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Relato

Cita en Babilonia

Extraña invitación 

Ansioso, aprisiono entre mis dedos lo que resta del cigarro de hachís, y le


doy una profunda aspirada. El torrente de humo, fugaz y ligero, se escapa hasta
penetrar en los recovecos de mi retorcido cerebro y, al instante, en tropel se vuelcan
en mí una francesita esquelética, un tren con sombrero y pipa, que trata de
atropellarme, un humeante chorizo español, un grito desesperado, un canto
celestial, una tuerca parlanchina, una botella de vino, que se derrama sobre mi
cuerpo y, finalmente…, un repiquetear incesante de un timbre y unos toques urgidos
en la puerta de la casa.  

Abro los ojos, convertidos en candentes llamaradas, dispuestos a todo, y


lanzo la vista hacia el lugar de donde provienen impertinentes esos sonidos que
mortifican mi esencia. Me levanto con un sentimiento de insatisfacción deformada,
para dirigirme iracundo, hacia la insolencia perturbadora de mi hechizada
conciencia. No me da tiempo y, al verme, dice mi nombre, como queriendo
apaciguarme y, de inmediato, un “firme aquí”, y me entrega un sobre para perderse
de inmediato en la larga calle. 

Una y otra vez, le doy vueltas al sobre que recibo y, antes de abrirlo, leo por
enésima vez que soy yo el destinatario y que esa es mi dirección: Inocencio Huertas,
calle de la Fatiga No. 3-21. Con un cortapapel, rasgo la parte superior del sobre, y
extraigo el papel satinado bastante fino. Me doy cuenta de que es una invitación a
visitar a Babilonia durante nueve días, al final de los cuales, debo cumplir una cita
con mi benefactor. Vuelvo en mí y la incredulidad me asalta: “Es una broma.
Babilonia no existe”.   ¿No existe?, me pregunto.
Marco el teléfono que allí aparece, para confirmar si acepto o no, y me
confirman la certeza de la invitación. Una voz grave, al otro lado, me responde que
Babilonia existe, que soy yo el invitado, que solo tengo que fijar la fecha del viaje,
pues todos los gastos ya están cubiertos. Nada me dicen sobre la generosa persona
que se ha fijado en mí, aunque resalta el compromiso de un encuentro con ella, en
las últimas horas del último día.  

Al final de la invitación, aparecen unos símbolos o unas palabras. Están


escritas en un idioma que desconozco y de las que me desintereso. Imagino que,
tal vez, sea la forma en la que el extraño oferente desea dar a conocer su identidad
y usa esos extraños jeroglíficos o, quizá, sea su nombre real. La propuesta, directa
y misteriosa y sin condiciones aparentes, es un ofrecimiento difícil de rechazar, al
menos, para mí que, a los 33 años de vida, gusta aún de los placeres mundanos.
Lo que me intriga es que solo al final de los nueve días conoceré al extraño
benefactor.  

Mi vista se paraliza sobre las nueve últimas palabras: “…incluye un


placentero recorrido durante nueve días por Babilonia”. Paso por alto los extraños
símbolos. Un hombre como yo está en otras cosas, y me plazco en imaginarme lo
maravilloso que sería gozarse a Babilonia la grande, “la ciudad de Nabucodonosor”,
“la gran prostituta o la gran ramera”, “la cuna de la civilización”, “la que viste de
púrpura y escarlata” con una buena dosis de hachís y una babilónica al lado. 

Disfruto, una y otra vez, con solo recordar los nombres con los que se conoce
“la ciudad de los jardines colgantes”, “la ciudad bíblica por excelencia”, “la ciudad
natal de las formas salvajes de espiritismo”, “la cuna de todos los dioses y el lugar
de habitación de todos los demonios y pecados”, “ayuntamiento inmoral”, dice la
Biblia. Mi lugar, pienso yo, mi lugar.  

El viaje 
El vuelo es largo y se hace con escalas en varias ciudades hasta llegar a la
infernal Bagdad. Es mucha la distancia y muchas las horas de viaje que he recorrido
para llegar hasta este destino, pero se me hacen nada, un soplo. Las ansias de
placer pueden más que todo. Media ciudad está destruida, arrasada, la otra mitad
está sumida en el miedo. Un guía, con la dentadura como Bagdad, me espera, con
su camello agachado; trata de disipar un explicable temor y, sin que se lo pregunte,
el hombre me dice que fueron los gringos los que lo arrasaron todo. Agrega, luego:
“Viajaremos por vías seguras, custodiadas por el propio ejército norteamericano”.
Ahora, sí, logra atemorizarme. ¡Putas gringos, están en todo!

