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Libanio J Bingemer C Escatologia Cristiana PDF
Libanio J Bingemer C Escatologia Cristiana PDF
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ESCATOLOGIA
CRISTIANA
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&Colección
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TEOLOGIA y LIBERACION
. J
JUAN BAUTISTA UBANIO, jesuita brasileño, nació en 1932 y está
doctorado en teología. Se dedica al magisterio y es asesor de obispos y de
comunidades de base. Autor de más de quince libros, es un teólogo muy
respetado y profundamente identificado con la causa de los pobres.
Tomo 10
ESCATOLOGIA CRISTIANA
El nuevo cielo y la nueva tierra
EDICIONES PAULINAS
Distribuyen:
EDICIONES PAULINA S
• Avda. San Martín 4350, 1602 FLORIDA (Bs, As,), Argentina. Te-
léfonos (O 1) 760-0426/0528.
• Nazca 4249, 1419 BUENOS AIRES, Argentina. Teléfonos (O 1)
572-3926/4810.
NIHIL OBSTAT
Joao A. Mac-Dowell, sj
Rio de Janeiro, 17 de enero de 1985
IMPRIMATUR
Joao Rezende Costa, Arzobispo de Belo Horizonte
Pi np
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O1Qr"l't"\
7
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8
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9
CONTENIDO
Págs.
Introducción 13
1. Situación de la problemática............. 17
2. Núcleo escatológico fundamental.................... 73
3. La muerte en la perspectiva cristiana 145
4. La resurrección de los muertos y el fin del
mundo 179
5. El juicio de Dios y la purificación para el en-
cuentro con Dios......................................... 227
!!1!ie!"~0 )r ~!e!0: P0~!t'!!~~3~ ~' ~!"0!!le~2 .... 2~9
Conclusión......................................... 293
Bibliografía 297
Glosario 301
Indice 313
11
INTRODUCCION
1-';
CAPÍTULO I
SITUACION DE LA PROBLEMATICA
(J. B. LIBANIO)
17
'2 -,-- Escatología
mient<r- sufren también el impacto de la piedad y de la
práctica del pueblo, sobre todo en Latinoamérica, que consta
de mayorías no trabajadas todavía por la razón ilustrada de
forma tan prolongada y tan persistente como ocurre en el
mundo occidental desarrollado.
19
fiemo y del purgatorio. Delirios de belleza envolvían el cielo.
El impulso imaginativo, apoyado en las metáforas bíblicas,
ofrecía elementos y pábulo a tan fantástico reportaje.
La lectura fundamentalista de la Escritura, hecha al margen
de los avances exegéticos, duró demasiado tiempo. ¡Cuánto le
debe la descripción física del infierno; hasta el punto de que el
profesor de Dogmática de Münster, Baus, llegó a calcular la
temperatura de su fuego sobre la base de las indicaciones bí-
blicas! 2.
En esta lectura de la escatología ha pesado la perspectiva
pastoral-misionera. La Iglesia, al salir de la edad media, de-
jaba tras de sí un proceso evangelizador deficiente, sobre todo
en las regiones rurales. En el proceso hercúleo de evangelizar
con mayor profundidad, la predicación de los novísimos ocupó
un papel destacado en los púlpitos dominicales y en las mi-
siones rurales. El miedo al infierno y el horror a las penas del
purgatorio sostuvieron, como uno de los pilares básicos, el edi-
ficio imaginario social de la Iglesia, único lugar de salvación 3.
Lo imaginario no se alimenta fundamentalmente de reflexiones
abstractas ni de conceptos teóricos precisos, sino de imágenes y
de elementos figurativos, como indica la misma palabra.
A esta estrategia pastoral se añade un instinto profundo de
curiosidad en el hombre en lo que se refiere a las !"ealidades
del más allá. Está abierta una puerta por donde puede entrar
toda una serie de imágenes y fantasías para describir esas reali-
dades postreras. La oratoria sagrada, la piedad y la devoción
popular, las creaciones artísticas inundaron este fértil terreno,
impregnando fácilmente la imaginación colectiva religiosa del
católico medio, sobre todo en los siglos postridentinos. Si
puede decirse lo mismo de otros momentos de la historia de la
Iglesia, en cambio vale de este último período la eficacia inteli-
gente en la confección de ese mundo imaginario, siguiendo ya
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planificación racional.
20
De forma incisiva podemos decir que el desmoronamiento
de esta pregunta por las últimas realidades en forma de antici-
paciones descriptivas hizo surgir una pregunta más radical to-
davía por el significado de ese Ultimo inquietante. Así pues,
no se trata tanto de preguntar por las «últimas realidades»,
sino por lo «Ultimo» de todas las realidades. No es por los
acontecimientos futuros por lo que pregunta el hombre mo-
derno, sino por el acontecimiento del Futuro Absoluto. No se
indaga con curiosidad sobre los «eschata» (plural griego: cosas
últimas), sino más exactamente sobre el «Eschatos» (singular
masculino), Jesucristo: plenitud. pleroma, acontecimiento esca-
tológico por excelencia, que pone bajo juicio toda nuestra exis-
tencia; que afecta como referencia y como instancia última a
nuestro ser, a nuestro destino definitivo.
Esta distinción entre «eschata» y «eschaton» o «Eschatos»,
entre los futuros categoriales y el Futuro Absoluto, entre las úl-
timas realidades y el Ultimo de las realidades, no es tan senci-
lla. Si por un lado nos sitúa ante el problema real de la escato-
logía, apartándonos del riesgo de caer en representaciones
fantásticas, del desbordamiento de la imaginación creadora, del
abuso de lo emocional en una esfera absolutamente incontrola-
ble, por otro lado nos deja apoyo para comprender algo de ese
«Eschaton», de ese Futuro Absoluto, Ultimo de todas las
cosas.
Por más dramáticos que sean algunos pasajes de la Es-
critura en su aparente descripción del final de los tiempos, una
literatura religiosa posterior de enorme vigencia entre predica-
dores, escritores sagrados, directores espirituales, visionarios
religiosos y tantos otros tipos de expresión religiosa los ha
superado en realismo, vigor y patetismo. Cuanto más terrible
se dibujase el destino final del hombre. del mundo y de la his-
toria, tanto más claro se pensaba que estaban abordándose los
novísimos. Tanto la sobriedad bíblica como la exuberancia exa-
ge..aJa de :ü lit~;-~t~:~ :-eEgia~~ p0~t~!"!0:!" rl~ntP~h~n 110 pro-
blema de fondo. ¿Hasta dónde nos encontramos ante un pen-
samiento mítico, que necesita desmitologizarse y hasta dónde
la representación es una condición humana de pensar? ¿Se re-
suelve el problema de los novísimos reduciendo las últimas rea-
lidades a lo Ultimo, los futuros categoriales al Futuro Abso-
21
luto, los eschata al Eschaton? ¿Ese Ultimo, ese Futuro
Absoluto, ese Eschaton puede concebirse sin alguna represen-
tación?
En la raíz de toda esta nueva problemática hay varios fac-
tores de naturaleza científica y filosófica, que tan bien supo
captar y formular R. Bultmann con su programa de «desmito-
logización». La pregunta por una «configuración descriptiva del
destino final del cosmos» se fundamentaba en una imagen pre-
galileana del mundo y en un universo sagrado de significa-
ciones. La revolución galilco-copernicana desestructura esa fi-
gura del mundo que sustenta las descripciones apocalípticas.
Según ésta, el cielo se sitúa en la parte superior con el trono
de Yahvé en su cima, teniendo por debajo los diferentes coros
angélicos en siete órdenes de dignidad. Los más dignos -los
querubines y los scrafines- flanquean el trono de Dios. Ese
cielo se sostiene apoyado sobre las columnas de la tierra, como
firmamento fijo, estable. Las nubes son los carros de Yahvé.
Del firmamento cuelgan los astros. El piso medio es la tierra;
plana, limitada, marco de la vida del hombre. Debajo está el
sheol, la morada de los muertos; lugar oscuro, tenebroso,
donde no se alaba a Dios, donde sólo se lleva una semi-vida
(Sal 6,6; 30,10; Ez 28,8; Dt 32,22; Jn 26,5; 38,16s; Sal
88,7.10.13). Imaginémonos a Yahvé descendiendo de su trono
y agitando el firmamento con su corte angelical. Fácilmente
entenderemos que los astros que cuelgan del firmamento se
caen sobre la tierra, la destruyen, la incendian, la reducen a
cenizas con su fuego. Los cielos se oscurecen al caer sus lám-
paras, en contraste con la luminosidad que rodea a Yahvé.
La evolución de la imagen precientífica del mundo cons-
truida por la razón antigua hacia la representación moderna
inaugurada por la revolución copernicana se caracteriza como
el paso de un «cosmos jerárquico de esencias, objeto de una
tp()rl~ PO pl foO:~n!i00 0!"!gi!!~! de !.:!J~te~p!~~i6:;.'1 a üi~ i1íüüJú J~
leyes, objeto de una reconstrucción teórica en el sentido mo-
derno del modelo matemático» 4. Pero más profundamente
22
que el cambio de esta imagen del mundo ha influido en la
crisis de la pregunta tradicional escatológica el impacto que po-
dríamos llamar de «síndrome de hermenéutica». El espacio
hermenéutico tradicional religioso, construido sobre la sacrali-
dad de las significaciones dadas por otros libros también sa-
grados que contenían revelaciones, traducía una especulación,
una reflexividad casi directa e inmediata entre el texto y su sig-
nificado. El libro se presentaba como «soporte primordial de
significaciones». En él se manifestaba de modo privilegiado el
sentido que había que buscar por medio de técnicas propias y
reglas definidas.
La revolución hermenéutica viene a poner en evidencia la
interferencia de condicionamientos socio-culturales tanto en la
constitución del propio texto -tarea desarrollada con gallardía
por las ciencias históricas y por los trabajos historiográficos-
como en el momento presente de la lectura. En la hermenéu-
tica teológica la entrada de la subjetividad por el conducto
kantiano y la insistencia sobre la existencia en su forma de ex-
presividad a través de la filosofía existencial heideggeriana se
hacen presentes de una forma muy clara. R. Bultmann asume
de nuevo radicalmente esta problemática hermenéutica en rela-
ción con el mundo de significaciones sobre el que se había edi-
ficado la teología cristiana y lleva a cabo, según expresión del
padre H. Vaz, «el más importante giro de la reflexión teoló-
gica realizado por lo menos después del siglo XIII» 5.
Las afirmaciones escatológicas de la Escritura, en cuanto
formuladas dentro del marco del cosmos antiguo, necesitan ser
desmitologizadas. En efecto, los hombres del mundo actual
que han tenido algún contacto con el pensamiento científico,
incluso en las formas vulgarizadas por los grandes medios de
comunicación de masas, ya no conciben el cosmos de esa ma-
nera. Se necesita, por tanto, una desmitologización del len-
guaje escatológico.
Bultmann captó con exactitud el tmal de una problemanca
y el comienzo de la nueva pregunta moderna por una com-
prensión de la escatología fuera de los moldes descriptivos e
imaginarios. Sin embargo, el camino de reducirla al momento
23
existencial de la decisión ante la interpelación de la palabra de
Dios trascendente, absolutamente gratuita, en el kerigma des-
mitologizado, interpretado hoy, actualizado a nivel de transi-
ción de una existencia inauténtica (sin fe) a una existencia
auténtica (de fe), empobrece sin duda la riqueza escatológica de
la pregunta, y por tanto también de la respuesta. Esta existen-
cialización del Futuro Absoluto de la línea bultmanniana al
suprimir dialécticamente la discontinuidad entre el momento
de la notificación salvífica en Jesucristo y el nuestro y al hacer
que el hombre pase del «eón» antiguo (su pasado de pecado)
al «eón» futuro (libre del pecado), reduce y restringe dema-
siado su significado y su realidad. Sobrevalora el hecho de la
notificación salvífica (el Dass), dentro de un claro escepticismo
por su contenido (el Was) y su modo (el Wie). Vuelve a la es-
catología sumamente personal, a-histórica, puntiforme, quitán-
dole la dimensión histórico-dialéctica de un lado y trascen-
dente-temática de otro 6.
No se trata aquí de discutir la posición de R. Bultmann,
sino sencillamente de mencionar la desmitologización como ex-
presión de ese desmoronamiento de una escatología tradicio-
nal. El apartó el Eschaton de un horizonte premoderno para
situarlo como pregunta radical de nuestra existencia, con la
exigencia de una respuesta personal, pero reduciéndolo al lí-
mite de la existencialidad.
Este problema de desmitologización suscita, además, la
cuestión metafísica de la propia estructura del conocimiento,
en el sentido de inquirir si nuestras ideas no necesitarán de un
elemento visual y representativo. En otras palabras, de si no
será bipolar, conceptual y visivo, todo conocimiento humano 7.
De este modo el Futuro Absoluto, el Ultimo de todas las
cosas, no puede ser pensado sin un mínimo de representación.
Las imágenes o representaciones no significan necesariamente
una manera premoderna o precientífica de conocer -mitos-
qne hBY::' i]11P ~llrpr~r ~lnn nn ~~~ry1~"!t0 !"'!':'r:~~~!"!0 de ~'..le~!:(;
I
24
ayudas. Podemos y debemos ir corrigiendo las imágenes, pero
nunca prescindiremos de ellas por completo. Las imágenes, sin
embargo, siguen siendo imágenes y no valen ni sustituyen a la
realidad pensada.
La reflexión teológica sobre la escatología tiene precisa-
mente como tarea hermenéutica la de criticar los esquemas re-
presentativos, sin perder el contenido de la fe. Y está claro
que el esquema premoderno, «mitológico», del cosmos no vale
ya para interpretar las preguntas escatológicas del hombre si-
tuado en el mundo moderno, post-galileano. Por eso, se buscan
nuevos esquemas representativos, que correspondan mejor a la
experiencia moderna.
En resumen, podemos decir que la escatología no viene a
responder a las preguntas sobre el modo como acontecerán las
realidades últimas. No son afirmaciones descriptivas, narra-
tivas, sino que implican un discurso performativo. No relatan,
sino que provocan a las personas a la responsabilidad, a tomar
actitudes ante su realidad. No son informaciones histórico-des-
criptivas, ni son visiones proféticas anticipadas del futuro, sino
que son teología en el sentido más estricto de la palabra. Ha-
blan del Absoluto de Dios en relación con el hombre y del
hombre en relación con ese Absoluto, como esperanza, como
perdón, pero también como justicia. Ese núcleo queda reves-
tido de imágenes, de reflexiones y de experiencias, traducidas
dentro del espacio hermenéutico en que se vive.
25
La conciencia de la dehilidad humana solía estar alimentada
por dos fuentes de experiencias: el miedo y la culpahilización.
Se vivía una verdadera «omnipresencia del miedo», basada en
la deficiencia técnica para arrostrar las amenazas de las catás-
trofes naturales, las epidemias, la falta de seguridad social x.
Este miedo permitía rúcilmente dar un salto a la trascendencia
y abría las puertas al discurso escatológico tradicional. Cuanto
más se palpaha esa dehilidad, tanto más clara resultaba la rup-
tura apocalíptica de las últimas realidades, construidas sobre
las ruinas de todo lo que el hombre había construido.
Nuestro miedo de hoy no es ya el de la impotencia, sino el
de la locura, el del orgullo, el de la ganancia, el del afán por
dominar a los demús, a la naturaleza y a los hermanos. Por eso
mismo no lleva a la trascendencia, sino que engendra violen-
cia, busca el ansia de defenderse, la creación de mecanismos
para neutralizar las amenazas. Hay toda una trama defensiva
que se alimenta del miedo, desde las construcciones de hun-
kers hasta los sofisticados instrumentos electrónicos para detec-
tar el peligro y accionar la alarma.
La culpabilización refuerza este sentimiento de debilidad 9;
la conciencia de las propias faltas y pecados delante de Dios, el
contraste entre la majestad divina y nuestra pequeñez, el movi-
miento de introspección que nos revela nuestra impotencia,
todo esto abre espacios a las respuestas escatológicas.
Este sector de la culpabilización ha sufrido una enorme
transformación debido al avance de las prácticas psicológicas,
sobre todo psicoanalíticas, y por el fenómeno de liberación que
éstas han creado. Es célebre aquella afirmación lapidaria de
Pío XII: «Es posible que el mayor pecado del mundo actual
consista precisamente en el hecho de que los hombres han per-
dido el sentido del pecado». Todo este inmenso y profundo fe-
nómeno de la culpabilización se ha trasladado del terreno reli-
~i(),,() ::11 dI" 1::1 r;:¡tolo~í::l
26
nismos condicionantes del obrar humano en sus formas patol!)-
gicas y neuróticas, de manera que disminuye la culpahiJidad
moral y cede su lugar a las prácticas terapéuticas.
En este nuevo contexto cultural creado por esas ciencias del
hombre no queda ya espacio para las preguntas que con tanta
fuerza planteaba el interior culpabilizado del hombre. Las an-
gustias que proceden de la conciencia de culpabilidad se disuel-
ven con frecuencia en los diálogos terapéuticos o mediante la
fuerza química de drogas tranquilizantes. No llegan a surgir en
forma de preguntas en busca de respuestas escatológicas. Estas
pueden parecer más bien como mecanismos represivos, que es
preciso atacar con las armas liberadoras de teorías y de prác-
ticas psicológicas.
El instinto de seguridad es fundamental en el hombre. Ra-
dica en su sentido profundo de autoconservación. La medicina
y las prácticas de salud cuidan de la conservación del cuerpo
sano. La gimnasia adquiere muchas formas variadas. Los cen-
tros de cultura corporal se ven llenos de asistentes que ansían
prolongar su vida sana. La economía se preocupa de la conser-
vación y multiplicación de los bienes materiales, que garanticen
la supervivencia y el desarrollo de la humanidad. Finalmente,
la organización social prolonga a nivel colectivo el instinto bá-
sico de la autoconservación.
Pues bien, cuanto mayor sea la conciencia de la precariedad
de todos estos esfuerzos de conservación de nuestra existencia
humana, cuanto más penetrante era el sentido de trascendencia
alimentado por la religión y por otras experiencias, tanto más
se preocupaba el hombre de una garantía para el más allá
que sucedía a esta vida frágil. Esta garantía podían conseguirla
las clases pudientes a cambio de obras de caridad, sin que hubiera
que proceder necesariamente a una conversión de su posición
social. Queda garantizado el cielo para el que ya poseía en la
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práctica religiosa o de caridad asistencialista. Esta pretensión
ha sido fuertemente atacada por la crítica ideológica a la reli-
gión que han hecho Feuerbach y Marx.
En relación con las clases populares, esta crítica actúa po-
niendo de manifiesto los mecanismos compensatorios de la es-
27
catología, que pone en la conquista de! cielo e! contrapeso de
las privaciones y renuncias terrenas aceptadas con humildad.
La misma teología moderna ha reaccionado negativamente
ante las prácticas religiosas, vistas dentro de la relación obra-
mérito. Un sentido más agudo de la gratuidad de la salvación,
un mayor énfasis cn el polo del evangelio que en el de la ley, en
el de la gracia que en cl de la obra humana, en el de la libertad que
en el del deber impuesto han dcbilitado la fuerza de la pregunta.
Más aún, le han quitado todo su vigor.
Este malestar pastoral se ha reflejado, por ejemplo, en la
capa de silencio que ha caído sobre la práctica de los nueve
primeros viernes o de los cinco primeros sábados, como pasa-
porte seguro para el cielo. El concilio Vaticano 11, en la consti-
tución Gaudium et Spes, traduce muy bien este cambio de pro-
blemática. Insiste fuertemente en el impacto de las acciones
humanas sobre la construcción de la sociedad terrena como de-
rivación de la vocación cristiana, precisamente para apartar la
idea de alienación religiosa lO. Las simples acciones de caridad
o los actos religiosos no nos garantizan el cielo, dispensán-
donos del compromiso por la trasformación de la realidad.
Otro aspecto de esta pregunta por la vida del más allá re-
vela una preocupación individualista. Esta perspectiva ha asu-
mido plasticidad en la frase que se encuentra esculpida en los
cruceros de muchos de nuestros pueblos: «Salva tu alma». Ele-
mento central de los sermones de misiones populares. Dato
imprescindible de la pastoral de conversión, ajena a los com-
promisos sociales.
El individualismo es la marca profunda, el pecado original
del sistema capitalista liberal que se impuso en occidente.
Pero, por la influencia de otras ideologías y filosofías, sin ha-
blar de la predicación social de las Iglesias, se va consolidando
la perspectiva comunitaria, colectiva, social.
~tla UC la:. \"atd..:klbl¡~a:. JI;; la II;;11uval,;iúu uc ias igiesias en
las últimas décadas consiste precisamente en la superación de
la perspectiva individualista, desde las celebraciones litúrgicas
hasta las prácticas pastorales. Como reflejo de este cambio, y
10 GS 39.
28
también como condicionante de la misma, la teología se va
apartando de las preguntas típicamente individuales, para con-
siderarlas en términos de comunidad, de colectividad.
De este modo se desmorona la pregunta que se centraba en
la preocupación individualista por la vida del más allá. La pre-
gunta se centra más bien en el significado escatológico del
obrar del hombre en el mundo actual, en la construcción de la
realidad social. Se modifica la pregunta en la comprensión de
la relación con el más allá. Se aleja de la perspectiva «comer-
cial» de acciones que garantizan el capital eterno, para descu-
brir lo definitivo presente ya en la actividad humana. No se
trata sólo de un capital para el mañana. Ya hay rasgos de defi-
nitividad en el obrar presente. Y ese obrar se hace en comu-
nión con otros en un caminar histórico de pueblo.
Por tanto, está claro que una escatología que tenía como
eje central la división entre «novísimos individuales» y «noví-
simos colectivos» no responde ya a preguntas que parten sobre
todo de una mayor dialéctica entre lo histórico y su dimensión
definitiva, entre la construcción del presente y la patria futura.
29
preparó para los que le aman» (1 Cor 2,9). y la «sociedad tra-
dicional intenta acercarse a la perfección de los orígenes y pro-
longar el momento primordial de su fundación» 11. La utopía
significó para muchas sociedades tradicionales un «sueño que
anestesia su dolor dcl mundo, su dolor de vivir», revelando
ante todo «una voluntad dc vuelta a las estructuras inmutables
de una ciudad tradicional..., una ciudad que se levanta por en-
cima de las aguas turbias del sueño, como una isla en la punta
del océano, como la ciudad del hombre liberado de sus angus-
tias, en el extremo de la noche» 12.
Muchas de las utopías arrancan de las capas inconscientes
de la insatisfacción humana, individual y/o grupal, ante el pre-
sente que se sufre, a fin de recobrar la tranquilidad uterina,
materna, donde se nada en la inconsciencia, i en la protección
contra cualquier decisión de la libertad. Utopías que son, una
vez más, fuga hacia un pasado infantil, que tan cruelmente ha
puesto de relieve el psicoanálisis.
Estas utopías suscitan menos problemas a la escatología que
a otros departamentos de la teología. No es tanto el problema
del destino último y definitivo el que entra en cuestión, sino
mucho más el origen del hombre, la ruptura con el gran tabú,
el pecado original de nuestra historia personal y social.
La escatología como respuesta simultánea sobre el destino
último y sobre la actuación del hombre en este mundo se ha
vuelto insuficiente y precaria con la ocupación del primer
plano por la problemática de la utopía como fuerza transfor-
madora de la realidad, como proyecto creativo de una nueva
sociedad. Es el problema que arrastra, como hemos visto, la
Gaudium el Spes con coraje y decisión. La doctrina tradicional
de los novísimos centraba demasiado su atención en el resul-
tado de esta vida -cielo, infierno, purgatorio, juicio particu-
lar- o en el destino último del mundo y de la historia. Esta
pregunta pierde en interés ante los nuevos cucstionamientn<;
sobre el significado del obrar humano ya en este mundo. Los
ojos se vuelven hacia el juego, su desarrollo, sus lances deci-
sivos, las tácticas empleadas, más bien que hacia el resultado
30
final. Pues bien, la escatología clásica descuidaba esta trailla
del juego, para recordarles continuamente a los hombres la im-
portancia única y decisiva del final del juego. En el aula de
teología, en un momento patético, el profesor decía a los
alumnos que en el fondo nada tenía importancia en compara-
ción con aquel último instante de vida, ante la última gracia
decisiva de salvarse o condenarse. En esta misma línea se mo-
vía la homilética tradicional. El momento puntual de la
muerte hacía oscurecer toda la existencia humana, toda su his-
toria, haciéndola relativa e irrelevante. Para los buenos, eso ser-
vía de alerta. Para los malos, de ofrecimiento de misericordia.
El creciente interés por el compromiso social y político, por
la relevancia social de las utopías en el proceso histórico, sitúa
de forma nueva el problema escatológico de la «instantaneidad
de la salvación», de la concentración histórica en el momento
de la muerte.
La nueva pregunta, que sitúa de otra manera y deja sin
contenido la espiritualización y moralización tradicional del
obrar humano, cuestiona la concepción de una realidad defini-
tiva totalmente completa, perfecta, que se inaugura con la
muerte. Invalida esa imagen del cielo como un banqucte o una
morada ya totalmente preparados, adonde se entra por la
puerta de la muerte. En ese caso, la vida en la tierra no
guarda relación con ese cielo a no ser en cuanto que ofrece al
individuo el billete de entrada. Pero su realidad misma está ya
en sí plenamente acabada, completa. Este tipo de visión esca-
tológica es el que sufre el impacto de la nueva problemática de
las utopías sociales en curso. El hombre cree en la seriedad de
la construcción de la sociedad terrena. Se pregunta con angus-
tia: «¿Para qué aquellas victorias adquiridas a tanto coste? ¿Qué
se seguirá de esta vida terrena?» 13; «¿cuál es el significado úl-
timo de la actividad del hombre en el universo?» 14. El hombre
sabe que «la esperanza de una nueva tierra, lejos de atenuar,
llld~ UICH UCUL; ~1l1pU~;'(1l ,")u ':>\.Ji~~ituJ iJvi' ~~ p~i"f~\:(:i~;-;'~i1l.ic~tc
de esta tierra» 15. ¿Y por qué? Aquí en la tierra puede ya
13 OS 10.
14 OS 14.
15 OS 39.
31
«presentar cierto esbozo del siglo nuevo» 16. ¿Pero cómo?
¿Qué significa y qué permanece de ese esbozo? ¿Hasta dónde
implica un continuo perfeccionamiento de la realidad defini-
tiva? Si nosotros «hemos de encontrar de nuevo los buenos
frutos de la naturaleza y de nuestro trabajo, aunque limpios de
toda impureza» 17, ¡,esto significa que la realidad definitiva está
ya en parte construyéndose aquí en un sentido muy concreto y
hasta «materialista»?
Las utopías terrenas suscitan el problema de la articulación
de las mismas con la escatología, más allá de una relación mo-
ral, de mérito, de prueba resuelta positivamente. Las utopías
presentan hoy una especie de proyecto histórico por construir,
posible de realizarse históricamente y por lo mismo motor de
entusiasmo y de acción. Un proyecto que es fruto del contraste
del presente real con la capacidad imaginativa y con el deseo
del ser humano. En su última raíz encontramos, no ya el deseo
consciente de la huida a la libertad, de la búsqueda del seno
materno, sino la sed de infinito, la apertura a la trascendencia
innata en el hombre por la fuerza del acto creativo de un Ser
infinito, comunitario: el Dios Trino. Ese ser humano, consti-
tuido en su autonomía de libertad y conciencia por el acto
creativo de Dios, tiene como horizonte el infinito. Y semejante
dinamismo en dirección al infinito estimula la fantasía creativa,
proyectando nuevos contextos humanos, en busca de la supera-
ción de los límites, de los fracasos, de los fallos del presente
real.
16 GS 39.
17 GS 39.
32
La utopía ataca a la escatología tradicional por el ala de lu
inercia operativa de esa enseñanza. La ideología, a su vez,
avanza en su ataque por el ala de los intereses ocultos e incon-
fesables de ciertas enseñanzas. Sus sospechas respecto a la pro-
blemática tradicional consisten en que ésta alimentaba un com-
portamiento práxico conservador de la situación social
presente, favoreciendo por tanto a los que gozan de privile-
gios, de bienestar material, cultural y hasta espiritual dentro de
ella.
La visión tradicional carecía de posibilidad crítica ante el
embate de las ideologías. De ahí su vacuidad. No conseguía
distinguir con claridad cuándo venían sus respuestas del en-
cuentro con los verdaderos problemas de fe y cuándo, por el
contrario, paralizaban las prácticas liberadoras y reforzaban las
conservadoras, proyectando el obrar cristiano hacia dentro de
un sobrenaturalismo ilusorio.
La pregunta del cristiano comprometido se refiere a la arti-
culación de las esperanzas humanas con la esperanza escatoló-
gica, asumiéndolas dialécticamente. En otras palabras, ¿cómo
las esperanzas humanas concretan y anticipan en realizaCión la
esperanza última? ¿Y cómo la esperanza mayor se capta en la
esperanza menor de nuestra vida cotidiana, sin que caigamos
en un mero proyecto de intereses ideológicos? ¿Hasta qué
punto podemos ir a engrosar una corriente ideológica sin com-
prometer el carácter trascendental, universal y definitivo del
mensaje escatológico?
El nacimiento de una futurología, sobre todo dentro de un
contexto del desarrollo del capitalismo, plantea una nueva pre-
gunta al carácter crítico de la escatología. Si por una parte, la
futurología intenta describir de antemano el futuro de la huma-
nidad en sus detalles, utilizando los últimos y sofisticados re-
cursos de la informática de los computadores, abriendo in-
mensos campos de vida y de prosperidad a la humanidad, por
otra parte otra sene de prevlSlones pInta escenas catastróficas
para algún momento no muy lejano. En ambos casos, la futu-
rología se transforma en pregunta nueva a la escatología, bien
sea eliminando la esperanza cristiana animadora de las luchas
transformadoras, bien sea fomentando refugios apocalípticos,
animados de irracionalidad entusiástica.
33
3, - E~catología, ..
I>csJHlés de los informes preocupantes del Club de
Roma 1 , han prevalecido la angustia y el miedo. La pesadilla
,k 111 t'1I1(lstrofe atómica, la loca acumulación de armamentos,
el conlrol de los mismos por mecanismos electrónicos capaces
de CIlI1H.'ter un error de consecuencias fatales para la humani-
dlld, 111 II111CnaZa del agotamiento de recursos imposibles de re-
novllr y de importancia vital por culpa de un despilfarro irra-
dOI1I1!, la ola creciente de actos terroristas de alcance cada vez
mllYor, la masa gigantesca de miserables en los países del ter-
l~cr mundo hoy dormidos pero mañana despiertos y que ame-
11111.1111 de muerte a los grupos ricos de la tierra, en fin, una
suma dc todas estas amenazas sobre el futuro de la humanidad
11 corto plazo han engendrado la desesperación, la angustia, el
micdo o la irresponsabilidad ávida de pensar sólo en el pre-
sel1te. Hay ya matrimonios jóvenes que quieren pensar única-
mente en el corto plazo de su existencia, multiplicando hasta el
máximo las ocasiones de gozo y de placer, sin ninguna perspec-
tiva de futuro a través de la procreación de hijos.
La escatología cristiana vive en cierto modo la experiencia
del «baile de la isla Fiscal», donde en vísperas de la caída del
imperio brasileño la familia imperial y los nobles se entregaban
locamente a la fiesta y al despilfarro. O como cuando la ciudad
de Roma, amenazada ya por los enemigos bárbaros, vivía aún
en la euforia de su lujo y esplendor, concentrándose en el pla-
cer del presente. Tanto más trágica es la comparación cuanto
que no se trata ya de la caída de un imperio, sino del extermi-
nio de toda la humanidad.
¿Qué esperanza puede haber para un ser humano que va
desarrollando una ciencia o una técnica, cada vez menos utili-
zadas para el hombre, pero que lo obligan a adaptarse a ellas y
a ser absorbidos por ellas, como observa A. Huxley? Este
«Mundo feliz», hecho por completo de técnica y de uso de los
medios científicos, aspira a la estabilidad social total. Para eso
el hombu;; l;<;;I1<;; yu<;; ;"Cl ikvi:1Ju i:1 YUtlt:l su lJlUpia esdaviLUo.
y para eso se requiere la seguridad económica. Pero más pro-
funda todavía tiene que ser la «revolución personal, en los es-
píritus yen los cuerpos humanos».
34
Esta revolución profunda y personal presupone descubri-
mientos e invenciones. Primero, una técnica de la sugestión
muy mejorada, que condicione desde la infancia y más tarde al
individuo con la ~yuda de drogas. Segundo, un conocimiento
científico del ser humano que lo coloque en el lugar adecuado
de la jerarquía social y económica para evitar descontentos,
origen de ideas críticas peligrosas. Tercero, ofrecer instru-
mentos de evasión, que proporcionen placeres sin resultar no-
civos. Cuarto, un sistema eugenésico perfecto para estandarizar
el producto humano y facilitar la tarea de los dirigentes. Esos
son los principios del «Mundo feliz» 19. En la medida en que la
humanidad camina en dirección a ese «Mundo feliz» -y hay
señales de que ya lo está haciendo en cierto modo-- la escato-
logía cristiana se siente hondamente desafiada.
1.4. Conclusión
35
es una totalidad. Cada uno de los elementos de la verdad se
suma a los otros en la configuración del espacio luminoso de la
verdad total y definitiva. No se avanza en el reino de la verdad
disminuyéndola, sino sumándola. No se trata de una simple
suma aritmética, acumulativa en el sentido de formar un depó-
sito material; se suma reinterpretando; se suma reapropiándose
de la verdad en unos horizontes siempre nuevos.
Al fijarnos en el desmoronamiento de las preguntas tradi-
cionales, no hemos querido de ninguna forma hacer una histo-
ria del momento teológico anterior, sino simplemente indicar
en qué punto éste se va viendo cuestionado por preguntas mo-
dernas. Por eso mismo, el aspecto considerado es muy restrin-
gido y es captado precisamente en su negatividad. En efecto,
era ésta la que estaba en cuestión. Los elementos positivos de
la concepción tradicional, como por ejemplo el sentido pro-
fundo de la trascendencia y de la fragilidad radical del ser hu-
mano, han logrado atravesar soberanamente en la teología
todas las tempestades culturales. Lo que necesitan es ser rein-
troducidos dentro del nuevo escenario, en donde encontrarán
su luminosidad anterior, sin las sombras fugaces de perspectivas
ya prescritas.
2. Preguntas de la gente
37
Dentro de ese mundo imaginario social religioso se ha
creado un equilibrio entre el rigor yel espanto de las condena-
ciones y de las penas del infierno Ydel purgatorio por un lado,
y la posición amable y tranquiliZante de la Virgen María.
¡Cuántas predicaciones y cuadros representan a María po-
niendo su mano misericordiosa sobre la balanza del juicio! Si
el platillo de los pecados pesaba más y amenazaba inclinar la
balanza hacia la condenación, surge de pronto la Virgen po-
niendo su mano en el otro platillo y desequilibrándolo hacia la
salvación. La devoción a Nuestra Señora significó en el mundo
católico cierta suavización de los rigores escatológicos de la
predicación. Compensación que con frecuencia ha faltado entre
los protestantes, en donde se impuso cierta rigidez.
La relación con los personajes que habitan en el mundo del
más allá es central en la problemática escatológica. Las ac-
ciones en la tierra se entienden en función de la relación con
ellas. No raras veces, dentro de una perspectiva mercantil. Las
promesas ocupan en ese comercio cOn los seres sobrenaturales
un papel preponderante; intentan atraer su benevolencia a
cambio de ritos, sacrificios, procesiones, donativos generosos,
actos religiosos. La relación con esos seres sobrenaturales está
personalizada, hasta el extremo de llegar a antropomorfismos
exagerados. Nuestros sentimientos de envidia, de celos, de re-
sentimiento o, por el contrario, de halago, de conquista, de
sensibilización, se proyectan sin más en los seres del más alIa.
y sobre esta base se organizan los ritos y las actitudes reli-
giosas de muchas personas.
Esa imaginación religiosa popular ~s un verdadero desafío a
la escatología. Evidentemente, las dos respuestas más fáciles a
esta problemática se han mostrado it¡eficaces. Seguir mante-
niéndola con predicaciones tradicionales o desmitologizarla me-
diante el recurso a la racionalidad moderna no resuelve nada
pastoralmente. Porque la conservaciól1 intacta de ese mundo
imaginario no Drerar~ ~ b~ '::lp:l~ pOpUlares para el impacto
creciente de la secularización, que actualmente se ha visto ace-
lerada en nuestros países con la entrada triunfal de la TV y sus
programas supersofisticados y de mentalidad urbana seculari-
zada. Además, donde todavía se resisten a la secularización,
esta posición tradicional retrasa y dificUlta el proceso de libera-
38
clOn; cumple con la función alienante de mantener al pueblo
en su presente situación de explotación, concentrando sus
energías espirituales en una lucha insana con personajes sobre-
naturales, mientras que los personajes históricos de las fuerzas
dominadoras siguen perpetuando su acción explotadora.
