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Créditos
Poesía y cuento
1. Luis Felipe Aguilar
2. Sebastián Lazo
3. Juan Fernando Auquilla
4. Carlos Vásconez
5. Cristian Avecillas
6. Juan Carlos Astudillo
7. Paula Martínez
8. Fredy Ayala Plazarte
9. Jorge Aguilar
10. Agustín Molina
11. Camila Peña
12. Verónica Neira
13. Falco
14. Tania Rodríguez
15. Ámber Chica Apolo
16. Soledad Corral
17. Sebastián Ávila
18. David Jiménez
19. Natalia García Consejo editorial
Luis Felipe Aguilar
Ensayo Carlos Vásconez
1. Fredy Ayala Plazarte Juan Carlos Astudillo S.
2. Sebastián Endara Sebastian Lazo
Fotografía Dirección
1. Esteban Ugalde Juan Carlos Astudillo S.
2. Gabriel Art
3. Juan Carlos Astudillo Coordinación
4. Francisco Jarrín Sebastián Lazo
5. Gabriela Parra
6. Silvia Pesántez
Diseño
Jonny Patiño
Portada (Gráficas Hernandez)
Cristina Merchán (MITI MITI)
Impresión
Gráficas Hernández
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DIA-CRONÍA
SALUD A LA ESPONJA No 7 - Proyecto de creación Literaria y visual
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DIA-CRONÍA
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Un flechazo, el fuego, la caída1
Cerise es llevada por las gendarmes de García quien actúa como
juez. La música es excitante y arriba del escenario la teatralidad
impone que los actores no hablen sino que dramaticen en sus
gestos. El juez ordena la ejecución de Cerise. En seguida, las pre-
feridas de García que fungen de verdugos proceden a cumplir la
orden colocando un lazo alrededor de su cuello y atando sus ma-
nos por la espalda. Por un momento, juez y sentenciada se ven.
Entonces solo dos luces caen sobre el escenario, una sobre él, la
otra sobre ella, el resto está en la penumbra y todo el teatro in-
merso en silencio; inmediatamente se hace presente, por la luz,
la inquietante transparencia de la túnica que cubre el cuerpo de la
mujer que provoca que el juez pierda su cabeza y se arrepienta de
su veredicto, pero antes de poder ordenar que se detenga la eje-
cución las verdugos, que son también iluminadas en ese instante,
abaten el cuerpo desde la altura del patíbulo sobre el que ella está
parada. Cerise comienza inmediatamente a patalear en el vacío, al
tiempo que otras gendarmes elevan varios metros el cuerpo de la
sentenciada mediante una polea que tiene atrapada precisamente
a la cuerda que la ahorca. Las patadas que da Cerise dan prueba
de su sufrimiento. Sin embargo ella no siente ningún dolor, está
suspendida por un arnés que de forma camuflada la sostiene por
la espalda y no de la garganta como el público atestigua que hace
el lazo que han puesto en su cuello. Samuel, que actúa como ar-
quero, aparece en ese momento y dispara una flecha flamígera
que, en un tiro increíble, contagia a la cuerda con su fuego. Todo es
concordante con la historia que ha contado García como introduc-
ción al truco, el triángulo entre el juez vengativo, la ladrona her-
mosa y el arquero infalible. Cerise –la ladrona– simula dolorosas
sacudidas abrumadoramente convincentes. El juez encolerizado
por el intento de rescate y la turbación en la que ha caído al cons-
tatar a pocos metros la desnudez de su víctima, intenta asesinar
espada en mano al arquero, pero no le será tan fácil.
—Por favor, dile a Belisario que estoy bien, debe estar preguntán-
dose por qué grité — Fue la oración, que con aparente parsimonia,
utilizó para pedirle que se fuera.
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SEBASTIÁN LAZO
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Mujer madrugada
y el sueño
Mujer combustible
y la chispa
Mujer mermelada
mango y guayaba
Mujer vegetal
Apunta bombardea
apuñala
dispara y endulza
este satélite de paz
verde corazón
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JUAN FERNANDO AUQUILLA
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“Dieciséis ciudades
¿Lo que ves está siempre a tus espaldas? –o mejor–:
¿Tu viaje se desarrolla sólo en el pasado?”
Ciudades invisibles
Ítalo Calvino
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Mientras avanzamos por estas vías tórridas, las ciudades se
presentan de cuerpo entero; existen ciudades de colores y formas
diversas. Comentas que estuviste en ellas hace poco tiempo, y no
lo dudo, tu respiración acelerada te transfigura frente a estas pie-
dras. Me cuentas que en la mitad de la urbe trémula existe una
plaza llena de sal y hojas muertas; alrededor de la plaza central
mil mujeres agonizantes repiten a coro una frase confusa; a lo
lejos declina el sol dibujando manecillas invisibles.
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Entramos de la mano a una ciudad, o a lo que queda de ella; en
la piel se impregna una música lúgubre que nos invade desde las
ruinas ubicadas al este de las murallas; esta urbe es triste, son
tristes las puertas desencajadas que en su vaivén golpean los re-
cuerdos; la oscuridad de la ciudad nos condena a las lágrimas; la
melodía se repite en ecos y llega al centro de la plaza en donde los
adoquines pierden sus filas; te miro y tiemblo, mientras una lágri-
ma recorre los surcos de tu rostro; desaparecemos detrás de una
llamarada que aún continúa en las columnas a la salida del oeste;
el polvo y los rayos del sol guían nuestras pisadas; te balanceas...
desapareces.
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Se avecina la tormenta sobre esta ciudad; la tarde súbitamente
se cubre de colores ásperos y el cielo se triza con una luz instan-
tánea; te invento caminando en paralelo debajo de estos rasca-
cielos llenos de ventanas con vidrios rotos y paredes con letras
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plomizas, en donde se lee con mucho esfuerzo: prohibido colgar
carteles. La ciudad, en donde un día los autos se aglomeraban, hoy
luce desierta, olvidada, confinada al llanto.
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Fuimos expulsados por no caminar como el resto de personas,
por invadir las vías marcadas, prohibidas desde la fundación de la
ciudad. Exiliados por no creer en el tiempo, ni en lo cíclico de las
horas; sentados de espaldas observamos cómo un anciano se in-
clinó lentamente y escribió en una hoja nuestros nombres en una
larga lista de desaparecidos; sobre nuestros cuerpos, cuando una
libélula escapaba de tus ojos, caían las primeras gotas de lluvia
nocturna; nos refugiamos en un beso breve y decidimos empren-
der la despedida. Esta ciudad nos aguardaba desde hace siglos
y hoy nos exilia sin pronunciar ninguna frase; la puerta de salida
está ubicada en el punto preciso en el que la oscuridad se funde
con un rayo de luz.
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Antes que amanezca recogemos nuestras cosas, las que que-
dan, y partimos cuando todos duermen; observamos por última
vez este puente que nos sirvió de refugio durante tanto tiempo; me
miras mientras tomo tus manos y te acerco a mi cuerpo, entonces
desplegamos las alas y partimos. Atrás se quedan las pisadas,
los gemidos, la sal, las equivocaciones. La ciudad pierde su forma
debajo de nuestras alas.
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La ciudad nos recibió de fiesta a pesar de la lluvia, el vendaval
y el granizo; la gente pintaba su cuerpo y danzaba en media calle;
los colores que se diluían de nuestros torsos desnudos se mezcla-
ban psicodélicamente entre los adoquines; nos unimos a la dan-
za frenética, danzamos, giramos, gritamos; no sentimos las horas
que esquivaban el espacio, fuimos parte de los que llegaban; los
forasteros se unían en círculos concéntricos innumerables. Cuan-
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do la tarde acababa y la lluvia descendió por las alcantarillas, to-
dos tomamos nuestras pertenencias y empezamos a salir de la
ciudad; nadie permaneció en la urbe, todos marchábamos vesti-
dos en sepia por la autopista del sur.
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Las calles olvidadas tienen mucho que contarnos; hoy, solo, he
decidido visitarla, conocerla, recordarla. Las calles llenas de algas,
de líquenes resbalan ante los visitantes. A cincuenta pasos a la iz-
quierda de la calle empedrada, la escalinata de piedra se mantiene
intacta. Esta escalera de cemento tiene 600 escalones simétricos,
construidos en forma de espiral que te trasladan a una superfi-
cie plana, intacta. Luego de abandonar el ascensor de concreto y
constatar que el terreno escapa de la mirada, descanso; cierro los
ojos y dejo que los habitantes invisibles me trasladen hacia la sa-
lida; la superficie acuática se convierte en olas que se concentran
en torno a mi cuerpo. Es hora de regresar, de pisar la arena, de
retomar la vía que conduce a la avenida principal.
