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Kathleen Givens– Kilgannon

Kathleen Givens

Kilgannon
Kilgannon
1º Kilgannon

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Kathleen Givens– Kilgannon

Argumento

Un lugar donde el amor y la guerra se enfrentan, donde ella se entregaría al jefe


del clan escocés a quien consideraba… un bárbaro.
Entre en un mundo de romance subyugante y peligrosas aventuras. Entre en el
mundo de Kilgannon, una inolvidable historia de amor y traición en el seno de un clan
esc o c és.
Esta magnífica novela de Kathleen Given recorre desde el Londres de la reina
Ana hasta las salvajes Tierras Altas de Escocia…y en los corazones de los miembros
de una orgullosa y apasionada familia: los MacGannon de Kilgannon.
Mary Lowell no tenía ningún interés en contraer matrimonio, a pesar de la
determinación de su tía en conseguirle marido a finales de la temporada social
londinense. Sin embargo, cuando Alex MacGannon, conde de Kilgannon, irrumpió
en el salón de baile, se apoderó de su corazón.
Lo llamaban bárbaro, lo consideraban el tosco jefe del clan de los MacGannon.
Decían que ninguna mujer podía tenerlo amarrado, ya que dedicaba su vida a
navegar por el ancho mar. Pero Alex regresó para reclamar a Mary Lowell como suya
y llevarla consigo a Escocia, a su magnífico castillo de sus antepasados, Kilgannon. Y
mientras la rebelión conmociona las Tierras Altas, Mary encuentra la pasión —y el
peligro— en esa tierra salvaje que ella acabaría llamando su hogar.

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Agradecimientos

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Para mi esposo, Ross,


Quien me enseñó a vivir y amar.

Para mis hijas Kerry y Patty,


Quienes me enseñaron la felicidad de ser madre
Y me mantuvieron joven.

Para mi madre, Violet Rose,


Quien me enseñó a conocer y a amar
Nuestra herencia.

Y a la memoria de mi padre,
Quien me enseñó a planificar mi obra,
Y a obrar según lo planificado.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 1

Junio de 1712

Bostecé por cuarta vez y provoqué que la modista me mirara.


—Señorita Lowell —dijo con aspereza—. Debe permanecer erguida y prestar más atención.
Su tía desea que el vestido esté listo mañana por la noche para la fiesta de la duquesa, y no podré
terminarlo si se queda dormida.
Se levantó de la altura del bajo del vestido en el que había estado afanándose y me observó
con sus ojos azules entrecerrados y el cuerpo tieso con las manos entrelazadas adelante.
—Lo siento, señorita Benton —contesté—, lo siento de veras, pero mi armario está lleno de
sus hermosos vestidos y no puedo evitar pensar que otro más no cambiará nada —su expresión
no cambió, y suspiré—. Le prometo que me quedaré inmóvil para que pueda terminar esta misma
tarde.
Un tanto apaciguada, asintió:
—Esta tonalidad de azul, en especial, le sienta de maravilla, señorita Lowell. Además, hace
juego con sus ojos, y el rosa combina con el rubor de sus mejillas.
—Usted dijo que era el último, señorita Benton.
Intenté ocultar el tono de desesperación en mi voz al ver el bellísimo día de verano a través
de la ventana. El único día hermoso que habíamos tenido en semanas, y yo estaba en la sala
probándome otro vestido.
—No le niego que tiene muchos vestidos, señorita Lowell —concedió la señorita Benton,
concentrada nuevamente en su trabajo—, pero los nuevos son todos negros y usted ya no guarda
luto por su madre. Su tía me ha pedido que la ayude a prepararse para las últimas fiestas. Estamos
casi al final de la temporada.
Asentí. «Y ya era hora», pensé. En mi primera visita a Londres, la temporada me había
fascinado: disfrutaba de las fiestas y del flirteo, y de las eternas veladas de sociedad. Me había
convertido en una experta en discusiones sobre política y sobre cuestiones amorosas. Pero
cuando mi madre enfermó y se retiró a nuestro hogar en Warwickshire, tuve tiempo suficiente
para reflexionar sobre la banalidad de Londres. Había descubierto que no lo echaba tanto de
menos. Desde su muerte había estado viajando con la tía Louisa por Europa —exceptuando
Francia, por supuesto, que estaba en guerra con Inglaterra—. Habíamos regresado para Navidad,
a tiempo para el momento más animado de la temporada.
Estábamos a principios de junio y la mayor parte de la sociedad londinense pronto
empezaría a dejar la ciudad para dirigirse a sus residencias de campo a visitar amigos y familiares.
Me di la vuelta a indicación de la señorita Benton, y suspiré. Mi tía le pagaba por estos vestidos
con la esperanza de conseguirme un brillante matrimonio, ya que no tenía medios propios, más

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allá de la pequeña renta sobre las tierras que ahora eran propiedad de mi hermano. Por eso, no
podía dar indicaciones a la mujer que Louisa había contratado. Pero era tan aburrido... Más aún,
reflexioné, la época en que era dueña de mi tiempo había terminado. La enfermedad y la muerte
de mi madre sólo habían pospuesto lo inevitable. Debía casarme. Aunque el novio no había sido
elegido aún, mis deseos personales no serían tomados en cuenta, y por ahora, Robert Campbell
era el candidato principal. Las libertades de las que había gozado durante la época de mi
educación habían terminado tiempo atrás. Incluso en mi hogar en Mountgarden, ya no podía
hacer las cosas que antes solía hacer.
Sonreí al pensar en la reacción que provocaría el que me quitase los zapatos para juntar
parvas de heno como acostumbraba a hacer de niña. Cómo echaba de menos a mis padres. Mi
padre, a diferencia de la mayoría de los hombres, consideraba que la educación era algo
importante para una niña. «Educar a la mujer es educar a la familia» era uno de sus dichos
preferidos y había actuado en consecuencia; pero últimamente, no había tenido necesidad de mis
conocimientos de latín ni de francés, como tampoco de mi habilidad para las sumas.
Recientemente, mi hermano se había casado con Betty Southhall y llevaba las cuentas de
Mountgarden —con impericia, a decir verdad—, pero la propiedad era suya y por lo tanto, era su
responsabilidad. Lo visitaba con menos frecuencia, y cuando lo hacía, arreglaba las cuentas con la
venia de Will, encantada de complacer su ruego.
La señorita Benton me pidió que me mantuviese erguida y así lo hice, preguntándome si me
atrevería a enviar un mensajero a la librería en busca de un libro. Quizás si pudiese leer mientras
ella trabajaba, sobreviviría al tedio de esa tarde. Levanté la cabeza para complacerla y miré
fijamente mi imagen en el espejo. Fruncí el ceño. Bien vestida podría resultar elegante, pero
nunca tendría la belleza de mi tía ni de mi cuñada, ambas menudas y delicadas; Louisa con
oscuros rizos y Betty con el cabello de un rubio típicamente sajón. Yo no era ni menuda ni
delicada, ni siquiera hermosa, a pesar de los amables comentarios de Louisa. Sabía que necesitaba
ese vestido porque, sin el atuendo apropiado, nunca podría conseguir esposo. Pero detestaba el
proceso.
—¿ Sabe qué he hecho hoy, señorita Benton ?
—No, señorita Lowell —murmuró con la boca llena de alfileres.
—Me vestí para desayunar, después me cambié de ropa para acompañar a mi tía a la casa de
la duquesa a fin de organizar los preparativos para la fiesta. Después regresé a casa y me cambié
nuevamente para almorzar con mi hermano Will y su esposa, Betty. Ahora me he cambiado
nuevamente para que usted pueda terminar estos vestidos. Y deberé hacerlo una vez más para ir a
cenar a Mayfair.
—Un día encantador, señorita Lowell.
—¿Usted no cree que podría hacer algo más que cambiarme de ropa?
La modista no contestó y me di la vuelta según su indicación. Una mujer que se gana la vida
vistiendo gente difícilmente sentiría lástima por alguien que se aflige por cambiarse de ropa
durante todo el día, me dije, y miré de nuevo por la ventana, tomando la decisión de colaborar
para que pudiese terminar su trabajo. Mi mente vagaba mientras intentaba mantenerme erguida.
Robert volvería pronto y el chismorreo empezaría de nuevo. Toda la sociedad de Londres
suponía que era inminente el anuncio de mi boda. «Podría retrasarse», pensé sobresaltada por mi
deslealtad. No era que no desease verlo: sentía cariño por Robert Campbell, pero no tenía prisa
por casarme con él, con nadie en realidad, y él parecía compartir mi opinión. En los últimos años,

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nos habíamos acostumbrado a nuestra mutua compañía y Londres se había acostumbrado a


vernos juntos. Louisa, la hermana de mi madre, estaba complacida ya que consideraba que un
casamiento con un miembro de la familia Campbell sería conveniente para mí. Creía que estaba
en edad de casarme y que Robert era un buen partido, pero que yo no me esforzaba lo suficiente
para atraparlo ya que, a pesar de estar siempre juntos, no existía compromiso ni declaración de
amor de ninguna de las partes. Robert estaba en Francia con su primo John, el duque de Argyll.
Si bien ignoraba qué estaba haciendo exactamente, sabía que era algo relacionado con la guerra
aunque no había estado en el frente últimamente. Cuando le pregunté sobre sus obligaciones, me
dijo que no quería aburrirme con ello, ya que si supiese lo que hacía, me confundiría o me
preocuparía. El esposo de Louisa, mi tío Randolph, quien estaba en Francia como muchos otros
hombres, no había emitido opinión al respecto y yo estaba contenta de prolongar la situación,
aunque sabía que tendría que decidirme cuando terminase la guerra. Hasta ese momento, Louisa y
su amiga la duquesa continuarían buscándome un esposo apropiado, y yo intentando resistirme.
Sabía que Robert era un buen hombre pero yo quería... bueno, quería algo más.
Miré por la ventana e intenté no desanimarme. Fui recompensada por mi buena conducta
con el anuncio de la llegada de Rebecca Washburton, quien apareció en el umbral poco después.
Becca era mi mejor amiga, nos conocíamos desde niñas, al igual que nuestras madres y la tía
Louisa; no podía recordar ningún momento en que no hubiésemos sido como hermanas. Incluso
nos parecíamos físicamente, ambas con cabello oscuro y ojos azules; aunque yo era mucho más
alta, nos confundían con frecuencia. Sin embargo, también eso cambiaría en poco tiempo. En
noviembre, Becca se casaría con Lawrence Pearson, un primo de los Bartletts de Mayfair, y se
mudaría a su casa en Carolina. La echaría terriblemente de menos.
—Señorita Benton —Becca la saludó con una inclinación de cabeza—. Y mi querida Mary
—la señorita Benton se apartó y permaneció muy erguida mientas nos abrazábamos. Becca se
separó con una sonrisa—. Por favor, continúe, señorita Benton. Permaneceré sentada y
conversaremos mientras usted termina —la señorita Benton continuó con su tarea y busqué los
alegres ojos de Becca detrás de la cabeza inclinada de la modista—. El vestido te sienta
maravillosamente bien, Mary —dijo Becca—. Eres lo suficientemente alta como para usar
miriñaque y no verte ridicula.
—Me complace que le agrade, señorita —contestó la señorita Benton.
«Debo ser invisible», pensé y Rebecca sonrió. Ella sabía perfectamente cómo detestaba estas
sesiones de prueba y aun así, me provocaba contándome su largo paseo con Lawrence. Le hice
una mueca.
—Mi querida Mary —dijo jovialmente mientras se sentaba en una de las sillas junto a la
ventana—, debes estar vestida apropiadamente para que la duquesa pueda encontrarte un buen
esposo —le echó una rápida mirada a la señorita Benton y continuó con el mismo tono—. Lord
Campbell volverá en cualquier momento —le dispensé a mi amiga una mirada furiosa ya que
sabía perfectamente que no podía contestarle con libertad en presencia de la señorita Benton,
pues todo lo que dijese sería repetido a quien lo quisiese escuchar, y en Londres había muchos
deseosos de hacerlo. Además, ella sabía que Robert no era mi tema favorito de conversación—.
Es una pena —continuó, sonriendo ampliamente— que Robert no pueda asistir a la fiesta de la
duquesa, pero quizás haya vuelto para la fiesta que dará tu tía o para la que dará lady Wilmington,
en la semana siguiente.
—Así es —la miré con ojos furibundos por encima de la cabeza de la señorita Benton.

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Becca no se amedrentó.
—En realidad —dijo mirando por la ventana— he venido con mi madre para disculparnos
con Louisa por no poder asistir a su fiesta, ya que iremos a la casa de los Lawrence en Bath.
—Becca —grité—. ¿No puedes posponer tu viaje tan sólo un día o dos? ¿Cómo podré
soportar toda la noche sin ti?
La señorita Benton levantó la cabeza antes de que Becca pudiese contestar.
—¿Su madre está aquí con la condesa Randolph, señorita Washburton? —se puso de pie
mientras clavaba con firmeza los alfileres en la almohadilla que tenía en la cintura.
—Están en la sala, señorita Benton —dijo Rebecca—. ¿Desea hablar con ella?
La señorita Benton asintió:
—Debo hablar con ella sobre su vestido de novia puesto que si usted va a estar ausente la
semana próxima, tendremos que hacerlo en otro momento —se despidió precipitadamente
mientras se encaminaba hacia la puerta—. Si me disculpa, señorita Lowell, regresaré en unos
minutos —asentí y le dispensé esa mirada que Rebecca llamaba «de realeza», pero la señorita
Benton ya había atravesado la puerta y me dirigí hacia mi amiga.
—¡Eres terrible! —le dije levantándome el vestido para acercarme a zancadas hasta ella —.
¿Por qué mencionaste a Robert? ¿Has visto su reacción? Interrumpió su labor para escuchar lo
que decíamos. ¡Repetirá cada palabra!
Rebecca rió:
—Actúas como si no supieses que está siempre escuchando todo. Deja que tengan algo de
que hablar.
—¿Por qué no dejar que hablen de ti? —me senté enfadada en una silla.
—Ya no soy noticia —dijo y arqueó las cejas—. Comprometida y con fecha de casamiento
anunciada. La única cosa interesante que podrían decir sobre mí antes de mi boda sería que
Lawrence fue encontrado en compañía de una horrible mujer o que yo empezase a ganar peso
repentinamente.
—Es fácil para ti decirlo —contesté—. Estás sometida a menos vigilancia. En cambio, a mí
me controlan a cada minuto. Realmente, Becca, te envidio. Cuando estés casada podrás disfrutar
de mucha más libertad de la que nosotras siquiera conocemos.
Era verdad. Me observaban en todo momento exigiéndome corrección y propiedad. Si
Robert estuviese conmigo, seríamos vigilados por un pariente o mi sirvienta, y deberíamos dejar
la puerta de la habitación siempre entreabierta. A menudo me había preguntado qué podría hacer
mi sirvienta en realidad para evitar que Robert se comportase de manera impropia. De hecho,
Robert jamás se comportaría de manera impropia.
—Pobre Mary —se burló Rebecca—, la vida es tan difícil...
—Tú no tienes que cenar con los Bartletts de Mayfair esta noche.
—Lo hicimos anoche, y sobrevivimos.
—Déjame adivinar. Discutieron sobre política.
Rebeca asintió.
—Sobre la reina Ana, el rey Luis, y sobre la guerra con Francia, y también sobre el rey Felipe,
e intentaron dilucidar de qué lado se pondría España la próxima vez. Lawrence estaba
embelesado.
Sacudí la cabeza.

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—Me aburre tanto todo eso. Eternas discusiones sobre los mismos temas. Y no te olvides
del chismorreo. Si en la fiesta Lord tal habló con Lady tal, o si la señorita tal aceptó un sorbo de
ponche del señor tal. Estos temas suelen ocupar horas de conversación.
Becca rió.
—Sobrevivirás, y mañana irás a la fiesta de la duquesa.
—Cuyos preparativos nos llevarán todo el día. Y a la semana siguiente, estaremos abocadas a
la organización de la fiesta de Louisa —hice una mueca—. Al menos Will y Betty estarán todavía
en Londres.
—¿Cuánto tiempo se quedarán?
—Dos semanas, después volverán a Mountgarden. Quizás me vaya con ellos —dije con una
súbita añoranza por mi hogar natal—. Pero no es lo mismo sin mis padres. No sé qué haré.
—Ve con ellos. Ya sabes cómo disfruta Will de tu compañía.
Asentí.
—Y yo también. Pero Becca, ahora no es mi casa. No tengo hogar propio. Si bien puedo
vivir con Louisa o con Will y Betty, ningún lugar es verdaderamente mío.
Rebecca me palmeó la mano.
—Lo sé —dijo poniéndose repentinamente seria.
Me encogí de hombros y sonreí a mi amiga.
—¿Qué haré sin ti para escuchar mis angustias? Soy una desagradecida por pensar así ya que
Will me ha ofrecido su casa para que viva con él para siempre, al igual que Louisa. Debería ser
más agradecida.
Pero en ese momento no me sentía precisamente agradecida. Una nube había cubierto el sol:
sin duda, llovería al día siguiente. Y me cambiaría cuatro veces antes de cenar.
Pude sobrevivir a la cena de los Bartlett y me entretuve contando el número de historias
escandalosas que narró mordazmente Edmund Bartlett. Doce, según pude contabilizar al final de
la noche —a no ser que me hubiese olvidado de alguna—. Cuando subí al coche, pude sonreír
sinceramente tanto a mi tía como a Will y a Betty. La velada había concluido.

En la noche siguiente, la concurrida fiesta en la residencia de la duquesa fue todo un éxito;


en realidad, me resultó más divertida de lo que esperaba. El duque y la duquesa de Fenster,
íntimos amigos de mi tía, me recibieron cálidamente y me prodigaron cumplidos por mi vestido
azul nuevo, y reí y bromeé con ellos. Lawrence fue lo bastante complaciente como para permitir
que Becca y yo tuviésemos tiempo suficiente para conversar con nuestras amigas, Janice y Meg.
Incluso mi cuñada Betty estaba de buen humor, dado que había recibido varios cumplidos de
distintos hombres; en consecuencia, también Will había disfrutado de la velada. La fiesta terminó
antes de lo esperado. Y si hubiese podido encontrar al apuesto caballero, quien según Becca me
había observado durante horas, habría sido completa. Pero a pesar de haberlo buscado en todas
las habitaciones, no pudimos encontrarlo, y me burlé de Becca acusándola de haber inventado a
aquel hombre misterioso. La única nube que empañó la noche fueron los malos modales de los
pocos liberales invitados. Los Barrington eran influyentes conservadores, cuyo partido dominaba
en ese momento el Parlamento y contaba con el respaldo de la reina Ana. Se los consideraba
bastante tolerantes por tener invitados de la oposición, actitud que muchos de los conservadores

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compartían en esos días. Ambos partidos políticos estaban en sus inicios: los conservadores
generalmente apoyaban a la Iglesia anglicana y eran considerados insulares por los liberales
quienes, por su parte, brindaban su apoyo a los disidentes y propendían la participación militar en
Europa. Si bien los liberales habían sido corteses conmigo y con mi tía, sabíamos que nos
consideraban simples mujeres, y en consecuencia, irrelevantes. La mayoría de ellos nos ignoró, lo
que me resultó sumamente conveniente. Su conducta, y las ramificaciones políticas consecuentes,
serían discutidas interminablemente durante la siguiente semana, y podría escuchar hablar sobre
el tema durante horas. No había necesidad de enfrascarse en él ahora.

La semana siguiente voló con los preparativos para la fiesta de Louisa. La seguí todo el
tiempo: admirada como siempre por sus habilidades innatas para dirigir las tareas del hogar con la
facilidad de un comandante, observé y aprendí. Serena en todo momento, sin agitarse, Louisa
impartía órdenes a su plantel de sirvientes y me daba instrucciones, y todos cumplíamos sus
demandas con presteza. A primera hora de la tarde del día de la fiesta, todo estaba listo. Louisa
estaba descansando y yo permanecía en mi alcoba en compañía de mi sirvienta intentando decidir
qué vestido debía ponerme. Louisa había sugerido con insistencia que fuese el vestido rosado, y
finalmente fue el que usé, acompañado de unas sencillas joyas que habían pertenecido a mi madre
y adornado con una rosa blanca del jardín de Louisa prendida en la faja. Becca había partido con
Lawrence hacia Bath junto con los Pearson y sus padres. En cuanto a Janice y Meg, ya habían
dejado Londres y Robert no había regresado aún de Francia. Me esperaba una noche muy
solitaria.
Lo vi en cuanto apareció en el umbral del salón de baile. Estaba esperando ser anunciado,
pero yo supe de inmediato quién era. No sabía su nombre, pero sin duda se trataba del hombre
del cual me había hablado Becca. No sólo coincidía con la descripción que me había dado sino
que era tan increíble como había remarcado mi amiga. Llevaba puesta la vestimenta tradicional
escocesa de las Tierras Altas mientras el resto vestía a la última moda londinense. Más alto que la
mayoría de los hombres presentes, sencillamente acicalado, no llevaba peluca, sino el cabello
rubio sujeto en la nuca. Vestía una camisa muy blanca bajo la chaqueta verde y un kilt escocés
cuya tela terminaba en pliegues sobre el hombro, sujetos por un elegante broche. Era esbelto y
grácil, ancho de hombros y piernas largas y musculosas moldeadas por medias negras, según
dejaba apreciar el kilt. De pronto, el resto de los hombres parecían estar exageradamente
ataviados.
Mi interés aumentó cuando fue anunciado como el conde de Kilgannon y descendió las
escaleras. Observé a mi tía acercársele con una sonrisa de bienvenida, y admiré su gracia. Louisa
—la condesa Randolph, casada con el conde Randolph— estaba acostumbrada a recibir a la
nobleza, ya que ella frecuentaba los círculos de más alta alcurnia. Junto a ella, como siempre,
estaba la duquesa, quien recibió cálidamente al recién llegado. Detrás de mí, pude escuchar a dos
hombres murmurar con desagrado sobre la presencia del «maldito escocés». Reconocí las voces y
me di la vuelta para confirmar mis sospechas: eran los liberales que me habían ignorado en la
fiesta de la duquesa. Giré nuevamente para mirar al escocés.

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—No sólo un escocés, es oriundo de las Tierras Altas —gruñó uno de los liberales—.
Probablemente apuñale a alguien antes de que termine la noche. Son cerdos. Bárbaros. ¿Cómo se
le ocurrió a la condesa invitarlo? Qué terrible desconsideración por su parte.
Su amigo rió.
—Creo que están emparentados. Recuerda que ella estuvo casada con un escocés. Dice que
la hace reír.
—También mi perro, pero no por eso lo invito a cenar.
Siguieron hablando pero ya apenas los escuchaba, concentrada en el hombre rubio que se
inclinaba sobre la mano de mi tía; le dijo algo que la hizo reír y ella le atizó suavemente en el
brazo con el abanico. ¿Por qué Louisa no lo habría mencionado antes? Claro, era el hombre más
interesante que había visto en Londres. Bueno, al menos el más apuesto. Lo perdí de vista
cuando la gente se interpuso entre nosotros, pero después pude verlo nuevamente, de pie, solo y
escudriñando el salón como si buscase a alguien. Nuestras miradas se encontraron y él sonrió. Sin
pensar, le devolví la sonrisa. Él se encaminó hacia mí, pero lady Wilmington lo detuvo,
inclinando la cabeza y posando una mano regordeta sobre su brazo. Él miró la mano, después a
mí, y le sonrió. Cuando Will y Betty me dejaron para ir a bailar, busqué al extraño con la mirada.
Y lo encontré de pie frente a mí.
Mis ojos, a la altura de su hombro, se detuvieron en los botones de plata y en el cuello de
encaje antes de que los elevara hasta los suyos, consciente de todas las miradas curiosas clavadas
en nosotros. En vano traté de controlar el rubor que se extendió por mis mejillas,
preguntándome si tendría el mismo tono de mi vestido. Su cabello era rubio dorado, grueso y
brillante. Tenía pómulos y mentón prominentes, nariz recta y boca de labios bien marcados. Sus
ojos eran del azul del cielo estival, enmarcados por oscuras pestañas, y su expresión era agradable
al hablar.
—¿Señorita Lowell? Soy Alexander MacGannon, de Kilgannon. Su tía sugirió que me
presentara.
Su acento era marcado y su tono suave no parecía el de un ser desquiciado. Se inclinó sobre
la mano que le ofrecí; al erguirse nuevamente, un rizo se escapó de la banda que le sujetaba el
cabello y le enmarcó el rastro, y tuve la ridícula necesidad de retirárselo de la mejilla. Me aparté de
su lado con mayor brusquedad de la querida. Se alisó el cabello hacia atrás mientras me miraba
intensamente, y el brillo de sus ojos evidenció que había percibido mi estremecimiento.
—Es costumbre, Kilgannon, que la presentación sea hecha por una tercera persona —dijo la
duquesa al aparecer a su lado. Las palabras de la menuda y rolliza mujer fueron suavizadas por
una mirada de afecto.
—Pero esa forma es menos directa de lo que prefería, Su Gracia —contestó inclinándose
hacia ella—. Aunque me rindo ante vuestros deseos, en todos los aspectos.
—¿En todos los aspectos, señor, o sólo en aquellos que son de vuestro interés ?
Estaba asombrada. ¿La duquesa estaba flirteando con el escocés? Lo estudié mientras
bromeaban, aparentando no prestar atención a cada detalle mientras esperaba que terminasen.
—Mi querida Mary, quisiera presentarte a Alexander MacGannon, el décimo conde de
Kilgannon. Kilgannon, la señorita Mary Lowell. Mary, hace dos años en Francia el duque conoció
al conde. Mi esposo me dijo que era encantador y letal —le posó una pequeña mano enjoyada en
el brazo y sonrió—. Una combinación sumamente interesante.
El conde rió.

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—Así es, madame. Los escoceses siempre somos encantadores y letales. Cuando no
actuamos como salvajes.
—Oh, Kilgannon —murmuró—, lleva a Mary a dar un paseo —me sonrió—. No está
casado, querida.
Sentí cómo me ardían las mejillas nuevamente mientras ella se alejaba caminando como un
pato; sin embargo, antes de que ninguno de los dos pudiese decir palabra, uno de los liberales
apareció a mi lado mirando agresivamente a lord Kilgannon.
—Kirkgannon, ¿no es así? ¿Qué piensa usted de la Unión? —dijo abruptamente.
—Kilgannon, señor —se inclinó con altivez y lo corrigió fríamente—. Pienso que ahora es
cuestión de la ley. Lo ha sido por varios años, creo.
—Y dígame. ¿Ustedes, los escoceses, obedecerán la ley esta vez?
—Como siempre, señor. Si nos disculpa ahora, la señorita Lowell ha expresado su deseo de
respirar aire fresco.
No emití protesta cuando Kilgannon me cogió la mano y la colocó sobre su brazo. Me guió
en silencio para cruzar el salón y salir al porche, ignorando todas las miradas que convergían en
nosotros. Fuera, me liberó la mano con un suspiro y se recostó contra el muro de piedra. La
noche era agradable, la luna llena brillaba en el cielo, y una suave brisa le alborotó el cabello y me
trajo un perfume a rosas mientras lo observaba a la luz de las lámparas de la puerta. Miró hacia la
oscuridad antes de darse la vuelta para observarme.
—Lo siento, pequeña. No era mi intención arrastrarla hasta aquí. Temí no poder
controlarme y decir algo imperdonable por lo que su tía me prohibiera la entrada a su casa. Y...
—se dio la vuelta y miró hacia los jardines, con las mejillas encendidas—. Lamento si fui
demasiado directo. Pensé que era la manera más sencilla de conocerla —observé su perfil e
intenté encontrar una respuesta. Mi silencio provocó su rápida mirada—. ¿Está usted disgustada?
¿Debo retirarme?
Lo miré durante un largo rato antes de contestar, después sonreí. No era disgusto lo que
sentía.
—¿Debo estar disgustada porque usted deseara conocerme, señor? —le pregunté—. ¿O
debo estar enojada porque se negó a involucrarse en una discusión con un hombre tan grosero?
¿O debo estar disgustada porque usted coqueteó descaradamente con mi tía y con la duquesa? ¿O
debo estar enojada con el escocés que concurre a una fiesta como ésta cuando todos saben que
probablemente incendie Londres en cualquier momento?
Se dio la vuelta para mirarme, sorprendido al principio, y al ver mi expresión, comenzó a
reír entre dientes.
—Es usted única. Bien, ¿cuál es la razón de su enojo? —Una sonrisa jugueteó en las
comisuras de sus labios.
—Estoy intentando decidirme. Mmm... No estoy enojada porque usted quisiera conocerme.
—¿Y?
—No estoy enojada porque intentara evitar una discusión sobre política. Y no estoy enojada
porque usted haya concurrido a la fiesta, presumiendo de haber sido invitado, por supuesto.
—Así fue. ¿Y?
—Y sí estoy indignada porque usted flirteó con mi tía Louisa y con la duquesa.
Rió con ganas y se dio la vuelta hacia el jardín nuevamente.
—Su tía me dijo que usted no sólo era hermosa sino también inteligente.

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—Mi tía siempre dice lo mismo, señor —le dije—. En realidad no soy ninguna de esas cosas.
—No estoy de acuerdo, señorita Lowell. Ella no dijo ni la mitad de la verdad —me echó una
rápida mirada nuevamente, con expresión más suave—. Gracias por ser amable con un extraño.
—Lord, es fácil ser amable con usted.
—No me diga lord. Sólo Alex.
—Tampoco conde de... —no pude recordarlo.
—Kilgannon. No, simplemente Alex. Alex MacGannon. ¿Podrá recordarlo?
—Alex —dije mirándole a los ojos
—¡Aquí están! Nos preguntábamos dónde estarían —nos dimos la vuelta para mirar a la
duquesa, que estaba de pie en el umbral junto a Will y Betty. Ella hizo las presentaciones de rigor
y me dirigió una sonrisa—. El conde te vio durante la fiesta que di la semana pasada, Mary —
dijo—, y expresó su deseo de conocerte, pero no pude presentaros porque se retiró antes de que
pudiese satisfacer su petición. Por eso estoy encantada de que haya venido esta noche.
Noté que Kilgannon me miraba mientras Will lo estudiaba a él.
—Ya veo —dije—, el conde fue más directo.
La duquesa rió.
—Y exitoso, según parece.
Will levantó las cejas y yo atiné a hacer un comentario trivial sobre el clima anticipando su
actitud protectora. Hablamos durante un rato: Will y Kilgannon con cortesía, mientras que Betty
se mantuvo más atrás con mohín apenado. La duquesa los interrumpió cuando la conversación
derivó en cuestiones políticas.
—No, esta noche no, caballeros —dijo con un ademán—. Entremos, el baile está a punto de
comenzar —inició la marcha y la seguimos.
Ya en el salón de baile, Betty, que se encontraba junto a Kilgannon, le preguntó con su voz
remilgada:
—¿Baila usted, señor?
Él asintió.
—Sí, señora, pero no el minué.
—Oh —dijo e inmediatamente Will la arrastró hacia la pista de baile.
Permanecí junto a Kilgannon observando cómo bailaban, muy consciente de su presencia a
mi lado, intentando decir algo que no sonase como una estupidez, cuando Jonathan Wumple, a
quien conocía desde siempre, se acercó para invitarme a bailar. A diferencia de otras ocasiones,
esta vez se dirigió a Kilgannon. El escocés me miró.
—Es decisión de la dama, señor. Pero le aconsejo que no flirtee con ella ya que desprecia el
flirteo —dijo con expresión impasible y rió al ver mi expresión detrás de la espalda de Jonathan.
Mientras bailaba con Jonathan observé a Kilgannon, que permanecía de pie en un rincón del
salón. En poco tiempo, las mujeres lo rodearon; si bien reía y se inclinaba al hablarles, resistió
todos sus intentos de hacerlo bailar.
Ni siquiera se movió de su lugar cuando una hermosa pelirroja embutida en un atrevido
vestido se le acercó. Lady Rowena de Burghesse, esposa del marqués de Badwell, lo miró con
sonrisa invitadora, y yo sentí cómo mi rostro se sonrojaba. Cómo detestaba a Rowena: aunque
nunca me había agradado, en ese momento me gustaba menos aún. Me pregunté qué le estaría
diciendo, ya que su expresión se tornó distante y sus ojos brillaron al mirarme.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Al finalizar el baile, estábamos al otro lado del salón, y conversé con Jonathan y su hermana
Priscilla durante un rato.
—Kilgannon es muy apuesto. ¿Dónde lo conoció tu tía? —susurró Priscilla cubriéndose con
el abanico.
—En la fiesta de la duquesa, supongo —le contesté e intenté encontrarlo, pero se había ido.
Sorprendida por la intensa desilusión que me invadió, lo busqué infructuosamente con la
mirada por todo el salón mientras ella suspiraba.
—Dicen que tiene un hermoso castillo junto a un lago. Y dos niños pequeños. Su esposa
murió cuando el segundo de ellos todavía era un bebé. Quizás esté buscando una nueva esposa.
—Si es cierto, seguramente encontrará una —dije buscándolo con la mirada—: es innegable
que atrae a las mujeres.
—Yo no me negaría —dijo ella con ojos soñadores—. Por supuesto, tú ya has elegido a lord
Robert Campbell.
Negué con la cabeza.
—No existe ningún acuerdo entre nosotros.
Ella sonrió abiertamente.
—Había escuchado lo contrario.
—Señorita Wumple —dije vivamente—, tendría conocimiento de un compromiso que me
concierne. No hay ninguno —Priscilla sonrió suspicazmente y su maquillaje se le resquebrajó en
la comisura de los labios.
«Tengo que salir de aquí», pensé y me excusé rápidamente.
Mientras dejaba el salón de baile me detuve para saludar a varios hombres que conocía en
medio de esa multitud brillantemente vestida, pero no pude divisar a ningún escocés.
En el pasillo respiré profundamente y al darme la vuelta, pude ver a Louisa que regresaba del
comedor. Me sonrió mientras se acercaba.
—Tú debes haber dicho algo, Louisa —dije. Molesta, percibí la similitud de mi tono con el
de la hermana de Jonathan.
—¿Sobre qué?
—Sobre el conde de Kilgannon.
Arqueó las cejas.
—Creo que lo hice. Por Dios, chiquilla, parece que hubieses visto una visión.
—Así fue.
Mi tía entrecerró los ojos.
—Él es un hombre, Mary, no una visión. Ten cuidado con tus expresiones la próxima vez,
querida —sonrió para suavizar sus palabras—. Aunque aparentemente es mutuo: él también
parece bastante impresionado. Le ha preguntado a todo Londres sobre tí.
—¿Qué le dijiste?
—Que eras no sólo hermosa sino también brillante, que merecías un esposo que te valorara,
pero que Escocia está demasiado lejos y es demasiado peligrosa para mi sobrina, quien está
acostumbrada a la compañía de lord Campbell —me miró a los ojos—. Creo que la presencia de
Alex esta noche y su interés por ti pueden arrojar a Robert a tus pies. Es hora de que se te
declare. Lástima que no haya regresado aún de Francia.
—Ya veo —dije ásperamente—. Qué encantador de vuestra parte que hayáis hablado de mí
con tanto detalle. Me siento como una yegua premiada.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Rió.
—Por Dios, Mary, bríndale la oportunidad de hablarte, aunque sea porque es mi primo...
primo político al menos. Pensé que te agradaría, y que serviría para que Robert se diese cuenta de
que no es el único hombre en el mundo que se fija en ti. Querida, conozco a Alex desde que era
un niño. Su madre era una Keith al igual que tu tío Duncan, ¿recuerdas? ¿Te has olvidado de que
estuve casada con un escocés durante doce años? Me encontré con Alex en varias ocasiones
cuando él era joven.
—Deberías haberme hablado sobre él —parecía una niña de diez años.
Me palmeó el brazo.
—Estoy sorprendida al ver el hombre en que se ha convertido. Hará que varias mujeres de
Londres vuelvan la cabeza al verlo pasar... la tuya no es la primera y ciertamente, no será la
última. Robert regresará en poco tiempo. Es una simple cena, sólo te pido que seas amable con
él. Probablemente nunca lo vuelvas a ver —dicho esto, se dirigió lentamente al salón de baile
dejándome sola.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 2

Mientras esperaba a que anunciasen la cena lo busqué por todo el salón de baile. Conversé
con los amigos de mi tía y con algunos de nuestros conocidos, y finalmente, con la duquesa,
quien con un fulgor de orgullosa satisfacción me apartó del resto y me condujo fuera.
—¿Por qué no das un paseo por el porche, querida? El aire fresco te sentará bien.
Le respondí con una sonrisa y me dirigí hacia fuera. Allí estaba, recostado contra el muro
con la mirada fija en los jardines. Una tenue luz iluminaba su esbelta figura. Al verme en el
umbral, me saludó con una inclinación de cabeza.
—¿Me acompaña, señorita Lowell? Es una noche maravillosa.
—Lo es, lord Kilgannon.
Negó con la cabeza.
—No me llame lord Kilgannon, pequeña, solamente Alex —se dio la vuelta hacia mí y
observó mi reacción con expresión indescifrable.
—¿Mary? —dije en el mismo tono, de pie junto a él.
«Mary y Alex», pensé, «Alex y Mary».
—Estamos quebrantando todas las reglas, señor —dije—, deberíamos utilizar nuestros
títulos.
Él asintió.
—Así es, tendremos que comportarnos correctamente frente al resto.
—¿Pero a solas no?
Me observó durante un momento, después sonrió.
—A solas no.
Deseé que la tenue luz pudiese ocultar mi rubor y dije lo primero que se me ocurrió.
—¿Baila usted, señor? —di un respingo ante la similitud de mis palabras con las de Betty.
Él asintió nuevamente.
—Lo hago. Pero no sé bailar el minué y no tengo interés de aprender un baile tan remilgado.
Parece como si todos estuviesen de puntillas.
Reí ante su comentario y me recliné contra el muro, apoyando mi mano contra la fría piedra.
No se me ocurrió nada que decir. Con el dedo siguió los trazos de la superficie irregular del muro
de piedra mientras no dejaba de observarme.
—Mary, ¿está usted comprometida con Robert Campbell?
Lo miré asombrada.
—Es usted muy directo, señor.
Él asintió.
—Siempre, no pierdo el tiempo. ¿Lo está?

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Kathleen Givens– Kilgannon

—No.
—Ah —miró fijamente hacia los jardines y pude observar su perfil.
—¿Por qué lo pregunta?
Se dio la vuelta hacia mí con expresión impasible.
—Algunas mujeres me dijeron que lo estaba.
—¿Y si lo estuviese?
—Dirigiría mi atención hacia otro lado.
—Ya veo —fue mi turno para mirar hacia los jardines.
Frunció el entrecejo.
—No es verdad.
—¿Qué no es verdad?
—No dirigiría mi atención hacia otro lado. Tendría que hacerla cambiar de opinión —dijo
con una sonrisa.
—Ya veo —lo miré fijamente durante un rato, después le devolví la sonrisa—. ¿Puedo emitir
mi opinión al respecto?
—Sí —se puso serio repentinamente—. Será como usted quiera.
Moví la cabeza.
—No entiendo qué quiere decir —suspiré.
—Será como usted quiera, Mary Lowell. Si usted desea que la deje sola, así lo haré. Si usted
desea mi compañía... aquí estoy.
—¿No va a volver usted a Escocia?
—Oh, sí, debo volver a Kilgannon. Tengo dos hijos y otras responsabilidades. Pero volveré
si usted lo desea.
—¿Cómo puede hacerlo?
—Cabalgo muy rápido —sonrió nuevamente y reí—. No nos aburriremos de nuestra mutua
compañía, puedo asegurárselo, Mary.
Nos mantuvimos sumidos en un incómodo silencio durante un momento hasta que,
afortunadamente, anunciaron la cena. Intercambiamos una mirada antes de volver al salón y
permanecimos juntos para observar a las parejas que se desplazaban por el pasillo. Parejas. El
solo imaginarlo sentado junto a otra persona durante la comida me resultó intolerable. Le eché
una rápida mirada.
—Alex —parecía una niña al hablar, él me miró y no pude terminar la frase, me quedé de pie
observándolo como una idiota.
Sonrió.
—¿Si, Mary?
—¿Me acompañaría usted hasta el comedor?
Me ofreció el brazo.
—Por supuesto; gracias, pequeña. Es muy amable de su parte ser tan atenta con un extraño.
Le cogí del brazo y, al percibir su fortaleza bajo el suave terciopelo, sonreí.
El elegante comedor de Louisa estaba lujosamente adornado y como en todas las
recepciones que organizaba —para que nadie pudiese olvidar que era una mujer casada—, la
cabecera de la mesa permanecía vacía, como si mi tío Randolph estuviese por llegar esa noche.
Nos sentamos juntos a la mesa, y Rowena a su derecha. Me pregunté cómo se las habría
ingeniado para hacerlo, o si Louisa lo habría urdido como una estratagema. Rowena aparentó no

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Kathleen Givens– Kilgannon

conocerme. Por supuesto, me dije, era probable que no se hubiese fijado en mí antes, ya que no
había estado en compañía de ningún hombre.
—Usted es la sobrina de la condesa Randolph —dijo Rowena, inclinándose sobre el hombro
de Alex al hacer la pregunta. Asentí y me preguntó por mis padres en detalle, intentando
determinar con exactitud mi ubicación en la jerarquía social londinense. Estuve tentada de
responder con agudeza a su interrogatorio pero me abstuve, contentándome con clavarle la
mirada detrás del perfil de Alex—. ¿Y su familia? ¿Tiene algún pariente más en Londres además
de su tía? —insistió.
—Mi hermano Will y su esposa Betty, que están aquí esta noche. Ellos y mi tía Louisa son la
única familia que tengo en Londres.
—¿Es usted también la sobrina de Sir Harry Lowell, duque de Grafton ?
Asentí. Rowena miró hacia su esposo, y yo le seguí la mirada. El marqués aparentaba tener
aproximadamente setenta años. No era raro que mirase a Alex como si fuese un plato tentador.
«Y mi tío tiene un rango nobiliario más alto que su esposo», me dije sin encontrar gran consuelo
en ello.
Mi tío Harry, el duque de Grafton, era un hombre insociable, muy diferente a mi padre.
Hasta donde yo sabía, Harry no había estado en Londres desde hacía años. Decía que las
multitudes lo aburrían tanto que prefería estar en sus tierras. Según sabía, nunca se había casado
ni concebido un heredero. Lo había visto dos veces desde la muerte de mi madre.
—¿Está en Londres también? —preguntó Rowena.
—No. Mi tío vive en su propiedad de Grafton.
—Qué interesante —dijo y dejó de prestarme atención para dirigirle a Alex una sonrisa que
dejaba ver sus hoyuelos mientras inclinaba la cabeza.
Alex rió entre dientes.
—¿Y dónde, señorita Lowell, guarda él su dinero? ¿Aquí en Londres o en Grafton? —dijo
imitando el tono de Rowena perfectamente. Ambas lo miramos sorprendidas—. Y señorita
Lowell, ¿qué desayunará? —se inclinó hacia mí con ojos divertidos—. Es muy importante para
mí saberlo —me hizo un guiño y reí.
Rowena entrecerró los ojos y sonrió forzadamente cuando él se dio la vuelta hacia ella.
—Hábleme de la guerra en Francia, señor —dijo mirándole los labios—. Fue terrible, ¿no es
así? Supe que lo hirieron.
La expresión de Alex era impávida.
—No fue terrible. No estuve tanto tiempo allí como para llegar a sufrir.
—¿Debió volver antes de que terminase la guerra?
—No estaba enrolado en el ejército. Regresé a mi casa cuando falleció mi esposa.
—¡Oh! Qué terrible debe haber sido para usted.
—Sí—dijo y pidió más vino con un ademán.
Observó cómo el sirviente lo servía, como si fuese algo de suma importancia.
—¡Pobre! ¿Qué le sucedió a su esposa?
—Cayó enferma y murió de fiebre —Alex le dispensó una sonrisa cortés—. ¿Tienen hijos,
usted y el marqués?
—Ninguno, lamentablemente.
—Bueno, qué suerte para usted —dijo él y se inclinó hacia mí.
Los ojos de Rowena refulgieron, pero dominó su furia y traté de no reír.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—¿Ha estado alguna vez en Escocia, señorita Lowell?


—En Lothian, de pequeña, señor, visitando las tierras del primer esposo de mi tía Louisa,
pero no recuerdo mucho de ello.
—Pues no ha estado realmente en Escocia —sus ojos bailaban—. La zona de las Tierras
Altas es tan parecida a Lothian como el sol a la luna. Debería visitarla. Se divertiría muchísimo.
Reí nuevamente.
—Quizás.
—Debería hacerlo. Hablaré con su tía para que pueda hacerlo pronto.
—Yo tampoco he estado en Escocia, señor —dijo Rowena—. ¿Qué me aconseja visitar?
En ese momento, el hombre a mi izquierda requirió mi atención, y renuentemente debí
contestarle. No pude escuchar la respuesta de Alex ni las palabras de Rowena. Durante el
siguiente plato, los observé mientras ella reía —bastante frecuentemente por cierto— y herví de
furia cuando ella le posó la mano en el brazo y lo miró fijamente a los ojos. Quise decirle algo
devastador pero no se me ocurrió nada que fuese apropiado en atención a Louisa. Me contenté
con dispensarle miradas de desdén que nunca percibió. Ya para el tercer plato me sentí mucho
mejor, puesto que Alex y yo trabamos una interesante conversación con las personas sentadas
frente a nosotros acerca del futuro de las colonias, mientras que Rowena conversaba con el joven
sentado a su derecha.
Observé a Alex mientras él escuchaba atentamente, asentía o discutía algún tema con
nuestros compañeros de mesa. Su conducta era impecable y sus modales encantadores. Poco
después, reían y se adherían a sus comentarios por triviales que fuesen; me sentí fascinada por su
comportamiento. Su compañía era agradable, ni remotamente el grosero escocés que la gente
suponía. Por supuesto, era un conde, el décimo en su linaje, y sin duda tenía la distinción que le
faltaba a los escoceses comunes. Contestó mis preguntas de manera franca, sin afectación, y traté
de no imitar a Rowena. El hombre que estaba frente a mí me preguntó si Alex comerciaba con el
Continente. Intercambiaron miradas cuando él asintió y pude notar el impacto producido al saber
que el conde de Kilgannon se dedicaba al comercio. Había pocos pecados peores para la sociedad
londinense que ser un comerciante próspero.
Al finalizar la comida, los invitados regresaron al salón de baile, y algunos hombres se
retiraron a fumar. Alex me miró y cortésmente declinó la invitación. Al acompañar a sus
invitados hasta el salón de baile, Louisa se detuvo ante el respaldo de mi silla.
—¿Por qué no vais al salón de baile? —preguntó apoyándome la mano en el hombro—. La
música va a comenzar nuevamente.
Asentí, pero cuando se alejó, no me moví, remisa a perder a Alex en un salón lleno de gente.
Cuando Rowena se levantó, Alex se puso de pie e hizo los comentarios corteses de rigor,
inclinándose sobre su mano. Ella se retiró oronda con el frufrú de la seda, en busca de coqueteos
mejor correspondidos, dejándonos solos en el comedor con los sirvientes. Alex se sentó junto a
mí con una sonrisa y apoyó el mentón en la mano.
—¿Qué estaba diciendo, Mary? —me preguntó, y yo reí. No tenía ni idea.
Seguimos conversando aún cuando todos se habían dirigido al salón y los sirvientes
comenzaron a limpiar. Cuando fue necesario que nos moviéramos, nos sentamos en un lugar ya
limpio de la mesa y seguimos conversando. Louisa entró y salió varias veces, pero nunca se
acercó. Nadie lo hizo, apenas reparé en los bostezos de los sirvientes al apagar las velas. Cuando
Louisa, Will y Betty aparecieron en la puerta del comedor, me di cuenta de que todos se habían

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Kathleen Givens– Kilgannon

ido y de que la fiesta estaba llegando a su fin. Alex levantó la vista hacia Louisa, y se puso de pie
bruscamente, y buscó mi mano para ayudarme a hacerlo también. Sentí su mano tibia y fuerte en
la mía y no quise soltarla: fue él quien lo hizo y esperó de pie junto a la mesa mientras Louisa se
acercaba. Recuperé el sentido común cuando ella estuvo junto a mí. Sabía que nos habíamos
comportado pésimamente y que por la mañana seríamos motivo de habladurías en todo Londres.
Antes de que pudiésemos pronunciar palabra, Louisa le ofreció la mano.
—Buenas noches, Alex —dijo graciosamente—, usted ha acaparado a mi sobrina, me parece
que es suficiente para el primer encuentro.
—Lo siento —empezó a decir Alex, pero fue interrumpido por el ademán que hizo mi tía
desestimando sus excusas.
—Silencio, estoy demasiado cansada para escucharlo. Puede usted disculparse mañana.
Buenas noches, Alex.
Él se inclinó sobre su mano, me dirigió una sonrisa, y se excusó. Esperé oír los comentarios
de Louisa y de Will, pero ninguno dijo otra cosa aparte de buenas noches. Deslumbrada, me
dirigí a mi alcoba, sintiendo todavía su mano en la mía.

A la mañana siguiente me sentía igual y pensé en Alex con una excitación que resultaba casi
embriagadora. No importaba lo que Londres pensara de nosotros: había disfrutado de la
conversación y la rememoré punto por punto. Era el décimo conde de Kilgannon, pero no se
había vanagloriado de ello: con un encogimiento de hombros me había dicho que así lo habían
criado, pero que para él era más importante ser el jefe del clan MacGannon.
—Ser un terrateniente es una gran responsabilidad en las Tierras Altas —dijo—. No es
como en Inglaterra, donde sólo se usan ropas elegantes, se cobra la renta y se tiene presente en
todo momento el título nobiliario. En la Tierras Altas, ser terrateniente implica tener muchas
obligaciones que a nadie más competen, velar por la familia, por sus necesidades y su
prosperidad. Si fracasas, ellos pasan hambre —su expresión era tan seria que no tuve valor para
reírme de su descripción de la nobleza inglesa ni de corregir su percepción.
«Qué diferentes habían sido nuestras vidas», pensé mientras lo escuchaba. Él era el mayor de
los cuatro hijos que lan y Margaret habían tenido, pero dos de los hermanos habían muerto de
niños. Sólo quedaban Alex y Malcom. El padre de Alex había muerto cuando él tenía sólo
diecinueve años y debió asumir el liderazgo del clan. Dos años más tarde, se había casado con
Sorcha MacDonald, según el compromiso establecido por sus padres cuando él era sólo un niño.
Habían tenido dos hijos: Ian y Jamie. La madre de Alex había muerto cuando Jamie tenía un año,
poco tiempo después de que Alex debiera ir a Francia como muestra de adhesión a la reina Ana.
Durante su estadía en ese país, Sorcha murió. Ahora Ian tenía cuatro años y Jamie, dos; y Alex era
el líder de quinientas personas.
Por el contrario, mi vida no había tenido grandes incidentes. Fui criada en Mountgarden, en
Warwickshire, en las tierras que mi padre había heredado, con Will como compañero y aliado.
Había sido consentida y protegida. Fue apenas en los últimos años —con la muerte de mi padre y
la enfermedad de mi madre— cuando el infortunio había rozado mi vida; incluso ahora, era
querida y consolada por mi tía y mis amigos. Mi logro más importante hasta la fecha era haberme
resistido a casarme con alguno de los pretendientes que habían desfilado frente a mí, pero hasta

21
Kathleen Givens– Kilgannon

esto había sido relativamente sencillo, teniendo en cuenta que hasta hacía poco tiempo había
estado de luto.
Me estiré y recordé a Alex sentado junto a mí, su cabello dorado enmarcándole el rostro. Me
había preguntando cómo sería tocarle el cabello o la mejilla que éste rozaba. En ese momento, él
me había preguntado algo y me percaté de que no había escuchado nada de lo que había dicho.
Comencé a prestar atención. Alex volvería a Escocia pronto, sabía que debía volver a Londres
para entrevistarse con miembros del Parlamento, aunque desconocía cuándo. Al preguntarle si
era miembro del Parlamento, desafié a su helada mirada.
—Hay ciento cincuenta y cuatro nobles en Escocia; yo ocupo el septuagésimo quinto lugar
entre los condes, pero sólo se nos otorgan dieciséis bancas en la Cámara de los Lores. Ustedes,
los ingleses, tienen ciento noventa. Nosotros tenemos cuarenta y cinco en la Cámara de los
Comunes, y ustedes quinientos trece. ¿Qué grado de representación creen que tenemos?
Debemos comprar los votos de los miembros ingleses. Ésta es la razón por la cual estoy en
Londres y el motivo que me obliga a concurrir a las reuniones. No es por elección propia. Estoy
harto de la política inglesa —su expresión se había tornado adusta.
—Ya veo —contesté y volvió la mirada hacia mí con una expresión menos tensa.
—Bueno, pequeña, eso no es totalmente cierto —sonrió—. Vine esta noche porque usted
estaría aquí.
No pude articular respuesta y finalmente balbuceé:
—¿Por qué?
—¿Por qué? —hizo una pausa nuevamente, miró hacia el techo y después me miró a mí—.
¿No se ha dado cuenta de lo bella que es, Mary? Supongo que se lo habrán dicho infinidad de
veces —sentí cómo se me enrojecían las mejillas. Enderezó la espalda y se miró las manos con las
que intentaba quitar hilachas imaginarias de su kilt—. Yo mismo me sorprendí. Pensé que venía
sólo por negocios, pero cuando la vi, en la fiesta de la duquesa, pensé que era muy hermosa y no
pude apartar la vista de usted. No suelo hacer ese tipo de cosas. Soy un poco viejo para eso, ¿no
cree?
Me echó una rápida mirada y después observó la habitación. El lazo de los puños de la
camisa le caía por el dorso de las manos contrastando con su piel bronceada. Sus dedos eran
largos y delgados, y tenía un anillo de sello.
—Partí suponiendo que la olvidaría inmediatamente. Pero no fue así, y regresé esta noche
para verla, para constatar que no era tan hermosa como la recordaba —se deslizó una mano por
el cabello y lo alborotó—. Pero lo es, y no imaginé que sería tan agradable su compañía. Todos
me dicen que ha recibido una propuesta de matrimonio —nuestras miradas se encontraron—.
Pero no se comporta como una mujer comprometida.
—No lo estoy.
—Bien —asintió y se rió—. No me mire tan atemorizada, Mary. No la voy a raptar, aunque
no es tan mala idea. ¿Cree que podría gustarle Escocia, pequeña?
Se apoyó en el codo y sonrió. No estaba segura de si estaba bromeando. No estaba segura de
nada, salvo de que quería que continuase hablándome.
—¡Pero si ni siquiera me conoce, señor!
—Y debemos cambiar eso. Aunque realmente sé algunas cosas de usted...
—¿Cómo cuáles?

22
Kathleen Givens– Kilgannon

—Le agrada bailar y lo hace muy bien, pero no le gusta el tal Jonathan. Lleva poco tiempo en
Londres debido a la muerte de su madre y por los viajes que ha hecho. Si bien todos los jóvenes
la consideran muy hermosa, lord Campbell alega tener derechos sobre usted, y todo Londres así
lo cree. Su hermano ha heredado tierras de la familia de su esposa además de Mountgarden, y
probablemente también heredará las de su tío Grafton junto con otras propiedades y el título
nobiliario. Actualmente, usted está viviendo con su tía Louisa, pero cuando regrese su esposo de
Francia, probablemente deberá partir. No tiene tierras propias, y le gusta el chocolate. ¿Debo
continuar?
—No. Ciertamente sabe más de mí de lo que suponía.
—Sí. Y hay más.
—Ya veo —lo observé preguntándome con qué seguiría.
—Bien —miró la alfombra por un momento—. Mary —dijo elevando los ojos azules hacia
mí—. ¿Puedo verla nuevamente o debo irme? Dígamelo ahora, pequeña, antes de que haga el
papel de tonto.
No estaba segura de si era inteligente por mi parte seguir conversando con él, pero el pensar
que no volvería a verlo me resultaba inaceptable. Debería pedirle que se marchara, decirle que
cualquier tipo de relación entre nosotros era improbable e inadecuada. Éramos demasiado
diferentes y nuestros mundos, incompatibles. Había percibido su mirada honesta y franca, respiré
profundamente.
—Sí, Alex, puede verme nuevamente.
Soltó la respiración bruscamente y sonrió.
—Bien, pues así lo haré. Y si nos gusta lo que descubrimos el uno del otro, daremos el
siguiente paso.
Levanté la ceja sorprendida.
—¿Por tanto, lo veré nuevamente antes de que se marche a Escocia?
—Así es, pequeña, y espero que a menudo—compartimos una sonrisa.
Me desperecé y subí la manta hasta el hombro. Sabía que Alex no era tan simple como había
parecido al principio, pero me fascinaba como ningún otro hombre lo había hecho. Desde luego,
Robert no. Aunque también era escocés, nunca lo consideré como tal, quizás porque había vivido
la mayor parte de su vida en Inglaterra y poseía, al igual que sus primos, tantas propiedades en
Inglaterra como en Escocia.
Sonreí al admitir que era encantador tener un hombre como Alex, tan insistente en su interés
por mí. No podía negar que estaba intrigada. Me había percatado, indebidamente, de la manera
en que estiraba sus esbeltas piernas, del roce ocasional de sus hombros contra los míos, de la
forma en que sus ojos azules me desarmaban. No había duda de que físicamente me resultaba
inmensamente atractivo y de que su franqueza y su humor eran maravillosamente refrescantes.
Repentinamente, me imaginé apartándole el rizo rebelde del rostro e inclinándome para besarlo.
Oh, no, no era inmune a los encantos de Alex MacGannon. Como, aparentemente, tampoco él lo
era a los míos. Sonreí ante ese pensamiento.
Louisa no abandonó su alcoba hasta bien entrada la tarde, y deambulé por la casa con Will y
Betty. Cuando mi cuñada se excusó para dormir una siesta después del almuerzo, mi hermano y
yo tuvimos la oportunidad de conversar a solas. Lo miré con cariño: podía ser simpático, aunque
también autoritario y complicado, pero siempre había sido un hermano cariñoso, y ahora me
sonreía. Estaba agradecida de tenerlo allí.

23
Kathleen Givens– Kilgannon

—Tu escocés de las Tierras Altas ha escrito una nota solicitándome permiso para visitarte —
me dijo con expresión intrigada mientras extraía una nota del chaleco y me la extendía—. Louisa
ha recibido una también. Parece que nos lo solicita a ambos. ¿Qué debo contestarle?
—No es mi escocés de las Tierras Altas, Will —dije ásperamente mientras leía la nota de
Alex, redactada en términos sumamente apropiados, en la que le solicitaba autorización para
«poder conocer mejor a su hermana». Estaba escrita en un inglés impecable, pero de alguna
manera, pude percibir el tono gutural de su voz.
—Dile que sí.
—¿Y qué pasará con Robert?
Miré a mi hermano.
—¿Qué pasará con Robert?
—No te hagas la difícil. Todos creen que te casarás con él.
—Si fuese así, quizás Robert debería proponérmelo.
Levantó la ceja.
—¿No hay un acuerdo entre vosotros?
—No me ha pedido que me case con él, si es eso lo que quieres decir.
—Pero, yo creí...
—Aparentemente, así lo cree todo Londres. Pero una mujer no asume que se va a casar sin
que medie algo más formal.
—Por consiguiente, Robert es un tonto.
—Quizás. O quizás no esté tan interesado en mí como tú creías.
—Si no tiene cuidado, Kilgannon le ganará la delantera.
—Por Dios, Will. ¿Es que no tengo derecho a opinar al respecto? Robert no me ha pedido
que me case con él, tampoco lo ha hecho lord Kilgannon. Pero si Alex desea estar en mi
compañía y yo en la suya, así será. Y hasta el momento, es lo que deseo.
Después de un rato, Will echó la cabeza hacia atrás y rió.
—¿De verdad? A mí también me agrada, lo cual es sorprendente. He escuchado cosas sobre
él que no concuerdan con lo que parece ser. Louisa admite que también es una sorpresa para ella.
Por supuesto, no lo había visto durante años. Me atrevo a decir que nosotros también hemos
cambiado desde que éramos niños.
—Tú no —le dije riendo.
—Bueno, quizás tengas razón —rió también—. Pero, Mary —se inclinó hacia adelante—,
¿realmente debo decirle que sí a Kilgannon?
—No estoy pensando en casarme con él, sólo por haber compartido una simple velada. Por
Dios, Will, apenas lo conocí anoche —suspiré—. Pero debo reconocer que es un hombre
fascinante.
—Pasaste toda la noche con él en el comedor.
—No exactamente —dije secamente.
—Provocó las habladurías de todo el mundo.
—Por supuesto —me encogí de hombros simulando que no me afectaba—, pero mañana
estarán hablando de otra cosa.
—Probablemente.

24
Kathleen Givens– Kilgannon

Asintió con un bostezo y después se puso de pie al ver a Louisa que entraba en la habitación.
Ella se movió rápidamente alrededor de la mesa y finalmente miró de frente a Will de manera
brusca con las manos en la cintura.
—Mary y yo iremos a dar un paseo por el jardín —dijo.
Will rió.
—Creo que me han echado —dijo, y con una reverencia abandonó la habitación.
Louisa me indicó con un gesto que la siguiera.
Sin embargo, en el jardín permaneció en silencio. Caminé junto a ella por entre los rosales,
después me senté a su lado en un banco. Permanecía aún en silencio, empecé a preocuparme.
Cuando finalmente habló, parecía todavía perpleja.
—No sé qué decirte, Mary.
—Estoy segura de que debes estar enojada conmigo, Louisa.
—No, querida, no estoy enojada —me miró con sus hermosos ojos muy serios y con tono
grave me dijo—: Estoy preocupada por ti. Cuando os senté juntos, pensé que Alex MacGannon
sería tan sólo una diversión interesante para ti por una noche, alguien distinto a los hombres de
Londres. Creí que te resultaría una buena compañía por algunas horas durante la ausencia de
Robert. No esperaba que te sumergieras en profundas miradas habiéndolo conocido hacía tan
solo un momento. He subestimado sus encantos, según parece —frunció el ceño, miró hacia los
jardines—. Y los tuyos. Debí haberlo sabido.
Me ruboricé ante su descripción de nuestra conducta. No recordaba haberme perdido en su
mirada. O quizás lo había hecho, según la imagen repentina de Alex que me vino a la mente, con
sus brillantes ojos azules. Suspiré.
—Es fascinante.
—Eso parece —me observó detenidamente—. Pero es escocés.
—Louisa, te casaste con un escocés y fuisteis muy felices.
Su mirada se tornó distante.
—Fui muy feliz —dijo asintiendo—. Pero, querida, Escocia no es Inglaterra, y Alex no es tu
tío Duncan. No bromeaba cuando le dije a Alex que Escocia era demasiado peligrosa y que
estaba demasiado lejos —suspiró—. Conozco a Alex desde que era un niño y no parece haber
cambiado en nada. Era tan directo a los diez años como lo es ahora, pero tan sólo hace una
semana me dijo que no planeaba casarse de nuevo y le creí.
—Quizás no tenga intención de hacerlo, Louisa. Lo único que hicimos fue conversar. No me
propuso nada, ni yo lo acepté.
Suspiró nuevamente.
—Cuando recibí su nota hoy me di cuenta de que tiene la intención de cortejarte. No sé
realmente qué hacer.
—No hay nada que hacer.
—Quieres decir que no hay nada que se pueda hacer.
—Louisa, te preocupas demasiado. Sólo he estado una vez con él.
—¿Por qué no vendrá de una vez el tonto de Robert? No debería haberle hecho caso a la
duquesa. Temo que te perderé y partirás a Escocia.
Negué con la cabeza.
—No tengo intención de casarme con nadie por el momento. Además, si me casara con
Robert iría a Escocia.

25
Kathleen Givens– Kilgannon

—No, querida, si te casaras con Robert vivirías en Londres en su propiedad, visitarías


Escocia una vez al año como lo hice yo, y sin importar lo que sucediese en ese extraño país,
estarías a salvo en Inglaterra. Si te casas con Alex, vivirías en el quinto infierno y no te volvería a
ver. Es bien sabido cuan devoto es de sus hijos. Él tiene una familia ya formada y muchas
responsabilidades. Y según parece, consciente o inconscientemente, está buscando una esposa.
He sido una tonta —dijo con los hombros vencidos. Tamborileó los dedos sobre los labios y se
enderezó—. Debo decirle que no puede verte. Así regresará a su hogar y se casará con alguna
escocesa de modales rudos que congeniará mucho mejor con él, y tú y Robert podréis continuar
con vuestro eterno cortejo. Eso resolverá el problema.
Mi primera reacción fue de ira, después me calmé. El hecho de que estuviese reaccionando
tan bruscamente significaba que ella tenía razón en preocuparse. Quizás mi interés por Alex era
tan sólo un capricho que se desvanecería al conocernos más profundamente. Quizás sólo estaba
deslumbrada por el apuesto extraño exóticamente ataviado. ¿Pero no verlo nunca más? No
podría soportarlo.
—Louisa —empecé a decir.
Ella alzó la mano.
—Sabía que objetarías. Muy bien. Le diremos que puede venir. Pero no estaréis nunca solos,
y hablaré con él. Mary, no sabes cómo es la vida en Kilgannon. Ser conde en Escocia no es igual
que aquí.
—¿Cómo puedes decir eso? Duncan era escocés y fuiste feliz.
—Duncan no era de las Tierras Altas. Era muy civilizado —se inclinó hacia mí con ojos
brillantes—. Querida, pensé que Alex sería un buen acompañante para una noche, no para
compartir una vida.
Enderecé la espalda.
—¿No te parece que esto ha ido demasiado lejos sólo por una noche de conversación?
Hablamos sólo una vez. Quizás cambie totalmente de idea si lo veo nuevamente. Pero, Louisa,
deseo verlo otra vez —nuestros ojos se encontraron y suspiró.
—Temí que dijeras eso. Oh, querida, cómo me gustaría que tu tío Randolph estuviese aquí.
He sido muy tonta.
—No —moví la cabeza—. Soy responsable de mi conducta como Alex lo es de la suya. No
hemos hecho otra cosa más que hablar. Quizás no lo vea nunca más —pero recordé lo que me
había dicho, que si nos agradaba lo que encontráramos el uno en el otro, daríamos el paso
siguiente. Y a mí me gustaba lo que veía.
Ella asintió con el ceño fruncido.
El día estaba llegando a su fin. Había simulado poco interés en lo que Louisa y Will habían
contestado a la nota. Cenamos los cuatro solos, y estábamos a punto de retirarnos de la mesa
cuando la sirvienta me trajo una nota. Louisa arqueó las cejas, pero no dijo nada cuando me
acerqué a cogerla. No pude reconocer la escritura ni el escudo. Por supuesto, era de Alex.
—¿Otra disculpa, quizás? —preguntó Will
—¿Qué quieres decir? —dije mientras rompía el sello.
Will rió.
—Tu escocés dio sobradas disculpas a Louisa por haberte acaparado toda la noche. Creo que
es la única razón por la que aún respira —Louisa protestó, pero los ignoré y leí la carta de Alex.

26
Kathleen Givens– Kilgannon

«Querida señorita Lowell —había escrito Alex—. Su tía y su hermano han sido lo
suficientemente amables como para permitirme que la vea nuevamente. Me gustaría visitarla en la
mañana para presentarles a mis primos. Si le parece conveniente, envíeme una respuesta. Suyo.
Alex MacGannon». Había agregado los datos de su dirección. Leí la carta en voz alta.
—Ciertamente, es persistente —dijo Louisa cortante—. Presumo que lo recibiremos, ¿no es
así?
—Yo sí—dije mirando a mi hermano—. ¿Will?
Will asintió.
—Por supuesto. ¿Cuándo vuelve Robert?
—Mañana, creo —dije en el mismo tono ligero que Will—. Quizás lo vea.
Me excusé y escribí la nota rápidamente, se la entregué al joven que la había estado
esperando tan pacientemente. Era muy rubio y apuesto, y por su gran parecido con Alex supuse
que sería un familiar. Se lo pregunté cuando le entregué la nota, escandalizando a Bronson —el
ayuda de cámara de Louisa—, quien creía que las damas no debían hablar directamente con
jóvenes desconocidos, y muchos menos si se trataba de un mensajero. Bronson me consideraba
demasiado atrevida. Trataba de ignorarlo, tanto como él a mí.
—Sí, señorita —dijo el joven cuando se lo pregunté—. Soy Matthew MacGannon, primo de
Kilgannon. Alex está fuera esperando su respuesta.
Era más joven de lo que me había parecido en un primer momento y muy serio; le sonreí,
luchando contra el impulso de abrir la puerta para ver a Alex. Ellen, una de las sirvientas que
estaba en el hall, rió cubriéndose la cara con las manos y me miró a los ojos.
—Dígale que le deseo buenas noches y que lo veré en la mañana —le dije a Matthew
intentando ignorar la risa de Ellen.
—Así lo haré, señorita. Buenas noches tenga usted — dijo Matthew, se inclinó torpemente
en una reverencia y se giró sobre sus talones. Permanecí de pie durante un momento viéndolo
retirarse e intercambié una sonrisa con Ellen.

27
Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 3

El día amaneció cálido y brillante, y para la hora del desayuno ya me había cambiado de ropa
cuatro veces. El vestido blanco que me puse primero no me quedaba bien, lo cambié por otro
color lavanda. Cuando me miré en el espejo del salón me di cuenta de que el lavanda no me
favorecía en absoluto y lo cambié por uno verde, pero después subí rápidamente las escaleras
hacia mi habitación. En el comedor llegué a la conclusión de que el rosado era demasiado
parecido al que había usado para la fiesta en la que había conocido a Alex. Mi sirvienta suspiró
mientras extraía un vestido tras otro del armario y yo los evaluaba. ¿Por qué había cuestionado
los esfuerzos de la señorita Benton? Podría haber considerado diez posibilidades más en la
presente ocasión. Estaba intentando decidirme entre uno celeste y otro estampado con flores
cuando Ellen golpeó a mi puerta. Mi sirvienta le contestó y Ellen entró como una exhalación.
—Señorita Mary —dijo sin aliento—. Están aquí.
Corrí a su lado y juntas espiamos a través de la cortina de encaje. Matthew permanecía de pie
junto al caballo y Alex observaba las ventanas de la planta superior mientras su caballo caminaba
en círculos. Un tercer hombre estaba desmontando. Aparté las cortinas antes de que Alex pudiese
verme y encontré los divertidos ojos de Ellen.
—El estampado con flores —dijo—. Es perfecto para un paseo por los jardines, señorita
Mary —reímos.
Nunca me había vestido tan rápido. Mi sirvienta me ayudó con el corsé y la falda, mientras
Ellen daba los últimos retoques a mi cabello asegurándose de que se veía perfecto. Incluso mi
adusta sirvienta estuvo de acuerdo.
—Pero debería usar zapatos —dijo Ellen al verme atravesar descalza el umbral.
Bajé precipitadamente los dos tramos de escaleras hasta llegar a la planta baja y me detuve
para recuperar el aliento. Bronson estaba de pie en el pasillo opuesto, y me di cuenta de que había
gente en el recibidor. Eran varios. Me ruboricé sorprendida al descubrir que Bronson había
hecho esperar a Alex y a sus primos en el recibidor, y que permanecía escondido escuchando la
conversación. Sin duda ese hombre espantoso pensaba que era leal al ausente Randolph
demorando a las visitas. Probablemente, había supuesto que si los retrasaba lo suficiente, se
cansarían de esperar y se marcharían. Y eso es lo que aparentemente estaba por suceder, según la
opinión del primo de Alex. Me quedé clavada en el sitio mirando con hostilidad a Bronson.
—Alex —gruñó una voz que no me resultaba familiar—, ¿cuánto tiempo vamos a esperar?
Si la bendita señorita Lowell quisiese verte, ya estaría aquí —se escuchaba el ruido de las botas en
el piso de mármol—. No entiendo por qué estamos aquí, con todo lo que tenemos que hacer.
—Estamos aquí porque deseo ver a la señorita Lowell. Y eso es lo que haremos —dijo Alex
en tono calmo.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—¿En qué puede resultar esto?


—¿Por qué tiene que resultar en algo? Me gusta su compañía.
—Sólo te enfrentarás a un rechazo, lo sabes. Aunque le gustes, su familia no permitirá que la
cortejes. ¿Por qué tienes que hacer esto? Si deseas la compañía de una mujer, regresa y busca a
Morag. No dudaría un instante en casarse contigo.
—Y le rompería el corazón a Murdoch —dijo Alex sin entusiasmo—. Si quieres irte, hazlo.
Y, Angus, si pensase que sería rechazado, no estaría aquí.
—¿Y cuánto tiempo debemos esperar? —gruñó Angus.
—Hasta que vea a la señorita Lowell —se quedaron en silencio.
Bronson y yo nos adelantamos al mismo tiempo, pero yo di la vuelta a la esquina antes que
él.
Alex me saludó con una sonrisa; Matthew, en el centro del salón junto a un hombre, se veía
visiblemente aliviado.
—Lord Kilgannon —dije alegremente—, aquí está usted. No tenía idea de que aún
permanecían en el recibidor. ¡Qué descortesía de su parte, Bronson, hacer que nuestras visitas
esperen aquí! ¿Dónde se encuentra mi tía Louisa?
Bronson hizo una atildada reverencia, su mirada traslució el recibo de mi estocada.
—Me disculpo humildemente, caballeros —dijo suavemente—. La condesa Randolph les
espera en los jardines. Los invita a pasar para reunirse con ella.
—Me sumo a la invitación —dije extendiendo la mano hacia Alex, que se inclinó sobre ella.
Estaba vestido con un kilt, una camisa, una manta escocesa sobre el hombro, un sombrero con
plumas y un distintivo bajo el brazo. Pensé que se veía espléndido y le sonreí nuevamente.
—Señorita Lowell —dijo claramente y después en un tono más quedo que sólo yo pude
escuchar—: Mary, está adorable. ¿Cómo se encuentra en esta hermosa mañana?
—Maravillosamente —dije. Y era verdad. Ahora me sentía maravillosamente.
Alex hizo un gesto a los otros hombres y presentó a su primo Angus.
—Usted ya conoce a Matthew, el hijo de Angus —dijo.
Ambos hombres se inclinaron ante mí: la expresión de Angus era cortés, la sonrisa de
Matthew era genuina. Angus MacGannon era más corpulento y más alto que Alex, un gigante de
cabellos dorados que parecía fuera de lugar en ese cuerpo imponente. Era un hombre robusto,
con el pecho ancho como un barril. Vestido con el atuendo típico de las Tierras Altas se veía
inmenso e intimidante. Me saludó con cortesía pero con reserva. Había ciertos vestigios de sus
rasgos en su hijo, pero Matthew era joven —tendría quince años, supuse—, con el tiempo se
sabría si podría alcanzar el tamaño de su padre. El saludo de Matthew fue cariñoso y le respondí
con una amplia sonrisa. Al menos él estaba contento de verme.
Bronson los guió hasta la terraza, donde los esperaban Louisa y Will. Alex se inclinó ante la
mano de mi tía y sus primos hicieron lo propio al ser presentados: Matthew, algo torpe, pero
sincero; Angus, en silencio y cauteloso. Louisa inclinó la cabeza algo tensa cuando Angus y
Matthew se inclinaron ante su mano, y Alex se dio la vuelta hacia mí sonriendo como si
hubiésemos logrado algo importante.
—Bien, lo hemos hecho —rió y dio la vuelta hacia Will, preguntándole por su hermosa
esposa. Will le explicó que Betty se había quejado de tener jaqueca, ante lo cual Alex le manifestó
sus deseos de una pronta recuperación. Will sonrió y dijo que Betty se sentiría mejor pronto. Por
mi parte dudaba de que Betty alguna vez se recuperase, pero guardé el comentario para mí

29
Kathleen Givens– Kilgannon

misma. Cuando Bronson reapareció con una bandeja, nos sentamos y conversamos sobre
trivialidades. Louisa, suficientemente distendida, sonrió ocasionalmente y para mi sorpresa, Will y
Angus se sumieron en una conversación sobre caza que se prolongó incluso después de que
Louisa sugirió un paseo por los jardines.
Los jardines de Louisa eran más grandes que los de la mayoría de Londres, pero aún así eran
pequeños y estaban divididos por sectores que rodeaban la casa. El más informal era en el que
nos desplazábamos en esta ocasión. Si hubiese sido programada una caminata con determinada
duración, nos hubiese demandado varias vueltas consecutivas. Al pie de las escaleras, mi tía cogió
el brazo de Alex, separándolo del resto. Se mantuvieron alejados para no ser oídos y hablaron
seriamente. Frente a nosotros, Will y Angus estaban enfrascados en una conversación, y Matthew
y yo caminábamos a paso lento bajo un sendero con árboles en flor, para disfrutar la fresca
sombra.
—¿Le agrada Londres, señor MacGannon? —pregunté.
Matthew me sonrió.
—Oh sí, señorita Lowell. He estado en muchos lugares, pero Londres me parece muy
agradable —hinchó el pecho y trató sin éxito de sonar sofisticado—. Por negocios, sabe usted.
Viajamos a menudo.
—Ya veo —intenté esconder una sonrisa—. ¿Y adonde van?
—París. Alex y mi padre van a los Países Bajos y a Irlanda. He estado en Irlanda, por
supuesto, en varias ocasiones.
—Por supuesto —dije—. ¿Su padre va en todos los viajes?
—Sí; y Malcom, el hermano de Alex, también va a menudo.
—Su madre los debe echar de menos terriblemente cuando están de viaje.
Me miró.
—Mi madre murió hace tres años.
—Oh, lo siento —me sentí como una idiota mientras miraba al joven que estaba junto a
mí—. Yo también perdí a mi madre. Es muy difícil.
Los ojos azules, tan parecidos a los de Alex, se ensombrecieron.
—Sí, lo es. Mi padre la echa muchísimo de menos —miró a su padre y después a mí con
honestidad—. Lamento lo de su madre.
Se lo agradecí, conmovida por su sinceridad, y caminamos por un rato en silencio. Alex y
Louisa se habían adelantado y supuse que mi tía le estaría explicando en detalle lo inconveniente
que sería cualquier tipo de relación entre nosotros. Me pregunté si Alex estaría de acuerdo. Se
alejaron de la sombra de los árboles y el sol iluminó el cabello dorado de Alex que contrastaba
con el rojo escarlata del sombrero que llevaba puesto. Al sentir mi mirada, se dio la vuelta, y me
sonrió. No, pensé, no lo alejaría de mi lado, con o sin el consentimiento de Louisa. Le devolví la
sonrisa y sentí mi corazón más aliviado.
—Matthew —dije con la mirada aún fija en Alex—, cuénteme sobre su familia. Cuéntemelo
todo.
Matthew estaba feliz de hablar sobre ello. Alex era el primo mayor de su padre, y habían
crecido juntos. La madre de Matthew, Mairi MacDonald, había nacido en Skye, y el matrimonio
de sus padres había sido muy feliz. Desde la muerte de Mairi, Matthew había estado viajando con
su padre y con Alex por negocios, algo que él disfrutaba mucho aunque siempre estaba feliz de
regresar a su hogar.

30
Kathleen Givens– Kilgannon

—¿Todos viven en Kilgannon? —pregunté.


—Es el hogar de los MacGannon, ¿dónde podría vivir si no?
—Por supuesto —reí—. Dónde si no.
Matthew dijo que los hijos de Alex eran encantadores y muy divertidos, pero que no
acompañaban a su padre en los viajes. Le pregunté sobre el hermano de Alex, esperando no
sonar como Rowena. Matthew, imperturbable, dijo que el hermano de Alex, James, y su hermana,
Katrine, habían fallecido y que Malcom vivía en Kilgannon también.
—¿Se encuentra en Londres con ustedes? —pregunté pero no obtuve respuesta porque Alex
se estaba acercando con una amplia sonrisa.
—Su tía desea hablar con usted, Mary —dijo Alex al acercarse a mi lado. Miré nerviosamente
a Louisa, y Alex rió—. Le he asegurado que mis intenciones son honorables. Vendremos a cenar
dentro de dos días, Angus y yo, con usted y Robert Campbell —asintió ante mi expresión
azorada—. Nos conocemos. Comercio con Argyll y Robert se encuentra allí con frecuencia —me
sonrió y le hizo un gesto a Louisa—. Ahora vaya con su tía, pequeña, y después vuelva conmigo,
si es posible. Me gustaría estar con usted hoy, no con toda su familia; no hemos podido tener un
momento a solas.
Asentí y me dirigí hacia donde estaba Louisa, quien me recibió con una sonrisa y con un
movimiento de la mano me dijo:
—No nadaré contra la corriente, Mary. Puedes ver a ese hombre, si lo deseas. ¿Sabías que
Robert ha regresado?
—No, no he tenido noticias de él —le contesté mirando a Alex.
—Yo tampoco, pero regresó anoche. Le envié una nota esta mañana. No estoy segura de si
estará muy contento contigo.
—No tengo ninguna obligación con él, Louisa. Si estuviese comprometida con él, Alex no
estaría esta mañana aquí.
—Entiendo, pero puede que Robert no lo apruebe —miró a los hombres, que se estaban
riendo de algo—. Alex MacGannon es un hombre que sabe lo que quiere, y por ahora, parece
que lo que quiere eres tú. Ten cuidado, Mary. Sabemos quién es Robert, pero en muchos aspectos
Alex es un desconocido. No te dejes engañar por su apariencia y sus encantos.
—No soy tonta, Louisa —dije—. Y Alex no es un desconocido. Es tu primo político.
—Descubrirás, querida, que en Escocia todos están emparentados —suspiró—. Ve y habla
con él, Mary. Puedo notar que así lo deseas. Pero, por Dios, usa la cabeza.
Will y Angus se retiraron junto con Louisa y Matthew los siguió. Durante un rato permanecí
de pie observando a Alex. La copa verde los árboles lo enmarcaba contra la blancura de la casa.
Estaba mirando hacia otro lado y pude estudiarlo sin que lo notara. ¿Estaría sólo deslumbrada
por la imponencia de aquel hombre? Desde luego, pocas mujeres no lo estarían. Era un hombre
que aceleraba las pulsaciones de muchas mujeres, pero, ¿qué había en su interior? No parecía un
extraño, pero aun así Louisa tenía razón: lo era en realidad. Tomé la decisión de ser más
precavida, pero él me miró con una sonrisa que le iluminó el rostro, y caminé hacia él sin pensar
en nada más.
Paseamos por el jardín durante casi una hora y ante la insistencia de Louisa, se quedaron a
almorzar en la terraza. Betty nos acompañó, sin vestigios de su jaqueca. Se estaba fresco y
agradable a la sombra de los árboles y conversamos fluidamente, incluso Louisa rió en varias
ocasiones. Me senté entre Alex y Matthew, y de alguna manera, el hecho de que estuviéramos

31
Kathleen Givens– Kilgannon

compartiendo la comida con los MacGannon parecía algo natural, pudiendo incluso compartir
sonrisas con mi tía sentada frente a mí. Angus había intentado esforzadamente involucrarla en
una extensa discusión sobre las Tierras Bajas contra las Tierras Altas de Escocia. El primo de
Alex tenía los modales de un caballero mientras le aseguraba correctamente a Louisa que las
Tierras Bajas no podían competir con su tierra natal. Pero el foco de mi atención se centraba en
Alex. Se veía relajado y vivaz, pero ahora observaba cómo los otros conversaban; después se
inclinó hacia mí y me dijo en voz baja:
—Parece como si lo hubiésemos hecho antes, ¿no es así, Mary? Resulta raro pensar que hace
una semana no la conocía.
—Hace tres días no lo conocía.
—Oh sí, es verdad, debo haber sido invisible en la fiesta de la duquesa.
—Realmente no lo vi, Alex. Lo recordaría.
—¿Sí?
—Sí. Usted llama bastante la atención.
—Sí, bueno, también usted, pequeña. Estuve observando a todas las jóvenes hermosas y allí
estaba usted, al otro lado del grupo —nuestras miradas se encontraron y él sonrió—. La mujer
más hermosa que haya visto. Estaba riendo y abrazando a algunas personas, y pensé que era muy
agradable ver a una mujer hermosa a quien le gusta la gente. Por eso la observé —sentí que me
hervían las mejillas—. Y después un hombre se acercó, y usted y su amiga Rebecca lo dejaron y
se fueron a otra habitación.
—Debió de ser Lawrence.
—Lo supe después. La duquesa es una fuente muy buena de información.
—Lo estima mucho. Creo que ha hecho una conquista.
—Así lo espero —dijo riendo—. Oh, ¿se refiere a la duquesa? Es una persona muy buena,
pero no le presto mucha atención a las esposas de otros hombres —sonrió de nuevo, yo reí.
Mucho antes de que estuviese preparada para ello, Alex y sus primos estaban partiendo y
Louisa y yo permanecimos de pie en el recibidor, despidiéndolos. Cuando sonó la campana todos
nos dimos la vuelta para observar cómo Bronson atendía la puerta. Era Robert el que estaba en el
umbral, con el sombrero en una mano y un ramo de flores en la otra. Junto a mí, Alex se paralizó
y Angus le echó una mirada. Yo miraba a uno y a otro mientras Robert entraba en el vestíbulo.
Contestó el saludo de Louisa con tranquilidad pero sus ojos marrones parpadeaban
insistentemente clavados en los MacGannon.
—Bienvenido a nuestro hogar, lord Campbell —repetí junto a Louisa.
Robert me ofreció las flores.
—Para usted, señorita Lowell —le di las gracias y él inclinó la cabeza. Louisa comenzó a
hacer las presentaciones, pero Alex se le adelantó con la mano extendida.
—Nos conocemos, Louisa —dijo Alex con tono alegre—. ¿Cómo está usted, lord
Campbell? ¿Acaba de llegar de Francia?
—Sí—Robert estrechó la mano de Alex—. ¿Cómo está usted, Kilgannon? ¿Qué le trae por
aquí? —ambos dirigieron la mirada en mi dirección y después se observaron mutuamente.
Alex rió.
—¿A Londres? Mi barco. ¿Conoce a mis primos Angus y Matthew? —Angus se adelantó
ofreciéndole la mano a Robert, quien la estrechó y saludó con una inclinación de cabeza a
Matthew.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Nos estábamos retirando, Campbell —dijo Alex—, el terreno es suyo por ahora. Pero
regresaré —se dio la vuelta hacia mi tía—. Louisa, le agradezco una vez más su hospitalidad y su
indulgencia.
Louisa rió ante su comentario.
—Alex MacGannon, realmente me pone a prueba.
—Sí, condesa, y usted siempre sale airosa —Alex le sonrió con ojos brillantes, después se dio
la vuelta hacia mí—. Señorita Lowell, me despido por poco tiempo.
—Lord Kilgannon —dije observando cómo se inclinaba sobre mi mano.
—Nos veremos dentro de dos noches —dijo en tono audible, y después en voz baja—:
Contaré las horas, Mary. No permita que Campbell se la lleve en mi ausencia. Cuide su corazón,
pequeña.
Me dirigió una mirada pícara y después cruzó la puerta que Bronson mantenía abierta. Angus
y Matthew se despidieron y lo siguieron. Los observé hasta que Bronson cerró la puerta, después
di la vuelta y encaré la mirada de Robert llena de preguntas. Le sonreí.
Louisa nos condujo al salón, donde conversamos sobre el viaje de Robert. La guerra con
Francia parecía estar llegando a su fin y las conversaciones de paz estaban avanzando. Robert
estaba contento de ello pero preocupado por la situación con España. Lo observé mientras
conversaba con Louisa: alto y corpulento, era un hombre apuesto; su expresión nuevamente
ecuánime era agradable, como siempre. Muchas mujeres desearían su compañía, y la tendrían.
Llevaba el cabello sujeto hacia atrás con sencillez y vestía a la moda pero sin ostentación, su
atuendo estaba impecablemente confeccionado, y destacaba su cabello oscuro y sus profundos
ojos marrones. Estiró una pierna enfundada en piel de ante y admiré las líneas de su cuerpo. Y
una vez más me di cuenta de cuánto cariño le tenía. Cariño. No era un sentimiento que me
estremeciera quitándome la respiración. Con mirada significativa, Louisa nos dejó. Por primera
vez desde el inicio de nuestra relación estaba reacia a quedarme a solas con Robert. Caminamos
juntos por los jardines decorados sumidos en un incómodo silencio.
—¿Cómo ha estado, Mary?
Me di la vuelta hacia él con una pétrea sonrisa.
—Bien, Robert. ¿Y usted? Es maravilloso tenerlo de regreso en Londres. Cuénteme su viaje.
¿Qué estuvo usted haciendo en Francia si no fue al frente?
—No creo que le resulte interesante —contestó con reticencia.
Levanté el mentón, y recordé cómo había discutido sobre política escocesa con Alex la
noche en que nos conocimos.
—Ya se lo diré si me resulta aburrido, Robert —contesté suavemente—. ¿Qué hizo?
Sonrió.
—Le aseguro que le resultará aburrido —si bien su tono era ligero, su mirada atenta lo
contradecía—. Estoy feliz de haber regresado pero algo sorprendido de verla en compañía de un
hombre como lord Kilgannon.
—Lo conocí en la fiesta de Louisa —me detuve para observar su reacción—. Nunca escuché
que lo mencionara.
Robert se encogió de hombros.
—Nunca me pareció necesario mencionarlo. Es improbable que nos movamos en los
mismos círculos. Rara vez está en Londres.
—¿Suele verlo en Escocia?

33
Kathleen Givens– Kilgannon

Rió.
—Los MacGannon no son un clan importante, pero están aliados con los MacDonald. Yo
soy un Campbell. En Londres nos tratamos con cortesía, pero en Escocia somos enemigos.
Sorprendida, lo miré fijamente.
—Seguramente no es para tanto.
—Escocia no es Inglaterra, Mary. Los odios han perdurado durante siglos. Y no menguarán
porque ahora seamos parte de Gran Bretaña. La enemistad perdura, especialmente en las Tierras
Altas, y en las Tierras Altas papistas aún más. Y eso nos conduce al tema de la religión. Creo
suponer que MacGannon es papista —hizo una pausa—. No es lo que aparenta ser en Londres.
—Ya veo.
—No, no lo creo, Mary. El hombre le puede parecer interesante ya que no es como los
hombres a los que está acostumbrada a tratar. Estoy seguro de que se comporta apropiadamente
aquí, pero en su tierra natal es muy diferente. No puede imaginarse cómo es la zona occidental de
las Tierras Altas. Paganos analfabetos que no pueden hablar inglés. Es una región de bárbaros. Y
Kilgannon es el líder. Vive un tipo de vida que usted no puede siquiera imaginar, plagada de
violencia y costumbres ancestrales. No es para nada un caballero inglés, ni es tampoco de su
clase.
Me contuve para no esgrimir una defensa encarnizada al percibir cuáles eran los sentimientos
subyacentes tras sus palabras. No había visto en Alex nada de lo que él señalaba. «Está celoso de
Alex», pensé, «Bien, eso demuestra que alberga sentimientos por mí que nunca me confesó».
—Robert —dije suavemente—, usted es escocés. Y nativo de las Tierras Altas.
—Sí, lo soy —dijo levantando el mentón—. Pero soy un Campbell.
—Y por eso, superior.
En su defensa, rió.
—Por supuesto —reí con él.
—Basta, Robert. Cuénteme sobre su viaje.
Traté de prestar atención a lo que Robert me contaba sobre la moda francesa mientras
caminábamos, pero no podía dejar de pensar en Alex. «Debo pedirle que me cuente cómo es su
hogar», pensé. Era imposible creer que Alex MacGannon permitiese que su gente viviera en la
ignorancia y la pobreza. ¿O no? Lo había visto en sólo dos ocasiones. Quizás Louisa estuviera en
lo cierto después de todo.
Robert se quedó dos horas más y se podría haber quedado más aún si no fuese porque
Louisa nos buscó para recordarme que debíamos cenar en la casa de la duquesa. Dio por
finalizada la visita al extenderle la mano a Robert para despedirlo, mi mente era un torbellino de
confusión. Después de su arrebato, Robert había recuperado la encantadora conducta a la que
estaba acostumbrada y no habíamos discutido más sobre Alex, ni sobre las actividades de Robert.
Ni sobre nada en absoluto. Como de costumbre.
Caminé detrás de Louisa mientras subía las escaleras para prepararme para la velada.
—Es muy agradable tener a Robert nuevamente en casa —dijo, y me miró con ojos
penetrantes—. Y estoy feliz de que venga a cenar con los MacGannon —asentí y ella suspiró —.
A pesar de todo me agradan los MacGannon. Sólo Dios sabe en lo que podrá devenir esto, pero
es imposible evitar que te resulten agradables.
—Louisa —dije como si se me acabase de ocurrir—, ¿sobre quién estuvisteis conversando
Alex y tú en el jardín?

34
Kathleen Givens– Kilgannon

Louisa rió sin dejarse engañar ni por un instante.


—De ti. Se disculpó una vez más, yo lo reprendí porque me había dicho que no estaba en
busca de una esposa y sin embargo te persiguió por todo Londres para conversar. Logró
desarmarme totalmente. Posiblemente sea honesto o el más convincente de los mentirosos. El
tiempo lo dirá —desestimó mi protesta con un ademán mientras nos acercábamos a mi alcoba—.
Usa el vestido lavanda esta noche, querida —dijo, y desapareció al doblar la esquina.

La conversación de esa noche giró en torno a la política y a los chismes de sociedad. Sin
embargo, después de la cena, la duquesa me apartó y me dijo cuan encantada estaba de haberme
presentado a Alex.
—Esta tarde estuvo aquí, querida —me miró con ojos resplandecientes— y después de
presionarle, admitió que te había visto esta mañana. Es un hombre especial, le tengo afecto. Y le
debo mucho. Si no fuese por él, mi querido duque estaría muerto. Lord Kilgannon le salvó la
vida, por lo que le estaré eternamente agradecida.
Parpadeé tontamente.
—¿Qué quiere decir, Su Gracia?
—¿No conoces la historia? —se acomodó para relatarla—. Bueno, el duque estaba en París y
un día, después de las negociaciones con los franceses, cuando se dirigía al lugar donde se alojaba,
tres hombres lo atacaron. Los sirvientes desaparecieron inmediatamente y mi querido duque
pensó que estaba perdido. Pero de la nada, apareció Kilgannon y luchó contra los hombres hasta
que huyeron. El conde salvó la vida del duque, querida, por lo que siempre estará en deuda con
él, y yo también. Esa es la razón por la que le tengo tanto afecto. No puedo imaginarme la vida
sin mi querido duque —Le sonrió a su esposo mientras que él se nos acercaba. Había escuchado
la historia muchas veces, pero nunca supe el nombre de la persona que lo había rescatado. Alex,
pensé sonriendo para mis adentros. Alex.
—¿Qué haces, querida? —preguntó el duque John. Le extendió la mejilla para que le diera
un beso y él exigió lo mismo.
—Le estoy contando a Mary cómo te rescató Kilgannon en París y cuan agradecidos le
estamos —le dijo la duquesa a su marido.
—Por supuesto que es así, Mary —dijo el duque John—. Pero no juegues a la casamentera,
Eloise. Tú sabes cómo termina eso siempre —me dirigió una cariñosa mirada—. Edmund
Bartlett no nos dirige la palabra debido a los intentos de mi esposa por casarlo con lady
Wilmington.
—Ella habría sido perfecta para él —dijo la duquesa—. Toda esa tierra... —suspiró—.
Habría sido ideal. ¡Podrían enfrentar a cualquiera! Además, ¿quién más se casaría con él? —ambas
reímos.