Con apenas dos breves descansos de media hora cada uno, después de
cinco horas encima del pestilente animal, con el trasero todo destruido y el cuerpo
vibrando y por completo adolorido, en la distancia amarillenta de la tarde, Babilonia
se perfila misteriosa y agreste, atractivamente pecadora. Faltando unos doscientos
metros, el hombre detiene el camello de repente y me dice: 

—¡Llegamos! —dice. Aquel punto negruzco que sobresale, allá en la
distancia, es la inmensa puerta de entrada a Babilonia, agrega, con su voz escueta
de desierto.  Amablemente, me pide que me baje del camello.

Trato de replicarle su actitud, pero se niega a escucharme. Me dice que el


compromiso es hasta el punto en el que me ha dejado; que su contrato solo es hasta
allí, repite y se niega a continuar hasta la propia ciudad. Es evidente el miedo que
lo cubre. Se muestra generoso al obsequiarme una cantimplora llena de agua. 

No insisto y me pongo en marcha, con apenas un morral a mis espaldas. Él
monta sobre el camello y emprende su camino. Unos segundos después, detiene al
animal, voltea la cara hacia donde mí, y dice: 

—Cualquier cosa puede suceder en Babilonia. No lo olvide.


No le respondo. Sobre la arena calcinada, camino los doscientos metros del
agreste desierto y llego hasta la inmensa puerta de entrada de la ciudad. La vista
esplendorosa de Babilonia se abre ante mis ojos: está ahí, en pie, increíble, con sus
viejas construcciones, sus viejos mercados y sus novedosas mercancías, su ancha
calle procesional y sus recovecos. Las fachadas de las casas y los altos edificios,
con los ladrillos vidriados, policromados y pintados con esmalte, resaltan brillantinos
con el último Sol de la tarde. 

La gran puerta de Ishtar, con sus 14 metros de altura y 10 de ancho y su
imponente color verde esmeralda, se impone sobre todo lo demás. Los magníficos
altorrelieves de leones, dragones y toros custodian al dios Marduk. Pensé que el
maldito ejército alemán había cargado con ella hasta Berlín para el goce artístico de
Hitler. Pero, no, ahí están.  

Abraham Ka-mil y Lilih 

El mundo se vuelca sobre Babilonia; Babilonia se expande al resto del


mundo; sus vicios, su belleza salvaje, sus civilizadas costumbres me arrastran a su
seno. Percibo que los demonios del placer me acechan, los espíritus perversos se
regodean; sus pecados y lujurias me llaman. Es asombroso. De lejos, imagino ver
al viejo Nabucodonosor con su pareja de turno. ¡Viejo cabrón!  

—Sus papeles, escucho decir a alguien, con voz firme y segura. 

Le entrego el pasaporte y la carta de invitación. El hombre los mira con


rapidez y me los pasa, para luego, fijar la mirada en la carta de invitación. Noto en
sus ojos algo extraño del incrédulo, como cuando alguien se alarma o se
aterroriza ante la vista de algo asustadizo o tenebroso. Autoriza mi paso, y observo
que se dirige a la cabina de vigilancia para decirles algo a sus compañeros. Me
desatiendo.  
—Cuídese, me dice el guardián. Cualquier cosa puede suceder en Babilonia,
agrega. 

No hay lugar ni tiempos para entrar en detalles. ¡Que carajos!, ya estoy aquí.

Al otro día, la ciudad está revuelta. No entiendo cómo, precisamente, ahora


que llego, el mandatario de la vecina Ur, la eterna enemiga de Babilonia, en
complicidad con algunos sacerdotes, chamanes y hechiceros, amenazan la
tranquilidad de la ciudad y la de Nabucodonosor, y aspiran a destruir y arrasar todo
cuanto tenga que ver con no sé qué divinidad, sus templos y a todos sus seguidores.
La ciudad es un revuelo.  

