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Cita en Babilonia
Cita en Babilonia
Cita en Babilonia
Extraña invitación
El viaje
El vuelo es largo y se hace con escalas en varias ciudades hasta llegar a la
infernal Bagdad. Es mucha la distancia y muchas las horas de viaje que he recorrido
para llegar hasta este destino, pero se me hacen nada, un soplo. Las ansias de
placer pueden más que todo. Media ciudad está destruida, arrasada, la otra mitad
está sumida en el miedo. Un guía, con la dentadura como Bagdad, me espera, con
su camello agachado; trata de disipar un explicable temor y, sin que se lo pregunte,
el hombre me dice que fueron los gringos los que lo arrasaron todo. Agrega, luego:
“Viajaremos por vías seguras, custodiadas por el propio ejército norteamericano”.
Ahora, sí, logra atemorizarme. ¡Putas gringos, están en todo!
Con apenas dos breves descansos de media hora cada uno, después de
cinco horas encima del pestilente animal, con el trasero todo destruido y el cuerpo
vibrando y por completo adolorido, en la distancia amarillenta de la tarde, Babilonia
se perfila misteriosa y agreste, atractivamente pecadora. Faltando unos doscientos
metros, el hombre detiene el camello de repente y me dice:
—¡Llegamos! —dice. Aquel punto negruzco que sobresale, allá en la
distancia, es la inmensa puerta de entrada a Babilonia, agrega, con su voz escueta
de desierto. Amablemente, me pide que me baje del camello.
La suerte está de mi lado y reconozco, casi en seguida, a los que serán mis
guías. Ellos son Abraham-Ka-mil y Lilih que, según el propio Abraham, es su nieta;
su mirada parece expresar otra cosa, pero sus labios callan: es una mujer hermosa,
que frisa los veinte años. Me maravilla la tersura de su piel. Sus vidas, de acuerdo
con su abuelo, siempre han sido el espionaje, la observación secreta, los mensajes
cifrados. Dice que ellos son el terror de los hombres y de las mujeres infieles, que
los dos arriesgan sus vidas por el solo placer de saber y vender información. Saben
a lo que vengo, pero, por lo que veo, todo parece estar en contra de que lo logre.
Están bien informados de mi visita y de lo hay que hacer. El placer llama: es cuestión
de tiempo. Nos ponemos en marcha.
Lilih
Las dificultades no son pocas. Los riesgos abundan, la traición acecha en las
entrañas mismas de Babilonia, en la que se urden las crueles acechanzas para
acabar con todo. Abraham-Ka-mil y Lilih lo saben, pero ese es el mundo en el que
se mueven, y harán todo lo que sea necesario para que yo la pase bien. Es su
compromiso.
Ahora, Lilih acapara mi atención: sus labios, sus anchas caderas; su mirada
tiene el lenguaje de todos los sentimientos juntos, pero es indescifrable, salvaje y
tierna, a la vez. Me dice que me llevarán a recorrer la ciudad y, al rato, luego de
caminar un par de horas, llegamos al lugar donde todavía resaltan vestigios de la
muralla de sesenta y siete mil codos de longitud y trescientas veinte torres
defensivas que, en otros tiempos, significó seguridad para todos los habitantes. Se
proyecta al lado de un río ancho, como un mar que divide la ciudad en dos. Es el
Éufrates. Su vista me transporta a otras historias; es mágico.
Antes de que el Éufrates vierta sus aguas en el mar interior, la vista que se
nos aparece es la del río. Transporta y descarga, en los grandes muelles de la
ciudad más rica de la tierra, artículos y gente de todas las culturas que, a su vez,
traen sus propios dioses. Babilonia también es conocida como la Puerta de Dios,
dado que por el acceso principal entran todos los dioses del imperio en las fiestas
de Año Nuevo. También llegan todos los pecados y las perversiones… ¡y entre
todos, yo!
En el ambiente se siente el aroma enmohecido de los tiempos lejanos.
Percibo el dominio del Imperio babilónico extenderse hasta los confines de los
territorios cercanos al río Nilo. La perfidia, las tramas, las intrigas y las incontables
sospechas y amenazas de muerte están a la orden, por cuenta de todos. Abraham-
Ka-mil da muestras de saber cómo eludir todo esto. Me dice que Nhevalút es mi
mayor enemigo, que tratará de impedir, a toda costa, que yo lleve a cabo aquello a
lo que vine. Pregunto quién es Nhevalút y me responde que es un sacerdote. Quiero
preguntarle por qué Nhevalút es mi enemigo, pero no me da tiempo de formularle la
pregunta.