El día siguiente fue tranquilo; junto con Will y Betty nos quedamos en casa observando
cómo Louisa organizaba la cena. Pensé que seríamos un grupo reducido pero según pude saber,
concurrirían dieciocho personas en total. Louisa había invitado al duque y a la duquesa, por

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Kathleen Givens– Kilgannon

supuesto; a Alex, a Angus y a Robert; a dos primos nuestros, los Fairhaven, y a los padres de
Becca, que acababan de arribar a Londres. Tres amigos más, y entre toda la gente invitada, el
marqués y Rowena también estaban incluidos. «Si Becca y Lawrence no estuviesen en Bath con
sus padres...», pensé. La necesitaba aquí ahora, conmigo. Sospeché que Louisa había invitado a
Rowena para hacer más interesante la velada. Cuando le pedí que lo admitiera, sólo rió.
—Mary, si Alex es tan fácil de trastornar necesitas saberlo cuanto antes. Y Robert estará
presente para hacerte compañía.
Betty se arregló el cabello y frunció el ceño.
—Pienso que es una tontería reunir a lord Campbell y a lord Kilgannon.
—Si no pueden comportarse correctamente en mi casa, se les solicitará que se retiren —dijo
Louisa tajante—. Mis reuniones han sido siempre un éxito, y ésta no será diferente. Robert
siempre se ha conducido apropiadamente, y no espero menos de Alex. Recuerda que es mi
primo... político, al menos.
Contuve la sonrisa, pensando que Alex había hechizado a Louisa también. Pero estaba de
acuerdo con Betty: no tenía dudas de que Robert se comportaría adecuadamente y suponía que
Alex haría otro tanto, pero prefería que no estuviesen juntos en la misma mesa. Y en cuanto a
Rowena, me gustaría que estuviese fuera del país. Esperaba que la aseveración de Alex referente a
que no prestaba atención a las esposas de otros hombres fuese sincera, y me preguntaba si sería
capaz de controlarme si Rowena flirteaba con Alex como lo había hecho la última vez. Fue así
como descubrí algo de mí misma. Él, siempre, él. Como si no existiese otro hombre en la tierra.
Estaba mucho más involucrada de lo que había pensado.
El día transcurrió lentamente sin noticias de Alex. Esa noche no pude dormir y después de
que todos se hubieran retirado me senté sola en la biblioteca para buscar cualquier tipo de
información sobre Escocia. Encontré varios ensayos que criticaban con consternación la barbarie
de los escoceses y su inhóspita tierra. Había perdido toda esperanza cuando pude encontrar un
atlas, y al estudiar los mapas encontré Lothian, donde había ido a visitar a Duncan y a Louisa. Por
supuesto, ya conocía las características principales de Escocia: la división entre Tierras Altas y
Tierras Bajas, las tierras fronterizas y el Norte, la profusión de lagos y Glen Mohr. Pude ubicar la
tierra natal de Robert, Argyll, y la de Alex en la región occidental de las Tierras Altas. No estaban
tan alejadas como suponía, al menos no en el mapa. ¿Cuál sería la distancia real? Miré fijamente el
mapa. ¿Cómo podría ser que un país tan pequeño fuese tan difícil de gobernar? Durante siglos,
uno u otro grupo habían intentado dominar esa extensión de tierra y a su gente. Logré ubicar
Skye y las Hébridas en la costa occidental de las Tierras Altas, pero Kilgannon no estaba
identificado. No había nada señalado en toda la región, y me pregunté dónde se encontraría el
hogar de Alex en ese remoto y accidentado terreno.
La noche siguiente, ataviada y compuesta con el vestido de seda azul, me paseé de un lado al
otro del comedor, más ansiosa de lo que había estado en meses. Había intentado convencerme a
mí misma de que sería simplemente una más de las muchas cenas elegantes que ofrecía Louisa,
pero sabía que no sería así. ¿Qué pasaría si Robert o Alex se trataran rudamente? «En Escocia
somos enemigos», la frase sonaba en mi mente. Y Rowena. Comparada con ella, me sentía
demasiado alta, fea y torpe, la prima del campo que nunca podría estar a la misma altura. En ese
estado fue que me encontró Louisa y rió cariñosamente.
—Eres hermosa, Mary —me dijo abrazándome—, sólo sé tú misma. Si cualquiera de ellos se
comporta desconsideradamente con el otro, no te aflijas. Robert debería haberte propuesto

36
Kathleen Givens– Kilgannon

matrimonio meses atrás. Quizás la presencia de Alex esta noche lo estimule. En cuanto a Alex,
supongo que un hombre como él debe de estar acostumbrado a conquistas fáciles. Deja que note
que tiene un rival —sonrió—. Mary, uno de ellos podría ser tu esposo algún día. Obsérvalos
cuidadosamente. La manera en que se comportan bajo presión en sociedad te permitirá
vislumbrar su interior. Si alguno se comporta de manera inapropiada podrás constatarlo, y ese
conocimiento será tu mejor arma para defenderte. Elegir un esposo no es tarea fácil, querida, y
debes vivir con las consecuencias. Obtiene el máximo por lo que vales.
Ellen entró corriendo para anunciar que los primeros invitados habían llegado. Alex, Angus y
Robert habían llegado juntos.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 4

Oímos risas mientras nos acercábamos a la sala. Cuando llegamos a la puerta, intercambié
miradas de sorpresa con Louisa. Alex estaba señalando a Robert, y le decía algo que provocó la
risa de los otros. Pude darme cuenta de lo que motivaba tal conmoción. Alex estaba vestido a la
típica moda inglesa, con levita y pantalones, y Robert a la usanza de las Tierras Altas, con un kilt
escocés cuya tela subía en pliegues sujetos en el hombro con un hermoso broche color granate.
Alex caminó hacia mí con las manos extendidas y una amplia sonrisa.
—Jamás discutiré sobre cómo usted impacta en los hombres, señorita Lowell —anunció—.
Nos tiene a ambos haciendo el ridículo. Pero debe aceptar que a mí me queda mejor que a
Campbell, ¿no es así?
—Para nada, Kilgannon —rió Robert acercándose también—. Yo llevo mucho mejor que
usted la vestimenta típica de las Tierras Altas.
Permanecí inmóvil, asombrada de verlos bromear entre ellos, después sonreí mientras
sujetaba las manos de Alex.
—Ambos están espléndidos —dije riendo mientras percibía el calor y la fuerza de las manos
de Alex en las mías.
Me miró fijamente con sus risueños ojos azules y después de sujetarme con gentileza los
dedos, los liberó. Antes de que ninguno pudiese decir palabra, el duque y la duquesa llegaron e
intercambiamos nuevos saludos y risas. Esta no era la manera en la que había imaginado la
velada, pero continuó así. Alex y Robert intentaron superarse en las bromas que se hacían
mutuamente para diversión del resto. Will se les unió con entusiasmo e incluso Angus hizo otro
tanto. Las horas volaron y estábamos despidiéndonos antes de darme cuenta de que la noche
había terminado. Robert fue el primero en retirarse y Alex, aún jovial, le dijo:
—Tiene usted hermosas rodillas, Campbell.
Robert se inclinó haciendo una reverencia y riendo se despidió con un ademán. Alex y Angus
se retiraron poco después, dándole las gracias a Louisa por la velada. Alex me estrechó la mano y
me deseó buenas noches. Angus sonrió ampliamente y nos agradeció, poco después partieron.
Rowena, casi ignorada durante toda la noche a pesar de su ubicación entre Alex y Robert, al
despedirse me abrazó y me susurró al oído:
—Yo me casaría con Robert y vería a escondidas a Alex —su risa persistió mientras se
marchaba. Sacudí la cabeza y dejé de pensar en ella.
Llegué a la conclusión de que nunca podría entender a los hombres. Cualquiera hubiese
creído que Alex y Robert eran viejos amigos. Sonreí al recordar su comportamiento
despreocupado: había sido una velada maravillosa. Cuan tonta había sido al preocuparme.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Cuando me desperté a la mañana siguiente, estaba lloviendo pero no dejé que eso me
desanimara. Louisa y yo salimos después del desayuno y no volvimos hasta pasado el mediodía.
Ellen salió a nuestro encuentro para avisar que el conde de Kilgannon se encontraba en la
biblioteca.
—Lleva mucho tiempo esperando, señorita Mary, pero dijo que no tenía problema en
esperar —dijo— y le trajo estas flores, madame —le extendió el ramo a Louisa que ni siquiera las
había visto.
Louisa asintió y quiso saber si lo habían invitado a comer. Al contestarle Ellen que Alex
había almorzado con Will y Betty, agregó que él podría esperar un rato más y se dirigió hacia el
comedor sin mirar hacia atrás. Will y Betty se encontraban en la planta superior, según me dijo
Ellen con ojos centelleantes mientras me dirigía hacia la biblioteca.
Alex estaba apoltronado en uno de los sillones con las largas piernas extendidas,
ensimismado en un libro, y con uno de los gatos de Louisa en el pecho. Cerré la puerta tras de
mí, a sabiendas que debía dejarla abierta. Alex dio un salto al verme haciendo volar por los aires
tanto el libro como al gato. Reí al ver cómo logró coger al animal y lo dejó ir mientras el felino se
retorcía para liberarse de sus manos. Aterrizó sano y salvo en el sofá dispensándonos una mirada
desdeñosa antes de comenzar a limpiarse con la lengua. Alex me miró mientras me le acercaba.
—Alex. ¡Qué sorpresa! —dije—. ¿Hace mucho que está usted aquí?
—No mucho. Buenos días, Mary —hizo una reverencia, recuperando la compostura. Estaba
vestido con el atuendo típico de las Tierras Altas otra vez, el azul intenso del chaleco hacía juego
con el azul aún más extraordinario de sus ojos.
Me acerqué al sillón y cogí el libro que había estado leyendo.
—Le Misanthrope —leí en voz alta—. ¿Moliere? ¿En francés? —levanté una ceja—. Usted
me sorprende una vez más.
—Pensé que no tendría inconveniente si leía mientras la esperaba.
—No tengo inconveniente —dije al apoyar el libro nuevamente—. ¿Lee usted francés? —se
encogió de hombros y asintió—. ¿Qué otras sorpresas me depara usted?
—Ah, déjeme pensar —hizo una pausa frotándose el mentón como si estuviese sumido en
profundos pensamientos—. Bueno, puedo recitarle versos.
—¿En francés?
—O en gaélico. O en inglés, si no le importa mi acento.
—Su acento es encantador —protesté.
—Muy amable de su parte. Algunos opinan que hablo como un bárbaro
—No comparto esa opinión —dije mientras cruzaba la habitación.
—Bien —sonrió al mirarme.
—¿Disfrutó la velada?—pregunté.
Asintió.
—Así es, Mary, la disfruté realmente. ¿Y usted?
—También —me acerqué a la chimenea y jugué con un candelabro—. ¿Por qué usó
vestimenta inglesa?
—Para mostrarle que podía. He descubierto que al usar sus vestimentas se me trata diferente.
—Si usted usara mis vestimentas seguramente sería tratado de diferente manera.
Ambos reímos.
—Sabe a lo que me refiero, Mary.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Robert usó vestimenta típica de las Tierras Altas. Me pregunto dónde la encontró.
Alex se encogió de hombros acercándose.
—En su armario, sin duda. Como usted sabe, él es un Campbell. Aunque nos disguste
admitirlo, Argyll se encuentra en las Tierras Altas, no en el centro mismo, para ser preciso.
—Pero su kilt era distinta. Y la que está usted vistiendo ahora es diferente a otras que ha
usado anteriormente —señalé su vestimenta. Se miró la kilt y después a mí. Me pregunté si
existiría alguien más con ojos tan azules y piernas tan largas.
—Bueno, cada trama es diferente —dijo—, depende del tejido. Cada clan o grupo tiene su
propia combinación de colores, pero la trama depende del fabricante. Los míos están hechos por
tejedores de Kilgannon. Usan el mismo diseño siempre. Se denomina “sett” al modelo de tejido
escocés que es tradicional e invariable. Los setts de Campbell son diferentes a los míos. Hay
quienes pueden identificar el nombre de una persona por el tipo de tela escocesa que usa. Y cada
clan lleva un distintivo diferente en las boinas.
—Le vi un distintivo en la boina que usó ayer. Con plumas.
—Sí, cada clan usa su propio distintivo que incluye una planta que lo distingue de otros, pero
sólo el líder o la familia del líder puede usar las plumas de águila.
—En Inglaterra es distinto —dije y pensé cuan diferente me parecía ese mundo. Negó con la
cabeza y levantó al gato que se frotaba contra sus piernas. Lo acarició distraídamente.
—No, es bastante similar. Un granjero de Kent no se viste igual que un marinero de
Portsmouth. Cada uno usa la insignia de su territorio y jerarquía. Es lo mismo en Escocia.
—¿Se sintió cómodo vistiendo ropas al estilo inglés? —observé la mano que acariciaba al
gato.
—¿Si me sentía cómodo? ¿Quiere decir si me sentía incómodo, como si usase un disfraz? —
asentí—. No, pequeña, uso vestimenta al estilo inglés a menudo cuando viajo. Estoy más
cómodo con la de mi tierra natal, y a veces pienso que no importa lo que use. Mi propia imagen
es lo que me hace diferente.
—Parece un escocés.
—Parezco un gaélico —me corrigió—, oriundo de las Tierras Altas. Los de las Tierras Bajas
no son tan altos por regla general.
—¿Todos los oriundos de las Tierras Altas son altos?
—No todos, unos cuantos. Más que en las Tierras Bajas, ya que descienden de los pictos, los
bretones y los normandos . Somos más altos debido a nuestros orígenes, celtas y nórdicos . Es la
razón por la cual heredamos el tono de piel —el gato se desperezó con su caricia—. ¿El gato es
suyo?
—No, es uno de los gatos de Louisa. Mi gato está en Warwickshire.
—Oh, sí, Warwickshire —asintió—. Allí se encuentran Kenilworth y Warwick, ¿no es así?
¿Su hogar se llama Mountgarden?
—Sí. Mi hogar no está lejos de Kenilworth.
—Campiña normanda, pero muy bonita, y muy plana.
—No realmente —dije aprestándome a defender mi hogar—. Hay muchas colinas.
Mountgarden se encuentra en una colina.
—Mmmmm. Cuando viaje a Escocia verá montañas. Inglaterra no tiene ninguna que yo sepa
—miró al gato.
—Alex —dije después de un rato—. ¿Vino a discutir sobre kilts, gatos y montañas?

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Kathleen Givens– Kilgannon

Sostuvo al animal con una mano mientras que con la otra se apartó el cabello que le caía
sobre el rostro. Escuché el ronroneo del gato en respuesta a sus caricias.
—He venido a verla, Mary. Hablaré sobre lo que usted quiera.
Sentí cómo se me enrojecían las mejillas.
—Usted es muy directo, señor —le dije, intentando mantener un tono de voz ligero.
—Así es —dijo lentamente, casi sonriendo—. Igual que usted. Se lo advertí, pequeña. Se
ahorra mucho tiempo —depositó al gato en el sillón y se limpió las manos contra los muslos—.
Mary, no tuve oportunidad de estar a solas con usted la otra noche, por eso es por lo que me
gustaría verla hoy. ¿Tiene algún otro compromiso?
—No tengo otro compromiso.
—Bueno. Pensé que al venir hoy tendría una buena oportunidad de adelantármele a su
Roben Campbell.
—No es mi Robert Campbell, Alex.
—Oh, sí, pequeña, lo es. No sé por qué el hombre no se decide, pero no me importa. Ahora,
¿sobre qué le gustaría hablar que no fuesen kilts, gatos o montañas?
Me dirigí hacia el sofá y me senté. Alex hizo otro tanto y el gato se le trepó a su regazo de
inmediato.
—Ha logrado una conquista —dije mientras acariciaba al gato.
—¿Otra? Primero la duquesa y ahora usted. ¿O se refiere al gato?
—Al gato. Sospecho que logra muchas conquistas.
Él asintió.
—Sí. Les agrado a los gatos. A los perros también.
—No me refería a eso.
Sonrió.
—Las duquesas enloquecen por mí.
—Sí, y me contó por qué. Usted le salvó la vida al duque. Fue muy valiente y heroico de su
parte. ¿Cómo sucedió?
Se encogió de hombros.
—Sucedió años atrás, pequeña, y no merece la pena ser contado. Encontré a tres hombres
atacando a uno solo y simplemente, lo ayudé. No lo considero un acto de heroísmo, tan sólo un
acto de cortesía.
—Creo que usted es maravilloso. Y así lo creen también el duque y la duquesa.
Rió.
—En realidad, lo soy. Pero lo que hice, Mary, fue algo que cualquier hombre decente haría.
¿Quién podría ser capaz de abandonar a un hombre en desventaja?
—Muchos lo harían.
—Por tanto no los querría cerca si necesito ayuda. Por favor, recuérdemelo la próxima vez.
—Así lo haré. Estoy segura de que la duquesa siempre lo adorará.
—Bueno, pero yo no le presto atención a una mujer casada.
—¿Ni siquiera a alguien como Rowena? Es muy hermosa.
—Sí —sonrió y no pude evitar sentirme odiosamente fea en comparación con la
encantadora Rowena cuando ella lo miraba los ojos. Intenté sonreír. Su sonrisa languideció y me
observó por un momento, después se inclinó hacia mí, con el brazo apoyado en respaldo del
sillón.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Mary —dijo en tono quedo—. Usted es diez veces más hermosa que Rowena. Se veía tan
bella la otra noche... Como una diosa, igual que hoy —lo miré fijamente. Se recostó nuevamente
contra los cojines y después sonrió ampliamente—. Pero una mujer debe tener algo más que
belleza para ser apreciada. ¿Qué talentos tiene usted?
—¿Talentos? —lo miré sin comprender.
Asintió.
—¿Sabe cocinar?
—No.
—¿Sabe pescar?
—No —reí mientras que él sacudía la cabeza como si reconociese una grave carencia.
—¿Sabe cuidar el ganado?
—No —dije y reí más ampliamente.
—¿Sabe coser?
—Sí. Y bordar. Todo tipo de habilidades con la aguja.
—Sí, bueno, no me puedo imaginar a Rowena con una aguja en la mano. ¿Lo ve? La supera
en eso también.
—¿Y qué habilidades tiene usted? —dije sintiéndome mucho mejor—. ¿Además de saber
leer francés y hacer que las duquesas y los gatos lo adoren?
—Sé lanzar una piedra sobre la superficie de un lago de manera que rebote en el agua siete
veces antes de hundirse.
—Eso es muy importante.
—Lo es cuando tienes diez años y tu primo quince, y no lo puede hacer.
—¿Angus?
—Sí. Aun ahora le molesta. No lo avergüence preguntándoselo —movió la cabeza como si
fuese algo para apenarse, pero sus ojos escondían una sonrisa—. No creo tener otros talentos.
—¿Sabe cocinar?
—Sí —me miró los labios.
—¿De verdad? ¿Qué sabe preparar?
—Cualquier cosa que pueda cazar. Si estoy hambriento me las arreglo para cocinarlo.
—¿No lo alimentan en su casa?
—No me refiero a cuando estoy en mi hogar.
—Oh. Bien, ¿sabe coser?
—No, pero no es necesario cuando uso la vestimenta típica escocesa. Sólo hace falta saber
cómo plegar la tela. Y yo lo sé.
—¿Sabe pescar?
—Sí. Si uno crece cerca del agua, es imposible no saber pescar.
—¿Sabe cuidar el ganado?
Rió sonoramente.
—Lo he hecho, pero no soy bueno en eso, me aburre.
—Entonces usted posee talentos apreciados en una mujer.
—Oh, ¿esas habilidades son consideradas virtudes femeninas?
—Deben serlo, ya que usted me preguntó si las poseía.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—No realmente —dijo con voz súbitamente enronquecida—, me preguntaba si podría


contratarla para Kilgannon. Tiene la mirada de un pescador puesta sobre usted —colocó al gato
en el suelo.
—No busco trabajo —dije con voz remilgada mientras me alisaba la falda.
—Entiendo —se inclinó hacia mí con los ojos oscurecidos—. Creo que tendré que casarme
con usted.
Su rostro casi rozaba el mío cuando Ellen abrió la puerta de par en par y entró con una
bandeja. Alex pegó un salto y quedó de pie junto al sillón.
—Les traje un poco de té. Madame me ordenó que los interrumpiera —dijo Ellen
jovialmente mientras que sus ojos no perdían detalle. Colocó la bandeja en la mesa frente al sillón
mientras que Alex se dirigió hacia la ventana.
—Ha dejado de llover —dijo.
—Oh, así es, señor, hace siglos —contestó Ellen y rió tontamente al cruzar la habitación—.
No deben haber estado mirando por la ventana —cerró la puerta tras ella.
Alex se dio la vuelta y sonrió, le devolví la sonrisa mientras que observaba cómo se me
acercaba. Si en ese momento me hubiese pedido que huyera con él, lo habría hecho.
—Hay tres tazas —dijo señalando la bandeja—, eso significa que Louisa se hará presente en
cualquier momento. Por tanto debemos comportarnos —se sentó en una silla junto al sofá, pero
inesperadamente dio un salto y se acomodó nuevamente junto a mí. Me colocó una mano en la
espalda, la otra en el cabello y me acercó hacia él.
—Antes de que nos interrumpan nuevamente, pequeña —dijo y me besó gentilmente
primero, y después más apasionadamente.
Me habían besado antes, pero no así. Sus labios eran suaves y me entregué a él como nunca
lo había hecho con otro. ¿Qué tenía este hombre que me trastornaba de esa manera? La cabeza
me daba vueltas, pero una voz en lo más recóndito de mi mente entonaba una canción de
victoria. Se detuvo y me sonrió, lo miré a los ojos y deseé que me besara nuevamente.
—Deseé hacer esto desde el momento en que la vi por primera vez —dijo suavemente
mientras apartaba del hombro un mechón de cabello y lo acariciaba entre los dedos—. Su cabello
es como la seda. Sabía que sería así —me besó de nuevo, coloqué los brazos alrededor de sus
hombros y lo atraje hacia mí, pero él se apartó y se dirigió hacia la ventana. Me pregunté qué
había hecho mal. Finalmente, se dio la vuelta con una sutil sonrisa—. Mary, perdóneme. Me he
extralimitado.
Me detuve, después negué con la cabeza.
—No, Alex, no es así.
Me observó detenidamente.
—Usted es especial, Mary Lowell —suspiró—. ¿Qué voy a hacer con usted?
—Ya pensará en algo —dije y me respondió con una sonrisa radiante. «Dios mío», pensé, «él
ilumina la habitación».
La puerta se abrió, entró Louisa y nos miró a uno y a otro. Discutimos sobre cuestiones de
política referidas a Inglaterra y a Escocia durante la hora siguiente. La mayor parte del tiempo
estuve pensando en sus besos, en la sensación de sus hombros bajo las palmas de mis manos, en
cómo había cerrado los ojos y se había inclinado hacia mí. Deseaba atraerlo hacia mí y besarlo
otra vez. No podía quitar mis ojos de sus labios mientras hablaba e intenté concentrarme en la
conversación. Poco después se nos unieron Will y Betty y la charla se generalizó. Betty lucía su

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Kathleen Givens– Kilgannon

clásico mohín y sólo contestaba cuando se dirigían a ella. Alex estaba conmovido pero logró
comportarse como un caballero. Por mi parte, me comporté como una tonta. No podía
concentrarme y fallé en todas las respuestas. Alex me observaba y luchaba por ocultar su sonrisa.
Finalmente alegó tener compromisos de negocios y se excusó. Will lo acompañó hasta la salida, y
poco después volvió para avisarnos que iría con Alex a los muelles para conocer su navío. Corrió
para reunirse con él como si fuese un chiquillo.
Permanecí sentada apáticamente mientras que Louisa y Betty conversaban sobre ropa, hasta
que finalmente me excusé y salí a caminar por el jardín. El aire fresco no fue de gran ayuda. No
podía ordenar mis pensamientos, o mejor dicho, no podía dejar de pensar en lo mismo. Me sentía
como una quinceañera, me dije a mí misma que debía dejar de comportarme como una tonta,
pero no podía dejar de pensar en sus besos.
El día transcurrió lentamente hasta que Will regresó por la noche, entusiasmado con el barco
de Alex. Aparentemente, el bergantín era sólo uno de los varios barcos comerciales de Alex.
—En dos días parte hacia las Tierras Bajas —comentó radiante mi hermano—. Dijo que te
traería chocolates.
No escuché nada más de lo que dijo. Alex se habría ido en dos días. No podía creer que no
me lo hubiese dicho. Robert, según lo que estaba diciendo Louisa, había escrito para invitarnos a
cenar con él y con su madre en dos días. En dos días, pensé, Alex se habría marchado. Una
semana atrás ni siquiera lo conocía, y ahora su partida me hacía sentir sola. Me dije que era una
ridícula e intenté escuchar la conversación.

El día siguiente me pareció eterno. Louisa, Betty y yo teníamos varios compromisos, con
amigos durante la mañana, y por la tarde, con el paisajista que Louisa había contratado para su
nuevo jardín. En mi opinión, los jardines eran encantadores tal como estaban, pero Louisa quería
renovarlos para cuando Randolph regresara. Posiblemente, él ni siquiera lo notaría.
Infructuosamente, intenté prestar atención a las conversaciones, pero mirara hacia donde mirase,
veía un hombre alto y rubio de radiante sonrisa. ¿Realmente partiría sin despedirse? Debía ser la
tonta más grande del mundo, o quizás peor, sólo una más de sus conquistas. Debía olvidarlo,
decidí, y si lo volviese a ver, simularía que ni siquiera recordaba su nombre.
Cansada de las eternas discusiones sobre flores, decidí esperar cerca del carruaje de mi tía
fuera del negocio. Louisa y Betty permanecían todavía adentro y sabía que la espera sería larga.
Dejé vagar una mirada ociosa por la calle. Y lo vi. En un primer momento, pensé que tan sólo era
mi imaginación, pero pronto me di cuenta de que realmente era él quien se acercaba a grandes
pasos balanceando hombros y piernas. Tenía puesta la misma boina con plumas de la última vez,
y el cabello suelto brillaba como una llamarada contrastando con el gris de la pared que se
encontraba detrás de él. No parecía un inglés. Se movía con soltura entre la multitud que llenaba
la calle. Muchos se quedaban mirando a ese hombre alto vestido de manera llamativa, pero él no
parecía darse cuenta del interés que despertaba. Y después, como si hubiese percibido mi mirada,
me sonrió. Se detuvo en el escalón inferior, se quitó la boina e hizo una reverencia.
—Buenos días tenga usted, Mary. ¿Cómo se encuentra esta tarde? —Parecía estar encantado.
Compórtate, me dije a mí misma. Es sólo un encuentro casual.
—Muy bien, gracias. ¿Y usted?

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Encantado de encontrarla esperándome.


—No estoy esperándolo, Alex —contesté abruptamente—. ¿Qué hace usted aquí?
—Vine a buscarla, pequeña —me sonrió.
—¿Cómo supo dónde estábamos?
—Su hermano. Es una gran fuente de información.
Subió hasta el escalón donde me encontraba. Su kilt tenía el mismo verde de mi vestido, y
olía a jabón. Respiré profundamente. Demasiado profundamente para mi actitud indiferente.
Antes de que pudiera organizar mis pensamientos, abrió la puerta y le dijo algo a alguien, después
regresó y me cogió del codo para bajar la escalera.
—¿Qué está haciendo?
—Tomándola prestada por una hora o dos. Dejé un mensaje para Louisa a la empleada. El
que estuviese esperando en la escalera facilitó enormemente mis planes, le agradezco su
cooperación.
Me detuve.
—Alex, no puedo. Louisa se pondrá furiosa. Dirá que usted está comprometiendo mi
reputación. Cosa que es cierta.
—Tonterías —protestó—. No hay nada de malo en un paseo a pleno día en medio de una
ciudad atestada. ¿Cómo podría hacerle algo en medio de la multitud? Olvide su reputación. La
opinión que tenga de sí misma es mucho más importante que la del resto, pequeña —moví la
cabeza—. Mary —dijo con tono sincero—, escúcheme. Mañana debo partir hacia el Continente.
No podía hacerlo sin hablar con usted otra vez. Es todo lo que le pido, sólo un paseo a plena luz
del día. No tengo intención de darle un golpe en la cabeza y arrastrarla a mis aposentos.
—Louisa...
—Louisa me conoce. Venga, pequeña, sólo quería estar una hora con usted —me miró y
sonrió—. Estas son sus opciones: mis aposentos, lo quiera o no, o una tranquila caminata por las
calles de Londres en presencia de testigos —rió, y después de un momento, yo lo hice también.
Al diablo con las consecuencias, pensé, y le cogí del brazo.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 5

Mientras paseábamos, me preguntó cómo había pasado el día y escuchó atentamente mi


relato, aunque sabía que no debía estar realmente interesado. Aun así, su cortesía era encantadora.
Cuando pasamos frente al jardín, me condujo hacia él y nos detuvimos bajo un árbol, señalándolo
con una sonrisa.
—¿Le agradan mis aposentos? —me preguntó con sonrisa burlona.
Reí ante su comentario.
—¿Vive usted en un árbol?
—No, pero pensé que si la llevaba a cualquier lugar que tuviese paredes podría albergar
sospechas sobre mí —su expresión alegre se tornó enigmática, y al hablar nuevamente, su tono
era quedo—. No le haré daño, Mary Lowell, jamás la forzaría. Puede confiar en mí —suspiró y
cruzó los brazos sobre el pecho—. Por supuesto, eso es exactamente lo que diría si tuviese malas
intenciones. ¿No es así? ¿Cómo puedo hacer para que se dé cuenta de que soy de fiar?
Miré su expresión preocupada, la manera en que el chaleco le marcaba las líneas del cuerpo y
en cómo el cabello le caía sobre el suave tejido de la tela escocesa plegada sobre el hombro.
—Si no creyese que usted es de fiar, Alex MacGannon —dije suavemente—, no estaría aquí
ahora, comprometiendo mi reputación.
Alex sonrió.
—Bueno, otra vez con eso —dejó caer los brazos y enderezó los hombros—. Bien, ahora
que su reputación está irrevocablemente comprometida, ¿qué más se supone que puedo
conseguir de usted, señorita Lowell? —preguntó con tono jovial nuevamente.
—Creo que es suficiente, lord Kilgannon.
—Bueno, probablemente lo sea —dijo asintiendo con la cabeza—. Mejor así, ya que debo
admitir que no tengo dónde alojarme.
—¿Dónde vive usted? —señalé al árbol. Negó con la cabeza—. ¿Dónde se aloja?
—En mi bergantín.
—¿En su barco?
—Sí —dijo con los ojos iluminados—. ¿Le gustaría verlo?
—¿Eso no me comprometería aún más?
—No, si no la llevo bajo cubierta. Además, Angus y Matthew están allí. Podrían ser nuestras
carabinas.
Reí y le hice un ademán.
—Oh, sí, Alex, eso sería grandioso. Le explicaré a Louisa que como no consideré apropiado
estar a solas con un hombre, estuve a solas con tres. Estoy segura de que ella estará de acuerdo
conmigo y considerará mi decisión muy inteligente.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Hay muchos más hombres en el barco. Toda la tripulación debe haber regresado ya.
—Mucho mejor. ¿Qué mejor lugar para preservar mi reputación que un barco repleto de
hombres?
Frunció el ceño, su desilusión era evidente.
—Tiene razón. No la puedo llevar allí —miró a su alrededor—. Bueno, estoy hambriento.
Seguramente debe haber un lugar donde podamos comer sin tener que desposarla antes.
—No querríamos eso, por supuesto.
—No sin antes haber comido.
—Vayamos a Westminster —sugerí—. Al menos podrá conseguir algo de comer con los
vendedores ambulantes.
Sonrió mientras nos poníamos en marcha.
—Bueno, con ello sin duda lograré impresionarla, ¿no es así? Podríamos comer de pie y con
las manos. Sin duda es algo que no haría su refinado Robert Campbell.
—Alex, él no es mi Robert Campbell, y no necesito que me impresione más. Usted es
bastante impresionante tal cual es.
—¿Oh, sí? Bueno...
Por primera vez se quedó sin palabras, reí mientras iniciamos la marcha a través de las calles
atestadas de gente.
—Lo logré —dije.
—¿Qué? ¿Qué es lo que logró?
—Dejarlo sin palabras. Es algo que usted me hace todo el tiempo.
Sonrió.
—Es divertido, ¿no? Me gusta ver cómo se le abren los ojos de par en par, comienza a
balbucear y se sonroja.
—No parece una descripción de mí demasiado agraciada.
—Lo es, Mary. Con su cabello oscuro y su piel pálida, resulta encantadora con rubor en las
mejillas. Podría quedarme todo el día mirándola —intentó disimular una sonrisa—. O toda la
noche.
Sentí cómo se me encendían las mejillas y él rió a carcajadas. Sacudí la cabeza en ademán de
desaprobación y le sonreí.
Deambulamos por las calles sin dirección fija. No podía pensar en otro hombre con el que
pudiese estar tan distendida. Con Will, por supuesto, pero él era mi hermano. En un momento
dado, un carruaje se me acercó demasiado y Alex me cogió del brazo y me atrajo hacia él.
Excepto por ese ademán, en ningún otro momento me tocó, pero nos sentimos muy a gusto
juntos. Pasamos frente a los lugares que vendían chocolate donde podría encontrar a alguien
conocido hasta que hallamos una pequeña taberna de apariencia respetable. Alex pidió algo para
comer y yo té. Observé a la joven que lo sirvió y lo miré a través del vapor que salía de la taza.
—¿Cómo debo exactamente explicarle esto a Louisa?
—Bueno —dijo partiendo un trozo de la hogaza de pan que nos habían servido—. Con un
poco de suerte, no deberá dar mayores explicaciones.
—¿Qué significa eso?
—Significa que supuestamente Will la llevó a pasear y regresarán juntos a su casa. Él tendrá
que explicar más a Betty que usted a Louisa.
—¿Y Will estuvo de acuerdo con eso?

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Obviamente —me miró por encima de la taza mientras bebía—. Por supuesto me
amenazó con matarme si le ponía una mano encima, por eso le ruego que le diga que no me
sobrepasé en ningún momento —intenté no sonreír, pero no pude evitarlo—. Bueno. A usted le
causa risa, pero lo respeto. Yo haría lo mismo si algún hombre pretendiese a mi hermana.
—Ya veo —me reí de él.
—Dudo que lo hiciese, pero eso no importa ahora. He logrado su compañía por una hora o
dos y eso me basta.
—Y yo la suya.
Se reclinó en la silla y me observó.
—¿Eso es bueno?
—Alex, he sacrificado mi reputación por compartir dos horas con usted.
—Lo merezco —sonrió y reí nuevamente.
—Es lo que usted dice. Ahora dígame: cuando entró al negocio del paisajista, ¿les dijo que
era mi hermano?
—No, pedí que le avisaran a la condesa de que usted se iba con su hermano —cogió otro
trozo de pan.
—¿Se hizo pasar por Will?
—No —negó con la cabeza—. Dudo que alguien pudiese creer que soy su hermano. Me
hice pasar por el mensajero de su hermano.
—Y cuando Louisa descubra que el mensajero era un hombre que vestía un sombrero con
plumas de águila, no tendrá la más remota idea de quién podría ser.
—La joven no me prestó atención.
—Oh, no. Un escocés alto y rubio vestido a la usanza de las Tierras Altas suele ir todos los
días a ese negocio.
Frunció el ceño.
—Detalles. Y no es un sombrero, es una boina —dijo y le dio otro mordisco al pan.
—Hace juego con la falda y la manta escocesas.
—Es una feüeadh bead —dijo.
—Es lo mismo.
—No, hay una diferencia de nueve pies —rió ante mi expresión—. Un feüeadh moh es una
manta escocesa. De dieciocho pies de largo que se pliega alrededor de la cintura y se echa el resto
hacia atrás por encima del hombro. Cuando hace frío o llueve se puede colocar sobre la cabeza o
envolverse en ella.
—¿Y qué es lo que usted lleva puesto?
—Una feüeadh beag. Un kilt con la parte de arriba separada. Es más fácil de usar. Puedo
quitarme la parte de arriba y aun así, estar decente.
—Bueno —dije bebiendo el último sorbo de té—, me gusta cómo le queda. Tiene usted
unas rodillas encantadoras —me burlé de él imitando su acento. Rió y extendió la pierna al lado
de la mesa.
—Siempre pensé que eran uno de mis mejores atributos —señaló la puerta con la cabeza—.
Está lloviendo, deberemos perfeccionar la historia.
Me di la vuelta y miré la lluvia.
—¿Cómo me encontraré con Will?

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Matthew lo traerá con nosotros. Debido a la lluvia deberemos hacer algunos ajustes
respecto de su regreso a casa. Tenemos —dijo mientras extraía un reloj de bolsillo de la bolsa que
llevaba en la cintura— una hora.
Me recosté en la silla. Una hora.
—¿Cuánto tiempo estará ausente?
—Aproximadamente diez días. Después volveré por dos días a Londres, y después tendré
que marcharme otra vez.
—Ya veo.
Nuestras miradas se encontraron.
—No me agrada irme, pequeña —dijo suavemente—, pero estaba decidido mucho tiempo
atrás.
Permanecimos en silencio mientras él terminaba su comida. Por mucho que desease pedirle
que no se marchara, no pude decirlo, y busqué otro tema de conversación.
—Alex —dije finalmente—, ¿cómo aprendió a hablar inglés?
Se encogió de hombros.
—Crecí hablando gaélico e inglés. Algunos... bueno, la mayoría de la gente habla sólo gaélico
en las Tierras Altas, pero el inglés es el idioma del poder. Nosotros lo hablamos en casa.
—¿Y francés? ¿Cómo aprendió a hablarlo?
—Un tutor. Y al viajar. La necesidad también. Viví un año en París cuando tenía dieciséis
años. Además, comercio con Francia.
—Estamos en guerra con Francia.
Hizo una pausa antes de contestar.
—Inglaterra está en guerra con Francia.
—Pero nuestros países están unidos ahora. Lo han estado desde hace cinco años.
—Unidos, sí, pero no somos lo mismo —hizo una pausa mirando su comida hasta que
agregó con una expresión a la defensiva—: La Unión no es aceptada por la mayoría de Escocia,
pequeña. Muchos piensan que Escocia fue vendida a los ingleses a cambio de dinero, y yo soy
uno de ellos. Cuando la Unión comenzó nos dijeron que no habría tarifas para la malta, el lino o
la sal, y ahora existen, y los impuestos sobre mis tierras y sobre todo lo que vendo. Tengo que
pagar impuestos sobre lo que me pertenece. Han sido unos años muy duros, con tarifas
restrictivas sobre lo que puedo vender e impuestos que disminuyen mis beneficios. Sumado a la
falta de representación, la situación no resulta muy agradable. Cuando le quitas a la gente su
medio de vida y el derecho de expresión en el gobierno, y además se lo restriegas en las narices...
no parece muy inteligente —bebió un sorbo.
—¿Y qué sucederá?
Se recostó nuevamente en la silla y me miró imparcialmente.
—A corto plazo, no lo sé. A largo plazo, va a ganar Inglaterra.
—¿Por qué?
—Bien, estudie su historia. Fíjese en los romanos. Tenga en cuenta lo que sucedió en
Irlanda. Si en algo son habilidosos los ingleses, es en la colonización. Igual que los romanos.
¿Qué haces cuando quieres la tierra de alguien y que la gente trabaje para ti? Compras los líderes
que puedes. A los que no puedes comprar, los apartas. Cuando surgen nuevos líderes, los apartas
también y endureces las represalias; dificultas la comunicación entre las facciones colocando tus
ejércitos en medio. Luego les quitas los medios que tienen para sustentarse. Y al mismo tiempo,

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Kathleen Givens– Kilgannon

privas de educación a sus hijos para que sean pobres e ignorantes. Con el tiempo, obtendrás la
victoria. Si no es en la primera generación, será en la siguiente. Por supuesto, tienes que contar
con una presencia militar significativa para que funcione. Si tienes suerte, los líderes se pelearán
entre ellos. Eso es lo que sucedió en Irlanda. Si los irlandeses se hubiesen unido, el final podría
haber sido diferente. Lo mismo sucede en Escocia. Si los clanes no se unen, en algún momento
serán vencidos.
—Pero los romanos nunca pudieron tomar a Escocia —dije intentando recordar mis
conocimientos de historia.
—Nunca pudieron tomar las Tierras Altas —gruñó—. Pero lograron afianzarse en las
Tierras Bajas. Sin embargo, tiene razón: los escoceses lograron expulsarlos al igual que a los
ingleses con Wallace y Robert the Bruce hace cuatrocientos años. Pero no creo que vuelva a
suceder.
—¿Qué hará?
—Sobrevivir. Es por eso por lo que estoy en Londres intentando encontrar la manera de
sobrevivir. Inglaterra es demasiado poderosa como para no negociar con ella. No sé qué
sucederá. La manera en que hemos negociado con Inglaterra no ha sido siempre exitosa. Pero eso
puede cambiar. Quién sabe, puede que suceda un milagro —mis ojos se abrieron de par en par.
—Piensa que Jacobo Estuardo regresará —dije.
Me miró fijamente, con el tenedor a mitad de camino de la boca.
—Yo no lo he mencionado.
—Se uniría a él.
Frunció el ceño y movió la cabeza.
—No me gusta ese hombre. A decir verdad, Mary, no me gusta ninguno para el gobierno, ni
ningún gobierno —llamó a la joven—. Basta de seriedad. Había pensado en ir a la abadía de
Westminster, y está cerca de donde debemos reunimos con Will. ¿Le parece bien? —Cuando
dudé se inclinó hacia delante—. Estará segura conmigo, Mary —dijo solemnemente—. ¿Le
gustaría acompañarme o nos quedamos aquí durante una hora?
Nos miramos y sonreí.
—Ya que mi reputación está destrozada, ¿por qué no?
—No diga eso. Tendré que casarme con usted de inmediato.
—No querríamos eso —dije moviendo la cabeza.
—Oh, no —rió y se inclinó hacia delante suspirando—. Tendría que ver su hermoso rostro
todos los días. Y sería la primera cosa que vería al abrir los ojos —observó cómo me sonrojaba y
rió—. Se lo advertí, me divierte dejarla sin palabras.
—Alex... —comencé a decir nerviosa.
—¿Encuentra la idea repulsiva?
Me salvé de responder por la llegada de la joven. Alex sacó el reloj nuevamente y lo miró.
—Es hermoso —le dije y me lo entregó con una sonrisa complacida.
—Lo compré esta mañana.
El reloj era de oro brillante con la caja afiligranada y la estructura de roble; la esfera blanca
tenía números romanos. La fecha de ese día estaba grabada en la tapa.
—Trenchant e hijo —leí y lo miré. El fabricante era muy conocido por la calidad de su
trabajo. Se lo devolví—. Es hermoso, Alex —dije—, tiene un gusto exquisito.
Asintió.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—En relojes también —cogió el reloj y lo guardó en la bolsa de su cintura, y se le subieron


los colores al rostro—. Siento como si estuviese celebrando algo —dijo mirándome.
—Yo también —dije suavemente y sentí el calor de mi propio rubor.
—Bien —dijo poniéndose de pie y me envolvió en su manta escocesa con una sonrisa—.
Pues es como debe ser.
La abadía de Westminster estaba tranquila, con pocas personas presentes. Le mostré el
interior y los alrededores y Alex fue un ávido estudiante e hizo preguntas sobre todo lo que veía.
Quedó subyugado por la Capilla de la Dama, donde estaban las tumbas de Isabel y María Tudor y
donde descansaba María Estuardo. Cuando llegamos a los nichos de los poetas nos detuvimos y
le señalé los diferentes autores. Le dije que mi preferido era John Donne , quien estaba enterrado
en St. Paul.
—Oh, sí —dijo Alex—. «Ningún hombre es una isla, algo completo en sí mismo...».
Hermosas palabras para vivir según ellas —bajó la vista hacia las piedras mientras
caminábamos—. Mi poeta favorito tampoco está enterrado aquí. Andrew Marvell . ¿Conoce su
trabajo? —negué con la cabeza—Recitaré para usted algunas estrofas, pequeña —me envolvió
con una incipiente sonrisa, los ojos oscurecidos, su voz me acariciaba. Miré a lo lejos mientras las
palabras se desgranaban. Sentí su mirada recorrerme el cuerpo mientras hablaba. Nunca había
sido más consciente de mi propio cuerpo, tampoco éste había respondido antes con tal
intensidad. Cerré los ojos para disfrutar ese momento.

«De tener tiempo y mundo suficientes,


no sería delito tu recato.
Dónde ir pensaríamos, sentados,
y en pasar nuestro amor en largo día...
Unos buenos cien años yo daría
para alabar tus ojos y tu frente,
doscientos adorando cada pecho:
y quizá treinta mil en cuanto resta.
Mil años, por lo menos, cada parte,
si al fin tu corazón se me mostrase.
Pues, señora, mereces tal respeto;
y amarte no podría a menos precio.
Pero, detrás de mí, yo siempre escucho
la carroza del tiempo, inexorable...»

—Ese es el principio —dijo roncamente, y permaneció en silencio durante tanto tiempo que
abrí los ojos y miré hacia las oscuras piedras donde permanecía de pie entre las sombras—.
Siempre pensé que un poema es lo mejor que se le puede decir a una mujer, si la seducción es el
objetivo.
—¿Es ese su objetivo? —susurré.
—Bueno, no podría negarlo —se dirigió hacia la luz lentamente hasta quedar frente a mí con
expresión intensa. Sentí que los nichos sobre su cabeza se desdibujaban, me cogió del brazo al
ver que tambaleaba.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—«Unos buenos cien años yo daría para alabar tus ojos y tu frente...» —recitó y primero me
besó suavemente los párpados, después las sienes, prolongando el roce de sus labios en mi piel
con cada frase—. «Doscientos adorando cada pecho... » — me acarició los hombros y recorrió
mis brazos, me atrajo hacia él y me besó el cabello. Pude sentir la inequívoca reacción de su
cuerpo contra el mío que tembló en respuesta—. «Pues, señora, mereces tal respeto...» —
susurró—. Oh, Mary, no puedo... no puedo evitarlo, te deseo tanto...
Me besó con una pasión que jamás había conocido, y el mundo se desvaneció. Por unos
momentos nos exploramos mutuamente hasta que nos dimos la vuelta al oír un carraspeo detrás
de nosotros. No vimos a nadie pero nos separamos quedando uno frente al otro.
Alex sonrió lentamente.
—Lo sabía, Mary. Jamás nos aburriremos juntos.
Negué con la cabeza sin poder articular palabra. Ningún hombre me había hablado o besado
de esa manera y no estaba segura de cómo podría reaccionar. Señalé la puerta lateral y me siguió
sin decir nada a través de los claustros hasta llegar a la calle. Mi mente era un torbellino y cerré
con fuerza mis labios enardecidos. Sabía que no le debería haber permitido que me acariciara de
manera tan atrevida. Pero le había dejado.
Fuera, la lluvia había cesado y observé el vapor que se elevaba en columnas desde el
empedrado mientras él consultaba su reloj.
—Debemos apresurarnos —dijo encabezando la marcha—. Creo que tu hermano no será
tan tolerante. Debes reconocer que me comporté bien.
—Fuiste un atrevido —dije suavemente.
—No tienes idea de lo que pasaba por mi mente, pequeña. Te aseguro que en comparación
me comporté demasiado bien.
Intenté ignorar el rubor que me encendió las mejillas, pero me llevé los dedos a los labios
recordando lo sucedido. Alex me observaba con expresión seria y busqué algo que decir que
desviara el curso de nuestros pensamientos.
—¿Volverás sólo dos días? ¿Y te irás de nuevo?
—Sí, es lo planeado, pero veré qué puedo hacer al respecto. Ya envié en mi lugar a Malcom
para que se adelantara —frunció el ceño—, a Holanda. Por eso es por lo que no lo has conocido
todavía. Lo harás en breve. Ahora debo irme.
—Vas a Francia.
Levantó la ceja.
—¿De verdad?
Asentí.
—Sí. Dijiste que vas a Holanda, lo que posiblemente es cierto, pero también vas a ir a
Francia.
Me miró con el ceño fruncido.
—¿Siempre eres tan endemoniadamente inteligente, pequeña?
—Algunas veces soy bastante tonta.
«Y otras bastante estúpida», pensé, después reí. Me sentía temeraria. Y feliz.
—No puedo creerlo. Eres una joven inteligente, Mary, y me haces reír más que cualquier
otra mujer que haya conocido. Disfruto mucho estando contigo.
—No cambies de tema. Vas a ir a Francia. ¿Para qué?
Rió burlonamente.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—También eres la mujer más testaruda que haya conocido.


—Puede que sea así, Alex, y tú eres muy evasivo —dije.
Hizo una pausa, sus ojos tenían un peligroso color azul oscuro.
—Si no estuviésemos en público, Mary Lowell... — dijo y empezó a caminar otra vez.
—¿Para qué vas a Francia? —troté detrás de él.
—Vino.
—¿Vino?
—Sí. A los ingleses les encanta el vino clarete, aunque se supone que estamos en guerra, se lo
traigo, y chocolate de los Países Bajos. Te traeré chocolate, pequeña.
—¿Entonces te veré nuevamente?
Se detuvo y se dio la vuelta.
—Eso es algo que debes decidir tú, Mary. Con sólo una palabra tuya, iré a verte apenas
desembarque. Si tu respuesta es negativa, no volveré a molestarte. Has sido muy amable.
—No he sido amable en absoluto, Alex. He disfrutado cada minuto —dije y después sacudí
la cabeza—. Bueno, quizás, no cada minuto.
Se vio preocupado.
—¿Qué fue lo que no disfrutaste?
—Si usted lo recuerda, señor, me disgusta el flirteo, y eso incluye a Rowena.
Sonrió lentamente.
—Lo recuerdo.
—¿Sabes lo que me dijo? —negó con la cabeza—. Dijo que debería casarme con Robert y
verte a escondidas.
Arqueó una ceja.
—¿Qué opinas de esa sugerencia?
—Jamás le sería desleal a mi esposo.
—Tu Campbell estará muy complacido de escuchar eso.
—Quizás no —le sostuve la mirada—. Pero quizás mi esposo lo esté.
Parpadeó. Caminamos durante un momento en silencio.
—¿Alex?
—¿Sí? —sonaba distraído.
—Tienes razón. Es divertido —al ver su confusión le sonreí—. Dejarte sin palabras.
Movió la cabeza lentamente.
—Eres especial, Mary Lowell.
—Alex, no contestaste mi pregunta. ¿Te veré nuevamente?
Se detuvo de nuevo.
—Ya te lo dije, pequeña. Depende de ti. ¿Deseas verme de nuevo o debo irme y no regresar?
El cabello se agitaba sobre sus hombros y la débil luz del sol derramaba tenues destellos
sobre su rostro. Observé cómo se le movía el pecho con la respiración y le latía la vena del cuello.
¿Cómo podían ser sus ojos tan azules? Deseaba acariciarle la mejilla, besar aquellos labios,
abrazarlo contra mí. ¿Existiría algún otro hombre como él?
—Al minuto siguiente que desembarques, Alex, te espero a mi puerta.
—Mary, tú... —nunca lo había visto nervioso, pero parecía estarlo—. Yo... —miró los
edificios que nos rodeaban y respiró profundamente—. Al minuto siguiente que desembarque,
Mary.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Sonreí y después sentí una voz aguda a mi espalda.


—¡Señorita Lowell, qué placer verla! ¿Quién es su amigo?
Me di la vuelta y me encontré con Madeline Shearson, una temible chismosa, y a su hija
Katherine. Cuando le presenté a Alex como el conde de Kilgannon, Madeline lo miró con más
detenimiento. Catherine no necesitó presentación alguna, lo hizo por sí misma en tono afectado y
le extendió la mano. Alex le respondió con una correcta reverencia. Los dioses estaban con
nosotros ese día, ya que justo cuando iba a explicarles qué estaba haciendo con un escocés en las
calles de Londres, apareció Will a mi lado.
—Estoy de regreso, Mary —dijo alegremente—. Qué placer encontrarla, madame Shearson,
y a su hermosa hija. ¿Conocen a mi amigo Kilgannon que ha venido a visitarme desde Escocia?
Le dirigí a Will una espléndida sonrisa y observé cómo manejaba la situación con soltura. En
un segundo, me había empujado al interior del carruaje que había aparecido junto al cordón de la
vereda y arrastró a Alex con él. Nos despedimos de las Shearson y rápidamente Will nos explicó
que dejaríamos a Alex en la esquina siguiente y regresaríamos de inmediato a casa.
—Hablaremos luego, Mary —dijo intentando dispensarme una mirada de enojo que
provocó mi risa—. ¿Kilgannon?
Alex levantó las manos.
—Me he comportado como un ángel, Lowell. Pregúntele a su hermana. Hasta el final hemos
tenido una suerte increíble. Estoy en deuda con usted, señor.
Al doblar en la esquina el carruaje se detuvo y Alex bajó.
—Al minuto siguiente de desembarcar —dijo y cerró la puerta con una sonrisa.
Will levantó la ceja y me miró.
—Espero no tener que lamentar esto.
—Yo no lo lamento, Will —dije y suspiré de felicidad—. Gracias.
Mi hermano frunció el ceño.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 6

Indudablemente, los dioses nos acompañaron ese día. Louisa y Betty apenas mencionaron mi
partida. Randolph había regresado y la casa era un alboroto. Me prometí a mí misma que haría
diez buenas acciones en agradecimiento. Hasta que me quedé sola en mi habitación no me di
cuenta de que tenía la manta escocesa. Cualquier otro día Louisa lo habría notado
inmediatamente, pensé mientras me envolvía en ella. La prenda tenía su olor, esa masculina
esencia a jabón y mar. Mi imaginación, sin duda, pero me agradaba la idea. Y me gustaba que
Alex me hablara como a una persona con criterio. Ningún otro hombre me había considerado de
la manera en que lo hacía Alex. Ninguno.
Para mi sorpresa, los días siguientes volaron. Randolph había regresado sano y salvo, y
Louisa lo acompañaba constantemente. Él la trataba con cariño, como de costumbre, lo que
siempre me había sorprendido, ya que Randolph era a menudo brusco con el resto del mundo.
Aunque llevaban casados más de ocho años, no lo conocía bien. Al principio yo era demasiado
joven y después había permanecido en Mountgarden debido a la enfermedad de mi madre. En
aquellos primeros años lo había rechazado enérgicamente. No era mi tío Duncan y estaba
resentida por eso. Me di cuenta de que mi cariño por Duncan probablemente había incidido en
mi deseo de considerar la posibilidad de tener un pretendiente escocés.
Pero no logré pasar desapercibida. Alguien le había ido con cuentos y Randolph tomó muy a
pecho sus obligaciones de carabina. Tuvimos una larga discusión durante la cual argumenté que
no había hecho nada malo en la fiesta de Louisa. Todo esto por una simple conversación en el
comedor, pensé. ¿Qué pasaría si descubriesen que lo había visto otra vez y que habíamos
deambulado por las calles? Randolph discurrió torpemente sobre lo que él consideraba necesario
decirme, suavizando la perorata al final con una sonrisa contrita. Mi resentimiento se suavizó
cuando observé sus vacilantes esfuerzos por comportarse como mi tío. El hombre tenía buenas
intenciones, lo sabía, pero no necesitaba saber lo que albergaba mi corazón. Era suficiente con
que yo lo supiese.
A solas más tarde, me dije que debía ser sensata y tener en cuenta las advertencias de
Randolph. Realmente no conocía a Alex. Sólo sabía cuan azules eran sus ojos, lo dorado que era
su cabello y lo contagiosa que era su risa. Era el acompañante más encantador que había tenido.
«Pero sé realista», me reconvine a mí misma. «Puede que no aparezca a tu puerta nunca más. Y
eso podría ser lo mejor».

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Kathleen Givens– Kilgannon

La cena en la casa de Robert y su madre fue agradable, pero no pude dejar de oír el eco de la
risa de Alex en mis oídos, e incluso Robert pareció notarme diferente. Hizo lo posible para ser
cautivador e ingenioso, algo que no le era característico, pero no obtuvo eco. Bajo otras
circunstancias, sospeché, él y Alex podrían haber llegado a ser grandes amigos.
Finalmente, Rebecca regresó de Bath y cenamos en dos ocasiones en la casa de Lawrence.
Por supuesto, Louisa le había contado todo a su íntima amiga Sarah, la madre de Becca, una
mujer de empuje a quien los prejuicios de Londres no le resultaban desconocidos. El suegro de
Sarah se había opuesto tenazmente al casamiento de su hijo con «una extraña», como la llamaba,
pero el padre de Rebecca se había casado de todas formas con ella y habían tenido un
matrimonio feliz. Siempre había sido cariñosa conmigo y esa noche me recibió cálidamente.
Como había sospechado, cuando los hombres se retiraron, me preguntó por Alex. Yo estaba feliz
de poder hablar de él, y lo hicimos en detalle. También lo hice con Becca cuando estuvimos a
solas.
Ella se rió de mí.
—Te dije que era alguien inolvidable, Mary, pero la verdad, de saber lo que pasaría, no te
habría dejado sola. Deberías ver tu expresión cuando hablas de él. Eres una tonta. ¿Qué harás
ahora?
—Esperar.
La expresión de Becca se tornó preocupada.
—Mary, vosotros pertenecéis a mundos totalmente diferentes. Él es escocés. Si realmente
regresase, ¿estás preparada para lo que deberías afrontar?
—¿Qué quieres decir? —reí pero ella permaneció seria.
—Sabes lo que quiero decir. Louisa no estará complacida. Todos esperan que te cases con
Robert. ¿Estás preparada para casarte con un extraño y vivir el resto de tu vida en Escocia?
—¡Becca, casi ni lo conozco! Alex no me ha pedido que me case con él. Tan sólo hemos
conversado un par de veces, eso es todo. Además, no estaría dejando todo lo que conozco como
tú. No es lo mismo en absoluto. Tu decisión fue mucho más dura. ¿No estás preocupada por
ello?
Rebecca negó con la cabeza.
—No puedo vivir sin Lawrence e iré donde se encuentre su hogar —suspiró—. Estoy feliz
de casarme con él, pero no tanto de abandonar a todos y a todo lo que conozco. Mary, ¿quién
podría haber supuesto esto? Yo, cruzando el Atlántico. Había pensado que estaríamos juntas en
Londres el resto de nuestras vidas, que seríamos como tu tía y mi madre, grandes amigas y
vecinas, viviendo a tres casas de distancia durante años. ¿Nos veremos alguna otra vez después de
que me vaya? ¿Seguiremos siendo amigas cuando tengamos su edad? Prométeme que así será.
—Becca —dije abrazándola—. Por supuesto que sí. Siempre seremos amigas —dije mientras
me preguntaba si sería posible separadas por miles de millas.
En los próximos días visitamos amigos y todos me preguntaron por Alex. Cuando les dije
que era el hombre más apuesto que había visto, Janice se mostró desdeñosa y me dijo que era
demasiado grande y su mentón, demasiado prominente.
—Es un incivilizado que no usa peluca. Se viste con ropas ridículas y tiene hijos. Y... —hizo
una pausa para dar mayor énfasis—. Comercia con otros países.
—Claro que lo hace —reí—. Es por lo único que no me decido a casarme con él —dije,
pero a Janice no le hizo ninguna gracia el comentario.

56
Kathleen Givens– Kilgannon

Suspiré y me senté tranquilamente soñando con la abadía de Westminster mientras ella


explicaba por enésima vez las razones por las cuales Alex era inadecuado.
Los nueve días siguientes transcurrieron más rápido de lo que había imaginado. Will y Betty
volvieron a Warwickshire según lo habían planeado. Se suponía que debía acompañarles, pero
rogué poder quedarme en Londres otra semana. El décimo día rechacé todo tipo de invitaciones
y permanecí en casa simulando leer. Nadie vino ni envió mensaje alguno. Me dije que diez días
era el lapso durante el cual Alex estaría viajando, seguramente tendría noticias justo a partir del
día siguiente. El onceavo día esperé recibir noticias en cualquier momento. El doceavo día estuve
al borde del llanto todo el tiempo, formulando discursos mentales y recriminándome por ser tan
tonta. Agradecí que Will se hubiese ido a Mountgarden, porque sin duda habría tenido algo que
decir respecto de la situación. En las últimas horas de la tarde, cuando Louisa y Randolph se
habían ido y yo deambulaba por los jardines, sentí un ruido de pasos en la grava y vi a Bronson
acercándose. Sin decir palabra me extendió una carta, su expresión era de evidente
desaprobación. No reconocí la letra pero la nota tenía el escudo de los MacGannon, y como
Bronson se había retirado, la abrí.
No era de Alex. Angus la había escrito para presentar disculpas en razón de que Alex no
pudiera venir porque estaba enfermo y me hacía saber que me buscaría apenas estuviese en
Londres. Leí la nota cuatro veces antes de comenzar a llorar, y después me llevó otra hora decidir
qué debía hacer. Llegué a la conclusión de que la situación podía responder a dos cosas. O bien
Alex realmente estaba enfermo o me estaba evitando. Sea lo que fuese, debía descubrir la verdad.
Corrí hacia la casa de Becca y aporreé la puerta. Si hubiese sido racional, me habría
comportado de forma más circunspecta, estoy segura, pero era algo que no podía dominar en ese
momento. Los padres de Becca estaban con Louisa y Randolph, y Lawrence estaba en algún lugar
con su familia, por lo tanto ella estaba sola. Cuando le expliqué lo que había sucedido y lo que me
proponía hacer, discutió conmigo. Rompí a llorar. Al cabo de unos pocos minutos nos dirigíamos
hacia los muelles; había insistido en que mi amiga se quedase atrás, pero se negó y me dijo que o
me acompañaba, o no tendría carruaje. Sabía que mi reputación quedaría destrozada si se
descubría todo y estaba decidida a correr el riesgo, pero no deseaba que Becca sufriese por mi
indiscreción. Discutimos en el viaje.
Después de una larga búsqueda infructuosa, el conductor de Becca descubrió al Gannon's
Lady, el cual deduje que sería su barco. Corrí por el muelle sin prestar atención a las miradas de
los marineros, y estaba a punto de subir la escalerilla de embarque cuando una voz imperiosa me
detuvo preguntándome qué estaba haciendo.
Becca tropezó conmigo y cuando nos recompusimos del golpe, una risa familiar sonó por
encima de nosotras. Me quedé congelada, Alex se estaba riendo de nosotras. Dios bendito, estaba
bien y yo era, sin lugar a dudas, la mujer más tonta del mundo. Miré hacia arriba y vi esos ojos
azules, pero no eran los de él, y recé una breve oración de gracias al ver al hombre. Era parecido a
Alex, pero diferente. Alex era alto y delgado, de hombros anchos y esbelta cintura, y este hombre
era alto y macizo. El pecho ancho, el rostro similar al de Alex, pero más relleno. Era una mezcla
interesante de rasgos. Si no conociese tan bien a Alex, podría haber confundido a ese hombre
con él.
—Usted debe ser Malcom —dije con una voz que sonaba más tranquila de lo que realmente
estaba. Su sorpresa era evidente.
—Y usted sólo puede ser la señorita Lowell, de la que mi hermano habla todo el tiempo.

57
Kathleen Givens– Kilgannon

Sonrió con suficiencia. Me disgustó desde el primer momento en que lo vi. Por su manera de
hablar, tan despectiva respecto de Alex, y por la manera en que nos miró, desconfié de él de
inmediato. Me compuse y en mi tono de voz más patricio dije:
—Lo soy. Lléveme con Kilgannon. De inmediato.
Coloqué el pie sobre la escalerilla de embarque y llamó a alguien que se hallaba detrás de él.
Las faldas y el balanceo de la escalerilla me dificultaban el ascenso. El rostro de Angus apareció
por encima de la baranda del barco. Dijo algo en gaélico, lo que supuse era una maldición, y me
sentí agradecida de no comprenderla. Se dirigió hasta la parte superior de la escalerilla y me miró
con ojos centelleantes.
—Mary Lowell, ¿qué está usted haciendo aquí? ¿Ha perdido la cabeza, pequeña?
—No todavía, Angus —le contesté al alcanzar la cubierta.
Becca se detuvo a mi lado. Angus nos miró encolerizado. Malcom estaba de pie junto a él,
examinándonos. Pude ver a los marineros: algunos parecían preocupados, otros se reían. Se veían
muy ordinarios, la mayoría vestidos a la usanza de las Tierras Altas. No parecían amenazadores.
Los dos que estaban frente a nosotras, eran otra historia.
Angus frunció el ceño.
—¿No recibió mi nota, Mary?
—Sí, Angus, por supuesto —dije—; de no haber sido así, ¿cómo habría sabido que debía
venir aquí? —miré detrás de él—. Ahora, por favor, permítame ver a Alex.
—No puede verlo, pequeña. Vuelva a su casa. De inmediato.
—No lo haré. He venido para ver a Alex, y eso haré.
Angus se dirigió a Becca, quien lo miró con una expresión ansiosa, y el entusiasmo por la
aventura evidentemente menguado.
—Señorita, ¿no podría usted llevarse a su amiga a su casa, adonde pertenece? Lo que están
haciendo es muy tonto de su parte. Váyanse.
Contesté antes de que Rebecca pudiese hacerlo. Me latía el corazón con fuerza y estaba tan
poco segura de la situación como ella, pero no lo demostraría.
—No me iré, Angus. Si Alex está enfermo, debo verlo.
Angus negó con la cabeza.
—Está demasiado enfermo para verla, pequeña —se dirigió a Becca nuevamente—. Ella no
atiende a razones. Llévela a su casa.
—No me iré —dije—. Y si no me muestra dónde está el camarote de Alex, lo buscaré hasta
encontrarlo.
Me dirigí a las escaleras que conducían debajo de la cubierta, pero Angus se interpuso
cuadrándose frente a mí.
Malcom rió.
—¿No puede usted hacer nada? —le preguntó a Becca.
—Debe haber notado, señor —dijo Becca con voz más tranquila de lo que aparentaba—,
que la señorita Lowell es bastante testaruda.
Le dirigí una mirada de desaprobación.
—Decidida —corregí.
—Tonta —dijo Angus furioso—. Mary, ¿sabe usted que este no es un lugar apropiado para
una mujer como usted?

58
Kathleen Givens– Kilgannon

—Angus —bajé la voz para que sólo él pudiese escucharla—. Si Alex está enfermo, debo
verlo. Si no lo está y no quiere verme, debo saberlo también. Necesito saberlo.
Sus ojos se abrieron de par en par por la sorpresa, pero me contestó en voz baja:
—¿Cómo puede pensar eso, pequeña? Alex nunca le mentiría, tampoco yo, le dije la verdad
en la carta. Está enfermo, pequeña.
—Pues con más razón debo verlo. Por favor.
Asintió.
—Que así sea, pequeña. Pero usted deberá responder ante Alex, no yo. Esto no le va a hacer
gracia.
No le contesté y los seguí aunque el corazón me latía con fuerza e intercambié una mirada
con Becca, que caminaba detrás de nosotros sin decir palabra. Estaba segura de que tendría
mucho que decirme después. El barco se balanceaba con el movimiento del agua mientras
descendíamos y me cogí de la soga de la barandilla. Debajo de la cubierta, la luz era mortecina
pero el bergantín se veía limpio y prolijo, y se sentía un penetrante olor a comida cocinándose.
Angus nos guió por un angosto pasillo y se detuvo para golpear en una de las puertas. Malcom,
quien nos acompañó, permaneció de pie junto a Becca. Nadie contestó a la llamada y Angus
abrió la puerta y la sujetó para impedirme traspasarla.
—Aguarde un momento, pequeña. Probablemente esté durmiendo —desapareció en el
oscuro camarote y cerró la puerta tras de sí. Esperamos en silencio hasta que reapareció con una
lámpara en la mano—. Está dormido. Puede entrar para comprobar por sí misma que está
enfermo y después, váyase.
Lo seguí hacia el interior del camarote. Era un lugar pequeño con tres literas contra las
paredes. Angus colgó la lámpara en un gancho y la habitación se iluminó con una tenue luz. En la
mitad de la cabina había un escritorio y una silla, y sobre el escritorio había una carta cartográfica
desplegada. En el rincón más alejado, estaba Alex durmiendo de espaldas en su litera: la manta lo
cubría hasta la mitad del pecho y tenía los hombros desnudos. Rebecca emitió un grito sofocado
detrás de mí, pero yo sólo podía mirar a Alex. Estaba realmente enfermo. Tenía la piel gris y el
olor a enfermedad invadía la cabina. Me arrodillé a su lado y le rocé la frente con la mano. Estaba
demasiado caliente. Me sentí un poco mareada mientras le retiré el cabello que le caía sobre el
rostro. Una barba incipiente le cubría las hundidas mejillas, su respiración era agitada y tenía la
piel húmeda.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —le pregunté a Angus cuando se acercó a mi lado.
—Tres días —dijo—, durante los cuales estuvo la mayor parte del tiempo durmiendo y
cuando se despierta, vomita. Pequeña, debe irse ahora.
—¿Ha llamado al doctor?
—No. Estará bien en un día o dos.
Le subí la manta hasta los hombros y él se movió ante mi roce. Abrió los ojos, primero uno
y después el otro. Me miró, cerró los ojos y los abrió nuevamente.
—¿Mary? —preguntó con voz débil. Luchó por sentarse y las mantas se le deslizaron hasta la
cintura dejándole al descubierto el pecho cubierto de vello dorado y el abdomen musculoso. Me
levanté y permanecí de pie junto a la litera, con las rodillas repentinamente débiles. Incluso
enfermo como estaba, era extraordinario. Alex miró hacia atrás—. ¿Qué demonios...? —su voz
parecía muy cansada.

59
Kathleen Givens– Kilgannon

—No pude detenerla, Alex —dijo Angus detrás de mi hombro—. Es una joven muy
testaruda y sin una pizca de sensatez —agregó algo en gaélico. Alex nos miró, a Angus primero,
después a mí, con el ceño fruncido.
—Vine a ver si podía ayudar—dije.
Alex suspiró.
—Sobreviviré, pequeña, pero no deberías estar aquí.
—Necesitas un doctor.
Negó con la cabeza lentamente.
—No, no. Estaré bien en cuanto pueda dejar de recitar en latín —se sujetó las mantas
alrededor de la cintura y nos miró a todos—. Creo que es un grupo insólito con el que
encontrarse al despertar —dijo frotándose la mano en la frente—. Angus, ¿me alcanzas la camisa,
por favor?
Angus se movió a mi derecha y se la alcanzó desde un estante próximo. Alex luchó para
colocársela mientras todos lo observábamos.
—Alex —dije—, estás febril. Has estado enfermo varios días, y ahora eres tú el que no
muestra ninguna sensatez.
—Mary —dijo con tono de voz fantasmal—. Acabo de despertarme y esto parece una fiesta.
Creo que me estoy mostrando bastante sensato.
—¿Recitando en latín?
Torció la boca y llamó con la mano a Angus y a Malcom.
—Bueno, pequeña, ¿sabes lo que decía Julio César cuando no le gustaba algún lugar?
—No tengo ni idea—dije vivamente—. Alex...
Los tres corearon:
—«Vene vice vomití...»
Malcom y Angus rieron y Alex sonrió mientras que Becca y yo nos miramos sorprendidas.
Sacudí la cabeza y me incliné sobre Alex, abrí la ventana que estaba encima de la litera.
—Muy inteligente. Vamos a buscar un doctor. Quizás para todos ustedes. Becca —dije
mientras me daba la vuelta hacia ella—, envía a un hombre en busca del doctor Sutter. Creo que
es el único que vendrá aquí —miré al hermano de Alex—. Malcom, acompáñelo y traiga al
doctor.
—Sí, su Señoría —dijo Malcom, pero siguió a Rebecca quien corrió a toda prisa.
Alex entrecerró los ojos y me observó, después se frotó la frente otra vez con lentos
movimientos.
—Mary, hueles a rosas, ¿pero qué estás haciendo aquí? Angus, ¿qué está haciendo ella aquí?
Contesté primero:
—Vine a ver si estabas enfermo.
—¿Parezco enfermo?
—Sí, ¿qué sucedió?
—No tengo ni idea —dijo—. Comí algo en mal estado o...
Se encogió de hombros y Angus hizo un movimiento brusco mientras Alex hablaba.
Evidentemente cansado, cerró los ojos nuevamente. Miré a Angus, quien tenía una sombría
expresión. Algo estaba mal. No me decían todo y me tranquilizó saber que el doctor estaba en
camino. Becca regresó después de un rato y me dijo que Malcom había ido a buscar al doctor
Sutter. Le di las gracias y le sonreí, después le arreglé la ropa a Alex y me senté en un estante

60
Kathleen Givens– Kilgannon

próximo a la cama mientras que Angus, vacilante, se veía evidentemente descontento. Alex abrió
los ojos y me miró.
—Mary, pequeña, debes irte. Tu reputación se verá seriamente comprometida si te
descubren.
—Silencio, Alex —dije—. Me iré cuando sepa que estás recibiendo la atención necesaria. Y
no antes.
Asintió y se durmió lentamente. Me di la vuelta y vi cómo Angus me observaba preocupado,
y erguí el mentón. Esperamos en silencio. Observé a Alex mientras dormitaba, noté cuan
entrecortada era su respiración. Debía de estar muy débil para dormirse tan fácilmente. Pensé que
estaba demasiado enfermo como para considerar que era simplemente consecuencia de algo que
había comido. Se movió agitado de nuevo, abrió los ojos y se pasó la mano por la frente otra vez.
—¿Te duele la cabeza? —le pregunté frotándole la espalda.
—Sí, un poco. Sólo estoy muy cansado, Mary.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste?
Me miró con los ojos entrecerrados.
—No puedo comer. No retengo nada en el estómago. Sólo necesito dormir para sentirme
mejor. Mary, pequeña, no hablemos de comida ahora.
—¡Oh!, lo siento —dije aturdida—. No me di cuenta.
Negó con la cabeza.
—No, soy yo quien lo siente. No fue mi intención preocuparte. Iba a visitarte apenas
desembarcara. ¿Recuerdas que así lo habíamos planeado?
—Sí —eso no tenía importancia ahora.
—Mi estómago tuvo otros planes. Francia no estuvo de acuerdo conmigo.
—¿Lo ves? No deberías haberte ido de Londres —intenté mantener un tono de voz ligero al
cual respondió con un atisbo de risa.
—Sí, debió de ser eso —dijo e inmediatamente cayó en un sueño profundo otra vez.
Le observé el rostro grisáceo, las pestañas oscuras sobre las pálidas mejillas, y recé para que
se recuperara, pero Angus me interrumpió para cogerme del brazo y nos condujo a ambas hacia
el pasillo.
—Bien, señorita Lowell —dijo Angus cerrando la puerta—. ¿Está satisfecha? Realmente está
enfermo, ¿no es así?
—Hace dos días que debería haber llamado a un médico.
—Alex no lo habría permitido —señaló la escalera—. Espere arriba hasta que llegue el
médico. Y no pienso discutir sobre ello, pequeña.
Esperamos en la cubierta, acurrucadas una junto a la otra, ignorando las miradas de la
tripulación. Nadie nos dirigió la palabra. Finalmente, el doctor llegó con Malcom, que parecía
irritado. Nos sentamos a esperar mientras Malcom y Angus bajaron con el médico, y después de
un rato que pareció una eternidad, el doctor Sutter regresó seguido de Angus.
—¿Cómo está?
—Vivirá —dijo el doctor Sutter—. Le di algunos remedios para calmarle el estómago, pero
me gustaría saber realmente qué... —miró hacia Angus—. Vigílelo cuidadosamente, MacGannon.
Si para mañana no ha mejorado, llámeme. Y si alguien más cae enfermo, deberé admitir que estoy
equivocado.
—No lo está —dijo Angus con tono grave y los dos hombres intercambiaron una mirada.

61
Kathleen Givens– Kilgannon

Antes de que pudiera preguntar a qué se referían, el doctor Sutter se dio la vuelta hacia
nosotras.
—Y vosotras, jóvenes damas, ¿qué están haciendo aquí?
—Estaba preocupada por lord Kilgannon —respondí.
El doctor preguntó quedamente:
—¿Permanecerán en el barco?
—No —rugió Angus.
—Oh, no —gritó Rebecca—. Doctor Sutter, llegamos poco antes que usted. No nos hemos
comportado de manera inapropiada.
El doctor asintió.
—Es lo que aseguró el caballero de abajo, y yo le prometí que las llevaría conmigo. Ahora.
Así lo hicimos y el doctor nos sermoneó durante todo el camino de regreso a casa.
El haber desaparecido así fue demasiado. Permanecí durante horas enclaustrada con Louisa y
Randolph y otras tantas con los padres de Rebecca. Incluso el doctor fue citado para que
presentara testimonio de lo sucedido. La inquisición debió de ser más afable. Louisa lloró y me
sentí pésimamente por haber causado tal conmoción. Alegué firmemente mi inocencia. Y la de
Becca. Reconocí de inmediato que toda la responsabilidad era mía, aseguré que ella me había
acompañado aún contra su voluntad, y que no habíamos hecho nada malo. Pero sabía que los
había consternado. Ninguna mujer correcta se habría comportado como yo lo había hecho, para
lo cual no tenía una explicación razonable. ¿Cómo podía decirles que sólo pensé que debía ver a
Alex una vez más, que ese hombre me atraía tanto que estaba dispuesta a arriesgar mi reputación
y mi futuro sólo por estar una hora más con él, que tenía que descubrir si me estaba engañando?
Incluso para mí, tenía poco sentido lo que me sucedía, y sabía que si les descubría mis
sentimientos, quedaría peor ante sus ojos. Cuando me encontraba con Alex, el estar juntos
parecía totalmente normal, y el mismo Angus, aún a disgusto, no me había tratado como a una
tonta. Los escoceses me habían tratado con cortesía, y debía reconocer que yo había contado con
esa cortesía. Si no fuesen los caballeros que yo suponía, la situación podría haber tenido un
desenlace totalmente distinto. Pero yo había tenido la imperiosa necesidad de saber cómo estaba
Alex. La tenía incluso ahora.
Después de una interesante discusión, los hombres llegaron a la conclusión de que mi virtud
se hallaba intacta. Intenté mantener la tranquilidad. «Hubiese sido mucho más sencillo y rápido
que tan sólo me lo preguntaran», pensé. Decidieron que sólo era una joven descarriada. La madre
de Becca, Sarah, me observó sin decir nada, y me pregunté cuánto sabría de mis verdaderos
motivos. Nunca me mencionó el incidente después de ese día, pero algo en ella me indujo a
pensar que sabía más de mis sentimientos de lo que yo había reconocido.
Por la mañana, la sentencia se había pronunciado. Debía ser enviada inmediatamente, como
un paquete, a Mountgarden, con Will y Betty. Lo que se ajustaba a mis planes. Alex partiría
pronto, por tanto, ¿qué sentido tenía permanecer en Londres? No tuve posibilidad de hablar con
Rebecca en persona, por lo que le escribí para agradecerle y disculparme por haberle causado
tantas complicaciones. Lawrence vino a verme el día de mi partida, trayéndome noticias de mi
amiga. Su trato era distante y me demostró a las claras que pensaba que yo era una mujer estúpida
y testaruda. Por supuesto, no supe hasta meses después que Lawrence, Randolph y el padre de
Becca habían ido esa noche al barco exigiendo ver a Alex y a Angus. Aparentemente, el estado de
Alex y las explicaciones que les brindaron habían apaciguado su furia.

62
Kathleen Givens– Kilgannon

Warwickshire era hermoso en verano, florido y fragante. Mountgarden había pertenecido a


mi padre, y Will era su dueño ahora, pero me había prometido que sería mi hogar mientras
viviese. Cómo amaba esa casa, pensé cuando llegamos. Sus líneas elegantes eran armoniosas y
sencillas, sin excesiva ornamentación. Simétrica y rectangular, la edificación estaba ubicada en un
pequeño monte —de allí el nombre de Mountgarden—, desde el cual se dominaban los bosques
y pasturas que la rodeaban. Construida para satisfacer las necesidades de comodidad, me sentí
protegida al entrar. Suspiré. No me pertenecía, pero aun así era mi hogar. No era un mal lugar
para estar exiliada.
Will se había disgustado mucho a raíz de mi conducta, y cuando nos sentamos en el
escritorio de nuestro padre discutimos acaloradamente. Estaba furioso conmigo por haberme
arriesgado de tal manera y me sermoneó duramente. Si bien me había mantenido tranquila con
mis tíos, le contesté a Will en el mismo tono, a gritos. Le expliqué que no había hecho nada de lo
cual tuviera que avergonzarme, y tampoco Alex, pero que había tenido que verlo imperiosamente,
fuese o no una insensatez. Que me había preocupado por la salud de Alex, como también por la
posibilidad de que no desease verme nuevamente. Repentinamente, se tornó comprensivo como
si hubiese considerado que había desempeñado de forma suficiente su rol protector y podía por
consiguiente volver a ser simplemente mi hermano. No avaló mi criterio, pero entendió mis
motivos. Finalmente, suspiró y me sonrió: volvía a ser el Will con el que había crecido.
—Mary —dijo—, desde que conocí a Betty, no ha existido otra mujer en el mundo para mí.
Ambos sabemos que puede ser tonta y superficial, incluso increíblemente carente de inteligencia
en algunas ocasiones, pero la mayoría del tiempo me hace sentir importante y amado. No quiero
a otra mujer en el mundo más que a ella, por eso entiendo tu necesidad de verlo. Pero aun así, fue
un error —asintió como si fuese sesenta años mayor que yo en vez de tan sólo dos—. Fuiste muy
tonta.
Asentí y me miró con una sonrisa radiante. «Querido Will», pensé, «querido y dulce,
subestimado Will». Cualquier otro se preocuparía por dinero o por su posición social, pero a él le
bastaba que una tonta mujer lo hiciera sentir bien, y él la tenía. ¿Quién podría decir quién era más
sabio?
En las pocas semanas siguientes tuve bastante tiempo libre como para pensar, y reconocer
que aunque había sido afortunada, también me había comportado como una idiota. Puede que no
haya sido una de mis ideas más lúcidas el visitar a un hombre casi desconocido en su barco
dejando mi seguridad y la de mi mejor amiga en sus manos. Aun así, estaba contenta de haber
ido, ya que estaba convencida de que el doctor Sutter le había salvado la vida y si no hubiese ido,
jamás lo habrían llamado. Aunque nunca volviese a ver a Alex, atesoraría mis recuerdos, aunque
algunos de ellos me hacían sonrojar intensamente cada vez que los evocaba. Llegué a la
conclusión de que debería tener algo de sangre impura en mi supuesto patricio linaje. Lo había
besado sin pizca de vergüenza, y cuando lo había visto desnudo en la litera había deseado
acostarme con él. Con toda seguridad, a ninguna dama le brotarían esos sentimientos. ¿Cómo se
iniciaban las mujeres de dudosa reputación en su vida de pecado? Tendría que esforzarme por
preservar mi virtud.
Al menos, mi desatinada conducta me había permitido saber que Alex no tenía intención de
alejarse de mí. Lo que sucediera de ahora en adelante era algo que podría suponer.
Pero nada sucedió.

63
Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 7

Habían transcurrido cuatro semanas en las que me sumergí en un letargo en Mountgarden.


Will y Betty vivían en su propio mundo, pasaban la mayor parte del tiempo juntos y a menudo
desaparecían por las noches. A pesar de que me producía algo de envidia, estaba contenta de que
Will fuese feliz en su matrimonio. Durante días me dediqué a poner en orden las cuentas,
actividad con la que estaba complacida, además de disfrutar de estar ocupada. Will y yo
guardábamos el secreto, y él se llevaba el crédito. Ambos estábamos complacidos con el pacto.
Louisa y Randolph solían visitarnos a menudo y yo estaba feliz de volver a verlos, a pesar de
que Louisa sostenía que si se filtraba la información de mi atrevida conducta, ningún hombre se
casaría conmigo y sería rechazada por ser considerada una mujer que había caído para siempre.
Le señalé que el hecho de haberme recluido repentinamente en el campo sólo podría incentivar
las habladurías. Louisa adujo que, como era verano, poca gente permanecía en Londres y mi
ausencia había pasado desapercibida. Me repitió que había sido extremadamente tonta y que me
quedaría en el campo hasta que tomara cabal conciencia de lo que había hecho.
Rebecca y su familia —con Lawrence traído a la rastra— también nos visitaron. Al principio,
Lawrence me miraba como si yo hubiese llevado a Becca por el mal camino delante de sus
narices; pero una vez que reconocí lo imprudente que había sido, obligada por mi preocupación
por la salud de Alex, pareció ablandarse. Podía aceptar que mi comportamiento había sido tonto
e infantil, pero no lograría entenderlo si supiese que lo había hecho consciente de que
quebrantaba las reglas de sociedad. Es por ello por lo que no se lo dije. Becca estuvo maravillosa
conmigo y me di cuenta una vez más de cuánto la extrañaría. La fecha de su casamiento se
aproximaba, y finalmente Louisa me dijo que podía volver a Londres para la boda. Para mi
sorpresa, había sido Randolph el que había intercedido en mi defensa. Después de aleccionarme
respecto a la maldad de los hombres y de todos los peligros que podrían sobrevenir a mujeres tan
tontas como para estar a solas con ellos, Randolph me dijo que era una joven encantadora. En
cuanto a Alex, se refirió a él como «ese escocés». Cuando le señalé que Robert también lo era,
Randolph me sorprendió diciendo que consideraba a Robert demasiado cauto. Las cosas
marcharon mucho mejor entre nosotros desde esa noche, y comencé a conocer a mi tío.

Cuando vino Robert, estuvo encantador aunque formal de nuevo. Nunca supe si le habían
contado algo sobre mi visita a Alex en el barco, y no se lo conté, pero me pregunté si él sería
capaz de hacer algo impulsivo alguna vez. Supuse que no. Extrañaba tanto a Alex... ¿Cómo podía

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Kathleen Givens– Kilgannon

ser que un extraño se adueñara así de mis pensamientos? Recorrí como embrujada los jardines y
sus alrededores, con el eco de su risa, con el vacío de su ausencia. Evoqué cada momento
compartido, una y otra vez. Dormía con la manta escocesa sobre la cama y soñaba con un
hombre rubio que se inclinaba para besarme.
Al comenzar la sexta semana, comencé a aceptar a regañadientes el hecho de que no lo
volvería a ver. Sin duda mi conducta impetuosa lo había alejado. Me dije que era la tonta más
grande que hubiese existido. Me aboqué a las cuentas y al cuidado de las rosas de mi madre
además de mantenerme ocupada con los vecinos y visitando la villa. El clima, que había sido
agradable durante semanas, se tornaba más frío cada día y con la muerte del verano algo moría en
mí también. Pasé mucho tiempo sola en el jardín, y allí fue donde me encontraba cuando llegó la
carta de Alex.
Estaba dirigida a la casa de Louisa en Londres, y quién sabe cuánto tiempo había tardado en
llegar a mis manos. Louisa y Randolph estaban en Berkshire con la hermana de Randolph, por lo
que era presumible que alguien más de la casa me la había redirigido. Seguramente no habría sido
el odioso de Bronson. Debió de ser Ellen. Sostuve la carta con manos temblorosas antes de
abrirla. Probablemente, en ella Alex me diría que había sido muy agradable conocerme y que no
estaba seguro de si me había contado que se casaba la semana siguiente. La abrí. Estaba fechada
dos semanas después de cuando había ido a verlo, respiré profundamente. «Querida Mary». Por
supuesto, un saludo apropiado. No debería leer más. En realidad, era un saludo de rigor y no
implicaba que le resultase particularmente querida.
«Te escribo desde Kilgannon. Me he recuperado de la enfermedad, excepto por un extraño
sueño que se repite constantemente en el cual una hermosa mujer se inclina sobre mi litera, me
dice que coma y que debo llamar al doctor. Mary, ¿en qué estabas pensando cuando viniste al
barco? Temo por tu reputación y haberme comportado como un bárbaro, aunque estoy muy
agradecido de que hayas venido. Gracias por tu preocupación, y dale las gracias al doctor Sutter
de mi parte por su ayuda. ¿Cómo has estado? ¿Has sufrido alguna consecuencia por tu visita?
Deseé poder haber estado contigo para poder explicárselo a tus tíos. Lamento no haber podido
acompañarte y que hayas tenido que afrontarlo sola.
Partimos de Londres hacia Irlanda el día posterior a tu visita, y después, a casa. Es bueno
estar en Kilgannon de nuevo y ver a mis hijos, quienes han crecido mucho durante mi ausencia.
Todo está bien por aquí y el final del verano es realmente hermoso, pero te extraño mucho.
¿Alguna vez piensas en mí? Si es así, por favor, escríbeme sobre tu vida. Si no lo es, perdóname
otra vez por haberme excedido. Siempre tuyo. Alexander MacGannon.»
Abracé la carta contra mi pecho y di un giro. Le escribí esa misma noche, intentando imitar
su tono, suavizando los comentarios acerca de la inquisición y explicándole que ahora me
encontraba en Mountgarden. Cantaba de alegría mientras sellaba la carta.
Nos escribimos durante tres meses. Me contestaba apenas recibía mi carta. La
correspondencia fue cada vez más frecuente y así, los días parecieron cada vez más cortos. En
noviembre regresé a Londres con Louisa y Randolph con los que estaba en gracia otra vez. La
boda de Rebecca fue maravillosa. Cuando se despedían para partir en viaje de bodas, permanecí
de pie con la madre de Becca en el frío, bañadas en lágrimas, preguntándome si podría vivir en
Londres sin mi amiga, sin su risa. La extrañaría terriblemente, pero sabía que aunque mi amiga se
quedase, habíamos llegado a un punto en el que nuestra relación nunca volvería a ser igual. Era la

65
Kathleen Givens– Kilgannon

esposa de Lawrence ahora, y si bien estaba feliz por ella, lamentaba amargamente la pérdida de mi
querida amiga.
Las cartas de Alex me sirvieron para llenar el vacío. Me envió dibujos de sus hijos, quienes
parecían versiones en miniatura de su padre, así como también dibujos de Kilgannon. El castillo
rodeado de agua azul y montañas color índigo se veía encantador pero resultaba difícil imaginar
cómo sería en realidad. Sus cartas reflejaban su vida allí y aprendí mucho de su gente. Alex vivía
con sus dos hijos, Ian y Jamie, y con Angus y Matthew. Además de la madre de Angus, Deirdre,
Malcom y una cantidad de primos de distinto grado. En cuanto al resto del clan, algunos
formaban parte del personal que se ocupaba del mantenimiento y la atención del castillo, otros
eran granjeros que arrendaban las tierras, algunos pastores, otros pescadores o marineros.
Sumado a una cantidad necesaria de herreros, albañiles y otros dedicados a varios oficios,
conformando así una gran mezcla diversa de gente.
Por mi parte, le escribí sobre mi niñez junto a mis padres y a Will en Mountgarden, sobre la
muerte de mis padres, sobre los viajes con Louisa, también de mí vida en Londres antes de
conocerlo, sobre amigos y política. Nunca mencioné a Robert.
En cada una de sus cartas me dijo que me extrañaba y que pensaba en mí constantemente,
pero nunca mencionó amor. Me contó que no tenía planes de regresar a Londres en un futuro
próximo aunque estaba viajando mucho. Respiré profundamente al leer eso. Hizo referencia a
ciertos problemas de negocios, que asumí como escasez de fondos. Manteníamos una
correspondencia fluida, y las semanas primero, luego los meses transcurrieron lentamente hasta
que llegué a cuestionarme para qué nos seguíamos escribiendo si no lo volvería a ver. Le escribió
también a Louisa y a Randolph, y aunque no pude estar al tanto de su contenido, sea lo que fuese
lo que había escrito, suavizó considerablemente la actitud que tenían para con él.
Al mismo tiempo, Robert se volvía cada vez más insistente. Parecía que ya no consideraba a
Alex un rival, y aunque le conté que nos estábamos escribiendo, no pareció perturbarse. Robert
me sorprendió con asiduas veladas llenas de risas y sorpresas, y más de una vez me descubrí
relajada en su compañía. Quizás Louisa había tenido razón en cuanto a que Robert necesitaba
tener un rival como acicate. Todo esto habría estado bien si no hubiese estado tan fascinada por
Alex. Sentía que sin proponérmelo, le era infiel a Robert y traté de hablarlo sinceramente con él,
pero siempre cambiaba de tema y después de un tiempo, desistí.

Y después, sin previo aviso, en un atardecer lluvioso de fines de noviembre, dejaron en la


puerta de Louisa una caja de vino clarete, y supe inmediatamente quién la había enviado.
Contenía además una nota muy correcta que informaba sobre el regreso de Alex a Londres quien
solicitaba permiso para verme. Louisa y Randolph intercambiaron una significativa mirada y
evitaron discutir el tema, pero sin importar su decisión, estaba resuelta a verlo.
A la mañana siguiente, estaba desayunando sola mientras observaba a través de la ventana del
comedor la lluvia que caía por tercer día consecutivo. Disfrutaba mi desayuno, al igual que
disfrutaba del hecho de saber que Alex se encontraba en Londres y que pronto lo vería. Esa
mañana había llegado una nota de Robert, la cual aún sostenía en la mano, sin mucho interés por
la invitación cursada a Will, a Betty y a mí para celebrar la fiesta anual de Yule en su propiedad. Si
bien la familia de Robert se reuniría en Kent para Navidad, solían empezar los festejos con

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Kathleen Givens– Kilgannon

anterioridad. El año anterior habíamos asistido y habíamos celebrado la Navidad en


Mountgarden. «Pensaré en eso más tarde», me dije y coloqué la nota sobre la mesa.
—Mary —dijo una voz que recordaba perfectamente y me di la vuelta. La figura de Alex
cubría el umbral y tenía la boina en la mano. Llevaba puesta la kilt de Kilgannon y lucía una
amplia sonrisa. Mi corazón dio un vuelco—. Mary —dijo nuevamente y me levanté de la silla.
Nos encontramos a mitad de camino de la habitación y me rodeó con sus brazos—. Mary, Mary
—suspiró contra mi cabello, después me besó. Había olvidado cuan suaves eran sus labios y cuan
fuerte y esbelto era su cuerpo. Le acaricié los hombros y la cintura sintiendo toda su fuerza y
solidez, y cuando me apreté contra él sentí la respuesta de su cuerpo al mío, igual que la última
vez. Sus besos fueron más intensos cuando arqueé el cuello para recibir más, y rió profundamente
al inclinarse para cumplir con su tarea—. Había olvidado lo maravilloso que es tocarte —dijo y se
separó de mí unos pasos—. Cómo te he echado de menos, pequeña.
—Y yo a ti, Alex —dije y me acerqué a él. Un rato después, sin aliento y desaliñada, me
separé—. Una cálida bienvenida, señor. Veo que se ha recuperado completamente.
—No, pequeña, me sigue aquejando la misma enfermedad que he tenido durante meses.
—Alex —empecé a decir preocupada—, ¿tu estómago? —Busqué su rostro mientras él me
miraba burlonamente.
—Oh no, mi estómago está bien. Otras partes son las que me duelen —sentí cómo me subía
el rubor y rió, después, serio nuevamente, me observó—. Te he extrañado cada segundo desde la
última vez que te vi, pequeña. No puedo soportar más estar lejos de ti tanto tiempo —retiró con
suavidad el cabello de mi mejilla—. Es usted aún más hermosa de lo que recordaba, señorita
Lowell. ¿Me ha echado de menos? — me preguntó con voz enronquecida. Le respondí con un
beso—. ¿Eso es un sí?
—Sí —dije, y le rodeé el cuello con los brazos.
Me besó la frente y se deshizo de mi abrazo.
—Debemos detenernos o no responderé de mis actos. Háblame y quizás pueda escucharte.
—Se lo agradezco mucho —contesté remilgadamente, rió—. Alex, ¿por qué estás aquí? ¿Por
qué no me avisaste que vendrías? ¿Cuánto tiempo te quedarás? ¿Cómo están Angus y Matthew?
¿Y tus hijos?
Me miró con sorna.
—¿Decías algo?
—Dime —dije conduciéndolo hacia la mesa.
Estaba sentado correctamente cuando entraron Louisa y Randolph. Gracias a Dios no lo
habían hecho cinco minutos antes, pensé. Habría estado de regreso en Mountgarden antes del
almuerzo. Se saludaron cordialmente. Hablamos sobre el clima y yo los observaba, recordando la
inquisición de tres meses atrás. Qué diferente era ahora. Louisa tenía un compromiso esa mañana
y pronto nos dejó; poco después lo hizo Randolph porque tenía que discutir algunos asuntos con
su agente. Finalmente, Alex y yo nos quedamos solos. Recorrimos la planta baja deteniéndonos
en el salón de baile donde lo había visto por primera vez. Abrió una de las puertas que daban al
balcón y observó la lluvia.
—Cinco meses atrás, Mary, estaba de pie allí y pensé que me echarías por haber sido
demasiado directo.
—Cinco meses atrás, Alex, disfruté de tu compañía.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Y yo de la tuya —sus ojos buscaron los míos—. Pequeña, ¿cómo has estado? Siento no
haber podido protegerte de la inquisición.
Reí.
—No necesité de tu protección, Alex. Necesité sentido común. He estado bien. De verdad.
Únicamente me sentí algo sola.
—Igual que yo, Mary —cerró la puerta y me miró de frente—. Aún no puedo creer que
fueras a mi barco. ¿Por qué lo hiciste?
Busqué su rostro.
—¿No te lo dijo Angus?
—¿Decirme qué?
Respiré profundamente y me pregunté si sería inteligente decírselo. «Pero Mary», me dije,
«¿Acaso has sido inteligente alguna vez?».
—Cuando recibí la nota de Angus, pensé que era una de dos cosas: o estabas enfermo y
quizás podría ayudar, o estabas intentando dejar de verme. Quería averiguar cuál de las dos cosas
era verdad.
Me miró con las cejas levantadas.
—No, Angus no me dijo nada. ¿Cómo pudiste pensar que no quería verte de nuevo? Te
había prometido hacerlo apenas desembarcara.
—Los hombres a menudo dicen cosas... que no tienen intención de cumplir.
—Yo no.
—Ahora lo sé. Quería ver si estabas...
Se me representó una vivida imagen de él desnudo en la litera, y perdí el hilo de mis
pensamientos. Esos mismos hombros y ese mismo pecho estaban bajo esa camisa.
Se le oscurecieron los ojos.
—¿Y lo estaba?
—Mucho —dije sin aliento.
Su tono se enterneció.
—Si decides ir a la cama de un hombre otra vez, Mary Lowell, elige un momento en que no
esté recitando en latín.
—No fui a tu cama, Alex.
—En realidad, así fue, pequeña. Recuérdalo.
Sentí cómo me ardían las mejillas, pero desafié su mirada.
—Lo haré.
Movió la cabeza.
—Eres tan especial —después deambuló por la habitación; yo mientras lo observaba,
admirando su gracia y las líneas de su cuerpo. Se dio la vuelta en mitad del salón—. ¿Cómo
pudiste pensar que no deseaba verte otra vez?
—Alex, debe haber muchas mujeres en tu vida.
—No las hay.
—Debe haberlas.
—Espera, déjame pensar —pareció ponderarlo mientras se dirigía hacia mí y se detuvo a
mitad de camino—. Oh, sí Mary, tienes razón, cientos. Pero no pienso en ellas. Sin embargo hay
una en la que pienso a menudo, de cabello y ojos oscuros que dice lo que piensa y posee un
cuerpo que espera descubrir cosas nuevas —levantó una ceja y sonrió burlonamente.

68
Kathleen Givens– Kilgannon

—Debe haber otras, Alex.


—¿Cosas?
—Mujeres —dije. Negó con la cabeza—. Estuviste casado, ¿extrañas a tu esposa?
—¿Sorcha? —su expresión se ensombreció—. Pequeña, no lo entiendes. Yo no elegí a
Sorcha y ella no me eligió a mí. Fue un acuerdo establecido cuando éramos niños. Tenía seis años
cuando ella nació, y por tanto nos comprometieron, por lo que crecimos con esa idea.
—¿La amaste?
—Le tuve afecto. A veces. Otras me disgustaba; en ocasiones, me disgustaba mucho.
—¿La amaste?
Me miró a los ojos.
—No —el monosílabo fue dicho inexpresivamente, sin emoción. Nos miramos fijamente
antes de seguir—. Le fui fiel, al igual que ella a mí. Con el tiempo nos habríamos llegado a llevar
bien. Pero nunca la amé —movió la cabeza—. Ella decía que yo era rudo y poco refinado.
De todas las maneras en las que podría describirlo, rudo y poco refinado no estaban entre
ellas. Era imponente y directo, pero elegante y cortés.
—¿Qué sucedió entre vosotros?
Caminó hacia un lateral del salón y con un dedo, corrió las cortinas del ventanal.
—Después del nacimiento de Jamie, me dijo que me había dado dos hijos y que no quería
compartir más mi cama. Pensé que era sólo miedo, ya que Mairie, la esposa de Angus, había
muerto justamente durante un parto. Podía entender eso, por lo que me mantuve alejado. Mi
madre me dijo que con el tiempo todo se solucionaría. Pero no fue así, y después dejé de notar
cuan distantes estábamos —se apartó, se dirigió a otro ventanal y miró hacia fuera—. Después de
que mi madre murió comencé a viajar más, y cuando regresaba estaba muy ocupado. Algunas
veces, ni recordaba que Sorcha estaba allí. Después, la mitad de la tripulación regresó enferma de
uno de los viajes, y la fiebre se propagó por todo Kilgannon — su voz se hizo más queda y tuve
que esforzarme para poder oírlo—. La tripulación pronto se recuperó, pero no Sorcha. No estaba
gravemente enferma, ya sabes, sólo parecía no estar bien. Cuando llegó la invitación para ir a
Francia, pensé que no debería ir por su salud, pero ella me dijo que me marchara. Me espetó que
ya le había hecho bastante daño en su vida y que debía marcharme. Así lo hice. Y en mi ausencia,
falleció —me miró inexpresivamente y después hacia la ventana nuevamente al continuar el
relato—. Mi tía Deirdre, la madre de Angus, me dijo que no había nada que yo pudiera haber
hecho si hubiese estado allí. Tampoco ella pudo hacer nada. Sus palabras me ayudaron, pero no
dejo de cuestionármelo —enderezó los hombros, levantó el mentón y me miró nuevamente—.
No éramos compatibles. Ella amaba a otro hombre, lan MacDonald, y él a ella, pero no pudieron
casarse porque nuestros padres nos habían comprometido cuando éramos niños. Me dijo que le
había rogado a su padre para que la liberara de la obligación de casarse conmigo. Fue una esposa
leal y una buena mujer, pero nunca me amó —movió la cabeza—. Es un sistema que asegura el
acrecentamiento de las fortunas, pero nadie parece reparar en los sentimientos de los
involucrados en esos pactos. Mis hijos no tendrán que hacerlo. Y es por ello, Mary Lowell, que
estoy aquí. Esta vez seré yo quien elija a mi mujer, y ella a mí. Ninguna otra será forzada otra vez
a estar conmigo.
Me dirigí hacia él y me cogió en sus brazos.
—Fue una mujer tonta, Alex —dije contra su pecho—. Tú eres diez veces más valioso que
lan MacDonald.

69
Kathleen Givens– Kilgannon

Me besó el cabello.
—Te lo agradezco, pequeña, pero no conoces al hombre —se encogió de hombros y
suavizando el tono—. Tampoco yo, a decir verdad. Lo he visto, no se parece a mí.
—No necesito conocerlo —lo miré directamente al rostro—. Usted no es poco refinado, es
directo, señor.
Me acarició la mejilla.
—Es cierto, pequeña, estoy intentando cambiar.
—No lo hagas.
—¿No? —Se le agitó el pecho al reírse—. ¿Primero me dices que debo hacerlo, y después
que no?
—El que seas directo es algo con lo que puedo lidiar.
—¿Entonces soy un hombre simple?
—No, eres un hombre encantador.
—Es cierto —me besó el cabello y me soltó—. Y ahora, este hombre encantador deber
retirarse. Tengo que ver a mi agente también. Uno de los barcos está retrasado y debo averiguar
qué información tienen sobre él —cruzamos la habitación y nos detuvimos en la puerta—.
¿Puedo suponer que aparecerás en mis aposentos más tarde? —Sonrió burlonamente encogiendo
el pecho—. He estado muy enfermo.
Reí.
—No, Alex, no apareceré en tus aposentos.
—Estoy devastado, Mary —sonrió burlonamente y partió.