La suerte está de mi lado y reconozco, casi en seguida, a los que serán mis
guías. Ellos son Abraham-Ka-mil y Lilih que, según el propio Abraham, es su nieta;
su mirada parece expresar otra cosa, pero sus labios callan: es una mujer hermosa,
que frisa los veinte años. Me maravilla la tersura de su piel. Sus vidas, de acuerdo
con su abuelo, siempre han sido el espionaje, la observación secreta, los mensajes
cifrados. Dice que ellos son el terror de los hombres y de las mujeres infieles, que
los dos arriesgan sus vidas por el solo placer de saber y vender información. Saben
a lo que vengo, pero, por lo que veo, todo parece estar en contra de que lo logre.
Están bien informados de mi visita y de lo hay que hacer. El placer llama: es cuestión
de tiempo. Nos ponemos en marcha.  

Lilih

Las dificultades no son pocas. Los riesgos abundan, la traición acecha en las
entrañas mismas de Babilonia, en la que se urden las crueles acechanzas para
acabar con todo. Abraham-Ka-mil y Lilih lo saben, pero ese es el mundo en el que
se mueven, y harán todo lo que sea necesario para que yo la pase bien. Es su
compromiso.  
Ahora, Lilih acapara mi atención: sus labios, sus anchas caderas; su mirada
tiene el lenguaje de todos los sentimientos juntos, pero es indescifrable, salvaje y
tierna, a la vez. Me dice que me llevarán a recorrer la ciudad y, al rato, luego de
caminar un par de horas, llegamos al lugar donde todavía resaltan vestigios de la
muralla de sesenta y siete mil codos de longitud y trescientas veinte torres
defensivas que, en otros tiempos, significó seguridad para todos los habitantes. Se
proyecta al lado de un río ancho, como un mar que divide la ciudad en dos. Es el
Éufrates. Su vista me transporta a otras historias; es mágico.  

Antes de que el Éufrates vierta sus aguas en el mar interior, la vista que se
nos aparece es la del río. Transporta y descarga, en los grandes muelles de la
ciudad más rica de la tierra, artículos y gente de todas las culturas que, a su vez,
traen sus propios dioses. Babilonia también es conocida como la Puerta de Dios,
dado que por el acceso principal entran todos los dioses del imperio en las fiestas
de Año Nuevo. También llegan todos los pecados y las perversiones… ¡y entre
todos, yo!

En el ambiente se siente el aroma enmohecido de los tiempos lejanos.
Percibo el dominio del Imperio babilónico extenderse hasta los confines de los
territorios cercanos al río Nilo. La perfidia, las tramas, las intrigas y las incontables
sospechas y amenazas de muerte están a la orden, por cuenta de todos. Abraham-
Ka-mil da muestras de saber cómo eludir todo esto. Me dice que Nhevalút es mi
mayor enemigo, que tratará de impedir, a toda costa, que yo lleve a cabo aquello a
lo que vine. Pregunto quién es Nhevalút y me responde que es un sacerdote. Quiero
preguntarle por qué Nhevalút es mi enemigo, pero no me da tiempo de formularle la
pregunta.  

Sangre en las calles 

Al otro día, la sangre corría; en las calles. Con los arroyos desbordados,
brazos y piernas flotaban en vuelos agresivamente perversos, al lado de rugientes
motosierras, para ir a estrellarse contra los ladrillos policromados de las casas.
Las armas chocaban, produciendo un ruido estridente, como si fueran el canto de la
última guerra que viviría el mundo; las miradas, sobreaguando en remolinos de
odios, se entrelazan con otras miradas, no menos feroces, formando una
interminable cadena, que parecía atar asaltos, vejámenes y crímenes en marcha,
como prisioneros camino al cadalso. Infamias y violaciones, gritos de angustia se
escuchan por todas partes; dolores encarnizados desfilaban por el centro de la gran
avenida del dios Marduk y, al final, encima de un enorme pedestal, Lilih, con sus
piernas entreabiertas y lujuriosas, me sonreía y me enviaba señales para que me
acercara, que penetrara en ella… Las palabras se truecan en groseras maldiciones.
Se apagan con el ruido de las continuas explosiones y en violentas situaciones en
las que las fuerzas del propio rey Nabucodonosor, el brujo Momphiset, los
comerciantes hambrientos de riquezas, sacerdotes y chamanes de todos los dioses,
esclavos detrás de terratenientes, y otros más, blandían sus brillantes armas,
amenazando a todo aquel que se le atravesara y pugnando por demostrar quien
ejerce la mayor violencia, y acusándose entre sí.  

