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Las Pasiones de Eva:

Sexo en L.A
Kelly Irons

KINDLE EDITION

Copyright © 2010 Kelly Irons

kelly.irons@arkadel21.com

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La presente novela es una obra de ficción.
Los nombres, personajes, lugares y
sucesos en él descritos son producto de la
imaginación del autor. Cualquier
semejanza con la realidad es pura
coincidencia.

No está permitida la reproducción total o


parcial de este libro, ni su tratamiento
informático, ni la transmisión de ninguna
forma o por cualquier medio, ya sea
electrónico, mecánico, por fotocopia, por
registro u otros métodos, sin el permiso
previo y por escrito del autor.

Edición y corrección
Nieves García Bautista
CAPÍTULO 1

Eva abrió la ventanilla buscando


desesperadamente un soplo de aire fresco.
La joven no había tenido más remedio que
quitarse la chaqueta de lana quedándose
solamente con una fina camiseta. El
hombre que conducía a su lado la miraba
de reojo cada vez con más frecuencia, sin
poder disimular el deseo en su rostro
empapado.
Hacía mucho calor y el sudor cubría
el cuerpo de la joven, humedeciendo el
algodón de su camisa. Eva se ruborizó al
comprobar que sus pezones se
transparentaban a través de la prenda.
El camionero le miró
descaradamente los pechos y se pasó la
lengua por la comisura de los labios. Eva
bajó la cabeza, avergonzada, y cruzó los
brazos tratando de protegerse de aquella
mirada que casi podía sentir sobre su piel.
―Tienes un acento muy raro. ¿De
dónde eres? ―dijo el hombre.
―Soy española, pero mis padres
eran americanos ―explicó―. Nací en
Madrid y he vivido toda mi vida en
España.
―¡Ah! Siempre he querido ir a
Suramérica. Me encanta Brasil, sus
playas, la samba, y sobre todo sus chicas
―dijo el camionero guiñándole el ojo.
Eva prefirió no sacar al hombre de
su error. No quería entablar una
conversación continuada con él, aunque
eso iba a resultar bastante complicado.
Llevaban doscientos kilómetros
recorridos por las carreteras polvorientas
de California y aún tenían por delante
otros tantos.
―¿No eres un poco joven para
viajar sola haciendo autoestop por el
país? Hay mucha gente peligrosa suelta
por ahí fuera ―insistió el camionero.
―Tengo veinte años ―contestó Eva
tratando de mostrar una seguridad que no
sentía―. Y no es la primera vez que hago
autoestop ―mintió.
La joven miró el billete de avión y se
mordió los labios con rabia. Había
perdido el vuelo a Los Ángeles por solo
media hora, pero no tenía dinero para
comprar otro pasaje. Los más de dos mil
dólares que tenía ahorrados estaban
destinados a algo mucho más importante
que coger un avión o un autobús de largo
recorrido. Podría haberle pedido dinero
prestado a su tío Jerry, pero apenas
habían hablado dos veces por teléfono en
toda su vida y no quería presentarse así
ante su nueva familia. En vez de eso,
había llamado a su tío y le había contado
que el avión había sufrido un problema
técnico y que no saldría hasta mañana.
Ahora, sentada junto a aquel hombre en la
cabina de un camión de mercancías, no
parecía tan buena decisión.
―¿Y a qué te dedicas? ―dijo el
camionero quitándose el sudor de la
frente―. Déjame adivinar, una chica tan
guapa como tú seguro que será modelo.
«Eso se lo dirás a las pocas chicas
que se atrevan a subirse a esta pocilga con
ruedas», pensó Eva mientras se miraba en
el retrovisor. Aunque distase mucho de
ser una modelo, estaba contenta con la
imagen que le devolvió el espejo. Tenía
una media melena oscura que caía algo
revuelta sobre su rostro mediterráneo, y
su piel clara tenía tendencia a tostarse a
poco que la rozase el sol. Los ojos verdes
estaban salpicados de reflejos dorados
que le conferían un ligero aspecto salvaje.
La nariz, pequeña y recta, se levantaba
sobre unos labios gruesos en forma de
fresa, como si estuviese haciendo un
mohín perpetuo. No era muy delgada, y si
no vigilaba su alimentación, tenía
tendencia a coger peso con facilidad.
―Aún no tengo trabajo ―contestó
esquivando la mirada penetrante del
camionero―. Estudiaba Psicología en
España y supongo que ahora seguiré con
mis estudios en Los Ángeles ―añadió sin
mucha convicción.
En realidad Eva no sabía qué iba a
ser de su vida. Su madre, la única
heredera de una gran fortuna, había muerto
cuando ella era solo una niña. Al cumplir
los quince años, su padre la internó en un
colegio religioso donde acabó sus
estudios de Bachillerato y comenzó la
carrera de Psicología. Pero su padre
murió hacía unos meses y ella había
tenido que mudarse obligada a Estados
Unidos, a casa de un tío lejano al que ni
siquiera conocía. La situación era de todo
menos buena, pero se consideraba una
chica fuerte y estaba convencida de que
saldría adelante. Aunque por ahora las
cosas no estaban yendo como había
previsto. Allí estaba, atrapada en la
cabina de aquel maloliente camión
sentada junto a un rudo camionero.
―Estás muy callada. Creía que las
chicas del Sur erais más alegres y
pasabais el tiempo cantando y moviendo
las caderas ―dijo el camionero haciendo
un mal chiste.
―No he tenido un buen día
―respondió Eva.
―Voy a poner un poco de buena
música para que te animes.
El hombre alargó el brazo y lo pasó
por encima de las piernas de Eva
rozándole los muslos deliberadamente. El
camionero cogió un DVD del
compartimento situado en la puerta del
copiloto y lo insertó en el lector. Una
canción de música country comenzó a
sonar en la cabina. El country no estaba
precisamente entre sus preferencias.
―¡Esto sí que es música! Animaría a
un muerto, ¿eh?
Eva no contestó. Se sentía muy
molesta, tanto por el atrevimiento del
camionero como por su propia falta de
autocontrol. Desde que había abandonado
el internado en el que llevaba encerrada
los últimos cuatro años, se sentía como
una bomba de hormonas a punto de
estallar.
El aroma varonil que despedía el
hombre no hacía otra cosa que empeorar
la situación. El camionero debía de tener
unos treinta años. No era guapo, pero sí
atractivo. Tenía el cabello rubio y la tez
morena de alguien acostumbrado a
trabajar al aire libre. Su torso se marcaba
bajo la ajustada camiseta y tenía los
brazos atléticos. Pero lo que más le
llamaba la atención era su mirada azul e
intensa. Aquellos ojos la recorrían de
arriba abajo con lujuria, parándose con
descaro en sus senos y en la parte de los
muslos que no quedaban ocultos por su
falda.
Eva se sorprendió al notarse húmeda
ahí abajo.
«Por favor, contrólate. Pareces una
quinceañera».
La joven abrió una botella de agua
con manos temblorosas y tomó un sorbo,
pero su nerviosismo la traicionó y
derramó el agua sobre la falda.
―¡Oh, vaya! Te has empapado...
―dijo el camionero alegremente―.
Pararé para que puedas cambiarte.
―¡Oh! No se preocupe, no ha sido
nada.
―Insisto, necesitas cambiarte. Y por
favor…, llámame Marc ―dijo el hombre
acariciando la mejilla de la joven.
Eva sintió el roce de aquella mano
fuerte y una oleada de calor la recorrió de
arriba abajo provocándole un tremendo
sofoco. Debería haber cortado de raíz la
actitud del camionero, pero en realidad le
hubiese gustado coger uno de esos dedos
largos y duros y rozarlo suavemente con
sus labios para después introducirlo poco
a poco en su boca húmeda.
«Uf, este calor me está haciendo
perder la razón», pensó.
El camión se desvió de la carretera
principal y avanzó por un camino
secundario hasta alcanzar una pequeña
arboleda. No había nadie en el lugar y la
sombra de los manzanos constituyó una
notable mejora respecto a la cabina del
camión.
Eva cogió su mochila y sacó unos
pantalones vaqueros cortados por encima
de las rodillas. Los había cortado
demasiado y había estado a punto de
tirarlos a la basura, pero en aquella
situación le serían muy útiles. Hacía un
calor infernal. La joven se ocultó detrás
de unos arbustos, se quitó la falda y
comenzó a ponerse los shorts vaqueros.
No había acabado de ajustárselos cuando
una mano se posó repentinamente en su
hombro. Eva se dio la vuelta sobresaltada
y se encontró de frente con el camionero.
Se había quitado la camiseta, dejando al
descubierto su pecho musculoso y
ligeramente cubierto de vello rubio.
―Tardabas mucho, así que decidí
venir a ver si te había ocurrido algo.
Eva no sabía cómo reaccionar. Tenía
los shorts a medio subir, dejando al
descubierto sus braguitas rosas.
―¿Quieres que te ayude? ―preguntó
Marc con una sonrisa.
―Eh…, no hace falta…
El hombre no le hizo caso y se
acercó a ella apartándole las manos con
firmeza. Eva sabía que debía hacer algo,
decirle que se marchara, quizá gritar o
simplemente salir corriendo, pero no era
capaz. Su corazón latía desbocado y una
oleada de pánico mezclada con deseo se
apoderó de ella. El camionero jugueteó
unos instantes con el cinturón de Eva y
después le bajó los vaqueros ligeramente,
dejando aún más visibles sus braguitas.
―Yo no…
―Tranquila ―dijo el hombre
poniéndole un dedo en los labios―. Sé
que lo estás deseando.
El camionero le bajó poco a poco
los pantalones hasta que cayeron sobre
sus tobillos. Después, sin dejar de
sonreír, comenzó a acariciarle el
estómago a pocos centímetros de su sexo.
Eva suspiró y se mordió el labio.
Sabía que lo que estaba pasando no estaba
bien. Hacía tres meses que su novio
Daniel se había tenido que marchar, pero
se habían prometido que se encontrarían
lo antes posible. No es que hubiese tenido
mucho sexo con Daniel, pero nunca se
había sentido tan excitada con él como en
aquel momento. Las manos del hombre se
movían con seguridad sobre sus braguitas,
describiendo círculos cada vez más
cerrados sobre su entrepierna. Eva gimió
involuntariamente.
El camionero lo tomó como una
invitación y la cogió del pelo, dejando al
descubierto su cuello. Los labios del
hombre recorrieron su piel provocándole
una ráfaga de deseo incontrolado. Cada
vez estaba más húmeda, tanto que las
manos del hombre comenzaban a estar
mojadas al contacto con la tela de sus
braguitas. De improviso, el camionero le
rasgó las bragas de un tirón dejándola
desnuda de cintura para abajo.
―Me gustan así, salvajes ―dijo el
hombre al contemplar el vello íntimo,
oscuro y rizado. No tenía demasiado, pero
no lo llevaba rasurado como era la moda
entre las chicas de su edad.
El hombre le separó las piernas con
firmeza mientras Eva le miraba como
hipnotizada. Sus manos se movieron allí
abajo y de repente uno de los dedos del
hombre la penetró haciéndola gemir de
placer.
Al momento, otro dedo le siguió,
jugueteando primero sobre su vulva para
después introducirse dentro de ella con
intensidad. El hombre movía la mano
rítmicamente, sabiendo dónde pulsar a
cada instante, mientras Eva jadeaba cada
vez con más fuerza. Llevaba más de tres
meses sin hacer el amor con su novio y
aquella penetración le estaba resultando
mucho más excitante que cualquiera de las
que había experimentado con Daniel. Eso
la hacía sentirse sucia, aquello no estaba
bien, pero no era capaz de controlarse.
―Te está gustando, ¿eh? ―dijo el
hombre con cara de satisfacción.
―No… sí ―respondió Eva
aturdida.
―Pues esto no ha hecho nada más
que empezar.
El camionero tiró la gorra al suelo y
la puso mirando contra un árbol. El
hombre se bajó los pantalones hasta las
rodillas y se acercó a ella. Eva sintió algo
duro golpeándole la pierna, junto a su
cadera. Al girarse, contempló asombrada
uno de los penes más grandes que había
visto en su vida. No era demasiado largo
pero sí muy grueso, y se curvaba
ligeramente hacia arriba, como si fuese un
sable. La piel estaba completamente
echada hacia atrás, mostrando un prepucio
rosado y lustroso.
―Agárrate fuerte, pequeña, que
vienen curvas.
El hombre se acercó más a ella y
Eva sintió el duro glande buscando la
entrada de su cuerpo. Estaba muy excitada
pero a la vez se sentía asustada, y aquella
extraña mezcla le proporcionaba un
placer como no había experimentado
antes. Un gemido de gozo se escapó de
sus labios entreabiertos, como anticipo de
una penetración que parecía iba a ser
salvaje.
En ese momento sonó una sirena en
las inmediaciones y una voz proveniente
de un megáfono retumbó en la arboleda.
―Les habla la policía de Patterson.
¿Hay alguien ahí?
―¡Mierda! ―dijo el camionero a su
espalda―. Rápido, vístete.
Asustada, Eva se subió los
pantalones a toda prisa, solo unos
segundos antes de que un policía
uniformado apareciese detrás de un árbol.
―Buenos días, señores. ¿Es suyo
ese camión? ―dijo el policía seriamente.
―Sí, es mío, agente.
El policía les miró con desconfianza
y señaló hacia Eva.
―¿Viajaban ustedes juntos?
―Sí, agente, somos buenos amigos
―dijo el camionero anticipándose.
―Le he preguntado a ella.
―Eh… Sí... bueno, estoy haciendo
autoestop hasta Los Ángeles ―respondió
Eva.
―Ya.
El agente se acercó unos pasos hacia
ellos y recogió algo del suelo. Eran los
restos de las bragas rosas.
―¿Este hombre le ha forzado a hacer
algo que usted no quisiera, señorita?
Eva escondió el rostro, avergonzada,
y negó con la cabeza.
―¿Está usted segura?
―Sí, no ha pasado nada ―dijo con
la voz temblorosa por la vergüenza y la
culpa.
―Claro, agente, aquí no ha pasado
nada ―insistió el camionero.
El policía miró con desprecio al
hombre y avanzó unos pasos hacia él.
―Documentación.
El camionero subió a la cabina,
recogió unos papeles de la guantera y se
los entregó al policía.
―Todo está en orden ―dijo el
agente tras estudiar los permisos
minuciosamente―. Pero este no es un
buen lugar para parar el camión. Será
mejor que siga inmediatamente su camino.
―Claro, agente, ya nos íbamos.
―Espere, señorita… ―dijo el
policía―. Yo también me dirijo a Los
Ángeles. Le puedo acercar en el coche
patrulla si lo desea. Llegaremos más
rápido y estará usted segura.
Eva se sintió aliviada. Después de lo
que había pasado, subir de nuevo al
camión le habría resultado muy
embarazoso. Hacía un instante se había
dejado llevar por una pasión irrefrenable
que le había hecho perder el control. No
tenía que haber llegado tan lejos, había
sido una locura.
―Iré con usted, agente ―dijo Eva
tras decidirse.
La joven recogió su mochila y evitó
la mirada cargada de reproche del
camionero. Al fin y al cabo, el hombre no
había hecho nada que ella no le dejase
hacer y eso la hacía sentirse culpable.
Pero no quería volver a sentarse junto a él
en el camión. Dejó la mochila en el
asiento de atrás del coche patrulla y el
policía le abrió la puerta del copiloto.
―Muchas gracias, agente.
―De nada, señorita.
Al entrar en el coche, la joven se vio
reflejada en las gafas de espejo del
policía. Tenía una imagen lamentable, con
las mejillas coloradas, la frente bañada de
sudor y la camiseta descolocada. Además
no llevaba bragas, pero eso tendría que
esperar. Por un instante, pudo ver los ojos
del policía tras las gafas de espejo;
parecían sonreír irónicamente.
Eva se fijó en cómo el hombre
apretaba con fuerza la mano derecha
dentro del bolsillo de su pantalón.
Entonces pudo ver un pedazo de tela rosa,
casi oculto entre los dedos del agente. Se
trataba de sus braguitas rasgadas. Eva
miró de reojo al policía. Era bastante
guapo, aunque tenía una cicatriz de varios
centímetros en la mejilla, cerca de la
boca. Una pistola colgaba del cinturón del
hombre, a pocos centímetros de su cadera.
Siguiendo un impulso súbito, Eva estiró la
mano para acariciar el revólver. Un
instante antes de tocarlo, desistió. Como
no se controlase, aquel iba a ser un viaje
mucho más largo y duro de lo que en
principio había previsto.
El coche patrulla arrancó, dejando
atrás a un camionero frustrado y caliente,
incapaz de pensar en otra cosa más que en
la mala suerte que había tenido… y en
parar en el club de carretera más cercano.
―Maldita zorra ―gruñó entre
dientes el camionero.
CAPÍTULO 2

Después del episodio con el


camionero, Eva había tenido tiempo para
meditar. El agente Martin Walcox era un
hombre tranquilo y agradable que le había
dejado su espacio, sin agobiarla con
demasiadas preguntas ni presiones.
Eva aferró con fuerza una carta
manuscrita y la leyó de nuevo. Desde que
la recibió, hacía tres meses, la leía al
menos una vez todos los días, y cuando se
sentía débil o falta de fuerzas se refugiaba
en ella. Era lo único de valor que le
quedaba de su pasado.
La joven observó los campos verdes
que se abrían ante sus ojos y suspiró. Le
recordaban enormemente a su Madrid
natal y el aroma de las flores la transportó
allí como por arte de magia. Desde que
entró en el internado, hacía cinco años,
solo vio a su padre en dos ocasiones. Era
un hombre de negocios alto y atractivo,
pero al final se convirtió en poco más que
una sombra de lo que un día fue. La
muerte de su madre no le había causado a
su padre un gran trastorno, en realidad
había sido un alivio para él, sobre todo
financiero. El hombre había heredado la
fortuna de su esposa, pero le había
bastado unos pocos años para perderlo
todo.
Uno de sus socios, un americano al
que Eva no había visto nunca, le había
embarcado en un negocio supuestamente
millonario que había resultado ser una
estafa. Su padre lo había perdido todo,
incluida la importante fortuna que le
habría correspondido a ella al cumplir la
mayoría de edad.
Pero lo que más le dolió a Eva fue el
abandono de su padre. Al principio había
tratado de justificarle; era un hombre de
negocios muy ocupado, sin apenas tiempo
para dedicarle a su hija. Pero después,
cuando lo perdió todo, ni siquiera fue a
visitarla ni pasó más tiempo con ella.
Simplemente desapareció y nunca más lo
volvió a ver.
Mientras, un benefactor desconocido
seguía pagando la carísima factura del
internado de Eva. Y entonces llegó la
noticia. Hacía dos semanas el director del
internado la llamó a su despacho y le
comunicó el aciago suceso. Habían
encontrado a su padre muerto, tirado entre
unos cartones bajo un puente. Llevaba
varias semanas mendigando por la zona
hasta que una noche de luna llena su
corazón dejó de latir. Su padre no llevaba
ninguna posesión personal, ni siquiera una
cartera, pero entre sus manos aferraba con
fuerza una foto de Eva y una carta dirigida
a su hija, aquella misma carta que sostenía
ahora entre sus manos temblorosas.
Después del entierro, al que solo
asistieron el cura y ella misma, recibió
una llamada de Estados Unidos. Su tío
segundo, un acaudalado hombre de
negocios, le ofreció que se mudase a vivir
con su familia a Los Ángeles. Al principio
Eva se había negado, lo que pareció
aliviar a su desconocido y remoto
pariente, pero cuando leyeron el
testamento de su padre, la joven cambió
de idea. Él quería que ella fuese a vivir a
Estados Unidos con su tío Jerry, así que
Eva hizo la maleta, se despidió de sus
amigos y abandonó Madrid.
Su tío Jerry no encajó demasiado
bien la noticia de su llegada.
―Entonces, ¿al final vienes? ¿Estás
segura esta vez o cambiarás de opinión en
el último momento? ―le había dicho por
teléfono con voz grave.
―Estoy… segura.
Su tío suspiró al otro lado de la
línea.
―Eso espero. Mi secretaria te hará
llegar los documentos que necesitas y los
billetes de avión. Buen viaje.
Después colgó de golpe, sin darle a
Eva la oportunidad de agradecérselo o
pedirle disculpas por su comportamiento
errático. Eva dejó el teléfono y se echó a
llorar. Ni siquiera tenía cerca a Daniel
para poder consolarse. Su novio se había
marchado de Madrid hacía unos días y no
sabía cuándo volvería a verle.
Pero tenía que ser fuerte. Debía dejar
atrás su pasado y enfrentarse con valentía
a su nuevo futuro en Estados Unidos. Así
que borró todos aquellos recuerdos y se
centró en lo que tenía por delante: Martin
Walcox, policía de Los Ángeles.
El viaje se le había hecho mucho más
corto y agradable de lo que había
previsto. En realidad, Eva se sentía un
poco desilusionada, pensaba que el
policía iba a mostrar más interés por ella,
pero este se había limitado a charlar
amistosamente sobre asuntos banales.
Martin le había preguntado
cortésmente por su vida y estancia en
España, y también por el motivo de su
viaje a Estados Unidos, pero poco más.
Ella tampoco había sacado demasiado en
claro. El joven y apuesto policía no
llevaba anillo de casado, pero el tímido
intento que hizo Eva por indagar en su
vida íntima resultó poco alentador. Ni
siquiera sabía si tenía novia. Además,
Eva se sentía mal por su excesivo interés
en aquel desconocido. No podía olvidar
que tenía un novio al que quería y con el
que esperaba reencontrarse pronto. Daniel
tenía un asunto muy importante entre
manos que podía hacer que sus vidas
cambiasen radicalmente, eso sí, a costa de
afrontar un gran peligro.
Ese pensamiento le hizo sentirse
realmente fatal: él, jugándose su futuro
por los dos, y ella, preocupada por
gustarle a un policía recién conocido.
Pero el incidente con el camionero había
despertado en ella un instinto que había
estado largo tiempo aletargado y que le
estaba costando controlar.
―Hemos llegado ―dijo al fin el
policía―. ¿Seguro que no quieres que te
acerque hasta la casa de tu tío? Aún tengo
algo de tiempo.
Habían aparcado junto a un centro
comercial en Santa Clarita, una pequeña
ciudad situada al norte de Los Ángeles.
Sus tíos vivían allí, en un gran chalé en la
zona más opulenta del pueblo.
―No hace falta, Martin, has sido
muy amable. Además, quiero hacer unas
compras antes de ir a casa de mis tíos.
―De acuerdo. Ha sido un placer
conocerte. Toma, si alguna vez me
necesitas o te metes en un lío, llámame
―dijo el policía tendiéndole una tarjeta
con su número de teléfono―. Y ten
cuidado con los ricos, no suelen ser lo
que aparentan.
Sus dedos se rozaron un instante y
Eva volvió a sentir una ligera punzada de
deseo. Era una sensación tibia, no tan
intensa como la que había sentido con el
camionero, pero igual de nueva para ella.
―Muchas gracias, Martin, no sé
cómo agradecértelo.
―Ya me invitarás a unas cervezas
cuando te hayas establecido. Los Ángeles
están a pocos kilómetros de aquí, así que
puedes pasarte cuando quieras.
―Lo haré ―dijo Eva demasiado
rápido.
El policía se metió en el coche y
abandonó el lugar saludándola con la
mano al pasar. Eva le correspondió
dedicándole una de sus mejores sonrisas.
Después se echó la mochila al hombro y
entró en el centro comercial. Necesitaba
comprar algo de suma importancia para
ella. Además, había olvidado su neceser
en el baño del aeropuerto, y cuando
volvió a por él, este había desaparecido.
Compró pasta y un cepillo de
dientes, una caja de tampones, crema
hidratante, champú y un cepillo para el
pelo. Después paseó por el centro
comercial hasta encontrar la tienda que
buscaba. Entró decidida y le entregó un
papel anotado al dependiente, un chico
joven con aspecto de freak informático.
―Vaya, no sé si tendremos un
material tan sofisticado. ¿Para qué lo
quieres? ―le preguntó el dependiente
mirándola con interés.
―Tengo que hacer un trabajo para la
universidad ―se limitó a decir Eva.
El dependiente la miró incrédulo
unos segundos y después consultó algo en
el ordenador.
―Has tenido suerte, tenemos uno en
el almacén.
―Me lo llevo ―replicó Eva al
instante.
―Aún no te he dicho el precio.
Estos dispositivos son muy caros.
―Son dos mil dólares, ¿verdad?
―dijo Eva con seguridad.
―Exacto ―contestó el dependiente
tras observarla unos segundos con
respeto.
Eva abrió su bolso y extrajo el
monedero. Sacó un fajo de billetes y
comenzó a contar. Tenía dos mil
veintisiete dólares.
―Aquí tiene ―dijo con la voz
quebrada dejando el dinero sobre el
mostrador.
Nunca hubiese imaginado que
invertiría sus últimos dólares de aquella
forma, pero no le quedaba otra salida.
Ahora solo le quedaban veintisiete
dólares y cincuenta centavos. No tenía
dinero en el banco, ni ningún ingreso para
poder mantenerse. A partir de aquel
instante, iba a depender única y
exclusivamente de su tío Jerry. No le
gustaba nada estar en manos de un
desconocido, pero no tenía otra
alternativa.
Al salir de la tienda compró una
coca cola y se sentó en un banco del
centro comercial. Introdujo la dirección
de su tío en el Google Maps de su Iphone
y comprobó que se encontraba a algo más
de dos kilómetros de distancia. Estaba
demasiado lejos para llegar andando,
pero había una ruta de autobús que la
dejaba a unos trescientos metros de la
casa de su tío. Tenía pensado contarle que
había cogido un vuelo antes de lo previsto
y que después había tomado un taxi en el
aeropuerto. Probablemente su tío se
enfadaría, pero en cualquier caso sería
mejor que relatarle su viaje en autoestop,
con el episodio del camionero incluido.
Eva fue a la parada más cercana y se
dispuso a esperar el autobús. No había
nadie más bajo la marquesina. Hacía un
calor asfixiante y, a pesar de estar a la
sombra, a los pocos minutos ya estaba
empapada de sudor. Estaba acostumbrada
al calor de Madrid, pero allí no había
aquella humedad tan opresiva.
Eva sacó su teléfono móvil y abrió la
lista de contactos. Solo tenía un contacto
en toda la lista, indicado con una única
letra, una D mayúscula. Eva rozó la
pantalla táctil y estuvo a punto de pulsar
sobre la D, pero fue fuerte y retiró el dedo
a tiempo. Había prometido que no
llamaría a ese número salvo que fuese una
situación de extrema urgencia. Y aunque
se sentía triste y sola, aquella no era una
situación de vida o muerte.
Al fin la silueta plateada del autobús
se dibujó a lo lejos. Una limusina con los
cristales tintados pasó por delante de la
parada. Un chófer de raza negra con
aspecto de gigante iba embutido en el
asiento del conductor. De repente, el
coche se paró en seco y dio marcha atrás
hasta quedar frente a ella.
El cristal tintado del asiento de atrás
se abrió lentamente. Un hombre de unos
cuarenta y cinco años, con el pelo negro y
ondulado, veteado por algunas canas
plateadas, la contempló fijamente. El
hombre se parapetaba tras unas gafas de
sol, llevaba una corbata azul sobre la
camisa blanca y un reloj de aspecto muy
caro en la muñeca. El rastro de unas
ligeras arrugas se dibujaba entre el ceño y
la frente. Era el rostro de un hombre de
negocios maduro y muy atractivo.
―¿Eva? ―preguntó el hombre con
voz profunda.
La joven se quedó de piedra. Con las
gafas de sol y el bronceado tan acusado
no le había reconocido, pero aquella voz
autoritaria era inconfundible. Se trataba
de su tío Jerry.
Eva se quedó paralizada. El autobús
paró detrás del coche y pitó al ver que la
chica no se montaba.
―Eva, sube al coche ―le ordenó su
tío.
La joven permaneció inmóvil sin
reaccionar. Su tío dio una orden y el
gigante vestido de chófer salió del coche,
cogió la mochila de Eva y la guardó en el
maletero. Después abrió la puerta del
coche y la invitó a entrar.
Eva se sentó junto a su tío y miró al
frente, incapaz de encarar a su dura
mirada.
―Tenía entendido que venías en el
avión de esta noche.
―Buenas tardes..., tío Jerry
―respondió titubeante
No sabía cómo llamarle. Las pocas
veces que habían hablado por teléfono, la
frialdad de aquel hombre la habían
impulsado a llamarle señor. Nada de tío
Jerry, ni siquiera Jerry.
―¿Y bien? ―insistió Jerry.
―Hubo un cambio de última hora y
anticiparon la salida de mi avión. Me
cambiaron el billete por otro ―mintió.
Su tío se quitó las gafas de sol y la
estudió largo rato. Tenía los ojos de un
azul tan profundo que parecían poder
traspasar cualquier barrera que ella
levantase para colarse en su cerebro.
―¿Cuál era tu número de vuelo?
―Eh… no lo recuerdo.
―¿Y el billete?
Eva se quedó en blanco. Después
rebuscó en sus bolsillos unos segundos,
fingiendo que lo estaba buscando.
―Creo que lo tiré a la papelera.
―¿Con qué compañía viajabas?
―Eh… Continental.
El tío Jerry marcó un número de
teléfono en su móvil.
―Pamela, comprueba todos los
vuelos de hoy de la compañía Continental
desde Las Vegas a Los Ángeles. Investiga
retrasos, cambios de horario o
incidencias… ¡Ah! Chequea también el
vuelo de mi sobrina Eva y entérate de si
ha habido algún problema con él. Y hazlo
rápido ―ordenó.
Pamela era la secretaria de su tío.
Eva había hablado con ella para arreglar
los detalles del viaje y le había parecido
una persona bastante amable, sobre todo
en comparación con su desagradable tío.
Al escuchar cómo la trataba su tío, su
simpatía por ella aumentó. Pero ese
cariño le duró poco, tenía cosas más
inmediatas de las que preocuparse.
―¿Tienes algo que contarme?
―preguntó su tío mirándola fijamente.
Eva negó con la cabeza. No estaba
dispuesta a darle esa satisfacción, al
menos que lo averiguase por sus propios
medios. De las escasas conversaciones
telefónicas que había mantenido con su tío
Jerry se habían desprendido dos cosas. La
primera era que a su tío no le hacía
ninguna gracia que ella fuese a vivir a su
casa. La otra era que ella le había odiado
desde que escuchó su voz por primera
vez. Y ahora que le tenía delante, ese
sentimiento se incrementó
exponencialmente.
Su tío la escrutó atentamente y una
fría sonrisa se dibujó en sus labios.
Parecía como si supiese lo que Eva estaba
pensando. Entonces Jerry golpeó el cristal
que les separaba del conductor con una
mano enguantada y el coche se puso en
marcha.
Hasta ese momento Eva no se había
dado cuenta, pero la mano izquierda de su
tío estaba cubierta por un guante de seda
negro. Los dedos ocultos por la tela
parecían más rígidos de lo normal y el
sonido del cristal al chocar con el puño
enguantado fue demasiado estridente.
Avanzaron por una red de calles bien
asfaltadas, bordeadas de casas bajas con
amplias y cuidadas parcelas. El camino
subía suavemente por una colina y, a
medida que ascendían, los jardines eran
más grandes y las casas más opulentas. Su
tío vivía en la mansión situada en la cima
de la colina.
Jerry estaba absorto en la lectura de
unos informes financieros y no volvió a
prestar atención a su sobrina en todo el
trayecto. Ni siquiera le preguntó por el
viaje ni cómo se sentía al haber dejado en
España todo lo que ella amaba.
El sonido de un mensaje de móvil se
oyó en el habitáculo y su tío Jerry sacó el
dispositivo de su bolsillo. La sonrisa con
la que celebró la lectura del mensaje no
presagiaba bueno.
―Verás, Eva ―dijo mirándola
fríamente ―. Aquí tenemos algunas
normas muy estrictas.
Su tío volvió a golpear el cristal que
les separaba del conductor y el coche
frenó. A otro golpe de su tío, una
mampara opaca subió hasta el techo del
vehículo dejándoles aislados del chófer.
―Y si no se cumplen esas normas,
aplicamos castigos muy severos.
―No sé a qué te estás refiriendo.
―Lo sabes perfectamente, Eva. No
ha habido ningún problema con tu vuelo.
No has cogido ningún avión desde Las
Vegas y sin embargo estás aquí.
―Yo… Verás, tío Jerry, tuve un
problema con…
―¡Basta! No toleraré más mentiras.
Después me contarás cómo has llegado
hasta aquí. Pero ahora… debes ser
castigada.
―Pero no he hecho nada.
Su tío la agarró de los brazos
cogiéndola desprevenida y la atrajo hacia
sí. Eva no pudo reaccionar y se vio
arrastrada por dos garras de hierro. Jerry
la sujetó fuertemente y la colocó doblada
sobre sus rodillas, con las nalgas en
pompa. La última vez que Eva se había
encontrado en aquella incómoda postura
fue diez años atrás, cuando su padre la
sorprendió abriendo su cartera. Enojado,
su padre la subió sobre sus rodillas y le
propinó unos dolorosos azotes.
―¡Suéltame! ―gritó Eva mientras
forcejeaba inútilmente.
―El de hoy no será un castigo
grande ―continuó su tío―, pero por cada
nueva mentira, la pena aumentará. Te
conviene no olvidarlo. Vas a vivir en mi
casa y tenemos unas reglas. ¿Está claro?
―¡Déjame! ―suplicó Eva. Pero su
tío aumentó la presión sobre sus muñecas
haciéndole daño.
―¿Has entendido, pequeña zorra?
―Sí ―dijo Eva rindiéndose.
―Así me gusta.
Su tío aflojó la presión y la sujetó
únicamente con una mano. La otra mano la
usó para bajarle ligeramente los
pantalones cortos.
―¿Pero qué es esto? ¿No lleváis
bragas en Europa? ―dijo su tío,
sorprendido.
Eva se mordió los labios,
avergonzada. Había perdido las braguitas
y no había tenido ocasión de reponerlas
por otras. La joven se armó de valor y
contestó desde aquella posición.
―Oiga, no sé lo que se ha creído
pero a mí no…
―¡Silencio! ―la cortó―. No
estamos en tu casa, sino en la mía. Estás
bajo mi tutela y seguirás mis normas o
sufrirás las consecuencias, tenlo muy
claro.
Su tío alzó la mano enguantada y la
bajó sobre las nalgas de Eva. El contacto
fue duro, cómo si le hubieran golpeado
con un objeto metálico. Eva gritó al
recibir el golpe.
―¡Me haces daño!
―Tienes que aprender la lección
―dijo su tío. Su tono de voz había
cambiado ligeramente, y aunque Eva no le
podía ver el rostro desde su posición supo
que lo tenía crispado de excitación.
Su tío le dio tres azotes en total, cada
uno ligeramente más fuerte que el anterior.
Eva no lo reconoció hasta mucho más
tarde, pero por un segundo, aquel castigo
le había hecho evocar el momento vivido
con el camionero, en el que algo salvaje
se despertó en su interior. Pero esta vez,
la rabia que sintió abortó de golpe la
naciente excitación que comenzaba a
sentir. Cuando hubo acabado, su tío le
soltó las muñecas. Eva se volvió y le miró
fijamente, con el rostro tan enrojecido
como sus nalgas.
Un brillo extraño refulgió unos
instantes en los ojos azules de su tío,
como si el anticipo de la batalla fuera un
gran motivo de excitación.
―Creo que por hoy has tenido
bastante, ¿no estás de acuerdo? ―dijo su
tío sonriendo.
Eva acabó por desviar la mirada y
bajó la vista.
―Así me gusta, veo que nos vamos a
entender.
Su tío golpeó de nuevo el cristal y la
mampara descendió poco a poco hasta
desaparecer. Eva vio la cara del chófer a
través del retrovisor. Estaba sonriendo.
El coche arrancó y al poco tiempo
alcanzaron una parcela rodeada de altas
verjas. La puerta se abrió y se internaron
en un jardín inmenso presidido por una
elegante mansión de estilo victoriano.
Aquella era la casa de su odiado tío Jerry.
―Bienvenida a mi hogar. Seguro que
disfrutarás mucho entre nosotros ―dijo su
tío con voz siniestra.
CAPÍTULO 3