Presentar como respuesta a esas preguntas una escatología
dentro de los moldes de la problemática de la modernidad ha
apartado de la Iglesia a muchas personas que se encuentran
ajenas a ese discurso. Ofrecer respuestas ya hechas antes de
que se plantee la pregunta desconcierta al auditorio. Por eso
una teología progresista y moderna no siempre ha sido de pro-
vecho pastoral. Al contrario, ha producido con frecuencia
efectos deletéreos. Hay un presupuesto elitista. Y no está pro-
bado que todos tengan que pasar por la misma crisis de moder-
nidad, sobre todo a través de la arrogancia de la razón o del
subjetivismo individualista. ¿Quién sabe si la actitud funda-
mental de apertura a lo trascendente y esa familiaridad con el
mundo sacral no pueden avanzar hacia una comprensión de
fraternidad, de solidaridad en el compromiso, sin que haya que
pagar el elevado tributo del individualismo ilustrado? La pro-
fundización en la relación con el Otro trascendente puede ex-
tenderse a los demás hermanos, superando así el elemento de
alienación de la imaginación religiosa colectiva en lo que se re-
fiere a la dimensión escatológica.
Desde dentro del horizonte religioso tradicional se perciben
ciertes aperturas que permiten un acceso directo a una proble-
mática escatológica, en la que se articulen dialécticamente la
acción trascendente y soberana de Dios y las actividades hu-
manas de construcción de la ciudad terrena. Así se hace el
tránsito de unas preguntas escatológicas, sacadas del universo
de agentes sobrenaturales, a unas preguntas que resultan signi-
ficativas para la actividad humana histórica. Con ello se rescata
ti UúIJt;U iiLH:adJV.l ut:: id i111a!:;lúa\..i0ü icl¡gi0~ú tradi~icr;.~l, p~ri
ficándola de la ganga impura de concepciones míticas.
La problemática pastoral se complica más todavía cuando
nos las tenemos que ver no sólo con el mundo imaginario cató-
lico tradicional, sino con ciertos elementos sincretistas de las
religiones afro-brasileñas que se le han ido añadiendo. Estamos
39
Dentro de ese mundo imaginario social religioso se ha
creado un equilibrio entre el rigor y el espanto de las condena-
ciones y de las penas del infierno y del purgatorio por un lado,
y la posición amable y tranquilizante de la Virgen María.
¡Cuántas predicaciones y cuadros representan a María po-
niendo su mano misericordiosa sobre la balanza del juicio! Si
el platillo de los pecados pesaba más y amenazaba inclinar la
balanza hacia la condenación, surge de pronto la Virgen po-
niendo su mano en el otro platillo y desequilibrándolo hacia la
salvación. La devoción a Nuestra Señora significó en el mundo
católico cierta suavización de los rigores escatológicos de la
predicación. Compensación que con frecuencia ha faltado entre
los protestantes, en donde se impuso cierta rigidez.
La relación con los personajes que habitan en el mundo del
más allá es central en la problemática escatológica. Las ac-
ciones en la tierra se entienden en función de la relación con
ellas. No raras veces, dentro de una perspectiva mercantil. Las
promesas ocupan en ese comercio con los seres sobrenaturales
un papel preponderante; intentan atraer su benevolencia a
cambio de ritos, sacrificios, procesiones, donativos generosos,
actos religiosos. La relación con esos seres sobrenaturales está
personalizada, hasta el extremo de llegar a antropomorfismos
exagerados. Nuestros sentimientos de envidia, de celos, de re-
sentimiento o, por el contrario, de halago, de conquista, de
sensibilización, se proyectan sin más en los seres del más alla.
y sobre esta base se organizan los ritos y las actitudes reli-
giosas de muchas personas.
Esa imaginación religiosa popular es un verdadero desafío a
la escatología. Evidentemente, las dos respuestas más fáciles a
esta problemática se han mostrado ineficaces. Seguir mante-
niéndola con predicaciones tradicionales o desmitologizarla me-
diante el recurso a la racionalidad moderna no resuelve nada
pastoralmente. Porque la conservación intacta de ese mundo
imaginario no prepara a las capas populares para el impacto
creciente de la secularización, que actualmente se ha visto ace-
lerada en nuestros países con la entrada triunfal de la TV y sus
programas supersofisticados y de mentalidad urbana seculari-
zada. Además, donde todavía se resisten a la secularización,
esta posición tradicional retrasa y dificulta el proceso de libera-
38
clon; cumple con la función alienante de mantener al puchlo
en su presente situación de explotación, concentrando "us
energías espirituales en una lucha insana con personajes sobre-
naturales, mientras que los personajes históricos de las fuerzas
dominadoras siguen perpetuando su acción explotadora.
Presentar como respuesta a esas preguntas una escatología
dentro de los moldes de la problemática de la modernidad ha
apartado de la Iglesia a muchas personas que se encuentran
ajenas a ese discurso. Ofrecer respuestas ya hechas antes de
que se plantee la pregunta desconcierta al auditorio. Por eso
una teología progresista y moderna no siempre ha sido de pro-
vecho pastoral. Al contrario, ha producido con frecuencia
efectos deletéreos. Hay un presupuesto elitista. Y no está pro-
bado que todos tengan que pasar por la misma crisis de moder-
nidad, sobre todo a través de la arrogancia de la razón o del
subjetivismo individualista. ¿Quién sabe si la actitud funda-
mental de apertura a lo trascendente y esa familiaridad con el
mundo sacral no pueden avanzar hacia una comprensión de
fraternidad, de solidaridad en el compromiso, sin que haya que
pagar el elevado tributo del individualismo ilustrado? La pro-
fundización en la relación con el Otro trascendente puede ex-
tenderse a los demás hermanos, superando así el elemento de
alienación de la imaginación religiosa colectiva en lo que se re-
fiere a la dimensión escatológica.
Desde dentro del horizonte religioso tradicional se perciben
ciert0s aperturas que permiten un acceso directo a una proble-
mática escatológica, en la que se articulen dialécticamente la
acción trascendente y soberana de Dios y las actividades hu-
manas de construcción de la ciudad terrena. Así se hace el
tránsito de unas preguntas escatológicas, sacadas del universo
de agentes sobrenaturales, a unas preguntas que resultan signi-
ficativas para la actividad humana histórica. Con ello se rescata
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ficándola de la ganga impura de concepciones míticas.
La problemática pastoral se complica más todavía cuando
nos las tenemos que ver no sólo con el mundo imaginario cató-
lico tradicional, sino con ciertos elementos sincretistas de las
religiones afro-brasileñas que se le han ido añadiendo. Estamos
39
todavía muy vírgenes en una pastoral coherente y lúcida con
estos ritos, que penetran muy hondo en el universo religioso
del católico, sobre todo en las regiones donde es significativa la
presencia negra. La relación de los hombres con los orixás o
con otros seres superiores implica serios problemas en la for-
mulación cristiana de la escatología.
41
Evidentemente, por más cíclica que haya sido o que sea la
conciencia del tiempo y de la historia de segmentos populares
marcados por esa religiosidad arquetípica y, por tanto, poco
escatológica, vale la observación de la socióloga María Isaura
Pereira de Queiroz sobre los límites de dicha interpretación:
«Las sociedades tradicionales no están ni mucho menos conde-
nadas al "tiempo del eterno retorno" exclusivamente». No
puede sustentarse la tesis de que sólo las sociedades modernas
conocen la doble noción de tiempo -tiempo cíclico y tiempo
irreversible-; tanto en las sociedades modernas como en las
tradicionales se encuentra el dinamismo cíclico evolutivo. La
diferencia está más bien en la acentuación que en la naturaleza
de los mismos. En las sociedades tradicionales, de parentesco,
predomina el tiempo cíclico, mientras que en las sociedades
modernas, de clases, predomina la noción de tiempo irreversi-
ble 21. Por eso, incluso en los movimientos sociales alimen-
tados por el mito del «eterno retorno» hay rasgos escatoló-
gicos. Son recesivos, en cuanto que el rasgo repetitivo,
imitador, conservador, es el que predomina.
Nuestra atención se centrará sobre todo en las huellas esca-
tológicas de los movimientos populares. Aparecen con mayor
claridad en los movimientos mesiánicos. La alusión a estos mo-
vimientos, aunque sea algo rápida, puede ayudarnos a com-
prender mejor la situación actual en relación con la problemá-
tica escatológica. Hay ya algunos trabajos que nos ofrecen
recursos suficientes para darnos cuenta de ese background esca-
tológico presente en el seno de las capas populares, que de vez
en cuando aflora de modo más vigoroso bajo la forma de mo-
vimientos mesiánicos.
Puede orientarnos la obra de María Isaura. Nos presenta
una lista de la enorme serie de movimientos mesiánicos en el
Brasil de los dos últimos siglos. Dos de ellos merecerán nuestra
t>"pt>ri::ll Mt>nrión nt>hino::l "11 imporhnri::l "ori::ll y ::l "" rontt>-
nido religioso: Canudos y Contestado. Pero antes de analizar
los elementos escatológicos que surgen en estos movimientos
haremos una breve observación sobre la propia estructura de
42
los movimientos populares mesiánicos. Este análisis nos permi-
tirá captar en la actual situación pastoral los rasgos mesiánicos
escatológicos presentes, aunque bajo una forma lingüística o
semántica diferente.
En la base de todo movimiento mesiánico existe un capital
religioso anteriormente disponible, que se activa en un mo-
mento determinado. Ese capital, a su vez, fue creado, en
Brasil, por la evangelización y la predicación de la Iglesia.
Esos elementos religiosos constituyen un sedimento de energía
espiritual que puede movilizarse en direcciones muy diversas.
No todo capital religioso dispone de potencialidad movi-
lizadora. Se presupone una religión dirigida hacia las activi-
dades prácticas y que se destina a ayudar al hombre a com-
prender mejor el mundo en que vive. La perspectiva de la
llegada de un mundo nuevo, del nuevo reino de Dios, es fun-
damental, bien sea restaurando el modo de vida antiguo, bien
prometiendo frutos que están aún en posesión de los enemigos,
bien anunciando el dominio sobre la tierra. Esa promesa va
asociada a una serie de prácticas religiosas, económicas y so-
ciales. Aunque las prácticas sean frecuentemente de carácter
social, la motivación es religiosa y surge del capital espiritual
del pueblo.
Los movimientos mesiánicos son populares. Por tanto, inte-
resan fundamentalmente a los pobres. En dicho proceso inter-
fiere mucho la predicación de la Iglesia sobre la pobreza, valo-
rándola como virtud. En ciertos momentos de su historia se
llegó a situarla incluso por encima de la castidad y de la obe-
diencia, virtudes constitutivas de la élite espiritual de la Iglesia,
los religiosos. En contraposición, la riqueza se presentaba
como un obstáculo para entrar en el reino de los cielos. Los
ricos estaban situados, por tanto, en el lado de la perdición.
Las ciudades donde imperaba el lujo, la fastuosidad, la ri-
queza, prefiguraban el reino del Anticristo. Evidentemente,
esta predicación reflejaba un contexto SOCIal de inJustIcIa.}
por eso estaba preparando el caldo de cultivo y de eclosión de
un movimiento mesiánico de carácter reivindicativo en el te-
rreno socio-económico, pero bajo el velo de la religión. Los
pobres, debido a su condición de pobreza, se situaban más
cerca del trono celestial y serían los que rescatasen al mundo
43
pecador. Los ricos y los poderosos, al olvidarse de la igualdad
fundamental de los hijos de Dios, no sólo se condenarían al
morir, sino que en la tierra perderían ya su autoridad. Dios es
la única fuente de legitimación de la autoridad; quien se aparta
de él, la pierde. Y como telón de fondo está el modelo de la
Iglesia primitiva, tal como refieren los Hechos, en donde todos
los hombres eran considerados iguales, sin distinciones de for-
tuna, repartiendo sus bienes y poniéndolo todo en común. Se
aspiraba a volver a aquella comunidad carismática. Se mezcla-
ban así las reivindicaciones religiosas y las sociales 22.
Los miembros de los movimientos populares viven un pre-
sente doloroso, oprimidos, heridos frecuentemente en su digni-
dad humana. A su vez, la religión cristiana les habla de digni-
dad, de su condición de hijos de Dios. Les promete aquello
para lo que han sido llamados. Hay, por tanto, en el capital re-
ligioso de las capas populares ese elemento riquísimo de una
llamada de Dios, de un proyecto divino para los pobres, donde
podrán realizarse como personas dignas. Y si eso no se ha con-
cretado todavía, se debe a la maldad humana, a las injusticias
creadas por los hombres. El contraste entre las promesas de
Dios y la realidad vivida por el pueblo, avivado por la predica-
ción de un líder religioso, desencadena fácilmente movimientos
de reivindicación. Pues bien, ese inmenso tesoro de promesas,
presentes a cada paso en las páginas de la Escritura, llegó al
pueblo por medio de los predicadores y de los evangelizadores.
Si por un lado pesa la fuerza de la situación, de la larga tradi-
ción de opresión, por otro la palabra de Dios ejerce una
enorme presión sobre la conciencia del pueblo. Y esa palabra
es trasmitida como promesa y legitimación de las luchas por la
creación de una nueva situación social. Sin esa referencia reli-
giosa, los líderes carismáticos no serían capaces de organizar
sus movimientos.
Nos llevaría lejos un análisis detallado del capital religioso
que puede invenirse en mOVll1ZaClOn popUlar. rmalmente me-
rece una especial mención un elemento que ha marcado toda
la historia del cristianismo desde su cuna: la esperanza en la
venida de Cristo glorioso para juzgar a los vivos y a los
22 lb., 81.84.1128.
44
muertos. Nunca ha desaparecido esta expectativa en el hori-
zonte de la historia de la Iglesia. Unas veces saltaba al primer
plano con la aparición de grupos, de predicadores, que anun-
ciaban para pronto el final de los tiempos; otras veces quedaba
sumergida, latente, pero siempre presente.
H. de Lubac ha estudiado en profundidad lo que él llama
«la posteridad espiritual de Joaquín de Fiore» , mostrando
cómo hasta nuestros días permanece esa espera de una nueva
era, el tiempo del Espíritu, el tiempo de la libertad plena. Esta
mentalidad apocalíptica se centra unas veces en la expectativa
del fin total y, otras, en el comienzo de la nueva edad del Es-
píritu en esta tierra. P. Chaunu, citado por H. de Lubac, se re-
fiere a una «infantería del Apocalipsis», a «los fanáticos del
Apocalipsis, los hombres de la luz interior, del testimonio del
Espíritu Santo confundido o no con la evidencia racional, que
son de todos los tiempos del cristianismo» 23. Este clima apoca-
líptico ha estado siempre presente en la predicación popular y
por ello se ha trasformado en capital espiritual de la religiosi-
dad popular, en caldo de cultivo de los movimientos mesiá-
nicos.
No nos interesa ahora un análisis sociológico de estos movi-
mientos. Por eso no intentaremos establecer los demás ele-
mentos de la estructura de los movimientos mesiánicos, como
por ejemplo los líderes carismáticos, la organización de los
grupos con su propia estructuración interna, el ritmo del pro-
ceso desde la constitución del mito religioso mesiánico hasta el
final del movimiento que deja como rescoldo ciertos elementos
para un movimiento posterior, las condiciones sociales propias,
sobre todo la sociedad de parentesco en oposición a la socie-
dad de clases, etc ... Todos estos puntos ya han sido elaborados
competentemente por los sociólogos 24.
45
El fenómeno Cartudos
El lector brasileño ha tenido ya un primer contacto con la
campaña de Canudos a través de la obra clásica de la literatura
brasileña Os Sertúes, de Euclides da Cunha. A pesar de su
enorme valor literario y de sus aspectos testimoniales, la obra
adolece de un lamentable prejuicio racista, elitista, antipopu-
lar, que hoy se han encargado de corregir otros trabajos cientí-
ficamente más serios y ecuánimes. Sin embargo, ofrece ele-
mentos para la comprensión de este movimiento social, de
profundo cuño religioso.
Todo comienza con un predicador laico, popular, Antonio
Vicente Mendes Maciel, vulgarmente conocido como Antonio
Conselheiro. Por el año 1973 comienza Antonio Conselheiro
su vida de peregrino, de beato. Así «surgió en Bahía el ana-
coreta sombrío, cabellos largos hasta los hombros, barba
inculta y abundante, faz cadavérica, mirar fulgurante, mons-
truoso dentro de su hábito azul de brinete americano, apoyado
en el clásico bastón que acompaña al lento caminar de los pe-
regrinos... » 25.
Se inspiró en los sermones de los misioneros extranjeros, a
los que seguía y acompañaba, pudiendo así elaborar él mismo
sus propias predicaciones. Con la publicación de sus ser-
mones 26 se sintieron todos sorprendidos de su pureza y simpli-
cidad espiritual. Y en esos sermones predominan los temas de
los dolores de María y de los mandamientos de la ley de Dios.
Distan mucho de la imagen creada por E. da Cunha de una
«oratoria bárbara y escalofriante, hecha de trozos sacados de
las Horas marianas, desconexa, abstrusa, agravada a veces por
la extrema osadía de citas en latín en medio de frases sacu-
didas, una mezcla confusa y enmarañada de consejos dogmá-
ticos, preceptos vulgares de la moral cristiana y de prc:ifecías
deslumbrantes ... La cosa resultaba truhanesca y pavorosa. Pen-
semos en un bufón arrebatado por una visión apocalíp-
lil.:a ... » 11. Sus prctúcaclOnes no se dlterenClan mucho de al-
46
gunas que hasta hace poco oíamos en nuestras iglesias.
Recogen una visión tradicional, dolorista y moralizante de la
religión, pero sin las exageraciones que les atribuye E. da
Cunha.
Es verdad que, basándose en un gran número de apuntes
anotados en pequeños cuadernos encontrados en Canudos
cuando su destrucción, el autor de Os Saloes reproduce al-
gunos textos muy escatológicos. Tal vez fueron los que contri-
buyeron a crear el clima apocalíptico en Canudos, sobre todo
cuando se iban acercando más las amenazas de destrucción.
«En 1896 habrá rebaños mil que corran de la playa a la
selva; entonces la selva se volverá playa y la playa será selva».
«En 1897 habrá mucho pasto y poco rastrojo, y un solo
pastor y un solo rebaño».
«En 11.;98 habrá muchos sombreros y pocas cabezas».
«En 1899 las aguas se volverán sangre y el planeta nacerá
por oriente con el rayo del sol; chocará con la tierra y en algún
lugar la tierra se enfrentará con él en el cielo ... ».
«Lloverá una gran lluvia de estrellas y entonces será el fin
del mundo. En 1900 se apagarán las luces. Dios di jo en el
evangelio: yo tengo un rebaño que está fuera de este aprisco y
es menester que se reúna para que haya un solo pastor y un
solo rebaño» 28.
A estas profecías escatológicas se añadió, además, el mito
sebastianista y el rechazo de la república, que se había procla-
mado en Brasil en 1889. Se anuncia la aparición de Don Sebas-
tián sobre las olas del mar con todo su ejército. En las coplas
populares de los adeptos de este reino mesiánico que introdu-
cirá Don Sebastián, como verdadera antesala del Edén o nueva
tierra de Canaán, leemos versos significativos que reproduce
E. da Cunha:
«Uon Sebastlan ya llego;
trajo mucho regimiento,
acabó con el civil
haciendo su casamiento».
2~ lb., 115.
47
«El Anticristo nació
para el Brasil gobernar;
pero aquí está el Conselheiro
que de él nos librará».
«A visitarnos se acerca
nuestro rey Don Sebastián,
apiadado de aquel pobre
que vive en la ley del can».
Evidentemente, esta (dey del can» es la república, contra la
que se dirigen otras invectivas muy expresivas:
«Salió Don Pedro segundo
hacia el reino lisboeta
¡Se acabó la monarquía,
Brasil perdió su cabeza!».
«Protegidos por la ley
esos malvados están.
¡La ley de Dios con nosotros!
¡Con ellos la ley del can!».
«Muy desgraciados son ellos
al elegir con afán:
derriban la ley de Dios
y ponen la ley del can».
«Van haciendo matrimonios
para el pueblo seducir:
casarán al pueblo todo
con casamiento civil» 29
Este mito sebastianista vino naturalmente a través de la
presencia portuguesa. Con un origen remoto en las coplas pro-
féticas del zapatero de Troncoso, llamado vulgarmente de Ban-
darra -Gonzalo Anes-, surgió este mito en torno a Don Se-
bastián, después de su muerte en la terrible batalla de
Alcazarquivir. Al no dejar sucesor, Portugal pasó a formar
parte del reino de España. Y Don Sebastián fue adquiriendo
vida poco a poco en los medios populares, trasformado en un
personaje mítico.
En nuestro caso interesa percibir cómo al lado de reminis-
cencias bíblicas, predicaciones escatológicas y apocalípticas, se
insertó esta tradición portuguesa, que llegó a ser un elemento
importante en el movimiento de resistencia de los portugueses
29 lb., 138-139.
48
a la dominación española y de movilización para recuperar la
independencia a finales del siglo XVI y en las primeras dé-
eadas del XVII.
El beato peregrino Antonio Conselheiro, después de más
de veinte años de peregrinación por el interior brasileño, terminó
fundando en la antigua hacienda Canudos, a orillas del Vaza-
Barris, el campamento de Belo Monte en 1893. Allí en Ca-
nudos, en su imperio de Belo Monte, el paraíso terrenal se po-
nía al alcance de los fieles. Hasta su destrucción por el ejército
brasileño en 1897, tras sufrir vergonzosas derrotas, los fieles
seguidores del Conselheiro vivieron una experiencia escatoló-
gico-mesiánica. La figura del Conselheiro asumió todas las ca-
racterísticas míticas del santo, del hombre «sobrenatural», que
corroboraba además su vida sumamente sobria, pobre, austera
y piadosa. Una copla popular refleja bien este clima:
«Del cielo vino una luz
que Jesucristo mandó;
san Antonio Aparecido
del castigo nos libró.
Si alguno oye y no aprende.
sabe y no quiere enseñar,
su alma en el día del juicio
grandes penas pasará» 30.
En estos versos el Conselheiro es identificado con san An-
tonio Aparecido. El ideal de igualdad, la regeneración de mu-
chos criminales que se arrepentían y abandonaban su vida li-
cenciosa, el intenso ambiente religioso que inspiraban los
largos rezos de cada día. la reactivación de las prácticas reli-
giosos festivas y de las procesiones, hacían del imperio de Belo
Monte un lugar de esperanza para un pueblo sufrido, despo-
jado y paupérrimo. Es verdad que también había personas aco-
modadas, que buscaban tal vez mejores condiciones de vida.
Pero predominaban los descontentos, los inseguros, los amena-
zados, los vaqueros, los emigrantes, los ex-esclavos, los campe-
smos víctImas de la seqma.
Canudos consiguió conciliar cierta austeridad, después de
que se prohibieron las bebidas alcohólicas, la prostitución y el
desorden por la autoridad incuestionable del Conselheiro, con
30 lb., 132.
49
4.- E~cotología...
la alegría de las fiestas religiosas, cohetes, danzas, cantos, com-
peticiones de violín; los trajes festivos de hombres y mujeres,
los tenderetes de pastas, dulces y bebidas sin alcohol alegraban
el campamento. Por eso puede muy bien decir E. Moniz que
Canudos no se caracterizaba por la tristeza, sino que sus mora-
dores se mostraban más bien «alegres, despreocupados y fe-
lices» 31.
La experiencia fue breve. Pcro revela esa capa subterránea
de la conciencia religiosa popular, que entra en erupción
cuando se suman diversas circunstancias socio-cultural-reli-
giosas. Recogiendo aquí algunos dc los elementos que veíamos
al comienzo de este párrafo, podernos verificar cómo el mundo
imaginario religioso popular tradicional está impregnado de de-
seos de una patria de conciliación, envuelta en una atmósfera
de oración, de sermones, de procesiones, de festejos religiosos,
sobre todo en honor de lo divino. Y no deja de ser interesante
señalar la semejanza con la «era del Espíritu» que anunciaba
en la edad media el abad calabrés Joaquín de Fiore. Esta espe-
ranza en un tiempo donde abundaría lo divino, más allá de la
exégesis medieval y de la tradición espiritual joaquinita, se vin-
cula con las profecías de loel, abundantemente utilizadas en la
Iglesia primitiva (JI 3,1-5; He 2,14ss).
María Isaura atribuye gran importancia a las relaciones de
parentesco que predominan en la sociedad donde se vivió la
experiencia mesiánica de Canudos, para poder explicarla 32. G.
Sauer, en una interesante tesis doctoral, muestra cómo los mo-
vimientos quiliásticos, como el de Canudos, superan el marco
religioso para adquirir un sentido y una dimensión política. A
partir de su inspiración puramente sagrada de la existencia,
orientando a sus seguidores en una dirección de vida en la lí-
nea de santificarla con ritos sagrados y de fomentar los valores
religiosos, se intenta instaurar en la tierra el reino de Dios,
reino de paz y armonía, con mejores condiciones de vida para
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raleza colonial y precapitalista, que reinaron en el noniesll'
brasileño -donde surgió el fenómeno de A. Conselheiro
hasta los años 50 de nuestro siglo, con la penetración capita-
lista. Este choque produjo en los nordestinos cierta desestruc-
turación socio-económica debido a las nuevas condiciones a las
que tuvieron que adaptarse. Y los movimientos quiliásticos se
presentan como una respuesta a dicha situación 33.
La guerra santa
Estamos ante un escenario muy distinto. No se trata ahora
de un beato que recorrió las regiones secas del nordeste brasi-
leño y se instaló en Bahía. Los personajes centrales se confun-
den sobre todo en la memoria popular. Todo comienza con un
monje llamado Juan María que recorrió las regiones del inte-
rior de Santa Catalina, en la región sur del país. Con este
mismo nombre aparecieron otros monjes de forma que las his-
torias se mezclan. Se trata de monjes que desde finales del si-
glo pasado predicaban a las poblaciones mestizas de Santa Ca-
talina. Estos sucesivos Juan-Marías se fundieron en uno solo,
envueltos en leyendas y milagros, incluso en vida de uno de
ellos. Después de su muerte se esperaba su resurrección, como
si fuera un personaje sagrado. Venerado como protector de los
débiles y desamparados, consolador de los afligidos, dio pronto
lugar a la leyenda 34. Sólo faltaba que apareciese alguien que
hiciera saltar de allí la chispa movilizadora, ya que aquellos
monjes no quisieron crear a su alrededor ningún grupo.
Fue otro monje con un nombre parecido, José María, el
que de hecho asumió la tarea de movilizar al pueblo. Atraídos
por sus rezos y sus curaciones, por el año 1912 comenzó el pri-
mer grupo por los alrededores de Curitiba y Campos Novos,
en el lugar de Taquarw;u, teniendo como punto de partida las
fiestas del Señor Bom Jesus. La región se encontraba muy deso-
lada por la lucha de los coroneles, así como por la presencia de
dos compañías extranjeras -Brazil Railway y Southern Brazil
Lumber- que despojaron a los campesinos de sus tierras. Los
51
fieles, llegados para la fiesta de Bom Jesus, decidieron que-
darse en el lugar. Muchos, de hecho, no tenían adónde ir. A
otros les gustaban aquellos días de rezos. Y curiosamente el
monje José María les leía trozos de la historia de Cariomagno
y de los doce pares de Francia. Las contingencias políticas les
hicieron marcharse a otro sitio, cerca de Palmas. No vamos a
entrar en las complicaciones de orden político que envolvieron
a este movimiento, haciendo que las fuerzas del Estado liqui-
dasen a los seguidores del monje a finales de 1915.
Alimentando este movimiento, sujeto naturalmente a los
intereses políticos, estaba la creencia en el regreso del monje
Juan María, con un ejército encantado y el comienzo de la
guerra de san Sebastián, entendida como combate escatoló-
gico. En toda aquella guerra se advierte un inequívoco carácter
milenarista. El cuño monárquico del movimiento, más que po-
lítico, era religioso. Porque se veía a la monarquía como la
realización del reino escatológico, como algo del cielo, un or-
den nuevo que resultaría de la unión entre los combatientes y
el ejército encantado de san Sebastián, bajo el caudillaje del
santo. En contraste con el carácter de «guerra santa», esta ex-
periencia se vivió con mucha alegría. Era una fiesta perma-
nente: procesiones, cohetes, tiros festivos, banquetes de carne,
dentro de un espíritu de igualdad y de fraternidad. Otro signo
escatológico era también la valoración de la virginidad y de la
inocencia. Se vivía la expectativa de la llegada del milenio.
52
2.3. Conclusión
53
Sé que Dios nunca olvida el clamor de los pobres,
que Jesús fue amigo y servidor del oprimido.
Los profetas no se callan denunciando la opresión.
¡Porque la tierra es de todos los hermanos
y en la mesa hemos de compartir el mismo pan!
El universo se muevc por la fuerza del amor,
y la luz de sus estrellas ilumina mi sendero.
Mi trabajo en comunión hará que los arrozales
florezcan empapados en torn:ntes de justicia...
¡Yen sus frutos podrell1os cosechar la libertad!».
54
relación con la movilización popular. Este texto suscita dara
mente el problema que se vive en intensidad en las COIll 11 111
dades de base bajo la expresión «movimientos de liberación».
El núcleo de esta problemática es escatológico. ¿Hasta dónde
los movimientos populares son mediación, encarnación, con-
creción, realización parcial pero real de la gran liberación?
En la Missa da Terra sem Males, que tiene como autores al
obispo-profeta de Araguaia, Pedro Casaldáliga, y a Pedro Tie-
rra, se canta al final de la celebración, como síntesis de todo su
mensaje:
«Los pobres de esta Tierra
queremos inventar
esta Tierra-sin-males
dc cada alborear.
i Vive siempre buscando
la Tierra que vendrá!. ..
¡María, en el comienzo;
al fin, Marana-tha!».
La Bandeira do Divino, la Terra sem Males, la esperada libera-
ción y otras muchas expresiones por el estilo circulan abundan-
temente entre las comunidades de base, como signo de espe-
ranza en medio de la situación de pobreza y explotación. Ese
pueblo de Dios, que está en camino, «cada día más cerca de la
tierra esperada», como también se canta en las comunidades,
es el que se convierte en el centro de la problemática teológica
escatológica. En resumen, no es la razón ilustrada ni la exis-
tencia humana como expresividad lo que constituye la pregunta
mayor a la escatología, sino los grupos populares que van
trazando su camino de liberación entre la maleza opresiva de
la realidad presente. Ellos dejan tras de sí, sobre todo cuando
en medio de esos movimientos populares hay cristianos y co-
munidades de cristianos, la pregunta del significado escatoló-
gico de todo ese esfuerzo y del sentido de esperanza de ese ca-
minar.
55
período descrito en sus características generales se pueden adu-
cir fácilmente innumerables excepciones y una gran serie de
hechos que hacen explotar dicho esquema en su precariedad.
Nos acechan dos obstáculos opuestos. O describimos en detalle
un momento determinado de la historia de tal manera que per-
demos de vista su significado global y desaparece entonces la
periodización; o bien nos limitamos a las características gene-
rales que cubren dicho período, recogiendo sólo unos ele-
mentos tan generales que nos sirven de poca ayuda. Por eso,
más que una real periodización de la trayectoria escatológica
de la práctica y de la conciencia eclesiales, indicaremos tan
sólo las tendencias predominantes en cada momento, cons-
cientes de los límites de tales afirmaciones.
56
en la percepción de sus oyentes es la de «mensajero escalo)o
gico». La cristología del Maranatha es con toda probabilidad
(debido a la identificación inicial de Jesús con el profela esca-
tológico) el credo más antiguo, continúa E. Schillebeeckx \7.
Pablo, en la epístola a los tesalonicenses, retrata con claridad
este ambiente de expectativa inminente del Señor, imaginán-
dose él mismo con vida aún para esa ocasión (1 Tes 4,15). En
una palabra, la Iglesia nace envuelta por el velo escatológico
de la esperanza inminente de la venida del Señor. Este es el
ambiente que respira la tradición judía, la literatura intertesta-
mentaria, la práctica de Jesús con sus banquetes escatológicos,
sus curaciones significativas, su acogida y su ofrecimiento de
perdón a los pecadores, sus parábolas, sus bienaventuranzas,
su oración del padrenuestro, sus sermones escatológicos; y lo
mismo ocurre en la Iglesia primitiva, con su insistencia en las
celebraciones y en las oraciones para pedir la llegada del Señor
glorioso.
Más aún, muy pronto los cristianos conocieron la persecu-
ción, las exigencias radicales del martirio, como posibilidad
real y próxima. Esto valía de forma más patente todavía para
los que asumían el papel de liderazgo y de dirección en la co-
munidad cristiana. Los apóstoles, sus sucesores directos e in-
mediatos, los primeros papas, muchos obispos y presbíteros tu-
vieron que dar testimonio de su fe por el derramamiento de
sangre. Vivir en esa situación de extrema emergencia y urgen-
cia favorece la atmósfera escatológica. Por eso, J. Weiss puede
reconocer en la ética cristiana, definida en el sermón de la
montaña, una «ética de emergencia», tal como opina también
A. Schweitzer en sus publicaciones 38. En un tiempo de tribu-
lación, de muerte inminente, nuestras energías se concentran
en un último esfuerzo y se enciende la esperanza de una salva-
ción próxima y de una reestructuración total.
La tradición semita de que se alimentó la Iglesia primitiva
trabaja fundamentalmente en la doble dimensión de memorial
y de promesa, de recuerdo de las gestas de Dios como ali-
mento de la esperanza en otra intervención de Dios en la his-
37 lb.. 375.
38 J. JEREMIAS. El Sermón de la montaña, en Palabras de Jesús, Madrid 196H.
57
toria más maravillosa todavía. En el origen de todo este clima
escatológico está la propia cxperiencia de Dios que tuvo Israel
no tanto en los fenómenos cósmicos ni en una naturaleza hie-
rofánica como fundamentalmente en el acontecer de su exis-
tencia como puehlo. Israel vive una religión de promesa, de fu-
turo, escatológica. y, realmente, para Israel coinciden la
promesa y el Dios de la promesa. De ahí que Israel sea un
pueblo que vive sicmpre en la expectativa de la venida de
Dios. La proximidad de Dios que viene, que está para venir,
ocupa su horizonte religioso. Herencia que la Iglesia primitiva
conserva, cristificándola, interpretándola a la luz de Jesucristo.
58
magno, la leyenda se modifica y convierte al emperador ell
precursor de la cruzada. El mismo papa Urbano II estaba COIl-
vencido de que Carlomagno había ido a oriente a combatir a
los paganos. En el origen de las cruzadas encontramos la
supervivencia de antiguas religiones locales, el viejo mito de la
renovación del mundo, la escatología popular cristiana, la teo-
logía rudimentaria que habían aprendido 40. A pesar de las re-
sistencias y de la condenación eclesiástica del mito del milenio
futuro, siguió vigente todavía «en el mundo oscuro y subterrá-
neo de la religión popular». El pueblo siguió estando fascinado
por esas creencias, de forma especial en los períodos difíciles
de efervescencia.
Los pobres vivieron siempre a lo largo de la historia situa-
ciones al borde de la revuelta o de la desesperación. Esta ex-
pectativa escatológica, como final absoluto de la historia o
como comienzo de una nueva era de felicidad, resuena profun-
damente en sus corazones descorazonados.
Investigando los siglos XIV a XVIII, J. Delumeau traza
una «geografía de los miedos escatológicos». Constata la ex-
pansión de temor al Anticristo y a las catástrofes finales en la
cristiandad latina 41. Después de la reforma, los protestantes
acentuaron más ese clima escatológico. La verdad es que, si se
hicieran investigaciones análogas a las de J. Delumeau, el re-
trato escatológico dibujado con abundante material en los si-
glos investigados por él se extendería a los siglos anteriores o
posteriores. En la actualidad los países de América latina
están siendo invadidos por sectas escatológicas, cuyo discurso
popular repite las eternas amenazas de una venida inminente
del juicio de Dios sobre la tierra.
Por eso, de las capas populares, ortodoxas o heréticas, vale
la constatación de que el clima escatológico de expectativa in-
minente o de un reino milenarista o del final de los tiempos ha
permanecido y permanece ciertamente en nuestros días. Un
clima que no puede descuidar ni la reflexión teológica ni la
pastoral.
