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¿Qué es la felicidad?

Autor: Alberto Benegas... el Vie, 24/06/2011 - 00:30.

La vida está conformada por una secuencia de problemas de diversa índole, lo cual
naturalmente se desprende de la condición imperfecta del ser humano. La
ausencia de problemas es la perfección, situación que, como es bien sabido y
sentido, no está al alcance de los mortales. Además, si los seres humanos fueran
perfectos no existirían ya que la perfección -la suma de todo lo bueno- es posible
solo en un ser (la totalidad de los atributos no pueden residir en varios).

Por otra parte, las dificultades presentan oportunidades de crecimiento en las


personas al intentar resolverlas y sortearlas (carece de sentido el crecimiento en el
ser que ya es perfecto y que lo tiene todo). Ahora bien, el asunto no consiste en
buscarse problemas sino en mitigarlos en todo lo que sea posible, al efecto de
encaminarse hacia las metas que actualicen las potencialidades de cada uno en
busca del bien ya que incorporaciones de lo bueno es lo que proporciona felicidad.
Lo malo, por definición, naturalmente hace mal y, por ende, aleja de la felicidad
que de todos modos es siempre parcial puesto que, como queda dicho, el estado
de plenitud no es posible en el ser humano, se trata de un tránsito y una búsqueda
permanente que exige como condición primera el amor al propio ser, cosa que no
solo no se contradice con que ese cuidado personal apunte a la satisfacción de
otros sino que es su requisito indispensable puesto que el que se odia a si mismo
es incapaz de amar a otro debido a que, de ese modo, renuncia al gozo propio de
hacer el bien.

Nathaniel Branden en su notable libro titulado Honoring the Self mantiene que “La
barrera más grande a la felicidad es el sinsentido de sostener que la felicidad no
constituye nuestro destino” a lo que agrega que esa visión errada obstaculiza en
grado sumo el sentido de autoestima y dignidad, al tiempo que no permite ver que
todo acto es en interés de la persona que lo lleva a cabo sea este sublime o ruin.
Por cierto, de lo que se trata es de conducir nuestras acciones por la buena senda
del autoperfeccionamiento. Bertrand Russell, en La conquista de la felicidad,
explica que “La inmensa mayoría de las acciones, aún las de las personas más
nobles, tienen motivos egoístas, y no hay que lamentarse de ello, pues si fuera de
otro modo, la razón humana no podría sobrevivir. Un hombre que se preocupara
de que comieran los demás olvidándose de comer el mismo, moriría […Por otro
lado] es imposible adquirir la libertad espiritual, en que la verdadera felicidad
consiste, porque es esencial para la felicidad que nuestra manera de vivir surja de
nuestros impulsos más profundos y no de los gustos y deseos accidentales de los
que son, por casualidad, nuestros vecinos o nuestros amigos”.
El bien otorga paz interior y tranquilidad de conciencia que permiten rozar
destellos de felicidad que es la alegría interior sin límites, pero no se trata solo de
no robar, no matar, acariciar a los niños y darle de beber a los ancianos. Se trata
de actuar como seres humanos contestes de la enorme e indelegable
responsabilidad de la misión de cada uno encaminada a contribuir aunque más no
sea milimétricamente a que el mundo sea un poco mejor respecto al momento del
nacimiento, siempre en el afán del propio mejoramiento sin darle descanso a
renovados proyectos para el logro de nobles propósitos.

Los estados de felicidad siempre parciales por las razones apuntadas, demandan
libertad para optimizarse ya que esa condición es la que hace posible que cada
uno siga su camino sin que otros bloqueen ese tránsito ni se interpongan en el
recorrido personalísimo que se elija, desde luego, sin interferir en idénticas
facultades de otros. Los atropellos del Leviatán necesariamente reducen las
posibilidades de felicidad, sea cual fuera la invasión a las autonomías individuales
y siempre debe tenerse en cuenta que los actos que no vulneran derechos de
terceros no deben ser impedidos ya que la responsabilidad es de cada cual. Nadie
deber ser usado como medio para los fines de otros. Edward de Bono en La
felicidad como objetivo nos dice que “El marxismo sugirió que el hombre debería
mirar la felicidad del Estado antes que la suya personal; y si el Estado parecía
requerir su sufrimiento, éste era entonces necesario para la felicidad del Estado
[…en otras palabras] la entrega del yo a algún poder externo”.