El coche se detuvo junto a una fuente


de piedra circular situada en la entrada
principal de la casa. Una alfombra de
césped inmaculado se extendía en todas
direcciones, salpicada de árboles y
arbustos cuidados con esmero. Un grupo
de gente se reunía alrededor de una
piscina en un lateral de la casa.
―Quédate aquí ―ordenó su tío.
El hombre se bajó del coche y
caminó hacia la piscina. Ahora que le
veía de pie, Eva pudo comprobar que
tenía un porte imponente. Debía medir
cerca de un metro noventa y tenía las
espaldas anchas y la cintura estrecha. El
trasero se le marcaba especialmente bajo
unos pantalones de vestir ajustados que le
sentaban como un guante. El pelo moreno,
veteado de canas, le daba un aspecto
respetable no exento de un encanto
maduro. Y aquella mano derecha,
enfundada en un guante de seda negro, le
otorgaba una nota excéntrica. Pero desde
que se habían conocido, Eva había sido
consciente de que a su tío le molestaba su
presencia allí. No estaba complacido de
tenerla con ellos y no se esforzaba por
ocultarlo.
Eva observó desde el coche la
conversación que su tío mantenía con una
joven rubia y alta. No lo sabía a ciencia
cierta, pero creía que aquella chica era la
hija de Jerry, es decir su prima Laura. La
joven torció el gesto, y aunque Eva no
pudo oírlo desde aquella distancia, estaba
seguro de que estaban discutiendo. Mejor
dicho, su tío Jerry la estaba reprendiendo.
Otro joven muy alto y delgado se
reía a su lado, disfrutando aparentemente
con la discusión. El chico miró hacia el
coche, y al verla tras la ventanilla, señaló
en su dirección y se rió estrepitosamente.
Era una risa malvada.
―Entonces al final ha venido esa
zorra… Por lo menos nos divertiremos un
rato ―creyó entender Eva.
Aquel debía ser su primo Alex.
Estaba demasiado lejos para haber
escuchado el comentario, pero Eva había
desarrollado la habilidad de leer en los
labios de la gente, lo que le había
permitido entender las palabras de su
primo.
Todo había comenzado como un
juego hacía poco más de un año, cuando
conoció a su novio. Daniel tenía un nivel
auditivo del treinta por ciento, no era
completamente sordo, pero se perdía la
mayor parte de las conversaciones a su
alrededor. Su novio había aprendido de
pequeño a leer en los labios de la gente y
le había enseñado a ella a hacerlo. Al
principio había sido simplemente un juego
de enamorados que practicaban para
divertirse, pero después se había
convertido en una herramienta muy útil,
como en aquella ocasión.
Su tío alzó la mano y le dijo algo a
su primo Alex, pero estaba de espaldas y
Eva no pudo entenderlo. Su primo se calló
y torció el gesto, disgustado. Jerry se dio
la vuelta y la llamó haciendo un gesto con
la mano.
Eva se movió incómoda en el
asiento. Por un instante, tuvo el
pensamiento de salir huyendo de aquella
casa y coger el primer vuelo de vuelta a
España. Pero no podía hacer eso, había
mucho más en juego que sus sentimientos.
―Será mejor que no le haga esperar,
señorita. ―El chófer se giró en su asiento
y le sonrió, mostrando una hilera inmensa
de dientes blancos―. No es muy
agradable cuando se enfada.
―Gracias ―contestó Eva.
La chica salió del coche y se dirigió
al grupo, caminando con paso inseguro.
Al acercarse vio a otra chica nadando en
la piscina. Supuso que se trataría de una
amiga de su prima Laura. En una mesa
algo alejada del resto del grupo, un joven
entrado en carnes leía un libro
distraídamente.
―Familia, esta es Eva ―dijo su tío,
lacónico.
―H… ola ―respondió la joven
sintiéndose el centro de atención.
―Bienvenida a nuestra casa, Eva
―dijo la joven rubia estudiándola
atentamente. Era muy guapa y debía tener
solo unos años más que ella―. Permíteme
que te presente a la familia. Este es tu
primo Alex ―añadió señalando al joven
desgarbado.
―Encantada, Alex ―dijo Eva.
El chico asintió con la cabeza y
sonrió desagradablemente.
―Aquel de allí es tu primo Bobby
―dijo señalando al lector rollizo―.
Tendrás que perdonarle, Bobby es un
chico un poco… especial.
―¿Especial? Querrás decir que es
medio idiota ―soltó Alex con desprecio.
―No te preocupes ―dijo Eva sin
saber muy bien a qué se referían, pero
molesta por la actitud de su primo. La
joven miró a Alex con una mueca de
disgusto, pero le obvió y continuó con las
presentaciones.
―La chica que está en la piscina es
tu prima Laura ―dijo.
Eva se quedó desconcertada. Había
supuesto que la chica que estaba
presentándole al resto de la familia era su
prima Laura. Entonces si ella no era su
prima…
―Y yo soy tu tía Cindy ―dijo la
mujer resolviendo sus dudas. Eva se
quedó impactada.
―Es… un placer… tía Cindy
―consiguió replicar titubeante.
En ese momento su prima Laura salió
de la piscina y se dirigió hacia ellos. Era
bastante más baja que Cindy y tenía los
muslos fofos y la espalda ancha.
Evidentemente debía ser su hijastra, hija
de un anterior matrimonio de su tío con
otra mujer. Al llegar hasta ellos, su prima
la estudió de arriba abajo y torció el
gesto.
―Al final ha venido ―graznó la
joven ―.No es tan guapa como decías,
Alex.
―¡Cállate la boca! ―dijo su primo
molesto.
―Basta de tonterías ―terció su tío
Jerry ―. Cindy, muéstrale a Eva su nuevo
cuarto. Los demás venid conmigo al salón.
Tenemos que hablar.
Eva siguió a su tía Cindy a través del
jardín, aliviada por abandonar aquel
ambiente tenso. Por el camino se cruzaron
con un joven jardinero que se encontraba
podando unos arbustos. Era moreno de
piel y tenía el pelo muy negro. Llevaba
unos pantalones vaqueros cortados y una
camiseta blanca sin mangas que se le
ceñía al cuerpo. Tenía los brazos y
piernas marcados de músculos y sudaba
abundantemente bajo el sol californiano.
Eva se quedó parada, observándole
detenidamente.
―Ese es Danny, nuestro nuevo
jardinero ―le informó su tía al ver el
interés que el joven despertaba en ella.
―Ah, el jardinero.
―Sí. Es mexicano y no habla muy
bien nuestro idioma. A veces hay que
repetirle las cosas varias veces hasta que
te entiende, pero salta a la vista que
compensa de sobra ese defecto, ¿no
crees? ―dijo su tía mientras sonreía al
jardinero y le saludaba con la mano.
Parecía que se lo iba a comer con los
ojos.
Una sensación de rabia se apoderó
de Eva. Se sentía muy incómoda allí, lejos
de lo que hasta ahora había sido su
mundo, llamando tía a una joven que
debía ser cinco años mayor que ella y que
se dedicaba a coquetear con el jardinero.
Su tía continuó la marcha y Eva la siguió a
regañadientes.
La casa resultó aún más espectacular
por dentro de lo que aparentaba ser por
fuera. Tenía un gran recibidor de mármol
que se abría por un lado al salón principal
y por el otro a la zona de servicio. Una
elegante escalera de madera de roble
ascendía al piso superior, donde se
extendía un laberinto de pasillos y
estancias. Su tía le explicó la distribución
básica de la casa y cuáles eran las
habitaciones de todos y los lugares
comunes.
El cuarto que le asignaron a Eva era
de los más pequeños de la casa, pero aun
así era tres veces más grande que su
pequeña habitación compartida en el
internado de Madrid. Desde una de las
tres ventanas se podía ver la piscina en la
que sus primos seguían reunidos. No se
veía ni rastro de su tío por ninguna parte.
―Espero que te guste el cuarto, Eva
―dijo su tía.
―Muchas gracias, tía Cindy.
―Supongo que necesitarás tiempo
para guardar tus cosas y asentarte un
poco. Yo me voy a la ciudad con unas
amigas a hacer unas compras. Nos
veremos luego en la cena. Es a las ocho
en punto.
―Sí, tía Cindy.
―Intenta ser puntual. A tu tío no le
gusta que le hagan esperar
―No te preocupes y muchas gracias
por todo, tía C…
―Por favor, llámame sólo Cindy
―dijo su tía cogiéndola del brazo
afectuosamente.
Su tía se marchó dejando a Eva en su
habitación. Al menos había alguien que
parecía ser normal en aquella casa.
Eva acabó de colocar sus cosas en
mucho menos tiempo del que habría
supuesto su tía. Su pequeña mochila no
estaba a la altura del impresionante
armario ropero que vestía la habitación,
que pareció quejarse cuando la joven
apenas llenó una triste estantería con sus
pertenencias.
Ya no quedaba nadie en el jardín, y
aunque Eva no paró de mirar por la
ventana, no volvió a ver al jardinero. A
las seis de la tarde, dos horas antes de la
hora estipulada para la cena, salió de su
cuarto. Mientras bajaba a la planta baja,
se cruzó con un par de mujeres vestidas
con el uniforme oscuro que llevaban los
miembros del servicio de la casa. Las dos
eran jóvenes y bastante guapas. En el
salón había una mujer vestida con un
elegante traje de chaqueta y falda
revisando unos papeles. Al notar su
presencia, la mujer dejó a un lado los
documentos y se quitó unas gafas de pasta
negra.
―Tú debes ser Eva, ¿verdad?
―dijo la mujer secamente. Debía tener
unos treinta años y en cierto sentido a Eva
le recordó mucho a sí misma. Era morena,
con el pelo muy largo y curvas
voluptuosas, aunque aquella mujer tenía
mucho más pecho que ella. Al ver que
Eva no respondía, la mujer continuó
hablando.
―Yo soy Pamela, la asistente
personal del señor Flaggs ―dijo con voz
firme y autoritaria.
―Encantada ―respondió Eva.
―Igualmente ―dijo con un tono de
voz que sugería lo contrario―. Ahora
tengo que marcharme, pero tenemos que
hablar de un asunto pendiente muy
importante, su asignación.
―¿Qué asignación?
La mujer la miró fijamente por
encima de las gafas de pasta con aire de
suficiencia, haciéndola sentir como si
fuese una estúpida chica de pueblo a la
que había que explicarle todo.
―Su asignación económica mensual.
Su tío ha fijado una cantidad de quinientos
dólares mensuales asociada a una tarjeta
American Express.
Eva abrió los ojos asombrada,
aquello era mucho dinero.
―Pero me tendrá que dar cuentas a
mí de todos sus movimientos ―dijo
Pamela torciendo la boca―. Yo llevaré
un análisis detallado de sus gastos y me
encargaré de informar a su tío de
cualquier… anomalía que se produzca.
Eva no entendió a qué tipo de
anomalía se podría referir, pero el tono de
voz de la mujer, francamente hostil, le
advirtió de que tendría que ir con cuidado
con ella.
―Tengo trabajo. Nos veremos
pronto, Eva. ―La mujer recogió sus
papeles y salió de la habitación andando a
toda prisa.
―Espero que no ―dijo Eva, aunque
la mujer ya no estaba allí para oírla.
La joven continuó explorando la casa
durante un buen rato. Cuando se cansó, se
sentó en la biblioteca, en una butaca de
cuero, mullida y muy confortable. A los
pocos minutos, una sirvienta se acercó y
le ofreció una bebida. Después de
pensárselo un poco, pidió una coca cola y
cogió un libro de uno de los estantes que
cubrían las paredes.
―Anda, si sabe leer... ―dijo
alguien a su espalda. Eva reconoció la
voz de su prima Laura y se giró.
Iba acompañada de su primo Alex y
de otro chico rubio y muy atractivo que
rió la ocurrencia de su prima.
―Claro, hermanita, en los internados
de monjas enseñan muchas más cosas a
las novicias, aparte de coser y fregar. ¿A
que sí…, prima? ―dijo Alex.
―No era un colegio de monjas ―se
defendió Eva.
―No se lo tengas en cuenta ―dijo
su prima Laura haciendo un mohín―.
Alex está obsesionado con las monjas.
―Se debería dedicar a los curas, las
monjas no le harían ni caso con esa
cara―dijo el joven acompañante de
Laura.
Su prima le rió la gracia y Alex les
miró con mala cara.
―Claro, Kyle ―respondió Alex
irritado―. A ti en cambio te interesan
más las gordas facilonas con dinero
―dijo señalando a su hermana Laura.
―Eres un gilipollas, Alex ―dijo
Laura.
Kyle se sirvió una copa y no dijo
nada, pero Eva pudo ver una sonrisa fugaz
en sus labios. Tal vez, Alex estuviese en
lo cierto.
―¿Y tú qué haces aquí todavía,
Eva? ―continuó su primo―. Jerry te está
buscando desde hace un buen rato.
Eva elevó una ceja, sorprendida.
―¿El tío Jerry? No lo sabía
―respondió.
―Si yo fuese tú, no le haría esperar.
Mi padre no es de los que tienen mucha
paciencia.
―¿Sabes que quería? ―preguntó
titubeante.
―Era algo relacionado con tu
asignación. Su secretaria Pamela estaba
con él.
Eva recordó la conversación
mantenida con Pamela hacía media hora.
Quizá querría hablarle sobre ese asunto.
―¿Dónde puedo encontrar a Jerry?
―Estará en su despacho. Si no
contesta, entra igualmente. Mi padre está
un poco sordo y muchas veces no oye
cuando llaman a la puerta.
―Gracias ―dijo Eva ―. Os veo
luego.
Eva salió de la biblioteca y se fue
nerviosa hacia el despacho de su tío. Su
tía Cindy le había dicho que estaba
situado en la planta superior, al final de
un largo pasillo en el que se encontraba su
propia habitación.
Sus dos primos y Kyle se quedaron
charlando y riendo en la biblioteca.
―¿Por qué le has dicho eso? ―dijo
Laura.
―Quería divertirme un rato. Me
encantaría ver la cara que va a poner papá
cuando se encuentre a esta imbécil en su
despacho ―respondió Alex.
―No podrá entrar. Papá siempre
cierra el despacho con llave.
―Pero él no es el único que tiene
llave ―dijo Alex mientras sacaba del
bolsillo un llavero con dos llaves
doradas.
Laura le miró asombrada y se rió.
―¡Serás cabrón! Es la llave de su
despacho y la de su cuarto privado. Como
te pille papá, te va a matar.
Para Jerry Flaggs su despacho era su
templo sagrado. Se encontraba en la
planta superior de la casa y estaba
integrado por dos estancias. La habitación
principal estaba dedicada a atender su
trabajo diario; allí despachaba con su
secretaria, veía a sus clientes y
presionaba a sus proveedores. La otra
habitación la dedicaba a un uso más
privado. Jerry Flaggs era un hombre
presumido y guardaba allí un vestidor con
más de cien trajes, todos ellos
confeccionados a medida por los mejores
sastres de Bond Street. Además, la
estancia estaba dotada de una cama
gigante y de un jacuzzi que usaba para sus
«momentos de relajación», como le
gustaba decir. Y, por encima de todo, el
amo de la casa tenía una norma
fundamental e inquebrantable: cualquiera
que traspasase la puerta de su despacho
sin su permiso tendría que enfrentarse a su
ira.
CAPÍTULO 4