40 G. FOURQUIN,O,C., 1405S.
41 J. DELUMEAU, La peur... , O.C., 228.
59
La bifurcación se dio en relación con la enseñanza teológica
de las escuelas. A medida que la ola escatológica proseguía su
movimiento bañando el continente de los pobres y de los des-
heredados de la tierra, la teología erudita y el pensamiento ofi-
cial eclesiástico se fueron distanciando y refugiándose en el in-
terior de las tierras secas. Los caminos de la teología y de la
religiosidad oficial fueron diferenciándose de los de la escatolo-
gía popular.
La Iglesia de los mártires vive momentos de martirio. La
amenaza permanente de tener que atestiguar con la vida la
propia fe en cada momento, y por tanto la necesidad de una
vigilancia escatológica de total desprendimiento, dejan paso a
la pax constantiniana. La Iglesia cambia las catacumbas. por
los palacios. Con ello la proximidad inminente de la parusía
deja de ser un ardiente deseo. La tarea es la construcción de la
ciudad de Dios en la tierra o la «ciudad espiritual de la tierra».
El nuevo contexto socio-político favorece el proceso de deses-
catologización de la predicación cristiana 42.
El flujo escatológico, o desborda los límites de la ortodoxia
en sectas y grupos entusiásticos, o llega hasta las capas pro-
fundas de la religiosidad popular, o bien se encasilla dentro de
la espiritualidad de una naciente vida religiosa. Esta última se
alimentará abundantemente de esta savia. La actitud de dispo-
nibilidad que exige el martirio se transforma en práctica ascé-
tica de desprendimiento a través de los tres votos, en un clima
permanente de escatología. No en vano se insiste mucho en la
dimensión escatológica de los votos.
Así como algunos santos Padres y escritores eclesiásticos de
la antigüedad cristiana se movieron al ritmo de la escatología,
otros a su vez siguieron otro movimiento en sentido contrario.
El mismo san Agustín, que en uno de sus sermones se refería
al reinado del Señor en la tierra con sus santos (Sermo 259,2),
se retracta en cierto modo de esta posición en el De civitate
Dei (20,7,1). La posición de Agustín pesará mucho en la refu-
tación del milenarismo y de la mentalidad de una escatología
60
inminente. En la descripción abstracta de las dos ciudades, la
de Dios y la terrenal, marca radicalmente las diferencias. Dos
amores construyeron las dos ciudades. Yesos dos amores se
oponen radicalmente: el amor a Dios y el amor a sí mismo (De
civ. Dei 14,28). Pero al bajar a la concreción histórica, las dos
ciudades se cruzan. Si se hubiera mantenido ese claro foso en-
tre las dos, la chispa escatológica habría podido incendiar fácil-
mente la ciudad terrena en la espera de la celestial. Pero la
«ciudad espiritual de la tierra» ofrece, según san Agustín. sufi-
cientes garantías de moralidad, de justicia, de paz y dc fe y es
ya el reino de Dios, aunque provisional e inadecuado, en com-
paración con el reino eterno dc los cielos (De civ. Dei 20,9) 4~.
Esta concepción de la ciudad de Dios que se cruza con la
trayectoria de la ciudad terrena termina revalorizando el
mundo, la vida terrena, superando así el pesimismo en lo que
se refiere a las realidades terrenas. De esta manera san Agus-
tín frena el milenarismo y el escatologismo, que se alimentan
del desprecio o, por lo menos, de la infravaloración de la vida
terrena. A pesar de beber en fuentes platónicas, Agustín man-
tuvo el sentido real de la historia y rechazó el milenarismo de
algunos Padres de la Iglesia, que terminaban dando a la eterni-
dad el carácter mismo del tiempo y formando la imagen de lo
eterno-temporal. Tomando además al pie de la letra el Apoca-
lipsis, esos Padres esperaban un reino visible de Cristo en la
tierra antes del juicio final. Agustín rechaza esta identificación
vulgar del tiempo con la eternidad y considera a la Iglesia ya
en medio de nosotros, aunque de modo invisible. como la pre-
sencia del reino de Jesucristo con que soñaban los milena-
ristas 44.
Contemporáneo de san Agustín, el obispo Teodoreto de
Ciro contrapone la fe en la vida eterna a la expectativa heré-
tica de un reino terrenal de delicias (Haeret. tabul. campen-
dium :S.2]). Todavía en el siglo V, el sacerdote semipelagiano
61
Genadio de Marsella se contrapone explícitamente a los mele-
cianos, a Cerinto, a Marcos, a Papías, a Ireneo, a Tertuliano y
a Lactancio, rechazando unas delicias terrenales que se vivirían
en un reino de Cristo en la tierra (Lib. eccl. dogmatum 24
[55]).
Desde el fondo dc las reflexiones de los Padres surge una
escatología de corte griego, muy diferente de la tradición se-
mita. El acento que hasta entonces se ponía en los aspectos co-
lectivos de la escatología y la expectativa de su inminencia se
desplaza hacia la problemática de la inmortalidad del alma,
provocando un giro interiorizante, individualizante y en cierto
modo espiritualizante. Orígenes tendrá un papel importante en
este proceso de helenización, sobre todo a través de su obra de
juventud Per; Archón, en donde aparece su pensamiento en la
forma más radical. Siguicndo la tradición de Clemente de Ale-
jandría, insiste en la espiritualidad e inmortalidad del alma y
concede a los justos la bienaventuranza desde la separación del
cuerpo. No niega la verdad dc la resurrección de la carne, pero
le quita colorido; la identidad del resucitado se deriva de la
forma, ya que el cuerpo carnal está en continuo cambio.
Más allá de Orígenes, el neoplatonismo de Plotino ejerció
una gran fascinación como verdadero rival del cristianismo. En
el terreno de la filosofía religiosa, el neoplatonismo representó
un supremo esfuerzo en el helenismo, observa H. Rondet. El
alma es sustancia espiritual, inmortal, eterna. De raza divina,
preexistente, sólo llegará a la beatitud desprendiéndose de los
lazos del cuerpo 45. Se impondría ese modelo teórico, reducido
naturalmente a los límites de la ortodoxia cristiana.
Esta corriente escatológica encontrará realmente su punto
más elevado, en el sentido dogmático, en la constitución de
Benedicto XII (año 1336). En ella se sanciona de modo defini-
tivo la postura de posesión de la visión beatífica inmedia-
45 H. RONDET.O.C., 33.35s.
62
pastoral. Desaparecen del horizonte teológico y de la predica-
ción oficial los temas milenaristas, la expectativa de un
próximo final de los tiempos. La ruptura entre los novísimos
personales, individuales y colectivos queda profundamente tra-
zada y el problema del tiempo intermedio se vuelve teológica-
mente irrelevante hasta nuestros días.
Los manuales de teología repetirán a lo largo de los siglos
este esquema en dos partes: escatología individual y escatolo-
gía colectiva. La primera es la que más interesa, ya que se re-
fiere a cada uno de nosotros ya ahora, mientras que la escato-
logía colectiva se pierde en un horizonte difuminado de un
futuro imprevisible. Se trata de un dato de fe, pero sin rele-
vancia inmediata para la vida espiritual y moral de los cris-
tianos. Lantano dagli occhi, lantano dal cuore: «Lejos de los
ojos, lejos del corazón».
Después de la entrada de la metafísica de Aristóteles en la
teología del siglo XIII, la escatología puede ser elaborada den-
tro de esa perspectiva aristotélica, convirtiéndose en una ver-
dadera ontología cosmológica, marcada por el ideal de ciencia
de Aristóteles y pasando a ser una investigación especulativa
de la esencia de los últimos acontecimientos. Así se consumó
la bifurcación entre esa escatología escolástica, aristotélica, y la
piedad espiritual de carácter escatológico-apocalíptico. Esa
doctrina de los novísimos ejerció, además, un papel importante
en la gigantesca empresa de la romanización de la Iglesia en
los siglos posteriores al concilio de Trento.
63
dida que el acontecImiento se va retrasando, los escritos del
Nuevo Testamento hacen un esfuerzo por resolver este pro-
blema. Este proceso de desescatologización comienza ya du-
rante la vida de Jesús. En un primer momento, Jesús esperaba
la parusía al acahar la misión provisional de los discípulos
(Mt 10,5); por tanto, durante su propia vida. Pero constata
que aquel suceso no se produce. Y entonces lo hace coincidir
con su muerte. De esta manera el reino de Dios se vincula di-
rectamente a la muerte de Jesús. Por eso, el tema central de la
predicación de .Jesús es la proximidad del final de los tiempos,
asumiendo el clima apocalíptico que se iba formando entre los
judíos desde los tiempos de la rebelión de los Macabeos. El
pensamiento de .Jesús sólo puede ser entendido, según A.
Schweitzer, en ese horizollte de escatología inminente, completa.
Esta tesis tan radical agitó extraordinariamente el ambiente
protestante, dominado entonces por el pensamiento liberal,
que asumió en cierto modo los valores ilustrados, la confianza
en la obra creadora del homhre en tensión con las tesis funda-
mentales de la reforma sohre la soheranía y la gratuidad abso-
lutas de Dios y la impotencia radical del hombre.
Por la senda que trazó A. Schweitzer caminaron otros exe-
getas o se aprovecharon de aquel impulso para asumir una di-
rección distinta, aunque dentro del mismo horizonte escatoló-
gico central. Así C. H. Dodd defiende la tesis de la
«escatología realizada», camhiando más tarde el término por el
de «escatología inaugurada», por sugerencia de Florovsky. En
este mismo sentido J. Jeremias habla de «escatología que se
está realizando». En el fondo, la dimensión del futuro
subrayada por A. Schweitzer viene del hecho de que interpreta
las categorías supramundanas del reino de Dios en clave de
tiempo. Los conceptos utilizados por Jesús no se refieren a un
futuro temporal, sino a trascendencia de la realidad del reino
de Dios. Los evangelios anuncian como ya realizado y revelado
en la vida, muerte y resurrección de Jesús el Eschaton, la reali-
dad última de toda la historia. Se da una concentración de lo
escatológico en el presente, atribuyéndole por consiguiente un
enorme significado y densidad, de manera que la comunidad
cristiana, por la palabra y el sacramento, actualiza dicha di-
mensión escatológica.
64
O. Cullmann, con su dialéctica del «ya, pero todavía no»,
realiza una síntesis maravillosa, que hoy se ha impuesto tam-
bién en cierto modo en el pensamiento católico. De hecho, la
escatología se ha realizado ya en Jesús (e. H. Dodd), en cuanto
que él es la palabra escatológica de Dios, última y definitiva.
Pero todavía no se ha realizado plenamente (A. Schweitzer). Se
ha ganado la batalla definitiva, pero la guerra no ha terminado
todavía 46. El presente y el futuro no son alternativos. Lo carac-
terístico de la escatología de Jesús es que el reino de Dios es
anunciado al mismo tiempo como presente y como futuro. Jesús
ofrece por eso el apoyo de la categoría de «historia de la salva-
ción», que ya se empieza a elaborar en el Nuevo Testamento. El
cristianismo primitivo, aunque consciente del retraso de la pam-
sía, no disminuyó su expectativa escatológica. Por eso, concluye
O. Cullmann, las raíces de toda la escatología del Nuevo Testa-
mento no se encuentran en la expectativa inminente como tal,
sino en la relación de tensión entre el presente y el futuro, que es
característica de toda la historia de la salvación del Nuevo Testa-
mento, ya presente en Jesucristo. Por tanto, la tesis central de
Cullmann es que la escatología del Nuevo Testamento debe ser
entendida como historia de la salvación.
En otra dirección se sitúan dos grandes personalidades teo-
lógicas protestantes: K. Barth y R. Bultmann. Los dos, con
posiciones muy distintas, marcarán también el clima escatoló-
gico de nuestro siglo.
K. Barth protesta contra el protestantismo cultural, en
nombre de la intuición inicial de los reformadores. Con su teo-
logía dialéctica establece una ruptura radical entre tiempo y
eternidad. La escatología es la misma trascendencia de Dios.
Por eso, el «eschaton» no es un acontecimiento temporal, sino
cualitativo. Es la presencia de lo eterno de Dios, que pone en
crisis todo lo temporal, que hace explotar el no-ser de nuestra
realidad, que revela la nulidad de la historia humana, tempo-
ral 4/.
65
5. - E!ocatologia ...
En un giro de 180 grados, R. Bultmann busca en el interior
de la decisión personal la fuerza de lo escatológico. Si la aten-
ción de K. Barth se centraba en la trascendencia de lo eterno
de Dios, Bultmann se dirige hacia la condición humana. El ser
humano, ese poder-ser en apertura hacia el futuro, ese ser-
proyecto, ese ser-realidad-delante-de-sí se ha cerrado por el
pecado en una existencia inauténtica. Interpelado por el futuro
de Dios hecho presente sobre todo en la muerte de Cristo, el
hombre es provocado todavía hoya una decisión. Esa provoca-
ción le llega por el kerigma desmitologizado, esto es, liberado
de sus categorías precientíficas y traducido hacia dentro del
mundo moderno. Al adherirse a este kerigma, el hombre se
abre a una existencia de fe, de gracia; es decir, de verdadero
encuentro con Dios.
Continuando en el mundo protestante, surge otro brote es-
catológico con la teología de la esperanza de J. Moltmann. Ins-
pirándose en el filósofo marxista E. Bloch, rehabilita plena-
mente la categoría de futuro. «La "cristiandad" no tiene su
esencia y su fin en sí misma, ni en su propia existencia, sino
que vive de algo, y existe para algo que va mucho más allá de
ella... Si se quiere averiguar su esencia, hay que preguntar por
aquel futuro en el que ella coloca sus esperanzas y expecta-
ciones» 48. El cristianismo es total y visceral mente escatología.
Sin embargo, la teología había reducido la escatología a una
«doctrina de las cosas últimas», que «llevaba un vida estéril si-
tuada al final de la dogmática cristiana» 4'1. El problema del fu-
turo, de la esperanza, es la esperanza de la teología. El objeto
de la esperanza es el Dios de la esperanza. Y en ese contexto
el concepto de promesa, que de alguna manera resume la «reli-
gión de la esperanza de Israel», se amplía para interpretar la
escatología su. En efecto, la promesa de Dios muestra el
enorme foso que se abre entre nuestra realidad circundante y
el ofrecimiento de Dios, moviendo al fiel en dirección al futuro
prom~tido. Ese futuro no existe todavía, ni está sólo determi-
nado por OIOS, pero surgirá también a través de la acción hu-
66
mana. En el fondo, el futuro de Dios y el futuro del mundo se
implican mutuamente en una comprensión práctica de la ver-
dad. Y la trascendencia de Dios debe entenderse a partir de
categorías de tiempo y de acción, y no de categorías de «abajo-
arriba» o de «esta vida y la otra». Dios está «delante de noso-
tros» como Aquel que no es «el totalmente Diferente» por en-
cima de la historia (nicht der Canz-Andere über der Ces-
chichte), sino «el totalmente diferente Transformador» en la
historia (der Canz -Andernde in der Ceschichte). Con estos
presupuestos teóricos, por así decirlo, Moltmann interpreta el
mensaje escatológico de la Escritura. Con la resurrección de
Jesús, se abre finalmente el horizonte definitivo de la espe-
ranza para todos los desesperados del mundo y los provoca a
la acción de transformar lo «penúltimo» en dirección a lo «úl-
timo» 51.
67
ción de Dios y, de este modo, la realidad de la «última cosa».
Más que cualquier otro lugar teológico, la escatología es en su
totalidad la doctrina de la verdad salvífica 52.
Esta concentración cristológica renovará la escatología cató-
lica. La predicación del reino de Dios por Jesús, que hasta en-
tonces era un elemento que se consideraba únicamente en la
eclesiología, pasa a ser categoría central en la escatología.
K. Rahner, con su antropología moderna y dentro del hori-
zonte del pensamiento trascendental, ofrece elementos para
una mayor dialectización de los llamados «novísimos indivi-
duales» y «colectivos». Con las categorías de naturaleza y de
persona, reinterpreta los novísimos personales en clave inter-
subjetiva. El hombre, «oyente de la Palabra», está dotado de
un dinamismo existencial sobrenatural por un don gratuito de
Dios, que lo orienta en dirección a la comunión con la Trini-
dad. Ese «existencial sobrenaturab> se concreta en las acciones
históricas de amor al hermano, de justicia, de entrega de sí
mismo; de forma que el hombre ya es eternidad, definitividad
en el interior de la historia. Pero, por otro lado, no consigue
una integración perfecta entre su naturaleza y su persona, divi-
dido siempre interiormente, siempre concupiscente y marcado
por el pecado; su vida es un proceso de mayor integración o de
acentuación de su división interna. Sólo delante de Dios, en el
momento metafísico de la muerte, puede encontrar la integra-
ción completa en el dolor purificado del amor de Dios. Pero su
condición de historicidad y de materialidad lo mantendrá siem-
pre ligado a la historia que pasó y que habrá de venir. Por eso,
los novísimos personales y colectivos mantienen entre sí una
dialéctica 53.
69
por así decirlo, una nueva orientación interpretativa de la esca-
tología. El se sitúa en la orilla opuesta a la posición de
K. Barth y P. Althaus. Estos acentuaban la ruptura radical en-
tre nuestro eón, la construcción humana, la realidad del
mundo y el futuro totalmente nuevo de Dios. Ese futuro ba-
jará sobre las ruinas de la ciudad de los hombres. El presente
no es satisfactorio. Tiene que ser destruido. El futuro ha de
venir de fuera. Ha de ser una verdadera re-creación. La Jeru-
salén celestial desciende ya preparada de los cielos sobre la
destrucción de la Jerusalén terrenal. Frente a esta postura apo-
calíptica, Teilhard de Chardin, marcado profundamente por su
larga experiencia de científico en contacto con las maravillas
del proceso evolutivo, insistirá en la continuidad entre los dos
eones.
Teilhard no concibe el final del mundo como una catás-
trofe. Porque eso sería más bien el final de la tierra que el del
cosmos. Para él, la figura es, por el contrario, la de una «trans-
formación de la conciencia», la de una erupción de vida inte-
rior, la de un éxtasis. Basta con que el espíritu se invierta y
cambie de zona, para que inmediatamente se altere la figura
del mundo. La parusía tendrá lugar sobre una creación llevada
hasta el paroxismo de sus aptitudes para la unión. Agitadas
por la más pujante atracción orgánica que se puede concebir
-la misma fuerza de cohesión del universo--, las mónadas se
precipitarán hacia el lugar al que las destinarán irrevocable-
mente la maduración total de las cosas y la irreversibilidad im-
placable de la historia. Cristo consumará la unificación univer-
sal, rechazando todo factor de disociación y potenciando todo
lo que es fuerza de unidad. Así se constituirá el complejo orgá-
nico: Dios y mundo, el pleroma, realidad misteriosa que si,
por un lado, sólo puede llamarse Dios -ya que Dios podría
prescindir del mundo--, por otro lado tampoco puede conside-
rarse como accesoria, ya que de lo contrario sería incomprensi-
lJit ia neaciún, aasuróa ia paslOn ele Lnsto y carente de in-
terés todo nuestro esfuerzo. Como una marea inmensa, el Ser
habrá dominado el bramido de los seres. En el seno de un
océano apaciguado, pero en el que cada gota tendrá conciencia
de que sigue siendo ella misma, habrá terminado la extraordi-
naria aventura del mundo. El sueño de toda mística habrá en-
70
contrado su plena y legítima satisfacción: Dios será todo en
todos. Erit in omnibus omnia Deus! SR.
Para terminar este rápido bosquejo del itinerario del pensa-
miento teológico en el campo de la escatología, vale la pena
destacar una corriente profética en los ambientes católicos, que
corresponde a la de Moltmann en el mundo protestante. La
teología política de J. B. Metz se ha propuesto una doble ta-
rea: ser un correctivo crítico frente a una tendencia extrema
que se advierte en la teología actual hacia la privatización; esto
es, la pretensión de desprivatizar el mundo conceptual teoló-
gico, el lenguaje de la predicación y de la espiritualidad. a fin
de intentar una formulación del mensaje escatológico en las
condiciones de nuestra sociedad actual. La segunda tarea, más
vinculada con el problema de la escatología, se lleva a cabo en
la línea de replantearse las relaciones entre la religión y la so-
ciedad, la Iglesia y el poder, la fe escatológica y la práctica so-
cial, no de manera precrítica, sino poscrítica. Se pretende una
superación de una razón teórica pura a través de una nueva re-
lación entre la teoría 'y la práctica, el saber y la moral, la re-
flexión y la revolución en el ámbito de la conciencia teológica.
No se trata de ninguna neopolitización reaccionaria de la fe,
sino de dejar libre curso al dinamismo social de esta fe. Se re-
cupera así la dimensión pública de la salvación de la tradición
bíblica. Salvación anunciada por Jesucristo en una relación
constante con el mundo; no en el sentido cosmológico y natu-
ral, sino en un sentido social y político. Las promesas escatoló-
gicas del Nuevo Testamento -libertad, paz, justicia, reconci-
liación- no se pueden privatizar. No se identifican con mi
situación social particular. El evangelio tiene «reservas escato-
lógicas», de tal manera que cada momento de la historia se re-
vela provisional y estas «reservas escatológicas» desempeñan
una función crítica, dialéctica, profética frente a la sociedad ac-
tual. Las promesas no son pura expectativa religiosa, sino im-
p~:~t: . .:~ ~~!!i~~ )' !!~~r?(lnr r~r:l nnp'O;trn !"'TP"pnte 59
71
ción intenta pensar esta dimensión escatológica de la revela-
ción y de la fe a partir de un contexto social muy concreto: un
continente marcado por la dominación y opresión, con una
masa enorme de pobres explotados, pero trabajado interior-
mente por movimientos de liberación.
G. Gutiérrez, en su libro programático Teología de la libe-
ración, le señala a la teología la tarea crítica de la praxis histó-
rica a la luz de la fe. En el proceso de transformación de nues-
tras sociedades dominadas, la fe desempeña su propio papel
insustituible, del que tiene que dar cuenta la teología. Hay una
tarea de denuncia de las injusticias existentes y de anuncio de
una sociedad nueva, alimentados por el capital de la revela-
ción. Y entre los puntos centrales de su reflexión teológica está
la pregunta por él significado de la novedad en la historia, de
la orientación hacia el futuro para el cristiano, que está in-
merso en el proceso de liberación. Así pues, queda planteada
una pregunta escatológica fundamental 60.
La irrupción de los pobres en el escenario político y en el
de la Iglesia es un hecho de enorme significación política y teo-
lógica 61. Además, este hecho se transforma en pregunta esca-
tológica. ¿Qué significa en orden a la construcción del reino
definitivo? ¿Cómo tienen que comportarse los demás cris-
tianos, jerarquía y laicos, ante este hecho en el contexto de
nuestro continente? La cuestión se hace todavía más crucial
cuando esa irrupción adquiere formas revolucionarias, como ha
sucedido recientemente en Nicaragua. ¿Qué tiene que decir la
escatología ante estos acontecimientos?
En el marco de esta problemática es donde pienso situar
mucho de la reflexión que desarrollaremos en este libro. Se si-
túa en esta última tendencia de la teología, sin descuidar natu-
ralmente el enorme capital teológico suscitado por todas las
demás aportaciones. Como libro de teología, no se puede en-
cerrar dentro de los últimos frutos teológicos, como si éstos
cayeran maduros del cielo. Nacen del humus de la tradición. Y
la tradición siempre ha de ser tenida en cuenta para no limitar
el dato de la fe.
72
CAPÍTULO 1I
NUCLEO ESCATOLOGICO FUNDAMENTAL
(J. B. LIBANIO)
1. Punto de partida
73
de Dios revelada, pensada a lo largo de la historia, según las
exigencias humanas de comprensión. El punto inicial de toda
teología es la fe, respuesta-aceptación de la palabra de Dios.
En este sentido, no existe una teología que nazca del pueblo,
que venga de la experiencia humana, que sea creación de la ra-
zón humana, que sea pura expresión libre de un pensamiento
totalmente autónomo. No hay teología con un solo ojo; siem-
pre tiene que tener dos ojos: el de la revelación y el de nuestra
situación humana, social, que piensa, reza, comprende, inter-
preta y acoge la revelación; el ojo específicamente teológico es
el de la fe, el de la revelación; se trata de mirar para atrás, ha-
cia lo «recibido» o «trasmitido»; de ahí la palabra «tradición de
la fe» 1.
A partir de esta mirada a la tradición, toda teología es
única, universal, de siempre. La revelación encontró en Jesu-
cristo su punto más elevado, su plenitud. Jesús es la Palabra
última, definitiva, agotadora, de Dios. Y si algún ángel bajase
del cielo a anunciar otra palabra de Dios, sería maldito; si
cualquier otra teología se alimentase de otra fuente distinta de
la del evangelio, sería maldita (Gál 1,8-9). Esta amenaza de
san Pablo suena hoy con la misma verdad con que sonó ante
los evangelizadores del siglo 1. No hay teología fuera de la re-
velación cristiana y que quiera únicamente alimentarse de las
experiencias humanas pensadas dentro del horizonte cultural y
social de cada época.
Si la respuesta viene en último análisis de la revelación,
nada impide en lo más mínimo, sino que incluso se hace nece-
sario, que las preguntas surjan desde dentro del horizonte cul-
tural y social de cada época, de forma que una teología pueda
ser también «contemporánea». Ese es su segundo ojo. Y
cuando se coloca ese ojo como punto de partida, no se niega
nada de lo que se dijo anteriormente. Porque, en realidad, la
imagen del ojo no incluve únicamente la distinción. sino tam-
bién la confluencia, la articulación. De hecho tenemos dos
ojos, pero vemos una sola imagen. Cada uno de los ojos capta
la realidad; pero en el interior de nuestros centros sensitivos se
lleva a cabo una maravillosa unificación, de forma que ni si-
74
quiera llegamos a notar que la única imagen procede de la uni-
ficación de dos fuentes perceptoras.
Del mismo modo, la teología nace como única, pero están
en actividad dos centros de percepción. Y esto no ocurre sola-
mente con el teólogo, que trabaja de modo explícito y reflejo
con ellos, sino que va ya actuando en la misma pregunta. Así,
de hecho, no existe ningún ojo que no esté influido al mismo
tiempo por el otro. El ojo de la fe no es puro, ya que la misma
revelación tiene en su seno elementos culturales y sociales de
determinado momento histórico. El ojo de la contemporanei-
dad socio-cultural refleja también elementos de la revelación,
ya que ese sujeto situado, sobre todo en el continente la-
tinoamericano, está impregnado de cristianismo, está imbuido
de elementos de la revelación, como datos de su conciencia
histórica, social. La captación de la realidad -fuente de la
pregunta- no se hace totalmente fuera del marco de influen-
cia de la revelación cristiana explícita. De hecho, el punto de
partida de estas reflexiones escatológicas quiere ser la expe-
riencia de fe situada, bien sea de las capas populares, bien de
las clases ilustradas. Por tanto, se trata de un mirar hacia la si-
tuación presente en el que al mismo tiempo se pueden vislum-
brar elementos marcados por la tradición religiosa. Y esto en
doble clave; unas veces en sintonía con esa tradición, y otras
en una distancia crítica e incluso en rebeldía contra ella.
7S
Lo escatológico se identifica con la «proximidad de Dios».
y esa proximidad se hace percibir en el interior del «espacio
sagrado» en su doble aspecto de expresión de salvación y de
amenaza, de atracción y de miedo, de fascinación y de temor.
El pueblo experimenta lo definitivo, lo escatológico de las rea-
lidades humanas, bajo la forma de lo sagrado. En eso sagrado
se encuentra con la trascendencia de un Dios que salva y que
juzga, que perdona y que castiga, que acoge sin fallar nunca en
sus juicios.
Sin saber formularla de una manera explícita y teórica arti-
culada, la religión popular refleja con fidelidad esta dimensión
escatológica a través de gestos, de ritos, de contactos sagrados.
¿Qué es lo que puede llevar a un peregrino de Canindé a co-
ger todos sus pequeños ahorros de un año de sacrificio y de re-
nuncia para echarlo todo en un único gesto de generosidad en
el cepillo del santo protector san Francisco, a no ser una per-
cepción implícita de que se encuentra ante una «proximidad de
lo Absoluto», de Dios, en la persona sagrada del santo? La in-
tuición del pueblo va más allá de los límites del culto a los
santos para alcanzar al mismo Dios en su realidad definitiva y
delante del cual todas las cosas son relativas. Por eso puede
despojarse de sus bienes con alegría; porque está en contacto
con lo definitivo, y el dinero pertenece al mundo de lo provi-
sional, de lo pasajero.
Ante lo Absoluto, la provisionalidad del tiempo aparece
con mayor claridad. El tiempo de los hombres pierde impor-
tancia ante el «tiempo de Dios», es decir, la eternidad, que se
experimenta en cierto modo dentro de la historia. ¿No estará
aquí la explicación más profunda de la actitud del pueblo sen-
cillo de faIta de prisa en los actos religiosos? Una pura explica-
ción «cultural» de la percepción del ritmo del tiempo debido a
la mayor o menor ligación con el mundo de la aceleración tec-
nológica no oarece cubrir la totalidad de la experiencia reli-
giosa popular. Hay más todavía. Hay un contacto con lo defi-
nitivo de lo sagrado, que relativiza el tiempo y que se
manifiesta, por tanto, en su prolongación.
En cierta ocasión, celebrando en el interior del Ceará una
misa al aire libre en un fuerte día de sol, en medio del calor de
76
la canícula, decidí simplificar la liturgia y abreviarla en aten-
ción al pueblo. ¡Cuál no fue mi sorpresa al ver al pueblo, una
vez terminada la misa, rehacer aquellas partes que yo había
abreviado u omitido, prolongando sobre todo las preces comu-
nitarias! Mientras que los fieles de las clases burguesas buscan
liturgias más breves, los de las clases populares se sienten frus-
trados cuando la celebración es rápida, sin ese lento caminar
hacia lo «sagrado».
La cara positiva, salvífica, de la escatología se manifiesta
por consiguiente en nuestra percepción de estar situada en
cierto modo fuera del tiempo, fuera de lo cotidiano, de entrar
en el espacio sagrado. La fuerza irresistible que ese mundo sa-
grado ejerce en las capas sencillas del pueblo nos sorprende y
nos revela un aspecto de esa dimensión escatológica de su
vida. Hay graduaciones en la percepción del espacio sagrado,
que va desde la pequeña capilla de la aldea hasta la basílica o
santuario de las peregrinaciones, desde la figura del sacerdote
hasta la persona del papa. Donde más claramente aparece esa
presencia de lo sagrado, de lo divino, allí se hace mayor la
fuerza de atracción. Sólo una experiencia de lo definitivo ex-
plica su profundidad y su poder.
Aunque no esté ausente del catolicismo popular la repre-
sentación de un Dios muy lejano, el «Deus otiosus» 3, que
deja a sus subalternos -los ángeles, la Virgen, los santos-
que actúen en su lugar, predomina más bien la experiencia de
un Dios muy cercano, próximo, familiar, amigo, que en el
fondo salvará a todos. En un informe de una diócesis brasileña
se lee: «Hay una presencia inmediata de Dios. El brasileño tra-
dicional vive en contacto constante con Dios, en diálogo con
Dios. Lo invoca mil veces cada día. Dios, en general, es fami-
liar, indulgente y bueno. El brasileño popular no cree fácil-
mente en el infierno. Si fuera sincero, diría que no cree en
él. .. Dios es providencia. Todo se le atribuye inmediatamente
a su intervención... El pueblo vive en una gran tamlliandad
con los santos» 4. Esta proximidad protectora de Dios coloca al
3 M. EUADE. Tratado de historia de las religiones l. Cristiandad, Madrid
1974, 73ss.
4 E. PIN. Elementos para uma sociologia do catolicismo latino-americano.
Vozes, Petrópolis 1966, 69ss.
77
fiel en presencia de lo definitivo, de lo escatológico de su vida.
Lo escatológico invade la cotidianidad. Y, en muchos casos,
esta experiencia se hace a través de la mediación de los santos.
Pero también ellos participan de ese mundo definitivo de Dios
y lo revelan a los fieles. Porque la relación con los santos se
vincula, bien directamente con la salvación eterna, bien con
necesidades básicas de esta vida. En ambos casos hay un ele-
mento de entrega, de disponibilidad en relación con el «santo»,
que refleja esta dimensión de lo definitivo que es propia de lo
escatológico.
R. da Matta observa cómo la procesión establece algo así
como una pax catholica, en donde toda la sociedad se une en
la fe, en una armonía simbólica, diría escatológica 5. La expe-
riencia de la procesión arranca al fiel de lo cotidiano anodino
para sumergirlo en una atmósfera de lo divino, de un mundo
que todavía no existe pero que se vive simbólicamente en el
acto religioso.
La bendición entrelaza con más de un ingrediente esa mez-
cla fina de lo provisional y lo definitivo, de la tierra y el cielo,
del aquí y el más allá. En una palabrq, la bendición va cargada
de una energía escatológica. Es defensa, protección, esperanza
de que una realidad superior venza a las adversidades pre-
sentes. Por eso se bendice todo; para arrancar esa cosa, y
eventualmente también a esa persona, del mundo de la ame-
naza y colocarla en el mundo de la seguridad. Es la defensa
del débil, que apela al más fuerte de todos: Dios y el universo
que lo rodea, los ángeles, los santos y la Santísima Virgen.
Se da entonces una doble percepción. Por un lado, aparece
la tierra en su fragilidad, cubierta de injusticias; y, por otro,
Dios en su santidad infinita, que no puede dejar de mostrarse
«sensible» a los ruegos del pobre. La bendición refleja el deseo
de la eternidad de Dios, envolviendo la debilidad de nuestras
~ca1idudc:; pai"u dai·~~:; ~V'J;¡~tCi1C¡á. 1;¡-Li":':'u~a J~ LI.1aÜC1 a ~c;lH."llid
el doble vector de la escatología: ya, pero todavía no.
78
¡I!III
"
1'1
6 -- Escatología .
Un estribillo que se repite infinitamente en nuestros en-
cuentros.
El padrenuestro, que es ya por naturaleza una oración esca-
tológica ha recibido una versión popular latinoamericana, en la
que la dimensión de lucha muestra con claridad sus raíces teo-
lógico-escatológicas:
¡Padre, Padre nuestro!
¿Cuándo llegará este mundo a ser nuestro?
Padre nuestro, ¿cuándo el mundo será nuestro?,
¿de nuestros hermanos, los pobres?
Padre nuestro, ¡qué duro es ver a mi gente
crucificada por la opresión!
¡Padre nuestro de esta América herida!
¡Cuánta aflicción en la vida!
Padre nuestro, ¿quién calmará el llanto
de los pueblos de esas naciones?
Padre nuestro, el corazón de nuestra gente
despedazado quiere solución.
Padre nuestro, la esperanza del presente
es igualdad, distribución.
Padre nuestro, ¿cuándo el mundo será nuestro,
de unos pueblos sin aflicción?
Padre nuestro, ¿cuándo la tierra será nuestra,
de unos pobres sin opresión?
82
librándose del miedo que tiene al tiburón.
¡Grita sin miedo, grita, gente mía!
El que muere callado es un sapo pisado por un buey».
La imagen de la pirámide refleja la realidad social no que-
rida por Dios. Por eso el pueblo expresa su lucha invitando a
luchar:
«¡Oh, pueblo de los pobres, pueblo dominado!
¿Qué haces ahí, con aire de parado?
¡El mundo de los hombres tiene que cambiar!
¡Levántate, pueblo, y en:tpieza a caminar!».
¿Quién no siente en esa letra reminiscencias del pasaje de
los Hechos 1,11?
En los años oscuros de la represión policial contra los
obreros, hoy más mitigada pero todavía operante, la archidió-
cesis de Sao Paulo perdió a un líder cristiano, Santos Dias.
Muerto arbitraria y cobardemente por un policía militar, su
nombre pasó a ser bandera de esperanza. Y el pueblo empezó
a cantar:
«¡Santos! La lucha proseguirá,
tus sueños resucitarán,
los obreros se unen para luchar,
¡por tus hijos continuarán!
En la aurora que nace impasible,
el sol nos encuentra en camino,
apiñados los pobres unidos,
formando muralla invencible».
En el IV encuentro intereclesial de comunidades eclesiales
de base que tuvo lugar en 1981, un mutilado consiguió en unos
cortos versos resumir esta esperanza escatológica que alimenta
la lucha de los oprimidos, al descubrirse podado por la ampu-
tación de sus brazos pero con ánimos para cantar:
«Marchamos hacia la vida,
sonriendo con placer.
Cuando al tronco se le poda,
HUCVd viUd ¡Id út lldl:tl».
84
huellas de la transcendencia en la vida del hombre, de manera
que la dimensión escatológica de su existencia desaparezca ha-
cia el interior del puro presente?