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La ciudad contemplada desde lo alto tiene una forma circular.
Sin embargo, las avenidas no llegan a tocarse. Esta ciudad es un
inmenso laberinto. El centro es una plaza pública, tiene la forma
extraña de una tela araña, de la cual penden espadas y corna-
mentas antiguas. A la salida izquierda de la ciudad un barco de
velas negras se bambolea sobre las olas que esperan angustio-
sas; dicen los adolescentes que la visitan, que por las noches se
escuchan voces tramando un plan para deshacerse de entregas,
y engaños.
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Esta ciudad tiene plantados dos árboles al este de un jardín pe-
queño. Las callejas sinuosas nos impulsan a caminar con menos
prisa, pues inevitablemente llegaremos hasta el pie de los árboles
en donde constataremos que el frío nos golpea los pies, pero no
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enfría nuestro pudor; desnudos caminaremos de la mano, mien-
tras nuestras carcajadas nos inviten a buscar la salida, ubicada al
oeste.
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Desembarcamos en un puerto pequeño, las paredes de cristal
separaban las primeras calles de esta ciudad; nos habían dicho
que es una urbe maravillosa; sin embargo, no tenía nada de es-
pectacular, o al menos a simple vista no, pues era como una más
de las ciudades en las que estuvimos hace mucho tiempo. Cami-
namos siguiendo un sendero que se habría hacia la izquierda en
donde un gran farallón construido con rocas y piedra caliza dividía
la ciudad en la moderna y en la antigua. En la ciudad antigua el
tiempo permanecía impávido; refugiados en nuestros cuerpos de-
jamos que la lluvia nos empape, mientras la playa abrupta recogía
una a una cada ola que se rompía justo a dos metros de nuestros
pies. Me invitaste a saltar a buscar la sal de la urbe, te tomé de la
cintura y juntos observamos las piedras y la madera que se levan-
taban y formaban la ciudad a nuestras espaldas; una calle llena
de gemidos se proyecta hasta perderse en el centro mismo de la
ciudad. Fue la hora de regresar, sin embargo, nos fundimos en un
segundo y el salto llegó, la sal, la inmortalidad.
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Nos dedicamos a olvidarnos; decidimos que nos iría mejor si ca-
minásemos en sentido contrario, sabíamos que si lo hacíamos nos
encontraríamos una vez más. Con miedo separamos las pisadas,
las palabras, las frases. La voz junto con las lámparas de la calle
principal se despidió y las luciérnagas a lo lejos en la montaña
dejaron de frotar las alas; esta ciudad tiene tanto de ti, por más in-
tentos de dejarla siento que va conmigo a todas partes; reconozco
tu cuerpo en las estatuas, en las estaciones de bus, en las vías a
solas; reconozco tu mirada, cuando desnuda desde la puerta de la
habitación me preguntabas ¿qué sería de nosotros si volvemos a
coincidir en otro semáforo?
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Esta ciudad conoció el inicio del tiempo, sin embargo, sus pa-
redes permanecen intactas; los colores rosáceos de sus paredes
talladas en piedra contrastan con el azul del cielo en medio de la
arena. En el frontis del edificio central alguien inscribió una frase
en sánscrito antiguo “deja que mi piel se convierta en la tuya”. Re-
corremos la ciudad. Los diseños arquitectónicos bellamente deco-
rados me recuerdan las proporciones exactas de tu cintura. Inicio
un nuevo recorrido esta vez descubro tu cuerpo que contrasta con
el calor de mis caricias. Tu piel es parte de mis manos, por un ins-
tante imagino la mano tallando la frase en sánscrito antiguo.
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Después de incendiar las naves nos internamos en la ciudad
que se extendía a lo largo de una playa llena de arena plomiza
que reflejaba el cielo. La urbe como un libro abierto permitía leer
historias escritas en las paredes; los perros que deambulaban por
los senderos movían alegres sus colas y nos llevaban hacia una
casa ubicada en un declive de la playa, correteaban y nos lamían
los talones, los pies; las cicatrices del tiempo impregnadas en
nuestros rostros nos recordaban que ya no somos los mismos. A
medida que llegamos al declive, la casa se dejaba ver pintada de
azul, de celeste, de turquesa, era una prolongación del mar, sus
puertas estaban abiertas. Entramos calladamente, al fondo en una
hamaca se balanceaba la misma mujer que nos había despedido
hace veinte lunas. Nos tomó de la mano y empezó a recitar cada
una de las ciudades que habíamos visitado; en orden, sin perder
un solo detalle reinventamos las urbes recién visitadas; la mujer
no dejó de hablar hasta que describió un declive, arena plomiza,
puertas abiertas, una hamaca, el viento, la sal.
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Las paredes de la ciudad son gigantescas rocas que se juntan
una a una. La puerta de acceso a esta ciudad presenta un gran
travesaño tallado en un monolito con la cara frontal pulida, de tal
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forma que los visitantes pueden levantar la vista y desde un ángu-
lo preciso contemplar el cielo. En ciertas épocas la mirada se ali-
nea construyendo un ángulo que deja ver la bandada de las aves
volando al sur; en otras épocas se observan eclipses. La ciudad se
advierte monumental, sin embargo, los que la visitan solo la ima-
ginan, pues absortos en la contemplación de la puerta principal
solo atinan a descubrir la gran urbe celeste, plomiza y blanca que
se presenta ante sus ojos.
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Para arribar a la ciudad, de la que los amantes hablan, es nece-
sario emprender un viaje a la media noche, pues el alba o los rayos
del sol dibujan la silueta de sus cúpulas a contraluz. Mientras na-
vegamos por el río que atraviesa la ciudad, a derecha e izquierda
se levantan árboles: acacias, cerezos, robles con sus inmensos
dedos que nos acarician, en su follaje se detiene el tiempo. Me
apoyo en tu mano, siento tu estremecimiento; cerramos los ojos y
somos parte de la silueta; a contraluz un solo cuerpo inundado de
sombras. Las cúpulas de tu pecho coinciden con la silueta de mis
labios. La ciudad eterna de la luz opuesta sobre nuestros cuerpos
fundió el deseo, el cuerpo, el aliento.
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Vista de cerca la última ciudad que visitamos era una serie de
semicircunferencias ubicadas en forma descendente. Al fondo de
la ciudad se elevaba una pared enorme que sirve para que las
palabras reboten y formen olas. Nos ubicamos en la primera se-
micircunferencia y empezamos a gritar nuestros nombres, a des-
cribir nuestros cuerpos; al igual que las palabras se convertían en
una, aprendimos a mezclarnos, a petrificarnos.
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CARLOS VÁSCONEZ
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Jazz
Jimmy Dorsey y Gene Krupa se reunieron en el Hotel Ambassador
el 8 de mayo del 77. La sala que los acogió era magnífica, de al-
fombra tejida en Persia, jarrones malteses y un exquisito retrato
de la fundadora del hotel, mujer a la que le habían incrementado
sus gracias a cambio de cinco dólares.
Nadie los reconoció. A ellos poco les importaba, estaban ahí para
acordar una apuesta, ultimar los detalles, verse las caras y simu-
lar no saber del temor. El uno llevaba una bufanda de seda atigra-
da y fumaba con pitillera. Gene Krupa era menos ostentoso, salvo
por su anillo que era de mujer pero que había jurado llevarlo en el
meñique hasta que la destinataria se lo aceptara. Krupa siempre
se lució por su temple lleno de elegancia. Mancuernas de oro, la
pajarita impecable, mentón seguro. Los dos anhelaban con frui-
ción a la misma rubia camarera, a menudo objeto de sus encon-
tronazos bajo las luminarias. Tras llevar un momento inmóviles,
saludo de por medio, de pie a unos pasos de distancia, acordaron
al día siguiente, en el salón del hotel, demostrar sus artes.
Al clarinetista le tocaba escoger la canción. Jimmy lo pensó un se-
gundo, dos. Se decantó por Knock Me a Kiss. Era una trampa. Nadie
la llevaba a sus propios límites como Gene Krupa & His Orchestra.