A la mañana siguiente recibí una breve nota de él diciéndome que tenía negocios que atender
y que se pondría en contacto en breve. Pasaron dos días, pero Louisa y yo estábamos ocupadas
con los preparativos de Navidad y las horas volaron. Cenamos en la casa de nuestros primos, los
Fairhaven, donde discutimos sobre política y los consabidos chismes de sociedad. Hicimos
exactamente lo mismo en la casa del duque y la duquesa. Y más de lo mismo. En cada una de las
reuniones, alguien se encargó de decirme que había visto a Alex apostando y paseando con un
séquito de hermosas damiselas, incluyendo a Rowena. Ninguno de los chismes había sido
corroborado personalmente por ellos, pero lo habían escuchado de buena fuente.
—Y me dijeron que está considerando volver a casarse —me contó sin malicia Matilda
Fairhaven, una de mis primas—. Ha estado involucrado con una mujer escocesa de extraño
nombre, Morgan o Morna...
—Morag —dije al recordar las palabras de Angus en el vestíbulo de Louisa, cuando le
aconsejó a Alex que buscara la compañía de Morag.
Matilda asintió.

La tercera mañana vino y se fue, hermosa y fría, iluminada por un tenue sol. Deambulé sola
por la casa preguntándome por qué no había sabido nada de él. Pronto nos iríamos a
Warwickshire para festejar la Navidad. ¿Dónde estaría? Sabía que él buscaba mi compañía, pero

70
Kathleen Givens– Kilgannon

nunca me había dicho que me amaba. Si yo no le importaba, ¿por qué había vuelto? ¿Por qué me
había escrito durante meses? Podría ser que él no sintiese por mí lo mismo que yo sentía por él,
pero lo que me había dicho en el salón de baile me hizo suponer que era recíproco. ¿Y si hubiese
malinterpretado sus palabras? ¿Me tendría afecto como yo se lo tenía a Robert, pero nada más?
¿Sus sentimientos estarían mezclados con un poco de lástima por alguien que se veía tan
obviamente impactada por él? ¿Y qué papel jugaba Morag en todo esto? Fue un largo día
ponderando qué me depararía el futuro.
Me preparé lentamente para ir a cenar con los Mayfair Bartlett, con el ánimo por los suelos.
Había buscado información sobre su poeta favorito, Andrew Marvell, y su poema «A su tímida
amante», el cual era, sin duda, un poema de seducción. Me pregunté si Alex me estaba diciendo
algo indirectamente. O, en este caso, directamente. Bueno, decidí que ninguna de las dos cosas.
Había sido lo suficientemente tonta. Alex MacGannon tendría que buscar en otro lugar a su
amante. No haría más el papel de tonta. Pero, por supuesto, lo hice.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 9

La cena resultó peor de lo que había imaginado. Me sentía incapaz de lidiar con la
conversación sobre política y chismes, y permanecí sentada rígidamente mientras los joviales
invitados conversaban a mí alrededor. Rowena estaba allí, sólo para terminar de arruinar la noche;
también Janice, pero no resultó de gran ayuda. Fue un desastre. Antes de la cena, Edmund
Bartlett se acercó a mí con los modales empalagosos de siempre.
—Ah, señorita Lowell —dijo inclinándose sobre mi mano y estudiando mi vestido—. Estoy
tan sorprendido de verla aquí sin compañía.
—Estoy con mis tíos, señor —contesté, recuperando la mano y haciendo un esfuerzo
supremo para no limpiármela en la falda.
—Pero por supuesto, me refería a su escocés... o debería decir, uno de sus escoceses. Parece
tener una gran afinidad con nuestros vecinos del norte —me obligué a esbozar una sonrisa. De
todos los temas posibles de conversación, ese era sobre el que menos deseaba hablar—. Escuché
que lord Campbell no ha estado muy complacido —continuó Edmund, inclinando la cabeza.
—¿De verdad? —sonreí petrificada, sin duda como una gárgola.
—Es lo que pude saber. Pero, por supuesto, usted debería saberlo.
—¿Por qué ella debería saberlo? —preguntó una voz a mí espalda. Era Rowena, que se veía
más hermosa que nunca.
Edmund sonrió y le hizo lugar para que se uniera a nosotros.
—Debería saber que no está complacido por la atención que el conde de Kilgannon le
dispensa a la señorita Lowell.
—No será... —Rowena sonrió como una gata—, la atención que la señorita Lowell le
dispensa a Kilgannon. Sin importar cuánto pueda disgustarle a lord Campbell.
—Sí —dijo Edmund compartiendo una sonrisa con ella. «La noche no puede durar para
siempre», me dije, «Aunque así lo parece».
—Por supuesto —Rowena rió mientras me observaba con los ojos entrecerrados—, muchas
mujeres le prestan más atención de la debida. Deberían haberlas visto hoy en las tiendas —movió
las manos airadamente—. Lo espiaban a través de las ventanas. Se veían tan menudas junto a él...
Era encantador verlo rodeado de ellas —«Encantador», pensé preguntándome si habrían
practicado la conversación—. A decir verdad, él también disfrutaba de la atención.
—¿Lo cree así? —preguntó Edmund, sopesando mi reacción.
—Por supuesto que sí —dijo Rowena, mirando cautelosamente a su alrededor y bajando el
tono de voz como si fuese a decir algo sumamente confidencial—. Cuando les brindó a las
empleadas una de sus deslumbrantes sonrisas, todas se abalanzaron tropezando entre ellas para
ayudarlo. Estaba buscando un camisón de seda blanco y una bata —hizo una pausa para

72
Kathleen Givens– Kilgannon

potenciar el efecto—. De tela tan delgada que se podía ver a trasluz. Un hermoso conjunto. Lo
ayudé a elegirlo. Fue muy divertido.
Sonrió irónicamente y se abanicó simulando estar abrumada. Edmund rió e intercambiaron
una burlona sonrisa conspiradora. Los odié a ambos intensamente.
Anunciaron la cena y respiré nuevamente, aunque mi alivio duró poco. No me pude
concentrar en la comida ni en la conversación. Derramé el vino y se me cayó el tenedor al suelo.
Para los postres, me encontraba exhausta. Permanecí sentada con las otras mujeres hasta que
llegó la hora de irnos. Toda era mentira, me repetí una y otra vez. Pero las preguntas se agolpaban
en mi mente. No dormí bien, preguntándome cómo me podría haber equivocado tanto con Alex.
Indudablemente, no era más que un apuesto mujeriego, y yo una tonta redomada.

A la mañana siguiente me encontraba de pésimo humor, todavía con esos pensamientos


rondándome en la cabeza mientras leía a solas en la biblioteca, cuando Ellen entró sin previo
aviso y con sonrisa cómplice me anunció que se encontraba allí el conde de Kilgannon. Un
momento después Alex apareció en el umbral portando dos paquetes y conversando sobre
caballos con Randolph, quien se encontraba detrás de él.
—Alex —dije extendiéndole la mano e intentando controlar mi disgusto.
—Mary —sonrió mientras se inclinaba sobre mi mano con ojos risueños. Obviamente, no
parecía encontrar nada malo en su comportamiento—. Me percaté de que no te había traído los
chocolates que había prometido. Los llevé conmigo todo el tiempo —me extendió el paquete
más pequeño—, y encargué algo para ti —agregó entregándome el otro paquete—. No puedo
esperar a verte con ello.
Antes de que pudiese responder, Ellen le dijo a Alex que alguien estaba esperándolo en la
puerta. Arqueó las cejas sorprendido y se dirigió a ver quién era. Miré los paquetes que tenía en el
regazo mientras Randolph paseaba por la habitación y me hablaba. El más pequeño tenía la
conocida forma de una caja de chocolates, lo deposité en la mesa mientras observaba el otro.
Estaba segura de que contenía un camisón blanco de seda y la bata. Evidentemente, la seducción
era su objetivo. «De tener tiempo y mundo suficientes». Ciertamente, su arrogancia no tenía
límites.
Permanecí sentada en la silla, muy erguida y mirando el fuego, sin prestar atención a mi tío,
cuando Alex regresó. Se colocó frente a mí, con expresión muy seria y el rostro pálido.
—Debo irme de inmediato, Mary —dijo roncamente.
—Claro que debe hacerlo, lord Kilgannon. Quizás no nos conocemos tanto como usted
pensaba —señalé el paquete—. O tanto como usted pretendía. ¿Cómo se atrevió a darme algo
así? ¿Le parece que un camisón de seda es apropiado?
Se veía azorado.
—Mary, no es...
—Oh, ¿no es? ¿Y por qué no? ¿Es un regalo inadecuado para mí, o es el momento
equivocado para dármelo? —Me puse de pie, cada vez más enojada—. ¿Estaba esperando hasta
conseguir seducirme, Alex? ¿O el camisón es un regalo para otra mujer?
—Ninguna de esas cosas, Mary. Por favor, escúcheme.

73
Kathleen Givens– Kilgannon

Le arrojé el paquete y crucé la habitación como un torbellino alcanzando la puerta. Alex


sostuvo el paquete en las manos con los ojos inmensamente abiertos. Pasmado, Randolph
permanecía boquiabierto.
—No logrará seducirme, Alex MacGannon, por lo tanto, si es lo que tenía en mente, debería
sacárselo de la cabeza. Y si era para otra mujer pues... ¡maldito sea! —Estallé en lágrimas y salí
cegada de la habitación. En el pasillo, me topé con Bronson que estaba husmeando y dio un paso
atrás—. Usted, qué hombre tan odioso —gruñí—. Vaya a escuchar tras otra puerta —y corrí
escaleras arriba.
Lloré hasta que me dormí y desperté en las primeras horas de la tarde. Ya no me quedaban
lágrimas pero todavía estaba furiosa. Bajé las escaleras en busca de Louisa, pero había salido con
Randolph. Al permanecer de pie en el recibidor intentando decidir qué debía hacer pude ver el
paquete sobre una mesa cerca de la ventana, y una nota que sobresalía por debajo de la caja.
«Señorita Lowell —había escrito Alex—. Le dejo los paquetes porque no tengo otra cosa que
hacer con ellos. Contienen la caja de chocolates que le había prometido y algo que mandé hacer
especialmente para usted. Haga lo que quiera con ellos. Alexander MacGannon.»
—Bronson —lo llamé sin darme la vuelta. Apareció al segundo, sabía que estaba
espiándome. Le arrojé los paquetes—, envíe de inmediato estos paquetes al barco de Kilgannon,
se llama «Gannon's Lady».
—¿Con algún mensaje, señorita? —preguntó.
—Ninguno.
Dos horas más tarde, acurrucada con un libro en la biblioteca, me sobresalté por unos golpes
bruscos en la puerta principal y el sonido de fuertes voces. Ellen irrumpió en la habitación
seguida de Bronson y de Alex. Todos hablaban al unísono, Ellen intentando advertirme de que
Alex había llegado, Bronson diciéndome que había intentado detenerlo, y Alex con evidente
enojo, reclamando hablar conmigo. Me puse de pie y lentamente dejé el libro antes de dirigirme a
ellos. Coloqué una mano en el brazo de Ellen y los calmé, tanto a ella como a Bronson,
diciéndoles que entendía y que todo estaba bien, que agradecía su preocupación y que hablaría
con lord Kilgannon a solas. Ellos asintieron y se dirigieron a la puerta, pero Bronson permaneció
en el umbral.
—¿Señorita Lowell? —preguntó suavemente—. Me quedaré si usted así lo desea.
Nuestros ojos se encontraron y por primera vez no detecté desdén o desaprobación en su
mirada, tan sólo preocupación. Ellen me espiaba por encima del hombro del mayordomo con el
rostro pálido.
—Es muy amable por su parte, Bronson —dije—. Pero doy por descontado que lord
Kilgannon se comportará como un caballero —me di la vuelta hacia Alex y lo miré a los ojos—.
¿No es así, señor? —le pregunté gélidamente.
Me miró fijamente durante un rato, después se giró hacia Bronson.
—Déjenos. No es de su incumbencia. No hay de qué preocuparse. La señorita Lowell los
llamará si los necesita.
Asentí con la cabeza y se retiraron, me di la vuelta hacia Alex quien me observó con
expresión pétrea y los brazos cruzados sobre el pecho. Se veía muy grande. Y muy enojado. Y
muy apuesto. El silencio se prologó insoportablemente hasta que, harta de la tensión entre
nosotros, me dirigí hacia la chimenea dándole la espalda. Me resultaba muy difícil odiarlo
viéndose como se veía. Suspiré e intenté permanecer fría y controlada.

74
Kathleen Givens– Kilgannon

—Mary —dijo con voz contenida. No me moví y él no volvió a hablar. Finalmente lo miré y
vi cómo consultaba su reloj con el ceño fruncido.
—Si debe irse, señor, por favor, no se vea obligado a quedarse ya que no lo detendré —le
dije encarándolo.
Me miró con expresión indescifrable, con los brazos caídos a los lados del cuerpo.
—Realmente debo irme, Mary, debo ver a mi agente marítimo. Dice que puede tener noticias
y debo encontrarme con él dentro de media hora. No me di cuenta de que era tan tarde.
—Por consiguiente, sin lugar a dudas, debe irse, Alex. Una reunión con su agente marítimo
es mucho más importante que hablar conmigo.
—No, pero casi —respiró profundamente y yo también—. Pequeña, el mensaje que recibí
más temprano también era de él. ¿Te acuerdas del barco por el cual estaba preocupado porque no
tenía noticias? —asentí, aplacándome a pesar de mí misma. Se veía exhausto—. Se hundió cerca
de Cornwall y está perdido junto con toda la tripulación y el cargamento. No era gente de
Kilgannon, pero debo descubrir qué sucedió. Y eso implica que debo partir tan pronto como sea
posible. Tengo que reunirme con el agente marítimo y después dirigirme a Cornwall —asentí y él
frunció el ceño de nuevo—. Pero no podía hacerlo sin descubrir qué te había hecho enojar tanto.
Aún no entiendo lo que ha sucedido aquí esta mañana. ¿Por qué estás tan enojada conmigo?
Me pregunté si alguna vez había existido un hombre más imposible.
—¿Por qué estoy tan enojada? Sólo una santa no lo estaría. Te vas a casar con Morag,
Alexander MacGannon, y te han visto por todo Londres con mujeres, incluso con Rowena.
Tienes el descaro de ir de compras con ella y comprar un camisón, el cual me entregas
diciéndome que no puedes esperar para verme con él. ¿Cómo no habría de estar enojada? —
Crucé los brazos sobre el pecho y lo miré furiosa—. Dime, ¿por qué no habría de estar enojada?
Parpadeó, después rió. Noté cómo algo de su cansancio se disipaba al sacudir la cabeza y
reír.
—Si alguna de esas cosas fuese verdad, pequeña, estaría de acuerdo contigo, incluso yo
estaría enojado conmigo mismo si fuese tú. Pero no es verdad. Ninguna de ellas es verdad.
—¿No te vas a casar con Morag?
—No. Ni tengo deseos de hacerlo.
—¿Quién es ella?
—Morag MacLeod. De Skye. Mi amigo Murdoch Maclean está enamorado de ella. Lo ha
estado desde que éramos jóvenes.
—¿Y tú no? ¿Nunca lo estuviste?
Hizo una pausa.
—Lo estuve hace mucho tiempo.
—¿Estuviste enamorado de ella? —mi voz se agudizó e hice una mueca de dolor.
Él asintió balanceándose.
—Cuando tenía dieciséis años estaba convencido de que la amaba y que no me quería casar
con Sorcha.
—¿Y qué opinaba Morag?
Se le veía incómodo.
—Estaba de acuerdo.
—Ya veo —dije y me arrojé en el sofá. Esto no iba bien. Se suponía que debía negarlo
acaloradamente y tranquilizarme. No quería escuchar nada más—. Entonces es verdad.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Negó con la cabeza.


—No. Me embarqué hacia Francia durante un año y Morag fue encerrada en Skye. Nuestros
padres no querían saber nada de ello. Y cuando volví a verla, no me pareció tan maravillosa. Y
después descubrí lo que sentía Murdoch por ella, y además yo debía casarme con Sorcha, por
tanto... —se encogió de hombros—. Fue sólo una fantasía de juventud, sólo eso, Mary, nada más.
No la he visto desde hace mucho tiempo. No significa nada para mí.
—Pero me dijeron...
Hizo un gesto brusco.
—Te dijeron mentiras y las escuchaste. Morag MacLeod no significa nada para mí, pequeña.
Nada. Quienquiera que haya sido el que te lo dijo te llenó la cabeza con tonterías. No voy a
casarme con Morag, ni ahora ni nunca, y no he estado saliendo con mujeres en Londres.
Encontré a Rowena cuando estaba de compras, es verdad, y estaba allí cuando estaba buscando el
camisón. Soy el hombre más tonto del mundo porque no me di cuenta de que te lo contaría y
haría alarde de lo que fue tan sólo un encuentro casual. No compartí ningún momento con ella,
pequeña. No es el tipo de compañía que deseo.
—Comprendo.
—No, no lo haces —respiró profundamente—. Mary, no puedes creer siempre lo que te
dicen. No he hecho nada malo ni he compartido nada con Rowena. ¿No te das cuenta de que ella
está celosa?
Lo miré sorprendida.
—¿Celosa?
—Sí, porque eres hermosa y mucho más joven.
—Soy más joven, Alex, pero no soy más hermosa.
—Sí, Mary, lo eres. Ganas en la comparación, créeme. He visto muchas Rowenas. Si quisiese
una mujer como ella, la tendría. Pero no es así —sentí el rubor en mis mejillas y noté que también
él lo percibió—. Mary, ¿es eso lo que te molesta? ¿Pensar que puedo estar cortejándote y al
mismo tiempo, traicionarte?
—¿Me estás cortejando?
—Pequeña, ¿cómo puede ser que no lo sepas? ¿Crees que busco tu compañía porque me
resultas desagradable? ¿Qué otra cosa pensabas que podría estar haciendo si no fuese cortejarte?
—Seduciéndome.
—Seduciéndote —me observó por un tiempo prolongado.
—Sabía que te gustaba, pero pensé que te había espantado por haber ido a tu barco o que te
había hecho pensar que me prestaría al juego de seducción. Además, está lo del poema. Y lo del
camisón.
Sus ojos se abrieron de par en par y se paseó por la habitación moviendo la cabeza.
—Nunca podré comprender la mente femenina. ¿Cómo puedes suponer que soy tan
estúpido o sinvergüenza como para intentar seducirte delante de tus tíos o con el consentimiento
de la condesa de Fenster? —Se detuvo y me miró de frente—. Mary Lowell, me adjudicas una
capacidad de intriga mayor de la que soy capaz. Ya te lo dije, pequeña, soy directo. Es a ti a quien
estoy cortejando, y es sólo por ti que estoy aquí —extrajo el reloj nuevamente y frunció el ceño—
. Pero no por mucho más —me observó un rato, después me extendió la mano—. Mary, ¿me
acompañarías a ver al agente? Debo irme ya, pequeña, y tendríamos tiempo para conversar en el
carruaje. Por favor.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Asentí y desestimé todo tipo de convenciones una vez más.

El agente no estaba en su oficina ubicada en los muelles sino en su casa, no lejos de la de


Louisa. Bronson y Ellen observaron preocupados mi partida. Ellen me alcanzó la capa sin decir
una palabra, y Bronson aceptó mudo mi aclaración de que volvería pronto. Temblé al pensar lo
que dirían Louisa y Randolph, pero no podía negarme a la petición de Alex. Seguimos hablando
en el carruaje que Alex había alquilado, y pronto quedé completamente convencida de que había
sido difamado por Rowena, quien había tenido contacto con todos aquellos que la ayudaron a
diseminar sus insidias. Parecía ser que, a pesar de conocer la sociedad de Londres, tenía que
aprender más sobre las lides del amor. Le dije a Alex que entrara solo a la casa del agente, que ya
era suficiente el hecho de que me vieran con él sin carabina. Además, si el agente me reconocía o
identificaba mi apellido, sólo serviría para alimentar las habladurías. Esperé pacientemente en el
carruaje repasando nuestra conversación. Alex me estaba cortejando. No había dicho nada aún
acerca de matrimonio, pero era suficiente por ahora. Qué diferencia a unas horas atrás, pensé, sin
darme cuenta de los movimientos del cochero. Me pareció extraña su actitud. «Esta es la razón
por la que Louisa insiste en tener nuestros propios cocheros», pensé, «Una nunca sabe a lo que se
enfrenta alquilando un carruaje». Cuando la puerta del coche se abrió de golpe me sorprendió que
Alex estuviese tan acelerado. Pero no era Alex. En la densa oscuridad me encontré frente a dos
hombres cuyas siluetas se recortaron contra la tenue luz exterior. Vestían kilts y mantas escocesas,
y me tranquilicé pensando que eran hombres de Alex.
—Tiene una mujer aquí —dijo uno de ellos con la mano todavía en la manija de la puerta—.
Kilgannon trajo una mujer para nosotros.
Rió y se me congeló la sangre mientras que me encogía contra el respaldo. Sin duda los
hombres de Alex no dirían algo así ni me mirarían con tal lujuria. Detrás de él, el segundo
hombre estiró el cuello para verme y un tercero se arrojó del techo del carruaje arrastrando el
cuerpo ensangrentado del cochero y se lo mostró a sus compañeros. Después lo arrojó al camino.
Los tres rieron y patearon el cuerpo sin vida hacia la cuneta. Luego se dieron la vuelta hacia mí.
Grité.
El primer hombre se abalanzó sobre mí y grité sacando la cabeza por la ventanilla para gritar
por tercera vez. Una mano ruda me tapó la boca y la mordí. Insultándome me apartó a la rastra
de la ventana y me golpeó la cabeza contra el marco tirándome hacia atrás. Traté de defenderme a
golpes y maldijo nuevamente. Detrás de mí, escuché cómo el segundo hombre trepaba por el
carruaje y daba un fuerte portazo. Y después el coche empezó a moverse. Nadie podría
encontrarme si lograban alejarse. «Alex, oh, por favor», pensé. ¿Se habrían hecho cargo de él ? ¿
Estaría muerto o gravemente herido en la casa del agente? Los hombres sabían su nombre, no
podía ser un ataque al azar. Grité y golpeé desesperadamente al hombre que estaba frente a mí.
Les llevó sólo un minuto reducirme. Un golpe en el rostro me dejó aturdida y sangrando.
Pronto dejé de luchar. Yacía en el suelo del carruaje cuando el primer hombre se subió jadeando
sobre mí, el segundo se sentó en el asiento. Miré hacia arriba y a través de la ventanilla pude notar
que nos habíamos detenido. No podíamos habernos alejado demasiado, pensé. Quizás podría
escapar.

77
Kathleen Givens– Kilgannon

Apenas había logrado esbozar el pensamiento cuando sentí que el hombre que tenía encima
rió y se apartó de mí.
—¿Podríamos divertirnos también, eh? —le dijo a su compañero, quien también rió.
Con una de las manos me apretó la garganta y con la otra me desgarró el corpiño del vestido.
Al sentir el aire frío en la piel desnuda comencé a luchar otra vez. Todavía cubierta por la ropa
interior y el corsé —aunque sabía que no sería por mucho tiempo—, grité y me golpeó en el
costado de la cabeza. Sentí cómo el segundo hombre me cogía la pierna izquierda por el tobillo y
la colocaba sobre el asiento. El otro empezó a hurgar bajo mi falda mientras yo me resistía
intentando liberarme del peso de su cuerpo. No había duda de cuáles eran sus intenciones y
quizás no pudiese impedirlas, pero no iba a darme por vencida.
—¡No, no, no!
Grité y lo golpeé. Me oprimió con fuerza la garganta, no podía respirar. Divisé una luz
brillante detrás de la cabeza del hombre y sentí cómo iba perdiendo el conocimiento. Creí haber
escuchado la voz de Alex pero pensé que era imposible. Aun así, era reconfortante sentir su voz
como lo último que escucharía en la vida. La mano del hombre subió por mi pierna, pero ya no
podía luchar más. Cerré los ojos.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 9

Estaba viva, tragué con dificultad y gemí, me llevé la mano a la garganta y abrí los ojos. El
hombre que tenía encima se dio la vuelta hacia su compañero, sujetándome la garganta. Detrás de
él, en la puerta del carruaje, había un hombre alto iluminado desde atrás por un farol. El segundo
hombre profirió una maldición y sacó un cuchillo para atacar al recién llegado. Era Alex. Traté de
gritar para advertirle, pero no pude proferir sonido alguno. Luché para sentarme ya que mí
atacante se encontraba distraído. Con una embestida Alex atravesó a uno de los hombres y lo
clavó contra la pared del carruaje. Con la espada blandida en el aire, Alex arrancó al hombre que
estaba encima de mí y lo arrastró hacia fuera.
Alex me echó una rápida mirada.
—Mary, ¿te encuentras bien? —me preguntó con voz áspera.
Asentí, se dio la vuelta rápidamente y se enfrentó al atacante que estaba en el coche y
forcejeaba por escapar. Sobrevino un largo silencio interrumpido por un ruido que brotó de la
garganta del hombre que estaba en el asiento y después se desplomó sobre la espada de Alex. Lo
miré horrorizada y aparté bruscamente la vista. Lo que vi no fue mejor. Uno de los atacantes
yacía en suelo desangrándose por la herida que tenía en la garganta. Alex, agitado, estaba de pie
junto a él, le manaba sangre de la mejilla y del brazo. Debí de haber hecho un ruido que lo hizo
darse la vuelta bruscamente empuñando el cuchillo. Cuando se dio cuenta de que era yo, lo bajó,
pero su salvaje expresión me impresionó y retrocedí. Sentí movimientos agitados detrás de Alex,
y una luz que se acercaba, pude divisar varios hombres que se aproximaban, ventanas que se
levantaban con rapidez y vecinos que solicitaban ayuda. Ahora que el peligro había pasado, la
gente aparecía desde todas partes. Alex me extendió el brazo e ignoró las preguntas que le hacían.
Su expresión se suavizó cuando se inclinó sobre mí.
—Gracias a Dios, estás con vida. ¿Él te... él te...? —Hice un movimiento negativo con la
cabeza—. ¿Estás bien realmente, pequeña? Creí que no llegaría a tiempo. Eran más de los que
pensaba y el conductor fue el más difícil —«el conductor», pensé. Alex había matado a tres
hombres. Miré al que yacía en el asiento y Alex siguió mi mirada. Dijo algo en gaélico y lo miró
despectivamente—. Basura —dijo e intentó sacar la espada, se detuvo al ver mi estremecimiento
de repulsión—. Sal pequeña, alejémonos de aquí.
Lo hice lentamente, me temblaban los músculos y salí del coche provocando gritos de
asombro de los presentes. Había faroles por doquier y voces que hacían preguntas que no podía
comprender. Sentí el aire frío sobre los hombros desnudos y me cubrí el pecho con los brazos.
Alex extrajo mi capa del coche, me envolvió en ella apresuradamente y me acurrucó contra él.
—Dime, pequeña, ¿estás bien de verdad? ¿Te hicieron algún daño que no sea visible?
—Los has matado —dije con voz ronca.

79
Kathleen Givens– Kilgannon

Alex asintió.
—Sí —dijo—, y si te atacaran, lo haría de nuevo.
No contesté pero me apoyé contra él sacudida por temblores más intensos. Sentí cómo le
latía furiosamente el corazón, pero parecía haberse serenado. Me sostenía suavemente y me besó
el cabello. «¿Cómo un hombre podía matar a otro y hablar tan tranquilamente?», me pregunté.
—Gracias a Dios gritaste lo suficiente, Mary, como para que pudiera hallarte. No se habían
alejado demasiado —Se dio la vuelta cuando un hombre bien vestido le tocó el brazo.
—Kilgannon —dijo el hombre—. Está por llegar la Guardia. Antes de que estén aquí
necesitamos identificar a los hombres. ¿Sabe usted quiénes son?
Alex me soltó y se inclinó junto con el caballero sobre el cuerpo de uno de los atacantes.
Uno de los sirvientes acercó un farol y otros dos arrastraron el tercer cuerpo hacia la luz. Los tres
atacantes estaban vestidos con kilts escocesas, Alex me permitió alejarme mientras les revisaba la
vestimenta con un gruñido. Se levantó y se puso de pie frente a mí limpiándose la mano contra el
muslo.
—¿Son hombres suyos? —preguntó el caballero.
Alex negó con la cabeza rígidamente y me miró al hablar:
—No, las kilts pertenecen al clan Campbell.
Se reclinó sobre los cuerpos y cortó un trozo de la manta que tenía uno de ellos sobre el
hombro. Lo dobló y lo guardó en el cinturón, y se dirigió al cochero con expresión sombría.
Desvié la mirada cuando le arrancó la espada que tenía incrustada el atacante que yacía en el
asiento del carruaje, pero oí el ruido del cuerpo al desplomarse primero en el asiento, después en
el suelo. Alex limpió la espada en la vestimenta del hombre.
—Mi nombre es William Burton, señorita —dijo el caballero—, el agente marítimo de
Kilgannon. ¿Por qué no me acompaña a mi casa y espera allí hasta que terminemos de arreglar
este asunto con la Guardia? Estoy seguro de que usted no desea quedarse mientras hablamos con
ellos.
—Sí —dijo Alex y me condujo a través de la multitud. Me miró profundamente a los ojos y
con ternura me rozó la mejilla con los nudillos antes de dejarme.

De lo sucedido en la hora siguiente tengo un recuerdo borroso. Permanecí sentada en


silencio en el salón de la casa del agente con la capa aferrada mientras su esposa me observaba
con ojos muy abiertos. Alex y el agente permanecieron fuera hasta que entraron en la casa
acompañados por los guardias. La señora Burton me alcanzó un paño tibio para que me lavara el
rostro y las manos, lo que hice sin pronunciar palabra. Cuando los guardias quisieron hablar
conmigo, hice un gesto de asentimiento a Alex, quien se arrodilló a mi lado y me sostuvo la
mano.
—No quisiera que se mencionara el nombre de la dama en su informe —le dijo a los dos
guardias, que intercambiaron una mirada—. No tiene la culpa de haber sido agredida y no deseo
que su nombre sea vapuleado de boca en boca por todo Londres. ¿Están ustedes de acuerdo? —
los hombres asintieron y uno de ellos me solicitó gentilmente que narrara lo que había sucedido.
Mi voz sonó como un ronco susurro ya que me dolía la garganta al hablar. Tragué
nuevamente y mi voz se quebró:

80
Kathleen Givens– Kilgannon

—Lord Kilgannon me salvó la vida —dije y empecé a contar sucintamente que había estado
esperando a Alex cuando me atacaron tres hombres. No me preguntaron —y tampoco les dije—
que los hombres sabían de quién era el coche y que no había sido un ataque al azar. Les dije que
aunque la vestimenta de los hombres era escocesa, su acento era inglés. Londinense. Alex se
sobresaltó ante esa información y sus ojos se entrecerraron. Los guardias compasivamente
soslayaron los detalles del ataque y después, se marcharon.
Al cerrarse la puerta tras ellos, Alex se acercó y me ayudó a levantarme. Me tambaleé pero
logré quedarme de pie.
—Señor Burton, señora Burton, agradezco su gentileza y confío en su discreción. Espero
que la señorita... la dama no deba temer que su identidad sea revelada.
El agente le brindó seguridad al respecto y le ofreció los servicios de su cochero. Alex
aceptó, se lo agradeció y nos retiramos de inmediato.
Viajamos en silencio. Observé el perfil de Alex y me di cuenta de que lo que había dicho
antes era verdad. Había salvado mi honor y probablemente, también mi vida, y no parecía que lo
considerara algo muy notable. Lo era para mí. Los hombres que me habían atacado habían sido
brutales y sus intenciones, obvias. No tenía dudas de que habrían dispuesto de mí fácilmente
como lo habían hecho con el cochero.
—Alex —dije—. Me salvaste la vida. Gracias.
Me miró.
—Gracias a Dios pude llegar a tiempo. ¿Cómo te sientes?
—Me duele la cabeza y la garganta, y creo que se me está inflamando la mejilla. Pero no es
nada comparado con lo que podría haber sido —dije.
Me observó el rostro bajo la tenue luz y asintió.
—Sí, tienes algunas contusiones ahí. ¿Te golpearon?
—Sí. No fui... cooperadora.
Sonrió tristemente.
—Pude escucharte, pequeña. Te oí desde la casa. Cuando miramos por la ventana, nos
vieron y se marcharon. Tus gritos y golpes contra la puerta fueron los que me ayudaron a
encontrarte. Si te hubieses quedado callada habrían logrado llevarte y jamás te podría haber
encontrado. Era cuestión de segundos.
—Sabían que el coche era tuyo —dije—. Creo que su intención era sorprenderte en él. Tú
eras su objetivo, Alex.
Se dio la vuelta hacia mí con una indescifrable expresión.
—Quizás.
—Mencionaron tu nombre —dije y le repetí lo que habían dicho.
Se mantuvo en silencio durante varios minutos, después habló sin alterar la voz.
—Todos saben quién eres, Mary. Todos: los Burton, los guardias, los vecinos. Yo no se lo
dije pero ellos lo sabían, y ahora todo Londres lo sabrá. Quien haya planeado este presunto
ataque de los Campbell, va a saberlo.
—No puede haber sido Robert —dije—. No puede ser. No puedes creer que haya sido él.
¿Por qué querría atacarte?
Alex empezó a hablar, después se interrumpió. Cuando prosiguió, su voz fue tranquila.
—Puedo pensar en varias razones por las cuales Robert Campbell querría que desapareciese.
—Los hombres eran ingleses.

81
Kathleen Givens– Kilgannon

—Llevaban kilts Campbell.


—Pero eran de Londres.
—Donde los Campbell tienen sus propiedades y contratan a su gente.
—¡No puedes creer que Robert hiciera algo así!
Alex me miró a los ojos.
—Es interesante que lo defiendas con tanta vehemencia, pequeña. Todo lo que sé es que los
hombres que te atacaron vestían kilts Campbell y que el hombre que te ha estado cortejando
durante dos años es un Campbell. ¿Necesito decir algo más?
—¡No puedo creer que Robert autorizara un ataque contra ti!
Alex gruñó.
—Entiendo que pienses que sería muy tonto por su parte hacer algo así, y lo único que sé de
Robert Campbell es que no es estúpido. Aunque no lo conozco tanto como tú, Mary.
Me di la vuelta rápidamente para darle una respuesta aguda pero el dolor me lo impidió. La
garganta y el cuello reaccionaron por el movimiento brusco y los ojos se me llenaron de lágrimas.
De pronto, perdí la poca compostura que me quedaba, me recliné contra el asiento y cerré los
ojos. Cuando Alex se inclinó sobre mí y me preguntó gentilmente si me encontraba bien, estallé
en sollozos.
No presté atención cuando el coche se detuvo, ni cuando abrieron la puerta, y en mi estado
de confusión no me pareció extraño que Matthew estuviese allí en vez de Louisa. Me colgué de
Alex, quien me ayudó a bajar del carruaje, y sollocé en su hombro mientras me llevó a bordo del
barco y me condujo bajo la cubierta hasta su cabina sin contestar ninguna de las preguntas que le
formuló la tripulación. Angus levantó la vista desde la mesa en donde se hallaba y se puso de pie
frente a las cartas de navegación que había estado estudiando. Alex le habló en gaélico, y Angus le
replicó en el mismo idioma mientras me acostaba en su litera y me arrebujada en una manta. Me
enjuagué las lágrimas, me limpié la nariz con el pañuelo y bebí el brandy que me había traído
Matthew; después bebí el vaso que me había rellenado. Cerré los ojos escuchando las voces de los
hombres. En breve, iría a mi casa, pensé, pero ahora me sentía bien y a salvo.

Desperté cuando Alex intentó acomodarme en la pila sobre la cual me había desplomado,
levanté la vista y vi su sonrisa. Le habían curado las heridas de la mejilla y se había cambiado la
camisa. Olía a jabón y a whisky.
—Necesitas descansar, pequeña, no te resistas. Deja que tu cuerpo se recupere. Y tu mente
—el camarote estaba apenas iluminado, no había rastros ni de Angus ni de Matthew. Alex me
besó la frente y me le acerqué. Se recostó en la litera junto a mí y me acarició el cabello—.
Necesitas descansar, Mary —dijo cuando lo abracé.
—Gracias, Alex —dije al borde del llanto otra vez—. Me salvaste la vida. Nunca podré
olvidar tu imagen en la puerta al darme cuenta de que me estabas rescatando.
—Y yo nunca podré olvidar tu imagen con ese cerdo sobre ti, Mary —pasó los dedos por el
escote desgarrado de mí vestido—. Creo que necesitarás un vestido nuevo y tu capa está cubierta
de sangre.
—Sí —dije y suspiré. Nos quedamos así en silencio hasta que me besó la frente de nuevo—.
Mis labios no están lastimados —dije.

82
Kathleen Givens– Kilgannon

Rió sonoramente y se inclinó para besarme en la boca. Y después otra vez, más
profundamente. No reparé en el dolor de mi cuello y reí cuando me besó suavemente en la
mejilla inflamada para que se me curara, según dijo. Sólo pude sentir sus besos en el cuello y los
hombros, que después se desviaron hacia al nacimiento del busto. Abrí los ojos cuando tiró de las
cintas del corsé y se inclinó para besarme entre los pechos, y me estremecí cuando cogió entre sus
manos uno de ellos, próximo a su rostro. La caricia, suave pero decidida, me hizo sentir que, a
pesar del cúmulo de emociones agotadoras y el brandy, ambos cuerpos reaccionaban
apasionadamente. Me apreté contra él y le acaricié el cabello soltándoselo y quedamos cubiertos
por una sedosa cortina dorada. Mi melena, libre de cualquier tipo de recogido, me caía sobre los
hombros cuando se dio la vuelta con un gemido y me deslizó la mano por la cadera. Nuestros
cabellos, negros y dorados, se fundieron rozándome hombros y pechos desnudos.
Alex se alejó de mí y me miró fijamente a los ojos.
—Esperemos a que te hayas recuperado de las heridas y no estés alegre por el efecto del
alcohol. Ni te sientas en deuda. Lo que sientes es la euforia de estar viva cuando habías supuesto
que no sería posible.
—No, Alex —dije atrayéndolo hacia mí para besarlo ardientemente—. Lo que siento es la
alegría de tocarte. Bésame otra vez —Me besó, después se deshizo de mi abrazo con gentileza y
se sentó en el borde de la litera. Respiró profundamente y movió la cabeza.
—Pequeña, no quiero que alguna vez puedas decir que no entendías lo que estaba
sucediendo, o que lo hiciste en agradecimiento por haberte salvado. Probablemente, te afecte la
conmoción de haber sido atacada, combinada con el efecto del brandy. Cuando nosotros...
cuando... lleguemos más lejos, será algo especial y no en la litera de un barco de regreso a
Cornwall en invierno.
Me levanté y me apoyé sobre un codo.
—Sí —dije pausadamente y al moverme pude sentir el efecto del brandy—. Pero, Alex, lo
que siento ahora no es mera gratitud...
—Has sufrido un buen susto —dijo ajustándose la falda y el cinturón.
—Sí que lo tuve. Y ahora necesito que me reconfortes —reí y después de un rato, se me
unió aunque un tanto desilusionado.
—Eres única... No, pequeña, cuando... cuando nosotros... lleguemos más lejos será algo
especial y no en la litera de un barco de regreso a Cornwall en invierno.
—¿Qué quieres decir? —pregunté sentándome.
—En una cama, como las personas...
—No, Alex. ¿Qué quieres decir con eso de regreso a Cornwall? —giré hacia la ventana y
aparté la cortina. Tenía razón. Nos estábamos moviendo—. ¡Alex, estamos navegando! —las
luces de la costa brillaban a mi derecha. «Debemos estar todavía en el Támesis», pensé, pero
aquellas luces estaban demasiado separadas para ser las de Londres—. ¿Estamos alejándonos de
Londres? ¿Nos dirigimos hacia Cornwall?
Asintió.
—Te dije que debía partir apenas viese al agente, pequeña. El ataque no cambió la situación,
sólo la complicó. Pienso que alguien quería evitar que realizara este viaje.
—¿Dónde estamos?

83
Kathleen Givens– Kilgannon

—Casi en la desembocadura del Támesis. Se pondrá más difícil pronto, cuando lleguemos a
mar abierto, por ello pensé que debía asegurarme de que estuvieses cómoda. No era mi intención
despertarte.
Lo miré horrorizada.
—No puedes estar hablando en serio —dije—. No puedes tener la intención de llevarme a
Cornwall.
—No podía dejarte.
—Podrías perfectamente haberlo hecho.
—Mary —dijo como si hablara con un niño—, te lo dije en el carruaje: quien haya sido el
que planeó el ataque sabe que estamos involucrados. No podía dejarte en Londres sin protección
mientras iba a Cornwall. Tenía que llevarte conmigo.
—No, Alex, no tenías que hacerlo —dije tajante—. Me podrías haber llevado a casa de mi
tía. Tengo suficiente protección allí. ¿Qué estabas pensando cuando me trajiste al barco?
Su tono fue frío.
—Estaba pensando en tu seguridad.
—¿Y no pensaste en mi reputación?
—No protestaste cuando te traje a bordo, Mary.
—No estaba en condiciones para pensar con claridad.
—Y no protestaste al escuchar nuestra ruidosa partida del muelle.
—Para ese entonces ya llevaba dos vasos de brandy. Pensé que era el ruido normal a bordo
de un barco. No presté atención a lo que los otros estaban haciendo, Alex, ¿cómo pudiste sin
más... secuestrarme? ¿Cómo pudiste? ¿En qué estabas pensando?
—Que te estaba protegiendo, Mary.
—Alex, sabes lo que pensará la gente. ¿Cómo pudiste hacerme algo así? —Me sentí otra vez
peligrosamente al borde del llanto—. ¿Cómo te atreviste?
Su expresión se hizo más distante.
—Pensé en tu vida, Mary, no en tu bendita reputación. ¿Por qué no te basta con tener una
buena opinión de ti misma? ¿Por qué tienes que hacer lo que la sociedad considera apropiado en
vez de seguir los dictados de tu corazón? Te he demostrado fehacientemente que no tengo
intención de aprovecharme de ti. Podría haberte tomado, disfrutar del placer de tu cuerpo y saciar
mi deseo. Y el tuyo, dicho sea de paso. Ambos lo deseamos —giré el rostro al sentir cómo el
rubor se apoderaba de mí—. Pero no lo hice, así que deja de sermonearme.
Nos embargó un incómodo silencio mientras quedé sumergida en mis pensamientos. El
sopor del brandy parecía haberse disipado. Tenía razón en que no había protestado cuando me
trajo al barco. Y había sido yo la que había provocado que nos dejáramos llevar por la pasión.
Fue él, y no yo, el que se detuvo. ¿Pero cómo no podía darse cuenta de que al llevarme de
Londres durante días, quizás semanas, mancillaría la poca reputación que me quedaba? Nos
gustase o no, Londres era el mundo en el que vivía, y lo que él había hecho, si se descubriese, me
marcaría para siempre.
Lo miré nuevamente.
—Alex, tienes que llevarme de regreso. Louisa estará desesperada. Pensará que estoy muerta.
Negó con la cabeza y me contestó bruscamente.
—Le envié una nota antes de partir diciéndole que estabas conmigo. Saben que estás a salvo.
Pero el rumor del ataque debe de haberse esparcido por todas partes. No tengo tiempo para

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Kathleen Givens– Kilgannon

llevarte de vuelta. Ya he perdido suficiente con todo lo sucedido. Vendrás con nosotros y
volverás cuando nosotros lo hagamos.
—No tienes derecho a secuestrarme, Alex. ¡Llévame a casa!
—¡Secuestrarte, Mary! No te secuestré, te salvé la vida.
—Y ahora me llevas en contra de mi voluntad. ¿No es eso un secuestro? Si no lo es, por
favor, señor, dígame, ¿qué es?
—No te oí protestar hace un rato.
—No cambies de tema, Alex. Debes llevarme a casa.
—No, Mary, no lo haré. ¡Y tu opinión no cuenta!
—¡Y mi opinión no cuenta! ¡Si alguien tiene algo que opinar al respecto soy yo! Lléveme a mi
casa, lord Kilgannon. De inmediato. Y no es una petición, señor.
Antes de que pudiese contestar, alguien golpeó a la puerta y Angus introdujo la cabeza
primero, después entró en el camarote y cerró la puerta tras él.
—Se os puede escuchar a ambos claramente desde el pasillo —dijo cruzándose de brazos y
nos miró sombríamente. Subí las mantas hasta el mentón y miré furiosa a Alex, quien se paseaba
por la cabina, después se cogió el cabello hacia atrás con movimientos crispados, sujetándoselo
antes de hablar. Alex me señaló.
—Mary está enojada conmigo por haberla traído con nosotros.
—Te lo dije —dijo Angus y Alex lo miró furioso—. Deberías haberla llevado a su casa. Su
familia podrá cuidarla.
—No como nosotros —espetó Alex.
Angus se encogió de hombros.
—Quizás; quizás aún mejor. Pueden refugiarla en Mountgarden o en Grafton donde nadie
podría hacerle daño. Te lo dije antes.
—Debes llevarme a casa inmediatamente, Alex —dije.
Alex miró a Angus, después a mí, y ante el gesto de asentimiento de Angus, salió como una
tromba. Le escuché ordenar al capitán Calum que virara en dirección a Londres.
Angus me observó inmutable.
—Está muy enojado ahora, pequeña. ¿Estás segura de que es lo que deseas?
—Debo regresar a casa, Angus. Ya es más que suficiente con lo que pasó. Mi tía debe de
estar desesperada.
—Le enviamos una nota.
—Para avisarle que estoy con vosotros. ¿Tienes idea de los problemas que tuve por visitar a
Alex cuando estuvo enfermo? Imagina lo que sucederá si voy con vosotros a Cornwall y luego
regreso a Londres. Sería mi ruina.
—¿Y cuál es el problema? Sabes que Alex te cuidaría como corresponde. Lo has ofendido y
has herido sus sentimientos, pequeña. Parece que te importa más la opinión de la gente que tu
propia seguridad.
—No era a mí a quien buscaban, Angus. Era a Alex.
Asintió.
—Es lo que creo yo también.
—Y Alex debió haberme preguntado.
Angus se encogió de hombros.
—Alex está acostumbrado a tomar las decisiones, Mary.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Y yo estoy acostumbrada a que me consulten sobre mis movimientos.


—Como quieras, pequeña. Espero que estés satisfecha con tu elección.
Me dejó y comencé a llorar, escuchando sus palabras como en un eco. Lo que quisiese. ¿No
habían sido esas las palabras de Alex cuando nos habíamos conocido, que sería como yo deseara?
Me sequé las lágrimas y levanté el mentón.
Permanecí en cubierta mientras navegamos de regreso a Londres en las primeras horas del
día después de haber luchado contra la marea de la mañana durante el viaje hacia el oeste. Las
luces de Londres brillaban suavemente como estrellas terrestres y me concentré en ellas, para no
hacerlo en el hombre alto que permanecía de pie callado detrás de mí. Cuando llegamos a tierra,
Alex se adelantó y fue Angus el que me ayudó a bajar la escalerilla. En el muelle, Matthew
sostenía las riendas de un caballo y Alex se detuvo frente a él.
—Lo siento, Mary —dijo Matthew—, no pude conseguir un carruaje a esta hora. Sólo un
caballo —me pregunté si se suponía que iba a atravesar sola Londres montando un caballo que
no conocía.
—Servirá —gruñó Alex y se dio la vuelta para darme la mano. Monté el caballo y me
asombré al ver que Alex lo hacía también—. Sosténgase con firmeza, señorita Lowell —dijo al
girar el caballo y hacerlo corcovear al iniciar deprisa la marcha.
Le coloqué las manos en la cintura y me di la vuelta para mirar a Matthew y a Angus, quienes
permanecían de pie boquiabiertos, y a la tripulación del Gannon's Lady que nos observaba
marchar, agolpada en una hilera contra la baranda. Y después me tuve que concentrar en
mantener el equilibrio sobre el caballo que a todo galope cruzó las calles. El viento le agitaba la
kilt encima de los muslos. Cuando giró bruscamente en una de las esquinas, le apoyé la cabeza en
la espalda y cerré los ojos. Sabía que no lo volvería a ver, y quizás fuese lo mejor. No, no sería lo
mejor. Pero quizás, inevitable. Nuestros mundos eran tan diferentes...
Londres estaba despertando mientras lo cruzábamos al galope. Alex tuvo que disminuir la
marcha al toparse con carros y vendedores ambulantes que llenaban las calles. Intenté evitar las
miradas curiosas y no imaginarme cómo me vería con el cabello suelto azotando mi espalda y
cubierta con la manta, que por momentos se deslizaba, dejando mis hombros desnudos al
descubierto al igual que el corsé desgarrado. Al llegar a la casa de Louisa, el caballo iba al paso y
ni aun así cruzamos palabra.
La puerta del frente estaba abierta y Bronson permanecía de pie en la escalera de la entrada.
Al acercarnos, el carruaje de Randolph salió del establo y se detuvo. Robert, Randolph y Louisa
salieron de la casa. Nos miraron atónitos llorando de alegría mientras nos acercábamos. Cuando
nos detuvimos, fue Robert quien me ayudó a bajar mientras Alex desmontaba y permaneció de
pie junto a mí mientras me quedaba frente a ellos. Alex levantó el mentón, saludó con una
inclinación de cabeza a Louisa y a Randolph y me señaló.
—Aquí está —les dijo con voz crispada—. No está herida salvo por magulladuras y
contusiones. Ella les contará lo que sucedió. Después la llevé a mi barco para asegurarme de que
estaba bien y ella quiso regresar; por lo tanto, aquí está —se inclinó ante mí—. Señorita Lowell,
debo marcharme.
Sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas.
—Alex, gracias. Gracias.
—¿Por salvar su vida o su reputación, señorita Lowell? —miró a Robert—. Será una buena
esposa para usted, Campbell. Sólo la he besado, nada más. No ha perdido la virtud —extrajo de

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Kathleen Givens– Kilgannon

la bolsa el trozo de tela escocesa que tenía el diseño de los Campbell y se lo expendió a Robert,
quien lo cogió asombrado—. Sus hombres lo estropearon todo. No lograron atraparme pero casi
le cuesta una novia —su mirada se suavizó al mirarme, después se dirigió a Robert—. Cuídela
bien, se lo merece —se acercó hasta mí y me acarició la mejilla magullada—. Quizás sea lo mejor,
Mary —dijo y se dirigió hacia el caballo.
—MacGannon —dijo Robert—. Yo no envié a los hombres a atacarlo.
Alex lo miró ya montado.
—Pero sabe del ataque, por lo que veo —dijo Alex endureciendo la voz otra vez.
Robert asintió.
—Todo Londres lo sabe, Alex. No fueron mis hombres. No podría haber hecho algo así —
los dos hombres se midieron con la mirada hasta que Alex asintió.
—Demonios, no sé por qué, pero le creo, Robert —dijo e hizo girar el caballo. Corrí hasta
él.
—Alex —dije—. No te vayas así.
—Está demasiado lejos para ir caminando, Mary — dijo en tono rudo pero cuando me
aproximé al caballo, casi sonrió—. Ya te dije, pequeña —suspiró tristemente—, que será como lo
desees. Y eso —señaló al grupo a mi espalda—, es lo que deseas. Espero que sea lo que querías.
—Alex, ¿vendrás a verme?
Sonrió nuevamente.
—No lo creo, señorita Loweíl. Ya se lo he dicho, no presto atención a mujeres que ya tienen
dueño.
Retrocedí como si hubiese recibido una bofetada, y erguí el mentón. También podía seguirle
el juego.
—Gracias por traerme a mi hogar, lord Kilgannon —dije firmemente—. Aprecio sus
esfuerzos. Estoy segura de que usted tiene razón, probablemente sea lo mejor.
Alex asintió.
—Sí. Creo que no tiene las agallas necesarias para compartir la vida con un hombre como yo.
—Y yo veo que usted no podría compartir la vida con una mujer como yo. Debería buscar
una mujer a quien no le importe no poder opinar sobre su propia vida. Estoy segura de que
encontrará alguna.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pensé que eras diferente, Alex, pero llegado el momento, te comportaste como el resto de
los hombres. Me dijiste que sería como yo lo deseara, pero tú decidiste lo que era mejor para mí.
Fue muy esclarecedor. Y tu arrogancia no te permite ni siquiera entender la razón de mi enojo.
Me miró durante un largo momento, después se inclinó hacia mí.
—Pues no te importunaré más con mi arrogancia y te dejaré en paz, Mary —dijo pero pude
reconocer el daño causado y me detuve, incapaz de seguir adelante.
—Oh, Alex —dije suavemente—. Qué manera tan triste de separarnos.
Asintió lentamente.
—Sí.
—Buen viaje —suspiré—. Buen viaje, Alex MacGannon.
—También para ti, Mary Lowell —dijo.
Y me dejó.

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Lo miramos fijamente mientras se alejaba cabalgando. Y después, me recogí la falda y me di


la vuelta para quedar cara a cara a mi familia y a Robert.

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Capítulo 10

Mucho después, al final de ese largo día, Ellen llamó tímidamente a la puerta de mi alcoba y
asomó la cabeza.
—Señorita Mary —dijo—. Pensé que querría verlos. Su tía dijo que la llamara si quería
abrirlos.
Me alcanzó los paquetes que Alex me había traído el día anterior. Parecía haber transcurrido
una eternidad. Los mantuve en el regazo e intenté no llorar. Les había explicado lo sucedido a
Louisa, a Randolph y a Robert; volví a repetir la historia cuando llegaron el duque y la duquesa,
como así también a los padres de Becca. Descubrí que Alex había actuado de acuerdo con lo que
él había considerado no sólo adecuado, sino necesario. Para mi sorpresa, Robert estuvo de
acuerdo con el proceder de Alex y me dijo que él habría hecho lo mismo. Los dejé para que
siguieran discutiendo sobre el asunto y me retiré a mi alcoba. Ellen me comunicó que los
invitados se habían ido y que Randolph se había quedado dormido en una silla.
—Por favor, dile a Louisa que venga —dije quedamente—. Abriré los paquetes.
Los moví mientras esperaba, preguntándome si el más grande contendría algo tan ofensivo
como suponía.
Cuando llegó, Louisa observó mientras yo abría el más pequeño, con los chocolates
prometidos. El más grande no contenía el camisón de seda y la bata que había supuesto, sino una
capa de terciopelo verde opaco, del mismo color que la chaqueta que Alex había usado la noche
cuando lo conocí, forrada con el escocés de Kilgannon, del cual resaltaba el fondo rojo y el verde
del mismo tono que el terciopelo. Era muy hermosa y recordé sus palabras: «Tengo algo que
mandé hacer para ti. No puedo esperar a verte con ello». Obviamente, no me habría ofendido al
recibir este regalo. Sentí los ojos llenárseme de lágrimas nuevamente y sollocé.
—Es hermosa —Louisa suspiró. Asentí llorando en silencio mientras sostuve la suave lana
contra la mejilla—. ¿Qué dice la nota?

«Querida Mary», leí en voz alta, «Mandé hacer esto para ti en Escocia. Es un tartán de Kilgannon, mi
preferido. Espero que lo disfrutes y que pienses en mí cuando la uses.
Tuyo. Alexander MacGannon.»

Miré a mi tía y leí la carta en silencio otra vez. Alex la había escrito antes de que nos
peleáramos, antes del episodio del ataque. Antes de que se enojara tanto conmigo. Sabía que
pensaría en él cada vez que usara la capa. Y todos los días, la usara o no. El futuro se vislumbraba
sombrío. Comencé a llorar otra vez.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Debí haber ido con él a Cornwall. No fui lo suficientemente valiente ni libre; me preocupé
más por mi reputación que por sus sentimientos. Y estaba tan furiosa porque había tomado la
decisión sin consultarme, sin pensar en las consecuencias... ¡Ahora jamás lo volveré a ver! ¡Oh,
Louisa, no lo entiendo! Sé que me ama, no me lo dijo, pero lo sé. Me salvó la vida, asesinó a esos
hombres por mí. ¿Por qué no me pidió que me casara con él?
Louisa se mordió el labio.
—En realidad, lo hizo —dijo—. Tanto Randolph como yo le dijimos que era demasiado
pronto cuando pidió tu mano hace meses. Probablemente asumió que tú conocías sus
intenciones o que te lo habíamos contado.
—¿Por qué no me lo preguntó a mí? ¿Por qué no me lo contó?
—Le dijimos que sus intenciones eran demasiado apresuradas. Y después nos escribió
diciendo que esperaríais para casaros hasta que tú pudieses conocerlo mejor. Fue lo que le dijo a
Randolph cuando fueron al barco después de que fuiste a verlo, cuando estaba enfermo.
Y la historia salió a la luz. Alex les había dicho que tenía intenciones de casarse conmigo, y
los hombres se lo contaron a Louisa y a Sarah cuando regresaron del barco. Sonreí. «Alex quiere
casarse conmigo», pensé, y después me corregí. «Alex quería casarse conmigo». Miré la nota que
aún sostenía en la mano. Quizás ya lo había perdido. No tenía más que lo que merecía.
—Louisa—dije—, he sido una tonta.
Mi tía negó con la cabeza.
—No eres una tonta, Mary. Alex lo es. Si un hombre no te pide que te cases con él, no
puedes estar segura de sus intenciones. No sé por qué no te lo dijo. Y tuviste razón en negarte a
ir a Cornwall. Tienes todo el derecho a decidir el curso de tu vida. Fue demasiado arrogante, más
allá de sus buenas intenciones —suspiró—. Necesitas hablar con él.
—Sí —dije—, ¿pero cómo? Se ha ido.
—Escríbele entonces —dijo pacientemente.
—¡Oh, sí, lo haré! —la abracé. Era tan simple... le escribiría.
Pero no fue tan simple. Cada vez que apoyé la pluma en el papel terminé estrujando la nota.
Finalmente, le escribí una breve carta agradeciéndole la capa, disculpándome y diciéndole que me
agradaría volver a verle. La envié a Kilgannon. No hubo respuesta.

Londres hirvió con los rumores —tal y como supuse que sucedería—, versiones
distorsionadas del ataque y de la participación de Alex en él; pero gracias al apoyo de mi familia y
de Robert, nadie se atrevió a publicar el asunto. Me sentí protegida. Y sola. Extrañaba a Alex en
todo momento. Innumerables veces me pareció oír su voz pero al girar bruscamente, me
desilusionaba descubrir que me había confundido. O al ver a un hombre de su altura y con
cabellos rubios, buscaba afanosamente su rostro, y sólo encontraba los ojos de un extraño.
Decidimos aceptar la invitación de Robert para pasar las fiestas de Yule y después iríamos a
Mountgarden. Según Louisa, para cuando volviéramos a Londres después de Año Nuevo, habría
otros temas de interés. No me importaban realmente las habladurías. Resultaba irónico que en
aras de salvar mi reputación, había perdido el interés por conservarla. Cómo deseaba poder
regresar al momento en que le pedí a Alex que me llevara de regreso a casa. Mi decisión sería

90
Kathleen Givens– Kilgannon

totalmente diferente ahora. Pero no podía hacer retroceder el tiempo y, con renuencia, enfrenté
lo que me deparaba el futuro a corto plazo.
Robert. Por amable que fuese, seguía siendo Robert. Le estaba agradecida por haber
aceptado que tanto Alex como yo le hubiéramos dicho la verdad. Y así se lo dije, pero no sentía
lo mismo que cuando Alex estaba junto a mí. Me sentía cómoda con Robert, pero de la misma
forma en que lo estaba con Will. No era suficiente. Y él debió de percibirlo, porque a pesar de
toda su cortesía, no me pidió que me casara con él. Sospeché que me iría a la tumba como una
virgen calumniada.
Fuimos los primeros en llegar a la propiedad de Robert en Kent, por lo que lo ayudamos,
tanto a él como a su madre, a recibir al resto de los invitados. «Debo dejar de pensar en Alex», me
dije, «Seguramente, ya habrá recibido mi carta». Suspiré. Si había querido casarse conmigo, siendo
un hombre tan directo, ¿por qué simplemente no me lo había pedido? Consideré la distancia que
nos separaba de Kilgannon e intenté consolarme pensando que quizás todavía no había recibido
mi carta. Intenté desechar esas preocupantes cavilaciones deambulando por las amplias
habitaciones de la propiedad de Robert, preguntándome si alguna vez sería la señora de la casa.
Quizás lo sería si Alex no regresaba. Y quizás no lo hiciese. Y si Robert me pedía que me casara
con él. Y quizás no lo hiciese.
El clima era frío pero diáfano y nos mantuvimos ocupados, lo que me ayudó a sobrellevar
los días. Robert nunca se apartaba de mi lado y, en la gran mesa, siempre me sentaba a su
derecha. Todas las noches, en algún momento de la comida, me cogía la mano por debajo de la
mesa. Por mi parte, no tuve el valor de rechazarlo, pero mi corazón estaba devastado. Lo
estimaba, lo respetaba, de verdad. Pero no lo amaba.
La última noche, cuando todos los invitados estaban reunidos en el salón antes de pasar al
comedor, Robert se apartó de mí y llamó la atención de los presentes, con una amplia sonrisa en
su rostro sonrojado. No era algo típico de Robert, por lo que varios de sus amigos hicieron
bromas acerca de su gran «sorpresa». Sonreí también, pero un profundo temor empezó a
dominarme al observar cómo los invitados se acercaban y finalmente se silenciaron.
—Tengo una sorpresa para la dama a quien quiero profundamente —dijo Robert señalando
significativamente hacia la puerta. Dos sirvientes abrieron la puerta doble que daba al vestíbulo y
permanecieron de pie esperando la señal de Robert. A su izquierda, su madre me sonrió, asintió
con la cabeza y me miró con ojos brillantes. Louisa se acercó a mi izquierda y me miró
perspicazmente—. Esta dama —continuó Robert— ha iluminado mis días durante muchos años,
y ahora iluminará esta casa también.
Los ojos de los presentes se fijaron en mí, y Robert me sonrió. Respiré profunda y
entrecortadamente. «Dios Mío», pensé, «tiene la intención de proponerme que me case con él
frente a toda esta gente. Esto no puede estar sucediendo». Robert hizo una señal a los sirvientes y
todos nos dimos la vuelta para mirar.
Cuatro sirvientes caminaron en dirección a Robert haciendo grandes esfuerzos para sostener
un objeto rectangular cubierto con terciopelo dorado. Obviamente se trataba de un cuadro y
Robert sonreía mientras esperaba que la gente guardara silencio. Cogió la mano de su madre y les
ordenó descubrir la pintura. Los invitados aplaudieron con aprobación. La pintura era un retrato
de la madre de Robert representada en ese mismo salón, sentada en su silla favorita frente a la
chimenea sobre la cual la obra sería colgada. La madre sonrió abiertamente a su hijo y lo besó en
la mejilla, nosotros aplaudimos, nadie tan sonoramente como yo.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Pensé que le ibas a proponer matrimonio a la señorita Lowell —gritó Jonathan Cumple, y
las miradas de la concurrencia se centraron en mí.
Robert sonrió, se abrió paso entre los invitados y se colocó de pie junto a mí, después hizo
una reverencia y me cogió de la mano. «Dios del cielo, no», pensé desesperadamente.
Robert me besó la mano, la sujetó entre las suyas y se dirigió al resto de la concurrencia:
—Esta noche estamos agasajando a mi madre —dijo y el momento pasó. Escuché a
Randolph respirar aliviado. Si algo necesitaba para disipar toda duda sobre mis sentimientos, esa
noche me bastó para reconocer lo que albergaba mi corazón. No podía disimular más. Ni siquiera
podía considerar la idea de casarme con Robert. Y eso implicaba que no podía sugerir que existía
la mínima posibilidad. Qué desagradecida me sentí. Robert me había defendido de las habladurías
de Londres. A su manera, al igual que Alex, había sido valiente y había hecho caso omiso de las
convenciones. No podía subestimar su generosidad ni su firmeza. Pero no podía mentirle a este
buen hombre y simular que lo amaba. Había sido lo suficientemente arrogante como para pensar
que era tan importante para Robert.
Partimos a la mañana siguiente junto con los otros invitados. Tuve buen cuidado de no
permanecer a solas con Robert, aunque él no pareció notarlo. Al ayudarme a subir al carruaje me
sonrió y me besó la mano, después me dijo que iría a Mountgarden una semana más tarde y se
dio la vuelta para ayudar a Louisa antes que pudiese contestarle.

La Navidad vino y se fue, y al día siguiente Louisa y Randolph fueron a visitar a la hermana
de mi tío. Will, Betty y yo tuvimos tres días tranquilos, después llegó Robert. Lo saludé turbada
pero mis preocupaciones fueron en vano. Robert me cogió la mano frente a la chimenea del
escritorio de mi padre, me miró profundamente a los ojos y me dijo que le había prometido a su
madre que no me pediría que me casara con él hasta que pasaran seis meses. Lo miré
boquiabierta mientras, ruborizado, me explicó torpemente que su madre me tenía afecto y que
aprobaba tibiamente nuestro casamiento, pero quería estar segura de que quedara en evidencia
ante el mundo cualquier posibilidad de que estuviese esperando un hijo de Alex. Robert suponía
que para junio, todos lo sabríamos, y así podríamos hablar del futuro.
Me ruboricé de furia y Robert lo asumió con vergüenza.
—Nunca dudé de tu historia, Mary —dijo sinceramente—. Pero de esta manera no habrá
quien pueda suponer que...
—Que el hijo no sea tuyo —dije fríamente. Robert asintió, evidentemente descontento—.
Así lo pensé. Gracias, Robert —dije extendiéndole la mano—, por tu honestidad. La aprecio
realmente. Pero déjame decirte, para tu conocimiento, que no existe posibilidad alguna de que
esté embarazada. No he estado con ningún hombre, tampoco con mi atacante, el hombre que
llevaba la vestimenta típica de los Campbell —se estremeció tanto por mi tono como por mis
palabras—, ni siquiera con Alex MacGannon. Jamás me tocó.
—Alex dijo que te besó —dijo Robert con un brillo de furia en los ojos.
—Sí —dije y retiré la mano—. Lo hizo —abandoné la habitación. Robert abandonó
Mountgarden poco después. Will estaba furioso.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Enero transcurrió lentamente. Permanecí en Mountgarden a pesar de los esfuerzos de todos


para tentarme con regresar a Londres. Incluso Randolph vino para convencerme de que debía
enfrentar las habladurías como a leones en su propia guarida. Mi permanencia en el campo, dijo,
haría suponer que tenía algo que ocultar. Le sonreí y se lo agradecí pero me quedé donde estaba.
Y también la duquesa vino, llena de bondad y de noticias del mundo de Londres. Y de Alex.
Había vuelto a Londres y había ido a visitarla. Cuando ella le mencionó mi nombre, dijo que nada
tenía que decir sobre Mary Lowell. Resistí su invitación de regresar a Londres y le agradecí las
noticias. Suspiró y me palmeó la mano. Esa noche quité la manta de Alex y la guardé en el fondo
de un baúl.
Robert no vino más a verme. Me envió flores de su invernadero y algunos bocadillos caseros
elaborados en su propiedad. Le envié una carta a su madre agradeciéndole su hospitalidad y recibí
en contestación, una nota cortés y distante.
Me quedé en el campo durante todo febrero y marzo, luchando contra mi furia y mi dolor,
hasta que me avine a aceptar que jamás volvería a ver a Alex. Sin duda ya se habría casado con
Morag. Consideré recluirme en un convento y decidí no fijarme en ningún otro hombre. Jamás
me casaría con Robert. Sería una tía cariñosa para los hijos de Will y Betty. Tendría que
conformarme con eso.
Louisa, la duquesa y la madre de Becca me visitaron a mediados de marzo, diciéndome —al
igual que Randolph— que debía frecuentar nuevamente los círculos de sociedad para recuperar
mi posición.
—Demuéstrales que no tienes nada que ocultar —dijo la duquesa—. Nosotras te
apoyaremos —acepté.
Y a Londres regresé, como así también a las interminables fiestas y cenas, a las funciones de
teatro, a las discusiones sobre política y a los chismes de sociedad. Randolph me dio unas
palmaditas en el hombro y me dijo que me consideraba valiente. Yo no me sentía muy valiente,
pero estaba de vuelta. Fui recibida con curiosidad al principio y mi cintura fue estrictamente
controlada, pero después, mucho antes de lo esperado, era una más entre la multitud. Los
chismes habían pasado. Al igual que el tiempo.
Llegó una temprana primavera, templada y húmeda, y las actividades sociales llenaron mis
días hasta que caía rendida por la noche. Pero no podía controlar mis sueños. En ellos, solía
pasear por las calles londinenses con Alex, nos reíamos en los jardines de la abadía de
Westminster, o danzábamos en el salón de baile de mi tía mientras los invitados nos sonreían. En
otros muchos más perturbadores, soñaba que rodaba en una cama en los brazos de un hombre
rubio, sintiendo cómo mi cabello suelto me rozaba los hombros desnudos mientras descendía
para acariciarle el muslo. Mis pesadillas, las que habían comenzado después del ataque y habían
desaparecido paulatinamente, volvieron como una venganza. En ellas, estaba en el suelo del
carruaje y dos hombres me atacaban. Y Alex nunca aparecía.
Durante el transcurso de marzo, me enfrenté a mi futuro. Había resistido a Londres y
logrado sobrevivir, pero eso no significaba nada para mí. Había visto a Robert en varias fiestas y
le había dispensado, para su alivio, una acogida cordial y alegre. Pero me había negado a
encontrarme con él en otro lugar, y Louisa no lo invitó más a su casa. La duquesa, tan
considerada como siempre, organizó una velada tras otra en atención a mí, siempre
consultándome sobre la lista de invitados. Meg se casó con un hombre treinta años mayor que

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Kathleen Givens– Kilgannon

ella y bailé con Robert en su boda, dándole nuevos motivos a las lenguas viperinas. Y Janice se
comprometió con un joven lord de Hampshire. La vida de todos estaba cambiando, excepto la
mía.
El primero de abril, Robert se presentó en la casa de Louisa con un ramo de flores y una
invitación para celebrar las pascuas en su propiedad de Kent. Y una cariñosa nota de su madre,
dulcemente escrita, rogándonos que nos reuniéramos en su casa. Parecía que aún me consideraba
aceptable. Sostuve las flores de Robert frente a mí, simulando oler su perfume y sopesé la
situación. ¿Qué otras opciones tenía? Ningún hombre se me había acercado, y Robert se
comportaba solícitamente otra vez. Sería una tonta si lo rechazase.. Me podía quedar soltera y
envejecer sola —dependiendo de la caridad de mi familia— o podía tener un cordial, aunque
desapasionado, matrimonio. No amaba a Robert y sospechaba que nunca lo haría, pero quizás
podríamos encontrar la manera de forjar una vida juntos. Claro que su fortuna ayudaría. Le sonreí
y le extendí la mano. Y observé cómo se le iluminaban los ojos.
Louisa y Randolph, al igual que Will y Betty, me acompañaron a la casa de Robert. Ni
Randolph ni Louisa estaban particularmente complacidos de que me estuviese cortejando otra
vez. Ambos le albergaban resentimiento, al igual que a su madre, pero nadie podría haberlo
sospechado al ver cómo se saludaron como viejos amigos al llegar. Lo que en realidad eran,
reflexioné. Will fue el único que se mantuvo frío, y sólo se suavizó cuando le recordé que Robert,
a pesar de todos sus defectos, era un buen hombre. Aunque no fuese el hombre que yo quería.
Will apretó los labios y asintió. Sabía que quería decirme algo más, pero se abstuvo.
Nos quedamos durante una semana, disfrutando de cabalgatas, juegos y suculentas cenas
todas las noches. Al tercer día, cuando estaba paseando por el jardín de Robert con otros
invitados, me detuve al ver algo inesperado. Cubierto de pequeños capullos, un solitario rosal que
estaba floreciendo atrajo mi atención, y me incliné para aspirar su fragancia con deleite. Como si
estuviese tras de mí, sentí la voz de Alex que me decía: «Mary, hueles a rosas». Me di la vuelta,
pero ningún hombre alto y rubio me saludó, y moví la cabeza para alejar esos recuerdos. Alex
pertenecía al pasado, me dije, y le pedí al invitado de Robert que me repitiera lo que había dicho.
El último día, Will y yo junto con otros invitados regresábamos de una cabalgata, cuando vimos a
dos figuras muy familiares a caballo frente a la puerta principal, y junto a ellas, un caballo sin
jinete. Angus y Matthew, visiblemente enojados, nos observaban.
—Son los primos de Kilgannon —dijo Will
—¿Dónde está Alex? —pregunté como si mi hermano pudiese saberlo. Will se encogió de
hombros y cabalgamos hacia ellos. Los escoceses tenían los labios apretados y se veían pálidos.
Angus respondió mi saludo—. Angus, ¿dónde está Alex? —le pregunté mientras mi caballo
danzaba alrededor del suyo—. ¿Por qué estáis aquí?
El tono de Angus era frío:
—Tu Campbell no nos quiere recibir. Dice que no deseas hablar con Alex.
—¡Eso es absurdo! ¡Ni siquiera sabía que estaba aquí!
—Ayer enviamos un mensaje informando que llegaríamos hoy. Matthew lo entregó.
Miré a Angus primero, después a Matthew.
—¿A quién se lo entregaron?
—Al mayordomo, Mary —dijo Matthew, con evidente descontento.
—Nunca lo recibí. Averiguaré qué ha sucedido —los miré alternadamente a ambos—. Pero,
¿dónde está Alex?

94
Kathleen Givens– Kilgannon

Angus me dispensó una sonrisa tensa.


—Alex trepó por el muro del jardín.
—¿Trepó por el muro? ¿Está en el jardín?
—Puede estar en cualquier lugar. Dijo que te buscaría hasta encontrarte —no esperé para
averiguar más. Desmonté y corrí hasta la puerta—. Mary —Angus me llamó y me di la vuelta—.
Ten cuidado, pequeña. Alex está furioso —me detuve y lo miré de frente. El resto del grupo
estaba regresando de la cabalgata y se nos acercó. Will estaba desmontando.
—¿Conmigo, Angus? —pregunté—. ¿Alex está enojado conmigo?
Angus negó tristemente con la cabeza.
—Alex no puede enojarse contigo más de un minuto, Mary Lowell. No, pequeña, es con
Robert Campbell con quien está enojado. Y sin duda, Robert también lo está con Alex. No sé
con qué te encontrarás. Ten cuidado.
Asentí y subí corriendo los escalones de dos en dos, empujé la pesada puerta para
consternación de la gente que estaba adentro. Los ignoré y atravesé la casa corriendo en dirección
al jardín sintiendo la respiración agitada de Will detrás de mí. No vi a Alex, pero varios de los
invitados me rodearon, ansiosos por contarme que un escocés desquiciado equipado con varias
espadas había saltado al jardín exigiendo verme. Cuando les preguntó dónde me encontraba,
todos huyeron gritando. Robert le había ordenado que se fuera, pero Alex lo había ignorado y
recorrió la casa, preguntándole a todos dónde se hallaba la señorita Lowell mientras Robert lo
seguía, vociferando. Finalmente, alguien le dijo que estaba dando un paseo a caballo, pero ambos
habían subido las escaleras mirándose furiosamente. Entré corriendo a la casa y encontré a un
mozo que me dijo que sabía dónde estaban y que podía guiarme hasta ellos.
Will me cogió del brazo.
—Mary, déjame ir contigo.
—No es necesario, Will. De verdad, no lo es —le palmeé el hombro—. Ninguno de ellos me
hará daño —Le palmeé nuevamente la mano con la cual me sujetaba del brazo para suavizar mis
palabras—: Will, debo ir sola. Por favor —asintió reacio.
La casa de Robert había sido construida a fines del 1500, con paredes anchas y umbrales tan
extensos que parecían pasillos que conducían a las puertas de acceso a cada recinto. Le agradecí al
mozo con un movimiento de cabeza y traspasé la primera puerta. La segunda estaba entreabierta
y me detuve antes de entrar al escuchar las voces de Robert y Alex discutiendo. La voz de Alex
cambiaba de volumen como si estuviese recorriendo la habitación, pero pude escuchar la voz
furiosa de Robert claramente puesto que se hallaba más cerca de la puerta. Retrocedí un paso y
escuché lo que Robert decía.
—... de una manera que no puede continuar, Alex. Perteneces a una raza en extinción. Los
de las Tierras Altas no pueden seguir siendo como son. El mundo te alcanzará y eso te destruirá.
Mi primo Argyll lo comprende, pero tú te niegas a hacerlo. No puedes pretender realmente
llevarte a Mary allí. No te pertenece.
La voz de Alex era tajante.
—No te corresponde a ti decidirlo.
—Alguien debe obligarte a verlo. No eres apropiado para ella. Mary ha sido criada en el lujo
de los de su clase. Kilgannon no es un lugar para alguien como ella. No creo que vayas a recluirla
en una granja, pero no puedes ofrecerle el nivel de vida que merece. No tienes dinero.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—No conoces mi hogar —dijo Alex, con voz enojada—. Kilgannon no es una granja —
sobrevino un silencio, después la voz de Alex continuó, más tranquila y controlada—. Te
considero desleal para con tu propia gente, Robert. Tu primo Argyll vendió nuestro país a los
ingleses. Por eso es por lo que tienes dinero.
El tono de voz de Robert fue gélido:
—Escocia no fue vendida, MacGannon.
—Sí, Campbell, lo fue. Por tu familia entre otras, y ahora tú tienes prosperidad mientras
otros mueren de hambre.
—Pues despierta y comprende lo que sucede. Los ingleses tienen el poder. Esa es la razón
por la cual apoyamos la Unión. Únete a los ingleses y tendrás el poder también.
Alex bufó.
—Quieres decir que me venda.
—No —dijo Robert—. Pero las antiguas formas están muriendo. Únete a nosotros.
—Jamás. Es lo que convierte a los escoceses en vasallos de los ingleses —el silencio se
apoderó de ellos nuevamente y después Robert habló.
—Vosotros sois papistas —dijo—. Ella nunca aceptará tu fe.
—No tiene que hacerlo —contestó Alex.
—¿Qué pasará con los hijos? ¿Qué religión les inculcaréis?
—No es algo que sea de tu incumbencia. Es algo que nos compete a Mary y a mí.
—¡Estás pensando sólo en lo que tú quieres! —gritó Robert.
—¡Igual que tú! ¡No simules intentar protegerla!
Después de una pausa, fue Robert quien habló con voz tranquila.
—Piensa, Alex. Toda tu fortuna se reduce a tus tierras y a tus barcos, y ahora tienes uno
menos. En caso de necesidad no cuentas con dinero en efectivo. Yo sí. Le puedo ofrecer
seguridad. Puede vivir con su propia gente en Inglaterra. Le puedo brindar todo lo que necesita.
La cuidaré. Si realmente ella te importa, debes desistir. Vete y ella nunca sabrá que estuviste aquí.
La voz de Alex sonó cansada, y pronunció lentamente cada palabra.
—No discutiré esto contigo, Robert. Mary decidirá lo que quiera, ni tú, ni yo. Si me elige a
mí, tendrás que aceptarlo.
—¿Y si me elige a mí?
—Pues lo aceptaré. Pero debo escucharlo de Mary, no de ti... y mucho menos de tu maldito
mayordomo. No continuaré hablando de esto contigo. Ahora, iré a buscarla.
Empujé la puerta.
—No será necesario—dije.
Ambos hombres se dieron la vuelta. La habitación era amplia y elegante, con techos altos y
estaba recubierta con paneles de oscuro nogal, el suelo estaba cubierto con alfombras. Robert
estaba apoyado en una larga mesa que se extendía a lo largo de la habitación, mientras que Alex
estaba de pie frente a la chimenea flanqueada por altos ventanales. No pude ver el rostro de Alex
porque estaba de espaldas a la luz que entraba a través de las ventanas, pero vi cómo Robert
empalidecía al verme entrar.
—Mary —dijo Robert caminando hacia mí. Alex se mantuvo inmóvil.
—Robert —le pregunté—. ¿Les dijiste a los MacGannon que no quería ver a Alex?
Robert levantó el mentón pero no se echó atrás.
—Sí.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Y... —continué—. ¿Y ayer entregaron una carta para mí en la cual se me informaba que
Alex llegaría hoy?
—Pensé que no era conveniente que la vieras.
—Entiendo—dije—. ¿Y no crees que yo podría tomar parte en esa decisión?
Robert señaló a Alex.
—Se irá a Kilgannon. ¿En qué cambiaría la situación el que lo vieses hoy?
Me di la vuelta hacia Alex pero no pude ver su expresión.
—¿Es verdad eso? —le pregunté.
—Sí —dijo Alex—. Debo regresar a casa.
—Entiendo —esperé un momento—. ¿Por qué estás aquí?
Alex le echó una mirada a Robert, después me miró.
—Para hablar contigo.
Robert se veía tan afligido como el tono de Alex.
—Robert —dije—. Me gustaría hablar con Alex a solas.
Con un gesto de asentimiento, Robert pasó erguidamente frente a mí y cerró la puerta tras él.
Pude escuchar el sonido de la segunda puerta al cerrarse, pero abrí la puerta interna para
cerciorarme. El pasillo estaba vacío. Cuando me di la vuelta, Alex estaba frente a mí.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 11

Aquél era un Alex que nunca había visto: pálido y desanimado, con una expresión desolada
en los ojos. Parecía como si no hubiese dormido durante días.
—Mary —dijo—. ¿Cuánto escuchaste?
—Lo suficiente —me acerqué a la chimenea, después lo miré—. Quiero darte las gracias por
la capa, Alex. Es una de las cosas más hermosas que he visto.
—De nada —miró por la ventana, después a mí—. Mary, yo... es tan bueno volver a verte.
Sentí cómo se me ruborizaban las mejillas.
—Y a ti, Alex. ¿Cómo has estado?
—Bien —negó con la cabeza—. No, pequeña, no es verdad.
Me miró a los ojos, después se dio la vuelta bruscamente. «No podemos hacer que esto
funcione», pensé, «Ambos lo deseamos, pero no podemos».
—¿Cómo fue tu Navidad? —pregunté suavemente.
Se dirigió hacia la ventana y permaneció de pie mirando hacia el exterior.
—Solitaria.
—La mía también —dije y respiré profundamente—. Alex, estoy muy apenada por la
manera en que me comporté la última vez que te vi —se dio la vuelta sorprendido—. Espero que
puedas perdonarme —noté cómo su expresión se hacía más cálida.
—¿Perdonarte, pequeña? Tú eres la que debe perdonarme.
—No has hecho nada que deba perdonar. El error fue mío. Tú me salvaste la vida, Alex, y
pensaste que aún necesitaba protección. Ahora lo comprendo.
Asintió.
—Mary —dijo, dio un paso hacia mí y se detuvo—. Lamento las cosas que dije. Es verdad,
no pensé en la situación en que te colocaba al llevarte conmigo. No fue mi intención provocar
que fueras la comidilla de Londres. Debes entenderlo, Mary. No debería haber permitido que lo
afrontases sola.
—¿Quién te lo contó?
—Tu hermano me escribió a menudo. Me mantuvo al tanto de... de lo que estaba
sucediendo contigo.
—Entiendo —recordé el comportamiento de Will durare las últimas semanas. Su furia con
Robert no se había disipado como creí—. Yo te escribí también —dije—. Meses atrás. ¿No
recibiste mi carta?
—Sí —iba a decir algo pero cerró los labios con fuerza. Parecía que no tenía más que decirle.
Había recibido mi carta y preferido ignorarla.
Asentí.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Pequeña —dijo con voz dulce—, pensé que me querías fuera de tu vida y que en realidad
eso era lo mejor.
—¿Crees que te escribí porque te quería fuera de mi vida?
Hizo un gesto fútil.
—Tenía sentido en ese momento.
—Estabas herido.
Me miró a los ojos y asintió.
—Sí, y bastante enojado también.
—¿Y ahora?
Miró por encima de mí. Los pómulos prominentes evidenciaban profundo alivio contra las
oscuras celosías que estaban detrás de él.
—Hace bastante tiempo que no estoy enojado, Mary.
—Alex, ¿por qué estás aquí? —pregunté casi en un susurro.
—¿Por qué estoy aquí? —los ojos azules buscaron los míos—. Will me escribió que habías
empezado a ver a Robert otra vez y que estabas considerando casarte con él. Y me contó lo de la
madre de Robert, que le había pedido que esperara hasta junio —se detuvo y sus mejillas
enrojecieron—. Para asegurarse de que no estabas embarazada de mi hijo. No puedo explicarte lo
furioso que me puse... fue entonces cuando dejé de mentirme a mí mismo. Por eso decidí venir a
averiguar qué sucedía entre nosotros. No nos separamos en buenos términos, pequeña, por si no
lo recuerdas. Te estuve buscando en Londres, en Grafton y en Mountgarden, ya no tengo más
días. Debo irme a casa ahora —se me llenaron los ojos de lágrimas y no pude hablar. Se dirigió
hacia mí y su tono fue tierno—: Mary, ¿por qué lloras? ¿Te he hecho enojar de nuevo? No tuve la
intención de hacerte llorar.
—No —negué con la cabeza—. No estoy enojada. Oh, Alex, te he extrañado tanto —no
pude decir más, me cogió en sus brazos, me aferré a él y hundí el rostro en su hombro.
—Mary, Mary —dijo con los labios contra mi cabello—. Tenía que verte una vez más.
Debemos hablar. No pude creerlo cuando el hombre de Robert dijo que no querías recibirme.
Se echó hacia atrás para observar mi rostro y separó el cabello que me caía sobre la mejilla.
—Nunca me negaría a recibirte —dije—. No sabía que venías. Vi a Angus y a Matthew
frente a la casa y vine a buscarte.
Me besó en la frente con dulzura.
—Ven, pequeña, siéntate junto a mí —me guió hasta dos sillas vacías que estaban frente a la
chimenea—. Sabía que te quedarías aquí durante varios días y para cuando volvieras a Londres,
yo ya me habría ido; así que, a pesar de Campbell, vine a hablar contigo —miró hacia la puerta—.
¿Escuchaste mi discusión con Robert? —Asentí, se inclinó hacia atrás y una expresión perdida
volvió a cubrirle el rostro—. A pesar de lo que le dije, él tiene razón en muchas cosas. Realmente,
no sé qué hacer ahora —dijo quedamente. Clavó la mirada en el suelo, ensimismado en sus
propios pensamientos, y lo observé durante varios minutos.
—¿Alex? —pregunté finalmente—. ¿Te importo de alguna manera?
Levantó la cabeza.
—¿Si me importas de alguna manera? Mary, ¿no he estado cortejándote desde la noche en
que te conocí? ¿No he intentado desesperadamente controlarme y mantener mis manos alejadas
de ti? ¿No te he dicho cuánto te amo? —Negué con la cabeza, sintiéndome incapaz de hablar—.
¿No? ¿No lo he hecho? ¿De verdad? Bueno, así es —se arrodilló frente a mi silla y me cogió la

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Kathleen Givens– Kilgannon

mano entre las suyas—. Mary Lowell, te amo, pequeña, y sospecho que siempre lo haré. ¿Cómo
puede ser que no lo sepas? ¿No te lo he dicho de todas las maneras posibles? Considérame un
imbécil redomado si no te lo dicho de tal forma que lo entendieses.
—Y yo también te amo, Alex. Te amo desde el principio, pero desconocía tus intenciones.
Nunca me dijiste que me amabas. Nunca me propusiste matrimonio.
—Te lo mencioné cincuenta veces. Nunca me aceptaste, y empecé a decepcionarme. Te dije
que te estaba cortejando. Pensé que me entendías. ¿A qué creías que me refería si no era a
matrimonio?
—Mencionaste el matrimonio, es cierto. Pero no me lo propusiste.
—¿Cómo puede ser que no conocieses mis sentimientos? He sido un desdichado durante
estos últimos meses pensando en ti con Robert, pensando que era eso lo que deseabas para el
resto de tu vida. No pude apartarte de mi mente.
—Ni yo a ti —me cubrí la boca con las manos e intenté controlar las lágrimas—. Alex, te he
echado tanto de menos...
Me abrazó nuevamente y me puso de pie junto a él.
—Mary —susurró contra mi cuello—. No pude dejar de pensar en ti, en tu hermoso cuerpo
y... —Levantó la cabeza para observarme— y en cómo me correspondías —sentí el rubor en las
mejillas—. No, pequeña —dijo negando con la cabeza—. No pienses mal de ti misma. Es algo
bueno. Es un buen augurio para ambos. Pero, Mary, he soñado contigo, que te tenía en mi cama
y que lográbamos consumar lo que habíamos empezado en el barco —después me besó profunda
y plenamente y lo recibí complacida—. Mary —dijo casi salvajemente y me alzó apretándome
contra él, después sacudió la cabeza y dio un paso atrás—. No puedo hacerlo, pequeña —se
apartó de mí, se arregló la ropa y respiró profundamente.
—¿No puedes besarme, Alex?
—No puedo contenerme, Mary. Y si continuamos, no lo haré. Es mejor que nos
detengamos aquí.
Se pasó las manos por el cabello y miró hacia la chimenea. Intenté alisarme el cabello y
arreglarme el vestido, embargada por una cálida y excitante sensación al recordar las íntimas
caricias de Alex. Me toqué las mejillas y noté que me hervían, y abrí la ventana. Detrás de mí,
Alex rió irónicamente.
—Hay una única solución para eso, pequeña Mary, y éste no es el momento ni el lugar —se
acercó hacia mí—. Pero al menos sabemos que serás una buena aprendiz.
—Perdón —dije con tono remilgado y rió nuevamente. Pareció distenderse de sus
preocupaciones. Este hombre me ama. Ha matado por mí, y en este momento, mataría por él.
Era un pensamiento desconcertante. Había facetas mías que desconocía—. Alex —dije—, ¿debes
irte?
Asintió.
—No tengo opción, pequeña. Debo regresar a casa. Pero volveré si así lo quieres. Lo sabes.
—No lo sé —dije cogiendo sus manos entre las mías.
—Mary, ¿no te lo he dicho desde el primer día? Será como tú quieras. Si deseas que regrese,
lo haré; si no es así, me iré.
—¿Cómo puedes decir que me amas si eres capaz de dejarme tan fácilmente?
Negó con la cabeza.

100
Kathleen Givens– Kilgannon

—Eres tan especial. No dije que me resultara fácil dejarte. Dije que lo haré si así lo deseas.
No te rogaré que me ames, si no es así. No suelo rogar. Pero te amaré hasta el día en que muera.
Es así de simple. ¿Y ahora por qué estás llorando?
—De felicidad —intenté son reír.
Movió la cabeza, asombrado.
—¿Eres feliz?
Asentí.
—Oh, Alex, ¿por qué tienes que irte? ¿Por qué no puedes quedarte aquí, al menos por unos
días?
—¿Con Robert Campbell? No creo que me invite.
—No —dije—, en Londres. No, en Londres no —me corregí y busqué sus ojos—. Alguien
en Londres te odia. Quédate con nosotros en Mountgarden.
Negó con la cabeza.
—No puedo, pequeña, por mucho que lo desee. Si de mí dependiese, te secuestraría, pero
tampoco puedo hacerlo. No te gustó mucho la idea cuando lo intenté —me dispensó una sonrisa
cáustica y frunció el ceño—. Algunas cosas han sido difíciles para nosotros últimamente. Han
sucedido cosas extrañas.
—¿Qué cosas?
—Bueno, ¿no crees que es extraño que la primera vez que le asigno un barco a otro capitán,
se hunda sin dejar rastro? Pasamos semanas en Cornwall intentando descubrir qué había
sucedido, y no pudimos hallar ni una pista. Lo único que sabemos es por tres miembros de la
tripulación que juran haberlo visto hundirse, y cada uno de ellos cuenta una historia diferente.
¿Cómo puedo saber siquiera que el barco se hundió? Puede haber sido en el Mediterráneo, es
todo lo que sé. Todavía estoy intentando resolver el misterio.
—Alguien debe saberlo.
—Sí. Alguien lo sabe. Lo descubriré con el tiempo.
—¿Es la causa por la que debes partir?
—No sólo por eso —suspiró y su mirada se perdió en la distancia—. Ha habido un
problema en casa. Un problema en el clan, Mary.
—Primero tu barco y ahora esto. Has tenido un mes difícil.
—Sí —suspiró—. Fueron unas semanas que no me gustaría repetir —irguió los hombros—.
No tengo alternativa. Debo estar allí. Debería haber partido hace una semana.
—¿De qué se trata? Seguramente no puede ser tan malo como piensas. Cuéntame y lo
juzgaré por mí misma.
Movió la cabeza y me miró con esos ojos tan azules.
—Soy un tonto por contarte esto, Mary Lowell, temo que resultará contraproducente.
Quiero que sepas que te amo, pequeña, pero a pesar de lo que dice Campbell, tampoco quiero
que pienses que el clan es un grupo de salvajes.
—¿Qué sucede?
—Uno de los hombres del clan fue asesinado en su casa.
—¡No! ¡Que espantoso! Quién...
—No lo sé, pequeña, y es por lo que debo ir a casa de inmediato. Debo encontrar a los
asesinos.
Lo miré horrorizada.

101
Kathleen Givens– Kilgannon

—¡Por Dios! Es horrible.


—Sí —observó mi reacción.
—¿Qué harás?
—Debo volver y averiguarlo, pequeña. No es algo que ansíe hacer, pero sólo yo puedo
hacerlo. Por eso no puedo quedarme. Descubriré la verdad, y castigaré al culpable.
—¿Cómo lo castigarás?
—Bueno, será juzgado, y si es considerado culpable, lo ahorcaré.
Lo miré fijamente.
—¿Lo condenarías a muerte?
—Quizás —me miró sin parpadear.
—¿Puedes hacer eso? ¿Tienes el poder para hacerlo?
—El poder y la responsabilidad, Mary. Cuando un miembro del clan es asesinado, debo
hacer algo al respecto. No puedo permitir que quede sin castigo. Seríamos salvajes si una cosa así
no fuese castigada —sacudí la cabeza para tratar de entender. Si me casara con él, ¿qué tipo de
vida sería la mía? ¿Tendría razón Robert? La vida de Alex era mucho más violenta que la que yo
conocía, pensé al recordar cómo había asesinado a los hombres en el carruaje. Se movió hacia mí
con las manos extendidas—. Mary, no siempre es así. Pero con todo lo que ha sucedido en los
últimos meses, yo... Mary, no siempre es así —agregó en tono triste.
—Entiendo —callé notando la mirada atormentada en sus ojos—. Nuestras vidas han sido
muy diferentes, Alex.
—Así es.
Su expresión era precavida, mientras permanecía de pie observándome. Parecía tranquilo,
pero yo sabía que lo que sucediera en los minutos siguientes podría cambiar nuestra relación para
siempre. Noté cómo le latía la vena de la garganta mientras yo reflexionaba. ¿Mi valentía era
simple retórica o estaba dispuesta a compartir todo lo relativo a su vida, no sólo lo que era capaz
de comprender? ¿Era capaz de confiar en su juicio? ¿Estaba segura de que él era el hombre que
yo imaginaba? Sabía que era un buen hombre, y si se lo pidiese, me dejaría y no lo vería nunca
más. Me casaría con Robert y tendría una vida segura, una vida con pocas sorpresas. Una vida
cómoda y de opulencia, rodeada de amigos y de mi familia. Una vida sin Alex. Erguí el mentón.
—Te amo, Alex —dije y observé cómo su expresión se distendía—. ¿No puedes enviar a
Angus a ver qué descubre?
Alex se encogió de hombros y casi sonrió.
—Angus no me dejará sólo. Cree que debe estar a mi lado.
—¿Es siempre tan protector?
Alex hizo un gesto de negación.
—Cree que fui envenenado en Francia.
Lo miré fijamente.
—¿Cuando estuviste tan enfermo?
—Sí —bajó la mirada hasta nuestras manos y frunció el ceño.
—También yo —movió la cabeza bruscamente para mirarme—. Nadie cae tan enfermo y
durante tanto tiempo por una comida en mal estado. Tu piel estaba gris, Alex. Fuiste el único que
estuvo tan enfermo.
—Sí, pero la comida en mal estado puede provocarte un cuadro así.
—Angus tiene razón.

102
Kathleen Givens– Kilgannon

—No estoy convencido de ello.


—¿Quién podría hacer algo así?
Me miró de manera inexpresiva.
—El odio puede ser profundo en las Tierras Altas, pequeña. Los MacGannon tienen
enemigos, como cualquier clan.
—¿Cuántos de ellos están en Francia, Alex? Sólo los Estuardo.
—No puedo creer que alguien intentase hacerme daño —dijo levantando el mentón al
mirarme a los ojos—, no puedo creerlo.
—¿Podrían haber sido los Estuardo?
Rió.
—¿Por qué lo harían? No soy tan importante, pequeña. Ni siquiera saben de mi existencia.
No, los Estuardo no intentaron matarme.
—¿Pues quién?
—No lo sé. Pero ten por seguro que lo averiguaré. Mary, no siempre es así. Y al decirlo sé
que resulta difícil de comprender. Sé que tienes razón al preocuparte por mí. Quiero saber —
suspiró—. ¿Debo volver para verte nuevamente, Mary, o debo decirte adiós?
Lo miré fijamente.
—Alex, no quiero que dejes esta habitación, ¡mucho menos el país! Tengo miedo a dejarte ir,
temo no volver a verte. Te amo, Alex MacGannon —dije—. Lo resolveremos juntos.
Sonrió tiernamente.
—Deseaba que lo dijeras.
—Te amo —le acaricié la mejilla—. Y Alex, si voy a ser tu esposa, debo saber qué te
preocupa. Fue acertado de tu parte contármelo. Permíteme ser tu aliada.
—No quería preocuparte, pequeña. Estoy seguro de que todo pasará. Es sólo que sucedió
todo al mismo tiempo y ha sido muy extraño. Probablemente, no sea nada —intentó sonreír
cuando me le acerqué—. Mary, te prometo que no será así si nos casamos. Confía en mí,
pequeña, no te estoy llevando a un lugar salvaje lleno de bárbaros —me besó la mano—. Ya
posees mi corazón, y te daré mi nombre si tú lo quieres —iba a contestarle, pero me colocó un
dedo sobre la boca negando con la cabeza—. No me contestes ahora, pequeña. Piénsalo. Hay
mucho que considerar. Ya tengo hijos, y debes decidir si eso es lo que quieres. Ellos vienen
conmigo, no soy sólo yo, además del clan y de Kilgannon. Y por supuesto, está la cuestión de la
religión. No me había detenido a considerarlo, pero Campbell tiene razón. Debes saber que es
difícil ser católico en Escocia actualmente. Escocia ha visto mucha crueldad en nombre de Dios.
Por eso, piénsalo, Mary. No quiero que mañana sientas que te induje a tomar una decisión
precipitada. Piensa en todo ello en mi ausencia, en todo. Cuando vuelva, hablaremos —me besó
dulcemente, después se separó y me miró irónicamente—. Debo irme antes de cometer una
locura. Piensa en todo lo que te he dicho, pequeña. Si me aceptas, te llevaré a Kilgannon. Vivirás
en un castillo, Mary, no en una choza. Pero no te mentiré, tu Campbell tiene razón: sólo soy rico
cuando estoy en mi tierra. O en mis barcos, y acabamos de perder uno —me acarició la mejilla—.
Pero te amo, Mary. Si me aceptas me harás muy feliz y daré lo mejor de mí para ser un buen
marido. No sé qué más decir. Si me dices que no, lo entenderé y no te importunaré más — había
comenzado a alejarse.
—Alex, no necesito tiempo para contestarte —dije.
Giró y me miró de frente, agitándose la kilt alrededor de las rodillas y sonrió.

