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tú eras para mí la medida de todas las cosas.

El proceso, un viaje al corazón de la culpa


Publicado el 14 de marzo de 2014por Jose Miguel García de Fórmica-Corsi
Sin necesidad de recurrir a vampiros,
licántropos, invasiones alienígenas o
monstruos con sangre ácida y doble
mandíbula, Franz Kafka dio vida
con El proceso al libro más
aterrador que conoce la literatura.
Aterrador porque hace realidad uno de
los miedos por excelencia del hombre:
verse atrapado en la tela de araña
de una pesadilla razonable. La clave
de la literatura de Kafka, lo que la hace
tan inquietante, tan revulsiva, tan
aterradora, es el modo en que el autor
parte de unas premisas o bien absurdas o
bien carentes de la debida explicación, y
sin embargo ninguno de los seres
afectados por ellas cuestionan su
naturaleza, sino que, con su
comportamiento, otorgan una
inexplicable validez a lo que debería ser
directamente intolerable. Kafka, así,
construye lo que podríamos llamar una
pesadilla lógica que se sustenta directamente en el realismo de su entramado.
Realismo porque los personajes que la protagonizan le otorgan su realidad,
su credibilidad. Kafka renuncia a ese subjetivismo tan propio de la literatura
fantástica, cuyo objeto, siempre, es guiar y condicionar la mirada del lector. Por el
contrario, no intenta mediatizar a éste: le expone una situación y deja bien claras
cuáles son las reglas. El lector sólo puede hacer dos cosas: o dejar de leer a las
pocas páginas, tomando por tedio y falta de progresión lo que es sin embargo una
atmósfera dramática muy bien medida, o aceptar sin cuestionarlas —como hacen
los personajes— esas reglas. El precio que se paga es que, incluso concluida la
novela, ya no hay vuelta atrás a la inocencia. La inquietud que provocan las
ficciones de Kafka no nos abandonará jamás. Es lo justo para alguien que vivió la
vida como ese molesto intervalo que sucede más allá de la literatura.
Como casi toda su obra, El proceso no vio la luz en vida de su autor, sino que fue
una de las publicaciones póstumas que se debe al celo admirable de su amigo Max
Brod. (Pese a que la labor de edición de Brod a veces —como por ejemplo en sus
diarios— incurrió abiertamente en la amputación y la manipulación, debemos
eterna deuda a este hombre, cuya labor de escritor ha quedado casi por completo
oscurecida por su papel subordinado a la gloria de su amigo.) Kafka la escribió, en
sesiones intensas, entre agosto de 1914 y enero de 1915, y después su pluma
enmudeció, dedicándose a otras cosas. Es una novela inacabada, como las otras del
autor —El desaparecido, conocida durante mucho tiempo como América, que es
anterior, y El castillo, que es posterior—, pero su estructura por medio de capítulos
cerrados y la existencia de un capítulo que concluye la historia permite considerarla
como su única obra «terminada».
El proceso es sin duda la obra más
conocida de Kafka (junto con La
metamorfosis), la más fascinante, la más
misteriosa también y, por tanto, la que ha
sido sometida a más interpretaciones. Una
de las más notorias, claro, la convierte en
una anticipación de los horrores del estado
totalitario, en la cual el tribunal que
encausa al protagonista sería la
encarnación de la implacable maquinaria
estalinista o nazi. Ahora bien, el contexto
en que el autor redacta la novela es justo
cuando acaba de romper su compromiso
matrimonial con Felice Bauer. La
ceremonia de compromiso había tenido
lugar el 1 de junio de 1914, y sin embargo
las múltiples dudas que ya habían
embargado al escritor desde mucho antes,
cuando la relación se había encarrilado —
provocadas por el miedo a perder su
«libertad», por la sensación opresiva que le
provocaba la expectativa de una vida
burguesa, común, al lado de una esposa—,
concluyeron con la ruptura del mismo
apenas seis semanas después, después de un encuentro entre las partes en Berlín,
donde vivía Felice con su familia, en el hotel Askanischer Hof. Ese suceso
conmocionó a Kafka: asistió al cúmulo de reproches de los familiares y amigos de la
joven sin apenas argumentar nada, a lo largo de una opresiva jornada que luego él
mismo calificó de sesión ante un «tribunal». Elias Canetti, en su espléndido
ensayo El otro proceso (incluido en el libro La conciencia de las palabras), señala
que la vergüenza que le produjo esa humillación tuvo su consecuencia directa en la
redacción de la novela.
La historia es bien conocida. De hecho, El proceso en realidad casi no cuenta
una historia, o es la historia de una eterna postergación: la de los intentos
de Joseph K, joven apoderado de un banco, por poner fin al proceso que, sin saber
por qué causa, se ha abierto en su contra. En este sentido, El proceso entronca bien
con esa etapa de la literatura, coincidente con las primeras décadas del siglo XX, en
que se asiste, progresivamente, a la destrucción de la literatura con argumento.
(Destrucción sin éxito: pese al prestigio de los autores y obras de esa corriente, el
argumento ha vuelto una y otra vez.) Una vez formulada su proposición principal,
la historia no progresa hacia ninguna parte: el protagonista acude varias veces al
