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EPÍLOGO

Juan Mº Terradillos Basoco

Un clásico gaditano, Caballero Bonald, reivindica e l recurso a un verbo en desuso,


"espantar", como equivalente a asombrar, para describir lo sentido ante un determinado
cuadro, en el que advierte no ya una extraordinaria altura técnica, sino, sobre todo, "un
paradigma humano".

Cuentan, por ejemplo Jiménez Lozano, que cuando el Greco ve los frescos de la
Capilla Sixtina, "queda espantado, aterrorizado por la belleza de aquellos cuerpos, se
encoleriza y pide que la jalbieguen ... Le aterró aquella glorificación de la carne humana".

No parece aventurado colegir que la capacidad del arte para aterrar corre pareja
a su capacidad de provocar asombro. En la medida en que puede trabajar no sólo con
representaciones sino también con paradigmas, con modelos represe ntativos.

De a hí que, cuando e l arte se acerca al crimen, lo trata de modo qu e la asepsia


descriptiva, si es que se busca, sucumbe a su capacidad evocadora de pasiones, conflictos,
virtudes y bajezas.

Todas ellas confluyen en e l delito. Y de todas da cuenta su tratamiento en la pintura,


la ópera, la literatura o e l c ine.

Desde el Derecho, que no puede ser sino Derecho penal, interesa inicialme nte
el acercamiento descriptivo del arte a la realidad del crimen y de l criminal. "Desde
sus primeras y más instintivas manifestaciones -observa Ferri-, el arte, irisado reflejo
de la vida, no podía menos que ocuparse de delitos y delincuentes, tan proteiformes,

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numerosos y cuotidianos en la existencia social, ni podía tampoco dejar de sentir sus


palpitaciones pasionales, ya en la corriente que crece por momentos ... o bien en la
representación subjetiva con que el artista intenta figurarse el estado de ánimo del que
-como autor o víctima- participa del drama humano, con los artificios serpentinos y
astutos del engaño o con los propósitos más o menos sangrientos de la violencia".

De ello deja constancia la mejor literatura, pero también la pintura, de nuestro Siglo
de Oro; mientras que los entresijos del sistema procesal penal han sido objeto predilecto
de investigación por el mejor cine B norteamericano.

Pero el arte va mucho más allá. Al acercarse al conflicto, provoca, con más intensidad
e inmediatez que otras formas de abordaje del fenómeno, la reacción del receptor.

Incluso cuando el arte se limita a facetas concretas de lo delictivo o de lo marginal,


como ocurre en los burdeles de Toulouse- Lautrec o Manet, el análisis, y con él la
denuncia, hacen acto de presencia, casi nunca explícita, y obligan al espectador- lector a
tomar partido. Mucho más cuando, con una visión globalizadora, es el arte el que, de la
mano de Mühl o Brus, deja su papel de notario para convertirse, él mismo, en crimen.

La capacidad de evocación, que se manifiesta en los murmullos - cuando no griterío-


de la sala de exhibición cinematográfica, o en los suspiros del aislado lector de la novela
policíaca, es la antesala de la complicidad con la obra. Bien en solidaridad con O liver
Twist, marginal paradigmático, o con las - innumerables- vengadoras Judith, que exhiben
la cabeza sanguinolenta del odioso Holofernes. Bien en rechazo del Sade de Las ciento
veinte jornadas de Sodoma, de los mil Herodes genocidas que en el arte han sido o de los,
tan familiares por reiteradamente fotografiados, criminales de guerra.

Pero si el crimen no es, en sus múltiples manifestaciones, fenómeno susceptible de


lecturas lineales, al menos desde lo axiológico, tampoco lo suelen ser las imágenes que
del mismo nos ofrece el arte.

La complejidad de la ópera -Tosca "tiene de todo", mantiene García Valdés- es quizá


el marco más adecuado para dejarse arrastrar por pasiones entrecruzadas y divergentes
que empujan a presos y carceleros, a adúlteros y engañados, a traidores y justicieros,
a honestos y corruptos, a héroes y villanos, hacia soluciones finales trágicas. Crímenes,
que, sin embargo, no aparecen como opción execrable, sino como la salida natural a
conflictos que exigen respuesta contundente.

La identificación a pies juntillas con la respuesta elegida por el creador de la obra


de arte está asegurada cuando se comparte la fascinación por el crimen mismo. El

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acercamiento al asesinato que nos propone De Quincey es valorativamente neutro: parte


del delito consumado, el paradero de cuyo autor desconocemos, y los padecimientos
de cuya victima son ya inmodificables. Procede sólo analizar el hecho pasado, sin que de
ese exquisito análisis se deriven más consecuencias que la valoración -técnico-estética-
del hecho mismo. "Llegados a este punto, - se pregunta- ¡de qué sirve la virtud?". Para
concluir: " Bastante atención le hemos dedicado ya a la moral; le ha llegado el turno al
gusto a las bellas artes ... "

Genera así el delito una suerte de imantación que afecta por igual al creador-emisor
y al receptor. Y que, en otros casos, no exige el previo desnudo valorativo del crimen,
sino la complacencia com partida en los móviles a que responde: sadismo, racismo,
venganza, lujuria, ambición, etc.

Arte, pues, que se acerca o se adentra en el mundo oscuro del crimen y que no
queda en el relato de lo que fue o pudo ser. Sino obra artística como "paradigma", que
"espanta" con toda su fuerza para asombrar, pero también para aterrar.

Arte que, en ocasiones, exorciza lo representado o recreado; que, en otras, oculta,


bajo la piadosa pátina de la belleza, lo sórdido o abyecto, al igual que la pintura barroca
recubre calaveras y esqueletos con recamados en oro; o que, finalmente, nos envuelve
en la riqueza de facetas del fenómeno crim inal, tan humano y tan real que, en su
dramatismo, no puede resultarnos ajeno. Al fin y al cabo, todos, como también se ha
dicho desde el arte -en este caso el de Discépolo- "vivimos revolcaos en un merengue
y en un mismo lodo todos manoseaos".

juan Mº Terradillos Basoco

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