103
Kathleen Givens– Kilgannon

—Pequeña, si me dices que sí seré feliz desde este mismo instante. Debes tener tiempo para
pensar sobre todo lo que te dije. No hay vuelta atrás. Sea cual fuere tu respuesta, no hay vuelta
atrás —acortó la distancia que nos separaba y me alzó sin esfuerzo—. Te amo, Mary Lowell. Será
como tú quieras —dijo—. Pero debes saber, pequeña, que nunca encontrarás un hombre que te
quiera, en cuerpo y alma, más que yo. Nunca —me inclinó sobre su brazo y me besó hasta que
quedé jadeando, después me enderezó y sonrió nuevamente mientras se alejaba.
Y se marchó.
El aire estaba denso por la tensión entre Robert y yo. Cuando se me acercó después de que
Alex se fuera, le dije que estaba azorada por su engaño. Nunca supe que me hubiese mentido
antes. Se disculpó, pero en mi interior me pregunté qué habría sucedido si lo hubiera logrado.
Nunca habría vuelto a ver a Alex.
—¿Te pidió que te casaras con él? —exigió saber Robert y asentí observando su cambio de
color mientras se paseaba frente a la chimenea—. ¿En mi casa? —rugió—¿Entra a empujones
como el bárbaro que es y te propone matrimonio en mi casa? ¿Estando yo presente? ¿Y tú lo
aceptas?
—Sí —dije enfrentando la pena desnuda de sus ojos. No había tenido la intención de hacerlo
sufrir, pero sufría, y mi corazón se conmovió por él. Recorrió a zancadas la habitación
vociferando sobre la falta de cuna de Alex. Lo escuché durante unos minutos y me acerqué a su
silla—. Robert —dije—. Nunca me pediste que me casara contigo. Sólo estuviste esperando para
ver si resultaba adecuada para ser tu esposa. Nunca me lo preguntaste.
Me miró fijamente. Miré de frente sus ojos con tranquilidad, y fue el primero en desviar la
mirada. Se paseó por la habitación más tranquilo, y después de un rato, suspiró.
—Tienes razón, Mary —dijo sentándose frente a mí—. No te reclamé —«Reclamarme»,
pensé, «como si se tratase de una parcela de tierra o de un buen caballo»—. Si te lo pidiese ahora,
¿qué me dirías?
—Te diría que no —observé como su furia se desataba otra vez.
—Por ende Kilgannon irrumpe y te lleva. Por ende.
—Diez meses no es irrumpir, Robert. Tú tuviste dos años.
—Estaba esperando el momento adecuado.
—Estabas considerando. Y querías asegurarte de que ningún otro hombre hubiese usurpado
tu lugar en mi cama.
Nos miramos mutuamente durante largo rato antes de que él asintiera.
—Ningún hombre ha estado en mi cama, Robert —dije suavemente—. Pero Alex no tuvo
que considerarlo durante tanto tiempo. Ni con tanto detenimiento.
—Pero te amo, Mary —dijo suavemente. Era sincero. Pero que dos hombres me lo dijeran el
mismo día era absurdo.
—Pues me lo tendrías que haber dicho mucho antes de que esto sucediese, Robert.
Dependía de tu iniciativa.
Se recostó en la silla, y después se inclinó hacia delante de nuevo.
—No serás feliz con él, es un bárbaro.
—No es un bárbaro. Es un caballero. Y lo amo.
Me miró despectivamente.
—Por tanto, ¿Kilgannon aparece ruidosamente, cómo un niño maleducado y te enamoras de
él?

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Kathleen Givens– Kilgannon

Sonreí ante el recuerdo de Alex.


—Es ruidoso, ¿verdad?
A Robert no le causó ninguna gracia mi comentario.
—Maldita sea, Mary, no es gracioso. No tienes ni idea de lo que estás eligiendo.
—Estoy eligiendo a un hombre que me ama, Robert, un hombre que le hará saber al mundo
que me ama enfrentando las consecuencias.
—Pues elígeme a mí. Te apoyé, Mary. Pocos hombres lo habrían hecho.
Se me llenaron los ojos de lágrimas.
—Sí —dije—. Lo hiciste. Y te estoy agradecida por ello. Pero no puedo elegirte.
—Quieres decir que no quieres.
—Si me guiase por lo que dicta mi cerebro, Robert, te elegiría a ti. Pero es mi corazón el que
decide. Es demasiado tarde.
Permanecimos en silencio durante largo rato. Finalmente, suspiró y habló melancólicamente.
—¿Me habrías elegido alguna vez, Mary?
—Si me lo hubieses pedido antes de que conociera a Alex, sería tu esposa ahora.
—¿Y si hubieses sido mi esposa y después lo hubieses conocido a él? ¿Me habrías sido infiel?
Respiré profundamente y decidí no considerarlo una ofensa.
—No, por supuesto que no. Te habría sido fiel.
Observó sus manos fijamente antes de mirarme.
—¿O sea que mi prudencia es lo que me ha hecho perderte ?
—Sí.
Cerró los ojos por un momento, después los abrió y se puso de pie frente a mí.
—Pues que así sea. Que así sea. Mary... si cambias de opinión, si alguna vez necesitas mi
ayuda... cuando sea, no importa qué, en toda tu vida, llámame. Aunque estés casada con él, estaré
allí para ti. No tienes más que pedirlo.
Una vez más, se me llenaron los ojos de lágrimas.
—Gracias, Robert.
Y me dejó sola.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 12

Regresamos a Mountgarden, y al día siguiente, Louisa y Randolph partieron hacia Londres.


No los acompañé, Londres ya no tenía ningún encanto para mí. Louisa me escribió contándome
que se habían corrido rumores sobre lo sucedido en Kent, por lo que Alex y yo éramos
nuevamente el centro de las habladurías. Como estábamos en Warwickshire, escuché impávida
cómo la visita de Alex a la propiedad de Robert era eternamente discutida en cada lugar que Will,
Betty o yo visitábamos. Mantuve una apariencia tranquila, pero estaba emocionada por el hecho
de que Alex me hubiese ido a buscar. El que él no considerara su comportamiento anormal, era
lo que lo hacía más extraordinario. Sonreí para mis adentros. Alex me amaba. ¿Qué más podía
importar?
Transcurrió una semana, después otra, sin una palabra de Alex. Pensé en lo que él me había
dicho, y en lo que Robert había dicho, pero ya había tomado mi decisión mucho antes. Quería
estar con Alex.
Llegó el frío y después se hizo aún más intenso. Si bien no había llovido, el frío amenazaba la
siembra y todas las conversaciones giraban alrededor del clima. No prestaba atención a nada que
no fuese mis sueños sobre Alex y sobre mi futuro con él. Era una fría y oscura mañana de fines
de abril, cuando me trajeron una carta con el escudo que me resultaba tan familiar. Rompí el sello
y desdoblé el papel.
«Mi queridísima Mary», escribía, «Cuánto te extraño. Estoy en Londres y me quedaré uno o
dos días más. Tenemos tanto de que hablar. Ya que tu padre ha muerto y tu hermano es más
joven que yo, le he pedido a tus tíos permiso para casarme contigo. Tu tío Randolph dio su
consentimiento de buen grado y ayer fui a visitar a tu tío Grafton. Es un hombre extraño, como
me habías dicho, pero me recibió cálidamente y me agradó mucho. Me dijo que debías ser tú
quien decidiese con quién hacerlo, no él, pero sugirió que debía preguntarle a Will. Pienso que
debo preguntarte a ti. Por favor, dame a la mayor brevedad tu respuesta. Si es un no, me iré de
inmediato. Si deseas no verme más», una gran mancha de tinta ocultaba las palabras que seguían,
después continuó con mano agitada, «Mary, pronto estaré contigo. Tuyo, Alex.» Abracé la carta y
sentí cómo me subía el rubor. Alex vendría. Todo iba bien en el mundo.
Había empezado a nevar, y observé cómo los copos se acumulaban mientras esperaba. Y
esperé. Nevó toda la tarde y toda la noche. Todos se lamentaron por esa nieve de abril,
preocupados por el daño que podría causar la tormenta. En la mañana, el sol brilló durante una
hora o dos antes de desaparecer por la niebla, y para la hora del almuerzo, empezó a nevar otra
vez. «No podrá llegar con esta nevada», me dije, «Tendrá que quedarse en Londres». Y comencé a
preocuparme al recordar el ataque en el carruaje. «Tendrá que permanecer en Londres a causa de
la tormenta», pensé. «Y alguien que lo odia podría descubrirlo». O quizás intente llegar hasta aquí.

106
Kathleen Givens– Kilgannon

No sabía qué me preocupaba más. No podía quedarme quieta. Las cuentas quedaron sin registrar,
los libros sin leer y la costura sin terminar. Will y Betty se retiraron a sus aposentos en las últimas
horas de la tarde, y me encontraba en el escritorio de mi padre hojeando distraídamente algunos
papeles, cuando una de las sirvientas se asomó para avisarme que se encontraba lord Kilgannon y
quería verme. Crucé corriendo frente a ella.
—Lo dejamos esperando en el recibidor, señorita Mary —gritó a mi paso—. Se ve feroz.
Corrí hacia el recibidor y lo encontré de espaldas estudiando las pinturas, vestido con una
capa que lo envolvía casi por completo. Los copos de nieve que lo cubrían caían en el piso de
mármol y el cabello empapado le mojaba la espalda. Varios de los sirvientes se movían
agitadamente alrededor de él, pero ninguno lo había recibido, me apresuré a remediarlo.
—Alex —dije y él se dio la vuelta.
Tenía los labios azules y las mejillas enrojecidas por el frío, pero sus ojos brillaron al verme.
Abrió los brazos. Me arrojé a ellos sin reparar en los sirvientes.
—Mary —susurró contra mi cabello.
Apoyé el rostro en su hombro y me apreté contra él durante un momento antes de que me
besara. Sus labios estaban fríos y tenía las manos heladas; cuando lo abracé noté que sus ropas
estaban empapadas. Le quité la capa de los hombros y rápidamente hice lo mismo con el abrigo,
la chaqueta, el sombrero y los guantes, y les entregué todo a los sirvientes.
—Trae una de las chaquetas de mi hermano, Jack —le dije a uno de los sirvientes—. Y
medias —agregué mirando los pies de Alex—. Quítese las botas también, señor.
Protestó pero insistí, y rápidamente conduje a un escocés descalzo hasta el escritorio de mi
padre mientras que ordenaba comida caliente. Cerré la puerta firmemente y lo estudié con
detenimiento mientras se calentaba las manos. Vestía un atuendo ajustado de tela escocesa y una
camisa de lana muy larga. Debajo de ella, otra camisa de lana color beige que le llegaba hasta los
muslos, y lo persuadí de que se quitara la camisa de arriba para secarla. La colgué sobre una silla.
Apoyó la espada corta contra la chimenea y se dirigió hacia mí.
—Mary, te he extrañado desesperadamente —dijo apretándome contra él.
—Alex —jadeé sofocada por los besos—. Eres magnífico.
Sentí su risa.
—Oh, sí. Siempre lo he pensado también. Especialmente ahora. Eres una tontuela, pequeña.
—No —dije mientras me besaba nuevamente.
Le recorrí la espalda con las manos, sentí los músculos de sus hombros. Me perdí en su
abrazo hasta que un golpe a la puerta me hizo dar un brinco hacia atrás. Era la comida, y ayudé a
la joven, que miró de soslayo a Alex. Se le estaba secando el cabello y se lo apartó del rostro con
ese gesto que tan bien conocía. Cuando la sirvienta se marchó, él rió.
—Los estamos escandalizando, Mary. Creo que tenemos un talento especial para ello.
—Eres tú. Me conocen de toda la vida. Pensaron que te veías feroz —le señalé la mesa.
—Oh, sí, feroz. No soy feroz. Estoy congelado y hambriento —dijo y se sentó frente al
plato. Le pregunté si quería algo más fuerte que té—. Sí, la verdad me gustaría —dijo y empezó a
comer.
Sabía que había una botella en el escritorio y la encontré cuando reapareció el mozo Jack con
las ropas. Estaba agradecida de no haber sido atrapada en un abrazo lujurioso por un niño de
ocho años. Jack lo miraba como si fuese un ser de otro mundo. Aunque reconocí que en realidad
lo era.

107
Kathleen Givens– Kilgannon

—Sus ropas, señor —dijo Jack arrojándoselas a Alex, que se lo agradeció y las colocó en una
silla. Jack se quedó mirándolo. Serví el licor (brandy, no whisky) y Alex lo cogió agradecido
observando al niño mientras bebía.
—Dilo, pequeño —dijo Alex—. ¿Qué quieres saber?
Jack tartamudeó.
—¿Es usted el escocés que se va a casar con la señorita Mary? ¿Usted trepó por el muro de la
Torre? ¿Tiene una espada?
—Sí. No. Sí —Alex rió—. Voy a casarme con la señorita Mary, si ella me acepta. Pero no
trepé por el muro de la Torre. Trepé por el muro del jardín de lord Campbell. Habrías hecho lo
mismo, ¿no? —Jack asintió—. Y sí, tengo una espada. ¿Quieres verla?
Jack asintió nuevamente, con los ojos inmensamente abiertos. Le detalló las características de
la espada mientras comía lentamente, contestando con paciencia las preguntas del niño mientras
yo lo observaba. «Debe ser así con sus hijos», pensé y me pregunté nuevamente cómo serían. Si
iba a pasar el resto de mi vida con este hombre, también lo haría con sus hijos. Sería su
madrastra. Había pensado solamente en mi vida junto a Alex, pero ahora me sobrecogió un
escalofrío de temor. ¿Les agradaría? ¿Me agradarían? Recordé los pequeños rostros de los dibujos
que me había enviado. ¿Se interpondría el recuerdo de Sorcha entre nosotros para siempre?
Decidí que intentaría hacer mi mayor esfuerzo por ser una buena madre. ¿Pero sería suficiente?
Atrapada en mis propios pensamientos, me sorprendí cuando Jack me dispensó una reverencia y
salió corriendo. Ante la risa de Alex, levanté la vista.
—Sin duda desparramará chismes en la cocina — dijo—. Seguramente su versión incluirá
historias sobre mi persona partiendo a alguien en dos con una "claymore" . — La voz de Alex se
dulcificó—. Mary, ¿cómo has estado?
—Bien, Alex —dije súbitamente tímida en razón de los pensamientos que cruzaban mi
mente—. ¿Alguna noticia sobre tu barco?
—No —dijo.
—¿Y sobre el asesinato?
Su expresión se ensombreció
—Encontramos a los culpables y los colgué, Mary — dijo inexpresivamente. Aparté la
mirada, y un silencio incómodo se interpuso entre nosotros. Después de un rato, suspiró y cogió
la camisa de la silla que se encontraba junto a él—. Mary —dijo—. Gracias por la comida y el
calor del fuego.
No me miró al colocarse la camisa todavía húmeda, y me di cuenta de que se marchaba. Lo
llamé pero no me miró. Se inclinó para recoger la espada.
—Alex —dije nuevamente, pero me interrumpió antes de que pudiese seguir levantando el
mentón al mirarme con sus ojos profundamente azules.
—Mary, no tienes que decir nada. He sido un tonto.
Me levanté y me paré frente a él.
—Alex, ¿te marchas?
—Sí.
Le apoyé la mano en el brazo.
—Pensé que me amabas.
—Te amo, pequeña —dijo.
—Pues en nombre de Dios, pídeme que me case contigo.

108
Kathleen Givens– Kilgannon

De repente, sus ojos brillaron de furia.


—No juegues conmigo, Mary.
—No estoy jugando contigo, Alex.
Finalmente asintió.
—Mary, ¿has pensando en mi propuesta de casamiento?
—No he pensando en otra cosa. Y sí, Alex, me casaré contigo. Pero pídemelo
correctamente.
Parpadeó.
—Correctamente. ¿Te lo he pedido incorrectamente?
—Sí —reí—. En realidad, aún no me lo has pedido.
—Ah, bueno —me estudió por un momento—. Mary, ¿sabes que mi fortuna ha mermado?
—Asentí—. ¿Y que los MacGannon son católicos? —Asentí nuevamente—. ¿Y que viviremos en
Kilgannon?
—Sí, y sé que tus hijos son parte del ofrecimiento. Sé que necesitan a su padre. Lo haré lo
mejor que pueda para ser una madre para tus hijos —le cogí la espada y la coloqué de nuevo
junto al fuego—. Yo también necesito a su padre. Tendremos que compartirlo. Te amo, Alex.
Confío en tu buen juicio y creo que tenías razón al administrar justicia como lo hiciste. Me casaré
contigo y me mudaré a Kilgannon. Compartiremos lo que tienes, y lo que lleve será tuyo y yo seré
tuya también.
—Ah, pequeña —dijo, con los ojos centelleantes otra vez—. Me encantará que seas mía —
rió cuando lo abracé.
—No es eso lo que quise decir.
—Pero es lo que yo quise decir —gruñó en mi cuello.
—Por tanto, debe preguntármelo correctamente, señor.
—¿ Correctamente ?
—Sí.
—¿Debo pedirte correctamente que seas mía?
—Debes pedir correctamente que me case contigo.
Asintió y se paró frente a mí, me cogió las manos entre las suyas. Su expresión era tierna y su
voz sincera.
—Mary Lowell, ¿me aceptarías como esposo? ¿Te casarías conmigo y serías mi esposa?
—Sí, Alex —lo miré a los ojos y sonreí—. Sí.
Me besó suavemente.
—Ah, pequeña, me has hecho inmensamente feliz.
—Y tú a mí—le susurré con la cabeza contra su cuello. Rió cálida y deliciosamente mientras
me alzaba entre sus brazos girando por toda la habitación.
—¡Ha dicho que sí! —me besó intensamente, y dejamos de dar vueltas para concentrarnos el
uno en el otro— ¡Ha dicho que sí! —dijo quedamente con ojos oscurecidos mientras me
deslizaba el dedo por la mejilla hasta los labios, después repitió la caricia con su boca. Finalmente
nos detuvimos para respirar y meneé la cabeza.
—¿Cómo pudiste dudar que te aceptaría? —pregunté—. ¿Cómo pudiste ponerlo en duda?
No he hecho otra cosa más que arrojarme a tus brazos durante meses.
Su expresión se ensombreció.

109
Kathleen Givens– Kilgannon

—No puedo entender por qué me amas, Mary, con solo pensar en todo lo que debes
abandonar —señaló la habitación—. Te amo, pequeña, pero lo que te pido es demasiado, y no
estaba seguro de lo que decidirías después de considerarlo con detenimiento.
—Alex —dije acercándome a él—. Nunca encontrarás una mujer que te quiera, en cuerpo y
alma, como lo hago yo.
Nunca.
Rió con esa risa profunda tan suya y sonreí triunfante, después le introduje la mano bajo la
camisa y le acaricié la espalda. Su piel era suave y deseé quitarle la camisa para mirarlo. Introduje
la otra mano bajo la camisa y me acercó hacia él. Sentí cómo su cuerpo se agitaba. Y Will entró en
la habitación. Retiré las manos de la espalda de Alex y escondí mi rostro en su hombro. Sin dejar
de abrazarme con firmeza, le escuché hablar sobre mi cabeza.
—Estamos comprometidos, Will —dijo Alex con tranquilidad.
La pausa fue tan larga que me di la vuelta para observar la reacción de Will. Su expresión era
indescifrable, pero me miró al decir:
—Te tomaste tu tiempo, Kilgannon.
Nevó durante los tres días que Alex permaneció con nosotros y conversamos todo el tiempo
sobre el matrimonio y los niños, sobre libros y cuestiones de política, sobre Londres y Escocia.
Jack lo seguía como una mascota. Estaba deslumbrado por Alex. En realidad, la mayoría de los
sirvientes lo consideraban asombroso. Se ganó la simpatía de todos, especialmente de la cocinera,
cuando insistió en ir a la cocina para agradecerle su deliciosa comida. Lord Alex no podía hacer
nada malo después de eso, y ella se superó a sí misma mientras él estuvo con nosotros.
Estábamos hablando en la galería cuando le pregunté sobre los comentarios acerca de que su
familia era jacobita, de que apoyaban al depuesto rey Jacobo Estuardo —o Jacobo el Católico o
Jacobus en latín—, quien había sido desplazado por el protestante Guillermo de Orange.
Guillermo era un príncipe danés que había reclamado el trono inglés justificándose: en que era el
nieto del decapitado rey Carlos I, un Estuardo y también esposo de María, hija del rey Jacobo II.
Guillermo había invadido Inglaterra en 1688 para reclamar el trono al rey Jacobo, quien había
huido a Francia con su hijo. Sin opositores, Guillermo ocupó los tronos de Inglaterra y de
Escocia. Algunos escoceses —ahora llamados jacobitas— se levantaron en defensa de Jacobo en
1688 y fueron vencidos en la batalla de Killiecrankie al año siguiente. El padre de Alex había
estado entre ellos. Observé su reacción a mi pregunta. Suspiró y miró los retratos de mis
antecesores.
—¿Por qué será, pequeña —preguntó señalando los cuadros— que sus vidas parecen tan
simples y desprovistas de hechos significativos y las nuestras, acosadas de preocupaciones ? —
Siguió caminando sin apartar la mirada de mí—. Escuchaste que mi padre se fue en 1688, ¿no es
cierto? Y que yo estuve en Francia. Bueno, es verdad.
—¿Qué es verdad? —caminé detrás de él.
—Que mi padre se fue en 1688 —sonrió ante mi expresión confundida—. Quiero decir que
mi padre se unió a la facción de los Estuardo que se opusieron a que el rey Guillermo ocupase el
trono de Escocia y de Inglaterra —sonrió irónicamente—. Perdieron en Killiecrankie y la
rebelión terminó. Mi padre firmó el voto de lealtad al rey Guillermo, y los MacGannon han
mantenido su palabra. También es verdad que he estado en Francia y que me he reunido con
Jacobo Estuardo. También tengo un primo que vive en París, y durante toda la guerra lo he
visitado. Se casó con una joven francesa, y no es jacobita —se dio la vuelta—. No tengo

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Kathleen Givens– Kilgannon

intención de unirme a una rebelión, Mary, y ciertamente no por los Estuardo. Le dieron la
espalda a Escocia, y yo, por mi parte, no los perdoné nunca, a pesar de que estoy de acuerdo con
que Jacobo debería ser rey. Pero es católico e Inglaterra no aceptará un rey católico otra vez.
Jacobo Estuardo no representa una amenaza para nosotros, pequeña. Métetelo en la cabeza —
dijo y me cogió entre sus brazos.
Alex estaba muy orgulloso de Kilgannon y me contó mucho sobre él; me dibujó planos y
bocetos del castillo y sus alrededores y me habló sobre las distintas etapas en que fue construido y
lo que había hecho cada generación para mejorarlo. Me confesó que él había dibujado los bocetos
que me envió, eso le recordó que sus hijos me habían enviado cartas y dibujos.
—Matthew ayudó a lan a escribir sus cartas —dijo y me las alcanzó—, pero Jamie no tuvo
ayuda, como podrás apreciar.
«Querida señorita Lowell —había escrito Jamie con letra despareja—. Mí papá me dijo que
usted vendría a vivir con nosotros. Eso estaría bien. Venga pronto».
Le sonreí a Alex. Al menos uno de sus hijos me recibiría bien. Jamie había dibujado algo que
no pude identificar y alguien había firmado con su nombre. Alex meneó la cabeza.
—Yo tampoco puedo identificar nada, Mary, pero quería enviarte algo y le dije que lo traería.
—Me lo explicará cuando lo vea. ¿Pero cuándo será eso, Alex? ¿Cuándo nos casaremos?
Sonrió.
—Bueno, si estás de acuerdo, pensé en ir a casa y volver por ti en un mes. Necesito arreglar
algunas cosas y enviar las invitaciones de boda, no sé qué te gustaría hacer. ¿Te gustaría casarte
aquí y después en Kilgannon, o quieres casarte allí? Si nos casamos en Kilgannon será una
ceremonia católica. ¿Tu familia tendría alguna objeción? ¿Tú la tendrías? No sé qué quieres.
Sonreí.
—Te quiero a ti.
Me miró sorprendido y después de un momento, me devolvió la sonrisa.
—Usted es muy directa, señorita.
—Sí, Alex. Te lo dije. Ahorra tiempo —reímos—. ¿Qué es lo que deseas, mi amor? ¿Qué
prefieres?
—Bien —dijo frotándose el mentón—. Si nos casamos en una iglesia inglesa, tu familia
estará feliz y seguramente, molestará a algunos del clan. Si hacemos lo contrario, el clan estará
complacido pero molestará a tu familia. No tengo solución —se echó hacia atrás
desanimadamente—. No lo había considerado en profundidad. No tenía ni idea de que pudiese
ser tan complicado. Sin importar lo que hagamos, ofenderemos a alguien.
Sonreí nuevamente.
—Es simple, Alex.
—No, Mary, simple no es.
—Sí, Alex, es simple —le besé la mejilla y el frunció el ceño.
—¿Cómo puede ser simple, pequeña? No puedo darme cuenta cómo podría serlo.
—Cuando regreses a Inglaterra, nos casaremos en una iglesia inglesa para que mi familia
pueda acompañarme. Cuando vayamos a Kilgannon, un sacerdote nos puede casar allí. De esa
manera, nadie se sentirá ofendido. Así, las dos familias estarán presentes y ambas religiones
representadas.
Me miró sorprendido.
—¿Estarías dispuesta a hacer algo así?

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Sí ¿Y tú?
—No tengo objeciones. Quizás las tengan los sacerdotes, pero pienso que es un buen plan.
Sí—se incorporó en el asiento.—Bueno, tendremos que esperar un mes. A menos que... —
detuvo mi protesta con un beso.
Alex partió la tarde siguiente, y esa noche no pude dormir. Recordé a mi bella madre
cantando y la dulce expresión de mi padre al observarla, a mi madre revisando el atuendo que usé
en mi primer, baile. Todo se había ido, y estaba por empezar algo nuevo y propio. Nunca los
había extrañado tanto. Mi padre habría conversado con Alex y le habría dado la bendición, y mi
madre habría estado en todos los detalles. Las lágrimas me surcaron las mejillas, las enjugué y
suspiré. La vida me llevaba junto a Alex, sería su esposa y viviría en otro país con otra gente.
¿Sería capaz de cumplir con mis obligaciones de esposa, madre y condesa? Parte de mí deseaba
ser una niña pequeña otra vez, a salvo en Mountgarden con mis padres y sin tener que tomar
decisiones. Suspiré nuevamente y pensé en Alex riéndose en las calles de Londres, en una taberna
preocupado por el futuro de su país, acostado en el barco, trepando por una pared para
encontrarme, atravesando una tormenta para verme, salvándome la vida. Alex, de pie solo en el
salón de baile lleno de gente. De pronto me di cuenta de que él también tenía temores, y era igual
de vulnerable que yo. Pero era más valiente. Me había perseguido abierta y honestamente, sin
ocultarme sus reveses ni haciendo alarde de sus atractivos. Enfrentó con firmeza la
desaprobación y el desdén de la sociedad inglesa, y se rió de ella. Al convertirme en su esposa,
sería considerada, al igual que él, como una extraña en Inglaterra. Es cierto que él era un conde y
yo me convertiría en condesa, pero él siempre sería menospreciado, simplemente por ser escocés.
¿Y qué sería yo? Una inglesa casada con un escocés no era realmente ni inglesa ni escocesa. ¿Sería
aceptada por el clan? ¿Qué estaba haciendo? Moví la cabeza. Era demasiado tarde para tales
pensamientos. Todo lo que tenía que hacer era verlo nuevamente y todas mis dudas
desaparecerían. Pensé en sus ojos azules y me abracé a mí misma, como un pobre sustituto de sus
brazos. Mientras que Alex me amara, podría enfrentarme a cualquier cosa.

112
Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 13

Habíamos planeado una sencilla ceremonia en Mountgarden, pero Louisa tenía otros planes,
y a pesar del escaso tiempo organizó una boda pomposa en St. Rosemary, seguida de una lujosa
fiesta en su casa. Randolph, para sorpresa mía, se abocó a los preparativos y estuvo detrás de mí
constantemente. Cuanto intenté agradecerle su generosidad, calló mis palabras con un ademán,
explicándome que ni Louisa ni él tenían hijos, que yo era como una hija para ellos y que se había
encariñado con Alex. Lo besé en la mejilla y lo abracé simulando no haber notado que sus ojos
estaban sospechosamente húmedos cuando se lo agradecí nuevamente. Me dio unas palmaditas
en la espalda y se alejó rápidamente.
Louisa estaba en su elemento, planificando todo hasta el más mínimo detalle con su
consabida habilidad, mientras que yo la seguía todo el tiempo. Conversábamos constantemente, y
algunas veces, al descubrir sus ojos llorosos, me di cuenta de cuánto la extrañaría. Y cuánto
extrañábamos ambas a mi madre. Will estuvo maravilloso, colaboró en todo lo necesario. Betty
no fue de gran ayuda: por supuesto, se paseó de habitación en habitación dejando todo el trabajo
para nosotros, pero no me importó, porque no nos faltó ayuda. La madre de Becca vino varias
veces para ayudar a Louisa y se vanaglorió de haber descubierto lo bueno que era Alex antes que
nadie. La duquesa, quien estuvo con nosotros constantemente, argumentó que ella era la única en
Londres que siempre había sabido cuan refinado era el conde de Kilgannon. Discutieron todo el
tiempo sobre ello.
Una semana antes de la boda, llegó Alex con su familia. Malcom, Angus, Matthew y otros
nueve hombres. Su tía Deirdre se había quedado para organizar nuestra segunda boda pero me
envió una carta en la que cariñosamente me recibía en la familia MacGannon. Alex no trajo a sus
hijos. Cuando le pregunté por qué, me dijo que sería el único momento en que estaríamos juntos,
sólo nosotros, y que esperaba con ansias nuestra noche de bodas. Mis mejillas se incendiaron ante
su broma.
—Y no será por mucho tiempo, pequeña —dijo—. Esto depende de cuál de las bodas
consideres como el verdadero casamiento.
—Estaremos juntos tan pronto como nos casemos ¿no es cierto?
Deliberadamente, malinterpretó mis palabras.
—No, deberemos esperar hasta después de la comida. Tus tíos han invertido una gran suma
y mucho esfuerzo, ¿sabes? Debemos estar con ellos un poco, y también con el resto de los
invitados —ignoró mi exclamación—. Debemos hacerlo, Mary. Es una cuestión de cortesía —reí.
Finalmente todo estaba listo. Después de la boda nos marcharíamos de Londres. Los
MacGannon navegarían hacia Bristol para esperarnos allí, mientras que nosotros pasaríamos
cinco días de viaje de bodas en Dower House, una de las propiedades de la duquesa en Wiltshire.

113
Kathleen Givens– Kilgannon

Tanto ella como el duque habían insistido en ello como parte del regalo de bodas, y nosotros lo
aceptamos agradecidos. De Wiltshire nos dirigiríamos a Bristol para encontrarnos con mi familia
y con el Gannon's Lady, para después seguir hacia el Norte. La boda en Kilgannon tendría lugar
al día siguiente de nuestra llegada, un día miércoles por cuestión de suerte.
Matthew estaba entusiasmado, colaborando tanto que comenzamos a apoyarnos en él.
Bromeaba con Will como si se conociesen desde hacía años, y escuchaba las historias de
Randolph de manera tan respetuosa que Louisa se encariñó con él. Malcom nos observaba con
aire condescendiente, viéndose siempre algo aburrido. Nunca tuvo algo agradable o alentador que
decir. Lo ignoré la mayoría del tiempo y me guardé lo que pensaba. Angus se negó a ser incluido
en los preparativos, pero se mostró cortés. Ocasionalmente, lo encontré observándome con
expresión seria. Era la sombra de Alex, aparentemente satisfecho con pasar el rato mientras
esperaba, y cuando no estaba, Matthew lo reemplazaba. El resto de los MacGannon eran
indudablemente corteses pero raramente se apartaban de Alex, y permanecían siempre alrededor
nuestro cuando conversábamos. Cuando mi familia hizo un comentario al respecto, Alex se
encogió de hombros y rió, diciéndoles que él era un hombre muy importante.
El día de la boda amaneció brillante y claro. Esa mañana, Louisa y yo mantuvimos nuestra
última conversación cariñosa y lloramos juntas por mi madre. Me regaló un broche que había
usado mi abuela en su boda, y le agradecí su bondad durante todos esos años. Me hizo callar,
pero supe que estaba complacida. Me puse el vestido de bodas de seda que había usado mi
madre. Lo tuvieron que alargar porque yo era mucho más alta que ella. Al usar ese hermoso
vestido, sentí que ella me acompañaba de cierta manera. Necesitaba sentir que ella bendecía mí
casamiento, y deseaba que nuestro matrimonio fuese tan feliz como el que ella había tenido. Y
como el de Becca parecía ser. Ella y Lawrence habían llegado hacía poco del Continente,
rebosantes de alegría. Estaba feliz de tenerla conmigo, me alentó y me alegró diciéndome que me
encantaría la vida de casada y rió de mis temores de ser una esposa inadecuada.
En la iglesia, nos condujeron a las habitaciones de la novia que daban a la calle. Estaba
mucho más tranquila de lo que esperaba, o así me pareció mientras me vestían y me peinaban
según las indicaciones de todas las presentes. Pero cuando Becca, sentada cerca de la ventana, me
llamó para que mirase algo, casi desgarré el bajo del vestido y la pérdida de decoro se agravó al
ver lo que observaba. Rodeado de una docena de MacGannon, Alex caminaba hacia la iglesia. Era
el único que vestía a la usanza inglesa, pero llevaba el escocés de los MacGannon en la manta que
tenía sobre uno de los hombros y en la boina. Habíamos discutido mucho sobre qué usaría. Alex
dijo que no importaba. Yo quería que vistiese el traje típico de las Tierras Altas, pero Randolph y
Louisa preferían que usara ropa al estilo inglés. Finalmente, fue Matthew el que encontró la
solución.
—Donde fueres... —había dicho encogiéndose de hombros y así quedó decidido.
Alex permanecía de pie, próximo a convertirse en mi esposo, vestido con una levita de
terciopelo gris, pantalones de montar y una nívea camisa blanca. Pude escuchar las gaitas
escocesas nítidamente y permanecí de pie paralizada mientras los escoceses se acercaban a la
iglesia. Alex permanecía en medio de un grupo de hombres que reían alegremente. Con Rebecca
a mi lado, observé a los hombres, la multitud curiosa los rodeaba pero se comportaban
correctamente. Becca suspiró.
—Es tan apuesto, Mary —suspiró mirando a su madre y a mi tía. Estuve de acuerdo, y
recordé a Lawrence quien, si bien era un hombre maravilloso, era bastante común. No había nada

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Kathleen Givens– Kilgannon

de común en Alex—. ¿Realmente lo amas o sólo es por su imponente apariencia? —me lo había
preguntado miles de veces, y otras tantas le contesté que amaba todo de él.
La iglesia brillaba con la luz de las velas mientras atravesé la nave del brazo de Randolph,
como en un sueño donde sólo veía a Alex esperándome y a mi apuesto hermano junto a él.
«Querido Will», pensé. Había sido firme en la cuestión de que él acompañaría a Alex para
demostrar a todo Londres el; beneplácito de la familia con el casamiento. Un gesto que Alex
había apreciado mucho, y que además, hizo más tolerable la presencia de Malcom junto a Alex.
Alex me miraba con ojos oscurecidos e intensos mientras caminaba hacia él y, una vez que me
encontré a su lado, me cogió de la mano e inclinó la cabeza en un gesto de cortesía hacia
Randolph, la ceremonia comenzó. De pie a su lado en el altar, me sentía sobrecogida por el paso
que estaba a punto de dar. No recuerdo los detalles de la ceremonia, sólo la iglesia llena de una
multitud rebosante de buenos deseos hacia nosotros, y de Alex a mi lado. Lo miré fugazmente,
preguntándome si estaría tan nervioso como yo. «Pasaré el resto de mi vida con un extraño»,
pensé, mientras él respondía las preguntas del sacerdote con voz clara. Su expresión era serena
cuando se dio la vuelta para mirarme, sonrió y me apretó la mano con más fuerza. Pude
distenderme, le devolví la sonrisa, y logré contestar las preguntas del sacerdote sin vacilar. Alex
me colocó el anillo que había pertenecido a su madre y a su abuela, y me besó. Ya era una mujer
casada.
La recepción en casa de Louisa estuvo llena de risas. Estaba complacida de que la élite de
Londres hubiese venido a desearnos lo mejor. Incluso mi tío Harry pudo venir y se divirtió
mucho, mezclándose sin problema con la multitud, destacándose su risa del resto. Estuvo la
mayor parte del tiempo con la familia de Alex, y me pregunté cómo podría haber considerado
extraño a ese ser tan afable. Harry comentó que Londres parecía aceptar nuestra unión, y así
parecía. Las invitaciones de Louisa difícilmente eran rechazadas, y muchos vinieron a la boda
simplemente por su popularidad. Los meramente curiosos lo habían hecho para ver la ceremonia,
analizar mi vestido y juzgar mi conducta, o azorarse por Alex y su familia, y no resultaron
desilusionados. Más altos que la mayoría de los hombres, los doce escoceses captaron muchas
miradas. Alex era con mucho el más apuesto; pero Meg, ya casada, quedó cautivada con Donald,
primo de Alex en cierto grado, hombre corpulento, aún más imponente que Angus. A quien, por
supuesto, llamaban el Pequeño Donald.
La tarde me resultó un crisol de rostros borrosos. Incluso aquellos que habían asistido sólo
para poder chismorrear se comportaron admirablemente. Cuando finalmente llegó la hora de
partir, Alex se tomó un momento para estar con su familia, después con la mía, y yo hice lo
propio. Después intercambiamos una sonrisa y subimos al carruaje de Randolph. Llegamos a
Dower House sin contratiempos y nos recibió la eficiente servidumbre de la duquesa. Mientras
nos mostraban todo, nos mirábamos fugazmente. Pronto estaríamos solos. Al fin en la casa. No
había traído sirvientes a petición insistente de Alex, quien tampoco había traído a su ayuda de
cámara, ni a su sirviente personal, pero Angus, Matthew y el Pequeño Donald estaban en el
granero. Yo había protestado por ello, opinando que estaríamos seguros, pero Alex había sido
inflexible al respecto.
—No hay nada que no sepas, Mary. No creo que nadie quiera hacernos daño aquí, pero
Angus no me dejará solo sabiendo que mi atención no se concentrará en mi seguridad. Tengo
otras cosas de las que ocuparme.
Cuando me besó, tuve que coincidir, sin más protestas.

115
Kathleen Givens– Kilgannon

El equipo de la duquesa fue muy minucioso, pero pensé que nunca se irían. Un rato más
tarde, por fin solos en nuestra alcoba, me sentí repentinamente tímida y me moví sigilosamente al
guardar las cosas mientras Alex me observaba. Me di la vuelta después de doblar los guantes y lo
encontré frente a mí. Sonrió. Se había quitado los zapatos y las medias además de la manta que
tenía sobre el hombro. Después siguió con la chaqueta que arrojó detrás de él y se aflojó el lazo
que tenía alrededor del cuello.
—Mary —dijo cogiéndome de la cintura—. Me he comportado bien durante demasiado
tiempo —me besó y me acercó a él—. ¿Tienes miedo, pequeña?
—Sí. No. Quiero decir... —respiré profundamente—. Estoy aterrorizada, Alex. ¿Pero cómo
puedo decirte algo así?
Rió suavemente.
—Acabas de decirlo. Ven —me cogió de la mano y me llevó hacia la chimenea—. Te
prometo que no haré nada que no quieras que haga. Estoy dispuesto a esperar a que estés
dispuesta, Mary. Tenemos el resto de nuestras vidas por delante —observé cómo las sombras que
proyectaban las llamas danzaban en su mejilla, y asentí. Me acercó a él, apoyé la mejilla contra su
pecho, me acarició la espalda y me apoyó la cabeza contra el cabello. Olía a jabón—. No tengas
miedo, pequeña. Iremos tan rápido o tan despacio como prefieras. Lo que estamos por hacer es
maravilloso. Escucha a tu cuerpo. Él sabrá qué hacer. No pienses.
Sentí los latidos de su corazón, y mi temor se desvaneció. Era Alex, mi esposo. A los ojos del
mundo ahora éramos uno.
—Y dos se convertirán en uno —dije suavemente, levanté mi boca hacia la suya, disfrutando
como siempre del roce de sus labios en los míos.
—Te amo, Mary.
Me besó suavemente, después más intensamente. Cuando me quitó las horquillas el cabello
cayó sobre mis hombros, y me apretó con más fuerza contra él. Pude sentir la reacción de su
cuerpo y la respuesta del mío. Sin decir una palabra, se sacó la camisa fuera de los pantalones y
colocó mi mano bajo la prenda. Deslicé mis dedos sobre la suave piel de los lados de su cuerpo,
de su espalda. Más osada ya, llevé las manos a su pecho y le acaricié el vello. Vello rubio, como ya
sabía. Le desabotoné la camisa. Su respiración se agitó.
—Mary —dijo roncamente cuando le abrí la camisa y se la quité de los hombros.
La dejó caer al suelo y me miró mientras le acariciaba el pecho, observé cómo las sombras
danzaban sobre su piel con el movimiento de mis dedos. Me incliné hacia él y le besé el cuello,
después los hombros. Cerró los ojos ante mi caricia pero los abrió cuando me aparté para
mirarlo.
—Eres maravilloso, Alex —dije—, absolutamente maravilloso.
Movió la cabeza y sonrió, después se inclinó y me besó mientras desataba el lazo de mi
corpiño. Lo abracé y sentí el roce de su piel contra el nacimiento de mis pechos. «Delicioso»,
pensé. Desprendió los corchetes del corpiño con movimiento lentos de sus manos firmes. No lo
detuve y, concentrado en su tarea, me quitó de los hombros la parte superior del vestido. Dio un
paso hacia atrás e inclinó la cabeza como si me estudiase mientras permanecía de pie frente a él.
Sentí que el corsé me oprimía, y respiré entrecortadamente. Sonrió y cogió los lazos.
—Alex —dije con voz temblorosa mientras él desanudaba lentamente uno de los lazos.
—Mírate, Mary —dijo—. Mira cómo tu piel resplandece a la luz de fuego —deslizó un dedo
siguiendo el nacimiento de mis pechos—. Eres tan hermosa, Mary MacGannon. Mi mujer —me

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Kathleen Givens– Kilgannon

besó nuevamente y después se apartó—. He esperado tanto tiempo este momento. Déjame
mirarte, pequeña.
Tiró del segundo lazo y el corsé se abrió por .completo. Cerré los ojos al sentir primero la
caricia de sus manos y después la de sus labios sobre mis pechos. No recuerdo haber perdido el
resto de la ropa interior que me cubría el torso, pero así debió ser ya que sentí sus manos en los
senos, en la espalda, en el cuello y mi cuerpo apretándose aún más contra el de él. Jadeé al sentir
su pecho contra el mío y abrí los ojos. Le deslicé las manos por la espalda y le solté el cabello, que
le cayó sobre los hombros y sobre mis manos.
Cuando alcanzó la cintura de mi falda le indiqué cómo soltarla, reí al verlo mirar con recelo
la cantidad de enaguas que tenía puestas.
—Esto me puede llevar los cinco días que tenemos — gruñó y reí nuevamente.
Ya no tenía miedo. Di un paso hacia atrás para liberarme de cada enagua que caía en el suelo,
después lo observé conteniendo la respiración mientras lentamente me soltó el liguero y me quitó
las medias acariciándome los muslos y las pantorrillas con movimientos lánguidos. Me sonrojé
cuando retrocedió para mirar mi cuerpo, por primera vez desnudo frente a un hombre.
—Pequeña —dijo levantándome los brazos—. Eres la mujer más exquisita que haya existido.
Nunca he visto mujer más adorable. No, Mary, no te sonrojes ni sientas vergüenza. Mira... —dijo
mientras me recorría con las manos los pechos, la cintura y se detenía en los muslos, me dio la
vuelta para que las llamas del fuego me iluminaran el cuerpo—. Mira las sinuosas curvas de tu
cuerpo. Eres perfecta, Mary Lowell.
Negué con la cabeza.
—Ya no soy Mary Lowell, Alex. Ahora soy Mary MacGannon. La condesa de Kilgannon. La
mujer de Alex.
—Sí —dijo—. Mary. Mi mujer.
Respiré profundamente y reuní valor.
—Alex —dije—. Me gustaría verte.
—Y lo harás —se quitó los pantalones tan rápido que reí con nerviosismo—. ¿Te hace reír?
—me preguntó furioso, de pie desnudo frente a mí.
Negué sin poder articular palabra, en realidad temblaba de arriba abajo.
—No. Eres imponente —dije conteniendo la respiración.
Y ciertamente lo era. Alto y esbelto, su cuerpo era perfecto. Con hombros, brazos y pecho
musculosos; cintura estrecha y piernas largas y esbeltas. Estaba deslumbrada. ¿Podría existir otro
hombre así? «Mi esposo», me dije. La piel broceada de los brazos y las piernas era suave y tersa.
Le deslicé las manos por los costados del cuerpo, la cadera y los muslos que tanto había ansiado
acariciar. La excitación de su cuerpo era evidente y me ruboricé nuevamente sin saber qué hacer.
Sonrió.
—No pienses, Mary.
Me atrajo hacia él, me cogió uno de los pechos y se inclinó para besarlo. Le besé los
hombros y me incliné hacia atrás mientras me acarició todo el cuerpo, las piernas, el vientre, la
espalda, y aún más. «Qué bien se siente», pensé, «qué bien se siente que me acaricie así». Me
acerqué a él, sonrió.
Y no emití protesta cuando me llevó a la cama permitiéndole que me recostase sobre ella. Se
inclinó sobre mí y sonrió.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Mary, no tienes ni idea de lo maravillosa que estás con tu cabellera suelta, tan oscura
contra la blancura de las sábanas, y tu piel tan inmaculadamente blanca. Eres la mujer más
hermosa del mundo. Y eres mía —se recostó lentamente sobre mí—. Mi mujer —suspiró y me
besó—. Mi Mary.
—Y nuestros cuerpos se fundirán en uno solo —dije y lo atraje hacia mí.
—Y nuestros cuerpos se fundirán en uno solo —dijo.
No dijimos nada más durante un largo tiempo.
Fue maravilloso. Fue tierno y generoso, y paciente. Y al cabo de un momento, me relajé y me
entregué a él por completo. Su cuerpo era magníficamente masculino, y lo exploré con deleite.
Ahora entendía a lo que se referían las mujeres cuando hablaban de hombres y por qué Rowena
lo miraba en la manera en que lo hacía. Nunca volvería a verlo como antes. Envuelta en sus
brazos mientras él dormía, llegué a la conclusión de que era la mujer más dichosa del mundo.
«Este es mi marido», pensé, «para el resto de mi vida. Nada nos volverá a separar». Sonreí para
mis adentros. Enfrentaríamos juntos el futuro. Dos, convertidos en uno. Había tenido razón. Mi
cuerpo, una vez que dejé de dirigirlo, había sabido qué hacer. Alex me enseñó el resto. Le deslicé
los dedos por la espalda y sentí que me abrazaba más fuerte. Me coloqué de costado, me arrellané
contra el calor de su cuerpo y me dormí.
Me desperté temprano por la mañana y lentamente me di cuenta de que no estaba sola. Al
abrir los ojos, los recuerdos se agolparon en mi mente, y él estaba ahí, apoyado en el codo, con el
cabello cayéndole sobre el rostro, y una expresión tierna.
—Buenos días, pequeña —me besó en la frente y se recostó junto a mí—. Lo primero que vi
al abrir los ojos fue tu rostro, Mary.
—Lo siento —dije.
Rió suavemente y me acarició la mejilla.
—Yo no. Lo había estado esperando durante meses. Desde la noche en que te conocí, deseé
llevarte a mi cama, pero supuse que no sería cortés por mi parte. ¿Cómo te encuentras esta
mañana?
—Alex, fue increíble —suspiré satisfecha.
Rió nuevamente y me atrajo hacia él. Podía sentir los latidos de su corazón y suspiré
nuevamente. Me sentí adormilada, pero poco después, susurró mi nombre.
—Mary, ¿estás despierta?
—Sí —extendí el brazo al desperezarme. Cogió mi mano y, como todos los amantes del
mundo, comparó nuestras manos, la suya más bronceada y mucho más grande—. Somos del
mismo tamaño.
—No tanto, pequeña. Me llegas a la cintura.
—Soy casi tan alta como tú —me levanté, me apoyé en un codo y lo miré de frente.
Rió.
—Sí, fue lo primero que me llamó la atención de ti. La parte de arriba de tu cabeza.
—No es verdad.
—No, no lo es —dijo con las manos otra vez ocupadas—. Otras cosas me llamaron la
atención primero.
Sonreí, le acaricié el pecho deslizando la mano hasta su vientre.
—Creo que mi destino era compartir tu cama.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Ah, Mary, estoy contento de que no te atemorice. Me preguntaba si... —Contuvo la


respiración cuando bajé la mano.
—¿Si...?
—Si te gustaría—dijo roncamente.
Reí.
—Me gusta.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 14

Cuando desperté era el mediodía de un día lluvioso, y estaba sola. Encontré a Alex abajo,
leyendo frente a la chimenea; parecía tan feliz que sonreí para mis adentros, disfrutando la escena.
—¿Cómo estás, pequeña? —dijo mirándome con una sonrisa.
—Muy descansada —dije riendo—, y hambrienta.
Rió conmigo.
—Qué extraño efecto produce en ti el matrimonio.
Le hice una mueca y me dirigí hacia la cocina, donde nos sentamos a la mesa y disfrutamos
una comida fría.
—Alex —dije.
Habíamos permanecido en silencio mientras lo observaba comer con expresión pensativa—.
Alex, quiero discutir algo contigo.
—Ay, aquí viene. Un día de casada y ya empezamos.
—Lo estás haciendo difícil.
—Así es —asintió riendo.
«Qué apuesto es», pensé, «Mi esposo. Tengo derecho a acariciarlo, hablar con él, a estar a
solas. Cada vez que lo desee, día y noche. Y nadie puede sermonearme o hacerme sentir
desubicada porque no pueda dejar de mirarlo. Mi marido».
—Alex —dije levantando el mentón.
—Eres una mujer persistente, Mary MacGannon.
—Sí —lo miré enojada—, mucho. Escúchame pues.
—No diré otra palabra.
—Bien. Ahora, escúchame. Estuve pensando.
—Mmmm —dijo haciendo una mueca de preocupación.
—¡Alex! —Me miró burlonamente otra vez—. Quiero comprar un barco con mi dote. Para
reemplazar el que se hundió.
Parpadeó. Descruzó los brazos y apoyó las manos en la mesa. Me recosté en la silla
disfrutando de su desconcierto. Me observó por un momento, después al suelo y finalmente,
levantó nuevamente los ojos para mirarme.
—No sé qué decir. Es una oferta muy generosa.
Sonreí con aires de suficiencia.
—Sin palabras. Cuánto lo disfruto.
Ignoró mi comentario y continuó hablando suave y lentamente.
—Eres muy generosa, pequeña, pero creo que no puedo aceptar tu ofrecimiento. Es tu
dinero.

120
Kathleen Givens– Kilgannon

—Debes aceptarlo. ¡Debes aceptar mi ofrecimiento!


Me miró divertido.
—¿Sí? ¿Debo?
—Sí —espeté cruzándome de brazos.
—Ya veo —imitándome a la perfección—. ¿Y por qué ?
Me incliné hacia él.
—Alex, cuando te me declaraste, me pediste que compartiera todo lo que tenías y yo prometí
compartir todo lo mío. Ahora estamos casados y quiero que uses mi dote para completar tu flota
—me miró considerándolo—. Me abriré camino en esto, mi amor.
—¿Lo harás, pequeña? —movió la cabeza sonriendo burlonamente—. Creo que no, pero
puedes divertirte —me puse de pie abruptamente dejando caer la silla. No se movió, pero su
expresión se tornó seria.
—Pues usted puede divertirse también, señor.
Estaba demasiado próxima a las lágrimas cuando me dirigí hacia la puerta. Se interpuso antes
de que la atravesara.
Cuando levanté las manos para apartarlo, me las asió y las colocó detrás de mi espalda
empujándome contra la pared. Lo miré a los ojos mientras me aferraba las muñecas sobre la
cabeza.
—Te amo, Mary MacGannon, y acepto tu ofrecimiento. Amablemente —me besó la frente,
después la mejilla. Aparté la cabeza y rió entre dientes—. No te enojes, pequeña. Tú ganas —
susurró en mi oído y me soltó las muñecas mientras que me acercaba hacia él—. Tú ganas, con
una condición.
Levanté el rostro para mirarlo a los ojos y me besó en la boca.
—¿Cuál?
—El barco estará siempre a tu nombre, no al mío. Será de tu propiedad. Puedes hacer lo que
quieras con él. Sólo tienes que decirlo.
—No. Será tuyo.
—Mary, será tuyo, de nadie más, o no lo aceptaré. Y no voy a discutir sobre ello —me besó
nuevamente.
—Alex —dije. Su atención se había desviado a los lazos que estaba desatando—. ¿Vas a
comprar el bote?
Las manos se detuvieron y rió tristemente.
—Barco, pequeña, y sí, lo voy a comprar. Conoces tu poder, Mary. Te lo dije desde el
principio: será como tú quieras. Me siento incómodo al usar tu dinero de esta manera, pero si es
lo que realmente deseas, lo haré, y te lo agradezco —le deslicé los brazos por el cuello y lo besé.
—Nuestro dinero, Alex. Nuestro dinero. Y es lo que realmente deseo.
—Por ende te abrirás camino por ti misma. Con una condición —me besó en la frente de
nuevo manteniendo sus manos muy ocupadas.
—¿Ordenarás que lo construyan en Londres?
—No. Tu dinero se invertirá en Escocia —dijo inclinándose para desatar el esquivo cierre.
—¿Y lo harás tan pronto como llegues?
—Después de la boda, sí, pequeña. Gastaré cada penique de tu dote, si así lo quieres —sus
manos se detuvieron y me miró—. Dime, Mary, pequeña. ¿Alguna vez alguien pudo negarte algo?
—Sí —le acaricié la mejilla—. Tuve que esperar meses por ti.

121
Kathleen Givens– Kilgannon

Los cinco días volaron demasiado rápido y era hora de partir. Nos habían dejado solos pero
fuimos muy bien atendidos. Habíamos disfrutado de la privacidad y consideración, les escribimos
al duque y a la duquesa para agradecérselo antes de partir. Alex permaneció callado esa noche
mientras reuníamos el equipaje en el vestíbulo, preparándonos para la mañana siguiente, y le
pregunté en qué estaba pensando.
—Estaba pensando en que Kilgannon te asombrará, pequeña. Esta fue la quietud que
antecede a la tormenta. Hemos tenido tiempo para estar juntos, sólo los dos. Será algo extraño de
aquí en adelante. Estaremos siempre rodeados por el clan, y si bien nunca me molestó, creo que
será un estilo de vida muy diferente al que conoces. ¿Tienes alguna duda?
Su expresión era de preocupación, lo abracé y lo besé.
—Estaremos bien. Si viviésemos en Mountgarden sería lo mismo. Crecí rodeada de gente.
—No son tus familiares.
—Estaremos bien, Alex. Pero hay una cosa.
—¿SÍ?
—Ellen. ¿ Crees que podría llevar a Ellen conmigo ?
—¿Ellen?
—Es una de las criadas de Louisa. Le tengo mucho afecto. Será una compañía para mí.
Se encogió de hombros.
—Oh, sí, no hay problema. ¿Pero crees que la joven querrá ir a un lugar tan lejano?
—Así me lo pidió poco antes de la boda. Con toda la excitación me había olvidado de su
ruego.
—Bien, no hay problema. Si no se acostumbra, la enviaré de regreso en uno de los barcos.
—¿Cómo se lo comunicaré? Nos encontraremos con todos mañana. Tendría que haber
pensado antes en ello.
—Tendremos tiempo —dijo moviendo uno de los baúles—. Uno de los muchachos puede ir
ahora mismo. No partimos hasta mañana por la noche —frunció el entrecejo al mirar el
equipaje—. ¿Cuánto más te falta, pequeña? Quizás necesitemos dos barcos.
Mi familia se reunió con nosotros sin inconvenientes y partimos con la marea en un claro y
frío crepúsculo. El Pequeño Donald se ofreció para buscar a Ellen, la cual estuvo encantada de
que no me hubiese olvidado de ella. Permaneció de pie junto a mí rebosante de entusiasmo
mientras saludábamos a mi familia. La observé afectuosamente, preguntándome si su entusiasmo
no decaería mientras viajáramos en dirección al norte, hacia lo desconocido. La despedida había
sido mucho más difícil de lo que había imaginado. Nunca me había separado ni de Louisa ni de
Will, y sentía remordimientos de no haber valorado las últimas semanas que estuve con ellos.
Randolph se mostraba brusco, pero tenía los ojos sospechosamente húmedos cuando lo abracé.
Mis ojos se llenaron de lágrimas también y él las enjugó con un gesto inesperadamente tierno.
—Cuida bien a mi niña, Kilgannon —gruñó Randolph.
Alex le sonrió.
—Lo haré, señor. Vendrá a visitarnos al salvaje Norte, ¿verdad?
Se dio la vuelta abruptamente y Louisa le palmeó el brazo antes de abrazarme. Nos
prometimos escribirnos. Sabía que ella regresaría a su ocupada agenda en Londres, pero estaba
segura de que me extrañaría, como yo a ella. Nunca había sido la que se marchaba. Intenté
agradecerle nuevamente su bondad, pero me calló con un gesto.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Mary, si nos necesitas, estaremos siempre junto a ti cuando sea necesario —me cogió el
rostro entre las manos e intentó esbozar una débil sonrisa—. Siempre, querida —no pude
contestarle y la abracé nuevamente.
Will no intentó esconder sus emociones cuando me sostuvo entre sus brazos y me dijo
quedamente.
—Cuídate, pequeña Mary. Sé feliz. Y si no es como piensas, vuelve a casa y le arrancaré el
corazón.
—Oh, Will —dije sin poder contener las lágrimas.
Sonrió.
—Sé feliz, Mary.
Asentí y lo abracé otra vez. Incluso Betty me abrazó en un momento dado y me deseó lo
mejor. Después de darle un último abrazo a todos me metieron prisa para subir al barco, les dije
adiós con la mano y navegamos hacia la noche.
El viaje no tuvo incidentes y di gracias una vez más por mis condiciones de buena navegante.
Cuando llegamos a Escocia el mar estaba embravecido y amenazador, pero no llovía. El último
día navegamos entre medio de las islas y las olas de alguna manera se tranquilizaron. Alex señaló
diversos lugares y me dijo sus nombres así como también a quiénes pertenecían, y así escuché por
primera vez los nombres que luego significarían tanto para mí. Estábamos de pie en la cubierta
cuando el Gannon's Lady viró y se adentró en los fiordos. Alex lucía sus mejores galas y me había
pedido que vistiera la capa que me había regalado. Se arremolinaba alrededor de mí con el azote
del viento a mis espaldas al cambiar el rumbo.
—El lago Gannon —dijo Alex sonriendo ampliamente mientras asentía ante mi expresión y
me apartaba el cabello del rostro—. Sí, el hombre le puso su nombre a todo. Cuando Angus y yo
éramos pequeños, solíamos denominar Gannon a todo: árbol Gannon, roca Gannon, bote
Gannon... Pensábamos que éramos muy inteligentes. Por supuesto, así también lo creyó Gannon
—sonrió nuevamente—. Ya casi llegamos a casa.
A los lados del fiordo, los acantilados rocosos se imponían sobre nosotros, grises y sin vida.
Observé a mi alrededor preguntándome a qué clase de tierra había llegado. ¿Podría ser
considerada hermosa por alguien? ¿Cómo podía mantener a tanta gente? ¿Quién podía vivir en
un lugar tan desolado? Viramos en una curva del lago y los fiordos se redujeron lentamente hasta
convertirse en inhóspitas colinas sobre una de las orillas, pero aún no se divisaban casas ni gente.
Sentí cómo se me oprimía el corazón. No era mucho mejor. ¿Cómo pudo decirme que era
espléndido? Y los dibujos. ¿Qué representaban? —¿Escuchas las gaitas, pequeña? —la sonrisa de
Alex era íntima—. Lo harás en cualquier momento. Nos están preparando una calurosa
bienvenida. Y si miras hacia arriba, ahí en lo alto —señaló un precipicio rocoso que se elevaba
tras la siguiente curva del lago— verás a un niño que nos está saludando con la mano. Es uno de
los que nos espían para avisar a los otros de nuestra llegada —Me protegí los ojos con la mano y
divisé a un joven que saltaba de un pie al otro agitando furiosamente las manos. Alex le devolvió
el saludo—. No creíste que veríamos a alguien observando quién llegaba, ¿no es así? Todos en
Kilgannon saben quién llega por mar antes de que toque tierra.
Sus ojos brillaban al escuchar atentamente, y poco después también oí las gaitas. Cuando
rodeamos la última curva del lago, la música fue creciendo en intensidad hasta que rugió en todo
el valle.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Y qué valle. Verde, exuberante, lleno de árboles y extensiones de hierba verde cubriéndolo
todo como un vergel. Era comprensible por qué lo consideraba extraordinario. No estaba
preparada para algo así. Era aún más hermoso de lo que me había dicho. Oh, sí, pensé, podría
vivir aquí. El valle brillaba con el sol de la tarde pero la bruma cubría las cimas de las montañas,
pronta a descender. Los gaiteros formaron en fila en el muelle, acompañados por una multitud
que se acrecentaba a medida que nos acercábamos. Desde el terreno plano que rodeaba al muelle,
el valle se extendía hasta el final del lago y verdes prados rodeados de árboles cubrían las laderas
de las montañas.
—Kilgannon —dijo Alex quedamente junto a mí y señaló.
Seguí su mirada hacia la derecha. Era sin duda un castillo. Parecía surgir de la misma roca,
una imponente estructura que se erguía en la cima de una empinada colina sobre una serie de
escarpadas terrazas amuralladas sobre el valle. Las antiguas murallas conformaban una magnífica
fortaleza de piedra gris que resguardaba el castillo, tanto sus edificaciones interiores como las
laterales. Era una noble estructura, elegante a pesar de su portentoso tamaño y de sus evidentes
características defensivas. Nueve generaciones de MacGannon habían vivido y muerto ahí, pensé,
y ahora sería su señora. Las piedras grises se destacaban contra la bruma. «Recíbeme
acogedoramente en tu seno», me dije, «intentaré dar lo mejor de mí para merecerlo».
Después captó mi atención la gente que nos vitoreaba mientras nos acercábamos. Repetían el
nombre de Alex mientras desembarcábamos y me sorprendió la informalidad de su saludo.
Muchos lo llamaban «milord» o «Sir», pero la mayoría, simplemente «Alex». Excepto dos niños
pequeños que subieron a bordo antes de que aseguraran las amarras.
—¡Papá! ¡Papá! —gritaron mientras trepaban y se arrojaron a los brazos de Alex.
Los abrazó con fuerza y dio un paso hacia atrás para mirarlos. El mayor era parecido a como
debió ser Alex a su edad; el menor era una copia exacta salvo que tenía el cabello mucho más
rojizo. Ambos tenían las mismas piernas esbeltas de su padre, cabello indómito y ojos azules. Y
naturaleza demostrativa. Después de un momento, Alex los dejó en el suelo riendo.
—Mary, ellos son mis hijos —le apoyó una mano en la cabeza a cada uno. Tres pares de ojos
azules me escudriñaron.
Hice una gentil reverencia y sonreí.
—Soy Mary—dije. «Dios mío», rogué, «que me acepten. Haré todo lo que pueda para ser una
buena madre»—. Tú debes ser Ian —le dije al mayor—. Y tú debes ser Jamie — ambos
asintieron, repentinamente silenciosos y tímidos—. Estoy muy feliz de conoceros.
Miré a esos ojos azules, muy azules, pero no articularon palabra. Nos siguieron mientras
bajábamos la escalerilla pero no dijeron nada cuando Alex fue rodeado por los miembros del
clan. Angus nos siguió al muelle, Matthew a su lado, y los niños parecieron revivir de pronto,
correteando a su alrededor. Matthew colocó a Jamie sobre sus hombros y corrió colina arriba,
seguido por lan. Me sentí muy sola en medio de la multitud de escoceses mientras los observaba
alejarse.
Alex me pasó un brazo por los hombros y me sentí sumergida en una interminable sucesión
de presentaciones. Parecía que todos se llamaban Mairi, Morag, Duncan o Donald, aunque
también había más de diez Alex. Y todos estaban emparentados. Se repitieron los Mac esto, Mac
aquello durante diez minutos hasta que mi cabeza dio vueltas. Todos vestían a la usanza de las
Tierras, Altas: los hombres con mantas o kilts y boinas, las mujeres con vestidos sencillos, la
mayoría con capas, pero muchos desafiando el aire helado, aparentemente sin notarlo. Algunos

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Kathleen Givens– Kilgannon

eran altos, rubios y pelirrojos, los rasgos faciales evidenciaban su ascendencia; pero otros tenían el
cabello oscuro o contextura más pequeña.
Subimos con la multitud las terrazas hacia el castillo, los gaiteros nos siguieron. Me di la
vuelta antes de atravesar el portón principal y observé la vista del lago y del valle que parecía
mezclarse a lo lejos con los bosques y con las montañas. El lago se extendía aproximadamente
media milla, impasible y gélido, reflejando el valle y las montañas, que se erguían imponentes. El
agua era muy azul, las montañas de un gris oscuro contra el gris más claro de la bruma. El sol
hacía que todo resplandeciera.
—Qué hermoso lugar —pero no me di cuenta de que lo había dicho en voz alta hasta que
Angus, junto a mí, asintió dándome la razón.
—Sí, pequeña —dijo con la voz ronca por la emoción—. Es bueno estar en casa. Y es bueno
tenerte aquí.
Alex se me acercó y me guió al interior de mi nuevo hogar.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Segunda Parte

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Kathleen Givens– Kilgannon

De no habernos nunca amado tan dulcemente,

De no habernos nunca amado tan ciegamente,

De no habernos conocido ni separado,

No habríamos tenido los corazones destrozados.

Te deseo lo mejor, mi primera y más bella pasión.

Te deseo lo mejor, mi más sublime y querido amor.

«Un beso cariñoso», de Robert Burns

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 15

Me sentí muy bien recibida. Me presentaron a los MacDonald, WacIean, MacKinnon,


MacLeod, MacNeill, Fraser, y a otros MacGannon, hasta que me dolió la cabeza. Aparentemente
no era suficiente conocer sus nombres, sino también el patrimonio de las últimas diez
generaciones de cada uno de los clanes. Por primera vez me pude percatar realmente de que no
sólo me había casado con un conde sino también con el jefe de un clan. A pesar de su trato
informal para con Alex, era obvio que los miembros del clan lo respetaban, y por añadidura, me
aceptaron.
Todos estaban contentos y fueron amables conmigo. Excepto Malcolm, quien permaneció
de pie solo, observando los festejos con mirada amarga. Seguía a Alex con la vista todo el tiempo,
y en una ocasión, previamente a que nuestras miradas se encontraran y él elevara la copa
sardónicamente, podría jurar que lo sorprendí mirándolo con expresión ceñuda. Era obvio que le
disgustaba que Alex fuese el centro de atención. «Tendría que tolerarlo», pensé, porque Alex
realmente era el centro de atención, especialmente cuando se subió a una mesa al final del salón,
levantó las manos y pidió silencio, después bajó y me ayudó a subir junto a él. Miramos Je frente
a la multitud y habló en gaélico señalándome, después me cogió de la mano y me besó. Un
vitoreo más atronador que el que jamás hubiera escuchado retumbó en la sala, y Alex me sonrió.
—Te he presentado ante todo el clan, pequeña. ¿Tienes algo que decir?
—Diles que estoy encantada de estar aquí y que les agradezco tal cálida bienvenida —dije
con una valentía mayor de la que realmente sentía.
Asintió encantado.
—¿Por qué no se lo dices tú? —Así lo hice, y recibí vítores que fueron creciendo en
intensidad mientras Alex traducía. Alex habló nuevamente y la multitud rugió, me sonrió antes de
descender y ayudarme a hacerlo también—. Los he invitado a comer y beber en la casa y ellos
aceptaron —rió pero antes de que pudiese contestarle apareció un hombre imponente que lo
abrazó bruscamente y le golpeó el hombro varias veces sonriendo ampliamente—. Mi primo
Dougall —me explicó mientras Dougall le hablaba rápida y bruscamente en gaélico.
Aproveché el momento para mirar alrededor. El ambiente, típica sala de grandes
dimensiones, estaba completamente recubierto de madera y tallas, y decorado con una gran
cantidad de cuernos, astas y escudos, además de tapices que cubrían los paneles más altos. Sobre
la enorme chimenea había espadas cruzadas y lanzas además del escudo con el león de los
MacGannon y su lema: HONOR Y CORAJE. Giraba lentamente para observarlo todo cuando
me encontré con unos ojos muy azules de una mujer alta y rubia de busto generoso.
—Bienvenida a Kilgannon —dijo—. Soy Deirdre, la tía de Alex.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Madame —dije y la abracé—. Señora MacGannon, gracias por su carta. Fue muy amable
de su parte.
La madre de Angus sonrió.
—Llámame Deirdre. Te has ganado los corazones de mi hijo, de mi nieto y de mi sobrino,
Mary. Eres bienvenida en Kilgannon.
—Gracias. Angus ha sido muy amable, y adoro a Matthew.
Su satisfacción era evidente.
—Sí, es un buen muchacho. Estoy muy orgullosa de ambos. Ahora, creo que desearás ver tu
alcoba —miró a Alex quien estaba concentrado conversando con Dougall—. Estarán
entretenidos —dijo siguiendo mi mirada—. Una vez que Dougall empieza a hablar, no tiene fin.
Ven conmigo un momento.
La seguí a través de la multitud y por un tramo de escalera que no había notado al costado de
la sala. Cuando llegamos arriba, se dio la vuelta para mirar hacia abajo, a la alegre reunión y
sonrió.
—Ruidosos, ¿no es cierto? Es encantador tener una celebración para variar. Hace mucho
tiempo que no escuchábamos risas en la casa de MacGannon.
Echó una última mirada abajo, después me guió por el corredor que unía la habitación con el
ala nueva. Alex me había explicado que el pasillo había sido agregado a un extremo de la torre
original para anexar el ala nueva. Rodeaba la antigua estructura y conectaba a ambas. Estábamos
en la parte gótica de Kilgannon, con arcadas ojivales, y paredes y pisos de piedra. Las velas
brillaban en los candelabros diseñados con forma de antorchas. Me sentía transportada
doscientos años atrás.
—La abuela de Angus y de Alex, Diana, diseñó la «casa», como la llamamos —dijo
Deirdre—. Es ahí adonde nos dirigimos.
—Alex me habló sobre Kilgannon, pero no me dijo que su abuela se llamaba Diana —dije
trotando tras ella.
Rió.
—Sí, su bisabuela les puso nombres mitológicos. A sus hermanas, Juno y Minerva. Demos
gracias a Dios. Hemos llegado a la casa.
Señaló otro pasillo mucho más moderno con paneles, paredes de yeso y suelo de madera
cubierto con caminos de alfombra. Subimos la escalera de madera oscura y brillante iluminada
con candelabros, caminamos a lo largo de un ancho pasillo flanqueado por puertas altas y nos
detuvimos frente a una de ellas.
—Te he preparado la alcoba de Margaret —dijo al abrir la puerta—. Margaret era la madre
de Alex. Sé que ya os habéis casado en Inglaterra, pero no compartiréis la alcoba hasta que os
hayáis casado aquí.
—Está bien —dije sonriendo para mis adentros. En el Gannon's Lady, había dormido con
Ellen en el camarote de Alex, y él en otro lugar. Me había explicado que el clan no reconocería la
ceremonia anglicana que habíamos tenido y nos consideraría en pecado, y que sería lo mismo
cuando desembarcáramos. No lo discutí.
—Después de que os caséis nuevamente —dijo Deirdre guiándome hacia el interior de la
alcoba de Margaret—, te mudarás a la habitación contigua, la del padre de Alex.

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Kathleen Givens– Kilgannon

En el interior de la alcoba que me habían asignado, Ellen estaba desempacando mis baúles
con la ayuda de dos jovencitas, quienes hicieron una serie de reverencias extrañas cuando fueron
presentadas. Ellen me miró complacida.
—Alex me dijo que no te había contado cómo se desarrollarán las celebraciones de los
próximos días, Mary —dijo Deirdre—. Así que lo haré yo —asentí complacida y me senté en el
borde de la amplia cama mientras Deirdre hablaba—. La ceremonia de casamiento se llevará a
cabo en la sala, ya que la capilla no tiene el tamaño suficiente para albergar a todos los invitados.
Antes de la ceremonia, la familia y los amigos más íntimos recibirán la bendición en la capilla.
Después se iniciará la celebración, que se espera durará toda la noche. En los dos días siguientes,
se llevarán a cabo los juegos al aire libre, si el clima lo permite, caso contrario, en el interior de la
casa.
»Luego todos se marcharán, o la mayoría de ellos, y volveremos a la vida normal —continuó
Deirdre—. No verás mucho a tu marido en los próximos días. Como jefe del clan supervisará
todos los juegos y ceremonias, y los que han viajado para el evento querrán hablar con él mientras
estén aquí, por tanto no te alarmes. No será siempre así —asentí—. Ahora, respecto de tus
obligaciones —agregó—. Debes lucir hermosa y sonreír todo el tiempo. Intenta recordar los
nombres, aunque nadie espera que conozcas a todos todavía. ¿Podrás hacerlo?
—Lo intentaré —dije riendo.
—Bien —se frotó las manos y se levantó de la silla—. ¿Estás cansada del viaje o te animas a
enfrentarte a ellos otra vez?
—Me gustaría lavarme la cara y después me enfrentaré a ellos otra vez.
Asintió complacida con mi respuesta, le ordenó retirarse a las dos jovencitas y le dijo a Ellen
que le mostraría su alcoba. Finalmente, me encontraba sola. Respiré profundamente y disfruté de
la quietud algunos minutos; después me lavé la cara y me peiné el cabello. A continuación,
observé la alcoba. No era lo que esperaba de Kilgannon. La cama con dosel de Margaret era de
plumas y tenía drapeados de encaje blanco. Si Robert pudiese ver esta habitación cambiaría de
opinión respecto del hogar de Alex, pensé frívolamente. Robert. No había pensado en él durante
mucho tiempo y no lo había visto desde nuestra partida de su propiedad. Ni él ni su madre
habían venido a la boda, pero habían enviado correctas esquelas de felicitación y buenos augurios.
Janice me dijo que él no había regresado a Londres ni se lo había visto en ninguna fiesta. Me sentí
culpable y un tanto enojada. Aun así, deseaba que se casara en algún momento y que fuese feliz.
Me dispuse a examinar la habitación nuevamente.
Había dos puertas en las paredes laterales y abrí una de ellas. Era un vestidor y reí
sonoramente ante tal lujo. La segunda puerta conducía a otro dormitorio, mucho más grande, que
en ese momento estaba repleto con mi equipaje. Esta debía ser la alcoba del padre de Alex. La
cama era enorme y tenía una manta de terciopelo de color verde, los drapeados de la cama eran
de encaje blanco igual que los de la habitación de Margaret. La habitación parecía lista para ser
ocupada: el fuego estaba prendido y la ropa de cama preparada. Respiré profundamente, muy
complacida. Mañana en la noche la compartiría con Alex. Regresé rápidamente a la alcoba de
Margaret cuando oí golpes en la puerta y encontré a Deirdre.
Poco después estaba en el salón nuevamente. La gente aún rodeaba a Alex, quien me recibió
con una sonrisa cuando me divisó en lo alto de la escalera. Me dirigí hacia él con una sonrisa
también. «Mi esposo», pensé mientras me acercaba. Estaba en el centro de un grupo de hombres
—la mayoría de su edad—, me recibió con una sonrisa y me rodeó la cintura con el brazo. Con la

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Kathleen Givens– Kilgannon

otra mano sostenía un vaso de whisky e hizo un gesto con él mientras finalizó su relato en
gaélico. Dijo algo más al grupo, apoyó el vaso, y me cogió la mano. El resto rió de buena gana
mientras nos marchábamos.
—Pensé que habías huido, pequeña —me guió detrás de la mesa y atravesamos una pequeña
puerta oculta en uno de los paneles más alejados.
—Deirdre me enseñó mi alcoba —dije—. Es muy amable.
—Sí—dijo distraído mientras atravesábamos el estrecho pasaje—. Espero que os llevéis
bien. Al igual que Angus, es una persona conveniente para tener a tu lado —se hizo a un lado y lo
seguí hasta la planta inferior de la vieja torre. La habitación estaba llena de barriles. En una
esquina, había una angosta escalera que conducía a las plantas superiores.
Señalé los barriles
—¿Qué es todo esto?
—Provisiones. En caso de sitio —rió ante mi expresión mientras prendía una vela que había
en el suelo—. Poco probable, pero es mejor estar preparados, ¿no es cierto?—Señaló una de las
puertas de madera que había en la esquina opuesta a nosotros—. Y un túnel como salida de
emergencia hacia el mar, por supuesto.
—Alex, ¿realmente es tan peligroso vivir aquí?
—No, a menos que nos ataquen los ingleses —rió y levantó las cejas dramáticamente—,
¿deseas atacarme?
—Sí, en realidad —dije riendo también—. Lo deseo.
—Bueno, deberás esperar. Ven ahora.
Me guió hasta arriba sosteniendo en alto la vela. Era una típica torre, la escalera en espiral
cuyo diseño era práctico para la defensa, era difícil de subir. En cada planta había habitaciones
que habían albergado a la familia. Alex subió los escalones sin esfuerzo.
—No hemos vivido en la torre desde hace ya varias generaciones —dijo y el eco de su voz
rebotó en la pared de piedra—. Y puedes ver por qué. No es muy confortable.
Lo seguí casi sin aliento. Finalmente llegamos a la parte superior, donde Alex entró en una
pequeña habitación cuadrada y colocó la vela en el suelo. Cruzó la estancia, abrió la puerta que
estaba al otro lado y me hizo un gesto para que me aproximara. La puerta daba a un parapeto de
piedra que rodeaba el refugio, originalmente diseñado para apostar guardias y apuntalado por
pilares que se extendían hasta un techo de piedra. La vista era maravillosa y observé el castillo que
se encontraba abajo, la muralla interior, los jardines y la muralla exterior y, a continuación, el
extenso valle que se prolongaba hasta la ensenada y las montañas, iluminado todo por los últimos
rayos del sol.
Quedé impresionada.
—Es hermoso, Alex.
—Sí, pero ven aquí —caminó hacia el otro lado de la torre y señaló—. Esto es lo que quería
mostrarte.
La torre era lo suficientemente alta y sobrepasaba las ondulaciones del terreno permitiendo
ver el mar salpicado de islas tras las cuales el sol estaba a punto de ponerse. La escena era
deslumbrante: el sol, que teñía al cielo de distintas tonalidades rojizas y rosáceas, proveía de un
marco espléndido y salvaje al hombre que permanecía de pie junto a mí. Le eché una mirada y
sonrió—. Quería que vieras esto en tu primera noche aquí.
Me cogí de su brazo.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Qué magnífico es esto —dije mientras el sol desaparecía tras una isla azul y el cielo parecía
incendiarse en una fusión de llameantes tonalidades—. Es increíble. Realmente, increíble.
—Casi tan increíble como tenerte aquí conmigo viéndolo —su tono era íntimo—. Mary,
gracias por casarte conmigo. No puedes imaginarte cuántas veces permanecí en este lugar
pensando en ti. Aún no puedo creer que seas mía —me abrazó y me apretó contra él.
—Te amo, Alex —dije, y me besó.
—Y yo a ti, pequeña —levantó la cabeza al escuchar algo—. Tenemos compañía —dijo
dirigiéndose hacia la puerta.
—¡Papá! ¡Papá! ¿Estás aquí? —gritó Ian al entrar con otros dos niños pequeños que
tropezaron frente a nosotros sonriendo triunfantes—. ¡Te encontramos!
—Sí, es cierto —dijo Alex alzándolo—. Pero no debéis estar solos en la torre, pequeños, ¿a
que no?
—No estamos solos, papá, estamos contigo —rió Ian.
Alex levantó una ceja, pero sonrió.
—Sí, bueno, vamos. Bajemos —dijo y me besó una vez más antes de guiarnos hacia adentro.
Los cinco lo seguimos escaleras abajo en la penumbra mientras los niños hablaban con Alex
sin parar. Mezclaban el inglés con el gaélico en la misma oración sin darse siquiera cuenta de ello.
«Tengo que aprender el idioma», pensé, «no importa lo difícil que parezca dominarlo».
La noche parecía interminable. En cuanto volvimos a la sala, Alex fue rodeado nuevamente.
Me expresaron los mejores deseos y brindaron frases de bienvenida, por mi parte, intenté
memorizar los nombres y a quiénes pertenecían los rostros. Durante la bulliciosa cena, Jamie se
sentó en el regazo de Alex e Ian entre nosotros, mientras Deirdre me indicó quién era quién. Me
había identificado a casi todos cuando le pregunté quién era la belleza de oscuros cabello que
miraba tan
intensamente a Alex.
Deirdre rió.
—Tendrías que ser tonta para no notarlo, ¿no es cierto? No le hace mucha gracia que estés
aquí. Supuso que Alex sería suyo. Por supuesto, Alex no le ha prestado atención durante años, lo
que me parece muy bien. No necesito otra Sorcha en la casa. Ay, ya lo he hecho otra vez —rió
levantando las cejas—. Prometí que no hablaría mal de Sorcha, y aquí me tienes. Bueno, no
importa —miró a mi alrededor—. Ella es Morag, sobrina de MacLeod, de los MacLeod.
«Morag MacLeod», pensé. La joven de quien Alex se había enamorado cuando tenía dieciséis
años, la muchacha por la cual se había ido durante un año a Francia. La mujer que, pasados los
años, Murdoch todavía amaba. Morag, de cabello oscuro que resplandecía a la luz de las velas y
ojos muy brillantes. Era muy hermosa. Observaba cada movimiento de Alex y en ocasiones,
desviaba la mirada hacia mí, como en este momento. Nuestras miradas se encontraron y recordé
a Angus, en la casa de Louisa, diciéndole a Alex que si quería la compañía de una mujer, Morag se
casaría con él sin dudarlo un instante. Inclinó la cabeza hacia mí y me sonrió, le respondí, después
me enderecé y levanté el mentón. Alex me había elegido a mí, me dije. Aun así, debía tener
cuidado. Me dirigí a Deirdre nuevamente.
—Alex y Morag una vez... ellos estuvieron... —balbuceé torpemente y Deirdre rió.
—Oh, sí, estuvieron, por cierto. Ella tenía quince años, él dieciséis y casi se desencadena una
guerra porque Alex decidió que no se casaría con Sorcha MacDonald. Por eso fue enviado a
Francia, para que se olvidase de ella —rió de nuevo y me miró sagazmente—. No creo que debas

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Kathleen Givens– Kilgannon

preocuparte, pequeña. Alex no piensa más en Morag. Es a ti á quien ha cortejado y con quien se
ha casado, Mary —ambas miramos a Morag, a su luminosa belleza—. Pero, de todas formas, me
fijaría dónde se encuentra él cuando ella está cerca. Como precaución, simplemente.
Seguía meditando sobre sus palabras cuando Malcom interrumpió mis pensamientos al
inclinarse sobre la mesa.
—¿Alex te mostró el atardecer?
—Sí—dije—. Fue hermoso.
Malcom asintió.
—Lo es. Todo en Kilgannon es hermoso. Y tú también —su voz no evidenció inflexión
alguna.
No estuve segura de cómo debía reaccionar.
—Sí, soy muy afortunada.
—Afortunada. Sí, afortunada.
Se reclinó desmañadamente hacia atrás y me miró con ojos turbios. Me di cuenta de que
estaba borracho.
—Hora de acostar a los pequeños —dijo Alex riéndose e intenté imitarlo. Pude darme
cuenta de que las mujeres ya lo estaban haciendo. Deirdre se levantó para alzar a Jamie, que se
había quedado dormido, e lan se me acercó para cogerme de la mano con una sonrisa.
—Siempre acuesto a los niños, Mary —dijo Deirdre—. ¿Por qué no vienes con nosotros? —
los acompañé, contenta de alejarme de Malcom.
Los niños se comportaron como si lo hubiésemos hecho miles de veces. Arriba,
conversamos sobre lo sucedido en el día y sobre lo que acontecería al día siguiente, y mientras
caminábamos, lan me miró con una sonrisa idéntica a la de Alex. Cuando llegamos a la alcoba,
Deirdre acostó a Jamie mientras lan se quitaba la kilt y arrojaba los zapatos por encima de la
cabeza sonriéndome, observando mi reacción. «Es, sin duda, hijo de Alex», pensé, y reí como era
de esperar.
—Sé quién eres —dijo lan—, lo sabía cuando llegaste.
—¿Cómo? —pregunté. Sin responder me llevó hasta la cómoda que había en una esquina de
la habitación, la abrió y extrajo tres dibujos. Todos eran de mí y muy buenos, por cierto.
—Papá nos envió dibujos de ti para que pudiésemos conocerte —me observó como si
comparase los dibujos con el original.
—Tu padre también me enseñó dibujos de vosotros —dije.
Asintió y se quitó las medias.
—Nos lo contó.
—Gracias por tu carta —dije—. Me gustó mucho — lan asintió nuevamente y se giró hacia
Deirdre, que estaba esperando para arroparlo y besarlo mientras permanecí de pie junto a la
cama, sintiéndome un tanto incómoda. Pero lan me extendió los brazos, lo abracé y sentí que
otro MacGannon me había ganado el corazón.
Se acomodó debajo de la manta.
—Estoy contento de que estés finalmente aquí.
—También yo —le dije y le besé la frente.
Jamie ya se había dormido, le acaricié el cabello y le besé la mejilla; después seguí a Deirdre
hasta la sala.
—Son buenos niños —dijo—, pero necesitan una madre.

133
Kathleen Givens– Kilgannon

Sonreí a la tía de Alex.


—Ahora la tienen—dije.

No recuerdo mucho más de la segunda ceremonia que lo que recuerdo de la primera. Sólo
una visión borrosa de candelabros y escoceses, y una imagen nítida de la sonrisa de Alex. Pensé
que estaría más tranquila que en la primera boda, pero cuando me paré en la parte superior de la
escalera y estuve frente a los rostros de la multitud que me miraba fijamente, perdí algo de
compostura. Recuerdo la sonriente familia de Alex cuando pasamos junto a ellos y después, en la
capilla para la bendición, también recuerdo haber caminado con Alex a través de la multitud de
vuelta a la sala. Cuando nos casamos por segunda vez, Alex me besó abiertamente frente a todos
los que nos miraban, quienes vitorearon tan ruidosamente que la formalidad quedó de lado. La
música comenzó, se bailó y mucho después, se sirvió la cena. Bailamos, conversamos y reímos
durante horas. En el transcurso de la velada, el acento escocés prevaleció y el inglés se hizo
menos frecuente.
Apenas había comenzado la cena, un hombre delgado de alborotado cabello oscuro levantó
la copa y propuso un brindis en inglés, primero por la novia, después por el novio, y toda la
concurrencia aplaudió. Envalentonado por el éxito, dio la vuelta y nos miró de frente y, diciendo
algo en gaélico, levantó la copa desafiante mientras miraba enardecido a Alex. Sobrevino un
repentino silencio y todas las miradas se centraron en nosotros. Junto a mí, Alex se puso tenso e
intercambió una mirada con Angus, después levantó la copa. Alex habló con energía y al cabo de
una corta pausa, muchos de los invitados rieron o asintieron y bebieron. Alex habló nuevamente
y la sala explotó en aplausos. Sentí cómo todos en la mesa se relajaban y reiniciaban la
conversación. Confundida, me di la vuelta mientras Alex se sentaba, pero antes de que pudiese
hablar me sonrió y dijo:
—Te lo explicaré después, Mary. Sólo sonríeme ahora —había furia en sus ojos y sonreí
tensa, después bebí el vino mientras observaba a la multitud. La tensión había cedido. Angus dijo
algo en gaélico y Alex asintió cortésmente; después Malcom hizo un comentario y Alex sonrió
también, esta vez, sinceramente. Los tres se sonrieron mutuamente, y el momento pasó.
Horas más tarde, ya avanzado el baile, Alex se inclinó hacia mí.
—¿Has tenido suficiente festejo, pequeña?
—Sí —dije—, me gustaría celebrarlo a solas contigo.
—Bien.
Se abrió paso entre la multitud hacia la escalera, nos siguieron los gritos y coreos. Alex
bromeó con muchos de ellos a su paso y sentí cómo me ardían las mejillas. Al final de la escalera
me abrazó y le habló a la multitud. Sus palabras fueron contestadas con sonoras carcajadas.
—Les he dicho que podían seguir celebrándolo hasta nuestro regreso por la mañana —dijo
mientras dábamos la vuelta en la esquina del pasillo—. Algunos lo harán.
—¿Y? ¿Qué más les dijiste?
Me sonrió.
—Les dije que tendría mi propia celebración.
Asentí, contenta de no haber entendido. Me besó, lo abracé y lo besé ardorosamente. Sin
separar los labios, me hizo girar en sus brazos avanzando por el pasillo, después levantó la cabeza

134
Kathleen Givens– Kilgannon

y subió corriendo el siguiente tramo de escalones dando gritos de alborozo hasta depositarme en
el suelo al llegar a la parte superior. Cuando le respondí desanudándole el lazo del cuello, me
cogió de la cintura y me levantó apretándome contra él, se apoyó contra la pared y me besó hasta
que quedé sin respiración. Jadeante y risueña, comencé a soltarle la manta del hombro y a abrirle
la camisa. Rió sonoramente y me llevó por el pasillo aún lidiando torpemente con su ropa hasta
que llegamos a la alcoba y cerró la puerta tras él.
Una vez que la puerta se cerró, nos arrojamos uno en brazos del otro sin reparos. Le quité la
ropa y la arrojé al suelo, recorriéndole todo el cuerpo con las manos, desde los hombros hasta los
pies. Me observó con ojos cada vez más oscuros y me dijo dónde colocar primero las manos,
después los labios. Seguí sus instrucciones sin dudar. Y cuando gimió y me detuvo para
desatarme el vestido, lo ayudé sin detenerme un segundo a pensar, arrojé a un lado mi atuendo,
en mi ansiedad por entregármele. Primero en el suelo, después sobre la manta y por último, en la
cama.
Saciados finalmente, permanecimos abrazados en silencio. Alex me besó en la frente y
suspiró.
—Bienvenida a Escocia, Mary —dijo—. Creo que realmente estamos casados, pequeña.
—Dos veces —dije y reí.
—Dos veces —asintió, y levantó la cabeza para revisar la habitación. La camisa estaba cerca
de la chimenea, la manta sobre el baúl, mis medias y el corsé, desparramados por el suelo y la
manga de mi corpiño sobre la tarima—. Parece que una tormenta hubiese azotado la alcoba.
Sabía que eras una estudiante aplicada, pero pequeña, tienes realmente un don para ello —rió y
me besó. Sentí cómo el rubor cubría mis mejillas—.
Mary —dijo dulcemente—, no sientas vergüenza. Lo que hicimos estuvo bien, pequeña. Lo
que hicimos es correcto.
—Lo que hicimos fue maravilloso, Alex —dije y lo vi sonreír.
«Fue increíble», me dije y suspiré con satisfacción.
—Sí —dijo—. Lo que hicimos fue maravilloso. Y muy gratificante, querida esposa. Creo que
lo haremos —balanceó la pierna al borde de la cama—. En algún lugar debe haber whisky y vino
—dijo y se puso de pie cogiendo la manta y colocándosela alrededor de la cintura—. Celebremos
que no tenemos que casarnos por tercera vez.
—Eso sería terrible —dije y me senté observándolo recorrer la habitación.
Encontró la bebida y sirvió un whisky para él y un vaso de vino para mí; después se sentó en
el borde de la cama.
Chocó su copa contra la mía.
—Por nosotros —brindé con él.
—Alex —dije señalando la habitación—. ¿Has hecho esto antes?
Bebió su whisky y me miró por encima de la copa.
—¿Beber whisky? Sí, muchas veces. ¿O te refieres a hacer el amor con la mujer que amo? ¿O
quieres saber si soy virgen?
Reí.
—Tienes dos hijos. Sé que has hecho el amor antes. No, lo que quiero decir...
—Lo que quieres saber es si debes tener celos de lo que pasó antes, y la respuesta es no, no
hay nadie de quien debas estar celosa. Y en cuanto a la segunda pregunta, no, nunca fue así con
Sorcha. No fue así con ninguna mujer, Mary.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—¿Hiciste el amor con Morag?


Bebió el whisky y me miró, mi corazón se heló.
—Éramos muy jóvenes, Mary—dijo.
Abrí la boca para decir algo, pero no pude. Alex había hecho el amor con Morag.
—Fue hace mucho tiempo —dijo suavemente.
—Ya veo —dije intentando mantener la calma. Me acarició la mejilla.
—Mary, es a ti a quien elegí. Es contigo con quien me casé.
—Pero aún la recuerdas.
Hizo una mueca, evidentemente incómodo con el tema de conversación.
—No es extraño que un hombre recuerde su primer... —quedé boquiabierta, y él frunció el
ceño—. Demonios, pequeña, no es un tema de conversación apropiado entre nosotros.
—Quiero saberlo. Dímelo.
Sacudió la cabeza.
—Mary —dijo con firmeza—, no voy a discutir contigo sobre Morag o sobre cualquier otra
mujer con la que haya...
Lo miré fijamente, horrorizada.
—Conque hubo otras.
Se puso rojo, se sentó muy derecho y colocó el vaso en la mesa.
—Mary —dijo—. No voy a discutir esto. Te lo dije, pequeña: no le fui infiel a Sorcha, ni te
seré infiel a ti. Nunca. Morag no me interesa. Si fuese así, ella estaría aquí ahora en tu lugar. Es
contigo con quien me casé. Dos veces. Ven aquí, pequeña —dijo acercándome a él y
besándome—. Sí, Mary, te quiero sólo a ti, a ninguna otra mujer en el mundo. El estar contigo es
como estar en el paraíso. Las otras fueron experiencias placenteras, nada más, y pronto las olvidé.
Es contigo con quien me casé. En dos países.
Acepté la tregua de sus caricias, pero nunca olvidé que Morag había sido la primera. Aunque
se hubiera casado conmigo. Dos veces. Busqué otro tema de conversación.
—¿ Sabe la gente que está abajo que nos casamos en Inglaterra? —pregunté. Se encogió de
hombros.
—Algunos sí, sin duda. No pienso ocultarlo. Algunos de ellos son anglicanos, otros
presbiterianos y algunos católicos. Para la mayoría de ellos, no fue más que una formalidad —me
miró—. Como lo fue para mí.
—Pensé que el casarnos aquí era importante para ti.
—Lo es —dijo—. Casarme contigo para que todo el mundo sepa que eres mía, es
importante para mí. Por eso lo hice. Durante los años venideros hablarán sobre su presencia en
nuestra boda —bebió un sorbo—. Nadie podrá nunca decir que no estamos verdaderamente
casados. No te traería aquí si no te reconociesen como mi esposa.
—Entiendo.
—No —negó con la cabeza—. No entiendes. Lo que no alcanzas a entender es que muchos
de los que están abajo desprecian a los ingleses, a todos los ingleses, justificadamente o no. Pero
la condesa de Kilgannon es una persona protegida. No dejes que te traten más que con
amabilidad.
—Sé cómo debo comportarme —percibí la dureza en mi tono de voz.
Asintió, sin preocuparse por mi reacción.
—Sí, pero algunos de ellos te pondrán a prueba. Exígeles cortesía.

136
Kathleen Givens– Kilgannon

—¿Y cómo puedo hacerlo? ¿Cómo puedo exigírselo?


Sonrió con ojos brillantes.
—Mary, pareces una diosa. En este momento pareces una diosa agraviada. Si son rudos,
dispénsales tu mirada de diosa y márchate.
—¿Mi mirada de diosa?
—Sí —dijo—. Como la que le dispensaste a Morag. Casi la congelas con la mirada —
consideré sus palabras. Hizo un gesto con la boca al observarme y rió. Me disponía a preguntarle
algo, pero sacudí la cabeza—. ¿Y ahora qué? —preguntó cortésmente y lo observé con los ojos
entrecerrados—. Bien —dijo—. La mirada de diosa.
—Alex —dije—. Morag es muy hermosa.
Se encogió de hombros con ojos burlones.
—¿Lo es?
—Todos la consideran así. Y te observa, constantemente.
—Todos nos observaron esta noche, Mary. Como lo seguirán haciendo durante los tres
próximos días —me sonrió—. Ven aquí, pequeña, y aparta a Morag de tu mente. ¿Sabes que
Murdoch la ama?
—¿Cuál de ellos es Murdoch?
—Lo conociste esta noche. Es grande y feo. Es el que seguía a Morag a todas partes —me
apoyó la mano en la mejilla—. Mary MacGannon, condesa de Kilgannon, esta noche no había
mujer más hermosa que tú en la sala —siguió el contorno de mi mentón con el dedo, después
bajó al cuello hasta alcanzar el nacimiento de mis pechos—. Ninguna, pequeña, ni siquiera
aproximadamente. Que no te inquiete Morag MacLeod.
—No creo que lleguemos a ser amigas —dije. Rió nuevamente y movió la mano
desestimando el asunto—. Alex, ¿qué sucedió en el brindis? ¿Quién era ese hombre?
Su expresión se ensombreció y miró a través de la copa en dirección al fuego.
—Era uno de los MacDonald. Un terrateniente, pero no muy poderoso. Quería que brindara
por el rey Jacobo de Escocia e Inglaterra.
—¿Qué le dijiste?
—Le dije que me complacía brindar por Jacobo Estuardo, que le deseaba un viaje seguro y
brindé porque tenga larga vida nuestro soberano Estuardo.
—¿Qué significa eso?
Se encogió de hombros.
—No significa nada. Por eso lo dije. Podía referirme tanto al rey Jacobo como a la reina Ana.
—Entiendo. Por tanto su brindis era mal intencionado.
—No tanto —dijo, pero asintió—. Quería una declaración de posición. La cual no le di.
—¿Y eso provocó todos los aplausos?
—No, fue por un antiguo brindis: «Por todas las montañas y los valles». Bueno, es suficiente.

Apoyó la copa, arrojó la manta y se arrebujó a mi lado besándome con inusitada ansiedad. Y
perdimos otra hora.
—Mary —dijo mucho más tarde con tono cariñoso mientras permanecíamos abrazados con
relajada satisfacción—. ¿Comprendes lo que estoy intentando explicarte?

