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DIA-CRONÍA SALUD A LA ESPONJA No 7 - Proyecto de creación Literaria y visual

Créditos
Poesía y cuento
1. Luis Felipe Aguilar
2. Sebastián Lazo
3. Juan Fernando Auquilla
4. Carlos Vásconez
5. Cristian Avecillas
6. Juan Carlos Astudillo
7. Paula Martínez
8. Fredy Ayala Plazarte
9. Jorge Aguilar
10. Agustín Molina
11. Camila Peña
12. Verónica Neira
13. Falco
14. Tania Rodríguez
15. Ámber Chica Apolo
16. Soledad Corral
17. Sebastián Ávila
18. David Jiménez
19. Natalia García Consejo editorial
Luis Felipe Aguilar
Ensayo Carlos Vásconez
1. Fredy Ayala Plazarte Juan Carlos Astudillo S.
2. Sebastián Endara Sebastian Lazo

Fotografía Dirección
1. Esteban Ugalde Juan Carlos Astudillo S.
2. Gabriel Art
3. Juan Carlos Astudillo Coordinación
4. Francisco Jarrín Sebastián Lazo
5. Gabriela Parra
6. Silvia Pesántez
Diseño
Jonny Patiño
Portada (Gráficas Hernandez)
Cristina Merchán (MITI MITI)
Impresión
Gráficas Hernández

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DIA-CRONÍA
SALUD A LA ESPONJA No 7 - Proyecto de creación Literaria y visual

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DIA-CRONÍA

Han pasado casi 20 años desde que publicamos la primera “Es-


ponja” sin ser un proyecto sino un ejercicio de amigos buscando
aligerar la resaca del momento intenso que nos tocó compartir.
De ese primer número, fotocopiado, profundamente artesanal (60
copias), sobrevivimos unos cuántos como reflejo de estos tiempos
convulsos y nuestras búsquedas en eco de ellos y las confluencias
que nos juntaron, en los primeros años de universidad, como para
tener un espejo en donde deformar las imágenes que procuramos
para tejer algo más amable, más aleatorio, más honesto, quizá. Y
digo esto porque así nació esta revista que, en estos años y la in-
termitencia que la ha acompañado ha significado un espacio para
la expresión literaria y visual de una generación.

Salud a la Esponja empezó como continúa, sin un derrotero fijo


pero con un norte claro: sostener un espacio independiente de ex-
presión. Por eso, en esta, su 7ma edición, volvimos con el mismo
concepto de no tenerlo; es decir, apostamos por el juego, por la
chamiza y la (des) aparición.

De esa manera y como podrán confirmar nuestros lectores, los


nombres y propuestas que aquí confluyen no obedecen a nada en
común, más que la necesidad de decir algo…

Poesía, narrativa, ensayo, fotografía e ilustración que nos permiten


decir “aquí estoy y esto tengo para decir”.

Dia-cronía: un movimiento temporal que se niega en el instante y


en ese movimiento que se permite aparecer; este espacio, como
siempre, es de todos los que se atreven y los que lo merecen.

Juan Carlos Astudillo S.


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LUIS FELIPE AGUILAR

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Un flechazo, el fuego, la caída1
Cerise es llevada por las gendarmes de García quien actúa como
juez. La música es excitante y arriba del escenario la teatralidad
impone que los actores no hablen sino que dramaticen en sus
gestos. El juez ordena la ejecución de Cerise. En seguida, las pre-
feridas de García que fungen de verdugos proceden a cumplir la
orden colocando un lazo alrededor de su cuello y atando sus ma-
nos por la espalda. Por un momento, juez y sentenciada se ven.
Entonces solo dos luces caen sobre el escenario, una sobre él, la
otra sobre ella, el resto está en la penumbra y todo el teatro in-
merso en silencio; inmediatamente se hace presente, por la luz,
la inquietante transparencia de la túnica que cubre el cuerpo de la
mujer que provoca que el juez pierda su cabeza y se arrepienta de
su veredicto, pero antes de poder ordenar que se detenga la eje-
cución las verdugos, que son también iluminadas en ese instante,
abaten el cuerpo desde la altura del patíbulo sobre el que ella está
parada. Cerise comienza inmediatamente a patalear en el vacío, al
tiempo que otras gendarmes elevan varios metros el cuerpo de la
sentenciada mediante una polea que tiene atrapada precisamente
a la cuerda que la ahorca. Las patadas que da Cerise dan prueba
de su sufrimiento. Sin embargo ella no siente ningún dolor, está
suspendida por un arnés que de forma camuflada la sostiene por
la espalda y no de la garganta como el público atestigua que hace
el lazo que han puesto en su cuello. Samuel, que actúa como ar-
quero, aparece en ese momento y dispara una flecha flamígera
que, en un tiro increíble, contagia a la cuerda con su fuego. Todo es
concordante con la historia que ha contado García como introduc-
ción al truco, el triángulo entre el juez vengativo, la ladrona her-
mosa y el arquero infalible. Cerise –la ladrona– simula dolorosas
sacudidas abrumadoramente convincentes. El juez encolerizado
por el intento de rescate y la turbación en la que ha caído al cons-
tatar a pocos metros la desnudez de su víctima, intenta asesinar
espada en mano al arquero, pero no le será tan fácil.

1 El presente texto es un fragmento de una novela inédita que al momento se


encuentra en construcción.
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Un momento antes a que aseste su primera estocada las luces del
escenario se apagan, un segundo después los reflectores vuelven
a encenderse, dejando la imagen de García y Samuel próximos a
lanzarse nuevos golpes. Cuando la oscuridad nuevamente se ex-
pande, la tibia luz de la flama en la cuerda muestra a una Cerise
que aunque se mueve parece mucho más cercana a la muerte y
a las llamas. La ilusión continúa, las luces del escenario se pren-
den y se apagan intermitentemente y en cada ocasión la visión del
público aprecia una escena más angustiosa: el juez y el arquero
peleando con más denuedo, García obteniendo en cada parpadeo
una mayor ventaja, mientras Cerise se enfila todavía más a la
muerte. En un momento Samuel contiene la mano de García que
amenaza su cuello con la espada, en otro ha perdido el arco que
utilizaba para contener el arma de su enemigo. El arquero deses-
perado ansía, mientras se defiende, alcanzar la polea para bajar
a la ladrona que apenas se mueve. No lo logrará, a unos pasos
de llegar a su objetivo, y tras haber alejado al juez lo suficiente,
las gendarmes que habían sido olvidadas por él lanzan dos fle-
chas sobre su espalda. Mientras tanto Cerise, que se simula casi
inconsciente, imagina lo que verá el público: se romperá la cuer-
da a la altura del fuego, caerá entonces irremisiblemente hacia
el escenario, pero justo antes de tocar el suelo la luz se apagará
una vez más, y al encenderse Samuel se levantará mientras los
demás huirán despavoridos del escenario viendo esa supuesta re-
sucitación. El arquero tomará entre los brazos a la ladrona cuyo
cuerpo se escuchó caer secamente en el suelo del escenario en
el momento de oscuridad y la revivirá dándole un beso de cuento
de hadas. Con el final del beso un fogonazo de luz encandilará
el escenario, y tras ello arquero y ladrona desaparecerán. Así lo
han ensayado, pero Cerise, que espera el instante adecuado para
caer de forma segura dentro de la abertura que está oculta en el
suelo del escenario, percibe cómo las correas del arnés resbalan.
García, sus preferidas que actuaron como gendarmes y Samuel,
notan que Cerise se desliza unos centímetros, los suficientes para
que el dogal alrededor de su cuello realmente la ahorque. Cerise
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patalea, esta vez con auténtico dolor, y de forma tan patente que
el público percibe de inmediato que algo inadecuado ha sucedido.
García ordena que la bajen pero sus queridas, aturdidas por el pá-
nico, se ofuscan provocando el atasco de la polea. Cerise intenta
tomar aire emitiendo sonidos que reverberan ante el silencio del
público que la observa estupefacto, hasta que desesperada, dando
ya las primeras coceaduras de la muerte alcanza, en extremis, el
mecanismo que rompe la cuerda. Inmediatamente cae, con efí-
mero alivio, pero sin control de su cuerpo: “Recuerda estar quieta
antes de caer”, le había dicho García en los ensayos. El dolor y el
apuro no le permitieron tomar la posición requerida. En medio de
la caída se da cuenta que no traspasará limpiamente la boca de la
trampa que se abrió automáticamente en el suelo del escenario al
momento en que se rompió la cuerda. Es inevitable, se romperá el
cuello, por eso con su primer aire, tras sentir la cuerda cerrarse
en su garganta, grita aterrorizada y su alarido es tan fuerte que la
saca de la pesadilla, recorre el camerino de García en donde ella
tomaba la siesta, y llega hasta el escenario en el que el mago Gar-
cía y su pequeño grupo trabajaban en secreto en la consecución
de un nuevo misterio.

Fue inconfundible el tono de terror del grito, apretujado en la gar-


ganta en los primeros sonidos y después apresurado y fuerte en
los últimos, pero a pesar de ello, García y sus preferidas no se
movieron un milímetro por esa causa. A lo mucho García ordenó
con la mirada a Samuel que fuera a ver qué era lo que sucedía.

—Por suerte pudiste gritar —le dijo Samuel en cuanto escuchó el


relato.
—Si no lo hubiese hecho creo que en verdad me habría muerto —
respondió Cerise, alternando las palabras con los sorbos del vaso
de agua que Samuel le había alcanzado.
—Es mucho teatro para una ilusión, si me permites decirlo, pero
no me importaría hacerlo si así te doy un beso —se atrevió a aña-
dir el muchacho.
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Había unos cuantos años entre ellos. Se podía decir todavía que
Samuel era un chico; de Cerise no. Y él la besó en el cuello, exac-
tamente en los lugares en donde ella se había tocado mientras
recordaba lo soñado, causando que Cerise se estremezca al sentir
el primer beso, tierno y diminuto, seguido además por un besu-
queo dulce, mezclado con mordisquitos que querían demostrar
que no era un crío el dueño de esos dientes. Fue un momento de
un erotismo único. El más intenso que Samuel había sentido hasta
ese día. Cerise le dejó seguir hasta que él se atrevió a efectuar el
movimiento necesario para transportar el beso del cuello hasta su
boca, lo detuvo a escasos centímetros de que sus labios se rocen,
tocando con su mano el pecho de Samuel.

—Por favor, dile a Belisario que estoy bien, debe estar preguntán-
dose por qué grité — Fue la oración, que con aparente parsimonia,
utilizó para pedirle que se fuera.

Después se quedó recostada sobre el sofá tocándose el cuello con


los mismos gestos que había hecho antes cuando recordaba la
sensación de ahogo, pero esta vez se había olvidado por completo
de la pesadilla. Su corazón latía fuertemente.

Samuel, abrumado, salió del camerino, llegó hasta donde García e


informó que Cerise había gritado por una pesadilla.

—Le gusta llamar la atención cuando estamos trabajando —fue la


queja que sus preferidas hicieron.

En la noche Samuel pensó nuevamente en lo sucedido. Se lamen-


taba el haber intentado darle el beso en la boca, habría preferido
–ya que las cosas sucedieron de ese modo– alargar los besos en
el cuello un poco más. Al mismo tiempo se felicitaba por haber te-
nido la audacia de haberla sorprendido de esa forma. Más tarde ya
en su cama, Samuel no hizo más que transitar mentalmente por
entre los rincones del teatro, en donde él dormía, hasta el pequeño
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departamento de Cerise. Entre sueños creyó verla acostada con
los ojos abiertos y pensando en él.

Samuel no se equivocaba del todo, Cerise estaba efectivamente


despierta, había pensado en Samuel, sí, pero no fue él quien le
quitó de todo el sueño. La mayor parte de sus horas insomnes las
dedicó a los pormenores de su pesadilla, pero no por miedo, sino
a los detalles de su actuación, a la dificultad del tiro de flecha, a
los datos de la historia del arquero y la ladrona, porque le parecía
que se trataba de un truco que valía el esfuerzo montar. Ella ambi-
cionaba producir una gran ilusión, un acto que le diera puntos con
García y quizá la posición en el negocio que por el momento ella
tan solo pretendía, y que a fuerza de los aplausos con los que fan-
taseaba harían que García acepte compartir la taquilla con ella, tal
como se rumoraba que hacía con sus preferidas. Claro, para eso
debía hacer un cambio que le disgustaba, el juez no podía ser Gar-
cía, él mago debía ser el héroe. Será un arquero regordete, pensó
contrariada.

Muchos días pasaron en los que Samuel trató de acercarse nueva-


mente a Cerise. Había desarrollado la forma de presentirla. Es que
a fuerza de un par de coincidencias y pensar en ella todo el tiempo
se convenció de que podía rastrearla. Y algo había de cierto, podía
inconscientemente percibir su olor; pero, incluso así, a pesar de
que la asechaba veladamente, no tuvo la oportunidad de quedarse
a solas con ella, principalmente porque ella, en cambio, mostrando
cierto fastidio e intuyendo que podría arruinar su relación con Gar-
cía, huía. La ventaja de Cerise radicaba además en que los intentos
de Samuel eran desarmados con el simple desdén de sus gestos
o, lo que era peor, con algún cariño al mago.

Aún estaban a meses de abrir la temporada en el teatro pero Gar-


cía estaba cada vez más irritable y eso contagiaba a todos con una
presión que los extenuaba. Las preferidas de García sabían que
dicho ambiente se aligeraría, si todo salía bien, después del pri-
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mer ensayo general, pero mientras tanto los ensayos y la creación
de nuevos trucos se los hacía a jornada doble, de tal modo que
Samuel tuvo más oportunidades para intentar estar con Cerise.
Una tarde que estuvieron en los hombros del escenario, Cerise
y las otras chicas esperaban el tiempo correcto para entrar en
escena. Samuel supo colocarse de tal manera que sin estorbar la
entrada y salida de las asistentes se detuvo a su lado y desde esa
posición estiró su mano hasta rozar con uno de sus dedos el torso
delicado de la mano de Cerise. Ella no rehusó al contacto y estu-
vieron así, rozando la punta de un nudillo con el anverso de una
mano, por más un minuto. Una leve caricia que sin serlo del todo,
bien podía confundirse como el casual contacto de dos personas,
pero que no lo era, no podía serlo, era imposible tal coincidencia
en la cabeza de Samuel que vislumbraba el pulso de Cerise tan
perturbado como el suyo. El momento fue breve. Ella entró a es-
cena, tomó las cosas que debía apartar y salió del escenario pero
esta vez tuvo que colocarse en el lateral opuesto, es decir muy
lejos, pero con tal suerte que bien pudieron verse y lo hicieron.
Samuel sintió cómo por preciosos y largos segundos ella sostuvo
su mirada.

En sus fantasías, sobre todo las nocturnas, Samuel reviviría el con-


tacto varias veces y por muchas ocasiones durante los ensayos
siguientes trató de replicar ese instante, pero Cerise regresó a su
comportamiento de evasión y menosprecio. Desde entonces para
Samuel los días recolectaban sus inútiles intentos y se convencía,
irrazonablemente, de que ella le había permitido más oportunida-
des para estar cerca o tener una conversación a solas pero que él
no había aprovechado la oportunidad, porque simplemente había
reconocido la ocasión hasta muy tarde. Al mismo tiempo, aquella
pequeña forma en que la tocó abría sus esperanzas y lo enloque-
cía al momento de estar solo en su pequeño camerino en el que
por fin dejaba de fingir que nada le pasaba. Fueron días y noches
de zozobra para Samuel hasta que se atrevió a contar su pena a
las preferidas de García.
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— Historia vieja, juega a que no te quiere —dijo una de ellas son-
riendo.
— ¡Ten cuidado! Si crees adivinar su presencia, sentir que viene o
que va, no te estás enamorando de ella sino de su fantasma —dijo
otra, poniendo una mirada grave mientras acariciaba la mejilla de
Samuel—. Y los fantasmas existen, mi amor, cuando las personas
no se pueden tocar—, intercaló la primera mujer, mientras las dos
lo miraban con esos ojazos verdes que las volvían tan similares.