Obligarlos a tocar su mayor logro en un duelo y errar podía des-
legitimarlos. Krupa no opuso resistencia mientras masticaba su
habano con alguna furia incorporada al humo y Jimmy le restó
importancia con un encogerse de hombros del todo falso. Al unís
ono, como si lo hubieran ensayado, pensaron que el fingimiento es
cosa de artistas.
Al día siguiente, ya que consideraban, como todo jazzista, que la
paciencia está sobrevalorada, la rubia, que previsiblemente se ha-
cía llamar Jazz, todo un primor, piernas larguísimas, dos dedos
de frente, boquita de quinceañera muda y que debía ser jueza y
trofeo, se emperifollaba tras bambalinas: retoques de polvos del
tono del desierto, el carmín adecuado, colocándose el sujetador y
enrulándose el copete que por herencia materna chispeaba ráfa-
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gas naranjas. Ella fue quien resolvió que no sería esa la melodía
que lo decidiría todo. La cambió por capricho, porque no recordaba
esa melodía. No lo hizo por ningún sentimiento de justicia. Simple-
mente estaba consumida por los nervios. Optó, más salomónica,
por Leap Here de Nat King Cole que, aunque carente de letra, de-
mandaba mayor esmero en la flauta y el saxo –palabra que hacía
reír a Jazz por lo bajo y cubrirse la boquita con el arco que hacía
la palma de su mano. Diremos en definitiva que cambió la canción
porque a la otra no la conocía y ella más que nade tenía el deber
de seguir el ritmo con sus pies. Acaso bailarla. Acaso renegar, en-
furecerse, indignarse de una nota fallida.
A su pesar, Krupa le parecía guapo, pero le causaba una especie
de repulsión; sin embargo, los mantenía en vilo para sentirse am-
bicionada y deseo en estado puro. Le encantaba cómo los reflec-
tores herían el rostro de Krupa cuando se colaban por entre las
cortinas.
Aspiró fuerte. Ajustó las zapatillas de tacón alto con un del todo
tierno movimiento de tobillos que incitaba a sus rodillas a juntar-
se. Apareció bamboleándose. Trasero delineado en la falda, dos
pechos breves, hombros desnudos. Los silbidos la engalanaban.
Se veía más hermosa que de costumbre, y eso era de por sí una
exageración del buen gusto. La pretendían todos, caballos desbo-
cados; la había poseído un grupo selecto de rufianes y politicas-
tros del cual nadie conocía a ninguno de sus integrantes. Burdo
Carlmichael, el bartender, juraba por Louis Armstrong que Jazz
era virgen. Ella se valorizaba incentivando el rumor de su pureza.
De Burdo Carlmichael bastará mencionar su carácter místico. Re-
leía a intervalos un libro sobre el tarot en el que se aprendía a ma-
tar a las cartas negativas, como la del Loco y la de la Muerte Col-
gante de Cabeza, del mismísimo tarot, y le temblaban las piernas
de solo pensar en que alguien le practicara vudú. Tenía el mentón
cuadrangular, digno de un boxeador. Su Martini seco era legenda-
rio: había que ver cómo buceaba la piel de cimbra del limón en lo
que al día siguiente sería resaca.
Para que se exhibiera mayor rigor en la determinación final, Shor-
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ty Rogers sería el consejero de la bella Jazz. También quien más le
tocaría el trasero en toda la noche. Shorty era una leyenda menor,
se suponía que no se bañaba nunca el día en que le correspondía
subir al escenario, y todos los días tocaba. ¡Y cómo tocaba! Olía, le
parecía a Jazz, a lo que huelen los santos o su padre, que para el
caso era lo mismo. Por eso le permitía posar sus manos en sus
tersas nalgas y sentirlas rodearla por la cintura.
En la esquina del fondo un sujeto fumaba y bebía sin tregua. Su
cabellera era un recuerdo remoto de sí misma, un día copiosa y
emblemática cual bandera de un país emergente. De manera tétri-
ca guardaba un cigarrillo detrás de la oreja derecha que no lo en-
cendía, como si estuviera preparándolo para alguien que debería
acompañarlo. En la otra, un bolígrafo cargado de tinta como si de
purulencias se tratara, al que no usaba, era objeto de malabares
que iban y volvían enredándose en esa confusión de dedos. Más
bien tenía la manía nada agradable de simular que escribía con el
dedo sobre la tabla de la mesa, arabescos indescifrables. Al acer-
carse cualquiera, dejaba el bolígrafo, tamborileaba y le ofrendaba
una sonrisa patética de quien invita a sentarse y sabe de ante-
mano que su propuesta será rechazada con una sonrisa hosca y
auténtica. Se trataba de un sujeto alto, corpulento, le sentaba usar
camisas de bolos. No bebía por pena ni había dejado de fumar
porque adivinaba al cáncer poseyéndolo como un perro cachondo
a un hidrante. No era como si el mundo estuviera yéndosele a aca-
bar. No. En todo caso daba la sensación de inaugurarlo, de festejar
el nacimiento del primogénito de su mejor amigo tras cada copa.
Burdo Carlmichael le decía una y otra vez a Lucy, una mesera des-
orbitada que equivocaba pedidos, que ese escocés sin hielo era de
Ellroy.
Yo únicamente tengo ojos para ti, cantaba en su inglés Dinah Shore.
Nadie la invitó; ni falta que hubiera hecho. Fue de curiosa, fue por-
que siempre estaba ahí, o por ahí, se ofreció juguetona a hacer de
telonera (giraba su cadena con un dedo, así giran los silbatos los
guardias de esquina).
Gene y Jimmy, a quien lo ahogaba un nudo Windsor, esperaban en
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silencio en mesas contiguas. El uno calentaba la mano contra la
madera de su mesa; el otro, Jimmy, tenía los labios en forma de
embudo, como si esperara permanentemente un beso inaugural.
El salón estaba abarrotado desde las siete menos quince, que es
cuando Jazz vio el reloj por última vez. Una suerte de jolgorio con-
tenido energizaba al ambiente; se anunciaba la posible llegada de
Buddy Richie. El ambiente era festivo, cualquiera diría que había
fallecido un senador y los deudos esperaban ansiosos el arribo y
las condolencias del presidente. Salvo la mesa de Ellroy, en todas
las demás la charla era ruidosa, atada a un péndulo invisible que
colgaba sobre sus cabezas, a expensas de la canción de fondo y de
la entonación celestial de Dinah.
Scarlatina de baja melanina, enfermedad transmitida por rubias
parpadeantes, algo irreales, atosigaba a los dos líderes de las
principales big band de Nueva Orleans. Los dos habían ganado sus
premios; a los dos les importaban un accidente ferroviario en los
Alpes suizos. Los dos eran alcohólicos y los dos estaban al límite
de la genialidad, de no ser por ese sórdido virus que los tentaba a
componer la misma canción y a ejecutar sus artes con la misma
imagen recorriéndoles las manos.
Ardían las luces. Alguna parpadeaba, murciélago extraviado.
Jazz se levantó, toda impulsiva, lo que era otra de las subcate-
gorías de la tentación, sacudió las manos como si prendieran de
fuego, recorrió el salón a pasitos de miniatura, arqueó los brazos,
invitó a uno de los contendientes a que le enganchara su izquierda
y al otro que lo que más quería era estar a la izquierda; los des-
filó por el bar en sentido contrario y los sentó ahora en la misma
mesa. Sirvió a cada uno esa novedosa bebida a la que los mexi-
canos y otros hombres de bijote llamaban “cubata”. Chasqueaba
los dedos. Parecía que quería pedir algo a un mozo que de súbito
había huido presa de la ansiedad. Tal vez a un fantasma. Siempre
quería las cosas a sus órdenes, inmediatas y sin pucheros. Soñó
en apurar al tiempo, que apremie a las manijas del reloj, la hora
pactada era las once.
A las once menos diez aleteó una moneda de un dólar que había
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salido del bolsillo de Ellroy que decidió que el primero en subir al
escenario sería Gene Krupa. Segundos antes, Jazz besaba apasio-
nadamente esa moneda, ojos bien cerrados, labios en u.
Se incrementaron las apuestas. Burdo Carlmichael apostó cinco
dólares a ambos, su propina. Ellroy –de nombre James– quería
pero no pudo cuando le respondieron que era imposible apostar
a que ninguno merecería el premio. Diría: “Es que Jazz es mucho
para cualquiera de ellos. Es mucho para cualquiera que tenga que
apostar para conseguirla”.