tribunal, se entrevista con personas que, cree, pueden ayudarlo en su proceso (un
abogado, Huld, amigo de su tío y padrino; un pintor, Titorelli, que pese a su
destartalada apariencia es el retratista oficial de los tribunales; un modesto
comerciante que, como él, es otro procesado, si bien de mayor antigüedad), va de
aquí para allá, hasta que toda su existencia, antes tan ordenada, tan burguesa,
acaba girando exclusivamente en torno a su proceso.
«Alguien debía de haber calumniado a Josef K porque, sin haber hecho nada
malo, fue detenido una mañana». Esta famosa frase inicial de la novela señala una
primera toma de partido del escritor por su personaje. De entrada, el autor nos deja
bien claro que K. es inocente del proceso que se le va a imputar. Lo hace con
rotundidad y por dos veces: señalando que alguien ha debido de calumniarlo y
recalcando que no ha hecho nada malo. Sin embargo, a partir de ese momento, el
personaje va a ser dejado a merced de las olas. Ya no va a recibir la menor ayuda, y
casi ni comprensión por parte del autor, aunque este reflejará escrupulosamente
todas y cada una de las sensaciones y pensamientos del personaje. Josef K. es,
sin duda, el personaje más desamparado de la literatura. Solo encuentro
un caso igual, e igualmente patético, porque ambos coinciden en reflejar a dos
personajes cuyos sueños y esperanzas (por vulgares y conformistas que sean en el
fondo, que lo son) están destinados a verse truncados, a acabar de la misma
manera: con la muerte. Ese otro personaje, claro, es el triste viajante Gregor Samsa,
convertido en insecto desde la primera frase —en esto, la conducta de Kafka es
idéntica: ambos personajes inician su odisea desde el mismo arranque de sus
historias— de La metamorfosis.
Lo aterrador de El proceso, en buena
medida, parte de que nunca llegaremos a
saber de qué se acusa a K. y que esta
cuestión acabará por perder cualquier
importancia, lo primero para el mismo
personaje. Y es que en esta novela nos
hallamos, casi más que en ninguna otra
historia del autor, en un universo
dominado por la culpa. Una culpa que,
muchas veces sin que sus personajes sean
conscientes, mediatiza todos los actos de
estos y acaba incluso conformando el
sustrato de la realidad en la que se mueven.
La relación de Kafka con la culpa —se
aborde desde un punto de vista metafísico,
religioso o, sencillamente, literario— es
fascinante, pues hace que todas sus ficciones
(no digamos ya su propia vida, como
muestran sus cartas o sus diarios) parezcan
transcurrir en un universo que, en
apariencia, parece el nuestro, el del lector
que tiene el libro entre sus manos, pero en
realidad no es el mismo. Sutiles diferencias
van imponiéndose poco a poco en el ánimo del lector: es una cuestión de texturas
dramáticas, de la imposición de un sentido del espacio en el que la distancia
siempre parece un concepto moral, de una psicología que lleva a los personajes a
razonar y razonar de tal modo que lo irrazonable siempre acaba imponiéndose
como lo más lógico.
Uno de los rasgos más inquietantes de El proceso es, claro, que el lector (sobre todo
si lee la obra a una edad más ingenua) se siente francamente molesto porque sus
nociones de la justicia, por vagas que sean, de sus actores (jueces, abogados) y de
los lugares donde se imparte (los tribunales) se vean en todo momento
conculcadas, sin que el protagonista parezca tan disgustado como nosotros. La
primera citación que recibe K. lo lleva a un barrio humilde y a una casa de vecinos
—sus ropas cuelgan a secar en los pasillos— en la que se encuentra la sede del
tribunal, y más en concreto en su parte superior, en el desván. Más tarde, se nos
hará saber que no es el único tribunal en hallarse en semejante enclave: el segundo
de ellos al que K. accede —¡a través de la vivienda, humilde y sórdida, del pintor
Titorelli!— también está en idéntica situación.
Y es que la «realidad» y el tribunal acaban siendo lo mismo; cualquier
rincón de esa ciudad parece formar parte del tribunal, cualquier habitante también
(¿cómo extrañarse de que el pintor Titorelli le diga a K. que las corrompidas niñas
que lo han conducido hasta su casa también lo son?). De ahí que cualquier trámite
del proceso pueda perseguir a K. hasta el rincón más íntimo, donde es más
vulnerable, como en el banco. Allí tiene lugar uno de los episodios más terribles, la
flagelación de los guardianes que detuvieron al protagonista en el primer capítulo,
castigados por cuenta de las protestas que éste formuló ante el juez de instrucción.
Podría señalarse que es una compensación justa: la humillación pública, en su
propia casa, se corresponde con un castigo en otro lugar vinculado a K. Pero se
ejecuta de noche, en un cuarto trastero y K. lo descubre —es decir, tiene lugar, en la
medida en que puede serlo un castigo así— por puro azar, al quedarse hasta tarde
en el trabajo una noche y pasar casualmente por ese lugar del banco.
K. nunca llegará a avanzar gran cosa en el
conocimiento de los entresijos de su
proceso, porque el método de Kafka
consiste, cada vez que realiza alguna
afirmación que parece llevar a alguna
parte, en disminuir su efecto señalando
alguna imposibilidad de que esa
afirmación tenga alguna consecuencia
