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Andrés Torres Queiruga

¿QUÉ QUEREMOS DECIR


CUANDO DECIMOS
«INFIERNO»?
Colección «ALCANCE»
48
Andrés Torres Queiruga

lQUÉ QUEREMOS DECIR


CUANDO DECIMOS
«INFIERNO»?
(2. edición)
a

Ex Bibliotheca Lordavas

Editorial SAL TÉRRAE


Santander
Ex Bibliotheca Lordavas

© 1995 by Editorial Sal Terrae


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índice

Introducción 7

1. Cuestiones de método 11
1.1. Un problema inquietante 11
1.2. Atención a los presupuestos 14
1.3. La hermenéutica de los
enunciados escatológicos 16
1.4. Actualizar la revelación 22

2. Lo intolerable en el tratamiento
del infierno 29
2.1. No «castigo»,
sino «tragedia» para Dios 30
2.2. Contra el abuso moralizante 37
2.3. Contra las lógicas del horror r> 40

3. Lo que de verdad sabemos 50


3.1. El infierno «es» la no-salvación 50
3.2. El infierno, en nosotros,
«al otro lado de Dios» 56
3.3. Lo definitivo: qué se revela
acerca del infierno 64
6 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

4. Lo que cabe conjeturar 67


4.1. El infierno como «auto-condena» ... 68
4.2. El infierno como «muerte definitiva». 74
4.3. El infierno como «condenación»
de lo malo que hay en cada uno 82
4.3.1. Sentido de la propuesta 82
4.3.2. Transcendencia y finitud
de la libertad 84
4.3.3. El «agradecimiento» de Dios. 90
4.3.4. El «infierno» como salvación
definitiva de lo real 93
4.3.5. Anticipaciones y presencia
en la tradición 96

Ex Bibliotheca Lordavas
Introducción

Del infierno se habla poco. Afortunadamente,


pues bastantes estragos ha hecho. Apeló al mie-
do, casi siempre con buena intención, desde lue-
go; pero la misma sabiduría popular sabe, hace
ya mucho tiempo, que, en el terreno íntimo, «el
miedo es mal consejero». Y, por lo que toca a
la eficacia pública, la historia ha demostrado
inapelablemente que la «pastoral del miedo»
conduce al fracaso seguro.
De todos modos, callar sin más tampoco
resulta muy sano. El nombre sigue ahí; y donde
está el nombre, muy pronto puede evocarse el
fantasma, y con el fantasma la confusión o in-
cluso el terror. De hecho, cuando salta a la con-
versación, el tema interesa. No sobra, pues, el
intento de aclarar «qué queremos decir cuando
decimos 'infierno'».
Pero hay todavía otro motivo más teórico,
no sé si más hondo: no es bueno para la teología
afrontar un tema incómodo mediante el recurso
al simple silencio. Porque, así, acaso se evite
el daño inmediato; pero, en lugar de la claridad,
como alternativa sólo se ofrece el vacío. Y ya
8 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

se sabe que los vacíos —natura horruit vacuum:


«la naturaleza aborrece el vacío»— están siem-
pre expuestos a llenarse con lo que venga...,
que con frecuencia suele ser lo peor.
De ahí la opción por hablar. Hablar, eso
sí, intentando que las palabras «signifiquen», es
decir, que enganchen de algún modo con la rea-
lidad, sin limitarse al juego de los viejos con-
ceptos (aunque sea lavándoles un poco la cara).
Para conseguirlo, sólo queda el recurso de apo-
yarse en la experiencia, pues sólo desde ella
podemos alcanzar algo del significado que nos
aguarda en las palabras. También aquí cumple
empezar «desde abajo», sin pistoletazo teoló-
gico que nos suba de repente a las palabras de
la Escritura o de la tradición. Justamente por
respeto a ellas, porque también esas «divinas
palabras» han nacido de la experiencia de unos
hombres y mujeres como nosotros y que, ante
Dios y con Dios, trataron de comprender el sen-
tido de su destino definitivo.
Así comprenderá el lector la amplitud que
en la primera parte del trabajo se concede a la
cuestión de la interpretación o, lo que es lo mis-
mo, a la «hermenéutica» de las afirmaciones en
que nuestros «antepasados en la fe» han ido
plasmando sus tanteos y sus conclusiones. El
tema de la revelación en su significado profundo
tenía que ser central. En cambio, el lector no
dejará de notar que se presta muy poca atención
a las palabras o frases concretas: no encontrará
INTRODUCCIÓN 9

discusiones acerca de si aionios quiere o no decir


«eterno» en sentido estricto; o si gehenna, sien-
do un basurero humeante en las afueras de Je-
rusalén, explica esto o aquello; o si tal frase de
tal concilio intenta o no definir determinado as-
pecto de la cuestión... No digo que esas dis-
cusiones carezcan de toda importancia, pero sí
que no me parecen decisivas; y, en todo caso,
cualquier manual o diccionario sobre la materia
puede informar acerca de ellas a quien tenga
curiosidad.
Me temo que, casi con toda seguridad, el
discurso parecerá complejo. Pero puedo ase-
gurar que, al menos en cuanto al fondo, se es-
fuerza por la sobriedad. También por la claridad.
Lo malo es que lograrlo no resulta fácil. La
intención está ahí, pero —por hábito de oficio
y también, seguramente, por limitación perso-
nal— no sé caminar ni hacia la sobriedad ni
hacia la claridad más que por el lento, hones-
to y demasiadas veces fatigoso «trabajo del
concepto».
Exigirá cierto esfuerzo, sin duda. Sólo me
queda la esperanza de que el resultado valga
— o , como decimos en gallego, «pague»— la
pena.
La «pagará» si, una vez más, en la oscu-
ridad del fantasma se enciende la luz del sím-
bolo: si a través de la obvia dureza de la su-
perficie entrevemos la profundidad que ahí se
10 ¿QUE QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»

nos da para pensar. Que no es otra —de esto al


menos podemos estar seguros— que el interés
de un Amor respetuoso hasta el límite con nues-
tra libertad y preocupado únicamente por nuestra
salvación.
Pues, por paradójico que parezca, cualquier
discurso sobre el infierno sólo puede tener sen-
tido si, en su fondo más verdadero, está ha-
blando de la salvación.
Para terminar, sólo me queda dar las gra-
cias a Engracia Vidal, que, robando tiempo a
su tiempo, ha querido poner en castellano el
original gallego (destinado a la revista Encru-
cillada, que ella, más que nadie, sustenta con
su esfuerzo y dedicación).
1
Cuestiones de método

1.1. Un problema inquietante


El infierno es un misterio oscuro, un problema
negro. Su tratamiento se presta a todas las de-
formaciones y tiende a evocar los peores mons-
truos del subconsciente. Para el individuo puede
convertirse en una turbia fuente de escrúpulos
y angustias. Y en cuanto a la sociedad, dema-
siadas veces sus fantasmas horribles fueron usa-
dos para esclavizar las conciencias, fortalecer el
poder y legitimar la opresión.
De suyo, visto desde el núcleo de la reli-
gión, representa un tema secundario y colateral,
un resto de lo no logrado, una mera sombra de
la salvación fracasada. Pero, de hecho, acaba
movilizando los resortes más hondos de la vi-
vencia religiosa y poniendo en cuestión los mis-
mos cimientos de la teología. Con la simple
evocación del infierno parecen quedar en entre-
dicho la bondad divina y la libertad humana, el
sentido de la creación y el valor de la redención.
Y, desde luego, ciertas afirmaciones tradicio-
12 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

nales resultan tan monstruosas que, de ser cier-


tas, deslegitimarían la fe de una manera radical.
Lo cierto es que fueron muchos, desde Da-
vid Hume y John Stuart Mili hasta Bertrand
Russell y Anthony Flew , los que buscaron ahí
1

argumentos de terrible contundencia para atacar


al cristianismo: un dios capaz de crear y man-
tener ese infierno se les aparece como el para-
digma de una crueldad sádica e implacable.
Otros, como Charles Péguy, se sintieron obli-
gados a abandonar la fe mientras, frente a este
inquietante misterio, no encontraron otra posi-
bilidad más honesta con Dios y más justa con
la frágil dignidad humana de comprenderlo.
Otros, en fin, como el profundo y sensible New-
man (representante en esto de tantos cristianos
sinceros), vivieron largamente la dolorosa ex-
periencia de una concepción tenebrosa del in-
fierno que creían obligada en su literalidad . 2

1. Cf. J.L. WALLS, Hell. The Logic of Damnation, Notre


Dame, Indiana 1 9 9 2 , 3 - 5 (no menciona a Flew; más adelante
daré la referencia). B . RUSSELL saca de ahí —con la superfi-
cialidad que caracteriza a este pensador tan inteligente cuando
toca el tema religioso— un motivo para devaluar la figura de
Jesús: «Para mí, hay un defecto muy serio en el carácter
de Cristo, y es que creía en el infierno. (...) Y uno encuen-
tra repetidamente una furia vengativa contra los que no escucha-
ban sus sermones» {Por qué no soy cristiano, Buenos Aires
1973, 28).
2. «Desde este tiempo [a los quince años] di también pleno
asentimiento interior y mi fe plena a la doctrina de los castigos
CUESTIONES DE MÉTODO

En realidad, se trata de un problema que


nos afecta a todos: ningún creyente puede es-
capar a sus interrogantes; y, en un momento o
en otro, cada uno de nosotros acaba viéndose
obligado a buscar el modo de que una visión
deformada no rompa la coherencia de su fe o
envenene las fuentes de su vivencia.
Ésta es, justamente, la..prepcupacióo de-
cisiva que motiva las presentes reflexiones, que
por eso intentarán mantener dos características
importantes. La p r i m e r a - ^ a lo fundamental,
no esquivando las dificultades, tratando de
afrontar las preguntas que verdaderamente in-
teresan e intentando mantener en todo momento
la coherencia global de la fé? La segunda, es-
forzarse por proceder «mayéuticamente», es de-
cir., por desarrollar el problema desde dentro de
él mismo, huyendo de todo lo que pueda apro-
ximarse a un «adoctrinamiento» impuesto desde
fuera. En todo, pero mucho más en estas cues-

eternos, como enseñada por nuestro Señor mismo, con igual


sinceridad que a la de la felicidad eterna, siquiera ensayara, por
vías varias, hacer aquella verdad menos espantosa para la ima-
ginación» (Apología pro vita sua, Madrid 1977, 7; cf. 196; para
reforzar su ataque, remite a este texto A. FLEW, Dios y la
filosofía, Buenos Aires 1976, 14-15). P. TEILHARD DE CHARDIN
siente también este horror: «Mi Dios, entre todos los misterios
que debemos creer, sin duda no hay ninguno que tropiece más
con nuestros puntos de vista que este misterio de la condenación»
(El medio divino, Madrid 1972, 130); pero él ya se ve más libre
que Newman para buscar interpretaciones alternativas (cf.
p. 32).
14 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

tiones, que enganchan tan profundamente con


los resortes más íntimos y vitales, lo que importa
es, antes de nada, hacer patente la estructura del
problema, de forma que el lector pueda ir con-
trolando la validez de las razones y «realizando»
por sí mismo las posibilidades de una nueva
comprensión.

1.2. Atención a los presupuestos

Ya se comprende que no resulta —ni puede re-


sultar— fácil. Están en juego importantes pre-
supuestos que piden una clarificación previa, si
no queremos que interfieran en el proceso o,
más radicalmente, corten la misma libertad de
su afrontamiento.
1) Unos, digámoslo así, se refieren—más
directamente a los contenidos fundamentales de
la fe. De ordinario, en éstos se produce una
notable actualización en la orientación principal
que no resulta demasiado difícil de explicitar y
de aceptar. Tal sucede, sobre todo, en lo refe-
rente a la nueva percepción de una figura de
Dios más acorde con lo revelado en Jesús de
Nazaret: Abbá que crea por amor y sólo piensa
en nuestra salvación; que perdona a todos de
manera incondicional y está pendiente única-
mente de Ja vida del pecador; que no quiere —ni
siquiera «permite»— el mal, sino que, situán-
dose a nuestro lado, lucha incansablemente con-
tra él; que, como el padre de la parábola, no
CUESTIONES DE MÉTODO 15

piensa en el castigo, sino que sale cada día al


camino con el corazón triste y esperanzado... 1

Pero esa comprensión no siempre despliega


de modo expreso su coherencia, de forma que
muchas veces la eficacia en la reflexión queda
disminuida, cuando no anulada, por la presión
inmediata de las fórmulas aprendidas, de las
representaciones corrientes y de los esquemas
que determinan el funcionamiento cotidiano de
lo imaginario. Se produce así, como en tantas
cuestiones de la teología actual, una mezcla de
motivos y niveles —una auténtica confusión de
paradigmas— que produce una dolorosa sen-
sación de incoherencia: se niega en un lado lo
que se acaba de afirmar en otro, o aparece una
extraña resistencia a sacar las consecuencias de
principios que previamente se habían aceptado
incluso con entusiasmo.

3. Aquí, como es obvio, no puedo elaborar en detalle estas


ideas; debo contentarme con remitir a las reflexiones de Recu-
perar la salvación Para una interpretación liberadora de la
experiencia cristiana, Sal Terrae Santander 1994 , y Creo en
2

Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hom-


bre, Sal Terrae, Santander 1986. Para el tema del/mal, tan
decisivo, remito además al último trabajo: «El mal inevitable.
Replanteamiento de la Teodicea»: Iglesia Viva 175/176 (1995)
37-69 (más completo en «Replanteamiento actual de la teodicea:
Secularización del mal, 'Ponerología', 'Pisteodicea'», en [M.
Fraijó - J. Masiá (eds.)] Cristianismo e ilustración. Homenaje
al Prof. José Gómez Caffarena en su 70 Cumpleaños, Univer-
sidad Comillas, Madrid 1995, 241-292).
16 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

Será preciso, por tanto, buscar la coheren-


cia y no tener miedo a ir hasta el fondo de las
consecuencias entrevistas, aunque algunas veces
se pueda producir, de entrada, una cierta sen-
sación de vértigo. La experiencia nos dice que,
cuando se procede así, los resultados son casi
siempre profundamente liberadores.
^~~~~^> 2) Pero esto exige, a su vez, el esclareci-
>

miento de otro tipo de presupuestos de carácter


más formal. Son los que se refieren a Imposi-
bilidad y legitimidad de una nueva interpreta-
ción. Porque la verdad es que todo intento de
interpretar de nuevo comporta una ruptura que
implica riesgos y conlleva siempre un algo de
transgresión. Sólo puede hacerse sin graves cos-
tos cuando se asegura una garantía suficiente de
que la novedad es posible sin romper la conti-
nuidad de fondo, y de que más allá de la trans-
gresión de superficie se anuncia una fidelidad
más genuina a las intenciones originarias. Por-
que sólo así resulta posible una auténtica rein-
terpretación, sin radicalismos apresurados, pero
también sin temores que quiebren la libertad de
investigación o la alegría vital de la renovación.
Esta necesidad es tan importante que pide
un tratamiento algo más demorado.
| 1.3. La hermenéutica
de los enunciados escatológicos
De hecho, cuando la escatología (el «tratado de
las postrimerías» o «novísimos») dejó de ser el
CUESTIONES DE MÉTODO 17

«despacho ordinariamente cerrado» que había


sido hasta las primeras décadas del siglo, para
convertirse en «el rincón de donde salen las tor-
mentas» , se presentó de manera inmediata y
4

espontánea la cuestión de la hermenéutica, es


decir, el problema de precisar con justeza el
verdadero significado de sus enunciados.
La teología evangélica había ido por de-
lante, sacudida por los bandazos entre la teología
liberal y la reacción neo-ortodoxa liderada por
Karl Barth. En cuanto a la teología católica,
causaron impacto en su tiempo las reflexiones
de Karl Rahner tendentes a mostrar cómo era
posible y necesaria una nueva interpretación de
las declaraciones escatológicas . De hecho, lo-
5

gró renovar el ambiente, creando una amplia


libertad interpretativa, hoy posesión común de
toda la teología viva . 6

(No es posible entrar en los detalles de este


complejo y difícil problema: me limitaré a in-

4. Esta frase pertenece a E. Troeltsch, y la primera a H.U.


VON BALTHASAR, que la cita al comienzo del célebre trabajo en
que analiza precisamente el resurgir de la escatología: «Esca-
tología», en (J. Fcincr - J. Trütsch F. Bóckle [eds.]) Pano-
rama de la teología actual, Madrid 1961, 499-518; 778-786.
5. «Principios teológicos de la hermenéutica de las decla-
raciones escatológicas», en Escritos de Teología IVÍ\ Madrid
1964, 411-439 (el original es de 1960, antes del Vaticano n).
6. Ha sido también importante el monográfico de Conci-
lium 41 (1969), y en él el artículo de E. SCHILLEBEECKX, «Al-
gunas ideas sobre la interpretación de la escatología», pp. 43-
58. Una excelente síntesis, que recomiendo vivamente, es la de
Ch. SCHÜTZ, «Fundamentos generales de la escatología», en
Mysterium Salutis V, Madrid 1984, 527-664, esp. 596-617.
18 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

dicar aquellas cuestiones de fondo que deciden


el estilo de la solución. Aun así, no todo es
indispensable para la inteligencia de estas refle-
xiones. En letra de un cuerpo algo menor indico
las partes que puede omitir el lector no inte-
resado en estas cuestiones más formales. El que
lo prefiera puede incluso saltar sin más al apar-
tado siguiente).
Ante todo, conviene empezar por lo más
elemental, afirmando el carácter no literal y
metafórico de todo el lenguaje sobre las pos-
trimerías, en concreto sobre el infierno. Algo
elemental y que, afortunadamente, adquirió evi-
dencia pública, pero sobre lo que conviene in-
sistir, pues son muchos los que aún recuerdan
—recordamos— con horror las descripciones li-
terales del fuego del infierno o de los diversos
tormentos de los condenados, así como de los
problemas de las distintas «mansiones» de los
mismos. Algo que no sólo sucedía en la pre-
dicación, sino también en los textos de estudio,
que produjeron incluso algún «especialista en el
infierno» y que llegaron hasta la víspera misma
7

del Concilio (cuando no hasta después) , hran, 8

7. La expresión (Der katholische Hóllenfachman) es de H.


VORGRIMMLER, Geschichte der Hollé, München 1 9 9 4 , 2 9 4 - 2

303, que se refiere a Joseph BAUTZ (t 1 9 1 7 ) , Die Hollé. Im


Anschluss an die Scholastik dargestellt, Mainz 1 9 0 5 (la 1" edi-
2

ción es de 1 8 8 2 ) , y hace un resumen de su visión.