Tenían algo muy particular, que los reconocía aún más que tener
el mismo rostro o nacer de una misma mujer, algo que hacía que
sin importar quién los identificase, los vieran con claridad en su
imaginación: su manera de expresarse. En el escenario, por más
que uno se dedicase a la percusión y el otro al viento, eran uno solo
y sin proponérselo conseguían que su audiencia entrecerrara los
ojos y los sintieran; era una sensación prima en primer grado del
amor.
Gene Krupa se lució. Había ordenado que bajaran las luces a lo
mínimo. Su batería desató truenos empotrados. Tendió en las al-
mas de sus escuchas un abrigo de emociones. Tocó como pocas
veces antes. Sudó poco. Jazz se mordía las uñas, luego sus labios,
con dicha y placidez. Torcía la boquita repintada. Se empoderó de
ella la fijación oral. Quería absorber esencias, dilatar hombres. Al
finalizar, a Jazz no le quedó otra reacción salvo la de incorporarse
de la silla y aplaudir henchida de emoción. Ellroy se sintió extraño,
adhirió su mirada a fijeza a Jimmy Dorsey quien se rompía las pal-
mas de tanto aplaudir. Supo que a Jimmy ya no le interesa subir
al escenario luego de Gene pero que una apuesta es una apuesta
y que debe saldarla o la deshonra le caería encima como a un
animado un piano de cola. Además estaba de por medio Jazz, la
intocada.
Luego sucede lo impensado. Jimmy hace un gesto y aspira profun-
do. El clarinete nunca será tan espectacular como la batería, pien-
sa para no sentirse derrotado antes de acabar. Está en otro lado,
en la cama de su habitación esa misma noche pensando en cómo
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retozan Gene y Jazz, queriendo embriagarse y a sabiendas que no
lo hará para no verse percudido por el amanecer. Y no obstante,
toca espléndido, y no alcanza la exquisitez rabiosa de Gene. Él lo
sabe. Ellroy lo presiente. No ha habido el menor equívoco, solo
que él no estaba ahí. Baja de la tarima cadenciosamente y, digno,
luego de quitarse la bufanda de seda y ajustarse los pantalones,
estrecha la mano de su adversario sin proferir palabra, le guiña,
insolente, el ojo a Jazz y le desea, lugar común incluido, sarnoso,
suerte con ese hombre a quien no deja de estrecharle la mano, ya
que la necesitará, y mucha, recalca.
A Jazz la embarga una sensación rara. Se aferra al vientre y frun-
ce la cara. Toda la cara. Se levanta porque se le tensan las piernas,
calambres consecutivos; sobreactuación, quiere pensar una mujer
coqueta que no es el foco de atención. Recorre dos pasos ante
toda esa gente que la ve trasladar el trasero con pesadez, como
si le fuera nuevo, una especie de implante que la desequilibra. Se
le desprende una zapatilla. Hay un serio problema porque le resta
importancia. Da un paso más. Cae de bruces, fulminada. La mone-
da rueda por el piso acristalado. La detiene el pie de Ellroy, James
Ellroy. “Así huye el dinero, o rueda o vuela”, masculla en tanto lo
coge con sus dedos agarrotados por el whisky y el frenesí de la
escena.
La leyenda asegura que fue ese guiño. Un guiño letal. Un guiño que
traía de ultratumba el maleficio de toda una estirpe. La leyenda ha
sido alentada por Gene Krupa quien la ha regado por la ribera del
Mississippi, en sus tours, durante sus vacaciones, de incógnito. Se
ha desplazado por los valles como hojas empujadas por el viento.
“Es un brujo rastrero. Un invocador demoníaco. No soportó la idea
de verme con la mujer que no soñaba con él. Recuerdo aquella
noche. En la inmensidad del cielo apareció la luna girando en toda
su magnificencia. La cercanía de Jazz, me lo confesó Jimmy, le
fascinaba y oprimía. Desde entonces no escucho su música, in-
cluso impongo que la apaguen si suena en algún lugar donde me
encuentre, porque estoy seguro de que se trata de una serie de
conjuros cargados de maledicencias”, lo propagaba con cinismo,
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desacreditándolo. Ellroy refiere la escena en La Dalia Negra. Pero
Ellroy sabe callar lo adecuado.
Atesora la moneda en un bolsillo falso de la única chaqueta que
usa. Es su moneda de la suerte y la enseña sin permitir que nadie
la toque.
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Algo de alprazolam
Eduarda durmió mal, sobresaltada por sueños en los que
predominaban los de caza. Solo la despertaba muy de vez en
cuando su perro Esopo, que dormía con ella. Ni siquiera el oleaje
la lograba mecer hasta alcanzar la plenitud del sueño. No se
acostumbraba a la forma en que el barco la acunaba. Tampoco lo
conseguía su abuela Sonia, que en el otro camarote permanecía
en vigilia toda la noche, pensando en una infinidad de desgracias,
con la firme convicción de que pensarlas hacía que no sucedieran.
–Tienes que viajar, ma linda –le había dicho Eduarda.
Ya era hora de embarcarse. ¿Había soñado Sonia con una
travesía por el Pacífico hasta el Atlántico y de ahí al norte? ¿Alguna
vez aspiró realmente conocer Estados Unidos?
Desde que murió Milton, su esposo, Sonia se adiestró en
el añejo arte de dominar a sus demonios, al dolor. El divorcio de
Eduarda fue como si de pronto anduviera de nuevo sobre cristales
rotos. La angustia al pensar qué haría su pobre nieta con tanto
tiempo disponible y una prematura pensión por viudez en Nueva
York la perseguía de un lugar a otro. La imaginaba con un par de
bragas desenvolviéndose en las noches opacas de esa inmensa
ciudad, buscando pasión.
En las maletas llevaba toda su vida. Empacó con una
inteligencia sutil: si naufragamos, me hundiré con todo lo que soy,
pensaba a su habitual manera, un tanto catastrófica, pesimista.
Dos fotografías enmarcadas de ella con Milton, una en la iglesia
de San Francisco de Quito, la otra en Salinas, veraneando, cuando
aún podían presumir ambos de vientres lisos, a pesar de su
primogénito. Todos los días vestía los mismos pantalones de
lino. Atesoraba un pequeño cofre de madera en el que llevaba los
anillos, el de compromiso y la alianza, que nunca extravió y que ya
no le encajaban en el anular. No conocía a nadie de su edad que
tuviera los dos anillos intactos, lo que la enorgullecía.
Sonia era la primera en estar en cubierta cada mañana
durante las tres semanas que duró el viaje. Veía el mar, la línea del
38
horizonte, y pensaba que algo se alejaba de ella, aunque no sabía
qué era. La perseguía la sensación de que su casa se venía abajo;
divisaba a las malas hierbas apoderándose del patio. Por eso
se esforzaba por mantener sus recuerdos muy vivos. No habría
podido soportar lo que le ocurrió a su madre Ana María, quien le
confesó, espantada en el lecho de muerte, que no recordaba desde
hacía años a su esposo y que temía que como castigo ultraterreno
no pudiera ubicarlo entre tanta alma luego de fallecer. Por eso
callaba tanto, porque conversaba largamente con sus muertos.
Y por eso es que también le resultaba ridículo ese viaje.
–Si vamos a Nueva York, te aseguro que tu salud se renueva.
No podía decirle a su nieta, ya que el mismo temor que había
sellado los labios de su madre era el que ahora la amordazaba,
que para ella era mejor morir de una buena vez y así gozar un
poco más de la eternidad, de las promesas de la vida en el Más
Allá. Y por no decir la verdad, asintió humilde y sumisamente en
tanto revolvía el azúcar que necia no se disolvía en el té. Además,
¿quién le decía que aquellos medicamentos y sus tratamientos no
le agudizarían la mente?, porque ¿quién le aseguraba que lo que
recordaba no era fruto exclusivo de su invención y que el rostro de
su adorado Milton había sido trastocado con los años, y que sus
memorias se vieron infestadas por fotografías o vídeos ajenos?
En silencio, descontaba un rosario a las seis de la mañana,
a las once, a las dieciocho y a veces a medianoche.