positiva real, o remarcando alguna
paradoja que la invalida. Así, por ejemplo,
algún secreto que no tarda en revelarse que
es público, un trámite fundamental que sin
embargo no garantiza nada, la existencia
de unos «grandes» jueces y abogados que,
al contrario que los otros (los que conoce el
público o el mismo K.), sí tienen la
capacidad de resolver y cerrar un proceso…
pero que, se añade rápidamente, son
inaccesibles e incluso incognoscibles;
incluso se llega a decir de ellos que son
una leyenda.
De ahí la sensación, fundamental, de que la trama, el destino de K., incluso el estilo
elegido por Kafka para contar esta atroz historia —una prosa fría, carente de
adornos, tan implacable que subraya aún más la desvalidez del protagonista—, se
hallan irremisiblemente atrapados en un bucle, en una cinta de Moebius
sin principio ni final. Es correcto, así, pensar que lo importante no es la trama
que discurre bajo la forma de ese bucle, sino el mismo bucle. En esto radica la clave
de Kafka, y lo que hace tan angustiosa, tan kafkiana, su literatura.
Otra de las cuestiones que fascinan de El proceso es la consideración que nos
merece Josef K. Lo que se nos cuenta de él, con ese estilo que al mismo tiempo
distancia del personaje pero nos lo desnuda con implacable rigor, no incita a la
identificación. K. no es que no despierte simpatía, es que difícilmente provoca
empatía. Su jactancia, su atención por las convenciones, su falta de sentido del
humor, su ausencia de la menor calidez, su excesiva susceptibilidad, son demasiado
notorios. Sin embargo, es indudable que es un personaje que reacciona, que toma
iniciativas, que intenta luchar contra ese mal que, se le muestra desde el principio,
tarde o temprano acaba afectando a los procesados mediante dos síntomas:
la degradación y la resignación. (Los patéticos individuos que esperan en los
pasillos del tribunal son un buen ejemplo.) K. no, K. busca respuestas, pero las que
encuentra lo llevan a un estado de confusión mayor. Y sin embargo, conforme la
esperanza va abandonándolo, conforme el laberinto se revela demasiado complejo
—laberinto dentro de un laberinto, y así de nuevo un bucle sin fin— K. va
humanizándose a nuestros ojos.
El tránsito se produce en el que es mi capítulo favorito, el penúltimo, titulado «En
la catedral». En él, K., creyendo que ha acudido a este lugar para enseñársela a un
cliente del banco, en realidad ha vuelto a ser convocado por el tribunal. Allí, quien
lo interpela es nada menos que el capellán de la prisión —el grito «¡Josef K.!» con
que lo atrae en medio del silencio de las solitarias naves casi puede oírlo el lector—,
y en su sermón o prédica o conversación es cuando Kafka pone en sus labios la
famosa parábola Ante la Ley, uno de los fragmentos más famosos de la novela, y
también el más enigmático. Recuérdese: es la breve historia de un hombre que,
reclamado ante la ley, llega a su puerta, allí un guardián le cierra el paso pero le
dice que puede más tarde lo deje entrar, se queda sentado a su vera durante
múltiples años mientras envejece y cae en la enfermedad y la degradación, y al
final, a punto de morir, el guardián (que mantiene la misma fortaleza inicial) le
revela que esa puerta siempre estuvo reservada para él pero ahora la cierra.
Con independencia de las múltiples interpretaciones que ha generado, tanto esa
parábola como la escena en que está insertada constituyen un episodio de evidente
contenido alucinatorio que simboliza la pérdida por parte de K. de la esperanza de
resolver su proceso. En ese templo (que, en pleno día, se va llenando de oscuridad,
como si una noche eterna se cerniera al otro lado de sus vidrieras: y es significativa,
el resto de la novela ya transcurrirá de noche), la parábola que escucha K. —y que
todavía constituye un último intento de argumentación— no es sino una alegoría de
su propio proceso, de lo indescifrable del comportamiento de las altas instancias
del tribunal.
Los últimos pensamientos de
K. son inolvidables, poseen
una belleza sobrecogedora y
una impresión íntima de
verdad final que, por increíble
que parezca, casi provocan la
impresión de hallarnos
ante un final feliz.
Conducido a una cantera
abandonada, al pie sin
embargo de un último y
solitario edificio que recuerda
la cercanía de la ciudad,
mientras sus verdugos
desnudan su torso y lo sitúan
en la misma posición que un
animal en el matadero, una ventana se abre por encima de él y unas manos surgen
en la oscuridad de la noche. «¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Un hombre bueno?
¿Alguien que se compadecía? ¿Alguien que quería ayudar? ¿Era uno? ¿Eran
todos?». No sé por que, cada vez que vuelvo a este final, esta pregunta —«¿Eran
todos?»— se empeña en conmoverme. En parte, claro, porque su sentido, aquello a
lo que K. se refiere, no queda claro. Pero encuentro en ella una lucidez
iluminadora: en el mundo de culpas kafkianas, de causas ignotas y consecuencias
perturbadoras, en el que el individuo único siempre está en indefensión,
ese todos indica, tal vez, una comunión misteriosa con la humanidad entera y la
superación de esa soledad cósmica que se cierne sobre el hombre en sus ficciones.
2. EL SENTIMIENTO DE CULPA Y LA ACUSACIÓN.

