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El silencio en el altillo

Para Fabrizio y Alejandro Cavagnola.

“He aquí que deslizo el cerrojo de la puerta


que se abre ante los misterios del Mundo Inferior”.

Libro de los muertos, conjuro primero.

AUN no quiero dejar el altillo. Sé que han transcurrido días, quizás semanas. Pero no es
consternación, dolor o tristeza, ni mucho menos. Honestamente siento que soy inmune a
cualquier estado de ánimo. Desde esta pequeña ventana he memorizado el paisaje más
invariable de todos. Salvo, ocasionalmente, cuando la pálida lluvia invernal no deja distinguir
los colores de los canteros al otro lado de la calle. Es verdad que si no supiera de memoria la
topografía que atesora el afuera de casa podría estar a metros de cualquier lugar. Pero sé muy
bien donde estoy, estoy en el altillo de una casa sobre la calle Entre Ríos.
En este estrecho y alargado cuarto devenido en depósito he encontrado la acallada
calma que compensa los rimbombantes recuerdos de aquella fatídica madrugada. Siento
como si fuese ahora las vibraciones del camino en serrucho, la grava golpeando el piso del
vehículo, la explosión de los cristales y el quejido de los hierros del monocasco. Por
supuesto, claro está, que tampoco he podido olvidar los solos de las sirenas como confusa
sinfonía.
No es tarea menor la de ordenar los sucesos de un accidente: el estupor siempre vence
a la cronología y los hechos, aunque desordenados, se aferran a la memoria. Los detalles son
envolventes y sorprendentemente abundantes, así como la lluvia, casi niebla, que nubla los
jardines frontales. Y en ese moiré de sensaciones, el atormentado sobreviviente lleno de culpa
acaba amputado de cualquier sentimiento.
Más que extrañar a los hermanos Cavagnola por momentos los envidio, porque si hay
algo que el silencio sepulcral del altillo me enseñó es que solo los vivos sufren a los muertos.
¡Los muertos no sienten nada! En esa dirección únicamente. Aunque no voy a privarme de
confesar que de cuando en cuando sospecho de mi hipótesis anterior. No soy hombre
propenso a la superstición pero los ruidos y las voces de frecuencias varias, llaman mi
atención en diferentes momentos de la jornada. ¿Será cierto que a veces la muerte, de forma
caprichosa, avanza sobre este lado?
Ya sé que esta morada está deshabitada, ningún Cavagnola ha vivido entre estas
paredes desde hace mucho tiempo. También es cierto que sigue siendo propiedad de la
familia. Mis amigos utilizaban la casa como espacio tranquilo para monótonas tardes de
estudio pero también era el lugar primero de encuentro para las nocturnas reuniones que
anteceden las largas noches de fiesta. Conservo memorias de haber estado en esas previas
unas siete u ocho veces incluyendo la noche del accidente, por supuesto. Recuerdo que luego
del vuelco intenté recordar lo bien que habíamos estado horas antes en la acogedora casa,
lejos del polvo espeso y de la hondura de la acequia.
Pido por favor que no me juzguen. A la distancia sugiero que lo mío fue un acto
cobarde, mi inconsciente decidió que así actuase. Lo único que pude hacer esa noche fue
mover el cuello con pereza para corroborar la salud de algunas vertebras, librarme del nudo
del cinturón de seguridad alrededor de mi torso, salir por la ventanilla cojeando (el dolor del
tobillo es insoportable, amargo), romper con mi palma los hilos de sangre que bajaban por mi
oreja y caminar por la calle nublada de polvo en dirección azarosa. Así fue como
oportunamente di con la casa y luego, una vez adentro, con el altillo. Los primeros días tuve
la esperanza que mis amigos estuviesen recuperándose en la aburrida comodidad de alguna
clínica. Pero mi deseo, pese a su naturaleza ferviente, no modificaría la probabilidad
concluyente. Aunque cierre los ojos con furia sigo viendo la herida de Alejandro eclipsando
la belleza de sus facciones y me esfuerzo por no imaginar su cráneo debajo del brillante velo
carmesí. Una certeza espantosa me invadió en cuanto retomé la noción estando de cabeza en
el auto: la muerte estaba cerca, hacía guardia sobre el siniestro, rondaba terca, ágil, imparable
y silenciosa. Silenciosa como esta elevada habitación casi escondida del resto de la casa.
Desde esa noche siempre estuve aquí. A este hermético cuarto nadie ha venido a
buscarme y dicha suerte me es indistinta. Ya ni siquiera me preocupa que mis heridas sigan
supurando o que la renguera persista cuando camino desde el pequeño catre destartalado
hasta la ventana que da a la calle. Creo que las marcas de aquel accidente son tan eternas
como la presencia de este pobre hombre en el altillo. Aparentemente algo me aferra a esta
condición de habitual prisionero.
El silencio es mi fiel compañero y cuando de su compañía me aburro muevo
deliberadamente cualquiera de las cajas apiladas para espantarlo por segundos. Esa es la
manera de recordarme que sigo con vida, o algo así. Quizás exista alguna explicación médica
para este fenómeno que podría haberme enfermado debido a las contusiones en mi nuca.
Estoy menos seguro de lo que quisiera, pero creo que Fabrizio casualmente me comentó una
vez sobre un neurólogo que en la Francia del casi-novecientos describió un extraño síndrome.
El doctor Cotard descubrió que algunos de sus pacientes aseguraban con determinación estar
muertos y algunos infelices hasta deliraban con no existir. No descarto estar sufriendo algún
padecimiento análogo, deformado o parecido.

̶ ¡Ahí está de nuevo el ruido en el altillo Fabrizio! ¿Lo escuchaste? ̶ señaló Alejandro
desde la cocina mientras ambos realizaban la limpieza semestral de la casa. La cicatriz en su
rostro casi era indetectable.

♦♦♦

Marcio Daprato Calderón

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