El mar se mantuvo en calma durante casi todo el viaje. Esopo
ladraba y se enfurecía; su ladrido se perdía en el mar. Sonia le daba
tajadas de pan y, ante el menor descuido de su nieta, escondía un
trozo de carne seca entre la masa, que calmaba al perro. Guayaquil,
el puerto, era una ciudad que nunca le agradó; sabía muy bien
que igual le resultaría cualquier otro sitio. Por eso gente como ella
se dedica tanto a sus casas, a sus hogares, porque en el exterior
no hay algo que las satisfaga. Son creadores espectaculares de
universos tan remotos como el que habita debajo de la loza de
una efigie religiosa que nos vemos imposibilitados a derribar.
El cielo compartía su dulzura y el canto del viento se convertía
39
en un arrullo. Apenas una tarde garuó, si aquellas esquirlas de
nubes pueden ser llamadas garúa. Sonia disfrutó esas gotitas que
le salpicaban en las mejillas y cerraba los ojos, se imaginó a sí
misma como una muchacha pelirroja y pecosa, descendiente de
vikingos.
A Eduarda no la complacían los cortejos del capitán de la
nave, un puertorriqueño de mostacho descomunal que acicalaba
mecánica y vulgarmente y que halagaba con reverencia a Esopo.
En cierto sentido a Eduarda no le agradaba casi nada, era más
bien reacia a las florituras de cualquier género y no concebía que
existieran hombres diferentes, superiores, que pudieran fundar
mundos mejores a este, con excepción de los médicos, o, para ser
precisos, de la mayoría de ellos. Su oficio de periodista le había
mostrado la otra cara de los seres humanos, y era una cara con
un marcado gesto de desprecio por los demás, o, como le habría
dicho a su ex, “un rostro dibujado por un artista ebrio”. Algo de esa
desidia era pura herencia.
Para sorpresa de las dos, nieta y abuela, Sonia se sintió
deslumbrada ante la Estatua de la Libertad. Eduarda se conmovió
al ver a su abuela cual niña contando tantas historias que había
oído de aquel monumento, historias que en su mayoría eran falsas.
Sintió que el aire era otro. Ella se sintió otra. Los recuerdos
empezaron a huir de su cabeza, ocupando su lugar una retahíla
de novedades, un cúmulo de novísimas experiencias acaso
sensoriales. El pasado era desplazado a puntapiés por el presente.
A Eduarda le costó trabajo desembarcar a Esopo, al que
tuvo que amenazar para que se moviera, para que caminara sobre
la rampa y el puente. Algún día previo había imaginado que esa
tarea le tocaría desempeñar con su abuela, quien estaba absorta
por los matices de la ciudad que, cual ciego al que le obró el
milagro, veía sin parar.
Clemencia Vera parece mucho más vieja de lo que es,
pensó Sonia. Tenían la misma edad, aunque es consabido que
vivir en una ciudad como Nueva York no es lo mismo que vivir en
Ambato, el ambiente repercute, el vértigo, la ausencia de suspiros.
40
Las atendió invirtiendo en ellas todas sus ganas, como si fueran
parientas cercanas, su hermana y su sobrina nieta, deferencias a
los que ellas no podían hacer caso omiso. Al día siguiente de su
arribo, al día siguiente de una noche en que casi no durmieron
satisfaciendo la curiosidad de Clemencia, quien no volvió a pisar
el Ecuador desde que tuvo veintiún años y convenció a un novio
enfermo de amor que su destino estaba en el norte, al día siguiente
de que Sonia vio cómo los sueños ajenos empotrados en la llama
de la Estatua de la Libertad explotaban en colores vivos y tras
distinguir que aquellos pueden tener mejor talante que los propios,
fueron al médico, un tal doctor Krauze, hermoso como un roble
y que de roble tenía el viento enredado entre sus extremidades
y el cabello, quien le aseguró que sus males no surgían de una
incrementada hipocondría, propia de lugares en los que no hay
mucho que ver, sino que eran el resultado de subir y descender
escaleras improvisadas por un arquitecto novato, su hijo. Preguntó
si no recordaba haber padecido un ataque de hipo. Sonia negó con
la cabeza. Él aseguró que estaba afectada en las caderas y eso
habría provocado que su circulación también se viera diezmada,
por no decir entorpecida –tales fueron sus palabras literales– y
ocasionara que su lucidez terminara por convertirse en alucinación.
–Por eso aparecen fantasmas en lugares como del que
provienes –sentenció el doctor Krauze, y un orgullo sobrehumano
infló su pecho y movió sus manos que, luego de acomodar su
estetoscopio alrededor de su garganta, garrapatearon (todo había
fluido en un español impecable, carente de acento, refinadísimo)
una receta que las dejaría boquiabiertas; a Sonia le habría
desagradado el tuteo, pero no tuvo tiempo de sopesarlo.
La letra era infame, casi una raya carente de siluetas.
43
44
CRISTIAN AVECILLAS
45
46
De la realidad a la música
a Victoria Maga, oráculo
1
Nos decimos:
“Obedezco, ya es momento de imitar al corazón”;
Y en el latido de la raza
47
Asestamos nuestro golpe de pronósticos y máscaras;
Y ya es la percusión.
2
Así como la tierra sopla adentro del bambú
Cuando la brisa se aproxima,
Así juntamos nuestros labios al bambú
Y ya es la melodía.
3
Así como el océano se entrega a las arenas con los credos de un
adentro,
Así nos entregamos al silencio;
Y ya es el resonar.
4
Y al fin la música:
5
Tendremos tótem en las piernas cuando nazca la canción del
pubis.
Tendremos tótem en la inteligencia cuando nazca la canción de la
cabeza.
Tendremos tótem en la piedra cuando nazca la canción del
tiempo.
Tendremos tótem en la hoguera cuando nazca la canción del sol.
6
48
Así es el mundo:
Adentro hay una danza de mujer llenándose de mundo,
Afuera hay una danza de hombre duplicándonos el mundo;
7
Entonces comenzamos a cantar:
Juntamos nuestro instinto de silencio con los fuegos del silencio
Y un anuncio de estructura nos florece en la frondosidad
quemada.
8
Cuando el canto sustituye al infinito es el punto de alcanzar el
infinito,
Cuando el canto sustituye a lo cantado es el punto de empezar
otra canción.
9
Cantamos al rumor de un hombre:
“La búsqueda de un héroe nos impide la victoria del desgaste”.
10
Y entendemos la victoria:
“Somos tres los despiertos ahora:
El héroe que no duerme, y nosotros, sus efímeros cantores”.
49
Entendemos el amor:
“La boca ya no sirve para hablar, sirve para convidar,
La sombra ya no sirve para oscurecer, sirve para estimular”.
11
Y por fin nos liberamos del paisaje al convertimos en paisaje:
12
Por fin nos agregamos al ritual del universo
Al sentir el universo en el ritual del propio cuerpo:
13
Y si en el centro de la música se descompone toda pertenencia
¡Eso es lo sagrado!
14
Porque la música es el verso que comienza
Donde trébol y árbol son igual de poderosos,
¡Y eso es lo sagrado!
50
JUAN CARLOS ASTUDILLO S
51
El sillón
junto el río
y escucho un suspiro chiquito
soñando
la otra esquina del sillón,
52
el borde
53
decir
precisar,
54
desnudo
55
67
56
La quietud
la quietud es una pausa, un estribillo.
no suponer. no mendigar.
un fondo
que se abre al vientre, al infinito…
una sorpresa,
su pregunta y el espacio para asirla…
57
la certeza,
la magnitud de la cruz;
través
de
mi.
58
puertas
ninguna figura
la sombra que justifica un huequito tímido en la luz,
su hipo.
59
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PAULA MARTÍNEZ
61
62
San Telmo
Fito
Un hormiguero
en mi cabeza
caótica,
bipolares obreras
se aplastan,
empujan,
cambian de vía,
de ritmo,
hasta enredar
nerviosos canales,
amotinar
los estímulos,
la sangre,
dolor, muerte, dolor,
ojos desgastados que chorrean
sin llegar a abrirse.
Te amo, te amo
(reconozco la voz,
las manos).
Abismo,
todo negro,
nada negra,
abismo,
las piernas
del feto que fui
se encogen sobre el pecho,
tanta belleza inútil,
veneno en los labios,
ceguera
¡apiádate ya de mi!
el mundo danza ajeno.