Al mando de Nhuvil, el sumo sacerdote y el mayor poseedor de tierra de


Babilonia, un comerciante lee todas las acusaciones contra Nabucodonosor,
mientras unos gritan enloquecidos, pidiendo su renuncia por llenar la ciudad de
burdeles como sitios de paz y cantos al amor. Otros vociferan en su defensa.
Abraham Ka-mil y Lilih creen más en la fuerza del amor en los burdeles. La
desconfianza entre unos y otros se alza como una pared infranqueable. La tragedia
y la mentira abundan, igual que los pasajes, los almacenes y los túneles secretos
en la ciudad.  

Al tercer día…

Cuando creo que se respira un poco más de calma, trato de encontrar un


momento para estar a mis anchas con la belleza de los paisajes y de los mercados,
pero, sobre todo, con las mujeres, el licor y el hachís, cuando me entero, por cuenta
de Abraham Ka-mil y de su nieta, que el cerco de Nhevalút contra mí se cierra.  

La explosión de un edificio que alberga oficinas del gobierno de


Nabucodonosor desvía toda la atención que sobre mí recae y, en esta ocasión, la
tragedia y el barullo que forman cientos de personas, que corren sin saber para
dónde, me salvan de ser capturado. Así le escucho decir a Abraham Ka-mil.
Nabucodonosor acusa a Nhuvil, artífice de toda maldad, de ser el responsable de la
explosión, a la vez que Nhuvil responsabiliza a Nabucodonosor como parte del plan
de exterminio de la oposición.  

Descubro que no soy yo el mayor centro de atención y, aunque la violencia y


el acoso de Nhevalút me cercan, procuro mantener la calma en los brazos de Lilih y
en los de algunas de sus amigas, con una buena dosis de hachís, que me
mantiene absorto. Todo parece arrancado de las páginas de una profecía
descubierta en un antiquísimo poema.  

Hay momentos en los que quiero regresar, pero las palabras del viejo
Abraham-Ka-mil y las de Lilih me hacen desistir. Los dos me disuaden de partir y,
de pronto, algo me dicen acerca de que ya pueden solucionar el problema del acoso
de Nhevalút.  

En medio del polvorín levantado por las explosiones y de toda clase de


ruidos, Abraham Ka-mil y su nieta, me piden que los acompañe. La
hermosa Lilih camina cerca de mí. En ella se confunde el silencio del desierto: me
tiene prisionero. Ella sola vale todos los esfuerzos. Me explican que las cosas se
han precipitado y que es necesario cambiar de lugar cuanto antes.  

Babilonia 
Abraham-Ka-mil conoce bien la ciudad y nos conduce, a Lilih y a mí, por una
serie de calles estrechas, pasadizos secretos y templos antiguos, para llevarnos a
algún lugar en el que él cree que estaré seguro. Llegamos. Es una hermosa casa
con varios túneles secretos para despistar a los guardianes del orden. Lilih y una
buena dosis de hachís hacen que me olvide de todo. 

El viejo no descansa y, mientras se dedica a descifrar algunos mensajes que
le han entregado, aprovecho un instante en que lo veo pensativo, para mostrarle el
papel de la invitación y que me traduzca lo que significan esos extraños símbolos
del final de la hoja, pero solo me dice que no me preocupe que, en su momento, lo
sabré.  

A ratos me olvido de la persecución de Nhevalút y de su cerco, y creo que el


viejo Abraham Ka-mil está loco. Pero de inmediato, me maravillo frente a la habilidad
que tiene para muchas cosas. Es diestro en todo lo que tiene que ver con los juegos
de luces, cortinas de humos, para crear y desaparecer toda clase de olores, pistas
e historias, mensajes cifrados sobre cadáveres y muchas cosas más. En ocasiones,
creo haberlo visto moverse como un fantasma y desaparecer sin dejar rastro: parece
algo diabólico. Empiezo a sospechar.  

