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¿Pueden populismos opositores debilitar populismos gobernantes?

Caso Venezuela

Los partidos políticos son instrumentos fundamentales de la democracia. Cuando ellos se


descomponen, la democracia se enferma y la ciudadanía sufre.
La descomposición moral y la incompetencia de los partidos políticos mayoritarios en Costa
Rica son patentes. Por ello nuestra democracia está enferma

No cabe duda, el populismo como estrategia política vive uno de sus mejores momento a nivel
mundial. Ha atacado por igual a países ricos y pobres, a los más cultos y a los menos avanzados,
a democracias consolidadas y a las incipintes. Quizás porque sirve tanto para la izquierda como
para la derecha.

Con la excusa de tratar de llegar a un mayor número de personas y poder ganar elecciones, los
políticos, en general, han recurrido al facilismo, al oportunismo, banalizando el discurso,
exaltando líderes mesiánicos y salvadores, desechando casi por completo los principios éticos y
sacrificando la necesaria verdad. Y la oposición venezolana no ha sido la excepción

Los resultados de la encuesta Ratio-UCAB sobre percepción de las medidas


económicas caen como un latigazo de ásperas certezas. Junto al sorpresivo
aumento de los niveles de satisfacción respecto al gobierno (36,5%, su mejor
registro desde mayo-2015), hay allí avisos premiosos para un liderazgo
opositor que en el cotejo aparece muy debilitado. “Un porcentaje importante
de venezolanos sólo recibe, ve y oye la propaganda del gobierno. Nadie más
le está hablando. Hay un solo actor en escena. El gobierno está ganando la
batalla de la opinión pública”. La conclusión no podría ser más inquietante.
Frente a la de un adversario que debería estar pagando los platos rotos de
una debacle mantenida a punta de torpeza y cerrazón ideológica, la
narrativa de la oposición se ha borrado. Menudo giro: ahora el truhán se
adueña del patio, ensaya rumbosas maromas, capitaliza la escucha… ¿qué
clase de pecados alentaron tal desvío?

Claro que competir contra el aparato comunicacional del gobierno no es,


nunca ha sido una menudencia. Lestrigón hábil para adaptarse y crecer a
merced de la restricción, la propaganda oficial no pierde ocasión de alargar
sus brazos: así, en la medida en que la penuria hace más vulnerable a la
gente, el control social se recompone y expande. Sabemos cuán eficaz
puede ser una operación destinada a desfigurar la evidencia si se tiene la
posibilidad de invisibilizar a quien ofrece contraste, de suprimir su presencia,
de borrarlo real y simbólicamente del mapa. Pero también es cierto que tal
aspiración no es imbatible. Atajada por la arremetida de la verdad factual, su
vida se acorta. Más aún: al lidiar con un contradiscurso capaz de trascender
la denuncia y dibujar una alternativa nítida, dispuesta a retar la calamidad y
los arrestos de la mentira organizada, hasta la más blindada posverdad
tiende a desarmarse.

Todo indica que ese contradiscurso -uno que sin duda existió, marcando
picos memorables en momentos en los que la oposición logró remontar la
incertidumbre y neutralizar al extremismo; y articularse, inspirar, movilizar-
hoy luce anémico, prácticamente inexistente, según indica el estudio de
marras. La ausencia de contendores en la cancha ha dejado al mediocre
jugador marcando goles en solitario, libre para decidir si sigue o no las
reglas, si bailotea o se entrega a la gambeta de rigor, sabiendo que en tal
circunstancia incluso la fullería es innecesaria. El paisaje no puede ser más
gentil para el mandón. La autoinvalidación del oponente le ha regalado un
respiro.

Renunciar a la política y lo que ella implica en términos de movimiento,


pulsación, visibilidad, quizás alimenta esa percepción de que, junto con la
palabra, un agonista clave se ha esfumado. Penoso, en especial si
consideramos que la actividad política, como dice Jacques Rancière, “hace
ver lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar un discurso allí donde
sólo el ruido tenía lugar; hace escuchar como discurso lo que no era
escuchado más que como ruido”. En ese sentido conviene detenerse no sólo
en el abandono de plazas que, inevitablemente, serán ocupadas por otros
competidores; sino en la precariedad de otras narrativas que atiborradas de
“digna” negación sólo generan coartadas para la petrificación recurrente.

El despolitizador “NO” retumba en ellas, acorazado, reacio al ablandamiento.


En el caso de algunos que consistentemente rehúyen la dinámica de la polis,
el plan se reduce a demonizar toda iniciativa tendiente a la organización con
fines estratégicos: no al voto, no al diálogo, no a las alianzas. Seducidos por
la creencia de que el mero enunciado devendrá en milagrosa realización,
apelan a la frase hecha, al sofisma que no admite interpelación. La duda
persiste: ¿cuántos se están dando por aludidos? ¿A quién afecta ese
mensaje? ¿Interesa acá cultivar lazos entre un discurso y un ethos
mayoritario -para lo cual es vital reconocer a un interlocutor de carne y
hueso; construir esos colectivos de identificación- o sólo se asalta una
tribuna sin mayor afán que el de escucharse a sí mismo?