Y hay sombras,
63
humedece el paño rojo
de tu ausencia
sobre mis sienes,
sobre mi ombligo,
sobre mi sexo,
tratá y deja de mentir
Sofocada,
Desnuda,
la hierba me corrompe
para siempre,
¡Tuve cinco minutos
en tu red!
pienso marchita,
agonizo la libertad,
me extingo,
lejos de la noche de tu cuerpo
del encierro de tus brazos,
desierto y espejismo.
64
Paz sin calma
Cada noche, un poco antes de la diez
regreso a la agonía
verde amarilla de tus ojos,
revivo la lluvia de agujas
que dejan tus manos en mi piel,
ensordezco de tu voz
en mi oído,
me aterrorizo de tu cuerpo
que se desliza serpiente
hasta al piso.
Pero no me escribes,
y lejos del roce de tus dedos,
tu voz trae un desagradable olor
a elefante mojado.
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Sólo tu corazón caliente
Lorca
66
RAFAEL…
Tus ojos son de agua
y tienen una lucecita por dentro,
todo estanque es turbio
para quien se reflejó en ellos,
una sola vez.
Tu sonrisa se desliza
en los recovecos
de mi perverso laberinto,
y asientes con la ternura infinita
de los ángeles
en las estampas,
me estremeces el polvo y el gris
en una estrepitosa
tormenta de colores.
Te conocía de siempre
el oro de tu pelo
todavía refleja algo puro
en mi alma.
Ya no hay mundo
lejos de tu orilla.
Esperas en el piso,
decrépito,
tu lengua seca
busca algún espacio de cuerpo
para sobrevivirme,
martirizas
la última de las esperanzas
con tu mano
extendida...
lejos
mis alas,
se abren
sin drama
me voy,
te olvidé dos días antes
de quererte…
68
FREDDY AYALA PLAZARTE
69
línea sacra
madero de moria2
antes de la tierra
ecuación incorpórea
paso matemático
paso meridiano
paso siglo
paso ausente
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paso geodésico
72
MAPA LÍNEA
Línea del nudo kipu
Línea del vientre afro
Línea del taino caribe
Línea del antiguo cero maya
Línea del axioma arábigo
Línea del internado hindú
Línea del número romano
Línea del nibelungo círculo
Línea del aletheia griego
Línea del sacerdote egipcio
Línea del céltico frío
Línea del minúsculo haiku
Línea del taoísta ocaso
Línea del indiano fuego
1.
Aguanoche
cuánto ayuno disimulaba en sus entrañas
ajena a la ceremonia
de una elástica imagen
Aguasiglo
arquitecta sílaba de una escritura arcaica
y en su espalda
se descuartizaba la nuez
incansablemente buscaba el Sur entre sus talones
73
2.
escampaba debajo de un puente
su frío cojeaba en el colmillo de un dije
un crayón atravesando
la fisura de sus ojos
no comprendía las dimensiones de la piedra
Esquema de un pensamiento
75
Aproximaciones ciegas a unos versos abandonados
• La risa que zarpa desde la neblina como un barco antiguo.
• El amor hundido en un espejo sin azogue, que corre en la
misma dirección del granizo al anochecer.
• El colmillo superpuesto de una colegiala que ve brincar su
reflejo en una pileta de aguas envenenadas.
• La delicada estructura de las garras del tigre... su zarpazo
luminoso.
• Las brasas como el único manto para los que no pueden
creer.
• El tumor maligno en la rodilla de aquel niño que propuso
desarreglarse los sentidos.
• La tonalidad furibunda de nuestros gritos, cuando se saben
asechados por el alba.
• Los senos de esa prima amada tuya, irguiendo se, curiosos
y benevolentes, mientras esperan la pupila definitiva.
• Los cadáveres de las canciones que van a la deriva sobre
embarcaciones de lágrimas.
• Tu rabia, merodeando tras un escudo de vinos silenciosos.
• El pie que danza y la mano que toca un piano en llamas.
• El músculo de la irrealidad siendo masticado con salvajis
mo.
• Tu aliento aprisionado en mis uñas.
• Tu saliva tejiendo un arroyo, frente a las ruinas de un pala
cio.
• Los pezones de esa amada prima tuya azuzando las belfas
de una bestia invisible.
• Un gigante desplomándose, ciego, sobre las montañas.
76
El naufragio de la fruta
77
Salvaje ángel azul
79
***
81
82
AUGUSTÍN MOLINA
83
Pajeo filosófico en 5 diferentes situaciones
Todo lo que dice aquí es cierto, (justo aquí).
Aquí llega la metáfora (no aquí no)
sin comparación entre sus vocablos.
Aquí, a la más famosa portezuela
arriba el geógrafo decapitado con una dichosa construcción
visual:
Ya una vez
el más hambriento me ofreció su pan
sin ninguna ley improductiva,
sin razón supuesta.
Sería ridículo intentarlo literalmente,
porque ya alguna vez alguien puso el pecho
por la patria, por la fe y hasta por el horror
ante ese disparo de pistola tragicómica,
donde las balas eran serpentinas atrapadas entre los cables de
luz.
Porque ya alguna vez
los anhelos de animal profeta
se tradujeron en lenguaje de señas
de diversas tesituras.
84
Antes de tener mi primer hijo, ya rondaba por la casa su fantasma
Juntó apenas toda la eternidad en esa esquina donde esperábamos
las estaciones,
arduamente cultivaba en el aire mientras los siglos le insistían la
totalidad de la cosecha.
Yo le había cumplido con el número exacto de años que especificaba
mi contrato.
A ella no parecía importarle ese lejano origen que abandonaba, solo
con la excusa de desgarrar su blusa de viento. Abrió unos cuantos
botones sin prólogo ni charlatanería, sin mirar al destinatario,
intentó vaciar su cuerpo dando al César lo que nunca pudo tener y
dando a Dios lo que no inventaría.
85
Para la despedida, en lugar de verte, me puse a escribir un poema
No por amargura ni melancolía
el poema se canta desde adentro,
como la más fina de las dudas.
He de oír cómo se puebla
y se supone que encarnes,
como yo,
idéntica
He de oír, más de una vez
el cuento de
la fragata de esclavos que encalló.
La fuente—ahora un surco de agua—
transportaba en su cauce una rana tejida a la luz del astro,
el grillo, por su lado, temeroso por los fantasmas,
en un eco infinito doblaba su campanario para hacerse compañía.
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Bosquejos de rostros y paisajes a pluma
Ya una vez me pasó que no sabía lo que era lo que acababa de
escribir, entonces decidí enmarcar todos esos sonetos sin sentido
en marcos que posteriormente fueron exhibidos. Así decidí verlos,
como cuadros que cuando pasaba por la casa, en una sola lectura
me sugerían el paisaje o las formas enardecidas de una silueta.
Había una estrofa en particular, de una bicicleta naranja un tan-
to vieja que nunca se había movido, aquella postal evidenciaba la
inutilidad de ciertas invenciones, que daba al mundo la ausencia
del hombre. Había otra estrofa que se leía por sí sola, una que fue
colocada estratégicamente para aprovechar los rayos del sol y re-
flejar sobre una hoja en blanco el rostro de quien la mire. El logro
del autor había sido muy absurdo en realidad, porque no había
nada ante nuestra mirada, ni demencia, ni llanto. Solo un papel en
blanco encerrado entre vidrio y madera reprimiendo todas sus
ganas de zamparse en la cara de los curiosos —que muy osados—
piensan parecerse a todo ese universo posible.
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Ensayo para media docena de apuntes
1. Si no puedo volver, si aquel sendero desterrado
me lleva al reverso del mapa no pasen a
buscarme,
ni a condicionar la lógica. Es parte del despojo.
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5. Si te contara como es que te fui
encontrando.
Yo vivía cuesta arriba y tu algún rato
bajaste
con la excusa de bendecir mi tierra, ¡que
bobería!
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CAMILA PEÑA
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Infancia
Suenan las campanas de una tierra distante
y los versos que no he dicho se me riegan por los ojos.
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Peso 0
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Saudade
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Espejos II
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VERÓNICA NEIRA
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Etéreo
Por esto callo,
porque soy la loca,
la que canta, la que siente,
la que grita,
la que sueña que siente
y cree que existe
y grita que siente.
Y se calla.
Se calla,
porque el sentimiento existe
y si se cuenta,
se triza.