8. Personalmente, me he quedado asombrado cuando por
CUESTIONES DE MÉTODO 19

ciertamente, otros tiempos, pero, en definitiva,


no tan alejados; y, por desgracia, no se pueden
dar, sin más, por concluidos. En todo caso, es
bueno recordar aquellas ideas y repasar aquellos
tratados para comprender bien adonde puede lle-
var una mala lectura en temas tan delicados y
de tanta repercusión psicológica.
Roto el tabú literalista, resulta claro que,
cuando la Escritura habla de las postrimerías,
sus proposiciones no pueden ser tomadas como
una descripción objetiva del más allá. Cuanto
al respecto se dice, remite a un ámbito que, por
definición, es radicalmente distinto de este mun-
do en el que se desenvuelven nuestra vida y
nuestra historia, y que, por lo tanto, rompe todos
los esquemas, resultando de todo punto inob-
jetivable. Las afirmaciones de la revelación no
tienen por objeto aumentar nuestros «conoci-
mientos», como si se tratase de una especie de
geografía ultraterrena o de una crónica de lo que
sucederá después de la muerte. Lo que allí se

curiosidad he ido a ver qué decían los que fueron todavía mis
textos de la BAC: debido seguramente a una reacción sana de la
memoria, ni yo mismo recordaba muchas cosas que allí se tra-
taban (penas «vindicativas» y de los «sentidos»; que el fuego
del infierno no es metafórico; cómo, siendo material, puede
influir en lo espiritual; diversas clases y mitigaciones de las
penas; si el infierno está en el centro de la tierra...) Cf. Sacrae
TheologiaeSumma. IV: De Sacramentis. DeNovissimis, Madrid
1962, 910-958; puede verse también M. RICHARD, «Enfer»:
DThC 5 (1939) 28-120).
20 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

dice quiere, ante todo y sobre todo, iluminar


nuestra vida actual. Lo hace, eso sí, desde un
punto de vista específico: el del significado de-
finitivo que le confiere su totalización transcen-
dente en Dios. De modo que esas afirmaciones
sólo tienen sentido verdadero, controlable y asi-
milable para nosotros en la medida en que ya
ahora iluminan nuestra existencia . 9

Resulta curioso que ya Kant hubiera pre-


venido de modo expreso contra el «uso espe-
culativo» de las mismas, insistiendo en que su
sentido funciona sólo dentro de una intención
práctica (in praktischer Absicht), es decir, en
cuanto que ayudan a orientar la vida y la
conducta . Por eso insiste Rahner en que «la
10

escatología bíblica debe ser leída siempre como


expresión del presente en cuanto revelado y pro-
yectado hacia su auténtico porvenir» . Hasta el 11

punto de que

9. «La Escatología, en formulación de Rahner, no es un


reportaje anticipado de acontecimientos que sucederán en el
futuro, sino la-transposición, en el modo de la plenitud, de lo
que vivimos aquí bajo el modo de la deficiencia. Por consi-
guiente, cielo e infierno, purgatorio y juicio no son realidades
que comenzarán a partir de la muerte, sino que ahora pueden
ser vividas y experimentadas, aun cuando de manera incom-
pleta» (L. BOFF, Hablemos de la otra vida, Sal Terrae Santander
1979 , 28).
2

10. Das Ende aller Dinge (1794), en (W. Weischedel [ed.])


Werkausgabe XI, Frankfurt a.M. 1978, 173-190, esp. 178-179.
11. Loe. cit., 428.
CUESTIONES DE MÉTODO 21

«...en cuanto cristiano, el hombre sabe algo


acerca de su futuro en la medida en que, gracias
a la revelación de Dios, sabe-algo acerca-de-sí
misrñiry"Tie-stfr-i'ed©iKÍfin_^^ Su co-
nocimiento de los éschata no constituye una
nueva comunicación que sería preciso añadir
a la cristología y a la antropología dogmática,
sino que es, sencillamente, una relectura de
éstas en la perspectiva de la consumación» . 12

Remitiéndose expresamente a la exposición


de Rahner, también E. Schillebeeckx insiste en
que «únicamente un análisis de la forma en que
el cristiano vive en este mundo puede explicar-
nos algo, y en términos muy sucintos, acerca
de los grandes temas escatológicos» . Y subra- 13

ya además el aspecto práctico:


«El éschaton post-terrestre es tan sólo cuestión
de la forma en que aquello que ya se va de-
sarrollando en la historia de este mundo reci-
birá su cumplimiento final. (...) Al enfrentarse
con el mal efectivo en la historia, la escatología
expresa la fe en que el verdadero creyente pue-
de y debe moldear esta historia para la salva-
ción de todos. (...) Es la promesa de un 'mun-
do nuevo', un símbolo lleno de poder que nos
impulsa, no sólo a pensar, sino también a ac-
tuar» . 14

1 2 . Ibid., 4 2 5 (sigo, por más clara, la traducción que da


Ch. SCHÜTZ, loe. cit., 6 1 1 ) .
13. Loe. cit., 5 8 .
1 4 . Ibid., 5 5 .
22 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

1.4. Actualizar la revelación

Este tipo de reflexiones no nace, claro está, de


la casualidad del tiempo ni de un capricho pro-
gresista de los teólogos. Cuando se mira al fon-
do, se ve que responde a una necesidad interna
del mismo proceso revelador. Mientras persistió
una lectura fundamentalista de la Biblia, como
si lo que en ella se dice fuese un «dictado» de
Dios, cabía pensar en una especie de «infor-
mación» objetivista acerca del más allá. Sobre
todo cuando esa impresión estaba reforzada por
la literatura apocalíptica, con su esquema ima-
ginativo del vidente que sube al cielo o tiene
visiones, a veces enormemente vividas y con-
cretas, de lo que pasará en los últimos tiempos.
Pero todo cambia a la luz de una comprensión
auténtica de la revelación.
1.4.1. Gracias a la crítica bíblica, hemos
podido comprender que la revelación no es un
dictado caído del cielo sobre el espíritu de de-
terminados profetas o hagiógrafos y que los de-
más tengamos que admitir, sin más, porque así
nos lo manifiestan ellos: porque ellos nos dicen
que Dios se lo ha dicho. La revelación es, por
el contrario, algo que nace de dentro: un caer
en la cuenta de lo que Dios está tratando de
darnos a conocer a través de la realidad. De la
realidad en su modo de ser como criatura, con
los fuertes impulsos que están siempre tratando
de orientar el mundo y la historia hacia su hu-
CUESTIONES DE MÉTODO 23

manización, y con los que dentro de nosotros


tratan de llevarnos al bien, a la fraternidad y a
la plenitud en la comunión con Él. Dios está
manifestándosenos continuamente a través de
todo, tratando de abrir un poco más nuestra ca-
pacidad, de vencer nuestra ceguera, de superar
nuestras resistencias. 1

Lo consigue en el momento en que alguien


—por su fidelidad, por su escucha, por su «ins-
piración» religiosa— logra caer en la cuenta de
lo que Dios está intentando manifestar, de lo
que Dios quiere «revelar». Pero, fijémonos
bien, cae en la cuenta él, pero de algo que Dios
desea decir a todos, pues todos son parte de la
misma creación, tan hijos e hijas de Dios como
el profeta; y, por tanto, todos están siendo tra-
bajados por el mismo amor divino, que «quiere
que todas la personas se salven» (1 Tim45.4).
Por eso el profeta no descubre cosas raras
o ajenas a los problemas auténticos de la hu-
manidad, ni secretos divinos que nada tengan
que ver con nosotros. Por eso, igualmente, cuan-
do el profeta se lo dice a los demás, no impone
algo desde fuera, sino que —como en la raa-
yéutica socrática— les hace de «partera» para
que ellos caigan también en la cuenta y vean
por sí mismos la verdad de lo que se les dice.
Por eso, finalmente, cuando la fe es auténtica,
se cree, de entrada, porque lo dice el profeta
(en el sentido de que hace de partera o de des-
pertador), pero, en definitiva, se cree porque se
percibe que así es realmente la realidad, que así
24 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

es el modo de ser de Dios con nosotros y para


nosotros. El interlocutor en el diálogo de Platón,
cuando escucha que «la divinidad es entera-
mente simple y verdadera, tanto en sus palabras
como en sus obras», contesta: «Ahora que lo
dices, también me lo parece a mí» . Y en el 15

Nuevo Testamento los samaritanos ya no creen


porque le haya sido dicho a la mujer, sino porque
ellos mismos se lo han oído al Mesías (Jn 4,42).
1.4.2. Quede dicho todo esto de modo do-
lorosamente esquemático , aunque espero que
16

baste para nuestro propósito. Porque, con toda


evidencia, su lección vale también para el mun-
do de la escatología. En realidad, vale para éste
de un modo especial, dada su constitutiva dis-
tancia de toda experiencia palpable y empírica.
No siendo la revelación un «dictado» que
aporta información «externa», sino un desve-
lamiento de lo que se nos está diciendo desde
dentro de la realidad (en cuanto creada, habitada
y promocionada por Dios), se comprende mejor
lo que sucede. Lo que en la revelación se des-
rowri^
15. Obras Completas, Madrid 1969, 700.
16. Los que hayan seguido un poco mi obra sabrán que
ésta es una idea central, largamente elaborada y fundamentada:
cf. La revelación de Dios en la realización del hombre, Madrid
1987; La constitución moderna de la razón religiosa, Verbo
Divino, Estella 1992; «Revelación», en (A. Torres Queiruga
[dir.]) Diez palabras clave en Religión, Verbo Divino, Estella
1992, 177- 224. Desde otra perspectiva y con otras categorías,
viene a decir lo mismo, y muy bien, Ch. SCHÜTZ, loe. cit.,
607-614: «Fuente de los enunciados escatológicos».
CUESTIONES DE MÉTODO 25

cubre no puede ser un «reportaje» del más allá,


sino que se trata de aquellos rasgos de nuestro
futuro definitivo que entrevemos, presentimos,
deducimos y esperamos en cuanto inscritos ya
en la dinámica de nuestra situación actual. De
nuestra situación en su concreción total: en lo
que sentimos más directamente como latencias
y potencias de la propia existencia, que aspira
a la plenitud y siente a un tiempo la amenaza
de su fragilidad y la presencia de la ayuda divina;
en lo que por otros caminos sabemos ya de la
acción de Dios en nosotros y de sus planes sobre
nuestro destino; en lo que se nos sugiere tanto
desde la propia tradición religiosa como desde
otras que han influido o están influyendo en ella.
Así se explica, en primer lugar, el proceso
bíblico, con sus tanteos, sus angustias y sus
intuiciones. Un proceso en el que juegan fac-
tores de todo tipo: la crisis de los justos aplas-
tados por la desgracia en esta vida; la suerte de
los mártires, incomprensible si todo acaba en el
mismo acto en que muestran su fidelidad a Dios
(cf. Macabeos y Daniel); el influjo helenístico,
con la idea de la inmortalidad; y, envolviéndo-
lo todo, la percepción de que el amor de Dios
no puede fallar nunca (cf., por ejemplo, el
salmo 73) . 17

1 7 . Cf. la excelente síntesis de J. ALONSO DÍAZ, En lucha


con el misterio. El alma judía ante los premios y castigos y la
vida ultraterrena, Sal Terrae, Santander 1966; y también H.
GROSS, «Escatología del AT y del Judaismo primitivo», en
26 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

Asombra la cantidad de sufrimiento que


comportó este proceso, así como la lentitud del
descubrimiento de la resurrección, que sucede
muy tardíamente, ya a las mismas puertas del
Nuevo Testamento. Sería incomprensible si la
revelación hubiera sido un «dictado» (¿cómo
explicar entonces esa cruel y mezquina reserva
de siglos acerca de algo que Dios «habría po-
dido» revelar en cualquier momento?). Se com-
prende muy bien, en cambio, si se ve como la
lucha amorosa de Dios por ir haciendo penetrar
esta difícil convicción en el alma humana dentro
de los condicionamientos de aquella precisa cul-
tura («lo consigue» al final de un difícil proceso,
y tendrá que esperar aún a Jesús para la plena
claridad, en cuanto posible para nosotros).
En segundo lugar, queda patente el tipo de
contenido que allí se revela: como queda repe-
tido, no se trata de la descripción de un pano-
rama, sino de la dilucidación tanteante de un
destino. Pero, sobre todo, se ilumina el modo y
la posibilidad de nuestra comprensión actual.
Pues ahora aparece claramente la inevitabilidad
de su carácter «mayéutico». Los que hablan ahí
son hombres como nosotros, hijos del mismo
Dios y trabajados por idéntica promesa de sal-
vación. Van delante, pero podemos observar
cómo se les reveló lo revelado y, con su ayuda,

Mysterium Salutis V , cit., 665-685, y K.H. SCHELCKLE, «Es-


catología del Nuevo Testamento», ibid., 686-739.
CUESTIONES DE MÉTODO 27

reproducir en nosotros su mismo camino. Más


aún, conviene afirmar que, sólo si de alguna
manera logramos repetir su experiencia, podre-
mos comprender su significado. La palabra de
la revelación sólo resulta eficaz y cobra sentido
si hace que nosotros mismos caigamos en la
cuenta, «demos a luz», esa comprensión de
nuestra existencia y de nuestro destino.
1.4.3. Todo esto muestra no sólo la legi-
timidad, sino también la necesidad de una ac-
tualización por nuestra parte. Lo que se dijo
entonces con las palabras, las imágenes y los
símbolos que tenían a su alcance en el marco
de sus problemas y de sus expectativas, lo te-
nemos que decir hoy con nuestros medios y des-
de nuestra situación. Lo mismo, pero de otra
manera: realizar la «fusión de horizontes»-^ul-
turales por encima de la «distancia temporal»,
de modo que a través de las palabras antiguas
la «cosa misma» pueda hablar también en el
lenguaje actual . 18

Tal actualización comporta riesgos, cier-


tamente, pues si ya una simple traducción resulta

18. Uso, como se ve, la terminología de H . G . GADAMER


(Verdad y método, Salamanca 1977), que se refiere a todo pro-
ceso de interpretación. Esto es importante, porque no se trata
de algo especial, inventado ad hoc, sino de una estructura uni-
versal (que, naturalmente, ha de adaptarse a las modalidades de
cada asunto).
28 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

siempre problemática —traduttore, traditore—,


mucho más lo será cuando se trata de la trans-
posición de toda una trama simbólica que afecta
a las raíces más hondas y oscuras de nuestro
ser. Pero es también nuestra oportunidad, que
nos permite no quedar cerrados en la repetición
de un pasado muerto, sino abrirnos a la recrea-
ción auténtica de una experiencia que ha de ser
tan actual como la reflejada en los textos tra-
dicionales y que pide ser traducida en una pa-
labra viva que hable a nuestra comprensión y
alimente las posibilidades de nuestra vida y de
nuestra historia.
Riesgo y oportunidad, por consiguiente. Se
nos pide con idéntica fuerza un tratamiento res-
ponsable y una reflexión libre que, aplicándose
con todo rigor a los datos, busquen su anclaje
en la experiencia real, intenten integrar en una
figura coherente la luz que nos llega desde el
conjunto de la fe y hablen el lenguaje de nuestro
tiempo.
Es lo que van a procurar estas reflexiones,
que por eso se van a escalonar en tres pasos de
distinta claridad, pero de muy parecida impor-
tancia. El primero hablará con energía de lo que
ya no resulta tolerable en el tratamiento del in-
fierno. El segundo expondrá lo que se puede
afirmar con seguridad. Y el tercero aventurará
algunas hipótesis acerca de lo que podemos fun-
dadamente conjeturar.
2
Lo intolerable
en el tratamiento del infierno

Criticar la historia pasada es nuestro derecho,


aunque los juicios están siempre expuestos al
riesgo de la injusticia y la intolerancia. Lo ad-
vierto, porque la intención primaria de lo que
aquí intento decir no se dirige a juzgar el pasado,
sino —mucho más modestamente— a iluminar
el presente. Más de una vez, algo que hoy resulta
realmente inconcebible pudo estar justificado en
su época histórica. ¿Quién puede, por ejemplo,
calibrar el efecto moralizador que la predicación
del infierno tuvo sobre costumbres bárbaras e
inhumanas o frente a autoridades ante las que
no cabía otro freno ni control? Aparte de que
1

los significados reales funcionan en sus contex-


tos concretos, de forma que palabras, imágenes
o conceptos perfectamente asimilables en un

1. Cf. al respecto las reflexiones de la obra nada sospechosa


de J. MINOIS, Historia de los infiernos, Barcelona/México/Bue-
nos Aires 1994, 153-156.
30 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

momento dado pueden resultar insoportables en


otro distinto.
Al hablar de «intolerable», por tanto, nos
referimos aquí, ante todo, a lo que hoy no debe
ser afirmado por una teología «honesta con
Dios» ni anunciado por una predicación respe-
tuosa con la dignidad de los oyentes actuales
(por otra parte, trabajados en nuestro tiempo por
una larga y nueva tradición de libertad y tole-
rancia).

2.1. No «castigo», sino «tragedia» para Dios


En este sentido, conviene empezar afirmando
que de ningún modo resulta ya lícito hablar del
infierno como castigo por parte de Dios ni, me-
nos aún, como venganza. Hemos oído tantas
veces este tipo de expresiones que puede acabar
escapándosenos lo monstruoso que en sí mismas
insinúan, pues convierten a Dios en un ser in-
teresado que castiga a quien no le rinde el debido
«servicio»; en un juez implacable que persigue
al culpable por toda una eternidad; y, en defi-
nitiva, en un tirano injusto que crea sin permiso,
que no deja más alternativa que la de servirle o
exponerse a su ira, y que castiga con penas «in-
finitas» fallos de criaturas radicalmente débiles
y limitadas.
No digamos nada si, encima, por culpa de
una lectura literalista de ciertos pasajes (sobre
todo Rm 9-11) que, en el fondo, quieren decir
LO INTOLERABLE EN EL TRATAMIENTO DEL INFIERNO 31

lo contrario , se habla de predestinación al in-


2

fierno. Y no de modo metafórico, sino atenién-


dose a una literalidad que proviene de autores
tan grandes como san Agustín, quien con toda
seriedad la interpreta como decisión definitiva
e incondicional de Dios, en el sentido de que,
con total independencia de la conducta futura de
las personas —ante praevisa merita—, destina
sólo a unas a la salvación, mientras deja a otras
—vassa irae: «vasos de ira»— destinadas de
manera irreversible a la condenación como una
massa damnata (en definitiva, culpable, que
para eso pecó Adán...).

Por fortuna, esta doctrina, que, como jus-


tamente dice Berthold Altaner, «parte de una
idea de Dios que nos hace estremecer» , nunca 3

ha sido plenamente acogida en la Iglesia. Pero


tampoco cabe negar su influjo, oscuro y s u b -
terráneo, a lo largo de la historia de la teología , 4

2. «El pensamiento de una previa determinación divina de


los escogidos para la salvación, con exclusión de los no esco-
gidos, actuó como un misterio oscuro en la historia del pensa-
miento cristiano desde Agustín, mientras que para Pablo (Rm
8,28ss) es la expresión suma de la gozosa seguridad de la sal-
vación» ( W . PANNENBERG, «Pradestination. I V : Dogmatisch»:
RGG 5 (1961/1986) 487. Lo mismo había dicho H. DE LUBAC,
Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Barcelona 1963,
198-203.
3. Patrología, Madrid 1962 , 423 (se trata, como se sabe,
5

de una obra clásica y moderada).