En el primer capítulo de El proceso, Detención, justo cuando Joseph K. es aparentemente acusado


sin acusación y detenido sin retención, se definen algunas de las características que se ocultan
tras la detención de Joseph K, y así uno de los guardias que están en su habitación ya le dice algo
que parece significativo: Nuestras autoridades por lo que yo sé, y yo sólo sé de niveles
inferiores, no buscan la culpa entre la población sino que, como dice la Ley, es la culpa la
que las atrae… ¿No es acaso esta la perfecta definición del sentimiento de culpa que en un
momento dado Freud nos formula? Veamos:

Puede decirse que el sujeto que padece obsesiones y prohibiciones se conduce como si se hallara
bajo la soberanía de una conciencia de culpabilidad, de la cual no se sabe, desde luego, lo más
mínimo. Trátese pues de una consciencia inconsciente de culpa, por contradictorios que parecen
los términos de semejante expresión. Esta conciencia de culpabilidad tiene su origen en ciertos
acontecimientos psíquicos precoces, pero encuentra una renovación constante en la tentación
reiterada en cada ocasión reciente y engendra, además, una expectación angustiosa que acecha
de continuo una expectación de acontecimientos desgraciados, enlazado, por el concepto del
castigo, a la percepción interior de la tentación. [4]

En la versión fílmica de Orson Welles se enfatiza en esa primera escena un ambiente opresivo
especialmente sugerido por la habitación de K (paredes estrechas, techo bajo) y la presencia de
los guardianes que crean la sensación de cómo en el interrogatorio que sufre K todo puede
ser objeto de sospecha, y esa sensación se magnifica aun más con la presencia de los
compañeros que trabajan en el banco con K, a quien Welles atribuye lo que podríamos llamar la
mirada sospechosa, aquello que psíquicamente podríamos entender como la proyección externa
de esa culpa inconsciente interna.

