad de una revisión crítica del Estado
mexicano cuyo dominio ideológico se había basado también, indudablemente, en el
cine que filmaba esos géneros.
Hay en el cine mexicano un pensamiento político del western, que en la industria
nacional había tomado la forma de la ranchera y que ya había concebido la revolu-
ción mexicana como un problema (burgués) de la conciencia.23 La soldadera (José
Bolaños, 1965) y Reed, México insurgente (Paul Leduc, 1970) se oponen en todo a esa
visión (industrial) de la revolución como una cuestión moral. El film de Bolaños se
ocupa de los campesinos antes que de los jefes y los terratenientes o agricultores,
pero la representación que de ellos hace no posee ninguno de los atributos del su-
jeto romantizado del pueblo, como ocurre, en los mismos años, en el cine militante
argentino. Por el contrario, Lázara, la soldadera, es una campesina analfabeta que es
literalmente arrasada por el acontecimiento revolucionario. No se trata en absoluto,
en la película de Bolaños, del mito heroico de las mujeres que acompañaron a los

23  La trilogía de Fernando de Fuentes (El prisionero 13, El compadre Mendoza y Vámonos con Pancho Villa, las

dos primeras de 1933 y la última de 1935), es fundacional tanto de una visión cinematográfica industrial de la
Revolución Mexicana como del uso del western para representarla. En los tres filmes la Revolución supone, para
algunos de sus actores (un jefe militar de la revolución, un terrateniente, y un grupo de pequeños estancieros,
respectivamente) un problema exclusivamente moral, antes que político. El western, como género, permitía
estructuralmente plantear la oposición dilemática entre la moral individual (la conciencia) y la ley (revolucio-
naria). Sobre la trilogía, puede verse Jorge Ayala Blanco, “La Revolución”, en La aventura del cine mexicano,
México, Era, 1968, pp. 15-31.
88
ENSAYOS

campesinos en las luchas por la revolución, sino, por el contrario, de una campesina,
como cualquier otra, que es llevada en la leva compulsiva de los porfiristas junto a su
marido, que sabe tan poco como ella de las razones políticas de los hechos. Primero
en las tropas oficiales de Porfirio Díaz y luego en las de Villa, ninguna voluntad po-
lítica la mueve, y nada se diferencia para ella. La revolución es para Lázara, en gran
medida también, un trance, violento y caótico, pero a diferencia del Manoel de Dios
y el diablo en la tierra del sol, no es un trance místico, ya que no responde en absoluto
a una visión (o a una creencia) providencial, y puesto que no cree en el progreso de
la historia. En el punto en que no hay creencia alguna en la revolución (porque, en
última instancia, el propio presente histórico mexicano, la actualidad del Estado a
mediados de los sesenta, sigue siendo una consecuencia de ella), el acontecimiento
se vuelve para Bolaños grotesco.
Pero ese grotesco no debería entenderse sólo como una crítica del acontecimiento
mismo, sino en tanto representación notoriamente marcada por el cine mexicano
de Luis Buñuel, sin cuyo modernismo clásico el nuevo cine mexicano no podría
pensarse cabalmente.24 Basta detenerse en la secuencia del saqueo de las casas bur-
guesas por parte de la banda enloquecida de soldaderas y, luego, en la siguiente, en
que los soldados y sus mujeres están en el campo con el botín, disfrazados con las
ropas de los ricos y pintarrajeados con sus maquillajes, para notar que en ellas la
rebelión popular está concebida como una venganza grotesca de los humillados, un
goce plebeyo de la destrucción, para poseerlos mejor, de los bienes de los ricos, como
puede verse en la secuencia final de Viridiana (1961, protagonizada por la misma
actriz que interpreta a Lázara, en La soldadera, Silvia Pinal). Bolaños también toma de
Buñuel lo profanatorio sin lo cual la rebelión, en el director español, es impensable.
Así, en La soldadera la Revolución Mexicana no deja de remitir a los actos sacrílegos
de los miserables en Buñuel, así como al trance (ya no místico progresista como en
Glauber Rocha) sino “surrealista”, en el punto mismo en que la representación del
acontecimiento no parece haber sido ajena a la idea del azar objetivo, que puede
comprenderse en efecto como un trance. La revolución, en el film de Bolaños, ocu-
rre en gran medida voluntaria y objetivamente, y su devastación no obedece más
que a esa lógica, antes que a cualquier otra, política, como de hecho sucede con el
aislamiento de los aristócratas en El ángel exterminador (1962), cuyos deseos paradó-
jicamente no son extraños al encierro (objetivo) que sin embargo padecen. En ese