Él se enojó con semejante comentario, pero se contuvo pues pen-


só que contar los pormenores de su pena, los besos en el cuello,
el rozar de sus manos, la mirada a través del escenario, le otor-
garían el favor de las mujeres que, según él, por bondadosas le
darían consejo, y a lo mejor hasta harían algo por lograr la sepa-
ración de García y Cerise, porque después de todo ellas –pensaba
Samuel– eran las legítimas novias del mago. Antes de cualquier
confesión, sin embargo, bien pudieron ellas haber deducido todo.
El loco enamoramiento de Samuel era notorio. El coqueteo secre-
to y enloquecedor que Cerise aplicaba también pudo haber sido
descubierto, pero ellas, más astutas que el joven Samuel, se preo-
cuparon de algo muy distinto, avizoraban los posibles peligros de
la relación entre él y Cerise. En el momento en que García se en-
terase de las aspiraciones del muchacho, el primero en lamentar-
lo sería Samuel. Sencillamente el mago no aguantaría que nadie
cortejase a su muchacha y menos su aprendiz. El fin previsible era
además el despido de Cerise, algo que no buscaban todavía, pues
sin ella García se refugiaría en los brazos de una de ellas o de am-
bas, algo de lo que estaban asqueadas hace mucho. En cualquier
caso debían evitar la aparición de un García todavía más iracundo,
caprichoso y desconfiado, o, lo que sería más grave, hasta atento
al manejo del dinero que ellas a sus espaldas esquilmaban.
En ese mismo momento, con tan solo un cruce de sus miradas,
por cálculo y por lujuria, decidieron tomar a Samuel para ellas. El
muchacho era guapo, joven y en todo caso, razonaron, García no
tenía por qué saberlo, ellas sí sabían guardar un secreto, y si se
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enterase podrían protegerlo y admitir que fueron ellas las que lo
sedujeron, es decir, asumirían la culpa, poniendo como excusa y
como último recurso, los celos paridos por la infidelidad de García.
Relamiéndose, lo condujeron a través del pasillo hasta el came-
rino que ellas compartían. No era la primera vez que él estaba a
solas con ellas en ese lugar, pero en esta ocasión Samuel sintió
en los pasos que dio al entrar el desasosiego de estar a las puer-
tas de un descubrimiento. Primero le pidieron que acomodara los
muebles, lo que significó desdoblar un sofá-cama y colocar una
sábana para el lecho, así como una pañoleta roja sobre una lám-
para que cambió el color del aire en la habitación. Enseguida, tras
quitarse la blusa y la falda que llevaban, cada una le pidió ayuda
para liberarse del corsé, desenrollar de sus piernas las medias
nylon y retirar, con él de rodillas, sus interiores, dejándole así ver
muy cerca de su cara el vello oscuro del pubis enraizado en la piel
blanca y, con la cara del muchacho hacia arriba, los senos redon-
dos que enmarcaban los rostros que desde esa distancia miraban
a un Samuel postrado entre ellas que ya percibía el olor sedicioso
de sus sexos. Tras ese instante, en que ellas gozaron hasta donde
pudieron, en medio de sus apetitos, esa primera vez en los ojos
de Samuel, las dos le quitaron su camisa, pantalón y continuaron
desvistiéndolo con una tranquilidad tal que hasta Samuel, en el
barullo que era su cabeza en ese momento, se percató del tem-
ple que parecían tener, sobre todo al compararlo con el trepidar
surgido en su cuerpo que parecía explotar con cada botón abierto
y el rasposo rozar de las uñas rojas en su carne con el que ellas
comenzaban a pasear sus manos.
Si le dices algo de esto a García di adiós a tu carrera de mago —
susurró la una.
Con esto te olvidarás de ella, mi amor —acotó la otra, guiando las
manos de Samuel desde sus caderas hasta sus nalgas.
Pero Samuel no supo bien quién dijo qué, tenía los ojos cerrados
mientras una lo besaba en la boca y la otra —desde atrás— el
cuello.

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SEBASTIÁN LAZO

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Mujer madrugada
y el sueño

Mujer combustible
y la chispa

Mujer mermelada
mango y guayaba

Mujer vegetal

En ti la fruta la explosión la noche.

Apunta bombardea

apuñala

dispara y endulza
este satélite de paz

combustible de locura infinita

verde corazón

pan y miel de mis letras.

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JUAN FERNANDO AUQUILLA

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“Dieciséis ciudades
¿Lo que ves está siempre a tus espaldas? –o mejor–:
¿Tu viaje se desarrolla sólo en el pasado?”

Ciudades invisibles
Ítalo Calvino

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Mientras avanzamos por estas vías tórridas, las ciudades se
presentan de cuerpo entero; existen ciudades de colores y formas
diversas. Comentas que estuviste en ellas hace poco tiempo, y no
lo dudo, tu respiración acelerada te transfigura frente a estas pie-
dras. Me cuentas que en la mitad de la urbe trémula existe una
plaza llena de sal y hojas muertas; alrededor de la plaza central
mil mujeres agonizantes repiten a coro una frase confusa; a lo
lejos declina el sol dibujando manecillas invisibles.

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Entramos de la mano a una ciudad, o a lo que queda de ella; en
la piel se impregna una música lúgubre que nos invade desde las
ruinas ubicadas al este de las murallas; esta urbe es triste, son
tristes las puertas desencajadas que en su vaivén golpean los re-
cuerdos; la oscuridad de la ciudad nos condena a las lágrimas; la
melodía se repite en ecos y llega al centro de la plaza en donde los
adoquines pierden sus filas; te miro y tiemblo, mientras una lágri-
ma recorre los surcos de tu rostro; desaparecemos detrás de una
llamarada que aún continúa en las columnas a la salida del oeste;
el polvo y los rayos del sol guían nuestras pisadas; te balanceas...
desapareces.

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Se avecina la tormenta sobre esta ciudad; la tarde súbitamente
se cubre de colores ásperos y el cielo se triza con una luz instan-
tánea; te invento caminando en paralelo debajo de estos rasca-
cielos llenos de ventanas con vidrios rotos y paredes con letras
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plomizas, en donde se lee con mucho esfuerzo: prohibido colgar
carteles. La ciudad, en donde un día los autos se aglomeraban, hoy
luce desierta, olvidada, confinada al llanto.

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Fuimos expulsados por no caminar como el resto de personas,
por invadir las vías marcadas, prohibidas desde la fundación de la
ciudad. Exiliados por no creer en el tiempo, ni en lo cíclico de las
horas; sentados de espaldas observamos cómo un anciano se in-
clinó lentamente y escribió en una hoja nuestros nombres en una
larga lista de desaparecidos; sobre nuestros cuerpos, cuando una
libélula escapaba de tus ojos, caían las primeras gotas de lluvia
nocturna; nos refugiamos en un beso breve y decidimos empren-
der la despedida. Esta ciudad nos aguardaba desde hace siglos
y hoy nos exilia sin pronunciar ninguna frase; la puerta de salida
está ubicada en el punto preciso en el que la oscuridad se funde
con un rayo de luz.

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Antes que amanezca recogemos nuestras cosas, las que que-
dan, y partimos cuando todos duermen; observamos por última
vez este puente que nos sirvió de refugio durante tanto tiempo; me
miras mientras tomo tus manos y te acerco a mi cuerpo, entonces
desplegamos las alas y partimos. Atrás se quedan las pisadas,
los gemidos, la sal, las equivocaciones. La ciudad pierde su forma
debajo de nuestras alas.

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La ciudad nos recibió de fiesta a pesar de la lluvia, el vendaval
y el granizo; la gente pintaba su cuerpo y danzaba en media calle;
los colores que se diluían de nuestros torsos desnudos se mezcla-
ban psicodélicamente entre los adoquines; nos unimos a la dan-
za frenética, danzamos, giramos, gritamos; no sentimos las horas
que esquivaban el espacio, fuimos parte de los que llegaban; los
forasteros se unían en círculos concéntricos innumerables. Cuan-
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do la tarde acababa y la lluvia descendió por las alcantarillas, to-
dos tomamos nuestras pertenencias y empezamos a salir de la
ciudad; nadie permaneció en la urbe, todos marchábamos vesti-
dos en sepia por la autopista del sur.

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Las calles olvidadas tienen mucho que contarnos; hoy, solo, he
decidido visitarla, conocerla, recordarla. Las calles llenas de algas,
de líquenes resbalan ante los visitantes. A cincuenta pasos a la iz-
quierda de la calle empedrada, la escalinata de piedra se mantiene
intacta. Esta escalera de cemento tiene 600 escalones simétricos,
construidos en forma de espiral que te trasladan a una superfi-
cie plana, intacta. Luego de abandonar el ascensor de concreto y
constatar que el terreno escapa de la mirada, descanso; cierro los
ojos y dejo que los habitantes invisibles me trasladen hacia la sa-
lida; la superficie acuática se convierte en olas que se concentran
en torno a mi cuerpo. Es hora de regresar, de pisar la arena, de
retomar la vía que conduce a la avenida principal.

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La ciudad contemplada desde lo alto tiene una forma circular.
Sin embargo, las avenidas no llegan a tocarse. Esta ciudad es un
inmenso laberinto. El centro es una plaza pública, tiene la forma
extraña de una tela araña, de la cual penden espadas y corna-
mentas antiguas. A la salida izquierda de la ciudad un barco de
velas negras se bambolea sobre las olas que esperan angustio-
sas; dicen los adolescentes que la visitan, que por las noches se
escuchan voces tramando un plan para deshacerse de entregas,
y engaños.

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Esta ciudad tiene plantados dos árboles al este de un jardín pe-
queño. Las callejas sinuosas nos impulsan a caminar con menos
prisa, pues inevitablemente llegaremos hasta el pie de los árboles
en donde constataremos que el frío nos golpea los pies, pero no
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enfría nuestro pudor; desnudos caminaremos de la mano, mien-
tras nuestras carcajadas nos inviten a buscar la salida, ubicada al
oeste.

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Desembarcamos en un puerto pequeño, las paredes de cristal
separaban las primeras calles de esta ciudad; nos habían dicho
que es una urbe maravillosa; sin embargo, no tenía nada de es-
pectacular, o al menos a simple vista no, pues era como una más
de las ciudades en las que estuvimos hace mucho tiempo. Cami-
namos siguiendo un sendero que se habría hacia la izquierda en
donde un gran farallón construido con rocas y piedra caliza dividía
la ciudad en la moderna y en la antigua. En la ciudad antigua el
tiempo permanecía impávido; refugiados en nuestros cuerpos de-
jamos que la lluvia nos empape, mientras la playa abrupta recogía
una a una cada ola que se rompía justo a dos metros de nuestros
pies. Me invitaste a saltar a buscar la sal de la urbe, te tomé de la
cintura y juntos observamos las piedras y la madera que se levan-
taban y formaban la ciudad a nuestras espaldas; una calle llena
de gemidos se proyecta hasta perderse en el centro mismo de la
ciudad. Fue la hora de regresar, sin embargo, nos fundimos en un
segundo y el salto llegó, la sal, la inmortalidad.

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Nos dedicamos a olvidarnos; decidimos que nos iría mejor si ca-
minásemos en sentido contrario, sabíamos que si lo hacíamos nos
encontraríamos una vez más. Con miedo separamos las pisadas,
las palabras, las frases. La voz junto con las lámparas de la calle
principal se despidió y las luciérnagas a lo lejos en la montaña
dejaron de frotar las alas; esta ciudad tiene tanto de ti, por más in-
tentos de dejarla siento que va conmigo a todas partes; reconozco
tu cuerpo en las estatuas, en las estaciones de bus, en las vías a
solas; reconozco tu mirada, cuando desnuda desde la puerta de la
habitación me preguntabas ¿qué sería de nosotros si volvemos a
coincidir en otro semáforo?
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Esta ciudad conoció el inicio del tiempo, sin embargo, sus pa-
redes permanecen intactas; los colores rosáceos de sus paredes
talladas en piedra contrastan con el azul del cielo en medio de la
arena. En el frontis del edificio central alguien inscribió una frase
en sánscrito antiguo “deja que mi piel se convierta en la tuya”. Re-
corremos la ciudad. Los diseños arquitectónicos bellamente deco-
rados me recuerdan las proporciones exactas de tu cintura. Inicio
un nuevo recorrido esta vez descubro tu cuerpo que contrasta con
el calor de mis caricias. Tu piel es parte de mis manos, por un ins-
tante imagino la mano tallando la frase en sánscrito antiguo.

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Después de incendiar las naves nos internamos en la ciudad
que se extendía a lo largo de una playa llena de arena plomiza
que reflejaba el cielo. La urbe como un libro abierto permitía leer
historias escritas en las paredes; los perros que deambulaban por
los senderos movían alegres sus colas y nos llevaban hacia una
casa ubicada en un declive de la playa, correteaban y nos lamían
los talones, los pies; las cicatrices del tiempo impregnadas en
nuestros rostros nos recordaban que ya no somos los mismos. A
medida que llegamos al declive, la casa se dejaba ver pintada de
azul, de celeste, de turquesa, era una prolongación del mar, sus
puertas estaban abiertas. Entramos calladamente, al fondo en una
hamaca se balanceaba la misma mujer que nos había despedido
hace veinte lunas. Nos tomó de la mano y empezó a recitar cada
una de las ciudades que habíamos visitado; en orden, sin perder
un solo detalle reinventamos las urbes recién visitadas; la mujer
no dejó de hablar hasta que describió un declive, arena plomiza,
puertas abiertas, una hamaca, el viento, la sal.

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Las paredes de la ciudad son gigantescas rocas que se juntan
una a una. La puerta de acceso a esta ciudad presenta un gran
travesaño tallado en un monolito con la cara frontal pulida, de tal
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forma que los visitantes pueden levantar la vista y desde un ángu-
lo preciso contemplar el cielo. En ciertas épocas la mirada se ali-
nea construyendo un ángulo que deja ver la bandada de las aves
volando al sur; en otras épocas se observan eclipses. La ciudad se
advierte monumental, sin embargo, los que la visitan solo la ima-
ginan, pues absortos en la contemplación de la puerta principal
solo atinan a descubrir la gran urbe celeste, plomiza y blanca que
se presenta ante sus ojos.

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Para arribar a la ciudad, de la que los amantes hablan, es nece-
sario emprender un viaje a la media noche, pues el alba o los rayos
del sol dibujan la silueta de sus cúpulas a contraluz. Mientras na-
vegamos por el río que atraviesa la ciudad, a derecha e izquierda
se levantan árboles: acacias, cerezos, robles con sus inmensos
dedos que nos acarician, en su follaje se detiene el tiempo. Me
apoyo en tu mano, siento tu estremecimiento; cerramos los ojos y
somos parte de la silueta; a contraluz un solo cuerpo inundado de
sombras. Las cúpulas de tu pecho coinciden con la silueta de mis
labios. La ciudad eterna de la luz opuesta sobre nuestros cuerpos
fundió el deseo, el cuerpo, el aliento.

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Vista de cerca la última ciudad que visitamos era una serie de
semicircunferencias ubicadas en forma descendente. Al fondo de
la ciudad se elevaba una pared enorme que sirve para que las
palabras reboten y formen olas. Nos ubicamos en la primera se-
micircunferencia y empezamos a gritar nuestros nombres, a des-
cribir nuestros cuerpos; al igual que las palabras se convertían en
una, aprendimos a mezclarnos, a petrificarnos.