98
Huida imperceptible
y la lluvia es un espejo que me ayuda a verte bien
Fito Páez
Borro tu mano,
desaparezco uno a uno tus dedos.
Elimino tus labios de mi memoria,
no los hago míos...
Nunca fueron.
Porque no estabas,
no te creía si no era de noche.
No pudiste pronunciar nada en la madrugada,
estuve sola.
Y quería encontrarte
en medio del naufragio obligado,
pero zarpaste solo como siempre,
como has estado desde el principio del alba,
desde el parque y el cuarto vacío,
sin tus pies y palabras que se escaparon...
a la nada.
No fuiste parte...
porque sin noche no te creo
y sin lluvia no existes.
99
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FALCO
101
Crónica del CAI
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TANIA RODRÍGUEZ
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Sofi Mac-Donald
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muerto yo, de cierta manera. Estábamos en la edad del amor,
de aceptar por verdad cualquier punto de vista con tal de tener
un asidero. Por eso, queríamos creer en tu palabra; por eso o
por cualquier otra cosa. Pero yo acepté que no había manera
de ganar y que perdiendo solamente se perdía menos. Sofi se
empeñó en ganar.
¿Es ridículo esperar más de la ruleta? En la vida adulta,
el amor es un juego social. Los jugadores se conocen, se
oponen, se miden, apuestan y, generalmente, pierden. Todo
esto sin tanto alboroto. Y nosotros, mi amor, aún tenemos esta
tarde que se desgaja en nuestras manos y la tibieza azul de
los recuerdos juveniles que, día a día, rozan las paredes del
espacio que todavía ocupan nuestros cuerpos. Nada tengo que
reprocharte: mi alma te recuerda tal y como eras entonces.
Sin embargo, nunca estaremos juntos porque siempre
recordaré a Sofi Mac-Donald y la tarde que percibí el olor
de su muerte entre la llovizna que caía sobre la ciudad: la
última vez que la vi viva, cuando aún ni de lejos hubiera podido
haber sentido esta lástima por ella. Antes de aquello, nada me
importaba que algo que dijeras fuera mentira; pero, ella murió
para no yo viviera.
Antes de aquello, teníamos tiempo; con ella, se fueron
los días felices y tu rostro se me volvió tan extraño. De hecho,
todo en ti es para mí ahora extraño.
107
Harry
108
Deseaba con fervor que él se acercara para saludarla, pero el
hombre se mantenía en un rincón de la sala. Algunos minutos
después, otro de sus amigos invitó a Harry –así se llamaba el
extraño– a bailar con una guapa moza y él aceptó. Esa fue la
única pieza que bailó y mientras lo hacía, ella sentía cómo algo
parecido a un monstruo le congestionaba el habla, sobre todo
cuando él dirigía su rostro hacia ella como para disculparse por
su infidelidad con la mirada.
De vez en vez se preocupaba por despertar de esta pesadilla y
volcaba su vida para otro lado con todas las fuerzas de su alma. Sin
embargo, no fue fácil ignorar a aquel hombre que le proporcionaba
el momento más placentero desde hace doce años, los que llevaba
comprometida. Tenía una magia singular que no poseía ninguno
de los hombres que había conocido ni que conocería durante toda
su vida. Porque Harry era, para ella, la creatura por la que los dotes
artísticos del Divino Hacedor llegaban a su más alta perfección; y
estos, los minutos más singulares y felices de toda su existencia.
La fiesta continuaba, los novios tenían que despedirse, estaba
obligada a mirar hacia otro lado, pero sentía que el hombre –
quien al igual que ella le había dado la espalda en un momento
de clímax de su turbación debido a su lucha personal en contra
de esa atracción tan repentina– ahora tenía sus ojos sobre ella,
esperando la mirada última que ella tuvo la atormentadora
valentía de negarle.
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AMBER CHICA APOLO
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Danza gastada
Ella abre los brazos
mientras el viento la atraviesa.
No siente frío
y la lluvia le parece escarcha.
No hay caminos
ni rutas inmoladas.
–se ha perdido–
No hay dogmas.
No hay fe.
No hay artificios
que la puedan sostener.
Ya su dios se convirtió
en estertor soñoliento.
Ya su ingenio se suicidó
y su orgullo quedó huérfano.
–se ha perdido–
Génesis 19:15-17
La esposa de Lot se convierte en sal
mientras la última pareja prohibida
gime entre las llamas
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SOLEDAD CORRAL
113
VIII
115
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SEBASTIÁN ÁVILA
117
Yo que todo lo prostituí, aún puedo prostituir mi muerte y hacer de
mi cadáver el último poema.
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DAVID JIMÉNEZ ABAD
121
Cumpleaños feliz
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NATALIA GARCÍA
127
Ojos verdes feos, pero feos
1.
Caminaba detrás de ella. Traje holgado, cabello tieso por el fijador,
piernas regordetas. Se dio la vuelta y me miró con sus ojos verdes.
Verdes pero feos. Me dijo que me apurara, que no teníamos todo el
día para ir a almorzar.
Al fin llegamos a la fonda que queda cerca de casa. Lo hacemos
todo cerca de casa porque a ella no le gusta ir nunca más allá. Le
dan fatiga los autobuses. Si le digo que caminemos hasta el centro,
dice que ese lugar es un sin dios. De un tiempo acá todo es un sin
dios. Leticia es de las que escuchan una cosa de un extranjero y
se le pega como chicle, y lo dice sin saber usarlo hasta desgastar
todo el sentido. Lo del sin dios lo escuchó de una vecina española
y ahora lo usa para todo. Los tatuajes, un sin dios; el vecino de lado
con su música bailable, un sin dios; las pizzas congeladas, un sin
dios; la gente que trota con licras pegadas, ay diosito un sin dios.
Pero Leticia es así. Sabemos que no es así desde que nació. De golpe
un día Leticia fue todo lo que es. El cómo y el por qué resulta muy
confuso. Nadie podría imaginar a Leticia, de niña, abanicándose y
lanzando quejas al aire cada dos por tres. Pero, si lo pienso bien,
nadie podría imaginar a Leticia de niña. Parece que nació así de
grande y rotunda. Que no tuvo un antes. Una personalidad así no
se construye, cae del cielo como un meteorito y aplasta lo que
tenga que aplastar.
Leticia y yo vivimos en una casa grande. La casa donde nacimos
todos, pero donde moriremos solo ella y yo. Papá murió primero
y mamá después. Nuestros cuatro hermanos se casaron y se
128
fueron. Cuando salió el testamento, ni siquiera reprocharon o se
interesaron en la casa. Nos la cedieron. ¿Cómo? Con tal de no
vernos más. Nos dejaron su parte. Todos habían hecho su vida
y no querían hacerse cargo de las hermanas. Se turnaban las
invitaciones en festivos, eso sí. Cada año nos tocaba en alguna casa,
pero solo en semana santa. En navidad, fin de año, aniversarios,
graduaciones y cumpleaños, jamás. Sus mujeres presumían de
ser buenas con nosotras, de invitarnos a cenar, de preocuparse
por las dos hermanas, pobres, sin suerte en la vida, condenadas;
al menos se tienen la una a la otra, murmuraban seguramente con
otras mujeres como ellas.
Pero la condenada era yo. Leticia vivía más que contenta. No se
debía confundir su actitud quejumbrosa con infelicidad. Dormía
como un ángel y todo el día se la pasaba escogiendo telas para
mandar a hacer trajes, trajes holgados, distinguidos, propios para
una señora de su edad. De cachemira. Sabía mezclar muy mal los
colores y llegaba a casa a mostrarme sus adquisiciones beige,
vino y verde podrido, que le combinaban con los ojos verdes feos.
Luego se la pasaba orquestando cómo debía hacerse todo en casa.
Caminaba por los pasillos ordenando. Carmela y yo la seguíamos,
cumpliendo todo mandato. Carmela fue la empleada de mi madre,
nos crio a todos. Nosotras la heredamos, como heredamos la casa.
Nunca pudo irse, y creo que nunca quiso. Yo, la condenada, me
fui quedando también. Me quedé atrapada por Leticia que tejía
telarañas a mí alrededor y yo no lo sabía. Hasta que un día fue
muy tarde. Ya no pude salir.
Y es que Leticia tiene una forma de enredarte que ni te das cuenta.
Parece que te dice una cosa y en verdad te dice otra. Se te mete
129
adentro como el frío y luego vives para siempre con los pies
helados, sin poder dormir.