24  La fórmula secreta (Rubén Gámez, 1965), que ganó, en el primer puesto, el Concurso que abrió la escena del

cine a los jóvenes directores, se ubica deliberadamente en la línea surrealista, “vanguardista”, del cine de fines
de los años ’20 de Buñuel. (En esa misma línea aun habría que considerar, mutatis mutandis, el cine contem-
poráneo del mexicano Carlos Reygadas). Por el contrario, Bolaños sigue el modelo de las películas mexicanas
coetáneas (de los mismos años cincuenta y sesenta) del cineasta español que ya no son “vanguardistas”, aunque
trabajan ahora de otro modo el surrealismo.
89
kilOmetro 111

film de Buñuel hay un pensamiento de la política, si se atiende a uno de sus últimos


planos en que la policía reprime una manifestación popular, en el mismo momento
en que los asistentes a la misa de Te Deum no pueden (no quieren) salir de la iglesia:
aun por completo desvinculado de la historia, como algo que ocurre en el exterior,
en la calle, pero replicando lo que sucede en el interior, en la iglesia, el plano de la
manifestación reprimida parece indicar que la acción política también es un trance
surrealista, es decir, que también parece estar sujeta, para los surrealistas, a la lógica
del azar objetivo.

7.

La soldadera le quita a la revolución, y en consecuencia al western que asume para


narrarla, toda heroicidad. En el film es, más bien, la imagen grotesca de un trance
(surrealista) que arrasa con todo. Paul Leduc y Arturo Ripstein también proceden
instalándose en el interior del género de la industria mexicana, pero en sus casos, por
medio de una operación (estético política) de vaciamiento y deconstrucción silen-
ciosa, solapada, de ese modo narrativo dominante. En lugar de someter el género a
una transformación violenta (como ocurre con el western en Dios y el diablo en la tierra
del sol), en lugar de optar por no filmarlo, eligen vaciarlo por dentro, corromperlo,
someterlo, sin no obstante renunciar a él. En Reed, México insurgente, Leduc vacía el
western de acciones épicas (acciones que no faltan en la película de Bolaños, sólo
que no poseen epicidad; las mismas que, de hecho, eran centrales en la estructura del
western clásico, Vámonos con Pancho Villa), cuando narra desde el punto de vista del
periodista norteamericano John Reed que asiste a la Revolución para escribir su
crónica, México insurgente (1914). Pero ese vaciamiento de acciones épicas responde
menos al punto de vista, en un sentido estricto, que al problema que se plantea al
intelectual, como John Reed, en su relación con una revolución popular. En esto, la
representación que Leduc hace del acontecimiento fundacional del México contem-
poráneo está atravesada por el problema existencial del compromiso (en el sentido
nuevamente sartreano) del intelectual con las clases populares, que en la crónica
del periodista norteamericano, que la película transpone, no tiene sin dudas lugar.
John Reed es en el film la figura en la que se representa el cineasta comprometido
y desde la que se realiza la crítica a las consecuencias actuales de la Revolución en
la década de los sesenta, medio siglo después. Reed, México insurgente presenta así un
grado de radicalización política que no es posible hallar aún en el film de Bolaños,
más centrado en el relato fascinante del trance revolucionario antes que en el rol
que los intelectuales cumplen o deben cumplir en esos procesos. La diferencia entre
ambos es la que puede notarse en los dos manifiestos que los cineastas y los críticos
escribieron a comienzos de los sesenta y a mediados de la década siguiente; y es a la
vez la diferencia vertiginosa de dos épocas políticas que se siguen una a otra sin so-
90
ENSAYOS

