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La vida está conformada por una secuencia de problemas de diversa índole, lo cual
naturalmente se desprende de la condición imperfecta del ser humano. La
ausencia de problemas es la perfección, situación que, como es bien sabido y
sentido, no está al alcance de los mortales. Además, si los seres humanos fueran
perfectos no existirían ya que la perfección -la suma de todo lo bueno- es posible
solo en un ser (la totalidad de los atributos no pueden residir en varios).
Nathaniel Branden en su notable libro titulado Honoring the Self mantiene que “La
barrera más grande a la felicidad es el sinsentido de sostener que la felicidad no
constituye nuestro destino” a lo que agrega que esa visión errada obstaculiza en
grado sumo el sentido de autoestima y dignidad, al tiempo que no permite ver que
todo acto es en interés de la persona que lo lleva a cabo sea este sublime o ruin.
Por cierto, de lo que se trata es de conducir nuestras acciones por la buena senda
del autoperfeccionamiento. Bertrand Russell, en La conquista de la felicidad,
explica que “La inmensa mayoría de las acciones, aún las de las personas más
nobles, tienen motivos egoístas, y no hay que lamentarse de ello, pues si fuera de
otro modo, la razón humana no podría sobrevivir. Un hombre que se preocupara
de que comieran los demás olvidándose de comer el mismo, moriría […Por otro
lado] es imposible adquirir la libertad espiritual, en que la verdadera felicidad
consiste, porque es esencial para la felicidad que nuestra manera de vivir surja de
nuestros impulsos más profundos y no de los gustos y deseos accidentales de los
que son, por casualidad, nuestros vecinos o nuestros amigos”.
El bien otorga paz interior y tranquilidad de conciencia que permiten rozar
destellos de felicidad que es la alegría interior sin límites, pero no se trata solo de
no robar, no matar, acariciar a los niños y darle de beber a los ancianos. Se trata
de actuar como seres humanos contestes de la enorme e indelegable
responsabilidad de la misión de cada uno encaminada a contribuir aunque más no
sea milimétricamente a que el mundo sea un poco mejor respecto al momento del
nacimiento, siempre en el afán del propio mejoramiento sin darle descanso a
renovados proyectos para el logro de nobles propósitos.
Los estados de felicidad siempre parciales por las razones apuntadas, demandan
libertad para optimizarse ya que esa condición es la que hace posible que cada
uno siga su camino sin que otros bloqueen ese tránsito ni se interpongan en el
recorrido personalísimo que se elija, desde luego, sin interferir en idénticas
facultades de otros. Los atropellos del Leviatán necesariamente reducen las
posibilidades de felicidad, sea cual fuera la invasión a las autonomías individuales
y siempre debe tenerse en cuenta que los actos que no vulneran derechos de
terceros no deben ser impedidos ya que la responsabilidad es de cada cual. Nadie
deber ser usado como medio para los fines de otros. Edward de Bono en La
felicidad como objetivo nos dice que “El marxismo sugirió que el hombre debería
mirar la felicidad del Estado antes que la suya personal; y si el Estado parecía
requerir su sufrimiento, éste era entonces necesario para la felicidad del Estado
[…en otras palabras] la entrega del yo a algún poder externo”.
Ahora bien, como los estados de conciencia, el alma o la mente son fenómenos
extramateriales no se descomponen, perduran a la muerte del cuerpo y, en
consecuencia, continúan viviendo según el comportamiento del ser en cuestión en
su prueba terrena, nunca exceptuado de errores (nadie puede “tirar la primera
piedra”) pero según haya sido el esfuerzo en el autoperfeccionamiento, en el
alimento de su propia alma y, en este ámbito, la felicidad adquiere dimensiones
muy diferentes. Eventualmente, puede proporcionar elementos de juicio de interés
el libro en dos tomos del médico Raymond A. Moody (con prólogo de Elisabeth
Kubler-Ross) titulado Vida después de la vida donde se exponen experiencias de
personas declaradas clínicamente muertas pero que pudieron recuperarse.
Mi amigo marplatense Eduardo Solari con quien hace tiempo no discuto ni tengo el
placer de ver, escribió en su Libelo contra natura pasajes circunscriptos a la
muerte del cuerpo en los siguientes términos que finalizan con una nota de humor
negro: “Se nos pone la cara pálida, quedamos inmóviles, se nos relajan los
esfínteres, se nos cae la mandíbula, nos enfriamos, se nos coagula la sangre, nos
deshidratamos, quedamos rígidos […] Nos descomponemos por fermentaciones
microbianas y nos van comiendo de a poco los gusanos, como así llamamos
vulgarmente a las sucesivas oleadas de la fauna cadavérica que cumpliendo cada
variedad con su riguroso turno nos destruye […] Quienes gustan de los
eufemismos llaman a esto descansar en paz”.