¿O será el ser humano como la gacela? Puesta en un re-
cinto cerrado, domesticada hasta el punto de acudir a humede-
cer con su aliento la mano del señor, parece que es feliz en
medio de tantos cuidados y cariños. Pero un buen día asoma
su cabeza por encima del cercado y se deja morir de nostalgia
de las llanuras libres e infinitas donde nació y para las que pa-
rece estar destinada 'l. Este hombre de la sociedad de la abun-
dancia ¿no se llena de nostalgia en medio del edén construido
por su técnica?
Podemos superar la era de las impresiones por medio de in-
vestigaciones que van trazando con bastante objetividad el per-
fil de pensamiento, de mentalidad, de posiciones de las per-
sonas. La impresión de que cunde un indiferentismo respecto a
la problemática de la trascendencia, de la escatología, en el
seno de la sociedad de la abundancia, en contraste con la mar-
cada presencia de la misma en los medios populares de Lati-
noamérica, puede verificarse con datos objetivos.
De hecho, un teólogo pastoralista holandés, F. Haarsma,
sometió en 1970 a un riguroso análisis un conjunto de investi-
gaciones hechas en Estados Unidos, Canadá, Finlandia,
Holanda y Francia sobre la discrepancia entre la fe de los fieles
y la enseñanza oficial de la Iglesia lO. Las verdades referentes a
la escatología se situaban, en nivel de increencia, entre el 10 %
Y 20 % por debajo de la creencia en Dios. En otras palabras,
hay menos personas que creen en la vida eterna que en Dios.
y cuando se especifican los novísimos -el cielo, el infierno, el
purgatorio--, la increencia es todavía mayor.
Un estudio hecho en 1970 en Viena indica que el 34 % de
las personas entrevistadas «no se han interesado todavía por la
o A. DE SAINT·ExuPÉRY. citado por G. GRE5IJAKE. Más fuer/es que la
muer/e. Lectura esperanzada de los ,<novísimos». Sal Tcrrae. Santander 1981,
13-14.
10 F. HAAR5MA. citado por W. ZAUNER. Indíviduelle und uníversale Escha-
IOlogie ím Bewuss/sein des Volkes. en F. DEXINUER (ed.). Tod - Huffnung len-
seits. Dimensionen und Konsequcnzen biblisch verankertes Eschatologie. Ein
Symposion. Herder. Wien 1983. 139.
85
cuestión de una vida más allá de la muerte». Y en otro estu-
dio, hecho en 1980, ese número subió al 49 %. En términos
redondos, la mitad de los entrevistados austriacos, que oficial-
mente se dicen cristianos en un porcentaje del 95 %, todavía
no se han preocupado de la cuestión escatológica fundamental
de una vida más allá de la muerte. Llama la atención el hecho
de que la edad no fue un factor decisivo en las respuestas. No
hay una mayor preocupación entre los ancianos, como sería de
esperar.
No cabe duda de que estos datos son expresivos para los
medios ilustrados y desarrollados. El tema escatológico, con su
carácter de seriedad, no es comercial. Aparece como una cues-
tión demasiado complicada, y es mejor encerrarse en un có-
modo agnosticismo práctico. El deseo de prolongar la vida te-
rrena con la ayuda de los enormes progresos de la medicina
preocupa más a los enfermos, a los ancianos y a sus familiares
que las incómodas cuestiones escatológicas. La misma pastoral
se siente incómoda al tratar de estas cuestiones. Son raras las
familias donde en torno al enfermo ya en su última fase o en
torno al anciano ya a punto de agotar su vida, los familiares
tratan y discuten de las cuestiones relativas al más allá de la
muerte. Y si alguien intenta por motivos pastorales abordar
estos temas, fácilmente es considerado como persona non grata
y apartado discretamente del círculo de los amigos.
En medio de admirables testimonios, inteligentemente tra-
bajados por C. Chabanis, respecto a la afirmación y la nega-
ción de la existencia de Dios, impresiona la fórmula lapidaria
del labrador Ch. Boulle. Reproducimos algunas líneas del diá-
logo entre Chabanis y Boulle:
«Chabanis: ¿Y para usted será quizás el hombre, a pesar
de su miseria, su propio fin, en la medida en que rechaza lo
que es el fin para el que cree y lo que supera al hombre, o sea
Dios?
Boulle: No sabemos cómo se formó el cosmos, ni la vida.
Entonces, la humanidad no puede saber cuál es su fin. El hom-
bre forma parte de un todo que es inexplicable, que desem-
boca en la nada. Para mí, esta vida es una nada.
Chabanis: ¿Y más allá del hombre está el vacío?
86
Boulle: Sí, el vacío» 11.
Ese vacío se ha vuelto para amplios segmentos de las clases
culturales y económicamente más desarrolladas, dentro de la
sociedad occidental la respuesta a la pregunta escatológica. O
más exactamente la no-pregunta, en el silencio indiferente por
todo lo que supera el horizonte de lo histórico, del más acá.
¿Qué relación existe entre ese silencioso indiferentismo de
la escatología y la «cercanía de Dios» como signo-presencia de
lo escatológico? Evidentemente, no se puede negar a priori, en
un esfuerzo incontinente de querer encontrar siempre un cris-
tiano anónimo en todo ateo, que el hombre en su libertad
consciente simplemente rechaza, posterga, silencia cualquier
pregunta escatológica. Puede hacer una opción definitiva por
lo transitorio, radical por lo periférico, eterna por lo temporal,
de modo que no se logra rescatar teóricamente ningún ele-
mento de la cercanía de Dios sin empujarle desde fuera, sin
violentar su libertad de opción, de decisión. Donde se niega la
existencia de cualquier dimensión, de cualquier realidad defini-
tiva no se palpa la cercanía de Dios. Y esa actitud es posible.
y por los testimonios explícitos que tenemos, parece que es
también real.
Por otro lado, en muchos casos -sólo Dios sabe realmente
cuántos y cuáles- el lenguaje vela más que revela, sobre todo
en esa corriente de investigación de la opinión por medio de
baterías simplificadas. Es difícil saber con exactitud cuál es el
elemento que el fiel está afirmando o negando, si no se le abre
un espacio mayor para que se explique ulteriormente. Por eso
el indiferentismo respecto a la problemática escatológica puede
ser menos real, una vez que pueda aparecer bajo otra forma
distinta.
La pregunta por el sentido radical de la existencia parece
ser la forma privilegiada para traducir el núcleo de la proble-
mática escatológica. El Catecismo holandés comienza sus pá-
gmas, en un claro estuerzo cie Icientificarse con ei munúu IllU-
derno, describiendo el fenómeno humano de la búsqueda de la
pregunta. «Un hombre es un ser que interroga constantemente
a la vida ... En cuanto el niño comienza a discernir, pregunta y
11 Ch. CHABANIS, Dieu existe-t-i/? Non', Fayard, Paris 1973, 262; cf tam-
bién ID, Dieu existe-t-i/? GuiJ, Stock, Paris 1979.
87
vuelve a preguntar. De momento, parece que queda satisfecho
con las respuestas que recibe; pero, llegado a adulto sigue el
hombre proponiendo sus preguntas. Entonces, tropieza con la
pregunta, que excede siempre a cualquier respuesta que se
pueda excogitar: ¿quién soy yo? ¿Qué es el hombre? .. ¿Cuál
es el sentido de esta vida? ¿,Qué sentido tiene este uni-
') p
verso.» ~.
88
Este mundo de las comunicaciones, de la facilidad del ruido
y de todo tipo de sonidos, de multiplicación de las presencias
mediante técnicas electrónicas o televisivas, está siendo inva-
dido por la ola terrible de la soledad, del aislamiento doloroso,
que amenaza sobre todo a la tercera edad. Y desde el interior
de esa soledad explota también la pregunta escatológica por el
sentido del existir. Se hace presente esa «misteriosa cercanía
de Dios». El abismo del vacío de sí y de los demás protesta en
un clamor por el abismo de Dios. La experiencia en cierto
modo de la «nada» fomenta la sed por el Ser. Y éste se hace
presente en el deseo, en la búsqueda, en la pregunta.
Este lado anverso de la «cercanía de Dios», experiencia de
su ausencia, engendra un disgusto por la vida. Un periódico
italiano nos sorprende con la noticia del suicidio de un mucha-
cho que dejó como explicación de su acto de desesperación:
«Stanco da viverc», «cansado de vivir». ¡Y esto en el alborear
de la existenciaL ..
Otro adolescente, alemán. deja vislumbrar en versos senci-
llos y doloridos el contlicto entre sus aspiraciones y deseos por
una parte, y los ofrecimientos de la sociedad en que vive:
«Yo quería leche
y recibí la botella,
quería padres
y recibí juguetes,
quería hablar
y recibí un libro,
quería aprender
y recibí calificaciones.
quería pensar
y recibí saber.
quería un panorama
y recibí una ojeada.
quería ser libre
y recibí disciplina,
ouería amor
y recibí moral.
quería una profesíón
y recibí un trabajo,
quería felicidad
y recibí dinero,
quería libertad
y recibí un automóvil,
quería sentido
y recibí una carrera,
quería esperanza
y recibí angustia,
quería cambiar
y recibí compasión,
quería vivir. .. » 14.
La «cercanía de Dios>" dato fundamental escatológico, no
se percibe únicamente por el contraste de la falta, de la ausen-
cia, de la pregunta por, de la búsqueda de. No es solamente
añoranza, «presencia de la ausencia>,. Hay presencia de la pre-
sencia. Y algunas experiencias humanas han llevado y empu-
jado al hombre hasta el límite de lo escatológico, poniéndolo
frente a lo definitivo.
Quizás sea la esperanza la que traduce hoy la experiencia
más fuerte de esta cercanía escatológica de Dios. Paul Claudel,
en Juana de Arco entre las llamas, pinta la delicada escena que
simboliza esta vivencia. «Cuando hace bastante frío en el in-
vierno ---observa Juana-, y el frío y las heladas lo sofocan
todo, y se diría que todo ha muerto, y las personas están
muertas de frío, y la nieve y el hielo cubren todas las cosas
como un manto o una coraza, y se piensa que todo está
muerto y que todo ha acabado, .. Pero está la esperanza, que
es más fuerte todavía... Se cree que todo ha acabado, pero de
pronto un pajarillo se pone a cantar», «Se pone a soplar un
vientecillo malo, que nadie sabe de dónde viene, Y hay una
llovizna mordiente que de pronto se pone a caer. .. i Y entonces
todo el bosque empieza a moverse! ¡Está la esperanza, que es
más fuerte! ¡Está la alegría, que es más fuerte! ¡Está Dios! ¡Y
Dios es el más fuerte 1» 15.
Hay mucho invierno en el mundo de hoy. No es el «in-
vierno atómico», la amenaza de destrucción total de la humani-
dad viva, sino el invierno del corazón. Y la «cercanía de Dios»
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90
El éxito del Hombre de la Mancha, teatro y filme, revela
sin duda esa aguda sensibilidad del hombre moderno ante la
esperanza. Enredado en sus prisas, se permite:
«Soñar el sueño imposible,
luchar contra el enemigo invencible,
soportar la tristeza insoportable,
llegar adonde los valientes no llegan,
corregir los errores irreparables,
amar más allá del amor casto y puro,
pelear con los brazos ya agotados,
alcanzar la estrella inalcanzable ...
¡Esa es mi ambición: seguir la estrella!
Poco importan los fracasos.
Poco importan las distancias.
Luchar por lo que es justo, sin dudar ni vacilar.
Estar dispuesto a bajar al infierno por una causa divina.
Sé que sólo seré auténtico
si soy fiel a este ideal glorioso.
y entonces mi corazón reposará tranquilo en paz.
y el mundo será mejor por eso,
porque un hombre despedazado y cubierto de burlas
intenta todavía en un último aliento de coraje
alcanzar la estrella inalcanzable».
A pesar de ti,
mañana ha de ser
otro día.
No podrás dejar de ver
que florece el jardín
que tú no querías;
se amargará tu rostro
cuando veas rayar el día,
sin pedirte licencia.
y yo moriré de risa,
pues ese día vendrá
antes de lo que piensas».
De hecho, algunos años después, la represlOn recibía vio-
lentos golpes del propio sistema, atemorizado ante las masas
humanas que se despertaban. Pero esta letra puede ser leída
también en clave escatológica, más allá de la coyuntura política
represiva de la década de los setenta. Esta es la fuerza de la
esperanza, de la libertad, del amor, que siempre renace en
todos los tiempos, en todos los inviernos, por muy largos y
fríos que sean.
Estos breves testimonios de los literatos valen no ya por la
soledad de sus palabras, sino por las infinitas voces que los
cantan y declaman en mil ocasiones de fiesta y de luto, de ale-
gría y de tristeza, de victoria y de derrota. Y estas voces se
unen en movimientos; no sólo en los medios populares --como
94
vimos anteriormente-, sino que se hacen también realidad en
los países de abundancia.
Los movimientos alternativos, novedad de esperanza, hacia
la creación de una nueva sociedad, traen en su seno la obstina-
ción persistente de la marca escatológica. Se visten del color
verde de la naturaleza, de la vida, de la esperanza y del futuro.
Se procede a una verdadera inversión de valores, desplazando
el acento de la eficacia, de la presión, del anonimato, del fina-
lismo puramente racional, del predominio unilateral de la inte-
ligencia y de la competencia hacia el espacio de la creatividad,
de la auto-realización, del reconocimiento del lado afectivo,
emocional, sensible, tierno, espontáneo del ser humano, de su
capacidad de percepción, de su sensibilidad ante las necesi-
dades nuevas y ante los valores que surgen.
En cierto modo esos movimientos son una herencia de las
inquietudes de los estudiantes e intelectuales, que culminaron
en el célebre mayo del 68 en Francia. Son expresión de la insa-
tisfacción en el seno de la sociedad de la abundancia frente a
la trinidad tan exaltada en la sociedad americana: sex, car and
career (sexo, automóvil y carrera). Se nota un cansancio ante
el círculo enloquecedor de la producción y del consumo, en
mutua alimentación. Cuanta más producción, más consumo; y
el consumo a su vez pide producción a escalas cada vez
mayores. El ideal de una sociedad del placer, del desperdicio
por un lado y la inseguridad por otro, el miedo ante las
enormes amenazas de destrucción militar, engendra una co-
rriente de escepticismo en relación con esa gigantesca tecnolo-
gía, con la consiguiente tecnocracia poderosa. La prisa, el afán
por el dinero y el placer inmediato, no dejan tiempo para los
encuentros personales, para el cariño gratuito, para el sano de-
sarrollo de los sentimientos y de la afectividad. En una pala-
bra, la búsqueda de felicidad inmediata, proporcionada por el
dinero v el placer. se destruye a sí misma. haciendo desgra-
ciadas a las personas.
En el fondo de esta situación, los países ricos están asis-
tiendo a la aparición y el desarrollo de una serie de iniciativas.
No se trata de simples iniciativas pequeñas de individuos o de
grupos menores, sino que se articulan ya en movimientos pro-
metedores, como el movimiento por la defensa de los derechos
humanos, de beneficencia social, antibelicista, feminista, de
protección del medio ambiente, de lucha contra el despilfarro y
de autonomía de los grupos regionales. Al lado de estos movi-
mientos se multiplican pequeños grupos de ayuda psicoterapéu-
tica, de ocio en común, de encuentros culturales, de pequeñas
actividades en conjunto y de otras diversas formas. Small is
beautiful: lo pequeño es bonito, en oposición al proceso de ma-
sificación, a la tendencia de las macro-instituciones IR.
Estos movimientos alternativos, de naturaleza social y cul-
tural, parecen no tener a primera vista nada que ver con la te-
mática escatológica. Sin embargo, reflejan esa dimensión supe-
rior del hombre, que se rebela contra un mundo sin esperanza,
sin creatividad, sin novedad, sin horizontes más allá del pre-
sente inmediato, del placer objetivado, de la posesión material,
del prestigio y seguridad de unas carreras prometedoras. Es
una señal de la presencia de la dimensión escatológica del ser
humano, pero que hay que re interpretar a la luz de la revela-
ción, que es la que nos manifiesta de verdad dónde se da la
cercanía de Dios. Por lo menos, estos elementos que hemos
visto sirven para despertarnos a esta problemática. Se presen-
tan como señales de esa presencia escatológica. Los términos
de su expresión pueden inducirnos fácilmente a equívocos:
«Donde tú dices ley,
yo digo Dios.
Donde tú dices paz,
justicia,
amor,
yo digo Dios.
Donde tú dices Dios,
yo digo libertad,
justicia,
amor» 19.
96
mientas de los medios ilustrados, emanan de la fuente lumi-
nosa de la estructura del mismo hombre. El hombre es un ser-
esperanza abierto hacia la trascendencia y la resurrección. Es-
peranza no es un término que adjetiva al hombre, no es un
dato circunstancial, sino que se basa en la propia estructura
ontológica del hombre. La marca de la aspiración escatológica
es indeleble en él. Puede ser falseada, pero nunca apagada por
completo. Puede ser interpretada existencialmente de modo
inauténtico, pero jamás podrá extinguirse.
Basta un breve viaje a las estructuras ontológicas del hom-
bre para descubrir en ellas las flechas indicativas del itinerario
escatológico. El ser humano es conciencia y libertad, natura-
leza e historicidad, dato y tarea, posesión y don, espíritu y ma-
teria, llamada y posibilidad de respuesta, presente cargado de
pasado y aviso de futuro. Su ser está abierto al mundo, no
como ambiente ya hecho y cerrado, sino como totalidad por
explorar, como novedad por crear, como futuro por construir.
El animal nace y muere preso en su espacio vital. El hombre
lo rompe por todos lados. porque es siempre mayor que él. Lo
trasciende. Como conciencia está presente a sí mismo, sin con-
seguir nunca explotar la totalidad de ese terreno. Por eso an-
hela siempre más. Aspira a superarse. Y en ese movimiento
percibe que no puede caminar solo. Es consciente de su liber-
tad. Libertad que se construye ya a partir de un dato recibido
por la llamada creadora. Y esa libertad se va ensanchando o
estrechando a medida que se abre o se cierra a los otros, y so-
bre todo al Otro único de Dios.
y en esta experiencia de autoconstrucción con los demás
descubre la imposibilidad de vivir únicamente en un mundo
planificado por él, previsto por las leyes de la estadística y del
cálculo. Se sabe envuelto por el universo de la libertad del
otro, que es don, imprevisible en su respuesta. Y de ahí le
viene la única actitud auténtica: esperar. El mundo no se re-
suelve en una ecuación matematIca, cuyas vanabIes son IOlai-
mente controlables, sino que pertenece al universo del miste-
rio, ya que está envuelto por la libertad del Otro y de los
otros. Sólo puede esperar el que confía en el amor. Y confiar
en el amor es saberse en manos de alguien sobre el que no se
ejerce un control. Es aceptar el misterio como la última consti-
97
7, _ Escatología ....
tución lit' la realidad. El hombre ser-esperanza reconoce final-
mentc que resolver sus deseos, sus aspiraciones en el mundo
restringido del tener, de lo controlable, de lo previsible, de lo
planifit:ahle, es reducirse a condición dc objeto y renunciar a
ser sujeto, persona. Su cualidad de espíritu no le permite
cerrar la trascendencia en los límites del tener, del poseer. As-
pira al espacio ilimitado del amor, que a pesar de todos los fra-
casos humanos y de todas las frustraciones siempre apunta ha-
cia nuevas posibilidades. Incluso desde dentro del fracaso
rotundo de un amor concreto, el ser humano sabe que hay
otros amores, otro Amor mayor que el fracaso. Insiste en
seguir viviendo. Y esta afirmación de vida sólo le es posible si
por encima de la experiencia negativa se obstina en esperar en
un amor mayor.
El hombre conoce. Amontona datos y hechos. Posee una
enorme suma de conocimientos. Pero este computador humano
no se satisface con la mera alimentación de datos. Rompe ese
universo de datos con su eterno preguntar. Tras cada nueva
respuesta parte hacia una nueva pregunta. Esta fuente de pre-
guntas nunca se sacia. Se abre hacia el horizonte ilimitado del
Ser, que en su trascendencia se revela en momentos catego-
riales hasta el día del desvelamiento final y total.
El hombre quiere el Bien. Por eso busca los bienes. Y en
cada bien concreto reconoce el rostro concreto del Bien tras-
cendente que siempre le atrae. Los bienes pequeños relanzan
al ser humano hacia otro bien. Es el corazón inquieto hasta
que descanse en el Bien final y último, captado entonces en
una novedad y claridad escatológica.
Por cualquier lado que consideremos nuestra estructura on-
tológica aparece esta tendencia escatológica. A primera vista
podríamos pensar que esta dimensión se debe estrictamente al
carácter espiritual del hombre, que deja atrás su corporeidad y
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_. _ ,ol"-- _~ _ _ ._a~~. ~ ~"" "' .J' ~ ..1. 'll.4UW ",..>v • .L..JU
98
CISIones, de modo que cada «ahora» carga con el «antes» y
prepara el «después». Somos presente-memoria del pasado y
esperanza de futuro. No se trata de una mera sucesión de
acontecimientos que se extinguen mutuamente, linealmente.
Cada acontecimiento humano llega potenciado de pasado y po-
tencia el futuro. Vive un tiempo abierto, y no cerrado. Abierto
a las sorpresas, a la novedad. Y la mayor de ellas es el futuro
absoluto de Dios, que se nos está dando en don y en gracia.
El hombre es historicidad porque es más que su ser pre-
sente. El que sólo es no puede esperar. El que no puede-ser
no puede esperar. Sólo el que es y puede-ser, puede esperar:
el hombre. En el hombre todo «fue» se transforma en «es», y
todo «es» se abre al «puede-sen>. En una palabra, vive de es-
peranza, es esperanza. Esperanza que se extiende también a su
cuerpo. El cuerpo es la gran mediación de comunicación. El
hombre no tiene un cuerpo, sino que es su cuerpo. Va regis-
trando su historia en todas sus arrugas. Ese cuerpo cargado de
historia espera la resurrección. La anhela.
A pesar de todas las carencias biológicas, psicológicas, inte-
lectuales, espirituales, el hombre es un ser destinado a la pleni-
tud. Porque esas carencias son percibidas como provocación a
una superación personal, comunitaria, social, histórica. La res-
puesta inauténtica de la desesperación, de la renuncia a la es-
peranza de superarse acecha a su existencia. El principio-espe-
ranza es el que le mantiene encendida la llama viva de su
caminar.
A medida que profundizamos en el mensaje salvífico de
Dios, entendemos cómo este mensaje responde a esta estruc-
tura profunda de nuestro ser. Este segundo lógico de la revela-
ción -manifestación de la verdad- sólo es verdadero y posi-
ble en cuanto que hubo un primer ontológico de la creación
del hombre por un Dios que llama hacia sí, a través no sola-
mente de un deseo vago y genérico, captado por las vías de la
analogía -desiderium naturale Dei, deseo natural de Dios-,
sino por la llamada en Cristo a una comunión de vida, a ser
pueblo de Dios, ciudadano de la patria definitiva, de la ciudad
santa, de la nueva Jerusalén, iluminada por la gloria de Dios y
cuya lámpara es el Cordero (Ap 21,2.23).
99
2. La cercanía de Dios en la vida de Jesús
100
dos factores: tradición y novedad. Jesús recibe una tradición
religiosa. No la crea totalmente. Pero tampoco es un simple re-
petidor. La renueva, la reformula dentro del horizonte de su
conciencia propia y original. Con la articulación de estos dos
datos podemos acercarnos al mensaje mismo de Jesús con
mayor conocimiento.
101
tuando bajo la forma de juicio, y sobre todo de salvación en
nuestra historia; pero cuya realización plena se manifestará so-
lamente al final de los tiempos con la victoria definitiva sobre
todos los enemigos -incluso la muerte-, mediante un domi-
nio eterno sobre todo y sobre todos. «Vendrá finalmente el
fin, cuando él (Jesucristo) entregue el reino a Dios Padre, des-
pués de haber destruido todo principado, toda potestad y toda
fuerza... El último enemigo destruido será la muerte... y
cuando todo le esté sometido, entonces también el Hijo se so-
meterá a quien todo lo sometió, para que sea Dios todo en
todas las cosas» (1 Cor 15,24.26.28).
«La soberanía de Dios y el reino de Dios son, por consi-
guiente, dos aspectos de una sola realidad. Aquélla indica el
carácter dinámico, presente, del dominio de Dios; el reino de
Dios indica más bien el estadio definitivo a que apunta la ac-
ción salvífica de Dios. Presente y futuro están, pues, íntima-
mente relacionados... Dios es señor de la historia y otorga so-
beranamente la salvación a los hombres: tal es el contenido de
la noción bíblica del reino de Dios», observa atinadamente
E. Schillebeeckx 21.
La expresión reino de Dios tuvo vigencia en la tradición re-
ligiosa de Israel porque pudo arraigar profundamente en la ex-
periencia espiritual del pueblo. Israel nació como pueblo al ex-
perimentar el «brazo poderoso de Yahvé»; su dominio activo,
que lo liberó de la esclavitud de Egipto, aniquilando a los ene-
migos bajo el ímpetu de las aguas del mar, como proclama Is-
rael en su himno de alabanza a Yahvé (Ex 15,1-21). Este cán-
tico de Moisés sirve de telón de fondo para el reconocimiento
de la soberanía de Yahvé sobre Israel y sobre sus enemigos.
La alianza que hizo Dios con su pueblo se expresa bajo la ca-
tegoría de reino: «Vosotros seréis para mí un reino de sacer-
dotes. un pueblo santo» (Ex 19,6). La experiencia de la mo-
narquía oodrí3 oscurecer a primera vi"t:J b ,,()hpr~ní~ ~' p)
dominio de Yahvé. Pero la Escritura, por el contrario, la pre-
senta como mediación, manifestación, señal, sacramento de
este reino de Yahvé, hasta el punto de que el mismo Yahvé
102
quiso garantizar un descendiente al rey David por labios del
profeta Natán: él afianzará su realeza y mantendrá con él rela-
ciones de padre e hijo (2 Sam 7,1-17).
Nada más evidente para Israel que el poderoso dominio de
Yahvé sobre la creación, sobre todos los pueblos y sobre su
pueblo escogido. Pero a medida que los acontecimientos histó-
ricos fueron mostrando la vulnerabilidad político-social de Is-
rael a través de innumerables fracasos militares y de derrotas
cada vez más dolorosas, que culminaron en la toma de Jerusa-
lén y en la deportación a Babilonia en el siglo VI a. c., se mo-
dificó también la naturaleza de la experiencia del dominio de
Yahvé. Los ojos se vuelven más hacia el futuro, hacia las pro-
mesas de una nueva y maravillosa intervención de Yahvé. Se
vive en la esperanza de un nuevo éxodo, más grandioso y estu-
pendo todavía. En este contexto, los profetas elaboran verda-
deras escatologías, que constituyen un marco político-religioso
para entender más profundamente el contenido de la idea de
reino de Dios, aunque ellos no usen mucho esta expresión y
prefieran otras imágenes. Todo este contexto profético-escato-
lógico es el que resulta fundamental para entender el espacio
religioso en que vivió Jesús y dentro del cual predicó la venida
del reino de Dios.
Los profetas trabajan al mismo tiempo en dos planos. Tie-
nen delante de sí los acontecimientos históricos presentes y los
de un futuro previsible, según su capacidad de vislumbrar y de
prever los sucesos. Pero van más allá del discurso meramente
socio-político en virtud de su fe, de su adhesión a la tradición
religiosa de Israel, de la afirmación de un orden trascendente.
Los acontecimientos históricos son la expresión, la señal, el sa-
cramento de ese orden. En el horizonte de los profetas hay
una instauración de orden definitivo, escatológico, en el sen-
tido fuerte de la palabra. Y hablan de él a partir de los tér-
minos v de las realidades históricas presentes o futuras previsi-
bles 22.
En contraste con la aguda conciencia de su situación de
pueblo libre, por ser posesión exclusiva de Yahvé, Israel pa-
1m
sará, por así decirlo, de mano en mano, de imperio en impe-
rio, sufriendo una terrible dominación de todos ellos. Libre
como pueblo de Dios, dominado en la práctica por los grandes
imperios que lo rodean. Desde dentro de esta amarga expe-
riencia, los discursos proféticos insistieron en dos puntos cen-
trales: no tardará el juicio de Dios sobre esos pueblos ene-
migos y quedará establecido un nuevo orden social-religioso.
Los dos ejes básicos son el juicio y el anuncio de un nuevo or-
den escatológico. En torno a estos dos puntos se organizan
otros, que constituyen el núcleo de las profecías escatológicas.
Viendo cómo quedaba diezmado el pueblo y comprobando
la llegada del enemigo dentro de la misma tierra de Israel, los
profetas garantizan la supervivencia de un «resto", que supe-
rará las pruebas del destierro. Castigado en el cautiverio, vol-
verá al país de origen, en un maravilloso nuevo éxodo. Los
grandes imperios no conseguirán destruir a Israel. «y será el
resto de Jacob, en medio de la multitud de los pueblos, como
rocío que viene de Yahvé, como lluvia sobre la hierba, que no
aguarda a los hombres ni espera nada de los mortales. Será en-
tonces el resto de Jacob entre las naciones, en medio de la
multitud de los pueblos, como el león entre las fieras, que
pasa, pisotea y arrebata, sin que nadie pueda arrancar su
presa» (Miq 5,6-7).
El reino de Dios es la mano de Yahvé que aplasta a los
enemigos (Miq 5,8), que se irrita «contra todas las naciones»
(Is 34,2), que castiga a todos los reyes de la tierra (ls 24,21-
22). Pero, sobre todo, el reino de Dios es promesa de libera-
ción (Is 27,12.13; 35,10), de bienes en abundancia (JI 4,18), de
victoria sobre el dolor y sobre la muerte (ls 25,8; 26,19), Y más
aún de reconocimiento de la soberanía de Yahvé por todos los
pueblos (Zac 14,9; Miq 4,2).
Los profetas juegan con unos rasgos a veces propios de la
realidad terrena, y a veces claramente trascendentes. Este do-
ble Juego de características, unas terrenas y otras trascen-
dentes, permitirá concepciones diferentes del reino de Dios,
que se formarán de modo especial en el judaísmo tardío.
El judaísmo tardío conoció diversas tendencias en la com-
prensión del reino de Dios, que naturalmente encontraron su
104
inspiraclOn en la experiencia religiosa pasada de Israel. en las
profecías, bajo el impacto de los nuevos factores socio-reli-
giosos. En ese clima vivió Jesús. Y dentro de él anunció el
reino de Dios, en continuidad y en ruptura con el mismo.
Los modelos de reino de Dios presentes en aquel momento
histórico se influyeron mutuamente y se mezclaron en la mente
de los judíos. A pesar de eso, es posible hacer algunos cortes
didácticos que distinguen tendencias profundas diferentes.
R. Schnackenburg elabora una triple expectativa del reino de
Dios en medio del judaísmo tardío 23, que sintetiza muy bien
el maremagnum ideológico-religioso de aquel período.
Estaba fuertemente asentada la esperanza en un reino polí-
tico-mesiánico de un retoño de la casa de David. Reino mesiá-
nico terreno, en el que el mesías davídico ejercería un papel
decisivo, creando una situación de paz, de prosperidad, de fe-
cundidad, de longevidad, sin sufrimiento, en donde se practica-
ría la justicia, la santidad, la piedad, la adoración de Dios.
Para ello habrían de ser exterminados los enemigos, especial-
mente los dominadores romanos. Jerusalén sería purificada, los
israelitas se reunirían, de forma que Dios podría reinar por
medio de su ungido sobre Israel, sobre los pueblos, sobre el
mundo. Los paganos acudirían desde lejos a adorar a Yahvé y
a cumplir su ley. Estas aspiraciones aparecen con claridad no
sólo en los escritos del judaísmo (Salmos de Salomón 17; Jubi-
leos 1,17s.28; 23,26-31; Testamento de Judá 22,2s; 24,5;
etc... ), sino también en las reacciones espontáneas de los discí-
pulos de Jesús (Mc 10,37; 8,32; 11,10; Lc 19,11; 22,38; 24,21;
He 1,6). Los zelates llevaban estas aspiraciones hasta el ex-
tremo de organizarse en un movimiento de rebelión armada
contra los romanos, con la esperanza de traer a la tierra la rea-
lidad del reino mesiánico, contando siempre con la ayuda de
alguna intervención milagrosa de Dios. Se trataba, sin duda,
de una esperanza popular de carácter religioso-nacionalista muy
OltunOICla en el amDlente oe este penado.
Otro modelo era el que se expresaba en la doctrina rabínica
del ocultamiento presente y la manifestación futura del reino de
\O.')
Dios, de modo especial por la fidelidad en el cumplimiento de
la Torah. El reino de Dios estaría oculto fundamentalmente
debido a la culpa de Israel. Tuvo sus momentos de esplendor
en el pasado: la liberación de Egipto y la promulgación de la
Ley. Ahora estaría a la espera de otros momentos futuros, es-
pecialmente de los días del mesías. La Ley quedaría restable-
cida en todo su esplendor. Israel se convertiría a la observancia
exacta de la Ley, y así se haría visible el dominio de Yahvé no
sólo sobre Israel, sino también sobre el mundo y la historia. La
dimensión ético-religiosa se prolongaría hacia dentro de lo so-
cial-escatológico. Se impondría una conversión a la Ley, ya
que Dios no podría seguir permitiendo que los hombres des-
preciasen los derechos divinos. Algún día lo reconocerían
como Rey. Incluso otros pueblos reconocerían el monoteísmo
y asumirían sus consecuencias. En una palabra, el reino de
Dios se establecería en todo su esplendor. Obra sobrenatural,
de dimensión individual y social, de cumplimiento de la Ley y
de salvación por medio de ella.
El clima apocalíptico llevaba ya más de dos siglos in-
fluyendo en la mentalidad judía. Dentro de ese horizonte des-
punta la expectación apocalíptica del reino cósmico y universal
de Dios. En resumen, el período del tiempo terreno, malo,
viejo e insanable, sucumbiría dejando sitio a un período
bueno, nuevo y diferente, en virtud de la exclusiva interven-
ción de Dios. Ese reino escatológico de Dios irrumpía sobre
las ruinas del tiempo presente y de las realidades terrenas. La
figura del Hijo del hombre estaría íntimamente ligada a esta
acción de Dios. Esta concepción del reino exigiría de los judíos
una actitud de expectativa pasiva en relación con su acontecer
-pura y absoluta iniciativa de Dios-; pero también de severi-
dad ética para escapar del juicio de Dios, que podría sobreve-
nir a cada instante. Se abriría la posibilidad de salvación para
los gentiles iustos, que estarían incluidos entre los elegidos.
Todos pasarían por terribles angustias, que caracterizarían a la
venida del reino. Los escritos del libro de Daniel (capítulos 2
y 7) y de Henoc etíope (capítulos 37-41) ofrecerían muchos
elementos para esta expectativa. El lugar de su lIegada no sería
ya Israel, sino toda la tierra renovada, purificada, junto con la
Jerusalén celestial o el paraíso. Un carácter salvífico, indivi-
106
dualista, espiritualizante, supramundano, marcaría esa venida
del reino de Dios.
En todos estos modelos se escondía la expectativa de que
estaba a punto de acontecer algo importante por parte de
Dios. La situación presente del pueblo contrastaba demasiado
con las promesas de Yahvé en la Escritura. Se vivía en un te-
rreno bien abonado para que surgieran revolucionarios ar-
mados (zelotes), grupos carismáticos espirituales (Qumrfm), es-
cuelas doctrinales (fariseos), grupos acomodaticios (herodianos
y otros) en medio de las fuerzas de dominación. En este remo-
lino de ideas, de proyectos, de expectativas, de movimientos.
de tendencias, surgió un hombre lleno del Espíritu de Dios que
predicaba: «Se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios es in-
minente. Arrepentíos y creed en el avengelio» (Me 1,15).
107
Dios vuelto hacia los hombres, con un rostro de amor, como
gracia y como don. Es cercanía salvífica de Dios.
Esta cercanía de Dios está, en primera línea, cargada de
alegría, de paz, de felicidad. En este sentido Jesús muestra
cierta ruptura con su precursor Juan Bautista. Juan carga las
tintas en el juicio: «Ya está el hacha puesta a la raíz de los ár-
boles. Y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arro-
jado al fuego» (Mt 3,10). Lucas da la impresión de que quiere
mostrar la ruptura de la predicación de Jesús en relación con la
de Juan en dos momentos. Sólo pone la proclamación solemne
de Jesús por el bautismo después de que Juan está ya encarce-
lado, dejando por tanto el bautismo de Jesús sin un bautizador
(Lc 3,19-20; 3,21-22); Y en otro momento hace terminar en
Juan la ley y los profetas, par:¡ indicar que desde entonces el
reino de Dios está siendo anunciado (por Jesús) y todos se es-
fuerzan en entrar en él (LcJ6,16). Así pues, si Juan hablaba
del juicio inminente, Jesús habla de misericordia (Lc 15). Si
Juan habla de una cercanía amenazadora de Dios, Jesús ha-
blaba un signo de alegría (Lc 1,14; 2,10; 10,17; 15,7.10;
24,41.52). En el fondo, para Lucas, la presencia de Jesús es se-
ñal de alegría. Es señal del amor benevolente de Dios a los
hombres.