Eva golpeó la puerta de madera con


los nudillos, muy nerviosa. No hubo
respuesta, así que llamó de nuevo y
aguardó, atenta a cualquier sonido que
procediese de su interior. De nuevo, el
silencio fue la única respuesta. La joven
respiró profundamente y giró el pomo de
la puerta. Este cedió suavemente y la
plancha de roble reforzado se abrió poco
a poco, mostrando un pasillo que
desembocaba en un despacho formidable.
La enorme puerta blindada parecía más
adecuada para un búnker que para un
despacho.
―¿Tío Jerry? ―preguntó con
precaución.
Nadie respondió.
La joven avanzó unos pasos, atraída
por la magnificencia de la estancia. El
suelo era de mármol labrado y las paredes
estaban cubiertas de cuadros al óleo y
caros tapices. Había otra puerta de roble
en una de las paredes laterales. Sobre la
chimenea apagada había colgado un
retrato de cuerpo completo a tamaño
natural de su tío Jerry. Aquello parecía la
sala de un museo de arte.
Eva sacó una cámara fotográfica y
comenzó a hacer fotos desde distintos
puntos de la habitación y distintos
ángulos. Cuando había lanzado unas
veinte instantáneas, escuchó unas voces
provenientes del pasillo. Una de ellas era
la de su tío Jerry.
―Necesitamos firmar ese contrato,
Pete. Si ese gilipollas de Kevin Payton no
cede, le aplastaremos.
Los pasos se acercaban al despacho.
Eva se acercó a la puerta lateral y trató de
abrirla, pero estaba cerrada. A pesar de
que la habitación era muy amplia, no
había muchos sitios donde esconderse. En
una de las paredes había un armario con
las puertas de espejo.
El picaporte de la puerta del
despacho se movió, estaban entrando.
Eva abrió el armario y se ocultó en
él a toda prisa. Trató de cerrarlo desde
dentro pero no había tirador para hacer
fuerza, de modo que la puerta del armario
quedó ligeramente abierta, dejando una
ranura de unos quince centímetros desde
la que se veía la mayor parte del
despacho.
―Me da igual lo que tengas que
hacer, Pete. Asústale, amenázale, o
mándale a un par de tipos a que le den una
paliza, pero haz que firme de una puta vez
―rugió su tío.
Jerry entró en el despacho portando
un maletín de cuero negro. Estaba
hablando por el móvil y su tono de voz
era tan amenazador como sus palabras. El
hombre hizo una pausa en la conversación
y miró a la puerta extrañado.
―Espera un segundo, Pete ―dijo su
tío―. Pamela, ¿el despacho no estaba
cerrado con llave?
Una mujer entró en el campo de
visión de Eva siguiendo los pasos de
Jerry. Se trataba de la asistenta personal
de su tío. La mujer se encogió de hombros
y miró alrededor.
―Debería estar cerrada, señor
―acabó diciendo.
Su tío la miró malhumorado y retomó
su conversación telefónica.
―Disculpa la interrupción, Pete.
Como te decía, tengo al acalde cogido por
las pelotas, pero tenemos que cerrar el
asunto antes de que acabe el mes ―siguió
diciendo su tío ―. No me gusta tener tanto
dinero en casa. Avísame cuando esté
resuelto.
Su tío colgó el móvil y se apoyó
contra la mesa.
―Juraría que había cerrado el
despacho ―dijo malhumorado―. No
podemos despistarnos y menos estos días.
Asegúrate de pasar siempre la llave.
Pamela asintió y le tendió unos
papeles.
―Estos son los contratos de Green
Mile. Todos los propietarios han firmado
menos Kevin Payton.
―Ese cabrón no aguantará mucho
más. ¿Está todo preparado?
―Sí. Deberías relajarte un poco,
Jerry.
Eva veía claramente la escena que se
desarrollaba en el despacho. Su tío
colocó el maletín sobre la mesa y lo
abrió. Eva tuvo que taparse la boca para
no gritar. La maleta estaba repleta de
fajos de billetes.
―Tres millones de dólares es mucho
dinero para relajarse ―contestó su tío
Jerry.
―Tendríamos que celebrarlo. ¿No
cree…, señor? ―dijo Pamela sugerente,
abriéndose la camisa.
La mujer comenzó a desanudar
lentamente la corbata de su tío. Jerry
estaba enfrente del armario en el que se
ocultaba Eva, pero la puerta estaba
entornada y el interior estaba oscuro,
manteniéndola oculta. Pamela acabó de
quitarle la corbata y se la anudó entorno a
su propio cuello.
―¿Quieres jugar, eh? ―dijo su tío
asiendo la corbata y atrayendo a la mujer
hacia sí.
Jerry cogió a Pamela por la melena y
le echó la cabeza hacia atrás
violentamente. Después le mordió el
cuello haciendo que la mujer se
estremeciera unos segundos.
―Ya sabes lo que quiero ―dijo
Jerry.
―Estoy a sus órdenes, señor.
La mujer manipuló el cinturón de
Jerry y le bajó ligeramente los pantalones.
Su tío llevaba unos slips negros muy
ceñidos a sus fuertes piernas. Desde su
posición, Eva pudo ver como Pamela
masajeaba, suavemente al principio y con
más fuerza después, el bulto que se
ocultaba tras sus calzoncillos. El tamaño
del paquete de su tío comenzó a crecer a
ojos vista. Eva se mordió el labio,
nerviosa. No quería estar allí, tenía que
haber esperado la entrada de su tío en el
despacho y haberle explicado que había
venido a buscarle. Después de ocultarse
en el armario ya no había marcha atrás,
tendría que seguir allí hasta que se
marchasen y rezar para que no la
descubriesen.
Pero al contemplar aquella escena se
sentía muy excitada. No le tenía ningún
aprecio a su tío, pero no podía evitar
sentirse atraída en cierta medida por
aquel personaje al que apenas conocía. Y
eso la hacía sentirse sucia.
En el despacho, Pamela acercó los
labios al slip y comenzó a besar el
miembro de Jerry a través de la tela. Su
tío le agarró del cabello y apretó la
cabeza de la mujer contra su pene. Pamela
se desembarazó de aquella garra que la
sujetaba, y lejos de sentirse ofendida
mordió el slip de Jerry. Con una destreza
que Eva jamás hubiese imaginado, la
secretaria le quitó poco a poco los
calzoncillos usando sólo su boca.
El miembro de su tío estaba en ese
estado de hinchazón previo a la erección,
en el que aún se puede doblar y juguetear
con él, pero que permite adivinar cuál
será su tamaño real. E iba a ser enorme.
No solo era un pene largo, sino que tenía
un grosor más que considerable. Desde su
posición, la piel parecía tersa y estirada,
y el prepucio rosado y grueso tenía un
brillo especial. La secretaria agarró a su
tío de las nalgas y comenzó a besarle el
pene lentamente. Empezó por el prepucio
y continuó a lo largo de todo el tronco
hasta la base. Después, sin usar para nada
las manos, se introdujo el miembro en la
boca. La punta rosada desapareció
absorbida por los labios de Pamela, y
poco a poco, se hizo con el resto. La
mujer apretaba con fuerza las nalgas de su
tío y movía la cabeza hacia delante y
hacia atrás rítmicamente.
Eva, sin poder controlarse, se
desabrochó su propio pantalón y se tocó
la vulva suavemente por encima de sus
braguitas. «Dios, pero que estoy
haciendo», pensó. Aquello no estaba bien,
pero aun así su mano permaneció quieta
en el mismo lugar.
Entonces sonó el móvil de Jerry y,
ante los asombrados ojos de Eva, su tío lo
cogió.
―No pares ―le dijo a Pamela unos
segundos antes de contestar.
Pamela esbozó una sonrisa y
aprisionó uno de los testículos con la
boca, mientras cogía el pene con ambas
manos y lo sacudía con fuerza.
―Alcalde, ¿qué tal la familia?
―dijo su tío como si tal cosa.
Mientras la conversación discurría,
Pamela, sin dejar de lamerle el pene, se
quitó la chaqueta del traje, se desabrochó
la camisa y se desembarazó del sujetador,
dejando al aire dos senos voluminosos. La
mujer enterró el pene de Jerry entre sus
pechos y comenzó a moverlos hacia arriba
y hacia abajo con movimientos suaves y
cadentes.
―Cla... claro, alcalde ―tartamudeó
su tío Jerry con el gesto contraído por el
placer―. Será un honor cenar mañana en
su casa. A mi mujer le encanta la cocina
casera de su esposa.
Jerry colgó el teléfono y aferró el
pelo de Pamela con fuerza, formando una
especie de coleta negra.
―Lo has hecho muy bien, pero ahora
la quiero toda dentro ―dijo su tío
apretando los dientes.
Entonces la mujer echó hacia
adelante la cabeza y se introdujo el pene
en la boca, prácticamente hasta la
garganta. Eva no podía creerlo. Ella solo
le había hecho dos felaciones a su novio
Daniel en toda su vida. No era que no le
gustasen, pero le daba vergüenza
encontrarse en aquella situación. Sin
embargo, la maestría que estaba
demostrando Pamela en aquel arte le
produjo una punzada de envidia irracional
y absurda. Ella no quería hacer eso de
aquella manera.
―Eso es, cariño, puedes con toda
―dijo su tío con cara de estar en otro
planeta.
Pamela emitió un sonido
incomprensible desde su posición.
―Ahora me toca a mí ―prosiguió
Jerry.
Jerry cogió a Pamela en brazos y la
tumbó violentamente sobre la mesa del
despacho. El hombre le subió la falda y
Eva pudo ver las medias de encaje que
llevaba la secretaria. Eran muy elegantes
y negras, a juego con unas finas braguitas
del mismo color. Jerry le quitó las bragas
de un tirón. La mujer estaba
completamente depilada, no tenía ni un
solo pelo en su sexo ni en los alrededores.
Eva se tocó por debajo de las
bragas. Su mano se encontró con una
suave pero espesa mata de pelo que la
cubría la vulva casi por completo. La
llevaba ligeramente recortada y no tenía
vello en las ingles, pero nunca se le
habría ocurrido depilarse totalmente.
Siempre le había parecido antinatural,
aunque viéndolo ahora, no sabía qué
pensar.
Jerry le separó las piernas y le forzó
a elevarlas. Después enterró la cara entre
sus muslos y comenzó a lamerla con brío.
La lengua de su tío se movía de un lado a
otro y su cuello oscilaba mientras se
aplicaba con ahínco en la tarea. Eva no
podía ver bien sus movimientos, pero solo
con verle mover el cuello y la espalda,
deseó por un momento estar en el lugar de
Pamela. Ya no podía contenerse más. Eva
se bajó las bragas y comenzó a
masturbarse suavemente.
Pamela comenzó a emitir jadeos y
gemidos mientras agarraba con fuerza el
pelo de su tío Jerry. El hombre la alzó
entonces en vilo y acercó su miembro al
sexo de la secretaria. En vez de
penetrarla, comenzó a frotar su pene
contra la chica haciendo círculos,
amagando en cada pasada con entrar
dentro de ella y evitándolo en el último
instante.
―¡Jódame ya, señor! ―suplicó
Pamela.
Por un instante Eva deseó lo mismo,
que su tío Jerry la jodiese.
Jerry hizo caso a la mujer y la
penetró con fuerza. Pamela dejó escapar
un gemido y después se acopló al
frenético ritmo que marcaba su tío. Las
potentes nalgas se movían hacia detrás y
hacia delante, golpeando a la mujer con
furia en cada embestida. Eva no podía ver
el rostro de su tío desde aquella posición,
pero veía aumentar el placer en la cara de
Pamela.
Eva incrementó también el
movimiento de su mano y se introdujo dos
dedos en la vagina. No era una experta
masturbándose, más bien todo lo
contrario, pero había un punto dentro de
ella que hacía que perdiese el control. La
joven lo buscó denodadamente mientras
contemplaba a través del hueco del
armario cómo su tío penetraba a su
secretaria. El hombre continuó empujando
durante varios minutos, en los que los
rostros de Eva y Pamela se acompasaron
en una expresión de placer. La secretaria
estaba haciéndolo con su tío, y Eva, a
falta de otro recurso, se estaba dando
placer a sí misma de una forma que no
había logrado anteriormente.
Entonces Pamela gritó y se
estremeció en los brazos de Jerry,
apretando las nalgas contra él como una
posesa. Estaba llegando al orgasmo. Eva
aceleró su movimiento y comenzó a mover
la pelvis hacia detrás y hacia delante
haciendo más ruido del que habría
querido, pero ya no podía parar. Pocos
segundos después ella también alcanzó el
orgasmo. Eva cerró los ojos y se tapó la
boca con una mano para evitar gritar de
placer. Fue una sensación muy intensa y
placentera, pero algo breve.
Al abrir los ojos de nuevo, Eva se
quedó paralizada de terror. Sus
movimientos habían provocado que la
puerta se abriese otros veinte centímetros
dejándola a la vista. Su tío estaba de
espaldas a ella con lo que le era
imposible verla, pero Pamela miraba en
su dirección fijamente. La cara de la
secretaria pasó del placer a la rabia en
menos de una milésima.
La había descubierto.
CAPÍTULO 5

Jerry se separó de Pamela dejándola


sobre la mesa. La mujer continuaba
mirando fijamente a Eva, con el rostro
contorsionado por la rabia. La joven trató
de ocultarse entre las prendas colgadas de
unas perchas, pero la abertura de la puerta
era demasiado grande. Desde fuera debía
de ser perfectamente visible. Entonces,
Jerry se giró y cogió de la mano a Pamela.
―Si crees que he acabado contigo,
estás muy equivocada ―le dijo su tío a la
secretaria tirando de ella hacia la puerta
que había en la pared opuesta―. Ahora
me toca explorar la entrada trasera ―dijo
su tío con lascivia.
Pamela sonrió ante el comentario,
pero Eva pudo observar cómo su cara se
crispaba unos segundos. La suerte de la
secretaria no era lo que más le importaba
en ese instante. Si a su tío se le ocurriera
girar la cabeza unos centímetros hacia la
izquierda, la descubriría
irremediablemente. La fortuna se alió de
parte de Eva y su tío continuó andando
con el miembro viril aún erguido. Pamela
iba a su lado, cogida de la mano del
hombre y mirando de reojo hacia el
armario. Jerry abrió la puerta lateral con
una llave y la pareja se perdió en su
interior. Eva no entendía por qué Pamela
no la había delatado.
Desde su precaria posición, Eva
pudo ver a través del marco de la puerta
una habitación amplia en la que había una
cama enorme con un dosel. Eva se sintió
aliviada, parecía que iba a poder escapar
de allí.
Pero unos instantes antes de que la
puerta se cerrase, le llegó la desagradable
voz de Pamela.
―He olvidado algo.
―Date prisa ―contestó irritado su
tío desde el otro cuarto.
Pamela entró de nuevo en el
despacho y sin dejar de mirar fijamente
hacia el armario cogió su bolso de una
silla. La mujer sacó unas esposas y otro
objeto metálico que Eva no pudo
reconocer y avanzó en dirección al
escondite de la joven. Eva tembló de
miedo al verla acercarse.
Pamela se paró a unos centímetros
del armario y sonrió. En una mano llevaba
las esposas y en la otra una especie de
cortaplumas muy afilado. La mujer
levantó el brazo y Eva estuvo a punto de
gritar.
―Vaya, vaya. ¿A quién tenemos
aquí? ―dijo Pamela dando un paso hacia
ella.
Eva se estremeció en su escondite
sin saber cómo reaccionar.
―¿Qué estás haciendo, Pamela?
―sonó la voz autoritaria de Jerry.
Pamela sonrió y bajó el arma
lentamente.
―Tú y yo hablaremos más tarde
―le dijo la secretaria a Eva con una
sonrisa maliciosa―. Ahora me perteneces
―añadió.
Después se dio la vuelta y se metió
en la habitación contigua al despacho.
Eva tenía el corazón a punto de
estallarle. Aun así, esperó unos segundos
antes de abandonar su escondite. Mientras
salía del despacho oyó los gritos quedos
de Pamela en la otra habitación. Esta vez
los gemidos de placer se fundían con
otros que parecían ser más bien de dolor.
Si su tío no estaba bromeando, lo más
probable es que la estuviera penetrando
analmente. Ella nunca había practicado
sexo anal. Su novio solo se lo propuso
una vez y ella se había escandalizado de
tal manera, que él no volvió a insistir.
Pero ahora sentía una curiosidad
morbosa que no conseguía silenciar.
Estuvo tentada de acercarse a la puerta
abierta y observar con cuidado lo que
estaba sucediendo tras la pared, pero
finalmente entró en razón y salió
sigilosamente del despacho. Nunca, salvo
por un motivo de fuerza mayor, volvería a
entrar en aquel despacho, se juró.
Esa noche Eva cenó por primera vez
con su nueva familia. Se reunieron en el
comedor de la planta baja, en una mesa
elegantemente dispuesta, y atendidos por
dos doncellas y un mayordomo. Les
sirvieron una sucesión de exquisitos y
caros manjares, pero Eva apenas los
probó. Tenía la cabeza en otra parte. Su
tío Jerry no le prestaba atención y no
parecía estar al tanto del episodio
ocurrido esa tarde en su despacho.
Gracias a Dios, parecía que Pamela no le
había contado nada… aún.
A la mañana siguiente le despertó el
ruido de un motor bajo su ventana. Danny,
el jardinero mexicano, estaba podando el
césped montado en una cortacésped. No
llevaba camiseta y los primeros rayos del
sol reflejaban el sudor de su torso
musculoso y moreno. El chico miró hacia
la ventana de Eva, y al divisarla giró la
cabeza rápidamente, fingiendo que no la
había visto. Eva desayunó sola en la
cocina. La única criada que encontró en la
casa le informó de que sus primos seguían
durmiendo. Sus tíos habían salido, pero
habían dejado una nota para ella.
«Vamos de compras a Los Ángeles.
A las diez en punto pasaremos a buscarte,
estate preparada. Firmado: J».
Aún eran las diez menos cuarto, así
que Eva decidió dar un paseo por el
hermoso jardín que circundaba la
propiedad. Era enorme, casi tanto como el
internado en el que había pasado los
últimos años. Al menos cuatro jardineros
se afanaban cortando hierba y podando
los árboles que habían despertado en
primavera. Aunque todavía era temprano,
el sol brillaba con fuerza, caldeando su
piel y reconfortándola. Hacía un día
esplendido, lástima que tuviese que
perderlo de compras con sus tíos. Si al
menos fuese solo con su tía, podría hablar
a solas con ella de sus inquietudes, pero
estando su tío de por medio, lo veía muy
complicado.
Además, el recuerdo de lo vivido el
día anterior en el despacho de Jerry aún la
estremecía. No podía quitarse de la
cabeza la imagen de Pamela
amenazándola con el cortaplumas. Eva
abrió su bolso y sacó una tarjeta de
presentación sencilla. «Martin Walcox,
policía de Los Ángeles», rezaba el cartón.
Se la había entregado aquel joven agente
de policía que la recogió en la autopista,
librándola del camionero. Quizá tendría
que utilizarla mucho antes de lo que había
previsto. Eva guardó de nuevo la tarjeta y
cogió un sobre cerrado con una única
palabra escrita al dorso. Lo miró unos
segundos dubitativa y finalmente lo volvió
a meter en el bolso.
Entonces sintió un golpe fuerte en el
tobillo y, al darse la vuelta, se encontró
de frente con el joven jardinero mexicano.
La había golpeado en el pie con la
máquina cortacésped haciéndole un
rasguño considerable. Y lo había hecho a
propósito.
―Lo siento E…, señorita ―dijo en
un inglés titubeante. Sus ojos la miraban
sin rastro de culpa, contradiciendo sus
palabras.
―Me has hecho daño ―dijo Eva
llevándose la mano al tobillo―. ¿Es que
no me has visto?
―Fue sin querer ―replicó el
jardinero.
El joven se agachó y le cogió el
tobillo.
―¡Suéltame! ―dijo Eva retirando la
pierna.
Su tío apareció en aquel momento en
el jardín y observó la escena unos
instantes.
―¿Qué está pasando aquí?
―El jardinero me ha golpeado en el
tobillo ―contestó Eva mostrando a su tío
Jerry el pie lesionado.
―Ha sido un accidente, señor ―dijo
el jardinero. El joven mantenía las manos
cruzadas a la espalda y la miraba con
mala cara.
―Me has dado a propósito, me
habías visto ―replicó Eva, nerviosa.
―¿Ha sido a propósito? ―preguntó
Jerry incrédulo. Su tío parecía estar
disfrutando de la absurda situación.
―Juro que no, señor.
Su tío les miró un instante y después
se rió.
―Está bien muchacho, pero no
quiero volverte a ver cerca de mi sobrina.
A la próxima queja que reciba de ella, te
irás a la calle, ¿has entendido?
―Sí, señor ―dijo el joven jardinero
bajando la cabeza.
―Y tú, acompáñame ―dijo su tío
señalándola.
Eva le siguió a través del césped. Su
bolso estaba abierto y en el interior no
había rastro del sobre que hacía solo un
momento había contemplado dubitativa.
Cuando estuvieron a una distancia
prudencial, su tío se dio la vuelta y la
miró fijamente.
―No sé qué habrá pasado hace un
momento y en realidad no me importa,
pero no quiero perder a ese chico. Es un
buen jardinero y me sale muy barato.
Además, mi mujer y sus amigas le han
cogido mucho aprecio ―dijo su tío con
una sonrisa cínica―. Así que no quiero
que me causes problemas con él ni con
nadie.
Su tío continuó andando hacia el
coche sin darle la oportunidad de replicar
ni de defenderse. Una bola de rabia subió
por el pecho de Eva hasta su garganta.
El jardinero les observó alejarse por
el jardín. Cuando el dueño de la casa y su
sobrina se hubieron ido, Danny se quitó
las manos de la espalda. Llevaba un sobre
apretado y algo arrugado. Se le había
caído a Eva cuando comenzaron la
discusión, justo antes de que llegase el
señor Flaggs. El joven lo había recogido
del suelo y se lo había escondido detrás
de la espalda. Una sonrisa se dibujó en su
rostro moreno, la primera en las semanas
que llevaba trabajando en aquella casa de
hipócritas a cambio de un sueldo
miserable.
CAPÍTULO 6

―Esta es la mejor calle de Los


Ángeles para comprar trapos, Eva ―dijo
su tía Cindy señalando un par de lujosas
tiendas a través del cristal del coche.
―Créela, tu tía tiene el mejor ojo de
California para estas cosas ―dijo Beth,
una de las mejores amigas de Cindy.
Las dos mujeres iban elegantemente
vestidas y conjuntadas hasta en el último
detalle. La ropa que lucían debía de
costar una fortuna, pero Eva estaba segura
de que no se sentiría cómoda llevando
algo así.
―Ambrose, pare aquí ―le indicó su
tío al chófer.
Se detuvieron junto a una tienda de
moda con aspecto de museo de arte
moderno más que de boutique. Las dos
mujeres se dejaron querer por Pierre, un
dependiente afeminado que no paró de
mostrarles montones de ropa, salpicando
la muestra con comentarios maliciosos
sobre gente conocida.
―La señora Charlton pasó por aquí
ayer… y no se llevó nada. Se dice que su
marido ha perdido una fortuna en la Bolsa
―dijo el tal Pierre con aire confidencial.
Las mujeres reían las gracias del
individuo mientras observaban la
colección de prendas colgadas de
maniquíes y perchas.
―Fíjate en esta falda, Eva, creo que
es ideal para ti ―apuntó su tía.
―Me gusta pero… es un poco corta,
¿no? ―dijo Eva.
Las dos amigas se miraron y se
echaron a reír.
―No hay prenda demasiado corta,
cariño, sino trasero demasiado gordo
―dijo Beth pellizcándole las nalgas―.
Pero no es tu caso, tú puedes presumir de
ese culo tan duro que tienes.
En realidad era Beth quien tenía una
figura escultural. Debía tener unos treinta
y cinco años, y probablemente pasaba
gran parte del tiempo en el gimnasio, en
manos de un entrenador personal que se
encargara de moldear su cuerpo. Aun así,
a Eva no le parecía que fuese una mujer
guapa. Su tía Cindy en cambio era mucho
más atractiva. Aunque no tenía aquel
cuerpo de revista, tenía una belleza mucho
más dulce y femenina.
Mientras seguían viendo más
modelos de faldas, pantalones, zapatos y
bolsos, su tío permanecía en una
habitación contigua, junto al probador
privado que les había ofrecido el
dependiente, leyendo el periódico y
hablando continuamente por el móvil.
―Toma, querida. Pruébate estos
conjuntos de ropa interior ―le dijo su tía
dejándole tres pequeños paquetes de
color rojo―. Y no te preocupes si no te
gustan, ¿de acuerdo? Yo voy a ir un
segundo con Beth a mirar unos pendientes
de los que se ha encaprichado, pero tu tío
Jerry se queda aquí contigo.
―Gracias, tía Cindy ―respondió
Eva sinceramente. Su tía le caía mejor a
cada momento que pasaba con ella. Era
una mujer abierta y muy comprensiva, que
la trataba como si fuera una amiga más de
su grupo habitual, haciéndola sentir
cómoda.
Eva se metió en el probador y abrió
una de las cajas de cartón. El conjunto de
ropa interior se componía de unas
minúsculas braguitas tipo tanga,
acompañadas de uno de esos sujetadores
que realzaban ampliamente el busto. Ella
no lo necesitaba, y aunque no tenía
intención de probárselo, se vio tentada
por aquel conjunto tan sexy.
El probador se cerraba con una
cortina blanca que bajaba hasta el suelo.
Tres espejos cubrían las otras tres
paredes desde el suelo hasta el techo,
para que las clientas se pudiesen ver
desde todos los ángulos.
La joven se quitó los zapatos y se
desvistió hasta que se quedó
completamente desnuda. Observó su
cuerpo en el espejo y admiró las curvas
que sus caderas y sus amplios senos
dibujaban en el cristal. Cogió las
braguitas de la caja y se las puso. No
estaba acostumbrada a llevar tanga, de
hecho, aquella era su primera vez, y se
sintió algo incómoda cuando la fina línea
de seda se le ajustó entre los glúteos. Pero
mirándose al espejo se sintió tan sexy, que
la sensación de incomodidad se
desvaneció en un instante. Si Daniel la
viese vestida con aquellas braguitas, se
volvería loco.
Sin saber por qué, Eva comenzó a
pensar en su novio. Solo habían hecho el
amor tres veces, pero recordaba
perfectamente su cuerpo duro y
bronceado, casi como si estuviese allí a
su lado. Eva cerró los ojos y se imaginó a
su novio entrando de improviso en aquel
probador. Daniel se situaría tras ella y la
agarraría firmemente por la cintura,
atrayéndola hacia sí. Después el joven
alargaría su mano y la introduciría por
debajo de sus pequeñas bragas,
jugueteando lentamente con sus pequeños
ricitos íntimos. Después Daniel se pegaría
más a ella haciéndole notar la dureza de
su miembro contra su culo. Pero tendrían
que andarse con cuidado, para que el
desagradable dependiente no se diese
cuenta de nada.
Eva se mordió los labios y comenzó
a tocarse por debajo de las braguitas.
Seguro que Daniel le mordería
suavemente el cuello y le agarraría los
dos senos con fuerza, pellizcando
suavemente sus hinchados pezones.
Eva, todavía con los ojos cerrados,
se cogió las tetas tal como imaginaba que
lo haría su novio e inclinó su cabeza hacia
ellas. Tenía los senos suficientemente
grandes como para poder lamerse sus
propios pezones, y así lo hizo,
mordisqueándolos con pasión. El pelo se
le cayó por la cara y Eva abrió los ojos.
Estuvo a punto de gritar al ver la
imagen de su tío Jerry mirándola fijamente
a través del espejo. La cortina del
probador se había deslizado con uno de
sus movimientos, dejando una abertura
más que suficiente para que su tío pudiese
ver lo que ocurría dentro. El juego de
espejos hizo el resto, permitiendo hacer
de su tío un espectador único y
privilegiado.
Eva agachó la cabeza avergonzada.
No vio cómo su tío se levantaba y se
acercaba al probador. Tampoco vio el
grueso bulto que se había formado como
por arte de magia en los pantalones de
Jerry.
Eva estaba segura de que su tío no
había hecho otra cosa que detestarla
desde que se hizo cargo de ella. Desde el
principio la había tratado con
indiferencia, cuando no con desprecio, y
había hecho lo posible por hacerle ver
que era una carga molesta. Pero ahora, la
cara de su tío mostraba una expresión muy
distinta. Tenía la boca ligeramente
abierta, con la punta de la lengua
asomando entre los labios y los ojos
brillantes.
Su tío se introdujo en el probador y
corrió la lona de tela. Eva no quiso
mirarle pero sintió el aliento cálido del
hombre en su cuello. La joven se sentía en
una verdadera encrucijada. Por un lado
quería salir de allí corriendo, pero solo
iba vestida con unas pequeñas y ahora
húmedas bragas, y lo más probable es que
se formase un terrible escándalo. Eva
sabía que no eran los únicos clientes de la
tienda. Pero, por otra parte, algo en su
interior le impedía huir, y la incitaba a
enfrentarse a la intensa mirada de su tío.
No hizo falta decidir nada. Su tío le
agarró suavemente del cabello y posó sus
labios en el cuello de la joven. Eva se
estremeció y notó una nueva oleada de
humedad surgir en su interior. Jerry la
atrajo hacia él y cogió sus generosos
senos con ambas manos, tal y como Eva
había imaginado que haría su novio hacía
solo un instante. El hombre apretó con
fuerza y comenzó a masajearle los senos
con movimientos circulares. De vez en
cuando pellizcaba sus pezones,
provocándole una ligera punzada de dolor
que desaparecía al instante fundida con
placer. Jerry se acercó aún más y Eva
sintió un bulto duro estrellarse contra su
cadera. Sin saber muy bien qué estaba
haciendo, Eva movió sus manos y, a
tientas, bajó la cremallera del pantalón.
Sin darse la vuelta, metió la mano en la
bragueta y agarró el poderoso miembro de
su tío. Estaba muy duro y era tan grueso
que le costaba abarcarlo con la mano.
―Todavía no, sobrina ―dijo su tío
al oído.
Jerry se retiró hacia atrás y la colocó
apoyada contra la pared, de tal forma que
la cara de Eva quedó situada a pocos
centímetros del espejo. Eva estaba de
espadas a su tío, y sus nalgas, cubiertas
con el minúsculo tanga, quedaban
totalmente expuestas. El hombre le separó
las piernas y comenzó a besarle el cuello
bajando poco a poco hasta llegar a la base
de la espalda.
Mientras la besaba, su tío movía las
manos con destreza por debajo de sus
braguitas, frotando suavemente su monte
de Venus, acercándose a veces a su
clítoris, solo para huir un instante antes de
alcanzarlo.
―Joder, estás empapada ―dijo
Jerry.
Entonces su tío se agachó y comenzó
a besarle los glúteos a ambos lados de la
fina tira del tanga. Sus manos seguían
moviéndose con habilidad y dos dedos
comenzaron a trazar círculos apretados
sobre su clítoris.
―No, tío…, por favor ―jadeó Eva.
Su tío no le hizo caso y continuó su
trabajo manual. Uno de sus dedos
comenzó a colarse suavemente por su
vagina, ayudado por la intensa humedad
que Eva destilaba. Y de repente su tío
separó la cinta del tanga y comenzó pasar
su lengua por la línea hundida que
separaba ambos glúteos. Poco a poco
comenzó a bajar, y ante la incredulidad y
estupor de Eva, su tío comenzó a lamerle
muy suavemente el borde del ano. Al
principio, fue un ligero roce que Eva
confundió con una corriente de aire, pero
después, el hombre movió su lengua cada
vez más cerca de su agujero. Eva no sabía
qué hacer, nunca nadie le había hecho
algo semejante y seguro que si lo pensaba
en frío, aquello le provocaría una oleada
de repugnancia.
Pero la sensación de placer que
experimentó cuando su tío rozó la suave y
rosada piel de su ano fue demasiado
intensa. Nunca había sentido algo así.
Unido a eso, su tío movía dos dedos en el
interior de su vagina con intensidad,
presionándole con maestría aquella zona
que Eva consideraba su punto mágico.
Con la otra mano, el hombre le pellizcaba
con suavidad el clítoris, presionándolo
con la fuerza justa.
Eva no supo cuanto tiempo estuvo
así, pero mucho después, cuando recordó
la escena en la tranquilidad de su
habitación, estuvo segura de que fueron
más de diez minutos de un placer tan
intenso como no hubiese creído posible.
Eva llegó al orgasmo y se derritió de
placer. Sus pequeños gemidos se habían
convertido en un jadeo más ardiente que
su tío ni siquiera intentó acallar. El
hombre seguía aplicado a su tarea sin
bajar de intensidad y no paró hasta que
Eva se derrumbó literalmente en sus
brazos.
―Tío Jerry... ¿Qué..? ―balbuceó
Eva.
―Ahora me toca a mí ―la cortó su
tío tapándole la boca con la mano.
Su tío se acomodó en el pequeño
banco del probador y la sentó a
horcajadas sobre él, con la espalda de
Eva apoyada contra su musculoso pecho.
Ella podía ver la cara de su tío reflejada
en el espejo detrás de la suya. El hombre
sonreía y la miraba intensamente mientras
le masajeaba los senos desde atrás.
Eva miró hacia abajo y vio el
vigoroso pene de su tío salir de entre sus
piernas, casi como si fuera suyo. El
glande latía perceptiblemente,
contrayéndose y expandiéndose con un
ritmo hipnótico. Eva movió su mano a lo
largo del descomunal miembro,
acariciándolo suavemente.
―Agárrala fuerte, con las dos
manos.
Eva obedeció y comenzó a subir y
bajar la piel del reluciente pene. Una gota
de saliva escapó de sus labios
entreabiertos de forma accidental y cayó
justamente sobre el enrojecido capullo.
―Eso es, escupe sobre ella. Será
mejor para ti ―dijo su tío desde atrás.
Eva se quedó de piedra, pero ante la
insistencia de su tío hizo lo que este la
ordenaba. Escupió sobre el pene, que
comenzó a deslizarse con mayor soltura
bajo sus dedos. Su tío llevó las manos a
su entrepierna y comenzó a masajearla de
nuevo con brío.
Eva jadeó y echó la cabeza hacia
atrás. Su tío aprovechó para morderle el
lóbulo de la oreja y el cuello, provocando
que se estremeciese de placer.
―Es hora de que la pruebes
―anunció Jerry.
El hombre la elevó por las caderas y
la sentó suavemente sobre su pene. Era
muy grande y al principio su tío solo
presionó con la punta, sin llegar a entrar
dentro de ella. El contacto de aquella
carne dura y caliente sobre su sexo fue tan
intenso, que Eva sintió que se estremecía.
Poco a poco, el ariete fue abriéndose paso
dentro de ella, con mucha suavidad. Eva
nunca había tenido algo tan grande en su
interior. Toda su vagina sentía el contacto
y la presión sin que un solo centímetro se
viese libre.
Su tío comenzó a moverla hacia
arriba y hacia abajo, sujetándola
firmemente por la cintura. Eva veía a
través del espejo cómo el pene aparecía y
desaparecía dentro de ella, cada vez un
poco más profundo. La joven se mordió el
labio y comenzó a seguir el ritmo que
imponía su tío, moviéndose hacia arriba y
abajo, haciendo fuerza con sus caderas.
Eva nunca había experimentado algo igual
en toda su vida. De repente, la joven se
desembarazó de aquellas manos que la
sujetaban por la cintura y tomó el mando
de la cabalgada. Comenzó a bombear a un
ritmo aún más intenso mientras los
gemidos escapaban por su boca cada vez
más altos.
Eva oyó al dependiente atender a
unos clientes en una zona próxima.
Estaban demasiado cerca. Su tío pareció
darse cuenta de la situación y le cerró la
boca con una mano, mientras con la otra la
agarraba del cuello.
―No pares aunque entren ―ordenó
Jerry desde atrás.
Ella asintió mientras se movía como
si estuviera poseída. En aquel estado no
creía que hubiese podido parar ni aunque
hubiese querido. Oleadas de placer corto
pero penetrante se mezclaban con otras
más duraderas pero menos intensas.
Entonces su tío retiró la mano del
cuello y la bajó hasta sus nalgas. De
repente uno de sus dedos se coló en el ano
de Eva, en el momento en que ella bajaba
su cuerpo en una potente embestida.
Eva sintió un escalofrío prolongado
y se corrió cómo no lo había hecho nunca.
Una explosión de sensaciones se abrió
paso en su interior y por unos instantes
perdió la noción del tiempo. Mientras lo
hacía se mordió el labio con tanta
violencia que una fina línea de sangre roja
se dibujó en su boca. Al abrir los ojos
contempló la cara de su tío Jerry adornada
con una sonrisa de lobo. Entonces el
hombre rugió y Eva sintió una descarga
cálida en su interior, que la inundó
completamente. Su tío había llegado al
orgasmo solo unos segundos después que
ella. No sabía si había sido casualidad o
su tío había aguantado hasta ver cómo se
corría ella.
Jerry tardó unos pocos segundos en
reponerse. El hombre se levantó y le
tendió un paquete de pañuelos de papel de
forma desapasionada. En ese momento
tintineó la campanilla que anunciaba
nuevos clientes y casi al instante oyeron
las voces de Cindy y Beth charlando en la
entrada. Su tío la miró fijamente y se llevó
un dedo a los labios pidiéndole que se
mantuviese en silencio.
―Si crees que he acabado contigo
estás muy equivocada ―dijo con dureza.
Eran las mismas palabras que le
dedicó a Pamela, su secretaria, poco antes
de llevarla a la habitación contigua al
despacho para sodomizarla. Pasado el
momento de placer, Eva detectó un brillo
duro y agresivo en la mirada de su tío.
Jerry le tapó la boca con una mano y
cogió entre sus dedos un mechón de su
vello púbico. El hombre tiró con fuerza y
se lo arrancó de raíz.
Eva estuvo a punto de gritar pero no
quería que su tía les descubriese en
aquella situación. Una lágrima comenzó a
formarse en sus ojos, pero la joven
aguantó sin mostrar debilidad. Su tío
sonrió, se abrochó el pantalón y salió a la
salita de espera como si nada, se sentó en
el sofá y colocó el periódico abierto
sobre su regazo.
―Hola, cariño ―escuchó decir a su
tía Cindy―. ¿Y Eva?
―Sigue ahí dentro probándose los
trapos que le has elegido.
―¿Todavía? ―preguntó extrañada
su tía.
―Ya te dije que no parecía una
chica muy lista ―repuso Jerry en voz alta.
Eva enrojeció. No sabía si su rubor
estaba más provocado por la rabia que le
produjo aquella frase o por el
comportamiento tan increíble que había
tenido. Aunque había luchado contra ese
instinto animal que la subyugaba, no había
conseguido hacerle frente. Y no solo eso,
acababa de tener una… sucia relación con
su tío Jerry, el esposo de Cindy. Aún no
conocía muy bien a la mujer, pero se
sentía fatal. Había traicionado a la única
persona que la había tratado bien desde su
llegada, comportándose de aquella
manera. Y lo que lo hacía aún peor, aquel
había sido el orgasmo más intenso y
placentero que había sentido nunca. Y se
lo había provocado un hombre al que
creía odiar profundamente. Eva no quiso
recordar el dedo que su tío le había
introducido en el ano unos instantes antes
del clímax. Estaba demasiado
avergonzada.
CAPÍTULO 7