Hoy es mi cumpleaños y por eso vinimos al restaurante. Leticia
dijo: «vístete Isabel te voy a llevar a comer algo». Me regaló unos
pendientes de perlas y me acarició la cara. Me llevaba a comer con
dinero que era mío también, pero lo decía como si me estuviera
manteniendo. Yo no era su hermana, era su recogidita. Me cuidaba
para que le hiciera los recados.
En el restaurante chasqueó los dedos para llamar al camarero,
ella tan rotunda con su traje gris de cachemira, traje holgado y
distinguido, chasqueó los dedos en una fonda de barrio, tan
acostumbrada a su papel de jefe de orquesta. Pidió una pasta frutti
di mare, aunque sabía que aquí no la hacen, hizo que el cocinero
se la preparara. «Isabel, querida, no seas ordinaria, pide otra cosa
que no sea pollo frito», me dijo. Y el querida me sonaba como la
rasgadura de las uñas en la pared. Rechinante. Al fin nos trajeron
los platos y al comer, se calló.
No sé qué pasó, si fue un camarón, una concha, pero hace unos
minutos que no deja de toser. Traga aire como puede y sigue
tosiendo. Empezó un poco torturada. Tosiendo a trompicones, a
destiempo, sin ritmo. Ahora empieza a toser como ella misma,
como dirigiendo una orquesta, la imagino con la batuta y hasta la
expresión del rostro le cambia. Parece que sonriera, que detrás de
cada brusco carraspeo se asentara un deleite. Algo parecido a lo
que sucede con el estornudo, detrás del cual siempre hay un poco
de delicia. Ahora la tos parece que se le ha metido en el cuerpo y
tiene espasmos.
2.
130
Ayer llegó la señora Isabel a casa. Llegó sola, sin doña Leticia.
Todo sucedió muy rápido. Dijo que hubo un atragantamiento, se
atoró. Eso pasa. En este pueblo le pasó a Don Elías Pontón, un viejo
millonario de esos que no se cortan las uñas y cuando te dan la
mano te tocan como si estuvieran muertos, con los dedos fríos. Él
se atragantó mientras comía. Decían que comía atún pero como
era millonario luego dijeron que era salmón. Pum. Se fue de golpe.
Mamá decía que, si te toca, ni aunque te quites y si no, ni aunque te
pongas. La señora Isabel lo hizo todo muy eficientemente, como si
hubiera estado esperándolo. Llamó a los hermanos, a la funeraria,
al cura. Para la noche ya hubo velación. Hoy a la mañana hubo
entierro.
Yo lloré, lloré sobre todo por las canciones de la iglesia y un
poco por doña Leticia. Una se acostumbra, hasta a vivir con doña
Leticia, una se acostumbra. Mamá decía que lo que se aprende en
la cuna, siempre dura. Una vida entera con doña Leticia no es poco.
Salimos del entierro y los hermanos se hicieron humo. Quedamos
la señora Isabel y yo. Un poco me alivié. La señora Isabel y yo nos
entendemos. Cuando regresábamos a casa el calor del medio día
nos puso coloradas. Llegamos y fui a quitarme la ropa negra y
ponerme algo más cómodo.
Cuando salí de mi cuarto la señora Isabel estaba en el cuarto de la
señora Leticia. Miraba los trajes en el armario y empezaba a posar
frente al espejo, probándoselos por encima de la ropa. Beige,
vino, verde podrido. Uno por uno. Palabra de Dios. Yo pensaba que
estaba medio tocada por lo de la señora Leticia. Mamá decía que
cuando murió el abuelo, la abuela se chifló.
Estaba rara la señora Isabel y hasta chasqueó los dedos y me pidió
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un jugo. «Carmela, querida, tráeme un jugo». Nunca me había
dicho querida, pero entonces la vi. La vi transformarse. Empezaba
a crecer, se puso grande de pronto, el rostro se le puso más
redondo y los ojos se le iban poniendo hasta verdes, como los de
doña Leticia, verdes y feos. Agarró el abanico y empezó a moverse
por toda la casa. Como una loca vació su dormitorio y lo cerró con
llave. «Este cuarto ya no existe más», me dijo.
Bajó a la cocina, que había quedado desordenada con todo lo
del velorio y el entierro, y me miró. Me miró con esos ojos de
comandante que ya yo conocía de toda la vida, con ojos que
aplastan, y dijo: «Carmela, ¡esto es un sin dios!»
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FREDDY AYALA PLAZARTE
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Chamarasca de Hugo Mayo: palabra de un diabolus
misticista
Desde un fondo amarillo sobresale la figura de un diablo,
con sus dos cuernos extendidos, mientras uno de sus ojos está
vendado y el otro –mínimamente– asoma enrojecido. Da la
sensación que este diablo arde, quema, porque su deformada figura
aparece flagelada. Más abajo, en un fondo azul, dice: Chamarasca,
Hugo Mayo. Esta arcaica portada pertenece a su libro de poemas
publicado en 1984, por la Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo del
Guayas. Quizás su autor estuvo de acuerdo con tal imagen y título
fulminante, como un aviso de lo que sería el contenido poético. En
anteriores ediciones me he ocupado de hablar sobre otros matices
de los poemas mayianos, y si acaso algún lector se pregunta: ¿Por
qué he decidido hacer una relectura de un poemario publicado
hace algo más de 30 años? Lo hago porque indudablemente la
calidad de su obra me permite seguir escribiendo.
134
donde, incluso, tenemos la impresión de encontrarnos en pasajes
claroscuros, e imágenes medievales.
Bibliografía.
Bellessi, Diana. 2011. La pequeña voz del mundo. Buenos Aires: Taurus.
Eliade, Mircea. 1999. Imágenes y símbolos. Buenos Aires: Taurus.
Mayo, Hugo. 1984. Chamarasca. Guayaquil: Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo
del Guayas.
Rodríguez Castelo, Hernán. 1984. “Condecoración al silencio esencial”. En Chama-
rasca. Guayaquil: Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas.
138
SEBASTIÁN ENDARA
139
5 tesis sobre
“LA POLÍTICA COMO HABITAR”
143
4. Parafraseando a Sartre, estamos condenados a estar en el
mundo. Nuestra forma de estar, es en sí misma una forma
política. De ahí que propongo reflexionar sobre “La política
como habitar”. Estar en el espacio es reconfigurarlo, estar en
el espacio es habitarlo. Habitamos el espacio necesariamente
de una forma política, es nuestra voluntad la que construye
sus límites, la que conoce sus formas, la que le proyecta al
futuro. El habitar es la primera forma política. La habitación
configura el lugar, y el lugar configura su habitación. Existe
una relación dialéctica. Iván Illich diría que habitar es partir
de lo que hay, es, en cierto sentido, una decisión no-libre. Es
partir de algo no elegido, ni conquistado, sino de algo que nos
pasa. Habitar es un saber-hacer con lo que nos hace. HABITAR
como vivir habitualmente, como ocupar un lugar y pasar en
él. El espacio traspasado por lo humano, se vuelve territorio.
Habitar un territorio es convivirlo. La “convivencialidad” es
la acción de las personas que participan en la creación y en
la defensa de la vida. Habitar es construir el territorio, pero
también cuidarlo. Manuel Saravia diría que hay que entender y
comprender el territorio. Habitar es el frecuentativo de habere:
es decir un tener de manera reiterada. Habitar como poblar,
residir, vivir, morar, afincarse, asentarse, cohabitar.
Referencias Bibliográficas
Aristotle: The man is a political animal (Zoon politikon) (2015) Recuperado de:
http://en.antiquitatem.com/politiical-animal-zoon-politikon-polis
Carrillo, J. (2013) ¿Por qué es tan fácil imaginar el fin del mundo? ¿Por qué no
podemos dejar las fantasías apocalípticas? Recuperado de: http://pijamasurf.
com/2013/02/por-que-es-tan-facil-imaginar-el-fin-del-mundo-por-que-no-pode-
mos-dejar-las-fantasias-apocalipticas/
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Francisco Jarrín
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Gabriela Parra
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Gabriela Parra
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Esteban Ugalde
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Esteban Ugalde
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Tuga Astudillo
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Tuga Astudillo
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Gabriel Art
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Gabriel Art
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Silvia Pesántez
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Silvia Pesántez
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SALUD A LA ESPONJA
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