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Puede decirse que el sujeto que padece obsesiones y prohibiciones se conduce como si se hallara
bajo la soberanía de una conciencia de culpabilidad, de la cual no se sabe, desde luego, lo más
mínimo. Trátese pues de una consciencia inconsciente de culpa, por contradictorios que parecen
los términos de semejante expresión. Esta conciencia de culpabilidad tiene su origen en ciertos
acontecimientos psíquicos precoces, pero encuentra una renovación constante en la tentación
reiterada en cada ocasión reciente y engendra, además, una expectación angustiosa que acecha
de continuo una expectación de acontecimientos desgraciados, enlazado, por el concepto del
castigo, a la percepción interior de la tentación. [4]
En la versión fílmica de Orson Welles se enfatiza en esa primera escena un ambiente opresivo
especialmente sugerido por la habitación de K (paredes estrechas, techo bajo) y la presencia de
los guardianes que crean la sensación de cómo en el interrogatorio que sufre K todo puede
ser objeto de sospecha, y esa sensación se magnifica aun más con la presencia de los
compañeros que trabajan en el banco con K, a quien Welles atribuye lo que podríamos llamar la
mirada sospechosa, aquello que psíquicamente podríamos entender como la proyección externa
de esa culpa inconsciente interna.
Hoy por la mañana, y en cierto modo por mi culpa, su habitación ha quedado un tanto
desordenada, ocurrió a causa de personas ajenas y en contra de mi voluntad y, sin embargo, y
como digo por culpa mía; por eso quisiera pedirle disculpas.
Observemos como K, a pesar de no tener nada que ver con la invasión de la habitación por parte
de los guardias, asume la culpa sin mucha duda… En otro momento del diálogo, y tras darse
cuenta ambos de que su conversación puede ser escuchada por un vecino (un sobrino de la
casera, la señora Grubach), la señorita Bürstner se preocupa por las consecuencias que ello pueda
tener. Joseph K intenta tranquilizarla, hasta el punto de asumir la culpa que más le convenga decir
a la mujer:
Aceptaré cualquier propuesta suya para explicar que estemos juntos aquí, por poco que coincida
con mis fines, y me comprometo a hacer que la señora Grubach la crea, no sólo ante los demás,
sino también real y sinceramente. No tiene por qué tener usted ninguna consideración hacia mí. Su
quiere que le diga que la he asaltado, así se le dirá a la señora Grubach, y ella lo creerá así sin
perder su confianza, tanto es lo que de mi depende…
La señorita Bürstner rechaza ofendida el ofrecimiento de K a pesar de sus buenas intenciones. Sin
embargo y antes de irse de la habitación de la mujer ocurre el siguiente suceso:
K le cogió la mano y luego la muñeca: “¿No estará enfadada conmigo", dijo. Ella le apartó la mano
y respondió: “No, no, no estoy enfadada, nunca ni con nadie”. Él volvió a cogerle la muñeca, ella se
lo toleró entonces y lo llevó así hasta la puerta. K estaba firmemente decidido a irse. Sin embargo,
ante la puerta, como si no hubiera esperado encontrarla allí, se detuvo […] “Ya me voy” dijo K, se
hechó hacia delante, la agarró, y la besó primero en la boca y luego por toda la cara, como lame un
animal sediento la fuente de agua que ha encontrado por fin. Finalmente la besó en el cuello, en la
garganta, y mantuvo allí sus labios largo tiempo. Un ruido procedente de la habitación del capitán
le hizo alzar la vista. “Ya me voy”, dijo.
¿No parece que Joseph K vaya buscando un hecho que le haga culpable? ¿Acaso finalmente no
acaba asaltándola de verdad? Este comportamiento de Joseph K. es el comportamiento que
sorprendentemente toma a lo largo de toda la obra al asumir el proceso en sí mismo. La pregunta
interesante que aquí cabe plantearnos es qué lleva a Joseph K. a tomar tal actitud que, por
ejemplo en el tercer capítulo, Primera investigación, le lleva a manifestar ante el tribunal
que: “podrá objetar que no se trata en absoluto de un procedimiento; tiene toda la razón,
porque sólo es un procedimiento si yo lo reconozco como tal”. ¿Entonces por qué
reconocerlo? Y no sólo esto, si no que al irse del tribunal espera durante la semana
siguiente que le llamen para otro interrogatorio, y al no hacerlo es K. quien vuelve al lugar
del tribunal el mismo día y hora suponiendo que es de lo sucedido que cabe deducir el
aplazamiento del interrogatorio.