4. Tuvo además la desgracia de ser reavivada por los re-
32 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

reforzando sombras y fantasmas que nunca hu-


bieran debido acercarse siquiera a nuestra idea
ni a nuestro discurso sobre Dios. En todo caso,
su evocación sirve de aviso saludable para no
mantener conceptos o representaciones con una
carga tan peligrosamente negativa.
Para comprender la gravedad del peligro,
basta con traer a la memoria que el despertar
crítico de la Ilustración encontró aquí uno de los
más graves motivos de escándalo y rechazo de
la fe, con enormes consecuencias culturales. No
cabe ignorar que, si se da por válida esa con-
cepción, los argumentos resultan muy difícil-
mente refutables. De modo paradigmático ar-
gumenta Hume: 1) que resulta inaceptable un
castigo eterno para ofensas limitadas de una cria-
tura frágil; y 2) que, encima, ese castigo no sirve
para nada, puesto que sucede cuando ya «toda
la escena ha concluido» . 5

formadores y jansenistas, en general ya con matices, que en un


Karl Barth. por ejemplo, pueden llegar a sutilezas admirables.
Pero, obviamente, mucho mejor sería dejar todo este tipo de
discurso, que supone otros cuadros mentales ya pasados —que
incluían una concepción de la causalidad divina todavía no ple-
namente consciente de la autonomía y legalidad interna de las
creaturas— y que hoy sugieren, de modo casi «infalible», con-
notaciones terriblemente negativas.
5. «On the Ifnmortality of the Soul», en (E.F. Miller [ed.])
Essays Moral, Political and Literary, Indianapolis 1987, 594
(tomo la referencia de G. LÓPEZ SASTRE, «David Hume, o la
reflexión escéptica sobre el mundo religioso» en [M. Fraijó
LO INTOLERABLE EN EL TRATAMIENTO DEL INFIERNO 33

Este tipo de críticas tiene siempre algo de


esquemático e injusto; pero, en lugar de protes-
tar contra ellas, lo que conviene es hacerlas im-
posibles, revisando conceptos obsoletos y re-
cuperando el sentido genuino de la experiencia
cristiana. Porque desde la intuición de un Dios
que crea por amor, más aún, al que en Jesús
descubrimos como «Padre» cuya esencia con-
siste en amar (1 Jn 4,8.16), en la condenación
de cualquier hombre o mujer —consista en lo
que consista: dejémoslo por ahora— sólo cabe
ver, no algo que Dios desea, quiere o impone,
sino todo lo contrario: algo que Él padece, con
lo que sufre, pero que no puede evitar. ¿Cómo
podría ser de otro modo, si crea únicamente por
nosotros y para nosotros: para comunicarnos su

(ed.)] Filosofía de la religión. Estudios y textos, Madrid 1994,


170-171). En el mismo ambiente, véanse otras citas: «todas las
edades y naciones representaron a dioses como malos, en una
progresión siempre creciente... hasta que alcanzaron la más
perfecta concepción de la maldad que la mente humana puede
inventar, y le llamaron a esto Dios y se postraron delante de
él»; son palabras de James Mili, el padre de John Stuart MILL,
que lo cuenta en su Autobiografía (Autobiography ofjohn Stuart
Mili, New York 1924, 29) y que escribe además: «¿Existe alguna
enormidad moral que no pueda ser justificada por imitación de
tal Divinidad? ¿Es posible adorar una tal sin una tremenda dis-
torsión en la regla de lo bueno y de lo malo? Cualquiera otro
de los ultrajes a la más ordinaria justicia y humanidad, implicada
en la común concepción cristiana del carácter moral de Dios,
cae en la insignificancia al lado de esta tremenda idealización
de la maldad» (Three Essays on Religión, London 1923, 114).
Tomo las referencias de J.L. WALLS, op. cit., 5.
34 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

amor y su salvación, buscando tan sólo nuestra


realización y nuestra felicidad?
Apena ver que algo tan obvio haya podido
quedar tanto tiempo recubierto por lógicas ex-
trañas al evangelio o por simples rutinas del
pensamiento. Cuando, además, basta la razón
normal para verlo, siempre que uno se acerque
a este campo con la actitud y las categorías apro-
piadas. ¿No es esto lo que sucede con un padre
o una madre simplemente honestos y normales,
cuando ven que un hijo entra en el camino de
la autodestrucción: en la droga, pongamos por
caso? Le darán sus mejores consejos y le ayu-
darán con todas sus fuerzas; pero, si persiste,
no le «castigarán», añadiendo desgracia a su
desgracia o haciendo aún más perdurable el pro-
ceso de su autodestrucción. Más bien sucederá
lo contrario (y cualquiera que tenga el mínimo
contacto con alguno de estos desgraciados casos
sabe muy bien que esto no es retórica): sufrirán
con él y aún más que él; sentirán como propio
el fracaso de su hijo.
Si, alertados por la crítica y animados por
una razón verdaderamente humana, prestamos
atención a la revelación evangélica, eso mismo
resulta evidente más allá de toda comparación.
Ya sé que hay algunos pasajes —en realidad, y
para una lectura crítica del Nuevo Testamento,
muy pocos y en directa contradicción con
otros— que parecen no cuadrar con esto, pues
hablan de castigo, de gehenna o de tinieblas...
LO INTOLERABLE EN EL TRATAMIENTO DEL INFIERNO 35

Pero veremos que tienen otra explicación. Y,


desde luego, en una elemental corrección her-
menéutica, deben ser leídos desde la clave cen-
tral de la experiencia bíblica: todo lo que Dios
hace o manifiesta va exclusivamente dirigido a
la salvación.
Basta con mirar la actitud de Jesús con los
pecadores, o simplemente leer con corazón lim-
pio la parábola del hijo pródigo, para ver por
dónde va aquella clave. O, para verlo afirmado
de manera explícita, examinar las palabras con
las que Pablo intenta descubrir el núcleo de la
actitud divina ante el destino humano:
«¿Cabe decir más? Si Dios está a favor nuestro,
¿quién podrá estar en contra? Aquel que no
escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó
por todos nosotros, ¿cómo es posible que con
él no nos lo regale todo? ¿Quién será el fiscal
de los elegidos de Dios? Dios, el que perdona.
¿Y a quién tocará condenarlos? A Cristo Jesús,
el que murió o, mejor dicho, el que resucitó,
el mismo que está a la derecha de Dios, el
mismo que intercede en favor nuestro» (Rm
8,31-34). —-
Se comprende perfectamente que Hans Urs
von Balthasar no exagera, sino que expresa la
dinámica más fina y más sensible de la actitud
de Dios, en cuanto nos es dado entreverla, cuan-
do califica de «trágica» la situación:
«Trágica no sólo para el hombre, que puede
frustrar el sentido de su existencia, su propia
36 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

salvación, sino para Dios mismo, que se ve


forzado a tener que juzgar allí donde querría
salvar y —en el caso extremo— a tener que
juzgar justamente porque sólo quería aportar
amor. De este modo, el tener-que-ser-repudia-
do del hombre que repudia el amor de Dios
aparece como una derrota de Dios, que fracasa
en su propia obra de salvación» . 6

Estas ideas pueden sonar novedosas y aun


atrevidas. En realidad, enlazan con lo más pro-
fundo y mejor de la tradición cristiana sobre
Dios. Véase, si no, lo que dice el Maestro Eck-
hart en uno de sus sermones:
«La verdad es que Dios sentiría una alegría tan
grande e inefable por el que le fuese fiel, que
el que frustrase esa alegría le frustraría total-
mente en su vida, su ser, su deidad..., le qui-
taría la vida, si es que se puede hablar así» . 7

6. Theodramatik. IV: Das Endspiel, Einsiedeln 1983, 173;


cf. 190, 245, 251-253, 259, 272. En el mismo sentido dice A.
MANARANCHE (Les raisons de ¡'esperance, París 1979, 210):
«...asumiendo el riesgo de entregárnoslo todo, ha asumido tam-
bién el riesgo de vernos rechazar este Don definitivo. (...) El
infierno es, pues, el infierno del amor: para el hombre, que
escoge las tinieblas exteriores; también para Dios, que sufre en
silencio. No es un querer positivo del Padre, sino la conse-
cuencia negativa e inevitable de su Designio salvador para el
caso de que sea rechazado. No es un acto de poder vindicativo,
sino, por el contrario, una kénosis: Dios acepta el juego de la
libertad humana y experimenta su negativa como un límite que
le es infligido personalmente».
7. Citado por A. GESCHÉ, Dios para pensar. 1: El mal.
El hombre, Salamanca 1995, 283.
LO INTOLERABLE EN EL TRATAMIENTO DEL INFIERNO 37

En inmediata continuidad con las palabras


antes citadas, von Balthasar prosigue afirmando,
con toda razón, que «este aspecto del juicio debe
ser hecho patente desde los escritos neotesta-
mentarios: no como punto final, sino más bien
como punto de partida para una ulterior reflexión
más profunda».

2.2. Contra el abuso moralizante


Punto de partida, pues. Y cabría decir más: tam-
bién principio que debe sustentar toda la refle-
xión determinando su lógica, sin que en ningún
momento pueda ser anulado o puesto en cuestión
por intereses ajenos o lógicas divergentes que
acaben por anularlo. Con lo cual se están enun-
ciando dos capítulos de verdadera transcenden-
cia en la cuestión.
El primero, referido a su falsa moraliza-
ción, es especialmente importante y difícil, por-
que en él tiende a producirse la mezcla sutil de
un interés justo y legítimo con otro injusto y
bastardo. \
No cabe dudar, en efecto, de que, como
ya queda insinuado, históricamente el infierno
ha funcionado muchas veces como factor de mo-
ralización. Y sería injusto no ver que, en defi-
nitiva, ésa ha sido casi siempre la intención que
movió a insistir en su realidad y a enfatizar ima-
ginativamente su carácter de amenaza terrible.
Lo demuestra el hecho obvio de que, en la his-
38 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

toria de las religiones, las que más insistieron


en el infierno fueron aquellas que, como el zo-
roastrismo, el judeo-cristianismo y el islam, po-
nen el acento en el carácter moral de la Divi-
nidad (y, a nivel más inmediato, baste como
botón de muestra el recuerdo que muchos de
nosotros guardamos de las predicaciones de cier-
tos ejercicios espirituales: un tormento, pero in-
fligido por gente bien intencionada...).
La desgracia es que en ese interés subjetivo
interfirió casi siempre una perversa confusión
objetiva, debido a una equivocación radical en
la ubicación de los motivos. Porque, en el fondo,
siempre se ha percibido el auténtico motivo fun-
damental, a saber, el riesgo constitutivo que para
la existencia humana supone el posible mal uso
de la libertad. Que la persona puede perderse
entrando por el camino de la degradación moral
y de la autodestrucción existencial: he ahí la
verdad de toda reflexión sobre la condenación
y la justificación de todo énfasis en las adver-
tencias. La perversión aparece cuando ese riesgo
se convierte en amenaza externa, acudiendo
nada menos que al recurso de utilizar a Dios
como mero instrumento, bien sea identificán-
dolo a Él mismo con esa amenaza, bien sea
evocando su poder y su justicia para reforzarla
(muchas veces hasta los límites de la neurosis).
Tengo la impresión de que el simple enun-
ciado de la trampa resulta más que suficiente
para hacer percibir su realidad y su perversión
LO INTOLERABLE EN EL TRATAMIENTO DEL INFIERNO 39

(repito: perversión objetiva, a pesar casi siempre


de las intenciones que la mueven).
Pero se verá todavía con más claridad re-
tomando el ejemplo que poníamos líneas arriba.
Es terrible la droga, y todos comprendemos que
para apartar a alguien de ella se insista en la
grave amenaza que supone para la salud y para
la vida, resaltando con todo el énfasis de que se
sea capaz sus tremendos efectos destructivos.
Pero resultaría una injuria insoportable para los
padres el que un amigo se empeñase en con-
vencer a su hijo de que esa amenaza consiste,
no en la autodestrucción a que él mismo se ex-
pone, sino en un «castigo» que van a infligirle
sus propios padres.
Si esto sucede, aunque sea con la mejor
intención del mundo, ya se comprende el horror
en que se puede incurrir cuando de manera ex-
presa se instrumentaliza el miedo al «castigo de
Dios» para controlar las conciencias, reforzar
una educación autoritaria, afirmar el poder o
poner las instituciones a cubierto de la crítica.
Muchas acusaciones hechas en la modernidad
contra el cristianismo tienen aquí toda la razón
de su parte y resultan mucho más «cristianas»
que esas actitudes fomentadoras de una «pas-
toral del miedo», que no sólo acaba llevando al
fracaso y al ateísmo, como mostró Delumeau , 8

8. Cf. La peur en Occident, xiv-xvu siécles, París 1978;


Le peché et la peur, 1983;
40 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

sino que, como ya no cabe ignorar después de


Kant, paraliza el auténtico proceso moral. De
este modo, en nombre de una falsa imagen de
Dios —de un «ídolo»— se estorba la auténtica
realización de su bondad creadora.
La conclusión de Andrés Tornos, que ana-
liza con energía este aspecto, debería ser tomada
con toda seriedad, sin escapar a ninguna de sus
consecuencias:
«Habría, pues, tras las representaciones del in-
fierno una psicología enferma, una sociedad
mentirosa y una cosmología degradante. Esta
estimación repercute en muchas tomas de pos-
tura negativas frente a la fe de la Iglesia his-
tórica y frente a la fe en la Iglesia de Cristo.
Ante tales valoraciones, la teología no puede
callar, ni evadirse, ni acorazarse en pronun-
ciamientos ambiguos, puesto que tiene co-
mo uno de sus objetivos prioritarios el aportar
claridad en cuanto a semejantes tomas de
postura» .9

2.3. Contra las lógicas del horror

Si algo tiene que cuidar con esmero la teología,


es, justamente, la lógica con que el vocabulario,
la imaginación y los razonamientos se deben
mover en este terreno tan delicado. Apoyán-

9. Escatología II, Madrid 1991, 207; cf. 206-210.


LO INTOLERABLE EN EL TRATAMIENTO DEL INFIERNO 41

dose, por un lado, en el principio formal de que


todo lo que se diga sobre el infierno no puede
consistir en una «descripción objetiva» del más
allá, sino en un desvelamiento del sentido de-
finitivo de la existencia histórica, y por otro, y
sobre todo, asegurándose en la evidencia fun-
damental de que Dios quiere tan sólo la vida y
la salvación, es necesario mantener con toda
decisión la reserva del discurso y cuidar esme-
radamente su pureza teológica.
2.3.1. Eso implica, ante todo, no dejarse
arrastrar por la lógica de los fantasmas de la
imaginación. Los textos primitivos del cristia-
nismo son al respecto de una austeridad notable,
que en el peor de los casos no pasó de algunas
metáforas duras, pero simplemente alusivas a lo
terrible que resulta colocarse fuera de la salva-
ción. Se aprecia comparándolos con su entorno;
y, sobre todo, se echa de menos cuando se com-
para aquella sobriedad con la exuberante ima-
ginería que se le fue añadiendo a lo largo de la
historia. La mayor parte de las imágenes lle-
garon de fuera: de Platón, de cierta apocalíptica,
10
de Virgilio fueron en-
trando en el terreno cristiano. Y hay que reco-
nocer que incluso llegaron a dar origen a grandes
obras de arte, como La Divina Comedia o ciertos
cuadros del Bosco.

1 0 . Cf. G. MINOIS, op. cit., 6 4 - 6 9 , 6 9 - 7 5 , 9 8 - 1 0 2 .


42 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

Pero lo que en el arte, con su expresa con-


ciencia simbólica y su atmósfera metafórica, to-
davía puede resultar tolerable", en la imagina-
ción popular, en la predicación y en la literatura
edificante acaba imponiendo un realismo craso
y sumamente peligroso. De hecho, las descrip-
ciones del infierno se multiplicaron como hon-
gos venenosos, hasta acaparar muchas veces el
espacio más vivo de la preocupación por las
postrimerías. Su «barbarización» moralizante,
las pretendidas visiones que van desde Beda el
Venerable hasta el libro de Tungdal y el pur-
gatorio de San Patricio... , todo ello ampliado
12

con la elocuencia de los predicadores, fue con-


formando una visión tenebrosa que acabó con-
virtiéndose en una especie de crónica de horrores
o en un museo de atrocidades.
De ese modo, el infierno perdió su carácter
de advertencia existencial, de recia y severa,
pero digna, llamada a la autenticidad, para so-
lidificarse en una realidad monstruosa y alie-
nante, hasta llegar a constituir «el terror de ge-
neraciones de creyentes» . 13

1 1 . Sólo «tolerable» hoy, pues, como muy bien dice


Y.-M. CONGAR, «es preciso cerrar La Divina Comedia, in-
cluso —y sobre todo— ilustrada por Gustave Doré» (Vaste
monde, ma paroisse, París 1 9 6 6 , 8 7 ) .
1 2 . H. VORGRIMMLER, Geschichte der Hollé, München
1994 , 132-174, 214-233.
2

1 3 . G. MINOIS, Ibid., 15 (primera frase del libro). En él


puede verse el largo y torcido proceso de las imaginaciones
aludidas.
LO INTOLERABLE EN EL TRATAMIENTO DEL INFIERNO 43

2.3.2. Todo lo cual dio pie a que la ima-


ginación enganchase con los estratos más os-
curos del inconsciente colectivo, se hiciese más
manipulable por los intereses del poder y, sobre
todo, acabase devorada, al menos en parte, por
la lógica del resentimiento: tal fue la gran acu-
sación que lanzó Nietzsche y que, después de
14

él, se convirtió en uno de los tópicos más efi-


caces de la polémica antirreligiosa . Se suele 15

citar como ejemplo típico un texto de Tertuliano,


en verdad tremendo:
«¡Qué espectáculo tan grandioso! ¡De cuántas
cosas me asombraré! ¡De cuántas cosas me
reiré! ¡Allí gozaré! ¡Allí saltaré de júbilo con-
templando cómo tantos y tan grandes reyes,
de los que se decía que habían sido recibidos
en el cielo, gimen en profundas tinieblas junto
con el mismo Júpiter y con sus mismos testi-
gos! ¡Viendo también a los presidentes per-
seguidores...! ¡Y viendo además cómo aque-
llos grandes filósofos se llenan de rubor!...
¡Viendo asimismo cómo los poetas tiem-
blan...! La visión de tales espectáculos, la
posibilidad de alegrarse de tales cosas, ¿qué
pretor, o cónsul, <j¡ cuestor, o sacerdote

14. Zur Genealogie der Moral. Eine Streitschrift, n, § 15


(trad. cast.: Madrid 1972, 55-57).
15. Cf., porej., A. FLEW, Dios y la filosofía, Buenos Aires
1976, 14-15, 58.
44 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

podrá ofrecértela, por mucha generosidad


que tenga?» 16

En el ambiente de persecución que vivía el


apologeta, un texto así puede aún merecer cierta
comprensión. Pero, fuera de ella, se presta —y
se ha prestado, de hecho— a grandes trampas
psicoanalíticas que hoy no cabe ignorar que pue-
den ser muy fuertes: una «virtud» más o menos
forzada acaba generando un resentimiento que
luego, de un modo inconsciente, acaba cargán-
dose sobre los «pecadores», muchas veces con
envidia secreta y no reconocida; todo, segura-
mente, disimulado bajo el afán justiciero de un
pretendido «castigo» divino. Resulta imposible
leer bastantes textos de la tradición en este punto
sin que, a pesar de todo, pueda pasar inadvertida
una buena dosis de resentimiento. Con la lúcida
agudeza del adversario, Nietzsche ha dicho aquí
cosas importantes, y desde Freud la ingenuidad
no tendría disculpa . 17

2.3.3. Es posible que la misma teología


sistemática no quedase inmune a esta contami-
nación. Pero fue sobre todo una lógica juridi-
cista y objetivante la que causó más estragos en
ella.

