Los Sonidos Que Se Fueron

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Los sonidos que se fueron

Leonardo Gutiérrez

Al pasar por el frente de la casa donde vivía la seño Dora, tiempo después de la marcha de los
sonidos, recordé aquella casi olvidada mañana en la que, entre temeroso y expectante, pisé por vez
primera la inmensa terraza bordeada con balaustres pintados de blanco, dispuesto a entrar a ese
nuevo y desconocido mundo del aprendizaje al que mi madre me enviaba, antes que me recibieran
en la escuela pública. Ese día, recordé el momento en que, tímidamente, toqué la puerta de entrada,
pasé por la amplia sala adornada con grandes poltronas, atravesé el comedor y llegué al inmenso
corredor cuadriculado adornado con materas en el que aprendería las primeras letras que habrían
de acompañarme por el resto de mi vida.

Con el recuerdo vivo sobre mi piel, me vi en esa terraza por unos escasos minutos, tímidamente
inmóvil frente a la puerta a la que habría de golpear avisando mi llegada y decidido a entrar al mundo
desconocido que me anunciaron y pensé que era lo mejor que me había pasado hasta ese momento.
Tenía, en ese entonces, seis años y sólo al cumplir los siete, me recibirían en la escuela pública.

Todo ocurrió cuando mi madre, días atrás, me anunció con voz autorizada, pero amable y firme, a
la vez, que faltaba muy poco tiempo para matricularme en la escuela pública, que tenía que ir donde
la seño Dora para que me diera las primeras clases, me fuera acostumbrando a ellas y llegara con
algún adelanto. No recuerdo bien el alcance de las palabras dichas por mi madre cuando, en ese
instante, me las dijo, lo que si recuerdo bien fue que, para mí, enfrentarme a ese mundo
desconocido de las primeras letras, quizá, sería mejor que permanecer en casa enfrentando los
llamados de atención y los regaños que me daban para mantener la disciplina y el orden exigido.

Creo que la decisión tomada en esos segundos fue la mejor, que valía la pena correr el riesgo, que
a lo mejor la seño Dora no sería tan estricta con la disciplina en la enseñanza de las primeras letras,
como si lo eran las reglas exigidas en casa para mantener el orden en el núcleo familiar que ya
rondaba alrededor de las diez personas. Además, me habían comprado un maletín de cuero, color
café, con una franja en la parte superior con las letras A, B, C, D resaltadas en altorrelieve y con vivos
colores que derrotaban cualquier resistencia mía, en caso de que la hubiera. Una cartilla abecedario,
una pizarra, un gis y un paño que hacía de borrador, era todo el arsenal que estaba dentro del
maletín para enfrentarme a ese nuevo mundo desconocido. De mi cuenta, guardé también unas
figuritas de cartón blando cuyas imágenes representadas se me pierden en la memoria.

La casa de la seño Dora era grande y la inmensa terraza del frente se derramaba en frescura por las
tardes, cuando el sol, cansado de andar durante el día, buscaba un refugio en medio de la oscuridad
de la noche para descansar. Pero yo no iría por las tardes donde la seño Dora, iría por las mañanas,
cuando el sol apenas empezaba su recorrido en el oriente y todavía no estaba cansado, directo al
corredor de la parte de atrás, que ofrecía, de igual modo, un espacio fresco, similar al de la terraza
del frente.

Un patio inmenso, surcado por un jardín y, al fondo, un bosque tupido con toda clase de árboles
frutales y atravesado por un arroyuelo que, más tarde, supe que se llamaba Malagatón, se ofrecía a
la vista del corredor. Toda clase de aves se refugiaban allí y, desde muy temprano, revoloteaban de
un lado a otro soltando toda clase de cantos, al compás del sonido que producía una cascada,
escondida en algún lugar del bosque. Canarios, loros, azulejos, palomas y guacamayas, eran las aves
más abundantes. Picoteando el suelo, se veían gallinas, patos, gallos, pavos. Un par de perros
somnolientos, con aire de guardianes, permanecía apostados cerca de un portón trasero