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CARLOS VÁSCONEZ

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30
Jazz
Jimmy Dorsey y Gene Krupa se reunieron en el Hotel Ambassador
el 8 de mayo del 77. La sala que los acogió era magnífica, de al-
fombra tejida en Persia, jarrones malteses y un exquisito retrato
de la fundadora del hotel, mujer a la que le habían incrementado
sus gracias a cambio de cinco dólares.
Nadie los reconoció. A ellos poco les importaba, estaban ahí para
acordar una apuesta, ultimar los detalles, verse las caras y simu-
lar no saber del temor. El uno llevaba una bufanda de seda atigra-
da y fumaba con pitillera. Gene Krupa era menos ostentoso, salvo
por su anillo que era de mujer pero que había jurado llevarlo en el
meñique hasta que la destinataria se lo aceptara. Krupa siempre
se lució por su temple lleno de elegancia. Mancuernas de oro, la
pajarita impecable, mentón seguro. Los dos anhelaban con frui-
ción a la misma rubia camarera, a menudo objeto de sus encon-
tronazos bajo las luminarias. Tras llevar un momento inmóviles,
saludo de por medio, de pie a unos pasos de distancia, acordaron
al día siguiente, en el salón del hotel, demostrar sus artes.
Al clarinetista le tocaba escoger la canción. Jimmy lo pensó un se-
gundo, dos. Se decantó por Knock Me a Kiss. Era una trampa. Nadie
la llevaba a sus propios límites como Gene Krupa & His Orchestra.
Obligarlos a tocar su mayor logro en un duelo y errar podía des-
legitimarlos. Krupa no opuso resistencia mientras masticaba su
habano con alguna furia incorporada al humo y Jimmy le restó
importancia con un encogerse de hombros del todo falso. Al unís
ono, como si lo hubieran ensayado, pensaron que el fingimiento es
cosa de artistas.
Al día siguiente, ya que consideraban, como todo jazzista, que la
paciencia está sobrevalorada, la rubia, que previsiblemente se ha-
cía llamar Jazz, todo un primor, piernas larguísimas, dos dedos
de frente, boquita de quinceañera muda y que debía ser jueza y
trofeo, se emperifollaba tras bambalinas: retoques de polvos del
tono del desierto, el carmín adecuado, colocándose el sujetador y
enrulándose el copete que por herencia materna chispeaba ráfa-
31
gas naranjas. Ella fue quien resolvió que no sería esa la melodía
que lo decidiría todo. La cambió por capricho, porque no recordaba
esa melodía. No lo hizo por ningún sentimiento de justicia. Simple-
mente estaba consumida por los nervios. Optó, más salomónica,
por Leap Here de Nat King Cole que, aunque carente de letra, de-
mandaba mayor esmero en la flauta y el saxo –palabra que hacía
reír a Jazz por lo bajo y cubrirse la boquita con el arco que hacía
la palma de su mano. Diremos en definitiva que cambió la canción
porque a la otra no la conocía y ella más que nade tenía el deber
de seguir el ritmo con sus pies. Acaso bailarla. Acaso renegar, en-
furecerse, indignarse de una nota fallida.
A su pesar, Krupa le parecía guapo, pero le causaba una especie
de repulsión; sin embargo, los mantenía en vilo para sentirse am-
bicionada y deseo en estado puro. Le encantaba cómo los reflec-
tores herían el rostro de Krupa cuando se colaban por entre las
cortinas.
Aspiró fuerte. Ajustó las zapatillas de tacón alto con un del todo
tierno movimiento de tobillos que incitaba a sus rodillas a juntar-
se. Apareció bamboleándose. Trasero delineado en la falda, dos
pechos breves, hombros desnudos. Los silbidos la engalanaban.
Se veía más hermosa que de costumbre, y eso era de por sí una
exageración del buen gusto. La pretendían todos, caballos desbo-
cados; la había poseído un grupo selecto de rufianes y politicas-
tros del cual nadie conocía a ninguno de sus integrantes. Burdo
Carlmichael, el bartender, juraba por Louis Armstrong que Jazz
era virgen. Ella se valorizaba incentivando el rumor de su pureza.
De Burdo Carlmichael bastará mencionar su carácter místico. Re-
leía a intervalos un libro sobre el tarot en el que se aprendía a ma-
tar a las cartas negativas, como la del Loco y la de la Muerte Col-
gante de Cabeza, del mismísimo tarot, y le temblaban las piernas
de solo pensar en que alguien le practicara vudú. Tenía el mentón
cuadrangular, digno de un boxeador. Su Martini seco era legenda-
rio: había que ver cómo buceaba la piel de cimbra del limón en lo
que al día siguiente sería resaca.
Para que se exhibiera mayor rigor en la determinación final, Shor-
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ty Rogers sería el consejero de la bella Jazz. También quien más le
tocaría el trasero en toda la noche. Shorty era una leyenda menor,
se suponía que no se bañaba nunca el día en que le correspondía
subir al escenario, y todos los días tocaba. ¡Y cómo tocaba! Olía, le
parecía a Jazz, a lo que huelen los santos o su padre, que para el
caso era lo mismo. Por eso le permitía posar sus manos en sus
tersas nalgas y sentirlas rodearla por la cintura.
En la esquina del fondo un sujeto fumaba y bebía sin tregua. Su
cabellera era un recuerdo remoto de sí misma, un día copiosa y
emblemática cual bandera de un país emergente. De manera tétri-
ca guardaba un cigarrillo detrás de la oreja derecha que no lo en-
cendía, como si estuviera preparándolo para alguien que debería
acompañarlo. En la otra, un bolígrafo cargado de tinta como si de
purulencias se tratara, al que no usaba, era objeto de malabares
que iban y volvían enredándose en esa confusión de dedos. Más
bien tenía la manía nada agradable de simular que escribía con el
dedo sobre la tabla de la mesa, arabescos indescifrables. Al acer-
carse cualquiera, dejaba el bolígrafo, tamborileaba y le ofrendaba
una sonrisa patética de quien invita a sentarse y sabe de ante-
mano que su propuesta será rechazada con una sonrisa hosca y
auténtica. Se trataba de un sujeto alto, corpulento, le sentaba usar
camisas de bolos. No bebía por pena ni había dejado de fumar
porque adivinaba al cáncer poseyéndolo como un perro cachondo
a un hidrante. No era como si el mundo estuviera yéndosele a aca-
bar. No. En todo caso daba la sensación de inaugurarlo, de festejar
el nacimiento del primogénito de su mejor amigo tras cada copa.
Burdo Carlmichael le decía una y otra vez a Lucy, una mesera des-
orbitada que equivocaba pedidos, que ese escocés sin hielo era de
Ellroy.
Yo únicamente tengo ojos para ti, cantaba en su inglés Dinah Shore.
Nadie la invitó; ni falta que hubiera hecho. Fue de curiosa, fue por-
que siempre estaba ahí, o por ahí, se ofreció juguetona a hacer de
telonera (giraba su cadena con un dedo, así giran los silbatos los
guardias de esquina).
Gene y Jimmy, a quien lo ahogaba un nudo Windsor, esperaban en
33
silencio en mesas contiguas. El uno calentaba la mano contra la
madera de su mesa; el otro, Jimmy, tenía los labios en forma de
embudo, como si esperara permanentemente un beso inaugural.
El salón estaba abarrotado desde las siete menos quince, que es
cuando Jazz vio el reloj por última vez. Una suerte de jolgorio con-
tenido energizaba al ambiente; se anunciaba la posible llegada de
Buddy Richie. El ambiente era festivo, cualquiera diría que había
fallecido un senador y los deudos esperaban ansiosos el arribo y
las condolencias del presidente. Salvo la mesa de Ellroy, en todas
las demás la charla era ruidosa, atada a un péndulo invisible que
colgaba sobre sus cabezas, a expensas de la canción de fondo y de
la entonación celestial de Dinah.
Scarlatina de baja melanina, enfermedad transmitida por rubias
parpadeantes, algo irreales, atosigaba a los dos líderes de las
principales big band de Nueva Orleans. Los dos habían ganado sus
premios; a los dos les importaban un accidente ferroviario en los
Alpes suizos. Los dos eran alcohólicos y los dos estaban al límite
de la genialidad, de no ser por ese sórdido virus que los tentaba a
componer la misma canción y a ejecutar sus artes con la misma
imagen recorriéndoles las manos.
Ardían las luces. Alguna parpadeaba, murciélago extraviado.
Jazz se levantó, toda impulsiva, lo que era otra de las subcate-
gorías de la tentación, sacudió las manos como si prendieran de
fuego, recorrió el salón a pasitos de miniatura, arqueó los brazos,
invitó a uno de los contendientes a que le enganchara su izquierda
y al otro que lo que más quería era estar a la izquierda; los des-
filó por el bar en sentido contrario y los sentó ahora en la misma
mesa. Sirvió a cada uno esa novedosa bebida a la que los mexi-
canos y otros hombres de bijote llamaban “cubata”. Chasqueaba
los dedos. Parecía que quería pedir algo a un mozo que de súbito
había huido presa de la ansiedad. Tal vez a un fantasma. Siempre
quería las cosas a sus órdenes, inmediatas y sin pucheros. Soñó
en apurar al tiempo, que apremie a las manijas del reloj, la hora
pactada era las once.
A las once menos diez aleteó una moneda de un dólar que había
34
salido del bolsillo de Ellroy que decidió que el primero en subir al
escenario sería Gene Krupa. Segundos antes, Jazz besaba apasio-
nadamente esa moneda, ojos bien cerrados, labios en u.
Se incrementaron las apuestas. Burdo Carlmichael apostó cinco
dólares a ambos, su propina. Ellroy –de nombre James– quería
pero no pudo cuando le respondieron que era imposible apostar
a que ninguno merecería el premio. Diría: “Es que Jazz es mucho
para cualquiera de ellos. Es mucho para cualquiera que tenga que
apostar para conseguirla”.
Tenían algo muy particular, que los reconocía aún más que tener
el mismo rostro o nacer de una misma mujer, algo que hacía que
sin importar quién los identificase, los vieran con claridad en su
imaginación: su manera de expresarse. En el escenario, por más
que uno se dedicase a la percusión y el otro al viento, eran uno solo
y sin proponérselo conseguían que su audiencia entrecerrara los
ojos y los sintieran; era una sensación prima en primer grado del
amor.
Gene Krupa se lució. Había ordenado que bajaran las luces a lo
mínimo. Su batería desató truenos empotrados. Tendió en las al-
mas de sus escuchas un abrigo de emociones. Tocó como pocas
veces antes. Sudó poco. Jazz se mordía las uñas, luego sus labios,
con dicha y placidez. Torcía la boquita repintada. Se empoderó de
ella la fijación oral. Quería absorber esencias, dilatar hombres. Al
finalizar, a Jazz no le quedó otra reacción salvo la de incorporarse
de la silla y aplaudir henchida de emoción. Ellroy se sintió extraño,
adhirió su mirada a fijeza a Jimmy Dorsey quien se rompía las pal-
mas de tanto aplaudir. Supo que a Jimmy ya no le interesa subir
al escenario luego de Gene pero que una apuesta es una apuesta
y que debe saldarla o la deshonra le caería encima como a un
animado un piano de cola. Además estaba de por medio Jazz, la
intocada.
Luego sucede lo impensado. Jimmy hace un gesto y aspira profun-
do. El clarinete nunca será tan espectacular como la batería, pien-
sa para no sentirse derrotado antes de acabar. Está en otro lado,
en la cama de su habitación esa misma noche pensando en cómo
35
retozan Gene y Jazz, queriendo embriagarse y a sabiendas que no
lo hará para no verse percudido por el amanecer. Y no obstante,
toca espléndido, y no alcanza la exquisitez rabiosa de Gene. Él lo
sabe. Ellroy lo presiente. No ha habido el menor equívoco, solo
que él no estaba ahí. Baja de la tarima cadenciosamente y, digno,
luego de quitarse la bufanda de seda y ajustarse los pantalones,
estrecha la mano de su adversario sin proferir palabra, le guiña,
insolente, el ojo a Jazz y le desea, lugar común incluido, sarnoso,
suerte con ese hombre a quien no deja de estrecharle la mano, ya
que la necesitará, y mucha, recalca.
A Jazz la embarga una sensación rara. Se aferra al vientre y frun-
ce la cara. Toda la cara. Se levanta porque se le tensan las piernas,
calambres consecutivos; sobreactuación, quiere pensar una mujer
coqueta que no es el foco de atención. Recorre dos pasos ante
toda esa gente que la ve trasladar el trasero con pesadez, como
si le fuera nuevo, una especie de implante que la desequilibra. Se
le desprende una zapatilla. Hay un serio problema porque le resta
importancia. Da un paso más. Cae de bruces, fulminada. La mone-
da rueda por el piso acristalado. La detiene el pie de Ellroy, James
Ellroy. “Así huye el dinero, o rueda o vuela”, masculla en tanto lo
coge con sus dedos agarrotados por el whisky y el frenesí de la
escena.
La leyenda asegura que fue ese guiño. Un guiño letal. Un guiño que
traía de ultratumba el maleficio de toda una estirpe. La leyenda ha
sido alentada por Gene Krupa quien la ha regado por la ribera del
Mississippi, en sus tours, durante sus vacaciones, de incógnito. Se
ha desplazado por los valles como hojas empujadas por el viento.
“Es un brujo rastrero. Un invocador demoníaco. No soportó la idea
de verme con la mujer que no soñaba con él. Recuerdo aquella
noche. En la inmensidad del cielo apareció la luna girando en toda
su magnificencia. La cercanía de Jazz, me lo confesó Jimmy, le
fascinaba y oprimía. Desde entonces no escucho su música, in-
cluso impongo que la apaguen si suena en algún lugar donde me
encuentre, porque estoy seguro de que se trata de una serie de
conjuros cargados de maledicencias”, lo propagaba con cinismo,
36
desacreditándolo. Ellroy refiere la escena en La Dalia Negra. Pero
Ellroy sabe callar lo adecuado.
Atesora la moneda en un bolsillo falso de la única chaqueta que
usa. Es su moneda de la suerte y la enseña sin permitir que nadie
la toque.

37
Algo de alprazolam
Eduarda durmió mal, sobresaltada por sueños en los que
predominaban los de caza. Solo la despertaba muy de vez en
cuando su perro Esopo, que dormía con ella. Ni siquiera el oleaje
la lograba mecer hasta alcanzar la plenitud del sueño. No se
acostumbraba a la forma en que el barco la acunaba. Tampoco lo
conseguía su abuela Sonia, que en el otro camarote permanecía
en vigilia toda la noche, pensando en una infinidad de desgracias,
con la firme convicción de que pensarlas hacía que no sucedieran.
–Tienes que viajar, ma linda –le había dicho Eduarda.
Ya era hora de embarcarse. ¿Había soñado Sonia con una
travesía por el Pacífico hasta el Atlántico y de ahí al norte? ¿Alguna
vez aspiró realmente conocer Estados Unidos?
Desde que murió Milton, su esposo, Sonia se adiestró en
el añejo arte de dominar a sus demonios, al dolor. El divorcio de
Eduarda fue como si de pronto anduviera de nuevo sobre cristales
rotos. La angustia al pensar qué haría su pobre nieta con tanto
tiempo disponible y una prematura pensión por viudez en Nueva
York la perseguía de un lugar a otro. La imaginaba con un par de
bragas desenvolviéndose en las noches opacas de esa inmensa
ciudad, buscando pasión.
En las maletas llevaba toda su vida. Empacó con una
inteligencia sutil: si naufragamos, me hundiré con todo lo que soy,
pensaba a su habitual manera, un tanto catastrófica, pesimista.
Dos fotografías enmarcadas de ella con Milton, una en la iglesia
de San Francisco de Quito, la otra en Salinas, veraneando, cuando
aún podían presumir ambos de vientres lisos, a pesar de su
primogénito. Todos los días vestía los mismos pantalones de
lino. Atesoraba un pequeño cofre de madera en el que llevaba los
anillos, el de compromiso y la alianza, que nunca extravió y que ya
no le encajaban en el anular. No conocía a nadie de su edad que
tuviera los dos anillos intactos, lo que la enorgullecía.
Sonia era la primera en estar en cubierta cada mañana
durante las tres semanas que duró el viaje. Veía el mar, la línea del
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horizonte, y pensaba que algo se alejaba de ella, aunque no sabía
qué era. La perseguía la sensación de que su casa se venía abajo;
divisaba a las malas hierbas apoderándose del patio. Por eso
se esforzaba por mantener sus recuerdos muy vivos. No habría
podido soportar lo que le ocurrió a su madre Ana María, quien le
confesó, espantada en el lecho de muerte, que no recordaba desde
hacía años a su esposo y que temía que como castigo ultraterreno
no pudiera ubicarlo entre tanta alma luego de fallecer. Por eso
callaba tanto, porque conversaba largamente con sus muertos.
Y por eso es que también le resultaba ridículo ese viaje.
–Si vamos a Nueva York, te aseguro que tu salud se renueva.
No podía decirle a su nieta, ya que el mismo temor que había
sellado los labios de su madre era el que ahora la amordazaba,
que para ella era mejor morir de una buena vez y así gozar un
poco más de la eternidad, de las promesas de la vida en el Más
Allá. Y por no decir la verdad, asintió humilde y sumisamente en
tanto revolvía el azúcar que necia no se disolvía en el té. Además,
¿quién le decía que aquellos medicamentos y sus tratamientos no
le agudizarían la mente?, porque ¿quién le aseguraba que lo que
recordaba no era fruto exclusivo de su invención y que el rostro de
su adorado Milton había sido trastocado con los años, y que sus
memorias se vieron infestadas por fotografías o vídeos ajenos?
En silencio, descontaba un rosario a las seis de la mañana,
a las once, a las dieciocho y a veces a medianoche.
El mar se mantuvo en calma durante casi todo el viaje. Esopo
ladraba y se enfurecía; su ladrido se perdía en el mar. Sonia le daba
tajadas de pan y, ante el menor descuido de su nieta, escondía un
trozo de carne seca entre la masa, que calmaba al perro. Guayaquil,
el puerto, era una ciudad que nunca le agradó; sabía muy bien
que igual le resultaría cualquier otro sitio. Por eso gente como ella
se dedica tanto a sus casas, a sus hogares, porque en el exterior
no hay algo que las satisfaga. Son creadores espectaculares de
universos tan remotos como el que habita debajo de la loza de
una efigie religiosa que nos vemos imposibilitados a derribar.
El cielo compartía su dulzura y el canto del viento se convertía
39
en un arrullo. Apenas una tarde garuó, si aquellas esquirlas de
nubes pueden ser llamadas garúa. Sonia disfrutó esas gotitas que
le salpicaban en las mejillas y cerraba los ojos, se imaginó a sí
misma como una muchacha pelirroja y pecosa, descendiente de
vikingos.
A Eduarda no la complacían los cortejos del capitán de la
nave, un puertorriqueño de mostacho descomunal que acicalaba
mecánica y vulgarmente y que halagaba con reverencia a Esopo.
En cierto sentido a Eduarda no le agradaba casi nada, era más
bien reacia a las florituras de cualquier género y no concebía que
existieran hombres diferentes, superiores, que pudieran fundar
mundos mejores a este, con excepción de los médicos, o, para ser
precisos, de la mayoría de ellos. Su oficio de periodista le había
mostrado la otra cara de los seres humanos, y era una cara con
un marcado gesto de desprecio por los demás, o, como le habría
dicho a su ex, “un rostro dibujado por un artista ebrio”. Algo de esa
desidia era pura herencia.
Para sorpresa de las dos, nieta y abuela, Sonia se sintió
deslumbrada ante la Estatua de la Libertad. Eduarda se conmovió
al ver a su abuela cual niña contando tantas historias que había
oído de aquel monumento, historias que en su mayoría eran falsas.
Sintió que el aire era otro. Ella se sintió otra. Los recuerdos
empezaron a huir de su cabeza, ocupando su lugar una retahíla
de novedades, un cúmulo de novísimas experiencias acaso
sensoriales. El pasado era desplazado a puntapiés por el presente.
A Eduarda le costó trabajo desembarcar a Esopo, al que
tuvo que amenazar para que se moviera, para que caminara sobre
la rampa y el puente. Algún día previo había imaginado que esa
tarea le tocaría desempeñar con su abuela, quien estaba absorta
por los matices de la ciudad que, cual ciego al que le obró el
milagro, veía sin parar.
Clemencia Vera parece mucho más vieja de lo que es,
pensó Sonia. Tenían la misma edad, aunque es consabido que
vivir en una ciudad como Nueva York no es lo mismo que vivir en
Ambato, el ambiente repercute, el vértigo, la ausencia de suspiros.
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Las atendió invirtiendo en ellas todas sus ganas, como si fueran
parientas cercanas, su hermana y su sobrina nieta, deferencias a
los que ellas no podían hacer caso omiso. Al día siguiente de su
arribo, al día siguiente de una noche en que casi no durmieron
satisfaciendo la curiosidad de Clemencia, quien no volvió a pisar
el Ecuador desde que tuvo veintiún años y convenció a un novio
enfermo de amor que su destino estaba en el norte, al día siguiente
de que Sonia vio cómo los sueños ajenos empotrados en la llama
de la Estatua de la Libertad explotaban en colores vivos y tras
distinguir que aquellos pueden tener mejor talante que los propios,
fueron al médico, un tal doctor Krauze, hermoso como un roble
y que de roble tenía el viento enredado entre sus extremidades
y el cabello, quien le aseguró que sus males no surgían de una
incrementada hipocondría, propia de lugares en los que no hay
mucho que ver, sino que eran el resultado de subir y descender
escaleras improvisadas por un arquitecto novato, su hijo. Preguntó
si no recordaba haber padecido un ataque de hipo. Sonia negó con
la cabeza. Él aseguró que estaba afectada en las caderas y eso
habría provocado que su circulación también se viera diezmada,
por no decir entorpecida –tales fueron sus palabras literales– y
ocasionara que su lucidez terminara por convertirse en alucinación.
–Por eso aparecen fantasmas en lugares como del que
provienes –sentenció el doctor Krauze, y un orgullo sobrehumano
infló su pecho y movió sus manos que, luego de acomodar su
estetoscopio alrededor de su garganta, garrapatearon (todo había
fluido en un español impecable, carente de acento, refinadísimo)
una receta que las dejaría boquiabiertas; a Sonia le habría
desagradado el tuteo, pero no tuvo tiempo de sopesarlo.
La letra era infame, casi una raya carente de siluetas.