16. De spectaculis 30 (coll. Sources Chréfiennes 332, París


1986, 316-329).
17. Cf., porej., C. DOMÍNGUEZ MORANO, El psicoanálisis
freudiano de la religión. Análisis textual y comentario crítico,
Madrid 1991, 172-237.
LO INTOLERABLE EN EL TRATAMIENTO DEL INFIERNO 45

Ya se ha aludido más arriba a la increíble


prolijidad de los manuales en el tratamiento del
problema. Incluso en un autor tan austero como
Tomás de Aquino, no deja de asombrar que sea
la «justicia vindicativa» el eje principal de los
razonamientos y que, en consecuencia, Dios sea
el agente causal de la condenación. Y menos
mal que se nos advierte que «Dios no se deleita
en las penas de los condenados por ellas mismas,
sino que se deleita en el orden de su justicia,
que exige esto» . Pero eso mismo indica qué
18

lejos se está aquí del Dios del Evangelio, donde


su prioridad no es jamás «el orden objetivo del
universo», sino la salvación de los hombres;
donde su justicia consiste en el perdón; y donde
toda su actividad se ejerce desde la «lógica del
amor».
El no situarse en esta lógica tiende incluso
a hacer de Dios la causa de la obstinación de
los condenados, aunque sea «no causando o con-
servando la malicia, sino en cuanto que no im-
parte la gracia» . Más aún, «la justicia divina
19

18. STh. 1/2, q.87, a.4, ad 3. En la Suma contra los gen-


tiles lo dice todavía con más claridad: «Pero se ha de conceder
que Dios aplica las deleitase
en ellas, sino por algo distinto, es decir, para imponer a las
creaturas el orden en que consiste el bien del universo» (3 CG
144). En este orden objetivo funda incluso la eternidad de las
penas, a pesar de que los repetidos razonamientos muestran su
incomodidad al respecto (cf. también 112, q.87 a.3; Suppl. q.99,
a.l).
19. De malo, q.16, a.5, ad 3; cf. 4 CG 93.
46 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

que castiga» tiene que modificar expresamente


la acción del «fuego» del infierno para que, a
pesar de ser material, pueda atormentar a las
almas de los condenados, que son espirituales . 20

Pero todo alcanza un extremo inconcebible


cuando el santo llega a una afirmación asom-
brosa, que resulta literalmente increíble para una
sensibilidad normal y que, desde luego, debe
resultarlo aún más para una sensibilidad educada
en el perdón sin límite, en el amor incondicional
y en la ternura infinita del Dios cristiano:

«A los bienaventurados no se les debe sustraer


nada que pertenezca a la perfección. Pero cada
cosa se conoce mejor por su comparación con
la contraria, puesto que 'los contrarios contra-
puestos entre sí brillan más'. Y por eso, a fin
de que la bienaventuranza de los santos les
complazca más y den por ella abundantes gra-
cias a Dios, se les concede que contemplen
con toda nitidez (perfecte) las penas de los
impíos» . 21

20. STh. Suppl. q.97, a.5, ad 3; a.6, ad 2.


21. Ibid., q.94, a . l , in c; dedica a la cuestión también los
art. 2 y 3. Repite todavía más adelante la idea, afirmando que
las penas de los condenados no son inútiles, pues sirven para
dos cosas: 1) «que en ellos se conserva la justicia divina, que
es agradable a Dios por sí misma»; y 2) «que los elegidos gozan
con ellas, al contemplar en ellas la justicia de Dios y conocer
de qué se libraron» (q.99, a.l, ad 4); y confirma la idea re-
mitiendo a san Gregorio Magno, IVDialog., c. 44 (ML 77,404).
LO INTOLERABLE EN EL TRATAMIENTO DEL INFIERNO 47

Para ser justos con el gran teólogo, con-


viene tener en cuenta el peculiar sentido medie-
val del honor y de la justicia (él, ciertamente,
no arguye desde el resentimiento), así como el
hecho de que, aunque no muchos, sí encontraba,
por desgracia, en la tradición una serie de textos
que insistían en esta idea . 22

2.3.4., Sin embargo, es muy necesario re-


cordar este fenómeno y considerarlo en toda su
crudeza. No por una cierta complacencia raa-
soquista, ni siquiera por simple honestidad his-
tórica (en cualquier caso, siempre sobrará quien
lo recuerde), sino porque encierra una lección
decisiva: la de que la lógica no es inocente, y
que el modo de enfocar el problema puede ser
definitorio para una justa comprensión.
Desde luego, sin necesidad de caer en una
estrecha intolerancia con el pasado, es urgente
escarmentar en la cabeza de los errores histó-
ricos para no incurrir en lo que hoy resulta de
todo punto intolerable. Una mala lógica —una
auténtica lógica infernal — torció las más ele-
23

2 2 . Aparte de los ya indicados de Tertuliano y Gregorio


Magno, cf., por ej., SAN CIPRIANO, Ad Demetrianum, 2 3 - 2 4 ;
De moralitate, 14; Carta 6, 3; Carta 5 8 , 1 0 ; P. LOMBARDO,
Sent. 2 , d . l l , q . l , a . 5 .
2 3 . De «lógica de la condenación», aunque en otro sentido
distinto de éste, habla el citado libro —más interesante en su
planteamiento (excelente: pp. 1 - 1 5 ) que en sus soluciones— de
J.L. W A L L S , Hell: The Logic of Damnation, Notre Dame/Lon-
don 1 9 9 2 .
48 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

mentales evidencias evangélicas, convirtiendo


en horrible monumento a la más fría justicia algo
misterioso, pero que sólo quiere ser una llamada
saludable y que, en todo caso, constituye una
dolorosa «tragedia» para el Dios que es amor.
Verdaderamente, en pocas materias resulta
tan certera la afilada advertencia goyesca: el sue-
ño de la razón engendra monstruos. Transfor-
mando en rígidos conceptos racionales los fan-
tasmas de la imaginación (imaginación a veces
torturada, a veces perversa), una teología que
no supo mantener la lógica del amor acabó cons-
truyendo «la máquina de triturar infieles más
implacable, más completa y más desesperan-
zadora que el genio humano haya podido jamás
inventar» . 24

¡Cuánto más cerca de la genuina experien-


cia cristiana percibimos aquella sentencia atri-
buida a Orígenes: «Cristo permanece en la cruz
mientras un solo pecador quede en el infier-
no»! . Obviamente, se trata también de una fra-
25

2 4 . G . MINOIS, op. cit., 1 9 4 ; cf. 2 5 2 , 4 7 8 .


2 5 . Digo «atribuida», porque M. WILES —que la toma de
J.A.T. Robinson, que a su vez remite a N. Berdiaev— piensa
que, más que una cita literal, es un resumen hecho por éste
(God's Action in the World, London 1 9 8 6 , 5 2 , con la nota 21
en la p. 1 1 2 ) . Lo confirman las reflexiones de H. DE LUBAC,
que remite a la homilía in Leviticum, «donde parece que muestra
a Cristo incapaz de gozar de la beatitud perfecta mientras uno
solo de sus miembros quede más o menos hundido en el mal o
LO INTOLERABLE EN EL TRATAMIENTO DEL INFIERNO 49

se metafórica, pero que dice algo que, en todo


caso, obedece a una lógica más justa y apunta
mucho mejor al corazón de la verdad. Y, desde
luego, desenmascara, por contraste, lo intole-
rable de esa otra lógica, fría y abstracta, que
eclipsa el amor y desemboca en la pesadilla. El
hecho de que tenga una presencia muy aprecia-
ble en la tradición indica que nunca las defor-
maciones pudieron acabar con la intuición fun-
damental: el amor solidario y entregado de Dios.

en el sufrimiento» (Catolicismo, Barcelona 1963, 91; cf. 90-


96, con numerosas referencias de la tradición, y 201-203, donde
ofrece un amplio extract*,de la homilía.
3
Lo que de verdad sabemos

Desenmascarado así en su atrocidad, lo intole-


rable tiene al menos la ventaja de que corta de
raíz falsos caminos y sitúa la reflexión en la
dirección justa. Porque, sin perder el sentido de
la austera reserva que impone la hermenéutica
de las afirmaciones escatológicas, ese enfoque
permite «orientarse en el pensar» dentro de esa
zona oscura e incontrolable a la que, como in-
dica el título kantiano, no puede llegar el pen-
samiento objetivante . 1

3.1. El infierno «es» la no-salvación


Decir que el infierno es la no-salvación parece
poco; pero, en realidad, es lo que podemos saber
con mayor exactitud y más segura firmeza. El
infierno es negatividad. Y eso significa que sólo

1. Me refiero, claro está, al opúsculo Was heisst sien im


Denken orientieren? (VIII, 133-147); cf. el comentario de J.
GÓMEZ CAFFARENA, El teísmo moral de Kant, Madrid 1983,
128-137.
LO QUE DE VERDAD SABEMOS 51

le podemos aplicar un discurso negativo. En


rigor, pues, deberíamos decir: el infierno no es.
Por eso, de lo que la revelación habla, de lo que
verdaderamente quiere hablar, es de la salva-
ción, en la que se resume toda la intención de
Dios en la creación y toda su acción en la historia
humana.
La salvación sí que es, y por lo mismo
podemos saber positivamente de ella. Cierto
que, aun así, se trata de un saber precario, en
tanteo y proyección: un saber que debe expre-
sarse bajo el modo del símbolo. Pero, contra lo
que ha solido pensarse, el símbolo no implica
ninguna deficiencia en el objeto, sino única-
mente una limitación en nuestra capacidad cog-
noscitiva. Se trata más bien de insuficiencia sub-
jetiva por sobreabundancia objetiva, hasta el
punto de que nunca acabaremos de caminar ha-
cia dentro del sentido que abre ante nosotros.
De ahí que, al referirnos a la salvación, nunca
afirmaremos bastante todo lo positivo que hay
en ella: ni la riqueza de lo que se nos ofrece ni
el Amor con que se nos ofrece. En ella reina la
lógica sobreabundante del don, de forma que el
esfuerzo comprensivo se siente llamado a una
búsqueda siempre más decidida y a una afir-
mación cada vez más plena . 2

2. Cf. presentación, con referencias, en mi trabajo «A sal-


vación: apuntes para unha comprensión actual»: Encrucillada
80/16 (1992) 343-355.
52 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

Lo contrario de lo que sucede con el in-


fierno: el infierno es lo que Dios no quiere, lo
que nunca debería ser. De ahí que, por con-
traste, la salvación nos diga algo acerca de él.
En realidad, tal contraste es lo único que, en
rigor estricto, podemos saber acerca de él. Es,
por lo mismo, lo único que tenemos derecho a
proclamar:
«En el Nuevo Testamento, el sentido del anun-
cio del juicio venidero no es sino una invitación
a pasar por la puerta del evangelio, actual-
mente abierta ante nosotros. También la ame-
naza del juicio está al servicio de la gracia. El
mero hecho de centrarse en lo que me sucederá
a mí y a los demás si no acepto esta invitación,
significa sustraerse a ella y eludirla. Un dis-
curso teológico sobre la condenación eterna
debe ceñirse a poner de manifiesto que Dios
no la quiere, sino que desea la bienaventuranza
eterna de los hombres» . 3

Pero, por paradójico que parezca, en esa


contención radica también la posibilidad de sa-
ber y decir algo más. No se trata de una mera
y muda negatividad: puesto que niega la sal-
vación, el infierno es negatividad determinada.
Podemos hablar de él porque sabemos de aquello
a lo que se opone: lo conocemos como su ne-

3. W. KRECK, Die Zukunft des Gekommenen. Grundpro-


bleme der Eschatologie, München 1966 , 1 4 7 ; cit. por Ch.
2

SCHÜTZ, loe. cit., 632.


LO QUE DE VERDAD SABEMOS 53

gativo. Lo cual, a su vez, implica ciertamente


que, en definitiva, sólo podemos saber en cuanto
niega. El infierno es la no-salvación: aventu-
rarse más allá solo será lícito mientras no se
rompan los precarios hilos de unión con algún
aspecto de aquello que niega, con alguna di-
mensión de la salvación.
Tal vez el resultado parezca, de entrada,
precario en exceso, y el carácter abstracto de las
reflexiones puede contribuir a reforzar esa im-
presión. En cualquier caso, ésa es la realidad
que hay que aceptar: la marca de nuestra com-
prensión, finita y tanteante; y el carácter del
objeto mismo, sombra de la salvación y nega-
ción del ser. Con todo, bien mirado, no es tan
poco lo que se obtiene. Porque ahora aparece
con claridad cómo ese resultado, en cuanto ne-
gación determinada, ofrece un principio inter-
pretativo fundamental, en la doble valencia in-
dicada: precaviendo contra desvíos fatales y
propiciando una orientación apropiada.
En concreto, confirma lo dicho en el apar-
tado anterior, pues hace brillar con toda su fuer-
za la evidencia de que el infierno no puede ser
considerado, de ninguna manera y bajo ningún
pretexto, como una acción positiva de Dios: ni
como un castigo que inflige directamente ni
como una condición que pone para que sea po-
sible (más adelante se verá la importancia de
este segundo aspecto). El infierno aparece así
como la culminación del mal, como su rostro
54 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

último y definitivo, como el paroxismo de su


carácter autodestructivo. Todo cuanto se dijo del
mal cobra aquí su suprema verdad: el infierno
está siempre al otro lado de Dios, como lo que
Él no quiere y contra lo que combate. El infierno
está contra Dios en la misma y precisa medida
en que está contra el hombre.
En segundo lugar, marca el carácter terri-
ble de la condenación, al mismo tiempo que
hace caer en la cuenta del riesgo de toda la
mitología de la imaginación; más aún, deja pa-
tente su patética banalidad. Lo terriblemente
duro del infierno no son los demonios armados
de tridentes ni las calderas de aceite hirviendo:
eso resulta hoy más bien ridículo, y sólo puede
asustar a imaginaciones indefensas o previa-
mente deformadas . Lo duro, lo verdaderamente
4

trágico, está en la pérdida que supone. Pérdida


que, claro está, se mide por la grandeza de lo
perdido: la salvación, es decir, la culminación
de los deseos y de los impulsos que nos cons-
tituyen, la realización definitiva de la persona,
el todo del ser.
Claro que este tipo de consideración escapa
a las ingenuidades del juego imaginativo, para

4. Sobre el tema del demonio, de obvias conexiones con


el infierno, cf. las síntesis excelentes de X. CHAO REGÓ, «Isto
é o demo. Informe teolóxico sobre Satán»: Encrucillada 14
( 1 9 9 0 ) 3 0 6 - 3 2 5 ; M . FRAIJÓ, Satán en horas bajas, Sal Terrae,
Santander 1 9 9 3 .
LO QUE DE VERDAD SABEMOS 55

entrar en una más grave seriedad existencial: la


captación de la gravedad no nace del «miedo al
coco», sino del compromiso íntimo, de la pro-
fundidad y autenticidad con que se toma el pro-
pio ser persona, de la genuina vivencia de lo
que de verdad representa la salvación. Hasta el
punto de que nuestro modo de comprender cons-
tituye aquí nuestro juicio, porque, al hablar del
infierno, en realidad estamos hablando de nues-
tro modo de comprender la salvación. Una com-
prensión extrínseca, juridicista y heterónoma
sólo tiene miedo al castigo; pero en eso mismo
delata que no sabe lo que es la salvación . La 5

importancia hermenéutica de esta constatación


se verá en el apartado siguiente.

5. ¡Qué distintas, a pesar de todo, la finura y seriedad que


se traslucen en las «Confesiones de un alma bella»! Ante el mal
y el pecado en el mundo, afirma: «Parecíanme ya de por sí tan
desgraciadas aquellas creaturas que vivían sin Dios, que tenían
el corazón cerrado a la confianza y al amor a lo invisible, que
la idea de un infierno y castigos exteriores se me antojaba más
bien un alivio que un agravamiento del castigo. (... ) ¡Qué
desgraciadas sobre toda ponderación me parecían esas creaturas!
¿Quién podría asignarles un infierno para empeorar su estado?»
(J.W. GOETHE, Años de aprendizaje de Guillermo Meister, 1,
VI, cap. único, en Obras Completas II, Madrid 1962, 396-387).
Algo parecido dirá F. DOSTOIEVSKI, LOS hermanos Karamásovi,
I, VI, c. 3, en el discurso del Stárets Sósima (Obras Completas
III, Madrid 1961): «Hablan de una llama infernal material; no
escruto este misterio y me espanto; pero pienso que si hubiese
en él un fuego material, en verdad que se alegrarían allí, pues
opino que con el sufrimiento material, aunque fuese por un
instante, olvidarían el otro suplicio más terrible: el espiritual».
56 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

Ahora conviene abordar con detalle el ter-


cer aspecto que se desprende del carácter ne-
gativo de la no-salvación: si no es ni puede ser
una acción positiva de Dios, su origen y aquello
en lo que pueda consistir tienen que estar «al
otro lado» de Dios, en la impotencia y/o en la
malicia de la creatura.

