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Un cine latinoamericano
Los nuevos cines y los cines políticos ante los Estados
(Argentina, Brasil, México)
1.
En los años sesenta y setenta fue posible pensar, como ningún otro momento de
la historia del cine del continente parece permitirlo, en un cine latinoamericano. La
denominación es la que en gran medida se asignaron a sí mismos y a sus filmes los
cineastas que lo conformaron, que crearon sus propias instituciones (el Comité de
Cineastas Latinoamericanos, instituido en Caracas, en 1974) y cuyos filmes se exhi-
bieron y se discutieron en encuentros internacionales como el de Viña del Mar, Chile,
en 1967, y en las Muestras de Cine Latinoamericano.1 Esa identidad cinematográfica
latinoamericana tenía como condición de posibilidad su definición en conflicto,
enfrentamiento, crítica o impugnación de los Estados nacionales, concebidos cada
uno de ellos como partes del dominio imperialista norteamericano y su “ideología
estética fascista”, en las palabras más radicales de Glauber Rocha.2 Previamente, du-
rante los años treinta y cuarenta, hasta mediados de la década de los cincuenta, en los
países que desarrollaron industrias cinematográficas se trató, por el contrario, de cines
nacionales, que tomaron para las historias de sus filmes las propias tradiciones (el samba
y el carnaval en Brasil, el tango y el criollismo en Argentina, la ranchera en México) y
nacionalizaron con ellas los géneros provistos por la industria de Hollywood. En gran
medida, todo el cine clásico de la región conformó una imagen más o menos oficial,
más o menos obligada, inducida o espontánea, de los Estados nacionales y, en esto,
1 Véase al respecto, Mariano Mestman, “Notas para una historia de un cine de contrainformación y lucha
política”, Causas y azares, nº 2, otoño de 1995, pp. 144-161. Mestman menciona, además, la realización de
Muestras de Cine Latinoamericano y la creación de la Cinemateca del Tercer Mundo, en Montevideo, en 1969. En
este ensayo sólo me ocupo del cine latinoamericano en los tres países de la región que desarrollaron industrias:
Argentina, Brasil, México.
2 El texto de Glauber Rocha, “Teoría y práctica del cine latinoamericano”, es ejemplar en la definición de una
“conciencia latina” de los cineastas, que se enfrentan a nivel nacional contra la alianza que supone la “men-
talidad parafascista industrial” del cine de estudios, el Estado nacional que los ampara con sus legislaciones y
subvenciones económicas, y la distribución controlada por la industria norteamericana. Véase el texto completo
en Versiones de este número.
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los conflictos eventuales de éstos con los productores privados o con los cineastas,
incluso los problemas vinculados a la censura, nunca constituyeron una definición
de esos cines. En cambio, en el cine latinoamericano el conflicto con el Estado, su
impugnación o denuncia, es una fuerza negativa de autodefinición. Cuando el cine
latinoamericano se define contra los Estados nacionales, lo hace también contra los
géneros norteamericanos nacionalizados, rechazando incluso las tradiciones popu-
lares que fueron material de las historias narradas y, pues, fundamento industrial de
los cines nacionales. Sin embargo, los nuevos cines responden a –o formulan para sí
mismos– un imperativo estético político vinculado ahora a las realidades coetáneas, lo
cual no deja de afirmar una idea de nacionalidad: la miseria del pueblo, la alienación,
el neocolonialismo, la explotación de los obreros, las angustias existenciales de los
jóvenes, incluso concebidas como parte de un dominio imperialista sobre el tercer
mundo, del que América Latina es sólo una parte. La “realidad” brasileña de las favelas
y el sertão, la miseria argentina en las villas miseria en Santa Fe y en Buenos Aires,
la represión de los peronistas de la resistencia en el basural de José León Suárez, la
revolución mexicana y su herencia en el presente político, la masacre de Tlatelolco,
por ejemplo, conforman las imágenes nacionales de un cine concebido, estética e
ideológicamente, en términos latinoamericanos.Todo aquello que, por el contrario, el
relato genérico de los cines industriales había contribuido ya a perpetuar o ya a invi-
sibilizar, puesto que, para los nuevos cines y para los cines políticos, los géneros eran,
sin dudas, en mayor y menor grado, un modo estético del dominio ideológico.
Posteriormente, hacia los años ochenta, noventa y el nuevo siglo, los cines de los paí-
ses de la región ya no pueden concebirse en términos industriales –puesto que las in-
dustrias en cada país ya no operan exclusivamente con capitales nacionales, no siguen
el modelo clásico de los estudios–, y tampoco en términos nacionales, sobre todo
porque la idea de un cine nacional no deja de ser un lectura crítica de los cineastas
latinoamericanos de su pasado cinematográfico local, que buscaba, en efecto, lo que
habría que llamar una nacionalidad latinoamericana.Tampoco los cines contemporáneos
en América Latina se piensan, en absoluto, en sentido latinoamericano. Por el contra-
rio, más allá de sus singularidades, el cine del continente debería considerarse ahora,
más bien, en términos globales. El cine contemporáneo de la región tiende a trascen-
der las fronteras territoriales culturales, tanto en el sentido de su producción (como,
por caso, Babel, de González Inárritu o Hijos de los hombres, de Alfonso Cuarón, pero
también, por ejemplo, Carancho de Pablo Trapero, cuyos productores están esparcidos
por el mundo) como, incluso, en el sentido estético, allí donde muchos filmes de la
región comparten ciertas ideas del cine: ciertas puestas en escena, cierta hibridación
genérica, cierta indeterminación epistémica, cierta abstención de juicio, que en poco
se diferencian del cine contemporáneo de cualquier parte del mundo.
Aquello que, sin embargo, hace inasimilables el carácter internacional (tercermundis-
ta) del cine latinoamericano y la cualidad global del cine contemporáneo de la región
es, sobre todo, esa conciencia de los cineastas “latinos” (para utilizar el término de
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2.