Lo cierto es que los efectos de la dislocación de los vínculos de


representación -esos basados en una comunicación que junta, redime, avista
la oportunidad en medio de la inopia- no se han hecho esperar. Algo que
desconcierta más cuando se comprueba que aún abatida por la frustración y
la desafección política, hay una población que no se entrega a la pulsión de
muerte, que sigue apostando a “que el país mejore”.

El diagnóstico de la relación entre líderes y sociedad da pistas para conjurar


la tensión que insiste en rebrotar. Estando la escucha tan comprometida por
el entorno, es justo prescindir del silencio y la gritería, y más bien recurrir a
una léxis que atada a la posibilidad tangible de acceder a espacios de poder,
prometa ser praxis. Con nuevas elecciones en puerta, el chance de ocupar el
cortijo abandonado se reinaugura. Preparémonos para hablar con verdad,
entonces: el eterno rifirrafe entre política y antipolítica no da tregua.

No cabe duda, el populismo como estrategia política vive uno de sus mejores momento a nivel
mundial. Ha atacado por igual a países ricos y pobres, a los más cultos y a los menos avanzados,
a democracias consolidadas y a las incipintes. Quizás porque sirve tanto para la izquierda como
para la derecha.

Con la excusa de tratar de llegar a un mayor número de personas y poder ganar elecciones, los
políticos, en general, han recurrido al facilismo, al oportunismo, banalizando el discurso,
exaltando líderes mesiánicos y salvadores, desechando casi por completo los principios éticos y
sacrificando la necesaria verdad. Y la oposición venezolana no ha sido la excepción

Cuando Chavez llegó al poder hace casi 20 años lo hizo ofreciendo que acabaría con la
corrupción, la desigualdad y la pobreza, prometiendo una democracia participativa y
protagónica; sin haber dicho nunca como lograría esa suerte de paraíso prometido. Hoy, la
oposición plantea igualmente alcanzar tal nivel de desarrollo, pero al igual que “la revolución”,
lo hace con un discurso irresponsable, consciente de la irrealizabilidad de sus ofertas, apelando a
la demagogia y evitando temas que deben ser discutidos.

Muy pocos hablan sin rodeos de producir riquezas, de libertad económica, de la no dependencia
del Estado, de transformaciones al sistema educativo, de trabajo duro y ahorro.

El populismo, como una plaga, se ha ido propagado entre los más relevantes dirigentes políticos
opositores, que sin pudor alguno, usan las mismas maniobras populistas, que critican al
chavismo en procura de ganarse la confianza de la gente mediante dádivas. Han tomado
elementos de su retórica y así sus planteamientos y acciones terminan replicando el sistema que
condujo al quiebre económico del país, pero con otra presentación. Sin entender que el problema
es el sistema y no quien lo aplica.

Los voceros de la unidad democrática, al igual que los del régimen, en su comunicación son
capaces de pasar del blanco al negro en muy poco tiempo, lo que en sí mismo no sería grave
porque podría ser señal de rectificación, sin embargo, la experiencia ha demostrado que se
contradicen solo porque han mentido y las circunstancias los obligan.

Las consecuencias de este accionar provocan que la ciudadanía califique igual todo lenguaje
político, asociándolo a ambigüedad, engaño y falta de claridades y en conclusión significa que no
existe una propuesta real de cambio para el país.

Existe una inmensa preocupación ante esta realidad política y frente al liderazgo opositor ya que
además de todos los problemas sociales y económicos que atraviesa Venezuela, debe sumársele
el del populismo en casi todos los dirigentes políticos, por lo que la ciudadanía se ha sumido en
una desesperanza que ha sido el principal motor del avasallante éxodo que ha afectado a todo el
continente latinoamericano.

El discurso opositor invita a un cambio orientado hacia un país con verdadera democracia,
libertad y prosperidad. Sin embargo la propuesta que presenta constituye la misma fantasía
basada en el facilismo, falsas soluciones mágicas, atajos efectistas- en apariencia poco
traumáticos- pero realmente imposibles de realizar.

¿Puede un populismo opositor debilitar al populismo gobernante? En países como Venezuela,


esta no parece ser la alternativa. El régimen cuenta con toda clase de recursos para desplazar a
quienes lo adversan, domina el poder judicial y mantiene un control férreo y absoluto de los
medios de comunicación social, es por ello que la solución de la crisis venezolana, en mi
opinión, pasa necesariamente por plantear un modelo distinto, entender que existe en el
colectivo un proceso emocional, que exige desechar el patrón fracasado aplicado hasta ahora,
identificando claramente las causas de los problemas y presentando soluciones distintas y
realizables. Es imprescindible demostrar diferencias desde lo económico hasta lo ético, dar la
batalla con ideas, honestidad y coraje.

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