Alprazolam, 20 tabletas. Una cada ocho horas.


Reposo.
Deshacerse de su nieta. La trajo hasta acá para que no
sospechara y para que pudiera gozar de un último conjunto de
sorpresas gracias al viaje. Ella me canceló por adelantado para
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sugerirle que ingresase voluntariamente a un geriátrico.

Sonia miró a Esopo, quien no abandonaba a Eduarda; lo


acarició en la nuca.
–No se preocupe–, le respondió al médico mientras sacaba
de su bolso un atado de billetes de veinte dólares y los contaba.
Durante el trayecto de vuelta a casa de Clemencia Vera
vio las maravillas propias de una urbe como la Gran Manzana.
Pensó en lo agradable que habría sido viajar allá antes, en una
juventud añorada, que ahora añoraba más. Eduarda se deshacía en
explicaciones. Las chicas con minifalda no caminaban, según ella,
como las que usan esa prenda en Ecuador. Ellas sabían llevarla
como se lleva a un animal exótico antes de disecarlo.
Primero buscó en la guía telefónica una farmacia, anotó un
número sobre un papel arrugado y vuelto a alisar. Pidió permiso y
ante la venia aprobatoria ocupó el teléfono por unos dos minutos,
tiempo que le bastó para hacerse entender. Se sentó frente al
televisor. Eduarda la asediaba, visiblemente nerviosa, ofendida
por las palabras del doctor Krauze, a quien estaba dispuesta a
demandar, explicándose y desmintiéndolo. Transcurrió el tiempo
con avidez y un hombre con gorrita de chófer golpeó la puerta de la
casa de Clemencia Vera. Sonia se incorporó y la abrió en un gesto
que recordó al de alguien recogiendo el periódico. Se la escuchó
agradecer por algo a un hombre que solo podían imaginar.
Al volver a la sala, Sonia se sentó en el sofá frente al televisor
dejando caer pesadamente su cuerpo. Por una ventana se veían
paredes ocres que podían ser las de cualquier rascacielos. Esopo
la seguía y movía la cola; se sentó sobre sus dos patas traseras
mientras le colgaba la lengua ensalivada. Sonia le palmeó la
cabeza sin dejar escapar una palabra, lo que parecía tranquilizarlo.
Una hora después, mientras Eduarda le explicaba a Clemencia en
la cocina, enredadas en susurros, los detalles de su fallido plan
y preparaban galletas recubiertas de atún, desde la habitación
contigua Esopo empezó a toser y revolcarse irrefrenablemente.
Quería ladrar o quejarse, de su hocico no salía un sonido que no
42
fuera un quejido largo y bochornoso parecido al de la estufa de
calefacción que en un crudo invierno clama a que la ajusticien. Se
revolcó, de sus ojos salieron dos lágrimas que se perdieron en sus
barbas. Sonia, abstraída, cambiaba de canales de manera metódica
y, a no ser por el pulgar que accionaba el control de mando, no
movía un músculo de su cuerpo amodorrado. Cualquier primer
diagnóstico habría sugerido que Esopo tenía un hueso cruzado en
la garganta. Falleció con la lengua afuera, sediento, sucio el hocico
de migas de pan, por una sobredosis de alprazolam.

43
44
CRISTIAN AVECILLAS
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De la realidad a la música
a Victoria Maga, oráculo

Hay guerras que las ganan los que cantan


Pedro Nazar

Basta una semilla para comprender la realidad como si fuésemos


la lluvia:
Aquí hay un árbol:
Matar una semilla es propiciar un árbol.

Basta interrumpir la luz para entender la realidad como si


fuésemos la sombra:
Aquí hay ternura porque estropeábamos el corazón que
iluminábamos.

Basta la pulsión de un animal para entender la realidad como si


fuésemos la garra:
Aquí hay ritual:
La castidad es deshacer la castidad.

Pero ocurre la necesidad de imaginarnos hacia adentro, de


verificarnos y sofisticarnos hacia adentro; y deambulamos de los
ámbitos del ser hasta los cántaros del ser. Al partir pensamos:
“tengo miembros, tengo trampas, y una adenda en donde están
mis convicciones”; y al llegar nos entregamos a la noche, mientras
buscamos en nosotros un hogar para la noche…

1
Nos decimos:
“Obedezco, ya es momento de imitar al corazón”;
Y en el latido de la raza
47
Asestamos nuestro golpe de pronósticos y máscaras;
Y ya es la percusión.

2
Así como la tierra sopla adentro del bambú
Cuando la brisa se aproxima,
Así juntamos nuestros labios al bambú
Y ya es la melodía.

3
Así como el océano se entrega a las arenas con los credos de un
adentro,
Así nos entregamos al silencio;
Y ya es el resonar.

4
Y al fin la música:

Golpeamos el tambor en donde un río se hace infértil,


Y ya no hay sed;
Soplamos el bambú para iniciar la cacería,
Y todo es sed;

Y cuando el sol se oculta, la música ilumina todavía.

5
Tendremos tótem en las piernas cuando nazca la canción del
pubis.
Tendremos tótem en la inteligencia cuando nazca la canción de la
cabeza.
Tendremos tótem en la piedra cuando nazca la canción del
tiempo.
Tendremos tótem en la hoguera cuando nazca la canción del sol.

Y si en algún lugar se escucha “Mundo”,


No es el mundo, es el tótem de la tierra en la canción del mundo.

6
48
Así es el mundo:
Adentro hay una danza de mujer llenándose de mundo,
Afuera hay una danza de hombre duplicándonos el mundo;

Afuera está la chispa en el silencio de los bosques,


Adentro, la mudez en el incendio de los bosques.

7
Entonces comenzamos a cantar:
Juntamos nuestro instinto de silencio con los fuegos del silencio
Y un anuncio de estructura nos florece en la frondosidad
quemada.

Juntamos nuestras manos apretando el universo


Y otra mano nos florece en la garganta como un puño.

Y ya no precisamos ver con nuestros ojos, sino con la canción,


No necesitamos sugerir con nuestra boca, sino con la canción.

8
Cuando el canto sustituye al infinito es el punto de alcanzar el
infinito,
Cuando el canto sustituye a lo cantado es el punto de empezar
otra canción.

9
Cantamos al rumor de un hombre:
“La búsqueda de un héroe nos impide la victoria del desgaste”.

Cantamos al rumor de una mujer:


“Amar es exigirnos una luz porque el deseo verdadero es hacer
sombra”.

10
Y entendemos la victoria:
“Somos tres los despiertos ahora:
El héroe que no duerme, y nosotros, sus efímeros cantores”.

49
Entendemos el amor:
“La boca ya no sirve para hablar, sirve para convidar,
La sombra ya no sirve para oscurecer, sirve para estimular”.

11
Y por fin nos liberamos del paisaje al convertimos en paisaje:

La música es el todavía del paisaje.

12
Por fin nos agregamos al ritual del universo
Al sentir el universo en el ritual del propio cuerpo:

La música es mitad de cosmos y mitad de voz.

13
Y si en el centro de la música se descompone toda pertenencia
¡Eso es lo sagrado!

Si en el “Yo” desaparece el mundo y recomienza el mundo


¡Eso es lo sagrado!

14
Porque la música es el verso que comienza
Donde trébol y árbol son igual de poderosos,
¡Y eso es lo sagrado!

Porque el deleite de una orilla es la otra orilla,


¡Y eso es lo sagrado!

50
JUAN CARLOS ASTUDILLO S
51
El sillón

desde la esquina del sillón


el bosque y su laguna.

la vista que se pierde,


la vastedad que agrieta el muro.

apago voces y rostros,


los espacios que
imaginé y son míos.

junto el río
y escucho un suspiro chiquito
soñando
la otra esquina del sillón,

abriendo las grietas,


inquebrantable.

52
el borde

ella busca el borde de la hoja. supone un peso


en cada esquina.
se decide. asiste.

sin más cada palabra se vuelve un espacio,


despacio, casi en puntillas.

camina con vehemencia


la extensión
que
tanto hiere.

la besa. una arista húmeda


deja de ser temblor.

ella busca el borde de la hoja, lo habita.

53
decir

utilizar la forma, desplegar el mundo, poblar la voz.

crear el contacto y sumergirlo…

alzar los ojos,


cerrados,
cortar el aliento en cantidades iguales,

precisar,

ir sin mirar a los costados


dispuestos a no volver y encontrar en la distancia el misterio que
urge.

decirte algo al oído.

54
desnudo

cuando se dobla la tierra y


cruza
subiendo la montaña
todos
los
peces
ríen.

una obra semejante solo alcanza cuando


se abraza
la sombra
y resulta el camino,
un sendero al borde del río,
las piedras que van juntando la mañana.

dormir, entonces, es una caricia.

por eso la noche empieza tan temprano,


por eso el sol llega despacito.

las horas que disuelven y funden otras horas, se conocen y com-


parten.

el Valor de una mujer que lo sabe sostiene el mundo y lo abre.

55
67

¿viste que te encuentro al fondo de un trigal verde, rectangular,


espacioso; de pie sobre el tapial de madera que sostiene el balcón
casi a ras de piso, también de madera, desde donde respiras la
huerta, el rio y la montaña, reclinadas las rodillas sonriendo cada
paso del sueño despeinado que se acerca a ti mientras, a la distan-
cia, observo y sostengo la bolsa con las compras para la cena y el
corazón hinchado de tu nombre sobre el mío mojando la tierra, a
cuatro manos, asistiendo el rumor de toda Verdad?

56
La quietud
la quietud es una pausa, un estribillo.

su profundidad depende y pende en un vaivén.

habitar las horas que anticipan el día,


indagar aquello que sostienen el canto y el vapor
y las formas que toman desvanecer.

no suponer. no mendigar.

la palabra es un poder y la voz es tu vos para reconocerte.

el tiempo es una alegoría, un romanticismo.

el miedo es ripio, un cuadro sin enfoque, un tercero escondido tras


el chaparro.

la quietud es un tropiezo, una cúspide, el viento que no llega a la


montaña.

una noche y el borde


de un sendero tarareando el bosque;

una voz de niebla y rudras;

un fondo
que se abre al vientre, al infinito…

una sorpresa,
su pregunta y el espacio para asirla…

57
la certeza,
la magnitud de la cruz;

la sed y ese dejo con que te conduces

través

de

mi.

58
puertas

una puerta se guarda aquello que el hombre advierte.


su majestad,
su palabra.

el mundo con él y en él.

una puerta sostiene su palabra, la inventa, nos es amable y nos


niega.

una puerta es Nadie; gira, dictamina y reclama.

el tiempo no se mira en ella.


el agua no sabe de ella.
la ciudad se guarda de ella.

una puerta no termina.

ninguna figura
la sombra que justifica un huequito tímido en la luz,
su hipo.

59
60
PAULA MARTÍNEZ

61
62
San Telmo
Fito

Un hormiguero
en mi cabeza
caótica,
bipolares obreras
se aplastan,
empujan,
cambian de vía,
de ritmo,
hasta enredar
nerviosos canales,
amotinar
los estímulos,
la sangre,
dolor, muerte, dolor,
ojos desgastados que chorrean
sin llegar a abrirse.
Te amo, te amo
(reconozco la voz,
las manos).
Abismo,
todo negro,
nada negra,
abismo,
las piernas
del feto que fui
se encogen sobre el pecho,
tanta belleza inútil,
veneno en los labios,
ceguera
¡apiádate ya de mi!
el mundo danza ajeno.
Y hay sombras,
63
humedece el paño rojo
de tu ausencia
sobre mis sienes,
sobre mi ombligo,
sobre mi sexo,
tratá y deja de mentir
Sofocada,
Desnuda,
la hierba me corrompe
para siempre,
¡Tuve cinco minutos
en tu red!
pienso marchita,
agonizo la libertad,
me extingo,
lejos de la noche de tu cuerpo
del encierro de tus brazos,
desierto y espejismo.

64
Paz sin calma
Cada noche, un poco antes de la diez
regreso a la agonía
verde amarilla de tus ojos,
revivo la lluvia de agujas
que dejan tus manos en mi piel,
ensordezco de tu voz
en mi oído,
me aterrorizo de tu cuerpo
que se desliza serpiente
hasta al piso.

Cada noche un poco después de las diez


vuelvo a la calma,
a esta sosa realidad
que me tiene para siempre lejos
de la tortura de tus labios
a ser normal,
tal vez feliz,
vuelvo,
a esperar la siguiente noche…

Algunas noches imagino


que te conozco otra vez en una plaza,
me miro en el extraño color de tus ojos
con el corazón húmedo
y dueles dentro,
como despertar,
como estar viva…

Pero no me escribes,
y lejos del roce de tus dedos,
tu voz trae un desagradable olor
a elefante mojado.
65
Sólo tu corazón caliente
Lorca

Frágiles tajadas de corazón


chorreaban de tus fauces
semiabiertas.

Estabas en la noche sin ser tú,


eras la noche…

Las gotas de fuego verde


se volvieron ojos
y el vapor del éter
te deshizo
sin que terminaras de comerme…

66
RAFAEL…
Tus ojos son de agua
y tienen una lucecita por dentro,
todo estanque es turbio
para quien se reflejó en ellos,
una sola vez.

Tu sonrisa se desliza
en los recovecos
de mi perverso laberinto,
y asientes con la ternura infinita
de los ángeles
en las estampas,
me estremeces el polvo y el gris
en una estrepitosa
tormenta de colores.

Te conocía de siempre
el oro de tu pelo
todavía refleja algo puro
en mi alma.

Ya no hay mundo
lejos de tu orilla.