El film de Orson Welles mantiene algunas diferencias con respecto a la obra, en especial con
respecto a la señorita Bürstner, que interpretada por Jeanne Moreau se nos muestra como una
vecina más seductora y provocadora. Es destacable, no obstante, el momento en el que K. hace
explícito esa sensación de culpa de la que, aparentemente, no se sabe nada y que es referida
como una viva impresión de la infancia:
En la vida no se adelanta nada por disculparse, es aun peor cuando no se ha hecho nada malo y
se siente uno culpable. Recuerdo que mi padre me miraba fijamente a los ojos: "A ver hijo mío –
me decía - cuéntame que nueva diablura has hecho”, y aunque estaba seguro de no haber hecho
nada me sentía culpable. ¿A usted no le ha ocurrido? Y si al maestro le faltaba algún objeto de su
mesa decía: ¿Quién es el culpable? Pensaba que era yo, me asfixiaba, me echaba a temblar y
ni siquiera sabía que era lo que faltaba.
El potencial que permite la imagen es explotado por Welles de una manera magistral. De nuevo la
presencia de los guardias apareciendo en los momentos más inesperados (en medio de un
espectáculo musical) implica esa sensación de una vigilancia que acecha en cualquier momento y
lugar. El fantástico blanco y negro de esta película transmite aun más toda esta sensación, a la
manera de Lovecraft, de “lo que acecha en el umbral”.
Y más sugerente aún es la imagen que Welles nos ofrece cuando Joseph K. se dirige hacia el
interrogatorio al que es citado por el tribunal, y que está inspirado un tanto en las imágenes de los
acusados que K. encuentra en las oficinas (tal y como se describe en el capítulo cuarto):
Nunca estaban totalmente erguidos: tenían las espaldas encorvadas, las rodillas dobladas, aire de
méndigos. K. aguardó un momento al ujier, que iba un poco por detrás de él, y le dijo: “Que
humillados deben estar”. “Si”, dijo el ujier, “son acusados, todos los que ve aquí son acusados”.
“¿De veras?”, dijo K. “Entonces son compañeros míos”
Welles nos coloca a K. andando confundido ante una muchedumbre de seres humanos ya
entrados en la vejez y de aspecto parecido a los presos de los campos de concentración nazis, y
todos ellos bajo una misteriosa “estatua” que oculta una imagen tras un largo y extenso velo.
Alegoría de la justicia
Y es precisamente esta cuestión la que nos permite volver a traer esa dimensión trágica acerca de
la que ya hicimos anteriormente referencia.
4. SOBRE LA DIMENSIÓN TRÁGICA DE EL PROCESO: LA CULPABILIDAD DE SER.
Paul Ricouer
Paul Ricouer nos introduce en un tema que en la obra Kafkiana, y en especial en una obra
como El proceso, no pasa desapercibido: sus repercusiones teológicas. Por eso creo que es tan
importante la concepción trágica de la obra. Nos dice Ricouer al hablar de la tragedia por
excelencia, la tragedia griega:
… el ejemplo griego, al mostrar lo trágico mismo, tiene el privilegio de revelarnos, sin atenuantes, el
resorte teológico de éste. Si hay, efectivamente, en Esquilo una visión trágica del hombre es
porque esta es la otra cara de la visión trágica de lo divino: en la tragedia griega, el tema del
hombre “cegado” y conducido a su perdición por los dioses, se llevó de una vez a su punto álgido
de virulencia, de manera que las analogías de lo trágico griego no son quizás, desde entonces,
sino expresiones amortiguadas de esta misma revelación insoportable. [5]
Este aspecto no ha pasado desapercibido a la psicología, pues este punto es el que pasa de la ley
en el sentido humano, la ley de la legalidad, a la Ley de lo divino. Una Ley divina que en palabras
de Ricouer se caracteriza:
... del robo del obrar humano por el dios. Ese oscurecimiento, ese robo no son un castigo de la
culpa, sino la culpa misma, el origen de la culpa.
La propia culpa queda atrapada en un conjunto de desdichas a las que la muerte y el nacimiento
aportan una nota de contingencia e ineludibilidad que contaminan en cierto modo, con su propia
fatalidad, la acción humana. [7]
No nos tiene que extrañar esta vinculación de la Ley del proceso con una cierta ley divina (una Ley, no
obstante, de una divinidad perversa, malevolente) si observamos que el penúltimo capítulo, quizá uno de los
más importantes, transcurre en el interior de una catedral y en presencia de un elevado miembro del tribunal
representado por un sacerdote. Así nos encontramos ante nuestra primera pista de orden psicológico: la culpa
de Joseph K se relaciona con una culpa ligada a la existencia. SE ES CULPABLE POR EXISTIR,
CULPABLE DE SER. Es por ello que a esta culpa la podemos llamar culpa sin nombre o culpa original (en
el sentido del pecado original).