Al sexto día, hacia el final de la tarde, después de caminar durante un par de


horas, nos encontramos en el sector en el que se halla lo que queda de los
antiquísimos jardines colgantes, la torre de Babel. Pasamos por el frente del Isagila,
el complejo religioso dedicado al dios Marduk y construido sobre el lugar donde se
cree que apareció la vida en el momento de la creación del mundo.

Me extasío con los templos del Año Nuevo y de Nabu y con la de algunos
otros sitios, que son explicados por Abraham-Ka-mil en un lenguaje directo. Evade
las frases enigmáticas, pues sabe que me tensan, sobre todo, en un momento en el
que recuerdo las extrañas palabras del final de la invitación y en el que
se escucharán, según me lo afirman el viejo y Lilih, las primeras señales que
marcarán el final del cerco que Nhevalút y toda su gente tienen sobre mí. 

Según Abraham Ka-mil y Lilih, todo esto será, entonces, un triste recuerdo,
igual que muchos otros. Me pregunto: de dónde acá, soy enemigo de Nhevalút, pero
no me responden.  

Pasadas las nueve de la noche, entramos en la casa del viejo Abraham en la


que, a través de una ventana estratégicamente camuflada en una de las paredes,
se presencia la vista de escenas cotidianas de la calle. Su ubicación está diseñada
para que, a su vez, a determinada hora del día o de la noche, siempre que haya
luna llena, entre un chorro de luz que ilumine, de manera directa, una pequeña
baldosa, situada en el centro del patio, al pie de una estatua del dios Marduk.  

Una habitación colosal 

A unos cuantos pasos de allí, uno tropieza con la entrada a una habitación
de colosal tamaño, en la que se encuentran, esparcidas por el piso yE sin ningún
orden, centenares de tablillas de arcilla ennegrecidas, la mayoría de ellas grabadas
con textos cuneiformes en diferentes lenguas, cientos de textos antiguos, muchos
de ellos, quizá, rescatados de algún incendio ocurrido en la antigüedad.  

Pienso en la sorprendente biblioteca de la que harían parte estas tablillas y


de la fortuna que habrían dado los personajes ricos de Babilonia para adornar sus
casas. Imagino, además, en lo que tendría que hacer el viejo Abraham Ka-mil para
adquirir esas maravillosas tablillas, y me maravillo frente a la grandeza del fuego, al
pensar que es un arma de doble filo que, así como destruye, también perpetua,
eterniza.  

Lilih me saca de mi asombro, y me dice que allí, en algunas de esas tablillas,


se encuentra una colección de poemas. Están escritos por Endehuanna, la hija del
rey Sargón I de Akad, la suma sacerdotisa del templo del dios lunar Nannar, la
princesa, la poetisa y escritora acadia, estimada como la autora más antigua y,
quizá, la primera mujer escritora. Me dice que sobresalen los 42 himnos y tres
poemas extensos, firmados por la sacerdotisa que cantó su destierro hace 4300
años. Sus himnos, agrega Lilih, son anteriores al poema de Gilgamesh, a la Biblia,
al Corán y al Poema mesopotámico de la creación, Enûma Elish y al Código de
Hammurabi, promulgado por el rey Hammurabi. Me sorprende su saber.  

  Escrituras y símbolos 

Al siguiente día, luego de una noche tranquila, la perplejidad que se había


apoderado de mí continúa, y una mirada de Lilih me da a entender que todo es
cierto. Me dice que muchos de los ricos de Babilonia le han ofrecido sumas enormes
de dinero al viejo Abraham para comprárselas, pero él siempre se ha negado.
Dice que… su mirada me envuelve, su voz y su mirada entorpecen mis sentidos y
los dos caemos sobre una estera suave y acolchada. Su aroma me embriaga por
completo y caigo rendido. Una buena dosis de hachís que los dos fumamos nos
conduce al paraíso, y nos desentendemos de todo.  

Dos días después, continúo en ese lugar, en medio de un desorden infernal,


repleto de sexo y hachís. Lilih parece dormir. El viejo ha salido. Aprovecho este
instante para examinar las tablillas, y encuentro que algunos de los símbolos
coinciden, con asombrosa exactitud, con los que están al pie de la invitación que
me llegó.  