Eva se quitó la blusa y la falda, y se


miró en el espejo del baño. Habían
pasado varias horas desde su encuentro
íntimo con su tío Jerry, pero aún sentía el
tacto de sus manos sobre sus nalgas.
Quería borrarlo, pero… se había
sorprendido pensando en ese vergonzoso
momento varias veces mientras
continuaba de compras con su tía Cindy y
su amiga. Su tío ejercía sobre ella un
extraño embrujo, como un sortilegio de
pasión que un poderoso mago hubiese
lanzado sobre ella. Sabía que su tío era
una mala persona, lo sabía incluso antes
de llegar, y en el poco tiempo que había
estado allí, se había hecho más evidente.
Pero aún así…
Sacó su móvil del bolso y lo colocó
sobre la estantería del baño. Solo tenía un
contacto en la memoria del teléfono
marcado con una escueta D mayúscula.
Identificaba a la única persona que le
importaba en el mundo. De nuevo estuvo a
punto de sucumbir a la tentación y llamar
a aquel número, pero… simplemente no
podía hacerlo. Tenía que ser fuerte y
esperar.
La joven comprobó la temperatura
del agua de la bañera y decidió que ya
estaba suficientemente caliente. El cuarto
de baño era tan grande como el salón de
su antigua casa. Se encontraba en la parte
superior de la mansión, cerca de su propia
habitación. Su tía Cindy le había dicho
que podía usar el jacuzzi y darse un baño
caliente de burbujas. Ella le prometió que
se encargaría de que nadie la molestase
allí.
Eva acabó de desnudarse. El espejo
le devolvió una figura voluptuosa de
grandes curvas con una mata de pelo
oscuro que cubría su zona más íntima. La
joven se tocó cuidadosamente allí dónde
su tío Jerry le había arrancado un pequeño
mechón de pelo. No le dolía, pero tenía
esa zona ligeramente irritada.
Después de haber contemplado la
vulva completamente rasurada de Pamela,
Eva había sentido el deseo de hacer lo
mismo en su conejito. No sabría decir por
qué, pero ahora que se lo veía en el
espejo era casi una necesidad.
Se acercó al mueble del baño y
encontró un bote de espuma de afeitar y
una cuchilla sin estrenar. Se las llevó al
baño y se sumergió poco a poco en el
agua caliente. Eva disfrutó un buen rato de
aquella sensación de quietud y relajación,
con el tibio líquido besándole los senos.
Apretó uno de los botones del jacuzzi, y
una explosión de chorros y burbujas
comenzó a masajear su cuerpo. Uno de
esos chorros le alcanzaba en el muslo,
cerca del trasero. Eva cambió de postura,
haciendo que el chorro golpease
directamente entre sus piernas. El agua
salía fuerte y le presionaba la vagina con
potencia. No era doloroso, sino todo lo
contrario. Además no tenía que
avergonzarse delante de nadie, pues
estaba completamente sola en la bañera.
Después de un buen rato de disfrutar
de los chorros y burbujas, Eva se
incorporó y se sentó en borde del jacuzzi,
con las piernas aún dentro del agua. La
joven comenzó a recortarse su melena
íntima con unas tijeritas, poniendo mucho
cuidado en lo que hacía. Cuando acabó se
miró al espejo. Estaba mucho mejor, pero
no estaba completamente satisfecha, ni
mucho menos. Con mano inexperta se
echó una cantidad generosa de crema de
afeitar y comenzó a extenderlo sobre el
vello púbico recién cortado.
Cuando hubo acabado, comenzó a
pasar suavemente la chuchilla de afeitar.
Empezó por la zona más próxima al
ombligo para ir bajando poco a poco. No
tuvo muchos problemas con las ingles
pues ya las tenía depiladas, ni tampoco
con el pelo más alejado de su sexo. Pero
cuando comenzó a rasurarse la zona más
próxima a su rajita, se dio cuenta de la
enormidad de la tarea. Era muy
complicado apurar bien entre los
pequeños pliegues más recónditos y la
operación se fue haciendo más delicada
por momentos. No pudo evitar hacerse un
par de minúsculos cortes y algunas zonas
se irritaron, adquiriendo un tono rojizo,
pero a pesar de ello no paró.
Al terminar, contempló su obra y
quedó muy satisfecha. Estaba
completamente rasurada, tal como había
venido al mundo. Se sentía extrañamente
desprotegida pero a la vez mucho más
sexy y liberada. Eva pasó dos dedos
suavemente sobre la piel desnuda de vello
y sintió un ligero escozor.
En ese momento la puerta del baño
se abrió de improviso y Eva gritó
asustada.
―¡Oh! Perdona, Eva, creí que ya
habías terminado ―se disculpó su tía
Cindy.
―¿Eh? Sí, me he quedado un buen
rato... ―respondió Eva azorada.
―¿Pero qué tienes ahí? Te has hecho
una par de heridas depilándote ―exclamó
Cindy mirándola fijamente entre las
piernas.
―No te preocupes, no es nada.
―Claro que me preocupo. Tenemos
que cuidar esas heridas, querida, si no, se
pueden volver muy molestas, créeme.
Su tía abrió el cajón y sacó un
botiquín de mano. Cogió un par de
botecitos y unas gasas y se acercó a la
bañera.
―De verdad que no ha sido nada,
Cindy.
―Tranquila, deja que me ocupe de
ello.
Su tía la hizo salir de la bañera y la
sentó en un pequeño taburete.
―Abre bien las piernas ―dijo con
aire profesional.
Eva, renuente, acabó haciéndole
caso. Su tía le inspiraba confianza, pero
nunca antes una mujer le había tocado su
zona íntima.
―Vamos, no tengas miedo. No te
voy a comer ―dijo Cindy cordialmente.
Su tía echó un líquido sobre la gasa
que aplicó después suavemente sobre las
heridas. Escocía mucho. Abrió un
pequeño bote y se echó unas gotas de
pomada en los dedos.
―Esto aliviará el escozor.
Cindy comenzó a extender
suavemente la pomada sobre su monte de
Venus ahora completamente pelado. Una
ola de frescor se extendió por su piel
irritada, aliviándola.
―Muchas gracias, Cindy.
―No hay de qué. Tú harías lo mismo
por mí.
Su tía continuó dándole aquel
placentero y suave masaje, aunque la
pomada ya se había absorbido
completamente. Eva la miró un segundo
descubriendo un brillo oculto en la mirada
de Cindy. Su tía tenía los carnosos labios
abiertos y se mordía ligeramente la punta
de la lengua. Eva no podía asegurarlo,
pero creía que Cindy estaba excitada.
Tuvo una sensación muy extraña. No
le gustaban las mujeres, de eso estaba
segura. Pero por un instante estuvo tentada
de coger la mano de su tía y dirigirla
hacía la entrada de su cueva. Cindy captó
su mirada y asintió con la cabeza, como si
le hubiese leído el pensamiento.
Un ruido en la puerta interrumpió
aquella extraña situación. Al principio,
Eva lo agradeció, pero cuando la cabeza
de su desagradable primo apareció por la
puerta, se arrepintió al instante.
―¿Pero qué coño estáis haciendo?
―graznó al verlas en aquella situación.
―Tu prima se ha lastimado ―dijo
Cindy levantándose ―. Y yo la estoy
curando ―añadió con firmeza.
―Ya, y yo soy el rey de Camelot y
esta es mi espada mágica ―dijo su primo
Alex agarrándose el paquete.
―¿No sabes que no se puede entrar
aquí sin permiso? ―replicó Cindy
molesta.
―Sólo quería mear, pero ya veo que
tenéis otras cosas más importantes entre
manos ―dijo con una risita ―. ¿Sabe
algo de esto mi padre?
―No. Como tampoco sabe que le
robas dinero de su cartera a escondidas
para comprarte esas revistas de porno
«sado» que guardas en tu baúl bajo llave.
¿Quieres que vayamos a contárselo?
―replicó Cindy.
―Maldita puta bollera ―rechinó
Alex entre dientes.
―Nos veremos en la cena…, hijo
―dijo su tía mientras su primo Alex salía
indignado del cuarto de baño.
―¿De verdad le roba al tío Jerry
para comprar revistas sadomasoquistas?
―preguntó Eva asombrada.
Su tía se encogió de hombros.
―No le he visto hacerlo nunca, pero
conociendo su carácter y sus gustos era lo
más probable. Y parece que he acertado.
Eva sonrió. Cindy parecía tan buena
persona que le costaba creer que hubiera
acabado con alguien como su tío Jerry.
―¿Te puedo hacer una pregunta?
―preguntó Eva tímidamente.
―Claro, adelante.
―¿Eres feliz con Jerry?
La mujer la miró unos instantes y
sonrió con tristeza.
―La felicidad es difícil de medir.
Mi familia era muy pobre y de joven
pasamos muchas penalidades. Cuando
veía en televisión cómo vivía la gente
rica, me decía a mí misma que algún día
yo sería como ellos. Esa siempre fue mi
máxima ambición. Pero ahora que lo
tengo…
―¿No te gustaría empezar una nueva
vida, lejos de aquí?
Cindy sonrió.
―¿Y qué haría? Todo lo que tengo
es de Jerry. Sus abogados hicieron un
excelente trabajo con el contrato
prematrimonial. Pero, bueno, de nada vale
quejarse, hay mucha gente peor que yo ahí
fuera.
―Pero el tío Jerry…
―Tu tío es un mal necesario Eva.
Ojalá nunca tengas que hacer lo que he
hecho yo, pero no quiero volver a
Chicago y vivir como lo hacía antes. Hay
aspectos muy malos en esta relación pero
hay otros que los compensan. Mi familia
ahora está bien, mis padres viven en un
bonito apartamento propiedad de tu tío, y
mi hermana tiene un trabajo decente en
uno de los negocios que Jerry tiene en la
ciudad.
―Perdona, Cindy, no quería
juzgarte.
―No te preocupes, cielo, sé que no
lo hacías con mala intención.
Eva le tomó la mano. Su tía cada vez
le gustaba más…, en el buen sentido,
claro. Aunque había tenido un momento de
flaqueza, a Eva le gustaban los chicos.
―Bueno, pues esto ya está ―dijo
Cindy recogiendo las medicinas y las
gasas.
―Gracias, Cindy.
―De nada. Y la próxima vez que te
vayas a depilar ahí, avísame, te llevaré a
mi salón de belleza y te dejarán perfecta
sin hacerte ni pizca de daño ―dijo
sonriente.
―Lo haré ―prometió Eva.
―Ah, se me olvidaba ―dijo su
tía―. Mañana por la mañana voy a ir con
Beth y dos amigos al club de tenis, y
queríamos que nos acompañes.
―Nunca he jugado al tenis.
―No te preocupes, no vamos a jugar
demasiado al tenis ―anunció su tía con
una sonrisa pícara―. Pero seguro que
encontramos alguna otra forma de
divertirnos.
CAPÍTULO 8

Las masajistas se desprendieron de


sus quimonos mostrando sus pequeños y
bien formados cuerpos. Las dos tenían
rasgos orientales, y el cabello largo y
negro colgando hasta sus estrechas
cinturas. La más alta tenía tatuado un
dragón que le bajaba por la espalda hasta
el trasero. A Jerry le encantaba, porque la
cola del dragón nacía entre la línea culo.
Su compañera, en cambio, lucía varios
símbolos chinos grabados en el cuello y
los tobillos, algo mucho más
convencional. Ambas eran preciosas, y
como ya sabía de otras veces, costaban un
ojo de la cara.
Sentado a su lado, en el jacuzzi
gigante, el alcalde miraba con la boca
abierta a las dos chicas.
―No tengas prisa por decidirte,
Eddy, aún tenemos mucho tiempo por
delante.
―Joder, hacía mucho tiempo que no
salía a «relajarme» ―dijo el alcalde
sonriendo― Tenemos demasiado trabajo
últimamente, y cuando llego a casa, mi
mujer no está de buen humor
precisamente.
―Ya sabes cómo son las mujeres, si
trabajas mucho les molesta que nunca te
vean, y si trabajas poco se quejan de que
eres un vago.
El alcalde sonrió y levantó la copa
de champán.
―Por que los negocios sigan viento
en popa, Jerry.
―Por los negocios… y por las
mujeres guapas ―añadió Jerry al brindis.
Los hombres apuraron las copas y
una de las chicas se apresuró a rellenarlas
de una carísima botella. Aquello le iba a
costar unos miles de dólares, pero los
beneficios que Jerry iba a obtener en
aquel negocio eran de varios millones.
―Tú sí que sabes vivir bien la vida
―dijo el alcalde con las mejillas rojas y
la voz achispada por el alcohol―. Tienes
una mujer la mitad de joven que tú y
encima está como un tren.
―Es muy guapa, sí ―contestó Jerry.
Habían estado cenando en casa del
alcalde la otra noche, y comparada con la
vieja gorda de piel apergaminada que
tenía el alcalde por esposa, Cindy se
podría considerar una diosa.
―Además… tiene pinta de ser una
fiera en la cama, ¿eh? ―preguntó el
alcalde con los ojos entornados.
―Tienes buen ojo para las mujeres,
Eddy. Sí, es una auténtica fiera. Le gusta
hacerlo todo y todas las veces que le
pidas... Pero, ¿sabes una cosa? Después
de dos años haciéndolo con la misma
mujer, por muy guapa y joven que sea, uno
se acaba hartando. Por eso, tenemos que
darnos nuestros pequeños caprichos.
―Bien dicho ―rió el alcalde―. Yo
tendría que haberlo hecho mucho antes. Es
bueno tener una esposa que te permita
mantener una fachada de honorabilidad y
luego… a divertirse con otras.
Jerry observó cómo Eddy apuraba su
tercera copa de champán y no dijo nada.
Lo que el alcalde no sabía era que Jerry
no tenía intención de seguir mucho más
tiempo con Cindy. Últimamente su mujer
se había vuelto mucho más difícil de
manejar; se mostraba fría con él y no
accedía a cumplir sus deseos como antes.
Los días de Cindy como su esposa estaban
llegando a su fin. La pobre idiota tendría
que volver a Chicago y ganarse allí la
vida. Si era inteligente, se haría puta de
lujo; si era estúpida, acabaría sirviendo
platos combinados en algún restaurante de
segunda. Ese ya no era su problema, ya ni
siquiera la consideraba su mujer. Tal vez
Pamela, su secretaria, cumpliría mejor esa
función.
―Por cierto, esa sobrinita tuya que
ha venido de Europa… ¡Madre mía! La vi
el otro día paseando y me quedé sin
respiración―continuó el alcalde.
―Sí, es una chica muy… ardiente
―respondió Jerry, misterioso―. Lo sé de
primera mano.
―¿No me irás a decir que te la has
tirado?
Jerry se rió y vació de nuevo su copa
de champán. El alcalde le miró con
envidia y rompió a reír con una risa beoda
y turbia. Ya estaba preparado para hablar
de negocios, pero antes, le daría un poco
más de lo que el viejo verde necesitaba.
―Verás, Eddy, esa pequeña belleza
lleva dentro una zorra como no había
visto antes. Hace unos días acompañé a
Cindy y a Eva a comprar ropa, y mientras
mi mujer se fue con Beth a otra tienda, la
putilla se metió en el probador.
Jerry pidió que rellenaran su botella
con gesto teatral, haciendo una pequeña
pausa para incrementar el interés del
alcalde.
―Sigue, joder.
―Pues como te he dicho, la muy puta
se metió en el probador y comenzó a
tocarse. La vi a través del espejo y me
metí con ella para… echarle una mano.
―Serás… ¿Te follaste a tu propia
sobrina en el probador de una tienda de
ropa? ―preguntó el alcalde con
admiración y asombro.
―Y espero hacer mucho más que
eso. Esta semana pretendo desvirgarle el
culo, la misma noche en la que doy la
cena de gala, como colofón final.
―¿Pero cómo vas a hacerlo con tu
mujer en casa?
―Lo tengo todo preparado
―respondió Jerry con una sonrisa
enigmática.
―¡Fiuuuu! ―silbó el alcalde―.
Será una gran noche para todos. Nosotros
vamos a cerrar un gran acuerdo y tú vas a
llevarte un buen trofeo.
―Ya lo creo. Pero necesito tener
firmados todos los permisos antes del
jueves ―dijo Jerry utilizando un tono
mucho más serio y profesional.
Esa noche, Jerry iba a darle al
alcalde los tres millones de dólares
pactados para permitir la construcción de
uno de los mayores parques comerciales
de la zona. Era un soborno millonario, con
el que Jerry calculaba obtener unos
cincuenta millones de beneficio en cinco
años. Pero no podía haber ningún fallo.
―Tendré que mover un par de hilos
para conseguir las licencias tan rápido
―dijo Eddy frunciendo el entrecejo―.
No podré hacer nada si algún propietario
no está de acuerdo.
―Ya te dije que estaba todo
arreglado ―dijo Jerry con dureza.
―No sé, ha llegado a mis oídos que
Kevin Payton estaba poniendo problemas.
Si se habla demasiado del tema, la gente
empezará a ponerse nerviosa y a hacer
preguntas.
―Payton ya no es un problema.
―Jerry chascó los dedos y una de las
masajistas le acercó una cartera de piel.
Jerry sacó unas hojas grapadas y se las
mostró con mucho cuidado al alcalde,
asegurándose de que quedaban lo más
lejos posible del agua.
―Es el contrato de Payton. Firmado
y sellado ―dijo Jerry.
―¡Joder! Los chicos de mi
departamento me habían dicho que el
viejo cabrón nunca vendería. ¿Cómo lo
has logrado?
―Todo hombre tiene su punto débil
―dijo Jerry con un ligero tono de
amenaza―. Y Payton no es la excepción
―añadió.
El alcalde le miró unos segundos.
Había respeto en su mirada, pero también
unas gotas de temor. Eso le convenía a
Jerry, aunque ahora era el momento de
ponerle el caramelo.
―No te olvides de traer una bolsa
grande, ya tengo preparado todo el dinero
―dijo Jerry en voz baja.
―No te preocupes. Llevaré mi bolsa
de los palos de golf.
―Bien, será perfecto. Aparcarás el
coche en el garaje y te daré allí el dinero.
Ten cuidado, Eddy, tres millones son
difíciles de ocultar.
―Tranquilo, yo también lo tengo
todo previsto ―dijo el alcalde con un
brillo codicioso en los ojos.
Con ese dinero, el viejo necio no
tendría que preocuparse por su jubilación,
pensó Jerry. Ni siquiera tendría que
presentarse otra vez a la alcaldía y eso
quitaría de en medio a un grandísimo
incompetente. Después de todo, sus
turbios negocios acabarían por venirle
bien a la comunidad, pensó Jerry
esbozando una sonrisa cínica.
―Pues entonces no pensemos más y
dediquémonos a lo nuestro.
Jerry dio unas palmadas y las dos
masajistas se metieron en el agua con
ellos. La del dragón en la espalda se
dedicó a masajearle los pies, mientras que
su compañera se ocupaba del alcalde. El
jacuzzi era tan grande que estaba dividido
en dos pequeñas piscinas que se podían
separar por un panel de bambú y papel,
decorado con un espléndido paisaje
japonés.
―Démosle un poco de intimidad a
nuestro invitado ―dijo Jerry a la mujer
del dragón.
Esta se levantó en silencio y corrió
el panel que separaba ambas piscinas. El
alcalde y su acompañante quedaron
reducidos a unas sombras que se movían
al otro lado. En realidad, la única que se
movía era la chica del tatuaje en el cuello
y a juzgar por el movimiento oscilante de
su cabeza y los gemidos entrecortados del
alcalde, Jerry creyó adivinar lo que
estaba haciendo.
Jerry giró la cabeza y contempló una
de las esquinas de la sala. La pequeña y
casi indetectable lucecita roja indicaba
que la cámara allí oculta estaba grabando.
Incluir ese servicio le había costado
bastante, pero el dueño del local tenía una
deuda pendiente con él, y Jerry siempre
cobraba sus deudas. Ya no había marcha
atrás posible para el alcalde, pensó Jerry
sonriente.
―Quiero lo mismo que le está dando
tu compañera a mi amigo ―le dijo a la
masajista―. Y luego exploraré a fondo la
cola de ese dragón tuyo. Quiero saber
cómo es la gruta en la que vive ―añadió
sonriente.
Lo último que vio Jerry antes de
cerrar los ojos y gemir de placer, fue la
cabeza de un dragón sumergiéndose en el
agua.
CAPÍTULO 9