Yo no inventé tus monstruos


pero sé que van a devorarme.
En este otro y vacío sitio
se deprimen los versos
demasiado paganos
para exorcizarte…
Húmeda de llanto,
valiente,
decido
67
librarte de este acto de fe
y me detengo
frente a ti
desnuda,
transparente,
sola,
a temblar este amor…

Esperas en el piso,
decrépito,
tu lengua seca
busca algún espacio de cuerpo
para sobrevivirme,
martirizas
la última de las esperanzas
con tu mano
extendida...

lejos
mis alas,
se abren
sin drama
me voy,
te olvidé dos días antes
de quererte…

68
FREDDY AYALA PLAZARTE

69
línea sacra
madero de moria2

A veces atravesó las líneas de un sistema numérico


donde yacían los doce elegidos por la noche

Y los maderos fueron atravesados


por cuatro clavos
la angustia vigilada por el amuleto de una mirada
Acaso un carpintero
escondía la cuarta-marca
de su frente en el sombrero
para contar las líneas de una tabla

antes de la tierra

Y el horizonte se desprendía de una línea férrea


donde las mazorcas hincaron a sus hijos
y un pájaro se llevaba
cada grano que caía en la mollera de un hombre

ecuación incorpórea

Y es la línea de una línea que escarba alguna letra


en el cateto de las piedras

Hubo un tiempo para arrojar el mar sobre una línea


y dejar que nazcan sus formas en el ombligo de un cuerpo

2 También conocido como Monte Calvario o Gólgota en el mundo judeo-cristiano,


sitio de la vil crucifixión de Cristo.
70
línea primitiva
paso genealógico

Algunos buscan el principio de la infancia en la línea de sus


manos
y se quedan en la despedida del horizonte

paso matemático

En una escuadra nace el trazo espiritual de un cuerpo


que hizo la comunión de arábigos siglos

paso meridiano

Piedra sobre piedra


dicen los habitantes del éxodo
cuando deshojan las líneas del equinoccio

paso siglo

Otros pisotean una recta en la cabeza de un antiguo difunto


y le cuentan al sol sobre las historias de una línea

paso ausente

Es el recuerdo de un pentagrama que prolonga cinco líneas en un


vidrio
acaso la cometa de carrizo
que duerme en la espalda de un niño
donde el viento pretende la ausencia de otra línea

71
paso geodésico

Un anciano que viajaba entre los códices del océano


postergaba su mirada por el páramo

y solo quería asistir al anochecer de la leña


en el fuego aplastaba cada forma de sus manos
porque reconocía su otra infancia en un geodésico dibujo
y con un catalejo quiso trazar una línea
para medir la angustia de su época

aunque esa línea de acuarela dividía el trayecto de un zapato


él se había ido entre los escombros del siglo XVIII

72
MAPA LÍNEA
Línea del nudo kipu
Línea del vientre afro
Línea del taino caribe
Línea del antiguo cero maya
Línea del axioma arábigo
Línea del internado hindú
Línea del número romano
Línea del nibelungo círculo
Línea del aletheia griego
Línea del sacerdote egipcio
Línea del céltico frío
Línea del minúsculo haiku
Línea del taoísta ocaso
Línea del indiano fuego

La línea fue un sonido anterior al sonido del mundo

1.

Sara escribía su testamento


en la trenza de una anciana

Aguanoche
cuánto ayuno disimulaba en sus entrañas
ajena a la ceremonia
de una elástica imagen

Aguasiglo
arquitecta sílaba de una escritura arcaica

y en su espalda
se descuartizaba la nuez
incansablemente buscaba el Sur entre sus talones
73
2.
escampaba debajo de un puente
su frío cojeaba en el colmillo de un dije
un crayón atravesando
la fisura de sus ojos
no comprendía las dimensiones de la piedra

hundía el soma de su memoria


Sara en el astrolabio

pero su párpado abanicaba ceros


y tumbaba cada vértebra
atraída por el ruido del agua en una alcantarilla
se fue en la caricatura de un enano

Esquema de un pensamiento

Se ha quedado la tinta de un vocablo en la cerámica del punto


el hacha atraviesa la pestaña del mar
quiere el lazarillo entumecer su
memoria
en la hendidura
del pezón
y sobre el mármol
un perro deshilvana pálida existencia
aprietan mis palabras el
tumor del tiempo
duermen los dientes
bajo la ceniza
arde la cosmogonía de una imagen en las varillas
el charco tiene la señal de
mis rótulas
gotea materia de los huesos
no quedan escaleras dónde apoyar la quijada
74 solo el filo de una mesa para demacrar más el cráneo
JORGE AGUILAR

75
Aproximaciones ciegas a unos versos abandonados
• La risa que zarpa desde la neblina como un barco antiguo.
• El amor hundido en un espejo sin azogue, que corre en la
misma dirección del granizo al anochecer.
• El colmillo superpuesto de una colegiala que ve brincar su
reflejo en una pileta de aguas envenenadas.
• La delicada estructura de las garras del tigre... su zarpazo
luminoso.
• Las brasas como el único manto para los que no pueden
creer.
• El tumor maligno en la rodilla de aquel niño que propuso
desarreglarse los sentidos.
• La tonalidad furibunda de nuestros gritos, cuando se saben
asechados por el alba.
• Los senos de esa prima amada tuya, irguiendo se, curiosos
y benevolentes, mientras esperan la pupila definitiva.
• Los cadáveres de las canciones que van a la deriva sobre
embarcaciones de lágrimas.
• Tu rabia, merodeando tras un escudo de vinos silenciosos.
• El pie que danza y la mano que toca un piano en llamas.
• El músculo de la irrealidad siendo masticado con salvajis
mo.
• Tu aliento aprisionado en mis uñas.
• Tu saliva tejiendo un arroyo, frente a las ruinas de un pala
cio.
• Los pezones de esa amada prima tuya azuzando las belfas
de una bestia invisible.
• Un gigante desplomándose, ciego, sobre las montañas.

76
El naufragio de la fruta

¿Por qué este vendaval


con cortinas y enjambres de humo
se ha abrazado
sobre mis muertos sin rostro?
¿Por qué los laberintos
llegan con un cataclismo
tatuado en cada una de sus galerías?
¿Qué buenas nuevas nos trae
la embarcación bañada en alquitrán
con esa mueca llena de espuma y maelstrons?
¿Cuál es la semilla en cuyo corazón
se adivina
el naufragio de una fruta?
¿A dónde se ha fugado el humilde poeta
que no ha vuelto por el cadáver
de su obra completa?
¿Por qué si mis pasos se detienen
mi sombra sigue saltando por los peldaños
de esa lejana casa en ruinas?
¡No necesito ninguna estúpida respuesta!
Me contento con la evidencia espuma
y la baba que se ha secado
al hacer estas absurdas preguntas.
Me basta con saber
que cada necia plegaria
se ahogará en una lengua
desconocida por un insensato dios.

77
Salvaje ángel azul

Salvaje Ángel Azul


mi martirio es una espuela
que le dieron a los vigías
muy cerca de mi almohada.
Ni la electricidad
ni la debilidad de tu sonrisa
podrán hacerme abandonar mis visiones.
Veo cómo se diluvian
los adictos a la noche,
veo cómo cargan sus pistolas
tras un remolino de máscaras
y serpientes.
Salvaje Ángel Azul,
inundé con mis banquetes
la iridiscencia de mis discípulos,
para después inundarlos
con gritos y trashumancias,
con voces verdosas
y miradas azuladas.
Ven a ver cómo canta
la muchedumbre
antes de arrojarse a la pila ardiente
de sus leves ambiciones.
Ven a cantar conmigo
sobre el pétalo sangriento
que cubre nuestro mundo.
Rosa de venas,
espinas de nubes kamikazes.
Ángel de distorsión
y murmullo de cámara de gas.
Ángel vestido con todas
las desgracias que engalanan
nuestra procesión de errantes
misioneros de la palabra vaciada.
Salvaje Ángel Azul,
78
niño de venenos ralentizados
en la lengua,
ángel con garras de niño rojo,
ángel destajado
esperpéntico
multitudinario
y adicto a las humillaciones celestes.
Ven a nuestra hambre
ángel azulado y estático,
ven a nuestro apetito
de desgracia divina.
El concierto que hará retumbar
este imperio
está a punto de desangrarse.
Abre bien los ojos, angelito de barro
y ciénagas eléctricas.
Ven y mira la hecatombe,
ven a ver cómo miles de gargantas
se inmolan
en nombre de otro dios,
el de la destrucción de lo inservible
y caduco.
El dios que odia la herida
en nuestros bautizos,
el dios que ama al vagabundo
de la noche
y al que se desnuda en las lágrimas.
Salvaje Ángel Azul,
ven y mira este arco iris de cantos
y tajadas en el acero.
Ven y siente el mármol
con que se tallaron nuestros rostros
y lápidas.
Salvaje Ángel Azul.

79
***

Fui embajador de los Humos Absurdos.


Guardián de las babas ruidosas
que bajaban en tropel por una catarata incestuosa.
Fui el coleccionista de números imposibles,
adalid de las palabras pervertidas
perturbadas
anquilosadas
y fui centinela apagado
con una voz tejida con tierra y harapos.

Este que observan con ojos puestos


al centro del fuego,
es el que pretende ser.

Voz, apenas susurro


envuelto en humareda fangosa .
Muchos han dicho,
mientras un muelle respira
bajo la sombra de una gaviota,
que habría que quemarme
con leña verde.

Fui representante de los comités


que traficaban niños hacia el marfil.
Fui guardián de las cloacas
puestas al lado del purgatorio.
Yo leí EL POEMA
en una rodilla acurrucada
por el cáncer y la infamia.
YO
YO
YO
La muesca desvestida
80
sobre la mesa del gran banquete.
Fui gobernante de ciudades
habitadas por monstruos de color incierto.
Fui mensajero embrutecido por el ajenjo
y la cerveza rancia.
Fui canción y trono.
Fui veneno y voz.
Fui puñal y granizo.

Yo soy el embajador de los Humos Absurdos.


Encuentren sobre mis cadáveres
una sola muestra de felicidad
y les daré la bienvenida a mi reino
construido sobre corazones marchitos
y flores de carroña.

81
82
AUGUSTÍN MOLINA

83
Pajeo filosófico en 5 diferentes situaciones
Todo lo que dice aquí es cierto, (justo aquí).
Aquí llega la metáfora (no aquí no)
sin comparación entre sus vocablos.
Aquí, a la más famosa portezuela
arriba el geógrafo decapitado con una dichosa construcción
visual:

Quedan solo las cordilleras entre hileras y en


sus cielos, allá arriba, donde el cielo es más pesado,
solo quedan volando entre sí, rabos efímeros de algunas
cometas.

Y esperanza, te puedo hablar como a una mujer


que se regocija con los excesos de dolencia,
como quien miro, esperanza, toda tu provincia
y como la sangre negra que brota del verdor sube densa desde
las raíces hasta la cúpula,
como quien me miro y me autoengaño;
recorriendo confundido, como la calavera del caracol la escalera
en espiral.

Ya una vez
el más hambriento me ofreció su pan
sin ninguna ley improductiva,
sin razón supuesta.
Sería ridículo intentarlo literalmente,
porque ya alguna vez alguien puso el pecho
por la patria, por la fe y hasta por el horror
ante ese disparo de pistola tragicómica,
donde las balas eran serpentinas atrapadas entre los cables de
luz.
Porque ya alguna vez
los anhelos de animal profeta
se tradujeron en lenguaje de señas
de diversas tesituras.

Sorda inercia, lento bagaje el de las entrañas,


voy arrastrando una edad derrotada,
ilesa ceniza la del origen antes de la antigüedad.

84
Antes de tener mi primer hijo, ya rondaba por la casa su fantasma
Juntó apenas toda la eternidad en esa esquina donde esperábamos
las estaciones,
arduamente cultivaba en el aire mientras los siglos le insistían la
totalidad de la cosecha.
Yo le había cumplido con el número exacto de años que especificaba
mi contrato.
A ella no parecía importarle ese lejano origen que abandonaba, solo
con la excusa de desgarrar su blusa de viento. Abrió unos cuantos
botones sin prólogo ni charlatanería, sin mirar al destinatario,
intentó vaciar su cuerpo dando al César lo que nunca pudo tener y
dando a Dios lo que no inventaría.

De ella habían partido el linaje de poetas anacrónicos,


que predecían indecisos el desemboque de todas las venas en el
mundo.
Sienten sobresaltados pero atentos, el brinco que da el parpado
ante el asombro,
sienten sin equivocación y de puntillas para asomarse a ver
cómo vienen las cosas desde su origen de inevitable divergencia :
no hay beso sin labio,
ni ala sin viento.

85
Para la despedida, en lugar de verte, me puse a escribir un poema
No por amargura ni melancolía
el poema se canta desde adentro,
como la más fina de las dudas.
He de oír cómo se puebla
y se supone que encarnes,
como yo,
idéntica
He de oír, más de una vez
el cuento de
la fragata de esclavos que encalló.
La fuente—ahora un surco de agua—
transportaba en su cauce una rana tejida a la luz del astro,
el grillo, por su lado, temeroso por los fantasmas,
en un eco infinito doblaba su campanario para hacerse compañía.

A la hora del té todos llegan tarde.


Incluso algunos ni llegan, ni llaman, ni escriben.
Son pocos los amigos de la primera tarde,
los que viéndote gordo de egocentrismo o de cualquier banalidad
tienden —por tu seguridad— a desinflarte de manera inmediata
siendo una frase la aguja
y tu mente el globo.

Abierto al mundo quedan mis brazos,


y no como señal de regocijo sino como pretexto
de sostener con hartazgo
una precaria forma de nube
que tiernamente ha sido hilada entre los fríos y los hombres.

86
Bosquejos de rostros y paisajes a pluma
Ya una vez me pasó que no sabía lo que era lo que acababa de
escribir, entonces decidí enmarcar todos esos sonetos sin sentido
en marcos que posteriormente fueron exhibidos. Así decidí verlos,
como cuadros que cuando pasaba por la casa, en una sola lectura
me sugerían el paisaje o las formas enardecidas de una silueta.
Había una estrofa en particular, de una bicicleta naranja un tan-
to vieja que nunca se había movido, aquella postal evidenciaba la
inutilidad de ciertas invenciones, que daba al mundo la ausencia
del hombre. Había otra estrofa que se leía por sí sola, una que fue
colocada estratégicamente para aprovechar los rayos del sol y re-
flejar sobre una hoja en blanco el rostro de quien la mire. El logro
del autor había sido muy absurdo en realidad, porque no había
nada ante nuestra mirada, ni demencia, ni llanto. Solo un papel en
blanco encerrado entre vidrio y madera reprimiendo todas sus
ganas de zamparse en la cara de los curiosos —que muy osados—
piensan parecerse a todo ese universo posible.

87
Ensayo para media docena de apuntes
1. Si no puedo volver, si aquel sendero desterrado
me lleva al reverso del mapa no pasen a
buscarme,
ni a condicionar la lógica. Es parte del despojo.

2. Eras más momentánea e indefensa,


como murmullo
carente de sentido, que con sonámbula
torpeza,
elaboraba nuevamente el grito para
festejar la vida.

3. En la lluvia suenan los violines, desde adentro miro


cómo se arrancan de la madera las cuerdas y se inunda
tu perfil que reposa sobre mi sueño liviano. Liviano de memoria.

4. Aquí se empieza a restar, nos quedamos con lo


necesario.
Tengo tu mano que ensaña al follaje y levanta
al polen
impasible para ahuyentar toda simulación de
un soplo.

88
5. Si te contara como es que te fui
encontrando.
Yo vivía cuesta arriba y tu algún rato
bajaste
con la excusa de bendecir mi tierra, ¡que
bobería!

6. ¿No te suena querido lector todo este trámite un


tanto
deshonesto? ¿Por qué simplemente no llegó el poeta
y arrojó sobre la mesa todo este texto como un trozo de carne
cruda?

89
90
CAMILA PEÑA

91
Infancia
Suenan las campanas de una tierra distante
y los versos que no he dicho se me riegan por los ojos.

Trato de contarte que entre dios y los humanos


existen errores y alas transparentes.

Como por ejemplo; hoy en la tarde


entre una pila de libros viejos,
encontré la razón más pura:

“Escribir en la memoria de un niño que salió a jugar y ya no va a


volver.”

Quisiera estar al borde de ese abismo


que separa la inmortalidad de los sueños con el rojo,
y poder confesarte que una tarde el demonio
me enseñó a sentir cada parte de mi cuerpo.

Pero mi material es de los ángeles

Pero mis alas se queman poco a poco cuando alzo mi voz.

Con vos, ¿quién jugará?

92
Peso 0

Las líneas de mis manos llegan a países que no existen


y mis ojos se sienten como plumas en este aire sin tiempo.

Trato de encontrar relojes,


pero fueron cambiados por pájaros dormidos.

La muerte me mira desde la ventana,


yo ya tengo los pies elevados.

Y ella sufre de verme así,


volando,
viva.

93
Saudade

Aunque cuerdas invisibles


te aten al compendio irreversible que es este instante.

Aunque mi brisa sea inherente a tu piel


y los gestos de mi nombre lluevan en las tardes. 

No tendré nunca pasiones resueltas,


ni vicios en los que logre encontrarme. 

Tampoco sabré darte más que unas manos acostumbradas al


agua
y palabras que rompan los huesos más pequeños. 

Te avisaré cuando se filtren los colores por las hojas


y el mundo sea la mentira más dulce: 
Eres siempre libre. 

94
Espejos II

Más difícil que fijarse en las flores


es sentarse una tarde frente al espejo
y tratar de encontrar en el reflejo
entre ciudades dormidas,
una figura de árbol.

Más difícil es darse cuenta que no importan los ojos


y que en un minuto de silencio
la soledad puede caer sobre la tierra.

En lugar de hallar tu nombre


me encontré con una rosa congelada
a la mitad de un cuarto vacío.

Decidí unirme a las paredes


para no sentir el frío,
y sin darme cuenta
yo era blanco también.

Siempre supe que tuve en los ojos,


los soles más tristes.

95
96
VERÓNICA NEIRA

97
Etéreo
Por esto callo,
porque soy la loca,
la que canta, la que siente,
la que grita,
la que sueña que siente
y cree que existe
y grita que siente.

La que canta y cuenta,


la que sueña
que tiene el poder de hacerlo
y calla...
para que el poder permanezca.

Y calla porque se rompe,


se triza con el viento.

Y se calla.

Se calla,
porque el sentimiento existe
y si se cuenta,
se triza.

98
Huida imperceptible
y la lluvia es un espejo que me ayuda a verte bien
Fito Páez

Borro tu mano,
desaparezco uno a uno tus dedos.
Elimino tus labios de mi memoria,
no los hago míos...
Nunca fueron.