No obstante, en los casos más notorios (los cines de la generación del sesenta, el
grupo Cine Liberación argentinos, el cinema novo brasileño y el nuevo cine mexicano)
esa terceridad nunca es homogénea. Más acá de esa conciencia latinoamericana
hay diferencias irreductibles, discusiones, críticas entre los cines terceros que de-
muestran que cada cine forja sus ideas y decide sus prácticas dentro de sus propias
tradiciones cinematográficas y culturales, y de sus propias historias políticas, aun
cuando se compartan indudablemente algunas ideas del cine. En efecto, la genera-
ción del sesenta, en su modernización del cine argentino hacia fines de la década
de los cincuenta, no deja retomar de modo crítico, reflexivo, algunos de los tópicos
del cine industrial, como el tango y el criollismo, ni deja de situarse contra el cine
neutro, de transposiciones “cultas” (de la literatura clásica europea del siglo xix, en
gran parte), producido durante el peronismo. Sin embargo, no por esa crítica de la
dominación política (peronista) evita la impugnación de los cineastas peronistas una
década después, cuando Cine Liberación los acusa de reformistas pequeño burgueses,
productores de un “segundo cine”, aunque ese mismo haya sido finalmente, hacia el
fin del período político militante, el destino de los autores de Hacia un tercer cine (el
3 Confianza que puede leerse en su expresión más acabada en la noción de cine “épico/dicáctico”, de Glauber
Rocha: “La didáctica y la épica deben funcionar simultáneamente en el proceso revolucionario: la didáctica:
alfabetizar, informar, educar, concientizar las masas ignorantes, las clases medias alienadas. La épica: provocar
el estímulo revolucionario”. Véase, G. Rocha, “A Revoluçao é uma eztetyka 67”, en G.B, Revoluçao do cinema
novo, San Pablo, Cosac Naify, 2004, p. 99. Mi traducción.
4 Véase “Tricontinental ‘67”, en G.B., ibid.
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5 Véase para su evolución estético política la biografía-entrevista de Fernando Marín Peña, El cine quema: Jorge
crecientemente opresivo, que se vuelve una sirena que puede ser a la vez el llamado
al trabajo o el anuncio institucional de asistencia a alguna catástrofe. La opresión del
individuo en Tute cabrero y la catástrofe de la alienación cotidiana en La hora… no
tienen otra diferencia que la individualización en el primero y la objetividad en el
segundo. En efecto, en el film de Jusid, la alienación forma parte de las emociones y
de los trastornos de las subjetividades, mientras que, en el film de Cine Liberación,
está representada como una situación objetiva, parte de una totalidad mayor de un
país neocolonizado, en la jerga política de la época, sometido por el imperialismo.
Pero sobre todo, ambas películas se oponen principalmente en sus epistemes, allí
donde una asume la ficción y la otra el documental que, para el período político y
cinematográfico, resultan plenamente incompatibles, antitéticas: la primera, apela a la
introspección y a la identificación directas del espectador con el empleado alienado,
que la ficción puede, sin dudas, facilitar; la segunda, interpela a la acción política, por
medio del suministro de información estadística, política e histórica, a que el docu-
mental en su modalidad expositiva se presta especialmente. Pero, sobre todo impide,
con un montaje de impacto tomado del cine soviético, toda identificación con la
imagen cinematográfica, puesto que el grupo la consideraba en sí misma alienante;
por eso mismo, la película permitía, con ese montaje que enfatiza el corte, la inte-
rrupción de la proyección para la discusión política, es decir, para la acción, siempre
más importante que el film mismo.
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Sin embargo, el mismo Jorge Cedrón –cuyo proceso como cineasta demuestra, antes
que la incompatibilidad de los nuevos cines y los cines políticos, la transformación (y
la continuidad) de éstos por la historia– intentó una confluencia de lo documental y
lo ficcional. Operación masacre, en la medida misma en que es una transposición de una
literatura de “no-ficción”, buscó narrar lo político desde los afectos más personales, lo
histórico desde la experiencia de vida. El film encontró en Julio Troxler, uno de los
“fusilados que vive” –en las palabras de Rodolfo Walsh–, la unión de ambos aspectos,
porque no se trata ahora de un testimonio únicamente documental (como el discurso
de Troxler en la última parte de La hora de los hornos) ni tampoco de una actuación
propiamente ficcional, porque en el cuerpo de Troxler está la experiencia aun in-
transferible (a pesar del film mismo y de sus palabras) de la masacre de José León
Suárez. Pero, sobre todo, el film de Cedrón narró por medio de la ficción la historia
política de los mártires del nuevo Estado, los fusilados de la resistencia peronista que
hicieron posible, después de todo, el retorno del peronismo al poder estatal. En efecto,
hacia 1973, una serie de ficciones políticas se conciben positivamente para el nuevo
dominio estatal, demostrando una vez más que, a diferencia del cine industrial y del
cine contemporáneo, los nuevos cines y los cines políticos modernos mantuvieron
una relación constitutiva con el Estado: si los documentales de Cine Liberación y de
Cine de La Base (e incluso de Realizadores de Mayo) se definieron y se concibieron
contra los gobiernos de facto (de Onganía a Lanusse), las ficciones de esos mismos
grupos (Los hijos de Fierro y El familiar, de los primeros, y Los traidores, de Raymundo
Gleyzer) son impensables sin la vuelta de Perón, después del largo exilio, al Estado.6
Una evidencia aun tardía de esa relación constitutiva del cine moderno con el Estado
son los últimos filmes de Fernando Solanas: con Memoria del saqueo (2004) y La dig-
nidad de los nadies (2005) vuelve al documental como episteme crítica respecto del
Estado menemista; Argentina latente (2007), Próxima estación (2008) y Tierra sublevada.
Oro impuro (2009), como continuidad de las anteriores ahora contra el gobierno de
los Kirchner a los que concibe, aunque falazmente, en una misma línea directa desde
el terrorismo de Estado y el neoliberalismo.
3.
6 Al respecto puede consultarse, E.B., “Hacia 1973. Ficciones para la política”, en Kilómetro 111. Ensayos
sobre cine nº 3, “No reconciliados”, 2002, pp. 73-89. Sobre la transposición del texto de Walsh, véase Silvia
Schwarzböck, “Cómo se llega a ser peronista. Sobre Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, y Operación ma-
sacre, de Jorge Cedrón”, en El Matadero. Crítica de la literatura argentina, nº 7, “Ensayos de transposición”,
Instituto de Literatura Argentina, Facultad de Filosofía y Letras, uba, 2011.
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7 “…‘la izquierda tradicional’ ha atacado muy a menudo los filmes del cinema novo, rechazando su audacia
–hacer un film violentamente antimilitarista como Os Fuzis bajo un régimen de militares– porque ella se ejerce
por fuera de toda doctrina o espíritu de partido”, señaló René Predal, en su “Une tradition populaire vivante ou
l’ésthétique de la révolte”, Études cinématographiques, nº 93-96, “Le ‘cinema novo’ brésilien 1”, 1971, p. 6. Mi
traducción. Véase también, al respecto, José Carlos Avellar, “Le cinéma novo: les années soixante”, en Paulo
A. Paranaguá, Le cinéma brésilien, París, Centre Georges Pompidou, 1987, p. 91.
8 “Florecido en el período posterior al AI-5 [el Acta Institucional nº 5, un decreto del presidente de facto Artur
da Costa e Silva, que rige de diciembre de 1968 hasta 1978, y cuyas medidas fueron, entre otras, el cierre del
congreso nacional, la censura previa, la ilegalidad de las reuniones políticas, la suspensión del habeas corpus,
etc.], este cine [el cine marginal o de la basura] se asume en general como una respuesta a la represión en una
línea agresiva de desencanto radical; su rebeldía elimina cualquier dimensión utópica y se desdobla en una
escenificación escatológica, hecha de vómitos, gritos, sangre, en la exacerbación del kitsch, en el culto al género
del horror subdesarrollado […] En cuanto estrategia de agresión, la estética de la basura [estética do lixo] es
una radicalización de la estética del hambre, es un rechazo de reconciliación con los valores de la producción
dominante en el mercado.” Véase el trabajo de Ismail Xavier (en el que puede notarse la fuerte impronta de la
interpretación glauberiana del cine moderno brasileño), “Do golpe militar à abertura: a resposta do cinema de
autor”, en su O cinema brasileiro moderno, San Pablo, Paz e Terra, 2001, p. 69. Mi traducción.
