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El hombre que nunca acababa sus proyectos

Su casa sin terminar era como todas las demás casas del barrio. Así estaba desde hacía años,
despuntando hierros hacia todos lados como pelos de un loco suelto. Era fácil suponer que así
quedaría para siempre, lo que es lo mismo decir que el ladrillo a la vista, el hormigón y los
pelos de loco eran su acabado. Todo él era así: mil provisorios aquí y allá y nunca un final de
obra. Aunque era muy puntual, Santi era de los que llegan a una cita cinco minutos antes y
esperan la hora clavada dando vueltas por la cuadra. Luego solía interrumpir el encuentro con
alguna excusa del estilo voy al baño, y así, sin más, desaparecía. Una vez se asoció con unos
amigos para poner un puesto de frutas y verduras. Habían arreglado con un quintero de la
zona y se metieron en un camioncito chino a pagar en cuotas. Una vez encaminado el puesto,
así, de golpe nomás, Santi no se apareció más. Le dieron la plata para ir al banco y chau. Pagó,
sí, pero no regresó. Incluso hasta hoy, cuando pasa por allí (el puesto trabaja muy bien),
cuando le preguntan él levanta la mano desde la vereda de enfrente como diciendo ya vuelvo.

Así es todo en su vida. Abandonó el liceo en segundo (aunque nadie se explica cómo llegó
hasta allí pues tampoco terminó la escuela); los trabajos no le duran más que un par de
semanas; nada parece motivarle. Por más que siempre se presenta alegre e interesado a la
tarea que se aboque. Así dejó a más de una novia plantada. Éstas poco podían reprocharle,
pues, si el interés del reproche era mortificarle, como lo es siempre en cuestiones del corazón,
Santi no se daba por aludido. Se mostraba afable y encantador, sinceramente, pero siempre
faltaba algo más y él ni se enteraba. Porque Santi es, y sigue siendo, un hombre de principios,
solo que falto de final. (A propósito, no mencioné, aunque ya se habrán dado cuenta, que Santi
se llama Santiago, aunque, por supuesto, jamás usó su nombre completo).

Hace unos días, siendo apremiado por un juez por su “inconsistente conducta frente a las
obligaciones económicas para con su familia”, porque sí, tenía una ex y tres hijos, a los que
abandonó una noche al ir a comprar cigarrillos, se dio cuenta de que no podía seguir actuando
de este modo. En un ensayo de psicoanálisis casero comenzó a repasar su vida, como si fuera
una de esas películas que nunca terminaba de ver; evocó las tardes de niñez del apartamentito
de La Unión, con el Vascolet sin terminar y los bizcochos sobre el plato comidos por la parte
del azúcar; se preguntó qué habrá sido de cada uno de sus amores (un collar de promesas
todavía abierto); revivió el nacimiento de los gurises (nacimiento y unos pocos días más) y
pensó en el tiempo perdido. En seguida se justificó con que, mientras las cosas estuvieran sin
terminar, sería tiempo ganado. “Tiempo ganado al tiempo”, dijo en voz alta, e inmediatamente
tomó aire para borrase de la cabeza esa idea que, reconoció, era la que le dominaba y causaba
tantos inconvenientes. Volvió a sus inconclusos e intentó sentir el peso de las cosas por hacer
sobre sus hombros. Lejos de agobiarle, este peso le hizo percibir con intensidad la tierra
debajo de sus pies. Se sintió con vida y energía para encauzarla. Pensó en pedir perdón y
redimirse y se vio rodeado de aquellos a quienes, de alguna forma, había sistemáticamente
ofendido. Retomó la alegría genuina de la esperanza pues este proyecto de cambio sí era
diferente. Liberado de todo orgullo, ahora no se trataba de cosas, ahora se trataba de él. Para
su cumpleaños organizó un asado. Invitó a su familia, a sus amigos y a cada uno de los que aún
les debía algo. Por un momento le pasó por la cabeza qué hubiera hecho él normalmente: “a
último momento me hubiera borrado”, y sonrió reconociéndose como “El hombre que nunca
acababa sus proyectos”. Con la energía de un chiquillo grande se bañó y afeitó la noche del
sábado, para el domingo estar a primera hora en la carnicería y así conseguir el mejor asado. El
4 de setiembre a eso del mediodía llegaron los invitados a lo de Santiago. Y allí quedaron, de
pie junto a la montañita de pedregullo tapada de yuyos al frente de la casa que se parece a
todas las demás; esperando a Santi.

Mi vieja querida luna

Redonda y plateada como ninguna

Trepa al tejado siempre de noche

Y hace cabriolas como un fantoche

¡Te espero luego, querida luna!

Verano en San José

La entrada al agua fue menos rasposa de lo que yo esperaba. Las piedritas estaban
redondeadas y mi espalda se acomodaba perfectamente al ondulado de la bajada. Hacía calor.
El mutismo de la tarde estaba ruidosamente interrumpido por el canto de las chicharras. A mí
me sonaba como una carrera de fórmula uno. Me apoltronaba en mi rectangulito y jugaba a
ser yo mismo un piloto. En cada curva imaginada me hundía en la butaca y, con las manos en
un volante inexistente, me inclinaba hacia un lado o hacia el otro. Volvía a sentir las piedritas
redondeadas en la espalda. Mi cuerpo bajaba más en el agua y experimentaba cómo sonaba el
bruuuummmm burbujeado. Mis ojos apenas asomaban sobre la superficie. Comprendí lo de la
horizontalidad y pensé en el nivel; me sorprendió cómo a alguien se le puede haber ocurrido
tan genial idea de meter un poco de agua en una burbujita . Hice un rápido repaso mental de
algunos aparatos básicos que conocía y concluí que, en todos los casos, la genialidad coincidía
en haber logrado meter un pedacito de naturaleza en alguna caja, mango, carrito, o yo qué sé
qué, para poder llevar sus propiedades a donde fuera necesario. Con el nivel del agua que
quedaba bajo mis ojos aproveché a cotejar la horizontalidad de la casa de los abuelos. La línea
de la azotea estaba a nivel. La ventana del cuarto del tío, aunque los ladrillos se sucedían,
como él mismo decía “como galope de gusano”, en general parecía también horizontal. Me
pregunté por un instante cómo medir la horizontalidad, o la rectitud, en algo que no es
necesariamente derecho; por ejemplo, cuándo el palito de la eñe está horizontal. Que debe
estarlo. Al volver mi vista para comprobar el marco de la puerta de la cocina, vi que mi abuela
venía hacia mí. Traía una palangana con ropa para lavar, aunque, al acercarse más, vi que se
trataba de los repasadores y trapos de la cocina. Sin necesidad de decirme nada yo mismo
abandoné la pileta de hormigón. Haciendo un gesto de solidaridad y sabiendo su respuesta, en
un tono entre pregunta y afirmación, solamente dije: No te tiro el agua, no?

En unos segundos tendré la respuesta. Ojalá no se den cuenta! El Gonza publicó la foto en los
dedos, Nico surfeando en Valizas, el gordo Gómez, hijo de puta, no pone nada para mostrar
que allá ni siquiera hay dónde conectarse. Y yo, boludo, acá en la pileta de hormigón de San
José. Y en cualquier momento desalojado por un calzón cagado. Para acá… No! se ve la casa al
fondo, ni pensarlo, acá la calle, acá lo de la Pocha… solamente de este lado, sí, aquí, con el
sauce de este lado parece que estuviera en el río. Sí, esta va a estar buena. No! Abuela!
Correte!

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