Rabensteiner, Kullich y Kaminer

3. LA ASUNCIÓN DE LA ACUSACIÓN COMO BÚSQUEDA DE LA CULPA.

En el segundo capítulo, asistimos al diálogo que K mantiene con la señorita Bürstner. De él me


gustaría destacar algunos fragmentos. El primero de ellos tiene que ver con la ocupación que la
habitación de la señorita sufrió por parte de los guardianes que habían visitado a K durante la
mañana. K le dice:

Hoy por la mañana, y en cierto modo por mi culpa, su habitación ha quedado un tanto
desordenada, ocurrió a causa de personas ajenas y en contra de mi voluntad y, sin embargo, y
como digo por culpa mía; por eso quisiera pedirle disculpas.

Observemos como K, a pesar de no tener nada que ver con la invasión de la habitación por parte
de los guardias, asume la culpa sin mucha duda… En otro momento del diálogo, y tras darse
cuenta ambos de que su conversación puede ser escuchada por un vecino (un sobrino de la
casera, la señora Grubach), la señorita Bürstner se preocupa por las consecuencias que ello pueda
tener. Joseph K intenta tranquilizarla, hasta el punto de asumir la culpa que más le convenga decir
a la mujer:

Aceptaré cualquier propuesta suya para explicar que estemos juntos aquí, por poco que coincida
con mis fines, y me comprometo a hacer que la señora Grubach la crea, no sólo ante los demás,
sino también real y sinceramente. No tiene por qué tener usted ninguna consideración hacia mí. Su
quiere que le diga que la he asaltado, así se le dirá a la señora Grubach, y ella lo creerá así sin
perder su confianza, tanto es lo que de mi depende…

La señorita Bürstner rechaza ofendida el ofrecimiento de K a pesar de sus buenas intenciones. Sin
embargo y antes de irse de la habitación de la mujer ocurre el siguiente suceso:

K le cogió la mano y luego la muñeca: “¿No estará enfadada conmigo", dijo. Ella le apartó la mano
y respondió: “No, no, no estoy enfadada, nunca ni con nadie”. Él volvió a cogerle la muñeca, ella se
lo toleró entonces y lo llevó así hasta la puerta. K estaba firmemente decidido a irse. Sin embargo,
ante la puerta, como si no hubiera esperado encontrarla allí, se detuvo […] “Ya me voy” dijo K, se
hechó hacia delante, la agarró, y la besó primero en la boca y luego por toda la cara, como lame un
animal sediento la fuente de agua que ha encontrado por fin. Finalmente la besó en el cuello, en la
garganta, y mantuvo allí sus labios largo tiempo. Un ruido procedente de la habitación del capitán
le hizo alzar la vista. “Ya me voy”, dijo.

¿No parece que Joseph K vaya buscando un hecho que le haga culpable? ¿Acaso finalmente no
acaba asaltándola de verdad? Este comportamiento de Joseph K. es el comportamiento que
sorprendentemente toma a lo largo de toda la obra al asumir el proceso en sí mismo. La pregunta
interesante que aquí cabe plantearnos es qué lleva a Joseph K. a tomar tal actitud que, por
ejemplo en el tercer capítulo, Primera investigación, le lleva a manifestar ante el tribunal
que: “podrá objetar que no se trata en absoluto de un procedimiento; tiene toda la razón,
porque sólo es un procedimiento si yo lo reconozco como tal”. ¿Entonces por qué
reconocerlo? Y no sólo esto, si no que al irse del tribunal espera durante la semana
siguiente que le llamen para otro interrogatorio, y al no hacerlo es K. quien vuelve al lugar
del tribunal el mismo día y hora suponiendo que es de lo sucedido que cabe deducir el
aplazamiento del interrogatorio.

El film de Orson Welles mantiene algunas diferencias con respecto a la obra, en especial con
respecto a la señorita Bürstner, que interpretada por Jeanne Moreau se nos muestra como una
vecina más seductora y provocadora. Es destacable, no obstante, el momento en el que K. hace
explícito esa sensación de culpa de la que, aparentemente, no se sabe nada y que es referida
como una viva impresión de la infancia:

En la vida no se adelanta nada por disculparse, es aun peor cuando no se ha hecho nada malo y
se siente uno culpable. Recuerdo que mi padre me miraba fijamente a los ojos: "A ver hijo mío –
me decía - cuéntame que nueva diablura has hecho”, y aunque estaba seguro de no haber hecho
nada me sentía culpable. ¿A usted no le ha ocurrido? Y si al maestro le faltaba algún objeto de su
mesa decía: ¿Quién es el culpable? Pensaba que era yo, me asfixiaba, me echaba a temblar y
ni siquiera sabía que era lo que faltaba.