La característica sobresaliente del ser humano es su libre albedrío que no


comparte con ninguna de las especies conocidas y, por tanto, sus facultades
intelecto-volitivas lo distinguen y le otorgan la condición humana propiamente
dicha. En esta línea argumental, la antes referida actualización de sus
potencialidades se refiere de modo muy especial al conocimiento, es decir, al
alimento de su alma (Goethe ha dicho que cuando uno lee no solo se informa sino
que, sobre todo, se transforma). Puede el hombre ejercitarse en gatear o en ladrar
pero lo que lo distingue es su intelecto, en consecuencia, el ensanchamiento de su
ser radica en la incorporación del saber, en enriquecerse por dentro. Por ello es
que la demostración de verdadero amor al prójimo consiste en alimentar su alma,
comenzando con la propia familia, los amigos y, en su caso, alumnos, lectores y
todo el que quiera escuchar, para lo cual, como queda dicho, es requisito
indispensable e ineludible el cotidiano autoperfeccionamiento y la consiguiente
autocrítica.

Voltaire, en uno de sus célebres cuentos relata la conversación mantenida con un


estudioso y, a continuación, le pregunta a una persona muy primitiva y rústica
sobre su alma y se percata que no sabía de que le estaba hablando lo que lo hace
cavilar sobre la felicidad. En este sentido, se pregunta si no será más feliz alguien
que no se cuestiona nada ni intenta averiguar tema alguno sobre las cosas ni
siquiera sobre su propia naturaleza y concluye que esto último es compatible con
el estado de satisfacción del animal no racional y no es propio de un ser humano.
Esto no desconoce que todos somos muy ignorantes, que desconocemos
infinitamente más de lo que conocemos, pero se trata del esfuerzo por mejorar,
por la autoperfección según sean las posibilidades y las circunstancias por las que
atraviesa cada uno, se trata de la faena de incorporar algo más de tierra fértil en el
mar de ignorancia en el que nos desenvolvemos para así honrar nuestra condición
humana.

El libre albedrío es consecuencia de los estados de conciencia, del alma (psique en


griego) o de la mente puesto que si fuéramos solo kilos de protoplasma no habría
tal cosa como proposiciones verdaderas o falsas, ideas autogeneradas,
argumentación o razonamiento. Si hiciéramos “las del loro” o fuéramos simples
máquinas, no podríamos revisar nuestros propios juicios, no habría tal cosa como
la responsabilidad individual ni seríamos agentes morales y ni siquiera estaríamos
en condiciones de debatir el mismísimo determinismo. En este contexto
recomiendo muy especialmente la excelente obra de John Eccles -premio Nobel en
neurofisiología- y Karl Popper -filósofo de la ciencia- titulada El yo y su cerebro.
Personalmente me explayé en este tema en mi ensayo que es una nueva versión de
otro de mi autoría publicado por la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas
(Lima, Revista de Derecho y Economía, 2009) titulado “Positivismo metodológico y
determinismo físico” que presenté en el Instituto de Metodología de las Ciencias
Sociales de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas (en Buenos Aires)
al que le agregué un post-sriptum para su reproducción en el libro que coedité con
el Rector de la Universidad Francisco Marroquín en homenaje a su fundador
(Facetas liberales, 2011).

Ahora bien, como los estados de conciencia, el alma o la mente son fenómenos
extramateriales no se descomponen, perduran a la muerte del cuerpo y, en
consecuencia, continúan viviendo según el comportamiento del ser en cuestión en
su prueba terrena, nunca exceptuado de errores (nadie puede “tirar la primera
piedra”) pero según haya sido el esfuerzo en el autoperfeccionamiento, en el
alimento de su propia alma y, en este ámbito, la felicidad adquiere dimensiones
muy diferentes. Eventualmente, puede proporcionar elementos de juicio de interés
el libro en dos tomos del médico Raymond A. Moody (con prólogo de Elisabeth
Kubler-Ross) titulado Vida después de la vida donde se exponen experiencias de
personas declaradas clínicamente muertas pero que pudieron recuperarse.