A pesar de este aspecto luminoso del reino de Dios, es
también discernimiento, juicio. El que rechaza la invitación al
banquete, no podrá gozar de él; quedará eliminado (Lc 14,24).
El que no tenga el traje nupcial, será apartado del festín y
echado a las tinieblas exteriores, donde habrá gemidos y rechi-
nar de dientes (Mt 22,13). El que resulte que es cizaña en la
cosecha, será atado en haces para ser quemado (Mt 13,30). El
que sea mal terreno, no dará frutos para la vida (Mt 13,3-23).
El que no sea un buen pez, será echado fuera (Mt 13,48). Por
tanto, el reino de Dios es esa cercanía de Dios que discierne.
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108
Dios es inminente. Arrepentíos y creed en el evangelio» (Mc
1,15). Presencia desprovista del ropaje apocalíptico de una ac-
ción repentina de Dios que transforma el cosmos. Unida a la
conversión, está la actitud de fe en la buena nueva, en la ac-
ción salvífica de Dios.
Jesús apela al signo de Jonás. En la versión de Mateo, el
signo se relaciona con la muerte y resurrección de Jesús, en
alusión a los tres días que estuvo Jonás en el vientre de la ba-
llena. Pero en la versión lucana el signo de Jonás relaciona la
presencia del reino con la conversión, con la penitencia. Nínive
se convierte con la simple predicación de Jonás; con la presen-
cia del reino en la persona de Jesús esta generación no se con-
vierte. El reino de Dios es exigencia de conversión (Lc 11,29-
32).
La cercanía de Dios es exigencia, es llamada. De nuevo, los
preferidos de Jesús en el anuncio de este reino son los peca-
dores, los pobres, los marginados social y religiosamente. Los
que veían la presencia del reino irrumpir a través de la obser-
vancia estricta de la Ley, creando un Israel de puros, se escan-
dalizaban del Hijo del hombre que era «amigo de publicanos y
pecadores» (Mt 11,19). «No necesitan de médico los sanos,
sino los enfermos; ni he venido a llamar a los justos, sino a los
pecadores» (Mc 2,17). Hablando de modo plástico e imagina-
tivo, Jesús señala que hay «más alegría en el cielo por un peca-
dor que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no
necesitan penitencia» (Lc 15,7). Dios, por así decirlo, deja las
noventa y nueve ovejas en el desierto y sale a buscar a la única
perdida.
El reino de Dios es cercanía salvífica de Dios, pero es tam-
bién decisión radical del hombre; es compromiso con un nuevo
modo de ser. En un contexto fuertemente legalista, en el que
los fariseos ejercían una enorme influencia, el reino de Dios
anuncIado por Jesus eXIge actitudes mteriores prorunúas. Si el
estilo de Jesús es provocativo y hasta hiperbólico, el sentido de
sus palabras está claro. «Si tu ojo derecho te escandaliza,
arráncatelo y arrójalo de ti, porque te conviene perder uno de
tus miembros antes que todo tu cuerpo sea arrojado a la ge-
henna. Y si tu mano derecha te escandaliza, córtatela y arró-
109
jala de ti, porque te conviene perder uno de tus miembros
antes que todo tu cuerpo vaya a la gehenna» (Mt 5,29-30). No
hay nada tan importante como el reino. Por él se sacrifica
todo. No tolera detenciones en el camino, ya que «nadie que
ponga la mano en el arado y mire atrás es apto para el reino
de Dios» (Lc 9,62). Reino que exige la disponibilidad de no te-
ner donde reposar la cabeza, de no volver a sepultar a sus
muertos (Lc 9,58.60), de dejar la familia y todo lo que se po-
see (Lc 14,26; Mc 1,20), de llevar cada día la cruz (Lc 14,27;
Mt 10,37-38; Mc 8,34-27; etc.), de renunciar a las riquezas
-que en una larga tradición bíblica eran consideradas como
signo de la bendición de Dios (2 Crón 27,29; Gén 13,2; 26,12s;
30,43)- en una actitud de desprendimiento (Lc 5,11.28;
14,33).
Las exigencias del reino en la predicación de Jesús podrían
parecer a primera vista vueltas hacia una concepción individua-
lista e interior del reino. Así una larga tradición, que arranca
desde Orígenes, entendió que el reino de Dios no viene osten-
siblemente ni se puede percibir en su visibilidad, sino que está
en el interior del hombre (Lc 17,20). Conversión interior, per-
sonal, individual, cuya única exteriorización serían los actos
que se derivan de esa actitud interna. Versión todavía más
acentuada por el imperio del individualismo a partir del triunfo
del capitalismo y su ideología. El occidente se sumergió en las
olas de la subjetividad plenamente, con consecuencias en todos
los terrenos, no excluido el religioso.
Sin embargo, Jesús predicaba a un pueblo, cuya conciencia
de pertenencia y de solidaridad colectiva era enorme. Israel se
constituyó en pueblo experimentando la acción salvífica de
Dios. Y la intervención soberana de Dios, el reino de Dios,
sólo se entendía en Israel en relación con la nación, con el
pueblo. Y sólo dentro de esa comunidad nacional es como se
pensaba en los individuos. Por tanto, las transformaciones y exi-
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tendidas en Israel una vez articuladas con la idea de un nuevo
orden social-religioso. Por tanto, el reino de Dios es la instau-
ración de un nuevo universo de relaciones sociales y religiosas.
Lo abarca todo: el hombre, la sociedad, el mundo. La totali-
dad de la realidad debe transformarse con la entrada del reino,
110
con la acción salvífica de Dios, con las respuestas de los hom-
bres.
La predicación de Jesús no se presenta en forma de alterna-
tiva rígida entre «conversión interior» y creación del «nuevo
orden socio-religioso». Esta doble dimensión es asumida seria-
mente por Jesús, de modo que incurrimos en un imperdonable
unilateralismo si reducimos el reino de Dios a sólo una de
ellas. El nuevo orden socio-religioso implica necesariamente
cambio de estructuras, pero también conversión personal de
cada miembro del «nuevo pueblo de Dios». Cuanto más cons-
ciente fuere la pertenencia a ese nuevo orden, más garantía ha-
brá de que se realizará ese orden una vez que esa conciencia se
traduzca en prácticas, en caridad operativa, en construcción ac-
tiva del reino.
Al indicar el reino de Dios como un orden nuevo en favor
sobre todo de los pecadores, de los pobres, de los ham-
brientos, de los perseguidos, fácilmente podríamos imaginar
que ya somos capaces de identificar en nuestra historia la pre-
sencia del reino en los acontecimientos. En el fondo, el reino
se convertiría en algo detectable por nosotros con los instru-
mentos de nuestros análisis sociales, culturales o, tal vez, in-
cluso teológicos. Contra esa pretensión Jesús nos amonesta en
numerosas parábolas y dichos sobre el carácter oculto y miste-
rioso del reino de Dios.
Nadie ve crecer la semilla; la planta surge de repente. Na-
die ve actuar a la levadura, pero de pronto la masa queda fer-
mentada. Tened cuidado -dice Jesús-; si alguien os dice que
el reino está aquí o está allí, no lo creáis; no viene ostensible-
mente; está actuando en medio de nosotros, pero bajo el velo
del misterio (Lc 17,20-21). El mismo Jesús sudó sangre para
entender que el reino de Dios pasaba por su pasión. «Padre,
no se haga mi voluntad, sino la tuya». Esa voluntad exigía del
mi<;mo Tp<;ú<; ohpriipnri;¡ y ;¡(';¡t;¡miento. en la oscuridad v en la
fe.
Todos los modelos del reino presentes en tiempos de Jesús
impedían a sus contemporáneos captar la presencia del reino
de Dios en medio de ellos. Al final Jesús, predicador del
reino, fue condenado por todos, precisamente por causa de ese
JJI
reino no percibido, no identificado por sus enemigos. En todos
los modelos del reino había elementos de verdad, elementos de
realidad en relación con el reino auténtico de Dios. Pero tam-
bién había en todos ellos una zona de oscuridad, de opacidad,
que les impedía el acceso al reino. Al querer tener la absoluta
y dogmática certeza de poder identificar el reino, no consiguie-
ron hacerlo. La cercanía salvífica de Dios conserva siempre el
carácter de absoluta libertad y soberanía de Dios, que no
puede encuadrarse dentro de ningún esquema previo.
Si la práctica de Jesús es la gran reveladora de la presencia
del reino, estuvo rodeada de humildad y de ocultamiento. El
origen humilde y oscuro de Jesús sirve de pretexto para no
acoger su predicación y su persona (Jn 9,29; 7,40-44). Tal vez
el punto crucial y decisivo fuera el fracaso de la pretensión de
Jesús con su condena a muerte. ¿Cómo puede ser auténtico
aquel reino predicado por uno que acaba su vida en el repudio
vergonzoso de la cruz?
Este carácter oculto y misterioso del reino nos obliga a una
postura de humildad y de prudente cautela ante toda preten-
sión de identificar apocalípticamente alguna realidad histórica
con el reino o de querer señalar con absoluta certeza su pre-
sencia en algún acontecimiento. Los criterios negativos -ahí
no está el reino-- parecen más fáciles que los criterios posi-
tivos -ahí debe estar presente el reino--. En todos esos casos
hay una cierta suspensión de juicio, ya que su presencia miste-
riosa nos impide una aprensión total. ¡Cuántas veces una
iniciativa, un movimiento, una actividad llenos de vida, de jus-
ticia y de caridad, signos inequívocos de la presencia del reino,
quedan rotos abruptamente por la persecución, por la prohibi-
ción. por la represión! En un primer momento, parece la
muerte de aquella semilla viva del reino. ¿Y quién sabe si
precisamente de esa muerte estará naciendo más vida? ¿Quién
podrá afirmar o negar que exactamente en esos momentos de
cruz el reino de Dios está todavía más activo y presente?
Cuando a primera vista parece que todo se está hundiendo, el
reino -la cercanía salvífica de Dios- se sumerge más en me-
dio de los hombres.
El pueblo de Israel nació de una experiencia política, en-
112
tendida e interpretada a la luz de la fe en Yahvé. Por eso estas
dos dimensiones -política y religiosa- se interpenetran tan
profundamente en la conciencia del pueblo judío. Así, la pre-
gunta que hoy nos hacemos sobre el carácter religioso y político
del reino de Dios predicado por Jesús es en cierto modo ana-
crónica. Sólo a través de ciertos giros hermenéuticos conse-
guimos tratar de la cuestión.
Todos los modelos del reino de Dios existentes en tiempos
de Jesús eran profundamente religiosos en su inspiración, moti-
vación y horizonte, aun cuando asumían formas de acción polí-
tica. Tal era el caso de los zelotes.
El partido de los zelotes se remonta a Judas el galileo y a
Sadoc el fariseo, que con ocasión del censo ordenado por Qui-
rino en tiempos del emperador Augusto el año 6 p.e., movili-
zaron al pueblo para que reaccionara contra el censo y contra
el pago de impuestos a los romanos. Los zelotes promovieron
acciones violentas, revolucionarias, desencadenando una oposi-
ción armada a los romanos y a los judíos colaboracionistas.
Sin desconocer que muchos fanáticos, criminales, tipos
amigos de la violencia por sistema se refugiaban en las huestes
zelotas, no se les puede negar cierta atracción e influencia so-
bre el alma judía del siglo primero. De hecho, el partido zelote
se inspiraba en una limpia tradición judía y proponía ideales
atractivos para el judío ufano de su religión y de su nación. La
radicalidad de los medios violentos podía chocar a algunos y la
exigencia de pureza cultual unida a un nacionalismo intransi-
gente ahuyentaba a todos los grupos judíos que se beneficiaban
de la situación de dominación romana.
Tenía delante de sí como modelos ejemplares a Fineés, hijo
de Eleazar, y a los Macabeos. El primero mató a un judío con
el madianita que había introducido en los campamentos de Is-
rael, en un gesto de puro celo por la Torah, apartando así de
su pueblo la Ira oe Yahve ~¡~um 2.3,i.í). LUI> lvlé1uiÍJtul> iu\"ild-
ron contra las profanaciones de los seléucidas hasta el he-
roísmo de dar su vida por la restauración de la pureza de la re-
ligión de Israel (1 Mac 7). Formulaban como ideal el
reconocimiento de la soberanía absoluta de Yahvé sobre Israel,
y consiguientemente la autonomía libre del pueblo. En efecto,
113
Escatología ..
sin esa autonomía quedaba lesionada la misma soberanía de
Yahvé. Por eso defendían la necesidad de luchar contra toda
esclavitud socio-política. Y concretamente, contra los romanos.
Este ideal encontraba ecos entre los fariseos y los esenios, de
modo que el partido de los zelotes pudo contar con un amplio
apoyo también en esos grupos religiosos.
Los zelotes creían en la inminencia del reino de Dios, en
una intervención maravillosa de Yahvé, que vendría a secundar
la lucha contra los enemigos invasores. Representaban, por
tanto, un modelo de reino de Dios, religioso en la inspiración,
político en la realización: lucha armada para expulsar a los ro-
manos y crear una nación libre, en donde reinase plenamente
Yahvé con su ley 24.
¿ y Jesús? No cabe duda de que atrajo a algunos zelotes,
que llegaron a ser discípulos suyos. Algunos rasgos de su pre-
dicación presentaban resonancias zelotas. Algunos de sus
actos, como la expulsión de los vendedores del templo, concre-
taban varios de los postulados zelotes de purificar el templo de
Yahvé contra las profanaciones, incluso de la casta sacerdotal
decadente y colaboracionista. Pero el horizonte zelote era de-
masiado estrecho. Se reducía al nacionalismo judío. Jesús
anuncia un reino universal de salvación; en un primer mo-
mento, en relación con las divisiones y segregaciones internas
de Israel; luego, bien directamente por Jesús o bien por la in-
terpretación de las comunidades primitivas, un reino que se ex-
tiende a los paganos. La principal contradicción entre el mo-
delo zelote y la predicación de Jesús no se refería ante todo
directamente al cuño religioso o político de la cuestión. Porque
los zelotes nunca se reconocieron como movimiento puramente
político. Querían un Israel libre para que diera culto a Yahvé,
para que cumpliera la Ley sin constricciones, para que guar-
dara la pureza religiosa judía. Jesús anuncia un reino que no se
basa ni en la restricción del culto a Yahvé en Jerusalén, ya que
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114
soberana de Dios, que «hace salir el sol sobre buenos y malos
y hace llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45), que se inclina
en favor de los marginados, de los pecadores, de los excluidos
por la pureza legal religiosa y que no vendrá por la fuerza de
las armas (Mt 26,52ss). Pasa por el fracaso y la muerte de
Jesús; se realiza en cierto modo en el misterio y el oculta-
miento. Es amor, es servicio mutuo, es perdón, es conversión.
La crítica de Jesús a los zelotes no va en la línea de la espiri-
tualización, sino en la de la radicalización, esto es, yendo a la
raíz última no sólo de la dominación romana, de la profana-
ción de la tierra santa de Israel, sino de todas las dominaciones
y profanaciones a lo largo de la historia. Si por un lado es más
religioso que el modelo zelote, ya que arranca de la experien-
cia de Jesús de la soberana y absoluta libertad gratuita de Dios
Padre, es también más político, ya que introduce en la historia
un germen que ha de barrer todos los imperios y todas las do-
minaciones de todos los tiempos, pues todas ellas se basan en
último análisis en la negación de Dios y del servicio a los her-
manos, centrándose en intereses egoístas de naciones, de clases
y de individuos.
La aproximación interpretativa del reino de Dios a partir
del corte religioso político no ilumina las cosas. Más bien las
confunde. En última instancia, el verdadero corte viene de la
experiencia de Dios hecha por los zelotes y hecha por Jesús.
Los zelotes quedaron presos dentro del problema de la samari-
tana: en qué templo hay que adorar a Yahvé. Jesús tenía otro
problema. Jesús experimentó el amor universal y salvífico del
Padre, con su predilección por los marginados, social y religio-
samente. Cuando lo político está en contradicción con esta ex-
periencia de Dios, no puede ser una concreción o mediación
del reino. Pero, al contrario, cuando responde a esa experien-
cia, entonces manifestará su presencia entre nosotros.
En el reino de Dios anunciado por Jesús no valen los crite-
rios mundanos de la honra, de la búsqueda de los primeros si-
tios (Mc 10,38; 10,42-44; Lc 14,7-11), ni tampoco los de la ex-
pectativa de sucesos milagrosos para resolver los problemas
(Mt 4,3-4). Mejor que por los términos «religioso o político»,
el reino de Dios se puede entender a partir del Dios experi-
mentado y anunciado por Jesús. Un Dios de amor universal y
lIS
salvífica. Un Dios que se hace presente en el pobre, en el
hambriento, en el desnudo, en el preso, servido por los demás
hermanos (Mt 25,35ss).
En toda esta predicación del reino de Dios por Jesús, lo
más chocante hoy para nosotros es la expectativa inmediata de
su venida. Jesús esperaba la «cercanía de Dios», la venida del
reino de Dios, para dentro de la generación de sus oyentes.
Jesús anuncia la inmediata cercanía temporal del reino de
Dios. Más aún, afirma que se manificsta ya ahora y que irrum-
pirá de forma dcfinitiva y última incluso en vida de sus
oyentes. Este dato básico es el que brota de una primera lec-
tura de los sinópticos en una serie de afirmaciones 25.
El reino de Dios es la cercanía salvífica de ese Dios al hom-
bre pecador, llamándolo a la conversión y a la construcción de
un nuevo orden, como veíamos anteriormente. La tensión que
surge en el Nuevo Testamento, iniciada ya durante la vida te-
rrena de Jesús y continuada en la vida de la comunidad primi-
tiva, se da entre el reino de Dios ya presente en señales y su
irrupción última y definitiva para dentro de un breve tiempo.
En el esquema espacio-temporal tradicional, el reino de Dios
venía de arriba, del cielo -espacio-, y ponía punto final tem-
poral a la historia humana ---esquema temporal-o
El reino de Dios está ya presente a través de los signos ma-
ravillosos, de los milagros, de las expulsiones del demonio que
Jesús realiza (Lc 11,20; Mt 12,28; Lc 10,23-24; Mt 13,16-17).
Las dificultades de Juan Bautista en reconocer en la predica-
ción de Jesús la presencia del reino quedan resueltas con la
apelación a la señal de los milagros y de la evangelización de
los pobres, en una clara alusión a 1s 26,19; 35,5-6; 29,18-19;
61,1. La parábola de la higuera (Mc 13,28-32) alude a la cerca-
nía del reino, aunque termine con la alusión al desconoci-
miento del día; su conocimiento está reservado al Padre.
el sermon de las Olenaventuranzas ~Lc b,LU-LJ) no pasaria
de ser una serie de frases piadosas, engañosas y demagógicas,
si no se tratase de una venida del reino para aquellos pobres a
1] 6
los que se dirigía el sermón. Por tanto, en el horizonte de las
bienaventuranzas está una intervención de Dios en favor de los
pobres, de los hambrientos, de los que sufren, de los perse-
guidos.
La entrada de Jesús en escena en el evangelio de Marcos
refleja claramente ese carácter proclamativo y escatológico de
su anuncio. No se trata de enseñar una doctrina, sino de pro-
clamar un acontecimiento con sus exigencias de conversión y
de adhesión a la buena nueva (Me 1,15). El envío de los discí-
pulos a misionar revela ese carácter de urgencia y de prisa:
nada de grandes preparaciones materiales -ni bolsa ni al-
forja-, nada de perder el tiempo en saludos. Lo importante es
decir enseguida que el reino de Dios está cerca, confirmando
este anuncio con la atención a los enfermos (Lc 10,1-12; Mt
10,7-6).
Hay una serie de dichos de Jesús en torno al tema de la
sorpresa de la venida del reino, y por tanto de la actitud de vi-
gilancia. Vendrá como un rayo (Le 17,24); sorprenderá a los
hombres como el diluvio en tiempos de Noé (Lc 17,27), o
como el fuego en Sodoma (Lc 17,29) fulminando a la mujer de
Lot (Le 17,32); arrebatará a una persona de la cama o del le-
cho de muerte, dejando a la que estaba a su lado (Lc 17,34-
35); vendrá como el ladrón de noche y sin avisar (Lc 12,39), o
como el amo que sorprende a sus criados (Lc 12,35-38) o como
un lazo que cae de improviso (Lc 21.35). Este aspecto de sor-
presa sólo tiene algún significado si de hecho el horizonte de la
venida del reino en su expresión definitiva no está tan lejos.
Jesús apela incluso al sentido de discernimiento: si lo tenemos
para el tiempo material -la lluvia o el calor-, ¿por qué
somos tan obtusos para interpretar el tiempo presente. o sea,
la venida-presencia del reino (Lc 12.54-56)?
En otros momentos se alude a acontecimientos escatoló-
gicus uc ia Vt:UiÚd Jc~ l~~Hu, \.0üh.J "i é.;tu tü",,·i~~G. qllc 0;::U:-:::
en esta generación. Se pedirá cuenta de la sangre derramada
por tantos profetas asesinados desde el comienzo del mundo.
desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías (Lc 11,50-51). Es
un rasgo típico de un juicio último, una de las formas bajo las
que vendrá el reino. La parábola de la higuera, mencionada
117
anteriormente, insiste en que el reino descrito bajo forma apo-
calíptica acontecerá antes de que pase esta generación (Mc
13,29-30).
Abundantes textos -sin querer entrar en la tecnicidad exe-
gética de cada uno de ellos- revelan a un Jesús envuelto en la
conciencia de que pronto tendría lugar la venida definitiva y
última del reino. Y él mismo manifestó esta conciencia en sus
predicaciones y acciones para la generación de sus oyentes y
fue objeto de la reflexión de la comunidad primitiva. A partir
de esto podremos entender mejor el significado de la inminen-
cia del reino de Dios.
118
en su comportamiento, para ver si no se encuentran ya allí las
señales y la base para esa interpretación de la comunidad pri-
mitiva respecto a Jesús. Evidentemente, el hecho de la muerte
y resurrección fue el momento de la combustión. Pero cierta-
mente había ya mucho material inflamable acumulado en la
memoria de los que conocieron a Jesús y que, en contacto con
la fuerza explosiva de los acontecimientos pascuales, ardió en
relámpagos escatológicos. Se dio el paso de una soteriología
escatológica -venida inminente del reino de Dios- a una so-
teriología cristológica -Jesús es nuestra única salvación (He
4,12)-. Confesar a Jesús es salvarse (Rom 10,9): afirmación
que resultará central en la predicación paulina y del Nuevo
Testamento (l Jn 5,13; Jn 1,17; He 1323; 15,11; etc ... ).
Para los testigos de los acontecimientos pascuales, la resu-
rrección y la exaltación de Jesús por la fuerza de Dios pusieron
de relieve el verdadero sentido de la persona y de la obra de
Jesús. Señor, príncipe, salvador (He 2,32-36; Flp 2,9-11; He
13,33; Rom 1,4), establecido en poder, recibe del Padre todo
poder sobre la tierra y sobre los cielos (Mt 28,18). El reino de
Dios anunciado por los profetas y predicado por Jesús asumía
la forma de juicio y de salvación. El Cristo glorioso ejerce esta
doble función de juez y de salvador (1 Tim 4,1.18; Jn 5,22.27).
En una palabra, el reino de Dios se identifica con el reino de
Jesús (Ef 5,5; Col 1,13; 1 Cor 15,24s; 2 Pe 1,11).
Acordándose de Jesús, los cristianos pudieron percibir
cómo de hecho irradiaba de su persona una «autoridad»
-exousía- única, original. Con poder y autoridad manda a los
demonios (Lc 4,36). Marcos nos presenta a Jesús en lucha vic-
toriosa contra los espíritus malos. Y si entramos en la mentali-
dad popular de antaño -y tal vez también de hoy en algunos
ambientes-, entenderemos con mayor claridad lo que significa
vencer, derrotar, tener dominio sobre los demonios. La fuerza
diabólica se extendía ampliamente por los sectores de la enfer-
medad, de las catástrofes, de los castigos, de las amenazas, de
los peligros, de los maleficios. Y Jesús se presenta como al-
guien que es más poderoso que ese terrible poder maligno.
Marcos dramatiza este poder de Jesús, haciéndole dialogar con
el demonio. Este lo confiesa como «Santo de Dios». A su vez
suena la voz autoritativa de Jesús: «¡Cállate y sal de este hom-
11 t)
bre!» (Mc 1,21-28). Estas escenas promueven la admiración de
las muchedumbres. Reflejo del poder de Jesús que lleva la vic-
toria sobre el demonio hasta el terreno absolutamente reser-
vado a Dios: el perdón de los pecados (Mt 9,2-6; Mc 2,5-10;
Lc 7,48).
Israel reconocía en la Torah un don inmenso de Dios. A
través de ella podía vivir la alianza sellada en el Sinaí. Esta ex-
periencia primigenia se fue cubriendo con el correr de la tradi-
ción histórica judía de una ganga impura de prescripciones
cada vez más detalladas y contaminadas de intereses diversos,
hasta trasformarse en fuerza opresiva al servicio de la domina-
ción de grupos religiosos en Israel. El pueblo sencillo sufría
bajo el peso de las innumerables determinaciones legales, con
la imposibilidad física y cultural de cumplirlas. Y de ahí nacía
su conciencia de ser pecador.
Quizás fue en este terreno religioso legal donde Jesús mos-
tró lo más alto de su exousía, de su libertad gigantesca, nacida
de una autoridad singular. Con la parábola del publicano in-
vierte simplemente el juego de la legalidad orgullosa y de la
humildad arrepentida, haciendo que la balanza de la justifica-
ción se incline del lado del publicano y dejando al fariseo en la
injustificación del cumplimiento legal y convencido de las pres-
cripciones. Acostumbrados a oír esta parábola, apenas nos
damos cuenta del atrevimiento enorme de Jesús. ¿De dónde
podría venirle esta libertad autoritativa? Este enigma de Jesús
tuvo intrigados a sus interlocutores hasta el día en que los
acontecimientos pascuales lanzaron su luz definitiva sobre él.
La práctica de Jesús pone en jaque a las instituciones más
sagradas de Israel. El sábado no lo detiene ante la acción de
ayudar al hombre de la mano seca, ni le impide mandar al pa-
ralítico que se cargue con su camilla (Jn 5,2-9). Cuando pone
al sábado en función del hombre, no lo antropologiza en el
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122
4. La continua cercanía escatológica de Dios
123
vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). Incluso Pa-
blo, que reconoce la posibilidad de un conocimiento natural de
Dios (Rom 1,20), no se sitúa fuera de la perspectiva de la con-
sideración concreta de la historia, vista en su unidad salvífica.
En otras palabras, el hombre es visto como un ser llamado por
Dios para una salvación que consiste en la participación de la
propia vida íntima eterna de Dios. El reino de Dios es realidad
que afecta a todos los hombres. Nadie puede dejar de tomar
posición delante de él. Y cualquier posición que tome es de
consecuencias salvíficas o condenatorias.
Este horizonte histórico-salvífico judío se encontró con la
filosofía griega, de corte esencialista y sustancialista. Surgie-
ron entonces cuestiones sobre las posibilidades del ser humano,
simplemente en cuanto animal racional, prescindiendo de su
condición histórico-salvífica. ¿Cuáles son las posibilidades de
un orden natural, en el que los hombres utilizasen simplemente
su capacidad racional, su libertad, su voluntad, poniendo entre
paréntesis el orden de la gracia. el orden sobrenatural?
Sin referirse directamente a la problemática natural-sobre-
natural, en la medida en que crece la conciencia de la autono-
mía en el ser humano, surge implícitamente una problemática
sobre la relación entre ese hombre moderno, maduro, autó-
nomo y la proximidad salvífica de Dios. Más todavía. ¿Qué es
lo que ocurre con ese hombre autónomo que en nombre de su
mayoría rechaza cualquier dependencia en relación con un ser
trascendente? ¿Habrá posibilidades de contacto con la cercanía
salvífica de Dios? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Cómo entenderla den-
tro de ese horizonte de autonomía?
En otras palabras, ¿está el hombre autónomo excluido de
la salvación? ¿Está privado de toda relación con la cercanía
salvífica de Dios? ¿Está totalmente fuera del reino de Dios? Si
hay una cercanía salvífica de Dios, ¿cómo no se viola esa auto-
lIU1U;a ~ (,D0üJ~ fni-.:.JC Cú\::0iJ~i'üi' -:I pülJ.~v ~c ~~üt¿¡~tc ~:;u. .:c;'
124
tra ese hombre», exclama Júpiter al captar toda la pretensión
de Orestes a la libertad. Orestes es libre. Asume con coraje el
crimen de parricidio y matricidio. No es débil con su hermana
Electra, que se refugia bajo la protección de los dioses, por no
soportar su libertad, por no tener coraje para asumir su partici-
pación en el crimen de su hermano. Este Orestes moderno de-
safía a todos los dioses. Lucha para que las Electras no huyan
de su libertad al seno de las divinidades. No teme las «moscas»
del remordimiento. La justicia es un problema de los hombres.
«No tengo necesidad de un Dios que nos enseñe», protesta
Orestes en una de sus autoafirmaciones más radicales. En-
tonces, ¿qué posibilidad y qué manera hay de entender la cer-
canía de Dios en relación con los Orestes de hoy?
La cercanía salvífica de Dios sólo puede comprenderse de-
bidamente si se parte de una cercanía de Dios primera -en el
sentido metafísico, y no en el temporal- respecto a la crea-
ción. Para hablar de la última palabra de Dios sobre el hombre
-eschaton + logía-, tenemos que empezar por la creación
-proto + logía-: primera palabra. Y esta primera palabra
sólo nos resultará clara cuando hablemos de la última palabra.
Hay una relación fundamental entre la protología y la escatolo-
gía. Querer entender las primeras páginas de la Biblia sobre la
creación, sobre el paraíso terrenal, sobre el pecado, sobre el
castigo, sobre la promesa de salvación, bien como dato pura-
mente primero y pasado, bien como palabra futura de espe-
ranza, en su unilateral exclusividad, es falsear el sentido de las
mismas. No se puede entender la palabra primera de la crea-
ción, con sus relatos figurados, exclusivamente como un dato
histórico pasado; como tampoco se le puede negar cualquier
referencia al pasado y transformarla únicamente en utopía, en
proyecto de vida, en esperanza de realización histórica.
Ya en las primeras páginas de la Biblia aparece la cercanía
creadora de Dios. El hace que sea el «sen>, él hace que exista
el «sen> en su consistencia propia. Y si el ser es el hombre de
la autonomía de su libertad, Dios no se acerca al hombre des-
pojándolo de sus cualidades, de sus potencialidades, de su li-
bertad, para que en ese estado alienado el hombre mismo cree
a su dios. El acto creativo es por excelencia un don que res-
peta la alteridad, absoluta en cierto sentido, del hombre en re-
125
lación con el mismo Dios. Dios, al crear al hombre en su liber-
tad, lo hace poseedor de la facultad de autocrearse en su
relación con el propio Dios, con los demás hombres y con la
naturaleza. Esta cercanía creativa de Dios, primera, que cons-
tituye al hombre en libertad, posibilita la dimensión escatoló-
gica de la acción humana, es decir, una aproximación a Dios
que sea decisiva, última, en relación con el hombre. La liber-
tad es el fuego que no fue robado por los hombres a los
dioses, sino dado al hombre por Dios en el acto creativo. Ni
cayó del cielo como un rayo, ni se conquista por el coraje de
asumir el asesinato de su padre y de su madre, como el Orestes
de Las moscas. La libertad humana sólo existe porque hay una
libertad divina que la llama a la existencia, que la constituye
en su relación dialogal. El hombre como razón y libertad es la
manifestación de esa primera \Jalabra de Dios, protología. En
términos bíblicos, el hombre es un se/cm clohim, esto es,
creado a imagen y semejanza de Dios. Sin esa primera pala-
bra, la última, la escatología, se hace ininteligible. La primera
anuncia ya lo que será la última; y la última ilumina, explicita
y plenifica a la primera. Las dos, por tanto, se iluminan mu-
tuamente.
El lenguaje simbólico del Génesis va más allá de una sim-
ple creación de un ser libre, racional, que responde ante su
Creador en libertad y responsabilidad. Hace nacer a todos los
hombres de Adán y Eva, la madre de los vivientes. Los hom-
bres constituyen una unidad. Son libertades que sólo se entien-
den dentro de una humanidad. Y de hecho Dios trata desde el
comienzo al hombre como una unidad, corno humanidad. Hu-
manidad en una relación de amistad. Humanidad en el pecado.
Humanidad en el castigo. Humanidad en la promesa de salva-
ción. En cierto modo, anterior a la misma libertad individual,
el hombre se encuentra ante esa unidad del género humano.
Ya por el proyecto creativo de Dios, el hombre es pensado en
orrlf'n :l ('on<:titllir<:f' pn hllm:'lni,hrl P ..... hnt... , inr:t~l~'" ~~t'.?~ d'.?
sus decisiones libres, está ya referido a esa unidad colectiva hu-
mana. En su seno, se revela y se realiza corno persona 27.
126
En una perspectiva teilhardiana, la evolución y la socializa-
ción son dos leyes que rigen nuestro universo físico y humano.
Lo real, la naturaleza y la historia, sólo tienen consistencia en
el movimiento y por el movimiento. El universo está sujeto a
un gran proceso de complejidad creciente, de psiquismo ascen-
sional e interdependencia progresiva. Y la humanidad toma
conciencia de su unidad y de su responsabilidad de todo el uni-
verso. Por el proceso de socialización crece la unión de los
seres vivos, autónomos e independientes, en una participación
de vida común y en una actividad en orden al bien del con-
junto. Este proceso de socialización afecta a todos los hombres
y los conduce a una unidad total, libre y profunda. Se caracte-
riza por la libertad, el grado de intimidad y la universalidad 28.
La cercanía creativa de Dios hace al hombre un ser libre y
soberano, una persona llamada a vivir en unidad con los demás
hombres. Esa llamada llega hasta la misma estructura de su ser
y antecede a sus mismas decisiones; y por eso, en respuesta a
ella, se dará su verdadera realización humana. Y esta estruc-
tura básica creativa se convierte a su vez en el espacio de posi-
bilidad para lo gratuito, lo sobrenatural, para la llamada de
Dios a que ese hombre no sólo constituya una humanidad, sino
el mismo pueblo de Dios. Aunque esa llamada no se distinga
históricamente en el tiempo de la misma llamada creativa, im-
plica una gratuidad por parte de Dios que no se incluye nece-
sariamente en el acto creativo. Con toda justicia se le puede
denominar una nueva llamada de Dios, una nueva presencia,
una nueva cercanía de Dios.
En la conciencia del pueblo de Israel estuvo la experiencia
de esa segunda cercanía de Dios, que lo constituyó en pueblo
de Dios, haciéndose así primera. La cercanía de Dios es funda-
mentalmente para Israel aquella que lo constituye como pueblo
de Dios, para gozar de la intimidad de Dios. Por tanto, es una
cercanía salvífica. El profeta Deuteroisaías entendió que esta
127
aguas con el cuenco de sus manos y ha determinado con su
palmo la medida del cielo? ¿Quién ha medido toda la tierra
con el tercio, en la balanza ha pesado los montes y en los plati-
llos las colinas?» (Is 40,12); Dios es el «que creó los cielos y los
desplegó, el que asentó la tierra y sus productos, el que da
aliento al pueblo que la habita y sopló a los seres que se mue-
ven en ella» (Is 42,5). Así Yahvé formó y redimió a Israel, pero
también creó todas las cosas (Is 44,24).
128
ordenado a ser una humanidad, e incluso el pueblo mismo de
Dios, no termina en un silencio absoluto después de esta pri-
mera palabra. Siguen otras palabras suyas. Cada nueva palabra
de Dios, pronunciada dentro de la historia de cada persona,
envolviéndola en su singularidad y en sus relaciones sociales,
es la presencia del reino de Dios. Y el reino surge para esa
persona con las características apuntadas por Jesús. Es siempre
una sorpresa. Nunca se puede predeterminar, condicionar de
antemano esa nueva palabra. Es de Dios. Por ser de Dios
tiene una dimensión de absoluto, de infinito, de definitivo. Por
ir dirigida a un ser corpóreo-espiritual, que vive dentro de las
coordenadas del espacio y del tiempo, pasa por las más di-
versas mediaciones. Incluso cuando surge como desde dentro
del hombre, en lo más profundo de su silencio interior, casi
dispensándose de una mediación humana, interfieren de hecho
elementos imaginativos, material sedimentado en las capas pro-
fundas del inconsciente, reliquias afectivas del pasado, imá-
genes y símbolos aprendidos en determinados universos cultu-
rales. Todos estos elementos que ha estudiado la psicología se
convierten en mediaciones de la cercanía salvífica de Dios.