3.2. El infierno, en nosotros,


«al otro lado de Dios»

Esta afirmación constituye una consecuencia


evidente y, como queda repetido, debe mante-
nerse como principio fundante de toda la refle-
xión. Dios crea por amor y para la salvación: el
infierno —sea lo que sea— es la no realización
y la frustración de ese propósito; es, por tanto,
algo que le «duele» a Dios como el mal último
de sus criaturas y, por lo mismo, algo que Dios
«no puede» evitar. No, claro está, por impoten-
cia propia, sino por la incapacidad constitutiva
de la creatura finita como tal; en concreto, de
la libertad humana. Una libertad que Dios quiere
y apoya como el bien más precioso, pero que,
siendo finita, está inevitablemente expuesta al
fallo y al fracaso moral.
Dios, en la justa e idéntica medida en que
quiere esa libertad y su realización, tiene que
respetar —y lo hace con delicadeza infinita—
la falibilidad que pertenece a su constitución.
Por eso, hablando con propiedad, no debe de-
LO QUE DE VERDAD SABEMOS 57

cirse que Dios «no puede», sino que —como ya


reconocieron los mismos Padres de la Iglesia y,
después de ellos, la tradición— «es imposible»
la creación de una libertad-finita-impecable:
bajo su apariencia correcta, esa expresión es un
sin-sentido, un círculo-cuadrado . 6

Así se explica que la idea de que no es Dios


quien condena, sino que es el pecador quien se
condena a sí mismo, tenga tan seria y constante
presencia en la tradición. Y no es casual que
cuando, con la Ilustración, se eleva al nivel de
la conciencia crítica, esta idea pase al primer
plano. Ya el joven Leibniz la presenta con toda
la fuerza, afirmando que es el condenado quien
quiere seguir obstinado contra Dios, de forma
que está siempre haciendo recomenzar el
infierno . 7

6. Cf. la exposición y las referencias de H. DE LUBAC,


Surnaturel, Paris 1946, 187-321, y, siguiéndolo y confirmán-
dolo, H . U . VON BALTHASAR, Theodramatik II/l, Einsiedeln
1976, 195-201; cf. Theodramatik IV, Einsiedeln 1983, 362.
7. «Pero agrego que nunca están condenados en absoluto
desde toda la eternidad, que siempre han de ser condenados de
nuevo, siempre pueden ser liberados, nunca quieren serlo (...)
ellos mismos reiteradamente se condenan» (La profesión de fe
del filósofo [ 1673], en [E. de Olaso (ed.)] Escritos Filosóficos,
Buenos Aires 1982, 129, 130; cf. 126-144). Este texto, fresco
y profundo, constituye una muestra excelente del cambio que
se opera en este tiempo. Tiene todavía una curiosa ilustración
parabólica de esta idea: un ermitaño obtiene permiso de Dios
para intentar convencer a Satanás de que le pida perdón. Obtiene
el permiso, pero en vano: es Satanás quien acaba exigiendo que
sea Dios el que se arrepienta... (Ibid., 136-139).
58 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

Y, con toda certeza, el modelo de las penas


vindicativas —y, por tanto, del infierno como
castigo— hizo crisis definitiva en esta época,
pues no se puede ignorar la nueva exigencia que
se impone a partir de Kant, cuya obra práctica,
en su totalidad, pone como principio incuestio-
nable que la actuación por amor al premio o por
miedo al castigo corrompe la moralidad en su
misma raíz. En el opúsculo dedicado a la es-
catología expresa su convicción con enorme de-
licadeza en el tono, a la vez que con aguda
firmeza hermenéutica:
«Así pues, aunque el maestro del mismo [del
cristianismo] también anuncia castigos, no
debe, sin embargo, entenderse —por lo menos
no es adecuado a la constitución específica del
cristianismo aclararlo así— como si esos cas-
tigos fuesen los motivos impulsores para seguir
sus mandatos: porque entonces dejaría de ser
digno de estima. Al contrario, esto debe ex-
plicarse únicamente como un aviso lleno de
amor, que nace de la benevolencia del Legis-
lador para precaverse del daño que de modo
inevitable surgiría de la transgresión de la
ley» .
8

8. Das Ende aller Dinge, cit., 188-189. Hablando de este


nuevo clima, observa W. BREUNING: « E S preciso conceder que
fue la aguda conciencia —característica de la filosofía reciente,
influida por la Ilustración— de la conexión inmanente entre la
culpa y el castigo la que llevó a afirmar con claridad que la
eternidad de la condenación ha de entenderse como consecuencia
LO QUE DE VERDAD SABEMOS 59

Este enfoque pudo sentirse en algún tiempo


como amenaza para la fe. En realidad, pertenece
al más profundo y auténtico proceso de su ac-
tualización, puesto que propicia una nueva lec-
tura de la Biblia y una justa reinterpretación
—digamos «postgalileana» y verdaderamente
religiosa— del proceso re velador . En el pre- 9

sente problema aparece con especial claridad,


puesto que sitúa la posible inteligibilidad del
infierno en su lugar natural, tal como queda
analizado al comienzo: en la experiencia actual
de la libertad en cuanto constitutivamente ame-
nazada por un posible mal uso de la misma.
Es la libertad misma, sólo ella, la que puede
crear la propia perdición. Ahí radica su riesgo,
pero también su grandeza. Afortunadamente, no
es verdad que «el infierno sean los otros». Los

de la obstinación personal del hombre y no como un grado de


castigo impuesto por Dios desde fuera» (loe. cit., 816; cf. 811-
816; el autor remite también a K. RAHNER, «Infierno»: Sacra-
mentum Mundi III [1973] 906).
9. He tratado de mostrar la justeza de fondo de la propuesta
kantiana y, en consecuencia, su capacidad para evitar, no sólo
conflictos desenfocados —como el aludido de Galileo—, sino
también falsas e inhumanas interpretaciones de la Biblia, a pro-
pósito de sus observaciones acerca del sacrificio de Isaac: «Do
'Terror de Isaac' ó 'Abbá' de Xesús. Como 1er criticamente a
Biblia»: Encrucillada 89/18 (1994) 325-342. Los textos de Kant
están en Der Streit der Fakultáten, A 103 Anm., de. W. Weis-
chedel, Suhrkamp, Frankfurt a.M., XI 1978 , 333, nota; y Die
3

Religión innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft, B 290-


291; ed. cit., VIII, 861.
60 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

otros podrán herir o hacer daño, pero nunca


podrán llegar a lo más íntimo, allí donde cada
uno decide su destino: nadie puede suplantar la
libertad. Tampoco Dios: Él funda y respeta, pro-
mueve y ayuda, pero no suplanta. Ni siquiera
impone aquello que en su actuar busca y quiere
ante todo: nuestra salvación. Nos asegura la po-
sibilidad de conseguirla, pero podemos no acep-
tarla; podemos, con la libertad, torcer el uso de
la libertad; podemos frustrar la propia realiza-
ción. Podemos «condenarnos» . 10

Y así aparece con toda claridad otro aspecto


importante: el irrompible arraigo en la expe-
riencia actual de cuanto resulta posible decir
acerca del «infierno». El significado ordinario
de la palabra remite a la eclosión última y de-
finitiva, pero su inteligibilidad efectiva se nos
da en cuanto ya ahora experimentamos un anti-
cipo de su realidad en la amenaza que supone
en nosotros el mal uso actual de la libertad: en
la frustración de posibilidades genuinas, en la
corrupción de la autenticidad, en la vida mala,
perdida, condenada...
Obsérvese que esto no equivale a lo que
muchas veces se insinúa cuando, refiriéndose a
la dureza de la vida, se afirma: «¡Bastante in-

10. Sobre el profundo enraizamiento de esta idea en la


Escritura y en la tradición, cf. H.U. VON BALTHASAR, Theo-
dramatik IV, cit., 264-273.
LO QUE DE VERDAD SABEMOS 61

fiemo tenemos aquí...!». Hay ahí una intuición


verdadera: un Dios que ve nuestro sufrimiento
sólo puede pensar en salvarnos. Pero eso mismo
indica que no es ahí donde está el mal verda-
deramente definitivo: con la ayuda de Dios, po-
demos acabar convirtiéndolo en bien (Rm 8,28);
en todo caso, El acabará rescatándonos de sus
garras en la salvación definitiva.
El verdadero infierno en la tierra acontece
en la medida en que un ser se experimenta a sí
mismo como torciendo la propia vida, frustran-
do la propia existencia y corrompiendo a su al-
rededor el orden de la historia o de la creación.
En esa misma medida anticipa y conoce de algún
modo aquello que intenta mentar esa terrible
posibilidad llamada «condenación». Algo muy
vivo en determinados casos extremos, como
cuando, en algunas descripciones de Dostoievs-
ki, las tendencias más tenebrosas se apoderan
de un ser: «Con semejante infierno en el pecho,
¿cómo es posible vivir?», exclama Iván en Los
hermanos Karamásovi . n

1 1 . Tomo la cita de R. GUARDINI, El universo religioso de


Dostoievski, Buenos Aires 1 9 5 4 , 1 4 2 ; cf. los caps. 4 y 5, donde
2

analiza las distintas figuras de la «rebeldía» y de la «impiedad».


Véanse unos párrafos de sus conclusiones: «Lo que está vacío
está asimismo condenado a sufrir lo finito del ser, tiene que
sentir lo que en éste hay de impotencia, de falta de valores, de
caos. Está condenado a renunciar a toda ilusión de descubrir el
rostro del ser, contemplarlo y resistirlo. Está condenado a no
62 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

Pero, en última instancia, mientras persista


una chispa de libertad, todo permanecerá pro-
visional, y siempre resultará posible la otra po-
sibilidad: la salvación. En Crimen y castigo Ras-
kolnikov revive iluminado por el amor de Sonia;
y para Iván Karamásov la presencia de Aliosha
es siempre un reflejo de la salvación posible.
Por eso el infierno aún no existe mientras dure
la vida y la historia: está únicamente su sombra
anticipada, como amenaza, como el «huevo de
la serpiente» que puede acabar eclosionado. Y
las palabras que expresan esta amenaza sólo pue-
den ser interpretadas en este preciso sentido,
tomándolas única y exclusivamente así: no como
lenguaje «descriptivo» que alimente los peores
fantasmas de la imaginación, sino como len-
guaje «performativo» que llame a la más íntima
a u t e n t i c i d a d y suscite r e s p o n s a b i l i d a d y
esperanza . 12

Justamente ese carácter de llamada define


su tipo de verdad: no una verdad «objetivante»,

sentir ningún consuelo proveniente de la plenitud del corazón,


a no sentir los torrentes de vida que de él brotan, a no experi-
mentar ninguna fuerza viva proveniente directamente de Dios,
nada de lo que de allí viene que pueda favorecer su felicidad y
su fe. (...) El vacío interior se convierte irremisiblemente en la
nada, y allí comienza la caída en el abismo, allí comienza la
desesperada impotencia, el rechinar de dientes, el horror del
caos» (p. 2 5 1 ) .
12. Insiste bien en este aspecto G. GRESHAKE, Más fuertes
que la muerte. Lectura esperanzada de los 'Novísimos', Sal
Terrae, Santander 1 9 8 1 , 1 1 9 - 1 2 1 .
LO QUE DE VERDAD SABEMOS 63

y menos aún una verdad «moralizante», como


arma arrojadiza contra los demás, bien para
amedrentar, bien para someter. Se trata de una
verdad para mí, es decir, de una verdad que es
tal en cuanto que yo me la apropio como alerta
saludable en el camino, como acogida existen-
cial de la fuerza que puede nacer del peligro...;
aun cuando todo eso deba hacerse —y el lograrlo
precisa mucha madurez—, no bajo la pauta del
miedo heterónomo, sino como impulso de rea-
lización auténtica.
Un mínimo de sentido realista ante las com-
plejidades del corazón humano enseña que no
se trata de sutilezas teóricas, sino de leyes muy
profundas en la maduración de una libertad fi-
nita. De hecho, impresiona ver cómo esta idea,
tan subrayada por Hans Urs von Balthasar—que
a su vez se inspira en Karl Barth —, estaba ya
13

presente de manera expresa en Kant cuando avi-


saba que estas proposiciones sólo se pueden usar
«con intención práctica, en el sentido de cómo
ha de juzgarse cada hombre a sí mismo (aunque
no esté autorizado para juzgar a otros)» . 14

13. La subrayan igualmente K. RAHNER, Curso funda-


mental sobre la fe, cit., 133, y E. SCHILLEBEECKX, Los hombres,
relato de Dios, cit., 211.
14. Das Ende aller Dinge, cit., 178.
¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

3.3. Lo definitivo:
qué se revela acerca del infierno
Se notará que las últimas observaciones de-
vuelven la reflexión a las consideraciones her-
menéuticas del principio. La revelación no pre-
tende ser un reportaje del más allá: lo que en
ella se dice responde a la captación de lo que
Dios está siempre intentando manifestar, no por
medios externos —no existen altavoces celes-
tiales—, sino desde dentro: en y a través del
modo de ser la realidad de todos y cada uno de
nosotros.
Captación lograda en un largo proceso por
mediadores «inspirados», pero, al fin y al cabo,
hechos del mismo barro que nosotros: son los
primeros, pero captan lo mismo que a todos se
nos está intentando decir; y lo captan con una
subjetividad que no es ajena a la nuestra. Una
vez que nos lo dicen —gracias al efecto ma-
yéutico de su palabra—, no sólo podemos, sino
que debemos descubrir por nosotros mismos la
verdad de lo revelado: tenemos que «veri-fi-
carlo», es decir, hacerlo verdadero en la propia
vida (no repetir meras fórmulas o vivir «de me-
moria» la religión).
La comprensión queda, pues, remitida de
modo indisoluble a la experiencia, tal como nos
es dado ir comprendiéndola en la singularidad
de cada indicio y en la coherencia del conjunto.
De manera que esa experiencia constituye la
matriz viva en la que podemos descubrir algo
LO QUE DE VERDAD SABEMOS 65

de lo que de verdad significa eso a lo que se


refiere todo discurso acerca de la condenación.
Después de lo dicho, cabe sintetizarlo en los
rasgos siguientes:
1) El infierno es, por su carácter más esen-
cial, algo negativo, lo «otro» de lo que única y
exclusivamente interesa: la salvación. Consiste,
por tanto, en la no-salvación como posibilidad
inscrita en la libertad humana, tal como la ex-
perimentamos en su fragilidad y en su capacidad
de malicia y frustración.
2) Esto implica que el infierno es, ante todo
y sobre todo, lo que Dios no quiere, lo que desde
la libertad humana frustra sus planes de salva-
ción para todos y cada uno de los hombres y
mujeres. Nunca, pues, debe ser interpretado
como una acción positiva de Dios, como un
«castigo», y menos aún —so pena de incurrir
en blasfemia— como una «venganza».
3) En consecuencia, el infierno cae siempre
de nuestro lado, nace de la limitación o malicia
de la propia libertad: sea lo que sea, significa
algo que, de realizarse, es porque nosotros lo
escogemos. Por eso ya ahora puede ser anun-
ciado en una existencia torcida, entregada a la
frustración y al vacío, como anticipo parcial de
lo que un día puede llegar a la eclosión plena.
4) Sólo en este sentido se nos habla del
infierno en la revelación, y sólo en este sentido
podemos «saber» algo de él: como llamada a
no frustrar la salvación y como apropiación de
66 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

la posibilidad latente en esa amenaza, convir-


tiéndola en conciencia de nuestra fragilidad y en
fuerza hacia la autenticidad.
5) A nivel objetivo, no sabemos nada más
de esa posibilidad, excepto su carácter terrible.
Carácter que podemos intuir, no por los sueños
monstruosos de una razón que, subyugada por
los fantasmas de la imaginación, se entrega a
una «lógica infernal», sino como el polo opuesto
de aquello que perdemos: la inmensa grandeza
y plenitud que se nos anuncian en la promesa
viva de la salvación.
Podemos afirmar que a esto se reduce lo
fundamental, lo que interesa con seriedad de-
finitiva, lo que de verdad basta para orientar la
vida hacia la plenitud, hacia la salvación. Cuan-
do se leen desde una hermenéutica apropiada
—que no busca «información» objetivante, sino
orientación existencial—, ni las palabras de la
Biblia ni las declaraciones del magisterio ni las
reflexiones de la tradición imponen aceptar otra
cosa.
Desde aquí se ve con claridad el uso de-
senfocado que ciertas interpretaciones literalis
tas hacen de las declaraciones conciliares, in-
tentando sacar consecuencias «informativas» de
un lenguaje que —aparte de ser muchas veces
indirecto y ocasional— se sitúa sobre todo en
la dimensión pragmática, es decir, de interpe-
lación moral y llamada a la acción correcta.
Lo que cabe conjeturar

En realidad, la reflexión podría detener su paso


en las conclusiones del capítulo anterior. Con
toda probabilidad, sería la opción mejor y más
prudente. Pero también es cierto que, una vez
suscitadas, las cuestiones no pueden ser esqui-
vadas. Y son muchas las que la historia ha sus-
citado en este punto. Se impone, pues, afron-
tarlas.
Sin embargo, ya se comprende que ahora
el estilo debe cambiar. En el plano objetivo,
entramos en el terreno de lo secundario y no
decisivo. En el subjetivo, intentamos adentrar-
nos en problemas acerca de los que carecemos
de evidencias, en los que nuestra comprensión
tiene pocas agarraderas y en los que, por tanto,
las certezas deben ceder el lugar a las conjeturas.
Se trata, pues, de un discurso modesto que
busca una claridad más bien indirecta: apoyán-
dose, como decía ya el mismo Vaticano I, «en
la conexión mutua de los misterios entre sí y
con el destino último del hombre» (DS 3016).
68 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

De este modo, los dogmatismos doctrinales que-


dan, obviamente, fuera de lugar. Aunque tam-
bién es cierto que el mismo enfoque indica tam-
bién que las posturas no carecen de importancia,
pues apunta, por un lado, a la coherencia ob-
jetiva en la propuesta de la fe y, por otro, al
modo de su vivencia subjetiva.
El tratamiento se comprende por sí mismo.
Supuesto lo anterior, se trata ahora, por modo
tan sólo de conjetura, de analizar las principales
posibilidades de concretar nuestro «saber» acer-
ca del infierno, intentando lograr una visión que
guarde la mayor coherencia posible con el amor
salvador de Dios y con la dignidad de la persona
humana. Examinaré las tres que me parecen fun-
damentales, sin ocultar mi preferencia, indecisa,
por la tercera.

4.1. El infierno como «auto-condena»


Cabe considerar esta interpretación como la más
común entre los teólogos, por lo menos hasta el
momento. Como queda indicado en el capítulo
anterior (3.2.), tiene el mérito evidente de re-
conocer la necesidad de una nueva visión, ajena
a la «lógica punitiva», juridicista y objetivante
que hacía tan inhumanas —y tan antidivinas—
gran parte de las teorías tradicionales. Por otra
parte, sirvió de clara mediación histórica, pues
responde a la nueva conciencia de la modernidad
acerca del valor de la libertad y la autonomía
humanas.
LO QUE CABE CONJETURAR 69

Salva de ese modo valores fundamentales


e irrenunciables. Dios aparece como el salvador
que sólo quiere el bien y la felicidad de los
hombres y mujeres; al mismo tiempo, éstos son
respetados en su dignidad de sujetos responsa-
bles que escogen y deciden su destino: el in-
fierno aparece así como obra de la propia
libertad . Más aún, siempre que se excluya toda
1

idea de venganza, parece salvar un aspecto im-


portante en la lógica de la justicia: aquel que no
parece recuperable por ninguna instancia intra-
histórica. En efecto, como dice P.L. Berger,
existen «aquellas acciones que no son malas,
sino monstruosamente malas», acciones que
«claman al cielo», rompiendo todas las posibi-
lidades de reparación humana y que, por tanto,
parecen merecer una condenación eterna . 2

1. Permítaseme un poco de humor, precisamente por tra-


tarse de una cuestión tan seria. Hablando yo en Palencia del
amor de Dios, tan grande que es incapaz de castigar, una señora
me preguntó espontánea desde el público: «¿Y, entonces, el
infierno...?». La respuesta me salió sin tiempo para refrenarme:
«Señora, el infierno, para quien lo trabaje». Parece que al día
siguiente un periódico no tomó la frase demasiado a bien.
2. A Rumor o/Angels. Modern Society and the Rediscovery
of the Supernatural, Pelikan Books 1971, 85: «Estas son ac-
ciones que demandan no sólo condena ('condemnation'), sino
condenación ('damnation'), en el sentido plenamente religioso
de la palabra, esto es, que el que las comete no sólo se pone a
sí mismo fuera de la comunidad de los hombres, sino que además
se separa a sí mismo, de una manera definitiva, del orden moral,
que trasciende a la comunidad humana, y de ese modo invoca
una retribución que es más que humana» (87; cf. 84-89; repre-
70 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

Sólo desde una postura que no tome en toda


su inevitabilidad el problema del mal cabría,
como hace John Hick , argumentar que esa vi-
3

sión hace imposible la teodicea, porque pondría


en peligro, o bien la bondad de Dios (no querría
que todas las personas se salven), o bien su
omnipotencia (queriéndolo, no podría salvar-
las). Sin embargo, cuando se tiene en cuenta el
carácter inevitable del mal, la acusación carece
de base o, por lo menos, no es concluyente:
Dios es bueno, puesto que quiere la salvación
de todos; pero es absurdo salvar a alguien a la
fuerza. Y es omnipotente, pues puede hacer todo
lo que sea «algo»; pero un absurdo no es «nada»
(carece de sentido decir que Dios no lo puede
todo porque «no puede» hacer un círculo-cua-
drado) . 4