A, b, c, d, comenzó diciendo la seño Dora, el primer día de clases, para que yo repitiera cuantas
veces fuese necesario, mientras señalaba con el dedo índice cada una de las letras. A, b, c, d, repetía
yo, una y otra vez, con voz entrecortada y recogida y, apenas, perceptible. Su mano era blanca y
delicada y su voz, como un canto, parecía sumarse al canto de las aves y a la del arroyo y, a mí se
me hacían, que eran un solo canto. Al finalizar la segunda semana yo recitaba las últimas letras del
alfabeto y distinguía las mayúsculas de las minúsculas que, al verlas juntas el primer día, me parecían
un conjunto de signos indescifrables. Pero eso apenas era el comienzo, lo difícil estaba por llegar,
cuando en las semanas siguiente, pasamos a distinguir las vocales de las consonantes y, luego, una
vocal de otra y una consonante de otra, y empezamos a entrelazar unas con otras, hasta formar
palabras articuladas que, poco a poco, empezaban a tener algún sentido y me sumergían en un mar
de articulaciones y de significados sin fin.

La eme con la a, ma; la eme con la e, me; la be con la e, be; la ce con la a, ca; y, así, vocales y
consonantes, sílabas y sílabas, jugando a articularse y a pronunciarse, unas a otras y de la mejor
manera, hasta que mis oídos se acostumbraron a las expresiones: mamá me ama, el agua corre, la
abuela ríe, papá bebe, la casa es blanca, el niño llora. A las pocas semanas, en una especie de escala
superior, al melodioso canto de la voz de la seño Dora y al de las aves y a la adel arroyo, se sumaron
el de la cascada, el canto del gallo y, más tarde, el susurro del bosque, y otros más, como el de los
ladridos de los perros. Al enjambre de sonidos escapados del bosque, se unía el aroma que brotaba
de las flores del jardín y el de los azahares de los naranjos, limoneros, guayaberos y ciruelos que se
esparcían por doquier y se adherían a nuestras manos como si fueran deseos impúberes.

La seño Dora sentía que yo buscaba conjugar el coro que brotaba del bosque al de su voz y al aroma
de los azahares y, entonces, me tomaba la mano que sostenía el lápiz y sentíamos que el sonido y
el aroma se adherían a las formas que dibujábamos sobre el cuaderno que, impaciente, reclamaba
el trazo de figuras. Cada mañana, ella aparecía con una nueva combinación de letras que íbamos
dibujando lentamente, primero, en ese primer cuaderno que llevé, luego en otro y en otro, hasta el
punto que ya se apretujaban en el maletín de cuero que, al comienzo, me habían comprado con una
cartilla abecedario, un cuaderno, un lápiz y un borrador.

Al iniciar las clases en la escuela pública, después del saludo de bienvenida, la maestra preguntó
quiénes conocíamos las letras del alfabeto. Fuimos pocos los que alzamos la mano. En ese instante
comprendí el significado de lo que mamá quería decirme con aquello de llegar un poco adelantado,
pero entendí mucho mejor lo que la seño Dora me había dicho el primer día clases con aquello de
que las palabras, como las frases , tenían también música, igual a la que brotaba del canto de las
aves, del susurro del bosque y al del aroma de los azahares, que sólo había que tomarla y, en ese
momento, sentí que había cumplido fielmente su misión de entrarme al mundo mágico del sonido
de las palabras.

Aquel lejano día, al pasar por el frente de la terraza, sentí que los sonidos que en otros días me
habían acompañado para aprender las primeras letras, se habían marchado la misma noche del
suicidio de Mayito, la hija de la seño Dora, y ese silencio que siguió a su muerte, desde entonces,
pareció impregnarse en cada rincón de la casa y en la terraza bordeada de balaustres blancos que
un día me acogió con mi tímida decisión de aprender un poco más, como lo había dicho mi madre.

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