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económica de un cine oportunista, que acata los valores del integrismo católico (los
filmes diversificados de la empresa Aries), hace apología de las instituciones militares
(la productora Chango) y construye la imagen de una población inocente y en paz
(La fiesta de todos; Crecer de golpe, ambas de Sergio Renán), en el que no queda rastro
alguno del cine moderno crítico de la dominación estatal.9
La primera crítica (antiestatal) del cinema novo está, fundamentalmente, en su mirada
antropológica sobre la favela, en el espacio urbano (Rio de Janeiro), y sobre el sertão
en el nordeste brasileño, zonas de la realidad de la miseria brasileña literalmente
invisibles para el cine industrial populista de los filmes de carnaval y la chanchada,
asociables, para los nuevos cineastas, a los gobiernos de Getúlio Vargas. Cinco veces
favela (Marcos Farias, Miguel Borges, Carlos Diegues, Joaquim Pedro de Andrade,
Leon Hirszman, 1962) debe considerarse en los inicios del cinema novo, porque allí se
define un espacio (la villa miseria), una estética (neorrealista, pero también el mon-
taje, los planos en contrapicado, que están en casi todos los episodios del film y que
proceden del cine soviético, en particular de Eisenstein), y un sujeto (el miserable
que se rebela), como parte de un proyecto de grupo. Vidas secas (Nelson Pereira dos
Santos, 1963) y Dios el diablo en la tierra del sol (Glauber Rocha, 1964), en su confi-
guración del desierto nordestino, buscaron emanciparse del dominio del género (el
western) hollywoodense en la representación del sertão y sus habitantes, rechazando la
9 Véase Silvia Schwarzböck y E. B., “Quiebre del proyecto moderno. Entre Terrorismo de Estado y democracia”,
en revista La Otra. Revista de arte y pensamiento, nº 23, año VII, invierno de 2010, pp. 14-20.
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“imitación” del lenguaje del cine hegemónico, la que hizo O cangaceiro (Lima Barreto,
1953), para en cambio “instrumentalizarlo”.10 Ambas son películas análogas en su
pedagogía para el oprimido, en su crítica al populismo político y cinematográfico,
aunque no en su modo de proceder para ello. Ambas continúan, en gran medida,
el primero y el último episodios de Cinco veces favela (“Um favelado”, de Farias, y
“Pedreira de São Diogo”, de Hirszman), porque, como esos cortos con historias de
favelados, las películas enseñan, ahora con historias de sertanejos, tanto la opresión,
la imposibilidad (neorrealista) de actuar sobre la situación y el medio dados (“Um
favelado”, Vidas secas), como la posibilidad de la liberación, la revuelta y la transfor-
mación violenta (“Pedreira de São Diogo”, Dios y el diablo…).
Sin embargo, en sus representaciones del mundo del sertón, en su comprensión de
la miseria y la revuelta, las películas parecen oponerse en casi todo. Si bien ambas
narran la misma situación de opresión de los sertanejos, Vidas secas enseña la libertad
sartreana de decisión, la libertad responsable que compromete al sujeto y a los otros,
mientras que Dios y el diablo en la tierra del sol presenta, en cambio, la rebelión como
un trance, como una experiencia mística (beata, diabólica), en el que el sujeto, antes
que decidir soberanamente, “cae” (como se dice, “caer en trance”) o “entra” (“entrar
en un trance”). En efecto, Vidas secas apuesta todo a una pedagogía para la transfor-
mación del propio destino por medio de la decisión libre, como lo muestran por lo
menos cuatro escenas,11 y por esto mismo concibe la historia, el proceso histórico,
en su condición contingente. En este punto, Vidas secas se distancia ideológicamen-
te, al transponerla, de la novela homónima de Graciliano Ramos (1938), allí donde
ésta encuentra la posibilidad de transformación de la vida de los sertanejos en la
alfabetización (necesariamente estatal) que, de no tener lugar, los condenaría a una
10 Los conceptos opuestos de “imitación” e “instrumentalización” del lenguaje cinematográfico hollywoodense
son de Glauber Rocha. Veáse “Tricontinental ‘67” en Versiones de este número. Para un estudio comparatista de
O cangaceiro y Dios y el diablo en la tierra del sol, véase Ismail Xavier, Sertão Mar. Glauber Rocha e a estética
da fome (1983), San Pablo, Cosac Naify, 2007, pp. 147-180.
11 La primera es una escena contractual en la que Fabiano, luego de la deriva por el desierto con su mujer, sus
hijos y su perra Baleia, encuentra refugio en una casa, cuyo dueño intenta primero echarlos, pero luego los
contrata. En un diálogo breve, pero compuesto de varios planos que señalan la decisión libre de Fabiano, éste
acepta, contractualmente –es decir, por mutuo acuerdo– trabajar por un “ternero de cada cuatro” de los que
nacen. La segunda, es una discusión con el patrón por el descuento de los adelantos de su paga, en que Fabiano
decide, también sin violencia, pero apremiado por la necesidad, no continuar su reclamo. La tercera, una vez
que liberan a Fabiano de la cárcel (tan arbitrariamente como había sido encerrado), un grupo de cangaceiros,
testigo de la violencia que padeció, le ofrece trabajo, buena paga y armas: nuevamente aquí, Fabiano decide,
durante varios planos que vuelven a marcar su libertad de elección, no ir con ellos y, pues, no rebelarse. Por
último, el enfrentamiento de Fabiano con el soldado que lo humilló y lo encarceló, en que elige no vengarse,
es decir, no matarlo.