Por tada del libro de John Reed, que


sirvió para una relectura existencialista,
sar treana, de la Revolución de 1910.

lución de continuidad.25 Todo el film de Leduc elabora una lectura de la Revolución


como la formación de un nuevo modo de opresión de los pobres. El discurso del
maestro de escuela, una noche al fuego del vivac, hace explícita esa crítica desde la
voz de aquel mismo cuyo cuerpo sirvió a la lucha por la liberación del porfiriato,
pero cuya situación, constata ahora, en 1914, bajo el dominio de Carranza, no ha
cambiado en nada.26

25  Véase Versiones, y aquí nota 19. Es preciso notar que Leduc participó, en el mismo momento de su Reed,

como productor ejecutivo de México, la revolución congelada (1970), la película de Gleyzer sobre la Revolución
y sus consecuencias en el México actual.
26  Después de leer un comunicado del gobernador de Durango sobre la necesidad de distribución de las tierras

para los campesinos, el maestro, escéptico respecto de las consecuencias de la Revolución, le dice a Reed: “Yo
era maestro. He leído. Sé que las revoluciones son ingratas. Yo he peleado durante tres años. En la última revolu-
ción el señor Madero nos invitó a la capital a sus soldados, nos dio ropas, alimentos, corridas de toros. Volvimos
a nuestros hogares y encontramos con que los mismos tenían el poder. Algunos engordan, pero nosotros…”
“–Entonces”, pregunta Reed, “¿para qué pelean?” “–En Guadalajara”, responde el maestro, “tenemos un refrán:
‘no te metas a redentor porque sales crucificado’. Pero supongo que alguien tiene que ser el que cargue con la
91
kilOmetro 111

Pero, ante todo, la crítica a la Revolución es, en Reed, México insurgente, una crítica
que a la vez que responsabiliza a los intelectuales por el destino contemporáneo
de aquello que se abrió en 1910, expone cierta condición aporética del engagement
político. La película no es una interpelación a la acción política, como en los cines
militantes argentinos de los mismos años, sino, por el contrario, la demostración
de la aporía de la acción política más decidida. El Reed del film de Bolaños poco
tiene que ver, en esto, con el personaje que el autor norteamericano construye de
sí mismo en su crónica de 1914, porque éste conoce bien su oficio de periodista y
los límites que implica, mientras que el personaje de la película está concebido con
una psicología existencialista en la que se exponen los dilemas de la conciencia del
intelectual comprometido por su pertenencia de clase. En el film, su propia condición
de intelectual es lo que le posibilita escribir a favor de la revolución, para su triunfo,
pero también es la misma que le impide la experiencia de la desposesión, el hambre,
la lucha misma en el frente de batalla. El Reed de Leduc se acusa intensamente a sí
mismo porque forma parte objetiva de la clase dominante, aun cuando su conciencia
de esto, su conciencia de clase, lo lleve a renunciar a ella y a acompañar a las tropas
revolucionarias, a comer y dormir con sus hombres a la intemperie, “con las mismas
cobijas”, a compartir la vida ardua de la guerra por la liberación de los oprimidos.
Aun así, pareciera que ningún escrito, ningún acto, la exposición misma de su cuerpo
en la vida cotidiana de la revolución mientras ocurre, su riesgo de muerte, pudiera
sin embargo alterar el hecho mismo de que no pertenece, sino por su ilustración
y porque busca denodadamente integrarse, al mundo de los campesinos. En esto
consiste el tema de su larga confesión, una tarde borracho, al soldado Longino, que
ocupa todo un plano secuencia, tal vez el más importante de una película que los
trabaja notoriamente, sobre todo para mostrar mediante ellos la disociación entre
una subjetividad y el curso objetivo del hecho revolucionario.
La confesión de Reed a Longino, en la que le expone su miedo, su incapacidad para
la acción, los privilegios de clase de que gozó y que ahora padece como males de su
condición burguesa, es una invención completa que el film realiza para su crítica de
la revolución y su crítica de los intelectuales por la responsabilidad que les compete
en relación con los movimientos sociales. Toda la psicología existencialista del per-
sonaje se concentra en ese monólogo que, en efecto, no tiene lugar en la crónica.27