Frecuentemente nos interpela el otro en su libertad, bien
en espera de amor y de ayuda, bien llevando la tensión hu-
mana a tal extremo que la única posibilidad salvífica es el per-
dón. De nuevo se presenta el reino de Dios en su cercanía
inesperada, en su carácter absoluto y universal; absoluto, por-
que el amor y el perdón viven de la misma eternidad de Dios;
universal, porque allí convergen todas las líneas de lo humano,
de lo histórico. En otras ocasiones se trata de acontecimientos
históricos, de sucesos cósmicos, que fuera de una percepción
interpelativa de la libertad humana caerían en el mutismo de la
materia o de los automatismos, pero que asumidos en la res-
ponsabilidad libre se convierten en otras tantas señales del
reino.
SIempre que la libertad humana, hIstonca, construIda en las
relaciones con los demás, con el mundo, se encuentra con
Dios, se construye algo definitivo. Ha tenido lugar la cercanía
de Dios. Sabemos afirmar, basándonos en la predicación del
anuncio de Jesús, que él estaba cerca, que su venida estaba
aconteciendo. Pero se nos escapa cuál es el elemento de ese
129
9. ~ Escatología ...
reino que se está realizando. «No será espectacular la llegada
del reino de Dios. Ni se dirá: Helo aquí o allí» (Lc 17,21). La
predicación de Jesús nos da el criterio para indicar la presencia
del reino, pero nunca lo identifica totalmente. Conserva siem-
pre su carácter de misterio, de fermento escondido, de semilla
enterrada.
A medida que los hombres, en conciencia y libertad, van
respondiendo a través de sus acciones, de su compromiso en la
historia, a esas interpelaciones de Dios, se inicia ya la eternali-
zación del reino. Lo que el hombre va construyendo en la his-
toria no madura definitiva y universalmente en el momento
simple de la muerte; ya dentro de la historia se da esa madu-
rez, desde que el hombre se coloca en libertad ante la interpe-
lación de lo infinito de Dios, naturalmente a través de innume-
rables mediaciones. Por eso es única la seriedad de las
decisiones históricas. Con ello no se niega el carácter de futuro
ni el de sorpresa del reino de Dios. Porque nadie sabe, a no
ser el Padre, aquello que aconteció de hecho como realmente
definitivo, es decir, como reino de Dios. Nuestra mirada es
muy superficial. Nuestra condición de pecado, de ambigüedad,
de naturaleza concupiscente, de ser corpóreo-material, sujeto a
las condiciones espacio-temporales, impide percibir la transpa-
rencia de la presencia del reino, incluso respecto a nuestras
propias experiencias, y mucho menos respecto a otros aconteci-
mientos más complejos. Tenemos criterios aproximativos dados
por Jesús y codificados en el Nuevo Testamento. Pero éstos
tienen una función exclusiva más que inclusiva. Sirven más
para evitar ilusiones de identificar el reino en donde está
que para afirmar apodícticamente dónde se sitúa.
Por un lado, siempre que pasamos al margen de Dios, no
acontece nada y no madura nada para la eternidad gloriosa.
Por otro, el absoluto de Dios se hace presente en el más pe-
queño acto de caridad, de justicia, de servicio, de perdón, per-
miticnGG )' pv51tilitcinJü ~a g~úilf¡\..-a~¡~H UC ~~d d\';l.iúu UUt:SUd,
de ese trozo de historia, de esa migaja del mundo. Porque en
todo acto libre nos construimos a nosotros mismos, como red
de relaciones con los demás, con el mundo. Y en ese cons-
truirnos se va haciendo definitivo aquello que recibe el don de
lo Absoluto de Dios. Sólo porque de hecho Dios está presente,
130
una realidad histórica y humana explota dentro de la misma
eternidad de Dios. Allí llegó ya el reino de Dios. Por tanto,
éste está siempre presente y futuro. Presente, porque hace ya
eterno todo lo que el hombre, cargado de historia y de mundo,
hace y construye de amor, de justicia, de servicio y de perdón.
Futuro, porque esa cercanía de Dios siempre nos sorprende y
nunca sabemos de hecho que el reino se está construyendo.
Solamente en el momento de la muerte de cada uno de noso-
tros se hará claro y totalmente irreversible ese trozo de mundo
definitivamente construido.
En la muerte no se hace definitivo aquello que durante la
historia humana no pasaba de ser relativo y transitorio. La
muerte no es ninguna varita mágica que lo transforme todo en
oro. Pero hace explotar hacia la luminosa eternidad lo defini-
tivo que está ya construido en la historia, es decir, siempre que
el hombre en su libertad se encontró positivamente con la li-
bertad gratuita de Dios. El hombre glorificado, la historia glo-
rificada serán el hombre construido y la historia construida no
a través de una voluntad prometeica, sino en diálogo libre con
Dios y únicamente porque Dios con su cercanía creativa y sal-
vífica hace definitivos los actos de los hombres, su historia y su
mundo. Nada del hombre, de la historia, del mundo que haya
sido tocado por el Absoluto de Dios volverá a la nada. Pero la
verdad es que se nos escapa determinar in specie cuáles son los
elementos que se harán definitivos.
La glorificación del hombre, de su historia y de su mundo
supone necesariamente que ese hombre, esa historia y ese
mundo son realidades ya construidas en una relación con el
Absoluto, creador y salvador. Aunque se vista con los andrajos
del pobre, o se esconda en una prisión o llore de hambre, es
siempre el absoluto de Dios el que se pone en contacto con
nosotros de modo salvífico, esto es, en forma de apertura y de
acogida. La vida glorificada es fundamentalmente el universo
de relaciones que se construye en la hIstona. Cada persona es
un nudo de relaciones, un centro de irradiaciones, un ovillo de
donde salen innumerables hilos. Esas relaciones e irradiaciones
se prolongan hacia atrás y hacia adelante en la historia. Y a
medida que participan del absoluto de Dios, bien sea en la his-
toria de cada uno de nosotros, bien en el momento de nuestra
131
muerte, van construyendo la trama de la humanidad y de la
historia glorificada. La relación con Dios no es una relación
más en la serie de nuestras relaciones. Es la relación constitu-
tiva básica, presente en todas las demás, de la que son media-
ciones -aceptación o rechazo-- todas las demás. Y en virtud
de ella es como todas las otras relaciones serán nuestra eterni-
dad.
No se trata de un actualismo exagerado, como si todo estu-
viera decidido en el presente de la historia personal y social,
como si no hubiese espacio para la esperanza. Esperar es estar
abierto a la glorificación de la persona y de su historia por
parte de Dios. Es estar cierto de que eso acontecerá, porque
en un punto de la historia humana eso ya ha acontecido: en Je-
sucristo muerto y resucitado. Esperar es renunciar a imaginarse
el cómo de esa transformación, creyendo en el hecho y po-
niendo en manos de la soberana libertad de Dios y de su omni-
potencia su realización. Por consiguiente, estaría equivocado el
que interpretase las imágenes apocalípticas de la Escritura en
la línea del «cómo» y del «contenido» de la glorificación, en
vez de restringirse a la verdad del hecho.
En el contexto latinoamericano se vive, sin duda, una
aguda tensión entre los movimientos de liberación y las fuerzas
de dominación. Esos movimientos son históricos; por tanto, so-
ciológicamente identificables. Tienen nombre, lugar, fecha.
Unos pocos consiguen triunfar políticamente alcanzando el po-
der. La mayor parte de ellos siguen luchando, o en una peli-
grosa clandestinidad, o en libertad a veces legal, pero casi
siempre reprimida. Se acusa a los teólogos de su prisa en idelt-
tificar a dichos movimientos con la cercanía de Dios, con el
reino de Dios, tal como lo vamos presentando. ¿Hasta dónde
se puede de hecho hablar con exactitud teológica de esa cerca-
nía salvífica de Dios en tales movimientos? Ante todo hay que
tener en cuenta la cautela de Jesús. El reino no viene aparato-
samente. No se podrá decir: «Está aquí o está allí» (Lc 17,20-
21), como hemos visto varias veces. Por tanto, no hay ninguna
transparencia en un movimiento de liberación de modo que se
perciba, por así decirlo, a través de sus aguas la imagen limpia
y perfecta del reino de Dios. Eso sería un atrevimiento y una
presunción humana. Pero, por otro lado, a partir de los crite-
132
rios de caridad, de justicia, de libertad, de amor a los pobres,
y de los demás que nos ofrece el evangelio, podemos «esperar»
que en esos movimientos se dé esa cercanía de Dios. Y en esa
esperanza y fe nos acercamos a ellos, bien sea para analizarlos
teóricamente, bien para comprometernos políticamente con
ellos. Y con esa esperanza confiamos a Dios a los que mueren
en ellos. En esa esperanza vemos a monseñor Romero eterni-
zando su historia personal y toda la historia de su pueblo que
sufre, por la fuerza del amor infinito de Dios. Ese trozo de la
historia del pueblo salvadoreño, asumida por monseñor Ro-
mero, se glorifica en su muerte hacia dentro de la eternidad de
Dios. Es la historia que él construyó durante su vida y que se
fue haciendo definitiva hasta acabar en la muerte. En ese sen-
tido, los movimientos de liberación, en cuanto traducción his-
tórica de respuestas libres, responsables ante las llamadas del
Dios cercano, y en cuanto que lo son, constituyen el reino de-
finitivo de Dios. Pero sólo el Padre sabe de hecho qué ele-
mentos de ese proceso de liberación serán eternidad y, por
tanto, son ya el reino de Dios.
Los movimientos de liberación no son una especie de sus-
tancia que tenga existencia e hipóstasis propia. Son las per-
sonas que lo viven y que lo hacen. Y esas personas, como rela-
ciones de liberación, los hacen definitivos. Porque ellas son
solamente tales relaciones de liberación si se encuentran con el
absoluto de Dios, principio y fin último de toda liberación. Y
debido a esa relación con Dios, esos movimientos asumen la
dimensión absoluta y universal del reino. Y se convertirán en
historia glorificada a medida que esas mismas personas mueran
en esa relación de acogida de la provocación liberadora de
Dios.
No es la intención subjetiva, como tal, la que da consisten-
cia a esta relación con el absoluto de Dios. En otras palabras,
no es porque yo piense que el reino de Dios está en un movi-
micllLu oc liucla¡;iúu pUl iu 4UC; I>t ll;;elii¿el an¡ d ll;;lov el Lldve"
de mi «buena intencióo». La presencia de Dios es de Dios; por
tanto, depende de él, y no de nuestra mera intención. No se
encuentra a Dios donde él no está, aunque se piense que está.
Es lo contrario lo que vale. Aun sin saber que Dios está en
movimiento, lo encontramos siempre que nos comprometemos
133
libre y responsablemente con ese movimiento. Por tanto, siem-
pre puede hacerse con l,a criteriología que nos ofrece el evan-
gelio el discernimiento objetivo de las mediaciones históricas
del reino. Pero, incluso con los criterios evangélicos, nunca
tendremos absoluta certeza de la presencia del reino en un de-
terminado acontecimiento histórico. Siempre queda espacio
para la esperanza y para la fe por un lado, y para la conversión
y la humildad por otro.
La cercanía de Dios siempre ha de acogerse con esperanza
y humildad. Esperanza, en el sentido de que nunca sabemos de
hecho, nunca nos es transparente la cercanía de Dios de forma
que no nos quepa ninguna duda sobre ella. Humildad, porque
nunca sabemos hasta cuándo y hasta dónde se hace definitivo
ese encuentro con la cercanía de Dios o hasta dónde se ve en-
vuelto por nuestra debilidad hasta el punto de que podamos
rechazarlo más adelante. Por tanto, el elemento de definitivi-
dad sólo lo sabe Dios y sólo él le da consistencia, ya que siem-
pre es posible por nuestra parte una pérdida y una vuelta al
pecado. Y cuanto más necesitamos la humildad, tanto más
equilibrio nos da también la esperanza. La humildad se vuelve
hacia nuestra fragilidad e ignorancia. La esperanza, hacia la
misericordia gratuita de Dios.
Todo encuentro con Dios está marcado con la dimensión de
lo definitivo. Pero no siempre sabemos cuándo tenemos de he-
cho este encuentro -¡es muy grande el espacio para la ilu-
sión!- ni en qué medida establecemos esta relación definitiva.
Hablando más en concreto, no sabemos exactamente qué reali-
dades son realmente expresión de la presencia del reino, ni en
qué medida lo son y gozan ya por tanto del carácter definitivo,
o si por el contrario el fuego habrá de consumir el heno o la
paja de esas realidades (1 Cor 3,12-15).
Este grado de inseguridad e incertidumbre resnecto ~ I~
identificación de la presencia del reino por un lado, y el re-
curso a su carácter de misterio y de silencio por otro no puede
ser un pretexto para desligamos de todo compromiso con las
mediaciones históricas. Nada nos exime del deber de discernir
y de decidir. Porque la omisión es siempre pasar al margen del
reino. Omitir es ya errar antes de discernir, es privar a todos
134
de aquella parte de historia que ha de ser glorificada, que no
existió por no habernos empeñado nosotros en ella. De forma
incisiva G. Greshake afirma que «lo que se dejó de hacer en el
tiempo y las oportunidades y posibilidades que se rehusaron,
que se perdieron o malbarataron, permanecen también per-
didas y fracasadas en el mundo nuevo. Lo que se construyó en
el tiempo, está construido para siempre; lo que se omitió, per-
manece omitido» 30. En este sentido, los movimientos de libe-
ración construyen en la medida en que expresan de hecho la
cercanía de Dios en la historia, el mundo nuevo; su no-existen-
cia sería un menoscabo para el reino de Dios. Por tanto, no se
trata de modas transitorias. Está en juego el reino definitivo.
y cada ocasión es una sorpresa de esa cercanía de Dios, que
urge, que es como el ladrón que viene sin avisar. Lo que ga-
rantiza la definitividad de las realidades históricas no es la so-
berbia, la pretensión humana, sino el hecho de que ese hom-
bre, por la cercanía creativa de Dios, ha sido constituido en
libertad y en responsabilidad dialogal con el mismo Dios y ha
sido llamado por él a ser un pueblo de Dios, en el tiempo te-
rreno y glorificado. Esa presencia del reino que penetra en la
historia es la que la lleva a su culminación, a su definitividad.
Pero, por otro lado, sólo es historia humana porque los hom-
bres construyen una trama de relaciones entre sí y con el
mundo. Y cada persona cristaliza en sí esa historia y ese
mundo, llevándolos hacia la definitividad gloriosa del reino con
su muerte.
La referencia a la cercanía de Dios en las acciones humanas
se hace en libertad y conciencia, y no por la simple materiali-
dad de actuar. Evidentemente, esta libertad y esta conciencia
no necesitan tener la claridad explícita de su referencia a la
cercanía de Dios; pero de cualquier modo tienen que percibir
la gravedad, la seriedad de su carácter absoluto, definitivo y
universal. La predicación de esta proximidad de Dios, del
remo (fe 01OS, consIste entre alfas cosas en expiiciLar la pre-
sencia interpelante del reino en los acontecimientos históricos,
tal como lo hizo Jesús cuando expulsaba demonios, curaba en-
fermos, anunciaba el evangelio a los pobres.
135
El hombre puede construir una historia definitiva y eterni-
zable. Es una posibilidad que la teología escolástica designa
como potentia oboedientialis; esto es, el hombre por su propia
naturaleza de ser libre y ser corpóreo-espiritual está abierto a
ser compañero de Dios en una alianza definitiva. De este
modo, los actos que realice en ese diálogo de alianza asumirán
esa dimensión de eternidad. Como son acciones de un ser cor-
póreo-espiritual, incorporan dentro de sí al propio cosmos. Y
en ellas ese cosmos encuentra su perpetuidad. El concilio Vati-
cano II afirma este hecho de la perpetuación de nuestras reali-
dades terrenas, dejando naturalmente abierto el espacio de
misterio que todo esto envuelve. «Los valores de la dignidad
humana, de la unión fraterna y de la libertad, a saber, todos
los hienes que son fruto de la naturaleza y de nuestro trabajo,
después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del
Señor según su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de
toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entre-
gue al Padre 'el reino eterno y universal, reino de verdad y de
vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor
y de paz'. Este reino está ya misteriosamente presente en nues-
tra tierra; con la venida del Señor se consumará su perfección»
(GS 39). Los frutos de la naturaleza y del trabajo son más que
nuestra simple espiritualidad. Son historia y mundo. La histo-
ria y el mundo quedarán glorificados en la medida que los
hombres que construyen esa historia y que transforman y hu-
manizan ese mundo maduren en orden a la eternidad glo-
riosa :ll.
La certeza en la fe y en la esperanza de que la historia y el
cosmos participarán del mundo definitivo y que por eso ya es-
tán en cierto modo envueltos en el toque de lo definitivo du-
rante la existencia terrena, se fundamenta en la resurrección
del hombre Jesús. Jesús hizo madurar para la eternidad de
136
vida toda su existencia terrena, corpóreo-espiritual, y todas las
relaciones que fue creando a lo largo de sus breves treinta
años.
Una vez que sabemos en la fe esa posibilidad prometida al
hombre, nos resulta fácil entender las aspiraciones de eterni-
dad del corazón humano, no tanto como prueba, sino como
signo y manifestación. Desde las alturas espirituales de un san
Agustín hasta las músicas del carnaval, toda la literatura hu-
mana impregna ese deseo imperecedero de seguir existiendo
para siempre, no solamente como un «yo», sino en las rela-
ciones de amor con las personas, con las cosas, con todo el
cosmos. San Agustín siente la inquietud de un corazón que
sólo encontrará en Dios su descanso. Los cantores del carnaval
aspiran a que la fiesta no acabe o sufren callados la amargura
de una situación de dureza, de represión, esperando una nueva
realidad de fiesta y alegría:
137
y señal fundamental para reconocer que están ante restos hu-
manos y no simplemente ante la frialdad irracional de preho-
mínidos, el hecho de que los hombres entierran a sus muertos.
El animal queda tendido en donde muere. El hombre cuida de
sus muertos. ¿Por qué? Se resiste a la totalidad de la muerte.
Aspira a perpetuar algo de sí.
Las situaciones pueden ser terribles. La opresión que pesa
sobre nuestros sectores populares resulta a veces difícil de con-
cebir. A pesar de eso resisten, festejan, celebran, conservan
reservas de alegría. En unos momentos de recorte salarial el
presidente de la República se vio sorprendido por la pregunta
de un niño sobre qué es lo que haría si ganase tan sólo un mí-
sero salario mínimo; el presidente no vaciló en darle una res-
puesta desconcertante: «Me suicidaría». Y la mayoría de nues-
tro pueblo que vive del salario mínimo no lo hace. Vive.
Resiste. Canta. Desborda de alegría en los estadios de fútbol.
¿Alienación? ¡No! Está ahí esa base antropológica para que, al
toque de la llamada de Dios, pueda responder con acciones a
la existencia ya del reino de Dios.
En relación con el reino de Dios, el cristiano debe tener
dos ojos. Un ojo mirando hacia el futuro. El reino está siem-
pre por venir, imprevisible. La libertad de Dios no puede verse
coartada por nada. Nada la limita. Y la creatividad de Dios es
infinita para poder hacerse presente en mediaciones históricas
imprevisibles e incontables. Un ojo vuelto hacia el futuro ya
iniciado en la glorificación de Jesús: el reino de Dios será lo
que Jesús ya es. Y el otro ojo vuelto hacia el presente, para no
dejar escapar las mediaciones, los acontecimientos, las pruebas
de la cercanía de Dios ya presentes; vuelto hacia el presente
como tarea, como responsabilidad insustituible, inalienable;
vuelto hacia el presente, sin el cual el mismo futuro se vería
comprometido. El futuro como posibilidad de Dios presupone
el presente como respllest;¡ ;¡1 mismo Oios FI Oios flltllrn po~ poI
Dios ya presente. La experiencia del Dios ya presente nos per-
mite hablar del Dios futuro. El Dios futuro revelará al Dios
presente. El Dios presente en Jesús glorificado es el criterio
definitivo para discernir cómo está actuando él y esperar cómo
habrá de ser en el futuro. Jesús glorificado es el futuro último
y acabado de Dios. Sólo se habla responsablemente del futuro
si éste, en cierto modo, se inició ya y está siendo actuado. La
experiencia de Israel respecto al futuro se alimentaba continua-
mente de la experiencia de la presencia viva de Dios en medio
de él.
Esa relación profunda entre el presente y el futuro no debe
llevarnos a pensar que el presente es la medida del futuro. El
reino de Dios futuro no será medido todo él y por completo
por el éxito del hombre. Por eso no entenderíamos a Pablo
cuando nos promete «lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni se
le antojó al corazón del hombre, sino que Dios preparó para
los que lo aman» (1 Cor 2,9). Ante todo, no hemos de olvidar
que el presente construido por el hombre no se hace sin Dios.
Además, la glorificación del hombre, de la historia, del mundo
es acción única y exclusiva de Dios. Con el término de «glorifi-
cación» hablamos de una nueva existencia del hombre, del
mundo. El propio Pablo no eludió este problema de comparar
las dos formas de existencia. Recurrió a varias imágenes para
dejar bien claro que hay una poderosa acción transformadora
de Dios en el paso del modo terreno de existir al modo celes-
tial: «Se siembra en corrupción, y resucita en gloria. Se siem-
bra en flaqueza, y resucita en gloria. Se siembra cuerpo ani-
mal, y resucita cuerpo espiritual» (1 Cor 15,42-44). La imagen
central está en la diferencia entre la semilla y el fruto. La se-
milla está en el lado de la corrupción, de la humillación, de la
fragilidad, de la animalidad; el fruto a su vez refleja la nueva
vida: la incorruptibilidad, la gloria, la fuerza, la espiritualidad
--en el sentido de estar dentro de la esfera de lo divino-. Por
consiguiente, hay una ruptura, una discontinuidad, pese al dato
indiscutible de que se constituyen ya unas realidades definitivas
en el interior de la historia humana.
La dimensión de purificación, que está implicada en toda
glorificación de una realidad humana marcada por el pecado,
nn <:p tr:lt:l :¡q1Jí~ ~':l '1ItP tpnrln'í <:11 lng"lr propio rl1"lnno <:P h:lhlp
del purgatorio. Por tanto, este silencio no es desconocimiento
de que lo definitivo creado por el hombre, incluso en su rela-
ción con Dios, no se encuentra todavía desvinculado de las li-
mitaciones, no sólo espacio-temporales, sino del propio pe-
cado, de la imperfección moral y del egoísmo, como se verá
más adelante.
139
La relación entre la historia presente ya salvífica, debido a
la presencia de Dios salvador, y el reino definitivo glorificado
no se puede entender bien a partir de la categoría de la crea-
ción. El salto creativo se da entre la nada y el ser. La glorifica-
ción supone la existencia de la historia humana. No se hace,
por tanto, de la nada, sino más bien de un dato que es asu-
mido en una nueva manera de ser. El término «novedad» da
cuenta más claramente de lo que se intenta decir. 0, si nos pa-
rece mejor, la experiencia de nuestra libertad creativa puede
ayudarnos a percibir algo de lo que habrá de pasar. Como ocu-
rre con todo conocimiento analógico, se afirma un elemento,
pero inmediatamente se niega el límite de lo que se acaba de
afirmar. Y ya santo Tomás nos hizo conscientes de que de
Dios no podemos saber nunca lO que es, su esencia, y de que
lo que afirmamos de él tiene Irás elementos de disconformidad
que de conformidad 32. Así pues, cuando hablamos de que ya
construimos aquí algunos elementos de la nueva tierra y de los
nuevos cielos, del nuevo hombre y de la nueva historia, y tam-
bién cuando hablamos de que Dios transformará nuestro
cuerpo, nuestra historia y nuestro mundo, estamos diciendo
mucho menos de lo que sucederá en realidad. Una aproxima-
ción a esa realidad puede venirnos de la experiencia de lo que
es amar en libertad. Podemos decir que nuestro hermano nos
crea con su amor; de esta manera, Dios nos creará eterna-
mente con su amor. Es una creación que no consiste en hacer
a un ser de la nada, sino en permitir, tal vez más, que una li-
bertad sea libertad en relación con la persona que ama. En la
eternidad gloriosa, la libertad de Dios que nos ama está lla-
mándonos al diálogo de amor, a la respuesta de amor. Y, a su
vez, ese amor-respuesta somos nosotros, nuestra historia, el
mundo que existe desde la eternidad de Dios y que es glorifi-
cado.
y la pregunta del pobre parece cuestionar este tipo de re-
flf'xión ; rómn <;f'.r~ O'lnrifir::1rln 'lnJlf'I (]11f' tl1vn t'ln .1noro p<;n'l-
v u 1.1 1:
140
En este contexto puede aparecer el sentido profundo de la
opción por los pobres. Pues bien, precisamente por causa de su
condición de pobre, por causa de esa pobreza también de li-
bertad y de espacio de responsabilidad, el pobre es privilegiado
en el amor de Dios y de sus hermanos. Y ese amor de Dios y
de los hermanos, esa inmensa Iglesia que se vuelve con tanta
solicitud y cariño hacia el pobre, se eternizará como amor
constructivo de ese pobre. Este se verá eternamente amparado
por tal amor, que le servirá de eterno gozo. Aquí es donde
aparece el misterio del amor de Dios que, sin prescindir de la
libertad humana, suple con la abundancia de su amor y del
amor de la Iglesia a los pobres lo que a éstos les falta, precisa-
mente por causa de su condición de pobreza. La opción por los
pobres vivida por la Iglesia y por los hombres en general signi-
fica ya la cercanía salvífica de Dios a los pobres, es el reino de
Dios que viene a ellos, pues los asume en la definitividad de
ese amor. Por eso son ya felices, porque de ellos es el reino de
los cielos (Lc 6,20).
141
5. Conclusión
142
ser, sino una nueva manera de ser. La historia no se vuelve de-
finitiva con la muerte de cada ser humano. Lo era ya antes
-no en todos sus elementos, como es lógico--, en la medida
en que sirvió de expresión a la relación con Dios. En la muerte
lo que se da es la glorificación de la historia. Y cada uno de
los hombres que muere y entra en la gloria lo hace como un
sujeto histórico, llevando consigo todos los hilos del entramado
de la historia y del cosmos, que están ligados con él. Pues
bien, todo esto asume una nueva forma de existir, puesto que
ya pertenecía al mundo definitivo y participa ahora de la resu-
rrección de Jesucristo. Y por detrás de él, el hombre deja otros
muchos hilos que otros tendrán que utilizar para ir tejiendo la
historia definitiva, y que va siendo glorificada a medida que la
muerte alcanza a cada individuo.
Acentuamos a propósito la importancia que tiene la acción
humana, como respuesta a las llamadas de Dios y sustentada
por su fuerza maravillosa, en la construcción del reino defini-
tivo. Un lector con demasiadas prisas podría sacar la conclu-
sión, de forma naturalmente equivocada, de que la realidad del
reino de Dios definitivo no sería nada más que una mera reve-
lación de lo ya construido. Los términos que se emplean con
frecuencia de «glorificación», de «madurar para la eternidad»,
quieren significar mucho más que una simple «revelación de lo
ya construido» por el hombre. Hay una acción de Dios, que
asume las acciones y la historia humana en una relación perso-
nal y única con él. Dios lo envuelve todo ello en una unidad
inimaginable. El eje de la eternidad es el propio Dios, y nues-
tro mundo definitivo -nuestro cielo-- sólo puede entenderse
en esta relación única y transformadora de Dios.
Más que cualquier otro, un teólogo latinoamericano tiene
que ser sensible a la novedad transformadora de esta acción di-
vina. Vivimos en el reverso de la historia, en la que los her-
mosos bordados de los países ricos se sostienen sobre una ma-
r?!1? ~"t1fUS<l rlp Hnp<l': T <l <l~~ión rlpo Oio<: ron<:i<;tiriÍ no tanto
en conservar todos esos bordados, tejidos con la trama de la
explotación, sino en arrancar de esa trenza enredada de los
hilos del revés ese tejido esplendoroso de la glorificación del
sufrimiento, de la lucha, de la esperanza, de la solidaridad de
los pobres. El «todavía no» del tejido brillante de la eternidad
143
conserva toda su novedad. Porque por mucho que afirmemos
la presencia de lo definitivo en el interior de la historia. la ma-
nera con que Dios habrá de glorificarla supera por completo
los horizontes de nuestra imaginación y de nuestra compren-
sión. Y el modelo de esta transformación ha sido ya experi-
mentado por aquellos que conocieron la fragilidad de la carne
de Jesús, flagelada y crucificada, y que luego lo vivieron en la
maravillosa aurora de la resurrección. Ese salto tan sólo puede
ser realizado por el Espíritu vivificador (Rom 1.4; 8,11).
144
CAPÍTULO III
LA MUERTE
EN LA PERSPECTIVA CRISTIANA
(J. B. LIBANIO)
145
146
En el «admirable mundo feliz» se muere de forma dife-
rente. Un amplio aposento, mucha luz, aire vivificado por ale-
gres melodías sintéticas. Junto a cada lecho, delante del ocu-
pante moribundo, un receptor de TV que funciona noche y día
como un grifo abierto. El perfume dominante se cambia auto-
máticamente cada cuarto de hora. Las personas conservan la
fisonomía joven y sin arrugas, sea cual fuere su edad. El soma
inyectado en la sangre lo transforma todo en belleza, de forma
que el enfermo muere con una sonrisa en los labios, envuelto
por la felicidad imbécil de la inconsciencia drogada y perfu-
mada 2. Ficción científica, proyección de los deseos de una so-
ciedad que quiere la muerte lo más lejos posible de ella.
1226: «En su choza, una tarde de otoño, san Francisco ...
murió cantando: ¡bien venida nuestra hermana muerte! Lo
mismo que es bienvenido el sueño después de un día de brega.
La hermana muerte acude suavemente. Sólo es dura para los
violentos. Su cuerpo tiene la placidez del mármol. Su rostro es
un cristal de paz. Desea estar desnudo en el suelo, desnudo
para nacer a la vida eterna. ¡Que se festeje la llegada de la
hermana muerte! Ella nos abre las puertas de oro del jardín de
la luz. ¡Bendita sea nuestra hermana muerte! Es la aurora en
el seno de las tinieblas. Un verano que jamás terminará.
Aprendamos de san Francisco a vivir bien ... y a morir bien,
para que podamos cantar con él cuando llegue nuestra hora.
Amén» (León Chancerel).
Las tres de la tarde. Las tinieblas cubren la tierra. Jesús ex-
clama: {('Eh 'atta! ¡Tú eres mi Dios!» 3. Confianza radical en
medio del mayor abandono y sufrimiento. Muerte precedida de
angustia mortal hasta sudar sangre. Pero muerte del Hijo que
se entrega a Dios Padre.
Sócrates toma tranquilamente el baño. Se encuentra con
sus dos hijos pequeños y con el mayor, con sus padres. Les da
sus últimas recomendaciones. Pide que se retiren los hijos V las
mujeres. El sol va cayendo. El funcionario trae el veneno.
Acostumbrado a las imprecaciones de los condenados, alaba la
147
generosidad, la mansedumbre y la bondad de Sócrates. Con
ojos humedecidos de lágrimas, oye los saludos de despedida de
Sócrates. Sereno, sin temblar, sin alterarse en nada su corazón
ni sus rasgos, toma el veneno hasta el fin. A los que le rodean
llorando, Sócrates les dice: «Estad tranquilos, mostraos
firmes». Cuand0 ya le afectaba el efecto del veneno, acostado
en el lecho, se volvió a Critón y le dijo: «Le debemos un gallo
al dios Asclepio. Paga tú mi deuda». Así murió el filósofo
griego en el colmo de la serenidad 4.
Esta es la realidad de la muerte. Muerte de mártir. Muerte
envuelta en una agonía dolorosa. Muerte silenciosa y tranquila
de la técnica moderna o fruto de la filosofía ataráxica. Muerte
masiva, consumida por el fuego atómico o por el hambre que
corroe las entrañas. Es la experiencia incontrolable. Señal de
aparición de la racionalidad del hombre, que no deja tirados a
sus muertos en donde caen, sino que los entierra. La muerte es
rito. La muerte es experiencia humana. La muerte es un acto
de la naturaleza. La muerte es una acción personal. La muerte
es un hecho social. Tantos y tantos aspectos. La teología inves-
tiga sobre ella en busca de la novedad que la fe puede traer
para la experiencia más universal e inexorable de la humani-
dad. Podemos dudar de todo, menos de la muerte.
148
dad estuvo en donde hoy la TV nos muestra a muchedumbres
de miserables que mueren de hambre en una de las más terri-
bles sequías. En aquella región que se extiende desde el norte
de Kenia al sudoeste de Etiopía, los antepasados del hombre
dejaron marcado el suelo con sus huellas muy parecidas a las
de los hombres de hoy. De eso hace dos millones de años. Se-
ría un comienzo también pobre, de lucha por la supervivencia.
No deja de ser una triste ironía que después de dos millones
de años los descendientes de los australopitecos se sigan deba-
tiendo en una miseria parecida. Si nos quedásemos tan sólo
con estas dos fotografías, tendríamos únicamente el testimonio
de la incompetencia humana. ¡Tanto tiempo para nada! Si nos
faltasen las fotos en colores de las pirámides de Egipto, de las
catedrales medievales, de las megalópolis modernas, del aluni-
zaje, de los sputniks y de las supercomputadoras, el hombre no
se diferenciaría mucho del antílope o del gato, que han resis-
tido millones de años con pequeñas mudanzas. El hombre lleva
en la química de sus sustancias los billones de años de la mate-
ria y en los cromosomas de su animalidad los millones de años
de los primates. Por este doble lado está vinculado con el
cosmos material y con los animales. Desde que se levantó so-
bre sus dos pies, con la libertad en sus manos, puede entre-
garse a actividades que aceleran el progreso de su mente. Con
los datos que hoy disponemos no nos es posible apreciar
cuándo surgió realmente el hombre como ser racional. Hace
dos millones de años no existía aún el hombre. Hace un millón
de años ya existíamos. Entonces es cuando aparece el primer
representante del horno, el horno erectus. Se dispersó por
Africa. Pero el hallazgo más clásico ha sido el hombre de Pe-
kín, que con sus 400.000 años de historia es la primera criatura
que utilizó el fuego s.
El hombre es naturaleza. Contextura óntica anterior a su
decisión libre y personal. Hay leyes determinadas que lo diri-
gl:l1. 51: UI:Si:tHulli:t ul:ullu ud filmu ud «dLi:tl y Jo;:; id HO;:;l-O;:;M-
dad» (J. Monod). Es primeramente pasado, acumulación de
historia de otros heredada por la vía genética, por la sedimen-
149
tación de lo que el hombre ha sido hasta ahora. Es sobre todo
vida: movimiento inmanente.
El hombre participa de la historia de la naturaleza por su
cuerpo. Es cuerpo vivo. Frágil y mortal. Programación bioló-
gica completa, cerrada y perfecta, cuyas maravillas nos desve-
lan las ciencias cada día. La ingeniería genética se sitúa actual-
mente entre las investigaciones más avanzadas. Conocer el
mundo de la vida orgánica; cuidar de la eugenesia animal y hu-
mana; en fin, investigar la vida desde todos los ángulos: ¡tales
son los desafíos y las pretensiones del mismo hombre!
El hombre es su cuerpo. Centro de comunicación con el
mundo de la naturaleza y de los hombres. Vive bajo el impera-
tivo de la supervivencia individual y de la especie. Lucha por
la vida. Por eso es mayor que esa vida por la que lucha. No es
sólo la lucha instintiva del animal. Es inteligente, planificada,
cultivada. Los países ricos, sobre todo los nórdicos, están
siendo invadidos por el ansia de la «salud». El criterio decisivo
para hacer cualquier elección es si una cosa es buena o mala
para la salud. El cultivo sano del cuerpo a través de la alimen-
tación controlada, de la gimnasia regulada, de las vacaciones y
del descanso: todo esto son normas sagradas. Se ha montado
toda una industria sobre este impulso profundo de conservar la
vida sana a fin de gozarla hasta el máximo. Se busca el equili-
brio dinámico entre la salud y el placer: ni tanta salud que no
proporcione placer, ni tanto placer que destruya la salud.