Porque no estabas,
no te creía si no era de noche.
No pudiste pronunciar nada en la madrugada,
estuve sola.

Y quería encontrarte
en medio del naufragio obligado,
pero zarpaste solo como siempre,
como has estado desde el principio del alba,
desde el parque y el cuarto vacío,
sin tus pies y palabras que se escaparon...
a la nada.

No fuiste parte...
porque sin noche no te creo
y sin lluvia no existes.

99
100
FALCO

101
Crónica del CAI

Nuevos talleres de performance con chicos en situación de reclu-


sión. Cuando para ingresar a estar con ellos tienes que dejar todo
extra en la entrada, y solo te queda el cuerpo y la palabra. Cuando
te encuentras con realidades y problemáticas diversas, profundas
que sobrepasan tus imaginarios y experiencias previas. Cuando
te das cuenta que hablarles de nuevas masculinidades tiene más
sentido que hablarles de arte actual; o te reafirmas que el arte es
un pretexto para aportar en contextos específicos. Cuando tu pre-
sencia ahí es una continua mediación entre el ser, el deber ser, el
querer ser y el sistema institucional de control y disciplinamiento.
Cuando la primera puesta en escena que realizan te desgarra por
la historia ahí implícita, desde sus vivencias y registros corporales/
emocionales propios. Cuando toca no solo reprogramar contenidos
y ejercicios de acuerdo a sus acciones y reacciones, a las intensida-
des e imprevistos, sino reinventarte a ti mismo, en ese momento.
Veintitrés chicos y “el profe” en un espacio reducido, cerrado. Ha-
cemos un ruedo, están expectantes al siguiente ejercicio. Todos
tienen un tatuaje, una marca, una cicatriz, un piercing en el cuerpo.
O varias de estas improntas a la vez. Que hable el cuerpo sobre
el cuerpo, les digo, les invito, les provoco. Cada uno hará una ac-
ción al centro que cuente una historia alrededor de sus registros
corporales. Hay una mezcla de duda, tensión, miedo, adrenalina.
Quiebra el silencio una voz al fondo; uno de los más avezados gri-
ta: ya pues profe, empiece ud. sobre la cicatriz en su cara. Salgo
al ruedo, revivo esa noche, aliviano sombras. Me preguntan deta-
lles, hablamos de la calle, de la muerte, de las muertes. Se rom-
pió el espacio escénico, poco a poco se van animando. Y terminan
contando, develando más allá de lo pedido. Historias íntimas son
escritas en el ruedo con sus cuerpos, gestos, movimientos y emo-
ciones. Suena la campana, les toca hacer fila y numerarse. Uno
de los más tímidos tarda en salir. Me acerco, le preguntó cómo se
sintió. Para mi fue otra manera de llorar, me dice. Pero también de
cantar, le digo. Salimos.
102
Saudade
Lunes, subirte al taxi, sentarte atrás, pedirle que te lleve a una di-
rección tal. Colocarte los audífonos, poner una vez más Pictures Of
You de The Cure, apegar la cabeza al vidrio, mirar al mundo pasar
por la ventana, saber que estás y no estás ahí, sentir que la muerte
va sentada a tu lado mirando la otra orilla en silencio, apegando
también su rostro al vidrio. No necesitas voltear para saber que
ahí está, y mientras el taxi desciende la quebrada y el taxista inú-
tilmente quiere conversar contigo, sientes de pronto que la muerte
comparte tu melancolía de saber que Liz cada vez se aleja más.
Por eso tampoco te mira, te habla, te sonríe. El auto serpentea, tu
cuerpo gravita la nada que evapora toda posible palabra. Toma
treinta y seis minutos llegar al trabajo. Pagas y solo ahí, antes de
bajar, volteas a tu izquierda. Pero la niña blanca ya no está. No
aguantó tanta tristeza compartida contigo en un estrecho asiento
para tres. Se bajó antes, en el puente de los suicidas. Ahí está,
columpiándose en hilos de sangre mientras ríe acompañada del
canto de un río que busca olvidar al mar.

103
104
TANIA RODRÍGUEZ

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Sofi Mac-Donald

Quizá fuimos hechos para vivir de la nostalgia: este


noviembre es el de un otoño que se me apetece conocido.
Algunos dirán que las hojas solo caen en los jardines de
aquellos que se arrinconan a la sombra de una ilusión
pasada. Yo te hallé en el bolsillo de una gabardina con una
tarjeta que me hizo recordar que aquella noche nos habíamos
embriagado. Contradictoriamente, esa fue la última vez que
vi a Sofi MacDonald. De lo que sucedió luego, solo recuerdo
la mano extendiendo el trozo de cartón: tengo aquí la tarjeta
de un sepulturero que la ayudará con gusto si eso es lo que
quiere. Dos días más tarde, tuvimos plena conciencia de que
la semana, el mes y el año se habían ido; y la vida de Sofi,
también.
En mis recuerdos, la luz penetra por las ventanas, débil,
delicadamente se acuesta sobre su lecho mortuorio; mientras
alguien detrás de mí llora desconsoladamente. Los minutos
pasan y yo sorbo una copa de vino. Jamás le he dicho esto a
nadie; pero, ¿sabes qué significa que alguien haya dado la vida
por ti?, ¿qué alguien esté muerto para que tú vivas? Es como
estar viviendo la vida de otro. Porque en ese lecho pudo ser mi
cuerpo el que recibiera por última vez la luz matutina. Pudo
ser mi cuerpo el que presidiera el cortejo mientras otra a mis
pies habría tomado esa copa de vino meneando la cabeza y
con gesto de superioridad por estar aún viva.
No hay verdad absoluta. Quizá , con Sofi también he

106
muerto yo, de cierta manera. Estábamos en la edad del amor,
de aceptar por verdad cualquier punto de vista con tal de tener
un asidero. Por eso, queríamos creer en tu palabra; por eso o
por cualquier otra cosa. Pero yo acepté que no había manera
de ganar y que perdiendo solamente se perdía menos. Sofi se
empeñó en ganar.
¿Es ridículo esperar más de la ruleta? En la vida adulta,
el amor es un juego social. Los jugadores se conocen, se
oponen, se miden, apuestan y, generalmente, pierden. Todo
esto sin tanto alboroto. Y nosotros, mi amor, aún tenemos esta
tarde que se desgaja en nuestras manos y la tibieza azul de
los recuerdos juveniles que, día a día, rozan las paredes del
espacio que todavía ocupan nuestros cuerpos. Nada tengo que
reprocharte: mi alma te recuerda tal y como eras entonces.
Sin embargo, nunca estaremos juntos porque siempre
recordaré a Sofi Mac-Donald y la tarde que percibí el olor
de su muerte entre la llovizna que caía sobre la ciudad: la
última vez que la vi viva, cuando aún ni de lejos hubiera podido
haber sentido esta lástima por ella. Antes de aquello, nada me
importaba que algo que dijeras fuera mentira; pero, ella murió
para no yo viviera.
Antes de aquello, teníamos tiempo; con ella, se fueron
los días felices y tu rostro se me volvió tan extraño. De hecho,
todo en ti es para mí ahora extraño.

107
Harry

Minutos después de la celebración de la boda, ella lo vio


caminando entre los invitados y se dejó conmover por su primera
mirada. Le pareció que, ciertamente, aquel hombre no podía ser
un ser humano común, porque poseía excelencia y altivez en
su andar y un algo de humildad y de ternura en los ojos. Luego
de unas horas le fue necesario recordar que hace poco había
prometido fidelidad a otro hombre y buscó en su razón la idea que
la tranquilizara: “al final de la fiesta no volveré a verlo”.
Pero ello lejos de dotarle de la calma que buscaba, la intranquilizó
aún más. Toda su felicidad de novia que se atavía para su esposo
de hace algunas horas se transformaba en una desazón que la
confinaba a la más cruel inseguridad. ¿No se había comprometido
hace tanto tiempo? y ¿no había esperado por el hombre que ahora
era su esposo como si fuera este el único hombre existente en el
universo?
Volvió el rostro y descubrió que aquel hombre de piel trigueña
y enmarcadas cejas la miraba también, sintió con horror que su
atracción era mutua, tuvo miedo de que alguien más lo notara,
buscó entre los invitados alguna mueca de sospecha, empezó a
reír cínicamente tierna para despistar a los demás invitados de
su infausta preocupación. Pero, conforme pasaba el tiempo y se
cambiaban las piezas musicales, fue cayendo en la desesperanza,
porque él –el extranjero amigo de su esposo– tendría que
abandonar la sala para regresar a su país, y ella perdería para
siempre la magia de aquel momento que la atormentaba.

108
Deseaba con fervor que él se acercara para saludarla, pero el
hombre se mantenía en un rincón de la sala. Algunos minutos
después, otro de sus amigos invitó a Harry –así se llamaba el
extraño– a bailar con una guapa moza y él aceptó. Esa fue la
única pieza que bailó y mientras lo hacía, ella sentía cómo algo
parecido a un monstruo le congestionaba el habla, sobre todo
cuando él dirigía su rostro hacia ella como para disculparse por
su infidelidad con la mirada.
De vez en vez se preocupaba por despertar de esta pesadilla y
volcaba su vida para otro lado con todas las fuerzas de su alma. Sin
embargo, no fue fácil ignorar a aquel hombre que le proporcionaba
el momento más placentero desde hace doce años, los que llevaba
comprometida. Tenía una magia singular que no poseía ninguno
de los hombres que había conocido ni que conocería durante toda
su vida. Porque Harry era, para ella, la creatura por la que los dotes
artísticos del Divino Hacedor llegaban a su más alta perfección; y
estos, los minutos más singulares y felices de toda su existencia.
La fiesta continuaba, los novios tenían que despedirse, estaba
obligada a mirar hacia otro lado, pero sentía que el hombre –
quien al igual que ella le había dado la espalda en un momento
de clímax de su turbación debido a su lucha personal en contra
de esa atracción tan repentina– ahora tenía sus ojos sobre ella,
esperando la mirada última que ella tuvo la atormentadora
valentía de negarle.

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110
AMBER CHICA APOLO

111
Danza gastada
Ella abre los brazos
mientras el viento la atraviesa.
No siente frío
y la lluvia le parece escarcha.

No hay caminos
ni rutas inmoladas.
–se ha perdido–
No hay dogmas.
No hay fe.
No hay artificios
que la puedan sostener.

Ya su dios se convirtió
en estertor soñoliento.
Ya su ingenio se suicidó
y su orgullo quedó huérfano.

Solo le queda el viento


y el galope exangüe de la lluvia.

–se ha perdido–

Pero ahora… ya no teme


verse desnuda
y vacía.

Génesis 19:15-17
La esposa de Lot se convierte en sal
mientras la última pareja prohibida
gime entre las llamas

112
SOLEDAD CORRAL

113
VIII

Sabíamos cómo cambiarlo todo de un solo golpe. Cómo cualquier


atisbo de goce podía convertirse en el parte mortuorio de nuestros
sentimientos. Con Alisa aprendí a reconocer el sabor de ese riesgo.
Fue un día de agosto, tono sepia. Desde un tiempo atrás sentía que
mi relación con Alisa era siempre cuestión de jugar a las vencidas.
Ese día conspiró para que todo en mí amaneciera agostado…
Llegué temprano para evitar ver cómo la gente se acumulaba a su
alrededor para adularla con su palabrería insensata –único objetivo
de la muchedumbre egoísta que la rodea, que huye de los modelos
oficiales, sin darle un valor sincero a su escape alternativo. Para el
momento en que Alisa subió al escenario, yo esperaba estar ya, de
alguna manera, amortiguado.
Primer acorde: todas las personas se volvieron extrañas, viviendo
y muriendo en ese segundo. A mí me gustaba su voz, me parecía
una disculpa con la que eludía mi presencia. Yo, parado frente a
ella como un dibujo abriéndose intentando penetrar en sus ojos
turbadores, pero esquivos.
Los pocos minutos entre canción y canción me servían para buscar
la justificación de verme allí, perdido en medio de esas criaturas
fanáticas, silbidos y gritos que no soportaba, pero, su canto volvía a
erigir razones. En cada coro, para ella, me volvía un prófugo entre
su público menos importante que yo, pero quizá más duradero. Sin
embargo, me hallaba absorto en el sonido de su guitarra, quería
que me acariciase con sus manos de mujer, no que me desgarrase
ese ser petulante en el que, poco a poco, se convertía.
114
De pronto todo se me nubló, ese momento pensé que fue porque
manosearon mucho su brillo. Apenas conseguí distinguir que, a
pesar del ensimismamiento, no estaba tan solo y que mi plan para
mantenerme distante de Alisa y de todo ser de alrededor de 100
libras metido en un traje alternativo, no había funcionado como
esperaba.
Me desperté el domingo que traía una seca y pesada melancolía
en sus bolsillos. Encontré sospechosas marcas de besos rojos en
mi camisa y una distancia inexplicable entre lo que no recordaba y
mi inmenso amor. Supe que había cambiado de dirección bajo los
efectos de aún no sé qué estupefacientes. Después del concierto
me había convertido en un humano involucionado que con tanto
malestar me tocaba aceptar. Me daba nausea el olor de mi cuerpo
que se había apegado al de una mujer cualquiera, un olor que no
era el de las carnes que arden cuando se entregan con pasión.
Logré coger mi celular. Un mensaje recibido, era de Alisa: Emiliano,
quédate donde estás, en ese trozo de cielo, en ese desequilibrio
entre el sol y la luna, en la nada de tu sueño infeliz.
Ahora me doy cuenta que entre Alisa y yo no hay otra cosa que una
soledad compartida, punto en el que nos unimos: miedo que mata
toda vida y toda resurrección.

115
116
SEBASTIÁN ÁVILA

117
Yo que todo lo prostituí, aún puedo prostituir mi muerte y hacer de
mi cadáver el último poema.

Leopoldo María Panero.


Yo no soy aquel

La muchacha que borra más de lo que escribe


El niño que juega solo
El eterno perdón de un padre que no olvida
La felicidad fingida
El espacio más que el tiempo
La esperanza de los imbéciles
Las cosas que se rompen para siempre
Las escaleras que no llevan a ninguna parte
La caducidad y la distancia
El sueño que nunca interviene
El abrazo de los amantes que nunca se concreta
Las contraseñas
La bi-división en lobo y hombre
Hombre y espíritu
Las p a l a b r a s (que nunca existen)
La vida que nace muerta
Lo imperdonable de cumplir años
El ciclo de la casualidad
El miedo a la locura
Los tabacos que se apagan
La primera mirada

La pequeña pregunta si los poetas se enamoran.
118
Topográficamente separados, llenando vacíos lejanos en donde
las soledades se hacen tan grandes como balcones abandonados,
nos hemos gastado la vida en estas cinco paredes funestas. La
quinta, como sabes, es mi triste sostenedor de derrumbes que no
solo funciona para mí sino también para ti, por eso debo correr
muy rápido, evitar cualquier golpe incluso los de suerte. Irme lejos,
buscar una fuente inagotable de papel y sacarme este perfume,
tu perfume irreparable de mis manos. Todo me da vueltas a esta
hora, las mandíbulas me saben a una rara mezcla de sal oxidada,
no doy conmigo. Algo ha rodado a mi lado no sé qué hacer en es-
tas cuatro esquinas que conforman la nada. ¿Cómo se ovilla un
silencio de extremos elásticos? Un viejo runrún sin sonido es lo
que va apareciendo triunfante en el medio de mis pupilas. Debería
gritarte y hacerte saber que estoy aquí pero no lo hago más bien
quiero lograr este contagio y su efecto somatomorfo y creerme de
verdad el papel de eterno kamikaze en toda esta historia suicida,
viajar, amar, morir, hasta convertirme de nuevo en lo que soy en lo
que fui en lo que tu alguna vez te habías amado.