cruz. Yo tengo dos hijos; ellos tendrán sus tierras o los hijos de mis hijos.” –“¿Cuánto les pagan, compañero?”
“–Nos dieron tres pesos hace exactamente nueve meses. Nosotros somos los verdaderos voluntarios; los de
Villa son profesionales”. El diálogo sigue, en gran medida casi literalmente, aquel que tiene lugar, aunque entre
más personas, en la crónica. Véase John Reed, México insurgente, Tafalla, Txalaparta, 2005, pp. 98-100.
27  El episodio de la acusación de “huertista” a Reed en el baile, la defensa de Longino ante esa acusación, y sus

palabras solidarias, de compañerismo y afecto masculino (“Nosotros seremos compadres […], nos taparemos
con las mismas cobijas y estaremos siempre juntos…”), están tomadas de la crónica. Pero ante la acusación
92
ENSAYOS

El film, luego del plano secuencia de la confesión, no hace más que confirmar, se
diría, aquello mismo que Reed expresó en él, esto es, su diferencia irreductible de
clase, su cobardía, la única pasión del miedo. El vínculo de respeto admiratorio, sin
intenciones eróticas, con la soldadera que duerme una noche, transitoriamente, en
su cama (y que, a diferencia de Lázara de La soldadera que vive la revolución como
un trastorno, es una mujer conciente de su rol político en ella, plenamente situada);
los diálogos con otros corresponsales, que trabajan para informar el acontecimiento
y no se comprometen con la lucha; los chicos lúmpenes con los que se cruza, que
no saben el significado de la palabra “periodista”, no pueden siquiera imaginar el
oficio de Reed –es decir, aquello mismo que lo define como sujeto–; todas esas
secuencias ponen en escena, una y otra vez, la situación inconciliable del héroe en
el espacio mismo y con aquellos que eligió para integrarse. Pero, sobre todo, el film
busca hacer visible, cinematográficamente, su fantasma, la incapacidad de actuar con
que se autoinculpa, la cobardía que se recrimina, en uno de los planos secuencia
más notable, en que Reed huye, sin haber participado de ella, de una batalla cuando
las tropas revolucionarias vuelven en retirada, derrotadas. Ese plano secuencia de la
fuga, primero acompañado de soldados que vuelven, y luego largamente solo, hasta
que llega a un cementerio, no filma en efecto el final de la batalla, no filma tampoco
la retirada propiamente dicha de las tropas, sino, en cambio, el miedo a la muerte
abyecta, que para Reed es aquella que podría tener lugar, por una bala perdida, en
una retirada de batalla en la que no peleó, de la revolución misma a cuyo triunfo
quería contribuir. El plano secuencia de la fuga es, pues, un plano de la afección del
miedo (a la muerte infame) que vacía por completo de epicidad a la acción épica
misma (la batalla) que está teniendo lugar fuera de campo. La huida misma ya es,
para Reed, una forma de su abyección: de la batalla sólo tiene la experiencia de la
desbandada, la experiencia de correr sin descanso, aterrado, incluso cuando ya no
hay peligro para él.28

8.