137
Kathleen Givens– Kilgannon

—¿Sobre...?
—Te has casado con un gaélico y tú eres inglesa. Sé que estás orgullosa de serlo, pero así
como hay quienes en Inglaterra me desprecian sólo por ser gaélico, aquí también te harán lo
mismo, sólo porque eres inglesa —me acarició trazando una línea a lo largo de mi hombro.
Sonreí.
—Alex, estoy muy orgullosa de ser tu esposa. Pero tienes razón, también estoy orgullosa de
ser quien soy. Si me desaprueban por mi ascendencia, es su problema. Les dispensaré una de mis
miradas de diosa y se acobardarán.
—Sí —rió—. Estoy seguro de que lo harán.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 16

El desayuno resultó frenético pero divertido y los Juegos comenzaron poco después. Estuve
entretenida todo el día observando las competiciones. Alex participó en varias, y ganó dos de
ellas. Rehusó aceptar los premios, pavoneándose a mi alrededor repitiendo ensordecedoramente:
—Ya tengo mi premio —lo que arrancó carcajadas y muchas réplicas.
Me besó apasionadamente y la gente aplaudió. Observé cómo Morag nos miraba con una
sonrisa cortés. El día resultó corto, la noche larga y la comida llena de risas. Y sin brindis
políticos. Cuando ya no podía mantener los ojos abiertos, me levanté para retirarme y Alex me
siguió. Las bromas de nuestros invitados nos siguieron mientras subíamos las escaleras, pero Alex
no se amilanó. Al final de la escalera me alzó en sus brazos y me besó sonoramente.
—No me esperen para desayunar —dijo y sus risas resonaron detrás de nosotros.
El segundo día de los Juegos fue templado y claro, pero una brisa penetrante se levantó y
muchos permanecieron adentro. Ian y Jamie estuvieron conmigo la mayor parte del día y al
atardecer Jamie yacía en mi regazo. Me familiaricé con la mayoría de nuestros vecinos quienes en
su totalidad, incluso Morag, me trataron con suma gentileza en mi presencia, pero era bien
consciente de los murmullos y miradas. Sabía que se estaban preguntando por qué Alex se había
casado conmigo, por qué había ido a Inglaterra para buscar a una mujer común. Levanté el
mentón y utilicé las habilidades que había aprendido en Londres. Esta no era la primera vez que
había sido puesta en tela de juicio.
Muchos de los invitados se marcharon por la tarde, incluso los MacLeod, para mi alivio y la
cena fue la más tranquila de las que había tenido. El clima anunciaba tormenta pero nadie le
prestó atención. Los huéspedes que quedaban estaban discutiendo ruidosamente sobre política
escocesa, debatiendo sobre la Unión y criticando a los Campbell. Murdoch Maclean y su
hermano Duncan estaban entre los más elocuentes, pero suavizaban sus planteamientos con risas
e ingenio y vi a Alex reírse con ellos. Los hombres corpulentos, con la comodidad de la
confianza, decidían la mejor manera de lidiar con los que habían firmado el acuerdo con
Inglaterra. , Cuando no pude soportar ni un minuto más, dejé a Alex hablando y me fui a acostar
sola. Escuché el aullido del viento. Tres días seguidos de buen clima en primavera era demasiado
pedir. Estaba exhausta pero no podía dormir y me quedé mirando las sombras que proyectaba el
fuego de la chimenea.
Ya llevaba tres días en Kilgannon. Era esposa y madrastra y me pregunté por primera vez
dónde estarían los niños. No les había deseado buenas noches ni los había visto después de la
cena. Deirdre me había dicho que una de las jóvenes sirvientas los había estado buscando, aunque
ella seguía abajo con los invitados. Ya que el tiempo parecía transcurrir lentamente, decidí que

139
Kathleen Givens– Kilgannon

descansaría mejor sabiendo que se encontraban cómodamente dormidos arriba, en su pequeña


alcoba.
Me puse rápidamente un camisón —por primera vez desde mi boda—, me envolví en la
capa y me escabullí de la habitación. No había nadie que me pudiese ver en las escaleras. Me
detuve frente a la habitación preguntándome si debería golpear a la puerta. Un trueno
ensordecedor me sobresaltó y al escuchar un grito que provenía del interior de la alcoba, abrí la
puerta. Los niños estaban sentados y arrebujados juntos en la cama de Jamie, con los ojos
inmensamente abiertos. El enojo, —conmigo por mi falta de consideración, y con la joven
sirvienta que estaba al cuidado de esos pequeños—, me dominó al acercarme a ellos. Debería
ocuparme de ella en la mañana.
—Qué horrible sonido —dije en tono alegre—. Vine a desearos buenas noches.
—A Jamie no le gustan los truenos —dijo Ian, con el brazo alrededor de su hermano.
—¿A quién le gustan? —pregunté envolviendo a Ian con la manta—. Es distinto en una
tarde de verano cuando puedes mirar por la ventana y ver la lluvia, pero en una noche como ésta
es horrible.
Le envolví la manta a Ian para que no la arrastrara ya que podía tropezarse. Después levanté
a Jamie envuelto en su manta. Con un suspiro me envolvió el cuello con sus pequeños brazos y
se adueñó de mi corazón otra vez. «Es la tercera vez que esto sucede con un MacGannon», pensé
y lo apreté contra mí.
—Cuando hay tormenta, Jamie cree que aparecerá un hombre monstruo y nos quemará
vivos —dijo Ian mirando con aprensión a su alrededor.
Miré esos ojos preocupados.
—¿ Qué hombre monstruo ?
—Hay un monstruo que aparece en la noche —dijo Jamie con excitación—. Viene y quema
personas.
—Bien, él no puede entrar aquí —dije suavemente—. El castillo está bien custodiado y nadie
puede entrar sin permiso de tu padre. Vamos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Ian pareciendo aún más pequeño.
—A mi alcoba. ¿Podéis caminar así o debo ayudaros?
—Puedo caminar —dijo y me lo demostró.
—Bien. Ahora apagad la vela y venid conmigo.
Poco después los tres estábamos en la habitación de Alex y los niños se quedaron de pie
mientras atizaba el fuego. Los atraje hacia mí y envolví la manta alrededor de los tres,
abrazándolos. Se arrebujaron contra mí y les miré las pequeñas cabezas doradas. Si existían dos
niños necesitados de una madre, eran ellos. Y yo también los necesitaba.
—Cuando era niña me encantaban las tormentas con truenos —dije.
—A mí no me gustan —gruñó Jamie.
—Bueno, a mí tampoco me gustan mucho —dije—especialmente de noche. Por eso creo
que lo mejor es que nos hagamos compañía. ¿Tenéis sueño?
—No —dijo lan conteniendo un bostezo—. ¿Dónde está papá?
—Abajo. Conversando.
Jamie asintió y bostezó.
—Habla mucho.
—Sí, lo hace —reí—. ¿Os gustaría escuchar un cuento?

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Kathleen Givens– Kilgannon

Sí —dijeron.
Les conté una larga historia, un tanto incoherente ya que la iba inventando a medida que la
contaba. Mi audiencia no fue crítica y al poco rato, estaban dormidos. Cuando Alex vino a la
cama en la madrugada, corrió a lan para colocarse a mi lado. Lo saludé con un murmullo.
—Veo que te encontraron —dijo señalando mi camisón.
—Yo los encontré a ellos. Estaban asustados por la tormenta.
—Oh, sí —dijo con disgusto—. Debí haberme dado cuenta de que esto sucedería. Jamie
odia los truenos. Lamento no haber estado contigo.
—Estoy segura de que debéis haber pasado un buen rato hablando de política —bostecé—.
Espero que hayáis solucionado todo —lo acerqué a mí.
—Debí haber estado contigo —dijo y me besó.

Por fin los últimos invitados se fueron y quedamos solos... o tan solos como podíamos estar
aquí. Todos los de Kilgannon suspiraron con alivio. Estuve muy ocupada aprendiendo cosas de
mi nuevo hogar. Ya conocía bastante bien la distribución interior del castillo aunque, en algunas
ocasiones, todavía debía volver sobre mis pasos para ubicarme. Alex era mi guía cuando
recorríamos el resto del castillo, los niños y Matthew solían seguirnos ampliando las explicaciones
de Alex. La cocina era amplia, limpia y estaba bien provista, y era manejada por una mujer cuyo
nombre jamás aprendí a pronunciar correctamente. La llamaba señora M. Cuando entramos, las
jovencitas que la ayudaban sonrieron tontamente y se afanaron en reverencias de cortesía
mirando a Matthew con disimulo. El, al igual que Alex, nunca parecía notar el interés que
despertaba en las mujeres. Alex bromeó con las asistentes de la señora M. haciéndolas reír
mientras se sirvió algo de comida. Se despidieron cuando acompañamos a la señora M. a los
jardines de la cocina. Hacía demasiado frío y viento para permanecer fuera, pero hicimos un
breve recorrido y ella resplandeció cuando la felicitamos por sus habilidades. Era una buena
cocinera y preparaba deliciosas y originales comidas, por mi parte estaba complacida de que ésta
fuera otra tarea por la que no debía preocuparme. Después recorrimos los sótanos y despensas:
todo se encontraba bien conservado y ordenado.
Lo que más me sorprendió de Kilgannon fue la armería. Una habitación inmensa, cavada en
la piedra de la montaña que se extendía bajo el piso igual que los sótanos, pero tenía una galería
superior de dos plantas para observar los ejercicios. Las ventanas bordeaban la parte superior de
las paredes y el lugar tenía un olor dulcemente rancio. «Este es un lugar donde no pasaría mucho
tiempo», pensé frunciendo la nariz. Siempre supuse que en una armería sólo se guardaban armas,
pero en este caso, también era utilizada como gimnasio. Mientras observábamos a los hombres
practicar esgrima en la galería, Alex me explicó que los hombres de Kilgannon se mantenían bien
entrenados. Le pregunté por qué, sorprendida de que pensara que tal cosa era necesaria en esos
tiempos. Se encogió de hombros.
—Estamos en paz con la mayoría de nuestros vecinos y espero que siga siendo así, pero lo
mejor es estar preparado. Además, los hombres que son buenos guerreros son mejores
trabajadores, y los hombres cansados no pelean con sus vecinos o esposas como los que están
aburridos.

141
Kathleen Givens– Kilgannon

—Y Jacobo Estuardo intentó desembarcar en Escocia hace justamente cinco años. Si no


tienes intención de pelear, ¿por qué te preparas?
Luchó para ocultar una sonrisa mientras observaba a los hombres que estaban abajo. Angus
era el más corpulento y por primera vez, me di cuenta de que era el jefe, el entrenador y el
maestro de las artes de la guerra. Alex contestó mi pregunta con tono calmo.
—Piensa, Mary: si tuvieses la intención de quitarle algo a alguien, ¿a quién atacarías? ¿Al más
fuerte, mejor entrenado y más diestro o al más débil y menos precavido? No se requiere ser muy
brillante para decidirlo. Siempre hemos sido pocos en Kilgannon, pero tenemos la reputación de
ser feroces y no admitiré que digan que Alex MacGannon permitió que su clan bajara la guardia.
Por eso nos entrenamos.
Asentí y observé a los hombres. Junto a nosotros, Ian y Jamie se subieron a la barandilla y se
inclinaron para mirar la escena a través de las tablas. Angus y Malcom les estaban enseñando a
dos jóvenes a esquivar y lanzar estocadas, y los observé distraídamente. Noté cómo Angus
controlaba cada movimiento, cada pausa. Qué diferente era esto a mirar a Will con su profesor de
esgrima. Estos hombres no usaban trajes de esgrima y no estaban practicando elegantes floreos.
Estaban aprendiendo a matar y a evitar ser asesinados.
Los hombres cambiaron de pareja: Malcom y su compañero se defendían de Angus y de un
hombre mucho más joven. Angus empujó a su oponente hacia la pared y retrocedió un paso,
bajó la espada y habló seriamente. Retrocedió otra vez y cayó pesadamente sobre la pierna que
Malcom le había puesto en el camino y rió al observar a Angus caer de espaldas con un ruido
sordo, profiriendo una maldición. Alex también lanzó una maldición, se apoyó contra la baranda
y gritó. Angus se levantó y se acercó bruscamente a Malcom, lo cogió de la camisa y lo empujó
contra la pared inclinándose sobre él para decirle algo en voz baja. Malcom ya no reía cuando
Angus le dio un empellón y se retiró a grandes zancadas. Los hombres más jóvenes se giraron y
siguieron a Angus, quien desapareció de la vista. Alex increpó furioso a Malcom, cuya respuesta
enardeció a Alex, que le gritó. No pude entender una palabra, pero la furia de Alex y su disgusto
eran evidentes y el desdén de Malcom desapareció ante la reacción de su hermano. Cuando Alex
vociferó órdenes a los hombres que quedaban, Malcom levantó la vista para mirar a su hermano y
nos vio a los niños y a mí parados tras la baranda. Me observó un momento, después se inclinó
con desdén. Me di la vuelta. No, no estaba equivocada y confirmé mi primera impresión de que
era un hombre desagradable. Alex se acercó a mí y le cogí la mano. Al alejarnos, me giré para
mirar hacia abajo una vez más y vi a Malcom iluminado por un rayo de luz de pie solo en la gran
habitación, envuelto en motas de tierra, que nos miraba con expresión siniestra. Nunca pude
olvidar ese momento. Nunca lo discutimos.
Pero no volví a pensar en Malcom porque estuve muy ocupada. Y demasiado feliz. Alex me
mostró los alrededores, incluso los jardines, y caminamos por la huerta que sus abuelos habían
hecho. Alex aprovechó el tiempo para enseñarme gaélico. Yo decía algo y él lo traducía a su
lengua. Angus nos observaba benévolamente moviendo la cabeza ante nuestros esfuerzos,
después Matthew y los niños se nos unieron prestos y así tuve cuatro maestros que me corregían
constantemente. «Aprenderé este bendito idioma», pensé, «Aunque sólo sea para que dejen de
enseñármelo».
Aprendí a desplazarme sin dificultad por el valle. El Glen , como me dijeron que se llamaba,
era inusualmente fértil en comparación con el resto de las Tierras Altas y de donde provenía en
gran parte la fortuna de los MacGannon. Ahora podía entender a lo que se refería Robert en

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Kathleen Givens– Kilgannon

cuanto a que Alex era rico en su hogar, pero que no podía disponer de una piedra del castillo ni
de las tierras, que alimentaban bien solo a sus dueños pero sin excedentes de ganancia. Cuando el
clima lo permitía, salíamos a andar a caballo hasta que logramos visitar a todos los agricultores,
granjeros y demás miembros del clan MacGannon. Las tierras de Kilgannon se extendían por
valles y montañas a lo largo de la costa y debimos recorrer millas. Alex me explicó que había dos
clases de arrendatarios de sus tierras: los agricultores, quienes a menudo eran dueños de sus
tierras y las alquilaban a otros, y los granjeros, que estaban al final de la escala social. El agricultor
podía ser un terrateniente de menor nivel, dependía de las conexiones de su familia y de su
situación. Creo que los visitamos a todos y cada uno de ellos.
Alex me enseñó todas sus tierras, incluso señaló con gesto severo dos cuerpos que aún
permanecían colgados de un árbol, balanceándose por el viento, no lejos del castillo.
—Asesinos —espetó y me dispensó una mirada punzante—. Mataron a un buen hombre
para robarle ganado — bajó la voz— e hicieron otras cosas. Por eso los colgamos. Y eso
también, pequeña, forma parte de esta tierra —miré fijamente los cuerpos y asentí intentando
asimilar todo.
Había comenzado a recordar muchos de los nombres y le señalé a Alex que era sorprendente
que todos fueran sus parientes. Hizo un gesto negativo y se dio la vuelta en la montura para
mirarme.
—Pueden tener el apellido MacGannon, pero no todos tienen la misma sangre.
—¿No todos son MacGannon?
—Sí, lo son. Pero las familias se modifican y muchos cambian sus nombres con las nuevas
alianzas. Se convierten en MacGannon y abandonan su nombre anterior. Pueden tener el
nombre, pero no la sangre. Como esa escoria que asesinó al granjero. No eran MacGannon dos
generaciones atrás. Por supuesto, muchos mantienen sus apellidos —señaló a Thomas que
cabalgaba detrás de nosotros—. Thomas es Thomas MacNeill, al igual que los gaiteros dirigidos
por Seamus Mac Crimmon; son apellidos demasiado tradicionales para que quieran cambiarlos.
Como MacGannon. ¿Piensas que si me mudase a Inglaterra me convertiría en Alex Lowell?
—Ya veo, ¿pero yo sí debo aceptar convertirme en Mary MacGannon ?
—Oh, sí —sonrió abiertamente—. Mary MacGannon. Es un buen nombre. Has mejorado el
apellido, pequeña —me reí de él. Saludó a una mujer con la mano cuando entramos en el
predio—. Ah, mira —dijo—. Ahí está el último de los hijos de Duncan de Glen. ¿ No se ven
todos iguales ? Este es Alexander —sonrió ampliamente—. Le pusieron el nombre en mi honor.
¿No es adorable? —se inclinó hacia delante y alzó al pequeño que estaba en brazos de su
sonriente madre.
Nos encontrábamos en la parte más al norte de la propiedad de Kilgannon, cerca de una villa
llamada Glendevin. El campo estaba lleno de barro, la vivienda era una gran casa de dos plantas
construida en piedra, prolija y bien cuidada. Tanto la casona como el jardín parecían llenos de
niños rubios que parecían iguales al más pequeño, sólo que más altos. Duncan MacGannon —
conocido como Duncan de Glen— era el orgulloso padre que se encontraba de pie sonriente
rodeado de su numerosa familia. Cogió al niño de los brazos de Alex cuando nos acercamos a él.
—Sea usted bienvenido a nuestro hogar, lord Alex — dijo Duncan—. Al igual que su
reciente esposa. ¿Compartirían con nosotros algo de comer y de beber?
—Un poco de whisky sería perfecto, Duncan, gracias —dijo Alex.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Desmontó del caballo y se acercó hasta mí para ayudarme a hacer lo mismo. Me deslicé a sus
brazos y después al suelo cubierto de barro sintiendo que se filtraba en mis zapatos de terciopelo
verde. Obviamente, tendría que encontrar algo más apropiado para estas visitas. O quedarme
montada en el caballo.
—Mi esposa no habla inglés, lady Mary, pero le da la bienvenida también —dijo Duncan con
una reverencia.
—Dígale que se lo agradezco, Duncan —dije—. No, espere, permítame hacerlo a mí.
Intenté un saludo sencillo y, por la expresión de sus rostros, debí salir airosa. Por la respuesta
de la mujer me di cuenta de que me había invitado a comer o a beber. No sabía qué contestarle
pero recordé las palabras para decirle que estaría encantada de probar su torta de avena, o así lo
supuse. Obviamente, no debió de ser así ya que la mujer se llevó las manos a la boca moviendo
los ojos sorprendida y tras ella, los niños no podían contener la risa. Me di la vuelta y descubrí
que todos intentaban contenerse y que Alex sonreía ampliamente.
—¿Qué he dicho?
—Que estarías encantada de comerle el pie —rió sonoramente y me besó el cabello mientras
los otros rieron a carcajadas.
—¿Cómo lo he dicho?
—Muy claramente.
Le miré los pies, calzados con rústicas botas de cuero cubiertas de lodo, y me volví hacia
Alex.
—Dile que he cambiado de opinión —dije—, que ya he comido.
Rió a carcajadas, les contó lo que había dicho y el momento pasó. Gracias a Dios había
dicho algo gracioso y no ofensivo, pensé. O esos sonrientes rostros estarían buscando sus armas.
Contuve un suspiro y eché de menos profundamente la sala de Louisa.
«Sin duda me recordarán como una idiota», pensé después mientras nos alejábamos. Me di la
vuelta para despedirme nuevamente y un niño pequeño nos siguió con una amplia sonrisa
intentando esconderme su pie. Reí y me extendió una flor ajada y sucia por estar en esa manita
mugrienta. Nos sonreímos mutuamente y él continuó despidiéndose mientras subíamos el valle.
Lo miré y miré la flor que me había dado. Era una rosa, pequeña y pálida, de una clase que jamás
había visto.
—¿Qué clase de rosa es ésta? —le pregunté a Alex cuando finalmente nos detuvimos en un
granero para abrevar a los caballos.
Me miró con los ojos entrecerrados.
—¿Blanca?
—No, de veras, Alex —dije—. Me la dio uno de los hijos de Duncan, debe crecer cerca de
su casa. ¿Cómo se llama?
—No tengo ni idea, pequeña.
—Perdón, madame —dijo Thomas inclinándose sobre el caballo—. Es una rosa salvaje.
—¿Salvaje? ¿Y tan delicada?
Thomas asintió.
—Sí, madame. Es pequeña y se aja fácilmente, pero crece una y otra vez. Una vez que ha
echado raíces, no se la puede quitar, por más esfuerzos que se hagan.
Observamos la diminuta flor y la olí.
—Es muy perfumada—dije complacida.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Sí —asintió Thomas—, es lo que disimula su resistencia.


—Deberíamos darle un nombre especial, Thomas — dijo Alex con una sonrisa y una mirada
traviesa.
—¿Se le ocurre alguno? —preguntó Thomas en tono tranquilo.
—Sí, y es el único que le va a la perfección.
—Ah, por favor, dígalo, Alex —rió Thomas.
Alex se dio la vuelta para incluir al resto de los hombres.
—¿Quién es pequeña, muy hermosa y frágil —se giró para mirarme— y —continuó— tan
pálida como esos pétalos? ¿Y tiene numerosas espinas? —Rió sonoramente por su propia
broma—. Ah, ¿y es la flor más fuerte de Escocia?
Todos esperaron mi reacción y elevé las manos como si estuviese desconcertada.
—No se me ocurre, Alex, ¿te refieres a ti mismo?
—Oh, sí, pequeña. Soy muy menudo y muy hermoso.
Miré los rostros que me observaban. «Bien, Alex», me dije y sonreí irónicamente.
—No eres menudo —dije tímidamente—, pero eres muy hermoso.
Ignoré las carcajadas y aguardé. Alex rió.
—Sí, bueno, eso es verdad —dijo mientras tiraba de las riendas de su caballo que piafaba en
el lugar y me miró a los ojos—. La llamaremos Mary Rose.
—Sí —dijo Thomas junto a él—. Tienes razón, Alex.
—Como de costumbre —dijo mi esposo mientras nos alejábamos del agua.
Esa noche, cuando nos preparábamos para ir a la cama, encontré la rosa nuevamente. Ellen
la había colocado en una copa con agua y dejado en nuestra alcoba. Alex la cogió de mis manos y
sostuvo la diminuta flor.
—Mary Rose —dijo sonriendo tiernamente—. Es como tú, pequeña.
—Hombre tonto —dije mientras retiraba la manta de la cama.
—No soy tonto, Mary Rose —dijo y colocó la flor nuevamente en el agua—. Soy lo
suficientemente inteligente como para percatarme de tu fortaleza más allá de tu belleza.
Me giré para mirarlo.
—La cual pones a prueba constantemente.
—Sí, pero sospecho que eres más fuerte que todos nosotros, mi querida Mary Rose —me
rodeó la cintura con el brazo y me besó el cuello, después me quitó la bata mientras me recorría
el cuello, el hombro y el brazo con los labios—. La rosa más fuerte de Escocia.
—No soy fuerte —protesté.
—Oh, sí, pequeña. Tu mente lo es —hizo una pausa mientras acercaba la boca a la mía—.
Pero tu cuerpo es muy tierno, Mary Rose.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 17

El final de la primavera era un fragor de retoños, los brezos se coloreaban con tonalidades de
azul y púrpura que no podría haber imaginado. La llanura rebosaba de flores. Los árboles con
hojas de color verde claro se oscurecían con el paso de los días. Comenzaba a sentirme en casa.
Mi gaélico era ahora más fluido y podía hablar con muchos de los hombres del clan. Todavía
extrañaba Londres y a mi familia, pero Louisa escribía a menudo. Sus cartas estaban repletas de
noticias y chismes de sociedad. Prometía venir a visitarme en otoño. Will también escribía
contándome cosas de Betty, de nuestros amigos y de Mountgarden. Yo les escribía acerca de mi
vida aquí e intentaba que pareciese maravillosa. Era maravillosa. Pero había días, cuando Alex se
marchaba, en los que me preguntaba qué estaba haciendo allí, en el fin del mundo con esta
extraña gente. Cada día, Ellen era como un hálito con reminiscencias de mi hogar, pero ella
estaba cambiando al igual que yo y pasaba más y más tiempo con los niños o con las demás
mujeres jóvenes. O con el Pequeño Donald, quien estaba embelesado por ella desde que la había
acompañado a Bristol.
Los niños también ayudaban. Habíamos adoptado la costumbre del cuento antes de ir a
dormir. Me sentaba en su alcoba e inventaba tontas y fantásticas historias, su padre a menudo nos
acompañaba o los niños se nos unían en la biblioteca. Cómo adoraba aquella habitación, era mi
favorita en el castillo. La abuela de Alex, Diana, había diseñado el resto de la casa al igual que la
biblioteca, y con esta habitación había sido particularmente exitosa. Las ventanas con altos
postigos que daban a la huerta se extendían desde los zócalos hasta el techo y estaban flanqueadas
por innumerables estantes con libros. La madera de las paredes y de los estantes resplandecía con
un destello rojizo. La imponente chimenea dominaba una de las paredes, frente a la cual había
varias sillas dispuestas en un desorden acogedor. En el otro extremo de la habitación se hallaba el
escritorio del abuelo de Alex, y era ahí donde me sentaba cuando los niños se iban a dormir, o en
una fría tarde o una tranquila mañana en la que me dedicaba a las cuentas de Kilgannon. Estaba
sorprendida de cuan rápido había sucedido, pero estaba muy complacida. El factor decisivo fue
Thomas MacNeill, quien era eficiente en el manejo de todos los detalles y de las personas que
hacían que Kilgannon funcionase sin problemas. Pero no le agradaba llevar las cuentas mucho
más que a Alex, y lo habían dejado de lado. Cuando le dije a Alex que estaba ausente todo el día y
que pasaba la tarde en el escritorio, me enseñó lo que hacía. Me explicó e hice preguntas.
—Tú podrías hacerlo mejor, ¿no es así, pequeña? Will me dijo que llevaste las cuentas de la
propiedad de tus padres durante años —suspiró y observó los papeles esparcidos sobre el
escritorio—. ¿Te gustaría dedicarte a ello, Mary? Sé que lo has hecho antes. Y me puedes
preguntar a mí o a Thomas si necesitas ayuda. Mary, verdaderamente, estaría muy agradecido si
no tuviese que volver a hacerlo.

146
Kathleen Givens– Kilgannon

Lo consideré ya que Deirdre llevaba adelante la casa maravillosamente y aunque pasaban


cada vez más tiempo conmigo, los niños tenían a muchas personas que los cuidaban. Tomaba
mis precauciones en ese plano para evitar cometer un error. Pero podía llevar las cuentas sin
desplazar a nadie. Mientras me debatía sobre qué contestar, Alex se echó hacia atrás y con un
suspiro, arrojó un papel sobre la pila.
—¿No crees que deberías discutirlo con Thomas? ¿O con Angus?
Alex negó con la cabeza.
—No, pienso que debería discutirlo contigo. A decir verdad, ya lo he hablado con Thomas.
Odia llevar las cuentas tanto como yo. Prefiere estar fuera dirigiendo el trabajo. Y fue Angus
quien me recordó que tú llevabas las cuentas de Mountgarden. Dime la verdad, pequeña. Si no
quieres la tarea, dilo y no volveré a mencionarlo —se cruzó de brazos y me estudió.
«Puedo hacerlo», pensé. «Lo haré». Asentí con la cabeza.
—Bien —dijo Alex complacido—. Bien, el empleo es tuyo. Y te lo agradezco, Mary, ya que
no le tengo ningún cariño a esta tarea.
Pero yo sí. Estaba contenta de poder aportar algo de orden y, aunque la tarea era
abrumadora ya que había sido descuidada durante mucho tiempo, pronto progresó. La mayoría
de las tardes solíamos sentarnos en la biblioteca después de que los niños se hubieran ido a la
cama, Alex inmerso en un libro o en un juego de ajedrez con Angus o con Matthew, Deirdre
dedicándose a la costura y yo en el escritorio.
A menudo, Malcom se nos unía y jugaba ajedrez con alguno de los otros o simplemente
conversaba. Rara vez se dirigía a mí. Una noche, mientras Alex y los niños estaban sentados en
las sillas grandes mirando un atlas y hablando sobre monstruos marinos, Malcom caminaba
impaciente por la habitación. Deirdre levantó la vista de la costura pero no dijo nada. Angus y
Matthew estaban absortos en el juego, desconectados del resto del mundo. Yo miraba a Malcom
subrepticiamente mientras trabajaba y él merodeaba las repisas. Cuando apoyé la pluma y lo miré
abiertamente, se giró hacia mí con una sonrisa haciendo un gesto hacia la pluma inmóvil.
—Ya no te encuentras de humor para seguir trabajando, Mary. Ven a ver lo que he
encontrado.
—¿Qué? —intenté mantener mi voz tranquila.
El sonrió con una sonrisa encantadora que lo hacía verse muy joven y rió llamándome con
un gesto del dedo.
Deirdre alzó la vista y sonrió sutilmente cuando me puse de pie. El extrajo una caja de
madera de uno de los estantes, la llevó ceremoniosamente al escritorio y la colocó frente a mí con
un floreo. El borde de la cubierta estaba tallado con ramas serpenteantes que enmarcaban un león
real de perfil, el cual tenía la pata delantera derecha levantada y parecía agitar la cola
vigorosamente. Reconocí el escudo de los MacGannon, y debajo de él, en lugar del lema del clan,
había sido tallado el nombre «ALEXANDER MACGANNON» con letras en relieve. Malcom
me dispensó una mueca.
—Ábrelo —dijo Malcom y observó a su hermano quien aún sostenía que, sin importar las
historias que contase Thomas, no había caballos de mar ni monstruos marinos en el lago
Gannon. No había logrado persuadir a Jamie, e Ian los observaba intentando determinar quién
era el más convincente—. Alex —Malcom lo llamó—, ven a ver lo que encontré —hizo un gesto
hacia la caja y Alex levantó la vista lentamente en un principio, después enérgicamente y sonrió.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—No la había visto en años —dijo Alex mientras se acercaba al escritorio seguido de los
niños. Los hermanos intercambiaron sonrisas mientras Deirdre los observaba desde , su silla—.
Ni siquiera recuerdo lo que contiene —dijo Alex ; mientras colocaba la caja frente a él—. Venid,
niños —les mostró la caja a sus hijos—, esta caja me la dieron los MacDonald como regalo de
bautismo.
—¿Te gustó? —preguntó Jamie mirando a su padre.
Alex rió.
—No creo que me importara. Era un niño muy pequeño, ¿sabes? —Jamie miró a su padre
con expresión dubitativa—. Es verdad, Jamie —dijo Alex mientras le revolvía el cabello a su
hijo—. Fui niño una vez. Y este fue un regalo que recibí entonces.
—¿Qué contiene, papá? —Ian se inclinó sobre la caja y recorrió las letras gravadas—. ¿Cosas
de bebé?
—No, los dibujos de tu papá —dijo Malcom mientras Alex abría la caja—. Por lo que puedo
recordar —continuó—, tu padre dibujaba y solía guardar los mejores dibujos aquí.
La caja estaba repleta de papeles amarillentos, algunos muy ajados, y Alex los cogió con
cuidado. Todos eran dibujos: algunos eran de Kilgannon o del lago Gannon, pero la mayoría de
los bosquejos eran de personas. Alex los esparció frente a nosotros uno por uno.
—Mira, aquí está papá, Alex —dijo Malcom cuando finalmente Angus y Matthew dejaron el
juego y se unieron a ellos.
Malcom sostuvo el dibujo de una persona que guardaba un sorprendente parecido con él,
con el mismo cuello ancho y el amplio pecho, pero el rostro era tan similar al de ambos
hermanos que quedé boquiabierta y miré a Alex a los ojos.
—Sí, es mi padre —Alex habló sin inflexión en la voz—. Tenía doce años cuando lo dibujé.
Te llamas Ian en recuerdo de tu abuelo —le dijo a su hijo.
—Lograste dibujarlo tal cual era —dijo Angus mientras cogía otro dibujo.
—Y aquí está tu madre —le enseñó a Deirdre el dibujo.
Ella le sonrió y se acercó a su hijo.
—Recuerdo el día en que dibujaste éste, Alex —dijo cogiendo el dibujo de las manos de
Angus—. Trabajaste tanto en él que temía ver el resultado.
—Es tal cual como lucías entonces —dijo Angus.
Y también se parecía a ella ahora. Alex había captado su estructura ósea, la cual no había
cambiado, pero la suavidad alrededor de las mejillas había desaparecido y sus ojos se veían más
cansados mientras observaba el dibujo con una tierna sonrisa.
Alex cogió otro dibujo de la caja.
—Aquí está mi abuela, pequeña —dijo y me acercó la hoja.
El dibujo mostraba una mujer que ya no era joven. Su rostro era el de Alex en versión
femenina: la misma nariz recta y la boca bien marcada, pestañas largas y rasgos armoniosos. La
mandíbula era más suave y a pesar de la mirada valiente, el rostro era muy femenino. Alex sonrió
al verme pasear la mirada del dibujo a su rostro.
—Sí—dijo—, nos parecemos a ella.
Tenía razón: todos guardaban semejanza con ella. Angus, Malcom y, sobre todo, Matthew.
—Ella siempre dijo que dejaría su marca en los MacGannon —rió Deirdre y me percaté en
un santiamén de que Diana había sido su suegra. Una suegra formidable, sin duda. Le entregué el

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Kathleen Givens– Kilgannon

dibujo a ella—. Fue hecho poco antes de que muriese —dijo Deirdre—, pero Diana no quería
admitir que estaba enferma.
Observé más de cerca el dibujo, las líneas alrededor de la boca y la tirantez alrededor de sus
ojos me parecieron ahora más evidentes. Diana era una mujer mayor y enferma cuando había
posado para este dibujo, pero era una de las mujeres más hermosas que hubiese visto. Alex sonrió
amargamente.
—Hizo que lo dibujara varias veces hasta que estuvo satisfecha.
Malcom halló un dibujo de su abuelo y, con los labios apretados, se lo entregó a Angus sin
decir una palabra.
—Ah, el abuelo —rió Angus y sostuvo el dibujo para que todos pudiésemos verlo—. El
mismo —rieron Alex y Angus.
—Alexander era un buen hombre —dijo Deirdre y después miró a los niños—. Mi suegro.
Vuestro bisabuelo, murió antes de que vosotros nacierais. Pero así se veía —los niños observaron
con poco interés el dibujo de un hombre que parecía trasmitir vida.
Alexander tenía la contextura de Malcom y Angus y un rostro que había visto por todo el
valle: el mismo cabello rubio y marcado mentón, evidentes también en sus nietos. La expresión
de Alexander cuando levanté la vista me hizo sonreír. Había visto esa mirada varias veces. Alex
observaba la imagen de su abuelo con afecto y después levantó la vista cuando Malcom gritó.
—Es Jamie —dijo Malcom mientras le entregaba un dibujo a Alex.
—Lo había olvidado —dijo Alex suavemente mientras me enseñaba el dibujo de un niño
con tiernos ojos y dulce sonrisa—. Mi hermano Jamie —Alex observó el dibujo con una
expresión tierna antes de mostrárselo a su hijo—. Te pusimos el nombre en su honor. Él tenía
ocho años cuando lo dibujé. Mi lindo hermano.
—Sí —dijo Malcom con un tono de voz afectuoso, algo extraño en él—. Lo era, Alex.
Los hermanos intercambiaron una sonrisa triste.
Algunas tardes eran ruidosas y estaban llenas de música, cuando Alex organizaba un ceilidh ,
una reunión musical improvisada. Solía cantar y bailar, y si había músicos itinerantes, la sala se
llenaba de rostros sonrientes deseosos de diversión. Pero había tanto talento en Kilgannon, que
rara vez los necesitábamos. La esposa de Thomas, Murreal, adoraba cantar y a menudo nos
entretenía sola o acompañada por Thomas. Sus voces armonizaban hermosamente, yo amaba
esas noches en las que sus canciones se elevaban y permanecía sentada con mi esposo y dejaba
que el sonido me conmoviese.
Pero otras veces, me sentía cada vez más incómoda, así que pasé más tiempo ocupándome
de las cuentas. Las rentas y los gastos de Kilgannon estaban en orden salvo pequeñas
excepciones. Thomas había sido negligente en los últimos tiempos, pero sus anotaciones
anteriores eran correctas y precisas, y sus cuentas eran fáciles de llevar. Los ingresos y los gastos
de cada uno de los bergantines de Alex habían sido anotados por separado, lo cual facilitaba el
seguimiento. El Gannon's Lady, cuyo capitán era Calum MacGannon, mostraba ingresos en cada
viaje, al igual que el Katrine. El Margaret generalmente se reservaba para viajes y encargos de
Kilgannon, así que daba poca rentabilidad. Pero el Diana había dado pérdidas y era el Diana el
que se había hundido cerca de la costa de Cornwall. Las reparaciones costaban el doble de las de
cualquier otro navío, y hacía dos años que su rentabilidad había comenzado a decaer. No abrupta,
sino sostenidamente. Me pregunté si habría factores que desconocía, que hicieran que mis
sospechas fuesen infundadas. Alex había sido negligente con las cuentas; quizás existían registros

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Kathleen Givens– Kilgannon

que todavía no había visto. Necesitaba más información, pero Alex se había marchado en su
primer viaje de negocios desde nuestra boda. Estaría fuera tres semanas acompañado de Angus.
Habíamos hablado extensamente sobre su partida y le había asegurado que estaría bien. Pero
ahora me hallaba en Kilgannon con Malcom y mis sospechas. Recopilé mis anotaciones y esperé
su regreso.
Thomas a menudo me preguntaba si necesitaba ayuda. Una adorable noche antes de que
Alex regresase, le pedí que me acompañase a caminar con los niños a la orilla del lago. Los niños
corrieron delante y Thomas y yo los seguimos. Al principio conversamos sobre cosas triviales
pero después, Thomas se giró hacia mí sonriendo.
—Madame, si me disculpa por la pregunta, ¿por qué requirió usted de mi compañía?
Sus ojos marrones estaban turbados pero su tono de voz era amable y nuevamente me vino a
la mente mi calidad de nueva en Kilgannon.
—Thomas —dije, insegura de cómo comenzar—, sabes que estoy ayudando a Alex con las
cuentas de Kilgannon. Como su agente, conoces todo lo que sucede aquí. Necesito que me
expliques lo que es usual y lo que no lo es.
Lo consideró con la vista perdida en el lago mientras me preguntaba qué pasaba por su
mente. No tenía razones para dudar de su honestidad o de su lealtad hacia Alex. Todas las
cuentas de las cuales había sido responsable estaban en orden y los registros de los navíos habían
sido efectuados por Alex. Era obvio que estaba decidiendo qué decirme y al cabo de un
momento, me senté sobre una roca mirando a los niños remover el agua con un palo que habían
hallado. El lago estaba quieto y tranquilo esa noche, las olas eran tan pequeñas que no hacían
ruido y disfruté de la quietud y de la belleza. Las montañas, altas y de color púrpura, con la cima
iluminada por los últimos vestigios de la luz del atardecer, se reflejaban en el agua. Detrás de mí,
un pájaro trinaba melancólicamente. Finalmente, Thomas interrumpió su concentración.
Cualquiera que hubiese sido su debate interno, lo había resuelto.
—Madame, me complacerá revisar todas las cuentas con usted. Al menos, todas las que
conozco. Sé todo acerca del Margaret, pero si tiene preguntas sobre los otros navíos, tendrá que
hacérselas a los capitanes o puede dirigirse tanto a Angus como a Malcom. O a Alex, por
supuesto.
Lo miré sorprendida.
—¿Qué tienen que ver Angus o Malcom con los barcos?
—Bueno, ¿sabía usted que Alex se los cedió? No lo sabe. Puedo notarlo por la expresión de
su rostro —suspiró y cambió de posición llevando el peso de su cuerpo de una pierna a la otra—.
Hace aproximadamente tres años, Alex estaba muy ocupado con Sorcha ya que ella no se
encontraba muy bien y hacía poco tiempo que su madre y Mairi, la mujer de Angus, habían
fallecido. Por ello, le pidió a Angus que se encargase del Katrine y a Malcom, del Diana. Alex se
quedó con el Gannon's Lady y yo, con el Margaret, ya que era en realidad parte de mi trabajo. Por
tanto, es con ellos con quienes debe hablar —Pateó una piedra—. ¿Qué preguntas desea hacer?
Hice lo posible por sonar calmada.
—Ninguna en realidad; gracias, Thomas. Sólo estoy intentando entenderlo.
—Ah, bien. Qué pena que tenga que esperar a que Alex y Angus regresen. Pero Malcom está
aquí y sin duda, le complacerá ayudarla si lo necesita.
—Sin duda—respondí.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Intenté ignorar mi recelo y pasé más tiempo con Deirdre y con el ama de llaves, Berta,
aprendiendo acerca del manejo de la casa.
—Es una empleada excelente —dijo Deirdre mientras me guiaba escaleras arriba—. Puedes
confiar en ella.
—No será necesario. Usted estará aquí para hacerse cargo de todo.
Me miró por el rabillo del ojo.
—No estaré aquí por siempre. Ah, la alcoba de Alex. Apuesto a que no te mostró esto. Ven,
mira. Se mudó aquí después de la muerte de su hermano.
Me condujo dentro de una alcoba pequeña como una caja, vacía a excepción de una cómoda
junto a la puerta y un armazón de cama arrinconado en una de las esquinas. Observé con interés
la alcoba en que Alex había pasado tantos años. En ese espacio vacío no quedaba nada del niño
que había sido, no había vestigio de sus sueños en esas piedras. Crucé la alcoba en dirección a la
ventana, la abrí y me incliné hacia fuera. Se veía el valle, y más lejos el lago encrespado por la
brisa vespertina. Respiré profundamente. ¿Cuántas veces aquel chiquillo había mirado por la
ventana y soñado acerca de lo que había detrás de esas montañas?
—Necesitarás hacerte cargo de la casa pronto —dijo Deirdre—. Tengo la intención de ver
cómo están mis hijas, y mi Angus ya no me necesita tanto. He permanecido aquí el tiempo
suficiente para ver a Alex desposarte y me siento tranquila al dejarlo. No, jovencita, partiré
pronto. Por consiguiente, deberás aprender todo esto.
Giré, azorada, y vi su figura recortada en el marco de la puerta.
—No puede estar hablando en serio, Deirdre. ¿No tendrá intención de dejarnos?
Asintió con la cabeza sonriendo levemente.
—Así es, jovencita, es hora de que seas la señora de la casa. Mi trabajo en Kilgannon ha
concluido por el momento.
Cerré la ventana y me di la vuelta.
—Deirdre, éste es su hogar. La dejaré hacerse cargo y nunca interferiré. ¡No se vaya de aquí
por mi culpa!
—Ah, Mary, eres una joven buena —dijo con tono amable—. La vida continúa, querida. No
me marcho por ti, de verdad.
—Pues no se vaya—dije abruptamente.
Sonrió.
—Ya es hora, Mary. Eres capaz de ocuparte de la casa y tener tiempo para tu esposo y sus
hijos, además de las cuentas. Es hora de que vea a mis hijas. Ellas también necesitan a su madre,
no solamente Angus, ¿sabes? —intenté sonreír—. Jovencita, ya es tiempo de que descanse un
poco, ¿no le parece? Cuidé a los niños y la casa por Alex y me aseguré de que Angus y Matthew
estuviesen bien después de la muerte de Mairi. Ahora mis niñas necesitan de su madre. Mi
Catriona está embarazada nuevamente y no le fue fácil las últimas veces, y el esposo de Edanna
está viajando. No es que me echéis. Si me necesitas aquí, volveré. Sólo tienes que mandarme
llamar —asentí con la cabeza y ella respondió la pregunta que no hice—. Me gustaría estar con
ellas antes del otoño, así que partiré pronto. Me quedaré para los Juegos y después iré a casa de
Edanna. ¿Te habló Alex de los Juegos?
Negué con la cabeza y ella suspiró.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—¡Hombres! Bien, lo sabrás en agosto. ¡Son los Juegos de las Tierras Altas, Mary, lo que
significa que los hombres juegan y las mujeres los alimentan! —le echó una mirada a la pequeña
alcoba—. Así que tenemos mucho que hacer, ¿no?
—¿ Se lo ha dicho a Alex ?
Negó con la cabeza.
—Todavía no. Pensé en hablar primero contigo, ahora que eres la señora de la casa, ya sabes
—sonrió—. No tengas miedo, jovencita. A Alex no le importará que me vaya, siempre y cuando
ambas estemos felices. Y Angus lo sabe. La verdad es que, ahora que lo pienso, Angus
probablemente se lo comentó a Alex. Ellos son así —observó la habitación—. Algunas cosas
pertenecen al pasado, Mary, y me iré antes de ser una de ellas.
Sin importar cuán ocupada me mantuviese, cada noche revisaba las cifras una y otra vez en el
escritorio. Malcom pasaba más tiempo conmigo por las tardes en ausencia de Alex,
sorprendiéndome con su encantadora y afable compañía. Me pregunté si Thomas le habría
mencionado nuestra conversación, pero no interrogaría a Malcom mientras Alex estuviese fuera.
Eso podía esperar.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 18

Finalmente Alex regresó a casa. Entró navegando al lago Gannon por la tarde en un día
brillante. Me protegí los ojos del sol que danzaba en el agua, convirtiendo los diminutos picos en
diamantes que se mecían hacia él mientras el navío avanzaba. Sentía el corazón mucho más
liviano. Pasaron horas hasta que terminaron con todo el trabajo que implicaba amarrar un barco y
liberar de su trabajo a la tripulación. Después Alex, Angus y Calum se sentaron a beber whisky en
la sala mientras revisaban los últimos detalles. Pude percibir la tensión que ellos disimulaban y
que me resultaba incomprensible. Me senté cerca de Alex y esperé. Los niños también se
encontraban con nosotros y cuando la conversación terminó, sugirió que los cuatro subiéramos el
risco que se hallaba detrás del castillo.
Subimos en silencio, los niños corrían delante y después detrás de nosotros. Mi mano estaba
en la de él, pero su mente se hallaba en otro lugar. Llegamos a la parte superior del risco y
permanecimos de pie ahí observando la margen más alejada del lago y el mar. El viento nos
agitaba el cabello y la ropa. No era la única en haber notado su mal humor. Incluso los niños se
aquietaron durante un momento y miraron furtiva y nerviosamente a su padre. Alex suspiró y me
soltó la mano para alejar a Jamie de la orilla.
—No te acerques tanto, Jamie —le dijo en tono pausado.
—¿Fue un viaje difícil, papá? —Ian levantó la cabeza y miró a su padre. Alex le sonrió y le
revolvió el cabello.
—No, amigo, fue un buen viaje. Me gustaría que me contaseis lo que hicisteis en mi
ausencia.
Alzó a Jamie sobre el hombro y sujetó a Ian con el otro brazo. Ambos niños rieron cuando
los alejó de la orilla y se sentaron en un montículo de rocas. Me uní a él y escuché mientras los
niños le relataban lo que habían hecho en esas tres semanas, lo cual, en general, eran historias
infantiles relacionadas con insectos, cuevas y animales.
—Veo que habéis estado tan ocupados como yo — dijo— y merecéis una recompensa. Os
espera una gran sorpresa a cada uno —sonrió a causa del entusiasmo—. Murdoch me ayudó a
elegir.
—¿Qué es, papá? —se encontraban de pie frente a él prestándole mucha atención.
Sonrió y les hizo cosquillas en el estómago con la punta del dedo.
—Cachorros. Si queréis podéis ir a ver —gritaron de alegría y se alejaron corriendo. Alex los
siguió con la mirada y después se giró hacia mí—. Wolfhounds —dijo—. Le pedí a Murdoch dos
de sus cachorros. Los niños estarán felices.
—Sin duda —dije preguntándome cómo se las arreglaría con dos perros más... y
Wolfhounds, para colmo.

153
Kathleen Givens– Kilgannon

Después nos sentamos en silencio a mirar el mar. Me rodeó con un brazo y miró en
dirección al agua. Observé su perfil. «Me lo dirá pronto», pensé y después me giré para observar
el paisaje. Agua azul, cielo azul, islas azules, montañas azules. Debería de haber veinte tonos
diferentes de azul. Me giré para mirarlo a los ojos. «Veintiuno», me corregí mentalmente y levanté
el rostro para recibir su beso. Tres semanas sin haber tocado a este hombre. Comenzamos a
recuperar el tiempo perdido.
—Mary —dijo al cabo de un momento—. Siento haber estado fuera tanto tiempo.
—Yo también lo siento —dije mientras observaba cómo el viento le agitaba el cabello y la
trenza sobre el hombro.
Detrás de él, el cielo estaba despejado excepto por algunas nubes dispersas que sólo
resaltaban el azul del cielo y del agua. Suspiró, se recostó contra una roca y estiró las piernas.
—¿Qué sucede? —pregunté. Me miró sorprendido.
—Debería haber notado, pequeña, que no pasas por alto ningún detalle.
—Sé que algo te molesta, Alex, pero no sé qué.
Asintió con la cabeza y después miró en dirección al agua.
—Camino a casa me detuve en la casa de los Maclean —dijo tajantemente—. Murdoch dice
que durante meses Malcom le ha dicho a quienquiera que esté dispuesto a escucharle que me
comporto de manera muy impulsiva últimamente, que tengo dificultades económicas y que, a
pesar de sus mejores esfuerzos, estoy llevando a Kilgannon a la ruina —se giró y me miró.
—¿Dónde dice esas cosas?
—En Edimburgo, en Glasgow y en Clonmor. Esas son sus tierras, al este de las Tierras
Altas. Le pertenecían a nuestra madre.
—Lo recuerdo, ¿qué harás?
—Tendré una charla con él. Le diré que deje de actuar como el hermano mayor que salva al
hermano estúpido. Le pediré que diga la verdad.
—¿Por qué no mencionarle lo desleal que es?
—Sí, bueno, sabes que no podría considerarlo de esa manera. No pienso que quiera
desacreditarme tanto como para parecer más importante. Es difícil ser el que no heredó.
—Mi padre era feliz a pesar de ser el hijo menor.
—Tu padre no era escocés.
—El tuyo no es el único linaje con orgullo —dije tajantemente.
Rió.
—Tienes razón, me disculpo por la ofensa —me acercó hacia él—. ¿ Sabes cuánto bien me
haces ?
Cedí.
—Sí, Alex, lo sé. Eres un hombre muy afortunado.
—Lo soy —sonrió y me besó el cuello—. Ah, pequeña, realmente lo soy.
Pensé que regresaríamos al castillo pero no se movió y permanecí a su lado preguntándome
qué sucedería.
—Alex —dije cuando volvió a suspirar—, ¿qué más sucede?
—Eh... bueno, sólo estoy algo melancólico, sin duda, pero no dejo de pensar en lo que tu
Robert Campbell dijo. Tenía razón. Soy el último de una especie en extinción y lo reconozco.
Sólo que no sé cómo evitarlo.

154
Kathleen Givens– Kilgannon

No pude hallar respuesta, pero cogí sus manos entre las mías y lo observé mientras el sol de
la tarde brillaba sobre nosotros. Entrecerró los ojos a causa del resplandor. Su cabello era como
un halo dorado alrededor de la cabeza. Muchos de los del clan no sabrían cuan comprometido se
sentía con su responsabilidad. Muchos nunca dudarían de que la vida, tal como la conocían,
continuaría igual. Y era su deber velar por que así fuese. Pero sabía, al igual que él, que Robert
tenía razón, que el mundo llegaría a nuestra puerta y traería aparejados los cambios a Kilgannon.
Sólo que no quería que fuese Malcom el que enfrentase los cambios. Ni que fuese el beneficiario.
Suspiré captando su talante sombrío pero un momento después, sonrió.
—Bien, lo haremos lo mejor que podamos, ¿no es cierto? No encuentro una solución mejor
y no hay un hombre más indicado para hacerlo —después rió contagiosamente—. Soy un
hombre afortunado, Mary Rose.
—Oh, sí, mi señor —dije y le acaricié el muslo debajo de la kilt—. Muy afortunado —dije—.
Muy, muy afortunado.
—Lo soy —dijo y me besó mientras reía. Y después deslizó mi mano hasta donde deseaba
que la colocase—. Pero estoy dispuesto a compartir mi fortuna.

Cuando refrescó, dejamos nuestra posición y regresamos al castillo. Se detuvo en la cima de


la colina y se giró hacia mí.
—Tendré una interesante discusión con Malcom.
—¿Oh? —dije percatándome de la preocupación en mi voz.
Rió.
—No temas, pequeña. Puedo manejar a Malcom.
Esa noche hubo música y danza. Alex no le habló a Malcom, pero lo observó. Por su parte,
Malcom permaneció en un rincón con sus amigos, lo cual me complació. Pero no pensé en él
durante mucho tiempo. Estábamos demasiado ocupados con los cachorros. Absortos, los niños
debatieron largo y tendido sobre sus nombres y finalmente se decidieron. Alex levantó las cejas
ante su elección y bromeó al respecto.
—¿Qué, darles nombres de las Tierras Bajas?
Pero los niños estaban complacidos con su decisión y eran tan testarudos como su padre, y
así fue como Robert the Bruce y William Wallace pasaron a vivir con nosotros.
Después, cuando estuvimos a solas en nuestra alcoba, Alex me besó y se fue a dar un baño.
Me quedé dormida en su ausencia, pero cuando se introdujo bajo las mantas intentando no
despertarme, levanté la cabeza y le di la bienvenida.
—Ah —dijo—, estás despierta. Me preguntaba si sería descortés despertarte para estar
contigo. Tres semanas, pequeña. No creo que haga muchos de estos viajes de negocios, Mary
Rose. Te extrañé demasiado esta vez —dijo con la cabeza hundida en mi cabello.

—Te extrañé terriblemente —murmuré bostezando.


—¿Te estoy aburriendo? —dijo riendo en medio de la oscuridad.
—No, pero esta tarde tuve que compartirte con todo el clan. Aparentemente, no poseo los
mismos atractivos que ellos.
—Sí, bien, eso es cierto —dijo mientras me besaba—. Y me agrada que sea así —me besó el
cuello y el hombro y deslizó la mano por mi costado hacia abajo y después hacia arriba

155
Kathleen Givens– Kilgannon

nuevamente—. Estoy aquí ahora, Mary Rose, y ya que nunca puedo saber cuándo habrá otra
ocasión para estar a solas contigo, no desperdiciemos ésta. ¿Te parece? No lo hicimos.

Alex bajó antes que yo la mañana siguiente. La sala estaba repleta de gente pero no había ni
rastro de Malcom. Suspiré con satisfacción. Había dormido maravillosamente. Alex estaba
sentado en un banco, callado y contemplativo, inclinado sobre la mesa, con sus largas piernas
cruzadas. Los niños jugaban a sus pies. Miró la lluvia a través de la puerta abierta de la sala y me
recibió con una sonrisa dulce.
—Buenos días, pequeña, ¿cómo te encuentras?
—Dormí muy bien —dije sonriendo. Asintió con la cabeza.
—Estoy seguro de que así fue, Mary Rose. Roncaste sonoramente —reí mientras me sentaba
junto a él. Hice un gesto refiriéndome a sus hijos—. Creo que es tiempo de conseguir un tutor,
pequeña. Sé que les has estado enseñando las letras y los números, al igual que yo, pero Ian ya
casi tiene seis años y necesita más instrucción, ¿estás de acuerdo?
Asentí con la cabeza, sorprendida por el tema de conversación, y le seguí la mirada hasta los
niños que se revolcaban en el suelo con los cachorros.
—¿Dónde conseguirás un tutor? —pregunté mientras observaba a lan acariciar
cariñosamente a su perro.
—Escribiré a St. Andrew's para que me recomienden a alguien. No terminé de estudiar
porque mi padre murió y tuve que regresar a casa, pero todavía mantengo correspondencia con
algunos de mis maestros. Alguno de ellos conocerá a alguien. Angus y yo pensamos que es
tiempo de que Matthew vaya a la universidad.
—¿Lo enviarás lejos?—pregunté azorada.
Me dispensó una mirada azulina.
—No lo envío lejos, Mary, dejo que se vaya para instruirse. Irá a St. Andrew's tal como lo
hicimos nosotros y ampliará sus conocimientos. Pero terminará, al igual que su padre y estará
mejor educado que yo. Pequeña, el muchacho está listo para ir. Ya es momento —cuando volvió
a hablar, lo hizo en tono pensativo cambiando de tema—. Mary, tú y yo, ambos sabemos algo
acerca de la pérdida. Más que muchos, menos que algunos, pero los dos hemos perdido a
nuestros padres y a nuestros abuelos y yo, a un hermano y a una hermana —me miró directo a
los ojos—. Cuidaré del único que me queda.
Asentí con la cabeza guardándome los pensamientos negativos sobre Malcom. Obviamente
éste no era el momento para mencionar las pérdidas del Diana. Me pregunté si alguna vez lo
haría.
La tarde trajo consigo el brillo del sol y a la mitad del clan, cada hombre con un lamento o
una historia para compartir con Alex. Hacia el final de la tarde había terminado de hablar pero
ellos se quedaron y la sala se llenó de música y baile. Me había hecho a la idea de no tener
nuevamente un momento a solas con él, y me senté a mirar cómo bailaban los demás, cuando
sentí una mano en el hombro. Miré a Alex a los ojos, él inclinó la cabeza acercándose a mí.
—Estaba pensando en que podríamos escaparnos un momento, Mary Rose —dijo y sonrió
mientras me conducía fuera de la sala. En la biblioteca avivó el fuego de la chimenea, después
cruzó la habitación y se sirvió un vaso de whisky—. Hablé con Malcom —dijo mientras se
arrellanaba en la silla.
—¿Sí?

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Kathleen Givens– Kilgannon

Observé la luz jugar en los ángulos de su rostro. Tomó un sorbo de whisky.


—Sí. No volverá a suceder.
—Bien —respondí temerosa de decir más.
Permanecimos sentados en silencio hasta que levantó el vaso y miró las llamas a través del
cristal.
—Mary, ¿qué es lo que te está molestando en relación con las cuentas?
Lo observé. ¿Cómo podía saberlo? Respondí a mi propia pregunta. Thomas, desde luego.
Respiré profundamente y me sumergí en el tema explicándole todo lo referente a los costos y las
ganancias del Diana. Escuchó, después rió.
—No te preocupes tanto, pequeña, no soy tonto. Sabía que perdíamos dinero, sólo que no
sabía cuánto. Es por eso por lo que le quité el Diana a Malcom y contraté a un capitán para que
lo remplazara. Y sabes lo que sucedió después. Pasamos de tener un barco que perdía dinero a no
tener barco. De ahora en adelante, nos ocuparemos nosotros mismos de navegar.
—Pero las reparaciones... —comencé a decir.
—Sí—me interrumpió—, sé todo acerca de las reparaciones —miró el vaso, frunció el ceño
y después me miró a los ojos—. Fueron exorbitantes, sí, incluso para un barco viejo, y es el más
antiguo de la nota. Le pregunté a Malcom acerca de ello. Dio más pérdidas que cualquier barco
que haya visto. Todavía no cuadran las cuentas, pero él es joven e inexperto. Nadie aprende estas
cosas sino a través de la experiencia, ya sabes. Cuando resultaron excesivas, le quité al Diana y
después lo perdimos. Así que estoy mucho mejor ahora, ¿no es verdad? —sonrió de lado y
terminó el whisky—. Sabes que no soy un gran hombre de negocios, Mary —dijo—, pero
estamos bien.
—¿Por qué sigues comerciando?
Me miró pálido, después se sentó erguido sin apartar la vista de mí.
—¿Acaso no hemos hablado antes de esto?
Negué con la cabeza.
—No.
—Sí, bueno, no es ningún misterio. Las rentas del clan no son suficientes para cubrir los
impuestos de este viejo castillo, ni siquiera alcanzan para pagar el mantenimiento. Algunos de los
beneficios, por supuesto, provienen de las rentas pagadas en especias, pero necesito efectivo para
pagar los impuestos —suspiró—. No puedo subir más las rentas y tampoco dejaré que los
recaudadores lo hagan. Y los impuestos no pueden esperar. Los ingleses necesitan mi dinero para
someter a los escoceses. El dinero para los impuestos y para todas las otras cosas debe provenir
de alguna parte, por ende, salimos a conseguirlo. Le pago a los ingleses con el dinero que ellos me
dan por venderles vino francés. Resulta justo. Y, además —se encogió de hombros—, está el
atractivo de conocer otras partes del mundo. Eso está bien —me recorrió el rostro con la mirada
que se le tornó sombría—. Pero ahora pienso que desearé permanecer más cerca de casa —sonreí
y me incliné para besarlo.
Nos interrumpió un golpe en la puerta. Alex levantó las cejas mientras respondía. Thomas
abrió la puerta.
—Lo siento, Alex, pero tu presencia es requerida en la sala. Acaba de llegar Duncan de los
Glens y necesita hablar contigo.
—¿A estas horas? —protestó Alex—. ¿No puede tomar una o dos copas y ya hablaremos
mañana por la mañana?

157
Kathleen Givens– Kilgannon

Thomas negó con la cabeza.


—Dice que es importante, que debe hablar contigo lo antes posible y esperará hasta que
estés disponible.
Alex suspiró y me miró encogiéndose de hombros.
—¿Pues cuál será el asunto que lo trae ahora? —preguntó mientras se incorporaba.
"El asunto" resultó ser un Duncan enfurecido. Vociferando que un MacDonald había
embarazado a una MacGannon, empujó a la joven hacia delante. No tenía más de dieciséis años.
Era alta, de cabello rubio oscuro y tenía los ojos de un azul brillante, que ahora estaban
inconmensurablemente abiertos a causa del terror. Duncan permaneció de pie detrás de ella, su
ira la hacía parecer pequeña. Alex se sentó a la mesa, se inclinó hacia delante con los codos
apoyados en las rodillas y escuchó el relato de Duncan sobre las indignidades sufridas por los
MacGannon a manos de los MacDonald a lo largo de trescientos años. Me percaté de que Alex
ya lo había escuchado antes, probablemente muchas veces. La muchacha se hallaba de pie en
medio del círculo de hombres, miraba al suelo y sus lágrimas se estrellaban contra las piedras.
Cuando finalmente Duncan concluyó, Alex se irguió y preguntó suavemente:
—¿Es tu sobrina, Duncan? ¿Es la pequeña Lorna? ¿Y quieres que la castigue?
Duncan negó bruscamente con la cabeza.
—No, en absoluto. Quiero que obligues al bastardo a casarse con ella.
Rápidamente se resolvió el problema. Lorna y el hombre a quien amaba, Seamus MacDonald
de Skye, querían casarse a pesar de las objeciones de sus padres. Alex consoló a la llorosa joven y
le dijo que le escribiría a MacDonald. Duncan asintió satisfecho.
Luego, cuando nos encontrábamos a solas en la alcoba, yo estaba tranquila y Alex pensativo
cuando nos sentamos frente a la chimenea.
—¿Qué harás si MacDonald no da su consentimiento para la boda? —le pregunté
finalmente—. ¿Irás a Skye?
Sabía que Morag vivía al otro lado de la isla e intenté recordar cuán grande era.
Pero Alex sacudió la cabeza.
—Aunque MacDonald se niegue, pequeña, no iré solo a Skye —me miró con una sonrisa
cansada y me cogió e la mano—. No, Mary, iremos juntos a Skye.
Pero no lo hicimos. Vino MacDonald.

Una semana después de que Alex le escribiera. MacDonald llegó un día nublado y fresco con
un séquito de hombres de su clan. Y dos mujeres. Alex y yo los recibimos en el muelle. El jefe de
los MacDonald, conocido como Sir Donald MacDonald, de los MacDonald, era un hombre
corpulento y veloz, tanto de pensamiento como de palabra. El imponente hombre que estaba
junto a él debía de ser Seamus, pensé. Estaba feliz, los ojos grises le brillaban, tenía el cabello
esmeradamente sujeto en la nuca y estaba prolijamente ataviado. Las dos mujeres permanecieron
detrás de MacDonald: una, de mediana edad, con el cabello gris enmarcándole el hermoso rostro;
la otra, mucho más joven, con cabello castaño, miraban fijamente a Malcom. Deirdre, que
conocía a ambas, las recibió cálidamente y la mujer mayor le sonrió agradecida.
—Kilgannon —rugió MacDonald en gaélico—, he venido a comer tu comida y a invitarte a
una boda.
Alex le sonrió.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Me has ahorrado un viaje, entonces, Sir Donald, por lo que te estoy agradecido. Ir del
paraíso a Skye resulta siempre difícil, pero regresar a casa hace que valga la pena el esfuerzo.
MacDonald rió sinceramente golpeándole el hombro. Se dio la vuelta hacia mí y me habló
cordialmente en inglés.
—Señora Mary, ¿cómo está usted? Es la novia más hermosa que he visto en mucho tiempo,
¿se adapta a la vida entre los paganos?
Reí.
—Bastante bien, señor, gracias.
—Eso es bueno —dijo en voz alta—, ya que no le queda otra opción. Su matrimonio ya es
un hecho y, por lo que he escuchado, no podría conseguir la anulación —rió y me ruboricé—.
No quiero decir con eso que usted así lo desee —miró a Alex afectuosamente—. No es un mal
hombre a pesar de ser tan feo —ambos hombres rieron y sonreí—. Alex, he traído a la hija de mi
prima, Sibeal —dijo MacDonald empujando a la joven hacia delante, frente a nosotros—. Pensé
que te agradaría conocer a tu futura cuñada.
Alex miró al hombre, sorprendido. Detrás de mí, Malcom se movió intranquilo y alguien
comenzó a reír. Junto a MacDonald, Deirdre lo miró a la defensiva.
—Sí. Te sorprende —dijo MacDonald asintiendo—. Imagina lo que sentí al recibir tu carta
en términos tan molestos, Alex. Podríamos hacer un intercambio, ¿no te parece? Aceptaré a tu
Lorna MacGannon y tú harás lo propio con Sibeal MacDonald, aunque te llevas la mejor parte.
Tuve que esforzarme para lograr el consentimiento de sus padres; aun así, pienso que los niños
crecen mejor en el hogar paterno — desvió su mirada furibunda hacia atrás—. ¿No estás de
acuerdo, Malcom?

Alex y MacDonald se encerraron en la biblioteca con Malcom, Angus, Thomas y varios


miembros del clan MacDonald, dejándonos a los demás a nuestro aire. Les hablé a las mujeres y
rápidamente descubrí que la mayor era la madre de Sibeal. La joven habló poco, y parecía por
momentos radiante, y por otros preocupada. Era encantadora y no me sorprendí de que hubiese
captado la atención de Malcom.
Edina, la madre de Sibeal, fue bastante franca sobre su visita.
—No estábamos seguros de ser recibidos —dijo mientras bebíamos vino frente a la
chimenea—. Supe que la carta de Kilgannon fue recibida con desagrado y para colmo Sibeal me
dijo que estaba... —echó una mirada a su hija—, en la misma condición, y que el niño era de
Malcom. Sir Donald lo encontró muy divertido y le dijo que los visitaríamos y arreglaríamos todo
—Edina me miró a los ojos—. Quiero que mi hija sea feliz. Y ella dice que Malcom la hace feliz.
—Yo también querría que mi hija fuese feliz —dije en tono suave, aunque dudaba
seriamente de que Malcom pudiese hacer feliz a alguien.
Me pregunté cómo le estaría yendo a Alex y, en respuesta a mi pregunta, los hombres
salieron catapultados de la biblioteca.
Alex se acercó a mí de inmediato y me susurró al oído:
—No temas, Mary, todo está bien. Puede que me salgan canas antes de que termine el año,
pero todo está bien.
Le palmeé la mano y le sonreí. Se incorporó y después pidió que tocaran música y que
trajesen whisky.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Se quedaron durante tres días. Habían decidido que Malcom y Sibeal se casarían en dos
meses en Skye, y Lorna y Seamus lo harían antes en Glendevin. Se envió el mensaje a Lorna y
sospeché, al no verlo, que el mensajero que entregaría la carta de Alex, era el mismo Seamus.
Sibeal, evidentemente encantada, se aferraba a su futuro marido. Malcom se comportaba
como de costumbre encogiéndose de hombros cada vez que alguien mencionaba el casamiento.
Nunca pude descubrir lo que pensaba, ni tampoco me importaba, pero no se comportaba
amablemente con Sibeal ni parecía avergonzado en lo más mínimo.
Alex se conducía de manera reservada, pero me cogía la mano por debajo de la mesa
mientras escuchaba la opinión de MacDonald. El hombre tenía muchas cosas que decir. Alex se
puso de pie en el momento en que me cubrí la boca para bostezar y dimos las buenas noches
invitando a todos a continuar con la fiesta. Me cogió la mano frente a todos y los MacDonald
hicieron comentarios mientras dejábamos la sala. Sin embargo, Alex no bromeó como
habitualmente lo hacía. En la planta alta, el personal trabajaba afanosamente siguiendo las
directrices de Berta, preparando alcobas para los inesperados huéspedes, por lo que estaba
agradecida de contar con ella para supervisarlo todo ya que esta noche deseaba estar con mi
esposo.
Alex suspiró y se recostó contra la puerta de nuestra alcoba después de cerrarla. Permanecí
de pie en medio de la habitación, esperando y decidida a no decir nada en contra de Malcom
hasta averiguar de qué humor estaba Alex, aun a pesar de todo lo que pasaba por mi mente. Por
fin, Alex se apartó de la puerta y comenzó a desvestirse, después se detuvo frente a la cómoda
donde guardaba su ropa, con la vista perdida en la lejanía. Esperé durante lo que me pareció una
eternidad y después me le acerqué.
—Alex —dije finalmente. Él se giró lentamente hacia mí—. ¿Te encuentras bien? ¿Qué más
ha ocurrido que yo no sepa? ¿Qué dijeron? ¿Qué dijiste? ¿Qué dijo Malcom?
Se encogió de hombros.
—No mucho, pequeña —dijo, pero sonrió.
—Alex —comencé a decir en voz alta con la intención de sonar amenazante, pero me había
acercado a él y mi voz se había tornado un susurro.
Me besó profunda e intensamente y después me miró con aire satisfecho.
—Te has quedado sin palabras. Aun puedo lograrlo — sonrió.
—No me he quedado sin palabras —respondí rápidamente—. Y esta noche dormirás en el
suelo si no me lo cuentas.
—No lo creo. Si deseo estar en tu cama, ahí estaré. No muestres los dientes si no puedes
morder —ante mi expresión perpleja echó la cabeza hacia atrás y rió—. Cuánto te amo, Mary.
—Alex —dije, conduciéndolo a las sillas frente a la chimenea—, cuéntamelo antes de que
explote. ¿Qué ha pasado? ¿Cuál es el problema?
Tomó asiento en una silla y me sentó sobre su regazo.
—Sólo estoy cansado, pequeña. Muy cansado de Malcom y de la energía que requiere lidiar
con los problemas que causa. Esta vez salió bien y no hicimos de los MacDonald un enemigo,
pero eso no fue sin esfuerzo.
—¿Qué sucedió en la biblioteca?
Suspiró y deslizó la mano por mi muslo, hacia abajo y después volvió a subirla por debajo de
la falda.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—La historia no vale la pena, pequeña. Reconocimos que Lorna y Sibeal están embarazadas
y nadie discute que Seamus y Malcom son responsables. Y las jovencitas no son tontas, ambas
desean casarse. Seamus está deseoso de casarse con Lorna, así que ese asunto resultó fácil, pero
MacDonald estaba bastante disconforme con Sibeal y acorraló a Malcom. No estoy muy seguro
de que Malcom quiera casarse, pero se casará.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que quiero decir es que Malcom no se anticipó y manifestó su amor como lo hizo
Seamus y en consecuencia, por comparación, pareció reacio. Sir Donald no estaba complacido
con un novio reacio y una novia embarazada y al tratarse de Sir Donald fue... persuasivo.
—¿Abogaste en defensa de Malcom?
Alex negó con la cabeza.
—No. Se metió en aprietos sin mi ayuda. Y dejé que saliera de ellos sin mi ayuda. Además,
pequeña, no podía mirar a Sir Donald a los ojos y decirle «Sí, mi hermano ha embarazado a la
jovencita pero por ahora no tiene en mente casarse, así que, ¿se retiraría usted a su casa y
nosotros pensaremos en esto más adelante?». ¿Imaginas la expresión de Donald si hubiese dicho
eso?
—No —reí suavemente y le retiré el cabello del rostro—. Alex, ¿te habrías casado conmigo?
—Lo hice. Espera, déjame ver —alzó la vista y después me miró a los ojos—. Sí. Lo hice.
Dos veces —me besó y me acarició la pierna—. Te habría desposado quince veces, Mary Rose.
Lorna y Seamus se casaron en una tranquila ceremonia en Glendevin. Alex los había invitado
a contraer enlace en Kilgannon pero Lorna deseaba casarse en la pequeña capilla cerca de su
hogar. Un alegre Duncan entregó a la novia y su familia me dio una cálida bienvenida. En esta
ocasión no me ofrecí a comer el pie de nadie, aunque bromearon al respecto y me ofrecieron
varios. Reí con ellos, encantada de que se sintieran lo suficientemente cómodos como para
bromear conmigo. Aun así, al caer la noche, estaba contenta de regresar a casa. Ya casi era de
noche cuando caminamos por el pequeño sendero y llegamos al valle ubicado en la orilla más
alejada del lago Gannon. Contuve la respiración frente a la visión de Kilgannon brillando por las
luces reflejadas en el agua. La torre, coronada de antorchas, se elevaba sobre el prado. También
había antorchas en cada una de las esquinas de las paredes exteriores y me percaté de que nunca
antes había visto Kilgannon desde lejos de noche.
—Qué hermoso —dije admirada. Alex, quien cargaba a Jamie dormido sobre el hombro, se
giró hacia mí con una sonrisa tierna.
—Sí, pequeña —dijo—. Es un paraíso. No exageraba con los MacDonald, es el lugar más
hermoso de la tierra. Ya ves por qué no podía casarme con cualquier mujer. Debía hallar una que
enorgulleciese mi hogar —sonreí. Después vi a Malcom y a su compañero que se miraban entre
ellos con las cejas levantadas a espaldas de Alex. Supe que se burlarían de él más tarde. Alex, que
se dio cuenta, los midió con la mirada—. Por supuesto —dijo, más para ellos que para mí—.
Tomé mi decisión más con la mente que con el cuerpo —agregó algo en gaélico que hizo fruncir
el ceño a Malcom y reír a su compañero. No era una frase que me hubiesen enseñado, pero no
pedí traducción.
Qué día tan maravilloso había sido, pensé. La boda de Lorna había sido perfecta, los novios
rebosaban de felicidad. Y «pronto Malcom se casaría y partiría a Clonmor. Sería un verano
encantador.

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Kathleen Givens– Kilgannon

La paz duró sólo un día. Fue Liam de Thomas quien vino a buscarnos corriendo la tarde
siguiente con los ojos abiertos de par en par y agitando los brazos.
—Señor —dijo casi sin aliento patinando antes de detenerse frente a Alex—. Por favor,
venga. Mi padre —miró hacia atrás como si lo persiguiesen—. Mi padre me pidió que le dijese
que encontraron al maldito bastardo que robó el ganado.
Frente a mi sorpresa, Liam se ruborizó.
—Eso es lo que me dijo que le comunicase al señor Alex, madame, lo siento.
Asentí con la cabeza e intenté esconder una sonrisa, después miré a Alex, esperando que
estuviese contento. Pero Alex, que había entrecerrado los ojos y levantado el mentón, estaba
enojado cuando miró a Liam.
—¿Dijo "maldito bastardo"?
Liam asintió con la cabeza.
—Sí, señor, y me indicó que usase esas mismísimas palabras. Papá dice que Dougall fue a
buscarlo.
—Dios mío —dijo Alex para sí mientras miraba a lo lejos—. No esperaba esto. ¿Dónde está
él, jovencito?
—En Glengannon, señor, pero lo traen hacia aquí.
—Bueno, dile a tu padre que estaré ahí —Liam asintió con la cabeza y se dispuso a
retirarse—. Liam —dijo Alex y el niño se giró—. Busca a mis hijos y diles que me esperen en el
recibidor.
Ambos observamos cómo el niño se marchaba velozmente y después giré hacia Alex.
—¿Quién es el "maldito bastardo"? —recibí una mirada gélida como respuesta. Alex apretó
los labios—. ¿Alex?
—Alien MacGannon, aunque Dios sabe que no es realmente un MacGannon. Sus padres
vinieron hace veinte años de las tierras MacDonell y mi padre les permitió quedarse. Fue un
error. El padre de Alien era un borracho empedernido y sus hijos no eran mejores que él —me
miró a los ojos—. Era con el hermano de Alien con quien tenía que ajustar cuentas en
Kilgannon, pequeña, cuando fui a la propiedad de los Campbell. ¿Recuerdas que te lo conté?
—¿Los hombres que atacaron a los miembros de tu clan? —le pregunté recordando que
Alex me había mostrado sus cuerpos colgados del árbol.
—Sí. Y debería haberlo resuelto en ese momento —suspiró profundamente y me miró por el
rabillo del ojo—. Bueno, lo haré ahora —dijo y se retiró dando grandes zancadas.
Lo observé alejarse.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 19

En la sala, la gente estaba inquieta y más personas llegaban a cada minuto. Permanecí de pie
a un lado y observé mientras Alex, seguido de Angus, caminaba de lado a lado frente a la
chimenea. Cuando Liam llegó junto a Ian y Jamie, los tres niños permanecieron de pie vacilantes
frente a Alex mientras él les hablaba con gestos bruscos. Estaba a punto de acercarme para
preguntarle qué sucedía cuando un griterío en el jardín llamó nuestra atención. Seguí a los demás
afuera y permanecí de pie junto a Ellen y los niños mientras la conmoción aumentaba alrededor
de nosotros.
Dougall llegó primero, con el rostro enrojecido y furioso. Detrás de él, con las muñecas
atadas, un hombre joven con expresión ansiosa. Alex y Angus corrieron escaleras abajo y
hablaron con Dougall mientras su primo desmontaba. Dougall gesticulaba bruscamente en
dirección a Alien; después llegó Malcom y Dougall comenzó a explicar de nuevo. Los cuatro
hombres se giraron cuando Thomas apareció desde los establos, arrojándose sobre Alien con un
grito áspero.
Miré perpleja a Thomas, quien generalmente era el más calmo de los hombres. Arrojó a
Alien del caballo y lo arrastró a un lado del patio, mientras gritaba furiosamente en gaélico
palabras que no podía comprender. Nadie interfirió cuando golpeó a Alien una y otra vez contra
el muro de piedra de la torre. Alex y Angus intercambiaron una mirada y finalmente Alex les hizo
un gesto a Malcom y a Dougall para que lo detuviesen. Apartaron a Thomas con dificultad y Alex
se interpuso entre ellos, quienes seguían gritando jadeantes. Alex observó con expresión sombría
cuando Alien cayó al suelo, después subió los peldaño de dos en dos hasta donde me hallaba.
Cuando me miró a los ojos, pude notar la furia en ellos. Cogió la mano de los niños de entre las
mías y los llevó a la sala. La gente lo siguió. Ellen y yo fuimos las únicas mujeres que quedamos
para ver cómo Angus levantaba a Alien del suelo y lo llevaba a rastras frente a nosotras hacia la
sala. Alien, con el rostro aterrorizado y ensangrentado, intentaba mantenerse de pie mientras
Malcom y Dougall lo siguieron sin siquiera mirarnos, después Thomas —quien aun respiraba
aguadamente— y por último nosotras entramos también.
Hallamos un rincón junto a Matthew y me giré hacia él mientras la multitud se acomodaba
como si supiesen qué iba a suceder. «Un juicio», pensé.
—¿Qué hizo Alien? —pregunté.
Matthew me dispensó una mirada punzante.
—Robó ganado, Mary.
—¿Por qué está Thomas tan enojado? ¿Era su ganado?
Matthew negó con la cabeza y se apartó abruptamente de mí. Me quedé mirándolo. Alex
estaba sentado a la mesa, la misma en que nos habíamos subido la noche en que llegué a

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Kathleen Givens– Kilgannon

Kilgannon. Ian y Jamie estaban sentados a cada lado, con los ojos desmesuradamente abiertos y
balanceando las piernas en el aire. Me abrí camino para pararme frente a Alex, quien me miró a
los ojos con mirada feroz.
—¿Qué es esto, Alex? —pregunté—. ¿Habrá un juicio ahora?
Me miró a los ojos muy brevemente.
—Es un juicio, Mary Rose —dijo fríamente—. Ve y siéntate atrás. O... —hizo una pausa y
observó al clan que se había calmado— o no lo presencies. No es algo que necesites ver.
—¿Qué hay de los niños? Si yo no necesito verlo, tampoco ellos —se giró para mirar a sus
hijos pero su expresión no se suavizó como de costumbre. Se giró hacia mí—. Deben estar
aquí—dijo bruscamente.
—Alex, si esto va a ser desagradable, deja que me los lleve.
—Se quedarán conmigo, Mary. Ve a sentarte ahora.
—Alex...
—Mary, ve ahora. Hablaremos luego. Ve.
Parpadeé y lo observé sin poder creer que me hubiera tratado de esa manera. Pero no volvió
a mirarme. Sólo miraba la sala ignorándome y finalmente reuní la poca dignidad que me quedaba
y fui al fondo de la sala donde me quedé de pie junto a Ellen, sintiéndome una extraña.
La atmósfera en la sala era tensa y observé cómo Dougall caminaba por el pasillo entre las
sillas, con una expresión que nunca había visto. Generalmente estaba alegre y de buen humor;
ahora se le veía sanguinario. Miré a Alex y sentí que se me estrujaba el corazón. Lo que fuese que
estuviera sucediendo, era grave y producía un cambio alarmante en esta gente. Observé el mar de
rostros y sentí un escalofrío de temor, después me giré para ver el lento avance de Alien mientras
Angus lo conducía frente a Alex. Alien, apenas un chiquillo, caminaba lentamente con la mirada
perdida y un tanto insolente, como si esto lo divirtiese. Al mirar a Alex nuevamente, me sacudió
otro escalofrío. Este no era el Alex que conocía. Permanecía de pie. Alto e imponente cuando
estaba relajado, ahora parecía enorme y amenazador.
Todas las miradas convergieron en la puerta nuevamente cuando un chillido de ira inundó la
habitación. Murreal corrió a lo largo del pasillo hasta quedar frente a Alex. Thomas, ahora pálido
en lugar de enrojecido como antes en el patio, se hallaba de pie detrás de su esposa pero no la
tocaba. Conocía a Murreal superficialmente. Conocía su adorable voz cuando cantaba con
Thomas por las tardes y cuan natural resultaba verla rodeada de su alegre progenie. Me había
hecho la imagen de Murreal como una mujer dulce y cuidadosa y nunca podría haberla imaginado
como aparecía ahora. Parecía poseída: llevaba la ropa desaliñada, el cabello erizado, el rostro
desfigurado de dolor. No pude entender lo que gritaba en gaélico y estuve agradecida por ello, ya
que las palabras estaban cargadas de odio. Ian y Jamie intercambiaron una mirada atemorizada y
tuve que forzarme a permanecer donde estaba y no ir junto a ellos. Murreal señaló a Alien y gritó,
lo escupió, y después se desplomó sobre el suelo cuando los sollozos quebraron su voz. Alex
miró a Alien, a Thomas y a Murreal, después fugazmente a mí sin cambiar la expresión y sentí
otro escalofrío. Sentí que era invisible y Kilgannon parecía poblado de extraños.
Los hombres del clan se adelantaban y señalaban a Alien, se dirigían a Alex acaloradamente
quien hablaba poco e interrogaba pausada y fríamente. Cuando le hizo una pregunta a Alien, la
gente hizo silencio para escuchar la respuesta. Alien miró encolerizadamente a Alex.
—Cerdo —gritó Alien en gaélico—. Eres un cerdo y un asesino. Asesinaste a mis hermanos
y te mataré por eso.

164
Kathleen Givens– Kilgannon

La gente se adelantó, pero Alex los detuvo con un gesto, después alzó las manos.
—Su veredicto —dijo.
El rugido que obtuvo como respuesta fue ensordecedor e inconfundible. Alien había sido
condenado. Perdí de vista a Alex cuando el clan se adelantó y los hombres se dirigieron hacia la
puerta llevando a Alien como un trofeo. Miré horrorizada mientras Alex, que sujetaba a los niños
con fuerza, los siguió. Me detuve en lo alto de las escaleras y, estremecida, respiré
profundamente, después giré hacia el hombre que estaba de pie junto a mí. Miré a Angus a los
ojos y negué con la cabeza.
—No comprendo lo que sucede —dije.
Angus asintió con la cabeza.
—Justicia, Mary. Brutal, pero justicia al fin y al cabo.
—Morirá por robar ganado, Angus.
Me miró a los ojos inexpresivamente.
—No será el primero en morir por robar ganado, Mary. El ganado es dinero aquí, pequeña.
—Angus, esto es una locura.
Negó con la cabeza, miramos la turba que se abría camino a través de los portones.
—No, Mary, es justicia —dijo y me dejó para seguir a los otros.
Fui tras ellos y siempre lamenté haberlo hecho. Nos dirigimos al extremo más alejado del
lago donde el bosque se espesaba, donde los cuerpos de los hermanos de Alien aún se mecían
con el viento. Apartada de la multitud observé cómo Dougall y Thomas echaban una soga sobre
una rama alta. Alien, sobre el lomo de un caballo, lloriqueaba cuando le pasaron el lazo por la
cabeza. Pero nadie le prestaba atención. Ni tampoco a mí cuando me abrí camino hacia el frente,
junto a Alex. Mi esposo, con la espalda erguida y la mirada fría, aún sujetaba la mano de sus hijos
y observaba en silencio mientras Dougall le decía algo a Alien que, sollozando, negó con la
cabeza. El sacerdote dio un paso hacia adelante para darle la extremaunción. Auque me había
dicho que me fuera, ver cómo la Iglesia consentía lo que ocurría era demasiado. Me giré hacia
Alex para protestar pero su mirada no admitía discusión. El viento fresco agitó las hojas sobre
nuestras cabezas y bajé la vista hacia Ian y Jamie, quienes miraban a Alien con evidente temor. Y
después vimos cómo Murreal, con los ojos sin lágrimas y ya recompuesta, le habló brevemente a
Alien, después se giró con movimientos rígidos y miró a su esposo a los ojos. Thomas le dispensó
una mirada a Alex y cuando asintió con la cabeza se acercó a la parte trasera del caballo y le
palmeó fuertemente las ancas. El caballo salió disparado, sin jinete, entre la multitud hacia la
pradera. Cerré los ojos cuando Alien gritó, después los abrí y lo vi colgando del extremo de la
soga. Me moví sin pensarlo. Le arrebaté los niños a Alex y los arrastré conmigo entre la gente.
Los sujeté fuertemente contra mí y se aferraron en un mar de lágrimas. Sollozando, cometí el
error de mirar hacia atrás mientras me alejaba y vi a Alien, aun con vida, estremeciéndose con
movimientos espásticos hasta que finalmente se quedó inmóvil. Alex asintió con un movimiento
de cabeza.

Llevó un largo rato tranquilizar a los niños. No podía responder a sus preguntas y me
dediqué a consolarlos con caricias y palabras dulces mientas mi enojo crecía. Para cuando regresó
la gente y Alex se acercó a nosotros, estaba furiosa y le volví la cara cuando habló. Me ignoró y
alzó a sus hijos alejándolos de mí mientras lo observaba. Busqué refugio en nuestra alcoba, pero
la soledad sólo incrementó mi enfado. Me había casado con un extraño. Y ahora,

165
Kathleen Givens– Kilgannon

inesperadamente, las palabras de Robert venían a mí: «Él lleva una vida que no puedes imaginar,
llena de violencia y costumbres arcaicas. No es un caballero inglés y no es de tu clase».
«Robert», pensé, «no me dijiste ni la mitad». ¿Qué hacía aquí entre esta clase de gente? Cerré
los ojos y permití que mi añoranza de Londres creciera.
Al cabo de una hora me di cuenta de que no podía permanecer en nuestra alcoba, que no
podía compartir la cama con Alex, que no podía soportar que me tocara. Cogí mi bata y una vela
y me dirigí a la alcoba de Margaret, cerré firmemente detrás de mí la puerta que conectaba con
nuestra alcoba. Y le eché el cerrojo al igual que a la puerta que conectaba con el pasillo. Había
tenido la intención de hacer quitar la cama con dosel que ocupaba la mitad de la alcoba puesto
que nadie dormía allí, pero me alegré de no haberlo hecho al deslizarme entre las sábanas
sollozando. «¿Cómo puedo permanecer aquí?», me pregunté, «Mi matrimonio es un una farsa».
Todo lo que había oído de los bárbaros escoceses me vino a la mente en ese momento, y abracé
mi propia miseria. Añoraba irme a casa.
Me dejé dominar por el sueño y desperté sobresaltada al escuchar a Alex en nuestra alcoba.
Al principio se movió cuidadosamente, como si yo estuviese durmiendo ahí y después me llamó.
Luego nuevamente. Intentó abrir la puerta de la alcoba de Margaret. Sobrevino un silencio,
después intentó abrir nuevamente y me llamó sacudiendo la puerta. Me puse de costado y me
tapé hasta las orejas repitiéndome que se iría. Estaba equivocada.
Con un ruido a madera astillada la puerta se abrió y me senté. Las cortinas de la cama me
bloquearon la visión pero sólo por un momento. Con un movimiento rápido, Alex apartó las
cortinas a los pies de la cama y me miró enfurecido.
—Mary, ¿qué haces aquí?
—Dormiré aquí esta noche, Alex —dije fríamente.
—Por supuesto que no —gruñó, y se dirigió al costado de la cama. No tuve tiempo de
reaccionar o de pensar cuando hizo a un lado las cortinas y me cogió, casi arrastrándome hasta
ponerme de pie frente a él—. He tolerado todo lo que podía soportar hoy, Mary. Ven.
Liberé el brazo y retrocedí.
—No iré —dije levantando el mentón—, no esta noche.
Me observó con los ojos entrecerrados y la mandíbula apretada.
—Bien —dijo finalmente—, pues dormiremos aquí.
—No —dije—. Necesito tiempo para pensar. Necesito tiempo a solas.
—Pequeña, no fue agradable para ninguno de nosotros.
Negué con la cabeza.
—No, Alex. Me quedaré aquí. Sola.
—¿No quieres dormir conmigo?
—No.
—¿Por qué? —preguntó suavemente y después en voz alta—. ¿Por qué no, Mary?
—¡No sé quién eres!
—Eso es ridículo, Mary. Pues claro que sabes quién soy —negué con la cabeza—. Mary,
sabes quién soy.
—No, no sé quién eres ni por qué estoy aquí.
Maldijo y soltó un gruñido, me cogió y me alzó en sus brazos.
—Vendrás conmigo, mujer. Eres mi esposa, dormirás 'ahora y lo resolverás mañana. Sólo
estás molesta, eso es todo.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Mientras cruzábamos la puerta y me depositaba suavemente sobre la cama, intenté soltarme


pero no pude hacerlo. Me puse de rodillas y lo miré enfurecida, después lo observé perpleja
mientras me ignoraba y comenzaba a quitarse la ropa. Cuando sólo llevaba puesta la camisa, me
deslicé por el otro lado de la cama y corrí hacia la alcoba de Margaret. Llegó a la puerta antes que
yo, y ya no estaba tranquilo.
—Dormirás conmigo, Mary —dijo. Negué con la cabeza—. ¡Basta! —gritó imponente—.
Basta, Mary. Métete en la cama. No puedo lidiar con más cosas esta noche.
—Oh, sí, Alex, debes estar exhausto. Es demasiado agotador matar a un hombre —me miró
con expresión fría—. ¿No podrías haberlo perdonado? Era sólo un niño, seguramente podrías
haber hallado otra manera de castigarle. ¿Cómo puedes haber hecho eso sin que te afecte? ¿De
qué estás hecho?
—Lo sometimos ajuicio.
Hice un gesto de enojo.
—¿Un juicio, Alex? Eso difícilmente podría considerarse un juicio. Fue una farsa.
—Fue justicia.
—Jamás vi aplicar así la justicia.
—¿Pues qué fue, Mary? ¿Cómo lo denominarías?
—Una farsa.
—No sabes lo que dices.
—Pues explícalo, Alex. Explícamelo de manera tal que tenga sentido para mí. Lo que vi era
un clan deseoso de la muerte de un chiquillo.
—Un chiquillo... —balbuceó—. Un chiquillo. Jesús, María y José, pequeña, no entiendes
nada. No me sermonees.
—¿Cualquiera que te cuestione te está sermoneando?
—No entiendes nada.
—Pues explícamelo, Alex. Dime —negó con la cabeza—. No entiendo tu manera de hacer
las cosas. Me parece muy extraña.
—Extraña —dijo tranquilamente—. Quieres decir bárbara.
Lo miré a los ojos.
—Sí. Extraña. Bárbara. Salvaje. Lo que vi fue ansias de sangre, Alex. Por robar ganado.
Vacas.
—El ganado es...
—Oh, sí—interrumpí—. Angus me lo dijo. El ganado es dinero. Seguramente no igualas el
ganado con la vida de un chiquillo.
—En este caso, sí.
—Pues no sé quién eres. O lo que eres. E hiciste que tus hijos miraran. Una lección
admirable para ellos, Alex. A su tierna edad vieron a su padre condenar a un hombre y pudieron
verlo de cerca mientras moría. Qué maravillosa lección. No sé quién eres.
—No sabes quién soy —dijo tajantemente—. Te lo diré pues. Un bárbaro, Mary. El líder de
una tribu sedienta de sangre. Soy un gaélico salvaje, ¿acaso es eso redundante? Quieres volver con
tu gente, ¿verdad? ¿Deseas no haber venido aquí?
—No lo comprendo, Alex. Todos parecéis tan...
—Sí. Bárbaros. Salvajes. Quizás inhumanos.
—No te burles de mí, Alex.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—¿Tú me llamaste bárbaro y salvaje y soy yo el que se burla de ti?


Nos miramos enfurecidos, después él se giró. Fue hacia su lado de la cama y se quitó la
camisa. Se metió desnudo en la cama mientras lo observaba.
—Ven a la cama, Mary —dijo quedamente mientras colocaba las mantas.
Se sentó y me miró a los ojos.
—Mary Rose —dijo—. Métete en la cama. Si vas a la otra alcoba iré y te traeré de vuelta.
Métete en la cama.
—Alex —comencé, pero su voz interrumpió la mía.
—Ya basta por esta noche, pequeña —se giró suavemente y apagó la vela—. Ven, Mary,
métete en la cama —dijo en la oscuridad.
Así lo hice. Pero lo rechacé cuando quiso tocarme e ignoré su suave caricia cuando deslizó
los dedos por mi cuello, mi hombro, hacia abajo por el costado, haciendo una pausa en mi
cintura antes de apartarse. Permanecí rígida junto a él, formulando discursos en mi mente que se
extendieron cuando oí su respiración acompasada y me percaté de que dormía. ¿Cómo podía
dormir después de haber colgado a un hombre? Miré en la oscuridad y pensé en Londres.
Todavía estaba despierta cuando se alumbró la ventana y la aurora iluminó la alcoba. Estiré las
piernas y salí silenciosamente de la cama hacia la alcoba de Margaret donde me vestí rápidamente.
Permanecí de pie en el umbral observándolo mientras dormía antes de irme. ¿Cómo podía
alguien que se veía tan angelical ser tan cruel? ¿Con quién me había casado? Todavía me hacía la
misma pregunta cuando desperté al niño encargado del establo y le pedí que ensillara mi yegua y
después, cuando me dirigí hacia el sur, lejos de Kilgannon.

La pequeña finca en la que me había fijado durante nuestros paseos estaba justo donde lo
recordaba, sin techo, con las paredes grises remarcadas por el mar azul en la distancia. Até el
caballo y después permanecí de pie al borde del acantilado e intenté dejar que la brisa marina me
curase. Y después, cuando comenzó a llover y nos azotó el viento, trasladé a la yegua al único
cobertizo para refugiarnos de la tormenta. Cuando, ya entrada la tarde, escampó, la saqué bajo el
débil sol y la dejé pastar mientras me sentaba en un gran peñasco y me quedaba mirando el mar.
¿Deseaba ponerle fin a este matrimonio, volver a Londres y reconstruir mi vida allí? ¿Volver a
estar en compañía de las Bartlett de Mayfair y de Rowena con un matrimonio fracasado en mi
haber? ¿Aceptar la caridad de mi hermano y de mi tía por el resto de mi vida? No, pero no tenía
que hacerlo. Me podía retirar a una pequeña cabaña en algún lugar del país y vivir de los magros
ingresos que recibía de las rentas de Mountgarden. Podría comenzar una nueva vida. Era posible.
Respiré profundamente. Pero nada de eso era el tema principal, la verdadera razón por la cual
quedarse o marcharse. Si me marchaba, no volvería a ver a Alex. ¿Era eso lo que deseaba?
Me giré al oír un ruido, sin darme cuenta de lo que era en un principio. Vi la siluetas de un
caballo y un jinete, dibujadas en el horizonte. Cuando el robusto hombre se dirigió
impetuosamente hacia mí, me levanté del peñasco y me giré hacia él. Alex apareció y me miró de
arriba abajo.
—Mary —dijo.
—Alex —dije en el mismo frío tono de voz. Con un movimiento gracioso de la pierna que le
dejó al descubierto el muslo y más, desmontó y permaneció de pie frente a mí.
—Estás bien.
—Sí.

168
Kathleen Givens– Kilgannon

—Pues vayamos a casa.


Se acercó para cogerme pero me eché hacia atrás; vi que sus ojos centellaban de ira.
Obviamente la furia que sentía por mí se había apaciguado, pero no había desaparecido. Al igual
que mi furia contra él.
—No —dije.
—¿No?
—No, Alex, no iré contigo. No ahora.
—Eres mi esposa, Mary. Vamos a casa —me negué con un movimiento de cabeza. Se alejó
de mí caminando, después se giró con vehemencia—. ¿Cómo pudiste hacerlo, Mary? ¿Cómo
pudiste escabullirte de nuestra cama y dejarme? Tengo a la mitad del clan buscándote. Pensé que
te encontrabas en el castillo y que me estabas evitando.
—¿ Y cómo supiste que me había marchado ?
—Me lo dijo el joven encargado de los establos cuando fui a buscarte allí. Me sentí como un
perfecto idiota cuando me dijo que mi esposa se había marchado antes del amanecer. Pensé que
te dirigías a Londres sola.
—Obviamente no.
—¡No, viniste aquí! —gritó—. ¡De todos los lugares elegiste éste! ¿Estás intentando hacer
que me vuelva loco, Mary? ¿Qué haces?
Sentí que su furia incrementaba la mía.
—¿Qué es lo que hago? Intento mantener mi propia cordura, Alex. Intento resolver el hecho
de que me casé con un hombre al que creía conocer y descubrí que me casé con un extraño con
quien no comparto valores.
—¿Y cuáles son esos valores que no compartimos? ¿Piensas que está bien que un asesino
bastardo sea liberado para que no perturbe el día de nadie? ¿Que los crímenes no reciban castigo
para que mis hijos no vean las consecuencias que acarrea un comportamiento maligno?
—No. Pero creo que un hombre que tiene la potestad de decidir la vida o la muerte de una
persona, tiene la responsabilidad moral de no ser vengativo.
—¡Vengativo! ¡Vengativo! Mo Dia, Mary, todavía no me has visto vengativo.
Se giró rápidamente describiendo un círculo y extrajo su espada cuando estuvo nuevamente
frente a mí. Blandiéndola sobre la cabeza, me miró enfurecido y cerré los ojos. Estaba paralizada
y no podía pensar, demasiado azorada como para considerar conscientemente que me golpearía,
pero lo debí de pensar en algún momento, ya que cuando escuché el sonido de su furia y los
golpes contra la madera, abrí los ojos sorprendida.
Alex había avanzado velozmente contra la pequeña finca derribando todo lo que aún
quedaba en pie. Después arremetió contra el tosco refugio del animal donde me había refugiado
de la lluvia, golpeó los pilares hasta separarlos del techo y dio un salto al costado cuanto la
construcción se derribó, produciendo una nube de polvo y astillas. Cuando ya no quedó nada por
destruir, lentamente volvió a envainar la espada.
—¿ Te sientes mejor ahora? —pregunté con frialdad.
Negó con la cabeza. Aún jadeaba.
—No. No me siento mejor. Me siento como el demonio. No quiero pelear contigo. Sólo
deseo que vengas a casa. Estoy cansado, Mary.
—Al igual que yo, Alex. No dormí anoche. Tú sí. Colgaste a un hombre y después dormiste
toda la noche.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Pestañeó, después giró la cabeza y miró a lo lejos, observó el mar durante tanto tiempo que
me pregunté lo que estaría pensando. Su respiración pronto se calmó y se sosegó. Cuando por fin
me miró, vi las lágrimas en sus ojos y mi corazón se encogió. Estiré la mano hacia él. Miró mi
mano y después apartó la vista.
—Alex —dije, pero él seguía mirando el agua y el eco de mi voz se extendió entre nosotros.
Retiré la mano.
—Te llevaré a casa —dijo dispensándome una fría mirada. Apretó la mandíbula y alzó el
mentón.
Negué con la cabeza.
—No estoy lista para volver. Permaneceré aquí un momento más.
—Me refiero a que te llevaré a Londres.
Ahora era yo la que pestañeaba. Me miró sin sobresaltarse.
—¿ Me llevarás a Londres ? —pregunté con voz tenue.
Asintió con la cabeza.
—Sí. Ya te lo dije antes, Mary. No ruego. Si dices que este matrimonio se acabó, pues que así
sea. Se acabó.
—Así sin más.
—Así sin más.
—Comprendo.
—Pensé que así sería. Ven, hagámoslo de una vez. Así podré estar de vuelta en casa para los
preparativos para el de invierno.
—Una tarea más por hacer. Llevarme a casa, luego prepararte para el invierno.
—Sí.
—Un invierno que pasarás sin tu esposa inglesa.
—Sí.
—Puedes mandar a buscar a Morag.
—Y tú puedes estar con Robert.
—Nunca estaré con Robert.
—Y yo nunca enviaré por Morag.
—Pero le das fin a este matrimonio sin un solo remordimiento.
—No le doy fin.
—Sí lo haces.
—No, Mary. Tú le das fin. Yo sólo te llevo de vuelta con tu gente.
—Yo nunca dije que el matrimonio se hubiese acabado.
Me dispensó una mirada intensa y después hizo un gesto brusco.
—¿Pues qué es esto, pequeña? ¿Qué haces? ¿Qué es esto sino que tú me dejas?
—Estoy molesta, Alex. Y no comprendo nada.
—Ya lo sé. Pero me dejaste, Mary. ¿Cómo pudiste dejarme?
—Estoy desolada porque el hombre al que amo puede condenar a muerte a otro y colgarlo
sólo por haber robado unas cuantas vacas. Y obliga a nuestros pequeños a mirar. Y después se
echa a dormir toda la noche. No puedo creer que seas el hombre a quien creí conocer y hagas
estas cosas. No te comprendo ni a ti ni a tu gente ni a esta tierra extraña. ¿Cómo podían desear su
muerte? ¿Cómo podían vitorearla? ¿Cómo puedes hacer esto sin que te afecte? ¿Cómo, Alex?