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12 La novela está llena de referencias a todo aquello que implica el analfabetismo: “Doña Vitória estiró el labio
indicando vagamente una dirección y afirmó con algunos sonidos guturales que estaban cerca” (cap. 1); Fabiano
“hablaba una lengua cantada, monosilábica y gutural. […] A veces utilizaba en las relaciones con las personas
la misma lengua con que se dirigía a las bestias, exclamaciones, onomatopeyas. Lo sorprendían las palabras
largas y difíciles de la gente de la ciudad, intentaba reproducir alguna en vano…” (cap. 2); “El vocabulario de él
[de Fabiano] era pequeño”; “Era difícil pensar. Vivía tan aferrado a los animales. Nunca había visto una escuela.
Por eso no lograba defenderse, poner las cosas en su lugar. […] Si le hubieran enseñado…” (cap. 3); “Tenía un
vocabulario tan menguado [el hijo mayor] como el del papagayo que muriera en la época de la sequía. Se valía
de exclamaciones y gestos […] imitaba los balidos de los animales, el ruido del viento y el sonido del ramaje
que crujía en la catinga” (cap.6); “En realidad, ninguno de ellos prestaba atención a las palabras del otro: iban
recibiendo las imágenes que les venían al espíritu, y las imágenes se sucedían, se deformaban, no había medio
de dominarlas” (cap. 7), etcétera. Cf., Graciliano Ramos, Vidas secas, Buenos Aires, Corregidor, 2001. Traducción
de Florencia Garramuño.
13 De allí el anclaje temporal (de que la novela de Ramos carece): en la película la historia de Fabiano no es
una repetición atemporal de sucesos, sino una serie de actos que tienen lugar en un lapso de tiempo específico:
1941-1942, como indican los carteles sobreimpresos. Si hay historicidad, puede haber cambio: el hambre de los
sertanejos no responde, así, a ninguna legalidad ni a ningún destino.
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Dios y el diablo en la
tier ra del sol (G. Rocha),
la inevitabilidad de la
revuelta y los caminos
alienados de la liberación.
14 Ismail Xavier lo describió de modo notable: en Dios y el diablo… “tiempos dilatados de relativa inmovilidad
y silencio enmarcan el tiempo contraído de las múltiples acciones donde todo se precipita. Tal [es el] esquema
ostensible de contraste en el cual la acción se ausenta en la duración y se excede en el instante”. Cf., I. Xavier,
Sertão Mar, op. cit., p. 97. Mi traducción.
15 Glauber tuvo presente los relatos orales del nordeste y también el cine, en particular el film compuesto de
fragmentos de filmes documentales de los ’30, Memória do cangaço, de Paulo Gil Soares, pero también The
Searchers, de John Ford, y una idea brechtiana de actuación. Véanse la entrevista de Michel Ciment al cineasta,
en “Positif 67”, reproducida en G.Rocha, Revoluçao do cinema novo, op. cit., p. 113-114; y el texto de I. Xavier,
ibid., p. 9, nota 5.
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Santos, puesto que su estrategia de enunciación es asumir un lugar (una voz, una
imagen) al interior mismo de la cultura nordestina y de sus habitantes, a los que,
principalmente, quiere dirigirse el film.
Antes que enseñar la liberación, Dios y el diablo… parece mostrar su inevitabilidad (en
el mundo legendario, justamente, los hechos son irresistibles), para señalar los caminos
erróneos (por alienados) que puede tomar la revuelta y para mostrar, luego, su futuro
posible. El último gran travelling del film, en que Manoel huye de la muerte y del
desastre de sus intentos de liberación, culmina, paradójicamente, en el cumplimiento
(cinematográfico) de la profecía de Sebastião, el santo milagrero, de conversión del
desierto en mar, cuando el plano en picado del sertão se vuelve, en efecto, un plano
del mar. Esa culminación con la huída hacia adelante, hacia el cumplimiento de la
profecía, ha sido leída en el sentido de un futuro “esperanzador” de liberación del
pueblo, liberación no alienada, a diferencia de aquellas que Manoel atravesó: “Espero
que hayan aprendido esta lección, que así mal repartido este mundo anda mal. Que la
tierra es del hombre, ni de Dios ni del Diablo”, dice la voz off cantante del narrador.
En el punto mismo en que la realización de la profecía (es decir, el cumplimiento de
la liberación) ocurre fuera del presente de Manoel y Rosa, y en que el film postula
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una liberación por fuera del relato que acaba de narrar, la película se acerca a Vidas
secas, allí donde ésta anclaba históricamente su narración (la ubicaba en la década de
los ’40), para postular un futuro de cambio frente aquello que quería verse como
un pasado, en efecto, histórico. Aunque todo lo demás los diferencie, ambos filmes
postulaban, uno por medio de la leyenda y el otro por medio de la historicidad, una
liberación por venir.
4.
Sin embargo, antes que una postulación, que confía en efecto en la pedagogía del
oprimido, la de Glauber es una justicia poética (es decir, cinematográfica), única e
inasimilable. Dios y el diablo en la tierra del sol señala no sólo la irresistibilidad de la
revuelta sino incluso su fracaso: la muerte de Sebastião y Corisco por Antônio das
Mortes, encargado de la matanza por los terratenientes y la iglesia. No obstante,
hay que observar que éste, al aceptar la tarea de exterminio de los líderes rebeldes y
sus seguidores, que le encargan los opresores, no responde a la ideología de éstos ni
tampoco exclusivamente al dinero que recibe por ello. Es preciso ver que Antônio
das Mortes, que es invención del film (no es un personaje histórico-legendario
como Corisco y Sebastião, que están compuestos de distintas figuras históricas de los
relatos orales), es un cangaceiro y, como tal, para la ideología estética del cinema novo,
un rebelde; pero, para la construcción glauberiana, es un “matador de cangaceiros”, es
decir, una superación negativa de los cangaceiros.16 Él encarna, pues, una idea negativa
de la liberación, sabe que las vías beata y diabólica son “ciegas”, esto es, alienadas, y
se encarga, con esa conciencia, de destruirlas. La violencia de Antônio das Mortes,
a diferencia de las del beato y de Corisco, no es idealista, sino negativamente; no es
mística, porque no confía en ningún poder ultraterreno; no forma parte de ningún
trance que lo enceguecería, como a Manoel. Sobre todo, a diferencia de éste, no
parece esperar nada como consecuencia de sus actos: aun cuando Antônio le dice
al ciego Júlio que una “guerra mayor” tendrá lugar luego de su acción destructora,
la acción misma no parece apostar a ningún futuro previsible, porque ante todo es
pragmática, responde a lo que considera una necesidad inmediata ante la miseria y
el hambre, y ante las alienaciones mesiánicas que ellas producen.