Arturo Ripstein procede de otra manera con el género, es decir, con la industria y,
pues, con el Estado. Su política es la de cierta minoridad crítica, puesto que no trabaja
con el vaciamiento de los actos épicos del western, como Leduc, ni busca hacer su

misma, en la crónica, Reed aclara: “Yo soy corresponsal de prensa. Me está vedado pelear”. Una explicación
que sería inviable en el Reed de Leduc. Véase J. Reed, ibid., pp. 73-74.
28  Mientras que la película filma, en ese plano secuencia, los afectos (la angustia, el miedo, el terror), ese

episodio en la crónica, aun peligroso, es para el cronista una experiencia para la escritura: “Yo corría, no sabía
qué hora era. No estaba muy asustado. […] Seguí pensando para mis adentros: –Bueno, esto es ciertamente
una experiencia. Voy a tener algo sobre lo cual escribir”. Véase J. Reed, ibid., p. 110.
93
kilOmetro 111

Tiempo de morir
(A. Ripstein),
acatamiento y
enervación de
las normas
del western.

heroicidad grotesca, como Bolaños. En Tiempo de morir (1965) filmó, en cambio, de


la manera más cercana al modelo industrial, sin duda porque aprendió el oficio con
su padre, Alfredo Ripstein Jr., productor, entre otras, de las películas de Juan Bustillo
Oro y de Fernando Méndez, que filmaron desde westerns hasta el género del terror.
Ripstein no formó parte efectiva de las agrupaciones de cineastas más importan-
tes de sus contemporáneos (ni del Grupo Nuevo Cine y tampoco del Frente de
Cinematografistas), precisamente porque su política estética no parece haber buscado
(salvo en sus cortometrajes independientes, poco importantes respecto de las películas
iniciales de su filmografía) una confrontación directa ni la afirmación de la diferencia
generacional, como puede notarse en el montaje mismo de La fórmula secreta (R.
Gámez, 1965), que quiere el impacto del espectador, en la tradición vanguardista del
surrealismo clásico. Tiempo de morir no se aparta de las estructuras y los tópicos del
género, si se tiene en cuenta que se narra historia del regreso de un hombre al pueblo,
como si se tratara de un forastero, después de varios años de cárcel, y que concibe
su desenlace en la forma clásica del duelo de pistoleros. La minoridad de su crítica
reside precisamente en la observación de las normas del género pero, a la vez, en
su socavamiento, cuyo efecto no podría notarse si no se respetaran ciertamente esas
normas. En ese trabajo de acatamiento y, simultáneamente, de enervación es preciso
encontrar la modernidad del primer film de Ripstein, y en ese mismo trabajo hay
que reconocer, nuevamente, la impronta del modernismo clásico de Luis Buñuel en
el nuevo cine mexicano.
En efecto, Ripstein toma del cine mexicano de Buñuel, ya no la noción estética del
azar objetivo, como Bolaños, sino esa misma observación de las normas narrativas,
94
ENSAYOS

El lugar sin límites (A. Ripstein),


melodrama de la apar iencia del macho.

ese mismo trabajo con estatutos de ciertos personajes, pero cuyos hechos, cuyas con-
ductas, se desvían ligera, solapadamente se diría, de lo que por tradición se espera de
ellos. Las figuras de los beatos en algunas de sus películas (Nazarín, Simón del desierto,
Viridiana) se trabajan con las convenciones con las suele representárselos, de acuerdo
a ciertas tradiciones hagiográficas, pero levemente, como si se tratara de lapsus de
la filmación o de la comprensión del espectador, las figuras se deforman, algunos
actos se repiten (como la convocatoria al brindis en El ángel exterminador, film en el
que Ripstein fue asistente de dirección), el beato es a la vez cínico (como Simón del
desierto), las mujeres que acompañan al beato, histéricas (Nazarín), los hechos para
el bien se vuelven, de pronto, desastres (Nazarín, Viridiana). Se trata, pues, de una
suerte de trabajo de erosión sostenida, nunca abrupta, aunque haya planos de impacto
(como el Cristo que ríe en Nazarín), que proceden del surrealismo clásico (la célebre
navaja que corta el ojo, en Un perro andaluz) cuyos procedimientos principales eran,
básicamente, el montaje-cut, la sobreimpresión y los fundidos. No se trata ya de las
imágenes-sueño (en términos de Gilles Deleuze) del surrealismo clásico, sino de
imágenes actuales vinculadas por esquemas sensoriomotores propios de la imagen-
acción. En verdad, estamos frente a una transformación de ese surrealismo clásico,
fuertemente antihollywoodense, antigenérico, domesticado ahora en los estudios
mexicanos organizados según el modelo de Hollywood y, pues, de los géneros.
95
kilOmetro 111