Eva no debería estar en aquella


habitación, pero al mirar por la ventana,
vio al joven jardinero trabajando, y se
quedó unos segundos observándole
fascinada. Eran las siete de la tarde y los
últimos rayos de sol arrancaban brillos
dorados en la piel de Danny. Estaba
cavando una zanga en el jardín y los
musculosos brazos se hinchaban con cada
golpe de la azada. El sudor hacía que sus
abdominales se marcasen ostensiblemente
y su pecho varonil parecía esculpido en
bronce. Eva no recordaba que estuviese
tan fuerte.
―¿Qué haces en mi cuarto? ―una
voz sonó áspera a sus espaldas.
Eva se dio la vuelta y se encontró
cara a cara con su primo Alex. El joven la
miraba con una media sonrisa torcida, que
le daba el aspecto de una serpiente con
acné juvenil. No tenía que haberse
demorado tanto allí, se reprendió Eva.
Alex se acercó amenazador y miró
también por la ventana.
―¿Espiando al servicio? ―preguntó
con ironía.
―Solo estaba viendo la puesta de
sol ―replicó Eva.
―Eres tan embustera como decía mi
padre.
El joven dio un paso hacia ella.
―Te lo repito, ¿qué haces en mi
habitación?
―No sabía que fuese tu cuarto.
―Esta no es tu casa, que no se te
olvide. No puedes ir por ahí entrando en
las habitaciones de los demás. Si no fuese
por esa estúpida de Cindy, mi padre te
habría colocado en tu verdadero lugar, en
la casa de los criados. Pero tranquila, que
te voy a enseñar buenos modales.
La única puerta se encontraba al otro
extremo de la habitación y su primo Alex
se interponía en su camino.
―¿Qué quieres de mí? ―preguntó
Eva inquieta.
―Ya sabes lo que quiero, zorrita. Lo
mismo que le has dado a mi padre y lo
mismo en lo que estabas pensando cuando
mirabas a ese estúpido mexicano forzudo.
―No te acerques más o gritaré ―le
amenazó Eva tratando de que su voz
sonase firme.
―Puedes gritar todo lo que quieras,
eso lo hará más divertido. A esta hora no
hay nadie en casa, pero si quieres lo
podemos grabar para enseñárselo luego a
mis amigos ―dijo Alex sonriente.
Eva miró alrededor, no había nada
cercano que pudiese utilizar para
defenderse. Su primo se carcajeó y
avanzó hacia ella, estrechando el cerco.
Cuando estaba a unos dos metros, Eva se
movió rápidamente hacia un lado y cruzó
la cama de un salto en dirección a la
puerta. Su primo no esperaba aquella
reacción tan rápida, pero en seguida se
giró y fue tras ella. Eva cogió el pomo y
abrió la puerta. Justo cuando iba a salir,
Alex la agarró por la espalda y tiró de
ella hacia atrás. Eva gritó, arañó y pataleó
a su primo, pero este era mucho más alto y
fuerte, y consiguió meterla en la
habitación. Después cerró la puerta y la
miró con odio.
―Mira lo que me has hecho, zorra.
Alex tenía varias marcas de arañazos
en el cuello y en la cara.
―No te preocupes, me pienso cobrar
hasta la última gota de sangre.
―¡Aléjate de mí, cerdo! ―gritó
Eva.
Eva miró a su alrededor buscando
algo con que defenderse. Cogió un florero
de porcelana de la mesilla, no era una
gran defensa pero era mejor que nada.
―Eso es, prefiero que me lo pongas
difícil ―dijo su primo.
Y eso es lo que Eva pensaba hacer.
La joven se abalanzó sobre su primo con
el jarrón en alto y trató de golpearle en la
cabeza. Su primo se escurrió hacia un
lado y el golpe le pasó rozando la sien y
se estrelló contra su hombro.
―¡Joder! ―gritó Alex.
El golpe había sido fuerte, pero no lo
suficiente. Su primo se giró y la atrapó
con fuerza por el brazo, retorciéndoselo.
La muñeca de Eva tembló, y el jarrón
cayó al suelo y se hizo añicos. Alex la tiró
violentamente contra la cama y se sentó
sobre ella, sujetándole ambas manos e
inmovilizándola.
―Así está mejor, zorra. Ahora
veremos qué tal te portas.
―¡Suéltame, cabrón! ―gritó
impotente.
Eva pataleaba e intentaba desasirse
de las garras de acero de su primo, pero
este la tenía inmovilizada. Una lágrima de
impotencia asomó a su mejilla, pero luchó
con denuedo para evitar que su primo la
viese. Tenía que resistir.
Eva pataleó y consiguió golpearle
con la rodilla en las costillas, pero no fue
suficiente para liberarse de él.
―Estate quieta, puta, o será peor
para ti.
Su primo le abrió las piernas con
fuerza y se quitó los pantalones. Eva pudo
ver el bulto que se marcaba bajo sus
calzoncillos. Aquel cerdo se excitaba con
la violencia.
―Al final acabarás pidiéndome más.
Alex le quitó la falda violentamente
y le apartó las bragas hacia un lado. El
joven se tumbó sobre ella y Eva pudo
notar la carne dura y caliente del miembro
de su primo.
―No lo hagas, por favor ―suplicó
Eva. La rabia había dejado paso al miedo.
―Ya no estás tan segura de ti, ¿eh,
guarra? Ahora vas a saber lo que es un
hombre de verdad.
Alex le arrancó la camiseta y le
subió el sujetador. Después le agarró los
pechos y le mordió un pezón con tanta
fuerza que casi la hizo sangrar.
―Ya basta de tanto precalentamiento
―dijo su primo con sorna.
El joven se apretó más contra ella y
Eva notó cómo el pene de su primo
buscaba su entrada con violencia. La iba a
penetrar. Eva cerró los ojos esperando lo
peor.
Pero no llegó a producirse. Se oyó
un golpe seco y su primo Alex gimió de
dolor. Después el joven cayó sobre ella
como un fardo. Al abrir los ojos lo
primero que vio Eva fue el rostro redondo
y tranquilo de su salvador. Su primo
Bobby esgrimía una lámpara en la mano
con un ligero rastro de sangre.
―Gra… gracias ―logró
tartamudear Eva.
―¿Estás bien? ―dijo Bobby
mientras le quitaba de encima a su
hermano Alex. Era la primera vez que oía
hablar al muchacho. El tono de su voz era
suave y tranquilizador.
―Sí, no ha llegado a... ―Eva se
desplomó sin acabar la frase.
―Tranquila, ya ha pasado todo
―dijo Bobby abrazándola.
Su primo Alex gimió sobre la cama y
se dio la vuelta lentamente.
Bobby recostó a Eva sobre un sofá
con mucho cuidado y se acercó a su
hermano.
―¿Qué me has hecho, retrasado?
―dijo Alex mirándole con odio.
Bobby no se arredró y agarró a Alex
por el cuello apretándole contra la cama.
Bobby era mucho más grande y corpulento
que su hermano, y en una pelea cuerpo a
cuerpo no tendría nada que perder. Pero
por lo que Eva sabía, Alex siempre había
dominado e intimidado a su tímido
hermano… hasta ese momento. Bobby le
dio un rodillazo en la entrepierna y Alex
se contorsionó como una marioneta
mientras gritaba de dolor.
―Escúchame bien porque solo te lo
voy a decir una vez más ―dijo Bobby con
su habitual tono calmo―. Si vuelves a
molestarla, te mataré. Si vuelves a
hablarle, te mataré. Si vuelves a mirarla,
te mataré, y si vuelves a respirar cerca de
ella, también te mataré.
Lo dijo con tanta tranquilidad y
serenidad, que la amenaza tuvo un efecto
mucho más impactante que si hubiese sido
proferida con agresividad.
Eva cerró la mano en torno al objeto
metálico que había guardado antes de que
llegase Alex en su bolsillo. Al menos
había obtenido lo que había venido a
buscar al cuarto de su primo.

Eva estaba paseando por el jardín


junto a Bobby. Se colgaba del brazo del
muchacho y disfrutaba de aquel momento
de tranquilidad después de la tormenta.
Bobby era un chico callado y tranquilo.
Debía de pesar cerca de cien kilos, y
aunque su rostro no era muy agraciado,
tenía una dulzura que le hacía resultar
agradable.
Al salir de la casa se habían cruzado
con Danny, el jardinero, pero Eva había
cambiado de dirección antes de pasar a su
lado y había evitado su mirada. Ahora se
encontraban en una zona del jardín alejada
de la casa, con una capa de ramas
protectoras bajo sus cabezas. Estaba
anocheciendo y los farolillos del camino
creaban la atmósfera de un cuento de
hadas.
―Muchas gracias por salvarme
―repitió Eva con sinceridad.
―Tú habrías hecho lo mismo por mí.
Desde que te vi llegar sabía que no eras
como ellos ―dijo el gigante con cierta
tristeza.
―Tú tampoco eres como ellos.
Aquella sencilla frase fue recibida
por Bobby como un auténtico regalo.
―Deberías irte cuanto antes
―sugirió el joven.
Eva no contestó, sino que bajó la
mirada. Habría querido hablarle de sus
planes y esperanzas de futuro, pero
simplemente no podía.
―¿Y tú? ¿Por qué sigues aquí?
―Me gusta creer que protejo a
Cindy… y ahora también a ti. Pero dentro
de dos meses me marcho a la universidad
de Florida. Me mudaré allí con mi madre,
así que no tendré que aguantarles muy a
menudo.
La joven le tomó la mano. Era
enorme y cálida. Se quedaron así una
hora, contemplando tranquilamente el
anochecer en la quietud del jardín, con el
rumor de una pequeña fuente cercana y el
trinar de los pájaros como única
compañía.
Eva no pudo verla, pero intuyó una
lágrima resbalando por la mejilla de
Bobby y le dio un abrazo. Después
volvieron a la casa y cada uno se dirigió a
descansar a su cuarto. Eva abrió su
cartera, contempló largo rato la pequeña
tarjeta de presentación y la leyó en un
susurro.
―Martin Walcox, policía de Los
Ángeles.
De tanto mirar la tarjeta se había
aprendido el número de teléfono de
memoria. Por unos instantes se planteó
llamarle y contarle lo sucedido con Alex,
pero después desechó esa idea y se echó a
dormir. Aquella noche Eva y Bobby
tuvieron un sueño profundo y tranquilo.
Alex en cambio tuvo una noche más
movida. Tenía la cara hinchada por los
arañazos y el hombro le dolía a
consecuencia del golpe con el jarrón. Una
fuerte jaqueca era el recuerdo del mazazo
recibido en la nuca. Pero lo peor de todo
era aquel terrible dolor que sentía en sus
partes, que por mucho hielo que se
pusiese, no parecía menguar. A las dos de
la mañana abandonó la casa a hurtadillas
y llamó a un taxi. La carrera hasta el
hospital le costó un dineral y al llegar a
urgencias se encontró un panorama
desolador. Hasta las tres y media de la
mañana no le atendieron.
CAPÍTULO 10

El club de tenis era el sitio más


elegante y selecto en el que Eva había
estado nunca. Los camareros parecían
sacados del catálogo de una agencia de
modelos y estaban tan atentos a los
movimientos y necesidades de los socios
que a Eva le resultaban agobiantes.
Cindy había quedado allí con su
amiga Beth, a la que acompañaban tres
jóvenes tan atractivos, que habrían
obtenido fácilmente un puesto como
camareros del club. Pero estos eran
jóvenes ricos que vestían ropas de marca
y llevaban sus raquetas con la naturalidad
que dan los años de experiencia. Eva, en
cambio, se sentía como el patito feo entre
un grupo de formidables cisnes.
Habían jugado al tenis en dos pistas
adyacentes por espacio de una hora, en las
que Eva, fuese con quien fuese, había
perdido. Su contribución al juego había
sido nula. Le había resultado muy costoso
golpear aquella endemoniada bola
amarilla, y cuando lo había logrado, el
resultado había sido poco satisfactorio.
Pero todos los amigos de Cindy se
mostraron encantadores y habían tratado
de ayudarla corrigiendo sus golpes y su
postura, aunque con escaso éxito. Uno de
los chicos, David, se había mostrado
especialmente deseoso de enseñarle,
acompañando sus explicaciones de un
contacto muy cercano.
Eva se había dejado instruir y aquel
sentimiento visceral de excitación había
vuelto a renacer en ella. No sabía qué le
ocurría, pero desde que había llegado a
California, un deseo sexual como antes no
había experimentado se había hecho
dueña de ella. Sin embargo, Eva estaba
dispuesta a ser fuerte y aguantar, así que
había puesto cierta distancia de por medio
con David y había intentado concentrarse
en aquel estúpido juego.
Después de agotarse persiguiendo la
pelotita bajo el sol, se habían retirado a
los vestuarios para darse una ducha. Allí
pudo contemplar desnudas a sus dos
nuevas amigas, asombrándose antes sus
cuidados y esculturales cuerpos. Las dos
tenían su entrepierna completamente
rasurada, a lo que Beth añadía un tatuaje
en forma de fresa muy cerca de la vulva.
Eva se quedó demasiado tiempo
contemplando aquel dibujo, y al levantar
los ojos, vio a su tía observándola con
una sonrisa enigmática.
Tras la ducha, el grupo se dirigió a
tomar un refrigerio en una sala privada en
la que solo estaban ellos seis. Había tres
grandes sofás mullidos y cómodos, y una
camarera les trajo varias botellas de vino
para después retirarse discretamente
cerrando la puerta al salir.
―Para no haber jugado nunca lo
haces muy bien, Eva ―mintió David
descaradamente. El joven se las había
arreglado para sentarse a su lado,
robándole literalmente el sitio a otro de
los chicos.
―Muchas gracias ―respondió Eva
―. Pero todo el club se ha dado cuenta de
lo mal que juego. Este deporte no es para
mí.
―Bueno, hay otras muchas cosas
más divertidas que jugar al tenis ―terció
Beth, la amiga de Cindy, mientras
agarraba del cuello a un chico alto y
moreno llamado Arty. El chico había sido
la pareja de tenis de Beth y esta le mordía
ahora el lóbulo de la oreja
descaradamente. Eva sabía que aquel
chico no era su marido, pero a nadie
parecía importarle ni escandalizarle.
―Por cierto, Cindy, he oído que dais
una pequeña fiesta este fin de semana
―dijo David. El joven dejó caer su mano
cerca de la de Eva, casi como por
casualidad, rozándola ligeramente.
―Sí, tenemos una aburrida cena de
las que organiza mi marido ―respondió
su tía Cindy haciendo un mohín.
―¿Por qué no nos invitas?
Animaremos a esa panda de viejos ―dijo
el tercer hombre del grupo. Se llamaba
Paul, era un poco mayor que los otros dos,
aunque para el gusto de Eva era el más
guapo.
―No creo que mi marido estuviese
muy de acuerdo, ¿no crees? ―dijo Cindy
posando la punta de la lengua sobre el
borde de la copa―. A no ser que queráis
trabajar como camareros… Vamos a estar
muy escasos de servicio.
―Os serviríamos las copas con
mucho cariño y con un poquito de
afrodisiaco ―dijo David, mientras le
acariciaba la mano a Eva por debajo de la
mesa.
Eva la retiró discretamente y tomó
parte en la conversación. Aquello le
interesaba mucho.
―¿Tanta gente se necesita para la
cena? ―dijo.
―Tu tío quiere anunciar algo muy
importante, así que ha invitado a toda la
gente importante de los alrededores.
Vendrán políticos, periodistas, un montón
de lameculos y muchos tiburones
financieros ―dijo Cindy―.
Necesitaremos un montón de camareros y
está siendo muy difícil conseguirlos
―añadió disgustada.
―¿Y por qué no utilizas a gente del
servicio? Por ejemplo, los
jardineros―dijo Eva.
―No sé si estarán cualificados
―respondió Cindy dubitativa―. Tu tío es
muy exigente y pierde fácilmente la
paciencia.
―Pero hay dos o tres jóvenes que
tienen muy buena apariencia, y yo podría
enseñarles el protocolo ―insistió Eva.
―¿No será que quieres que te
atienda ese jardinero morenazo?
―intervino Beth―. Te advierto que llevo
tres semanas intentando tirármelo y no he
hecho muchos progresos… Y tu tía
tampoco.
Eva bajó la cabeza avergonzada,
pero los demás rieron la gracia mientras
se servían más copas de vino. Su tía
Cindy tenía las mejillas rojas por el
alcohol y Eva también se sentía flotar.
Solo había bebido una copa, pero no
estaba acostumbrada a tomar un vino tan
fuerte y eso le estaba pasando factura.
―Eso es cierto. No hay forma de
que ese chico se interese por nosotras
―dijo Cindy moviendo la cabeza―. Lo
de los jardineros no es mala idea, Eva,
aunque tendría que contar con tu tío, y no
creo que le guste la idea.
―Pues no se lo digas, no tiene por
qué controlar todo, ¿no? ―respondió Eva
molesta.
Su tía la miró unos instantes con la
expresión seria. Finalmente una sonrisa se
dibujó en sus labios y después alzó la
copa.
―Bah, tienes razón, no tiene por qué
controlarlo todo. ¡Por los nuevos
camareros! ―gritó Cindy con la voz
afectada por el alcohol.
―¡Por los nuevos camareros!
―corearon los demás entre risas.
―Y ahora, ¿por qué no nos jugamos
a cosas más… divertidas? ―dijo Beth
pasándole un dedo por los labios a Paul.
El hombre abrió la boca atrapándolo entre
sus dientes blancos.
―Bueno, tenemos una nueva
participante en el grupo ―terció David
―. Y nadie le ha preguntado aún si quiere
jugar.
Eva sintió la mirada de todos y se
ruborizó. Estaban hablando de ella, pero
el alcohol no le dejaba pensar con
claridad, aunque se hacía una ligera idea
de a qué se estaban refiriendo.
―Primero deberíamos explicarle en
qué consiste el juego, ¿no creéis? ―dijo
Cindy―. Y qué mejor que una pequeña
demostración.
Su tía se desabrochó la camisa y se
abalanzó sobre Paul. Este lejos de
retirarse ante la reacción, la acogió en sus
brazos y comenzó a besarla, deslizando su
mano bajo el sujetador y acariciándole los
pechos. Eva se quedó mirando perpleja, y
antes de que se diese cuenta Beth le
estaba quitando la camisa a Arty. Por un
momento estuvo tentada de levantarse y
huir de allí, pero la fascinación de la
escena la mantuvo sentada en el sillón.
David se acercó a ella y comenzó a
masajearle el cuello con suavidad.
―Relájate ―le dijo al oído―. No
tienes que hacer nada que no quieras
hacer. Simplemente mírales, y si decides
unirte…, me harás un hombre feliz.
Paul cogió a su Cindy por la cintura
y le quitó los pantalones. Él se desvistió
mientras su tía no paraba de besarle. El
hombre se quitó una corbata negra muy
elegante y se la puso a Cindy alrededor
del cuello. A esas alturas su tía vestía
únicamente un tanga negro a juego con la
corbata. Paul se sentó en el sofá a solo
unos centímetros de Eva y agarró la
corbata de Cindy atrayéndola hacia él.
Cindy se puso de rodillas y comenzó a
besar los muslos del hombre, acercándose
cada vez más a los calzoncillos.
―Enséñale a tu sobrina cómo se
juega en serio ―dijo Paul.
Cindy la miró y comenzó a juguetear
con la ropa interior del hombre. Mientras,
David no había parado de masajear los
hombros y el cuello de Eva, que
comenzaba a sentirse como si estuviese en
una nube. La joven apuró su copa de vino
y siguió contemplando la escena
hipnotizada.
En el otro sofá, a menos de un metro
de distancia, Beth ya estaba
completamente desnuda y Arty tenía
enterrada la cabeza entre sus piernas. Eva
no podía ver lo que estaba haciendo, pero
el cuerpo contorsionado de Beth y los
pequeños gemidos que profería, eran muy
esclarecedores.
Al girarse y contemplar de nuevo a
su tía, Eva gritó. A treinta centímetros de
ella, Cindy estaba arrodillada sobre Paul,
con las manos tras la espalda, atadas
rudimentariamente con la corbata. El
hombre la cogía del pelo y al girarla la
cabeza Eva pudo ver que el miembro de
Paul había desaparecido casi totalmente
en la boca de su tía. Cindy movía la
cabeza hacia delante y hacia atrás
lentamente, como si estuviese saboreando
cada segundo. Paul le agarraba del pelo
con fuerza manteniendo los ojos cerrados
y una profunda expresión de placer.
―Cindy… ―dijo Eva, pero las
palabras que iba a proferir murieron en su
boca.
Eva sintió cómo su sexo húmedo
empapaba sus braguitas. Quería resistirse
a todo aquello, pero el deseo comenzaba a
arrastrarla hacia una frontera que no
deseaba cruzar.
En el otro sofá, Beth se había
levantado y había obligado a Arty a
tumbarse boca arriba. El miembro del
joven se erguía pétreo, y la amiga de su
tía lo cogió con fuerza y se sentó a
horcajadas sobre él. La mujer emitió un
gemido intenso y prolongado, mientras el
pene se abría paso en ella. Al principio
Beth comenzó a cabalgar suavemente,
moviendo las caderas en pequeños
círculos. Pero poco a poco el ritmo se
incrementó y la mujer comenzó a dibujar
ochos con un vaivén desenfrenado
mientras Arty trataba de contener la
explosión que amenazaba con arrastrarle.
―Más despacio, por favor ―gimió
el joven.
―Aguántate ―contestó Beth
mientras le pellizcaba con firmeza los
pezones.
Eva agarró fuertemente a David y se
estremeció. Nadie la había tocado, pero
una sensación terriblemente placentera,
como la que se siente en los instantes
previos a un orgasmo, le había sacudido.
Eva se mordió el labio y se dejó
llevar. David lo notó y sonrió. El joven
comenzó a besarle el cuello notando la
respiración cada vez más entrecortada de
Eva. Sus bocas se juntaron y la lengua del
joven se movió diestra combinándose con
la suya, con una mezcla de dulzura y
rudeza que la dejó maravillada. Nunca
antes la habían besado así.
La joven se echó hacia atrás,
consumida por el placer, y sus manos
tocaron un cuerpo desnudo. Sobre su sofá
yacía el cuerpo de su tía Cindy tumbada
boca abajo. Debajo de ella, tumbado boca
arriba pero con la cabeza en el lado
opuesto al de su tía, se encontraba Paul.
Estaban practicando un sesenta y nueve.
Eva sabía lo que era, pero nunca lo había
practicado por vergüenza.
Su tía movía las caderas
convulsamente cada vez que Paul, debajo
de ella, lamía su sexo. Paul a su vez gemía
de placer mientras Cindy se aplicaba con
destreza sobre su miembro. David captó
el brillo de la mirada de Eva y se puso
manos a la obra. El joven le bajó los
pantalones sin encontrar resistencia.
Después, comenzó a quitarle las bragas
usando únicamente su boca. Eva cerró los
ojos y se dejó llevar.
La lengua de David se movía como
pez en el agua, recorriendo cada
centímetro de su sexo y haciéndole sentir
como un volcán a punto de explotar. El
hombre se ayudaba de sus manos
moviendo diestramente sus dedos sobre su
clítoris. Eva entreabrió los ojos y
contempló a David tocándose mientras
seguía sumido en su labor oral.
―¡Oh, Daniel! ―gimió Eva sin
poder controlarse.
El hombre se había bajado los
pantalones y se estaba masturbando a la
par que se dedicaba a ella como nadie lo
había hecho antes. Aquella imagen la
excitó inmediatamente, y unido a la lengua
experta de David moviéndose sobre su
sexo, le hizo alcanzar el clímax en pocos
segundos.
Eva se corrió intensamente mientras
David seguía aplicado a su labor sin
detenerse ni un instante. El orgasmo fue
tan intenso, que Eva sintió que las fuerzas
le abandonaban, y hasta se le nubló
ligeramente la vista. Al abrir los ojos, la
sonrisa cautivadora de David la saludó,
semienterrada entre sus piernas.
―No sé quien será ese tal Daniel,
pero me da mucha envidia ―dijo David
sonriente con total naturalidad.
Eva se sonrojó, avergonzada ante el
comentario. Había pronunciado el nombre
de su novio mientras David le regalaba el
mejor cunnilingus que le habían hecho
nunca. Pero tuvo poco tiempo para la
vergüenza.
En el sofá adyacente se estaba
desarrollando una escena que la dejó
impactada. Cindy y Beth se encontraban
frente a frente, arrodilladas y con las
manos apoyadas sobre el sillón. Se
estaban besando con pasión y se movían
cadenciosamente al ritmo impuesto por
Paul y Arty. Cada uno estaba situado
detrás de una mujer, y las agarraban de la
cintura penetrándolas desde atrás con una
sincronía fascinante.
Aquella escena excitó de nuevo a
Eva de forma extraña. No se sentía sucia,
pero sí rara por experimentar esa
sensación en una situación tan morbosa.
Pero aquello duró poco tiempo. David
notó su estado y comenzó a pasarle la
lengua por los pezones. Eva le agarró del
pelo y siguiendo un impulso se cogió un
pecho y se lo ofreció al joven, que le miró
con lujuria.
―Cómetelo, por favor ―susurró
Eva.
David no se hizo de rogar y se
empleó con pasión y maestría. Entonces
Eva oyó gemir prolongadamente a Cindy,
y al mirar hacia allí, vio cómo su tía
llegaba al orgasmo mientras Paul
continuaba con sus embestidas. A los
pocos segundos le tocó el turno a Beth,
mucho más escandalosa. La mujer
contorsionaba el cuerpo y agarraba con
fuerza el sofá, mientras insultaba a Arty.
―¡No pares, hijo de puta, no pares!
―gritó Beth.
A esas alturas nada impresionaba ya
a Eva, que excitada por la escena,
sostenía el grueso miembro de David
entre sus manos. Cindy, con la cara
enrojecida, se levantó y se acercó a Eva.
―Lo estás haciendo muy bien,
sobrinita ―dijo sonriente.
Después su tía cogió el pene de
David y comenzó a besarlo con ganas.
―Ven, hay para las dos ―añadió
Cindy.
Eva se quedó quieta unos segundos.
La mano de su tía estaba junto a la suya,
agarrando las dos el pene erecto de un
sonriente David. Al ver sus dudas, Cindy
la cogió de la cabeza y la invitó
suavemente a acercarse.
Los labios de Eva se posaron sobre
el miembro de David, a escasos
centímetros de los de su tía.
―Pero Cindy… ―dijo Eva.
―Vamos, no seas tímida. Sé que lo
haces muy bien ―la cortó su tía
sonriendo.
Entonces Cindy apartó el pene
ligeramente y la besó en la boca. Los
labios de su tía eran más suaves que los
de cualquiera de los hombres que había
besado hasta ese momento, pero también
más dulces y hábiles. Al principio Eva se
retiró ligeramente, pero después se dejó
llevar, y sus lenguas se fundieron en un
juego de movimientos y vaivenes al que,
repentinamente, se unió un tercer invitado:
el tronco duro de David.
Cindy la agarró por el pelo y la
obligó a introducirse el pene de David en
la boca. Su tía movió su cabeza hacia
atrás y hacia delante, poco a poco al
principio, pero incrementando el ritmo
progresivamente. La verga de David se
introducía en su boca cada vez más, y Eva
se aferraba a ella como si no hubiese nada
más en el mundo.
Entonces notó unos dedos pequeños
y ligeros, tocándola en su sexo,
haciéndole sentirse más húmeda a cada
instante. Era su tía Cindy, que
acompañaba sus movimientos manuales
con besos y lametones sobre su pubis. Eva
apartó su boca del pene de David un
instante.
―Por favor, tía, para..
―Sabes que no quieres que pare,
pequeña ―contestó Cindy sin dejar de
lamerle su sexo.
Desde que había llegado a
California, le habían practicado más sexo
oral que en toda su vida. «Deberían
incluirlo en las guías turísticas», pensó
Eva, la zona ganaría mucha popularidad.
Pero nunca ni ahora ni cuando estaba en
España, había sentido Eva lo que sentía
en aquellos instantes.
Su tía tocaba su sexo como si fuese
una pianista profesional, sabiendo en cada
instante qué tecla pulsar y con qué fuerza
y presión. Era como si Cindy conociese
mucho mejor que ella sus puntos más
calientes y se volcaba sobre ellos con
entera pasión. Eva perdió la noción del
tiempo en aquella postura, ella atendiendo
el pene de David, y Cindy, su zona íntima.
Las oleadas de placer crecían y decrecían
como una marea de sensaciones, hasta
llegar a un punto en que creía que se
desbordaría. Entonces David se retiró y la
asió firmemente por las caderas.
―Quiero que ahora seamos uno ―le
susurró el joven al oído.
Cindy se quedó en un segundo plano
sentada junto a ellos, mirando la escena
que se desarrollaba en el sofá de enfrente.
―Vaya con Beth. Sabía que algún
día lo haría ―dijo sonriente su tía.
Eva miró de reojo al otro sofá. Arty
estaba tumbado con Beth sentada sobre él,
moviéndose suavemente sobre su
miembro inhiesto. Hasta ahí era algo
normal teniendo en cuenta las
circunstancias en las que se encontraban.
Pero Paul se encontraba de rodillas, con
el pene apuntando directamente a la única
abertura desocupada de la mujer. El
hombre tenía un pequeño tubo en la mano
del que extraía una pomada transparente
que aplicaba con generosidad sobre el
ano de Beth.
―Joder, Paul. Ten mucho cuidado
―rogó Beth
―No te preocupes, iré muy suave
―respondió el hombre, mientras
introducía un dedo en aquel orificio.
Un gemido escapó de la boca de
Beth mientras Paul exploraba con un
segundo y un tercer dedo. Después apoyó
su miembro contra la entrada trasera de
Beth y comenzó a apretar suave pero
constantemente.
―¡Ah! Más despacio... ―pidió
Beth.
El pene de Paul se introdujo poco a
poco en aquella abertura tan estrecha. El
miembro de Arty ya estaba dentro de la
vagina de Beth y este lo movía
suavemente tratando de acompasar sus
movimientos con los del otro hombre.
―Dios, las noto chocando dentro de
mí ―dijo Beth.
―Sí, yo también la noto ―añadió
Paul.
Eva contempló cómo el trío
comenzaba a tomar ritmo y se
acompasaban en aquella aparentemente
incómoda posición. Ella nunca habría
practicado algo semejante, pero la cara de
Beth le estaba haciendo dudar de ello. La
mujer tenía el control de los dos hombres
que se movían al ritmo que ella marcaba.
―Eso es, cabrones. Ahora más
rápido ―dijo Beth con aquel lenguaje
soez.
Los hombres obedecieron y
aumentaron la frecuencia e intensidad de
su bombeo. Beth giró la cabeza hacia
atrás y comenzó a besar a Paul
apasionadamente mientras sus manos
agarraban con fuerza los pezones del
yaciente Arty. En contraprestación, Arty
agarraba los pechos de Beth y los
estrujaba desenfrenadamente.
Eva contemplaba la escena sentada
entre David y Cindy. Como si estos
hubiesen firmado un pacto en silencio, una
mano de cada uno de ellos comenzó a
explorar una parte del cuerpo de Eva.
Cindy buscó su entrepierna mientras que
David se entretuvo masajeando su cuello
para bajar más tarde a sus pechos. David
se colocó a su espalda, de rodillas sobre
el sofá, y ayudado por Cindy acomodó a
Eva delante de él, con la espalda de la
joven contra su pecho. Eva notó el
poderoso miembro de Paul contra sus
nalgas. Cindy cogió el pene que
sobresalía entre las piernas de la joven y
lo dirigió suavemente hacia el sexo de
Eva. Pero en lugar de meterlo
directamente, hizo que este golpease
primero sus labios y juguetease un rato en
su exterior. A los pocos segundos Paul,
cansado del jueguecito, dio un firme
empujón y su pene se abrió paso en su
interior.
―¡Ah, sí! Eso es... ―gimió Eva.
―Vamos, David, quiero que estés a
la altura con mi sobrinita. Sé que puedes
hacerlo ―dijo Cindy.
Su tía comenzó a besar a Eva en los
labios, y uno de sus dedos se introdujo en
la boca de la joven. Mientras, la otra
mano de Cindy se perdió en la zona baja y
Eva de repente sintió como otro dedo se
humedecía primero en su sexo y se
introducía después lentamente en su ano,
emulando el juego que se traían en el otro
sofá sus amigos.
―Tía, no, por favor, eso es muy…
sucio ―dijo Eva, pero no hizo ni un
amago por retirarse.
Como había dicho Beth, Eva sentía
por un lado el miembro de David
bombeando constantemente su vagina, y
por el otro, el fino y sutil dedo de Cindy
explorando su trasero. En un momento,
estos convergieron y se tocaron,
separados únicamente por unos
milímetros de carne. Eva gimió de placer
y se dejó llevar, mientras seguía las
evoluciones del trío de enfrente.
En el otro sofá, Paul jadeaba
desesperadamente, casi incapaz de seguir
desde atrás el ritmo que imponía Beth. La
amiga de su tía estaba resultando ser una
revelación. Tumbado en el sillón, Arty
parecía más cómodo, pero su cara
denotaba sus esfuerzos denodados por no
correrse. Solo Beth parecía sentirse a
gusto en aquella situación, dominando a
los dos hombres con los movimientos de
su cuerpo.
Así siguieron varios minutos hasta
que en un estallido de placer, los tres
rompieron a gritar como posesos. El
primero fue Paul, que lanzó un grito
prolongado y ahogado, y descargó su
semilla en el interior de Beth. La mujer no
pareció sentirlo y mantuvo su
desenfrenada cabalgada sobre Arty. Este
no tardó ni dos segundos en lanzar una
serie de gritos cortos y relampagueantes,
mientras sus piernas se convulsionaban.
Por último, Beth echó la cabeza
hacia atrás en un ángulo casi imposible y
proyectó la pelvis hacia delante haciendo
gritar a Arty de dolor. Su alarido de gozo
fue tan largo y prolongado que Eva creyó
que en cualquier momento aparecería un
ejército de camareros en su ayuda.
Después la mujer se dejó caer exhausta
sobre el pecho fornido del joven.
―Sabía que sería así ―sentenció
Beth.
Los dos hombres estaban tan
extenuados, que no pudieron pronunciar
palabra ante aquel grito de triunfo.

