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Inocente rojo

En memoria de Yuliana Samboní

Desde la parte alta del barrio, a escasos tres metros de la casa encascotada
con viejos cartones y láminas de zinc, corroídas por el óxido, el niño suelta, una vez
más, la pelota de goma. Celebra a carcajadas, verla deslizarse calle
abajo y describir cabriolas ondulantes. La pelota amenaza con golpear los
fulgurantes techos de los edificios de la parte más baja. Él espera que su hermana
se la rescate. Ella, sumisa a los deseos de su hermano, corre por el frío pavimento
detrás de la esquiva saltarina. Es apenas dos años mayor, calza zapatitos blancos,
gastados por el uso y viste un trajecito de inocente rojo, cargado de pereza para
cubrir las piernas delgadas de la pequeña. Confía en alcanzar la pelota.

El frío viento del bosque levanta, grosero, el trajecito inocente de la niña y


golpea desafiante la falda de la montaña, para luego bajar y arremeter contra el
cartón y el zinc de la casa. La endurecida ladera, salpicada de musgos envejecidos,
ve deslizar veloz un arroyuelo pleno de arrullos y cantos de cientos de aves que se
mecen alegres en las olas de las corrientes de aire. Dos pinos envejecidos parecen
ceder a la furia del viento y amenazan con caer sobre la casa.

Un insolente cartón, que figura taponar el frente de la choza, ha diseñado un


hueco, semeja una ventana arisca y abre paso a una mirada incierta: es de la
madre, y de sus labios, quebrados por el frío, brota una sonrisa, pues celebran el
juego de los niños. Mirada y sonrisa empapan la alegría desplegada. No advierten
la complicidad de la calle.
La madre desliza su mirada hacia los agresivos edificios hambrientos por
emparejarse con la montaña y, de soslayo, la dirige hacia el espeso y maloliente
vaho escapado de los secretorios de los carros y de la ciudad, afanado por ascender
hacia las nubes furtivas para alejarse del grosero tugurio vecinal. Los edificios
parecen enloquecer por elevarse hasta las nubes.

La memoria de la madre reproduce, nostálgica y lánguida, la quietud ida del


bosque selvático y la infaltable sonoridad, allende los silencios mañaneros. Las
repetidas historias de heroicas luchas, sostenidas contra el salvaje invasor, están
presentes, viven en ella: lloran la selva y el río, llora el bosque, trinan las aves,
alejadas de los recuerdos marchitos; ahora, el humo escurridizo de los fogones
encendidos, rodeado de miradas hambrientas, empapa su olfato. Otras esperanzas
se abren a su mente.

La imagen seductora de la ciudad, promesa decadente de un futuro


alucinante, se desliza, mentirosa e infame, subyuga sentidos y aprisiona
pensamientos. La frágil memoria esquiva cualquier prevención. El embrujo de los
sueños reta los recuerdos marchitos y el cantar del bosque.

De repente, en un instante, todo se trueca. La risa del niño es eco lejano y


triste del canto sonoro de aves; la urgencia de un hoy oculta a la niña y las heroicas
historias de unos ayeres sumidos en la frondosidad de mitos y leyendas; la
geografía del campo húmedo se convierte en milimétrica arquitectura de la infamia
en la ciudad; los ríos son pavimentos rasgados por el raudo crujir de motores
invasores; el aire, esmog; los árboles semejan torres aceradas que hieren el viento.
Las hojas de los árboles se transforman en vidrios multicolores. Iluminan secretos.

Miradas afiladas, cual grafito de lápices trazadores de líneas arquitectónicas


acechan, escrutan el espacio ocupado por la calle; la maldad, embrutecida por el
humo de hierbas alucinantes, luce impávida en un lujoso carro, que se desliza sobre
las calles cómplices, al lado de un libidinoso deseo.
El inocente rojo del trajecito raído de la niña, repleto de pereza, se ha perdido
entre los andrajos de las cómplices callejuelas, entrenadas para no sentir, para no
mirar. Manos lujuriosas, untadas de caducos modales, se mueven sedientas,
espían el momento. El mástil fálico se yergue airoso en los pliegues extendidos del
deseo, la tortura y el dolor; señales untadas de perversa seducción atrapan la
mirada ingenua.