Esa transformación del surrealismo en el formato de los géneros de la industria mexi-


cana está en la base de la posibilidad de la crítica modernista de Ripstein al western y,
luego, por supuesto, al melodrama, posteriormente su género de preferencia. Permite
una crítica no rupturista, que no confronta, sino que observa y devasta silenciosa-
mente lo que se ha respetado; un distanciamiento de los géneros al mismo tiempo
que no se los abandona.29 Tiempo de morir y El lugar sin límites (1977), proceden del
mismo modo, por medio de los personajes estatutarios del western, en un caso, y del
melodrama, en el otro, y es en ellos donde la crítica a los géneros se vuelve una crítica
a la cultura mexicana y, en consecuencia, indirectamente, al Estado que la ha posibi-
litado y la ha sustentado. En Tiempo de morir, Ripstein establece una alianza estética
con los nuevos escritores del llamado boom latinoamericano (Carlos Fuentes y García
Márquez, los guionistas), así como en El lugar sin límites vuelve a hacerlo con José
Donoso. En ambos casos, hay una afinidad indudable de intereses estético políticos,
una legitimación horizontal (del nuevo cine y de la nueva literatura), como ocurre
también con la generación del sesenta argentina (Antín-Cortázar, Martínez Suárez-
Viñas), a diferencia del cinema novo que tiende, en sus casos más notorios, a releer
el modernismo literario (Oswald y Mário de Andrade, Graciliano Ramos) al que
asume como modelo de una renovación estética que aún faltaba en el cine. Pero a la
vez, Tiempo de morir puede reconocerse en la tradición del western menor de Howard
Hawks, aunque es indecidible si se trata de una afinidad electiva o de la consecuen-
cia del devenir domestizante del surrealismo clásico en los géneros industriales. En
efecto, el primer film de Ripstein tiene del western de Hawks la minoridad que hace
de sus héroes hombres débiles (en Río Bravo, un sheriff ya mayor, un alcóholico y
un inválido), femenizados ( en el mismo film, el sheriff sirve de modelo para probar
unas prendas interiores de mujer), pero al mismo tiempo esa feminización del héroe
(Juan Sáyago, que vuelve al pueblo luego de 18 en una cárcel donde aprendió a tejer,
leyó hasta usar anteojos, ya no quiere enfrentarse con nadie y prefiere la vida casera)
y esa soledad inerme (el único amigo de Sáyago es un lisiado) pueden ser a la vez un
modo de pervertir al macho mexicano representado durante décadas en los westerns
de la industria (el mismo macho que hace la revolución y se deja matar por ella para
demostrar su virilidad en el clásico Vámonos con Pancho Villa), en el sentido en que
aprendió del Buñuel que pervirtió las figuras de los beatos.
En El lugar sin límites (sobre la novela de José Donoso que Buñuel había querido
transponer), el melodrama –que es un género del orden cultural, de la mujer desco-

29  Paulo Antonio Paranagua observó bien la “ambivalencia” de Ripstein en sus temas y sus personajes, sobre

todo, en El castillo de la pureza (1972): “el falansterio familiar, preservado de la contaminación de la sociedad,
evoca sin dudas la utopía, capaz de transformar el impulso emancipador en negación de las libertades”. Cfr., P.
A. Paranagua, “Arturo Ripstein, entre insertion obligée et renouvellement”, Positif, nº 398, p.13. Mi traducción
y mi subrayado.
96
ENSAYOS

nocida (en el sentido de Stanley Cavell), no reconocida por el hombre en términos