Eva entornó los ojos y se estremeció.


Aquella escena le había puesto a mil. Las
piernas le temblaban mientras sentía las
embestidas de David en su interior. El
masaje de Cindy era mucho más sutil, y
los labios de su tía besándola
constantemente, la mantenían embriagada
de placer.
Entonces el cielo pareció explotar en
una miríada de colores y un mundo de
sensaciones se abrió de repente ante Eva.
Sintió el primer orgasmo mientras bajaba
la cadera para golpear con fuerza sobre la
cintura de David. Fue un orgasmo
fantástico, como pocos, pero entonces,
mientras esperaba a quedarse tranquila y
extenuada, otra oleada de placer más
intenso le llegó de repente. Era otro
orgasmo consecutivo al anterior. Eva
abrió los ojos y contempló a su tía
mirándole a poca distancia, sosteniéndole
el rostro entre sus manos. Aquel clímax
duró más tiempo que ninguno de los que
había sentido hasta entonces, y cuando ya
creía que se derrumbaría sobre David,
una tercera sacudida la estremeció,
doblándola de placer. Cuando segundos
después llegó la cuarta ola, ya no podía ni
mantenerse erguida.
Había tenido un orgasmo múltiple.
La conjunción de David y Cindy había
obrado maravillas sobre ella. Eva
comenzó a llorar quedamente. El estado
de paz y tranquilidad que había alcanzado
tras la intensidad aplastante del placer era
como la calma del mar tras una tormenta.
Eva no fue apenas consciente de
cómo el grupo se lavaba y charlaba
tranquilamente a su alrededor. Oyó frases
sueltas y algunas risas, pero tenía los
sentidos puestos en su recién nacido yo
interior. Parecía absurdo, pero por
primera vez desde que tuvo conciencia de
sí misma, creía haber encontrado su lugar
en el mundo.
CAPÍTULO 11

Eva leyó la carta por segunda vez en


un mismo día y una lágrima se escapó de
sus ojos. No quería llorar, pero el
recuerdo de su padre y su amargo final fue
superior a sus fuerzas. Se consoló
pensando que quedaba muy poco para
cumplir su juramento, apenas unas horas.
La joven acabó de ponerse el
elegante traje de noche que había
comprado con su tía Cindy y se miró al
espejo. Estaba deslumbrante. El vestido
de seda negra se ajustaba como un guante
a las curvas sinuosas de su cuerpo.
Llevaba unos pendientes de zafiro y unos
zapatos de tacón también negros.
Alguien llamó a su puerta. Eva
guardó rápidamente la carta en su bolso,
junto a la tarjeta de Martin Walcox, antes
de contestar.
―Adelante.
Su tía Cindy entró vestida con un
espectacular traje de noche rojo burdeos.
Estaba impresionante, como una de
aquellas modelos de revista que a Eva le
gustaba ojear en la peluquería.
―Bueno, querida, llegó la gran
noche ―dijo Cindy con una sonrisa
nerviosa.
―¿Estás preocupada por lo que
pueda pasar? ―se interesó Eva.
―No, eso me da igual.
―¿Entonces?
―Veras… He decidido dejar a Jerry
―anunció Cindy excitada.
―Pero eso es… fantástico ―dijo
Eva cogiendo las manos a su tía.
―Sí, por fin me he decidido.
―Cindy lucía una expresión aliviada
después de descargar la noticia―.
Mañana se lo diré a Jerry, no quiero
estropearle la fiesta.
―¡Oh, Cindy! Me alegro muchísimo
―dijo Eva conteniendo las lágrimas.
Las dos mujeres se fundieron en un
abrazo. Desde que Eva había llegado a
aquella casa, Cindy había sido la única
persona que la había tratado dignamente,
convirtiéndose en una buena amiga.
Se recompusieron los vestidos y
salieron juntas hacia el jardín. Su tío Jerry
no había reparado en gastos. Los árboles
estaban iluminados con farolillos de
cristal y tres grandes pérgolas de madera
blanca se alzaban sobre el césped. En su
interior, un centenar de personas
elegantemente vestidas tomaban copas y
canapés, servidos por un ejército de
camareros.
Los hombres más importantes de la
zona y sus mujeres o amantes pululaban
entre las mesas charlando de negocios o
comentando las últimas novedades y
cotilleos sociales. Eva se sentía fuera de
lugar en aquel ambiente y buscó un rincón
alejado del bullicio. Aquella no fue una
buena decisión. Su primo Alex la había
seguido y se le acercó con una copa de
vino en la mano sin disimular su
expresión de odio.
―El otro día no pudimos acabar
nuestra charla, zorra ―dijo Alex a
escasos centímetros del rostro de Eva. El
joven apestaba a alcohol y le costaba
centrar la mirada.
―Aléjate de mi vista, no te tengo
miedo.
Alex rió y la arrinconó contra la
pared. La música estaba muy alta y Eva se
había alejado demasiado de la fiesta.
Aunque gritase no la oirían.
―Te voy a enseñar cómo folla un
auténtico californiano, guarra ―dijo
mientras se bajaba los pantalones.
Eva aprovechó el momento para
echar a correr, pero Alex le cortó el paso
y la agarró por el pelo.
―Esta vez no vendrá el retrasado de
mi hermano a molestarnos.
―Suéltame, hijo de puta.
―Eso es, lucha, me encanta que se
resistan entre mis brazos. Te voy a
reventar, so zorra.
Eva lanzó una lluvia de golpes sobre
el cuerpo y la cabeza de Alex, pero el
joven era demasiado alto y fuerte para
ella, y consiguió asirla por las manos. El
joven reía mientras la apretaba contra la
valla.
―Suéltala ―dijo una voz con fuerte
acento extranjero a sus espaldas.
Danny, el joven jardinero, se acercó
a ellos. Iba vestido de camarero y portaba
una bandeja con una botella de champán
francés y varias copas.
―¿Tú qué coño quieres? Vete de
aquí y tal vez te consiga los papeles,
chicano.
―Dije suéltala ―respondió Danny.
El jardinero dejó la bandeja en el suelo y
se acercó con determinación a la pareja.
―Tú te lo has buscado, muerto de
hambre.
Su primo sacó de su chaqueta unos
puños americanos y se los colocó en
ambas manos. Danny ni siquiera parpadeó
y se enfrentó a Alex sin miedo. Su primo
era más alto y tenía los brazos más largos,
pero el jardinero parecía más rápido y no
había bebido. Los jóvenes se estudiaron
un instante y entonces Alex se lanzó con
furia a por su contrincante.
Pero Danny estaba prevenido y se
apartó hacia un lado ágilmente. El
jardinero aprovechó el empuje de Alex
para asestarle un puñetazo en el costado.
Su primo gimió de dolor y se encaró con
Danny.
―Te voy a dejar sin dientes, cabrón.
¿A qué no tienes seguro médico? ―dijo
Alex riendo su propia gracia.
Danny se acercó a su rival y amagó
un golpe con el brazo. Su primo se
protegió pero el puñetazo nunca llegó. En
lugar de eso, Danny se agachó e hizo un
barrido con la pierna, golpeando a Alex
en el tobillo y tirándole al suelo. Después
saltó sobre él y trató de golpearle en el
rostro.
Pero Alex era muy fuerte y
espoleado por la rabia, consiguió
liberarse de la presa. Su primo se
incorporó y lanzó el puño revestido de
acero contra la cara del jardinero. Danny
intentó apartarse pero no consiguió evitar
el golpe completamente y cayó hacia
atrás. Alex aprovechó la situación y se
abalanzó sobre el jardinero. Los jóvenes
cayeron al suelo y su primo logró
inmovilizar a Danny bajo su peso.
―Ahora ya no eres tan valiente,
pordiosero. Te voy a reventar esos
morritos de cerdo.
Alex levantó el brazo dispuesto a
lanzar un puñetazo fatal contra la cara de
su rival. Pero antes de que su mano
comenzase a bajar, sintió un fuerte golpe
en la cabeza, seguido de una explosión de
líquido burbujeante.
Al ver la apurada situación en la que
se encontraba el jardinero, Eva se había
acercado sin hacer ruido hasta la bandeja
y había cogido la botella de champán. Sin
pensárselo dos veces, esgrimió la botella
y golpeó a su primo en la cabeza.
Alex cayó hacia atrás con un gemido,
empapado por el champán derramado.
Eva, sujetando aún la botella rota en la
mano, contempló a su primo tirado en el
suelo. La joven luchó contra sí misma
para no agacharse y seguir golpeando a
aquel bastardo en la cabeza.
Danny se acercó a Alex y le dio la
vuelta.
―No está muerto, respira. Pero
dormirá unas cuantas horas ―dijo
hablando en español.
Eva soltó la botella y respiró
profundamente, tratando de centrar sus
ideas. Tenía que seguir adelante, por su
padre y por ella misma.
―Ayúdame a ocultarle tras esos
matorrales ―dijo Eva con seguridad,
también en español.
Danny la miró con un brillo extraño
en los ojos. Por un momento, Eva pensó
que no le iba a hacer caso y que se
levantaría y la besaría.
―De acuerdo ―dijo el jardinero.
Su primo parecía pesar una tonelada,
pero consiguieron moverle entre los dos y
llevarle tras unos arbustos. Alex,
inconsciente, ni siquiera gimió durante su
traslado. Cuando acabaron, Eva se sintió
satisfecha. Había quedado muy bien
camuflado, y solo si alguien se asomaba a
los matorrales, descubriría el cuerpo de
su primo.
La joven abrió su bolso y extrajo un
pequeño paquete envuelto en papel.
―Muchas gracias por… ―dijo con
la voz temblorosa tendiéndole a Danny el
paquete. Habría querido decir mucho más,
pero la voz se le cortó por la emoción. No
quería llorar porque estropearía su
maquillaje y aún tenía que asistir a la
fiesta.
Sus manos se rozaron y Eva notó el
apretón de Danny. Sabía que si se
quedaba allí más tiempo despertaría las
sospechas de su tío, así que se dio la
vuelta y volvió corriendo junto a los
demás.
Los asistentes a la fiesta ya estaban
accediendo a los salones interiores
cuando Eva llegó. Su tío estaba en una de
las puertas principales, y sus miradas se
cruzaron durante un segundo. Eva desvió
rápidamente la vista y se encontró a Cindy
hablando con Beth junto a un farol. Por la
expresión de sus rostros, Cindy le debía
de estar contando la gran noticia. Al ver a
Eva, las dos mujeres se quedaron
sorprendidas.
―Eva, ¿te ha ocurrido algo? ―se
interesó Cindy.
―No te hemos visto en toda la noche
―añadió Beth.
―Estaba dando una vuelta por el
jardín. Todo este bullicio me agobia.
Cindy la miró extrañada ante sus
poco convincentes explicaciones, aunque
no volvió a preguntar.
―Será mejor que entremos ―dijo su
tía―. Intenté evitarlo, Eva, pero tu tío
Jerry te ha reservado un lugar junto a él en
su mesa.
Eva se agitó incómoda. Había
esperado estar lo más alejada posible de
su tío durante toda la noche.
―Sí, oí por casualidad cómo Jerry
le comunicaba a Pamela el cambio de
asientos ―intervino Beth―. A esa zorra
no le gustó nada la noticia. Ándate con
mucho ojo, Eva.
La joven asintió inquieta. Desde el
encontronazo con la secretaria de Jerry,
Eva había intentado evitarla y hasta ahora
lo había conseguido. Pero estaba segura
de que Pamela aprovecharía cualquier
ocasión para intentar perjudicarla.
Los camareros colocaron a los
asistentes en sus respectivos lugares.
Había muchas mesas circulares
distribuidas por todo el salón en las que
se sentaban ocho comensales. Frente a
todas ellas, se levantaba un pequeño
estrado sobre el que habían colocado una
mesa alargada que presidía la estancia. En
el medio de aquella mesa se sentaba su tío
Jerry, y a su derecha, su tía Cindy. El
asiento de su izquierda era el asignado a
Eva.
La joven se sentó allí, incómoda ante
la mirada escrutadora de su tío Jerry.
―¿De dónde venías con tanta prisa?
―le interrogó su tío.
―Me entretuve por el jardín.
Su tío sonrió oliendo la media
verdad.
―¿Y por qué tienes barro en el
vestido?
Eva aguantó la dura mirada sin
contestar.
―¿No te habrás estado tirando a
algún invitado en el jardín? ¿O… a algún
camarero?
―Estuve paseando, sin más
―contestó Eva con toda la frialdad de la
que fue capaz.
―Solo de pensar que has estado
jodiendo en mi jardín con alguno de estos
palurdos, me pongo a mil ―insistió Jerry.
La mano de su tío buscó el muslo de
Eva por debajo de la falda. La joven
movió la pierna tratando de escapar del
toqueteo lascivo.
―Ya tendremos tiempo de jugar tú y
yo más tarde ―concluyó su tío.
La cena dio comienzo y el pequeño
batallón de camareros comenzó a servir
los platos con puntualidad inglesa. Eva
vio pasar por delante de ella una sucesión
de manjares y exquisiteces dignos de la
mesa de un rey, pero apenas probó
bocado. A su izquierda se sentaba un
hombre de negocios de cierta edad que
sustituyó su interés inicial por ella por el
caviar báltico y los chuletones de buey
argentino.
Eva miraba el reloj cada minuto,
rogando por que todo saliese tal y como
lo había planeado. Trató de tranquilizarse,
no quería que su inquietud despertase
ninguna sospecha en su tío y se consoló
pensando que dentro de algunas horas
habría perdido todo aquello de vista.
La gente bebía copas y copas de
carísimos vinos, y las diferentes
tonalidades rosadas de sus caras
mostraban el estado de embriaguez en el
que se encontraban.
En un momento de la cena su tío se
levantó de la mesa y fue a hablar con un
hombre que se encontraba en una mesa
cercana. Al menos estaría tranquila
durante un rato, pensó Eva. Pero de nuevo
se equivocó. A los pocos segundos,
Pamela se acercó a ella muy sonriente y
pegó sus labios al oído de Eva.
―¿Te diviertes, zorra? Ese era mi
asiento.
―Créeme, lo último que habría
querido era sentarme aquí ―dijo Eva sin
una gota de disculpa en su voz.
―Sé lo que te traes entre manos,
niñata, a mí no me engañas ―dijo Pamela
con una sonrisa venenosa―. Pero no voy
a permitir que te salgas con la tuya.
Eva se quedó helada. Si Pamela se
había enterado de lo que estaba haciendo,
estaba perdida. Lo más probable era que
acabasen en la cárcel.
―Quieres que Jerry caiga en tus
redes con tu aspecto de niña buena. Pero
entérate bien, puta, Jerry es solo mío. ¿Me
has entendido?
Eva trató de contener la sonrisa que
pugnaba por aparecer en sus labios.
Pamela se estaba refiriendo a su tío Jerry.
No conocía sus auténticas intenciones.
Eva fingió estar asustada y asintió
bajando la cabeza. Aquello pareció
bastarle a Pamela.
―Así me gusta. Pero por si se te
olvida, si te vuelvo a ver cerca de Jerry le
contaré que te encontré escondida en su
despacho.
Pamela la miró fijamente unos
instantes, retadora. Después se dio la
vuelta y desapareció entre las mesas. Eva
volvió a mirar el reloj, nerviosa. En
aquellos instantes, en el piso de arriba, se
estaba jugando su futuro, y Eva lamentó no
poder estar allí. Pero tenía que estar
atenta a lo que pasaba en la fiesta para dar
la alarma si fuese necesario. Lo que se
traía entre manos era demasiado
importante. Solo unos segundos después
apareció su tío Jerry.
―Veo que Pamela y tú os habéis
hecho muy amigas ―dijo irónicamente.
―Tu secretaria es muy… eficiente
―replicó Cindy con frialdad.
Su tío sonrió y se sirvió un gran
filete de buey de una bandeja plateada.
Comió un poco del plato pero enseguida
se volvió hacia Eva.
―Te noto aburrida ―le dijo―. Tal
vez te falte algo de acción.
Jerry metió la mano bajo el mantel y
buscó su falda. Eva trató de apartarse
pero no quería llamar demasiado la
atención. Esta vez la insistencia del
hombre encontró su premio, colando la
mano a través de la tela del vestido.
―¡Ah! ―exclamó Eva al notar un
frío intenso en su entrepierna.
Su tío la miró con una sonrisa en los
ojos mientras jugueteaba con un hielo
entre los labios. Eva no podía creer que
Jerry se atreviese a hacer algo así en
medio de toda aquella gente, pero en
realidad nadie les prestaba atención. La
gente estaba bebiendo y divirtiéndose sin
preocuparse de lo que pasaba en otra
mesa ajena a la propia.
Eva apretó los dientes y aguantó.
Mientras todo se mantuviese tranquilo con
su tío Jerry allí abajo, no tendría de qué
preocuparse. La joven hizo de tripas
corazón y abrió un poco más las piernas.
Su tío mostró una sonrisa lasciva al notar
su movimiento y apretó el hielo contra su
sexo.
―Cuando acabe la cena, irás a tu
habitación. Después, cuando todos
duerman, saldrás de tu cuarto y vendrás a
mi despacho ―dijo Jerry sin bajar
especialmente la voz.
Su tía estaba al lado, charlando con
una mujer corpulenta, y si oyó algo de la
conversación no dio muestras de ello. Eva
asintió y se obligó a sonreír, aliviándose
con el pensamiento de que, al día
siguiente, tanto ella como su tía Cindy ya
no tendrían que aguantar a Jerry nunca
más. Eva había estado a punto de contarle
sus planes a Cindy más de una vez, pero
en cada ocasión se había impuesto la
prudencia, y la joven había guardado
silencio.
Jerry retiró la mano de su entrepierna
y devolvió la atención hacia su plato.
Probablemente querría coger fuerzas para
la noche que supuestamente le esperaba.
Eva respiró aliviada y volvió a mirar el
reloj con nerviosismo.
Fue entonces cuando se produjo el
desastre.
CAPÍTULO 12

Un camarero se acercó a la mesa


principal portando una bandeja con otro
de los muchos platos de la noche. El
hombre se aproximó por detrás de los
comensales pero la mujer corpulenta
sentada junto a su tía Cindy no le vio
venir. La inmensa dama se levantó
moviendo hacia atrás su silla justo en el
momento en que el camarero pasaba por
detrás. El choque fue inevitable. El
hombre trató de guardar el equilibrio pero
tras unos instantes de vacilación, cayó de
bruces, proyectando el contenido de la
bandeja hacia delante.
Un grupo de pichones confitados en
salsa de trufa levantó el vuelo desde la
bandeja como si quisieran emigrar en
busca de otros climas. Una de las aves
perdió fuelle y cayó directamente sobre el
impecable esmoquin de Jerry,
impregnándolo de salsa y trufas. Varios
pichones más la siguieron en su ataque
camicace contra el tío de Eva.
El anfitrión de la fiesta trató de
protegerse del acoso aviar con escaso
éxito. Un silencio de ultratumba se hizo en
la fiesta mientras todos los comensales
observaban atónitos la escena. Jerry
Flaggs se alzaba en medio de la mesa con
el traje perdido de grasa y un pichón
confitado en las manos.
Alguien rió en una de las mesas del
fondo y la mecha prendió. Como si se
tratase de una ola, la risa se fue
contagiando entre los comensales, y en
pocos segundos el salón se vio envuelto
por el estruendo de las carcajadas y las
mofas.
Su tío fulminó con la mirada al
camarero que se disculpaba con el rostro
enrojecido por la vergüenza. Jerry se dio
la vuelta y abandonó como una exhalación
el salón. Su cara reflejaba la ira y la
humillación que estaba sufriendo.
Eva se tapó la boca con la mano,
intentando no sucumbir a un ataque de
risa. Pero en seguida se dio cuenta de las
nefastas repercusiones que tenía para ella
aquel suceso. Sin duda Jerry se dirigía a
cambiarse de ropa. Eso significaba que
los planes de Eva estaban a punto de irse
al traste, ya que el vestidor de su tío se
encontraba en el despacho.
Eva reaccionó inmediatamente y
abandonó la mesa en pos de su tío. La
joven sacó el teléfono móvil de su bolso y
lo agarró con fuerza mientras cruzaba la
casa siguiendo los pasos de Jerry. En ese
instante Pamela apareció en escena
cortándole el paso.
―Te he dicho que le dejes en paz.
Creí que lo habías entendido.
―Ahora no es el momento, Pamela.
Te aseguro que no tengo ningún interés en
Jerry ―dijo Eva.
―¿Ah no? ¿Y entonces por qué
corres tras él?
―Apártate de mi camino ―exigió
Eva, dando un paso hacia delante. Estaba
dispuesta a partirle la cara.
La secretaria se mantuvo firme con
los brazos cruzados. Si Eva quería pasar
tendría que ser a la fuerza, pero cuando lo
consiguiese ya sería demasiado tarde.
―Te ha dicho que te apartes. ―La
voz de Cindy sonó detrás de ella. Al darse
la vuelta, Eva la vio acercándose a toda
prisa. Debía de haber oído parte de la
conversación.
―Tú ya no eres nadie aquí
―contestó desafiante Pamela.
―Todavía soy la señora de la casa,
así que o te apartas de ahí inmediatamente
o haré que te echen a patadas.
―No puedes hacer nada para…
―Te aseguro que sí puedo ―la
cortó Cindy―. Y no creo que Jerry esté
muy contento cuando baje y se entere de la
escenita que ha montado su secretaria
delante de sus invitados.
Aquella frase dio en el centro de la
diana. Pamela dudó y finalmente se apartó
del camino de Eva. La joven pasó a su
lado olvidándose de darle las gracias a
Cindy, que se quedó discutiendo con
Pamela.
Al llegar al vestíbulo vio cómo su tío
subía las escaleras de dos en dos hacia la
planta superior. Ya no había dudas, se
dirigía al despacho. Eva miró el móvil y
no se lo pensó. Solo había un número
guardado en el teléfono con una única
letra, una D mayúscula.
La joven marcó el número y dejó que
el teléfono emitiese tres pitidos. Esa era
la señal convenida. Después colgó y subió
a toda prisa las escaleras de mármol. Al
llegar al pasillo no vio a su tío por
ninguna parte y rezó para que la señal
hubiese llegado a tiempo. Pero por si
acaso, tenía que actuar. Corrió a toda
prisa por el pasillo hasta alcanzar la
puerta del despacho de su tío. Estaba
abierta y se oían ruidos en su interior. Eva
abrió con el corazón en un puño y entró.
La habitación principal del despacho
estaba vacía. Los ruidos venían de la
habitación adyacente, aquella en la que
Jerry tenía su cama y el jacuzzi. Se dirigió
hacia allí y miró en silencio desde el
quicio de la puerta.
Su tío Jerry estaba en calzoncillos
junto al vestidor, cambiándose de traje.
Eva suspiró aliviada y miró a su
alrededor. Parecía que su mensaje había
llegado a tiempo, pero aún había mucho
riesgo. Eva no se lo pensó y entró sin más
en la habitación que su tío usaba como
picadero privado.
―¿Qué haces aquí? ―preguntó Jerry
enojado al verla aparecer.
―He venido por lo que me dijiste
antes ―dijo Eva tratando de mostrarse
seductora.
Su tío pareció dudar unos instantes.
Eva decidió utilizar la artillería pesada.
―Mi puerta trasera está preparada
para ti, tío Jerry ―añadió la joven,
llevándose un dedo a la boca y
chupándolo sugerentemente.
Sabía que su tío tenía que volver a la
fiesta cuanto antes y volver a aparecer
espléndido antes sus invitados, pero la
expresión de su cara parecía decir que tal
vez eso pudiese esperar. Eva no podía
permitir que su tío se diese cuenta de lo
que estaba ocurriendo en su despacho.
Jerry apartó la ropa a un lado y se acercó
a la cama.
―Todavía es pronto. Seguro que
nuestros invitados pueden esperarnos un
rato, ¿no crees? ―dijo su tío.
―Claro ―dijo Eva cerrando la
puerta que comunicaba las dos
habitaciones del despacho.
La joven se acercó lentamente
mientras se exprimía el cerebro para
encontrar una solución a aquella situación
tan apurada.
―Desde nuestro encuentro en el
probador sabía que lo estabas deseando
―dijo su tío con lujuria.
Eva llegó a su lado sin una clara idea
de lo que iba a hacer. Jerry la tomó con
fuerza de las manos y la lanzó contra la
cama, cortando de golpe sus
pensamientos.
―Al principio te dolerá, pero
después acabarás pidiendo más, te lo
aseguro.
Su tío se encaramó sobre ella y le
levantó del vestido de fiesta, dejando al
aire su trasero. La lengua de su tío
comenzó a recorrer sus nalgas y de un
tirón, le arrancó el tanga con los dientes,
magullándole la piel. Eva no se quejó
mientras luchaba por mantener despejada
la cabeza. Su tío tenía un aura de
atracción que la hacía sentir vulnerable y
despertaba un deseo irracional en ella.
Pero ahora no podía dejarse llevar.
Jerry se quitó el cinturón y se lo pasó
a Eva por el cuello tirando de él pero sin
llegar a estrangularla.
―Me haces daño ―se quejó Eva.
―No finjas, sabes de sobra que esto
es lo que te gusta ―replicó su tío sin
aflojar la presión.
El hombre le abrió las nalgas y
deslizó un dedo en su vagina. Estaba muy
húmeda.
―¿Lo ves? Ya estás a punto.
Jerry se quitó los pantalones y frotó
su miembro contra la vulva de Eva,
presionando cada vez más. El pene de
Jerry invadió su vagina y Eva logró
contener un gemido de placer. No quería
que la oyera gozar. Su tío comenzó a
bombear desde atrás como si estuviese
poseído mientras tiraba hacia atrás de la
correa. Eva respiraba dificultosamente,
pero estaba experimentando un placer
nuevo que le costaba controlar. Quería
correrse de aquella manera, cruzar los
límites y sentir qué había más allá.
Las palabras escritas por su padre en
aquella carta acudieron a su mente de
repente, golpeándola como una lluvia de
agua helada. Eva siguió moviéndose al
ritmo que imponía su tío, pero su mente
estaba ya en otra parte.
―Es hora de probar la otra entrada
―anunció su tío entre jadeos.
Entonces Eva sacó fuerzas de donde
no las había y con un movimiento violento
se dio la vuelta haciendo perder el
equilibrio a su tío, que cayó junto a ella,
sobre la cama. Eva agarró el miembro
erecto de Jerry y comenzó a agitarlo
violentamente con una mano, mientras con
la otra se quitaba una media.
―No tan pronto, tío, ahora quiero
hacerte yo algo ―dijo Eva con cara de
vicio.
―Así me gusta ―respondió su tío
mirándola con satisfacción―. Sabía que
dentro de ti había una fiera oculta.
Eva acabó de quitarse la media y
estiró el brazo de su tío en diagonal,
acercándolo a la cabecera de la cama.
Después le ató la muñeca a la barra de
hierro de la cama, y apretó con fuerza, sin
dejar de masajear el miembro de su tío
con el pie. Jerry la miraba fascinado,
anticipando el placer. Eva se quitó la otra
media y repitió la misma operación con el
otro brazo de su tío. Cuando el hombre
estuvo completamente amarrado a la
cama, Eva buscó sus braguitas y las
acercó a la cara de Jerry. Su tío sacó la
lengua tratando de lamerlas, pero Eva las
alejaba cada vez que el hombre se
aproximaba demasiado a ellas.
―Vamos, zorra, déjame que las
muerda ―dijo su tío con el rostro
desencajado por el vicio.
―Prefiero que te las tragues y te
ahogues con ellas, hijo de puta ―dijo Eva
con rabia.
Jerry no captó el tono de odio de su
sobrina hasta que fue demasiado tarde
para él. Eva introdujo las bragas en la
boca de su tío y apretó con fuerza. La
sorpresa se reflejó en el rostro de su tío,
que se debatió y trató de quitársela de
encima, pero Eva se mantuvo firme sin
aflojar su presión sobre la cabeza de
Jerry. Su tío trató de gritar, pero la prenda
íntima se lo impedía, bien anclada en su
boca. Eva apretó más y más mientras el
rostro de su tío se tornaba rojo. El hombre
no podía respirar. La expresión de odio y
rabia de su tío, fue cambiando al miedo
primero, y la súplica después, pero Eva,
inundada en lágrimas, no aflojó su
presión.
―Esto es por mi padre, maldito
cabrón ―dijo entre sollozos.
Su tío Jerry abrió mucho los ojos al
oír aquello y movió la cabeza hacia los
lados, como si estuviese negando la
acusación. Pero Eva no le creía.
―Bastardo, mi padre me lo contó
todo en una carta. Me contó cómo le
engañaste y te quedaste con todo lo que
era nuestro.
Su tío seguía negando con la cabeza
mientras una lágrima se escapaba de sus
ojos enrojecidos y saltones. Pero Eva no
se apiadó. En la carta explicaba con todo
detalle el entramado que había montado
Jerry Flaggs para estafarle. Después,
cuando leyeron el testamento de su padre,
le entregaron una caja con sus
pertenencias personales en la que Eva
encontró más datos que corroboraban lo
que su padre le había dicho, pero no
tenían pruebas. Su tío había amasado su
fortuna con la ruina de su padre y la de la
propia Eva, y debía pagar por ello.
Eva apretó y apretó hasta que ya no
fue consciente de nada más que de sus
propias manos apretando.
Entonces unos brazos fuertes la
sujetaron por detrás y la apartaron de su
presa. Eva se mareó y lo último que
vieron sus ojos antes de que se hiciese la
oscuridad fue el rostro preocupado de
Danny, el jardinero.
CAPÍTULO 13

