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Querido Mirko,

El verano de 1969 el hombre llegó a la luna y yo llegué a México. Salí ganando. Porque conocí
para siempre a José Emilio Pacheco, Gabriel Zaid, Carlos Monsiváis, Rosario
Castellanos, Jaime Sabines, Margo Glantz, Elena Poniatowska, y a Carlos Fuentes. Una
noche, Carlos nos llevó a José Emilio y a mí a cenar; pero al pasar frente a un recién
inaugurado hotel de lujo, nos dijo: entremos para que vean el mayor monumento de la cursilería
mexicana.
Nos cruzamos con un grupo silencioso y Carlos sentenció: acaba de pasar el hombre que más
odio en México y el que me odia más. Era el próximo presidente Luis Echeverría, que poco
después lo nombraría embajador en París. No acababa de agonizar el país después de la
masacre de estudiantes en la plaza de Tlatelolco, pero Carlos creyó deber de la hora sumar y no
restar.
Pacheco recordaría para siempre la noche triste en que Fuentes y Echeverría se ignoraron sin
éxito. Hemos vivido, me dijo, una lección de política mexicana. Se lo contaremos a nuestros
hijos, abundó, con melancolía anticipada. Dos años después, Carlos renunciaba a la embajada.
Nadie, por supuesto, le dio las gracias.
Treinta años después, en Brown University, donde fue Professor-at-large, recuerdo bien el que
sería mi último encuentro con Carlos. Iba él a dictar una conferencia, como cada año, y la sala
estaba como siempre, repleta. De pronto, un señor muy viejo, de pelo largo y blanco, pálido y
lento, se nos acercó, y le dijo: “Señor Fuentes, ¿cómo está Alejo Carpentier?”. Carlos dio un
brinco de asombro, y exclamó: “¡Alejo Carpentier murió hace tiempo!”. El señor muy viejo con
ojos enormes no reaccionó y volvió a preguntar: “Señor Fuentes, ¿ha publicado algo nuevo
Miguel Ángel Asturias?”. ¡Asturias ha muerto!, casi gritó Carlos. Pero el otro volvió a la carga:
“Pero con Julio Cortázar sigue Ud. conversando…”. Carlos me dijo: “¡Vámonos, huyamos, éste
hombre es un fantasma!”. Pero Carlos, le dije, es evidente que este señor no lee los obituarios
pero, en verdad, es el lector ideal: cree que todos los escritores están vivos.
Carlos recuperó la calma. Tienes razón, me dijo, efusivamente, aliviado. Subió a la tribuna para
evocar a sus tres mejores amigos norteamericanos: William Styron, Kenneth Galbraith y Arthur
Miller. Los tres, gracias a Carlos y su evocación de gratitudes, seguían vivos; esta vez en la
lengua castellana.
Cuando se despedía para subir al taxi, le dije: “Olvidamos ir a la bookstore de Brown”. Lo
hacíamos en cada una de sus visitas, donde se surtía de las vastas novedades y, a veces, de
nuevos libros para documentar la novela que escribía. Dudó un instante, y me dijo: “Gracias,
iremos la próxima vez, ahora vuelvo a casa”. Lo vi fatigado de la jornada, y pensé: qué raro que
Carlos llame casa al hotel. Pero luego entendí: lo esperaba Silvia.
Julio

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