Las dificultades vienen más bien de otra


parte: de dos capítulos principales.

senta el cuarto de los «signos de la trascendencia», de ese «rumor


de ángeles» que descubre en la experiencia actual). Se com-
prende que los teólogos de la liberación sean, en general, muv
sensibles a este argumento, al que también se muestra receptivo
E. SCHILLEBEECKX, Los hombres, relato de Dios, Salamanca
1994, 211, si bien él lo hace desde la segunda teoría, que voy
a exponer.
3. Evil and the God ofLove, London 1978, 341-345.
4. Cf. para más detalle mi art. cit. «El mal inevitable:
replanteamiento de la Teodicea». En el fondo, J. Hick está de
acuerdo con esta postura, pero no es del todo coherente al con-
servar todavía rasgos de un cierto «voluntarismo» y «finalismo»:
Dios podría, pero no lo hace, porque...
LO QUE CABE CONJETURAR 71

El primero, aparte de un indudable fun-


damento teológico, tiene una fuerte carga psi-
cológica: una parte de la humanidad que per-
maneciera condenada para siempre —como una
sombra terrible de la felicidad de los justos—
representa algo que parece insoportable.
Recordemos la lógica de Orígenes: ¿Puede
Cristo, puede Dios, pueden los bienaventurados
ser felices sabiendo que existen personas con-
denadas para siempre (personas que son, en de-
finitiva, hijos e hijas de Dios y, además, siempre
seres queridos para alguien)? Por otro lado, toda
una línea de pensamiento en la Escritura apunta
a una reconciliación final y definitiva, donde
«Dios será todo en todos» (1 Cor 15,28). Esta
idea es tan fuerte que a lo largo de la historia
—desde Orígenes hasta, en el fondo, Karl Barth
y Hans Urs von Balthasar— constituye el fun-
damento, siempre latente y nunca borrable, que
hace pensar en la posibilidad de la apokatás-
tasis.
La percepción de esta incomodidad de fon-
do posee tal poder de convicción que acaba ma-
nifestándose en los mismos que sostienen la opi-
nión que estamos comentando. Pero, al no
afrontarla con toda claridad, recurren de ordi-
nario a la «lógica de los atenuantes»: una lógica
bien intencionada y cordial, pero incómoda y,
en definitiva, siempre ineficaz. Se hizo muy
corriente, por ejemplo, la afirmación de Teresa
de Lisieux: «Creo en el infierno, pero pienso
que está vacío». Me parece un mal camino: sí,
72 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

pero no; existe, pero no funciona... Más incó-


modos resultan aún determinados razonamientos
igualmente cordiales, pero que acaban sonando
a disculpa desesperada: el infierno sería nada
menos que una prueba del amor de Dios, pues,
«si Dios amase menos, el condenado sería me-
nos torturado por el odio» . ¿No sería mejor
5

reconocer, abierta y sencillamente, que algo no


funciona, que esa postura no resulta sostenible?
Pero más fuerte es aún el segundo motivo.
En el fondo de esa interpretación late un pre-
supuesto que, por tradicional, no se cuestiona y
se da como obvio: la inmortalidad natural del
alma humana. Desde él, la consecuencia pue-
de parecer inevitable: un ser inmortal que se afe-
rra al mal no puede existir más que condena-
do; o, por lo menos, se comprende bien que así
pueda ser.

5. F. VARILLON, Eléments de doctrine chrétienne, t. II,


París 1960, 359. Véase el razonamiento completo de este teó-
logo, por lo demás muy sensible al amor e incluso a la «humildad
de Dios», como titula una preciosa obra suya: «Por la inmen-
sidad del infierno se reconoce la inmensidad del amor divino
Esta inmensidad no es más que el reverso o, si se quiere, la
presencia activa y persistente, eternamente ofrecida al conde-
nado que la rechaza, de este amor. Dios no puede cesar de amar.
Es absurdo imaginar que haya un lugar en el cielo para el odio
al condenado, puesto que es precisamente el amor de Dios lo
que el condenado convierte en odio, para su tormento. En otros
términos: si Dios le amase menos, el condenado sería menos
torturado por el odio. Pero el amor no puede renegar de sí mismo;
la eternidad del amor divino es la razón misma de la eternidad
del infierno del pecador».
LO QUE CABE CONJETURAR 73

En cambio, todo resulta distinto cuando no


se admite este presupuesto. Y conviene reco-
nocer que cada vez son menos los que lo hacen.
A nivel filosófico, resulta muy difícil compren-
der cómo un ser que nace no va a estar destinado
naturalmente a la muerte; algo que, por lo de-
más, confirma la terrible evidencia del cadáver:
lo evidente es la muerte; la inmortalidad es su
preciosa pero oscura y difícil posibilidad. Tan
difícil, que únicamente por el rodeo de Dios
—de su amor poderoso— cabe conjeturar la po-
sibilidad de que el hombre supere ese destino . 6

Y por ahí va justamente la lógica de la revela-


ción: el hombre es mortal; la inmortalidad, en
la Biblia, es siempre un don de Dios. Por eso
estar unido a Dios equivale a estar unido a la
vida; apartarse de Él significa permanecer en el
dominio de la muerte . 7

6. Permítaseme remitir a mi trabajo «Muerte e inmortali-


dad: lógica de la simiente vs. lógica del homúnculo»: lsegoría
10 (1994) 85-106.
7. Se trata de una opinión tan extendida que no vale la
pena buscar referencias, que se pueden encontrar en cualquier
teología bíblica. Permítasenme tan sólo dos. La primera es de
P. TILLICH: la creatura como tal es me-on, «no ser»; por eso el
cristiano «ha de rechazar la doctrina de la inmortalidad natural
y afirmar en su lugar la doctrina de la vida eterna dada por Dios
como aquel que posee el poder del ser en sí» (Teología Siste-
mática, I, Sigúeme, Salamanca 1971, 245; cf. II, 95-97). La
segunda es de H . U . VON BALTHASAR, que, hablando de los
Padres, distingue justamente dos tipos de pensamiento: el on-
tológico, que depende de Platón, y el teológico, que se le opone:
sólo Dios es inmortal; la creatura, sólo por participación en
74 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

Se comprende que desde este presupuesto


la perspectiva cambie radicalmente. Porque, en-
tonces, una «inmortalidad para la condenación»
resulta, si no estrictamente contradictoria, sí al
menos muy difícil de comprender y de aceptar.
Que Dios, acogiendo nuestro esfuerzo y nuestro
deseo, nos haga inmortales para ser eternamente
felices, está en la lógica de su creación por amor
y constituye el sentido mismo de la salvación.
Pero que Dios hiciese inmortal a alguien con el
fin de poder condenarlo, que lo librase de su
natural caída en la nada y lo mantuviese en su
ser sólo para hacerlo sufrir..., a mí, al menos,
me resulta inconcebible.
Por eso parece mejor avanzar hacia los
otros intentos de interpretación.

4.2. El infierno como «muerte definitiva»

Continuando el razonamiento anterior, parece


seguirse con lógica espontánea otra conclusión:
si la vida eterna es un don, quien no lo acepta
queda privado de él, no se salva, muere. Y,
desde luego, difícilmente cabe negar que esta
consecuencia se sitúa en la línea más íntima de
todo el dinamismo de la visión bíblica. Desde
el principio al final aparece la alternativa: la vida

la athanasía de Dios (Theodramatik IV, Einsiedeln 1983,


278-279).
LO QUE CABE CONJETURAR 75

o la muerte. En el Deuteronomio se dice de


modo tajante: «Pongo delante de ti la vida y la
muerte» (Dt 30,19; cf. 30,15-20; 11,26-28; Jr
21,8). Y al final, en la gran síntesis que es la
Carta a los Romanos: «El pago del pecado es la
muerte, pero el regalo de Dios es la vida eterna
en Cristo Jesús nuestro Señor» (Rm 6,23).

En idéntica dirección va todo el pensa-


miento acerca de la resurrección. Esta aparece,
fundamental y prioritariamente, para explicar y
compensar la muerte violenta de los justos (Ma-
cabeos y Daniel) y también como intuición de
la imposibilidad de que la muerte pueda romper
definitivamente la unión con Yahvé (cf., por
ejemplo, Sal 73). En el Nuevo Testamento re-
sulta aún más claro:
«La resurrección de los pecadores sólo se men-
ciona en Jn 5,28 y Hch 24,15. Esto depende
del hecho de que la noción de resurrección está
enteramente condicionada por la concepción
según la cual la vida (y, por tanto, también la
vuelta a la vida) es una bendición incomparable
(Mt 16,26). Así pues, no era lógico hablar de
resurrección a propósito de los pecadores, ya
que éstos habían perdido el derecho a la vida
como consecuencia de su perversidad; su suer-
te definitiva se señalaba preferentemente como
'perdición' y 'ruina'» . 8

8. J . T . NELIS - A . LACOCQUE, «Resurrección»: Diccio-


76 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

La idea de salvación va por el mismo ca-


mino. Si se me permite una alusión personal,
debo decir que el intento de pensar en todas las
consecuencias de la experiencia cristiana de la
salvación me llevó, ya en 1977, a sacar esta
conclusión:

«Dios anuncia y realiza la salvación; de la con-


denación no sabemos más —ni tenemos de-
recho a saberlo— que el hecho puramente ne-
gativo de que ella es la no-salvación. Hasta el
punto de que, posiblemente, sería muy acorde
con el espíritu más genuino de la Biblia el
concebirla como la negatividad total: a este ser
impotente y mortal que es el hombre, Dios le
ofrece la gracia infinita de la vida eterna; acep-
tarla es la salvación, vivir para siempre; no
aceptarla es la condenación, la muerte» . 9

Y aseguraba ya también la legitimidad cris-


tiana del razonamiento:

nano Enciclopédico de la biblia, Barcelona 1 9 9 3 , 1 . 3 2 3 . Ésta


es la conclusión general de un gran conocedor de la apocalíptica
judía: «El hecho de la condenación consiste, ante todo, en la
exclusión de la beatitud y de los lugares de la beatitud» (P.
VOLZ, Die Eschatologie der jüdischen Gemeinde [ 1 9 3 4 ] , Hil-
desheim 1 9 6 6 , 3 2 0 ) . La oposición general es: bienaventuran-
za/perdición (apóleia); vida eterna/muerte etema (p. 3 2 1 ) .
Sólo después, al querer concretar, aparecen el suplicio, el tor-
mento, el lamento, las lágrimas, el sufrimiento... (ibid). Cf.
todo el § 4 0 , pp. 3 0 9 - 3 2 0 .
9. Recuperar la salvación, cit., 7 4 .
LO QUE CABE CONJETURAR 77

«Y no se tema que pensar así llevaría a 'aguar'


el cristianismo. Sólo una concepción mezquina
del valor de la existencia y de la salvación,
sólo la trágica miopía de quien no se dé cuenta
de lo irreparable e inmenso que es exponerse
a perder la Vida, podría sacar una conclusión
de este estilo. Unamuno, que sabía algo de las
verdaderas angustias del hombre, llegó a decir:
'Prefiero el fuego eterno del infierno al frío
absoluto de la nada'» . 10

Después, mis lecturas me llevaron a com-


probar que, en realidad, esta idea tiene una pre-
sencia muy fuerte en la tradición.
Ya San Ireneo insinúa lo fundamental: «La
comunión con Dios es la vida, la luz y el gozo
de los bienes que vienen de Él. Al contrario, a
los que se separan voluntariamente de Él, les
inflige la separación que ellos mismos escogie-
ron. Ahora bien, la separación de Dios es la
muerte»". Si bien, como señala A. Orbe, Ireneo

10. Ibid., 7 5 . No he localizado la cita literal en Unamuno;


pero hay referencias equivalentes en su Diario íntimo, Madrid
1 9 7 0 , 4 1 ; cf. 7 6 , 8 3 . He encontrado más tarde la misma idea
en Ch. BAUDELAIRE, Les fleurs du mal, xcvi: «Le jeu», Galli-
mard, Paris 1 9 7 2 , 130: «Et mon coeur s'effraya d'envier maint
pauvre homme / courant avec ferveur á l'abime béant, / et qui,
saoül de son sang, préférerait en somme / la douleur á la mort
et l'enfer au néant!».
1 1 . Adv. Haer. V , 2 7 , 2 ; cf. II, 3 4 , 3 ; I V , 3 9 , 1 . Tomo las
citas de J. DELUMEAU Ce que je crois, Paris 1 9 8 5 , c. II final
(uso la trad. it., Le ragioni di un credente, Genoa 1 9 8 7 , 5 4 -
78 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

no saca la conclusión de la caída en la nada,


sino la de una «muerte paralela a la eterna vida
de los justos» . 12

Fue sobre todo a partir de la Ilustración,


influida en este punto por los socinianos, cuando
la idea se extendió con fuerza , principalmen-
13

te en la tradición inglesa. Vale la pena expre-


sar este estado de opinión nada menos que con
las precisas y limpias palabras de Jorge Luis
Borges:

55), que remite a H. LASSIAT Promotion de l'homme en Jésus-


Christ d'aprés Irénée de Lyon, témoin de la tradition des apo-
tres, Tours 1974, 408-435. Delumeau, tan sensible a los dele-
téreos efectos del miedo en la predicación cristiana, insiste en
que Dios no puede querer «un Auschwitz eterno», y cita también
a Gregorio de Nisa: «Les conditions d'une nouvelle évangéli-
sation. Point de vue d'un historien»: Séve 511 (1989) 500-510;
síntesis en Selecciones de Teología 30 (1991) 47-53. A.TORNOS
(Escatología II, cit., 217-218, nota 13) cita también a la Di-
daché, Hermas, Taciano y Policarpo.
12. Introducción a la teología de los siglos u y ¡u, Sala-
manca 1988, 952; cf. 949-953.
13. T. RASSMUSSEN, Hollé II, cit., 454; cf. también in-
dicaciones sobre el ambiente en G. MINOIS, loe. cit., 361-386.
F. VON HÜGEL, que señala la presencia en la tradición alemana
—Goethe, Rothe y Holzmann—, no se atreve a asumirla, porque
mantiene el presupuesto de la inmortalidad natural: «Mais cette
solution se heurte á une objection insurmontable. Ce n'est pas
le bien que fait une ame qui la rend immortelle; elle l'est par
nature» (J. STEINMANN, Friedrich von Hügel, París 1962, 299,
que resume el pensamiento del Barón en The Mystical Element
of Religión, as Studied in Saint Catherine of Genoa, London
1909, 219ss).
LO QUE CABE CONJETURAR 79

«Dos argumentos importantes y hermosos hay


para invalidar esa eternidad. El más antiguo
es el de la inmortalidad condicional, o ani-
quilación. La inmortalidad, arguye ese com-
prensivo razonamiento, no es atributo de la
naturaleza humana caída, es don de Dios en
Cristo. No puede ser movilizada, por consi-
guiente, contra el mismo individuo a quien se
le otorga. No es una maldición, es un don.
Quien la merece, la merece con cielo; quien
se prueba indigno de recibirla, muere para mo-
rir, como escribe Bunyan, muere sin resto. El
infierno, según esta piadosa teoría, es el nom-
bre humano blasfematorio del olvido de Dios.
Uno de sus propagadores fue Whately, el autor
de ese opúsculo de famosa recordación: 'Dudas
históricas sobre Napoleón Bonaparte'» . 14

En nuestros días, la idea se va extendiendo


con cierta fuerza. Christian Duquoc, aunque
sólo como hipótesis, la expuso con énfasis en
1984 . Entre nosotros le dedica mucha atención
15

Andrés Tornos, que se esfuerza sobre todo en


elaborar con exquisito cuidado el contexto her-
menéutico en que deben ser leídos hoy los datos
tradicionales. Después de pasar revista a las di-
versas teorías, se inclina por interpretar la no-

14. «La duración del infierno, en discusión», en Obras


Completas, Buenos Aires 1974, 236.
15. Mesianismo de Jesús y discreción de Dios, Madrid
1985, 217-221.
80 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

salvación como «no-existencia», como «no-


existencia total» . 16

Últimamente la expone E. Schillebeeckx


con su habitual finura teológica. Lo hace con
modestia —«aunque con cierto temor, esto es
lo que me represento como solución cristiana
más plausible» —, pero con poder de convic-
17

ción. Insiste en la asimetría entre salvación y


condenación, en el carácter no bíblico de la idea

16. Op. cit., 226-231. A. TORNOS ya había anunciado antes


estas ideas, remitiéndose a una opinión atribuida a P. Schoo-
nenberg: «Reflexión teológica y meditación sobre el infierno»,
en El tema del pecado en Ejercicios, Madrid 1981, 147-164.
En cambio, F. PÉREZ RUIZ, Metafísica del mal, Madrid 1982,
223-258, intenta una refutación que no me parece eficaz. Tam-
bién la rechaza J.L. Ruiz DE LA PEÑA, La otra dimensión. Es-
catología cristiana, Madrid 1975, que pone la base: «Y como
Dios es la vida, lo que resulta de la repulsa es la muerte eterna»
(p. 281), pero, al mantener el supuesto de la inmortalidad na-
tural, interpreta esta opinión como aniquilación activa por parte
de Dios; y concluye en consecuencia: «En cuanto a la hipótesis
de la aniquilación, la ausencia de partidarios entre los teólogos
de nota sugiere ya su incompatibilidad con la antropología cris-
tiana. ( . . . ) La aniquilación de una persona resulta un enunciado
contradictorio. Dios no puede renegar de su creación (eso sería,
en el fondo, la aniquilación); el hombre no puede disponer de
su vida en orden a la existencia (que ha recibido como don).
Por ese doble motivo (constantemente presente en la Escritura),
la aniquilación del pecador es una hipótesis teológicamente in-
sostenible» (p. 284).
17. Los hombres, relato de Dios, cit., 214. Poco antes
había dicho: «Mi propia opinión es como sigue (y no es tanto
una opinión que vacila —ni mucho menos apodíctica— cuanto
una comprensión plausible, cristianamente dotada de sentido,
de la Biblia y la tradición en la modernidad)...» (p. 212).
LO QUE CABE CONJETURAR 81

de inmortalidad natural, en la consiguiente co-


herencia de la «muerte segunda», que responde
a la lógica interna del mal, y en el triunfo final
del bien sin la terrible sombra de un mal positivo
que lo flanquee por toda la eternidad: los con-
denados, «sencillamente, ya no son, y no pue-
den tener ni siquiera noción de la dicha que están
gozando los buenos. Pero no existe reino infer-
nal de las sombras junto al reino eternamente
feliz de Dios» . 18

Espero que el lector se habrá dado cuenta


de que, si hago tan densas las referencias en este
punto, es porque la delicadeza y la seriedad del
tema así lo postulan. No se trata de una opinión
ligera o que no tenga en cuenta la fuerza de la
tradición. Igual que lo dije para la opinión an-
terior, lo digo para ésta: nadie puede acusarla
de poner en peligro los datos fundamentales de
la fe. Más bien ofrece una coherente visión de
ella, a la vez que preserva el respeto a la dig-
nidad de la libertad humana.
Personalmente, durante mucho tiempo me
ha parecido la salida más plausible. Hoy con-
cedo más importancia a una dificultad que me
hace pensar en la posibilidad de ir aún más allá
de ella, tal como pretende la tercera opción.