Antônio comparte, pues, con el narrador (cantador) el saber de las vías erróneas
de la revuelta; y en la justificación de su acción destructora por la “guerra mayor”,
anuncia también el cumplimiento de la profecía. La “guerra mayor” y la conversión
(cinematográfica) del desierto en mar constituyen, sin dudas, el mismo futuro. De
modo que Antônio posee un estatuto que lo diferencia de los otros personajes del
16 Véase sobre la figura de Antônio das Mortes, I. Xavier, op. cit., p. 126-130.
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film; más que a ellos, se parece al Firmino, de Barravento (1962), por la acción de éste
contra el misticismo alienante del pueblo de pescadores, y también a Paulo Martins,
de Tierra en trance (1967), porque éste comprende, como nadie, el proceso político
que se cierne sobre el país imaginario, latinoamericano, de Eldorado. Son en gran
medida personajes visionarios, por la comprensión totalizadora que tienen y, por
ello mismo, solitarios y trágicos, como Paulo Martins, que se quita la vida, o está a
punto de perderla, después del fracaso de toda política. Constituyen en gran parte
una figura de intelectual, que no depende poco de la idea sartreana de compromiso,
y tienen, como tales, “las manos sucias”. En sus acciones responden sólo a ese saber
de la totalidad y ya no, en consecuencia, a los poderes (los terratenientes, la iglesia o
los políticos), aun cuando trabajen para ellos, pero tampoco al pueblo, a cuyo favor,
sin embargo, en última instancia, actúan.
En este punto, el cine de Glauber Rocha resulta inasimilable a una acción positiva
sobre la realidad histórica y, en consecuencia, a cualquier organización o programa
políticos, a diferencia del cine militante argentino contemporáneo que se concebía
como praxis y en cuyo horizonte estaba la constitución de una nueva hegemonía
–ya del proletariado, ya una más justa y más inclusiva con la clase trabajadora–. Para
los cineastas argentinos, la violencia revolucionaria era impensable sin la construc-
ción de un nuevo poder o un nuevo Estado. Por eso, cuando el peronismo vuelve al
poder en 1973 se reconfiguran todos los proyectos de los cineastas políticos, que ya
no pueden ser iguales, en la medida misma en que el estatuto del Estado los definió
constitutivamente. La impugnación de Glauber Rocha a Solanas apunta precisamente
a ese uso militante que del cine hizo, y hace, el director y político argentino, puesto
que no sólo lo destina a la obtención del poder político, sino incluso porque procede
para ello a una visión sentimental y burguesa –en términos de Rocha– del pueblo.17
Basta detenerse en los últimos documentales de Solanas para notar la vigencia de la
crítica glauberiana. El pueblo de los filmes de Rocha, en cambio, antes que un sujeto
ahistórico cuya dignidad de víctima de los opresores (desde la época de la Colonia)
se reivindica, es ignorante, se equivoca, es servil, cae en trances libertarios y fracasa,
características que, no obstante, no son muy distintas a las de aquellos que actúan
en su nombre.
5.
Después de 1964, el cinema novo –al menos en cineastas como Nelson Pereira dos
Santos, Glauber Rocha y Leon Hirszman– gira en parte hacia cierta introspección y
17 “El pueblo es el mito de la burguesía”, escribe Glauber en la “Estética del sueño”, cfr. G.R, “Estética del
sueño”, en Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, nº 2, “La vía política”, 2001, pp. 100-101; y véase también su
“Solanas 71”, en Revoluçao do cinema novo, op. cit., pp. 245-248.
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un escepticismo notorios, paralelos a la burla radical del cine marginal o cinema do lixo
(Andrea Tonacci, Rogério Sganzerla, entre otros) sobre cualquier utopía depositada
en el cine, cualquier idealismo cinematográfico. Ahora el cine de Glauber y de Dos
Santos parece volverse sobre las figuras de los intelectuales y los activistas políticos
–el poeta Paulo Martins de Tierra en trance del primero, y el activista Alfredo, nada
menos que ciego, sordo y mudo, de Fome de amor (1968), del último–, que no son,
precisamente, campesinos a quienes dirigirse pedagógicamente. Por el contrario, son
actores políticos, figuras en gran medida de los propios cineastas, de los roles que se
creyeron asignados, para observar en ellos, en cierto modo, cómo los procesos polí-
ticos mismos de los que formaron parte exceden la acción, la planificación, incluido
el saber mismo que se posee de esos procesos; el modo en que éstos los superan y
los desorientan como si se tratara de fuerzas ingobernables de la historia, o como si
la historia respondiera ahora a un movimiento imprevisible. El trance de la tierra no es
ya el de la rebelión milenarista, una fuerza colectiva guiada por la fe, puesto que ésta
ahora se revela “ingenua”, “impotente” (en palabras de Paulo Martins: “la ingenuidad
de la fe, la impotencia de la fe”), frente a lo que parece ser un proceso histórico que
se orienta con una inteligibilidad errática, ajeno a la teleología en la que, sin embargo,
se creía antes del golpe militar.
En esa nueva coyuntura política (estatal), el cine de Glauber se vuelve más alegórico
y más inconciliable con cualquier uso posible del cine, con el espectador mismo,
con la historia política. Aquello que constituía una alegoría permutativa (Eldorado
como país latinoamericano o como Latinoamérica misma, en Tierra en trance, film
que marcó indeleblemente las alegorías del grupo Cine Liberación argentino), se
hace cada vez más abstracto (en Cabezas cortadas, 1971), así como la historia na-
83
kilOmetro 111
Desde mediados de los sesenta y durante los setenta, el cinema novo parece, pues,
revisar, de modo lúcido, agudo e irónico, las convicciones político cinematográficas
con que emergió en la escena de la cultura y la política brasileñas.Ya por medio de
la radicalización y la inconciliabilidad de la propia estética, ya por la introspección
de aquellos que actuaron políticamente, creyendo en el progreso de la historia hacia
la emancipación de los hombres, o ya, incluso, por medio de la revisión de la sub-
jetividad del opresor, como si, paralelamente a la indagación en la subjetividad del
revolucionario, del intelectual comprometido, se hubiese buscado también conocer la
formación del victimario. En efecto, de este modo habría que considerar San Bernardo
(Leon Hirszman, 1971), que narra en la primera persona de un terrateniente, Paulo
Honório, las condiciones de constitución de la dominación económica (y política).
