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GRACIA – Parte 1 (Adaptado de Félix Ortiz)

A pesar de creer en la salvación por gracia, aparte de nuestros méritos, muchos viven bajo la ley, inseguros
de su relación con Dios y tratando día tras día de ganar su amor y aceptación. Dedicamos esta enseñanza a
todos aquellos que viven sin experimentar el amor y la aceptación incondicional de Dios en su vida cotidiana.

I. INTRODUCCIÓN

El legalismo lleva a las personas a tratar de ganar cotidianamente el amor y la aceptación de Dios. Un legalismo
que nos lleva a pensar, sea de manera consciente o inconsciente, que existen unos mínimos que uno ha de
lograr para hacerse merecedor del amor y el favor de Dios.

El objetivo de esta serie de enseñanzas es enfatizar la importancia de la gracia, no única y exclusivamente


para nuestra salvación eterna sino también para nuestro vivir cotidiano.

II. SALVOS POR GRACIA


Para poder entender y valorar la gracia es básico tener una idea muy clara y realista de cuál es la situación
espiritual del ser humano, lo cual, naturalmente, incluye nuestra propia situación.

Romanos 3:9-18 y 23.


No hay ni siquiera una persona que busque el bien. No hay justo ni tan solo uno. Es decir, no hay nadie con la
suficiente talla moral para poderse presentar y ser declaro como justo, carente de falta, por Dios. Todos nos
hemos pervertido. El apóstol termina su descripción con la rotunda afirmación que todos, absolutamente todos,
hemos pecado y como consecuencia estamos alejados de la presencia salvadora de Dios.

El siguiente pasaje Efesios 2:1-5.


Muertos espiritualmente a causa de nuestros delitos y pecados. Se indica que estamos, ni más ni menos que
bajo el control de Satanás. Vivimos siguiendo nuestros propios deseos y, con demasiada frecuencia, siguiendo
los impulsos de nuestra naturaleza pecadora. El apóstol dice que somos, con toda razón y justicia, merecedores
de la ira y del castigo de Dios. Sin esperanza y sin Dios.

El problema con demasiada frecuencia es que el ser humano no se ve a sí mismo como tan malo ni en
tan mala condición. Esto es debido de forma fundamental a tres razones:
– PRIMERO, NOS COMPARAMOS. Nuestra tendencia normal y natural es hacerlo con aquellos que harán
que la comparación sea beneficiosa para nosotros.
Uno de los jóvenes me comentó que había reprobado cinco cursos. Cuando le hice notar que aquellos
resultados eran francamente malos me respondió que no era para tanto: muchos de sus compañeros de clase
habían reprobado siete u ocho, por tanto, cinco no estaba tan mal. Este joven olvidó mencionar a todos los
alumnos que habían aprobado todas las materias o tan sólo habían reprobado una o dos.
Es lógico. Si yo me comparo con Adolfo Hitler probablemente merezco ser llevado a los altares a causa de mi
bondad. Pero, si me comparo con Teresa de Calcuta, una persona que ha consagrado toda su vida al servicio a
Dios y los pobres, tal vez la comparación no resultará excesivamente positiva o benigna para mí.

– SEGUNDO, las apariencias engañan.


Conocemos tan sólo algunas de las facetas de la vida de las personas. Podemos tener amigos que en la relación
que mantienen con nosotros sea maravillosos, sin embargo, si preguntáramos a su esposa y a sus hijos
tendríamos una visión diferente.

En otras ocasiones nos faltan las oportunidades adecuadas para poder pecar. Jesús afirmó que desear a una
mujer en nuestro corazón es lo mismo que adulterar con ella. Ahora bien, es más respetable porque nadie lo
ve. Hay personas que no roban no porque sean honestas, sino más bien por el miedo a las consecuencias. Hay
quien no mata por miedo a la policía. ¿Cuánta gente robaría, mataría, estafaría, adulteraría si se le pudiera
garantizar un total anonimato y absoluta impunidad? Mucha bondad es tan sólo maldad reprimida por el miedo
a las consecuencias.

(Romanos 2:2). Dios juzga el interior, el ser real, la intimidad, no únicamente las acciones o las apariencias
como a menudo es nuestro caso.

– TERCERO nosotros marcamos la normal de aceptabilidad moral. Imaginemos que hay que viajar desde
la costa atlántica de España hasta Brasil. Algunos atletas increíblemente preparados pueden nadar hasta 300
kilómetros. Algunos de nosotros tal vez pueden nadar 1 o 2 kilómetros. Para la mayoría de los casos una piscina
de 50 metros puede ser nuestro límite.
El mejor atleta sería 300 veces mejor que la mayoría de nosotros. Al compararnos con él es normal sentirnos
frustrados y desanimados. Ahora bien, pongamos las cosas en la perspectiva correcta. La distancia total a nadar
supera fácilmente los 5.000 kilómetros, tanto el mejor como el peor se quedan muy lejos de la meta deseada
¿no creen?

Lo mismo sucede con Dios. El mejor de nosotros y el peor de nosotros, ambos están muy lejos del ideal de
santidad de Dios. Porque precisamente es el Señor quien marca y decide cuál es la talla que se debe de dar
para aprobar y, naturalmente, como todos sabemos ninguno de nosotros la da.

Lo único que todos nosotros merecemos es la muerte. Lo que merecemos, lo que nos hemos buscado con
nuestro estilo de vida. Es imposible para nosotros dar la talla moral que Dios exige para declararnos justos
simplemente porque Él mismo es el modelo.

SU GRACIA

Es aquí precisamente donde entra en juego la gracia de Dios. Es increíble pero totalmente cierto. Aquel que
única y exclusivamente merecía la muerte, no sólo NO se le castiga sino que se le perdona, restaura y eleva
a la condición de hijo de Dios y heredero juntamente con Cristo ¿Alguien en su sano juicio puede entender
esto? ¿Tiene algún sentido común?

Todo esto es debido a que Dios ha decidido tratarnos con amor, aceptación, bondad y misericordia cuando lo
que merecíamos era totalmente lo contrario. Precisamente la gracia es eso, tratar a uno de forma totalmente
contraria a como se merece.

El propio Jesús afirmó que a quien mucho se le ha perdonado mucho ama. Esa fue la experiencia del apóstol
Pablo con la gracia. No en vano recibe el nombre del apóstol de la gracia. Él había sido un perseguidor de la
iglesia. Responsable de la muerte de creyentes. Él era muy consciente de no merecer en absoluto el amor y el
perdón de Dios, mucho menos el apostolado. Esta fue la experiencia del publicano que de rodillas y humillado
oraba delante de Dios y que, según Jesús, volvió a casa justificado.

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