La muerte es el reconocimiento de la imposibilidad de pro-
longar esta dinámica de la vida. Revela la fragilidad, la pasivi-
dad, la impotencia, el fracaso del hombre para mantener la
vida. Se trata de un decreto universal: todos tienen que morir.
y no es un decreto que solamente se manifieste verdadero en
el instante médico o metafísico de la muerte, sino que atra-
viesa toda la vida. Porque la vida está impregnada de esta do-
ble y opuesta dinámica: conservación y disolución. La muerte
revela que la vida humana puede gastarse, consumirse, disol-
verse desde el primer instante. Al comienzo predomina la di-
námica ascendente de la vitalidad, que nos hace olvidar y sote-
rrar la muerte. Excepto algunos momentos en que la muerte
irrumpe con violencia, incluso en la infancia y en la juventud.
ISO
y en algunos países, esos momentos son millones. Por eso, esta
experiencia de la línea ascendente de la vida en los primeros
años tiene lugar más bien entre las clases ricas. Entre los po-
bres, la vida y la muerte empiezan a entrelazarse ya muy
pronto.
La muerte es el fin de la fiesta de la naturaleza. Se desco-
necta el computador vital. Se para la máquina. Y esta expe-
riencia adquiere hoy el realismo de unas vidas que realmente
se ligan de tal manera a la máquina que el simple apretar de
un botón supone su fin. De hecho, hay vidas que sólo se pro-
longan a base de máquinas de respiración, de diálisis o de
otros muchos instrumentos sofisticados. Basta desconectar la
máquina para que la muerte invada al cuerpo.
La muerte es ruptura respecto a las demás naturalezas vivas
con las que el hombre mantenía relaciones. Es una vuelta a la
naturaleza mineral, inconsciente. Es el testimonio del fracaso
de la medicina. Es el término de la lucha del médico por rete-
ner al enfermo con vida. El proceso de la muerte tiene tantos
días como tuvo de vida la persona. Pero se muestra a nuestra
percepción unas veces insertándose lentamente por entre los
meandros del organismo, y otras interviniendo brutalmente. Es
todo el hombre, como naturaleza y como cuerpo, el que
muere. Cesan radicalmente todas las actividades, todas las re-
laciones, todo el universo que le rodea.
La muerte del hombre como acto de la naturaleza no es
consecuencia del pecado. Es simplemente dato bruto. Es nece-
sidad intrínseca a la vida biológica. La revelación se limita a
reconocer simplemente este hecho: «Porque todos morimos y
somos como agua derramada en tierra y que no puede reco-
gerse. Dios no devuelve la vida», filosofa la mujer experta de
Tecua (2 Sam 14,14). «¿Quién, pues, podrá vivir sin ver la
muerte? ¿Quién sustraerá su alma de las garras del sheo/?» (Sal
l'l~,4~). La liturgia del comIenzo lÍe ia l:UaleSlIla BUS IC\"U1JdUá
todos los años las palabras de Yahvé al hombre en el paraíso
después de su primer pecado: Memento, horno, quía pu/vís es
et ín pu/verem reverterís: «Acuérdate, hombre, de que eres
polvo y en polvo te convertirás» (cf Gén 3,19). La muerte,
acto de la naturaleza, refleja la profunda dependencia del
151
hombre en relación con la naturaleza. De ella vino y a ella ha-
brá de volver.
El hombre de la Biblia no se detiene simplemente en el
dato bruto de la muerte. Prosigue en su reflexión teológica. Se
siente intrigado por la muerte del joven y del que no tiene des-
cendencia. Allí es donde surge la muerte como terrible ame-
naza. La defensa de la muerte es la descendencia. Es vivir mu-
chos años y morir abrazando a los hijos y a los hijos de los
hijos. ¡Muerte feliz la del patriarca! Visión muy dentro de una
sociedad de clan. Porque así el anciano sabe que no muere del
todo. Participará de las promesas hechas a su clan por Dios en
los hijos y en los nietos. La memoria de sus descendientes lo
salvará de la nada, de la soledad absoluta, del abandono total.
del aislamiento infranqueable de la muerte.
Desde muy pronto conoció Israel la mansión de los
muertos, el sheol. Es otra manera de sustraerse a una muerte
total. Por más que sea un lugar de silencio (Sal 115,17), de
perdición, de tinieblas, de olvido (Sal 88,12s; Job 17,13),
donde ya no hay esperanza ni conocimiento de Dios ni es posi-
ble alabarlo (Sal 6,6; 30,10; 88,12s; 115,7; Is 38,18), queda por
lo menos un resto de vida, aunque sólo sea sombra y sueño
(Sal 13,4; Dan 12,2; Job 14,2). Pero la fe en Yahvé, Señor de
la vida (Gén 2,7) va más allá de esta visión pesimista de Job y
del Qohelet. El salmista formula con claridad la esperanza de
que Dios no abandonará su alma al sheol ni le dejará ver la se-
pultura (Sal 16,10). En otro lugar reza: «Pero Dios rescatará
mi alma de las garras del sheol y me tendrá» (Sal 49,16) 6.
Como acto de la naturaleza, la muerte es fin total. Dios,
como Señor de la naturaleza y de la vida, la vence llamando al
muerto a la vida, retirándola de las garras del sheol, resucitán-
dolo o prolongándole la vida en la descendencia. Con dife-
rentes esquemas, la fe bíblica afirma sin ambages la victoria de
DiuiS iSuun: ia muerte de ios nombres. YIctona debIda úmca-
mente a Dios, Señor de la vida. Todos tienen que morir. Pero
la muerte no es la última palabra sobre la vida humana. La úl-
152
tima palabra viene de Dios. «Ahora bien, Dios no es un Dios
de muertos, sino de vivientes, porque para él todos viven» (Lc
20,38).
Esta teología, que está ya clara en el Antiguo Testamento,
recibe en la resurrección de Jesús su confirmación total. Asu-
miendo nuestra naturaleza, asumió la muerte. Bajó a lo más
profundo del sheol. Participó del extremo de dureza de la
muerte como ruptura de la vida. También su cuerpo se vio
roto por la violencia de la muerte. También sufrió la ruptura
radical de la muerte. También en él fracasó la voluntad hu-
mana de prolongar la vida. Pero Dios lo resucitó. La vida ven-
ció a la muerte de la naturaleza.
«Pero él desconocía
ese hecho extraordinario:
que el obrero hace la cosa
y la cosa hace al obrero.
De modo que cierto día
153
al cortar pan en su mesa,
el obrero se vio lleno
de una súbita emoción,
al comprobar asombrado
que todo en aquella mesa
--el vaso, el plato, el cuchillo--
era él quien lo había hecho,
él, pobre y humilde obrero,
obrero de la construcción» 7.
154
A su vez, la fuerza biológica puede y debería ser en princi-
pio una enorme ayuda para impulsos del espíritu, un coraje
para crear nuevas relaciones, un entusiasmo para arrastrar la
vida, una capacidad para superar los espacios estrechos del
narcisismo y del egocentrismo cobarde, arrastrándolo en un
movimiento de comunión, de comunidad, de amor, de con-
tacto, de comunicación. El hombre como persona es funda-
mentalmente una salida del aislamiento, del ensimismamiento,
para comunicarse con el mundo, con la historia, con las per-
sonas, con Dios.
La muerte se hace presente en relación con el hombre-na-
turaleza como el final de la fiesta. La muerte se hace presente
--o puede hacerse presente- en relación con el hombre-per-
sona como decisión asumida. Decisión que no se concentra so-
lamente en los últimos momentos de conciencia, sino que atra-
viesa toda la existencia. Muerte siempre presente, hasta el
punto de hacer del hombre un ser-para-Ia-muerte (M. Heideg-
ger). El hombre tiene la capacidad de tener el futuro siempre
presente. y la muerte es futuro irremediable que, conjugado
con la conciencia de la fragilidad histórica de cada momento,
hace estar siempre presente a la muerte-futuro. Y por eso es
una muerte situada en el horizonte de las decisiones de cada
momento. La muerte, como última posibilidad en el tiempo y
como radical en su comprensión, acaba siendo una presencia
que afecta a todas las decisiones. Las relativiza. 0, más exacta-
mente, las absolutizá, en el sentido de que revela su carácter
de definitividad, de irrepetibilidad.
El hombre se siente desgarrado por dentro en relación con
la muerte. Su naturaleza camina inexorablemente hacia la
muerte. Su persona se comprende destinada a la vida, a la co-
munión con los demás. P. Ricoeur observa atinadamente que,
«si el ser vivo se dirige hacia la muerte por un movimiento in-
terior, lo que lucha contra la muerte no es algo interior a la
vida, sino la conjugación de un mortal con otro mortal. Es lo
que Freud llama Eros; el deseo del otro está inmediatamente
implicado en la posición de Eros; es siempre con algún otro
con lo que el ser vivo lucha contra la muerte, contra su
muerte, que él persigue aisladamente, separadamente, a través
de largos rodeos de adaptación al medio natural y cultural.
155
'1
¡III:
Freud no busca el impulso en algún querer vIvIr inscrito en
cada uno: en el ser vivo aislado sólo se encuentra la muerte» H.
En términos bíblicos, la muerte es kénosis -humillación-
y doxa -glorificación-; kénosis, porque revela el aspecto de an-
gustia, de inseguridad, de debilidad, de miedo. La muerte es
consecuencia del pecado. Porque aquel hombre sin pecado,
que habría de morir sin duda biológicamente, pero en tal
transparencia de Dios que podría considerarse inmortal exis-
tencialmente, nunca ha existido históricamente. La muerte bio-
lógica no procede del pecado. Pero la muerte existenciaL sí. Se
trata de esa muerte tan concreta con que morimos.
Las primeras páginas de la Biblia están ahí para mostrar
ese destino doloroso del hombre. Ese Edén de la inmortalidad
se encuentra cerrado por los querubines, de espada flameante,
que lo guardan. Es la defensa contra los sueños de inmortali-
dad del hombre, contra la búsqueda de la fuente de la eterna
juventud. «Ciertamente morirás» (Gén 2,17) o, según la tradi-
ción literal, «morirás de muerte», en la forma pleonástica del
Yahvista: aparece como un decreto desde el comienzo de la
humanidad, como consecuencia de la desobediencia al pre-
cepto de no comer del fruto del árbol de la vida. El concilio de
Cartago, en el año 418, condena a quien afirme que el primer
hombre sería mortal, tanto si pecase como si no, de tal modo
que moriría, es decir, saldría del cuerpo, no por causa (mérito)
del pecado, sino por necesidad de la naturaleza (OS 222).
Tanto la interpretación del Génesis como la del concilio ha lle-
vado a muchos teólogos a ver en la misma muerte biológica un
castigo del pecado. El hombre en la gracia original gozaría de
inmortalidad debido a un privilegio. Entendiendo mejor el ho-
rizonte histórico-salvífica de la Escritura, y por consiguiente el
de la interpretación del concilio, la afirmación se refiere más
bien a la condición de la muerte. De hecho, morimos en el
seno de una humanidad pecildora El pf'rarln nO': rnrlp~ Frlltn
de nuestras decisiones libres, y por tanto nacido desde dentro
de nosotros. Y fruto de decisiones ajenas, pasadas y presentes.
y por eso mismo nos cerca y nos envuelve. Pues bien, la
156
muerte se da en esta situación. Nuestra certeza, nuestra luz.
viene paradójicamente de la oscuridad de la fe. La consecuen"
cia del pecado no es el carácter agónico de un organismo vivo
que se resiste, en un instinto de autoconservación, hasta el úl-
timo instante a dejarse penetrar de la frialdad de la muerte,
sino la lucha interior de quien decide en la oscuridad de la fe y
en la conciencia de sus propias fragilidades morales, de sus pe-
cados. Acto de sumisión y de fe. La muerte es humillación,
acto de pasividad de quien se entrega ante una fuerza mayor
que él. Es salto a lo desconocido, por muchas luces que nos
ofrezca la fe. Todo acto de fe esconde un terrible «si»: ¿y si
todo terminara en la nada?, ¿y si todo no fuera más que una «pa-
sión inútil»?, ¿y si todo fuera tan sólo una enorme ilusión?
La muerte lleva una dosis de angustia y de incertidumbre.
Significa ruptura con el modo de existir, por muy malo que
haya sido, por muy malo que lo hayamos conocido o experi-
mentado. Es un paso a una novedad radical. Nadie ha vuelto
jamás para informarnos. Las experiencias que la medicina mo-
derna ha estudiado en personas que han sido reanimadas des-
pués de una muerte clínica pertenecen todavía a la historia hu-
mana, son todavía «del lado de acá», anteriores a la muerte
metafísica, a la muerte radical o irreversible. Por muy intere-
santes que sean esas experiencias de encuentro con un ser lu-
minoso, de paso por un túnel, de percepción de la distancia del
propio cuerpo que yace muerto sobre la mesa operatoria, de
oír la declaración de muerte por el médico, de sentirse en con-
tacto con seres conocidos -parientes y amigos- ya muertos y
de saludarles amigablemente, de enfrentarse con un ser ra-
diante de amor y de cariño como nunca se había experimen-
tado antes, estamos simplemente en las cercanías de la muerte,
sin haber pasado todavía la frontera fatídica 9. Ninguna de esas
experiencias revelan el más allá de la muerte. Todo lo más in-
sinúan la dimensión de trascendencia del ser humano que, co-
locado en el limite extremo áe su experiencia ÍIUIllalla, en ia
proximidad única de la muerte, se abre hacia unos horizontes
157
hasta entonces insospechados. Pero todavía dentro de la vida
terrena e histórica.
La muerte es también doxa. Nadie mejor que san Juan ha
conseguido unir en la descripción de la muerte de Jesús esa do-
ble dimensión de kénosis y de doxa. Jesús muere en una cruz,
desnudo, sumergido en el sufrimiento. Extrema humillación y
abatimiento. Pero al mismo tiempo, antes de caminar hacia la
cruz, sabe quién es el que lo va a traicionar y se entrega libre-
mente a los soldados, después de derribarlos con su terrible
«Soy yo», resonancia semántica de Yahvé a los oídos semitas
(Jn 18,6). Tampoco Pi lato tendría ningún poder sobre él si
no se lo hubiera dado Dios (Jn 19,11). Y desde la cruz, Jesús
cuida de su madre -símbolo de la Iglesia- y del discípulo
amado. Cumple las Escrituras y, lanzando un gran grito de do-
minio sobre la muerte, entrega su Espíritu en el doble sentido
de la palabra de morir y de derramar sobre la tierra el Espíritu
de Dios. Es la muerte del Hijo de Dios, donde ya se vislumbra
el amanecer de la resurrección, de la gloria, de la victoria so-
bre la muerte.
Participando de la muerte de Jesús, podemos hacer también
de nuestra muerte un acto de decisión, de entrega, de obla-
ción. En su diario espiritual el padre Leonel Franca, dotado de
una salud muy frágil y por eso mismo continuamente amena-
zado de verse sorprendido por un infarto, escribe: «Aceptar la
muerte ... como mi supremo sacrificio de sacerdote. Muchas
veces he ofrecido el sacrificio de nuestro Señor. Ahora, en
unión con el suyo, ofrezco el sacrificio de mi vida. Ofrecer este
sacrificio como un acto litúrgico, por los fines esenciales de
todo sacrificio: adoración, acción de gracias, impetración, pro-
piciación. Ultimo acto de mi vida sacerdotal: la suprema obla-
ción» 10.
Transformar la muerte -acto de la naturaleza- en acto
personal significa disponer de la muerte, darle un sentido. No
dejar que los instintos de supervivencia, de autoconservación,
nos lleven a la rebeldía, a la repulsa, sino asumirlos en liber-
tad, orientarlos, sublimarlos en dirección a la entrega de sí
158
mismo a alguien mayor, a Dios. En este sentido, la muerte se
viste del colorido del dies natalis y podrá celebrarse tal como lo
hace la Iglesia con sus santos. Si nos imaginamos el instante de
la muerte, toda esta reflexión puede dar la impresión de ser un
delirio poético. En las ansias de la agonía no conseguimos pen-
sar con lucidez en una entrega o en una oblación. Lo mismo
que nuestra parte física se debate en un último esfuerzo por re-
sistir, también el espíritu participa en esta lucha, en esta «ago-
nía». La muerte, como acto de la libertad, es un proceso que
acompaña a toda la vida. Y de nuevo viene a iluminarnos
nuestra fe.
Se muere en el instante de la muerte, lo mismo que se fue
muriendo a lo largo de la vida. Este es el camino normal del
morir. La presencia de la muerte en la existencia no se viste de
luto, sino de seriedad y de irrevocabilidad de las decisiones.
Una vida pensada sin muerte se pierde al final en una total
irresponsabilidad. La vida es el lento madurar de la muerte. Se
muere en la vida, durante la vida, en la medida en que se van
haciendo unas opciones. Hay un proverbio francés que ha per-
cibido en la sabiduría popular que qui a le choix, a la croix (<<el
que hace una opción, tiene la cruz»). De hecho, toda opción es
una cruz, una pequeña muerte. Por eso, las opciones hacen y
harán nuestra muerte. Morimos de lo que escogemos. La
muerte nos ronda y nosotros rondamos continuamente la
muerte.
¿qué es tu victoria?
¡El, con su muerte,
fue tu derrota!)>> 11.
159
La muerte es animal. Tiende a animalizamos. Sólo se hu-
maniza asumida en libertad y activamente. En la fe, se cristia-
niza. Una cristianización que no niega lo animal de la muerte y
lo humano de la libertad. La dimensión cristiana de la muerte
no le niega el ser precio del pecado. No le quita el dolor y la
angustia. El redentor de la muerte pasó por el dolor y por la
angustia para que nuestros dolores y angustias fuesen menores.
Las ideas centrales de la teología de la muerte, como acto per-
sonal, se reducen al entrelazamiento de la muerte con el pe-
cado y a la victoria de Jesús sobre ambos. Fuera del ámbito de
Cristo la muerte se manifiesta en su forma antidivina, satánica,
doblemente mortal. La Escritura conoce incluso la expresión
de «muerte segunda»: «Los cobardes, los incrédulos, los depra-
vados, los homicidas, los fornicarios, los hechiceros, los idóla-
tras y todos los mentirosos tendrán su herencia en el estanque
ardiente de fuego y de azufre: ésta es la muerte segunda» (Ap
21,8). La muerte segunda es el lago de fuego, adonde serán
lanzados la propia muerte y el abismo (Ap 20,14). La muerte
primera perdió su fuerza ante la muerte y resurrección de
Jesús (1 Cor 15,54ss).
Para que la muerte de Cristo sea victoria para el cristiano
concreto, es necesario que viva con Cristo y que, para ello,
muera con él. Los dos caminos presentados son los sacra-
mentos y la caridad.
Por el bautismo el cristiano queda incorporado a la muerte
y resurrección de Cristo (Rom 6,3-11; Col 2,12). Se le da el
Espíritu Santo para que viva esa nueva vida (1 Cor 12,13; Gál
3,27; 2 Cor 1,22; Ef 1,13; 4,30; Tit 3,5). El mismo rito del
bautismo en la forma de inmersión simboliza esta participación
en la muerte --el catecúmeno se sumerge en el agua- y en la
resurrección --el catecúmeno se levanta-; y a cada inmersión
y emersión sigue un acto de fe en una de las personas de la
~ • • ,.J . .J 'l.,f.,,;, ".1 ,,',0,."' '1' " .
... i"iniu<iu. ..... uü"üuv y 1 C"U'-HdlJUU MIHOUllCallH::Jlle se lnsena
uno en la fe cristiana por la confesión del dogma central de la
Trinidad.
En el sermón del pan de vida, hablando Juan en dos ni-
veles simultáneamente de la fe y de la eucaristía, relaciona el
pan del cielo -alusión al maná- con el misterio de la encar-
160
'11
1,
161
162
y otros muchos factores restringen nuestra libertad. La condi-
cionan hasta el límite, según algunos, del determinismo, lle-
gando por tanto a anularla. Entonces, ¿cómo construir en el
tiempo una eternidad? ¿Cómo decidir dentro de tanta precarie-
dad nuestro destino eterno?
Por otro lado, la revelación nos atestigua sin vacilaciones la
voluntad salvífica universal de Dios. Más aún, Dios se ha apa-
sionado por la humanidad hasta el punto de entregar a su Hijo
por su salvación. No es indiferente para Dios el destino de
cada uno de los seres humanos. Pero salvar a los hombres con-
tra su gusto, sin la aquiescencia de su libertad, es por otra
parte violentar esa libertad, menospreciarla, no tenerla en
cuenta. ¿Cómo conciliar entonces esos datos: precariedad de
las condiciones de decisión del hombre, voluntad salvífica de
Dios y respeto a la libertad humana?
Hace ya algunos años que ciertos teólogos van desarro-
llando una reflexión sobre la decisión final en la hora de la
muerte. Decisión distinta de todas las que hacemos a lo largo
de la vida. Decisión que se realiza todavía en el tiempo de pe-
regrinación. Decisión que pertenece todavía a la historia. Pero
en unas condiciones privilegiadas. El hombre, en el instante
metafísico de la muerte, no sujeto ya a los condicionamientos
limitativos y perturbadores tanto de este cuerpo bioquímico,
como de las situaciones socio-culturales, se enfrenta con una
claridad única con el conjunto de su vida y. con la propuesta
salvífica de Dios en orden a una decisión última, final y abso-
lutamente definitiva. Las demás condiciones no impiden ya que
su libertad construida por las acciones históricas pasadas pueda
ejercerse en plenitud. Por tanto, no está totalmente desligado
de su propia historia, pero sin los condicionamientos perturba-
dores 13.
A mi modo de ver, esta hipótesis padece no pocos incon-
venientes. Es verdad que podemos decir de cada acción humana
en concreto que sufre condicionamientos perturbadores. Pero a
lo largo de toda la vida, sin poder precisar una decisión en
163
concreto, el hombre tiene espacio suficiente de decisión. Podrá
ir construyendo su propia línea fundamental, con avances y re-
trocesos. Pero de tantos pequeños puntos de actos libres y per-
turbados puede salir una resultante que goce de mayor libertad
que cada acto en particular. Esta «gran libertad» resultante me
parece suficiente para decidir el destino eterno de cada uno de
nosotros. Así nuestras acciones diarias a 10 largo de nuestra
vida adquieren aquella seriedad digna de nuestra responsabili-
dad humana. Es evidente que nosotros no estamos en condi-
ciones de juzgar desde fuera sobre esta línea de libertad de
una persona en concreto. Por eso el evangelio nos advirtió ya
que no hemos de juzgar a nadie (Mt 7,1). Este juicio apare-
cerá con claridad para cada uno de nosotros ante la luz de
Dios en el encuentro definitivo de la muerte, sin que en ese
momento se haga una última decisión nueva, diferente, de una
naturaleza distinta de las terrenas. Otra dificultad importante
contra esta posición es poder pensar en ese momento de la de-
cisión. Por un lado, ya no pertenece a la historia, porque no
tiene sus condicionamientos; por otro, tampoco es la vida defi-
nitiva, donde no se puede hacer ninguna decisión que recoja el
pasado histórico. Hay, por tanto, un hiato entre la vida terrena
y la vida eterna difícil de concebir. Y hay una antropología
subyacente que también es difícil de entender. ¿Qué acto hu-
mano será ése, si no es histórico ni es el acto definitivo de la
vida eterna?
Prefiero entender la muerte como una maduración de las
opciones hechas a lo largo de toda la vida. La opción funda-
mental va madurando. Un acto histórico tendrá que ser el úl-
timo en una secuencia, y no de una cualidad diferente. No ne-
cesariamente el último acto histórico habrá sido el más
importante, ni en cualidad ni en intensidad. Puede ser el sim-
ple caer de la fruta madura. Pero esa caída de la fruta no es
más importante que tantos otros momentos en los que la savia
fut: uanuo wim y ~aÍJor a ia viLia.
165
son millares y millares las escenas de muerte que pueblan
nuestra retina, que se suceden con tal velocidad que dejan tras
de sí la sensación de insensibilidad ante la experiencia más ra-
dical del hombre.
La banalización acaba reprimiendo. Se reprime silenciando
o huyendo por entre el barullo de las imágenes. La represión
del silencio también se está industrializando. Todo se trasforma
en materia de consumo: la muerte como imagen y la muerte
como silencio. El consumo del silencio se hace de manera inge-
nua o sofisticada. Ingenua como las normas del Stylebook edi-
tado por la Play-boy, donde se prohíbe hablar de niños, de pri-
siones, de desgracias, de ancianos, de enfermedades y sobre
todo de muerte 15. Silencio también simplista, impuesto en los
modernos hospitales. en las visitas a los enfermos. incluso de-
sahuciados, de forma que queda abolida la imagen de la
muerte. El muerto desaparece pronto del mundo visual del
hospital para que no perturbe a nadie. La presencia de un sa-
cerdote del viejo estilo, llevando el viático o peor aún la «ex-
trema unción», ha quedado apartada o transformada en visita
de cortesía, de amistad o de suaves palabras sobre la triviali-
dad de la vida; nunca sobre la seriedad de la misma ante el en-
frentamiento con la muerte. La muerte es la alergia moderna
(A. Manaranche). Se tiene ante ella el «síndrome del antí-
lope», ese animal que ya a larga distancia se escapa de todo el
que intenta acercársele. En el mundo burgués -ese maravi-
lloso mundo feliz- se muere rodeado de músicas, de perfumes
y de drogas. Pero nunca enfrentándose con el desafío radical
de la muerte.
La liturgia antigua nos hacía rezar en las letanías: «¡De la
muerte súbita y repentina, líbranos Señor!». En el fondo de
esta petición se escondía el deseo de una muerte preparada y
esperada, acompañada de las oraciones y sacramentos de la
Iglesia. El mundo burgués invirtió la persoectiva de 1<1 mllf'rtl'
deseada por el fiel. Muerte no percibida, muerte escondida por
la ilusión de sanar o ahogada en la inconsciencia química de las
drogas. En una palabra, muerte abolida del horizonte de la
166
conciencia, de la reflexión, evitando así el impacto metafísico
de la irrupción de la muerte, con todo lo que tiene de pertur-
bador del goce de vivir.
Se habla ya de un american way of death, «modo ameri-
cano de morir» 16. Muerte civilizada, sin angustias. Se utilizan
las técnicas modernas para borrar cualquier rastro de la muerte
en la sociedad de los vivos. Se crea una verdadera «ciencia
mortuoria». Se centra la atención en los parientes del muerto.
Se estudian sus condiciones emocionales para neutralizar todo
lo que hay de penoso, de triste y de lamentable en la muerte
de los familiares, como el sentimiento de culpabilidad, las per-
turbaciones interiores, el dolor, las lágrimas, la desesperación.
Se crea la situación emocional más favorable para los parientes
y amigos. Se camufla todo lo que hay de repulsivo en la pre-
sencia del muerto. Se produce la impresión de que la persona
no ha desaparecido, presentándola externamente a través del
maquillaje en la condición en que a los familiares les gustaría
verla. El ambiente general se arregla cuidadosamente a fin de
trasformar la muerte mediante recursos estéticos y terapéuticos
en un acontecimiento feliz para los circunstantes. Se examinan
y se subliman los deseos instintivos. Se explota el deseo de los
familiares de volver a la normalidad de la vida y se utiliza para
ello su vulnerabilidad afectiva. Se cultiva la vanidad familiar,
usando el símbolo del estatus social, del deseo de ver al muerto
seguir viviendo en la historia como hombre famoso. De esta
forma el sentido de bienestar, de confort, de seguridad de las
personas presentables se trasfiere al muerto en una continuidad
que elimina el impacto de la muerte. En una palabra, la
muerte se ve libre de todo lo que parezca ser un golpe radical
que perturbe la tranquilidad de la sociedad burguesa. Y para
terminar toda esta escenificación, el mismo cementerio toma la
forma de «parque de la colina», donde los visitantes sienten
más bien el deseo de descansar, de gozar de la belleza que los
ruuea, dJllt:Ud y d~laJaui~, yu\.. J~ ~~01u¡· Ü ~Ü0 ~~~~;-~C~. ~~1~
sicas suaves y armoniosas acaban rodeando el ánimo de todos
en una atmósfera distendida y placentera. Y para preparar téc-
nicos a la altura de estas exigencias no faltan instituciones aca-
167
démicas, como el San Francisco College of Mortuary Science.
Así, para cada 7.000 personas hay en Estados Unidos un
agente funerario adiestrado. En una palabra, ¡se nace burgués,
se vive burgués y se muere burgués!
El silencio burgués sobre la muerte no pretende tan sólo
apartar toda amenaza a la felicidad y al goce de vivir, sino
también superar toda culpabilidad en relación con la muerte
injusta y precoz de tantos pobres, como si ésta no tuviera nada
que ver con su condición burguesa de clase. La ideología bur-
guesa de la felicidad rechaza toda idea de muerte que le quite
su punto de apoyo. La ideología burguesa del silencio sobre la
muerte de los pobres oculta las decisiones políticas de su clase
que acaban siendo destructivas para la vida de los pobres. La
ideología burguesa dispone de una enorme habilidad para no
encontrarse nunca con la desnudez escandalosa del hecho de la
muerte, que perturba su conciencia de felicidad y de justicia.
La muerte desenmascara todo esto, poniendo fin a la alegre
fiesta de la vida burguesa y denunciando la responsabilidad po-
lítica por tantas muertes.
168
muerte por incapacidad y por impotencia ante unos enemigos
externos. Hoy mueren millones por incapacidad social, por de-
cisión de intereses gigantescos, por omisión humana; en fin,
por falta de una opción política en favor de los pobres, éstos
mueren a millones de forma injusta y precoz. Cuando recorre
uno el interior pobre de Brasil, no hay familia, incluso jo-
ven, que no haya experimentado muy pronto la muerte de
cerca de los padres, de los hermanos pequeños. Es rara la
muerte tranquila en la ancianidad. Bartolomé de las Casas, mi-
sionero en México en el siglo XVI, al ver el genocidio de los in-
dios, protestó contra esa muerte antes de tiempo. Desgraciada-
mente, cuatro siglos más tarde nos encontramos con
situaciones idénticas, en relación con los indios y con los que
sufren la sequía y la miseria.
No solamente el indio fue en América víctima de esta
muerte anticipada por la violencia blanca de los conquista-
dores, sino también el negro, cazado en Africa y traído aquí
como esclavo. Los tres siglos de tráfico negro vieron entrar en
Brasil, según cálculos de los historiadores, unos 3.600.000 es-
clavos. Y calculan que entre el negro cazado en Africa y el ne-
gro vendido en Brasil morían del 15 % al 20 % en la caza y en
el viaje. Y cuando en el siglo XIX mejoraron las condiciones, la
media de vida útil giraba en torno a los 15 años. Con estos
pocos datos podemos hacernos una idea de la devastación mor-
tífera, injusta y precoz que sufrieron los esclavos 17.
Por desgracia no es ésta una realidad que afecte tan sólo a
nuestro pasado próximo. Los sociólogos actuales señalan 43
años como el espacio de esperanza de vida de los nordestinos
de Brasil. Apenas está llegando uno a la plenitud de su madurez,
ya cae en manos de la muerte. Muerte injusta y precoz. Esta
muerte se debe a condiciones precarias de alimentación, de
superexplotación laboral, que no deja tiempo al trabajador
para recuperar las energías perdidas en las horas de trabajo, en
las horas extra y en los penosos mediOS de trasporte.
Por la lógica de la biología, la muerte dista más del niño
169
que del adulto o del anciano. En ciertas zonas de Brasil hay toda-
vía lugares en donde el niño es el que está más amenazado de
muerte. Está más cerca de morir que los de otras edades. Más
que nunca, una muerte injusta y precoz.
Como si no bastasen tantas amenazas de muerte, pesa
además sobre el mundo de los pobres la muerte violenta de la
represión, tanto salvaje como técnica. Hay pistoleros a sueldo
para eliminar a los campesinos que tienen tierras. Hay policías
aliados con los poderes vigentes, que aumentan ese cortejo de
muertes injustas y precoces.
Si es igualment<: cierto que los pobres y los ricos mueren
inexorablemente, no conviven sin embargo con la muerte de la
misma manera. La muerte acecha desde muy pronto a la vida
del pobre. Muertes infantiles, muertes criminales de los margi-
nados, muertes por tantas enfermedades ya superadas en otros
medios. El pobre se familiariza con la muerte desde muy
pronto. Hecho psicológico y social, que se convierte también
frecuentemente en hecho religioso. Así, sus oraciones, sus res-
ponsabilidades religio~as se vinculan con el mundo de los
muertos, bien pidientJo por ellos, bien recurriendo a su ayuda
bajo la forma de invocación a las «almas del purgatorio».
Esta muerte masiva de los pobres es un acta de acusación
contra nuestra sociedad y contra un verdadero culto a los
ídolos. Yahvé prohibió todos los sacrificios humanos en Israel.
El ángel agarró la mano de Abrahán para que no sacrificara a
su hijo Isaac (Gén 22). Dios se proclama el «Dios de los vivos»
y el «Dios de la vida». El actual sistema político-económico de-
vora con saña insaciable a los pobres en el fondo de las minas
y de las fábricas, en la suciedad de las barracas, en la precarie-
dad de las condiciones de trabajo y de vivienda, en la abun-
dancia de enfermedades endémicas. Como el ídolo, se alimenta
de las víctimas o las obliga a la esclavitud.
El trabajo que mata pierde toda su dignidad. Y los pobres
se ven obligados a someterse a él. Jóvenes seminaristas de
Lima (Perú) representaron la trágica historia de un obrero pa-
rado que, para no morir de hambre, fue contratado para susti-
tuir al perro guardián de una fábrica. Su trabajo era imitar al
perro a fin de espantar a los ladrones. Desgraciadamente, no
170
se trataba de una simple pieza teatral. Era el retrato de un he-
cho real. Por otra parte, de vez en cuando la prensa nos sor-
prende con imágenes y noticias de trabajo esclavo en nuestros
países; trabajo que mata el cuerpo y la dignidad humana.
Por consiguiente, la muerte en el mundo de los pobres es
injusta, precoz, masiva e idolátrica. Dios es justicia, vida, y
sólo acepta el sacrificio de unas manos limpias y de un corazón
puro. Dios rechaza con asco el sacrificio de aquellos que prac-
tican la injusticia, chupando a los pobres hasta la última gota
de su sangre. Por eso, en la medida en que esta muerte en el
mundo de los pobres sigue siendo injusta, precoz y masiva, se
está blasfemando contra Dios. Se lesionan los dos primeros
mandamientos de la ley mosaica precisamente porque el quinto
mandamiento es despreciado por muchas muertes «severinas»:
l7l
nización. La muerte en el mundo de los pobres, a su vez, ma-
nifiesta la raíz de injusticia de esa sociedad burguesa. La fe se
hace crítica en los dos casos.
La muerte burguesa la humaniza silenciándola, suavizán-
dola con drogas en el caso del paciente y con técnicas psicoló-
gicas en relación con los familiares y amigos. La fe humaniza
la muerte, dándole el verdadero sentido de morir con y como
Cristo: en actitud de ofrenda libre de sí mismo. El concepto
humanizante burgués es el placer. La humanización cristiana es
la libertad de la aceptación en su último sentido.
San Buenaventura, citando en sus Soliloquios a san Ber-
nardo, nos trasmitió en un estilo lapidario la sabiduría cristiana
de la muerte: «Vida segura, cuando la conciencia está limpia,
cuando sin recelos se aguarda la muerte, cuando se la desea
con dulzura y se la acoge con devoción» 19. La práctica de la
Iglesia nos enseña el camino de una muerte preparada a lo
largo de la vida, porque la entiende en relación con la vida y la
vida en relación con la muerte. La muerte burguesa hace un
corte radical entre la vida y la muerte, para centrarse sólo en
la vida presente, como si no existiese la muerte. Humanismo
materialista, porque al valorar tanto la vida presente elimina la
vida futura y deja sin sentido, en el fondo, la misma vida pre-
sente. La vida sin muerte es irresponsable. Quita a la vida la
seriedad que le da la muerte. Le quita el carácter de definitivi-
dad, que le da la vida más allá de la muerte. Separando a la
muerte de la vida, se separa a la vida de la vida eterna; por
tanto, de su última fuente de vida.
La fe cristiana no tiene nada de sádico o de masoquista
cuando nos enseña a bien morir. Así es como nos da mayor
responsabilidad en la propia vida. La muerte burguesa pro-
longa hasta el último momento de la existencia su visión indivi-
dualista y egoísta de la vida. Erige en principio último de vida
el placer v la fruición de los bienes, que la sociedad de con-
sumo multiplica hasta el extremo. La muerte es el fracaso total
de la sociedad construida sobre el binomio de la producción y
del consumo. Anuncia el fin del consumo. Y en un último es-
172
fuerzo consigue todavía transformar la propia muerte en mer-
cancía de consumo en correspondencia con el estatus social.
El silencio sobre la muerte sólo puede venir de quien consi-
dere a la muerte como el silencio de todo. Visión materialista.