La radicalidad de Hirszman en este film, paralela al brechtismo extremo de Glauber,
y a la ironía del proceso histórico de Pereira dos Santos, consiste, como en ninguno
de ellos, en una interpelación ahora por medio de la figura del enemigo de clase (el
patrón nordestino, el opresor, el mismo que los filmes cinemanovistas de comienzos
de los sesenta habían denunciado). Allí donde esas películas del primer período del
cinema novo buscaban la identificación del espectador (urbano, intelectual, como
85
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los mismos cineastas) y la de los mismos hombres representados (los favelados y los
sertanejos),18 ahora, en la década siguiente, con San Bernardo, Hirszman se dirige, no ya
a los campesinos –y menos aún a un posible espectador terrateniente–, sino más bien
a la propia clase de pertenencia, a los intelectuales mismos (los cineastas). Pero ya no a
la responsabilidad política y al rol que tuvieron en los procesos históricos, sino, por el
contrario, a la propia voluntad de poder y de dominio, al propio proyecto progresista
–que nunca deja de aspirar al poder, a una nueva dominación política– como el que,
en efecto, ellos sostuvieron con sus filmes en la década anterior. En San Bernardo, el
terrateniente no está representado apenas como un enemigo de clase, con la concien-
cia progresista de una otredad de la que todo separa, sino más bien como aquel con
quien se induce a una identificación interpelante, inquietante, perturbadora.
6.
Los nuevos cineastas mexicanos se opusieron, ante todo, a las políticas del Estado
hacia el cine nacional durante su período industrial (en los años 1940) y su período
de crisis (las dos décadas siguientes), aunque para reclamar, no obstante, su mayor y
más democrática intervención.19 A diferencia de los cines militantes argentinos que,
en los mismos años, actuaron en la clandestinidad por razones políticas y frontalmente
antiestatales, y a diferencia del cinema do lixo brasileño de la burla radical, anarquizante
y libertaria, que no esperaba nada de las instituciones ni del cine mismo, el nuevo
cine mexicano de los años sesenta y setenta constituye, en gran medida, una crítica
a lo estatal que nunca deja de ser, a la vez, una demanda por su incidencia más am-
plia. En efecto, el cine moderno mexicano parece haber dependido de ese vínculo
inescindible con el Estado del que los nuevos cineastas no habrían podido sustraerse
18 A diferencia de los cineastas de la generación del sesenta argentinos, cuyos filmes estaban dirigidos a sus
pares (cineastas y críticos que, en gran parte, eran ellos mismos), y como el proyecto de Fernando Birri con sus
cortometrajes en la Escuela Documental de Santa Fe (dirigidos a los que eran documentados en ellos y, a la
vez, sin duda, al Estado), el cinema novo buscó alcanzar a un público popular, por medio de la exhibición de sus
filmes en los centros populares de cultura, las asociaciones barriales y los sindicatos, en los que podían estar
presentes los favelados y los sertanejos. Véase al respecto, Jean-Claude Bernardet, Brasil em tempo de cinema
(1967), Rio de Janeiro, Paz e Terra, 1978, pp. 28-30.
19 Notoriamente, el Estado es el único destinatario del Manifiesto del Grupo Nuevo Cine (1961) y del Manifiesto
del Frente Nacional de Cinematografistas (1975), incluso cuando el segundo esté, casi 15 años después, sin duda
más ideologizado, más politizado, que el primero. Véanse los textos en Versiones de este número. Sobre el rol
del Estado y la crisis de la industria mexicana, cfr. Jaime Tello, “Notas sobre la política económica del ‘viejo’ cine
mexicano”, en aavv, Hojas de cine. Testimonios y documentos del nuevo cine latinoamericano, México, vol. 2,
México, Dirección General de Publicaciones y Medios-Universidad Autónoma Metropolitana, 1988, pp. 21-32.
86
ENSAYOS
20 Véase el artículo de Eduardo de la Vega Alfaro, “El cine independiente mexicano”, en ibid, pp. 69-82. El
stpc es el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica que, a diferencia del stic (Sindicato de
Trabajadores de la Industria Cinematográfica) concentró el apoyo económico estatal, desde los años cuarenta.
21 Véase Marcela Fernández Violante, “El cine universitario”, en ibid., pp. 83-87.
22 El Concurso de Cine Amateur de Pecime (1963), los dos Concursos de Cine Experimental de Largometraje
con los géneros dominantes residía la posibilidad de una revisión crítica del Estado
mexicano cuyo dominio ideológico se había basado también, indudablemente, en el
cine que filmaba esos géneros.
Hay en el cine mexicano un pensamiento político del western, que en la industria
nacional había tomado la forma de la ranchera y que ya había concebido la revolu-
ción mexicana como un problema (burgués) de la conciencia.23 La soldadera (José
Bolaños, 1965) y Reed, México insurgente (Paul Leduc, 1970) se oponen en todo a esa
visión (industrial) de la revolución como una cuestión moral. El film de Bolaños se
ocupa de los campesinos antes que de los jefes y los terratenientes o agricultores,
pero la representación que de ellos hace no posee ninguno de los atributos del su-
jeto romantizado del pueblo, como ocurre, en los mismos años, en el cine militante
argentino. Por el contrario, Lázara, la soldadera, es una campesina analfabeta que es
literalmente arrasada por el acontecimiento revolucionario. No se trata en absoluto,
en la película de Bolaños, del mito heroico de las mujeres que acompañaron a los
23 La trilogía de Fernando de Fuentes (El prisionero 13, El compadre Mendoza y Vámonos con Pancho Villa, las
dos primeras de 1933 y la última de 1935), es fundacional tanto de una visión cinematográfica industrial de la
Revolución Mexicana como del uso del western para representarla. En los tres filmes la Revolución supone, para
algunos de sus actores (un jefe militar de la revolución, un terrateniente, y un grupo de pequeños estancieros,
respectivamente) un problema exclusivamente moral, antes que político. El western, como género, permitía
estructuralmente plantear la oposición dilemática entre la moral individual (la conciencia) y la ley (revolucio-
naria). Sobre la trilogía, puede verse Jorge Ayala Blanco, “La Revolución”, en La aventura del cine mexicano,
México, Era, 1968, pp. 15-31.
88
ENSAYOS
campesinos en las luchas por la revolución, sino, por el contrario, de una campesina,
como cualquier otra, que es llevada en la leva compulsiva de los porfiristas junto a su
marido, que sabe tan poco como ella de las razones políticas de los hechos. Primero
en las tropas oficiales de Porfirio Díaz y luego en las de Villa, ninguna voluntad po-
lítica la mueve, y nada se diferencia para ella. La revolución es para Lázara, en gran
medida también, un trance, violento y caótico, pero a diferencia del Manoel de Dios
y el diablo en la tierra del sol, no es un trance místico, ya que no responde en absoluto
a una visión (o a una creencia) providencial, y puesto que no cree en el progreso de
la historia. En el punto en que no hay creencia alguna en la revolución (porque, en
última instancia, el propio presente histórico mexicano, la actualidad del Estado a
mediados de los sesenta, sigue siendo una consecuencia de ella), el acontecimiento
se vuelve para Bolaños grotesco.