igualitarios, y de la virtud mancillada por las apariencias falsas–,30 ya no tiene en su
centro a una mujer, sino a una travesti (la Manuela, dueña del prostíbulo del pueblo),
desconocida por un macho (Pancho), cliente de ella. Pero ya no se trata, en este me-
lodrama, de un desconocimiento de la virtud (de la mujer), porque en la Manuela
no hay ninguna inocencia, sino ante todo del propio deseo homosexual de Pancho
en su relación con ella. Se trata, siempre en la tradición melodramática, del problema
de la apariencia, pero ya no como aquello que oculta la virtud, sino como lo que
encubre aquí el deseo del macho por otro hombre vestido de mujer. Es ese mismo
macho que llora como un niño frente a un padre putativo, político y poderoso (Don
Alejo), amenaza a una de las prostitutas (la Japonesita) si revela que lo vio en ese
estado, así como castiga finalmente en la Manuela, hasta matarla, su propio deseo de
ella frustrado y su propia apariencia ofendida. En El lugar sin límites, Ripstein filma,
pues, el melodrama de la apariencia del macho.
Ambos filmes, buscan devastar la figura del macho mexicano, pero en las tradicio-
nes genéricas mismas que no obstante la exaltan y la confirman como modelo de
dominación cultural. En Tiempo de morir, Juan Sáyago es objeto del amor de uno de
los hijos (Pedro Trueba) del hombre que él ha matado, y ese vínculo es tan impor-
tante como las razones del odio del otro de los hijos (Julián Trueba) para vengar a su
padre, el hombre a cuyo honor destina, homosocialmente (en el sentido de Kosofsky
Sedgwick), su vida. Todo el film pone a las mujeres del pueblo en un rol en que, a
contrario de la tradición genérica –pero aun así en ella–, dirigen la acción de los hom-
bres: son ellas quienes los encierran o los detienen para evitar un nuevo duelo (un
enfrentamiento) que repita el pasado, porque es el dolor femenino, su propio duelo
por los hombres que pierden o se ausentan, el que aquí resulta central; son ellas, pues,
las que pueden cambiar la repetición mítica de las acciones del western, aun cuando
fracasen. Pero si la crítica a lo Buñuel de las figuras masculinas de la cultura machista
mexicana recurre a revelar en ellas su feminidad, su debilidad, su homosocialidad
y su homerotismo, allí mismo donde esos hombres más machos se muestran, no es
porque se busque representarlos desde la diversidad identitaria y menos aún desde
una identidad gay. Para Ripstein, ese socavamiento silencioso del macho mexicano
es más perverso que progresista; los vínculos homosociales y homosexuales de sus
machos están concebidos en su “aberración” y en su “depravación”,31 y no como

30  Cfr., sobre el melodrama, Stanley Cavell, “Contesting Tears, el melodrama hollywoodense de la mujer descono-

cida”, en Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, nº 7, “Teoría contemporánea”, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2008; y
Peter Brooks, “Une esthétique de l’étonnement: le melodrame”, Poétique nº 19, París, Seuil, 1974, pp. 340-356.
31  Véase al respecto la entrevista de Emilio García Riera al cineasta, “De ambigüedades. El lugar sin limites”,

en E. G. Riera, Arturo Ripstein habla de su cine, Jalisco, Universidad de Guadalajara, 1988, especialmente p.
193.
97
kilOmetro 111

ejemplares de una conducta positiva, que se proyectarían hacia una sociedad más to-
lerante e integradora. Es el goce de la perversión de los géneros y de sus personajes,
que permite el hecho mismo de instalarse al interior de esos géneros y no romper
con ellos, refutarlos (como ocurre, por ejemplo, con Glauber Rocha, en el que esa
negación del género contribuiría ideológicamente a la liberación social). En Ripstein,
por el contrario, la perversión del género es, a la vez, su absoluta dependencia; la
devastación de sus personajes, su necesidad de ellos íntegros. Como ocurre con su
maestro Buñuel, cuya impugnación y crítica de lo sagrado demanda no obstante una
profunda creencia en lo sagrado.

Emilio Bernini

98

También podría gustarte