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Kathleen Givens– Kilgannon

Meneó la cabeza y miró a su alrededor, después se dejó caer sobre el peñasco en el cual me
había sentado antes, con las manos a los costados. Miró el suelo, después levantó la vista hacia
mí.
—Sabes dónde te encuentras, Mary?
—En una finca vacía.
Asintió con la cabeza.
—La única finca vacía en tierras de Kilgannon.
—¿Y?
—¿ No crees que es un tanto extraño que nadie viva en este lugar, que nadie quiera tener
esta magnífica vista todos los días ?
Nos giramos para apreciar la vista, las olas que rompían debajo de nosotros y el mar que se
extendía formando ondulantes tonalidades de azul.
—Es hermoso —dije.
Alex asintió con la cabeza.
—Sí, y horrible a la vez. Esta era la casa de la hermana de Murreal. La casa de Fiona. Vivía
aquí con su esposo, Tavis, y su hija, Ñola. Aquí en el jardín —señaló una pila de basura—, aquí es
donde sucedió. Alien vino una noche, de madrugada, acompañado de sus hermanos con la
intención de robar el ganado de Tavis. Pero Tavis los oyó y salió a buscarlos. No fue una lucha
justa, tres contra uno, y no duró mucho tiempo. Alien y sus hermanos ataron a Tavis y lo
obligaron a mirar cómo arrastraban a Fiona y a Ñola e incendiaban la casa —la voz de Alex tenía
ahora un tono salvaje—. Y después, cuando Alien se aseguró de que Tavis no pudiese escapar,
los dos hermanos mayores ataron a Fiona y a Ñola y se turnaron para ultrajarlas. Ñola tenía doce
años, Mary —me echó una mirada, después miró el agua nuevamente, bajó la voz hasta hablar sin
inflexión alguna—. Y cuando terminaron, cogieron a Tavis y le prendieron fuego. Mientras Ñola
y Fiona miraban. Y después se fueron.
Permaneció en silencio durante largo rato mientras yo esperaba, escuchando el sonido de los
latidos de mi corazón.
—Fiona se liberó —dijo finalmente—, y caminó hasta la casa de los vecinos y ellos
difundieron la voz de alarma.
Dougall atrapó a los hermanos esa misma noche arreando el ganado de Tavis hacia el este.
Los trajo a Kilgannon. Y después esperó por mí —Alex me miró a los ojos analizándome—.
Estaba en Inglaterra, Mary, buscándote. Estaba deambulando por ahí, yendo de Londres a
Mountgarden, a
Crafton. Después Tavis murió. Si hubiese estado aquí, o Angus, nunca lo habrían hecho.
Pero me había ido durante tanto tiempo después de la pérdida del Diana para cortejarte, que
pensaron que no era una amenaza. Y tenían razón —suspiró profundamente y se miró la mano—
. Estaba con
centrado en la pérdida del barco. Y en la posibilidad de perderte a ti. Y no protegí a mi gente
—cuando comencé a protestar hizo un ademán para callarme—. Lo he afrontado, Mary Rose.
Me digo a mí mismo que no se podría haber evitado, que eran hombres crueles y codiciosos que
atacaron a mis espaldas, y a veces tiene sentido y puedo vivir conmigo mismo. Pero cada vez que
veo a Murreal, pienso en su hermana cojeando para ir a buscar ayuda, y yo a cientos de millas de
distancia preocupándome por dinero.
—O por mi.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Asintió con la cabeza y me miró a los ojos.


—Sí. Mis propios deseos egoístas.
—Alex. ¿Por qué no me lo contaste antes?
—Pequeña, tú ya tienes tus propias pesadillas. Ya sabes, aquellas acerca de los hombres en el
carruaje. Recuerdo que me contaste que soñabas con esa mano sucia sobre tu pierna —sacudió la
cabeza—. Y pensé que no necesitabas escuchar esta historia. Es bastante desagradable para un
hombre, ya pensé que no debía hacer que te acordaras de que habías escapado a la misma suerte.
—Me protegías.
—Lo intentaba.
—Comprendo.
—Y, Mary, estaba dispuesto a olvidarlo también. No puedo pensar en este lugar sin sentir
culpa.
—No sabía...
Hizo un gesto con la mano.
—Lo sé —dijo pesadamente—. E incluso antes del juicio pensé en explicártelo, pero no
quería rememorarlo. Y después... —se encogió de hombros—. Bien, pequeña, no pensé en tu
reacción durante el juicio. Pensaba en mis niños. Y tienes razón, buscaba venganza.
—¿Por qué insististe en que lo vieran?
Suspiró.
—Es una historia desagradable. ¿Sabes cuan cercanos son el hijo de Thomas, Liam, y mis
niños ? —Asentí con la cabeza—. Bien, cuando me fui, los niños dormían en la casa de Thomas y
Murreal. Y cuando el mensajero vino a buscar a Murreal para darle la noticia, los niños lo oyeron.
Cuando Thomas y los demás hombres vinieron hacia aquí, los niños los siguieron. Vieron el
cuerpo de Tavis y a Murriel, destrozada y ensangrentada al igual que Ñola. Y pese a los esfuerzos
de todos, escucharon la historia —se frotó la frente—. Por eso es por lo que, cuando atraparon a
Alien, pensé que debían ver al monstruo castigado. Es una especie de círculo para ellos, Mary. Le
da fin a la pesadilla. El hombre malo ya no puede venir a buscarlos. Ambos tenían pesadillas,
muchas veces venían a mi cama y me decían que alguien los perseguía para prenderles fuego.
Pensé en la pesadilla de Jamie, del hombre monstruoso que incendiaba a la gente.
Alex levantó el mentón.
—Pero estás en lo cierto. Fui vengativo. No fui imparcial. Cometí un error cuando dejé que
Alien se fuera y no podía arriesgarme a que repitiese las acciones de sus hermanos.
—¿Por qué dejaste que se fuera antes?
—Tenía diecisiete años, Mary, sus hermanos eran mayores de lo que yo soy ahora y sabían lo
que hacían. Sé que fue estúpido dejar que alguien que había sido partícipe en algo así quedase
libre, pero no pude hacerlo. No las había ultrajado ni le había prendido fuego a Tavis. Sólo había
observado. No podía colgar al muchacho.
—Oh, Alex.
—Sí.
Permanecimos en silencio mientras pensaba en todo lo que me había contado. Y en lo
diferente que veía las cosas ahora.
—¿Por qué no me lo contaste antes del juicio, después del juicio, incluso anoche? ¿Por qué
no me lo contaste?
Alex negó con la cabeza.

172
Kathleen Givens– Kilgannon

—No lo sé, Mary, no deseaba pasar por eso nuevamente y además, estabas tan enfadada...
Incluso me enojó aún más que me pudieses considerar un bárbaro cuando intentaba detener a
hombres como Alien y sus hermanos —se encogió de hombros—. Supongo que pensé que
deberías saber que haría lo correcto. Supongo que pensé que creerías eso de mí sin importar lo
que sucediese. Pensé que confiarías en que yo...
Sus palabras, dichas tan tranquila y quedamente, me deshicieron. Me le acerqué, llena de
culpa y me arrodillé a su lado.
—Oh, Alex. Debí saber que había más. Lo siento.
Me alzó y me sentó sobre sus rodillas, estrechándome contra él.
—No es culpa tuya, Mary Rose. No era mi intención ocultar la historia. Es sólo que pensé...
Oh, pequeña, no sé lo que pensé. Sólo actué. Cuando Murreal me pidió que vengase a su
hermana, a su sobrina y a Tavis, no lo consideré con detenimiento —alzó la vista y me miró—.
Lamento no haberte contado la verdad, Mary, pero nunca me lamentaré de despojar al mundo de
personas como Alien. Fue correcto, aunque por razones erróneas.
—Pero hacer que los niños mirasen...
—Sí. Ya no sé si estuvo bien. He hablado con ellos y temo haber reemplazado la antigua
pesadilla por una nueva. Pero al menos, saben que su padre no permitió que el hombre monstruo
viniese a prenderles fuego. Y eso es en lo que pensaba, Mary, en proteger a mis niños. Y al clan.
Y, sí, en dejar que Thomas y Murreal tuviesen su venganza. Y yo la mía. Por eso, cuando te hallé
aquí y me llamaste vengativo, yo... —agitó la cabeza.
—Alex, deberías habérmelo contado.
Asintió.
—Probablemente —me miró a los ojos—. Pero no lo hice, pequeña, y ahora ya está hecho.
—Sí —dije y me levanté lentamente—. Tienes razón. No se puede cambiar lo sucedido.
Asintió. Al ponerse de pie y mirarme, su expresión se tornó fría. Miré en dirección al agua
intentando ordenar mis pensamientos.
—Vayámonos pues —dijo hacia atrás mientras se alejaba caminando.
—Alex —dije acaloradamente. Se dio la vuelta con expresión preocupada y me miró de
frente—. ¿A dónde vamos?
—¿A dónde deseas ir, Mary?
—A casa.
Asintió con la cabeza.
—Sí, bien, por tanto hay mucho por hacer.
—¿Qué? ¿Qué hay por hacer?
—Alistar el barco...
—¡Alex, tonto! A Kilgannon, no a Londres —no se movió y se quedó mirándome durante
un rato, después miró hacia el mar que se extendía a lo lejos—. Alex —dije en un tono más
suave—, solucionemos esto juntos. La confianza es un ida y vuelta, tú lo sabes.
Me miró a los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—Asumiste que le estaba poniendo fin al matrimonio porque dejé tu cama para ordenar mis
pensamientos, que te despreciaba y que quería regresar a Londres. ¿Verdad?
Asintió lentamente.
—Sí, eso es lo que pensé.

173
Kathleen Givens– Kilgannon

—Estaba confundida, Alex, y enojada. Pensé que te conocía y a Thomas, a Murriel y a


Angus, pero repentinamente ninguno de vosotros actuaba como las personas que conocía y no
tenía sentido para mí. Necesitaba tiempo para pensarlo —respiré profundamente—. Alex, te amo
y me temo que aunque fueses salvaje y sanguinario, te seguiría amando. No me quedaría contigo,
pero te seguiría amando.
—Pensé que era salvaje y sanguinario.
—No, pero te desconocía. Y vine aquí a pensar. Alex, mírate —me dispensó una mirada
confundida—. Eres enorme. Eres hermoso. Eres un hombre muy intenso. Dominas cada sala,
cada grupo, cada momento en que estás conmigo. Y cuando me tiraste fuera de la cama de tu
madre y me llevaste a la nuestra, estaba furiosa de que pudieses hacerlo. No podía pensar con
claridad mientras me hallaba en la cama junto a ti. Me fui para poder ordenar mis pensamientos
sin que tú, por el solo hecho de estar ahí, me dominases nuevamente —hice un ademán en
dirección al jardín que nos rodeaba—. En cuanto a confiar en ti, ya he superado esa prueba. ¿No
comprendes cuan extraño es todo esto para mí? Confié en ti lo suficiente como para renunciar a
todo lo que conocía, a todos los que amaba, para venir a este lugar desconocido sólo para estar
contigo. Contigo, Alex. No con tu dinero, ni con tu apariencia, ni con tu título, ni con ninguna
otra cosa. Contigo. No sé cómo podría demostrar mejor mi amor o mi confianza. Así que no
pienses que le pongo fin a este matrimonio. Si termina, es porque tú así lo decidiste. Te amo,
Alex, y deseo ser tu esposa. Pero quiero que me hables. Incluso sobre cosas desagradables.
Háblame. Explícamelo. Si aun así no entiendo, te lo diré. Pero confía lo suficiente en mí para
contármelo.
Su expresión había pasado de confundida a cautelosa y después a pensativa mientras hablaba.
Me miró en silencio y entonces asintió con la cabeza.
—Te amo, Mary Rose—dijo—.Y lo lamento.
—¿Lamentas amarme?
Sonrió y me tendió la mano.
—No, pequeña. Lamento no haberte contado la historia. Causé todo esto... mi silencio... eso
es lo que lamento.
—Yo también lo lamento, mi amor —dije y le cogí la mano. Me acercó hacia él, me envolvió
con sus brazos y suspiró—. Llévame a casa, Al ex—dije.
—Sí, Mary Rose, lo haré —Me besó.
***
Ya entrada la tarde, después de haber cabalgado en armonía de regreso al castillo y de haber
sido recibidos sin ningún comentario por parte de Angus ni de Thomas, permanecí de pie sola en
la terraza superior, y observé la campiña donde los tres hermanos aún yacían colgados, ocultos
por los árboles. Me pregunté cómo un hombre podía racionalizar acciones como las de ellos,
cómo podían haber sido tan brutales. Aún pensaba en ello cuando sentí una mano sobre el
hombro, me giré y me encontré con los ojos de Murreal.
—Mary —dijo.
—Oh, Murreal —gemí—. No sabía nada. Alex me contó hoy lo que sucedió con tu hermana
y tu sobrina. No lo sabía.
Asintió con la cabeza.
—Me lo dijo. Pensé que lo sabías, Mary; de lo contrario te lo habría contado yo misma. No
temas, jovencita —señaló la campiña—. Me encuentro más en paz desde que sé que no volverán

174
Kathleen Givens– Kilgannon

—asentí—. Mi hermana ha sido vengada. Mi sobrina y mi cuñado ahora pueden descansar en


paz. Sé que debe resultarte extraño porque vienes de Inglaterra, pero siento como si finalmente
hubiese acabado.
Asentí nuevamente e intenté ponerme en su lugar. Si hubiesen asesinado a Betty y le
hubiesen hecho daño a Will o a uno de sus hijos, ¿querría yo la vida de su atacante? Parte de mí
gritaba que sí, y me giré hacia Murriel. La miré a los ojos nuevamente, más humilde ahora.
—No me resulta tan extraño como puedas creer — dije, y Murreal sonrió tristemente.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 20

Durante semanas Alex y yo fuimos muy considerados el uno con el otro, como si
pudiésemos llegar a hacer añicos con una palabra o una acción equivocada la frágil paz que
reinaba entre nosotros. Pero no había mucha pasión, aunque seguíamos compartiendo la cama.
Después de nuestra explosión, ambos nos habíamos refugiado en la cortesía y, aunque en parte
estaba aliviada, echaba de menos la intensidad de nuestra antigua relación. Se tomaba el cuidado
de contarme casi todo lo que sucedía cada día y por mi parte, hacía lo mismo, aunque no había
nada muy trascendente que contar.
El clima continuó siendo agradable y cálido y la segunda siembra se llevó a cabo casi sin
retraso. Todos en el valle ayudaban con la labor y yo les llevaba alimento a los trabajadores a
medida que sembraban toda la extensión alrededor del lago Gannon. La tierra cultivable
escaseaba y los MacGannon aprovechaban cada centímetro. Alex dejó que los arrendatarios y los
granjeros se ocupasen de sus tierras como quisiesen, pero la que le pertenecía la supervisaba él
mismo. No era, como me había dicho, su tarea favorita, pero era importante, y pasaba horas al
otro extremo del lago, donde la tierra se ondulaba suavemente antes de elevarse abruptamente y
formar las montañas. Era allí donde se sembraban la avena y la cebada y donde podía hallar a mi
esposo. Y a Angus, a Matthew y a Malcom también. Y donde vi por vez primera las ruinas de la
casa donde habían vivido Angus y Mairi, la casa que había derribado con ayuda de Alex después
de que Mairi muriese y de que Angus jurase que nunca volvería a vivir ahí. Y fue en un día
hermoso y fresco, con el aire tan claro que casi hería los ojos mirar el agua, cuando Malcom me
hizo su primera propuesta.
En las tardes que pasábamos juntos en la biblioteca me había sentido cada vez más cómoda y
reíamos más que antes, lo cual nos complacía a todos. Saber que Malcom se iría nos volvió más
tolerantes con él. Ese día, cuando me encontraba de pie junto a Ellen observando a los hombres
desnudos a excepción de las faldas escocesas, las espaldas bronceándose mientras trabajaban bajo
el reconfortante sol, Malcom se acercó a mí.
—Tengo que pedirte un favor, Mary —dijo.
—¿Oh? —Fui amable pero pude notar el tono precavido en mi voz.
—Sí.
Siguió mi mirada hasta donde se hallaba Alex, colina arriba con un grupo muy compacto de
hombres: se secaba el sudor de la frente con el revés de la mano y gesticulaba hacia el campo
mientras hablaban.
—Sabes que me casaré e iré a Clonmor con Sibeal — dijo Malcom volviendo la vista hacia
mí.
—Sí—dije sin apartar la mirada de Alex.

176
Kathleen Givens– Kilgannon

—Sí, bien…
Hizo una pausa y por un momento sonó tan parecido a su hermano que lo miré fijamente.
Pero esta vez no sonreía burlonamente, no imitaba intencionalmente a Alex y me relajé. «Son
hermanos», pensé, «y si se parece a Alex, es lógico que también hable como él. Debo ser más
receptiva».
—El favor es el siguiente —dijo Malcom en un tono encantador mientras me miraba con sus
ojos azules—. Alex dice que eres maravillosa con las cuentas. ¿Me podrías enseñar lo que
necesito saber antes de partir hacia Clonmor para poder llevarlas mejor esta vez? ¿Sabes que no
manejé los negocios muy bien la última vez? —Sonrió contagiosamente y sentí cómo se
debilitaba mi reserva—. Administraré mi propio dinero esta vez, ¿sabes?, y me gustaría no hacer
un embrollo.
Asentí tomando la precaución de no pronunciar palabra. Los comentarios que me vinieron a
la mente habrían sonado demasiado desagradables y sólo tenía sospechas, ninguna prueba. Lo
observé mirar a Alex. «Es tu cuñado, Mary», me dije, «y si ha de haber un distanciamiento en esta
familia, no has de causarlo tú». Así que asentí, sonreí y le dije a Malcom que desde luego le
enseñaría lo poco que sabía.
Y así lo hice. Pasamos algunas de nuestras tardes revisando las cuentas de Kilgannon
mientras le mostraba las maneras más sencillas y claras de registrar todos los gastos y las
ganancias. Era un buen alumno. A veces, hasta me olvidaba de que no me agradaba, y pasaba
horas conversando amigablemente mientras Alex nos miraba. Los días volaron y aunque me
negaba a aceptar que me agradaba Malcom, me complacía que estuviésemos en paz. Y luego, una
tarde, cuando estábamos a solas en la biblioteca, Malcom me hizo su segunda proposición. Le
estaba mostrando cómo se registraban los gastos de cada uno de los viajes de los barcos, pero él
no miraba el papel.
—Aquí, Malcom —dije señalando el papel.
—¿Cómo puedo prestar atención cuando estás tan hermosa, Mary?
Me retiró un rizo de cabello que había caído sobre mi hombro y se inclinó hacia adelante. Me
cogió por sorpresa y lo miré fijamente. Se acercó aún más y me acarició el cuello con la nariz, y
me puse de pie de un salto derribando la silla.
—No —dije y me eché hacia atrás, pero él se mantuvo inmutable.
Se encogió de hombros y me sonrió mientras se recostaba en la silla y se cruzaba de brazos.
Era un gesto típico de Alex y lo miré fijamente, preguntándome qué hacer.
—Es culpa tuya, Mary —dijo arrastrando las palabras—. Eres exquisita. No cabe duda de
por qué Alex te persiguió.
Lo miré con los ojos entrecerrados.
—Se terminaron las lecciones —le espeté mientras me dirigí al escritorio y cerré con fuerza
la tapa del libro de contabilidad.
Malcom se puso de pie con movimientos lentos y deliberados, se estiró y al retirarse echó
una mirada hacia atrás con una sonrisa sagaz. Pasaron horas hasta que me percaté de que me
había acosado cuando mirábamos el libro de contabilidad del Diana y transcurrieron días hasta
que me di cuenta de que faltaba el libro. Nunca se lo conté a Alex, aunque me perturbaba.
Reconocía que al mantener mi silencio estaba haciendo lo que le había reprochado. Pero no veía
el sentido de contárselo. Malcom se iría pronto y eso resolvería el problema. No albergaba
ilusiones de que me hubiese encontrado tan atractiva como para no poder controlarse. Era

177
Kathleen Givens– Kilgannon

simple. No había querido discutir las cuentas del Diana. Así es como debería haber atrapado a
Sibeal, pensé: infames mentiras y modales refinados.
Malcom y Sibeal contrajeron matrimonio en una ceremonia en Skye, con los MacDonald
como anfitriones y sin que ningún miembro del clan estuviese ausente. Los MacDonnell y los
hermanos Maclean estuvieron presentes también. «Que no se diga», Sir Donald me dijo durante la
fiesta, «que MacDonald de Sleat no es un hombre generoso». Le contesté que nadie podría
decirlo y estalló en risas. Pero yo había dicho la verdad. La comida era fastuosa y la fiesta muy
divertida. Lo único que faltaba era un novio enamorado. No fui la única en notar que Malcom
estaba más preocupado por su comodidad que por la de la novia y que la dejó sola durante largos
periodos mientras bebía o bailaba con otros invitados.
Alex y yo ignoramos el comportamiento de Malcom y bailamos hasta que no pudimos dar un
paso más. Después nos dirigimos a un lugar tranquilo para recuperar el aliento. En el camino nos
llamó la atención un hombre que hablaba en voz alta sobre Jacobo Estuardo. Alex lo escuchó
durante un rato antes de excusarnos y seguir andando.
—Kilgannon —gritó el hombre—. Deberías escuchar. ¿Sabes que la reina Ana ha designado
a Sofía como sucesora y si se firma la paz y los franceses están de acuerdo, el trono no será de
Jacobo Estuardo? Un alemán lo ocupará.
—Lo sé bien, MacDonald —dijo Alex después de girar hacia él—. No es nada nuevo,
¿sabes, hombre?.
El hombre asintió.
—Sí, es más probable que antes, amigo. ¿No brindarás conmigo por el rey al otro lado del
agua? —Elevó el vaso el jacobita y permaneció con la copa en alto para brindar.
—No tengo vaso, MacDonald. Puedes beber por mí — Alex asintió y me alejó—.
Bienvenida a territorio jacobita, pequeña —dijo en voz baja mientras nos abríamos paso a través
de la multitud.
Después nos quedamos contemplando la celebración. Incluso Angus bailaba descontrolado
con el rostro enrojecido por la risa. Malcom y Sibeal guiaban a las parejas, y Seamus se hallaba
justo detrás de ellos con Lorna del brazo. Alex sonrió y me condujo hacia un tranquilo rincón
alejado de la sala donde se desplomó en una silla junto a mí.
—Exactamente como la sala de tu tía en Londres. ¿No es así, pequeña?
—No exactamente —sonreí y me giré hacía la sala.
Hombres vestidos de escocés y terciopelo hacían girar a mujeres embutidas en vestidos de
seda, los brillantes colores de sus atavíos iluminados por los centenares de velas de los
candelabros que pendían del techo. La casa de MacDonald de Sleat había sido originariamente —
como muchas de estas estructuras— una fortaleza, y aún guardaba muchos de los rasgos propios;
pero esta sala estaba viva esta noche con música y luces y la gente que danzaba vestida de gala
disfrutaba de la inmensa sala sin pensar en su historia. Me giré y descubrí que Alex me estaba
mirando. Se veía espléndido esa noche con el rubio cabello atado sencillamente en la nuca y el
azul oscuro de la chaqueta que hacía resaltar el color de sus ojos.
—Pareces una diosa esta noche, Mary Rose —dijo tiernamente y echó mi cabello hacia atrás
dejándome el hombro al descubierto.
Me acarició la piel con los dedos. Intenté no recordar cómo Malcom había utilizado el
mismo gesto, pero cuando vi el deseo en los ojos de Alex me olvidé de su hermano. Este era el

178
Kathleen Givens– Kilgannon

hombre que había conocido en la fiesta de Louisa, el hombre que me había cautivado entonces. Y
ahora, más de un año después, seguía cautivándome. Sentí el deseo crecer entre nosotros.
—Soy feliz —dije quedamente y le cogí la mano por detrás de mi falda. Alzó mi mano y se la
llevó a la boca.
—Yo también, pequeña, como lo seremos siempre. Lo supe desde un comienzo.
—Estaba pensando en la noche en que nos conocimos.
Me miró a los ojos.
—Yo también.
—Eres aún más apuesto ahora.
Rió y colocó nuestras manos entrelazadas entre ambos.
—Sabía que con la orientación apropiada mis esfuerzos valdrían la pena.
—¿Valdrían la pena?—lo miré fijamente.
—Sí—hizo una mueca—. Sin palabras. Es tan fácil.
Lo observé, tan complacido de sí mismo y reí, después me incliné para besarlo.

Y esa noche, bajo la luz de la luna llena, hicimos el amor en el solitario balcón fuera de
nuestra habitación, transitando lentamente el camino de regreso a la intensidad que nos había
pertenecido en los comienzos. Permaneció de pie rodeándome con los brazos, su cabello
resplandecía en la tenue luz y me besó, dejando que sus labios permanecieran sobre los míos y
después los deslizó hacia la línea de mi mentón. Arqueé el cuello para recibir sus caricias y me
estremecí cuando me quitó el sostén de los hombros. Le devolví el beso, introduje las manos por
debajo de su camisa, después le solté el cinturón y le aflojé la kilt hasta que lo despojé de ella.
Nuestra respiración se aceleró a medida que se intensificaban las caricias. Lo atraje hacia mí y
suspiré.
—Alex —susurré—. Te amo.
—Mary Rose —respiró—. Te amo, pequeña. Te necesito para vivir. Y me has hecho falta,
mi bella esposa —me besó los labios suavemente—. Mi esposa. Mary, dime otra vez que me
amas —le deslicé la mano desde el hombro hasta el muslo.
—Alex —dije, aunque ya se me hacía difícil pensar—. Te amo. Nunca encontrarás una
mujer que te quiera, en cuerpo y alma, tanto como yo. Nunca. Ahora calla y ven a mí.
Y así lo hizo.
Fue un verano tranquilo. Se había firmado el Tratado de Utrecht e Inglaterra y Francia
estaban en paz. Toda Europa reconocía que la heredera de la reina Ana sería Sofía de Hanóver. A
pesar de ser una mujer inteligente, muchos creían que era inadecuada para ser reina de Inglaterra,
mucho menos de Escocia, y su hijo Jorge era menospreciado a ambos lados de la frontera.
Aunque había habido rumores de rebelión en las Tierras Altas, muy pocos lo declaraban
abiertamente, y me resultaba difícil tomar en serio las quejas de los jacobitas. Más de un hombre
le había pedido a Alex que brindase por el rey al otro lado del agua mientras hacía un ademán
sobre el vaso en una supuesta señal secreta, pero Alex lo desestimaba como tontería romántica.
El rey Jacobo tallado en cristal que habíamos recibido como regalo de bodas hacía arquear las
cejas, pero no elevar los brazos. Alex decía que era una tormenta en una taza de té y preferí estar
de acuerdo con él, aunque ambos sabíamos que podría ser mucho más. Por ahora Ana gozaba de
buena salud, y simulamos que el Pretendiente no existía.

179
Kathleen Givens– Kilgannon

El clima era glorioso, cálido y soleado, poco común para el área occidental de las Tierras
Altas, y lo disfrutamos plenamente, pasando el mayor tiempo posible fuera. Alex, Angus y
Matthew desaparecían durante el día llevándose a los hijos de Alex y a más de la mitad de los
niños de Kilgannon con ellos para enseñarles a pescar o a cazar. Volvían a tiempo para la cena,
cansados y sucios, pero inmensamente felices. Yo también estaba complacida. Malcom y Sibeal
estaban en Clonmor, y Kilgannon estaba en paz.
Ese fue el verano en que supe lo que le había sucedido a Jamie, el hermano de Alex. Se había
ahogado en el lago frente al castillo mientras docenas de personas observaban. Algunos hombres
habían intentado salvarlo, pero era demasiado tarde cuando llegaron a él. Si Jamie se hubiese
podido mantener a flote aunque fuera por unos minutos, hoy estaría vivo, lo cual fue algo que
Alex nunca olvidó. Según me contaron, desde que Alex se había convertido en el líder del clan,
todos los niños en Kilgannon habían aprendido a nadar. Sus gritos de regocijo llenaban los días
cálidos mientras aprendían.
Y ese fue el verano en que vi mis primeros Juegos en Kilgannon. Era costumbre que los
clanes del Oeste descendiesen hasta Kilgannon para una semana de juegos y torneos que se
llevaban a cabo a mediados de agosto, en honor del cumpleaños de Alex y del de su abuelo, ya
que fue Alexander el que había comenzado los Juegos años atrás. Los visitantes ya me eran más
familiares y hasta recordaba varios de sus nombres. A los MacDonald y a su familia ya los
conocía, por supuesto, y estaban bien representados. Las bromas de Donald hacia Alex eran
constantes pero bien intencionadas. Parecía que verdaderamente le agradaba Alex, y me alegraba
por ello. Los Maclean estaban aquí, con sus enormes caballeros, determinados a ganar cada juego.

Vi cómo Murdoch cortejaba a Morag y la observé hablar con Alex en cada ocasión que se le
presentaba, riendo sonoramente y tocándolo ocasionalmente con dedos persistentes. La observé
tocar a mi esposo y después darse la vuelta para ver dónde me encontraba. No intercambiamos ni
una palabra con Morag, aunque a menudo hacía comentarios por lo bajo acerca de mí, pero
ambas conocíamos la lucha en que estábamos sumidas. Y quién era el trofeo. Y me regodeaba en
mi triunfo cuando Alex se me acercaba y me besaba o me acariciaba a la vista de todos. «Es mío»,
me dije con la arrogancia de una joven mujer que se siente profundamente amada.
Y me sentía profundamente amada. Mi matrimonio con Alex era todo lo que había
imaginado. Adoraba la parte física de estar casada. Oh, hacer el amor, sí, era asombroso y para
nada la obligación que me habían dicho que sería, las damas bienintencionadas que me habían
aterrorizado con sus relatos de estoicismo. Pero había más. Los detalles del matrimonio me
fascinaban. Adoraba despertarme y ver una nube de rubios cabellos sobre la almohada junto a mí,
poder estirar la mano y tocar un hombro desnudo o ver una larga pierna envuelta en las mantas,
tener la libertad de disfrutar verlo, saber que lo podía tocar y explorar cuando así lo desease. Por
primera vez en la vida se me pidió que alzara la vista en lugar de bajarla, que tocara en vez de
dudar, y me encantaba. La libertad era lo que más me sorprendía del matrimonio. Me habían
criado como a todas las demás jovencitas correctas, con las imposiciones del comportamiento
apropiado y respetable como modelos según los cuales siempre se nos medía, y encontraba
maravilloso ser una esposa en Kilgannon. El anillo y el nombre que llevaba me liberaron para
poder tocar a mi esposo sin temer comentario o censura alguna. Me permitieron hablar con los
hombres del clan como iguales sin miedo a represalias, ir a cualquier parte que eligiese, decidir
sobre los pequeños detalles de mi vida. Amaba las libertades que se me permitían simplemente

180
Kathleen Givens– Kilgannon

porque ya no era soltera. Y sobre todo amaba ser la esposa de Alex ahora que estábamos
nuevamente en armonía.

El era como soñé que sería: un esposo atento y cariñoso, y de poder haber cambiado algo,
sería poder pasar más tiempo con él. Dondequiera que fuésemos alguien se le acercaba para
pedirle una decisión o presentarle una queja, y en las noches generalmente me cansaba de
esperarlo cuando alguno de los granjeros o los arrendatarios de los alrededores llegaban con un
problema. Nunca les decía que no, siempre escuchaba y había veces en que me molestaba.
Escuchaba mis quejas tan pacientemente como oía las de los demás y me avergonzaba agregar
otro peso a sus deberes. Si me consideró tonta o molesta, nunca lo dijo. Me prometí ser más
independiente.
Y después estaba el tema del bebé. O de la ausencia de uno. Había concebido y lo había
perdido. Supe desde un principio que estaba embarazada y se lo conté a Alex de inmediato.
Estaba fascinado con la noticia y cuando, más tarde, tuve que decirle que no habría niño, estaba
tan abatido como yo. Decidí esperar más tiempo la siguiente vez para estar segura. La
profundidad de mi pena por la pérdida me sorprendió. Ni siquiera había querido realmente
concebir, pero su pérdida había sacudido algo en mi interior y lo lloré en silencio. Me dije que no
era inusual perder un bebé y después tener un bebé sano.
Lo analicé a menudo durante ese verano y me percaté, cosa que no había notado antes, de
que la madre de mi madre sólo había tenido dos hijos, mi madre también sólo dos y Louisa
ninguno. Quizás algo andaba mal con las mujeres de mi familia. Nunca me había preocupado
poder tener hijos, pero ahora las dudas me invadían en la noche y en extraños momentos como
aquel, rodeada de mujeres con niños en la cadera o con pequeñas manos sujetando las suyas.
Ahora, de pie en medio de los bulliciosos hombres del clan en los Juegos, con aire satisfecho
me alisé la falda sobre el estómago. Quizás tendría buenas noticias para él pronto. Quizás esta vez
tuviese más suerte. Luché contra mi miedo, y luego recordé que tenía dos hijos. Ian y Jamie eran
maravillosos. Después de las primeras semanas de prueba, todos nos habíamos relajado y nos
habíamos convertido en la familia que deseaba. La tormenta y los cuentos habían acelerado el
proceso, creo, así como el hecho de que estuviesen tan necesitados de una madre. Sonreí para mí
misma y recordé la mañana cuando supe que me habían aceptado.

Los niños estaban sentados en un banco en el jardín discutiendo cuando pasé por ahí, y me
detuve para preguntarles cuál era el problema. Ian me mostró la mano de Jamie.
—Mírale la mano —me pidió Ian—. Tiene una gran astilla y no me deja quitársela.
—No con eso.
Con los ojos llenos de terror, Jamie hizo un gesto en dirección al puñal que se hallaba sobre
el banco junto a Ian. Se veía tan pequeño, sentado ahí en la banca, sujetándose una mano con la
otra...
—No la sacaré con eso, idiota —dijo Ian disgustado y después se retiró con pasos
determinados.
Seguimos a Ian con la mirada y después le sonreí a Jamie.
—Déjame verlo —dije y me senté junto a él para examinar la sucia mano. Su perro, Robert
the Bruce, el cual ahora era enorme e incesantemente curioso, metió el hocico en mi falda y lo
hice a un lado para poder concentrarme en Jamie—. Ian tiene razón, ¿sabes? —dije después de

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Kathleen Givens– Kilgannon

levantar la vista de la mano—. Necesitamos sacarla o se infectará. ¿Cómo te clavaste una astilla
tan grande?
Se encogió de hombros pero no retiró la mano.
—¿Dolerá?
—Por un momento. Si no la quitamos se infectará y dolerá mucho más después. ¿Qué
quieres
hacer?
Lo miré a los ojos, tan parecidos a los de su padre y tan temerosos ahora.
—No quiero que duela en absoluto.
Reí y asentí.
—Lo entiendo, tonto, pero mírate la mano. ¿Quieres que te duela más después? —Negó con
la cabeza mientras estudiaba la herida con los ojos abiertos de par en par—. Pues quitémosla —
dije y asintió—. Voy a buscar mi canasto de costura y tú ve a lavarte las manos. Con jabón.
Estaba esperando en el banco cuando regresé aunque había sospechado que desaparecería y
me extendió la mano mientras observaba atentamente mis movimientos.
—Seré tan cuidadosa como sea posible —dije mirándolo a los ojos y notando la manera en
que el sol captaba el tono cobrizo de su cabello. Asintió. Limpié el área y después le mostré la
aguja—. Simulemos que es una gran herida de guerra —dije y sonrió.
—Sí —dijo, y noté que le agradaba la idea—. Y yo soy muy valiente.
—Lo eres —intercambiamos una sonrisa pero después de un momento fruncí el ceño en
señal de derrota—. Jamie, debes quedarte quieto. No la podré sacar si mueves la mano.
—Duele.
—Te dolerá más si sigues moviendo la mano.
Me miró con desafiantes ojos azules y estaba analizando qué debía hacer cuando oí la voz de
Alex detrás de mí.
—Quédate quieto, Jamie —dijo mientras se aproximaba al banco—. Ven, me sentaré
contigo —dijo y sentó al niño en su regazo—. Esto es lo que harás —dijo haciendo una mueca y
girando la cabeza—, le das la mano y gritas —el niño rugió—. A ella le gustará.
Jamie miró a su padre y después a mí con ojos centellantes. Me dio la mano nuevamente y
cuando retomé la tarea, hizo exactamente lo que Alex le había indicado. Ignoré el sonido y extraje
la astilla. Levanté la vista y miré a los ojos a mi esposo.
—Gracias, Alex —dije—. Estoy tan contenta de que estuvieras aquí para ayudarme —le
entregué a Jamie el diminuto trozo de madera.
Alex rió.
—De nada. Jamie, dile gracias a Mary.
—Gracias, mamá —dijo Jamie, y se alejó rápidamente mientras se examinaba la herida.
Sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas y me giré hacia Alex.
—Me llamó mamá.
Alex asintió mientras observaba a su hijo alejarse, después se dio la vuelta hacia mí.
—Sí, así te llama cuando me habla de ti. Ian también lo hace. Le dijo a Angus que no podía
recordar cómo era Sorcha.
—¡Oh, Alex, eso es terrible!
Alex negó con la cabeza.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Pequeña, no podemos cambiar el hecho de que su madre se ha ido. Tienen su retrato y los
dibujos que hice de ella. Saben que no eres su verdadera madre, pero quieren que seas como una
madre para ellos. Sorcha no puede, y es adorable que lo hagas, Mary Rose —me besó en la frente
mientras yo me secaba las lágrimas. Permanecimos sentados en silencio durante un rato y después
Alex se puso de pie—. Y ahora... —me cogió de la mano—. Ahora, Mary Rose, quiero mostrarte
algo. Ven.
Coloqué la canasta en el banco y dejé que me condujera por el jardín hasta el portón de
entrada. Se detuvo en el umbral y señaló el lago y le seguí la mirada pensando que deseaba que
admirase la vista en ese maravilloso día. Las montañas del otro lado de la costa eran de color
púrpura, los árboles a los costados, verdes con nuevos brotes, la suave brisa mecía las ramas
como si fuese agua. El sol del verano refulgía en el lago de color zafiro que sólo las aguas
profundas podían mostrar y en el lago estaban los cuatro navíos MacGannon. Pestañeé y volví a
mirar protegiéndome los ojos. Cuatro navíos. El Katrine, el Gannon's Lady, y el Margaret estaban
anclados a poca distancia de la costa. Y había un cuarto barco amarrado en el muelle. Una
multitud se arremolinaba desde el muelle hasta la cubierta. Sentí que Alex me miraba.

—¿Alex? ¿Es el barco nuevo? —Le pregunté girando


hacia él con placer—. ¿Ya está aquí?
Asintió. Su ansiedad era visible mientras me conducía por las terrazas.
—Sí, pequeña, aquí está. Calum lo acaba de traer. Es hermoso, ¿no? —me besó los dedos.
—¿Qué nombre le pondremos?
Me observó por el rabillo del ojo.
—Ya tiene nombre, y uno que le queda muy bien. Míralo: con los costados negros, las velas
blancas como la nieve y un destello de bronce aquí y allá. ¡Es una belleza!
—Alex —dije—, dijiste que le podía poner el nombre.
Se detuvo y se giró hacia mí, con voz tranquila.
—Así fue, lo sé, pero, Mary, cuando lo vi pude pensar en un solo nombre adecuado.
Molesta, retiré la mano de la suya y le dispensé una mirada fría. La ignoró, colocó la mano al
final de mi espalda y me dio un pequeño empellón hacia adelante. Nos detuvimos al final del
muelle observando los ansiosos rostros de la tripulación y la multitud de MacGannon que lo
admiraban. Alex se giró hacia mí sonriendo socarronamente.
—Mary Rose, te presento al Mary Rose.
Observé el hermoso barco frente a mí. Todas las superficies brillaban.
—Pusiste el nombre al barco en mi honor —susurré.
—Sí, pequeña. Cuando lo vi pensé en ti, con tu cabello oscuro y la piel clara.
—Y un toque de bronce visible aquí y allá —dije recordando sus palabras.
Me sonrió y asintió.
—Sí, pero míralo, Mary. ¿No es hermoso? Y sé que nos traerá suerte.
—Le pusiste el nombre en mi honor —dije acostumbrándome a la idea.
—Es justo, Mary. Es con tu dinero que fue construido. Es tuyo.
—Nuestro, Alex. Nuestro dinero y nuestro barco.
Observé las impecables líneas del Mary Rose y sus brillantes accesorios mientras Alex me
miraba.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Es mío sólo en el sentido de que fui lo suficientemente sabio como para casarme contigo,
Mary Rose, y quiero que el mundo lo sepa. Ahora, sube a tu barco.
Me mostró cada cubierta y cada lugar del barco y quedé impresionada. La tripulación
rebosaba de entusiasmo y se nos unió, dando detalles sobre las velas y el ancla. Calum, que sería
su capitán, estaba visiblemente encantado. Cuando estuve en tierra nuevamente, sentí como si
hubiese estado a bordo durante una semana, pero mientras caminábamos por el muelle me di la
vuelta para mirarlo nuevamente. El Mary Rose. Repetí el nombre una y otra vez en mi mente. El
Mary Rose. Estaba estremecida.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 21

El otoño llegó antes de que me diese cuenta de que el verano había llegado a su fin, y a
medida que los días se acortaban las tareas debían llevarse a cabo más deprisa. Alex se adentraba
más en el campo para encontrar pasturas de invierno, había que reunir el ganado para arriarlo al
mercado. Tiempo atrás, los MacGannon le habían vendido madera y lino a Inglaterra, pero los
mercados británicos estaban cerrados a esos productos escoceses ahora y Alex se había dedicado
a otros productos básicos. El ganado representaba una parte importante de lo que Kilgannon
vendía a otros países... si lograban llegar al lugar de venta. Para llegar al mercado tenían que arrear
el ganado por las tierras del clan de los MacDonnell y los MacGregor y peligrosamente cerca de
los Campbell, de modo que durante todo el camino Alex no cesó de refunfuñar contra las vacas y
los cuatreros. Angus observaba plácidamente protestar a su primo mientras se cercioraba de que
los hombres estuviesen bien armados. Matthew estaba encantado de haber sido incluido, e Ian,
que ya había cumplido seis años, intentó convencer a su padre de que él contribuiría mucho
también, pero Alex negó con la cabeza y señaló al tutor recién llegado.
Gilbey Macintyre se había mudado a Kilgannon desde Edimburgo cuando finalizaron los
Juegos. Era tan alto como Alex, delgado y huesudo, tenía el cabello lacio, facciones angulosas y
asimétricas pero era joven y curioso. Hacía un sinfín de preguntas, seguía a Alex y a Angus a
todas partes mientras Ian y Jamie lo seguían a él e incorporaba todo. Su gran torpeza ocultaba
una mente rápida y un intelecto sagaz, características apreciadas en Kilgannon, y sospeché que
consideraba sus tareas con nosotros una gran aventura. En unas pocas semanas nos habíamos
acostumbrado a su compañía, y ahora era uno más de nosotros, siempre dispuesto a ayudar.
Deirdre se había marchado dos semanas después de los Juegos; se había quedado más
tiempo que lo planeado para mostrarme cómo prepararme para el invierno. Me había enseñado
mientras se desplazaba velozmente desde la cocina a los jardines y hasta las alcobas. No se le
escapaba ningún detalle y aunque tomé nota, tenía dudas de poder hacerlo sin ella. Suspiré
mientras intentaba recordarlo todo pero Berta — la impasible y sólida Berta— parecía
imperturbable y me sonreía alentadoramente.
—Lo haremos bien, señorita Mary —era todo lo que decía y finalmente terminé por creerla.
Ellen era, como siempre, una compañía bienvenida. Había terminado por adorar el lugar,
según me había comentado, y observé entretenida mientras ella analizaba a los hombres sabiendo
que estaba considerando cuál sería el mejor esposo. Era igual de popular con los hombres que
con las mujeres, con el Pequeño Donald principalmente. Calum trajo una carta de Louisa en la
que nos informaba que habían tenido que posponer el viaje y que esperaban poder venir para
Navidad, lo cual fue una terrible desilusión para mí, ya que los extrañaba muchísimo. Por aquel

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Kathleen Givens– Kilgannon

entonces me sentía sola y recorría los pasillos, los niños me seguían con sus infernales perros y
ahora también Gilbey me seguía. Pero a veces estaba sola.
Una tarde después de un día particularmente largo, subí las escaleras hasta la torre para
observar el atardecer y me encontré a Gilbey sentado en el suelo de una de las habitaciones con
las piernas cruzadas; los niños se encontraban uno a cada lado, y estaban absortos en el análisis de
un mapa mientras Gilbey indicaba las batallas de William Wallace y Robert the Bruce. No
notaron mi presencia y permanecí en el umbral mientras los niños hacían más y más preguntas.
Al escuchar a Gilbey, se podía deducir que Wallace y the Bruce eran los héroes máximos y que su
causa era la única válida. Sintiéndome muy inglesa y muy foránea, bajé las escaleras
silenciosamente y me dirigí a caminar por la orilla del lago, me detuve al borde del agua color
índigo y me pregunté qué hacía allí. Pero cuando se puso el sol y vi a los trabajadores regresar a
sus cabañas y las luces comenzaron a aparecer en las ventanas de Kilgannon, una paz
tranquilizadora se apoderó de mí. «Estoy feliz de estar aquí», me dije, «y es solamente porque
Alex no está por lo que me siento tan sola». Si estuviese en Londres me estaría preparando para
otra velada social adonde, sin duda, irían Robert, Rowena y Edmund Bartlett con sus comentarios
punzantes. Si Alex nunca hubiese venido a Londres, yo también estaría ahí. Pero dudaba de que
hubiese podido ser feliz en ese mundo por mucho tiempo más. Respiré profundamente y disfruté
el aroma de la resina de los pinos que provenía del grupo de árboles que se hallaba detrás de mí.
«Estoy feliz de estar aquí», me dije y me giré para ver a las dos pequeñas figuras que corrían hacia
mí por la orilla del lago, que se aproximaban saludando y gritando. Los perros ladraban mientras
se acercaban. «Soy necesaria aquí», pensé. Jamie se arrojó a mis brazos y William Wallace me pisó
la falda mientras Ian daba gritos de alegría a mi alrededor y Robert the Bruce ladraba
furiosamente.
—¡Has sido capturada, Sassenach! —gritaron y Jamie me dio, triunfante, un beso húmedo en
la mejilla.
—Ese es tu castigo —gritó e Ian tiró de él hacia abajo.
—No, no, lo hiciste mal, Jamie —rió Ian—. Debes hacer que ella te bese, no besarla tú.
—Oh —dijo Jamie y reí mientras cumplí mi castigo una y otra vez.
Por último conduje a los cuatro de vuelta hacia la casa, con un niño a cada lado cogido de la
mano. «En casa», pensé. «Estoy en casa».
Cuando Alex regresó estaba sucio y hambriento pero habían vendido el ganado a buen
precio y estaban complacidos. Esa noche, cuando ya estaban limpios y después de haber saciado
su hambre, seguí a Alex a la planta superior y lo observé mientras se arrodillaba y atizaba las
brasas para que el fuego cobrase vida nuevamente. «Justamente ese es el efecto que él causa en
Kilgannon cuando regresa», pensé, «Y en mí».
—Te encuentras muy callado, amor —dije.
Sonrió.
—Odio las vacas, Mary Rose —dijo—. No deseo estar ahí —soltó el broche y retiró la parte
superior de los pliegues de su vestimenta. Me entregó el broche—. ¿Te he hablado acerca de esto,
pequeña?
—No —contesté mirando el broche de oro repujado, las marcas del martillo eran evidentes.
No parecía de mucho valor.
—Era de mi abuelo. Me lo dio cuando yo tenía diez años. El día de mi cumpleaños, cuando
me habían castigado.

186
Kathleen Givens– Kilgannon

—¿Por qué? —Sonreí frente a la idea de un Alex de diez años siendo castigado—. ¿Eras
travieso?
Su mirada se perdió en la distancia.
—Fui grosero con mi padre. O por lo menos eso fue lo que me dijeron. Pensé que sólo
estaba diciendo la verdad —se encogió de hombros.
—¿Qué sucedió?
—Era por la tarde y nos preparábamos para recibir a la gente que llegaba para participar de
los Juegos. Habíamos estado limpiando el prado y le hice una broma a mi hermano Jamie acerca
de no haber hecho su parte del trabajo. Mi padre me oyó y me golpeó. Solía hacerlo con
frecuencia, ¿sabes? Cuando estaba ebrio. Lo cual era usual —suspiró y se aflojó el cinturón—.
Intenté no llorar y cuando mi padre me preguntó qué estaba haciendo, le contesté que pensaba
que el whisky lo volvía agresivo. Deberías haber visto su rostro. Jamie se acercó a mi lado. Nunca
lo olvidaré. Jamie le tenía miedo a nuestro padre cuando estaba ebrio... bueno, en realidad le
temía todo el tiempo, ebrio o no, pero por más asustado que estuviese, Jamie se acercó a mi lado.
—Fue muy valiente por su parte. ¿Cuántos años tenía?
Alex asintió.
—Casi ocho. Sí. Era más valiente que yo. Yo no lo era, era estúpido. No medía mis acciones
entonces —sonrió con tristeza—. ¿Sabes que todavía extraño a Jamie? Después de tantos años
aún lo echo de menos —Alex se quitó la kilt y continuó hablando en el mismo tono—. Mi padre
me golpeó hasta que no pude mantenerme en pie y después me dejó llorando en el suelo.
Permanecí ahí, mirando la suciedad debajo de mí hasta que mi abuelo se acercó y me levantó. Ya
no era un hombre joven pero me levantó de todas formas y me llevó a mi alcoba. Cogió este
broche que tenía en los pliegues de su vestimenta y me lo dio —Alex me envolvió las manos con
las suyas y observó el broche que yo sostenía—. Dijo que este broche le había pertenecido al
primer Gannon y que había sido entregado de jefe en jefe, su padre se lo había dado a él el día en
que había cumplido dieciocho años y ahora me lo daba a mí —Alex me miró pero lo que en
realidad estaba viendo era la imagen de un niño de diez años con su abuelo—. Le pregunté por
qué no se lo daba a mi padre y me dijo que él decidía a quién dárselo, que se lo estaba entregando
al próximo jefe de Kilgannon y que cada vez que lo mirase, debería recordar mis deberes con el
clan. Y así lo hago —sonrió—. Algún día, cuando ya no pueda hacerme cargo, se lo daré a Ian.
Miró el broche con detenimiento y observé su expresión abatida. Sus pestañas parecían
oscuras en comparación con su piel. Lo besé en la mejilla y sonrió al levantar la mirada.
—Por eso fuiste a arrear el ganado —dije.
—Sí. No porque me guste cabalgar detrás de las vacas, pequeña. Siempre preferiré un navío
a un caballo —me rodeó con sus brazos.
—Oh, Alex —dije con la cabeza hundida en su pecho—. Te extrañé terriblemente.
—Y yo a ti, pequeña —dijo—. Quizás nunca vuelva a viajar —se inclinó hacia la bolsa que
se encontraba en la cómoda, de la cual extrajo un pequeño paquete y me lo entregó con una
sonrisa—. Quizás me haya llevado mucho tiempo, Mary, pero finalmente hallé lo que quería
darte.
—Qué... —me interrumpió con un ademán.
—Ábrelo, pequeña. No es un camisón blanco que te pueda escandalizar.
Abrí el paquete lentamente. Dentro del último doblez había un anillo de oro, de diseño
intrincado. En el centro tenía un pequeño círculo rebordeado por un filete de oro. Dentro del

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Kathleen Givens– Kilgannon

círculo había una pequeñísima rosa de perfil con el tallo inclinado hacia la derecha. Alex me
observó abrirlo con ojos intensos.
—Como verás, es una rosa —dijo a modo de comentario—, y el tallo apunta hacia tu
corazón.
—Es hermoso, Alex —dije maravillada mientras me lo colocaba en la mano—. Nunca antes
había visto un diseño así.
—Es el diseño celta del nudo del amor —dijo complacido—. Si lo observas de cerca notarás
que es un diseño ininterrumpido, cada parte está entrelazada consigo misma. Representa un amor
que nunca se rompe.
—Oh, Alex —dije con la voz entrecortada intentando contener las lágrimas—. Es tan... —lo
rodeé con los brazos.
—¿Te gusta, Mary Rose? —preguntó tiernamente.
—¿Si me gusta? Alex, ¡es tan hermoso...! Gracias, mi amor.
—Te amo, Mary Rose, y ahora podrás recordarlo cada vez que mires el anillo.
—Alex, gracias. Pero, mi amor, no tengo nada que darte.
Curvó la boca hasta dejar paso a una amplia sonrisa.
—Ya pensaré en algo —dijo y se me acercó.

Antes de lo previsto, el invierno comenzó con una fuerte tormenta, pero estábamos
preparados. Aunque inquietos paredes adentro, nos encontrábamos a salvo y disponíamos de
suficiente alimento. Los hombres entrenaban a diario en la armería. Odiaba pensar que podrían
llegar a necesitar ese entrenamiento pero ahora comprendía por qué lo hacían. En la noche nos
reuníamos en la sala, donde Murreal cantaba o Thomas relataba otra de sus fantásticas historias
frente a una audiencia embelesada. Su favorita era sobre unas hadas que robaban un caballo y lo
convertían en un caballo de agua que habitaba en un lago de las Tierras Altas occidentales. Eso
bastaba en cuanto a las explicaciones de Alex y las lecciones de natación, pensé. Por la expresión
en el rostro de Jamie probablemente no volvería a beber agua del lago, y mucho menos a nadar
en él. Incluso Matthew y Gilbey le prestaban atención y oculté mi sonrisa. Gilbey Macintyre era,
según sospechaba, algo más joven de lo que había supuesto en un principio.
Los niños tomaban lecciones a diario con Gilbey y a su vez, Gilbey con Angus. A medida
que pasaron los meses había ganado peso y musculatura, engrosando su contextura desgarbada, y
pronto no se podía reconocer en él al hombre joven que había llegado en agosto. Cuando le
pregunté acerca de su familia sonrió tristemente.
—Mi familia ha muerto, señorita Mary —había dicho levantando el mentón—. Me he
abierto camino por mí mismo. No temo trabajar duro. Estoy contento de estar aquí y me quedaré
mientras ustedes así lo deseen. Estoy muy feliz de estar con los MacGannon.
—También estamos felices de que estés aquí, Gilbey —dije y después intercambiamos una
sonrisa.
Recordé esa conversación tan sólo unas semanas después, cuando estaba sentada en la sala
atestada de hombres pertenecientes al clan MacGannon que le juraban lealtad a Alex y al clan.
Gilbey y Ellen se hallaban a mi lado: éramos tres foráneos que observaban la procesión. Gilbey
estaba extasiado. El juramento se llevaba a cabo todos los años antes de la víspera de la Noche de
brujas. Todos los miembros del clan acudían para la ceremonia llenando la sala y cada una de las

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Kathleen Givens– Kilgannon

habitaciones del castillo acompañados de sus familias. Había oído que la jura en otros clanes
podía ser peligrosa, ya que los hombres daban su palabra bebiendo con el líder y continuaban
bebiendo durante la mayor parte de la noche. Pero en Kilgannon era una velada festiva: los
hombres daban su palabra en la sala frente a todo el clan y sus familias los vitoreaban. No era
peligroso, pero sí ruidoso y estridente, y me provocaba dolor de cabeza. Cómo podía Alex beber
tanto y aun así permanecer de pie, era un misterio para mí. Se hallaba firme en el estrado al final
de la sala, ataviado con su mejor vestimenta y le brillaba el cabello, que le caía hasta los hombros.
Estaba armado, sólo como parte de la gala, según me lo había explicado. Parecía tan valiente y
espléndido. «Todo un líder», pensé con orgullo mientras lo observaba. «Este es mi esposo», me
dije, «Que todo el mundo sepa que es mío». Angus y Matthew estaban a uno de sus lados, Ian y
Jamie al otro y en varias ocasiones se giraba hacia ellos y los hacía reír. Mientras la larga hilera
desfiló frente a él, le habló cálidamente a cada hombre que se le acercaba, provocando sonrisas y
comentarios.
Las risas llenaron la sala y una vez finalizados los juramentos, comenzó el baile. Limpiaron
los bancos y los músicos tocaron tonadas alegres mientras que el centro de la habitación se
llenaba de ávidos bailarines. Alex se abrió paso entre la multitud y extendió el brazo para cogerme
de la mano. Cuando estiré el brazo para aceptar su invitación, el joven Donald hizo lo propio con
Ellen.
Alex le dio a Donald unas palmadas en el hombro.
—Compórtate, hombre—rió—. Es una buena jovencita.
—Sí —dijo Donald—, sin duda lo es.
Cogió a Ellen de la mano y la guió hasta la pista de baile mientras los observábamos.
—Te diviertes esta noche, mi amor —dije mirando á Alex al rostro. Me apretó contra él y
asintió.
—Sí, pequeña, todo salió muy bien —miró en dirección a la sala y después a mí—. ¿Pero has
notado quién está ausente?
Sonreía, pero pude percibir la tristeza en su mirada. «Malcom», pensé acongojada. No había
ni siquiera pensado en Malcom. Alex le había enviado una carta para recordarle que estuviese
presente esa noche; por mi parte, lo había apartado de mi mente prefiriendo ignorar que Malcom
pronto estaría entre nosotros. Pero no había asistido, ni tampoco había enviado ni una línea para
anunciar su ausencia. Y todo el clan se había percatado de ello.
—Oh —dije mirándolo al rostro—. ¿Y ahora qué?
—Bueno, ahora, Mary Rose, ahora bailaré y dejaré que mi enojo desaparezca —dijo Alex
levantando las cejas al mirarme—. Mañana, cuando no haya bebido tanto whisky, pensaré en ello.
Y hallaré la solución perfecta, como siempre lo hago.
Reí y él me sonrió. Pero no tuvo tiempo de pensar en una solución, ya que la carta de su
primo en Francia llegó tres días después.
Nunca llegué a leer la carta de su primo en París. Angus sí, por supuesto, ya que la carta
estaba dirigida a él. Cuando llegó la carta, me encontraba en la lavandería con Berta, intentando
hallar más lugar para colgar la ropa —que en esos días tardaba tanto en secarse—. Estábamos
considerando poner cuerdas en la armería y pensando en lo que los hombres dirían al respecto,
cuando escuché que Angus llamaba a Alex a gritos. Angus nunca gritaba, nunca perdía los
estribos —de hecho nunca demostraba demasiada emoción—, así que el que estuviese
recorriendo el castillo gritando con todas sus fuerzas hacía que cualquiera que lo escuchase se

189
Kathleen Givens– Kilgannon

detuviese a observar. Berta y yo permanecimos de pie como tontas junto a las demás mujeres y
observamos a Angus correr por los pasillos.
—¿ Dónde está Alex? —gritó—. ¿ Dónde está?
—No lo sé, Angus—dije.
Lo observé mientras pasó tempestuosamente a nuestro lado y subió los peldaños de tres en
tres. Matthew permaneció al pie de la escalera con la boca abierta.
—¿Qué sucede?—le pregunté.
Matthew me miró pálido durante un momento.
—No lo sé, Mary —dijo finalmente—. Mi padre abrió una carta de su primo, Ewan... el que
se encuentra en París, ya sabes... y comenzó a gritar.
—¿Hace esto siempre que recibe carta de Ewan?
Negó con la cabeza.
—No.
Jamie patinó hasta donde nos encontrábamos y después se detuvo. Había ansiedad en su
expresión.
—Papá está con Thomas en la huerta, ¿voy a buscarlo?
—Sí, amor —dije quitándole el cabello del rostro—. Dile que Angus está muy molesto.
Podíamos oír a Angus llamar a gritos a Alex escaleras arriba y decidí que debía decirle dónde
se encontraba, pero cuando puse el pie en el primer peldaño, Angus bajó precipitadamente y pasó
a mi lado.
—Está en la huerta —le dije una vez que había pasado.
Angus emitió un sonido incomprensible y desapareció al final del pasillo. Lo seguí. Lo que
fuese que había enojado a Angus estaba relacionado con Francia. Y era allí donde estaban los
Estuardo.
Cuando los hallé ya se habían encontrado, estaban enmarcados por el portón del jardín. La
abertura, cubierta con las últimas hojas, se arqueaba sobre sus cabezas. Alex estaba leyendo la
carta mientras que, junto a él, Angus bullía de furia, hablaba en voz baja y golpeaba el puño de
una mano contra la palma de la otra. Agitó un dedo frente al rostro empalidecido de Alex y
permanecí donde me hallaba. Sea cual fuere la noticia, no era buena y no quería enterarme.
Observé mientras Alex leía y releía la carta, la daba vuelta para leer la dirección y luego se la
entregaba a Angus. Pude notar cómo se encolerizaba. «Dios santo», pensé, «¿Qué es lo que
sucede?». Alex se echó el cabello hacia atrás pero no se inmutó cuando le volvió a caer sobre el
rostro. Escuchó y asintió, después se dio la vuelta hacia donde me encontraba y su expresión
cambió al verme. Le dijo algo a Angus y caminó hacia mí lentamente, con expresión sombría. La
lluvia, que había amenazado durante todo el día, comenzó a caer como una llovizna suave, pero
Alex no pareció notarlo. No hablé cuando me cogió de la mano, me condujo por los pasillos y
pasamos frente a los curiosos hombres en la sala. Les dedicó a sus hijos una mirada apresurada
cuando arremetieron contra él. Los perros fueron más cautos ya que se mantuvieron a distancia,
inmóviles por vez primera, mientras cruzábamos la sala.
Ian se detuvo frente a su padre.
—Papá, ¿qué sucede?
Alex respondió con tono sombrío.
—Ian, regresa a tus lecciones —no se dio la vuelta para percatarse de que los niños se lo
habían quedado mirando.

190
Kathleen Givens– Kilgannon

Me condujo a través del jardín y fuera del portón. La lluvia era más persistente pero no me
quejé cuando caminó hacia el lago y miró las tres embarcaciones ancladas cerca de la costa. No
creo que las estuviese observando realmente. El Mary Rose había llegado ese día desde Londres
con cartas de Louisa y de Will y, evidentemente, de su primo. Los barcos se mecían por el oleaje
provocado por la marea y permanecimos de pie ahí, mojándonos más a cada minuto. Me soltó la
mano, se cruzó de brazos y lo observé, preguntándome si debería hablar. Finalmente lo hice.
—Nos estamos empapando, mi amor —dije.
Me miró distante, con expresión severa y la mandíbula apretada, pero asintió y me rodeó con
sus brazos. Me giré en dirección al castillo.
—No —dijo bruscamente—, por aquí.
Me condujo a lo largo de la orilla del lago, más allá de las rocas que se encontraban en la base
del castillo, trepó por ellas sin detenerse y después se giró para ayudarme. Del otro lado de la
construcción, la tierra era más llana y luego se elevaba abruptamente y se unía con la punta de
tierra que separaba a Kilgannon del mar. Rodeamos los muros del castillo y Alex subió hasta una
pared cubierta por una enredadera. La apartó y entró a través de la abertura que había hecho. Lo
seguí y descubrí que la enredadera cubría un túnel excavado o hecho de piedras, y se bifurcaba
debido a una irregularidad de la roca. Se prolongaba en dos direcciones. Señaló hacia la izquierda.
—Si vamos en esa dirección llegaremos a la puerta en la base de la torre —dijo y se giró en
dirección opuesta.
El túnel estaba oscuro y muy húmedo. Pude sentir cómo el agua se escurría dentro de mis
zapatos mientras lo seguía por el empinado túnel descendente y la humedad goteaba sobre
nosotros desde la parte superior. Alex se abrió paso rápidamente en la oscuridad y estiró el brazo
hacia atrás para cogerme de la mano. Así lo hice, contenta de sentir el contacto. Pronto pude ver
luz más adelante. Dio vuelta en una última esquina y se detuvo.
Nos encontrábamos en una gran caverna marina. El agua se agitaba por la tormenta y la
marea que entraba a la caverna a menos de treinta pies de donde nos hallábamos, donde la
cavidad descendía casi hasta el agua.
—Cuando hay marea alta, toda la caverna se llena de agua —dijo Alex sin expresión alguna
con los ojos de color azul gélido—. Si alguna vez necesitas dejar Kilgannon secretamente, puedes
hacerlo desde aquí. Un bote puede recogerte y llevarte hasta un barco que esté esperando por ti, y
te habrás ido antes de que nadie se percate de ello —evidentemente estaba satisfecho con lo que
veía y se dio la vuelta para volver hacia el túnel pero lo solté, coloqué ambas manos sobre su
pecho y dije su nombre. Me interrumpió con expresión más apaciguada antes de que pudiese
continuar—. Lo siento, pequeña, no era mi intención asustarte —miró la caverna a su alrededor e
hizo un gesto—. Me di cuenta de que nunca te lo había mostrado y debes saber que existe.
—¿Por qué? —susurré y cogió mis manos entre las suyas.
—Debes saber estas cosas, Mary, porque eres mi esposa.
—Alex. ¿Que está sucediendo? ¿Partirás?
Me observó durante un momento y me acercó hacia él. Pude sentir la tensión y la calidez de
su cuerpo a través de la ropa húmeda.
—¿Partir? ¿Por qué habría de partir? —preguntó sorprendido. «Así está mejor», pensé,
«Vuelve a mí, Alex». Respiré profundamente.
—A causa de los Estuardo. ¿Partes hacia Francia?

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Kathleen Givens– Kilgannon

—¿Los Estuardo? Pequeña, esto no tiene nada que ver con los Estuardo. ¿Crees que todo lo
referente a Francia está relacionado con los Estuardo?
—No, pero...
Me besó la frente.
—No, Mary Rose —dijo con voz más amable—. No partiré a causa de Jacobo Estuardo.
No. No tiene nada que ver con política —tenía una expresión de preocupación—. Tiene que ver
con... No sé con qué tiene que ver —guardó silencio, y permanecí de pie con la cabeza contra su
pecho hasta que una gran gota de agua me cayó en la cabeza y di un brinco hacia atrás. Miró para
constatar el nivel del agua—. Ven, pequeña, será mejor que nos vayamos de aquí a menos que
desees nadar, y créeme, no es divertido hacerlo en esta época del año.
Me cogió de la mano y se giró para irse. No ansiaba adentrarme en el túnel nuevamente
aunque estaba comenzando a temblar de frío. Permanecí ahí como si hubiese echado raíces y
nuestras manos entrelazadas quedaron suspendidas entre nosotros.
—Alex, dime lo que ocurre. ¿Por qué está tan enojado Angus? ¿Por qué estás tan molesto?
Me soltó la mano y me observó, absorto en sus pensamientos, hasta que por fin habló con
tono cansado.
—La carta es de nuestro primo Ewan, el que se encuentra en París, Mary. Ewan nos cuenta
que algunos miembros de la tripulación del Diana han sido vistos en París, que se encontró con el
socio del capitán y que habló con él —suspiró y se retiró el cabello que le caía sobre la frente—.
Este socio dice que fue Malcom quien me envenenó esa vez que estuve tan enfermo. Y Ewan le
cree.
Quedé boquiabierta, pero no me sorprendió. «Ten cuidado», me advertí, «Aún no ve a
Malcom como lo ves tú».
—¿Por qué?
Alex hizo una mueca.
—Oh, esa es la mejor parte. La historia es que Malcom le dijo a este hombre que no quería
que yo fuese al juego de cartas la noche anterior a que partiéramos.
—¿Te envenenó para que no fueses a una partida de cartas ?
—Bueno, según la historia, fue accidental, un error. Supuestamente Malcom pensó que me
estaba dando una dosis para adormecerme que impediría que fuese al juego.
—Pero, ¿por qué?
—Bien, esa es la cuestión. ¿ Por qué ? Ewan dice que el socio del capitán sostiene que
Malcom le dijo que estaba preocupado porque yo apostaba demasiado y no podía solventar una
gran pérdida de dinero —dijo irritado—. Eso no es verdad. Nunca apuesto de más. El dinero es
demasiado difícil de conseguir como para desperdiciarlo en una partida de cartas. Era sólo una
velada amistosa para discutir el comercio con las colonias.
—¿Pues por qué habría de impedir que fueses? ¿Por qué no querría que fueses a la partida?
¿Quién estaría ahí?
—Jugaría con otras tres personas. Dennis MacGannon... lo conoces, es el capitán del
Gannon's Lady. El segundo era el capitán del Diana, el hombre que yo había contratado. El
tercer hombre era un agente mercantil en Francia. Hace años que lo conozco.
Negué con la cabeza.
—¿Pero por qué querría...?

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Bien —me interrumpió—, me lo he preguntado una y otra vez. Si Malcom no deseaba


que fuese a ese juego, no tenía que envenenarme o darme un preparado para dormir. Todo lo que
tenía que hacer era pedirme que no fuese y no lo habría hecho, si hubiese habido una buena
razón para ello. Nunca me lo pidió.
—¿Por qué habría Malcom de hacer eso? ¿Acaso no sabía que era peligroso?
Se encogió de hombros.
—No lo sé, pero hace que uno se cuestione cosas.
—Alex —dije lentamente—. ¿Crees que Malcom te envenenó?
No respondió, sino que permaneció de pie con la vista perdida en la distancia. Después
suspiró y se pasó la mano por la frente.
—No lo sé, Mary —dijo—. No lo sé. Pero es posible. Habíamos discutido durante la mayor
parte del viaje y para la noche del juego de cartas ya casi ni nos hablábamos.
Lo estudié. Quizás Malcom no deseaba que Alex estuviese con el hombre que en breve
llevaría al Diana al fondo del mar. ¿Fue simplemente para que Alex no hablara con el capitán? ¿O,
aunque no lo creyese ni por un momento, había sido otra persona y no Malcom?
—¿Cada cuánto te reunías con el capitán del Diana?
—No me reunía —dijo honestamente—. Malcom se encargaba de los detalles. Conocí al
capitán por primera vez cuando fui a la partida.
—¿Fuiste? ¿A la partida?
—Sí —dijo—, me sentía extraño pero fui de todas maneras. Pensé que sólo estaba muy
cansado. Y Angus me acompañó en el último momento. Eso fue bueno porque él y Dennis me
tuvieron que llevar de regreso al barco. Me caí en medio del juego, así sin más: me puse de pie,
me desmayé y me desplomé sobre la mesa —sonrió irónicamente—. Según me dijeron, arruiné la
partida. Y la mesa. No lo recuerdo.
—¿Y dónde estaba Malcom?
—Esperando a bordo del Gannon's Lady. Con Matthew.
—¿Alguien en el barco halló veneno?
—No creo que nadie lo haya buscado.
—¡ Podría haberte matado!
Apartó la mirada en dirección al mar.
—Sí —dijo—. Pero prefiero creer que fue un error. O una broma.
—Una broma —exploté—. Una broma. Oh, sí, Alex, es muy gracioso —cerró los ojos
mientras le hablaba—. Darle a tu hermano algo que podría matarlo o al menos hacerle caer
gravemente enfermo, tanto que no pudiera dejar el barco durante una semana, eso es muy
gracioso. Quizás si te persiguiese con un hacha pensarías que es gracioso también — Alex
permanecía en silencio pero escuchaba—. No fue un error. Malcom puede ser muchas cosas pero
no es estúpido. Si enfermaste de esa manera por una equivocación o una broma, imagina lo que
te haría si estuviese enojado contigo. Imagina lo que haría si te hubieras reunido con el capitán y
hubieses descubierto que el Diana se iba a "hundir".
Abrió los ojos de par en par y se quedó mirándome.
—No —dijo en tono tranquilo pero desolado.
Me detuve, intentando no decir todo lo que pasaba por mi mente. Recordé sus palabras: «He
perdido a un hermano y a una hermana. Cuidaré al único que me queda». «Pero Alex», dije en
silencio, «¿A cualquier precio?».

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Kathleen Givens– Kilgannon

Respiré profundamente.
—Tampoco eres estúpido, Alex —dije tan suavemente como me fue posible—. En el mejor
de los casos se trató de una broma peligrosa. En el mejor de los casos te puso en peligro. Podría
haberte causado la muerte.
—Pero no fue así —me miró con sus ojos azules.
—Por el amor de Dios —susurré.
Había callado, lo observaba mirar la pared de la caverna. Detrás de él el agua se precipitaba
hacia nosotros, pero yo sólo recordaba la imagen de un hombre enfermo que yacía en la litera de
un camarote. Y su hermano lo había puesto en esa situación. Un error. Si eso había sido un error
yo era Juana de Arco. Me pregunté, no por vez primera, si no habría sido Malcom el que había
dispuesto que nos atacasen frente a la entrada de la casa del agente de Alex. Malcom no sabía que
yo estaría ahí, pero ciertamente sabía que su hermano sí. Alex se frotó el mentón.
—No puedo considerarlo de otra manera —dijo apesadumbrado—. No lo consideraré de
otra manera. Fue una equivocación estúpida, eso es todo —me miró a los ojos—. Puede que ni
siquiera haya sido Malcom. Quizás el socio miente. No creeré que mi hermano quiso hacerme
daño.
No se me ocurrió nada que decir que él pudiese tomar en cuenta y asentí. También asintió y
me condujo por el frío y húmedo túnel otra vez. No volví a sentir calor en toda la noche. No
podía deshacerme de la certeza de que había sido Malcom quien lo había envenenado y que no
había sido ningún error. No hubo oportunidad de discutirlo con Angus. No vino a cenar ni
apareció durante el resto de la noche, y Matthew dijo que no había visto a su padre desde aquella
tarde. Resolví hablarle lo antes posible. Pero Malcom llegó la mañana siguiente y todo cambió.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 22

Malcom y Sibeal llegaron en un barco perteneciente a los MacDonald que se dirigía a Skye.
La tripulación de los MacDonald se quedó a comer, rieron e hicieron bromas con los
MacGannon, y si alguno de ellos notó que Alex estaba distante y tranquilo, no se hicieron
comentarios al respecto. Tampoco lo hizo Matthew, quien observaba a Malcom con expresión
dura y mirada gélida. Parecía haber madurado de la noche a la mañana. La ausencia de afecto
entre Malcom y Matthew era evidente desde hacía tiempo, pero Matthew nunca me dijo una
palabra respecto a Malcom, como si en silencio estuviésemos de acuerdo en que Malcom era un
tema que era mejor no abordar.
Respecto de los recién casados, su relación era un misterio para mí. Acostumbrada a la
pasión que me provocaba una mirada de Alex, no podía entender cómo Sibeal miraba con tal
indiferencia al esposo que supuestamente amaba, ni tampoco por qué Malcom no la trataba con
la intensidad y el afecto que cabría esperar de un recién casado. ¿Por qué, entonces, habría ella
insistido en casarse con él? Me pregunté. No había indicios de embarazo en su esbelta figura, ni
tampoco hubo mención al respecto.
Esa mañana, Angus se hallaba con nosotros nuevamente. Había llegado con la noticia del
barco que se encontraba en el lago. Estaba en silencio pero expectante. No le hablaría del tema a
Malcom en nuestra presencia, de eso estaba segura, pero lo que sucedería después... no podía ni
imaginarlo. Malcom se comportaba como si nada estuviese mal, como si su hermano no estuviese
pálido como un fantasma ni sus primos echaran miradas hostiles en su dirección. Reía con su
habitual aire de superioridad mientras contaba historias de cuan retrasados eran sus arrendatarios
en Clonmor y cuan inepta resultaba Sibeal para las tareas domésticas. Ella sonreía sin rencor e
intentó enfrascarme en una conversación sobre ropa. Me negué a unírmele y pasé el tiempo
observando a los hombres. Alex habló poco. Sabía lo cansado que estaba. Durante la noche me
había despertado y lo había encontrado envuelto con una manta, sentado frente a la chimenea,
mirando las llamas. Se había metido en la cama en las primeras horas de la madrugada, pero había
dormido inquieto y se había levantado antes que yo. No lo discutimos, pero me cogió de la mano
cuando llegaron las noticias de la llegada de Malcom.
—No temas, pequeña —fue todo lo que había dicho.
Malcom no había dicho nada acerca de su ausencia en el juramento de lealtad, pero cuando
Thomas lo condujo a la sala, se dirigió a Alex.
—Aquí está tu hermano, Alex —dijo Thomas sin inflexión mientras que todos los presentes
se detuvieron para mirarlos—. Tarde. ¿Supones que ahora que ha desposado a una MacDonald
llegará tarde al juramento a menudo? Sin duda —había dicho mirando a Malcom—, sabes lo que
le sucede a los MacDonald que llegan tarde al juramento.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Los presentes se habían agitado, pero nadie dijo nada. Sabía a qué se refería. Todos lo
entendíamos y sabía que Malcom lo comprendía por la expresión de enojo en su mirada, que
aunque fugaz, había sido obvia. Thomas se refería a Glencoe. Había escuchado la historia varias
veces desde mi llegada a Kilgannon. Según Thomas, después de una fallida pero gloriosa rebelión
contra la usurpación del trono del rey Jacobo encabezada por Guillermo de Orange, los jefes de
todos los clanes de las Tierras Altas habían recibido un ultimátum para jurar lealtad al rey
Guillermo antes del primero de enero de 1692. MacDonald de Glencoe se había retrasado. Por
qué y por cuánto tiempo, era un tema que aún después de veinte años se debatía acaloradamente.
El conde de Stair, con el conocimiento y la aprobación del rey Guillermo, le había dado
instrucciones a Robert Campbell de Glenlyon para que aceptase la hospitalidad de los
MacDonald y después debía asesinar a todo los miembros del clan mientras dormían. El complot
había sido descubierto pero el jefe, su esposa y muchos otros habían muerto. La familia de Sibeal
era de Skye —no de Glencoe— y el nombre —que no el linaje— era el mismo. Nadie añadió
nada al comentario de Thomas, por lo que se encogió de hombros y se retiró. Pero Malcom lo
siguió con la mirada.
El resto de la comida transcurrió tensamente, pero no hubo incidentes, y en poco tiempo
estábamos despidiendo a los MacDonald. Los hombres los acompañaron fuera y esperé junto a
Sibeal. Me quedé mirándola cuando preguntó si podía retirarse a su alcoba. Al no haber sido
informada de su llegada, me tomó por sorpresa y no se habían hecho los preparativos pertinentes.
Afortunadamente no sucedió lo mismo con Ellen.
—Señorita Mary —dijo a mi lado—. Berta me dice que ha preparado la alcoba de Sorcha
para Malcom y Sibeal — me sonrió con picardía—. Nos pareció apropiado —dijo y mi humor
mejoró brevemente.
Le devolví la sonrisa y le pedí que le diese las gracias a Berta.
—Yo conduciré a Sibeal —dije habiendo recuperado la tranquilidad.
En la planta alta pasamos junto a los niños, que se dirigían a tomar su lección con Gilbey.
Ambos se veían peculiarmente sumisos. Me detuve para abrazarlos y hacerles una broma sobre
alguna tontería y me complació notar que se alegraban ante mi gesto. Al cabo de un momento,
ellos me hicieron bromas a mí y partieron junto a Gilbey, actuando ya de manera natural.
—Son maravillosos —espetó Sibeal—. ¿Has pensado en tener tus propios hijos?
La miré, pensando en el hijo que había perdido.
—Sí, por supuesto —dije con cautela—. ¿Y tú? ¿Cómo te sientes?
—De maravilla. ¿Por qué no habría de ser así? —respondió alegremente cuando abrí la
puerta de la alcoba y me siguió al interior de la habitación que le había pertenecido a Sorcha.
Era la que menos me agradaba de todo el castillo. No porque la habitación tuviese algo malo
en especial, ni siquiera ninguna característica desagradable en particular. Era una habitación
amplia y cómoda, amueblada con buen gusto. Pero Sorcha había vivido ahí, había compartido esa
alcoba con Alex, en ella habían concebido a sus hijos, en ese lugar lo había injuriado y era donde
le había impedido regresar. No era una habitación en la que me agradara permanecer o que me
gustase. A título de broma íntima, compartida con Berta y Ellen, en esa alcoba solían ser
hospedadas aquellas personas que no eran de nuestro agrado. De ahí que el comentario de Ellen
tuviera como intención levantarme el ánimo, y así fue. Sonreí para mis adentros al mostrarle la
alcoba a Sibeal mientras ella alababa sus comodidades. Berta había estado aquí antes que yo, todo
estaba limpio y el fuego de la chimenea estaba encendido.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Es tan adorable —dijo Sibeal mientras deslizaba los dedos por las cortinas de la cama y
después se dio la vuelta para observar su esbelta figura en el espejo de cuerpo entero.
—¿Y cómo está el bebé? —pregunté mientras me dirigía a la ventana para entreabrirla.
La lluvia que había estado amenazando durante toda la mañana había comenzado a caer.
Alex, Angus y Matthew conversaban en medio del jardín. Me giré hacia Sibeal.
—¿El bebé? —su sorpresa era evidente, pero se rehízo rápidamente—. Oh, lo perdí —se dio
la vuelta para continuar observándose en el espejo.
—Qué terrible debió haber sido para ti —dije preguntándome si en realidad así sería.
—Sí, lo fue. Pero ya sabes, simplemente me recosté una tarde para tomar una siesta y cuando
me desperté lo había perdido —se giró hacia mí y me miró con ojos ingenuos— . Fue horrible.

La observé perpleja, y recordé cuando yo había perdido al bebé. Ni por un momento pensé
que tal cosa podría haber sucedido. Esas cosas no sucedían. Ninguna mujer que hubiese perdido
un bebé hablaría de esa manera. Después me percaté de la ironía en todo el asunto. Ella me había
hecho un maravilloso favor al llevarse a Malcom consigo sacándolo de mi vida, y para ello, lo
había engañado. Malcom, el embustero, había sido timado muy sagazmente. Agité la cabeza
asombrada pero no respondí, ya que oímos gritos a través de la ventana y me incliné hacia fuera
con el corazón apesadumbrado y vi que lo que había temido se hacía realidad.
Abajo, en el centro del jardín, se encontraban Alex y Malcom discutiendo. Alex estaba de
pie, cruzado de brazos, mientras Malcom giraba alrededor de él hablando furiosamente. Después
apareció Angus, gritándole a Malcom, que le respondía de la misma manera. Alex los observó y
dejó caer los brazos a los lados del cuerpo. Se veía derrotado.
Para cuando llegué, el jardín estaba vacío y corrí hacia el portón de entrada. Estaban en la
terraza más alta, ajenos a la lluvia que se había convertido en una tormenta y al puñado de
hombres que se apiñaban intranquilos alrededor de ellos. Matthew, con expresión sombría, se
hallaba de pie a un lado y Angus, con los labios apretados, se encontraba junto a él. Alex y
Malcom se encontraban frente a frente.
—La verdad —rugió Alex, con el rostro enrojecido y las venas del cuello hinchadas. Tenía
las manos apretadas a los lados del cuerpo—. La verdad, Malcom. Sólo dime la verdad. ¡O no
digas nada!
—Estoy diciendo la verdad, Alex —respondió Malcom gritando—. No escuchas. Tú nunca
escuchas —hizo un ademán en el aire mofándose—. ¡Por supuesto que no necesitas hacerlo. Eres
el conde, el líder del clan. No necesitas escucharme. ¡Escuchas a Angus y a Thomas y a todos los
demás, pero no haces lo que te digo!
—La verdad, Malcom —gritó Alex nuevamente—. ¡ Dime la verdad!
—¿Quieres la verdad? ¡La verdad es que tú lo tienes todo! ¡Todo! Y yo nada. ¡Nada! No
tienes idea del infierno que es mi vida. Ni idea. Sibeal me mintió. ¡A mí! No había ningún niño en
camino. ¡Era una trampa! ¡Toda mi vida ha sido un infierno!
Alex habló tensamente.
—Y por eso me envenenaste.
—¡No! No estás escuchando. ¡Nunca escuchas!
—Y por eso me envenenaste.
—¡No querías devolverme el barco! ¿Cómo se supone que ganaría dinero?
—Y por eso me envenenaste.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Ya te lo he dicho, Alex —dijo Malcom enfatizando cada palabra—. No volveré a


repetirlo. Fue un accidente.
—Sí. Eso es lo que tú dices. Un accidente.
—Sí —dijo Malcom—. Le das más importancia de la que tiene. Te repusiste al cabo un día o
dos —se giró cuando Angus se le aproximó. Alex lo detuvo con un gesto.
—Estoy confundido —dijo Alex fríamente—. ¿Por qué habría de querer matarme mi propio
hermano?
Malcom elevó los brazos en el aire.
—Por el amor de Dios, Alex, no intenté matarte —se acercó al rostro de Alex y ladeó la
cabeza—. Si hubiera querido matarte, querido hermano, estarías muerto ahora.
Alex permaneció inmutable. Matthew se adelantó y Angus lo detuvo cogiéndolo del brazo.
El tono de voz de Alex era el mismo que había usado con Robert en Kent, el esfuerzo que le
demandaba mantenerse calmo era evidente.
—Ten mucho cuidado, Malcom. Lo quieras o no, tu proceder casi me causa la muerte y
durante un año intenté echarle la culpa a cualquier otro, incluyendo a los Estuardo. Y todo el
tiempo habías sido tú —bajó aún más el tono de voz—. Habías sido tú.
—¡No lo comprendes, Alex! —gritó Malcom—. ¡Nunca piensas en nadie más que en ti
mismo! ¿Tienes idea de lo que fue crecer a tu lado? —Aguzó la voz imitando la de una mujer—.
Alex, oh, Alex, serás el líder. Alex, ¡eres tan maravilloso! — Alex observaba a su hermano con los
ojos entrecerrados. Malcom se secó las gotas de lluvia que le habían caído sobre los ojos y
continuó—. Y el abuelo y la abuela que te consentían en exceso. Todos te consentían. Y ahí
estaba yo. Sin nada.
—Te di Clonmor.
—Oh, sí —asintió Malcom—. Tus sobras. Eres generoso con tus sobras. De hecho, quería
preguntarte si el bebé de Sibeal también era tuyo. Sería muy típico tuyo haber llegado antes ahí
también.
Alex estiró la mano y cogió a Malcom del cuello de la camisa. La velocidad con que lo hizo
cogió a Malcom por sorpresa, Alex lo acercó hacia él y le habló cerca del rostro, con palabras
entrecortadas.
—Tienes una mente desagradable, Malcom. Nunca la toqué. Si no hay bebé, eso no tiene
nada que ver conmigo. Tú te acostaste con ella. Y ahora estás casado con ella —liberó a su
hermano alejándolo de un empellón mientras elevaba el tono de voz—. ¿De eso se trata todo
esto? ¿De qué soy el mayor? ¿De qué heredé? ¿Pusiste mi vida en peligro porque no te agrada el
orden en que nacimos? —Ahora avanzaba y Malcom retrocedía—. ¿De eso se trata? ¿De celos?
—No —gritó Malcom sin dejar de retroceder—. Se trata de justicia. De equidad. Mírate,
Alex, intimidando a tu hermano bajo la lluvia. ¿Acaso no estaría el abuelo orgulloso de ti ahora.
Alex cogió nuevamente a Malcom de la camisa y lo mantuvo así durante un momento. Se
miraban a los ojos. Contuve la respiración. Y después Alex soltó a Malcom empujándolo hacia
atrás. Su tono de voz era medido pero gélido.
—El veneno es un arma que utilizaría una mujer, Malcom. Puedes pasar la noche aquí. Pero
por la mañana, tú y Sibeal debéis partir. Calum os llevará a Skye. No regreses hasta que envíe por
ti.
Se miraron enfurecidos durante largo rato, después Alex se giró para retirarse y me vio ahí de
pie. Cuando pasó a mi lado extendí la mano pero meneó la cabeza tensamente y siguió

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Kathleen Givens– Kilgannon

caminando. Malcom se giró hacia el otro lado y se retiró, y después los hombres hicieron lo
mismo.
Permanecí de pie bajo la lluvia junto a Angus y a Matthew.

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Capítulo 23

El invierno continuó, frío y húmedo. Pasamos más tiempo del que hubiésemos deseado
dentro del castillo. Los hombres estaban inquietos. Angus los hacía practicar continuamente, el
ruido de las espadas sonaba en toda el ala. Llegué a detestar el sonido producido al desenvainar.
Los niños estaban extremadamente aburridos y nos descubrimos regañándolos por comportarse
como niños. Pero también disfrutábamos de veladas llenas de música y baile.
Y no había noticias de Malcom. El y Sibeal se habían ido tan rápido como habían llegado y
no habíamos recibido ni una sola noticia de ellos, lo cual me complacía. Malcom me disgustaba.
Pero Alex no estaba disgustado sino perturbado, y nada de lo que le dijese lograba convencerlo
de que su hermano había hecho algo malo. Buscaba una razón que tuviese sentido o algo que
podría haber hecho de manera diferente. Para mí, era simple. Quizás difícil de aceptar, pero
simple. Celos. Egoísmo. Malcom y el capitán del Diana habían fingido perder el barco y Malcom
había pasado semanas junto a Alex simulando buscar la verdad cuando en realidad, el dinero de la
venta se hallaba en su bolsillo. No lograba comprender cómo alguien podía vivir con semejante
hipocresía, y así lo manifesté repetidas veces, pero Alex se negaba tenazmente a condenar a su
hermano y fue motivo de discusión en varias ocasiones. Podía comprender su reticencia a
afrontar el mal proceder de Malcom, pero frente a algo tan obvio, la actitud de Alex parecía
absolutamente obstinada. A menudo discutimos a causa de Malcom pero nunca más
acaloradamente que cuando le sugerí que los hombres que me habían atacado en Londres habían
sido enviados por él. Alex me gritó, y le respondí de la misma manera.
—Sólo buscas echarle la culpa de todo, Mary —me había dicho.
—No, Alex —le había contestado—. Sólo de las cosas de las que es responsable. Analízalo,
por el amor de Dios. Estabas a punto de partir hacia Cornwall para buscar los restos del
naufragio. El veneno no te había logrado detener y habrías podido hallar algo que lo incriminase
en Cornwall. ¿Acaso no ves lo conveniente que le resultó? Además los hombres sabían
exactamente dónde y cuándo encontrarte. Lo único que Malcom desconocía era que yo estaba
contigo. Y puede que eso te haya salvado la vida, Alex. Si hubiesen logrado esconderse en el
carruaje, te habrían atacado cuando entraras. Habrías sido un blanco fácil. ¿Por qué no puedes
darte cuenta?
—No —había gritado—. No, Mary, no es tan simple.
—Lo es. Pregúntale a Angus. Pregúntale a Matthew. A todos les resulta simple, excepto a ti.
Todos pueden verlo. ¿Por qué tu no?
—¿O simplemente resulta conveniente culpar a Malcom cuando ambos sabemos que los
hombres que te atacaron vestían los colores de Campbell?
Lo miré enfurecida.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Robert te dijo que no había enviado a esos hombres a atacarnos.


—Y Malcom dijo que él tampoco.
—Alex, no eres estúpido. ¿Por qué eres tan testarudo con esto? Sabes cómo es Malcom.
Sabes que él lo hizo. ¡Afróntalo! Deja de excusarlo.
—Cuando dejes de defender a Robert Campbell.
—Él no hizo nada. ¡Fue Malcom!
Alex elevó los brazos.
—Se te ha metido esa idea en la cabeza y no considerarás nada más. ¿Acaso no te das cuenta
de que no es tan simple?
—Sí, en realidad lo es. Alex. No me alegra tener razón.
—Cualquiera, excepto Robert —dijo y salió de la habitación.
No nos dirigimos la palabra durante dos días y después estuvimos de acuerdo en que a pesar
de todo, nos amábamos. No volvimos a discutir sobre ese tema, pero no podía dejar de pensar en
ello. Me dije que sería objetiva en cuanto al comportamiento de Will si estuviese en el lugar de
Alex, pero cuando Will escribió informándonos que llegaría con Betty, Louisa y Randolph para
Navidad, mi confianza se evaporó. «¿Qué sucedería si Will hubiese hecho algo así?», me pregunté,
«¿Podría afrontar impasiblemente que Will hubiese hecho tal cosa?». Reconocí que no podría. Me
conmovió ver a Alex tan angustiado y me apacigüé. Mi esposo necesitaba mi apoyo, no mi crítica.
En su corazón, sabía lo que había ocurrido. No importaba que lo admitiese ante mí.
Las cosas mejoraron gradualmente entre nosotros y me sentí aliviada de que volviese a ser el
mismo de antes. Su permanente preocupación a causa de Malcom era notoria sólo para aquellos
que lo conocíamos bien. Alex siempre fue amoroso y tierno conmigo. Bueno, no siempre. Cada
vez que mencionaba a Malcom Alex se alejaba de mí, yo me enfurecía e inevitablemente,
discutíamos. Con el tiempo, aprendí a no mencionar a Malcom y para mi sorpresa, incluso
comencé a olvidarlo. La vida era mejor sin él y nos dejamos llevar por la rutina como si no
existiese.
Mi familia llegó en el Mary Rose un día soleado de diciembre y mi humor mejoró
considerablemente. Alex permaneció de pie detrás de mí y Jamie me cogió de la mano saltando
entusiasmado mientras Ian, parado de puntillas, intentaba ver si Will traía consigo los paquetes
que había mencionado en su carta. Nos saludamos jubilosa y bulliciosamente, y los niños, que ya
tenían los ansiados paquetes en la mano, bailaban a nuestro alrededor mientras caminábamos
colina arriba. Besé a mi hermano y a Betty, le agradecí a Will su consideración y sonreí ante la
expresión perpleja de Louisa y Randolph al observar a su alrededor.
—No tenía ni idea —dijo Louisa con los ojos abiertos de par en par—. Sabía que Kilgannon
era un castillo, pero imaginé que sería como una de esas espantosas torres marrones que se ven a
lo largo de la costa, todo cuadrado y chato. Es hermoso.
Alex sonrió ampliamente a sus espaldas y levantó las cejas.
—¿No habrá pensado que traería a su preciosa sobrina a una granja, Louisa? Le dije que la
cuidaría —se giró para señalar las edificaciones—. Por ahora no es gran cosa, pero tenemos
intención de ampliarlo —rió al hacer el comentario.
—Bueno —dijo Randolph—, parece como si ya lo hubiesen hecho. Y bastante. Cuénteme
sobre la construcción.
—No estuve aquí la mayor parte del tiempo, Randolph —rió Alex mientras se alejaron con
Will, que se apresuró a unírseles.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Angus y Matthew aparecieron en el portón. Los hombres intercambiaron saludos ruidosos e


infantiles, sonreí al verlos reír juntos.
—Bien, querida, dime —dijo Louisa cogiéndome del
brazo—. ¿Cómo te encuentras?
—Feliz—dije sonriendo—. Muy feliz.
Llegó la Navidad y estábamos felices. Todas las noches, la sala se llenaba de MacGannon y
música y vi todo a través de los ojos de mi familia. Will adoraba a los violinistas que marcaban el
ritmo en el suelo a medida que tocaban más y más rápido y vi a Louisa secarse las lágrimas
cuando Thomas y Murreal cantaron una conmovedora balada.

En Nochebuena nos reunimos con la mayor parte de la familia en la capilla. Fue una
ceremonia cuya imagen recordaría por siempre. Las velas sobre las hojas perennes alumbraban
cálidamente el lugar. De pie junto a Alex y los niños, y a ambos lados, su familia y la mía.
Rodeada por los hombres del clan y el sacerdote. Todos de jubiloso humor. Con los brillantes
colores de nuestras ropas, las blancas velas y el verde de las ramas enmarcando la piedra gris, el
aire parecía de alguna manera sedoso y lleno de magia esa noche. Junto a mí, con su cabello como
un halo dorado rodeándole la cabeza, Alex parecía un ángel imponente.
Después de la ceremonia comimos en la sala y recibimos la Navidad brindando y riendo
mientras observaba esos amados rostros alrededor de mi mesa. Qué diferencia con el año
anterior. Recé una plegaria en agradecimiento y prometí ser la mejor esposa y madre del mundo.
Sólo tenía un pesar. Había perdido otro bebé poco antes de que llegase mi familia. Finalmente, le
había contado a Alex mi embarazo y después tuve que decirle que lo había perdido. Me recuperé
rápidamente y no se lo conté a nadie, excepto a Louisa, a Ellen y a Berta, pero sabía que todos en
la casa, probablemente todo el clan, sabía que había perdido otro hijo.
Una de las costumbres de Kilgannon resultó ser un gran éxito para Will, porque él fue el
centro. La costumbre del "primero en entrar" era una firme tradición en Kilgannon y estuvimos
complacidos de llevarla a cabo. Poco después de pasada la medianoche de Año Nuevo todos
visitábamos cada casa familiar de los alrededores. La tradición consistía en que la primera persona
en cruzar el umbral debía tener cabello oscuro y ser, preferentemente, de sexo masculino y así,
llevaría suerte a la casa. Alex lo había hecho durante años, pero al ser rubio debía seguir la
costumbre de arrojar al interior un trozo de carbón antes de entrar. Causó gran entusiasmo
contar con un hombre de cabello oscuro para que fuese el primero en entrar y que, además, fuese
considerado miembro de la familia del líder. Will estuvo muy dispuesto a participar y en cada
hogar le entregaron un vaso de whisky que bebió hasta el final mientras servían una ronda al
resto. Pronto todos cantábamos antiguas canciones con los hombres del clan y Will lideraba el
grupo como si lo hubiese hecho durante años. Terminamos en la sala donde se había preparado
una comida y sonreí al observar a todos. Junto a mí, Alex resplandecía al mirar los rostros felices
sonrojados por el calor y el whisky. Me besó la mano que yacía entre las suyas.
Luego, a solas en nuestra alcoba, me besó apasionadamente y después se echó hacia atrás
para observarme.
—Es difícil creer que sea Año Nuevo, pequeña. Ya hace un año y medio que te conozco.
Los días más felices de mi vida.
Le sonreí, pero su rostro se nubló debido a las lágrimas que se agolparon en mis ojos.
—También los míos —dije.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—¿Pues por qué lloras, Mary Rose? —preguntó tiernamente.