El coche llegó a la frontera de


México a primera hora de la mañana. El
joven que lo conducía hablaba
perfectamente español aunque con un
fuerte acento que sorprendió al agente
mexicano de aduanas.
―¿De dónde eres? ―preguntó
interesado.
―Soy español ―contestó el joven
tendiéndole el pasaporte.
―Daniel García. Lugar de
residencia, Madrid ―leyó el agente―.
Órale, mi mujer siempre quiso viajar a
España. ¿Es lindo aquello?
―Sí, es muy bonito ―contestó la
hermosa joven sentada en el asiento del
copiloto. La chica llevaba una mochila
negra sobre el regazo y sonreía con
simpatía―. Si lleva a su mujer a Madrid,
la tendrá enamorada para siempre.
El agente sonrió y levantó la mano.
―Adelante, compadres, disfruten de
sus vacaciones en México.
El coche cruzó la frontera y se
internó en México, en dirección al sur.
Eva estiró los brazos y respiró el
vivificante aire de la mañana. Había
dormido toda la noche desde que
abandonaron furtivamente la mansión de
su tío y se había despertado un instante
antes de llegar a la frontera.
―Ni siquiera nos han registrado
―dijo Daniel extrañado.
―Ya te lo dije. Salir de Estados
Unidos es fácil, entrar sería otra cosa
―replicó Eva―. Además, quién iba a
sospechar que dos jóvenes turistas
españoles llevan dos millones de dólares
en la mochila...
―¿Dos millones? ―preguntó
Daniel―. Creía que dijiste que tu tío
Jerry guardaba tres millones para sus
sobornos.
―Y es cierto. Pero con dos millones
tampoco nos irá mal, ¿no? Hay una
persona que se merecía el otro millón
tanto como nosotros.
Daniel sonrió y se subió las gafas de
sol.
―No sé ―dijo en tono de burla―.
Dos millones me parece poco dinero por
haber trabajado de jardinero durante
semanas en casa de esos capullos.
Por eso le gustaba su novio. Desde
que había conocido a Daniel siempre le
había visto de buen humor. Cuando
recibió la carta de su padre y se leyó su
testamento, Eva acudió a él desconsolada.
Daniel la apoyó en todo momento y juntos
trazaron la estrategia para vengarse de su
tío. Daniel dejó su trabajo en España y se
fue a California con el escaso dinero de
sus ahorros. Eva le preparó una carta
falsificada de recomendación para entrar
a trabajar como jardinero en casa de su
tío, y la trampa coló. Después Eva aceptó
la invitación de Jerry y se fue a vivir a la
mansión de Los Ángeles. En todo
momento debían fingir no conocerse y esa
fue la prueba más dura de todas. Eva tenía
un móvil con un solo número de teléfono,
el de Daniel, pero no podía marcarlo
salvo que hubiese una auténtica urgencia,
y así había sucedido.
La idea era que Eva, al tener acceso
a la casa, estudiase el lugar donde Jerry
guardaba la caja fuerte. Por eso la joven
había gastado todos sus ahorros en una
cámara de infrarrojos de alta precisión
con la que fotografió el despacho de su tío
Jerry en cuanto tuvo ocasión. Eva sonrió
al recordar el episodio. Su tío Jerry casi
la pilla al entrar en su despacho
acompañado de la bruja de Pamela. Eva
tuvo que verles practicando sexo encima
de la mesa del despacho, pero al menos
pudo tomar las fotografías.
Después le entregó las fotos a
Daniel, que fingió golpearla en el jardín.
En ese momento Eva creyó que su novio
estaba molesto con ella de verdad, por su
ausencia total de contacto, pero no era así.
Eva dejó caer las fotos en jardín, y Daniel
las recogió y estudió en profundidad. Fue
así cómo localizaron la caja fuerte secreta
de su tío Jerry.
Pero aún le faltaba conseguir las
llaves del despacho. Y ahí entró en juego
su engreído primo Álex. Eva desconfiaba
de él, y cuando Alex le dijo que Jerry la
esperaba en su despacho, ella se quedó
escuchando un rato la conversación antes
de subir a verle. Así se enteró de que
Alex guardaba un juego de llaves del
despacho y de que su tío no la había
mandado llamar.
Después, una tarde en la que creyó
que su primo se había marchado de casa,
Eva entró en su cuarto y se hizo con las
llaves. Pero su primo Alex la cogió in
fraganti e intentó abusar de ella en su
cuarto. Aquel malnacido casi lo logra,
pero su primo Bobby apareció de
improviso y se lo impidió. Eva lamentaba
no haberse despedido de Bobby, pero
tenía pensado escribirle una postal tan
pronto como pudiese.
Todo estaba preparado para dar el
golpe, solo faltaba esperar la ocasión más
propicia. Y qué mejor fecha que la
celebración de la fiesta del tío Jerry.
Habría mucha gente en la casa y menos
control del habitual. Pero había que
conseguir colar a Daniel en la casa, así
que Eva le dio la idea a Cindy de que
utilizasen a los jardineros, Daniel
incluido, en el servicio de camareros de
aquella noche.
Durante la fiesta, Eva había estado
muy nerviosa mientras buscaba a Daniel
entre el servicio. Tenía que darle el juego
de llaves del despacho de Jerry. Pero el
joven estaba en otra parte de la casa y no
podía abandonar sus labores así como así.
Eva se fue a pasear al jardín para
tranquilizarse y fue entonces cuando Alex
la atacó por segunda vez. Pero Daniel la
había visto abandonar la fiesta y fue tras
ella. Entre los dos consiguieron reducir a
Alex y ocultarle entre los setos. Fue en
ese instante cuando Eva le dio las llaves a
Daniel.
Después Eva volvió a la fiesta
mientras Daniel entraba en la casa
discretamente y se colaba en el despacho.
Gracias a las fotografías en infrarrojo,
encontró rápidamente la caja fuerte oculta
bajo un cuadro y un falso trozo de pared.
Pero aún quedaba lo más arriesgado. No
tenían la certeza de que aquella fuese la
combinación pero tenían que intentarlo.
Daniel giró las pequeñas ruedas e
introdujo los números en la combinación
en la secuencia que le había indicado Eva.
Cuando acabó no pasó nada, al menos
inmediatamente. Un segundo después se
oyó un clic en el interior del mecanismo y
la puerta reforzada se abría mostrando el
contenido.
Su padre tenía razón. Aquellos
números escritos en la carta que le dejó
junto a la inscripción «Caja fuerte J.F.»
eran la clave de la combinación. Eva no
sabía cómo lo había averiguado su padre
y tampoco le importaba. Lo único
importante era que funcionó.
Así que Daniel comenzó a buscar los
documentos que le había indicado Eva,
pero en ese instante, el número de su
móvil sonó tres veces. Daniel solo tuvo
tiempo de cerrar la caja fuerte, colocar de
nuevo el cuadro y esconder el falso trozo
de pared bajo la mesa. Jerry Flaggs entró
en el despacho y por un momento Daniel
pensó que le había descubierto. El hombre
se quedó unos segundos en la puerta,
como si notase que había algo extraño en
el ambiente, pero a los pocos segundos,
blasfemó y se fue a la otra habitación.
Instantes después apareció Eva y entró en
la habitación en la que se encontraba
Jerry.
Daniel querría haber hablado con
ella, pero no le dio tiempo. La puerta de
la habitación se cerró y Daniel no supo
qué hacer. Era ahora o nunca, así que el
joven volvió a abrir la caja fuerte y
rebuscó de nuevo. Tras unos instantes de
angustia encontró los papeles que
buscaba. Los cogió junto con un unos
paquetes forrados de cartón y los metió en
la mochila. Después estuvo a punto de
abandonar la habitación por la ventana,
pero al oír unos ruidos raros en la
estancia contigua, se decidió a entrar.
Fue entonces cuando encontró a Eva
subida sobre su tío Jerry, tratando de
ahogarle con sus propias bragas. Daniel
tuvo que emplear toda su fuerza para
separarla de su presa y la chica perdió el
conocimiento por unos instantes.
Las primeras palabras de Eva
cuando se recuperó fueron un indicativo
de que se encontraba en perfecto estado.
―¿Tienes los papeles? ―preguntó
ansiosa.
―Sí ―respondió Daniel.
Ni siquiera preguntó por el dinero.
Los dos jóvenes se cambiaron de ropa y
abandonaron la casa en silencio. Daniel
tenía preparado un viejo coche de alquiler
a algunas manzanas de la mansión.
Condujeron toda la noche en dirección
sur, camino a México. A primera hora de
la mañana pararon en un pueblecito y
fueron directamente a la oficina de
correos. Eva sacó una tarjeta de cartón, y
anotó el nombre y la dirección en un
paquete que envió como urgente. Después
continuaron su marcha camino de la
frontera y el resto… ya era historia.
Lo cierto es que no entraba dentro
del plan inicial conseguir aquel dinero,
pero cuando Eva escuchó aquella
conversación de Jerry con el alcalde, no
quiso desaprovechar la ocasión. Su tío
había perdido tres millones de dólares en
dinero negro y en efectivo, y no los podría
reclamar jamás. Pero lo que en realidad
perseguía Eva era otra cosa mucho más
importante que el dinero y creía haberlo
logrado.
Dos días después, Cindy Flaggs
había cambiado su nombre de casada por
el de Cindy Waters, su nombre de soltera.
La noche en la que Eva desapareció,
Cindy subió al despacho de Jerry al ver
que la joven no regresaba. Creía que lo
había visto todo en esta vida, pero no
estaba preparada para asimilar lo que vio
en la habitación contigua al despacho de
su marido.
Jerry estaba tirado en la cama,
completamente desnudo, y amarrado con
unas medias a los postes de la cama.
Tenía el rostro amoratado y, al acercarse
asustada, vio que tenía una tela dentro de
su boca. Cindy pensó que estaba muerto,
pero al notar su presencia Jerry gimió. La
mujer se acercó a su marido y le quitó la
tela de la boca. Eran unas bragas negras.
Desató a su marido y le ayudó a
incorporarse, pero Jerry, humillado por la
situación, le gritó y la obligó a marcharse
de allí. Lo hizo encantada.
A la mañana siguiente, Cindy fue a
hablar con Jerry y le pidió el divorcio. La
cara de estupor de Jerry mereció la pena.
No podía concebir que su mujer le
abandonase así sin más, máxime después
de la humillación de la noche anterior.
Además, Beth se encargó de
transmitir la noticia entre las amistades de
Jerry Flaggs, recreándose en los detalles
de lo que había ocurrido la noche de la
cena, y en los estrafalarios gustos
sexuales de Jerry. A nadie le extrañó
demasiado. Eso no iba a ser fácil de
tragar para el orgullo de un hombre como
Jerry.
Cindy sabía que su marido iba a
abandonarla antes o después, y también
era muy consciente de que no podría
sacarle ni un solo dólar debido a su
acuerdo prematrimonial, pero aquello no
le importaba. Solo quería ser libre.
El teléfono sonó en su nuevo, barato
y pequeño apartamento de alquiler.
―¿Dígame?
―Buenos días, ¿la señora Cindy
Flaggs?
Cindy estuvo tentada de responder
que se habían equivocado, pero aún había
muchos asuntos pendientes en los que
figuraba su antiguo nombre.
―Soy yo. ¿Qué desea? ―acabó
diciendo.
―Le llamo del Banco Gilmore. Es
por un tema relacionado con la nueva
cuenta que ha abierto recientemente.
―¿La nueva cuenta? ―preguntó
Cindy extrañada. La única cuenta de la
que disponía era la que abrió cuando tenía
diecisiete años en el Banco de América y
aún la seguía manteniendo.
―Sí, verá, cuando se trata de
cantidades tan importantes ofrecemos un
ventajoso paquete de servicios a nuestros
clientes.
―Debe haber un error… ¿De qué
cantidad estamos hablando?
―Bueno, el millón de dólares que
ingresó ayer se puede considerar
importante ―dijo el comercial extrañado.
Cindy se quedó mirando el teléfono
embobada. Definitivamente aquello debía
ser un error.
Media hora más tarde, aún no podía
creérselo pese a que el empleado del
banco le había asegurado una y otra vez
que no había error posible. La cuenta
estaba a su nombre, con todos sus datos
correctamente especificados y la cantidad
que había en ella era exactamente de un
millón de dólares.
A la mañana siguiente, Cindy lo
comprendió todo. Al abrir su buzón
encontró una postal con matasellos de
México. Era una puesta de sol
espectacular sobre un pueblecito blanco
con el océano Pacífico al fondo. El texto
que había al dorso era muy breve:
«Disfruta de tu vida. Tienes un
millón de razones para hacerlo».
Firmaban Eva y un tal Daniel.

En el mismo momento en el que


Cindy recibía su postal, dos coches
cruzaban la puerta de la finca de Jerry
Flaggs. Uno era un coche patrulla de la
policía de Los Ángeles, el otro era un
sedán negro nuevo. Al verlos desde la
ventana de su despacho, Jerry esperó que
trajesen buenas noticias. Había
denunciado el robo que se produjo en su
casa, durante la fiesta de hacía tres
noches, y esperaba que ya hubiesen
detenido a los culpables. No había
especificado lo que se habían llevado
pero sí que su querida sobrina estaba
detrás del asunto. Tenía un serio problema
encima. Le habían birlado tres millones
de dólares y un negocio inmobiliario
pendía de un hilo.
La puerta de su despacho se abrió y
Pamela le anunció la visita:
―Señor, es la policía de Los
Ángeles.
―Hazles pasar.
Un joven policía vestido de uniforme
entró acompañado de dos hombres
trajeados. No eran los mismos agentes que
habían atendido su denuncia.
―¿Señor Flaggs? ―dijo uno de los
hombres trajeados.
―¿Por qué me hace esa estúpida
pregunta, agente? Sabe de sobra quién
soy. ¿Por qué no han venido los policías
que vinieron la otra mañana?
―Esta no es una visita de cortesía.
Señor Flaggs queda usted detenido. Tiene
derecho a permanecer en silencio.
Cualquier cosa que diga podrá ser usada
en su contra ante un tribunal. Tiene
derecho a consultar a un abogado y a tener
a uno presente cuando sea interrogado por
la policía. Si no puede contratar a un
abogado, le será designado uno para
representarle.
―¿Pero qué coño está diciendo? No
sabe usted con quien está hablando.
―Agente Walcox, póngale las
esposas.
Entonces Jerry se dio cuenta de lo
que había ocurrido y se le desencajó el
rostro en una mueca horrible. Una niñata
de veinte años había acabado con su
carrera, y lo que era peor, le iba a mandar
a la cárcel.
―¡Maldita puta! Esto es un error,
esa zorra me ha engañado y les está
tomando el pelo a todos.
El agente Martin Walcox dio un paso
y le puso las esposas a Jerry Flaggs. El
hombre se resistió, así que Martin estuvo
encantado de reducirle sin compasión. Le
habían permitido estar presente en el
momento de la detención como deferencia
a su gran labor en el caso. Lo cierto es
que él no había hecho gran cosa, salvo
recibir un grueso sobre con un montón de
documentos dentro. El sobre tenía el
matasellos de un pueblecito del sur de
California, muy cerca de la frontera con
México. En el remitente solo había escrita
una letra en mayúsculas. Una E.
Al principio no le dio mucha
importancia, pero cuando comenzó a ojear
los papeles se quedó blanco. Él no era un
experto en delitos fiscales, pero aquello
era algo evidente incluso para un escolar.
El tal Jerry Flaggs estaba de mierda hasta
las cejas. Fraude a Hacienda, sobornos a
altos cargos, amenazas, chantajes,
coacciones…, un auténtico catálogo de
delincuencia bajo la fachada de un
respetable hombre de negocios.
Martin ordenó todos aquellos
papeles y fue a ver a su superior. Su jefe
le felicitó y llamó inmediatamente al FBI.
Ascendieron a Martin y le dieron una
medalla en reconocimiento a la labor
prestada, pero en realidad nada de eso
había sido mérito suyo.
Así que después de meter a Jerry
Flaggs entre rejas, aún tenía algo muy
importante que hacer. En el sobre que
recibió había una nota escrita a mano y el
número de un apartado de correos de
México. La nota decía:
«Solo quiero que me describas su
cara cuando le detengas».
Firmado: E.
Martin no era demasiado bueno
escribiendo, pero se pasó toda la tarde
redactando lo mejor que pudo las
diferentes fases por las que había pasado
la cara de Jerry Flaggs cuando le
comunicaron que estaba detenido:
sorpresa, rabia, indignación, otra vez
rabia, más sorpresa, incredulidad, y
finalmente humillación, mucha
humillación.
Martin metió la carta en un sobre y la
echó al correo urgente esa misma tarde.
Esperaba que aquella E misteriosa, que
creía saber quién era, disfrutase de su
descripción. Un hijo de puta como aquel
estaba mejor entre rejas.
EPÍLOGO

Eva recibió la carta cinco días


después de su llegada a México. Al leer
el remitente sus manos temblaron y estuvo
a punto de dejarla caer. Martin Walcox.
Desde que conoció al policía al llegar a
Los Ángeles, había guardado su tarjeta
con la esperanza de poder utilizarla algún
día. Podría haber mandado la información
sobre su tío a cualquier otro agente, pero
Martin le había parecido un hombre recto
y honrado. La joven se aguantó las ganas
de abrir la carta y se fue paseando en
bicicleta hasta su casa.
Era un atardecer precioso, como los
últimos cuatro que habían tenido, con el
océano Pacífico devorando el sol
mientras este descendía lentamente hacia
las aguas. Al llegar a casa, Daniel le
esperaba con un cóctel en la terraza. Su
novio notó su turbación enseguida y le dio
un abrazo.
Eva abrió la carta y la leyó al menos
veinte veces. Era muy escueta, pero no
podía expresar mejor lo que ella quería
saber. Una lágrima se derramó por su
mejilla y cayó sobre el papel,
desfigurando dos palabras: «Jerry
Flaggs».
Su padre estaría orgulloso de ella.
Eva rompió la carta y dejó que la
suave brisa se llevase los pedacitos,
como si fuesen malos augurios de un
pasado que parecía ya muy lejano.
Comenzaba a refrescar y la joven
agradeció el cálido abrazo de su novio.
Estaba profundamente enamorada de él.
Eva sintió algo duro rozando su muslo,
por debajo del pantalón de Daniel.
La joven sonrió y le besó en la boca.
Al fin podía poner en práctica con él todo
lo que había aprendido en Los Ángeles.

FIN
A continuación, los tres primeros
capítulos de la novela 'Castigo de Dios',
escrita por César García Muñoz
CASTIGO DE DIOS