El trajecito de inocente rojo está prisionero; lágrimas inútiles empapan la


mano torturante; la ventana de cartón envejecido se ha cerrado; las carcajadas
festivas de las cabriolas de la esfera saltarina se pierden en la distancia.

Un rato después, el colectivo del horror se reúne, con sus narices


blanquecinas, se muestran hechizados, en medio del bafear de las paredes con olor
a yerba, diseñan lujurias, alinean obscenidades, trazan perversidades,
desmadejan el horror de las pasiones y acallan gemidos, brotados de los pliegues
del trajecito de inocente rojo.

Los inescrupulosos diseños del placer se regodean. La lujuria danza en


medio del ritual de una atrevida capnomancia, y suelta sus briosos movimientos,
satanizados alrededor del desvanecido cuerpecito extendido, cuan inerme es,
apenas asomado al encanto, las cabriolas de la perversidad reemplazan los
juguetones saltos de la esfera en su carrera cuesta abajo. Sorbos lascivos se
mezclan entre la lujuria enloquecida del colectivo sádico.

La incauta virginidad sufre el rito del martirio en el lujoso pedestal de una


hermandad sodomizada, envuelta en pestilente vaho, brotado de la mezcla de
alcohol, yerba y polvo blanquecino. El triángulo desenfrenado en la lujuria muestra
su fatídico poder a la infausta y lánguida vagina; clama el dolor de la impotencia y
del rojo, rasgado por manos sodomizadas. Cada herida acrecienta el deseo del
grupo. Sade se agiganta, bulle la pasión; el rojo del dolor se confunde con el rojo
ultrajado del trajecito perezoso; la infamia grupal se torna en un colectivo lujurioso
de tortura y llanto, de placer y lágrimas. La hermandad del horror se trenza en una
danza sedienta de sangre virgen; cada boca enyerbada, pegada a la blanquecina
nariz, aguarda la ocasión.

Los juglares entonan cantos tristes a la perversión; la sangre derramada


rellena vasos de lujuria y enjuaga lágrimas cargadas de espanto; alucinan los dioses
del placer y del dolor, en medio del desorden de los trazados exigentes de la ciudad.

Unas manos separan las piernitas inermes y ultrajadas, mientras hilos de


sangre surcan por doquier. La imagen del placer endiosado se exacerba.

El trío horrendo enseñorea su mirada lasciva y penetrante, frente a la apenas


naciente e inerme hendidura ajena a todo; sangrante, arroja clamores, clama
piedad. Los latidos de la inocencia se apagan, pero el misterioso cauce de la vida
sigue oculto, se apagan como voces humilladas; los incautos gemidos se elevan,
solitarios, en la arquitectura dorada y en el altar del dolor; las sendas de la
esperanza se ahogan; la fragancia de la inocencia se pierde entre el humo, la yerba
y las narices blanquecinas.

El día ha sido largo; la embriaguez alucinante se adormece, pero la


hermandad guerrera del placer y del dolor, de la tortura y del miedo traza y apremia
otros nuevos embates. Viven.

A lo lejos, al sur del oeste, donde las elevadas montañas observan


desdeñosas el bosque, las orquídeas del silencio invaden los matorrales, y los
árboles rugientes abrigan historias. El río, altanero y voraz, sigue su curso, apaga
la sed del caminante, y ahoga los gritos de clemencia, brotados en la profundidad
de la selva.
Las hierbas del campo se humedecen con el lamento del bosque. Voces de
horror y de miedo invaden los cantos de los manantiales. Los pequeños lloran.
Alucinan los mitos.

Cuando la tarde, lánguida entre las sombras ariscas de los


matorrales, emprende su partida para esconderse en la límpida cumbre de la
boscosa montaña, los hombres enseñoreados en la huida de los largos años,
alrededor del fuego sagrado y atados a una corta esperanza, anhelan, con vivaz
alegría, el regreso de las vidas largadas un día cualquiera, mientras que, con sus
ojos lanzados al viento, observan ráfagas veloces de humo ennegrecido elevarse
desde la serpenteante carretera, ávida de la ciudad, inundada de calles cómplices
y de narices blanquecinas.

Son esperas largas.

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