18. Ibid., 2 1 3 .
82 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

4.3. El infierno como «condenación»


de lo malo que hay en cada uno
4.3.1. Sentido de la propuesta
El punto más crítico de la primera postura ra-
dicaba en el problema de la inmortalidad natural:
sin ella resulta muy difícil pensar en una exis-
tencia de tormento eterno, pues tendría que ser
mantenida directamente por Dios con esa fina-
lidad. El punto crítico de la segunda está en el
problema de la finitud de la libertad. Dada la
delicadeza y complejidad de la cuestión, enun-
ciaré primero de manera global la intención de
esta postura. Luego será más fácil seguir los
razonamientos de detalle . 19

La cuestión es ésta. Se entiende bien que


Dios no quiera ni «pueda» forzar la libertad hu-
mana: si alguien, libremente, se niega a acoger
la Vida, Dios tiene que respetarlo y, con dolor

19. Redactado este trabajo, y gracias a los buenos oficios


de mi amigo E. Vilanova, he podido conocer el libro de J.
ELLUIN Quel enfer?, Paris 1994, que defiende ampliamente una
postura muy semejante a la que expongo aquí. Y.-M. Congar,
que le hace un breve y cordial prólogo, aunque no se decida a
una total identificación con la propuesta del autor, dice: «Hay
un [infierno] en el que no creo de ningún modo, a saber, el de
una pena eterna, completamente vana, puesto que no lleva a
ninguna conversión» (p. 7). De todos modos, ni la exposición
ni la fundamentación están a la altura de la propuesta. Reco-
miendo al lector el prefacio-resumen de G. Martelet, que, en
el fondo, da mejor que el propio autor el sentido de la propuesta
(pp. 9-17).
LO QUE CABE CONJETURAR 83

de Padre, dejarle desaparecer, caer en la «muerte


segunda», pues eso es lo que el no-salvado ha
escogido. Aquí radica la fuerza de la postura
anterior. Pero ahora surge otra dificultad: ¿pue-
de una libertad finita y, por tanto, condicionada
tener una opción tan absoluta que la lleve a
escoger la nada! ¿No resultará más plausible
una salida intermedia?
Ahí radica, en efecto, el fundamento prin-
cipal para una tercera opción: la libertad es algo
muy serio y tiene consecuencias graves y terri-
bles; pero no es tan incondicionada que pueda
llevar a la negatividad absoluta de la nada. De
ese modo, conjugando los dos polos —un Dios
que lo quiere hacer todo por salvar y una libertad
que es tan sólo limitada— se llegaría a una au-
téntica mediación: Dios salva cuanto «puede»,
es decir, cuanto la libertad finita le permite.
Dado que ésta no es total, Dios salva aquel resto
de bondad que parece no poder quedar nunca
anulado por ninguna acción mala.
Habría, pues, condenación real y definiti-
va, pues se pierde todo aquello que no se le
permite salvar a Dios; pero desaparecería la
desproporción, que parece intolerable, entre lo
finito de la culpa y lo infinito de las conse-
cuencias.
La visión final de «Dios todo en todos»
alcanzaría así toda su gloria objetiva y toda su
positividad subjetiva, pues no habría por toda
84 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

la eternidad ni la sombra tremenda de los con-


denados (primera postura) ni siquiera el hueco
doloroso e irreparable de la ausencia para siem-
pre de tantos seres queridos (segunda postura).
Sería la gloria total, y en ella la desigualdad
real no sería impedimento: asumida en la gra-
titud reconocida y en la comunión sin rivalida-
des, sería para todos el modo de la felicidad,
pues cada uno se lograría a sí mismo en la me-
dida total de su propio ser ya plenamente acep-
tado, gozado y reconocido. Ya lo dijo Pablo
hablando de la resurrección: «Aun entre estrella
y estrella hay diferencia de brillo» (1 Cor 15,41),
sin que ello merme en nada la gloria y la feli-
cidad de la plenitud definitiva.
Intentemos ahora aclarar algo los proble-
mas de detalle.
4.3.2. Transcendencia y finitud de la libertad
El punto clave está en la transcendencia decisiva
de la libertad: frágil, pero que representa, sin
duda, el constitutivo más fundamental de la li-
bertad humana. Algo en lo que insistió siempre
con especial énfasis Karl Rahner y que no deja
de aplicar a este problema. Hasta el punto de
que —aunque no sin ciertas vacilaciones— ex-
plica para él la posibilidad de la condenación
total . La ve, en efecto, como la «facultad de
20

lo definitivo»:

20. K. Rahner no contempla la teoría anterior, la de la


LO QUE CABE CONJETURAR 85

«Por eso la libertad no es precisamente la ca-


pacidad de revisar siempre de nuevo, sino la
única facultad de lo definitivo, la facultad del
sujeto, que mediante esa libertad ha de ser
llevado a su situación definitiva e irrevocable;
por ello, y en este sentido, la libertad es la
facultad de lo eterno. Si queremos saber qué
es 'definitivo', entonces hemos de experimen-
tar aquella libertad transcendental que es real-
mente algo eterno, pues precisamente ella pone
un carácter definitivo que, desde dentro, ya no
quiere ni puede ser otra cosa» . 21

Cierto; pero, cuando se baja a lo concreto,


no resulta tan fácil definir el alcance de tal de-
finitividad. ¿Puede una libertad finita llegar a
disponer totalmente de si misma? ¿Puede una
libertad que, como ya había observado Kant, es
«retorcida» pero no «demoníaca» —es decir,
capaz de querer el mal por el mal —, optar por
22

la infelicidad total, por la nada absoluta? ¿Pue-


de, dicho en términos más concretos, hacerse
tan totalmente mala que no quede en ella nada
bueno? Hoy, cuando la psicología de las pro-
fundidades nos ha hecho tan conscientes de los
condicionamientos tan hondos y nunca total-
mente clarificables de nuestra libertad, perci-
bimos bien la gran fuerza de estas preguntas.

«muerte segunda»; pero esto es irrelevante para lo que discu-


timos ahora.
21. Curso fundamental sobre la fe, cit., 123-124.
22. La religión..., cit., 47.
86 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

De hecho, el mismo Rahner reconoce de


manera muy clara la imposibilidad de una total
transparencia de la libertad finita en sus actua-
ciones concretas: «el sujeto nunca tiene una se-
guridad absoluta en relación con el carácter sub-
jetivo y, en consecuencia, con la cualidad moral
de tales acciones particulares» ; hasta el punto
23

de que «bajo el crimen aparentemente más gran-


de puede a veces no ocultarse nada, por tratarse
tan sólo de un fenómeno propio de una situación
que todavía no es personal» . Más aún, insiste
24

en un aspecto que, por su calado ontológico,


tiene especial relevancia para la cuestión: «la
desigualdad del sí frente al no», en el sentido
de que el «sí» representa la fuerza y dinamismo
constitutivos de la libertad, mientras que el «no»
es por naturaleza algo secundario, en cuanto que
responde tan sólo a un desvío o a una impotencia
de ese dinamismo:
«El 'no' de la libertad frente a Dios, puesto
que está llevado por un 'sí' transcendental-
mente necesario a Dios en la transcendencia,
y de otro modo no podría existir en absoluto
—o sea, significa una autodestrucción libre del
sujeto y una contradicción interna de su
acto—, no puede concebirse como una posi-
bilidad de la libertad igualmente poderosa en
el plano ontológico-existencial que el 'sí' a

23. Op. cit., 125.


24. Ibid., 130.
LO QUE CABE CONJETURAR 87

Dios. (...) Todo 'no' recibe un préstamo del


'sí' a la vida que tiene, ya que el 'no' se hará
siempre comprensible desde el 'sí', y no a la
inversa» . 25

A través del difícil texto de Rahner, tal vez


no resulte imposible intuir la figura de la tercera
posibilidad: la de que el no de la libertad humana
a la salvación de Dios sea real sin ser total, sea
rechazo terrible y destructivo sin llegar a la anu-
lación: sea condenación real y verdadera —por
la inmensa pérdida que, en todo caso, supone—
sin aniquilar el resto de bondad que existe siem-
pre en toda persona.
Si se me permite una nueva alusión de ca-
rácter personal, debo decir que esta posibilidad
me fue sugerida por primera vez en una charla
de Tony de Mello. Con su incomparable capa-
cidad de fabulación parabólica, él lo expresaba
diciendo que las ovejas y los cabritos del juicio
final no se refieren a dos clases de personas,
sino a dos realidades dentro de cada persona.
Se salvará, pues, lo bueno que hay en cada uno,
y se perderá, anulándose, lo malo. Lo curioso
es que más tarde pude aprender en Hans Urs
von Balthasar que esta idea había sido expuesta
ya a la letra nada menos que por san Ambrosio
de Milán: ídem homo et salvatur ex parte, et
condemnatur ex parte («la misma persona se

2 5 . Ibid., 1 3 1 .
X8 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

salva en parte y se condena en parte»). O, como


el mismo von Balthasar explícita con palabras
de Adrianne von Speyr: «Cada pecador escu-
chará ambas palabras: 'apártate de mí al fuego
eterno', y 'venid, benditos de mi Padre'» . 26

El propio Rahner, que no saca la conclu-


sión, pone, con validez adaptable al presente
contexto, la base para la posibilidad de esta in-
terpretación:

«Si aplicamos correctamente una hermenéutica


exacta de los enunciados escatológicos, estas
descripciones bíblicas del final del individuo
y de la humanidad entera pueden de todo punto
entenderse como enunciados sobre posibili-
dades del hombre y como advertencia sobre la
seriedad absoluta de la decisión» . 27

Un pensador tan agudo como Juan Luis Se-


gundo, que sintoniza perfectamente con Rahner,
estima que, desde su concepción de la libertad
—«si se examinan cuidadosamente sus palabras,

26. La cita de Ambrosio suena exactamente así: «Si cuius


opus arserit, detrimentum patietur, potest et ipse salvad (1 Cor
3,1-5). Unde colligitur quia idem homo et salvatur ex parte, et
pariter condemnatur ex parte» (In Ps. ¡18, serm. 20,58: PL
15,1502). La alusión a Corintios, que no transcribe H.U. von
Balthasar, es interesante, pues enlaza con otro motivo impor-
tante, tal como indico a continuación aduciendo a J.L. Segundo.
Son palabras de A. VON SPEYR en Objektive Mystik, 332-333
(Theodramatik IV, cit., 293).
27. Op. cit., 132.
LO QUE CABE CONJETURAR 89

más allá de su apariencia»—, cabría muy bien


defender esta tercera postura. La «seriedad mor-
tal» de la libertad no implica «la posibilidad de
opción por el mal absoluto por parte del hom-
bre». El mismo Rahner había mostrado, en su
estudio sobre el concepto teológico de la con-
cupiscencia, que la libertad humana no es capaz
de personalizar todo lo que hay en ella de na-
turaleza, es decir, que siempre queda algo que
no resulta transparente a su dominio ni moldea-
ble por sus opciones . 28

De forma más positiva, el teólogo suda-


mericano ya había buscado antes un apoyo en
aquel conocido texto en el que Pablo enseña que
todas las personas tienen algo que salvar, incluso
aquellas cuyas malas obras quedan anuladas en
el juicio: «Quedará sin paga, pero él personal-
mente se ha de salvar, aunque como quien ha
escapado del fuego» (1 Cor 3,15) . Y expresa 29

así la coherencia cristiana de su postura:

28. ¿Qué mundo? ¿Qué hombre? ¿Qué Dios?, Sal Terrae,


Santander 1993, 342, con la nota 11.
29. La historia perdida y recuperada de Jesús de Nazaret,
Sal Terrae, Santander 1991, 600-605, 624-631. Cf.: «...la cer-
tidumbre que Pablo puede tener de que en todos va a encontrar
Dios esa pepita de oro, por minúscula que sea, que valga la
incorporación a la nueva tierra y al nuevo cielo de la obra del
último, del más pecador de los hombres» (p. 625). Antes se
había ocupado ya del tema en Teología abierta I, Madrid 1983,
386-393, y III, Madrid 1984, 241-252, 260-268, 280, nota 4.
90 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

«La libertad del hombre no consigue nunca


personificar totalmente el mundo natural (y a
la segunda naturaleza que es la sociedad).
(...) La gracia increada, ilimitada, del amor
divino se vuelve gracia creada que se abre
paso, con dificultad, en el mundo de los de-
terminismos naturales. Dios es amor sin me-
dida, pero, al darse a nosotros, entra en el
mundo de la medida, propio de todos los seres
finitos.
Se explica así, a la vez, que el amor salga
siempre vencedor. Lo que hay de vida divina
en el hombre es indestructible, irreversible,
fiel. Y ni la muerte ni el pecado pueden destruir
ese amor. Esa es la base de la certeza de la
resurrección» .30

Cabe pensar que de esta manera está dicho


lo fundamental. Pero podría quedar aún la im-
presión injusta de que se trata de una opinión
no suficientemente fundada o carente de todo
apoyo en la tradición. Vale la pena consagrar
unas breves reflexiones a clarificar, aunque sea
de modo esquemático, algunos aspectos más re-
levantes.

4.3.3. El «agradecimiento» de Dios


Pensar «de arriba abajo», es decir —en este
caso—, pensar desde Dios, poniéndose de algún
modo en su lugar, resulta siempre una tarea osa-

30. ¿Qué mundo?..., 490.


LO QUE CABE CONJETURAR 91

da y debe hacerse con suma cautela. Sólo puede


conseguir una cierta legitimidad cuando se apo-
ya en intuiciones claramente seguras desde la
experiencia de la revelación y trata de no salirse
de los concretos aspectos iluminados por ellas.
En este sentido, hay algo que, en perfecta
consonancia con todo lo anterior, llama la aten-
ción en la actitud divina tal como se nos refleja
en textos fundamentales que pueden tener re-
lación con nuestro problema. Se trata de lo que
podríamos llamar el agradecimiento de Dios.
Recuérdese simplemente la motivación que apa-
rece en la simbología del Juicio Final: «...por-
que tuve hambre..., porque estuve [yo] enfer-
mo...». Palabras que hacen eco estrictamente
simétrico a las que acompañan a la llamada cen-
tral del amor: «...a mí me lo hicisteis», «...a
mí me acoge»..., y que delatan por parte de
Jesús una implicación personalísima, una iden-
tificación total y agradecida con la persona be-
neficiada.
El Nazareno agradece como propios los be-
neficios hechos a los demás, sea cual sea su
magnitud: «ni siquiera un vaso de agua quedará
sin recompensa». Y es obvio que en estas ex-
presiones él aparece con especial intensidad
como la «parábola de Dios», como la expresión
más genuina de su actitud para con nosotros.
Reflejo, pues, de ese Dios que se preocupa úni-
camente del huérfano y de la viuda, del oprimido
y del marginado; en definitiva, de todo hombre
92 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

o mujer a quien, como «hijo» o «hija», prefiere


por encima de cualquier sacrificio u holocausto
en su honor (recuérdense los profetas en el Anti-
guo Testamento y la palabra de Jesús en el Nue-
vo: «...deja tu ofrenda delante del altar, y ve
primero a reconciliarte con tu hermano»: Mt
5,23).
Pues bien, es evidente que no existe nadie
que alguna vez no haya hecho el bien a alguien.
Ni el más perverso de los humanos ha estado
sin ningún tipo de amor, ni el peor de los cri-
minales dejó de hacer en muchas ocasiones el
bien a algún prójimo, es decir, a un hijo o hija
de Dios...; en definitiva, a Dios. La conclusión
se comprende, y cabría expresarla así, aunque
sea en palabras demasiado humanas: el Dios que
agradece y recuerda —la memoria amorosa del
Señor como fuente de vida constituye un motivo
muy importante de la visión bíblica— hará todo
lo posible, aprovechará todo resquicio, para
mantener viva por siempre cualquier brizna de
bondad que en algún momento haya germinado
en la más apartada de sus creaturas . 31

31. Cabría argüir que esto valdría también para el mal.


Pero no existe simetría: lo negativo pide la desaparición, mien-
tras que lo positivo busca la eternidad; y, sobre todo, Dios lo
es del perdón y no de la venganza. Ya en el AT, es decir, en
el camino hacia el descubrimiento del Dios-todo-amor, Yahvé
«es lento a la ira y abundante en misericordia, no guarda rencor
para siempre» (Sal 103,8-9).
LO QUE CABE CONJETURAR 93

Repitámoslo: salvará lo posible; rescatará,


aunque sea «como a través del fuego», todo
cuando le permita la libertad humana, en ese
juego misterioso —que sólo Él resolverá, en la
infinita gratuidad del amor— entre la compren-
sión infinita por su fragilidad y el respeto ex-
quisito por su autonomía. En cualquier caso,
parece que por aquí recibe un refuerzo impor-
tante y cordial la tercera posibilidad que estamos
examinando.

4.3.4. El «infierno» como salvación


definitiva de lo real
A estas alturas, y debidamente contextualizada,
cabe incluso aventurar la paradoja: el infierno
así entendido acaba revelándose como el último
rostro de la salvación. Para que se entienda
debidamente esto —que, mal entendido, podría
sonar a barata bisutería conceptual o a cruel
sarcasmo psicológico—, adelantemos ya el sen-
tido de la proposición: eliminado el mal, es de-
cir, extinguida toda negatividad y rescatado has-
ta el último resto de bien —es decir, todo
lo positivo del esfuerzo humano y del dinamis-
mo creador—, se instaurará la plenitud defini-
tiva como gozo y gloria para todos. Será la
«plenitud» largamente esperada, el «cumpli-
miento» de los tiempos, el «pléroma» anticipado
en Cristo.
En la Carta a los Romanos aparece como
espera en trance de alumbramiento:
94 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

«De hecho, la creación entera otea impaciente


aguardando a que se revele lo que es ser hijos
de Dios; porque, aunque sometida al fracaso
(...), esta misma creación abriga una esperan-
za: que se verá liberada de la esclavitud a la
decadencia, para alcanzar la libertad y la gloria
de los hijos de Dios.
Sabemos que hasta el presente la creación
entera sigue lanzando un gemido universal con
los dolores de su parto. Más aun: incluso no-
sotros, que poseemos el Espíritu como pri-
micia, gemimos en lo íntimo a la espera de la
plena condición de hijos, del rescate de nuestro
ser, pues con esta esperanza nos salvaron» (Rm
8,19-24) . 32

En el Apocalipsis, la esperanza se convierte


ya en visión anticipada de lo que será todo,
cuando la negatividad haya sido anulada y no
quede ya sombra de ningún tipo: ni lo que sería
el hueco oscuro de los para siempre desapare-
cidos ni, peor aún, lo que sería el abismo es-
pantoso de los para siempre atormentados. Lim-
piado lo caduco, purificado lo torcido, rescatado
el sufrimiento y plenificado el gozo, todo «se
hará nuevo», y habrá «un cielo nuevo y una
tierra nueva». Más allá del juicio, y por encima

32. Sigo la traducción de L. Alonso-Schókel y J. Mateos,


pero pongo «creación» donde ellos ponen «humanidad», no por
corregirles, sino para acentuar en este contexto la universalidad
absoluta de la esperanza.
LO QUE CABE CONJETURAR 95

de cualquier matemática de premio o castigo, la


voz proclama para toda la eternidad:

«Esta es la morada de Dios con los hombres;


El habitará con ellos, y ellos serán su pueblo;
Dios en persona estará con ellos y será su Dios.
El enjugará las lágrimas de sus ojos, y ya no
habrá muerte ni luto ni llanto ni dolor, pues lo
de antes ha pasado» (Ap 21,3-4).