Este tema evidentemente se conecta con la existencia de la Primera Causa, tema


que me recuerda la contestación de Carl Jung cuando le preguntaron si creía en
Dios a lo cual respondió “No creo en Dios, se que Dios existe”. Esto no es un
asunto de fe sino una cuestión eminentemente racional: el lector y yo estamos
ahora comunicándonos, tanto uno como otro provenimos de nuestros padres,
abuelos, bisabuelos etc. etc. pero esta concatenación de causas no puede operar
ad infinitum puesto que si fueran en regresión infinita nunca hubieran comenzado
las causas que permiten nuestra comunicación actual, ergo no existiríamos. La
única posibilidad para que el lector y yo estemos en este momento en
comunicación es que las causas que nos dieron origen tuvieron alguna vez un
punto de partida, es decir la Primera Causa, la Causa Incausada, Dios, Yhavé, Alá o
como se le quiera denominar, lo cual para nada es incompatible con conjeturas
probables como el Big-Bang que es un fenómeno contingente como todo lo que
deriva de aquella explosión inicial, más no necesario. Entonces, la cercanía o el
alejamiento relativo del Ser Perfecto depende de nuestras decisiones en la vida
terrena, experiencia que se vincula estrechamente a la idea de felicidad.

Mi amigo marplatense Eduardo Solari con quien hace tiempo no discuto ni tengo el
placer de ver, escribió en su Libelo contra natura pasajes circunscriptos a la
muerte del cuerpo en los siguientes términos que finalizan con una nota de humor
negro: “Se nos pone la cara pálida, quedamos inmóviles, se nos relajan los
esfínteres, se nos cae la mandíbula, nos enfriamos, se nos coagula la sangre, nos
deshidratamos, quedamos rígidos […] Nos descomponemos por fermentaciones
microbianas y nos van comiendo de a poco los gusanos, como así llamamos
vulgarmente a las sucesivas oleadas de la fauna cadavérica que cumpliendo cada
variedad con su riguroso turno nos destruye […] Quienes gustan de los
eufemismos llaman a esto descansar en paz”.

No es el caso de mi amigo, pero es común el temor al fin de la vida corpórea si no


se tiene una visión bien plantada de lo trascendente en el hombre (no son pocos
aquellos que pontifican sobre la vida eterna pero, frente al menor barquinazo, se
embarcan en tremendas dudas y ruidosas cavilaciones). Incluso es frecuente que
se tienda a evitar la palabra muerte, así se habla de “fallecimiento” o en la parla
anglosajona se recurre a la críptica fórmula de “he passed away” y, según Fernando
Savater, los antiguos romanos, al producirse la defunción, decían que “se fue con
la mayoría” (decimos nosotros que es una noción un tanto gaseosa revestida de
elucubraciones demográficas).

En resumen, es razonable rastrear y descifrar un equilibrio entre proyectos serios y


las chanzas que espían y asoman en la vida, tal como se pone de manifiesto en la
letra del himno académico por antonomasia, el Gadeamus Igitur que surge de un
códice latino del siglo xiii y que ha sido recogido e inmortalizado por Franz von
Suppé y por Johannes Brahms en memorables overturas. Por esto es que la
imperiosa necesidad de contar con proyectos nobles y de no abandonar la brújula,
no significa tomarse demasiado en serio y perder el sentido del humor,
especialmente la saludable capacidad de reírse de uno mismo. En este sentido,
conviene tener presente la sentencia de Kim Basinger: “Si lo quieres hacer reír a
Dios, cuéntale tus planes” y también la sabia reflexión de quien fuera mi
entrañable y queridísimo colega José Ignacio García Hamilton en cuanto a que “lo
importante no es lo que a uno le sucede, sino como uno administra lo que le
sucede”. De cualquier manera, en línea con la conclusión aristotélica, Pascal afirma
con razón que “Todo hombre tiene a la felicidad como su objeto; no hay
excepción”, el secreto reside en no equivocar el rumbo y distinguir claramente la
huella del pantano.

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