—Es una escritura cuneiforme, dice Lilih, sin haberme percatado de su


despertar. Ellos nos dieron la clave para desenmascarar a Nhevalút. Algo en su
mirada me hace pensar que no es cierto lo que me dice. La presiono un poco, y
evita mi mirada. Entonces, sospecho que no está con la verdad. La tomo por los
brazos y la obligo a mirarme con esos ojos, que parecen abarcarlo todo, y me dice
que los símbolos que aparecen al final de la carta de invitación son, en realidad, una
dirección del cementerio, a la cual deben llevarme a la media noche del último día,
es decir, hoy.  

—¿Por qué allí?, le pregunto, perplejo.  

Por unos minutos, fija sus esmeraldinos ojos en mí y, por primera vez,
presiento que algo terrible esconde. Le presiono las muñecas un poco, y le pido que
me hable con la verdad. Añade, entonces, que Abraham Ka-mil es, en realidad, un
diablo, con forma humana, al servicio de quien me obsequió la estadía en Babilonia
y que ella es solo una esclava, utilizada para conducir a todos los que llegan a ese
lugar. 
   —Allí son conducidas todas las personas que aceptan la invitación de venir
a Babilonia. Nunca más se vuelve a saber de ellos, agrega Lilih.  
—Entonces, ¿qué papel juega Nhevalút?, le pregunto.
   —Él, en realidad, es un sacerdote, que quiere evitar que te entreguemos.
Él no es el enemigo que dice Abraham. 

Por un instante, la dejo tranquila, observando como su mirada se detuviera


en otras tablillas y, cuando parece descubrir algo, sentimos que el viejo Abraham
ha llegado. Rápidamente, los dos nos tendemos sobre el piso, como si estuviéramos
durmiendo y, así, uno al lado de la otra, nos encuentra el viejo. Entra diciendo que
las últimas horas las pasaremos, aquí, encerrados evitando que Nhevalút nos
encuentre y que por la noche conoceremos a la persona que me invitó.  

El noveno día 

Son las once y media de la noche del noveno día. Abraham Ka-mil nos
despierta para que partamos a cumplir la cita. Salimos y nos encaminamos hacia el
cementerio, al que llegamos después de sortear una serie de calles para evitar el
encuentro con Nhevalút. Faltando cinco para las doce, cruzamos por la última hilera
de tumbas y, al final de ella, perfilándose sobre una de ellas, está la figura siniestra
de quien dice ser mi benefactor.  

Abraham me sujeta fuertemente por el brazo, y presiento que algo terrible va


a suceder, cuando, por el costado izquierdo por donde vamos acercándonos,
aparece Nhevalút con un grupo de hombres, que gritan, desesperados, que me
detenga, que no dé un paso más. En ese instante, la figura siniestra corre hacia mí,
pero Lilih grita, en forma de canto, unas extrañas palabras, y un sepulcral incendio
se forma y arrasa, en segundos, todo lo que está allí…, mientras Nhevalút continúa
gritando que me detenga.  

El rescate 

Del fuego, abrasador y extendido, Nhevalút nos rescata, a Lilih y a mí. Nos conduce


rápidamente al hotel. Me advierte que no responda ninguna llamada ni el timbre
de la puerta. Me aferro, desesperado, a lo que queda del hachís, y le pego una
última aspirada, como nunca antes lo había hecho. Siento que el humo penetra en
mi escuálido cerebro y rellena todo cuanto recoveco encuentra y, de nuevo, en
arrollador tropel, la francesita esquelética, un tren con sombrero y pipa que trata de
atropellarme, una botella de vino…, un repiquetear incesante y mortificante de un
timbre y unos toques urgidos en la puerta de la casa… Abro los ojos, convertidos en
candentes llamaradas, dispuestos a todo y lanzo, como enfurecida saeta, la vista
hacia donde creo que provienen los sonidos impertinentes; paso por alto la
advertencia de Nhevalút y me levanto con un sentimiento deformado, para
dirigirme, iracundo, hacia el insolente perturbador de mi conciencia, y lo miro: es un
hombre demacrado, un cadáver andante, con un gancho de madera de dos metros,
que no me da tiempo para nada. Al verme, dice de inmediato mi nombre y, luego,
un “firme aquí” y me encima que es el mensajero de la muerte, que viene para
recordarme la cita que tiene conmigo en ese preciso instante.

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