Largos siglos de tradición alertan contra


todo dogmatismo, impidiendo afirmar que sólo
la tercera alternativa, a que nos estamos refi-
riendo, puede dar cuenta de estos datos y con-
servar una cierta coherencia. Pero, ciertamente,
no parece en exceso aventurado decir que en
ella brillan con luz más espontánea y pueden ser
mantenidos en todo su esplendor.

El «infierno» comprendido de ese modo,


por lo que supone de pérdida irreparable de ple-
nitud posible, deja sentir su aspecto trágico, su
dura y apremiante llamada; pero, al mismo tiem-
po, pierde su absolutización estática para acabar
integrado como un momento dinámico en la ple-
nitud real que, ya sin sombra de ningún tipo,
constituirá el gozo y la gloria en que, cada cual
a su modo, vivirán todos los seres que un día
se han abierto a la conciencia y, con ello, al
ansia de felicidad total. El sueño del Creador se
verá cumplido, porque, aunque —como el Cor-
dero del Apocalipsis— no haya podido evitar
96 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

las heridas de la historia, al final, con toda ver-


dad y con seguridad irreversible, «Dios será todo
en todos» (1 Cor 15,28) . 33

4.3.5. Anticipaciones y presencia


en la tradición

Para terminar esta ya larga exposición, vale la


pena volver de nuevo a la historia, a fin de
restablecer de algún modo esa dialéctica de con-
tinuidad en la novedad que es tan típica de la
fe cuando se renueva desde sus raíces más au-
ténticas. Porque lo cierto es que, siendo mino-
ritario, este modo de ver nunca estuvo ausente
de la tradición.
Todo lo contrario: ha habido siempre una
corriente de profundo calado que no renunció a
esta posibilidad. Basta con traer a la memoria
la doctrina de la apokatástasis o «restauración
de todas las cosas» por medio de Cristo (cf. Hch
3,21). Orígenes fue su gran defensor, pero no
estuvo solo: le siguieron muchos, y no pequeños
(Gregorio Nacianceno, Gregorio Niseno, Dídi-
mo el Ciego, Evagrio Pon tico, Diodoro de Tar-
so, Teodoro de Mopsuestia, quizá Juan Crisós-

33. Por honestidad intelectual y, sobre todo, por agrade-


cimiento de amigo, debo decir que el contenido de los dos
últimos párrafos —«El agradecimiento de Dios» y «El 'infierno'
como salvación definitiva de lo real»— me ha sido sugerido,
terminada ya la primera redacción, por Xosé Antón Miguélez.
LO QUE CABE CONJETURAR 97

tomo...). El rechazo oficial cortó el movimien-


to; pero, aun así, aparecerá más tarde en Escoto
Eriúgena, Amalrico de Bene, los Hermanos y
Hermanas de el Libre Espíritu y los Anabaptis-
tas.
A partir de la Ilustración, aunque de or-
dinario con cierto aire esotérico, fueron muchas
las personalidades teológicas que defendieron la
idea o simpatizaron con ella: Schleiermacher fue
acaso el más influyente. En la teología actual,
las sostenidas y complejas reflexiones de Karl
Barth y Hans Urs von Balthasar le han conferido
una matizada pero fuerte presencia . Desde la 34

filosofía de la religión —muy marcada por el


diálogo con las religiones no cristianas— se les
une John Hick, con un pensamiento de reso-
nancia creciente.
La fuerza de esta postura, que en realidad
la convierte en una raíz nunca desarraigable del
todo y siempre dispuesta a rebrotar, está, por
un lado, en la percepción del poder de la gracia
de Dios y de su voluntad salvadora, siempre
dispuesta al perdón; y, por otro, en toda una
línea de la Escritura que sugiere de diversos

34. Cf., para una visión sintética, C. ANDERSSEN - P. ALT-


HAUS, «Wiederbringung Aller»: RGG 6 (1962) 1.693-1.696; F.
MUSSNER - J. LOOSEN, «Apokatastasis»: LtThK 1 (1957) 708-
712. Ver, sobre todo, la viva y honda exposición que hace H.
U. VON BALTHASAR, Theodramatik IV, cit., 171-172, 243-293.
98 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

modos una reconciliación total para el final de


los tiempos . Su debilidad —tal como suele
35

presentarse— puede venirle principalmente de


dos puntos que vale la pena aclarar.

1) El primero consiste en el (excesivo) ver-


ticalismo teocéntrico de esta postura, cuyos de-
fensores dan muchas veces la impresión de ra-
zonar casi en exclusiva desde Dios: desde su
sabiduría y su poder. Pero, a mi parecer, no está
ahí el polo decisivo del problema. Porque es
obvio que de Dios siempre podemos estar se-
guros. El obra por amor y hace cuanto está en
su mano para salvarnos: si «puede» —es decir,
si es posible, si no es algo contradictorio, una
nada, un sin-sentido—, ha demostrado que lo
hace. La dificultad real radica en saber lo que
es posible desde nosotros: de qué es capaz nues-
tro ser finito, en qué medida le permite a Dios
que lo salve.

3 5 . La teología evangélica, sobre todo, insiste en una dua-


lidad irreductible en los textos que no permite la seguridad de
esa reconciliación, pero que sí autoriza la esperanza: cf. prin-
cipalmente J. LOOSEN, loe. cit., 7 1 1 . A. GIUDICI, («Escatolo-
gía»: Nuevo Diccionario de Teología I, Madrid 1 9 8 2 , 4 1 1 ) ob-
serva con agudeza: «Es verdad que no es éste el pensamiento
mayoritario en el mundo protestante, pero personalmente me
parece el más lógico (...): si la salvación viene únicamente de
Dios, resulta difícil poner límites a esa salvación. De hecho,
Barth, radicalizando el pensamiento protestante, llega lógica-
mente a la apokatástasis».
LO QUE CABE CONJETURAR 99

Obviamente, tratándose de autores de esta


categoría, habría que matizar mucho. Pero acaso
no sea del todo injusto afirmar que, al proceder
«desde arriba», tienden a colocar el problema
allí donde no está. Sus soluciones, dentro de
una cierta grandeza, resultan entonces artificio-
sas y poco convincentes. Barth insiste en la pre-
destinación, aunque transformándola radical-
mente: el pecador, a pesar de su apartarse de
Dios, es un predestinado; la condenación que él
merece cae sobre Jesucristo, que la supera so-
portándola en la cruz (incide así en su típica
36

y peligrosa retórica del castigo y abandono del


Hijo por parte del Padre, que, bien mirado, pue-
de llegar a lo teológicamente horrible).
Von Balthasar realiza un esfuerzo admi-
rable, por la tenaz generosidad de su intención,
que llegó a causarle serios disgustos ; pero más37

de una vez se tiene la impresión de que sólo la


fuerza de su genio le impide caer en un discurso
«gnóstico». Difícilmente puede convencer cuan-

36. K. BARTH expone su doctrina en el tomo II/2 de su


Kirchuche Dogmatik. Puede verse una muy buena exposición
en H. BOUILLARD, Karl Barth. 11: Parole de Dieu et existence
humaine, Paris 1957, 125-164.
37. A raíz de su última publicación al respecto, Kleiner
Diskurs über die Hollé, Ostfilder 1987, muchos ultraconser-
vadores, que siempre le habían jaleado, interpretaron su muerte
súbita antes de poder recibir el cardenalato como «un aviso del
cielo» (cf. E. BISER, Pronóstico de la fe, Barcelona 1993, 178,
nota 20).
100 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

do razona que el pecador abandonado en su per-


dición puede, más allá del tiempo, ser conver-
tido por Dios, que le presenta a Cristo aún más
abandonado que él:
«Cabe —-dice citándose a sí mismo— 'refle-
xionar si no le es posible a Dios salir al en-
cuentro del pecador, que se apartó de Él, en
la figura del Hermano crucificado y abando-
nado por Dios; y hacerlo de tal modo que el
que se apartó comprenda: éste, que (como yo)
está abandonado por Dios, lo está por mi cau-
sa. Aquí ya no se podría hablar de una vio-
lación (Vergewaltigung) de la libertad si a
aquel que escogió (o acaso debamos decir 'cree
que escogió') la total soledad de ser-sólo-para-
sí, se le aparece Dios en su soledad como el
más solo aún' . El pobre, dice Claudel en una
38

poesía, no tiene amigo más fiable que aquel


que es aún más pobre» . 39

John Hick es más concreto, pero emplea


también mucho esfuerzo en cuadrar el círculo
de mostrar cómo le es posible a Dios lograr que
el hombre acabe haciendo libremente lo que Él
quiere que haga. Distinguiendo entre el aspecto
«lógico» y el aspecto «moral» del problema,
concluye:

38. La cita es de «Eschatologie im Umriss», en Pneuma


und Institution, Einsiedeln 1974, 443-444.
39. Theodramatik I V , cit., 284-285. Sobre la postura de
H. U. von Balthasar, cf. H. VORGRIMMLER Geschichte der Ho-
llé, cit., 339-345.
LO QUE CABE CONJETURAR 101

«Parece imposible moralmente (aunque no ló-


gicamente) que los recursos infinitos del amor
infinito actuando en el tiempo ilimitado puedan
ser frustrados eternamente, y que la criatura
rechace su propio bien, que le es presentado
en una serie ilimitada de recursos» . 40

Tal tipo de argumentos y razonamientos


pueden resultar agudos, pero suenan demasiado
artificiosos. En su lugar, resulta mucho más sen-
cillo —y creo que más realista y verdadero—
partir de que Dios hace, efectivamente, todo lo
que le es posible; y después, apoyados en esta
confianza, concentrarse en las posibilidades de
la creatura. De este modo, por un lado, res-
petamos la transcendencia y el amor divino y,
por otro, operamos con datos, siempre de algún
modo verificables, de nuestra experiencia. Es lo
que aquí hemos intentado al partir de la limi-
tación de la libertad humana —dato cierto y
evidente— para, desde ella, explorar las posi-
bilidades concretas: desde una libertad no ab-
soluta parece posible, en efecto, concebir—sin
artificio lógico de ningún tipo— que siempre

40. Eviland the GodofLove, cit., 344. Acude a W. James


para poner «la analogía de dos jugadores de ajedrez, un novato
y un campeón mundial. (...) Aunque el novato es libre en cada
etapa para hacer su propio movimiento, podemos predecir casi
con completa seguridad que el maestro acabará venciendo»
(ibid.; la cita es de W. JAMES, The Will to Believe and Other
Essays, London 1897, 181-182).
102 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

quede en ella algo de bondad que le permita a


Dios ejercer la fuerza absoluta de su amor.
Y aquí tal vez convenga aprender, sobre
todo de Hick, a tener más en cuenta una posi-
bilidad presente en la tradición, pero poco ex-
plotada: la de que después de la muerte quepa
aún un ejercicio efectivo de la libertad. Al hablar
de esto, nos movemos en lo desconocido y, por
principio, inverificable; pero, por eso mismo,
acaso no debamos descartar a priori tal posi-
bilidad. Sobre todo, cuando en la propia tradi-
ción encontramos intuiciones que apuntan por
ahí: tal el tema medieval —renovado última-
mente por Ladislaus Boros — de la iluminación
41

en el momento de la muerte; y, con mucho más


calado teológico, el del purgatorio como posi-
bilidad transmundana de conversión (uso a pro-
pósito el término «conversión», no «purifica-
ción», para insistir en la necesaria participación
de la libertad, sin la cual, aun supuesta la ini-
ciativa de Dios, no puede existir un real proceso
salvífico). Idea que, como se sabe, tiene pro-
fundas raíces en la tradición de las religiones
orientales, y en la que Hick pone especial
énfasis . (Aquí prefiero dejarla como sugeren-
42

41. Cf. princ. Mysterium monis. DerMensch in der letzten


Entscheidung, Freiburg i.Br. 1973 0.
J

42. Op. cit., 345-348. Con mayor amplitud toca el tema


en Death and Eternal Life, London 1985 . El tema es tratado
2
LO QUE CABE CONJETURAR 103

cia posible, sin hacer depender de ella el razo-


namiento).

2) Pero hablábamos de dos puntos débiles


en la propuesta ordinaria de esta tercera postura.
Pues bien, el segundo consiste en la tendencia
a ver la apokatástasis como una simple restau-
ración, como un volver al principio igualándolo
todo. Con lo cual quedaría muy desdibujada la
seriedad existencial de la libertad. La conse-
cuencia más grave sería entonces que el lenguaje
dual acerca de la salvación y de la condenación
quedaría completamente vacío de sentido.
Bien mirado, este punto va íntimamente
unido al primero: a su exagerado verticalismo.
La visión desde arriba, al fijarse casi en exclu-
siva en lo que Dios hace, pierde de vista la base
antropológica, es decir, el hecho de que la sal-
vación divina sólo puede salvar lo que la libertad
humana le permite (aunque sea, claro está, en
la intensificación inconmensurable de la gracia).
Pero ese simple cambio en el énfasis hace ver
que en esta perspectiva ya no se trata de una
mera restauración: en la medida en que la li-

también en el número monográfico de Concilium: «¿Reencar-


nación o Resurrección?»; cf. princ. J.R. SACHS, ¿Resurrección
o Reencarnación? La doctrina cristiana del Purgatorio, pp.
883-890. Nótese que el mismo C. Pozo reconoce que este punto
pertenece a esas «afirmaciones que no se demuestran claramen-
te» (Teología del más allá, Madrid 1968, 204, con la nota 110).
104 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

bertad se cierra, se produce pérdida real en la


posibilidad de la salvación. Pérdida, por un
lado, irreparable —eterna— y, por otro, enor-
me, dado el valor supremo de lo perdido —de
lo que resulta condenado.
Comprendo que, a primera vista, esto pue-
da dar la impresión de una interpretación arti-
ficiosa, casi de un juego de palabras. Y lo sería
si en estos asuntos rigiese una lógica «comer-
cial» que interpretase la salvación de una manera
objetivante y mezquina: «Si me salvo, ya está;
lo demás no importa: me he librado del castigo».
En cambio, en una «lógica del amor», donde lo
que importa es la profundidad de la comunión,
el avance en la intimidad, el gozo en la alegría
del otro..., la mínima pérdida tiene siempre algo
de tragedia irreparable. Porque no se trata de un
premio añadido desde fuera, sino de la reali-
zación del ser en lo que tiene de más íntimo y
precioso.
Sólo quien ama de verdad intuye lo tre-
mendo de la oportunidad perdida, de la frustra-
ción infligida al amor, de la riqueza que se le
sustrae a la esencia del mundo... Cuando lo que
está en juego es el Amor fundante, la realidad
última, la felicidad definitiva, nuestras medidas
resultan literalmente incapaces de calibrar la
transcendencia inmensa de lo perdido, de lo ya
para siempre frustrado. Eso no anulará la rea-
lidad de la salvación, pues ya aquí la misteriosa
lógica del amor permite intuir la paradoja de la
LO QUE CABE CONJETURAR 105

felicidad de sentirse perdonado a pesar de todo,


de gozarse en la dicha que ya no puede ser la
propia, pero que otros —los que se aman sin
rivalidad posible en la luz de la verdad defini-
tiva— disfrutan, y que por eso, de algún modo,
es también nuestra... Pero, también, nadie me-
jor que los que aman sabrá qué seriedad mortal
—qué «condenación»— significa para siempre
la pérdida eterna de lo no realizado en el tiempo,
la frustración definitivamente irreparable de la
oportunidad que no podrá volver.
De nuevo, palabras que se exponen a no
significar o, peor aún, que corren el riesgo de
la retórica. Pero acaso también palabras que nos
juzgan, porque no asomarse siquiera a lo que
ellas intentan anunciar puede delatar que, en el
fondo, todavía no sabemos —no saboreamos—
nada de lo que es la salvación. Presos en el juego
infantil del premio y del castigo, o acaso víc-
timas inconscientes del espíritu de resentimiento
o del deseo de venganza, no intuimos, ni si-
quiera de lejos, la misteriosa maravilla de la
salvación ni la terrible apuesta de la libertad.
Como esos cristianos que, cuando descubren
que Dios salva de verdad en todas las religiones,
piensan que entonces ya no sirve de nada la
dicha de descubrirlo como el Abbá que ha lo-
grado revelársenos en Jesús de Nazaret...
*
**
106 ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS «INFIERNO»?

Pero la misma dificultad de estas palabras nos


trae a la memoria la cautela fundamental de la
que arrancaba toda esta parte final. Estamos en
el terreno de la conjetura. Hablamos de lo que,
por definición, sobrepasa nuestra capacidad de
certeza y que, por tanto, sólo nos es lícito pro-
poner con la modestia de una propuesta de diá-
logo. La seguridad está únicamente en lo fun-
damental, en lo que verdaderamente importa:
que Dios es amor y que sólo quiere y busca por
todos los medios nuestra salvación; que lo hace
en el respeto, exquisito y absoluto, a nuestra
libertad, la cual, sí, puede resistirse a su sal-
vación; que sólo de esa resistencia procede la
no-salvación o «infierno»; que, sea éste lo que
sea y consista en lo que consista, tiene siempre
algo de terrible e irreparable para nosotros, pero
que nunca es un castigo de Dios, sino, ante todo,
un dolor y una «tragedia» para El.
A partir de ahí, todo es conjetura que úni-
camente puede aspirar a la legitimidad en la
medida en que trate de aclarar la seguridad de
fondo; de tal manera que, por un lado, deje
patente del mejor modo posible el amor incon-
dicional de Dios y, por otro, preserve la frágil
pero irrenunciable dignidad de la libertad hu-
mana.
Alcance
Del Infierno se habla poco, afortunadamente, por-
que bastantes estragos ha ocasionado, sobre todo
cuando se ha apelado al miedo. Pero callartampoco
es sano, porque tal vez se ataje el mal inmediato,
pero a cambio del vacío.

Frente a ambas posturas, ANDRÉS TORRES QUEI-


RUGA reacciona ofreciéndonos una reflexión rigu-
rosa sobre el Infierno, con palabras que enganchan
con la realidad. Y es que se trata de un problema
que afecta a todos: ningún creyente puede escapar
a sus interrogantes, porque, en un momento u otro,
cada cual acaba viéndose obligado a buscar la ma-
nera de que la comprensión de este concepto no
rompa la coherencia de la fe ni envenene las fuentes
de la vivencia personal. Justamente ésa es la pre-
ocupación de estas páginas, que afrontan las
preguntas que de verdad interesan y desarrolla el
problema desde dentro, huyendo de todo «adoc-
trinamiento» desde fuera. El autor afronta la tarea,
con sobriedad y claridad, desde lo que él mismo
llama «el lento, honesto y fatigoso trabajo del con-
cepto», para seguir hablando, en definitiva, del fon-
do más verdadero: la salvación.

ISBN: 84-293-1166-1

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