119
120
DAVID JIMÉNEZ ABAD

121
Cumpleaños feliz

¿Cuántos tiros hacen falta para matar al ruiseñor? Harper Lee


demostró que los valores son necesarios, ¿en esta época donde no
importa más que el placer propio? Sí, esos que te enseñan en la
casa o en la calle. Pero, no entiendo, To Kill a Mockingbird ganó el
Pullitzer en 1961, a qué viene tu anacrónica reflexión. No lo sé, vi
la película dirigida por Mulligan hace poco y hoy me acordé.
Bueno, es tu cumpleaños, estás melancólico. Tal vez, pero es un
gran libro y ahora las películas en blanco y negro me llaman más
la atención, es como si mi vida no tuviera matices, como si toda
decisión que tome me llevara al abismo o en el mejor de los casos,
a un peñasco, pero no encuentro ese camino a la tranquilidad o
felicidad, ¿es que acaso existe? Uno de los principios fundamentales
de la vida es la felicidad o la búsqueda de ella, la alquimia de
convertir la competencia por la supervivencia en ese producto
ideal de la publicidad que se llama felicidad, a vos te aqueja, te
pesa, te disgusta, que empieces a pensar en ella como un ideal,
temes que tus sueños de rebeldía se detengan por ese ideal tan
franco y necesario que es la tranquilidad. ¿Pero cómo luchar
contra ese mundo?, ¿cómo no sentir miedo al fracaso? No estamos
solos, y te digo, ahora, en estos últimos años he regresado al calor
familiar. No te reprochó los deseos. ¿Te burlas? Tampoco, pero
debes comprender que el tedio no es una molestia, no debes
reprochar tus pensamientos, ni ocultarlos, tal vez escribirlo,
alguna vez te dijeron eras bueno escribiendo. Y hablando huevadas
también. Es parte del proceso. No te detengas hasta que te sientas
absuelto por vos. ¿Resulta ahora que también puedo ser cura o
122
alguna especie de mercader de ilusión? No, claro, vos eres más
hijueputa. Pero empiezo por algo, tengo 24 y miles de dudas. Tengo
celos, rabia, deseos, ansiedad. Llego a menospreciar y luego a
idolatrar, siento que no he conseguido ni la mitad que me he
prepuesto, que cada día estoy más lejos de lo que deseo. Ya veo a
dónde va esto, quieres que te digan que eres perfecto y que puedes,
que la vida no es justa y que mereces lo que otros tienen, pero no
seas tan huevón, no tendrás eso de mí, si quieres vivir una mentira
lee alguna huevada de librería higienizada, tienes a Coehlo, Risso,
y cientos de charlatanes, deja de gastar en libros extraños de
autores que pocos conocen y que vos también poco conoces; has
leído algo, tampoco mucho, pero en tus estantes tienes autores
interesantes, aunque, eso sí te digo, lees como un cerdo, eres
desordenado en tus lecturas. Qué le voy a hacer, nunca he sido un
prodigio del orden, ni en mi vida, mis lecturas son un reflejo de
ella, pero yo también te sentencio a algo, ahora leo más, pierdo la
nación del tiempo cuando me enfrento a buenas lecturas. Hace
poco leí a Marguerite Duras, qué vida tan jodida de esa vieja, murió
por su adicción a la bebida, tenía derecho, escribía bien, cuando
tienes ese don puedes morir como quieras, aunque ella tal vez no
lo haya querido así, bueno vos me entiendes. También leí a Laura
Restrepo y Joyce Carol Oates, he desarrollado una fascinación por
las escritoras, ¿te has dado cuenta que son pocas o que tal vez la
industria editorial no las muestra? La verdad es que si un libro es
bueno, el género de una persona me importa poco, creo que la
literatura debe noquearte, dejarte en el piso, romperte el mate,
desarmarte por completo, o para qué carajos lees si vas a quedarte
igual. ¿Te ha pasado que empiezas a encontrar parecidos a
123
personajes ficticios con personas? ¿No debería ser al revés? Es
que tal vez esa sea la realidad, digo, los libros. No, bueno, no lo sé,
las obras distópicas me encantan, te confieso algo más, ahora me
derrito con la fantasía, series, cuentos y demás, soy un puto friki
leyendo conspiraciones y leyendas de Game of Thrones, ¿te
imaginas? Yo, un disque intelectual joven metido en blogs de nerds
gordos como yo, los prejuicios. No son prejuicios, de verdad estás
gordo. Bueno, sí, pero no tiene relevancia. Dile eso a tus arterias.
No me jodas y escucha. Ya no escuches nada, ya me cansé, igual
no existes o yo no existo, o eres el sonido del teclado. O estás
drogado. No, de verdad no lo estoy, muy lleno, sí, y eso también
afecta al desempeño de mi cerebro, pero bueno, nos vemos, feliz
cumpleaños. Feliz cumpleaños, colega. ¿Colega? Sí, colega. Ya te
digo que no te conozco, que no sé si existes, no soy tu colega. Ya no
empieces de nuevo, lárgate a hacer algo, no sé, agarra el maldito
libro que recién vas en la 200 y son como 1000. Pueden ser 10000,
eso no me interesa ahora. ¿Entonces qué quieres? Has pasado
quejándote, chucha grábate y presenta un monólogo o hazte
youtuber, dicen que esa nota es la del futuro, aunque no sé, solo
veo a puro pendejo gritar, reforzar estereotipos y denigrar el
lenguaje, pero si sigues con la cantaleta, puta, serás una estrella.
No ayudas. Tampoco quiero ayudarte. ¿Entonces por qué estás
aquí? No me puedo ir pues, porqué más estaría aquí. Quiero que te
vayas, leave me alone, ya, fuera. Tendrías que matarte, vamos, es
fácil, cuélgate, ahórcate, mezcla pastillas, compra un raticida,
córtate las venas, no sé, morir es fácil, no entiendo porque la gente
se compromete tanto con la vida, si la muerte es la libertad del ser,
el principio de la existencia sin exigencias, ¿me entiendes? Lo que
124
quiero decir, es que de alguna forma, la muerte es una vida
menospreciada. Ahora vos tienes dudas sobre la existencia,
¿también es tu cumpleaños? No, pero, siempre es un buen
momento para ponerse melancólico. ¿Recuerdas la generación
Beat? Esos manes estaban locos, angustiados, extasiados de
tantas drogas consumidas, pero escribían, a pesar de todo
escribían, y siempre bien, y siempre crueles, y siempre con un
objetivo: crear algo nuevo, destruir los mitos y las entelequias,
sobreponerse a la desidia de una sociedad ocupada en escupir
miedos, ¿te das cuenta? Somos dos cobardes que intentamos
darnos fuerzas, ¿para qué? Hace un rato mencionaste la muerte
como un inicio, bueno, creo que tienes razón, ¿lo intentamos? No lo
sé, ahora creo en la teoría de la cobardía, pensarás que soy un
farsante, sí, tal vez, siempre lo fui, más ahora, nunca debiste
hacerme caso. Nunca lo he hecho, sin embargo, siempre te he
llevado, siempre vas conmigo, maldito, no sé cómo deshacerme de
vos. Y te recuerdo que cada año soy peor. Odio más, me fastidio
más, todo aumenta, somos lobos esteparios atrapados en los
juegos de espejos, buscamos juventud, emociones fuertes y no sé
qué otras cosas. Sexo, dirás. Bueno, puede ser, el sexo es sexo, lo
necesitamos, hoy y siempre. Creo que hemos perdido el hilo de
esto, no sé si llamarlo conversación, no sé ni cómo llamarlo, cada
encuentro con vos es extraño. ¿Resulta que yo soy el extraño? Yo,
un ser sin forma corpórea, que vive en algún rincón podrido de tu
cerebro, alguien que aparece recurrentemente cada mes, como un
anuncio de fertilidad, para recordarte que no puedes estar cuerdo,
para que ni siquiera lo intentes, osas en llamarme extraño, eres un
ser débil y gracioso, sí, gracioso, solo los imbéciles son graciosos,
125
los crueles son inteligentes, te falta maldad. ¿De cuándo acá me
das consejos? ¿Quién eres? ¡No existes! ¡No estás dentro de mí!
¡No sé, lo que te digo! ¿Por qué cada vez tienes que terminar con
gritos? Mira, dejemos todo esto así, la fiesta está por terminar,
estás encerrado en el baño de la sala, tu familia te espera para
cenar y vos sigues creyendo que tus pensamientos son más
importantes que el cumplimiento de un ciclo de la vida: la derrota.
Ya está, la vida es de los perdedores, de aquellos que no se
atrevieron, pero que tienen la superioridad moral para criticar
cualquier empeño, es de ellos el reino de los cielos, de los infiernos,
de los borrachos, de los blasfemos, entiende de una vez que
perteneces a ellos, deja de atormentarte cada vez que cobres un
cheque, por más que te sientas lejos, siempre serás uno de ellos,
insisto, lárgate, sal del baño, límpiate los mocos, no ha pasado
tanto tiempo, no creerán que te masturbabas, saben que estás
algo enfermo, pero en su mente no se atravesaría la imagen de
vos con tu miembro en la mano, eso es enfermo, pero ya, ahí
tienes papel, y también tienes 24, cumpliste un año más, ahora, no
vuelvas a joderme en toda la noche, piensa que no existo, que vos
no existes, que nada existe más allá del terruño, ahora soy vos,
vos eres yo, un cuerpo sólido y mofletudo, un reflejo de lo que pudo
ser, pero no lo fue. Gracias.
La escena se repite cada año, en su cumpleaños, cada vez es
más fuerte, a veces terminan a golpes, pero al final siempre se
reconcilian y se vuelven a putear, no pueden vivir separados.
¿Quién narra esto? ¿Quién me lo contó? No lo sé, tal vez soy parte
de ese cuadro psicótico, pero eso es otro cuento.

126
NATALIA GARCÍA

127
Ojos verdes feos, pero feos

1.
Caminaba detrás de ella. Traje holgado, cabello tieso por el fijador,
piernas regordetas. Se dio la vuelta y me miró con sus ojos verdes.
Verdes pero feos. Me dijo que me apurara, que no teníamos todo el
día para ir a almorzar.
Al fin llegamos a la fonda que queda cerca de casa. Lo hacemos
todo cerca de casa porque a ella no le gusta ir nunca más allá. Le
dan fatiga los autobuses. Si le digo que caminemos hasta el centro,
dice que ese lugar es un sin dios. De un tiempo acá todo es un sin
dios. Leticia es de las que escuchan una cosa de un extranjero y
se le pega como chicle, y lo dice sin saber usarlo hasta desgastar
todo el sentido. Lo del sin dios lo escuchó de una vecina española
y ahora lo usa para todo. Los tatuajes, un sin dios; el vecino de lado
con su música bailable, un sin dios; las pizzas congeladas, un sin
dios; la gente que trota con licras pegadas, ay diosito un sin dios.
Pero Leticia es así. Sabemos que no es así desde que nació. De golpe
un día Leticia fue todo lo que es. El cómo y el por qué resulta muy
confuso. Nadie podría imaginar a Leticia, de niña, abanicándose y
lanzando quejas al aire cada dos por tres. Pero, si lo pienso bien,
nadie podría imaginar a Leticia de niña. Parece que nació así de
grande y rotunda. Que no tuvo un antes. Una personalidad así no
se construye, cae del cielo como un meteorito y aplasta lo que
tenga que aplastar.
Leticia y yo vivimos en una casa grande. La casa donde nacimos
todos, pero donde moriremos solo ella y yo. Papá murió primero
y mamá después. Nuestros cuatro hermanos se casaron y se
128
fueron. Cuando salió el testamento, ni siquiera reprocharon o se
interesaron en la casa. Nos la cedieron. ¿Cómo? Con tal de no
vernos más. Nos dejaron su parte. Todos habían hecho su vida
y no querían hacerse cargo de las hermanas. Se turnaban las
invitaciones en festivos, eso sí. Cada año nos tocaba en alguna casa,
pero solo en semana santa. En navidad, fin de año, aniversarios,
graduaciones y cumpleaños, jamás. Sus mujeres presumían de
ser buenas con nosotras, de invitarnos a cenar, de preocuparse
por las dos hermanas, pobres, sin suerte en la vida, condenadas;
al menos se tienen la una a la otra, murmuraban seguramente con
otras mujeres como ellas.
Pero la condenada era yo. Leticia vivía más que contenta. No se
debía confundir su actitud quejumbrosa con infelicidad. Dormía
como un ángel y todo el día se la pasaba escogiendo telas para
mandar a hacer trajes, trajes holgados, distinguidos, propios para
una señora de su edad. De cachemira. Sabía mezclar muy mal los
colores y llegaba a casa a mostrarme sus adquisiciones beige,
vino y verde podrido, que le combinaban con los ojos verdes feos.
Luego se la pasaba orquestando cómo debía hacerse todo en casa.
Caminaba por los pasillos ordenando. Carmela y yo la seguíamos,
cumpliendo todo mandato. Carmela fue la empleada de mi madre,
nos crio a todos. Nosotras la heredamos, como heredamos la casa.
Nunca pudo irse, y creo que nunca quiso. Yo, la condenada, me
fui quedando también. Me quedé atrapada por Leticia que tejía
telarañas a mí alrededor y yo no lo sabía. Hasta que un día fue
muy tarde. Ya no pude salir.
Y es que Leticia tiene una forma de enredarte que ni te das cuenta.
Parece que te dice una cosa y en verdad te dice otra. Se te mete
129
adentro como el frío y luego vives para siempre con los pies
helados, sin poder dormir.
Hoy es mi cumpleaños y por eso vinimos al restaurante. Leticia
dijo: «vístete Isabel te voy a llevar a comer algo». Me regaló unos
pendientes de perlas y me acarició la cara. Me llevaba a comer con
dinero que era mío también, pero lo decía como si me estuviera
manteniendo. Yo no era su hermana, era su recogidita. Me cuidaba
para que le hiciera los recados.
En el restaurante chasqueó los dedos para llamar al camarero,
ella tan rotunda con su traje gris de cachemira, traje holgado y
distinguido, chasqueó los dedos en una fonda de barrio, tan
acostumbrada a su papel de jefe de orquesta. Pidió una pasta frutti
di mare, aunque sabía que aquí no la hacen, hizo que el cocinero
se la preparara. «Isabel, querida, no seas ordinaria, pide otra cosa
que no sea pollo frito», me dijo. Y el querida me sonaba como la
rasgadura de las uñas en la pared. Rechinante. Al fin nos trajeron
los platos y al comer, se calló.
No sé qué pasó, si fue un camarón, una concha, pero hace unos
minutos que no deja de toser. Traga aire como puede y sigue
tosiendo. Empezó un poco torturada. Tosiendo a trompicones, a
destiempo, sin ritmo. Ahora empieza a toser como ella misma,
como dirigiendo una orquesta, la imagino con la batuta y hasta la
expresión del rostro le cambia. Parece que sonriera, que detrás de
cada brusco carraspeo se asentara un deleite. Algo parecido a lo
que sucede con el estornudo, detrás del cual siempre hay un poco
de delicia. Ahora la tos parece que se le ha metido en el cuerpo y
tiene espasmos.
2.
130
Ayer llegó la señora Isabel a casa. Llegó sola, sin doña Leticia.
Todo sucedió muy rápido. Dijo que hubo un atragantamiento, se
atoró. Eso pasa. En este pueblo le pasó a Don Elías Pontón, un viejo
millonario de esos que no se cortan las uñas y cuando te dan la
mano te tocan como si estuvieran muertos, con los dedos fríos. Él
se atragantó mientras comía. Decían que comía atún pero como
era millonario luego dijeron que era salmón. Pum. Se fue de golpe.
Mamá decía que, si te toca, ni aunque te quites y si no, ni aunque te
pongas. La señora Isabel lo hizo todo muy eficientemente, como si
hubiera estado esperándolo. Llamó a los hermanos, a la funeraria,
al cura. Para la noche ya hubo velación. Hoy a la mañana hubo
entierro.
Yo lloré, lloré sobre todo por las canciones de la iglesia y un
poco por doña Leticia. Una se acostumbra, hasta a vivir con doña
Leticia, una se acostumbra. Mamá decía que lo que se aprende en
la cuna, siempre dura. Una vida entera con doña Leticia no es poco.
Salimos del entierro y los hermanos se hicieron humo. Quedamos
la señora Isabel y yo. Un poco me alivié. La señora Isabel y yo nos
entendemos. Cuando regresábamos a casa el calor del medio día
nos puso coloradas. Llegamos y fui a quitarme la ropa negra y
ponerme algo más cómodo.
Cuando salí de mi cuarto la señora Isabel estaba en el cuarto de la
señora Leticia. Miraba los trajes en el armario y empezaba a posar
frente al espejo, probándoselos por encima de la ropa. Beige,
vino, verde podrido. Uno por uno. Palabra de Dios. Yo pensaba que
estaba medio tocada por lo de la señora Leticia. Mamá decía que
cuando murió el abuelo, la abuela se chifló.
Estaba rara la señora Isabel y hasta chasqueó los dedos y me pidió
131
un jugo. «Carmela, querida, tráeme un jugo». Nunca me había
dicho querida, pero entonces la vi. La vi transformarse. Empezaba
a crecer, se puso grande de pronto, el rostro se le puso más
redondo y los ojos se le iban poniendo hasta verdes, como los de
doña Leticia, verdes y feos. Agarró el abanico y empezó a moverse
por toda la casa. Como una loca vació su dormitorio y lo cerró con
llave. «Este cuarto ya no existe más», me dijo.
Bajó a la cocina, que había quedado desordenada con todo lo
del velorio y el entierro, y me miró. Me miró con esos ojos de
comandante que ya yo conocía de toda la vida, con ojos que
aplastan, y dijo: «Carmela, ¡esto es un sin dios!»

132
FREDDY AYALA PLAZARTE

133
Chamarasca de Hugo Mayo: palabra de un diabolus
misticista
Desde un fondo amarillo sobresale la figura de un diablo,
con sus dos cuernos extendidos, mientras uno de sus ojos está
vendado y el otro –mínimamente– asoma enrojecido. Da la
sensación que este diablo arde, quema, porque su deformada figura
aparece flagelada. Más abajo, en un fondo azul, dice: Chamarasca,
Hugo Mayo. Esta arcaica portada pertenece a su libro de poemas
publicado en 1984, por la Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo del
Guayas. Quizás su autor estuvo de acuerdo con tal imagen y título
fulminante, como un aviso de lo que sería el contenido poético. En
anteriores ediciones me he ocupado de hablar sobre otros matices
de los poemas mayianos, y si acaso algún lector se pregunta: ¿Por
qué he decidido hacer una relectura de un poemario publicado
hace algo más de 30 años? Lo hago porque indudablemente la
calidad de su obra me permite seguir escribiendo.