El potencial que permite la imagen es explotado por Welles de una manera magistral. De nuevo la
presencia de los guardias apareciendo en los momentos más inesperados (en medio de un
espectáculo musical) implica esa sensación de una vigilancia que acecha en cualquier momento y
lugar. El fantástico blanco y negro de esta película transmite aun más toda esta sensación, a la
manera de Lovecraft, de “lo que acecha en el umbral”.

Los guardias vigilantes

Y más sugerente aún es la imagen que Welles nos ofrece cuando Joseph K. se dirige hacia el
interrogatorio al que es citado por el tribunal, y que está inspirado un tanto en las imágenes de los
acusados que K. encuentra en las oficinas (tal y como se describe en el capítulo cuarto):
Nunca estaban totalmente erguidos: tenían las espaldas encorvadas, las rodillas dobladas, aire de
méndigos. K. aguardó un momento al ujier, que iba un poco por detrás de él, y le dijo: “Que
humillados deben estar”. “Si”, dijo el ujier, “son acusados, todos los que ve aquí son acusados”.
“¿De veras?”, dijo K. “Entonces son compañeros míos”

Welles nos coloca a K. andando confundido ante una muchedumbre de seres humanos ya
entrados en la vejez y de aspecto parecido a los presos de los campos de concentración nazis, y
todos ellos bajo una misteriosa “estatua” que oculta una imagen tras un largo y extenso velo.

Previo a la entrada en el tribunal


Esta imagen ha dado que pensar acerca de su simbolismo o significación. Para mi resulta obvio. El
velo oculta la clásica alegoría de la justicia... de la justicia entendida en términos humanos, de
justicia legal. Por lo tanto, aquí se nos da a entender que la Ley a la que nos referimos es otra ley,
una Ley que nada tiene que ver con la entendida en su clásica forma social.

Alegoría de la justicia

Y es precisamente esta cuestión la que nos permite volver a traer esa dimensión trágica acerca de
la que ya hicimos anteriormente referencia.
4. SOBRE LA DIMENSIÓN TRÁGICA DE EL PROCESO: LA CULPABILIDAD DE SER.

Paul Ricouer
Paul Ricouer nos introduce en un tema que en la obra Kafkiana, y en especial en una obra
como El proceso, no pasa desapercibido: sus repercusiones teológicas. Por eso creo que es tan
importante la concepción trágica de la obra. Nos dice Ricouer al hablar de la tragedia por
excelencia, la tragedia griega:

… el ejemplo griego, al mostrar lo trágico mismo, tiene el privilegio de revelarnos, sin atenuantes, el
resorte teológico de éste. Si hay, efectivamente, en Esquilo una visión trágica del hombre es
porque esta es la otra cara de la visión trágica de lo divino: en la tragedia griega, el tema del
hombre “cegado” y conducido a su perdición por los dioses, se llevó de una vez a su punto álgido
de virulencia, de manera que las analogías de lo trágico griego no son quizás, desde entonces,
sino expresiones amortiguadas de esta misma revelación insoportable. [5]

Este aspecto no ha pasado desapercibido a la psicología, pues este punto es el que pasa de la ley
en el sentido humano, la ley de la legalidad, a la Ley de lo divino. Una Ley divina que en palabras
de Ricouer se caracteriza:

... del robo del obrar humano por el dios. Ese oscurecimiento, ese robo no son un castigo de la
culpa, sino la culpa misma, el origen de la culpa.

La propia culpa queda atrapada en un conjunto de desdichas a las que la muerte y el nacimiento
aportan una nota de contingencia e ineludibilidad que contaminan en cierto modo, con su propia
fatalidad, la acción humana. [7]

No nos tiene que extrañar esta vinculación de la Ley del proceso con una cierta ley divina (una Ley, no
obstante, de una divinidad perversa, malevolente) si observamos que el penúltimo capítulo, quizá uno de los
más importantes, transcurre en el interior de una catedral y en presencia de un elevado miembro del tribunal
representado por un sacerdote. Así nos encontramos ante nuestra primera pista de orden psicológico: la culpa
de Joseph K se relaciona con una culpa ligada a la existencia. SE ES CULPABLE POR EXISTIR,
CULPABLE DE SER. Es por ello que a esta culpa la podemos llamar culpa sin nombre o culpa original (en
el sentido del pecado original).

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