—Un hijo, Alex. No puedo darte un hijo.
Meneó lentamente la cabeza y me acercó hacia él, me acarició la espalda mientras habló
suavemente sobre mi cabeza.
—Me has dado la vida, pequeña, y un futuro. Mi vida no tenía sentido hasta que te conocí y
ahora lo tiene. Me basta con tenerte a ti, Mary. No necesito nada más. Si estamos destinados a
tener hijos, así será. Si no, que así sea. Soy un hombre muy feliz —me soltó y suspiró—. ¿No
puedes ser feliz como yo, pequeña? ¿Aunque nunca tengamos hijos? ¿Ian y Jamie no ayudan a
compensar, aunque sea en parte, o acaso es peor?
—No. Sí. Son maravillosos —sonreí—. Y soy feliz, Alex, más feliz de lo que merezco. Pero
también anhelo algo más. Todo lo que quiero en la vida es vivir aquí y tener hijos contigo. Me
gustaría darte otro hijo. U otra hija.
Sonrió y me acarició el cabello.—Una niña, pequeña, sería igual que tú: muy problemática.
Mejor que tengamos niños. Cuando te encuentres bien lo intentaremos nuevamente. Pero
tendremos niños, Mary. Será más sencillo tener varones, con quienes, al igual que su padre,
resultará fácil convivir.
Sonreí y lo besé: ese hombre espléndido era mío. Y 1714 comenzó.
Mi familia se quedó durante dos semanas más. Will, Louisa y Randolph fueron tan
agradables como siempre, e incluso Betty se comportó bien. Louisa demostró particular interés
en el manejo de una casa tan grande y me hizo varias sugerencia que intenté seguir. Conversamos
durante días y no quedó tema por tocar. Lo más sorprendente fue el cariño mutuo que creció
entre los niños y Randolph. Me sorprendió —y probablemente a él también— la gran cantidad
de tiempo que pasaron jugando al ajedrez o a otras cosas; los niños le rogaban constantemente
que contase más historias sobre su juventud y sus aventuras. En más de una ocasión, Louisa y yo
lo habíamos encontrado encerrado con ambos niños, con Matthew y con Gilbey, hipnotizándolos
con alguna inverosímil historia sobre sus aventuras.
Cuando finalmente llegó la mañana de su partida, permanecimos de pie en la sala antes de
enfrentar el gélido viento y la lluvia. El capitán Calum los escoltaría a casa en el Mary Rose y,
ansioso por partir, susurraba cosas acerca de vientos y mareas. Y después se fueron. Permanecí
de pie en el muelle viendo cómo el Mary Rose giraba en la primera curva, preguntándome si
volvería a verlos. Alex me había prometido un viaje a Londres en el verano pero, ¿quién podía
saber realmente qué sucedería? Intenté ahogar mi tristeza mientras volvía a la sala cogida de la
cálida mano de Alex.
Pocos días después, Matthew partió hacia la Universidad de St. Andrew's para el comienzo
del nuevo periodo. Angus lo acompañó para ayudarlo a establecerse en su nuevo ambiente y
Gilbey, para abrirle camino con aquellos que conocía. Gilbey y Matthew habían trabado amistad
rápidamente, y supe que extrañaría a Matthew tanto como el resto de nosotros. Angus y Gilbey
regresaron dos semanas después con la noticia de que Matthew ya estaba bien acomodado. Todo
estaba demasiado tranquilo después de su ausencia. Los niños contaban los días para que llegara
el verano. Yo también.
A última hora de la mañana de un tormentoso día de febrero, Alex y yo nos encontrábamos
en la iglesia cuando miró a su alrededor y sonrió.
—Este recinto es Kilgannon, Mary. ¿Te lo conté alguna vez? —Negué con la cabeza—.
Bueno, "Kil" significa iglesia o capilla, por ello, "Kilgannon" quiere decir “iglesia de los Gannon”.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Este es el corazón de nuestra tierra. Siempre me he preguntado cuántos casamientos y funerales


se han llevado a cabo en este lugar. Nueve líderes fueron enterrados aquí. Diez generaciones se
casaron y, si Dios quiere, serán once algún día —me «.condujo hacia un lado de la capilla, donde
se puso de rodillas y deslizó una mano por la pared—. ¿Puedes verlo ahí, en la piedra? ¿Ahí
abajo? ¿Una pequeña A? Mi abuelo la talló cuando era niño y lo castigaron por deshonrar la casa
de Dios. Y cuando yo tenía nueve tallé ésta al lado —señaló la segunda letra—. No me
descubrieron nunca y me río cada vez que la veo. Creo que es la única travesura en la que pude
salirme con la mía. Y algún día quizás mi nieto talle otra —me miró a los ojos—. Intentémoslo de
nuevo, pequeña —dijo.

El invierno transcurrió tranquilamente hasta una oscura tarde en que el Margaret trajo
noticias y una carta poco bienvenida, sobre la cual hallé a Angus y a Alex discutiendo
encolerizadamente a en la biblioteca. Alex agitó la carta frente a mí cuando entré.
—Llegó esto de parte de nuestro primo Lachlan, pequeña —dijo—. La reina Ana ha
nombrado heredera a Sofía en lugar de a Jacobo Estuardo, su propio hermano.
Luché por comprender su tono sobresaltado.
—Si Ana muere, ¿El trono inglés pasará a manos de los Hanóver?
—Sí —dijo Angus—. A pesar de que ella es una Estuardo.
—¿Por qué os sorprende? —Me miraron atónitos—. ¿Y bien? —continué—. ¿Qué otra cosa
podría suceder?
Después del Tratado de Utrecht del verano pasado, Francia reconoció a Sofía como heredera
después del Acta de Establecimiento , que prohibió la designación de un rey católico, acuerdo
que, cabe destacar, se firmó hace trece años. ¿Qué esperabais que sucediera? ¿Pensasteis que
Jacobo Estuardo se convertiría repentinamente al protestantismo para lograr la sucesión?
—¿Comprendes lo que esto significa? —preguntó Alex.
—Significa —respondí—, que está sucediendo lo mismo que ha sucedido durante siglos.
Alguien que no es inglés ocupará el trono de Inglaterra. Ya hace setecientos años que esto ocurre.
Más, si tenemos en cuenta la época de los romanos.
—Significa, Mary —dijo Alex enojado—, que alguien que no es escocés ocupará el trono de
Escocia.
—Sí —dije—, pero sabías que eso sucedería.
Los hombres intercambiaron otra mirada.
—Robert the Bruce era normando. María Estuardo hablaba francés, no gaélico, y cambió la
manera de escribir su nombre porque no podía pronunciarlo correctamente. Jacobo I no tardó un
segundo en irse a Londres y darle la espalda a Escocia. Alejandro III le dio el trono a Margarita,
La Dama de Noruega , y Carlos directamente perdió el trono. Ahora Ana le da el trono a una
prima en vez de a su medio hermano — Angus rió. No así Alex.
—También recibimos una carta de los MacDonald — dijo repentinamente—. Hay una carta
que han hecho circular los ingleses para que todos los jefes de las Tierras Altas la firmen y
acepten la situación.
—Comprendo —dije.
—No creo que lo hagas —espetó Alex—. No es algo intrascendente, Mary —seguía
indignado—. Significa que ningún Estuardo volverá a ocupar el trono de Escocia.

204
Kathleen Givens– Kilgannon

—A menos que haya una rebelión —dejé que mis palabras flotaran en el aire. Angus, quien
ya no sonreía, miró primero a Alex y después a mí—. ¿Acaso estáis vosotros dos planeando un
levantamiento? ¿O Lachlan y los MacDonald os invitan a unírseles a uno? Seguramente todos los
habitantes de las Tierras Altas han hablado de ello durante meses.
Y así había ocurrido. Hacía ya tiempo que me había acostumbrado tanto a las constantes
quejas contra el gobierno inglés como a los complots seudo respaldados para derrocarlo. Pero
nunca por parte de Alex. Se giró y miró por la ventana. Angus estiró las piernas frente a sí y se
quedó mirándolas. Mi corazón se detuvo. «Santo Dios», recé, «dime que no es verdad». Miré a
Alex, quien se encontraba de espaldas.
—¿Alex? —Me tembló la voz.
Se dio la vuelta.
—Ninguna rebelión, pequeña. No estamos confabulando. Simplemente no nos agrada la
situación. Seguramente te puedes dar cuenta de ello, Mary.
Lo miré. ¿Cómo podía decirle lo poco que me importaba el resto del mundo?
—Me doy cuenta, Alex —dije conciliadoramente—. Pero seguramente no es una sorpresa.
Hace años que se está gestando y Ana goza de excelente salud. Vivirá años.
Meneó la cabeza.
—No es lo que me cuentan, pequeña. Dicen que no se encuentra bien. Pero aún si viviese.
¿Después, qué? ¿La reina Sofía y después el rey Jorge? Que Dios se apiade de nosotros. Ya era
suficientemente malo con Ana. ¿Que será de nosotros con un alemán en el trono?
—Seguramente nada cambiará.
—Ana ya se está rodeando de liberales.
—Oh —dije percatándome de que la influencia de Randolph se vería notablemente afectada;
incluso la del duque y la del tío Harry. Todos los conservadores pagarían el precio ante un
cambio en el poder.
—Sí —dijo Alex tristemente—. Veo que comienzas a comprender. No es algo
intrascendente. Hace sólo unos años Escocia contaba con una representación diez veces mayor
que la que tenemos ahora y eso era con un Estuardo en el trono y con los conservadores en el
poder. Te digo, Mary, se avecinan problemas —miré a Angus y volví la vista hacia Alex.
—¿Qué opciones tenemos? —pregunté—. Si firmas, quizás nos dejen en paz. ¿Qué sucederá
si no lo haces?
—No lo sé—dijo Alex.
Miré a su primo.
—¿Angus?
Angus se encogió de hombros.
—Yo tampoco, Mary. Pero los MacDonald firmarán. También los Cameron y los
MacDowell de Glengarry. Lachlan dice que todos los clanes lo harán.
—Pues eso es lo que haremos —dije. —Sí —gruñó Alex y volvió a mirar por la ventana—.
Pero no tiene que agradarme.
En ese momento irrumpieron los niños con Gilbey. Dejé a Alex con sus hijos y las lecciones
mientras que Angus me acompañaba fuera de la habitación.
—No tenemos opción, Angus —dije y él asintió—. ¿Se te ocurre otra solución?
Negó con la cabeza.

205
Kathleen Givens– Kilgannon

—No veo ninguna otra opción. Nuestros líderes nos han vendido a Inglaterra y debemos
obedecer.
—No nos afectará. Estamos aislados aquí.
—No lo suficiente —me miró por debajo de sus tupidas cejas—. Se ha dado una cadena de
sucesos desagradables, pequeña. Primero Argyll y otros vendieron Escocia y establecieron su
bendita unión; ahora tendremos un gobernante alemán y a los liberales, quienes no nos quieren
en absoluto. ¿Qué seguirá? ¿Nos sucederá lo mismo que a los galeses? Nunca pensé que ocurriría.
Perdóname, pequeña, pero Inglaterra y sus monarcas le han hecho poco bien a Escocia. Y no veo
ninguna solución. Como dices, no tenemos opción, pero como hemos manifestado, no tiene que
agradarnos —se retiró con pasos largos y firmes y me quedé mirándolo.
Olvidé las palabras de Angus y las preocupaciones de Alex con la llegada de la primavera,
que finalmente nos permitió salir. Había mucho por hacer y estaba contenta de trabajar, ya que
estaba embarazada de nuevo. Si el embarazo llegaba a término, el bebé nacería para fines de
septiembre. Me pregunté si podría ser la anfitriona de los Juegos y dar a luz al mes siguiente, pero
decidí no adelantarme tanto. Celebramos nuestro aniversario con música y la sala repleta de
gente, pero no bailamos e hicimos el amor de la manera más suave posible, ya que Alex deseaba
darle a este bebé todas las posibilidades que tuviese de sobrevivir.
La carta sobre la cual Lachlan nos había advertido nunca llegó a Kilgannon, y no estaba
segura de si Alex se sentía aliviado por el olvido o molesto por haber sido ignorado. En
cualquiera de los casos, la firma de Alexander MacGannon no había sido requerida y él nunca
acordó aceptar a la reina Sofía como la heredera de Ana. Sospeché que Ana nunca había tenido la
intención de que su medio hermano, Jacobo, la sucediese. El hecho de que Jacobo Estuardo
fuese hombre y, además, el verdadero heredero en cuanto a la línea del primogénito, se discutió
extensamente.
Observé a Alex mientras escuchaba el debate sobre si el primogénito debería ser siempre el
que heredase y supe que pensaba en su hermano.
No habíamos tenido noticias de Malcom ni tampoco Alex le había escrito. Rara vez se lo
mencionaba y dejé de pensar en él, pero sabía que Alex no lo olvidaba. A principios de junio,
Alex recibió una carta de su agente en Londres diciendo que tenía información al respecto y se
puso cada vez más y más tenso. El y Angus hablaban al respecto durante horas, sin llegar a
ninguna conclusión pero sin poder abandonar el tema tampoco.
Habíamos cancelado nuestro viaje a Londres debido a mi embarazo, pero le sugerí a Alex
que fuese sin mí para visitar a su agente, ya que William Burton parecía incapaz de escribir lo que
fuese que tuviera que contar. Alex se negó y a veces me pregunté si no lo habría hecho más feliz
no haber recibido la carta. Por mi parte, no tenía dudas respecto de la información. Estaba segura
de que confirmaba que Malcom y el capitán del Diana se habían confabulado para que pareciese
un hundimiento mientras se dividían las ganancias del viaje. O que lo habían señalado como
artífice del ataque contra nosotros. Nunca discutí mis sospechas con nadie por temor a dar
comienzo nuevamente a una retahíla de altercados, pero sabía que tanto Angus como Alex
sospechaban lo mismo.
Y, a mediados de junio, una semana antes del solsticio de verano, perdí ese embarazo
también. Había estado de pie con Alex la mañana de Beltane mirando las hogueras prendidas en
las colinas que nos rodeaban, mientras él me explicaba las costumbres y las antiguas creencias. Me
había maravillado que esta gente pudiese albergar tantas supersticiones y temores primitivos. Pero

206
Kathleen Givens– Kilgannon

al amanecer, seis semanas después, en el solsticio de verano, admití ante mí misma que si hubiese
creído que las ceremonias que se llevaban a cabo en las tranquilas llanuras y praderas podrían
haberme ayudado a seguir con el embarazo, me les habría unido sin dudarlo. El año anterior se
habían llevado a cabo las mismas celebraciones, pero por ser demasiado nueva en Escocia y estar
demasiado embelesada con mi nueva vida, no me percaté de que más de la mitad de la
servidumbre y casi todos los miembros del clan estaban ausentes. Y que habían retornado
exhaustos para continuar a duras penas con las labores del resto del día. Alex no le daba
importancia a esas celebraciones ya que, según dijo, no creía en las antiguas supersticiones y
costumbres.

—Pero, pequeña —había dicho—. He recibido una educación que me permite reconocer
que existe un mundo más allá de Kilgannon. Algunas de estas personas no han salido nunca de
las tierras MacGannon ni nunca conocerán otra cosa. No les prohibiré sus costumbres. En tanto
no lastimen a nadie es mejor dejar que sigan con sus viejas creencias. Ahora, si deciden comenzar
a sacrificar humanos nuevamente, lo tendremos que discutir —había reído frente a mi expresión
y después se había encogido de hombros—. Tengo dos opciones. Permitírselo e intentar cambiar
pequeñas cosas, o ganarme su rencor que me impediría lograr el más mínimo cambio y
seguiríamos haciendo las cosas de la misma manera que se hacían en la época de mi tatarabuelo.
Hace años decidí que era mejor intentar cambiar pequeñas cosas y permitirles que mantengan sus
creencias. Es un compromiso, pequeña, uno con el cual puedo vivir. Escucharán mis ideas sobre
nuevas siembras o sobre cosas que valgan la pena intentar, pero es mejor que no les diga qué
deben pensar —me sonrió abiertamente—. Por supuesto que estoy abierto a nuevas ideas y
sugerencias, por lo que me dificulta comprender su resistencia —sacudí la cabeza y decidí no
pensar en cuan distinto era esto de Londres.
Londres. Había deseado tanto ir de visita... Y cuando perdí el embarazo y estaba en mi
alcoba mirando las cortinas de la cama a la espera de Alex, decidí que ir a mi hogar sería lo mejor.
No, ya no era mi hogar, me corregí; Kilgannon lo era ahora. Pero deseaba ir a Londres, oír hablar
inglés, comer platos que me encantaban, visitar amistades, ver una obra de teatro o asistir a la
ópera... Pero sobre todo, deseaba ver a Louisa. Y a un doctor.
Alex irrumpió alarmado en la habitación y al verlo rompí en llanto. No tenía que decirle lo
que había sucedido. Me abrazó y sus lágrimas por la nueva pérdida se mezclaron con las mías. Le
pedí ir a Londres como lo habíamos planeado en un principio. Se mostró preocupado por si sería
aconsejable que viajase. Le dije que quería ver a un doctor y a mi tía. Partimos tres días después.

207
Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 24

Londres. Después de la quietud y del aislamiento de Kilgannon parecía aún más bullicioso y
caótico de como lo recordaba, y me sentí fuera de lugar. No, no fuera de lugar, sino más distante.
Mi ropa no estaba a la moda y no me importaba. No conocía a las personas que eran motivo de
habladurías.
La política me aburría en gran medida, y pensé en las muchas veces que había cenado con
aquellos sobre los cuales había escuchado discutir intensamente. Esos días habían quedado en el
pasado. El poder de Randolph había disminuido considerablemente y, según pude percatarme, lo
mismo había sucedido con la mayoría de los hombres que solían ser influyentes. Los liberales
habían ganado en el campo de la persuasión, la opinión favorable de la reina Ana. Aunque
resultaba difícil para mi familia y mis amigos, no albergaba resentimiento alguno contra ella.
Cualquier mujer que hubiese perdido a su marido y a diecisiete hijos era una mujer con la cual
simpatizaba. No se encontraba bien de salud y Londres analizaba concienzudamente cada
síntoma.
Se percibía la excitación por la sucesión, aunque no cabían dudas sobre lo que sucedería.
Sofía la sucedería, y se daba por descontado que su hijo, Jorge de Hanóver, sería rey cuando
muriese Ana. En Inglaterra, aquellos que sostenían que el primogénito debía heredar estaban
indignados, ya que según esa posición sólo Jacobo Estuardo podría ser el próximo rey. Otros
experimentaban el mismo rechazo ante la idea de un rey católico. Dada la historia de Inglaterra,
donde los protestantes sucedían, a los católicos y viceversa, no causaba sorpresa que las
emociones estuviesen exacerbadas. Añoré un país donde la religión no fuese un factor de
disidencia. Pero me percaté, después de escuchar a mis tíos y a sus amistades, de que la puja no
tenía nada que ver con temas religiosos. Se trataba de poder. Y de dinero. «¿Por qué otra cosa
podía ser?», pensé.
Le presté poca atención a la política y disfruté de la bienvenida de Louisa y de sus atenciones.
Compartió mi congoja y, si bien Randolph nunca mencionó mis pérdidas, a menudo me buscaba
y me cogía de la mano sin decir palabra. Estaba agradecida con ambos y así se lo expresé pero,
como de costumbre, des' estimaron mis palabras con un gesto. Vimos a Will y a Betty, por
supuesto, y Will me confesó que entendía mi dolor ya que Betty nunca había concebido. Nos
preguntamos si Will y yo seríamos los últimos Lowell. El tío Harry no aceptaba oír ni una palabra
de tristeza o lamento y me repetía que debía sonreír y dar gracias por lo que tenía. Aunque
disfrutaba de su alegre compañía, a menudo me preguntaba si comprendía nuestro dolor. No,
pensaba al verlo reír con Alex, no sabe lo que hemos sufrido. Notaba la tristeza escondida en los
ojos de mi esposo cuando me miraba y sonreía pero Harry no parecía percatarse.

208
Kathleen Givens– Kilgannon

Estuvimos ocupados con varios compromisos sociales. Cenamos con el duque y la duquesa,
hospitalarios como de costumbre, y pudimos escuchar al duque John lamentarse por su pérdida
de poder político. Los acompañamos en otras veladas, incluyendo una en que a petición de la
anfitriona, lady Wilmington, Alex había lucido la vestimenta de las Tierras Altas. Su acento era
notablemente más marcado. Cuando bromeé acerca de que se estaba convirtiendo en una parodia
de sí mismo me sonrió.
—No me pude negar, pequeña, y los demás se ven obligados a ser corteses —dijo—. Si han
de ignorar a los escoceses, no se lo facilitaré.
Moví la cabeza y me le uní a Louisa. «Ella nunca cambia», pensé con afecto mientras
escuchaba cuan habilidosamente esquivaba las preguntas de Madeline Shearson. Vi cómo
Katherine observaba a Alex y me sobresalté cuando Madeline se dirigió a mí.
—¿Perdón?—dije.
Sonrió con afectación.
—Dije que a Robert Campbell se le ve mucho en Londres y que es muy influyente por estos
días. Qué pena que su marido no sea miembro del Parlamento como lo es Lord Campbell.
—Estoy encantada de que no sea así, madame, ya que de esa manera puede permanecer más
tiempo en casa conmigo.
—Sí, por supuesto —asintió—. ¿Ha visto a Lord Campbell?
—Aún no —intenté no dejar traslucir el tono de molestia en mi voz. Qué actitud tan típica
de ella—. Pero seguramente nuestros caminos se cruzarán durante nuestra visita.
—Por supuesto.
Sonrió y cambió el tema de conversación para referirse a una desafortunada jovencita que
había sido llevada de improviso a la casa de un pariente. Mientras Madeline especulaba acerca de
la posible identidad del padre, pensé en Robert. No esperaba verlo en Londres ya que se hallaba
con su primo Argyll, quien había cambiado de inclinación política nuevamente. El año pasado se
había opuesto a la Unión criticando la displicencia de la corona, pero ahora intercambiaba favores
con los liberales. No, nuestros caminos no podían cruzarse. Robert no frecuentaba los mismos
círculos que nosotros en esos días. Lo cual era bueno.
El resto de la velada transcurrió placenteramente, pero más tarde, ya en casa de Louisa,
cuando nos sentamos a conversar sobre la reunión, Randolph manifestó su desagrado por el
desaire que le habían hecho a mi esposo. Alex rió y le dijo a mi tío que no le prestase atención.
—Fue grosero, Kilgannon —dijo mi tío—Nunca habría pensado que alguien se pudiese
comportar tan abominablemente. Fue muy desagradable.
—¿ Qué sucedió ?
Miré a Randolph y a Alex, quien se encogió de hombros y le dio un sorbo a su whisky. Les
había enviado varias cajas de whisky a Randolph y a Will después de que ellos lo elogiasen en
Navidad, y uno de los beneficios resultantes fue un buen aprovisionamiento durante nuestra
visita. Alex estudiaba el vaso que sostenía en la mano.
—Un liberal grosero se negó a estrechar la mano de Kilgannon —dijo Randolph mientras
sacudía la cabeza en señal de disgusto—. Fue un momento sumamente embarazoso.
—¿Por qué habría de hacerlo? —pregunté y Louisa suspiró.
—Te dije que los sentimientos estaban exaltados, Mary—dijo—. Hay muchos en Londres
que creen que los jacobitas están esperando a que Ana muera para atacar Londres.
—Eso es ridículo —exclamé y Alex me miró a los ojos.

209
Kathleen Givens– Kilgannon

—Por supuesto que lo es —dijo Louisa en tono tranquilizador—. Pero la gente ignorante es
peligrosa cuando está asustada —miró a Alex—. Le sugiero que vista ropa inglesa durante su
estancia aquí.
Se acomodó en la silla y la miró a los ojos.
—No lo haré. Aunque lo hiciese no tengo más que abrir la boca para que todos sepan quién
soy. Angus y Matthew me acompañan todo el tiempo y tengo un barco repleto de hombres a
poca distancia.
—No servirá de nada, Louisa —dijo Randolph—. Míralo. Es evidente que es escocés.
—Es evidente que soy gaélico —espetó Alex.
—Estoy pensando en el bienestar de mi sobrina así como en el suyo —dijo Louisa tajante—.
Y creo que no pido demasiado, Alex —después de un momento, Alex rió y aceptó vestir a la
usanza inglesa—. Y también Angus y Matthew cuando estén con usted—di]o Luisa.
—Y Angus y Matthew —repitió Alex. Louisa asintió.
Cuando estuvimos solos en nuestra alcoba, le pregunté a Alex si el desaire había herido sus
sentimientos y me sonrió.
—No permito que me afecte la opinión que otros tengan de mí, pequeña. ¿Qué importa lo
que piensen? Creo que su veneno estaba motivado porque la joven más hermosa de la sala estaba
del brazo de un bárbaro.
—Te amo, Alex —dije, sonrió y se me acercó.
—Sé que es así, Mary —dijo—, y busco estimular ese sentimiento.
La tarde siguiente fue fría y gris, y fui a visitar a Janice y a Meg. Me maravillé nuevamente de
los comentarios punzantes de Janice y por la dulce disposición de Meg. La visita fue agradable en
gran parte pero me di cuenta de cuánto extrañaba a Becca. Las cuatro, que alguna vez habíamos
sido inseparables, estábamos casadas ahora, Rebecca y yo vivíamos lejos de casa, y Meg se
distanciaba cada vez más a causa del desagradable comportamiento de Janice. «No extrañaré a
Janice», pensé, «Y Meg... bueno, Meg es dulce. Pero aburrida». Me sentí complacida con la llegada
de Alex y me retiré con la sensación de que tenía poco en Londres que me retuviese en cuanto a
amistades.
Esa noche cenamos en la casa de los Mayfair Bartlett. Había esperado poder evitarlos en esta
visita, pero era demasiado pedir. La velada estaba muy bien organizada, como de costumbre, y
reunía a gente muy variada. Rowena asistió—sin su marqués— del brazo de Edmund Bartlett, y
sonrió distante cuando nos unimos a ellos. Del otro lado de la sala, el duque y la duquesa
hablaban con los padres de Becca, y Louisa y Randolph se habían alejado hacia el vestíbulo
cuando Rowena maulló de placer y rió sonoramente.

—Bien, bien —le dijo a Edmund—. Mira quién está aquí —señaló hacia el grupo de recién
llegados que permanecía en la entrada hablando con los padres de Edmund—. ¿Acaso no es ése
lord Campbell?
Alex y yo nos dimos la vuelta justo cuanto Robert y la mujer que llevaba del brazo se
alejaban de los Bartlett. Roweha saludó con la mano para atraer su atención. Junto a mí, Alex se
puso tenso cuando Robert, después de decirle algo a su compañera, avanzó en dirección a
nosotros. Recé en silencio y maldije a Rowena.
Robert se veía igual y me di cuenta —con la claridad que otorga un año de ausencia— de lo
apuesto que era. Más alto e imponente de lo que recordaba, vestía tan exquisitamente como

210
Kathleen Givens– Kilgannon

siempre, esta vez, una chaqueta color chocolate y una brillante camisa blanca que resaltaba el
color de su piel. Repentinamente me percaté de que mi vestido rosa, tan a la moda dos años atrás,
ahora parecería anticuado. Retribuí su reverencia con una inclinación de la cabeza y lo miré a los
ojos dubitativamente. No debería haber temido su rencor. Había supuesto su reproche o
amargura, pero para mi sorpresa, su mirada era más cálida que nunca. Parecía que algunas cosas
no habían cambiado con el año de separación. Sentí la mirada de Alex observándonos y me
ruboricé mientras Robert saludaba cortésmente a Edmund y a Rowena y después se giraba hacia
nosotros.
—Kilgannon, lady Kilgannon, déjenme presentarles a la señorita Buchanan —dijo
suavemente y volví a respirar.
¿Cómo podía haber olvidado los modales impecables de Robert? Le brindó a su compañera
una sutil sonrisa. La joven, una niña en realidad, parecía confundida.
—Lady Kilgannon era la señorita Mary Lowell —dijo Rowena.
Por la expresión de los ojos de la señorita Buchanan, percibí que me reconocía. Delgada y de
cabello oscuro, estaba adorable y era evidente su fascinación por Robert, cuya guía solicitó en
todo momento y ante cada comentario. Lo miró brevemente antes de hacer una pequeña
reverencia.
Alex se inclinó y asentí con la cabeza.
—Señorita Buchanan, es un placer conocerla —dijo Alex sonriendo, con la voz tan tranquila
que le dispensé una mirada penetrante, pero su expresión no reveló nada.
Le sonreí lo mejor que pude pero estoy segura de que fue sólo una desagradable mueca de
bienvenida. Robert permaneció inmóvil junto a ella, observándome. No lo miré.
—Robert —dijo Alex tranquilamente mientras le extendía la mano—. ¿Cómo está usted? —
Cuando Robert le estrechó la mano, se miraron a los ojos durante un largo rato, después Alex rió
y le soltó la mano—. Competimos por la atención de mi esposa, señorita Buchanan —dijo
alegremente—. Parece que hubiera sucedido hace mucho tiempo.
Edmund Bartlett rió con disimulo y Rowena no perdió detalle, pero Robert sonrió
plácidamente y asintió.
—Sí, eso parece —dijo y se giró hacia mí—. Mary — continuó—, ¿cómo has estado?
—Muy bien, gracias, Robert —dije con voz tensa—. ¿Y tu madre?
Para mi sorpresa Robert rió.
—Mi madre te envía sus mejores deseos —miró a Alex—. ¿Qué le trae a Londres?
Alex hizo un gesto con la cabeza en dirección a mí.
—Mary deseaba visitar a sus tíos. Ya sabe cuánto los quiere, y ellos a ella. Ya había pasado
un tiempo desde la última vez que habíamos estado aquí.
—Es un lugar diferente a lo que solía ser, Alex.
—A lord Campbell le ha ido bastante bien con el nuevo régimen —dijo Edmund y sonrió
observando la expresión de ambos.
Robert tuvo el tino de verse incómodo. Alex rió.
—¿Está usted esperando que se suscite una contienda con espadas en medio de la fiesta de
sus padres, Bartlett? — preguntó Alex con ligereza—. Si es así, lo desilusionaremos. Sólo le deseo
lo mejor a Robert Campbell y no hay nada que aclarar al respecto, ¿o sí?

211
Kathleen Givens– Kilgannon

Edmund inclinó la cabeza para estudiar a Alex, después rió tontamente y palmeó a Alex en el
hombro.
—Kilgannon —comenzó a decir pero Alex lo interrumpió.
—Bravo —le dijo a Robert—. Me alegra que algunos escoceses estén prosperando en estos
tiempos. Y no puedo decir que me sorprenda.
Robert se sonrojó pero sonrió.
—¿Acaso lady Kilgannon no está estupenda? —le preguntó Rowena a Robert.
Robert me miró brevemente a los ojos.
—Lady Kilgannon —le dijo a Rowena—, es hermosa. Siempre lo ha sido. Algunas cosas
nunca cambian —le sonrió a Rowena y se dirigió a Alex—. ¿Cómo está usted, Alex?
Alex me acercó hacia él.
—Magníficamente —dijo—. Ha sido un año maravilloso y esperamos pasar juntos cien años
más.
—Me alegra oírlo —dijo Robert suavemente—. Pero Alex, tenga cuidado durante su estadía
aquí. Sin duda habrá oído algo acerca de los incidentes en las dársenas. Asumo que vino en uno
de sus barcos.
Alex asintió.
—¿Se refiere usted a la quema de las imágenes? He oído algo al respecto —Robert asintió y
Alex se dirigió a mí—.Han quemado figuras que representaban a Jacobo Estuardo, Mary —dijo
sin inmutarse. Yo no había oído nada sobre ello.
Edmund Bartlett asintió.
—Varias —dijo.
—Y han atacado a algunos escoceses —agregó Robert—. Cuide sus espaldas mientras esté
aquí. ¿Se quedarán por mucho tiempo?
Alex entrecerró los ojos sutilmente.
—Todo el tiempo que mi esposa desee. Gracias por advertirme.
Robert asintió y la madre de Edmund se nos unió, interrumpiendo la conversación
compasivamente.
Esa noche, mientras nos preparábamos para ir a la cama le pregunté a Alex si le había
molestado ver a Robert nuevamente. Negó con la cabeza.
—No, pequeña, pensé que lo veríamos. Aunque a ti pareció sorprenderte.
—Fue incómodo. Pensé que estaría enojado.
—¿Por qué habría de estarlo? Tuvo su oportunidad, Mary Rose. Fue su culpa que no estés
con él ahora —se metió en la cama y apagó la vela—. La señorita Buchanan se parece un poco a
ti.
—¿Eso crees? —le pregunté mientras me le unía, sintiendo su cálida desnudez. Me arrebujé
contra él.
Colocó una mano sobre mi cintura y me acercó hacia él.
—Sí. La Mary Lowell de un pobre hombre —dijo.
Me besó el hombro y me recorrió el cuerpo con las manos. Me di la vuelta para recibir sus
caricias y me olvidé de Robert por completo. Esa noche me hizo el amor apasionada y
salvajemente y lo recibí gustosa. Luego, cuando yacíamos en la tranquilidad de la saciedad, me
besó el hombro nuevamente.

212
Kathleen Givens– Kilgannon

—Eres mía, Mary Rose —dijo—. Robert Campbell fue un tonto y lo sabe. Dime que me
amas, pequeña.
—Te amo, Alex —le dije mientras lo acercaba hacia mí.
—Mía —repitió en la oscuridad.
Habíamos venido a Londres por tres razones: a visitar a mi familia, a ver un doctor y a
encontrarnos con el agente marítimo de Alex. El doctor, un colega del doctor Sutter, me examinó
y me encontró sana asegurando que no había nada que me impidiese llevar adelante un embarazo.
Había intentado hablar con tacto al sugerir que nos abstuviésemos de tener actividad, según sus
palabras, durante tres meses. Alex estaba encantado de que no tuviese problemas graves pero
suspiró a causa del período de abstinencia. Tres meses era demasiado tiempo, pensé mientras
observaba a mi esposo. Me pregunté si podría cumplirlo. Tendría que ser creativa.
Las noticias que recibió Alex no eran buenas. William Burton había confirmado lo que yo
sospechaba y le había entregado a Alex cartas de Malcom y del capitán del Diana que
evidenciaban claramente su confabulación. Alex las leyó una y otra vez, como si fuese a cambiar
su contenido si las analizaba lo suficiente. Tanto el capitán como el Diana se encontraban ahora
en El Caribe pero se esperaba que regresasen en algún momento del otoño. Alex y Angus lo
discutieron con detenimiento, mientras que Matthew y yo evitábamos el tema y hablábamos
principalmente de su primera estadía en la universidad. Conocía la opinión de Angus y la
compartía, pero Alex no me hablaba al respecto. Todo lo que decía era que vería a Malcom
después de los Juegos. Pero se mantenía callado y pensativo.
Había comprobado lo que hacía tiempo sospechaba de Malcom y mi desprecio por él no
podía ser mayor, pero no sentía ninguna satisfacción por haber estado en lo cierto. Alex nunca
dijo lo que sentía al tener prueba fehaciente del pérfido proceder de su hermano pero nunca lo
presioné, satisfecha simplemente de haber resuelto los misterios que nos habían perseguido
durante dos años. Me entristecía pensar en lo que Malcom podría haber sido. Recordé las tardes
felices que habíamos compartido en Kilgannon juntos y suspiré. La noche en que habíamos
mirado los dibujos de Alex era uno de mis recuerdos favoritos, pero ahora se desvanecía a causa
de lo que había sucedido después. ¿Qué sentiría Alex si yo, que conocía a Malcom tan poco,
estaba entristecida y acongojada? Qué triste es perder a un hermano sin que haya muerto.
La salud de la reina Ana empeoró y Londres se inundó de temor. Cuando sugerí que
necesitaba comprar regalos para los niños y para Ellen y mercadería para llevar a Kilgannon,
recibí gritos de protesta como respuesta por parte de Louisa y Randolph. Angus estuvo de
acuerdo con ellos pero me mantuve en la opinión de que no podía regresar con las manos vacías.
Consideré que exageraban los peligros, manifesté que una mujer inglesa con una escolta
razonable estaría a salvo en las calles de Londres. Louisa admitió a regañadientes que los
incidentes habían mermado y, después de una discusión prolongada durante la cual Alex
permaneció sentado observándonos, convinimos que iríamos de compras Alex, Angus, Matthew,
yo y dos de los criados de Randolph. Lo cual consideré ridículo.
El día era brillante, y pudimos conseguir lo que quería. Compramos los dulces, té y otros
alimentos que la señorita M. había pedido y regalos para los niños. A Ellen le compré un
perfume. Complacida con mis adquisiciones, le dije a los cinco hombres que me habían seguido
por las tiendas que el tormento había llegado a su fin.
Antes de regresar a casa de Louisa nos detuvimos en el Mary Rose para dejar ahí mis
paquetes y para controlar el navío. Todo estaba bien a bordo. Pero los hombres estaban

213
Kathleen Givens– Kilgannon

nerviosos e hicieron comentarios acerca de las advertencias que habían recibido. Se decidió que
los escoceses estaban demasiado expuestos y, con la agitación que reinaba en Londres, parecía
más sabio trasladarse río adentro. Calum, Angus y Alex hablaron de la posición donde se atracaría
al Mary Rose; después Calum, con expresión más ligera, nos contó que, justo antes de nuestra
llegada, un mensajero había venido en busca de Alex. Según parecía, MacDonald estaba en
Londres y había descubierto que nosotros también. Le pedía a Alex que se dirigiera a una posada
cercana.
—El mensajero dijo que Donald le pedía que fuese apenas recibiera el mensaje ya que
partiría en pocas horas. Aparentemente habían intentado encontrarlo en la casa de lord Randolph
donde le habían informado que vendría aquí. La posada no queda lejos, Alex —dijo Calum—. El
muchacho dijo que podría ir a pie. ¿Sabe dónde queda?
Alex asintió.
—¿Han visto a los hombres de MacDonald o a su barco ? —Calum negó con la cabeza y
Alex observó el río detrás de nosotros—. Me pregunto qué es lo que hace aquí —intercambió
una mirada con Angus y supe que pensaba en los rumores de un levantamiento. Luego me
miró—. Mary Rose — comenzó a decir y reí.
—Sí, iré a casa, Alex —dije, pero él frunció el ceño.
—Estoy pensando en que deberías venir con nosotros, pequeña. Calum y los hombres deben
partir para atracar el barco del otro lado del río antes de que oscurezca y no creo que sea
prudente que regreses acompañada solamente por los sirvientes.
—Y sabe que no lo dejaremos ir solo —agregó Angus riendo.
—La posada no es un mal lugar, Mary —dijo Alex—. Sólo nos quedaremos el tiempo
necesario para pedirle a Donald que se reúna con nosotros en otro lugar —frunció de nuevo el
ceño y le echó una mirada a Angus.
—¿Qué sucede? ¿Cuál es el problema? —pregunté.
Alex se encogió de hombros.
—No lo sé. Es sólo que... no es nada. Te acompañaremos a casa y luego regresaremos —
dijo.
Negué con la cabeza.
—No podrás ver a Donald si lo haces. Iré a casa con los sirvientes o te acompañaré. Es una
tontería.
—Matthew puede acompañar a Mary —dijo Angus y su semblante se oscureció frente a la
obvia incomodidad de Alex.
Matthew aceptó con un movimiento de cabeza.
—Alex, ¿qué sucede? —pregunté—. ¿Acaso la posada es un lugar peligroso para mí?
Alex negó con la cabeza nuevamente.
—No, en realidad es un lugar decente, incluso a pesar de encontrarse cerca del muelle.
Muchos viajeros se hospedan ahí.
—Pues vamos. No planeas quedarte mucho tiempo —dije—. La duquesa nos espera para
cenar.

Alex le dijo al conductor que permaneciera en el carruaje y partimos a pie a través de un


laberinto de tiendas y puestos. Alex iba adelante, seguido de Matthew y de Angus, después yo y
por último los sirvientes. No tuvimos dificultad en abrirnos paso entre la multitud. Al principio.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Habíamos avanzado dos cuadras cuando vi a dos hombres aproximarse a Alex por las
callejuelas laterales. No lo miraron pero le siguieron el paso. Se giró para mirar a uno y después al
otro y movió la mano hacia la empuñadura de la espada mientras miraba hacia atrás, donde nos
encontrábamos nosotros. Detrás de mí, Angus maldijo y se adelantó seguido de los dos
sirvientes. Nos cogió a Matthew y a mí del brazo y, mientras señalaba a los intrusos, nos susurró
con voz ronca que aguardásemos en la tienda del carnicero frente a la cual pasábamos en ese
momento. Matthew me empujó dentro del puesto, esquivando los cortes de carne, ignorando la
aguda mirada del dueño de la tienda. Permanecimos de pie entre las reses que colgaban y
observamos a Angus alcanzar a Alex. Y después, como si hubiesen salido de la nada, la calle se
llenó de hombres armados, vociferando y blandiendo sus armas. Vi a Alex desenvainar y a Angus
hacer lo propio. Los perdimos de vista cuando la calle se transformó en un campo de batalla.
Matthew me empujó hacia la parte de atrás de la tienda mientras el dueño llamaba a sus
ayudantes y nos conducía a empellones hacia la puerta trasera gritándonos que nos fuésemos de
ahí. Matthew me cogió de la mano y corrimos por el callejón dejando el ruido detrás. Cuando
llegamos a la esquina, lo obligué a detenerse.
—Matthew, tenemos que regresar —dije jadeando—. No podemos dejar a Alex y a tu padre
allí.
Abrió los ojos desmesuradamente.
—Mary, no puedes estar hablando en serio. Tengo que sacarte de aquí —gritó y me tiró con
fuerza del brazo mientras reemprendió la marcha. No tuve oportunidad de protestar. Corrimos el
trayecto de regreso al barco. Matthew, con alaridos y maldiciones, llamó la atención de la
tripulación. Me empujó hacia donde se hallaba Calum y le pidió a los hombres que lo ayudasen.
Al cabo de un rato, Calum y yo quedamos solos en el muelle viendo a los hombres guiados por
Matthew desaparecer a la vuelta de la esquina.
Quince minutos después regresaron algunos de los miembros de la tripulación. La batalla
había terminado. Permanecí de pie con la mano en la garganta mientras explicaban que
desconocían el paradero de Alex. Angus, Matthew y los sirvientes lo estaban buscando junto con
el resto de los hombres de Kilgannon. Cuatro de los atacantes estaban muertos y el resto había
huido cojeando, ensangrentados, pero no había rastros de Alex. Los dueños de las tiendas los
habían insultado y les habían arrojado objetos gritando groserías acerca de los escoceses y los
jacobitas. Angus había interrogado a uno de los atacantes heridos y sólo pudo descubrir que se les
había pagado para que emboscaran a Alex y a Angus. Un hombre inglés que les había dado una
buena paga y a quien no le importaba si Alex y Angus sobrevivían.
Calum me llevó de regreso a casa en el carruaje de Louisa, acompañado de cuatro hombres
armados. Bronson nos recibió con expresión horrorizada y nos condujo rápidamente al interior
de la casa, donde expliqué lo sucedido. Calum regresó al barco en el carruaje con más hombres de
Randolph y yo aguardé en compañía de mis tíos. A las siete de la tarde estaba desesperada.
Cuando ya eran casi las nueve y todavía había luz en esa tarde de verano, Bronson se nos acercó y
dijo que mi esposo se encontraba en el jardín. Corrimos hacia la parte trasera de la casa.
Alex estaba de pie fuera de la puerta de la cocina, con la vestimenta y el cabello cubiertos de
suciedad. Su expresión era sombría, pero estaba con vida. Los dos sirvientes, en mejores
condiciones, se hallaban de pie detrás de él. La camisa y la chaqueta de Alex estaban rotas y
manchadas de sangre, tenía el rostro y los brazos cubiertos de lodo. Louisa y yo dimos un grito y
Randolph murmuró una maldición.

215
Kathleen Givens– Kilgannon

Me lancé a los brazos de Alex.


—¿Qué ha pasado? ¿Estás herido?
Alex se apartó de mí.
—No me toques, Mary, estoy sucio pero no herido, pequeña. Tampoco lo están Angus ni
Matthew —miró a Randolph —. Le agradezco la ayuda de sus buenos hombres, señor —dijo
señalando a los sirvientes—. Estuvieron en lo más reñido de la batalla y no se acobardaron. Si no
fuese por ellos y por Angus no me encontraría aquí —se giró hacia los dos hombres—. Les doy
nuevamente las gracias, señores. Estoy en deuda con ustedes. Les enviaré el whisky que les
prometí.
Los sirvientes asintieron complacidos y, aparentemente, ilesos. Alex se dio la vuelta hacia
nosotros.
—Louisa, me temo que su carruaje necesitará una limpieza.
Le pedimos que relatara lo sucedido. Fue, según dijo Alex, simple. Alguien había planeado
que nos asaltaran pero no resultó como lo habían planeado. El, Angus y los sirvientes podrían
haber reducido a los atacantes si la turba que la contienda había atraído no se hubiese inmiscuido.
Alex había visto a Matthew empujarme dentro de la tienda del carnicero, y cuando hubo logrado
apartarse de la riña, se había abierto camino para encontrarnos. Después de ser confrontado por
el carnicero se había dirigido hacia la parte trasera de la tienda. Y después enfrentó a la turba que
se había reunido ahí.
—Tenía razón, señor —le dijo a Randolph—. Los escoceses no son bienvenidos en Londres
en estos días. Pensaron que encabezaba una invasión —cuando le preguntamos sobre lo que
había sucedido, se encogió de hombros—. Me atacaron con cosas y me arrojaron orinales. Pero
Angus, la tripulación y sus hombres me hallaron, de no haber sido así, esta noche me habrían
encontrado muerto en el canal. Calum me dijo que te había traído a casa, Mary Rose —hizo un
gesto señalándose—. Necesito quitarme esta ropa y también un baño. Pero no en tu casa en estas
condiciones.

Finalmente llevaron dos tinas con agua al establo, donde Alex se quitó la ropa en silencio y
permaneció de pie descalzo mientras los hombres las preparaban. Puso del revés la ropa sucia y
se la entregó a uno de los hombres.
—Quémelas —dijo con acento marcado.
El hombre asintió y se retiró sosteniendo las hediondas prendas a distancia. Alex no dejó que
me le acercara hasta que hubieron lavado su cuerpo y su cabello dos veces. Finalmente
permaneció de pie en la tina con el agua, sucia ahora, a la mitad de las pantorrillas, se paró dentro
de la segunda tina y suspiró cuando me le acerqué para lavarle la espalda y el cabello nuevamente.
—Alex—dije—.Háblame.
—No hay nada que decir.
Le froté la mano por los hombros y hacia abajo por la espalda mientras se inclinaba para
recibir mis caricias.
—Alex, mi amor. ¿Qué sucedió cuando te encontrabas solo?
Suspiró.
—Me atacaron con basura, me escupieron y me desgarraron la ropa. Fue desagradable, pero
no me hicieron daño.
—Por supuesto. Por eso tienes una magulladura y un corte en el pómulo.

216
Kathleen Givens– Kilgannon

—Querían maltratarme, eso es todo.


Echó la cabeza hacia atrás y se apoyó sobre mí. Me incliné para besarlo y me percaté de que
sus labios estaban hinchados y tenían cortaduras.
—¿Y esto, mi amor? —le deslicé un dedo por los labios.
—Un recuerdo de la estima de un hombre inglés, pequeña —dijo y me atrajo hacia él
nuevamente—. Tampoco pueden resistirse a mis encantos.
Me eché hacia atrás y lo estudié. Tenía cortes y rasguños y tendría varias magulladuras nuevas
por la mañana, pero nada que no sanase.
—Alex, ¿quién fue?
No simuló malentenderme.
—No lo sé, pequeña—dijo pesadamente—.No lo sé.
—Debes tener alguna idea.
—Tengo muchas ideas, Mary Rose —dijo—. Pero estoy demasiado cansado para pensarlo
esta noche.
«Malcom», pensé, «Maldito sea. Hablaré con Angus en la mañana. El me dirá más».
—Alex —dije tranquilamente—, sé que estás muy cansado y dolorido, pero debemos hablar.
—No, pequeña —dijo frotándose la frente—. No esta noche.
—Alex, alguien planeó un ataque. Alguien intentó matarte, alguien que sabía dónde te
encontrarías, que sabía que responderías a una convocatoria de MacDonald. Alguien que conocía
tu fisonomía —me miró inexpresivo—. ¿Qué dirías si te sugiriese que volviéramos a casa?
Negó con la cabeza.
—Diría que no, pequeña. Querías una visita, tendrás una visita. No nos asustará una turba de
desaforados —sonrió sugestivamente—. Me curaré. Ahora, acércate, Mary Rose, y te orientaré
dónde debes lavarme a continuación.
—Alex, nos vamos a casa.
—Sí, pequeña, pero no ahora. Necesito un whisky y una cama limpia. Hablaremos de ello
por la mañana. Por favor, Mary. Estoy demasiado cansado para resolverlo esta noche. ¿No
puedes dejarlo por ahora?
Asentí.
Horas más tarde desperté y estaba sola. La puerta de nuestra alcoba estaba abierta y de algún
lugar provenía un destello de luz. Me pregunté dónde estaría Alex y después escuché voces
masculinas —al menos dos— que susurraban. Presté atención durante un momento y me puse
de pie. Una de las voces era la de Alex; sonaba muy serio. En el pasillo los encontré a él y a
Randolph. Alex llevaba puesta solamente la kilt y Randolph una bata. Podía ver la espalda
desnuda de Alex que no permitía a Randolph ver que me acercaba. Otra de las esperadas
magulladuras le había aparecido a la altura de las costillas.
—¿Qué sucede? —pregunté y ambos hombres se dieron la vuelta, sorprendidos. La
expresión de Alex era sombría, Randolph se sonrojó.
—Mary... —dijeron al unísono.
—Ah, pequeña —Alex me acercó hacia él y pude sentir el aroma del jabón en su tibia piel—.
Tus tíos están muy preocupados. La reina Ana está próxima a morir. Randolph quiere que nos
vayamos en cuanto sea de día.

217
Kathleen Givens– Kilgannon

—Algún fanático puede desencadenar algo —dijo Randolph. Hizo un gesto con la cabeza en
dirección a Alex—. Míralo. Mira lo que sucedió hoy. Podría ser peor la próxima vez —ambos
observamos el rostro magullado de Alex.
—Mary —dijo Alex con evidente aflicción—. Tú deseabas una visita a Londres. Tendremos
extremo cuidado si decides quedarte.
—Mi amor —dije tiernamente, al tanto de que Randolph podía oírme—, estoy lista para
irme de Londres. Vine para ver a Randolph, a Louisa y al doctor/y lo he hecho. Ya no me queda
nada por hacer aquí. Llévame a casa.
Alex asintió y me miró a los ojos, pero antes de que pudiese contestarme, Louisa apareció
envuelta en una bata, con el rostro muy pálido.
—¿Lo convenciste? —le preguntó a Randolph.
Randolph se encogió de hombros.
—No estoy seguro.
—Sí, lo ha hecho —asintió Alex—. Haremos lo que usted considere que es mejor, y lo que
desee Mary. Podemos partir en cuanto sea de día.
—Bien —Louisa me abrazó—. Ahora haz que tu esposo se vista. Si las criadas lo ven así,
nunca dejarán de hacer comentarios al respecto.
Mi despedida de Louisa fue rápida y preocupada. Randolph insistió en acompañarnos al
barco e hizo que tres de sus hombres nos escoltasen armados. Era un grupo extraño: un escocés,
cuatro ingleses y una mujer apiñados en el interior y en el techo de un carruaje que avanzaba a
gran velocidad por las calles de Londres iluminadas por la luz de la aurora. Llegamos al Mary
Rose sin incidentes y mientras Randolph nos instaba a que subiéramos rápidamente a bordo, me
giré para darle un último abrazo.
—Gracias por todo —le dije abrazándolo con fuerza—. Cuídate, Randolph. Ten mucho
cuidado ahora que los liberales están en el poder.
Rió entre dientes.
—Estaré bien, querida. Prometo no usar kilt en Londres —me besó la frente—. Escríbenos.
—Lo haré —dije y Alex le extendió la mano a Randolph, dándole las gracias cálidamente.
Cuando el Mary Rose comenzó a moverse río adentro me giré para saludar con la mano a la
solitaria figura en el muelle y sentí un punzante dolor de pérdida. ¿Cuándo volvería a ver a Louisa
y a Randolph? Sospeché que no volvería a Londres por un largo tiempo. A pesar de todo, aún
amaba la ciudad. Y sabía que Londres no albergaba al enemigo de Alex.

218
Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 25

Mientras navegábamos junto a la isla de Mull, pensé en lo extraño que era que en tan poco
tiempo me hubiera acostumbrado a navegar en los barcos de mi esposo, especialmente en el que
llevaba mi nombre. Afortunadamente, el viaje había sido tranquilo y estaba ansiosa por llegar a
casa. Miré a Alex, quien estaba absorto en sus propios pensamientos. Ya hacía veinticinco meses
que nos conocíamos y había sido su esposa durante la mayor parte de ese tiempo. El lapso entre
nuestro primer encuentro y nuestro casamiento había parecido tan largo en su momento... Ya no
era aquella joven tan insegura de los sentimientos de Alex y tan abrumada por los propios. Pensé
en ella y sonreí cariñosamente. La mujer en la que me había convertido tenía otras
preocupaciones, y tener hijos no era una de ellas.
Sin embargo, lo que había sucedido en Londres sí lo era. Angus y yo lo habíamos discutido
con detenimiento. Estaba furioso y seguro de que había sido un ataque mortal y de que había sido
planeado por la misma persona que había ordenado la agresión sufrida en el carruaje el año
anterior. «Malcom», había dicho yo cuando Angus me miró a los ojos y supe que compartía mi
opinión. Pero carecíamos de pruebas. Angus había dejado algunos hombres en Londres para ver
qué podían descubrir. Lo que había averiguado hasta el momento no era mucho. Nos habían
informado de que Malcom estaba aún en Clonmor. Era difícil saber cómo se las había ingeniado
para organizarlos desde allí, pero aún lo consideraba nuestra mejor respuesta. Los atacantes
habían dicho que un inglés les había pagado, pero Malcom podía tener aliados. Angus y yo
estuvimos de acuerdo en que bien podría haber sido el capitán del Diana o uno de sus secuaces,
pero no lo discutí con Alex, a pesar de mis intentos por hacerlo.
Esperaba el momento apropiado: teniendo en cuenta los meses que Alex y yo habíamos
discutido por causa de Malcom, dudaba en presentarle mi conjetura. Alex no había hecho
comentarios respecto del incidente excepto cuando dijo que le parecía peculiarmente llamativo
que Robert nos hubiese aconsejado que fuésemos precavidos y al poco tiempo, nos hubieran
atacado. Eso no tenía sentido para mí. En ambas ocasiones podría haber sido yo la víctima, no
sólo Alex, pero en los dos casos era obvio que el blanco había sido él. ¿Sería Robert capaz de
arriesgar mi vida para que estuviese disponible para casarme con él? ¿O buscaría vengarse por
haberlo rechazado? Robert no habría usado el ardid de mencionar el nombre de MacDonald para
conducir a Alex a una trampa, pero Malcom sabía que Alex respondería a un mensaje
proponiendo un encuentro con Donald. Y no podía creer —sin importar lo que Alex pensase—
que el Robert Campbell que yo conocía caería tan bajo. Malcom sí, pensé recordando aquel día en
la armería cuando había hecho caer a Angus. ¿Pero que Robert me mirase a los ojos habiendo
planeado la muerte de mi esposo? Nunca lo creería.

219
Kathleen Givens– Kilgannon

Llegamos a Kilgannon por la tarde y nos encontramos con los preparativos para los Juegos
en camino. La campiña estaba salpicada de hombres que cortaban el césped para las carreras y
niños que brincaban de un grupo a otro. Ian, Jamie y Gilbey nos recibieron y parecían
campesinos: descalzos, con las kilts manchadas y con expresión de exhausto deleite. Alex alzó a
los niños, uno sobre cada hombro, e ignoró sus aturdidas protestas mientras interrogaba a Gilbey
acerca de sus actividades. Le di a cada niño la bolsa con dulces que les enviaba Louisa. Me
besaron con labios pringosos y me rodearon con sus pequeños brazos sucios, y yo los abracé con
fuerza mientras reía a causa de su entusiasta bienvenida. «En casa», pensé, «sana y salva». Cuatro
días después, Murdoch Maclean, quien iba camino a Skye, trajo la noticia de la muerte de la reina
Ana. Esa noche Alex y yo tuvimos una de las peores peleas de nuestro matrimonio.
Yo la comencé. Murdoch había dicho que Londres estaba intranquilo y que se habían
suscitado revueltas por la muerte de Ana. Cualquier escocés o jacobita era considerado
sospechoso, y muchos habían sido quemados o echados por turbas desaforadas. Más tarde, en
nuestra alcoba, Alex meneó la cabeza al recordar su propia experiencia. Mi intención era ser
comprensiva, pero no duró mucho.
—Al menos ninguna de esas personas en Londres tiene que lidiar con el hecho de que haya
sido su propio hermano el que planificó el ataque; pudiste sobrevivir al primero y luego afrontar
el de la agresión de los londinenses —dije olvidando que no se discutía el tema de Malcom. Alex
me miró gélidamente.
—¿Y qué se supone que significa eso, Mary?
Desafié su mirada e instantáneamente enfurecí tanto como él. Estaba harta de su juego
evasivo.
—Significa que Malcom intentó matarte en tres ocasiones. Primero con el veneno, después
en la casa de tu agente cuando me atacaron a mí en vez de a ti, y por último en el mes de julio.
—¿ Cómo me puedes decir eso ?
—Porque no me engaño, como lo haces tú.
Habló con tono sospechosamente calmo.
—¿Me engaño?
Me tomé un momento y lo observé. ¿Cómo podía ser
tan inteligente y perceptivo para muchas cosas y tan ciego
con esto?
—Alex —dije intentando tranquilizarme—. No quieres admitirlo pero sabes que es cierto.
—Me estoy engañando, ¿no es así? Soy un perfecto idiota, supongo.
—No eres un idiota. Pero todos sabemos la verdad, Alex, y tú también. Es sólo que no lo
admites.
—Eres tú la que se engaña, Mary —dijo despectivamente—. Está claro quién planeó los
ataques. Tu bendito Robert Campbell. Y lo protegerás a toda costa, lo cual es muy significativo.
—¡Alex, eso es absurdo! ¿Por qué intentaría matarte Robert?
—Para tenerte, Mary. Si muero, eres suya, y lo sabes.
—¡Eso es ridículo! Robert nunca haría eso.
Alex continuó como si yo no hubiese hablado.
—A menudo me pregunto por qué mi esposa defiende a otro hombre con tanta vehemencia.
Un hombre que la cortejó y que después de su matrimonio aún le dice que es hermosa en
presencia de su marido. Mientras intenta matarme.

220
Kathleen Givens– Kilgannon

—¡Alex, eso es injusto! ¡Sabes que Robert no lo hizo!


—Sé que Robert Campbell aún te quiere, Mary, eso es lo que sé. Y todos sabemos que si yo
estuviese muerto te irías con él.
Lo abofeteé. No deseo recordar el resto, una furiosa pelea muy desagradable, con palabras de
odio y acusaciones recíprocas. No nos dirigimos la palabra durante días y no resolvimos nada. Me
sentía indefensa frente a sus celos, ya que tenía razón. Siempre defendería a Robert contra sus
acusaciones. Y, obviamente, él defendería a Malcom. Fue un punto muerto abominable.
La semana siguiente, los Juegos de Kilgannon estuvieron dominados por interminables
discusiones acerca de lo que implicaría la muerte de Ana. Muchos de los líderes habían firmado la
carta aceptando a Jorge como heredero, otros tantos estaban sorprendidos de que lo que habían
acordado parecía próximo a suceder. Aun así, las conversaciones no eran más que meras palabras.
Sir Donald nos dijo que no había estado en Londres. Los mensajeros de Angus informaron que
Malcom había estado todo el verano en Clonmor.

Malcom y Sibeal se presentaron sin haber sido anunciados ni invitados, justo antes del
comienzo de los Juegos. No podía creer que Malcom tuviese la audacia de venir a pesar de que
Alex le había dicho que no lo hiciera, y cuando —según mis sospechas— acababa de planear otro
ataque infructuoso contra su hermano. Los hombres de Clonmor que lo acompañaban
confirmaron que Malcom no había salido de su propiedad excepto para venir a Kilgannon. Ya no
sabía qué pensar.
Alex lo recibió hoscamente. Para el resto del mundo, el saludo entre los hermanos
probablemente había parecido tibio y poco efusivo. Las expresiones tensas y las miradas de
soslayo sólo habían sido evidentes para el clan MacGannon. Llegaron justo antes de una comida y
nos sentamos juntos, hablando sobre temas superficiales. Casi no podía comportarme
civilizadamente. Para mi sorpresa, Malcom se inclinó hacia mí en medio de la comida y me
susurró al oído.
—He sido un tonto, Mary —dijo en tono contrito—, te ruego que me perdones.
Lo miré, sin duda mi sorpresa era evidente. Vi a Alex pasear la vista de él a mí, y después de
nuevo a Malcom. Angus observaba desde el final de la mesa, con la mano aferrada a la madera,
cerca de su vaso. No hallé respuesta y me lo quedé mirando como una tonta.
—He aprendido mucho los últimos meses, Mary —continuó Malcom—, y sé lo que he
hecho y lo equivocado que he estado. Mi comportamiento fue lamentable. ¿Me perdonarías?
Respiré profundamente intentando pensar. «Nunca me agradará este hombre», me dije,
«Nunca lo perdonaré por lastimar a su hermano». Pero aparentemente, no lo podía culpar por el
ataque en Londres, y debía transigir debido a eso.
—Dime que intentarás perdonarme, Mary. Sólo di que lo considerarás. Significaría mucho
para mí —suplicó.
Finalmente asentí con un movimiento de cabeza y sonrió de una manera tan similar a la de
su hermano que tuve que contener la respiración. «Paz», pensé, «que haya paz entre los
hermanos».
—Te lo agradezco, Mary —Malcom le echó una mirada a Alex—. Sólo puedo rezar para que
él sea igual de generoso. Por supuesto que tiene mucho más que perdonar —Malcom suspiró
antes de dirigirse a mí nuevamente—. Ayúdame a reparar lo que casi he destruido. Por favor.

221
Kathleen Givens– Kilgannon

Asentí nuevamente y mientras observaba a Malcom, sentí que me libraba de una opresión en
el pecho que ni siquiera sabía que estaba ahí. «A Alex le agradará esto», pensé, «Gracias a Dios,
Malcom ha entrado en razón. Los ataques de Londres no deben haber sido obra suya. Nadie
podría mentir con tal descaro».
Después de la comida vi a Malcom inclinarse hacia Alex y hablarle en tono suave. Alex
miraba a su hermano inexpresivamente, pero ahora lo conocía lo suficiente como para notar su
reticencia. Observó a Malcom con los labios apretados, sus dedos estaban blancos debido a la
presión contra el vaso que tenía en la mano. Y después, con la vista perdida en la distancia,
asintió. Angus y Murdoch intercambiaron una mirada.

Los hermanos se encerraron en la biblioteca. Al principio Angus se encontraba con ellos y


los gritos de los tres se oían desde el pasillo. Cuando finalmente se tranquilizaron me relajé, pero
Alex seguía sin salir de la sala. Angus no me dijo nada cuando salió, simplemente asintió con la
cabeza antes de subir los peldaños de la escalera de tres en tres. Horas más tarde, me fui a dormir
sola, aliviada sólo por el pensamiento de que, si no hubiesen llegado a algún tipo de acuerdo, Alex
habría salido de la biblioteca mucho antes. Cuando temprano en la madrugada se metió en la
cama, desperté y me estiré para tocarlo y me sorprendí al notar que sus mejillas estaban mojadas.
—¿Qué sucedió, mi amor? —pregunté mientras él me apretaba contra su pecho.
Suspiró temblorosamente.
—No quería pasar por esto otra vez, pequeña, pero mi familia está unida de nuevo. Al
menos por ahora, y no pensaré más en ello —me acarició el hombro y me besó el cabello—.
Malcom me agota más que nadie en el mundo. Comete acciones viles y después me pide que lo
perdone. Ya no sabía qué pensar y me aferré a creer lo que deseaba que fuese verdad. Y así lo
dejaré.
Lo envolví en mis brazos y le acaricié la espalda.
—Si estás contento, Alex, yo también lo estoy. Quizás podamos estar en paz ahora.
—Sí. Quizás —dijo y volvió a suspirar.
Pero en mi corazón sabía que a pesar de mis mejores intenciones nunca olvidaría ni
perdonaría lo que Malcom había hecho y, mientras me alegraba por Alex porque los hermanos
estaban en armonía nuevamente, dudé que se mantuviese por mucho tiempo. «El leopardo no
cambia las manchas», me dije.
Pero el leopardo se comportó de manera admirable durante su visita. Matthew se negó a ser
más que fríamente cortés, al igual que Angus. Muchos de los invitados no parecían notar nada
extraño, pero Murdoch, Duncan y Sir Donald sí. Los tres observaban a Alex y a Malcom. Vi a
Malcom hablarle seriamente a Murdoch pero pude deducir, por la postura de Murdoch, que
Malcom tenía mucho por hacer para convencerlo de su sinceridad. Duncan siguió las
indicaciones de su hermano y se mantuvo alejado de Malcom. MacDonald observaba por debajo
de sus tupidas cejas, sin perder detalle, ni siquiera cuando yo los observaba. Me guiñó un ojo en
una ocasión y supe que sabía más de lo que demostraba.
Pero sucedieron muchas otras cosas en las Tierras Altas ese verano de 1714 además de los
altercados entre los hermanos MacGannon. Entre los invitados crecía el ánimo de rebelión y se
incrementaba el resentimiento contra los ingleses. Nadie me dijo nada descortés —por lo cual
estaba agradecida— y lo achaqué a la abierta aceptación del clan para conmigo. Los MacGannon
me rodeaban protectores cuando la conversación se centraba en los pecados de los ingleses.

222
Kathleen Givens– Kilgannon

Ninguno me protegía abiertamente, pero el mensaje era claro y, por primera vez, comprendí lo
que Alex había intentado decir cuando había mencionado que la condesa de Kilgannon era una
persona protegida.
Por fin, los Juegos terminaron y despedimos a todos los invitados, incluso a Malcom y a
Sibeal. Kilgannon volvió a ser apacible y parecía desierto. Matthew había regresado a la
universidad y supe que otra vez lo echaríamos de menos todos los días, pero estábamos
ocupados, ya que era tiempo de que nos preparáramos para el invierno.
Los hombres fueron a arrear el ganado nuevamente ese año, pero Alex se quedó. En su
lugar, varios de los hombres más jóvenes, ansiosos de tomar parte, se les unieron a Angus y a
Thomas. Angus había reído frente a la expresión de Alex cuando le informó que el grupo estaba
completo. Para mi sorpresa, habían aceptado la petición de Gilbey para unírseles. Estaba
emocionado. Cuando le manifesté a Alex mi asombro, se encogió de hombros y me respondió
que Gilbey necesitaba la experiencia. Permaneció de pie a mi lado y sonrió al observar partir a los
hombres.
A pesar de la lluvia de los dos días siguientes, estábamos alegres ya que, al considerar Alex
que las mujeres estaban demasiado melancólicas por la partida de los hombres, hablaba
sonoramente y se comportaba de manera tonta mientras deambulaba por el castillo, y si prestaba
atención, podía escuchar su risa desde donde se encontrase. Pronto todos estábamos riendo.

El tercer día amaneció claro y brillante, aunque fresco y Alex me despertó con un beso.
Vestía unos viejos pantalones de tartán y una camisa abrigada y me dijo que me pusiera un
vestido viejo, zapatos cómodos y mi capa abrigada. Se retiró sonriendo pero sin dar ninguna
explicación. Cuando bajé, estaba atando un bulto a su espalda y con una sonrisa me dijo que
saldríamos a dar un paseo, pero se negó a decirme adonde nos dirigíamos. Le dijo a Ellen que
debía encargarse de los niños, a quienes les advirtió que debían portarse bien. Ellen reía cuando
partíamos.
Rodeamos el lago. Esa mañana las montañas se reflejaban claramente en el agua mansa, y
nos dirigimos hacia los árboles en el extremo más alejado, caminando sobre la gruesa capa de
hojas. El camino era más empinado allí, pero lo recorrimos velozmente cogidos de la mano. Alex
no me dijo adonde nos dirigíamos y reía cada vez que le preguntaba. Su expresión, libre de la
preocupación que lo había aquejado durante meses, era alegre. «Iría a cualquier parte que él
desease sólo para oírlo reír así», pensé. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que mi
esposo había estado despreocupado.
Cuando llegamos a la entrada del camino, dio la vuelta y tomó un sendero del cual yo no me
habría percatado si hubiese estado sola. Subimos el empinado sendero siguiendo una vertiente
que desembocaba lago abajo. Trepamos durante lo que me pareció un largo rato. Alex me
ayudaba a sortear los peñascos más grandes y quitaba las ramas que pendían sobre el sendero.
Cuando finalmente llegamos a la cima de la colina, quedé boquiabierta de fascinación. Desde
ahí, la vista parecía interminable. Kilgannon se extendía frente a nosotros, el lago desembocaba
en el mar, y el mar se arremolinaba alrededor de las islas cercanas y se perdía en la distancia entre
las más lejanas. Hacia el norte, las colinas y los lagos del área occidental brillaban bajo la pálida
luz del otoño, las colinas estaban iluminadas por los últimos brezos púrpura del verano y por los
resplandecientes lagos plateados que fluían entre ellos. Hacia el sur, se podía ver el declive de la

223
Kathleen Givens– Kilgannon

costa más allá de nuestra península. Las montañas azules nos envolvían desde el este, el norte y el
sureste. Parecía como si estuviésemos de pie al borde del cielo. Alex señaló la campiña de abajo.
—Por esto Gannon se quedó aquí, pequeña —dijo suavemente.
—Es tan hermoso, Alex...
—Sí —dijo y durante un momento permaneció en silencio de pie sobre la parte más alta del
risco observando los juegos de luces sobre el paisaje.
Me besó mientras el fresco viento otoñal se arremolinaba alrededor de nosotros y después
me instó a continuar el camino ignorando mis preguntas, con los ojos llenos de felicidad. Avanzó
por el sendero y lo seguí deteniéndome para captar los azules y grises que se extendían debajo.
Unos momentos más tarde, se detuvo.
—Sospecho que pronto te negarás a continuar —dijo y asentí—. Bien, pues no
continuaremos —me sonrió.
Lo miré primero a él y después a nuestro alrededor. Nos hallábamos en un pequeño claro, el
terreno era llano y los árboles nos protegían de los vientos más fuertes. Detrás de él se; erguía una
elevación de roca y barro. Hacia mi izquierda se apreciaba una adorable vista de las montañas al
norte del lago Gannon y más allá Skye, rodeado de un mar azul pizarra. Alex giró sobre sus
talones cuando me di la vuelta, caminó rodeando la roca y me miró. Cuando lo seguí, divisé un
claro del otro lado. Una cornisa, para ser precisos. Una cornisa —amplia y segura, pero cornisa al
fin— que daba sobre el sendero, claramente visible desde ahí. Me incliné para mirar y después me
di la vuelta. La elevación que me había parecido una roca era en realidad una cueva de alrededor
de veinte pies de profundidad, la abertura era ancha y alta, el suelo estaba cubierto con agujas de
pino y había vestigios de fogatas pasadas.
—La cueva de Alasdair —dijo y se mostró triunfante mientras desataba el bulto de su
espalda—. Mi tátara tatarabuelo, el primer Alasdair (o Alexander) MacGannon, la utilizó para
apostar hombres para vigilar el camino y evitar que nadie se acercase a Kilgannon por sorpresa.
Ahora, por supuesto, es más fácil vigilar desde las casas de Glengannon.
Hizo un ademán hacia el sendero en dirección a la villa que, aunque no se encontraba lejos,
no se veía desde allí, y después desató el bulto, del cual extrajo paquetes de comida y una botella
de vino que se hallaban entre los pliegues de tres mantas escocesas. Me sonrió y estiró una manta
sobre la cornisa frente a la cueva y ahí colocó la comida; después extendió las otras dos mantas en
la cueva, sobre una pila de agujas de pino. Hizo una fogata mientras lo observaba.
—Pensé que querrías un poco de comida, pequeña, después de nuestra caminata. Ven.
—Es maravilloso —suspiré. El viento susurraba sobre nosotros entre las copas de los
árboles, pero ahí estábamos refugiados del frío—. ¿Por qué no me lo dijiste?
Intentó no reír.
—Quería que fuese una sorpresa. Después de comer te seduciré —se reclinó hacia atrás
sobre un brazo y observó mi reacción.
—Seducirme.
Intenté recordar la fecha de mi visita al doctor en Londres. Decidí que ya había transcurrido
suficiente tiempo.
—Sí —dijo—. ¿Sabes qué fecha es hoy?
—No.
Alzó la copa hacia el cielo.
—¡El decimonoveno día!

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Kathleen Givens– Kilgannon

Reímos juntos, pero me sentí repentinamente tímida. Habían pasado meses desde la última
vez que habíamos hecho el amor apasionadamente. Habíamos sido afectuosos y a menudo
creativos, pero nada más que eso. Obviamente lo había planeado minuciosamente y quería verme
entusiasmada al respecto. Me pregunté si tendría que fingir exaltación. Pero me relajé mientras
hablábamos y comíamos y, poco después, parecía sumamente natural estar desnudos a la
intemperie con los árboles como testigos para disfrutar de nuestros cuerpos en un extenso y lento
despertar. Resultaba natural darle placer y recibirlo y luego, hallarme envuelta en una de las
mantas sobre una cama de agujas de pino rodeada por los brazos de Alex, que murmuraba
palabras de amor. Lo besé una vez más y cerramos los ojos sólo un momento.

Desperté cuando el viento era más fuerte y las sombras eran largas. El fuego se había
consumido mientras dormíamos y pisoteó las brasas, luego me ayudó a vestirme. Lo ayudé a atar
las copas y la botella vacía y me besó suavemente mientras me envolvía con la capa.
—Siempre recordaré este día, Mary Rose. Gracias por acompañarme sin una explicación, y
por ser mi bien amada señora.
Lo rodeé con los brazos observando las copas de los árboles que cubrían el sendero.
—Yo también recordaré este día, mi amor. Gracias por él —lo besé una vez más antes de
partir.
El viaje de regreso pareció mucho más corto. Nos detuvimos sólo una vez, en el lugar donde
habíamos hecho una pausa para admirar la vista. Alex me sorprendió cuando saltó fuera del
camino hacia una cornisa que se encontraba unos cuatro pies más abajo, para pararse sobre el
nido vacío de un águila. Hurgó en él y finalmente cogió algo, trepó hacia donde me encontraba,
abrió la mano y me mostró una pequeña piedra de color marrón.
—¿Qué es? —le pregunté mientras la cogía y le daba la vuelta.
Se veía como una piedra común, salpicada con motas ámbar y desgastada por el agua.
Levanté la mirada, desconcertada.
—Es una piedra de águila, pequeña, una piedra del nido del águila. Se lo considera un
talismán de buena suerte para protegerte contra la pérdida de los embarazos.
—Pensé que no creías en las viejas costumbres.
Sonrió.
—Soy gaélico, Mary Rose. Si funciona sentiré un gran remordimiento por mi escepticismo
anterior. Pero si hemos concebido un hijo hoy, haré uso de todo lo que conozco para protegerlo.
Lo besé, coloqué la piedra en el bolsillo y lo cogí de la mano. Llegamos a Kilgannon justo
cuando se ponía el sol y comenzaba a soplar el viento frío de la noche y todos nos recibieron
cálidamente. Nadie excepto los niños preguntó dónde habíamos estado, pero Berta quitó agujas
de pino rotas de mi cabello y me las entregó, con los ojos centellantes, sin decir una palabra.
Los hombres regresaron del arreo sin incidentes, pero con historias y noticias. En el Este
bullían las versiones sobre un levantamiento. Algunos rumores decían que Jacobo Estuardo ya se
encontraba en Escocia, recorriendo los páramos y reclutando sus propias tropas, pero Alex gruñó
con ironía al respecto. Las historias a las que tanto él como Angus le daban más crédito eran
aquellas que sostenían que la ayuda de los franceses —hombres y oro— estaba siendo enviada
por barco a los clanes orientales para un levantamiento en primavera. Intercambiaron miradas y
no dijeron mucho en mi presencia, aunque estaba segura de que hablaron al respecto con

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Kathleen Givens– Kilgannon

detenimiento una vez que estuvieron solos. Pero no sucedió nada más allá de los rumores y nos
dedicamos a los últimos preparativos para el invierno.
El juramento de lealtad se llevó a cabo como de costumbre en la víspera de la Noche de
brujas, y ese año Malcom vino, previa esquela, solicitando permiso. Su comportamiento era
demasiado perfecto y me pregunté qué era lo que pretendía, pero no le mencioné nada a Alex,
dispuesta a dejarlo
disfrutar de su recompuesta familia. Malcom fue el primero en jurar y elevó la copa de peltre
para que todos la viesen mientras se arrodillaba ante su hermano y le juraba lealtad en un tono
alto y claro. Lo siguieron lan y Jamie, después Angus. Me relajé y disfruté del espectáculo,
contenta de haber superado la discordia.
Gilbey se hallaba entre aquellos que juraban lealtad por primera vez.
—No tengo a nadie más, Mary —había dicho, espiándome por detrás del lacio cabello negro
que siempre le caía sobre los ojos—. Soy muy feliz aquí. Me gustaría que este fuese mi hogar —lo
había besado en la mejilla provocando que se sonrojase intensamente, y después le había dado las
gracias.
—Este siempre será tu hogar, Gilbey —le había dicho, sabiendo que Alex se haría eco de
mis palabras ya que me lo había mencionado muchas veces.
Gilbey había hecho un ademán desestimando mi agradecimiento, pero sabía que estaba tan
conmovido como yo. Cuando Gilbey regresó de prestar juramento y me miró con sonrisa
triunfante y el paso más firme, recordé nuestra conversación. Cuánto había cambiado en un año
ese hombre.
Pero no así Alex. Se veía igual que la noche en que lo había conocido, tan atractivo y seguro
de sí mismo. Esa noche resplandecía, a causa del whisky sin duda, pero sabía que había más.
Estaba feliz. Al igual que yo. Junto a mí, Ellen sonrió cuando el Pequeño Donald prestó
juramento y gritó algo en gaélico de lo que todos se hicieron eco. Alex sonrió y lo empujó
alegremente y el Pequeño Donald se dio la vuelta para mirar a Ellen. Pensé en la frase que Louisa
había utilizado para describir el comportamiento de Robert: el eterno cortejo, había dicho. A ellos
dos les quedaba el mote. Un año atrás el Pequeño Donald había comenzado a cortejar a Ellen, y
aún no había indicios de ningún avance en su relación. Meneé la cabeza. Alex y yo éramos más
impetuosos que ellos, pero a mí me gustaba así. No podía imaginar la vida de manera diferente.
El invierno llegó justo cuando los hombres del clan regresaron a sus hogares y nos
preparamos para sobrellevarlo. Mi familia vino a visitarnos para Navidad nuevamente ese año;
llegaron el día dieciocho. Traían regalos. Y noticias. Nada sorprendente o interesante, y
decidimos ignorar al mundo durante unas pocas semanas y disfrutar de nuestra compañía.
Matthew había regresado por vacaciones, lleno de noticias acerca del descontento imperante en el
Este, pero sin más datos de un levantamiento. Disfrutaba de la universidad y se veía mayor y más
sofisticado. Cuando se lo mencioné, rió.
—Sigo siendo yo, Mary—dijo.
Angus lo empujó alegremente.
—Como si fuésemos a tolerar que te convirtieses en otra persona —dijo y Matthew volvió a
reír con él.
—Je suis content —dijo Matthew haciendo alarde de su impecable acento francés. Sonreí y
los otros le gritaron.
«Así es justamente como me siento», pensé, «estoy dichosa».

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 26

El año 1715 comenzó con la ceremonia del "primero en entrar". Will estaba ansioso por
disfrutar de la tradición nuevamente y el clan estaba encantado de que se les uniese. Se
comportaba de manera tan tonta y era un participante tan dispuesto que reí toda la noche y me
olvidé de Malcom, que nos miraba desde lejos, como siempre, con su aire de superioridad. Para
mi desilusión Malcom y Sibeal nos habían sorprendido festejando con nosotros el año nuevo y
hubo momentos en que me pregunté si alguna vez se irían. Era un matrimonio completamente
diferente al mío. Y al de Seamus y Lorna. El bebé de Lorna, un niño grande y saludable, había
nacido sin problemas y le habían dado el nombre Gannon MacDonald, para alegría de todos.
Seamus no era tonto.
Ni tampoco lo era mi esposo. Se comportó de manera cordial con su hermano, pero no era
lo mismo. No había miradas compartidas o risas, aunque Malcom había intentado provocar la
situación varias veces. Me pregunté si Malcom en realidad pensaría que olvidaríamos lo que había
sucedido. ¿Acaso confundía la paciencia de su hermano con aprobación? Me guardé mis
pensamientos... o más bien los centré en otras cosas, ya que estaba embarazada nuevamente.
Louisa y Berta se pasaban horas preparando infusiones especiales con mezclas de hierbas para mí.
Sabía que estaban preocupadas por mí pero me sentía bien y, aunque me dije que era tonto,
llevaba la piedra de águila todo el tiempo conmigo.
Matthew partió de regreso a la universidad justo después de Año Nuevo. No lo volveríamos
a ver hasta el verano.
Todos lo extrañaríamos, pero obviamente estaba ansioso por volver. Gilbey le encomendó
que diese saludos suyos a amigos mutuos, y me pregunté si Gilbey no desearía ir también. La vida
para él aquí, pensé, debería ser aburrida a veces. Me sentí liberada cuando Malcom y Sibeal
también partieron hacia Skye para visitar a la familia de ella. Con suerte no regresarían por largo
tiempo. Y luego el mes llegó a su fin y mi familia también partió. A menudo estaba sola por aquel
entonces, ya que Ellen pasaba bastante tiempo con el Pequeño Donald, y Alex y Angus recorrían
a caballo las tierras del clan para asegurarse de que todo estuviese en orden. Me dediqué a las
cuentas, pero no había mucho que hacer y recorría las salas con Berta, descubriendo que ella era,
como siempre, eficiente y detallista. Los niños pasaban la mayor parte de su tiempo con Gilbey y
los días de invierno resultaban muy largos. Soñé con el verano y un bebé en brazos.
Pero no sería así. La mañana de Pascuas perdí ese embarazo también y no pude afrontar la
celebración de ese día. Las noticias que llegaban de los otros clanes tampoco eran alentadoras, ya
que todos hablaban de rebelión y de las tropas que Jacobo Estuardo estaba enviando hacia la
costa marítima oriental, con oro francés. Me pasé el día en la cama, llorando. Alex se dividía entre

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Kathleen Givens– Kilgannon

sus deberes para con la celebración de Pascuas y el hacerme compañía, pero con lágrimas en los
ojos le dije que podía irse, que estaría bien pronto. Finalmente me dejó, con expresión pálida. Me
lamenté por ese bebé y por los otros y lloré hasta quedarme dormida. Creo que dormí durante un
mes ya que poco recuerdo de esa primavera salvo el día en que hallé la piedra en un bolsillo y me
percaté de que no había usado esa falda desde febrero. Sostuve la pequeña piedra en la mano y
me pregunté si tendría algún poder o si estaba siendo ridícula. Pero no pude evitar sentir que si la
hubiese tenido conmigo, no habría perdido el embarazo.
Le conté mis pensamientos a Alex una tarde mientras nos encontrábamos de pie en el muelle
observando cómo amarraban los navíos. El viento nos ensortijaba el cabello. Se giró hacia mí y
me cogió suavemente el mentón con las manos.
—No es culpa tuya, Mary —dijo y sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas
nuevamente.
—Lo sé, Alex, pero...
—Pero nada, pequeña. No es culpa tuya. Aceptaremos lo que nos toque en suerte y ninguna
piedra en el bolsillo hará que eso cambie —después rió mientras me soltaba el mentón y me
acariciaba la mejilla—. Se supone que debe ser al revés, Mary Rose. Se supone que tú te burlarías
de mis supersticiones, pequeña, y no que yo te convencería a ti —también reí, acercándolo hacia
mí.
—Quizás haya vivido aquí demasiado tiempo.
—Sí —me besó tiernamente y suspiró—. O quizás no lo suficiente, ¿no? Todavía no hemos
pasado el resto de nuestras vidas juntos, pequeña.
—No —dije y recosté la cabeza en su hombro, mirando en dirección al lago y a las azules
montañas. «Agua azul, montañas azules, ojos azules», pensé, «no, no he vivido aquí lo suficiente.
Por nunca será suficiente».
Al poco tiempo, Alex se marchó en un viaje hacia los Países Bajos y Francia, y Angus lo
acompañó. Estaría ausente durante al menos dos semanas, quizás tres. No quería que se fuesen.
Permanecí de pie con los niños y con Gilbey en el muelle y los despedimos apesadumbrados.
Caminamos penosamente hacia la casa y los niños partieron para sus lecciones mientras recorría
las habitaciones y finalmente me acomodé en la biblioteca. Llovía considerablemente y Kilgannon
estaba muy tranquilo. No deseaba encontrar a Berta o a Thomas e interrumpir sus labores. Me
concentré en las cuentas, pero eso me perturbó, ya que la primera anotación que vi fue la del
registro del dinero que Alex le había dado a Malcom. Como si no fuese suficiente con casi
haberlo matado y haberle robado, Malcom tenía la audacia de pedirle un préstamo. Y Alex —
como Malcom sabía que haría— le había prestado el dinero. Cada vez que veía la anotación me
irritaba, y ese día era demasiado con lo que lidiar. Cerré el libro bruscamente intentando apartar a
Malcom de mi mente. Cogí la caja con los dibujos de Alex y la abrí esperando ver los dibujos que
tantas veces había observado. Pero arriba del todo había uno mío, de pie en la entrada de la cueva
de Alasdair, con el viento arremolinándome el cabello y levantándome el bajo de la falda. «Pronto
estará de regreso», me dije mientras se me llenaban los ojos de lágrimas. Guardé los dibujos. Era
momento de hacer algo útil.
Los dos días siguientes transcurrieron sin incidentes, pero el tercero trajo a Malcom y a
Sibeal. Llegaron sin ser anunciados y de regreso de su visita a Skye, y me sentí menos que
complacida. Sibeal se comportaba de manera más cálida de lo que nunca se había comportado, y
parecían estar en paz

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Kathleen Givens– Kilgannon

entre ellos. «Pronto estará de regreso», me dije nuevamente.


A media tarde del tercer día de su visita, en un lúgubre día de abril en el que la niebla flotaba
casi al nivel del agua, el Katrine regresó de su viaje a Londres y a Irlanda cargado de mercaderías
y de noticias. Me dirigí al amarradero. La tripulación estaba cansada pero alegre y saludaban
mientras se acercaban. Sus familias se encontraban a mi lado en el muelle, y los saludos de
bienvenida me rodearon como una ola. El capitán, quien generalmente era un hombre calmo y
medido, estaba visiblemente agitado al descender al muelle e hizo a un lado a su esposa cuando
ésta se acercó para saludarlo. Intercambié con ella una mirada de sorpresa.
—¿Ha regresado el señor, madame? —preguntó ansioso el capitán.
—No —dije—. Pero ha de regresar en cualquier momento. Malcom se encuentra aquí.
Me miró a los ojos.
—¿Malcom está aquí? —Asentí, experimentando la consabida presión en el pecho. El
capitán pareció desconcertado por un momento. Después enderezó los hombros—. Le entrego
esta carta, lady Mary, es del amo Alex. Esperaba que hubiese llegado antes que yo, aunque no vi al
Mary Rose. Léala cuando se encuentre a solas, ¿de acuerdo? —me entregó la carta sellada como si
fuese a explotar en mis manos. Lo miré desconcertada y comencé a abrir la carta—. No, señora
—dijo el capitán colocando la mano sobre la mía—. No la abra aquí. Y no deje que nadie sepa
que recibió carta de Alex.
—¿ Por qué? —susurré agitada al igual que él.
—Léala, madame.
—Usted sabe lo que contiene.
Me miró con ojos atribulados y meneó la cabeza.
—No exactamente, pero sé lo que me contaron. Es mejor que no se lo diga a nadie.
—Entiendo —guardé la carta en el bolsillo.
En cuanto me fue posible me dirigí a la biblioteca. El capitán también había traído otras
cartas: una de Louisa y otra de Rebecca. Las dejé de lado por el momento mientras abría la de
Alex. Contenía dos cartas, no una. Su agente le había escrito, y Alex me había escrito a mí
adjuntando la carta de William Burton donde informaba que el Diana había estado en Londres
recientemente y que, si bien al momento de su carta se encontraba en el Mediterráneo, regresaría
a Londres en breve. Le habían cambiado el nombre y lo habían repintado, pero creía que no
había posibilidad de error. Era el mismo barco y el mismo capitán, y esperaba las instrucciones de
Alex. Por su parte, Alex decía que irían a buscar al Diana y regresarían después.
Fue una tarde muy larga. Me fui a la cama en cuanto me fue posible alegando que estaba
exhausta. No mentía. El devenir de los hechos me había enervado. Pero en mi alcoba no pude
conciliar el sueño; me levanté y caminé delante de la chimenea. «Debo hallar la manera de hacer
que Malcom y Sibeal se vayan de inmediato», decidí. Aticé el fuego, preguntándome cómo podría
lograrlo y cuan cálido estaría el clima en Londres; después me acomodé en una de las sillas para
leer mi correspondencia.
Becca me contaba que había tenido a su bebé. Una saludable niña llamada Sarah Ana en
honor de sus abuelas. «Ruego, mi queridísima Mary, que halles una amiga a la cual quiera tanto
como te quiero a ti, a pesar de que nos separe un inmenso océano». Bebí un sorbo de vino y
observé el fuego. «Cuánto te extraño, Becca», pensé, «Y cómo te envidio por tu dulce niña»,
suspiré y continué leyendo. Me contaba lo feliz que era, aunque confesaba que algunas veces la
sobrecogía la soledad y la sensación de estar muy alejada de su hogar. «Este es mi hogar ahora»,

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Kathleen Givens– Kilgannon

escribía, «pero algunas veces, cuando llueve y las rosas tienen esa humedad tan característica,
recuerdo cuando éramos niñas y extraño aquellos días. ¿Alguna vez te sientes así?».
—Mi querida Becca —suspiré sin dejar la carta—, sé cómo te sientes.
Suspiré nuevamente y cogí la carta de Louisa. Mi tía me hablaba sobre los asuntos en
Londres, tanto los políticos como los amorosos. Los nombres a menudo me eran desconocidos,
y me percaté —como me había sucedido el pasado julio— de lo distante que todo aquello
parecía. Los liberales eran los únicos complacidos de que Jorge fuese rey, pero mientras Londres
se quejaba y peleaba por insignificancias, nadie estaba interesado en cambiar la situación.
Desperté temprano; extrañamente, era un día de sol. Desde el comienzo del día estuve
ocupada con los niños y las tareas del hogar. Berta estaba encantada de tener la posibilidad de
colgar la ropa fuera, y la señora M. estaba convencida de que el encantamiento que había hecho la
noche anterior era el que nos había traído el día de sol. Era media mañana cuando entré a la
biblioteca y me detuve abruptamente. Malcom estaba revisando los cajones del escritorio.
—¿Qué haces?—le pregunté.
—Busco —dijo incorporándose y sonriendo como un niño.
—¿ Qué buscas, Malcom?
—Oí que tienes una carta de Alex. Se me ocurrió leerla.
—¿Por qué? —su descaro me dejó estupefacta y sentí cómo me encolerizaba.
Se encogió de hombros.
—Lo extraño. ¿Cómo no extrañar a Alex? Sé que no debería leer tu correspondencia privada
pero quería saber cómo le está yendo en su viaje. ¿Me perdonas, Mary?
«Alex», pensé, «estoy hospedando a tu enemigo».
—No —dije. La palabra quedó flotando en el aire y entrecerró los ojos antes de bajar la
mirada. Cuando volvió a mirarme ya estaba recompuesto y sonrió lentamente.
—Estoy seguro de que Alex lo haría —dijo—. Mary, ¿no estás haciendo demasiado
escándalo por esto? ¿Qué decía la carta del agente?
—¿Por qué quieres leerla? ¿Temes que se trate de ti?
Meneó la cabeza.
—No.
—Mentiroso —dije y vi cómo su sonrisa desaparecía y los ojos se le llenaban de furia.
No me respondió y me giré para retirarme, pero él fue más rápido. Estaba llegando a la
puerta cuando me cogió del brazo y se inclinó hacia mí, con tono amenazante.
—No confundas tu posición, Mary. Yo soy el MacGannon aquí, no tú. No debes dirigirte a
mí en ese tono.
—No eres el MacGannon, Malcom —dije desafiante—. Eres el hermano menor de
MacGannon.
—Quise decir —dijo remarcando cada palabra— que tengo su misma sangre. Tú sólo te
casaste con él. No nos compares.
—No lo hago. Nunca te compararía con Alex.
—Compréndelo bien, cuñada —su mirada era hostil y me lastimaba la presión de sus dedos
en el brazo—. No permitiré que te interpongas entre mi hermano y yo nuevamente. Coge tus
sucias sospechas y vete con las demás mujeres.
Levanté el mentón y lo miré a los ojos con desprecio.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Suéltame —dije gélidamente y aflojó la mano, pero no me liberó. Entrecerró los ojos,
después sonrió y ladeó la cabeza.
—Mary—dijo ahora en tono adulador—. ¿No podemos ser amigos? Pensé que habíamos
salvado nuestras diferencias.
Respiré profundamente y después el sonido de mi risa estridente retumbó en la sala. ¿Dónde
estaban todos? La mayoría de las veces parecía que no podía moverme sin tener que esquivar a
alguien, y ahora, cuando necesitaba que alguien apareciese, no había nadie a la vista.
—¿No podemos ser amigos?
—Nunca. No puedo olvidar lo que has hecho, Malcom. Y no te perdonaré. Quizás Alex lo
haga, pero yo no —moví nuevamente el brazo—. Déjame ir.
Me sujetó con más fuerza.
—Mary, yo sólo deseaba ayudarte con los asuntos de negocios. Por eso quería saber lo que
decía el agente.
—Por supuesto —meneé la cabeza frente a su falsedad—. ¿Cuán estúpida crees que soy,
Malcom? ¿Tienes algún otro plan, quizás otro atentado contra la vida de tu hermano? Los últimos
tres fallaron. ¿Qué has hecho ahora? ¿Qué será lo próximo que descubramos?

Me estrujó cruelmente el brazo y nos miramos a los ojos nuevamente. Pensé en gritar y
respiré profundamente. Una mano se interpuso entre nosotros y cogió a Malcom de la muñeca.
Ambos levantamos la vista y hallamos a Gilbey que se encontraba de pie detrás de mí, con el
rostro pálido de furia.
—Suéltala de inmediato —dijo Gilbey con los dientes apretados.
Malcom rió roncamente, pero me soltó.
—No malinterpretes esto, Gilbey. No ha sido nada — me froté el brazo y lo miré.
—No malinterpreto lo que vi, Malcom —dijo Gilbey con tono feroz—. Ni lo que oí. Le
contaré a Alex que sujetaste a Mary contra su voluntad. Sin duda lo encontrará interesante.
Malcom se movió en dirección a Gilbey. Aunque era más alto, Malcom era el doble de
ancho. Se miraron enfurecidos.
—No has visto nada, Macintyre —dijo Malcom.
—Vi que sujetabas a la esposa de mi jefe contra su voluntad.
—Tu jefe —espetó Malcom—. Tu jefe. No has visto nada.
—Sé lo que vi, y Alex se enterará—dijo Gilbey.
—Sí, Gilbey, corre a buscar a Alex —Malcom nos miró a ambos con desdén—. Ambos sois
conejillos asustados. Corre a buscar a Alex. ¡Bah! —empujó a Gilbey al pasar y desapareció al dar
la vuelta a la esquina del pasillo.
—Gracias, Gilbey —dije finalmente girándome hacia él. Su rostro estaba enrojecido pero
cuando habló lo hizo en tono calmo.
—De nada, Mary. Espero que no la haya lastimado.
—No. Sólo me enfureció —dije, aunque sabía que tendría cardenales en el brazo. Gilbey
asintió.
—Y a mí. No es de fiar, Mary.
—No—miré hacia el pasillo pero Malcom se había ido.
—Mary —el tono de voz de Gilbey era distinto. Me giré hacia él—. Berta me dijo que debe
hablar con usted de inmediato. La estaba buscando.

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Kathleen Givens– Kilgannon

«¿Y ahora qué?», me pregunté.


—¿Qué sucede, Gilbey?
—Debe hablar con Berta.
Asentí. Sea lo que fuese, no eran buenas noticias. Maravilloso.

Encontré a Berta en la cocina con la señora M. y una sirvienta histérica. La joven, Leitis, de
sólo quince años de edad, sollozaba contra el amplio pecho de la señora M. mientras Berta las
observaba. Ambas mujeres alzaron la vista cuando entré e intercambiaron una mirada que no era
un buen presagio para mi frágil buen humor. «Sin duda está embarazada», pensé exasperada y
suspiré. No podía imaginar qué otra cosa podía ser tan acongojante. En algunas casas se echaba a
las jóvenes solteras embarazadas, no tenía idea de lo que se solía hacer en Kilgannon. Hace dos
años, por primera vez había lidiado con una situación similar en Mountgarden y había sido
incapaz de echar a la joven. No podía imaginar cómo podría hacerlo aquí, y mucho menos a la
bella joven Leitis, quien nos había servido tan alegremente durante meses. Pronto mis sospechas
fueron confirmadas. Berta y la señora M. estaban turbadas por la noticia pero más por mi posible
reacción. Observé cómo consolaban a la joven mientras ellas me miraban de soslayo. Leitis se
limpió la nariz, se secó los ojos y pudo permanecer de pie frente a mí un tanto más compuesta,
aunque todavía suspiraba entrecortadamente y se estrujaba las manos. Mientras aguardaba mi
respuesta, suspiré nuevamente y me di cuenta de que no podía contribuir a aumentar su miseria.
Sonreí y la situación cambió repentinamente. En vez de que la señora M. y Berta estuviesen
preocupándose por lo que podría hacer su ama, éramos sólo tres mujeres intentando resolver los
aprietos de una niña tonta.
—Siéntate, Leitis, y cuéntame —me dirigí hacia un banco cercano y ella me siguió—. Dime
quién es el padre.
—Dice que me ama —sollozó.
—Por supuesto. Llamémoslo y hablaré con él —dije pensando que la situación podría
resolverse pronto.
—Oh, madame —chilló y debí esperar a que se controlase—. No puede casarse conmigo.
—¿Por qué? —pregunté, pero sabía la respuesta.
El hombre estaba casado. Leitis no contestó, sólo lloró, y cuanto más la presionaba más se
intimidaba. Berta intervino y me aseguró que averiguaría de quién se trataba y me lo diría luego.
Asentí y me retiré, agradecida de poder escapar.
Me dirigí a la biblioteca donde me desplomé en uno de los sillones y me quedé mirando el
techo. «¿Por qué han de suceder estas cosas en ausencia de Alex?» me pregunté. Sin duda,
Thomas aparecería en cualquier momento para decirme que los establos estaban en llamas y que
había soldados ingleses en el jardín. ¿Qué debía hacer? Aún me lo estaba preguntando una hora
más tarde cuando Berta tocó a la puerta. Cuando le contesté, entró con la joven Leitis de la
mano, sollozando.
—Madame, debe escuchar esto por sí misma —dijo Berta con ojos indignados—. Díselo —
le ordenó a la joven.
—Debía decirle que fue el amo, madame, pero él no fue —Leitis lloró nuevamente y cerré
los ojos por un segundo.
—¿Por qué debías decirme que fue Alex?
Leitis gimió.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Dijo que sería típico de él.