Pero ese grotesco no debería entenderse sólo como una crítica del acontecimiento
mismo, sino en tanto representación notoriamente marcada por el cine mexicano
de Luis Buñuel, sin cuyo modernismo clásico el nuevo cine mexicano no podría
pensarse cabalmente.24 Basta detenerse en la secuencia del saqueo de las casas bur-
guesas por parte de la banda enloquecida de soldaderas y, luego, en la siguiente, en
que los soldados y sus mujeres están en el campo con el botín, disfrazados con las
ropas de los ricos y pintarrajeados con sus maquillajes, para notar que en ellas la
rebelión popular está concebida como una venganza grotesca de los humillados, un
goce plebeyo de la destrucción, para poseerlos mejor, de los bienes de los ricos, como
puede verse en la secuencia final de Viridiana (1961, protagonizada por la misma
actriz que interpreta a Lázara, en La soldadera, Silvia Pinal). Bolaños también toma de
Buñuel lo profanatorio sin lo cual la rebelión, en el director español, es impensable.
Así, en La soldadera la Revolución Mexicana no deja de remitir a los actos sacrílegos
de los miserables en Buñuel, así como al trance (ya no místico progresista como en
Glauber Rocha) sino “surrealista”, en el punto mismo en que la representación del
acontecimiento no parece haber sido ajena a la idea del azar objetivo, que puede
comprenderse en efecto como un trance. La revolución, en el film de Bolaños, ocu-
rre en gran medida voluntaria y objetivamente, y su devastación no obedece más
que a esa lógica, antes que a cualquier otra, política, como de hecho sucede con el
aislamiento de los aristócratas en El ángel exterminador (1962), cuyos deseos paradó-
jicamente no son extraños al encierro (objetivo) que sin embargo padecen. En ese
24 La fórmula secreta (Rubén Gámez, 1965), que ganó, en el primer puesto, el Concurso que abrió la escena del
cine a los jóvenes directores, se ubica deliberadamente en la línea surrealista, “vanguardista”, del cine de fines
de los años ’20 de Buñuel. (En esa misma línea aun habría que considerar, mutatis mutandis, el cine contem-
poráneo del mexicano Carlos Reygadas). Por el contrario, Bolaños sigue el modelo de las películas mexicanas
coetáneas (de los mismos años cincuenta y sesenta) del cineasta español que ya no son “vanguardistas”, aunque
trabajan ahora de otro modo el surrealismo.
89
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7.
25 Véase Versiones, y aquí nota 19. Es preciso notar que Leduc participó, en el mismo momento de su Reed,
como productor ejecutivo de México, la revolución congelada (1970), la película de Gleyzer sobre la Revolución
y sus consecuencias en el México actual.
26 Después de leer un comunicado del gobernador de Durango sobre la necesidad de distribución de las tierras
para los campesinos, el maestro, escéptico respecto de las consecuencias de la Revolución, le dice a Reed: “Yo
era maestro. He leído. Sé que las revoluciones son ingratas. Yo he peleado durante tres años. En la última revolu-
ción el señor Madero nos invitó a la capital a sus soldados, nos dio ropas, alimentos, corridas de toros. Volvimos
a nuestros hogares y encontramos con que los mismos tenían el poder. Algunos engordan, pero nosotros…”
“–Entonces”, pregunta Reed, “¿para qué pelean?” “–En Guadalajara”, responde el maestro, “tenemos un refrán:
‘no te metas a redentor porque sales crucificado’. Pero supongo que alguien tiene que ser el que cargue con la
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Pero, ante todo, la crítica a la Revolución es, en Reed, México insurgente, una crítica
que a la vez que responsabiliza a los intelectuales por el destino contemporáneo
de aquello que se abrió en 1910, expone cierta condición aporética del engagement
político. La película no es una interpelación a la acción política, como en los cines
militantes argentinos de los mismos años, sino, por el contrario, la demostración
de la aporía de la acción política más decidida. El Reed del film de Bolaños poco
tiene que ver, en esto, con el personaje que el autor norteamericano construye de
sí mismo en su crónica de 1914, porque éste conoce bien su oficio de periodista y
los límites que implica, mientras que el personaje de la película está concebido con
una psicología existencialista en la que se exponen los dilemas de la conciencia del
intelectual comprometido por su pertenencia de clase. En el film, su propia condición
de intelectual es lo que le posibilita escribir a favor de la revolución, para su triunfo,
pero también es la misma que le impide la experiencia de la desposesión, el hambre,
la lucha misma en el frente de batalla. El Reed de Leduc se acusa intensamente a sí
mismo porque forma parte objetiva de la clase dominante, aun cuando su conciencia
de esto, su conciencia de clase, lo lleve a renunciar a ella y a acompañar a las tropas
revolucionarias, a comer y dormir con sus hombres a la intemperie, “con las mismas
cobijas”, a compartir la vida ardua de la guerra por la liberación de los oprimidos.
Aun así, pareciera que ningún escrito, ningún acto, la exposición misma de su cuerpo
en la vida cotidiana de la revolución mientras ocurre, su riesgo de muerte, pudiera
sin embargo alterar el hecho mismo de que no pertenece, sino por su ilustración
y porque busca denodadamente integrarse, al mundo de los campesinos. En esto
consiste el tema de su larga confesión, una tarde borracho, al soldado Longino, que
ocupa todo un plano secuencia, tal vez el más importante de una película que los
trabaja notoriamente, sobre todo para mostrar mediante ellos la disociación entre
una subjetividad y el curso objetivo del hecho revolucionario.
La confesión de Reed a Longino, en la que le expone su miedo, su incapacidad para
la acción, los privilegios de clase de que gozó y que ahora padece como males de su
condición burguesa, es una invención completa que el film realiza para su crítica de
la revolución y su crítica de los intelectuales por la responsabilidad que les compete
en relación con los movimientos sociales. Toda la psicología existencialista del per-
sonaje se concentra en ese monólogo que, en efecto, no tiene lugar en la crónica.27
cruz. Yo tengo dos hijos; ellos tendrán sus tierras o los hijos de mis hijos.” –“¿Cuánto les pagan, compañero?”
“–Nos dieron tres pesos hace exactamente nueve meses. Nosotros somos los verdaderos voluntarios; los de
Villa son profesionales”. El diálogo sigue, en gran medida casi literalmente, aquel que tiene lugar, aunque entre
más personas, en la crónica. Véase John Reed, México insurgente, Tafalla, Txalaparta, 2005, pp. 98-100.