Sangre en las calles
Al otro día, la sangre corría; en las calles. Con los arroyos desbordados,
brazos y piernas flotaban en vuelos agresivamente perversos, al lado de rugientes
motosierras, para ir a estrellarse contra los ladrillos policromados de las casas.
Las armas chocaban, produciendo un ruido estridente, como si fueran el canto de la
última guerra que viviría el mundo; las miradas, sobreaguando en remolinos de
odios, se entrelazan con otras miradas, no menos feroces, formando una
interminable cadena, que parecía atar asaltos, vejámenes y crímenes en marcha,
como prisioneros camino al cadalso. Infamias y violaciones, gritos de angustia se
escuchan por todas partes; dolores encarnizados desfilaban por el centro de la gran
avenida del dios Marduk y, al final, encima de un enorme pedestal, Lilih, con sus
piernas entreabiertas y lujuriosas, me sonreía y me enviaba señales para que me
acercara, que penetrara en ella… Las palabras se truecan en groseras maldiciones.
Se apagan con el ruido de las continuas explosiones y en violentas situaciones en
las que las fuerzas del propio rey Nabucodonosor, el brujo Momphiset, los
comerciantes hambrientos de riquezas, sacerdotes y chamanes de todos los dioses,
esclavos detrás de terratenientes, y otros más, blandían sus brillantes armas,
amenazando a todo aquel que se le atravesara y pugnando por demostrar quien
ejerce la mayor violencia, y acusándose entre sí.
Hay momentos en los que quiero regresar, pero las palabras del viejo
Abraham-Ka-mil y las de Lilih me hacen desistir. Los dos me disuaden de partir y,
de pronto, algo me dicen acerca de que ya pueden solucionar el problema del acoso
de Nhevalút.
Me extasío con los templos del Año Nuevo y de Nabu y con la de algunos
otros sitios, que son explicados por Abraham-Ka-mil en un lenguaje directo. Evade
las frases enigmáticas, pues sabe que me tensan, sobre todo, en un momento en el
que recuerdo las extrañas palabras del final de la invitación y en el que
se escucharán, según me lo afirman el viejo y Lilih, las primeras señales que
marcarán el final del cerco que Nhevalút y toda su gente tienen sobre mí.
Según Abraham Ka-mil y Lilih, todo esto será, entonces, un triste recuerdo,
igual que muchos otros. Me pregunto: de dónde acá, soy enemigo de Nhevalút, pero
no me responden.
A unos cuantos pasos de allí, uno tropieza con la entrada a una habitación
de colosal tamaño, en la que se encuentran, esparcidas por el piso yE sin ningún
orden, centenares de tablillas de arcilla ennegrecidas, la mayoría de ellas grabadas
con textos cuneiformes en diferentes lenguas, cientos de textos antiguos, muchos
de ellos, quizá, rescatados de algún incendio ocurrido en la antigüedad.
Escrituras y símbolos
Por unos minutos, fija sus esmeraldinos ojos en mí y, por primera vez,
presiento que algo terrible esconde. Le presiono las muñecas un poco, y le pido que
me hable con la verdad. Añade, entonces, que Abraham Ka-mil es, en realidad, un
diablo, con forma humana, al servicio de quien me obsequió la estadía en Babilonia
y que ella es solo una esclava, utilizada para conducir a todos los que llegan a ese
lugar.
—Allí son conducidas todas las personas que aceptan la invitación de venir
a Babilonia. Nunca más se vuelve a saber de ellos, agrega Lilih.
—Entonces, ¿qué papel juega Nhevalút?, le pregunto.
—Él, en realidad, es un sacerdote, que quiere evitar que te entreguemos.
Él no es el enemigo que dice Abraham.
Son las once y media de la noche del noveno día. Abraham Ka-mil nos
despierta para que partamos a cumplir la cita. Salimos y nos encaminamos hacia el
cementerio, al que llegamos después de sortear una serie de calles para evitar el
encuentro con Nhevalút. Faltando cinco para las doce, cruzamos por la última hilera
de tumbas y, al final de ella, perfilándose sobre una de ellas, está la figura siniestra
de quien dice ser mi benefactor.