—¿Quién dijo eso?—pregunté.
—Me dijo que el conde había estado con todas las otras jóvenes y le creí, pero después Berta
hizo que todas me dijeran que no era así y me di cuenta que he sido una tonta redomada,
madame. Espero que usted pueda perdonarme —había empezado a hablar en gaélico arrojándose
al suelo mientras continuaba entre sollozos y por el hipo no pude entender lo que decía—. Y no
puedo casarme con él. ¿Qué voy a hacer?
—Lo resolveremos, Leitis.
—Oh, no tiene solución, madame, usted me echará y moriré de hambre en las colinas. Oh,
lady Mary. ¿Podrá usted alguna vez perdonarme? No era mi intención causarle problemas.
Sonreí mientras una terrible sospecha se apoderaba de mí.
—Leitis, no te echaré —dije gentilmente. «Oh, Alex», pensé—. Cuéntame desde el principio
toda la historia. Dime, ¿quién es el padre?
Me miró tan fuera de sí que pensé que huiría precipitadamente de la sala.
—Lord Malcom, lady Mary —dijo llorando y cerré los ojos.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 27

Comencé a reír. Sabía que no era gracioso, pero me requirió un gran esfuerzo controlarme.
Luego pude enterarme de todo lo relacionado con esa patética historia. Leitis había concebido a
fines de diciembre. Malcom le había dicho que la amaba, que Sibeal no lo comprendía y que si
fuese un hombre libre se casaría con ella sin dudarlo un instante. Pero, por supuesto, no era libre.
Cuando Leitis le había dicho que estaba embarazada, le había indicado que dijese que era de Alex.
Le había asegurado que su hermano se había acostado con todas las jóvenes sirvientas y
ayudantes de la casa y no podría recordar si lo había hecho con ella también, que muchos de los
niños del clan eran hijos bastardos de Alex y que podría quedarse por estar embarazada del líder.
Me asombraba cómo alguien podía ser tan ingenua, pero era muy joven. Berta, bendita mujer, se
había enfurecido y había convocado a cada una de las sirvientas y ayudantes de la casa, las cuales
le dijeron a Leitis que nunca habían estado con Alex. Escuché con expresión sombría. Si mi
matrimonio no hubiese sido tan sólido como lo era, este podría haber sido el final. «Maldito sea»,
pensé furiosamente.
Antes de que anocheciera, todos en el castillo estaban al tanto de las noticias. Sibeal y
Malcom no se hicieron presentes para la comida ni durante la noche y las jóvenes que ayudaban a
Berta me dijeron que se los podía oír discutir acaloradamente. «Pobre Sibeal», pensé y deseé
nuevamente, por enésima vez, que Alex estuviese allí. Aunque, ¿quién sabe lo que hubiese
sucedido si así fuese? No tomaría a la ligera la difamación contra su honor, y sólo podía imaginar
lo que le habría dicho a Malcom. Después de esa mañana no deseaba volver a verlo, pero así
tendría que ser. Me dije que al día siguiente sería buen momento. Pobre Sibeal. Cuan amargo
debía de ser enterarse de algo así sobre su esposo. Me pregunté cómo reaccionaría yo si me
enterase de que Alex me había sido infiel. Cuando imaginé a Alex en brazos de otra mujer me
enfurecí conmigo misma por figurarme algo así y sacudí la cabeza para librarme de la imagen,
después me dirigí a ocuparme de los niños.
Todavía estaban despiertos y me senté con ellos para hablar de temas intrascendentes hasta
que los besé y recibí su adormilado abrazo como respuesta.
—Que durmáis bien —dije y cerré la puerta sintiendo el corazón más aliviado.
Pero no durmieron bien. Ninguno de nosotros lo hizo. En la madrugada golpearon a mi
puerta y me incorporé aún adormilada. Ian se hallaba en el umbral con los ojos
desmesuradamente abiertos y expresión asustada.
—Son Malcom y Sibeal —dijo—. Se escuchan ruidos horribles de su alcoba. Parece... —
vaciló y se dio la vuelta cuando pasé junto a él.
—¿Dónde está tu hermano? —le pregunté.
—Le dije que se quedara en la cama —dijo Ian y asentí.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Bien, ve con él, mi amor. Quédate ahí hasta que vaya a buscarte.
—No vayas, mamá —dijo temblorosamente. Hizo una pausa y tragó con dificultad—.
Parece como si hubiese un monstruo en su alcoba —susurró.
Me detuve y lo apreté contra mí.
—No hay ningún monstruo en la alcoba, Ian —dije en tono calmado mientras montaba en
cólera—. Son sólo Malcom y Sibeal. Iré a averiguar cuál es el problema.
Elevó el mentón valientemente.
—Iré contigo.
Negué con la cabeza.
—No. Cuidarás a tu hermano. Quédate con él. Iré contigo tan pronto como pueda.
Asintió.

Los pasillos nunca me habían parecido tan largos. La llama de la vela titilaba mientras corría.
No vi a nadie hasta que di la vuelta a la última esquina y ahí estaba Gilbey de pie en el hall, con
un cuchillo en la mano.
—¿Qué haces? —susurré al acercarme a su lado.
Tenía la mirada encendida cuando me observó.
—Si vuelve a lastimarla, lo detendré —dijo sombríamente, y me giré hacia la puerta,
horrorizada—. Se han tranquilizado ahora. Pude oír los ruidos desde mi alcoba.
—Los niños también —dije. Su semblante cambió y se suavizó al mirarme.
—No me acordé de los niños —su acento, tan cuidadosamente ecuánime la mayor parte del
tiempo, desaparecía cada vez que se alteraba.
—Nos ocuparemos de ellos luego —dije y observamos la puerta.
Sólo se escuchaba silencio del otro lado. Toqué a la puerta y los llamé.
—Sibeal, Malcom, soy Mary. Abrid la puerta —no hubo respuesta.
Volví a golpear y nadie respondió. Cogí el picaporte. La puerta no tenía echado el cerrojo y
la abrí de par en par.
Ella estaba sola, sollozando en el suelo. Daba la impresión de que un demente había arrasado
la alcoba. «Quizás eso fue exactamente lo que sucedió», pensé y respiré profundamente mientras
me le acerqué con lentitud. Al principio no se percató de mi presencia ni dejó de sollozar, pero
cuando me arrodillé a su lado se arrojó a mis brazos y habló incoherentemente. Cuando se calmó,
me aparté de ella y le miré el rostro. Sus mejillas, aún enrojecidas por los golpes, presentarían
magulladuras en la mañana, tenía un desagradable golpe en el cuello y marcas de las manos de
Malcom. Las miré horrorizada. Detrás de mí, Gilbey maldijo, se dio la vuelta y se retiró a
zancadas. No pensé en él más que un momento y me giré hacia ella.
—Mary —se quejó—. ¿Por qué, Mary ? ¿Por qué haría algo así? Dice que es culpa mía.
¿Adonde habrá ido? —sollozó incontrolablemente.
Horas más tarde nadie sabía aún dónde se encontraba Malcom. No lo habían visto irse. No
faltaba ningún caballo ni ningún bote, y parecía poco probable que se hubiese ido a pie. Todas
sus pertenencias estaban allí, incluso su dinero. ¿Adonde podría haber ido a pie y sin dinero? Sólo
podía imaginar que un amigo lo estaba albergando, sin duda el mismo que le había informado
sobre la carta, pensé amargamente. Pero nadie nos dijo nada de él.
Sibeal hablaba muy poco. La mayoría del tiempo permanecía con la mirada perdida en la
distancia, mientras las lágrimas le surcaban las mejillas. Después de dos días la obligué a

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Kathleen Givens– Kilgannon

levantarse y a que me acompañase a la planta baja, la acomodé en la sala. Estaba pálida y apática,
y dejé que el ruido de las actividades diarias la rodease. Los niños quisieron conversar con ella,
pero sólo sonrió vagamente y no volvieron a intentarlo. Debí de preguntarme un millar de veces
dónde estaría Alex. Malcom nunca se habría comportado de tal manera si su hermano, Angus, o
incluso Matthew, hubiesen estado en casa.
Malcom entró en la sala una semana después, en una mañana lluviosa, cuando Gilbey y
Thomas habían partido hacia Glengannon en su búsqueda. Me puse de pie, flanqueada por los
niños, y lo miré de frente. Hizo una reverencia y sonrió como si hubiese venido a tomar el té.
Registró la sala.
—¿Dónde está mi esposa? —preguntó con tono ligero y expresión tranquila, y sentí que mi
genio se encrespaba.
Varios de los hombres que se hallaban fuera de la sala se reunieron y nos observaron en
alerta.
—Sibeal se encuentra arriba, Malcom —dije—. Ella...
Me interrumpió con un ademán brusco.
—Discutimos, Mary. No fue más que eso. No exageres.
Intenté mantener un tono de voz ecuánime.
—No exagero, Malcom. No he hecho más que decirte que se encuentra arriba. Pero no
puedes verla —Dougall se acercó y permaneció de pie a mi lado.
—¿Oh?
Malcom me miró con desdén. Los niños lo miraron primero a él y después a mí, Jamie se
apoyó contra mi falda. Los hombres se pusieron tensos y esperaron.
—¿De verdad? Te sugiero que te mantengas alejada de mi matrimonio. Hay cosas que no
comprendes, condesa.
Giró sobre sus talones y subió las escaleras. Permanecí de pie azorada por un momento y
después lo seguí acompañada de los niños, de Dougall y de varios de los hombres. Berta se
encontraba de pie en el pasillo frente a la alcoba de Sorcha mirando la puerta cerrada. No dudé y
la abrí de par en par, y ahí estaba Sibeal. Llorando se sentó en la cama y abrazó a Malcom. Ambos
levantaron la vista y me miraron cuando entré.
Sibeal rió nerviosamente y sonrió triunfante.
—Sabía que regresaría —dijo y Malcom sonrió arteramente, como siempre.
Miré a Malcom, después a Sibeal y cerré la boca.
—Déjanos, Mary. No te necesitamos aquí —dijo Malcom.
—No hasta que Sibeal me diga que así lo desea.
Le sonrió a su esposo.
—Así es. Sabía que vendría.
Asentí y me retiré llevando a los niños conmigo. En el pasillo intercambié una mirada con
Dougall, quien se encogió de hombros. Los hombres se estaban retirando, cogí a los niños de la
mano y me fui. No creo que se lo hubiera explicado apropiadamente. ¿Cómo podía, cuando yo
misma no lograba comprenderlo? Ahí estaba ella, con las magulladuras que él le había causado
aún visibles en la piel, y lo había recibido con los brazos abiertos. Caminamos a la orilla del lago y
me esforcé por comprenderlo, pero ninguno de nosotros sabía con certeza qué había ocurrido.
Malcom y Sibeal se fueron esa misma tarde. Malcom se comportó de manera esquiva y no se
despidió de mí, pero Sibeal me abrazó, la miré a los ojos y una vez más intenté comprenderla.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—¿Es realmente lo que deseas? —le pregunté—. ¿No quieres quedarte aquí con nosotros?
Movió la cabeza, sonrió débilmente y se encogió de hombros.
—Lo amo, Mary.
Derrotada la solté y los observé alejarse cabalgando. Más tarde descubrí que Malcom había
pasado la semana junto a una mujer a la que frecuentaba en Glengannon. Gilbey y Thomas lo
habrían encontrado esa mañana.
Alex llegó al día siguiente. Había transcurrido un mes desde su partida. Permanecí de pie en
el muelle esperando a que el Mary Rose diese la vuelta a la última curva del lago y observé la
llegada del barco que no sólo venía con Alex: el Diana navegaba detrás de él. Alex, Angus y la
tripulación lucían triunfantes y el clan clamaba por saber la historia antes de alejarse del muelle.
Besé a mi esposo ardientemente y después me acomodé en la sala junto a los demás para
escuchar la historia. Absortos, los presentes prestaban atención a lo que relataban los viajeros por
turnos, cada uno contaba una parte y observaban mientras otro continuaba.
En Francia supieron que el Diana arribaría a su debido momento, así que esperaron por él, al
igual que por el vino clarete para el Mary Rose. Llegó unos días después con el nombre de
Goddess. En una taberna del muelle, Alex y Angus abordaron al capitán. Habían discutido ante
testigos y se habían marchado furiosos; pero a la mañana siguiente, cuando el capitán despertó en
el Goddess, la tripulación se había evaporado y los hombres de Kilgannon se habían hecho cargo
del barco. Cuando le preguntaron cómo había ocurrido aquello, Alex se encogió de hombros y
dijo que la tripulación había sido persuadida. Todos reímos. El capitán era otro tema y abandonó
el barco soltando amenazas y asegurando que el barco le pertenecía. Alegó que había pagado una
buena suma por él. Alex y Angus esperaron un día más el cargamento del Mary Rose y el capitán
arribó seguido de las autoridades. Llevó algún tiempo resolverlo todo, pero el agente y Ewan
habían atemperado las cosas. Alex partió de Francia con vida y con el Diana. No creí ni por un
momento que todo se hubiese solucionado tan fácilmente, pero no estaba de humor para
sutilezas y me alegré por su regreso.
Luego Gilbey, Thomas y yo conducimos a Alex y a Angus a la biblioteca y les contamos lo
sucedido en su ausencia. Alex y Angus escucharon con creciente furia hasta el final. Cuando
Gilbey agregó la escena en la biblioteca con Malcom, el cambio en el humor de Alex fue
inmediato.
—Pequeña, me lo tendrías que haber contado de inmediato —dijo poniéndose de pie—.
Prepárame un caballo, Thomas —rugió.
Me incorporé de un salto y lo seguí hacia la sala, pero no aminoró el paso.
—Alex, ¿qué vas a hacer?
—Lo traeré de vuelta.
—¿Y después, qué?
Me interpuse en su camino y me miró, visiblemente enfurecido.
—Mary, ya he tenido suficiente. Malcom me ha complicado la vida por última vez. Ningún
hombre le pone las manos encima a mi esposa. Lo traeré de vuelta.
—Partió ayer.
Alex asintió lacónicamente.
—Sí, pero lleva a Sibeal consigo. No pueden viajar rápido. Los encontraremos y los
traeremos de vuelta.
—¿Cómo?

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Fácil —dijo—. Los cobardes no se enfrentan a hombres armados.


—¿Y después, qué?
—Se lo contaré al clan —dijo Alex haciendo un ademán en el aire—. Haré públicas sus
artimañas, Mary. Ningún MacGannon ha hecho algo semejante. No le quitaré la vida, pero lo
pondré en vergüenza.
—Si lo haces, lo convertirás en tu enemigo.
Me miró con ojos azul gélido.
—¿Y qué supones que es ahora? No, he sido paciente durante suficiente tiempo, más que
suficiente. Es hora de que se sepa la verdad. No lo protegeré nuevamente. Y no lo discutiré,
pequeña.
Pasó a mi lado. Lo observé alejarse.
Regresaron al cabo de dos días, con Alex a la cabeza, seguido de Gilbey y Angus, quienes
flanqueaban a Malcom, todos con expresión sombría. Sibeal cabalgaba junto al resto, llorando. A
final del grupo se encontraban algunos de los miembros del clan y sus familias quienes habían
sido convocados a lo largo del camino. Cuando llegaron al llano donde se celebraban los Juegos,
Alex le indicó a Thomas que reuniese al resto del clan. Aguardó sin desmontar a que la gente se
reuniese. Los otros hombres desmontaron formando un círculo que se iba haciendo cada vez más
grande con la llegada de más miembros del clan. Malcom se encontraba de pie en el centro,
desafiante y sin mirar a nadie a los ojos; su furia se evidenciaba en su postura. Apartada del
círculo, Sibeal sollozaba pero nadie la consoló. Permanecí de pie en medio de la multitud
observando a Alex y a su hermano mientras el corazón me latía con fuerza. Alex no se me había
acercado, ni tampoco se había percatado de mi presencia. Tenía el rostro enrojecido, su furia era
evidente y no hizo ningún intento por ocultarla. Cuando consideró que el número de presentes
era suficiente, desmontó y caminó alrededor de su hermano, señalándolo.
—Observad a mi hermano, Malcom —gritó Alex—, y veréis al hombre que me envenenó en
Francia hasta el punto de casi causarme la muerte, el hombre que conspiró para robar el Diana —
contó la historia con detalles mientras la multitud lo escuchaba con creciente consternación,
cambiando de posición y mirándose incómodos los unos a los otros—. Y por tanto durante una
semana, buscamos en la costa de Cornwall —dijo Alex con la voz ronca por la emoción—, a la
tripulación del Diana o a cualquier vestigio del barco. Y Malcom estaba con nosotros, con el
dinero que obtuvo por venderlo en su bolsa, simulando buscar también a pesar de que sabía que
no se había hundido. Y Malcom lo sabía. Convivió con nosotros y guardó silencio. Y el dinero.
Alex miró de frente al círculo una vez más y extendió los brazos.
—No os pido ni que lo enjuiciéis ni que lo castiguéis. Sólo os pido que veáis lo que es y que
reconozcáis lo que ha hecho. Para que todo el clan vea a Malcom MacGannon como el hombre
que traiciona a su hermano, que le roba a su familia, que no puede cumplir con sus votos de
matrimonio y que golpea a su esposa cuando ella protesta. Un hombre que intenta adjudicarle a
su hermano su propia infidelidad, un hombre que amenaza a mi esposa en su propia casa en mi
ausencia. Vedlo como lo que en realidad es. Y no volváis a recibirlo.
Respiró profundamente y miró a Malcom con despreció.
—No tengo hermano.
Alex rompió el círculo y caminó hacia el castillo con paso firme y decidido, sin mirar a nadie.
El clan se disipó sin mirarse a los ojos, y muy pocos intercambiaron algún comentario.
Malcom permaneció de pie en el llano hasta que Sibeal corrió hacia él.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Alex no vino a la cama esa noche. Lo hallé en la capilla justo antes del amanecer, sentado en
un banco con la cabeza inclinada entre las manos. Me senté junto a él, le acaricié la espalda y me
miró con expresión desolada.
—Mary —me dijo mientras las lágrimas le surcaban las mejillas—. ¿Qué he hecho? —Miró a
lo lejos—. ¿Qué he hecho?
Le besé la mejilla.
—Diría que perdiste los estribos.
—Perdí los estribos... —meneó la cabeza—, me temo que perdí la razón. ¿En qué estaba
pensando?
—Estabas enfurecido.
—Sí, lo estaba—se echó hacia atrás en el banco y suspiró—. ¿Qué he hecho?
—Les dijiste lo que había sucedido.
Me miró a los ojos y con voz áspera dijo:—He perdido a mi hermano, pequeña. Lo
avergoncé
delante de todo el clan.
Pensé antes de responder.
—Todo lo que hiciste fue decir la verdad, Alex —dije finalmente.
—Sí, Mary, pero no avergüenzas a tu familia contándole al mundo sus secretos.
—El clan es tu familia, Alex. No se lo contaste a todo el mundo.
Suspiró.
—No debería haberlo hecho.
—Probablemente. Pero, amor mío, recuerda lo que él hizo. Casi te mata, y no siente
remordimiento. Casi te mata para impedir que descubrieses que estaba conspirando para robarte.
Y en más de una ocasión, Alex. En más de una ocasión. Mintió durante años. Te miró a los ojos y
mintió. Y luego intentó matarte y te miró a los ojos y lo negó —respiré profundamente—. Por lo
que le hizo a Sibeal ya se lo merecía. Si la hubieses visto, Alex... no estarías tan consternado
ahora.
—No debería haberlo hecho.
Asentí.
—Probablemente no. Pero lo hiciste. Y tu falta al avergonzarlo ni siquiera se compara con la
de él.
Me miré la magulladura todavía visible en el brazo.
—Perdí los estribos, pequeña. Estaba fuera de control.
—Sí.
Se miró las manos.
—Al igual que él cuando atacó a Sibeal.
Meneé la cabeza.
—No es lo mismo. Incluso a pesar de tu furia te controlaste. No lo tocaste, ni dejaste que
nadie más lo hiciese.
—Temía matarlo —susurró.
—Alex, mi amor, él no tiene tales miramientos contigo —permanecimos sentados en
silencio, le cogí la mano y miré nuestros dedos entrelazados sobre mi falda—. Alex — dije
lentamente—, Malcom no siente remordimiento. Puede justificar cualquier acción, sin importar

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Kathleen Givens– Kilgannon

lo que fuese. ¿Quién sabe qué hubiera hecho después? Aunque no desees protegerte a ti mismo,
tienes otras personas en quien pensar. Tus hijos y el clan, Alex, ellos necesitan tu protección. Y
yo.
No contestó y lo observé, notando sus oscuras ojeras y el brillo dorado de la incipiente barba
sobre sus mejillas. Se veía agotado. «Maldito Malcom», pensé enconadamente, «Maldito sea».
No había ningún tono de enojo en mi voz cuando continué.
—Mi amor, no puedes permitir que seduzca a las jóvenes de Kilgannon sin ser castigado.
Incluso si decides olvidar que casi te mata y que te robó, que nos robó a todos, no puedes dejar
que se aproveche de jóvenes inocentes que están a tu cuidado.
Después de largo rato asintió y me echó un vistazo.
—Sí, sé que tienes razón en cierto sentido, pequeña, pero no puedo perdonármelo. Perdí el
control. Desde que tengo diez años me he forzado a pensar, siempre a pensar antes de actuar. No
es innato en mí, Mary, pero lo he aprendido, y rara vez he roto mi propia regla —suspiró
ásperamente—. En todos estos años la he roto dos veces. Una en la cabaña, ¿recuerdas?, cuando
te habías ido. Y ahora actúo como un idiota vociferando en medio del llano, señalando con el
dedo a mi hermano —meneó la cabeza—. No sólo avergoncé a Malcom. Me avergoncé a mí
mismo.
Cuando quité la mano de la de él no se movió, sólo se quedó mirando a la nada, como si
esperase mi rechazo. Le eché el cabello hacia atrás y le besé la mejilla.
—Te amo, Alex —dije y le cogí nuevamente la mano.
Se giró hacia mí lentamente.
—¿Cómo? ¿Cómo puedes amar a un hombre así?
—Amo al hombre más maravilloso del mundo —dije riendo suavemente—. Pero es
humano. Y se debería medir con la misma vara que utiliza para el resto de las personas.
—No puedo—dijo.
—Querrás decir que no quieres, Alex.
—Como prefieras, Mary. Me comporté muy mal.
—No —dije intensamente, cansada de que se culpase a sí mismo—. Dijiste la verdad. Eso es
todo lo que hiciste, Alex. No mentiste; no disfrazaste la verdad. Ni siquiera les contaste todo. No
lo golpeaste. No lo castigaste. Dijiste la verdad y después lo dejaste ir. Ya era hora de hacerlo, mi
amor. Protegiste a Malcom lo suficiente. Deja que viva con las consecuencias de sus acciones —
permanecimos sentados en silencio durante largo rato.
Finalmente Alex suspiró y se giró hacia mí.
—¿Se fueron?
—Sí —asentí—. Y muy rápido —asintió, pero no dijo nada—. Yo, por mi parte —dije—,
estoy contenta de ello — observé la tenue luz proyectar sombras sobre su rostro resaltando las
líneas de sus mejillas—. ¿Sabes lo que dijo Ian?
—¿Qué? —preguntó en voz muy baja.
—Dijo que parecía como si un monstruo estuviese en su alcoba —Alex me miró con
expresión indescifrable—. Tus hijos oyeron a Malcom golpear a Sibeal y a ella pidiéndole a gritos
que se detuviese. Alex, si hubieses escuchado a tus hijos y no hubieras hecho nada, ¿qué
pensarían de ti? ¿Qué pensaría el clan de ti? Pensarían que todos los demás estaban obligados a
actuar de manera razonable pero que las reglas son distintas para Malcom. Sólo para Malcom.
¿Qué clase de mensaje sería ese? ¿Es eso lo que deseas que vean tus hijos? Es mejor que te hayan

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Kathleen Givens– Kilgannon

visto enojado defendiendo a Sibeal y a ti mismo, y a mí, mi amor, en lugar de permitir que
Malcom lastime a la gente mientras tú miras hacia otro lado. Traicionarías todo lo que les has
enseñado —hice una pausa y continué en tono más calmado—. No deberías sentirte
avergonzado, amor mío. Deberías estar orgulloso. Dijiste la verdad e hiciste frente a las
consecuencias. No me alegra que haya sucedido, pero tampoco me apena.
Se mantuvo en silencio durante tanto tiempo que me pregunté en qué estaría pensando.
Finalmente asintió y me apretó la mano. La acercó a sus labios y me besó los dedos. Después me
volvió a mirar a los ojos.
—Te amo, Mary Rose —dijo suavemente.
—Sé que así es, Alex —respondí mirándolo a los ojos—. Y estimulo ese sentimiento —me
sonrió.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 28

Me estiré en la manta escocesa que habíamos traído, me subí las faldas hasta la rodilla y me
recosté de espaldas con un suspiro de puro placer, después cerré los ojos y me sumergí en la
calidez escuchando el rugir del oleaje rompiendo del otro lado de la colina.
—¿Cuándo fue la última vez que tuvimos un día así? —pregunté.
—¿Cuándo fue la última vez que el sol brilló más de una hora? —respondió Alex
desplomándose a mi lado.
Nos habíamos escabullido y habíamos trepado hasta la cima de la colina que se hallaba detrás
de Kilgannon, admiramos la vista pero principalmente disfrutamos del sol. Las montañas eran
inmensas todos los días, pero el sol era maravilloso esa tarde de fines de verano. El verano de
1715 había sido húmedo y frío y ese era el primer día perfecto en todo un mes. Había llovido
incluso para los Juegos de Kilgannon. Los habíamos celebrado incluso a pesar del mal tiempo,
pero asistieron pocas personas y resultó una reunión empapada y poco menos que exitosa. Sentí
la sombra de Alex sobre mí pero no abrí los ojos, aunque elevé los brazos hacia él.
—Mary —dijo—, Mary Rose, te amo, pequeña —sentí sus labios suaves sobre los míos y su
cabello sobre mi mejilla.
—Y yo a ti, adorado mío.
—Gracias por casarte conmigo —me besó la frente.
—Gracias por pedírmelo.
Jugó con mi cabello que caía sobre la manta junto a él.
—¿Alguna vez piensas en Robert y en cómo habría sido tu vida si te hubieses casado con él?
Abrí los ojos y lo miré. Sus ojos eran tan azules e insondables como el lago detrás de él.
—Sí —dije y miré con detenimiento su expresión—, y me felicito por haberme librado de él
—le puse la mano en la nuca, lo atraje hacia mí y lo volví a besar hasta que sonrió.
—Eres especial.
Se estiró a mi lado y se recostó sobre un codo, me colocó la mano sobre el vientre. El vientre
plano. Le acaricié el rostro y observé cómo el cabello le enmarcaba los pómulos.
—Me gustaría tener hijos contigo, mi amor —dije.
—Y a mí contigo, pequeña —dijo mirándome a los ojos—. Recupérate y veremos lo que nos
depara el destino.
Miró hacia el lago, la campiña y después volvió la mirada hacia mí.
—Deseo que te recuperes. No puedo vivir sin ti, Mary Rose. Y cuando te encuentres bien,
entonces tendremos que practicar. Sin duda lo estamos haciendo mal.
—Sin duda —reí y me besó nuevamente, después se puso serio.
—Mary, ¿estás molesta conmigo porque tengo intención de vender el Diana?

243
Kathleen Givens– Kilgannon

Me giré para mirarlo.


—¿Molesta? ¿.Por qué habría de estar molesta, Alex? Es tu barco.
—Sí, de cualquier manera es por muy poco dinero, nuevamente —reconoció.
—Estaría molesta si quisieras vender el Mary Rose o el Gannon's Lady —dije—. Pero nunca
había visto al Diana antes de que lo trajeses a casa. En lo que a mí respecta, cualquier cosa que
nos recuerde a Malcom no es bienvenida aquí. Pienso que es lo mejor. ¿Por qué lo preguntas?
—Ah, bien. A Thomas no le complace la idea. Piensa que podríamos usarlo para comenzar a
comerciar con las colonias.
—Pero me dijiste que era el más antiguo de los navíos y que necesitaba reparación. No es un
buen barco para hacer un viaje largo.
—Sí, pero podríamos hacer que lo reparasen. No, pequeña, lo venderé porque me recuerda a
algo que ya no me pertenece. ¿Sabes a lo que me refiero? Malcom y yo solíamos jugar en él de
niños, y se lo llevó sin pensar lo que representaba. No puedo sentir lo mismo. Cuando lo miro
todo lo que
veo es a Malcom.
—¿Qué opina Angus?
—Fue idea suya venderlo.
—No me sorprende. ¿Qué harás con el dinero?
—Todavía no lo he decidido.
—La vida es mejor sin él—dije quedamente.
Asintió.
—Sí, tienes razón, lo es. Y más apacible, ¿no es así? Pero no puedo evitar preguntarme qué
estará haciendo ahora.
Le acaricié la mejilla pero no dije nada. Pensé en el bebé que Leitis había perdido. O del que
se había deshecho. No había hecho demasiadas preguntas cuando Berta me lo contó. Alex tenía
la vista perdida en la distancia, estaba sumido en sus pensamientos y observé las nubes, que no
parecía ser una amenaza. Repentinamente se puso tenso, se incorporó y miró colina abajo
resguardándose los ojos con la mano.
Susurró una maldición cuando se puso de pie.
—¿Qué sucede?
Me senté y me acomodé las faldas cuando vi a Liam de Thomas subiendo con dificultad por
el sendero que se hallaba debajo de nosotros.
—Un mensajero viene a buscarnos—gruñó mientras cambiaba el peso de una pierna a la
otra—. Todo lo que quería era poder pasar una hora bajo el sol.
—¿Qué supones que sucede?
—Hemos recibido un recado, hay alguien en el muelle o alguien ha muerto. Más vale que no
sea nada menos importante.
—Señor —dijo Liam con la respiración agitada—. Lamento molestarlo, pero mi padre dice
que hay un barco en el lago y que parece ser MacKinnon; le pide que lo disculpe si lo ha
importunado.
—MacKinnon —la expresión de Alex se tornó seria. Me echó una mirada y levantó las cejas
como dando a entender que no sabía más que yo. Pero no era así, estaba segura. La visita de
MacKinnon lo preocupaba, no lo sorprendía. Sabía que tenía algo que ver con Jacobo

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Kathleen Givens– Kilgannon

Estuardo—. Gracias, chico —le dijo a Liam—. Dile a tu padre que hizo bien en mandar a
buscarme. Iré de inmediato. Ve a buscar a Angus.
—Sí, señor —el niño asintió y bajó el sendero corriendo.
Me desplomé sobre la manta.
—¿ Qué significa ?
Alex observó la campiña y después se giró, enfocando lentamente los ojos en mí.
—No estoy seguro, pero hay algo en el aire otra vez — enderezó los hombros y me tiró
hacia él con fuerza—. Pronto lo sabremos —dijo—. Disponemos de cinco minutos y después
debo ir a averiguarlo. Bésame, pequeña, y de esa manera aprovecharemos bien el tiempo.
MacKinnon se quedó dos días, los únicos dos días perfectos del verano. La primera mañana
que estuvo con nosotros, Alex arregló rápidamente una cacería y partió con la mayoría de los
hombres, que dejaron sus labores sin terminar debido a las prisas. Las mujeres se los quedaron
mirando mientras partían y murmuraron entre ellas.
No dije nada, pero me invadió un sentimiento de presagio nefasto cuando permanecí de pie
en el escalón más alto de la escalinata de la puerta de entrada observando a Alex cabalgar hacia el
lago y hacia los árboles que se encontraban más allá, el rubio cabello le brillaba bajo la boina
verde. Sentí un temor que nunca antes había experimentado. No pude deshacerme de esa
sensación en todo el día. Me abrumó como una nube aunque pasé el día al sol, abandonando mi
propio trabajo. Los niños y yo remamos en el lago y los miré mientras pescaban, pero no
lograron atrapar nada. Estaban molestos porque los habían dejado aquí, y en un principio estaban
irritables, pero pronto se animaron y para el fin de la tarde estaban contentos y se comportaban
tontamente, como de costumbre. Cantaron mientras nos aproximamos a la costa y transportaron
las cañas como si fuesen excesivamente pesadas.
Los hombres llegaron con el último resplandor de la tarde y se dispusieron a una noche de
bebida. Alex también había pasado la noche anterior conversando con MacKinnon y había
venido a la cama a la madrugada, enojado y con olor a whisky. Cando le pregunté dijo sólo que sí,
que era sobre Jacobo Estuardo sobre lo que discutían, pero que no, que no había acordado nada.
Esa mañana me había explicado que MacKinnon estaba aquí con el fin de persuadirlo para que se
uniera a la rebelión de las Tierras Altas. Dijo que no tenía intención de hacerlo, pero había pasado
el día y la tarde con MacKinnon y, aunque partiría por la mañana, temí que tuviese éxito. El
verano había traído algo más que mal tiempo.
Esa noche Alex estaba pensativo mientras se preparaba para ir a la cama y me besó en la
frente, distraído. Cuando, sumido en sus pensamientos, se sentó en la silla frente a la chimenea
sin haber terminado de desvestirse, salí de la cama, me arrodillé frente a él y le pedí que me
contase lo que sucedía. Me miró dejando a un lado sus pensamientos y me sonrió amablemente.
—Me están acosando, pequeña, y me estoy resistiendo. He mantenido nuestra postura esta
vez pero me temo que no será la última vez que lo intenten. MacKinnon quiere que me una al
conde de Mar en el Este. John Erskine, el Inconstante. ¿Sabes por qué lo llaman "John el
Inconstante"? — Negué con la cabeza—. Mar era muy poderoso bajo el reinado de la reina Ana y
cuando el rey Geordi no reconoció su poder, la mayoría lo dejó de lado —Alex bostezó—. Mar
escribió una carta adulando a Jorge, pero no sirvió de nada; Jorge no le dio un puesto en su
gobierno. Así que ahora John el Inconstante está encabezando una rebelión contra el rey.
MacKinnon dice que todos los clanes se están rebelando pero eso no es lo que he oído y le dije
que necesitaba más tiempo e información antes de decidirme —me acarició el cabello—. No me

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Kathleen Givens– Kilgannon

mires de esa manera, pequeña, no he aceptado hacer nada. No temas que vaya a partir a la guerra.
Te dije que no me agradaba Jacobo Estuardo —sonrió cansadamente—. Se irán por la mañana y
no hay duda de que esto pasará, al igual que todos los otros rumores. Quítatelo de la cabeza.
Pero no pude hacerlo. Ni tampoco Alex. Las noticias de la visita de MacKinnon se
difundieron y al cabo de una semana Murdoch se encontraba en la sala contándole a Alex sobre
otros clanes que se estaban uniendo al levantamiento. MacKinnon también había ido a visitar a
los Maclean.
—¿Y tú, Murdoch? ¿Os uniréis a los Maclean? —le preguntó Alex a su amigo.
La expresión en su rostro era tranquila, sin embargo, me cogió fuertemente la mano detrás
de las faldas. Murdoch asintió y se me contrajo el corazón. Alex no sonó perturbado.
—¿De verdad? —preguntó—. ¿Y qué piensas ganar con todo esto, Maclean, además de que
te partan la cabeza en dos?
Murdoch se encogió de hombros.
—No sé si tendré éxito, Alex, pero no puedo permanecer bajo el yugo del rey Jorge. ¿Sabes
lo que ocurrió con la carta enviada por todos los jefes?
—No, ¿qué?
Alex le sirvió más whisky a Murdoch mientras escuchaba la historia de insultos y ofensas.
Después de la ascensión de Jorge al trono, había recorrido las Tierras Altas una carta aceptando
su soberanía. La carta estaba firmada por muchos pero no por todos. Esa carta, como la que
aceptaba a Sofía como la heredera de Ana, nunca había llegado a Kilgannon. Pero los Maclean la
habían firmado esperando conseguir la paz.
Murdoch suspiró.
—Ni siquiera se dignó abrirla. Ni siquiera se dignó abrirla, Alex. No la leyó. Bueno, no
puede leer inglés, pero ni siquiera pidió que se la leyesen, así de poco interesado estaba. Fue un
insulto.
—Sí, lo es —dijo Alex asintiendo con la cabeza.
—¿Y sabes lo que le sucedió a mi primo?
A Murdoch le brillaban los ojos. Le observé hablar, ese hombre enorme que era el amigo
más cercano de Alex fuera del clan, y pensé en Morag. Ella y Murdoch se habían casado en
Dunvegan en Skye a principios de verano, en un día lluvioso de junio. ¿Qué otra cosa se podía
esperar de este verano? La plática durante la boda no se había centrado en la hermosa novia —
aunque así había lucido— o en el afortunado novio, sino en Jacobo Estuardo. Cuando ya todos
estaban bailando, Morag se me había acercado y me había abrazado. Había murmurado una
respuesta cortés y había seguido mi vista a través de la habitación hacia donde Alex se encontraba
con Murdoch y un grupo de hombres.
—Quién sabe por cuánto tiempo tendré a mi marido en casa. O tú al tuyo —me había
mirado a los ojos y una profunda tristeza ensombreció la felicidad de ese día—. Puede que
Jacobo Estuardo tenga otros planes. He sido una tonta, Mary —suspiró—, haciéndolo aguardar
durante tanto tiempo mientras yo esperaba por Alex. No sabía lo mucho que significaba para mí
y ahora podría perderlo. No deseo ser esposa y enviudar al poco tiempo.
Me la había quedado mirando y recordé aquel momento ahora, mientras escuchaba los
argumentos de su esposo. «Morag», pensé, «No habría deseado que esto te sucediese».
Recibíamos visitas o cartas casi a diario y, a pesar de que intenté creer a Alex al decir que no
estaría de acuerdo con unirse a la rebelión, mis esperanzas disminuían con cada discusión. Angus

246
Kathleen Givens– Kilgannon

trabajaba muy duro con los hombres, entrenándolos en esgrima y equitación arduamente hasta
que se desplomaban, y el prado se llenaba con el sonido de los hombres disparando las pistolas
contra los blancos. Solo un idiota desconocería lo que esto implicaba, pero me engañé a mi
misma hasta el día que Alex entró a la biblioteca.
—Mary —dijo—. Debo hablar contigo —levanté la vista de las cuentas en las que estaba
trabajando y después le eché una mirada a Jamie, quien estaba recostado en el suelo cerca del
escritorio, inmerso en un libro y con el perro a su lado. Hice un gesto en dirección a Jamie y Alex
miró al lado del escritorio—. Jamie, pequeño —dijo tranquilamente—, continúa leyendo tu libro
en alguna otra parte y llévate a Robert the Bruce contigo. Debo hablar con Mary ahora —Jamie
miró sorprendido a su padre.
—Sí, papá —dijo pero me miró desconcertado mientras se retiraba. Lo observé mientras
atravesaba la puerta y después me giré hacia Alex.
—¿Bien? —pregunté. Alex caminaba frente a la chimenea.
—Mary—dijo abruptamente—. He vendido el Diana.
—Bien, ¿conseguiste un buen precio? —Acomodé los papeles.
—Sí —se detuvo frente a mí, dejé los papeles y lo miré—. Compré pistolas con el dinero.
—Pistolas.
—Sí —me miró con sus ojos azules—. Solamente estoy siendo precavido.
—Precavido —dije—. ¿Compraste armas para ser precavido?
—Sí. Mis hombres deben tener lo mejor.
—¿Cuándo lo hiciste?
—La semana pasada.
—No me lo dijiste.
—No.
—Ya veo —me concentré en la esbelta cintura alrededor de la cual tantas veces había
colocado mis brazos. La cintura de un extraño—. No me lo dijiste.
—Cada vez que lo intentaba pensaba en cuánto te enojarías y no deseaba discutir contigo
sobre esto como lo hicimos sobre Malcom y Robert. No me mires así, Mary Rose. No fue mi
intención no decírtelo. Es sólo que yo...
—No me lo dijiste.
Me miró sin pestañear.
—Sí. Es verdad, pequeña. No dije nada —su cinturón estaba gastado cerca de la hebilla—.
Mary, pequeña, mírame. Sólo estoy siendo precavido. No sé lo que sucederá. Pero aún si no nos
unimos, puede afectarnos. Debemos estar preparados. Yo sólo estaba...
—Preparándote para ir a la guerra —dije tajantemente. Permaneció en silencio y nos
miramos—. Alex, ¿te unirás a la rebelión?
—No lo sé, Mary. Por el momento, no.
—Por el momento.
—Pero eso puede cambiar.
—Te lo diré si así sucede.
—No me lo digas, Alex. No desearé escucharlo. Nunca te lo perdonaré si te vas. Nunca.
Me estudió por un momento, asintió y me dejó sola con mis temores.

247
Kathleen Givens– Kilgannon

Esa tarde Alex y yo subimos a la parte superior de la torre para ver el atardecer.
Permanecimos de pie en silencio, Alex estaba preocupado como siempre en esos días. Suspiré
profundamente mientras le miraba el perfil, temerosa de preguntarle sobre sus pensamientos.
Finalmente me acercó hacia él rodeándome los hombros con el brazo y me besó el cabello.
—Es hermoso, ¿a que sí?
Hizo un gesto hacia el atardecer frente a nosotros. Era magnífico esa noche: las tonalidades
rosáceas se fundían en la línea índigo del horizonte, interrumpida solamente por las formas
desiguales de las islas más allá de la costa.
—Sí —dije y le rodeé la cintura con los brazos—.¿Alex?
—¿Hmmm?
—¿Recuerdas cuando nos conocimos? —me miró directa y alegremente, y asintió.
—Sí, pequeña, todavía no estoy tan viejo para olvidar las cosas. Lo recuerdo bien.
—¿Recuerdas haberme dicho que sería como yo lo quisiera? —pude sentir cómo se ponía
tenso bajo mis brazos y aguardé.
—Pequeña, sólo prometí darte lo que pudiese, no lo que no pudiese. Estoy al tanto de lo que
quieres, Mary Rose. No me malinterpretes, pequeña. Te amo más que a mi propia vida, pero
debo hacer lo que es mejor para todo Kilgannon, no sólo para mí —hizo una pausa y observó el
atardecer, después se giró hacia mí—. Mírame, pequeña. Mira a Angus, a Matthew y a Thomas.
¿'Qué es lo que ves? Ves gaélicos, Mary. No fuimos criados para sentarnos a un lado del camino y
mirar a los demás pasar. Fuimos criados para ser guerreros y eso es lo que somos. Algún día el
mundo no nos necesitará, pero eso es lo que somos. Eso es lo que era Gannon, ¿sabes?, y yo
llevo su sangre —suspiró—. Debo escuchar lo que dicen MacKinnon, Murdoch y los otros antes
de decidir, y debo basar mi decisión en algo más que mis propios deseos. Si le digo al clan que se
rebele, lo harán, y se abstendrán si digo que no. No puedo equivocarme y debo decidir pronto —
me besó la frente—. Mary, siempre te he dicho lo que siente mi corazón y eso no cambiará ahora.
Lo que me gustaría más que ninguna otra cosa es dejar que el resto del mundo siga adelante sin
nosotros, y si pensara que podría lograrlo, es exactamente lo que haría.
—Pero yo no, Alex —dije suavemente—. Nos acosan cada día exigiendo que te les unas.
—Sí—asintió—. Lo he notado.
—¿Qué harás?
Meneó la cabeza y frunció el ceño.
—No lo sé. Mantenerme al margen si es posible. No sé lo que sucederá, Mary.
Permanecimos en silencio un largo rato.
—No te vayas —no era mi intención decirlo y me sorprendí al hacerlo.
—Sé lo que deseas, pequeña —cuando volvió a hablar lo hizo en tono suave—. Y estoy
considerando todas las opciones, Mary Rose. No es mi intención actuar impulsivamente.
Me besó nuevamente y me tuve que conformar con lo poco que tenía.
Los dos días siguientes fueron tranquilos. La calma que precede a la tormenta, recordé luego,
y deseé haberlo disfrutado más. Los días eran más cortos ya que se aproximaba el fin del verano y
se estaban llevando a cabo los preparativos para el invierno. Después de la primavera y el verano
más húmedos que nadie pudiese recordar, el otoño resultaba adorable, aunque había llegado
temprano. Tuvimos días despejados y cálidos seguidos de frescas noches.
El 6 de septiembre el duque de Mar había levantado los estandartes de Estuardo en las
laderas de Mar y se había declarado a favor de Jacobo Estuardo. El clamor tan esperado se había

248
Kathleen Givens– Kilgannon

esparcido por toda Escocia para que los clanes se rebelaran y se le unieran. Tres días después, los
MacDonald llegaron al lago. Me dirigí a Alex agitada.
—Sabes por qué está aquí—dije—, ¿qué harás?
Alex se encogió de hombros.
—Escuchar. No puede hacer ningún daño escuchar a un hombre.
—No esperé que amaras al rey Jorge o que fueses su aliado, pero tampoco esperaba que
cambiases de opinión acerca de Jacobo Estuardo.
Se le encendieron los ojos pero habló en tono calmo.
—No he cambiado de opinión acerca de Jacobo Estuardo, Mary —dijo—. Pero esto tiene
que ver más con MacDonald que con Estuardo. Sólo escucharé. Seguramente no hará ningún
daño hacerlo.
—Es un hombre persuasivo, un hombre que está acostumbrado a que las cosas se hagan
como él quiere.
—Sí. Y yo también, Mary Rose.
—Te estima mucho y piensa que tú también lo estimas.
Me miró con sus ojos azules.
—Sí, bueno, así es pequeña, pero no tiendo a dejarme llevar por la amistad. Estimo mucho
más a Murdoch y él partió sin que yo hubiese tomado posición, por si no lo recuerdas.
Asentí. «Querido Dios», recé, «Haz que MacDonald se dé la vuelta ahora y se aleje
navegando».
Pero no se fue. Desembarcó y la determinación era obvia en su manera hosca cuando Alex y
Angus lo recibieron como si fuese una simple visita social. MacDonald sólo me hizo un gesto con
la cabeza, sin molestarse en concederme su habitual saludo. Algo serio lo había traído aquí y no
eran más planes de boda. Alex encabezó la marcha hacia el jardín y después a la sala y pidió
comida y whisky. Muchos de los hombres de MacDonald habían permanecido en el barco, lo cual
fue lo suficientemente extraño para provocar que muchos de los MacGannon levantaran las cejas.
Los que habían acompañado a Sir Donald a la sala permanecieron cerca de él, expectantes. Me
incomodaba más a cada minuto.
Alex los condujo a una habitación al otro lado de la torre, la cual rara vez se utilizaba. El
pasillo rodeaba la antigua estructura y en la última esquina, en lugar de girar hacia la izquierda en
dirección a la armería como lo hacíamos de costumbre, giramos hacia la derecha y entramos en
una habitación de piedra, de paredes lisas con paneles y yeso. Allí había una larga mesa rodeada
de sillas y una cómoda a la izquierda de la alta ventana que daba al oeste. Había unas cuantas sillas
contra las paredes. Las motas de polvo danzaban en los haces de luz iluminados por el último
resplandor del sol de la tarde, haciendo que la gastada superficie de la mesa de roble
resplandeciese. Experimenté el mismo presentimiento nefasto que había sentido cuando Alex
había cabalgado hacia el bosque con MacKinnon.
«Esta vez», pensé, «estaré con él».

249
Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 29

Alex y MacDonald se sentaron a la mesa frente a frente. Angus, Thomas y el resto de los
hombres se sentaron del mismo lado que su jefe. Nadie se percataba de mi presencia, pensé
mientras cruzaba la habitación detrás de Alex y me sentaba cerca de la cómoda, alejada de la
mesa. La luz que entraba por la ventana detrás de mí iluminó el cabello de Alex y proyectó
sombras detrás de él, mientras que la edad de MacDonald era claramente evidente bajo los
brillantes haces de luz. Y evidenciaba algo más en sus maneras también. ¿Preocupación?
¿Hostilidad? No podía estar segura. Coloqué las manos sobre el regazo. El tono de Alex no
pareció perturbado.

—Es bienvenido en Kilgannon, Sir Donald, pero me temo que trae un mensaje que no lo es.
—Debería serlo, Kilgannon —dijo MacDonald—. No le pido más que lo que usted debería
ofrecer por propia voluntad. Que se nos una.
—¿En?
—Usted sabe en qué, Alex —rió socarronamente Sir Donald.
—Dígalo —dijo Alex, con voz tan fiera como la del otro hombre.
—En restaurar a nuestro rey legítimo en su trono, en colocar a Estuardo a la cabeza de
Escocia nuevamente.
Alex se recostó hacia atrás en su asiento y colocó las manos sobre el borde de la mesa.
—No.
Aunque habló suavemente, la palabra resonó en toda la habitación. MacDonald miró a Alex
con ojos entrecerrados mientras se recostaba en su silla. Los otros hombres intercambiaron
miradas y me encontré con la mirada azul gélido de Angus. Alex observó a MacDonald.
—Repítalo, Kilgannon —dijo el anciano.
—No —dijo Alex—. No, no me uniré a una lucha que pone en peligro a mi familia y a mi
clan por un hombre a quien no respeto.
El tono de voz de Sir Donald carecía de inflexión.
—No respeta a Jacobo Estuardo.
—No lo hago —Alex se cruzó de brazos y esperó.

Las jóvenes de la cocina entraron, sirvieron whisky y colocaron bandejas con comida en la
mesa mientras permanecíamos sentados en silencio. La bebida fue aceptada de buena gana;
aunque no tocaron la comida. Sir Donald le dio un sorbo a su whisky y miró a Alex por encima
del borde de su copa. Cuando volvió a hablar, el tono de MacDonald era sereno.
—Habrá escuchado que Mar levantó los estandartes en Braemar.

250
Kathleen Givens– Kilgannon

Alex asintió.
—Sí, así es.
—Y habrá oído que muchos de los clanes se están rebelando.
—Lo he oído.
—MacKinnon vino a verlo.
—Así fue.
—Y a mí también —dijo Sir Donald. Alex asintió nuevamente. —También supe eso.
—Murdoch Maclean vino. Y le comentó que se nos unirá. —Lo hizo.
—Y su propio hermano le envía esto —dijo MacDonald extrayendo una carta de entre los
pliegues de la manta y colocándola sonoramente entre ambos sobre la mesa.
Alex no la miró.
—Su hermano es un vasallo de Mar, ¿sabe?
—Sí—dijo Alex.
—Y Mar le ha ordenado a todos sus vasallos que se unan a la rebelión —Alex permaneció
en silencio—. ¿Será que uno de los MacGannon se nos unirá para restaurar Escocia mientras que
el otro permanece sentado en su casa junto a su esposa inglesa?
Uno de los MacDonald rió pero se detuvo cuando Sir Donald lo miró bruscamente. Alex
azotó el puño contra la mesa y el resto de los MacGannon murmuró y comenzó a ponerse de pie,
pero Angus hizo un gesto para que se sentasen. Alex volvió a su silla con expresión adusta. Si no
lo conociese tan bien, habría pensado que a pesar de haber golpeado la mesa se encontraba muy
tranquilo. Me pregunté cuan bien lo conocía Sir Donald.
—¿Sabe que dejaré a mi familia para unirme a la rebelión? —preguntó MacDonald.
—Lo supuse.
—Sabe que mi familia significa mucho para mí y escucho a mi esposa, Kilgannon, como
usted a la suya, sin duda; pero soy yo el que toma las decisiones. ¿Sabe lo que dicen de Alexandcr
MacGannon por estos días?
Alex se frotó el mentón.
—No, Sir Donald —dijo—. Cuéntemelo.
El anciano dio un sorbo a su whisky y sus ojos centellaron al mirarme antes de volver a
dirigirse a Alex.
—Dicen que cuando Kilgannon estaba casado con una MacDonald estaba aliado con los
MacDonald, y ahora que está casado con una inglesa...
Dejó las palabras flotando en el aire. Angus miró a Alex, su enojo fue evidente por un
segundo antes de apaciguar de nuevo cuidadosamente su expresión. Alex se echó hacia atrás en la
silla, después rió y se encogió de hombros.
—Sí —dijo Alex en tono ligero—. Siempre he sido conocido por la facilidad con que me
dejo manipular. Eso no funcionará conmigo, Donald. Intente otra cosa.
MacDonald movió la boca como si fuese a sonreír pero bebió otro trago de whisky.
—Sabe que Marischal está con nosotros.
—Eso he oído.
—Y los Emory. Y los Fraser.
—Algunos.
—Son de su sangre. ¿Qué pensarán si usted no se nos une?
—No me importa lo que piensen, Donald.

251
Kathleen Givens– Kilgannon

—Y Drummond, Lindsay, MacKinnon, MacLachlan, MacEwen, Maclean, MacKenzie... ¿No


le importa lo que ninguno de ellos piense?
—No.
—Estará muy solo aquí en Kilgannon, Alex —Sir Donald se rascó el mentón y después
bebió de su whisky. Su tono era ligero cuando continuó—. ¿Sabe cómo llegué aquí hoy?
—Por mar.
—Sí, pero Alex, piense en la ruta —MacDonald se acomodó en la silla y trazó una ruta sobre
la mesa ignorando la carta—. Éste es Kilgannon —señaló un punto—. Y esta es su ruta normal
para salir del lago Gannon —dibujó una línea sobre la mesa—. Si se marcha de Kilgannon y va
hacia el sur, pasa por Mull y las otras islas. Si va hacia el norte, pasa por Skye. ¿Comprende mi
planteamiento?
Alex se inclinó hacia delante, su tono de voz era tranquilo pero le centelleaban los ojos.
—No, explíquemelo mejor.
MacDonald habló como si sus palabras no acarrearan consecuencias.
—Bien, Alex. En sus rutas marítimas estará rodeado por aquellos que se unieron a la
rebelión. ¿Qué pensarán de que usted no se haya unido?
—No me importa lo que piensen.
—Y por tierra, considerémoslo. Clanranald hacia el norte y hacia el este, MacDonald hacia el
norte, el sur y el oeste. Y MacDonnell más allá. Me parece que sus viajes estarán muy
restringidos.
—En Braemar —dijo Alex—, los clanes estaban listos para irse a casa cuando el asta del
estandarte cayó. Algunos lo consideran un presagio.
—Sé que usted no es supersticioso, amigo —MacDonald se reclinó hacia atrás, después se
acomodó y palmeó el brazo de la silla, su enojo fue evidente cuando levantó la voz—. ¿Por qué
no se nos une? —gritó—. Dígamelo, Alex. Estoy demasiado viejo para estos juegos.
—Al igual que yo —contestó Alex sombríamente. Se observaron como si estuviesen solos
en la habitación. Alex le dio un sorbo a su whisky y miró al anciano, después se inclinó hacia
delante y habló por primera vez con su usual tono de voz—. Cuando los Estuardo ganaron el
trono, el primer Jacobo nos dio la espalda. Se fue a Londres y Escocia sufrió debido a su
indiferencia. Podría habernos asegurado un trato equitativo en Inglaterra, pero no lo hizo. Desde
entonces ningún Estuardo ha levantado un dedo para ayudarnos. Todos los Estuardo han
pensado que Escocia no representa más que problemas. Habríamos estado mejor si la reina María
hubiese sido estéril.
MacDonald entrecerró los ojos.
—Esas son palabras fuertes.
—Sí, pero es lo que pienso, Donald. ¿Cómo ayudaron los Estuardo a los suyos? Desde el
primer Jacobo hasta Ana no han contribuido en nada a Escocia. ¿Por qué debería arriesgar todo
lo que tengo por un hombre cuya familia nunca pensó en Escocia, o en las Tierras Altas, o en los
MacGannon, excepto en cuánto podemos ayudarlos? —Colocó las manos sobre la mesa—. En el
´88, mi padre se rebeló. ¿Qué ganó con eso? —Meneó tajantemente la mano—. Jacobo Estuardo
no puede manejar una rebelión. Recuerde la batalla de Killiecrankie.
—Sí, la recuerdo —dijo Sir Donald sombríamente—. Tú tenías tres años de edad, amigo. No
me digas que la recuerdas.

252
Kathleen Givens– Kilgannon

—No, pero fui criado escuchando esas historias. Había escoceses en ambos lados de la
batalla. ¿Qué ha cambiado?
—Eso era entonces. Esto es ahora.
—¿ Recuerda Glencoe ?
La voz de MacDonald era sombría.
—¿Usas la masacre como razón para unirte a los ingleses?
—No —gruño Alex—. Uso la masacre para recordarle lo que sucede si nos derrotan.
Sir Donald alzó la voz.
—¿Piensas que no triunfaremos?
—¿Están los Campbell con usted? —preguntó acaloradamente Alex—. ¿Y los Cameron? ¿Y
todos los Fraser, los Munro y los MacLeod?
—No.
—Exactamente mi punto, MacDonald. Es lo mismo de siempre. ¿Ganó Jacobo Estuardo en
1708? No —Alex espetó las palabras—. El hombre contrajo sarampión y ni siquiera desembarcó.
—¿Culpas al hombre por haber contraído sarampión?
—No —Alex meneó la cabeza con desdén—. Culpo al hombre por su usual carencia de
planeamiento. Podría llevar a toda mi servidumbre a China antes de que él pudiese llegar a
Escocia. Para cuando llegó aquí los ingleses estaban preparados. No es un soldado, Donald, y
tampoco es un líder. Lo ha conocido. El hombre se queja de su falta de comodidades. No tiene
mi respeto —Alex hizo una pausa y continuó en tono más tranquilo—. Ha ignorado siempre a
las Tierras Altas excepto ahora, cuando desea que derramemos nuestra sangre por él. Nos ignoró
y fue un insulto. Y ahora, cuando lo desea, ¿debemos dejar nuestros hogares y a nuestras familias
y arriesgarlo todo por un hombre que siete años atrás ni siquiera podía recordar que existíamos?
—Tu rey Jorge también nos insultó, Alex. Cuando no quiso abrir la carta de los jefes. Ni
siquiera quiso abrirla.
—No es mi rey Jorge, hombre, y afianzas mi punto. ¿Por qué debo arriesgarme a mí y a los
míos por un rey que no puede gobernar? Y ninguno puede.
Sir Donald se acarició el mentón y observó mientras Alex, enrojecido, servía más whisky
parar ambos.
—Buchanan está con nosotros —dijo Donald quedamente—, y Farquharson, y Carnegie, y
Forbes, y Maxwell, y MacDougall —hizo una pausa—. Alex, ¿no vas a unirte a nosotros?
Alex colocó las palmas de las manos sobre la mesa.
—No.
—No es común en ti que tengas miedo a pelear.
Alex sonrió.
—No tengo miedo a pelear.
—Pero no te nos unirás.
—No nos uniremos a ti.
—Te unirás a los ingleses.
—No, permaneceremos imparciales.
—Eso será difícil de explicar a tus vecinos. Algunos de Clanranald pueden ser difíciles de
controlar.
—¿Qué quieres decir, MacDonald. Dilo.
—Te destruirán.

253
Kathleen Givens– Kilgannon

Alex sonrió fríamente.


—Puede que lo intenten.
—Te atacarán en el mar.
—Quieres decir que tú lo harás. Los MacDonald controlan los estrechos aquí.
—Quizás no pueda controlar a todos mis hombres.
Alex rió súbitamente.
—Ese será el día, Donald. Si me estás amenazando, pues hombre dilo. ¿Estás diciendo que si
no nos unimos a ti intentarás destruirme?
—Te destruiremos.
Los hombres de MacGannon cogieron sus armas pero Alex los detuvo con un gesto y se dio
la vuelta hacia Sir Donald. Habló muy lentamente.
—No puedo creer que hagas esto, Donald. Eres tío abuelo de mis hijos y aun así dices que
me destruirás si no me uno a ti.
MacDonald asintió.
—Sí.
Alex levantó el mentón.
—Me gustaría verte intentarlo.
Se miraron enardecidos mientras que sus hombres se removían en sus asientos, incómodos.
Angus escudriñó los rostros de los hombres que se hallaban frente a él mientras acercaba la mano
a su cuchillo. Alex se sirvió más whisky sin que le temblara el pulso.

—Pienso que debes reconsiderar tu posición, Donald —dijo tranquilamente.


Para mi sorpresa, MacDonald estalló en risas.
—Te pareces a tu abuelo. Echo de menos a ese bastardo.
—Sí.
Alex sonrió pero no apartó ni un momento los ojos del rostro del anciano, mientras Sir
Donald terminaba su whisky y colocaba el vaso en la mesa, haciéndolo girar lentamente entre los
dedos.
—Alex, ¿recuerdas cuando te quedaste conmigo antes de casarte con Sorcha ?
—Sí.
—¿Y recuerdas que hablamos de historia, amigo? ¿Sobre Escocia, sobre los romanos, Robert
the Bruce y Kenneth MacAlpin y de cómo los victoriosos triunfan? —Alex asintió, el anciano se
inclinó hacia delante nuevamente, con tono cansado—. ¿Recuerdas cuántas veces me dijiste que
la tragedia de los gaélicos es que no se unen?
—Estás utilizando mis propios argumentos, Donald.
—Sí, porque son buenos argumentos —dijo Sir Donald y suspiró—. Alex —continuó con
voz apesadumbrada, ya no amenazante—, si no nos unimos estamos perdidos. Si nos unimos
quizás ganemos nuestra independencia. ¿Puedes quedarte sentado sabiendo que podrías ayudar a
los tuyos pero rehusas? ¿Puedes vernos fracasar porque no levantas una mano por Escocia? ¿No
te nos unirás e intentarás una vez más liberar a tu país? Pensé que te conocía, amigo, pero el
hombre que conocí no se quedaría sentado mirándonos luchar sin él —meneó la cabeza—. No
tengo más que decirte, Alex. Te necesitamos. Necesitamos tu cerebro, tu coraje y a tus hombres.
Ayúdanos. De lo contrario... —empujó la silla hacia atrás y se puso de pie—. Que Dios te ayude
—sus palabras hicieron eco contra la piedra.

254
Kathleen Givens– Kilgannon

Alex se puso de pie y le extendió la mano al anciano.


—Que tengas buen día, Donald MacDonald —dijo tranquilamente—. Y un viaje seguro de
regreso a casa. Tendrás mi respuesta en breve.
Los otros hombres también se pusieron de pie. MacDonald asintió, le dio la mano a Alex y
dejó la habitación sin decir palabra. Sus hombres lo siguieron. Esperamos en silencio hasta que el
ruido de sus pasos se desvaneció en la distancia.
—Cuando se hayan ido, Thomas —dijo Alex en un mismo tono y miró a Angus—, enciende
las antorchas. Convoca al clan —tanto Thomas como Angus asintieron. Alex se dirigió a los
otros hombres—. Retiraos ahora —se fueron de inmediato. Alex suspiró y cogió la carta de
Malcom—. Sabes lo que es —dijo. Angus y yo asentimos. Alex leyó la carta, después la releyó
antes de entregársela a Angus con un gesto abrupto—. Muéstrasela a Mary —se retiró
bruscamente de la mesa empujando una silla fuera de su camino la cual cayó sonoramente al
suelo—. Mo Dia —gruñó—, lo único que han respetado es la memoria de mi padre —se retiró
de la habitación a zancadas.
Me quedé mirando a Alex, después me giré hacia Angus y lo observé leer la carta. Me la
entregó.
—Es como lo pensé—dijo.
La leí en silencio. Malcom había escrito que Mar amenazaba con destruir sus propiedades y
echarlo de ellas si no se unía.
«Alex, hemos tenido diferencias en el pasado», escribía Malcom, «pero hace tiempo que te
perdoné y te pido ahora que vengas en ayuda de tu único hermano. Dejemos el pasado atrás y
comencemos de nuevo. Te lo ruego, por el apellido que compartimos, ven a ayudarme. No
puedes negarte a ayudarme a que me quede con lo poco que tengo mientras tú tienes tanto.»
Enfurecí de inmediato. ¿Cómo podía atreverse Malcom a perdonar a Alex cuando todo el
daño había sido causado por él? ¿Cómo se atrevía a escribirle eso a su hermano después de todo
lo que había hecho? Y qué bien conocía a Alex, para escribir exactamente las palabras que lo
afectarían. Cómo despreciaba a ese hombre. Vi los ojos encolerizados de Angus.
—¿No hay ninguna manera de evitar esto? —pregunté.
—No —dijo—. Es verdad. Mar está amenazando a sus vasallos.
—Os uniréis a la rebelión.
Habló con tono de voz cansado.
—Alex tomará la decisión.
Negué con la cabeza.
—No. Se lo dejará al clan. Sabes lo que sucederá. Angus —grité—. ¡Ayúdame a detener esto!
—Mary, estamos perdidos si lo hacemos, y estamos perdidos si no lo hacemos. Si no nos
unimos a ellos y los jacobitas triunfan, seremos enemigos y pagaremos el precio. Todo Kilgannon
pagará el precio. Son miles, entre los MacDonald y Clanranald. Con el tiempo triunfarán. Y si los
jacobitas fracasan, serán los ingleses los que vendrán a destruirnos, rodeados como lo estamos de
jacobitas. Los ingleses no se tomarán la molestia de diferenciar nuestra política. No, pequeña, o
nos hundimos con los otros o nadamos con ellos — meneé la cabeza—. Mary —dijo
abruptamente—, lo que yo pienso o lo que tú piensas ya no importa. Tenemos que tomar una
decisión que nos involucra a todos. Lo que decidamos esta noche determinará el futuro del clan
MacGannon. Y no me gusta ninguna de las opciones.

255
Kathleen Givens– Kilgannon

Giró sobre sus talones y me dejó sola. Me lo quedé mirando, con la carta de Malcom aún en
la mano.
Me llevó una hora encontrar a Alex, que se hallaba caminando sobre las rocas al otro lado
del lago. Extendió los brazos cuando corrí hacia él, miré hacia atrás el castillo desde el refugio que
me proporcionaban sus brazos. «Kilgannon», pensé.
—Alex... —comencé a decir pero meneó la cabeza.
—Tranquilízate, pequeña —dijo suavemente—. No hables. Solo deja que te abrace y no lo
afrontemos aún —nos quedamos de pie en una roca y dejamos que el sol de finales de verano
nos bañara con su luz. Alrededor de nosotros la actividad se incrementó y los hombres del clan
comenzaron a llegar. Sabía que los podía ver, pero me sostuvo contra él como si tuviésemos todo
el tiempo del mundo—. Estoy contento de que estuvieras ahí —dijo finalmente—. Habría sido
difícil explicártelo. Estoy agradecido de que fueses lo suficientemente sabia como para
permanecer en silencio.
—Te marcharás.
—Eso todavía hay que decidirlo.
Negué con la cabeza.
—Lo decidiste en esa habitación.
Dejó caer los brazos de mis hombros.
—No.
—Sí—se mantuvo en silencio, observándome—. Alex—grité—. ¡Piensa en nosotros! ¡Piensa
en todos nosotros! Podemos defendernos. Me has dicho cuan seguro es Kilgannon, lo fácil que
es de defender. Podemos hundir un navío y evitar que cualquier barco entre al puerto y podemos
permanecer adentro cuando haya peligro.
Habló con tono tranquilo.
—¿Para siempre? ¿Para siempre, Mary?
—Durante el tiempo que sea necesario. Si la revolución fracasa no tendrán la fuerza
suficiente para atacarnos. Lo olvidarán y seguiremos adelante.
—En eso te equivocas. Nunca lo olvidarán. Glencoe sucedió hace más de veinte años y es
como si hubiese ocurrido ayer. Si MacDonald nos declara enemigos, nunca lo olvidarán. Ni
tampoco lo harán los ingleses.
—Pues nos defenderemos.
—¿Y qué hay con aquellos de las áreas circundantes? ¿Debo construir una muralla y dejarlos
defenderse por sí mismos? ¿Y nunca salir? ¿Dejar a Duncan de Glen y su familia sin mi
protección? ¿Dejar que arrasen con Glengannon sin levantar un dedo? ¿Decirles a los pescadores
que permanezcan adentro? ¿Dejaremos de comerciar y nunca saldremos del lago Gannon
mientras nos acobardamos paredes adentro? No lo creo.
—MacDonald no te atacaría.
—No te equivoques. Si decide que somos enemigos, lo hará.
—¿Sabes que implica traición?
—¿Traición? —me volvió a mirar con ojos gélidos.
—Si te les unes, estarás tomando las armas contra tu rey.
—Mary —dijo mirándome al rostro—, compréndeme bien. No me agradan los Estuardo
pero nunca consideré a tu Jorge como mi rey. Escocia es mi país, no Inglaterra.
—Están unidas ahora. Es traición.

256
Kathleen Givens– Kilgannon

—Sólo los ingleses lo llamarían así.


—Yo soy inglesa.
—Sí —dijo con la mandíbula apretada. Miró hacia el lago.
—Es traición, Alex, ¿no lo ves?
—Sí, según los ingleses, es traición.
—Si los ingleses ganan te tildarán de traidor. En el mejor de los casos podrías perder
Kilgannon.
—Eso no sucederá.
—Podría suceder. Podrías morir. Podrías enfrentar la muerte de un traidor.
—Eso no sucederá.
—Podría suceder.
Me miró a los ojos.
—También podríamos triunfar.
—¿Contra los ingleses? No es probable.
Levantó el mentón.
—¿Tanto subestimas mis habilidades?
—No —negué con la cabeza—. Pero subestimo las habilidades de Escocia para enfrentarse
a Inglaterra.
—¿Por ende debemos rendirnos nuevamente y esta vez debemos tomarlo con agrado? —Me
miró con sus ojos azules—. ¿Es esa tu opinión, Mary? ¿Realmente subestimas tanto a mi gente?
Aguardé hasta que pude responder con un tono de voz razonable.
—Son mi gente también, Alex. No quiero que te vayas. No quiero arriesgarme a perderte.
—No me perderás —miró hacia el lago.
—No puedes garantizarlo. Si me amaras te quedarías aquí.
Me miró.
—Sí te amo, pequeña. No digas esas cosas.
—Alex, no hay razón para que te vayas. Malcom no está en peligro.
—Lo está.
—No confío en él. Miente otra vez.
—Sí, Mary, es un mentiroso, pero también es mi hermano. ¿Aceptarías a un esposo que
rehusase a ayudar a los suyos?
—No confío en él. ¡Piensa en lo que ha hecho! ¡Mintió, te robo e intentó matarte! ¡Es un
monstruo!
—Ah, Mary, no lo comprendes.
—¿Lo estás defendiendo? ¿Después de lo que le hizo a Sibeal? ¿De lo que sucedió con el
Diana? Está mintiendo otra vez, ¿cómo es que no te das cuenta?
—No lo estoy defendiendo, Mary. Mar le ha escrito a todos sus vasallos. Lo he oído de
varias fuentes. No me sorprende.
—Entonces quizás esa parte sea verdad, ¿pero cómo puedes confiar en él? ¿Después de que
te robara? ¿Después de que te mintiera?
—Mary, no lo entiendes. No se trata de que confíe o no en él. Lo heredé todo. El título, las
tierras. Es muy difícil para el hijo menor. El obtuvo...
—Él obtuvo las tierras de tu madre, por lo cual muchos hombres estarían agradecidos.
Obtuvo una esposa que lo ama, a la cual no pudo serle fiel y le demostró sólo brutalidad cuando

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Kathleen Givens– Kilgannon

ella se quejó. Obtuvo dinero y otras ayudas de tu parte incluso después de robarte y, aun así, no
es suficiente para Malcom MacGannon.
—Malcom es mi hermano. No puedo ignorar su súplica.
—¿Por qué no, Alex? Pareces poder ignorar la mía fácilmente, ¿prefieres a Malcom antes que
a mí?
—No, Mary, no haría eso. Pero no puedo ignorarlo.
—Pues eres un tonto, Alex, y que Dios os ayude a ambos.
Me miró fríamente. Después asintió cortésmente.
—Sí, Mary, soy un tonto. En eso al menos estamos de acuerdo.
Fue todo lo que dijo antes de dejarme allí de pie.
Los hombres del clan se reunieron esa tarde. No fui invitada ni tampoco Alex vino a
buscarme. Permanecí sentada en nuestra alcoba, enfurecida. Sabía que se iría. Alguna parte de mí
lo había sabido desde la visita de MacKinnon pero aún era difícil de afrontar. Estaba tan
enojada... Con Alex, con Malcom, con MacDonald, con Jacobo Estuardo y con todos los
hombres que impulsaban la guerra sin pensar en aquellos cuyas vidas se verían afectadas. O se
perderían. «Dios santo», pensé, «él podría morir por Jacobo Estuardo, por Malcom, por
MacDonald». Y después mi temor se disipó a causa de la furia que se apoderó de mí nuevamente.
Ni siquiera simulé dormir, sino que caminé y caminé hasta que la quietud reinó en la casa.
«¿Dónde está?», me pregunté. Mi enojo se incrementó nuevamente y continué caminando.
Por la mañana temprano no lo pude soportar un segundo más y salí de nuestra alcoba. La
sala estaba atestada de hombres envueltos en sus mantas, roncando. Me abrí paso
silenciosamente hasta la biblioteca. Angus estaba sentado frente al fuego, con las piernas
extendidas y el mentón apoyado en las manos. Se veía muy cansado y estaba solo. Levantó la
vista cuando entré.
—El no está aquí, Mary —dijo.
—¿Dónde está?
No lo sé. Caminando, sin duda. No está en la casa.
Me acerqué a él.
—Angus, ¿qué vamos a hacer?
—Espero que triunfemos.
—¿Entonces iréis?
Me miró seriamente.
—¿Tenías alguna duda?
—¿Acaso alguno de ustedes pensó siquiera en nosotros, los que nos quedaremos aquí?
Angus se topó con mi mirada encolerizada y no pestañeó.
—Sí, Mary, pensamos en vosotros, ¿crees que no sabemos lo que hacemos?
—Angus —grité—, los hombres están muy exaltados. Desean ir. Me doy cuenta pero no lo
comprendo.
Me miró durante un largo rato, después suspiró.
—Sí, tienes razón, Mary. Muchos están ansiosos, pero ni Alex ni yo lo estamos.
Comprendemos a lo que vamos. Debes confiar en nosotros, pequeña. No vamos por la gloria.
—Van por Malcom.

258
Kathleen Givens– Kilgannon

—No —era Alex quien hablaba, me di la vuelta rápidamente. Ocupaba casi todo el umbral
de la puerta, parecía exhausto y sombrío—. Vamos por el honor, Mary, y por la lealtad, y si no
comprendes ninguna de esas cosas, te he juzgado mal.
—Hay honor en permanecer aquí y proteger a los tuyos.
—Eso no es honor. Y en definitiva es una derrota segura. Si la rebelión triunfa sin nosotros,
nos harán a un lado. Si fracasa sin nosotros, seremos perseguidos y destruidos para apaciguar su
furia y luego vendrán los ingleses.
—Podemos permanecer neutrales —dije—. Podemos permanecer a un lado y dejar que
luchen a nuestro alrededor.
—No. No podemos.
—Querrás decir que no quieres —nos miramos enfurecidos.
—Como lo prefieras, Mary —dijo y se retiró.
Lo dejé irse y volví a la cama sola.

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Kathleen Givens– Kilgannon

Capítulo 30

La mañana no fue mejor. Me levanté tarde, rígida, tensa y todavía enfadada. Abajo no había
señales ni de Alex ni de Angus ni de Thomas. No regresaron a casa en dos días. Pronto descubrí
que habían ido a las afueras para hablarles a los miembros del clan que no habían asistido a la
reunión. Cuando Alex regresó, tenía el rostro gris de preocupación y asintió cortésmente cuando
pasó frente a mí en la sala. Horas más tarde fui a nuestra alcoba y lo hallé dormido, aún vestido.
Lo cubrí con una manta y le besé la frente. Se movió y me extendió una mano, me deslicé entre
sus brazos sin decir palabra. Volvió a dormirse y permanecí en sus brazos intentando
convencerme de que todo era un sueño, de que despertaría y volvería a tener nuestra vida. Me
quedé dormida intentando convencerme.
Me desperté cuando se movió y al abrir los ojos lo vi sentado en el borde de la cama,
echándose hacia atrás el cabello, con la mirada perdida en la distancia. Suspiró al ponerse de pie y
se acomodó la ropa. La alcoba estaba en penumbras, el resplandor otoñal nos daba poca luz esa
tarde. Debajo de nosotros el jardín estaba tranquilo. Se dio la vuelta y nos miramos durante un
largo momento, después extendió una mano para acariciarme la mejilla. Su voz era cariñosa.
—Te amo, Mary. Quizás no le des crédito a eso ni tampoco me entiendas, pero te amo.
—Lo sé, Alex. Y yo te amo a ti.
—Sí, sé que es así —miró la manta, tocó la lana, después se giró, se quedó mirando las
sombras y habló sin inflexión—. He mandado a decirle a MacDonald que nos uniremos a él. Y
hemos enviado a Gilbey a buscar a Matthew.
No hablé. Que lo expresase en palabras lo hacía casi tangible. Cerré los ojos. «No es real»,
me dije. Cuando no emití palabra él suspiró de nuevo y se marchó silenciosamente.
Me percaté gradualmente de que él había sabido, tiempo atrás, que partiría. Pero me
sobrecogió con más intensidad la mañana en que lo hallé supervisando el desembalaje de las
últimas pistolas. Había visto las cajas, prolijamente acomodadas en la planta inferior de la torre,
pero no sabía lo que eran. Tras nuestra discusión sobre la compra, no las habíamos vuelto a
mencionar aunque había asumido que las pistolas utilizadas en las constantes prácticas eran las
nuevas. Era inquietante saber que era hora de desempacar las últimas. Angus y Dougall les
mostraban a los más jóvenes cómo cargar las pistolas mientras Alex, sentado sobre uno de los
barriles, apuntaba a la pared frente a él probando su puntería. Permanecí de pie en el umbral,
horrorizada y sin que notaran mi presencia en un comienzo. Después Alex, con esa extraña
habilidad suya, se giró y me miró a los ojos. Lo miré petrificarse al ver mi expresión y se levantó
lentamente del barril. Angus levantó la vista, miró a Alex y después a mí. Me di la vuelta y volví
sobre mis pasos por el pasillo, buscando a tientas la puerta. Una vez fuera, respiré profundamente
y caminé deprisa hacia el agua.

260
Kathleen Givens– Kilgannon

Me alcanzó al pie del muelle y se paró frente a mí, con una pistola en el cinturón. Le miré el
pecho. Abruptamente me di la vuelta, me alejé de él y nuevamente se interpuso en mi camino.
—Mary Rose —dijo roncamente—. Mary, ven conmigo, pequeña.
—No —casi ni reconocí mi voz estrangulada—. No.
—Sí, pequeña, ven conmigo —me cogió de la mano—. Ven conmigo —lo miré, era un
extraño.
—¿A la guerra, Alex? ¿Quieres que sea una de esas mujeres que siguen a los soldados y los
atienden? —Hice un ademán despectivo con la mano.
—No, pequeña —dijo tristemente moviendo la cabeza—. Sólo acompáñame un poco por el
muelle. Por favor.
—No.
—Sí, Mary. Debemos hablar. Ven.

Me cogió de la mano nuevamente y esta vez no me resistí. Remó fuera del muelle mientras
yo miraba hacia la izquierda. Si me giraba hacia la derecha vería a los hombres preparándose en la
costa —preparándose para la guerra, preparándose para dejarnos— y montaría en cólera
nuevamente. Miré el agua quieta y pensé cuan azul era hoy, qué verdes las últimas hojas de los
árboles a lo lejos, cuan grises las montañas ahí arriba. Escuché el rítmico sonido de los
movimientos de Alex y observé el agua arremolinarse alrededor del remo cuando lo sumergía. En
el medio del lago suspiró, dejó de remar y nos dejamos llevar por la corriente. Me quedé mirando
la costa lejana durante un largo rato. Como permanecía sin hablar, le eché una mirada. Me estaba
observando, con expresión cautelosa, con los ojos tan azules como el agua detrás de él. El sol
hacía parecer su cabello aún más dorado y la brisa le agitaba pequeños mechones en un halo
alrededor de la cabeza. Sin pensarlo me incliné y le retiré un mechón dorado de la mejilla. Me
cogió de la muñeca y tiré para liberarme. Nos miramos a los ojos y su imagen se desdibujó y
desapareció cuando comencé a llorar. Intenté pestañear para quitar las lágrimas de mis ojos. Aún
me sujetaba de la muñeca pero no dijo nada y lo miré nuevamente. Me miraba la mano, con la
cabeza inclinada, y vi cómo sus hombros se elevaban y caían bajo el lino. Alzó la vista, me miró a
los ojos y me soltó la muñeca.
—Mary, ¿puedes perdonarme? —Suspiró profundamente—. Lamento hacerte enojar tanto.
—No te marches. No nos dejes, Alex. Tengo tanto miedo...
—Volveré, pequeña.
—Lo intentarás.
—Volveré.
—¿ Por qué ? —susurré.
—¿ Por qué parto o por qué volveré ?
—Ambas cosas.
Meneó la cabeza.
—Ah, Mary, no tengo palabras mágicas para explicarlo. Sólo puedo decirte que no quiero ir
pero debo hacerlo.
—¿Por qué? ¿Por Malcom? ¿Vas por él, Alex?
Respiró profundamente, se miró los pies y después levantó los ojos intensamente azules para
mirarme.

261
Kathleen Givens– Kilgannon

—No, pequeña, no por Malcom. Soy consciente de todo lo que ha hecho. No me quedan
ilusiones para con mi hermano. Nunca haría este sacrificio por él —meneó la cabeza—. No,
Mary, voy porque soy gaélico y no puedo quedarme atrás cuando mi gente va a la guerra. Sensato
o no, con garantías o sin ellas, no puedo quedarme atrás, a salvo, y no puedo luchar por tu rey
Jorge. Cuando trazaron la línea de quiénes serán enemigos, quedé de este lado, y no puedo dejar
que aquellos que están de mi lado luchen sin mí. No puedo permanecer aquí contigo y recibir
noticias de sus muertes. Si voy, quizás pueda aportar algo. Si me quedo, sólo me lo cuestionaré,
siempre me lo cuestionaré.
—¿Y si no regresas?
—Regresaré.
Observé la luz jugando en su cabello.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé —aparté la mirada hacia Kilgannon, sintiéndole observarme—. Volveré contigo,
Mary. Y con mis hijos. Es aquí donde pertenezco. Volveré.
—No lo comprendo.
—Lo sé, pequeña. Lo que digo te resulta extraño.
—No sólo a mí, Alex, sino a la mayoría de las mujeres. ¿Qué importa quién es rey? Os
observamos prepararnos como si se tratase de los Juegos, como si se tratase de una larga salida de
caza. ¿No comprendes lo que puede suceder? ¿Acaso ninguno de vosotros lo comprende?
—Lo comprendemos. Algunos no, por supuesto. Piensan que es sólo una gran aventura,
algo que relatarles a sus nietos en una noche de invierno, pero la mayoría de nosotros lo
comprende. No tenemos elección.
—Sí la tenéis. Elegís ir —me observó durante un largo momento y después miró hacia la
orilla lejana. Estudié su perfil, sus pestañas brillaban a la luz del sol y quise gritar. ¿Por qué no
podía pensar en algo que decir que lo detuviese?
Se giró hacia mí nuevamente.
—Sí, pequeña. Tienes razón. Lo elegimos. Y no me quedan palabras para explicártelo —me
cogió la mano que tenía sobre la falda—. Sólo puedo decir que te amo más que a mi vida, Mary,
pero si permanezco aquí contigo, moriré. Mi cuerpo seguirá estando aquí pero una parte de mí
morirá —
me besó la palma y observé su cabeza inclinada—. No puedo quedarme —musitó.
—Y una parte de mí morirá si te vas —susurré.
—Sí, pero renacerás cuando vuelva sano y salvo a ti.
—Alex...
Quise enfurecerme y patalear, gritar y tirarme del cabello. En lugar de eso miré a mi esposo y
lloré. Me atrajo hacia él y me contuvo mientras lloraba, palmeándome la espalda y consolándome;
sus lágrimas se mezclaron con las mías. Permanecimos sentados acurrucados en aquel pequeño
bote hasta que el sol se puso.
Pero nada cambió.
No pude dormir y Alex casi tampoco pudo. Estaba en todas partes, controlando cada detalle
de los preparativos: los preparativos para la guerra y los preparativos para dejarnos. Había elegido
cuidadosamente los hombres que se quedarían con nosotros, para protegernos y para ayudarnos a
sobrellevar su ausencia, porque se marchaban antes de la cosecha, con el ganado todavía en los
corrales de verano y el grano sin madurar. Algunos de los hombres que sabían de esas cosas se

262
Kathleen Givens– Kilgannon

quedarían en un principio y nos ayudarían, pero todos tendríamos que trabajar o nunca
sobreviviríamos al invierno. Mi enojo mermaba y se incrementaba. En algunos momentos estaba
resignada y tranquila, en otros casi no podía hablar sin amargura. Los hombres me evitaban. La
mayoría de las mujeres estaba de acuerdo conmigo, pero seguí mi propio instinto.
Intenté explicárselo a los niños pero fracasé. Alex los llevaba con él a todas partes y sabía que
les estaba hablando, pero, ¿cómo podían dos niños de seis y ocho años comprender lo que les
quería explicar su padre cuando les decía que se iba a la guerra? Entendía las palabras y las ideas,
pero cuando las aplicaba a mi vida y me percataba de que eran la causa de su partida, me
frustraba, y si yo no podía comprenderlo, ¿cómo podrían ellos? Pero parecían aceptar la idea de
que Alex se marchaba, y me maravillé frente a su fe en que regresaría. En lo único en lo que
podía pensar era en lo que podría suceder y la visión de mi vida futura sin él me perseguía a cada
paso. Matthew vino a casa y trajo noticias de que la mayoría de los clanes de las Tierras Altas se
estaban reuniendo para unirse a Mar. Los hombres de Kilgannon vitorearon.
La mañana en que se cortó el cabello fue una de las peores. Me encontraba en la cocina
supervisando el embalaje de los alimentos cuando levanté la vista y vi que Matthew cogía un
cuchillo, Gilbey se hallaba detrás de él.
—¿Qué haces? —pregunté sorprendida.
—Alex me indicó que me cortase el cabello —dijo Matthew—, y pensé que lo haría más
rápido con uno de los cuchillos de la cocina. No quise usar mi puñal. Podría perder filo —me
miró a los ojos, incómodo.
—¿Cortarte el cabello? —pregunté estúpidamente.
—Sí, para evitar que me cubra los ojos cuando esté luchando.
—Cuando estés luchando.
Asintió.
—Sí. Mary, ¿te encuentras bien? Estás muy pálida.
—¿Dónde está Alex, Matthew?
—En su alcoba —ya había cruzado la puerta cuando terminó de hablar.
Alex se encontraba de pie descalzo frente a mi espejo, levantando mechones de su cabello y
cortándolos de manera despareja. Se dio la vuelta cuando entré y me miró pero no habló. Ni en
ese momento, ni cuando cogí el cuchillo de sus manos e hice que se sentara en la silla.
Permanecimos en silencio mientras le corté el cabello muy corto. Ignoré mis lágrimas y cómo el
dorado cabello resaltaba sobre la alfombra roja bajo nuestros pies, intentando no pensar que la
alfombra era del mismo color que la sangre. Cuando terminé recogí los largos mechones del
suelo, los até y los coloqué en un trozo de manta escocesa en la cómoda. Salí de la habitación sin
decir una palabra. Nunca lo volvimos a mencionar. Al caer la noche cada hombre y cada joven de
Kilgannon se había cortado el cabello, incluso Ian y Jamie. Guardé el cabello que se habían
cortado y los regañé mientras les igualaba lo que les quedaba, pero nunca le mencioné nada
acerca de ello a Alex. Coloqué el cabello de los niños junto al de él y mis lágrimas cayeron sobre
la lana cuando los metí en la cómoda con mi ropa.
Las tardes eran el momento más difícil, ya que concluía con mis labores antes que él. A veces
lo seguía, pero cada movimiento suyo me recordaba que partiría. Los niños estaban excitados por
el revuelo y los preparativos e imploraron por ir a la guerra también. Dejé bien claro que no irían.
Pero Gilbey sí, y de alguna manera, el que Matthew y Gilbey partieran me hacía sentir aún más
traicionada. Las diferencias entre nosotros nunca habían sido tan marcadas. Por jóvenes que

263
Kathleen Givens– Kilgannon

fuesen, eran hombres, y los hombres iban a la guerra mientras que las mujeres permanecían en
casa y esperaban. Gilbey no estaba triste por dejar atrás sus días de tutoría. Angus lo había
entrenado bien durante los años que había permanecido con nosotros. Y Matthew también. Lo
miré con nuevos ojos. Completamente crecido ahora, nunca había alcanzado el tamaño de su
padre. En vez de ello, se parecía más y más a Alex, con la misma gracia y facilidad de
movimiento. Suspiré al pensar en sus estudios interrumpidos. No había demostrado ningún
remordimiento, y cuando le pregunté rió y dijo que no quedaría nadie con quien estudiar.
Alex me buscó una tarde cuando me encontraba en lo alto de la torre observando el
atardecer, pero viendo sólo sangre en el color rojo del cielo. No le había oído acercarse y me
sobresalté cuando me tocó la mejilla, secándome las lágrimas.
—No llores, Mary Rose —dijo suavemente. Meneé la cabeza y miré en dirección al mar. El
suspiró—. No puedo partir así.
—No te vayas.
Suspiró nuevamente.
—Mary, hay algunas cosas que necesito decirte, ¿me hablarás? —permanecí en silencio y me
dio la vuelta para que lo mirase—. Pequeña —dijo con expresión tierna—. Soy tan testarudo
como tú. Lo sabes. Así que escucha y te dejaré sola, o lo seguiré repitiendo hasta que me
respondas.
Respiré profundamente.
—Déjame ver si lo entiendo correctamente, Alex, ¿si te escucho te marcharás y si no lo hago
te quedarás y seguirás intentando hablarme? ¿Aun cuando te lleve una eternidad? Por Dios, Alex,
¿qué es lo que debo hacer?
Me miró con los ojos entrecerrados y después me atrajo contra su pecho riendo suavemente.
—Eres única —dijo.
Lo rodeé con los brazos.
—No te vayas —dije contra su pecho. Me besó la parte de arriba de la cabeza.
—Pequeña, escúchame. Hay cosas que necesitamos discutir —se inclinó hacia atrás y me
miró al rostro—. Debes oírlas y debe ser ahora —finalmente asentí—. Bien. Quiero que te vayas
con Ewan a Francia. Deirdre ya está en camino hacia allí con sus hijas. Angus se enteró esta
mañana.
—No.
—¿Por qué?
—Este es mi hogar, Alex. Me quedaré aquí.
—Mary, estaré más tranquilo sabiendo que estás a salvo.
—Imagina poder pensar eso respecto de alguien que amas.
—Mary...
Meneé la cabeza.
—No. No, Alex. Me quedaré aquí.
—¿Por qué? ¿Por qué no te vas?
«¿Por qué no te quedas?», pensé.
—Si me necesitas, Alex, estaré aquí. Puedo acudir en tu ayuda. A cualquier parte de Escocia,
y estaré al tanto de lo que sucede. Si estoy en Francia no lo sabré, no me enteraré y estaré
demasiado lejos para acudir en tu ayuda.
—Pues ve con Louisa. O con Will. Sabes que te recibirán.

264
Kathleen Givens– Kilgannon

—No.
—¿Por qué no?—se estaba enojando.
—Por la misma razón. Este es mi hogar —hice una pausa intentando hallar la manera
correcta de explicarlo—. Contigo ausente, el clan necesitará de alguien. Nunca estuviste ausente
por mucho tiempo, pero ahora tú, Angus, Thomas, Dougall y Matthew... todos partiréis, incluso
el Pequeño Donald y Gilbey. Todos. ¿Quién cuidará de la gente?
Miró el atardecer y yo a él. Finalmente asintió.
—Sí. Pero, pequeña, prefiero que estés a salvo.
—Pues quédate y protégenos —vi como apretaba los labios.
—Mary, prométeme que si crees que Kilgannon será sitiado te irás de inmediato. No intentes
defenderlo. Coge a los niños y a cuantos puedas del clan y sal de aquí. Deja que lo tomen.
Prométemelo, pequeña, o te enviaré en un barco a Francia, con o sin tu consentimiento.
Lo miré a los ojos y levanté el mentón.
—No estarás aquí para hacerlo. No muestres los dientes si no puedes morder, MacGannon.
Me miró impávido y después rió.
—Mary Rose —dijo acercándome hacia él—. A veces me sorprendes.
—Y tú a mí, Alex.
Me besó y continuó.
—Si necesitas irte, no te dirijas a Glengannon. Ahí es donde arribarán las tropas. Ve a Skye.
La familia de Morag permanecerá imparcial y te refugiará hasta que puedas llegar a Inglaterra.
Me le quedé mirando.
—¿Los MacLeod permanecerán imparciales?
—No lo digas, pequeña. Sé lo que estás pensando — me giré, le di la espalda y me paré
contra la balaustrada. Sentía la piedra fría bajo las manos. Si no puedes o no quieres ir a
Dunvegan, dirígete a Sleat. Alguien habrá allí. Y si te cogen por sorpresa y no puedes irte, ríndete,
Mary, pide un salvoconducto por ser ciudadana inglesa. No luches por la tierra. Dile al clan que
se dirija hacia el bosque de brezos. Les puedes decir a los ingleses que nuestro matrimonio fue
infeliz y que estabas aquí contra tu voluntad. El ejército inglés creerá fácilmente que eras infeliz al
estar casada con un gaélico.
Lo miré a los ojos.
—Nadie que me conozca creería que mi matrimonio ha sido infeliz. Hasta ahora.
Suspiró.
—Pequeña, tengo más que decirte. Si te marchas, hay algunas cosas que debes llevar contigo.
En el escritorio están todos los papeles que ya conoces, pero en los estantes hay una caja con
papeles que puede que no hayas visto. No mis dibujos, sino una caja muy similar, en el lado
derecho de los estantes. Es una caja con el escudo, como la mía; dentro de ella están todas las
escrituras de Kilgannon y Clonmor y de todos los barcos. Le he escrito a mi abogado Kenneth
Ogilvie informándole que le he dado a Angus el Gannon's Lady y a Matthew el Margaret. Yo sólo
poseo el Katrine ahora, ya que el Mary Rose aún está a tu nombre. Hay copias de mis cartas en la
caja. Debes llevarlas contigo. Puedes necesitarlas. Si capitulo, sólo perderemos un barco —
suspiró nuevamente—. También encontrarás dos bolsas con oro detrás de la caja, junto con las
joyas de mi madre —se pasó la mano por su corto cabello, haciendo que sobresalieran las puntas.
Estiré la mano para colocárselo y nuestras miradas se encontraron—. Sé que lo intentas, Mary, y
sé que no comprendes.

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Kathleen Givens– Kilgannon

—Alex, comprendo por qué te vas. No estoy de acuerdo contigo —asintió, suspiró y juntos
miramos el agua.
Antes de que lo hubiese asumido, estaban listos. La noche anterior a la que partiesen me
retiré sola a nuestra alcoba y me metí en la cama. Envuelta en las mantas intenté simular que nada
de esto estaba sucediendo, que la conmoción que oía fuera de mi alcoba no tenía nada que ver
conmigo. Fracasé. Cuando Alex se me acercó rehusé a contestarle y mantuve los ojos cerrados
mientras permaneció de pie junto a la cama. Suspiró profundamente, me besó el cabello y
comenzó a retirarse. En la puerta se dio la vuelta.
—Mary Rose —dijo en tono contrito—. Sé que estás despierta y que puedes oírme, pequeña.
Quería decirte que te amo —me di la vuelta hacia él. Cuando nos miramos a los ojos hizo un
gesto fútil—. Te amo, pequeña.
—Pues quédate.
—No puedo.
—Querrás decir que no quieres.
—Como lo prefieras, Mary —dijo cansado y colocó la mano sobre el picaporte. Salté
impetuosamente de la cama y permanecí de pie en el medio de la habitación. Me miró cansado.
—Puede que no esté aquí cuando regreses, si regresas.
—Pues te encontraré. Donde quiera que estés, te encontraré.
—¿Y después qué?
Meneó la cabeza.
—No puedo adivinarlo, Mary Rose. Lo resolveremos en ese momento. Pero te encontraré
después.
Caí sobre mis rodillas y extendí las manos hacia él.
—Si implorando haré que cambies de opinión, imploraré, Alex. ¿Es eso lo que quieres? —
Las lágrimas me recorrieron las mejillas y la voz me tembló—. ¿Hará esto que cambies de
opinión? Por favor, Alex. Por favor, no me dejes.
Se horrorizó. Furioso, avanzó rápidamente hacia mí tirándome fuertemente para que me
pusiese de pie y me sacudió suavemente.
—¡No implores, Mary Rose! ¡Nunca implores! Por Dios santo, pequeña, no era mi intención
que llegaras a esto. Te amo, Mary, más que a mi vida.
—Pues quédate... —comencé a decir pero me interrumpió.
—No lo digas, pequeña. No puedo quedarme. No lo vuelvas a decir —gritó.
Ambos llorábamos ahora y me besó las mejillas, después el cabello y el cuello y me quitó la
ropa besando cada centímetro de piel. Me rasgó la ropa interior y la arrojó a un lado y continuó
mientras yo lloraba y lo observaba. Y después, sacudida por la emoción, le rasgué la ropa y lo
presioné contra mí. Hicimos el amor frenéticamente en el suelo y después sobre la cama. Cuando
finalmente estuvimos más tranquilos uno en los brazos del otro, suspiré, ya que sabía que nada
había cambiado. Me besó el cabello y me atrajo hacia él.
—Te amo, pequeña —dijo con voz ronca—. Siempre te amaré, Mary Rose. Nunca lo dudes.
Nunca.
—Pues quédate —dije contra su pecho.
—No puedo —nos mantuvimos en silencio por un momento, después se inclinó para
besarme—. ¿Aun me amas, pequeña?
Levanté la cabeza para mirarlo a los ojos.

266
Kathleen Givens– Kilgannon

—Te amaré hasta que muera, Alex —dije—. Más allá de la muerte —me observó por un
momento y después asintió. —Y yo a ti, Mary. No lo olvides.
***
A la mañana siguiente el sol brillaba sobre el prado. Permanecí de pie sobre el escalón del
portón de entrada y observé a los hombres del clan: algunos de ellos estaban casi irreconocibles
con el cabello corto y las vestimentas de guerra. Se despedían de sus familias. Alex, vestido con
una casaca, una manta y una boina sobre el cabello ondulado, les daba instrucciones de última
hora y bromeaba con los chicos que eran demasiado jóvenes para ir. Se reunieron alrededor de
Alex y de los otros hombres como si se tratase de una celebración y quise gritar. «¿No
comprenden lo que está sucediendo aquí?», lloré en silencio. «¿No ven que algunos de estos
hombres morirán? ¿Qué algunos serán mutilados? ¿Cómo pueden dejarlos ir?». Pero no dije nada.
Ni tampoco dije nada cuando Alex finalmente se nos acercó. Los niños estaban a mi lado,
demasiado excitados para permanecer quietos. Se agachó, los abrazó, le habló suavemente a cada
uno y finalmente les palmeó el hombro antes de mirarme a la cara.
—Mary Rose, bésame, pequeña —dijo—. Nos vamos ahora —lo besé, sentí las lágrimas
saladas en mis labios. Intenté memorizar cómo era sentirlo contra mí y lo rodeé con los brazos
una última vez.
—Alex —grité llorando—, Alex, por favor, vuelve a mí. Por favor.
—Lo haré, Mary —me acarició la mejilla con la mano—. Mi hermosa Mary Rose. Volveré a
ti. Te amo, pequeña, te extrañaré a cada minuto. Ahora, bésame nuevamente y después debo
partir.

Lo besé y permanecí de pie en ese escalón con un brazo alrededor de cada uno de los niños
mientras observábamos a su padre liderar a los hombres de Kilgannon lejos de casa. La multitud
lo siguió hasta el borde del bosque en la costa alejada del lago. El sonido de las gaitas era
imponente, y después se fue apagando lentamente cuando Seamus condujo a los gaiteros hacia la
guerra junto con los demás hombres. Alex se detuvo antes de dirigirse hacia los árboles, la manga
blanca resaltó contra su boina roja cuando levantó el brazo para saludarnos y recordé mi
presentimiento nefasto cuando había hecho lo mismo durante la visita de MacKinnon. El último
sonido que escuché mientras desaparecía fue "El regreso de MacGannon". Y una parte de mí
murió con cada nota.

Fin
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