27 El episodio de la acusación de “huertista” a Reed en el baile, la defensa de Longino ante esa acusación, y sus
palabras solidarias, de compañerismo y afecto masculino (“Nosotros seremos compadres […], nos taparemos
con las mismas cobijas y estaremos siempre juntos…”), están tomadas de la crónica. Pero ante la acusación
92
ENSAYOS
El film, luego del plano secuencia de la confesión, no hace más que confirmar, se
diría, aquello mismo que Reed expresó en él, esto es, su diferencia irreductible de
clase, su cobardía, la única pasión del miedo. El vínculo de respeto admiratorio, sin
intenciones eróticas, con la soldadera que duerme una noche, transitoriamente, en
su cama (y que, a diferencia de Lázara de La soldadera que vive la revolución como
un trastorno, es una mujer conciente de su rol político en ella, plenamente situada);
los diálogos con otros corresponsales, que trabajan para informar el acontecimiento
y no se comprometen con la lucha; los chicos lúmpenes con los que se cruza, que
no saben el significado de la palabra “periodista”, no pueden siquiera imaginar el
oficio de Reed –es decir, aquello mismo que lo define como sujeto–; todas esas
secuencias ponen en escena, una y otra vez, la situación inconciliable del héroe en
el espacio mismo y con aquellos que eligió para integrarse. Pero, sobre todo, el film
busca hacer visible, cinematográficamente, su fantasma, la incapacidad de actuar con
que se autoinculpa, la cobardía que se recrimina, en uno de los planos secuencia
más notable, en que Reed huye, sin haber participado de ella, de una batalla cuando
las tropas revolucionarias vuelven en retirada, derrotadas. Ese plano secuencia de la
fuga, primero acompañado de soldados que vuelven, y luego largamente solo, hasta
que llega a un cementerio, no filma en efecto el final de la batalla, no filma tampoco
la retirada propiamente dicha de las tropas, sino, en cambio, el miedo a la muerte
abyecta, que para Reed es aquella que podría tener lugar, por una bala perdida, en
una retirada de batalla en la que no peleó, de la revolución misma a cuyo triunfo
quería contribuir. El plano secuencia de la fuga es, pues, un plano de la afección del
miedo (a la muerte infame) que vacía por completo de epicidad a la acción épica
misma (la batalla) que está teniendo lugar fuera de campo. La huida misma ya es,
para Reed, una forma de su abyección: de la batalla sólo tiene la experiencia de la
desbandada, la experiencia de correr sin descanso, aterrado, incluso cuando ya no
hay peligro para él.28
8.
Arturo Ripstein procede de otra manera con el género, es decir, con la industria y,
pues, con el Estado. Su política es la de cierta minoridad crítica, puesto que no trabaja
con el vaciamiento de los actos épicos del western, como Leduc, ni busca hacer su
misma, en la crónica, Reed aclara: “Yo soy corresponsal de prensa. Me está vedado pelear”. Una explicación
que sería inviable en el Reed de Leduc. Véase J. Reed, ibid., pp. 73-74.
28 Mientras que la película filma, en ese plano secuencia, los afectos (la angustia, el miedo, el terror), ese
episodio en la crónica, aun peligroso, es para el cronista una experiencia para la escritura: “Yo corría, no sabía
qué hora era. No estaba muy asustado. […] Seguí pensando para mis adentros: –Bueno, esto es ciertamente
una experiencia. Voy a tener algo sobre lo cual escribir”. Véase J. Reed, ibid., p. 110.
93
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Tiempo de morir
(A. Ripstein),
acatamiento y
enervación de
las normas
del western.
ese mismo trabajo con estatutos de ciertos personajes, pero cuyos hechos, cuyas con-
ductas, se desvían ligera, solapadamente se diría, de lo que por tradición se espera de
ellos. Las figuras de los beatos en algunas de sus películas (Nazarín, Simón del desierto,
Viridiana) se trabajan con las convenciones con las suele representárselos, de acuerdo
a ciertas tradiciones hagiográficas, pero levemente, como si se tratara de lapsus de
la filmación o de la comprensión del espectador, las figuras se deforman, algunos
actos se repiten (como la convocatoria al brindis en El ángel exterminador, film en el
que Ripstein fue asistente de dirección), el beato es a la vez cínico (como Simón del
desierto), las mujeres que acompañan al beato, histéricas (Nazarín), los hechos para
el bien se vuelven, de pronto, desastres (Nazarín, Viridiana). Se trata, pues, de una
suerte de trabajo de erosión sostenida, nunca abrupta, aunque haya planos de impacto
(como el Cristo que ríe en Nazarín), que proceden del surrealismo clásico (la célebre
navaja que corta el ojo, en Un perro andaluz) cuyos procedimientos principales eran,
básicamente, el montaje-cut, la sobreimpresión y los fundidos. No se trata ya de las
imágenes-sueño (en términos de Gilles Deleuze) del surrealismo clásico, sino de
imágenes actuales vinculadas por esquemas sensoriomotores propios de la imagen-
acción. En verdad, estamos frente a una transformación de ese surrealismo clásico,
fuertemente antihollywoodense, antigenérico, domesticado ahora en los estudios
mexicanos organizados según el modelo de Hollywood y, pues, de los géneros.
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29 Paulo Antonio Paranagua observó bien la “ambivalencia” de Ripstein en sus temas y sus personajes, sobre
todo, en El castillo de la pureza (1972): “el falansterio familiar, preservado de la contaminación de la sociedad,
evoca sin dudas la utopía, capaz de transformar el impulso emancipador en negación de las libertades”. Cfr., P.
A. Paranagua, “Arturo Ripstein, entre insertion obligée et renouvellement”, Positif, nº 398, p.13. Mi traducción
y mi subrayado.
96
ENSAYOS
30 Cfr., sobre el melodrama, Stanley Cavell, “Contesting Tears, el melodrama hollywoodense de la mujer descono-
cida”, en Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, nº 7, “Teoría contemporánea”, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2008; y
Peter Brooks, “Une esthétique de l’étonnement: le melodrame”, Poétique nº 19, París, Seuil, 1974, pp. 340-356.
31 Véase al respecto la entrevista de Emilio García Riera al cineasta, “De ambigüedades. El lugar sin limites”,
en E. G. Riera, Arturo Ripstein habla de su cine, Jalisco, Universidad de Guadalajara, 1988, especialmente p.
193.
97
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ejemplares de una conducta positiva, que se proyectarían hacia una sociedad más to-
lerante e integradora. Es el goce de la perversión de los géneros y de sus personajes,
que permite el hecho mismo de instalarse al interior de esos géneros y no romper
con ellos, refutarlos (como ocurre, por ejemplo, con Glauber Rocha, en el que esa
negación del género contribuiría ideológicamente a la liberación social). En Ripstein,
por el contrario, la perversión del género es, a la vez, su absoluta dependencia; la
devastación de sus personajes, su necesidad de ellos íntegros. Como ocurre con su
maestro Buñuel, cuya impugnación y crítica de lo sagrado demanda no obstante una
profunda creencia en lo sagrado.
Emilio Bernini
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