CAPÍTULO 1

Peter abrió los ojos y se enfrentó a la


inquietante oscuridad. La cabeza le
retumbaba y una gota caliente y espesa se
deslizó por su frente hasta rozarle los
labios. Se trataba de su propia sangre que
manaba de una herida abierta en la frente.
―¿Dónde estoy? ―dijo en voz baja,
solo para comprobar que aún podía
hablar.
Se incorporó mareado y sus ojos se
fueron adaptando lentamente a la negrura
reinante. Le dolían los antebrazos y, al
frotárselos, contempló asombrado cinco
cicatrices que surcaban cada muñeca de
lado a lado. Parecían muy recientes
aunque no recordaba cómo se las había
hecho. Toda su ropa, desde la camisa
negra hasta los zapatos, estaba empapada.
Peter miró a su alrededor. Se
encontraba tendido en la cama de una
habitación desconocida aunque vagamente
familiar. No sabía que hacía allí ni se
acordaba de cómo había llegado. La
estancia era austera y el mobiliario
anticuado, a excepción de una televisión
de plasma y un reproductor de DVD, que
parecían fuera de lugar en aquel ambiente
decadente. En general, el lugar tenía el
aspecto de una habitación de motel barato
de carretera. La puerta a su izquierda
permanecía entreabierta y permitía ver un
baño vestido con baldosas gastadas. Al
otro lado estaba la puerta principal, la que
probablemente daría al pasillo y, en
alguna parte, a la salida.
Se levantó haciendo un esfuerzo y se
dirigió hacia allí. Se sentía débil y la
sensación de peligro no le había
abandonado. Quería salir de aquella
habitación cuanto antes.
Intentó abrir la puerta pero estaba
cerrada con llave. Entonces, pegó el oído
a la madera pero no logró escuchar nada.
Estaba apunto de aporrear la puerta
cuando algo llamó su atención en una
esquina de la habitación, junto al techo.
Había una cámara de video que enfocaba
hacía la cama y al cuarto de baño. Estaba
apagada.
Peter se acercó al reproductor con un
presentimiento inquietante. En su interior
había un DVD sin ninguna etiqueta. Casi
sin controlar sus movimientos, cogió el
mando y pulso el botón de reproducción.
Al instante el televisor mostró la imagen
de la habitación en la que se encontraba
encerrado. Un hombre alto y de pelo
oscuro paseaba nervioso de espaldas a la
cámara.
Al reconocerle, se le hizo un nudo en
el estómago. Aquel hombre era el propio
Peter. Llevaba un traje negro de
sacerdote, rematado por un alzacuello
blanco; el mismo que vestía empapado en
aquel instante. En realidad eso no era algo
anormal, ya que Peter Jessy Sifo era
sacerdote y profesor de medicina de la
prestigiosa Universidad católica de
Coldshire.
Pero Peter se sintió muy extraño al
verse a sí mismo en aquella imagen.
El Peter del televisor, cerró la puerta
con llave y se dirigió al otro extremo de
la habitación. A continuación, guardó las
llaves junto con un sobre en el primer
cajón de la mesilla.
Peter paró inmediatamente el video y
abrió aquel cajón. Un llavero con dos
llaves yacía en el fondo pero no había ni
rastro del sobre. Peter cogió las llaves y
se dirigió hacia la puerta. La herida de la
cabeza aún sangraba y sentía que debía
abandonar urgentemente aquel lugar, pero
su propia imagen congelada en la pantalla
le hizo detenerse. Peter se apoyó en la
cama y volvió a pulsar el botón de
reproducción.
De nuevo se vio a sí mismo
paseando nervioso de un lado a otro y
hablando sólo. En una mano portaba su
agenda roja y en la otra, un objeto
metálico que no llegó a distinguir. En un
momento dado el Peter del televisor tuvo
una arcada y pareció que iba a vomitar,
pero se recuperó. Después entró en el
baño y se quedó quieto. La bañera parecía
estar llena de agua turbia, aunque no se
podía apreciar correctamente. A
continuación, aquella réplica de sí mismo,
se santiguó, dejó la agenda sobre el borde
de la bañera y se metió completamente
vestido en el agua.
Peter palpó sus ropas mojadas como
en un sueño, incapaz de separar su mirada
del televisor. Se sentía desconcertado al
contemplarse a sí mismo realizando
acciones que ni siquiera recordaba.
La siguiente escena le dejó helado;
simplemente aquello era imposible.
El objeto metálico que había visto
antes era un estilete quirúrgico. El Peter
de la pantalla se santiguó y a
continuación, se hizo una incisión
profunda en cada muñeca. La sangre
empezó a manar de las heridas, tiñendo de
rojo la bañera. Mientras se desangraba,
aquel hombre idéntico a él comenzó a
repetir una extraña letanía, como si
estuviese rezando.
El padre Peter apartó la vista del
televisor y vomitó en el suelo. Cuando se
hubo recuperado, se levantó las mangas
de la camisa y se santiguó. Ahora conocía
el origen de aquellas cicatrices finas y
rectas que recorrían sus brazos.
En medio de aquel horror, fue
consciente de algo que no llegaba a
encajar del todo en aquella escena. Tenía
cinco cicatrices en cada antebrazo, pero
acababa de ver con sus propios ojos cómo
se había hecho un único corte por muñeca.
Además, si su ropa estaba aún
mojada los cortes tendrían que haberse
producido hacía poco tiempo. Pero sus
heridas estaban casi cicatrizadas, como si
fuesen de hacía semanas.
Su mente analítica trató de abrirse
paso entre la maraña de confusión pero un
grito procedente del televisor cortó sus
pensamientos y devolvió su atención a la
pantalla. El Peter de la imagen miraba a la
cámara fijamente y la apuntaba con el
índice, mientras la sangre de las heridas
resbalaba por sus brazos.
―¡Es una trampa! ―gritó con los
ojos desorbitados.
Después cogió la libreta roja del
brazo de la bañera, y comenzó a pasar las
hojas como un poseso mientras
balbuceaba algo incomprensible.
El padre Peter subió el volumen de
la televisión, pero el sonido era de muy
baja calidad y sólo logró entender una
palabra repetida en varias ocasiones:
‘Black’.
Entonces el Peter del televisor
comenzó a escribir en la agenda con
manos temblorosas. Pero la libreta se le
escapó y cayó al suelo en medio de un
charco de sangre y agua. Trató de
recuperarla en un desesperado intento,
pero las fuerzas le fallaron y se golpeó la
frente contra el borde de la bañera
perdiendo el conocimiento. Su cuerpo
cedió y se fue hundiendo en el agua rojiza
hasta desaparecer.
La pantalla mostró la misma imagen
fija durante otros tres minutos, en los que
el padre Peter no apartó la vista ni un
segundo. Su alter ego al otro lado del
plasma no volvió a emerger del agua.
Finalmente, la grabación se paró y una
niebla gris, acompañada de un zumbido lo
cubrió todo.
El padre Peter se tocó la frente
ensangrentada, allí donde se había
golpeado con la bañera. Esa herida no
había cicatrizado milagrosamente como
las de la muñeca, sino que seguía abierta
y estaba cubierta de restos de sangre
coagulada.
Y lo que era mucho más importante e
inquietante.
¿Por qué no estaba muerto?
Peter trataba de entender, sin
conseguirlo, lo que acaba de ver.
Aparentemente había intentado suicidarse
cortándose las venas, aunque desconocía
el motivo. No sabía como había llegado a
aquel lugar y su último recuerdo nítido era
del día anterior, o eso creía. Había salido
de la reunión del consejo de la
Universidad, en la que había sido elegido
para conducir el discurso inaugural. Era
una calurosa tarde de finales de agosto y
había decidido regresar a casa dando un
paseo por el parque. Al llegar, se había
tumbado un rato en el sofá frente a la
televisión y había cerrado los ojos. No
tenía intención de dormir, pero había
trabajado intensamente las últimas noches
y el sueño le había vencido mientras veía
las noticias.
Después se había levantado
empapado en aquella habitación
desconocida, con la frente sangrando y las
muñecas desgarradas.
¡Dios santo! Había tratado de
suicidarse.
Algo terrible debía haber pasado
entre las tres de la tarde de ayer y el
momento actual para que cometiese
semejante acto. Ni siquiera sabía que hora
era, pero a juzgar por la escasa luz que se
filtraba por las ventanas debía de estar
amaneciendo.
Peter recordó el grito desgarrador
que su alter ego había proferido en la
televisión y se estremeció.
‘Es una trampa’ había gritado.
¿Una trampa de quién? ¿Quién y
porqué querría su mal? El padre Peter
creía no tener enemigos. Desde luego no
en su círculo más cercano. En los últimos
años se había convertido en una cara
conocida para el público al aparecer en
varios programas y debates televisivos,
pero no se había granjeado ninguna
enemistad importante.
―Ahora eres un personaje famoso
―le dijo en una ocasión el rector de la
Universidad, el padre O’Brian―. Y lo
que es más importante para nosotros, tu
imagen de intelectual moderado y cercano
a la gente, es la mejor campaña
publicitaria que ha tenido la iglesia en
mucho tiempo.
Peter era un hombre alto y apuesto, y
a sus cuarenta años mantenía una figura
atlética esculpida a golpe de remo.
Impartía las clases vestido con ropa
informal y, en muchas ocasiones, se había
divertido al percibir una mirada de
extrañeza en sus nuevos alumnos cuando
le veían vistiendo sotana o con alzacuello.
Sinceramente, no creía que su imagen
pública tuviese algo que ver con todo
aquello. No parecía demasiado probable
que un loco anticatólico estuviese
intentando enredarle en algún tipo de plan
para acabar con él en menos de doce
horas. Tenía que haber otra explicación.
Peter pensó en la única palabra que
había logrado entender en aquel
monólogo, tratando de darle algún
sentido. El Peter de la pantalla la había
repetido con insistencia entre una maraña
de murmullos incomprensibles
‘Black’.
Por más que lo intentaba, no sabía a
que se podría estar refiriendo, pero tenía
la certeza de que era una pieza importante
en aquel rompecabezas.
Otra pieza clave descansaba en el
suelo del baño; Su agenda. Peter se
incorporó trabajosamente y se dirigió
hacía allí.
Se trataba de una libreta en la que
apuntaba todo lo concerniente a sus clases
y su programación de actividades. Pero en
el video, había escrito algo en ella justo
antes de hundirse en la bañera.
Sus esperanzas se desvanecieron en
cuanto abrió la puerta; no había rastro de
la agenda. Peter estaba seguro de haber
visto como la libreta caía junto a un
pequeño charco en el suelo. Tal vez la
memoria le habría jugado una mala
pasada y la agenda cayó en la bañera.
Peter miró el agua teñida de rojo y
atisbó una sombra en el fondo. El corazón
le dio un vuelco. Parecía una mata de pelo
oscuro y frondoso, como el suyo. Peter
respiró profundamente, metió la mano en
el agua y agarró el objeto sumergido
sacándolo a la superficie.
Se trataba de una vieja esponja
empapada. Peter revolvió el agua con el
brazo pero no halló rastro de la libreta.
La alternativa más probable era que
alguien habría entrado en la habitación
mientras él permanecía inconsciente y se
habría llevado la agenda. ¿Pero quién?
¿La misma persona que le sacó de la
bañera y le tendió en la cama? ¿O había
salido por sus propios medios y no lo
recordaba?
Peter salió del baño y se sentó en la
cama. Tenía frío y la ropa mojada se le
pegaba incómodamente a la piel. Hasta
ahora se había preocupado por los
elementos más sencillos del misterio,
aquellos a los que se podía encontrar una
explicación racional, pero no podía
demorar por más tiempo enfrentarse a lo
que más le preocupaba.
Se había visto a sí mismo
desvanecerse y sumergirse en la bañera
durante varios minutos. Aún en el caso de
que alguien hubiese entrado en la
habitación nada más terminar la grabación
y le hubiese sacado de la bañera, debería
estar muerto. Nadie podía aguantar tanto
tiempo bajo el agua sin ahogarse, sin
mencionar el hecho de que parecía haber
perdido el conocimiento.
Y luego estaban las cicatrices de sus
brazos. Cinco largas marcas muy juntas en
cada muñeca. El había visto como se
hacía un solo corte, de eso estaba seguro.
Además era absolutamente imposible que
aquellas heridas se hubiesen cerrado de
esa manera en solo unas horas. Las cinco
cicatrices tenían distintos colores, como
si tuviesen distintas antigüedades. Una de
ellas aparecía casi blanca, mientras que
otra, con un aspecto mucho más reciente,
aparecía enrojecida.
No era posible, nadie se curaba tan
rápido.
Peter recordó las imágenes de santos
y mártires de sus viejos libros. Muchos de
ellos aparecían con estigmas y heridas de
origen desconocido a los que atribuían
carácter divino. El padre Peter creía
firmemente en Dios y en la importancia de
su concepto para la humanidad. Pero era
un hombre de ciencia, catedrático y
médico de reconocido prestigio, y dejaba
el terreno de los milagros y supersticiones
para otros.
Su mente empírica se negaba a
introducir cualquier variable sobrenatural
en aquella ecuación, aunque no era capaz
de encontrar ninguna explicación racional
a lo que había sucedido. De forma
instintiva se llevó la mano al crucifijo de
plata que pendía de su cuello, regalo del
rector O’Brian. No sabía que había
pasado pero estaba firmemente decidido a
averiguar la verdad, fuese cuál fuese.
Peter se levantó e introdujo la llave
más grande en la cerradura. La puerta se
abrió sin ofrecer resistencia, mostrando
un pasillo alargado y desconocido. En un
lado de la puerta, pegado a la jamba,
pendía un trozo de plástico rasgado de
color rojo.
Al fondo unas escaleras le
condujeron a la planta baja. A medida que
se alejaba de la habitación, el frío se
hacía más intenso a su alrededor. Al bajar
el último peldaño, Peter vio la puerta de
cristal del edificio. El sol había salido ya
y algunos rayos débiles se escapaban
entre la cortina de niebla matinal,
despuntando brillos blancos en el
exterior. Tenía mucho frío y aunque al
principio lo achacó a sus ropas mojadas,
Peter observó extrañado la pequeña
columna de vaho blanco que formaba su
aliento. Aquella temperatura no era
normal para finales de verano. Fuera, la
calle se veía anormalmente
resplandeciente como si una cortina
blanca tamizase los rayos del sol. Peter se
acercó a la puerta y contempló el exterior.
Su cerebro no podía comprender la
imagen que le trasmitían sus ojos.
Un manto nieve de medio metro de
espesor se extendía por la ciudad hasta
donde alcanzaba la vista. Un par de niños
jugaban embutidos en sus trajes de
invierno junto a un muñeco de nieve.
Cerca de allí, había un abeto decorado
con luces de colores, coronado por una
estrella dorada. Unos copos grandes y
sedosos comenzaron a caer del cielo.
Era evidente que no estaban en
agosto.

CAPÍTULO 2

Susan Polansky estaba


profundamente disgustada. Aun así mostró
su sonrisa más encantadora y declinó la
invitación amablemente con la cabeza.
―No tiene por qué molestarse
―dijo Susan.
―Por favor, en su estado es lo mejor
―insistió el hombre.
―Muchas gracias. ―Susan acabó
cediendo ante la cortesía del hombre y se
sentó en el asiento que le ofrecía.
El autobús estaba abarrotado y la
abultada barriga de Susan gritaba a los
cuatro vientos que estaba embarazada.
Además, sus pechos, que ya de por sí
tenían un tamaño considerable,
amenazaban ahora con salirse del
sujetador y traspasar la frontera de su
blusa. Al parecer, el amable pasajero que
le había cedido su asiento también lo
había notado, ya que no paraba de
mirárselos como si fueran dos pasteles de
arándanos recién horneados. Solo le
faltaba relamerse.
Ese hecho no hizo más que aumentar
su disgusto, aunque en realidad era otra la
causa real del enorme malestar que sentía
en aquel instante. Susan estaba allí para
resolver un asesinato cuya naturaleza y
circunstancias le repugnaban
profundamente.
―Sea lo que sea, seguro que estará
orgulloso ―dijo el desconocido con una
sonrisa estúpida en los labios.
―¿Cómo dice? ―replicó Susan
ausente.
―Decía que su marido estará
orgulloso. Tanto si es un chico como si es
una chica ―añadió el hombre
manoseando una cadena con un pequeño
crucifijo.
A juzgar por el brillo de sus ojos,
aquel tipejo libidinoso tendría que rezar
muchos padrenuestros si se confesase esa
semana. Susan optó por devolver una
sonrisa cortés como respuesta, y se
concentró en resistir a los gases que
pugnaban por abandonar su cuerpo. Ese
era otro gran fastidio de aquel estado, tras
seis meses de embarazo se había
convertido en un condensador de gas
metano ambulante.
Además, si aquel tipo supiese la
verdadera historia de su vida,
probablemente se habría apeado en la
próxima estación escandalizado, o quizá
habría sacado una botellita de agua
bendita y se la habría esparcido por
encima con intención de exorcizarla.
Coldshire era uno de los pueblos más
conservadores y retrógrados de Inglaterra,
así que una joven y futura madre soltera,
fecundada de forma artificial, no era el
modelo ideal para aquel lugar.
―¿Ya han decidido el nombre?
―preguntó cansinamente el desconocido.
―Aún no.
―Si me permite un consejo, si es
chico le podrían llamar José. Como el
padre de nuestro Señor.
Susan no contestó, así que el hombre
lo consideró como una negativa y continuó
con su oferta.
―¿Qué le parece Jorge? San Jorge
es nuestro patrón. En mi familia tenemos
al menos un Jorge en cada generación. Yo
mismo me llamo Jorge y tengo un hijo con
el mismo nombre ―dijo orgulloso.
Definitivamente, aquel individuo
estaba gobernado por un gen recesivo
heredado de alguna antigua unión entre
parientes cercanos. Tal vez su abuelo
Jorge se casó con su prima Georgina y de
resultas salió aquel engendro. Y lo triste
era que podría ser cierto. Durante sus
años de universidad allí, Susan había
hecho un estudio sobre el inusual índice
tumoral de la región y su relación con el
alto grado de consanguinidad de la
población local. Habría que añadir
también la imbecilidad como efecto
colateral.
En cualquier caso, su pequeña se
llamaría Paula, como su abuela.
―Jorge es un gran nombre. Es muy
sonoro ―contestó mientras contenía de
nuevo una ventosidad.
Susan se esforzaba por seguir el
consejo de su psicóloga de no replicar lo
primero que se la pasase por la cabeza,
especialmente si había más de tres
palabras ofensivas en la respuesta. Así
que optó por concentrarse en las oscuras
calles al otro lado del cristal, con la
esperanza de que la dejasen en paz.
La nieve caía con fuerza y los
transeúntes se refugiaban bajo sus negros
paraguas. Todo era oscuro allí. Los
edificios, las calles, los habitantes y hasta
sus paraguas, que parecían apéndices
deformes de sus cuerpos. Pero no era algo
de extrañar teniendo en cuenta que aquella
triste población se llamaba Coldshire. No
sabía si la ciudad había heredado el
nombre de la universidad religiosa que
albergaba, o si había sido al revés. En
realidad no le importaba. Susan había
estudiado Medicina durante siete años
entre los oscuros muros de aquella prisión
y ya había tenido más que suficiente.
El solo hecho de estar allí ya le traía
sensaciones incómodas. Hacía tiempo que
había abandonado aquel lugar húmedo y
triste por la mucho más animada y
cosmopolita Brighton. Cierto que no se
trataba de la costa de Málaga, pero al
menos veían el sol de vez en cuando.
Aquella misma mañana, cuando la
designaron para un caso en Coldshire, le
pidió a su responsable que le asignara
otro destino. Pero el carácter de Susan
había ido dejando diversas cuentas
pendientes en el departamento y parecía
que empezaban a cobrárselas.
Oficialmente se la requería allí porque
conocía el terreno y tal vez conociese a
gente que podría estar involucrada en el
suceso.
―¿Usted no es de por aquí verdad?
―zumbó de nuevo el abejorro,
interrumpiendo sus pensamientos. La
mirada del hombre se debatía nerviosa
entre el canalillo de los pechos de Susan y
la falda algo corta.
―¿Cómo lo ha averiguado?
―Por el color de su piel, tiene un
moreno muy bonito, ¿sabe? ―dijo con la
baba a punto de caérsele―. ¿Y qué hace
una chica tan guapa en nuestra pequeña
ciudad? ¿Está de vacaciones?
―Estoy aquí por trabajo
―respondió cortante.
―Déjeme adivinar. ¿Es modelo?
¿Viene a un desfile?
Ya estaba bien, al infierno los
consejos de su psicóloga. Aquel
«inframental» lo estaba pidiendo a gritos.
―No, soy inspectora de policía
forense. Disecciono cadáveres y meto a
los asesinos entre rejas. ―Susan sacó una
placa reluciente de su bolso y se la
mostró. En el proceso dejó
deliberadamente a la vista la pistola.
El hombre la miró boquiabierto.
―Y como no deje de mirarme las
tetas le llevaré detenido a comisaría por
acoso sexual. Seguro que a su mujer y al
pequeño Jorge les encantaría escuchar la
historia.
El hombre cerró la boca y negó con
la cabeza. Se bajó en la siguiente parada
sin siquiera levantar la mirada y se perdió
bajo la nieve. Se había dejado el paraguas
junto al asiento. Susan sonrió divertida y
continuó hasta la parada que se
encontraba frente a la comisaría.
Llegaba tarde a una reunión con el
teniente Nielsen, el encargado local del
caso. Apenas habían cruzado unas
palabras por teléfono, pero fueron más
que suficientes para que surgiese una
antipatía mutua. Era un tipo engreído y
pagado de sí mismo al que le encantaba
escuchar el sonido de su propia voz. Y
como en las malas películas de policías,
le disgustaba profundamente que hubiesen
mandado a alguien de homicidios a
meterse en su jardín y más tratándose de
una mujer. Susan esbozó una sonrisa
traviesa al anticipar la cara que pondría el
teniente cuando viese su barriga de
embarazada.
Susan se bajó del autobús, abrió el
paraguas del desconocido y cruzó la calle
en dirección a la comisaría. Volver a
pasear por aquel lugar le hizo revivir
viejas sensaciones, ninguna de ellas
agradable. Pero ahora tenía que
concentrarse y dejar a un lado los
fantasmas del pasado. No tenía más
remedio que estar allí. Tenía un caso
importante que resolver, con o sin ayuda
del teniente Nielsen.
Susan recordó las fotos de la joven
asesinada y un escalofrío le recorrió de
arriba abajo. La habían violado en un
parque cercano al campus universitario y
después le habían rajado el cuello con
saña. Antes de morir le habían marcado
con un hierro al rojo vivo un extraño
símbolo con forma de ocho sobre la piel.
La pobre chica tenía solo veinticuatro
años, los mismos que tenía Susan cuando
se marchó huyendo de aquella sórdida
universidad.
Estaba decidida a descubrir quién
había hecho aquello y a meterle entre
rejas. Además, cuanto antes lo hiciese,
antes podría volver a su soleada Brighton
y seguir con su vida. Una patadita de la
pequeña Paula pareció corroborar sus
pensamientos. Susan miró hacia ambos
lados, y al comprobar que estaba sola,
descargó aliviada el gas acumulado.

CAPÍTULO 3
Peter contempló a través del cristal
del taxi el espectáculo blanco que se
extendía ante él. El vacío en su cerebro no
se limitaba a unas pocas horas, sino a más
de cuatro meses. De camino a casa, aún
aturdido, había hecho parar al taxista
junto a un quiosco y había comprado un
periódico. Estaban a veintidós de
diciembre. Era increíble pero eso
significaba que habían pasado cuatro
meses exactos desde su último recuerdo.
La laguna en su memoria era
extrañamente selectiva; recordaba todo lo
sucedido antes del veintidós de agosto
como si hubiese sido ayer, de hecho, para
él, ese día era su ayer. Pero era incapaz
de recordar absolutamente nada de lo
sucedido después.
El padre Peter descendió del taxi y
subió como un sonámbulo los tres
escalones que conducían al portal. Su
pequeño apartamento estaba situado en un
barrio obrero próximo a la universidad.
Era uno de los pocos profesores que
vivían fuera del campus y casi el único
entre los eclesiásticos. Al principio la
idea no había seducido demasiado al
consejo de dirección, pero el rector
O’Brian había intercedido por él y Peter
se salió con la suya. Nunca le había
gustado demasiado el ambiente cerrado de
la universidad, ni el control casi militar
que se imponía en el campus.
―Buenos días, padre Peter. ―La
vecina de al lado, la señora Nolan, asomó
su cabeza repleta de rulos, como una hidra
de andar por casa―. Anoche no le oí
llegar.
Peter se quedó desconcertado un
instante antes de contestar. Estuvo a punto
de entablar conversación con ella para
obtener más información, pero finalmente
desistió. La señora Nolan era una viuda
sesentona cuyo pasatiempo principal
consistía en controlar los horarios y
compañías de sus vecinos de escalera.
Peter estaba convencido de que guardaba
una ficha completa de cada uno de ellos.
―Buenos días, señora Nolan. Ayer
tuve mucho trabajo y volví muy tarde.
La señora Nolan enarcó una ceja y le
miró con una sonrisa que no supo
descifrar.
―Lo digo porque su gato no ha
parado de maullar... otra noche más
―añadió.
―Lo siento, señora Nolan. Tanon se
habrá quedado sin comida ―dijo
precipitadamente―. Buenos días.
Peter cerró la puerta tras de sí con el
mínimo de cortesía exigido y suspiró
aliviado. Muchas noches trabajaba hasta
tarde y, en vez de volver a casa, dormía
en un pequeño sofá cama que tenía en su
despacho. Pero la señora Nolan prefería
fantasear con alguna otra explicación
extravagante.
Tanon se acercó maullando y se
enredó en sus pantalones. Peter le
acarició la cabeza y el gato le olisqueó
las muñecas. El dolor no había
desaparecido pero comenzaba a mitigar.
Peter le puso su comida favorita a Tanon
y se encaminó al dormitorio. Se quitó la
ropa húmeda y pospuso la ansiada ducha
por el momento. Su mente era un
hervidero y aún tenía muchas cosas que
hacer antes de relajarse bajo un chorro de
agua caliente.
Ahora, mucho más despejado, estaba
decidido a establecer un plan de acción.
Tenía que recabar toda la información que
pudiese sobre lo que había sucedido en
aquellos cuatro meses. Debía averiguar
qué le había llevado a intentar suicidarse
y a qué se refería el Peter de la grabación
cuando habló de aquella «trampa». Si
había una conspiración contra él, tendría
que encontrar a los responsables.
El padre Peter cogió el teléfono del
salón y marcó un número de memoria. Una
voz áspera y desagradable sonó al otro
extremo.
―Ha llamado a la residencia
privada de Michael O’Brian. En este
momento no está en casa o se encuentra
ocupado. Deje su mensaje al oír la señal.
Ni un solo «por favor». Era el estilo
frío y autoritario de Marta Miller, la
asistente personal y secretaria del rector
O’Brian. El rector también tenía la
cátedra de Medicina Forense, y la señora
Miller, como su ayudante, era la
responsable de la pequeña morgue de la
universidad. Según las malas lenguas, la
señora Miller cumplía otras funciones de
carácter más íntimo, pero Peter nunca
creyó esas habladurías.
Lo cierto era que la historia de Marta
Miller y la suya propia corrían paralelas.
Ambos eran hijos de un hogar roto y
ambos habían sido acogidos de jóvenes
por el padre O’Brian. Al principio no se
habían llevado demasiado bien, ambos
sentían una especie de celos mutuos con
relación al padre O’Brian, pero con el
tiempo sus caminos se fueron separando y
su relación se hizo fría y distante,
prácticamente inexistente.
Peter colgó el teléfono del salón
importunado. Necesitaba
desesperadamente contarle lo sucedido al
padre O’Brian y recibir su sabio consejo.
El rector era un gran hombre y lo más
parecido a un padre y consejero que Peter
había tenido jamás. A él le debía lo que
se había convertido, y por mucho que
tratase de devolvérselo, su deuda nunca
estaría suficientemente satisfecha. Por eso
se prestaba a seguir apareciendo en
aquellos debates televisivos, defendiendo
las tesis de la Iglesia con templanza y
moderación, y donando la mayor parte de
sus ingresos a la universidad.
Peter llamó al rector O’Brian a su
número de móvil, pero estaba apagado.
Lo siguiente que hizo fue buscar su
propio teléfono móvil. No lo usaba muy a
menudo y casi nunca lo llevaba consigo.
Además, después de aparecer en
televisión había tenido que cambiar de
número en varias ocasiones. No sabía
cómo, pero la gente era capaz de
encontrar su número y se sentían libres de
llamarle o mandarle mensajes a todas
horas. La mayoría era de apoyo y cariño,
pero el efecto general acababa siendo
incómodo. Así que compró un teléfono
con tarjeta y solo les dio el número a sus
más allegados. No más de treinta personas
lo conocían.
Peter revisó el teléfono con manos
inexpertas y tardó varios segundos en
hallar lo que buscaba. La lista de
llamadas se reducía a solo quince en los
últimos días, la mayoría a la universidad
y a su secretaria. Había varias al padre
O’Brian y una al número particular de
Marta Miller. No solía llamarla a ella
directamente, pero tampoco era algo muy
extraño.
Las llamadas recibidas tampoco
aportaron demasiada luz. Procedían de la
universidad, también su secretaria y el
padre O’Brian. Ninguna de Marta.
También había recibido llamadas de sus
alumnos. Se trataba de Sarah Collin, Anna
Newman y Richard Stevens, pero aquello
entraba dentro de lo normal. Eran tres de
sus mejores alumnos y le habrían
contactado para despedirse antes de las
vacaciones de Navidad.
Por último, revisó los mensajes. La
carpeta de mensajes enviados estaba
vacía y en la carpeta de entrada había un
único mensaje recibido el día veintiuno
de diciembre al mediodía. Era de su
alumna Anna Newman. Peter lo abrió y lo
leyó.
«Parque Cross, siete de la tarde».
Peter contempló el mensaje
pensativo. Anna Newman era una alumna
especial. En primer lugar, era una de las
pocas mujeres que había en el campus y
había tenido unos inicios difíciles. Ahora,
solo le restaba un año para acabar la
carrera, y se podía decir que había
triunfado; era la timonel del equipo de
remo y una de las estudiantes más
brillantes del campus. Peter supuso que
habrían quedado en el parque Cross para
ir a correr. Varios miembros del equipo
de remo solían citarse para entrenar,
aunque aquel parque no era el sitio
habitual. Quedaba un poco apartado y los
caminos estaban algo descuidados.
Peter encendió entonces su
ordenador portátil; tal vez encontrase algo
en su agenda electrónica, aunque tampoco
tenía demasiadas esperanzas. Estaba algo
anticuado en aquel aspecto y prefería con
mucho utilizar su agenda roja, aquella que
había desaparecido en el baño. Aun así, el
resultado le sorprendió. No había ni una
sola anotación en su agenda electrónica,
ni una reunión, ni un comentario desde el
veintidós de agosto. Antes de esa fecha
había algunas notas y citas actualizadas,
pero desde ese día no había
absolutamente nada.
Peter abrió el explorador de su
portátil y ordenó los ficheros
temporalmente. Todos tenían una fecha
anterior al día veintidós. Había tres o
cuatro de ese mismo día relacionados con
el inicio del curso, pero nada más.
Entonces comprobó su correo
electrónico. Los últimos correos
electrónicos tenían fecha del veintidós de
agosto, tampoco había nada posterior. Era
como si su vida después de ese día
hubiese quedado suspendida en la nada.
Aunque existía otra explicación: alguien
habría accedido a su portátil y habría
borrado toda la información ¿Pero por
qué hacerlo a partir de esa fecha? ¿Y
cómo podría alguien saber que él perdería
la memoria ese día?
Peter decidió que era el momento de
darse una ducha. Necesitaba relajarse o al
menos despejarse. Durante casi media
hora, permaneció bajo el chorro de agua
caliente, tratando de evadirse del mundo
sin llegar conseguirlo. La herida de la
cabeza le escocía y las muñecas le
produjeron molestias al enjabonarse. Por
mucho que lo intentase, no lograba alejar
de su mente la imagen de sí mismo
desangrándose en aquella bañera.
Peter cerró la ducha y se enfundó un
albornoz y unas zapatillas de andar por
casa. Se estaba preparando un café en la
cocina, cuando escuchó un ruido en la
entrada. Se acercó en silencio y vio como
el picaporte de la puerta se movía
ligeramente. Alguien estaba tratando de
abrir desde fuera. Con el pulso acelerado,
Peter cogió el atizador de hierro de la
chimenea y se acercó a la puerta. La
cerradura dejó de moverse de repente.
Peter levantó el atizador y abrió la
puerta de golpe con la otra mano. El
rellano estaba oscuro y vacío. No había
rastro de nadie y el portal se hallaba
cerrado. Había un objeto tirado en el
suelo, sobre la alfombrilla de su
descansillo. Peter lo cogió con recelo.
Se trataba de un sobre grande y
amarillento con los bordes gastados. No
pesaba demasiado y no tenía dirección de
entrega ni remite. Un símbolo extraño
decoraba el sobre en una de sus esquinas.
Era como un ocho alargado, formado por
eslabones que se entrelazaban entre sí,
como si se tratase de una cadena de metal.
Estaba dibujado a mano, probablemente a
lápiz o a carboncillo, pero con una gran
precisión. No sabía dónde ni tampoco
cuándo, pero tenía la sensación de haber
visto aquel mismo símbolo anteriormente.
Peter se decidió a abrirlo y miró en su
interior. El corazón le dio un vuelco y
estuvo a punto de dejar caer su contenido.
Se trataba de su agenda roja.
Continúa la novela en:

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Table of Contents
Las Pasiones de Eva: Sexo en L.A
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
EPÍLOGO
CASTIGO DE DIOS

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