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Galeano Futbol
Galeano Futbol
Hay intelectuales que niegan los sentimientos que no son capaces de experimentar ni, en
consecuencia, de compartir: sólo podrían referirse al fútbol con una mueca de disgusto, asco o
indignación. No es menos típica la búsqueda de chivos emisarios para expiar la propia impotencia,
y el fútbol es ideal en este sentido; está allí, tan a mano del intelectual como de cualquiera, sin
ganas ni necesidad de defenderse: el fútbol es, pues, cómodamente, señalado con el dedo índice
como la causa primera y última de todos los males, el culpable de la ignorancia y la resignación de
las masas populares en el Río de la Plata. La miseria no está escrita en los astros, suele pensar el
intelectual de izquierda, pero sí en el tablero del estadio donde se marcan los goles: si no fuera por
el fútbol, el proletariado adquiriría su necesaria conciencia de clase y la revolución estallaría.
No creo que tanta perversidad pueda imputarse al fútbol con algún fundamento de causa. No
niego que el fútbol empieza por gustarme, y mucho, sin que eso me provoque el menor
remordimiento ni la sensación de estar traicionando a nada ni a nadie, confeso consumidor del
opio de los pueblos. Me gusta el fútbol, sí, la guerra y la fiesta del fútbol, y me gusta compartir
euforias y tristezas en las tribunas con millares de personas que no conozco y con las que me
identifico fugazmente en la pasión de un domingo de tarde. ¿Desahogo de una agresividad
reprimida en el curso de la semana? ¿Merece uno el sillón del psicoanalista? ¿O bien se ha
sumado uno a las fuerzas de la contrarrevolución? Los hinchas somos inocentes. Inocentes,
incluso, de las porquerías del profesionalismo, la compra y la venta de los hombres y las
emociones.
Con ninguna otra actividad nos sentimos tan identificados los hombres de la cuenca del Plata, y
muy particularmente los orientales. En el estilo y la “garra” de algunos jugadores, sobrevivientes
de la época de oro en que se jugaba “con todo”, reconocemos de algún modo un estilo nacional,
con sus rasgos negativos y positivos, la “viveza” muchas veces cochina tanto como la firmeza y la
imaginación, la manera de plantarse en la cancha y la fracción de segundo que demora un
delantero en escapar por el costado donde no se le espera, abrir la brecha y meter el gol. Los
uruguayos tenemos motivos de sobra para desear que la “garra” legendaria de nuestros jugadores
se proyecte más allá de las canchas sobre el asfalto de la ciudad y la desolada inmensidad del
campo: que el heroísmo nazca de los grandes compromisos sociales y políticos. Pero no es culpa
del fútbol que sólo en el fútbol esa “garra” ofrezca, o haya ofrecido, resultados concretos, como
no es culpa del fútbol que haya sido por el fútbol que el Uruguay adquirió cierta relevancia
internacional o por lo menos nombre propio en el mapa del mundo. Recuerdo que desde los
balcones de Época mirábamos en 1966 la impresionante manifestación con que el pueblo
celebraba la victoria de Peñarol en la Copa Mundial de Clubes. Recuerdo que discutimos. Yo
también hubiera preferido una manifestación tan multitudinaria y estridente por la tierra que los
cañeros reclamaron en vano o contra la política económica que el imperialismo nos impuso para
comernos mejor. Pero la victoria de Peñarol no era culpable de las derrotas de la izquierda: ojalá la
izquierda fuera también capaz de ganar 4 a 2 cuando, faltando pocos minutos para el fin, todo
parece perdido.
* Este texto, originariamente titulado “Prólogo de pocas palabras”, abría una antología de relatos
sobre fútbol que preparó Eduardo Galeano para la editorial Arca, en 1968. El volumen reunía,
entre otros, a autores como Albert Camus, Mario Benedetti, Horacio Quiroga y Juan José Morosoli.