Se ha dicho que Hugo Mayo (Manta, 1985-Guayaquil, 1988)


fue el primer vanguardista ecuatoriano y, por supuesto, que esta
aseveración no admite ninguna discusión (ya algunos estudiosos
lo han abordado), sobre todo, cuando se contextualiza el ámbito
de las ´vanguardias latinoamericanas´ de inicios y mediados del
siglo XX, pero, en esta ocasión, trataré de acercarme al misticismo
que encierra esta obra, pues ahí aparecen constantes alusiones al
maleficio, al fuego, al número siete, la muerte, el pecado, la cruz,
la culpa y, en especial, se refiere –metafóricamente –a Dios y al
diablo. Por tanto, en esta relectura de Chamarasca me ocuparé
de reflexionar la religiosidad que Mayo le imprime a los poemas,

134
donde, incluso, tenemos la impresión de encontrarnos en pasajes
claroscuros, e imágenes medievales.

¿Por qué hablar de la religiosidad en el lenguaje poético?


Mircea Eliade (1999) defendía el hecho de que, a menudo,
en nosotros se manifiesta una regresión del tiempo arcaico,
correspondiente al mito, independientemente de la época o el
desarraigo moderno, dado que el orden cívico (¿civilizado?) de lo
social es lo que comúnmente demanda las actividades cotidianas.
Lo más interesante de este planteamiento es que esta religiosidad
(mítica) se traduce a diversas prácticas que no necesariamente
adquieren esa valoración, y se convierten en hábitos mundanos. El
lenguaje, en este sentido, es uno de estos canales de trasmisión,
puesto que la palabra adquiere una significación sagrada y profana,
y lo es porque efectivamente dispone de elementos de religiosidad;
lo uno coexiste, o se contradice, en gran medida, con lo otro. Y la
poesía no está exenta de ser la portadora de la religiosidad:

El lirismo más puro es siempre arcaico. Señala una sola:


nuestra pertenencia. A la casa de lo humano, a la casa de
la materia, por supuesto, y al pequeño pago de la lengua.
Gloria y fragilidad de su sentido puesto en duda, afirmado,
puesto en duda…, en medio del gran coro, por la idiota de
la familia, es decir, la voz de la poesía (Bellessi, 2011:11).

Así, en Chamarasca el lenguaje dicta una pertenencia a lo


arcaico, que, por sus referentes, transfiguran la temporalidad en
la que fue concebida la obra, no se trata del tema de la identidad,
ni de erigir el poema cronista de su época, es una dimensión que
sincroniza con un tiempo primordial y antiguo. A manera de un
135
ruego hechizante, y de un misticismo, escribe sobre el misterio
de Dios y un sepulcro, y de una cruz abandonada: Lavo la cruz y
su dolor/ grito de la tierra amanecido (p. 9). Vinaza en do re mi/
Curva que fue expulsada/ y el maléfico clavo confundido (p. 10).
En lo ignorado la entrega de disfraces yacente ruego de los mitos/
Lámpara de soledad y un dogma/ Dolor a obscuras fantasma de
cenizas (p.11). Ya Dios en brazos de la angustia/ y los pies de hielo
en espera/ Semitotal que busca el tabernáculo (p.15). I eso de no
atinar en la osamenta/ deja una cruz dormida (p. 17).

Es posible que, para el poeta, la religiosidad sea un misterio


de infinidades con el lenguaje, que a momentos se cubre de una
ráfaga luminosa: la luz, ese afluente que en el pensamiento
cristiano se entendía como lo benevolente y, por tanto, el camino
para la salvación del alma. Y mientras tanto, en las mitologías
medievales sobre lo demoníaco, simbolizaba el conocimiento,
llama que se erigía sobre la cabeza del macho cabrío, aduciendo
que el saber es luz, en contraposición con lo prohibido. En estos
poemas un cristo se quema, y un funeral sucede, y una angustia
sensitiva se cruza con la imagen del diablo; la atracción por lo
apocalíptico es una denuncia al pecado. Uno de los misterios
que encierra la poesía es la posibilidad de reescribir sobre las
escrituras arcaicas del mundo religioso: I eso de poner misterios/
en el comienzo de la luz/ Acaso la malvasía/ en el satánico mantel
(p. 19). Ya el traje de los siglos/ vistiendo los misterios/ Siempre el
sacrificio de los mástiles que han caído/ Lejanía y funeral de Cristo
en las llamas (p. 20). La flauta de impaciencias de lo ajeno/ y el
callejón siniestro del demonio/ Blasfema el río en desuso […] Ojos
que abren en pecado/ después que el cielo duerme (p. 21). Vida
136
con pies intrusos/ y el dibujo del diablo/ en la cena quimera/ Borro
las ecuaciones de un tiroteo/ y espero sepulturero que llegue el
alba/ I me santiguo/ quiromancia sin fecha (p.24).

Como un alfilerazo en la hierba, o como si una espada


atravesara, una y otra vez, el fuego, los poemas de Chamarasca
son escenas crepusculares, letargos que intensamente conectan lo
maligno y lo sagrado. De cierta manera, el sentido poética de Hugo
Mayo aviva imágenes blasfemas y bíblicas, donde la figura de la
muerte está solo un paso después de la luz, y en aquel momento hay
que apagar los ojos, abandonar la creación, y danzar místicamente
en algún escondite del misterio: La farándula del oxidado amor/
del no al fin secreto/ Pecado de la misma creación/ Macelo en
el infierno/ Agua apagando la luz de un jueves […] Palotes en la
prosodia de Dios/ Tiniebla del jinete llegando a horcajadas (p.28).
[…] y un trozo de la vida en los rebaños de la sombra/ Entiendo
que los mares completos/ brindaron al pescador/ la maldición de
los peces (p.30). Aquel simulacro de apagar los ojos/ ¡Poner los
pies en el infierno! (p. 33). I es secreto en pleno plagio/ el agua que
regresa sin domingo […] Que a Dios en su escondite lo tropieza
la luz extraordinaria (p. 41). I eso que me golpea atrás/ y huele
a sábado sin Dios/ se hospitaliza/ Los pastores madrugan/ las
cabras se embriagan de rocío (p.53). I no sé pero pregunto/ ¿por
qué hay amor en el pecado? […] Dios con una danza de sonajas/ es
lacónico en la lágrima (p.55).

El misticismo de este libro es impecable, y no es de extrañar


que sea indiscutible la innovación lírica que introdujo su poesía a
la literatura ecuatoriana. La reminiscencia cósmica del lenguaje
137
así lo demuestra. Aunque, para muchos, podría tratarse de un
hermetismo poco digerible, lo cierto es que este hermetismo es
solo una metaescritura más de lo que han sido, históricamente,
los relatos de la religiosidad. Las invocaciones e imaginativas
del poeta, en Chamarasca, han optado por primitivizar escenas
antiguas, y el diabolus misticista es ese bastardo instante de
palabras e imágenes. Para el crítico, Hernán Rodríguez Castelo
(1984), la poesía de Mayo; “Tenía un certero instinto para dar a
cada poema su forma y tratamiento verbal exactos. Y en el antiguo
oficio mágico de la analogía, para apresar lo cósmico […]” (p.60).
En tanto que Jorge Velasco Mackenzie (1984), en la contratapa
de Chamarasca, anota: “Poeta antiguo, diría para contraponer la
sabiduría a la presencia física del propio poeta, para sorprender
al lector que espera, después de tantos años de vida, una poesía
cansada, vieja como su creador”. Uno de los poemas finales se
denomina “Las tres curvas del pecado”: I me asusta el seis
más uno/ si llega mi cumpleaños […] Sé que mi absoluto yo/
no tiene plenilunios/ y espero el tumbo ya vesánico (p. 57), ese
reconocimiento del paso del tiempo le permitió al poeta escribir
desde otras dimensiones.

Bibliografía.
Bellessi, Diana. 2011. La pequeña voz del mundo. Buenos Aires: Taurus.
Eliade, Mircea. 1999. Imágenes y símbolos. Buenos Aires: Taurus.
Mayo, Hugo. 1984. Chamarasca. Guayaquil: Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo
del Guayas.
Rodríguez Castelo, Hernán. 1984. “Condecoración al silencio esencial”. En Chama-
rasca. Guayaquil: Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas.

138
SEBASTIÁN ENDARA

139
5 tesis sobre
“LA POLÍTICA COMO HABITAR”

1. El presupuesto fundamental que sostiene las reflexiones


sobre “el derecho a la ciudad” radica en la imperiosa necesidad
de desmontar los fundamentos epistemológicos de la
dominación neoliberal. Esto es, los métodos del conocimiento
humano ligados a una particular “forma” de entender la
organización del mundo, que prioriza los mecanismos del
poder para el mantenimiento el sistema instituido, y la
exclusión e imposibilidad del pensamiento alternativo. Žižek
en algún lado dice que a estas alturas es más fácil imaginar
cómo va a acabar el mundo, que imaginar posibles alternativas
de cambio. Henri Lefebvre afirmó que el capitalismo moderno
no solo está asentado en el mercado y las empresas, sino,
sobre todo, en la producción y control del espacio, es decir
que lo característico en este sistema es que ya no solo se
producen las condiciones de vida dentro de un espacio
determinado, sino que el espacio mismo es una construcción
de las condiciones de producción, nuestra idea de espacio.
El capitalismo produce el espacio y de una manera cada vez
más totalizante. Indagando un poco encontraríamos que una
de las características más básicas de ese espacio, es que es el
espacio de la propiedad, un espacio instrumentado para repetir
(reproducir) las relaciones de producción del capital, un espacio
expandido y articulado en la exclusión, que no considerara la
gestión colectiva ni la vida comunitaria sino como una cuestión
accesoria. Se trata de un espacio fragmentado y altamente
140
contradictorio cuyo orden se ejerce no sin alguna violencia y
cierta perplejidad. Los espacios no capitalistas intentan ser
adaptados a la “estructura del espacio” del capital, mediante
una serie de discursos legitimadores. No obstante, en cuanto
lugar de vivencia-convivencia de diversos, la ciudad no puede
ser gestionada únicamente bajo los intereses del capital y su
idea de espacio. La gestión de la ciudad debe ser comprendida
necesariamente como gestión “social”, del espacio y no solo
debe pensar el espacio físico y simbólico sino esencialmente
el espacio temporal, el lugar donde ocurre el tiempo de la vida.
En la sociedad neoliberal, la ciudad se organiza en función de
los tiempos y flujos del capital.

2. Se podría retomar la idea de “civitas” como aquella unidad


o cuerpo político-administrativo fundamental. Ante la crisis
del estado-nación aparece la ciudad (comunidad) como la
estructura política fundante. Si el todo es anterior a las partes,
el individuo, como Zoon politikon, “animal social”, es producto
de la posibilidad de su relacionamiento político con los otros,
para sobrevivir. El individuo solo se puede realizar plenamente
en sociedad. Pero lejos de lo que creía Aristóteles, lo político
empieza en las formas elementales de organización, en la
misma “forma” en la que las personas resuelven sus problemas
de subsistencia material. La política tiene por objeto la vida
las personas en la ciudad. Y la forma de la ciudad depende de
la forma de organización social y política que la comunidad se
da a sí misma, y se expresa en la forma de sus instituciones.
141
La idea política no puede concluir en el presente, a eso se le
debe llamar miopía. La idea debe proyectarse al futuro. En esa
medida una tarea fundamental es la creación de un “futuro
compartido” que guíe los pasos compartidos. La primera tarea
de lo político por tanto, es consensuar el sentido y fin de la
creación colectiva. Para ello es necesario no solo una revisión
histórica, sino una visión crítica de la orientación del sentido
de la organización de la vida en la sociedad del capital, esto es
el concepto de “desarrollo”. ¿Es desarrollador el desarrollo?
La idea del desarrollo es el móvil sobre el cual se articula
toda la estrategia de colonización cultural y económica del
capitalismo global. Wolfgang Sachs, explicó que el concepto
apareció por primera vez en 1949, durante un discurso del
presidente Harry Truman, cuando “llamando la atención de
su audiencia sobre la vida en los países más pobres, por
primera vez definió a estas como zonas subdesarrolladas. De
súbito un concepto aparentemente indeleble se estableció,
apretando la inmensurable diversidad del Sur en una única
categoría – los subdesarrollados. La creación de este nuevo
termino por Truman no fue un accidente sino la expresión
exacta de una visión de mundo: para él, todos los pueblos
del mundo caminaban en la misma pista, unos rápido, otros
despacio, pero todos en la misma dirección, con los países del
norte, particularmente los EUA, por delante”. Los criterios de
catalogación del mundo comenzaron a ser definidos según
la perspectiva del mundo industrializado y desarrollado,
donde “la intervención en nombre del desarrollo y la libertad
quedaba asegurada (…) así como las pautas de acumulación y
142
consumo”. Es imperativo salir de la lógica del desarrollismo, y
de la modernización capitalista.

3. La propuesta del sueño común se concreta en la metáfora de


la EU-TOPÍA. EU: adecuado, bueno, conveniente, feliz; y TOPOS:
Lugar. La EUTOPÍA es un lugar soñado, que todavía no existe,
pero que sería conveniente que exista, construyéndose así
una nueva y mejor realidad. Para que un gran sueño se haga
posible primero hay que tener el gran sueño. La EU-TOPÍA da
paso a la TOPO-FILIA, que puede definirse como el amor por
un espacio que está creado material y simbólicamente. Se
debe dar relevancia a los aspectos simbólicos y culturales del
espacio, que lo transforman en territorio y en lugar vivo. Por
eso no es lo mismo una política de ciudad para la cultura que
una política desde la cultura para la ciudad, entendiendo a la
cultura como un ‘nodo’ estructural, un punto de intersecciones
vitales para la construcción de otra ciudadanía, y otra forma
de ejercicio del ser público, consecuente con una gestión
armónica de la con-vivencia, y el respeto a la Naturaleza. A
esto, si se quiere, podría denominársele como “política del
cuidado”. Tal como la economía del cuidado, que plantea el
cuidado de la vida, la política del cuidado plantearía el cuidado
de aquello que es común a todos y necesario para la creación
de las mejores condiciones de convivencia.

143
4. Parafraseando a Sartre, estamos condenados a estar en el
mundo. Nuestra forma de estar, es en sí misma una forma
política. De ahí que propongo reflexionar sobre “La política
como habitar”. Estar en el espacio es reconfigurarlo, estar en
el espacio es habitarlo. Habitamos el espacio necesariamente
de una forma política, es nuestra voluntad la que construye
sus límites, la que conoce sus formas, la que le proyecta al
futuro. El habitar es la primera forma política. La habitación
configura el lugar, y el lugar configura su habitación. Existe
una relación dialéctica. Iván Illich diría que habitar es partir
de lo que hay, es, en cierto sentido, una decisión no-libre. Es
partir de algo no elegido, ni conquistado, sino de algo que nos
pasa. Habitar es un saber-hacer con lo que nos hace. HABITAR
como vivir habitualmente, como ocupar un lugar y pasar en
él. El espacio traspasado por lo humano, se vuelve territorio.
Habitar un territorio es convivirlo. La “convivencialidad” es
la acción de las personas que participan en la creación y en
la defensa de la vida. Habitar es construir el territorio, pero
también cuidarlo. Manuel Saravia diría que hay que entender y
comprender el territorio. Habitar es el frecuentativo de habere:
es decir un tener de manera reiterada. Habitar como poblar,
residir, vivir, morar, afincarse, asentarse, cohabitar.

5. Hace falta reinventar el lugar en el entramado global,


reconfigurar las nuevas agencias de significación, en la
inclusión de aquello excluido. Entender la ciudad como una
parte del lugar y la ciudadanía como la posibilidad de encuentro
144
de la diferencia pero también de la identidad. La política del
lugar está ligada a aquello que es particular. Arturo Escobar
dice la construcción de la particularidad implica una estrategia
de defensa del lugar y la cultura, sobre todo cuando el no-lugar
se ha vuelto fundamental para la identidad del capital, y no me
refiero solo a los aeropuertos, o a los malls, me refiero a los
basureros, a las minas, a los campos de guerra, y a cualquier
otro espacio donde es imposible habitar.

Referencias Bibliográficas

Arbonéz, A. (2012) Sobre el capitalismo rizomático. Un nuevo modelo económico


para un mundo en crisis. Recuperado de: http://www.skywaspink.com/?p=9057

Aristotle: The man is a political animal (Zoon politikon) (2015) Recuperado de:
http://en.antiquitatem.com/politiical-animal-zoon-politikon-polis

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Illich, I. (1978). La convivencialidad. Recuperado de: https://www.traficantes.net/


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Lefebvre, H. (2011). La producción del espacio. Recuperado de: https://marxismo-


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Saravia Madrigal, M. (2004). El significado de habitar. Valladolid (España). Recupe-


rado de: http://habitat.aq.upm.es/boletin/n26/amsar.html
............

145
146
Francisco Jarrín

147
Gabriela Parra

148
Gabriela Parra

149
Esteban Ugalde

150
Esteban Ugalde

151
Tuga Astudillo

152
Tuga Astudillo

153
Gabriel Art

154
Gabriel Art

155
Silvia Pesántez

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Silvia Pesántez

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SALUD A LA ESPONJA

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