Para la fe cristiana, la muerte es paso hacia la comunión. Ul-
timo paso. Por eso, no hay por qué esconderla, sino más bien
prepararla. La banalización de la muerte sólo puede venir del
que no ve la muerte más allá del prisma de un objeto de con-
sumo. La fe nos revela la muerte como momento en que el
sujeto se abre hacia dimensiones insospechadas anteriormente.
El silencio y la banalización desconocen la dimensión del
amor que puede asumir la muerte. Jesús puso como criterio
máximo del amor dar la vida (Jn 15,13). Paul Claudel nos
pinta con colores maravillosos la muerte de Juana de Arco.
Juana envuelta por las llamas siente miedo. Entonces uno de
los sacerdotes presentes le sugiere que firme un papel confe-
sando que ha mentido y todo habrá terminado.
«Juana: ¿Y cómo vaya firmar con las manos encadenadas?
Sacerdote: Te quitaré las cadenas.
Juana: Hay otras cadenas más fuertes que me atan. ¡Más
fuertes que las cadenas de hierro las cadenas del amor! Es el
amor el que me ata las manos y me impide firmar. Es la
verdad la que me ata las manos y me impide firmar. ¡No
puedo! ¡No puedo mentir!
173
Este cuadro muestra el contraste entre la muerte cristiana y
la muerte burguesa. La lucidez de la entrega de Juana de Arco
y la inconsciencia de una muerte escondida, camuflada, hermo-
seada externamente para quitarle todo su impacto.
Contra el ocultamiento de la muerte la fe proclama, como
gracia que desear, la muerte preparada y asumida en unión
con Cristo. La muerte como último acto de libertad de entrega
de sí mismo al Señor de la vida.
Paradójicamente, la fe reacciona ante la muerte en el
mundo de los pobres con la defensa de una vida más larga. La
pretensión burguesa es prolongar la vida para esconder la
muerte. Y contra ella, la fe reafirma la gracia de morir. Al
contrario, en relación con los pobres, la fe se sitúa firmemente
al lado de una vida amenazada desde muy pronto. Luchar por
la justicia para que el pobre pueda vivir más. Porque su
muerte es precoz e injusta. No se quiere abolir la muerte
-pretensión burguesa-, sino la injusticia de una muerte anti-
cipada. Si Dios es Dios de la vida y de la justicia, los atentados
injustos contra la vida atentan contra Dios.
El pobre tiene derecho a vivir para poder morir con digni-
dad. Cuando no se consigue prolongar esa vida creando me-
jores condiciones, por lo menos queda la lucha que ha empren-
dido una Teresa de Calcuta, recogiendo por la calle a los
moribundos para que puedan al menos morir dignamente en
una cama limpia y recibir sepultura. ¡Supremo gesto de huma-
nización de la muerte! Pero más importante todavía es luchar
por situaciones anteriores a esos extremos. La muerte en el
mundo de los pobres es el mejor testimonio de nuestra injusti-
cia institucionalizada. Y contra ella apela la fe cristiana.
La muerte cristiana tiene que brotar de una misión cum-
plida, aunque sea breve. A los hombres se les pide la defensa
de la vida hasta el límite de sus posibilidades normales. Por
t;:.r¡tG, :''') Jv.> "Ali"'l1IV:> yu... l-'dlCU::1I dü::llldl l;Ulllld ¡as senaies
que manifiestan a Dios en la naturaleza y en la revelación.
Querer prolongar artificialmente la vida, sometiendo al en-
fermo a situaciones penosas y no dejándole la tranquilidad de
morir; o acortarle la vida por descuido, por explotación o por
violencias provocadas.
174
La fe defiende tanto el derecho a vIvir como el derecho a
morir con dignidad y humanidad. No hay nada tan humano
como asumir en libertad y conciencia los propios actos hasta el
final. Y no hay nada tan cristiano como unir nuestra libertad al
sentido que se nos ha revelado en Jesucristo.
175
bien en el proceso de caminar hacia la muerte: la oración y el
sufragio por los difuntos. A primera vista parece que se reza
por una persona que ya murió. Pero ésa es nuestra cronología.
Dios es omnipresente y omnisciente. El pasado, el presente y
el futuro forman para él una unidad. De este modo, mi ora-
ción en estos momentos por alguien que murió ya es para Dios
una oración que acompaña a alguien en su camino hacia la
muerte. Es presencia de la comunidad de fe, que asiste a su
hermano en el proceso de decisión para la eternidad. Rezar
por un difunto es realmente ayudarle todavía en el período an-
terior a su muerte. Para Dios esos dos momentos son igual-
mente presentes.
El hombre muere después de innumerables decisiones to-
madas bajo el influjo solicitante de la gracia de Dios. Dios se
deja conmover por nuestras peticiones en su admirable provi-
dencia. Pedid y recibiréis (Mt 7,8; Lc 11,10). Al ofrecer nues-
tros sufragios por el «alma del difunto» estamos manifestando
nuestra solidaridad, nuestra comunión con ese hermano en la
misma fe y en los mismos ideales de caridad y de justicia, pi-
diéndole a Dios gracia para su proceso de decisión con vistas a
la eternidad.
La oración por el difunto revierte además en consuelo y
aliento para los que todavía seguimos caminando por este
mundo: sus familiares, sus amigos, sus hermanos en la fe. En
una palabra, orar por los difuntos es no dejar a nadie morir
fuera de la comunión de los hermanos. Es la última apelación
eclesial por nuestra parte. Lo demás queda en manos de la
misteriosa voluntad salvífica de Dios.
Orar por los difuntos es creer en el misterioso juego de las
libertades humana y divina, presentando a Dios nuestra solici-
tud y nuestro cariño por la persona que murió, en la esperanza
de que Dios la acoja en la vida definitiva. Es igualmente creer
l\ut: d l\ut: murió t:I1 Cristo mauLit:ut: CUlI lIUSUUUS UlIa rdal:ÍólI
---comunión de los santos- de amor, y por tanto de apoyo y
de ayuda.
La presencia tan característica del espiritismo, bien sea el
de origen francés con la doctrina de ABan Kardec, o bien de
un cuño más general en el sentido de fenómeno de comunica-
176
ción perceptible y provocada con los espíritus, suscita también
problemas a la teología de la muerte. Los espiritistas suelen
practicar la evocación de los muertos para tener noticias de
ellos -necromancia- e invocar a los espíritus de los tiempos
pasados para ponerlos al servicio de los hombres -magia-o
Además de eso, muchos defienden la reencarnación de los es-
píritus de los muertos en nuevos cuerpos humanos. La seriedad
y la gravedad de estos problemas de amplia penetración en
el pueblo exige una exposición larga y detallada que se dará
en otro libro de la colección «Teología y Liberación». Aquí
nos limitaremos a señalar su existencia. Incluso en medios inte-
lectualmente sofisticados, debido a la influencia de las reli-
giones orientales, el tema de la reencarnación o emigración de
las almas -metempsicosis- se impone al interés de los teó-
logos, incluso europeos 21.
177
12. Escatología ..
CAPÍTULO IV
LA RESURRECCION DE LOS MUERTOS
Y EL FIN DEL MUNDO
(J. B. LIBANIO)
179
1. Situación de la problemática
180
pecto religioso de movimientos como el de Canudos o Contes-
tado se puede interpretar por esta comprensión tradicional de
la escatología. De hecho, después de los dos primeros siglos se
fue abriendo paso esa lenta bifurcación en la cristalización de
los horizontes escatológicos. La religión popular conservó más
el aspecto de la inminencia de la consumación de la historia
mediante la venida de Cristo glorioso o, por lo menos, me-
diante una transformación radical del mundo con el comienzo
de una edad de oro donde habría de ser real la justicia, la
igualdad y la abundancia de bienes. La teología más elaborada,
que encontró en Benedicto XII su expresión oficial más explí-
cita, hizo un corte· claro entre la consumación final, con el jui-
cio final y con la resurrección universal de los hombres, y el
destino individual después de la muerte, apoyado en la fe en la
inmortalidad del alma.
En la medida en que existe entre nosotros esa capa pro-
funda del catolicismo tradicional pretridentino, devocional y fá-
cilmente accesible a entusiasmos escatológicos, los movi-
mientos milenaristas y mesiánicos han encontrado abundante
espacio para desarrollarse, aunque bajo formas más politi-
zadas.
El catolicismo popular refleja ante todo esta predicación
duradera e insistente de la Iglesia, que repite desde hace siglos
el esquema consagrado de modo oficial en la edad media, al
que nos referíamos anteriormente. Se hizo un corte entre la es-
catología individual y la colectiva, situándolas en tiempos dis-
tintos. La resurrección final salió del horizonte normal de la
conciencia. Sigue figurando en todos los credos. Pero perdió su
importancia existencial, para confundirse con el escenario ~o
calíptico del final de los tiempos. De vez en cuando la resucita
«proféticamente» algún mensajero exótico, anunciando ese fin
próximo, generalmente por causa de las maldades humanas.
En este punto se distancia mucho del horizonte de san Pa-
oiu. Este nel:esitaoa Luuavia Lranquiiizar a sus illleriul:uwres
sobre el destino de los difuntos con ocasión de la venida del
Señor (1 Tes 4,13-18), ya que la expectativa era más bien la de
que todos estarian vivos para entonces. En este sentido el pro-
blema del «tiempo intermedio» entre la muerte y la resurrec-
ción no estaba en la conciencia de los cristianos. Hoy, por el
181
contrario, la resurrección ha pasado a ser un apéndice de la fe
católica popular. Se trata de un aumento de felicidad o de cas-
tigo para el alma, que es ya feliz en el cielo o está condenada
en el infierno.
En lugar de la resurrección de los muertos ha pasado a ocu-
par el primer plano la enseñanza sobre el destino individual,
que ha de decidirse en el momento de la muerte. De esta ma-
nera, la gran categoría popular es el alma. Todo gira en torno
al alma. Se piensa en la propia alma, que hay que salvar. Se
reza por las almas de los difuntos. Se invoca a las benditas
ánimas del purgatorio. Se intenta liberar a las «almas penadas»
de sus obligaciones no cumplidas.
Cuanto más conservadora es una región desde el punto de
vista religioso, más se observa la profundidad de esta concen-
tración teológica sobre el destino del alma, mientras que la re-
surrección de los muertos se pierde en los horizontes suma-
mente lejanos del final apocalíptico del mundo y de la historia.
La palabra «alma» es el soporte lingüístico de una visión
profundamente dualista y espiritualista, donde el cuerpo, la
historicidad del hombre y del mundo, las realidades cósmicas
no encuentran resonancia ni relevancia. Esta concepción lleva
a dos actitudes prácticas de consecuencias socio-políticas: la pa-
ciencia y la falta de compromiso. Paciencia para soportar las
amarguras de la vida, las carencias y las penurias materiales,
los sufrimientos y las miserias de la existencia. Todo esto está
en cierto modo ligado al mundo, a la materia, al cuerpo. Y
con la muerte el alma se libra de todo ello para entrar en la
vida bienaventurada. Paciencia que toca los límites del confor-
mi~o, del fatalismo, de la pasividad. Y además de ello, se
vive en una falta de compromiso con las transformaciones so-
ciales y políticas. Tiene ahí su fundamento, entre otras causas,
el desinterés político entre estos sectores religiosos tradicio-
nales. Alienación política apoyada en un horizonte religioso es-
pmtuahsta, dirigido hacia el destino del «alma» separada del
cuerpo, de la historia, del mundo. El «alma» deja todo eso tras
de sí, como un vencedor que sale de la arena. El cuerpo, el
mundo, la vida en la tierra no pasan de ser una prueba, un
test, una situación provisional. Tan sólo interesa el destino del
alma.
182
Este cuadro religioso está siendo bombardeado desde varios
ángulos. Por un lado, la Iglesia posvaticana ha introducido una
clara inflexión en sus predicaciones. Casi ha llegado a abolir el
término «alma». El ritual romano lo ha sustituido por otras
formas. La invocación antes de la comunión, de resonancia bí-
blica, donde se pedía que quedara sanada nuestra «alma», ha
asumido la nueva forma: «Una palabra tuya bastará para sal-
varme». Así, en otros lugares, el término «alma» ha sido susti-
tuido sintomáticamente por persona, por un pronombre perso-
nal. Además de esto, los predicadores, a los que se considera
actualizados, evitan el término «alma». En la proclamación de
las intenciones de la misa se prefiere decir el nombre de la per-
sona sin poner delante la fórmula «el alma de».
Más importante que este cambio semántico en el lenguaje
eclesiástico están las prácticas pastorales, que se realizan sobre
todo en las comunidades de base. Y en el seno de estas comu-
nidades esta predicación tradicional, apoyada en el corte entre
el destino del alma y la resurrección final de los muertos, está
sufriendo un gran cuestionamiento. Y tal vez por dos razones
fundamentales.
En Israel, la experiencia del martirio de los Macabeos hizo
madurar la fe del pueblo en la resurrección de los muertos. Sus
elementos estaban ya allí. Faltaba tan sólo la mecha que pro-
dujese el incendio. Y el martirio de los judíos fieles a la fe en
Yahvé les llevó a preguntarse por su destino. ¿El sheol? ¿La
nada? ¿La posteridad? ¿El puro recuerdo? ¡No! ¡La resurrec-
ción! Pues bien, nuestras comunidades de base han conocido y
conocen la persecución hasta el martirio, debido a su lucha
justa y noble en defensa de los derechos humanos inalienables
e irrenunciables. El esquema tradicional de «alma separada»
no da cuenta de este carácter comunitario, colectivo, de la lu-
cha y de la muerte. Es una muerte en íntima relación con la
causa de los pobres. Las comunidades de base de Sao Paulo
expresaron claramente esta dimensión cuando cantaron la
muerte de su hermano, el obrero Santos Días:
«Santos, la lucha va a continuar;
tus sueños van a resucitar:
los obreros se unen para 'luchar;
¡por tus hijos va a continuar!».
IR3
Esta Iglesia de base, consciente de las responsabilidades so-
ciales y políticas dimanadas de la fe. se pregunta por el sentido
y por la realidad de carácter definitivo de sus luchas, de su
martirio, en el doble aspecto personal y comunitario. Parece
poco responder con el destino del alma después de la muerte y
con la alusión a una resurrección final que habrá de suceder en
un horizonte tan remoto, imprevisible. El dogma central de la
resurrección tiene que decir algo a esas comunidades en el sen-
tido de una esperanza en relación con el futuro y de aliento en
relación con lo definitivo ya presente en las luchas y en el mar-
tirio de las comunidades.
La otra razón proviene de la influencia del cuestionamiento
suscitado por las clases ilustradas, y que llega hasta las populares
sobre todo por medio de la predicación de los agentes de pas-
toral, clero o laicos. Hace tiempo que éstos se ven atormen-
tados por estas cuestiones modernas y acaban inyectándolas en
las venas de la religiosidad popular tradicional.
185
la esencia divina 5. Así pues, santo Tomás vincula cl conoci-
miento de las almas separadas a los conocimientos prece-
dentes, a su relación natural, a alguna afición suya. Ahora
bien, esta conexión implica en el ser del alma separada cierta
presencia de ese pasado, cierta interiorización de su historia,
de sus relaciones con el mundo.
Las predicaciones y la catequesis sufrcn necesariamente
simplificaciones, sobre todo en las cuestiones más complicadas
y complejas. Pues bien, la predicación sobre el destino del
hombre en torno a la categoría del alma separada ha desvincu-
lado del alma todo ese aspecto de relación con el mundo, con
el cuerpo, con la materia, de la teología de santo Tomás. La
diferencia entre un alma scparada y un ángel -diferencia que
santo Tomás insiste en conservar- desaparece prácticamente
en la conciencia del católico medio. El alma se IIcva de la tie-
rra sus méritos o deméritos, según los cuales será juzgada para
el premio o para la condenación eterna.
Este esquema dualista y espiritualista simplificado era el
que de hecho vivía el católico medio, pcro no la teología ela-
borada con matices y distinciones de santo Tomás. Y contra él
se dirigieron las baterías de la modernidad científica, filosófica
y teológica.
La posición tomista simplificada se afirma después de la
profesión de fe del emperador Miguel Paleólogo, leída en la
sesión 4. a del concilio de Lión (1274) ante el papa Gre-
gario X, y de la declaración solemne de Benedicto XII (1334).
5 S. Th., 1,89-4c.
lR6
cuerpo. En un contexto cristológico se afirmó que el Verbo de
Dios había asumido las dos partes simultáneamente unidas de
nuestra naturaleza, esto es, un cuerpo humano pasible y un
alma intelectiva o racional que informaba al cuerpo por sí y
esencialmente -per se et essentialiter- (DS 900). y después,
en un párrafo directamente condenatorio, se afirmaba que es
una posición errónea y opuesta a la fe católica, debiendo ser
considerado hereje todo el que la defendiera, la afirmación de
que la sustancia del alma racional e intelectiva no es verdade-
ramente y por sí misma la forma del cuerpo (DS 902)
Dos siglos más tarde, en el V concilio de Letrán (1512-
1517), los padres conciliares condenaron ciertas tesis antiguas,
resucitadas por Pedro Pomponazzi de la Escuela de Padua, de
origen aristotélico, según la versión reduccionista de Averroes.
Según esas tesis, el alma humana individual es mortal. Hay
ciertamente un entendimiento inmortal, pero separado del
alma mortal y sensible; este entendimiento sería único para
todos los hombres. El concilio afirmó lo contrario: el alma in-
telectiva es por sí, verdadera y esencialmente, forma del
cuerpo, inmortal y singular en cada cuerpo (DS 1440).
La preocupación dogmática fundamental viene de la larga
tradición que quiere garantizar la unidad del ser humano de-
bido al misterio de la encarnación y de la redención. Si el
Verbo no asumió un cuerpo informado por el alma, tampoco
redimió al hombre entero. Pues bien, el dogma soteriológico es
el núcleo de la revelación. El instrumental de expresión de esta
intuición básica fue la doctrina hilemórfica tomista, de tal
modo que en la conciencia común de los teólogos y de los
fieles esta concepción del hombre parecía necesaria para rete-
ner el núcleo fundamental del dogma. Posición que seguirá
siendo enseñanza común hasta prácticamente el siglo XX.
Excluvendo los aspectos milenaristas V mesiánicos, pero co-
munes en una escatología de cuño pupular, se da una enorme
semejanza en el esquema tradicional dualista y espiritualista
del alma separada, tanto entre los sectores populares como en-
tre los ilustrados. Pero el impulso crítico se dará en cada caso
de una forma distinta. Como hemos visto, las prácticas pasto-
rales de cuño social de las comunidades eclesiales de base es-
1R7
la esencia divina 5. Así pues, santo Tomás vincula el conoci-
miento de las almas separadas a los conocimientos prece-
dentes, a su relación natural, a alguna afición suya. Ahora
bien, esta conexión implica en el ser del alma separada cierta
presencia de ese pasado. cierta interiorización de su historia,
de sus relaciones con el mundo.
Las predicaciones y la catequesis sufren necesariamente
simplificaciones, sobre todo en las cuestiones más complicadas
y complejas. Pues bien, la predicación sobre el destino del
hombre en torno a la categoría del alma separada ha desvincu-
lado del alma todo ese aspecto de relación con el mundo. con
el cuerpo, con la materia, de la teología de santo Tomás. La
diferencia entre un alma separada y un ángel -diferencia que
santo Tomás insiste en conservar- desaparece prácticamente
en la conciencia del católico medio. El alma se lleva de la tie-
rra sus méritos o deméritos. según los cuales será juzgada para
el premio o para la condenación eterna.
Este esquema dualista y espiritualista simplificado era el
que de hecho vivía el católico medio, pero no la teología ela-
borada con matices y distinciones de santo Tomás. Y contra él
se dirigieron las baterías de la modernidad científica, filosófica
y teológica.
La posición tomista simplificada se afirma después de la
profesión de fe del emperador Miguel Paleólogo, leída en la
sesión 4. a del concilio de Lión (1274) ante el papa Gre-
gario X, Y de la declaración solemne de Benedicto XII (1334).
5 S. Th., I,89-4c.
186
cuerpo. En un contexto cristológico se afirmó que el Verbo de
Dios había asumido las dos partes simultáneamente unidas de
nuestra naturaleza, esto es, un cuerpo humano pasible y un
alma intelectiva o racional que informaba al cuerpo por sí y
esencialmente -per se et essentialiter- (OS 900). Y después,
en un párrafo directamente condenatorio, se afirmaba que es
una posición errónea y opuesta a la fe católica, debiendo ser
considerado hereje todo el que la defendiera, la afirmación de
que la sustancia del alma racional e intelectiva no es verdade-
ramente y por sí misma la forma del cuerpo (OS 902)
Dos siglos más tarde, en el V concilio de Letrán (1512-
1517), los padres conciliares condenaron ciertas tesis antiguas,
resucitadas por Pedro Pomponazzi de la Escuela de Padua, de
origen aristotélico, según la versión reduccionista de Averroes.
Según esas tesis, el alma humana individual es mortal. Hay
ciertamente un entendimiento inmortal, pero separado del
alma mortal y sensible; este entendimiento sería único para
todos los hombres. El concilio afirmó lo contrario: el alma in-
telectiva es por sí, verdadera y esencialmente, forma del
cuerpo, inmortal y singular en cada cuerpo (OS 1440).
La preocupación dogmática fundamental viene de la larga
tradición que quiere garantizar la unidad del ser humano de-
bido al misterio de la encarnación y de la redención. Si el
Verbo no asumió un cuerpo informado por el alma, tampoco
redimió al hombre entero. Pues bien, el dogma soteriológico es
el núcleo de la revelación. El instrumental de expresión de esta
intuición básica fue la doctrina hilemórfica tomista, de tal
modo que en la conciencia común de los teólogos y de los
fieles esta concepción del hombre parecía necesaria para rete-
ner el núcleo fundamental del dogma. Posición que seguirá
siendo enseñanza común hasta prácticamente el siglo XX.
Excluvendo los aspectos milenaristas v mesiánicos, pero co-
munes en una escatología de cuño pupular, se da una enorme
semejanza en el esquema tradicional dualista y espiritualista
del alma separada, tanto entre los sectores populares como en-
tre los ilustrados. Pero el impulso crítico se dará en cada caso
de una forma distinta. Como hemos visto, las prácticas pasto-
rales de cuño social de las comunidades eclesiales de base es-
IR7
tán provocando una revisión en este concepto escatológico, de-
bido a su carácter descompromctido y ajeno a toda
trasformación de orden socio-político.
En los sectores ilustrados, por su parte, el grito de crítica
sonó primero en el terreno protestante. Y de allí han venido las
olas que han inundado también la aridez del terreno católico,
en donde también han surgido aspectos muy originales de re-
novación.
La posición tradicional de subrayar la espiritualidad y la in-
mortalidad del alma recibió en la Ilustración alemana un
enorme refuerzo, que la llevó incluso hasta los límites de desa-
fiar a la Trascendencia. Una breve cita de Fichte puede ha-
cernos comprender esta tendencia. «Lo que se llama muerte no
consigue interrumpir mi obra. Esa obra tiene que llevarse a
cabo. Pero no lo será en el tiempo. Consiguientemente, mi
existencia no puede verse determinada por el tiempo: yo soy
eterno. Asumiendo esta grandiosa tarea, me apodero de la
eternidad. Levanto mi cabeza animoso frente al peñasco ame-
nazador, frente a la catarata bravía, frente a las nubes que se
rasgan ruidosamente en un mar de fuego, y afirmo: ¡yo soy
eterno!, ¡desafío a vuestro poder! Se pulveriza en feroz lucha el
último átomo luminoso del cuerpo que llamo mío; mi voluntad
sola con su firme planear vuela osada y fría sobre las ruinas del
cosmos, porque asumí mi decisión. que es más firme que mi
propia voluntad; ella es eterna y yo soy eterno, como ella» 6.
La posición tradicional de la inmortalidad del alma se iden-
tificó con esta actitud de pretensión del ser humano de preva-
lecer ante Dios. La inmortalidad del alma significa querer ser
eterno, vencer la muerte con las propias fuerzas, en virtud de
la propia naturaleza. Expresión de hybris, de autovaloración
del hombre ante Dios. Por razones estrictamente teológicas,
soteriológicas, K. Barth pronunció un ¡no! radical a esta posi-
ción. ¡No a la pretensión de la inmortalidad del alma! Todo el
hombre muere. El hombre no tiene en sí, en su naturaleza, el
germen de la inmortalidad. De suyo, no es nada. No hay un
puente que enlace su situación creatural de nulidad con la ab-
188
soluta Trascendencia de Dios. En contraposición a la inlllolla
lidad del alma existe la resurrección del homhre por oh!;! dI'
Dios. Verdadera nueva creación. Todo el peso viene dt' /;1
Trascendencia, y no de la autonomía natural del homhre. 1·:1
abismo entre el hombre y Dios sólo puede ser superado pOI
parte de Dios, que llama al homhre de la nada dc su muerte a
la resurrección gloriosa. Es la afirmación contundente del so/us
Deus.
Otro embate vino de las huestes exegéticas. Una vez mús se
marca la ruptura en lugar de la continuidad. Se le rctira a la
tesis de la inmortalidad del alma su fundamento bíblico. Lo ge-
nuino en la Escritura corresponde a la mentalidad semita. Y a
ella es a la que pertenece el esquema de la resurrección dc los
muertos. El libro de Daniel (Dan 12,2) y el segundo libro de
los Macabeos (2 Mac 7) reflejan el clima de persecución de
Antíoco IV Epífanes. Este representante de la dinastía griega
de los seléucidas desencadenó una terrible persecución contra
los judíos para castigar la rebelión de los que no aceptaban su
dominación y sus imposiciones. Los judíos se preguntaron en-
tonces: ¿Cuál es el destino de estos héroes de la fe. muertos en
su fidelidad inquebrantable a Yahvé? Las respuestas anteriores
-posteridad, memoria, sheo/- no les parecían satisfactorias.
Así, al expirar, el cuarto de los hermanos macabeos exclama:
«Es preferible sucumbir a manos de los hombres, teniendo en
Dios la esperanza de ser resucitados de nuevo por él» (2 Mac
7,14). y la anciana madre, al ver morir a sus siete hijos, les
decía animándoles a soportar los suplicios: «Dios, creador del
mundo, que formó el género humano y ha creado cuanto
existe, él os dará de nuevo el espíritu y la vida por su miseri-
cordia, ya que por sus santas leyes la despreciáis»
(2 Mac 7,23). Daniel indica con claridad que existe una resu-
rrección para la vida eterna y otra para el oprobio y para el
horror eterno (Dan 12,2).
Esta es la fe bíblica que cristalizó en el Antiguo Testa-
mento. Es verdad que el libro de la Sabiduría conoce el es-
quema de la inmortalidad del alma a diferencia de la concep-
ción del sheo/ y de la resurrección de los muertos. «No fue
Dios quien hizo la muerte» (Sab 1,13); «Dios creó al hombre
para la incorrupción y lo hizo a imagen de su propio ser» (Sah
2,23). «Las almas de los justos están en la mano de Dios y nin-
gún tormento podrá alcanzarlos. A los ojos de los necios pare-
cen haber muerto y su fin fue juzgado por infortunio. Su salida
de entre nosotros un quebranto, pero ellos están en paz» (Sab
3,1-3). Esta cuña helenizante no rompe la convicción de los
exegetas, que siguen considerando el esquema de la inmortali-
dad del alma como ajeno al pensamiento semita y a la mentali-
dad bíblica. Por eso defienden una solución teológica para la
problemática del destino después de la muerte, bien en la línea
barthiana de una resurrección como nueva creación de Dios,
bien como propone O. Cullmann recuperando la idea de una
dormiría, de un sueño en espera de la resurrección. En todo
caso, la posición tradicional del alma inmortal, separada del
cuerpo en espera de la resurrección de los muertos al final de
los tiempos, es rechazada como no-bíblica, sino más bien de
influencia helenista. Nos encontramos con el sola Scríptura lu-
terano 7.
Todavía en el mundo protestante una teología de la cruz
lanza un dardo más contra la ya tan vulnerada posición tradi-
cional. La muerte y la resurrección de Cristo ponen al desnudo
la realidad escatológica. Por la muerte en Jesucristo se da la
aniquilación del hombre pecador, para que en la resurrección
nazca la verdadera y absoluta criatura nueva. En la cruz se
destruye y se vence a la muerte. Porque muere todo Jesús .. El
punto de identidad entre la cruz y la resurrección está por
completo del lado de Dios. No hay un principio de inmortali-
dad en Jesús, pues de lo contrario no habría muerto total-
mente. Así la muerte de Jesús nos revela la impotencia, el fra-
caso, la debilidad del hombre, para destacar el amor de Dios
que resucita al hombre. Dios responde con la resurrección a la
entrega radical de Jesús en la cruz. Esta fidelidad de Dios es la
garantía de la resurrección, y no un principio inmortal en el
7 La tradición híhlic:l c:ono('p "~rl':l"-: ~0r~:1;:' :~ ::c:::;:~i;' :.... -t-~"':I-l ti,~.'} diid UC:
l~ muerte, desde un sheol sin esperanza alguna de vida -situación pre-exí-
hca- hasta la forma más elaborada de la resurrección de los muertos en el
Nuevo Testamento. El mismo san Pablo habla de resurrección, de transforma-
ción, de vivificación, de liberación del cuerpo de la carne. Sobre estas cues-
tiones abunda la bibliografía a la que remitimos al lector interesado: L. COE.
NEN, Resurrección, en Diccionario teológico del Nuevo Testamento IV,
Sígueme, Salamanca 1984, 88-96.
llJO
hombre. Por vías cristológicas se llega al mismo punto que
K. Barth con su solus Deus.
191
alma con la pretensión ilustrada de autonomía, de orgullo, no
corresponde de ninguna manera a la comprensión católica. El
fundamento de la inmortalidad del alma está en el acto crea-
tivo, dialogal de Dios, que llama al hombre a ser compañero
libre y responsable. Por respeto a esta libertad y responsabili-
dad, Dios ya no entregará nunca al hombre el polvo de donde
salió. Al participar de esta naturaleza de Dios, creado a su
imagen y semejanza, el hombre está llamado a construirse en
la línea de la salida de sí, del diálogo, de la apertura a lo Tras-
cendente. La estructura misma de su libertad es dialogal, es
entrega, es don de sí al otro. Fundamentalmente al Otro di-
vino, que él encuentra en las innumerables mediaciones prác-
ticas de su existencia. Esta autonomía no es orgullo. Es aper-
tura-hacia, es moverse-en-dirección-a, es tender-hacia-
alguien-fuera-de-él. Ser inmortal no es una pretensión de dar
el salto desde la nada de la creaturalidad hacia lo infinito de
Dios, robándole a Dios su libertad y su gratuidad, sino la de
ser alguien cuya responsabilidad en el movimiento de apertura
o de cicrre no puede descartarse. Ser inmortal es entender al
hombre, no como un juguete de unas fuerzas irracionales o de-
~erministas, sino como constructor de la historia y de sí mismo
en libertad y conciencia, de modo que su obra, y él en ella y
con ella, no pueden quedar reducidos a la nada. Esta es la ta-
rea que recibió de Dios al ser creado: «Poblad la tierra y so-
metedla» (Gén 1,28).
Mas cuando el homhre quiso hacer de sí mismo el centro
total de su ser negando su dinamismo en relación con el otro,
no se autodestruyó, pero introdujo dentro de sí una ruptura
fundamental: el pecado. El pecado no es aniquilación, sino dis-
torsión radical del propio dinamismo interior.
Cristo surge precisamente como aquel que redime al hom-
hre de ese horizonte cerrado a través de su entrega total al Pa-
dre y a los hermanos. Porque la muerte de Cristo no silmific<l
la destrucción de la totalidad del hombre, sino de su pecado,
de su muerte segunda. Y la resurrección de Cristo no es una
creación absolutamente nueva, sino la glorificación de una
existencia centrada en el Padre y en los hermanos. Cristo resu-
citado es el mismo Jesús palestinense en una manera nueva de
existir. Pero la historia humana de Jesús no se pierde en la
192
nada. Más bien es asumida en la gloria. La vulnerabilidad del
esquema «inmortalidad del alma» y «alma separada» no le
viene del lado teológico, soteriológico. Ese esquema no rompe
ningún canon dogmático. No le falta al respeto a la palabra re-
veladora de Dios. Se trata de una cuestión hermenéutica.
La teología tiene dos ojos. Los protestantes atacaron el es-
quema del alma inmortal por el lado del ojo teológico: soterio-
lógico, bíblico, teológico-histórico, cristológico. La teología ca-
tólica moderna reconoce la pura ortodoxia de ese esquema.
Forma parte de la tradición de la fe. Fue asumido oficialmente
por Benedicto XII, así como por varios concilios: 11 de Lión,
V de Letrán y Tridentino.
Pero la teología tiene otro ojo. El ojo que se dirige hacia la
realidad presente, social. cultural. La fe es un acto conforme
con la razón. Y la razón entiende las cosas, incluso las ver-
dades reveladas, dentro de un horizonte cultural. Por eso, una
misma verdad -manteniendo la fidelidad dogmática- puede
entenderse en diversos esquemas culturales. O, como dice
J. Ratzinger, tenemos que distinguir entre el esquematismo
terminológico y la intención del contenido Il. Pues bien, el es-
quematismo teológico del alma inmortal no agota la intención
del contenido de esta definición, de modo que ésta puede ser
reinterpretada dentro de otro esquema. Y las razones que lle-
van a cambiar de esquema son científicas, antropológicas y fi-
losóficas. En una palabra, culturales. Pero naturalmente, con
implicaciones teológicas. Por eso, la tarea hermenéutica es
compleja y arriesgada.
La intención y el sentido del contenido de la enseñanza del
«alma inmortal» es dar «razón de la esperanza» que hay en no-
sotros (1 Pe 3,15). San Pablo no quiere que quedemos en la ig-
norancia respecto a los muertos, para que no nos dejemos lle-
var de la tristeza como los que no tienen esperanza (1 Tes
4,13). El apoyo básico de la razón de nuestra esperanza es la
acción vivificadora del Padre en relación con Jesús y con los
difuntos. La fe en esta acción de Dios sostuvo a la Iglesia pri-
mitiva en sus comienzos difíciles. Y esa esperanza es la que ali-
menta la trayectoria de la Iglesia a lo largo de los siglos.
8 J. RATZINGER. Escatología. Herder, Barcelona 1980, 157.
193
194
gía tangencial por un lado-; mas, por otra parte, debido a la
fuerza radial, se construye, interioriza la energía caminando
hacia niveles cada vez más elevados. Esta doble ley acontece
en la unicidad de un hombre, que al mismo tiempo se desgasta
y se eleva, se deshace y se construye. Su espíritu está «reves-
tido» de la «ganga de la materia». Es el punto hacia donde el
mundo «se lanza». Este hombre, cuando muere, hace explotar
su espíritu -nunca desvinculado de la matcria- en su grado
más alto. «A aquel que hubiere amado apasionadamente a
Jesús, escondido en las fuerzas que hacen crecer la tierra, lo
levantará maternalmente la tierra en sus brazos gigantes y le
hará contemplar el rostro de Dios. A aquel que hubiere amado
apasionadamente a Jesús, escondido en las fuerzas que hacen
morir la tierra, la tierra, al desfallecer, lo abrazará maternal-
mente en sus brazos gigantes y despertará con él en el seno de
Dios» 9. Este horizonte evolucionista hace explotar el esquema
mental del «alma separada», abriendo caminos a una nueva
comprensión de la consumación final en la hora de la muerte.
Dentro de este esquema evolucionista, la materia, la mun-
danidad, forman parte del acabamiento final del hombre, de su
plenificación, como momento interno. Pertenecen a la historia
de su libertad, que se construyó precisamente en la relación
con las personas, con el mundo, con la materia. Y en todas
estas relaciones, naturalmente con Dios. Esta antropología in-
tenta dar una mayor concreción a lo que santo Tomás llamaba
relación trascendental del «alma separada» con la materia. Y
no queda satisfecha con el esquema y la formulación tomistas.
Más aún, la posición tradicional no contempla suficientemente
la dimensión intersubjetiva de la libertad humana. El hombre
se construye fundamentalmente como libertad relacionándose
con sus hermanos, en una actitud de salida de sí mismo y de
apertura-acogida al otro. Dimensión constitutiva de la persona
y que, por tanto, se prolonga más allá de la muerte.
r=: CI>YUC1Hd Í1dui~iulldi ldlllpm;u l:ulIsigut apetciar JeiJida-
mente la dimensión dialéctico-histórica, por la que nos vincu-
lamos radicalmente con el mundo y con la historia. Dejamos
tantas marcas sobre la historia y la naturaleza cuantas son las
9 P. 'fEILHARD DE CHARDIN, Hymne de [,Univers, Seuil, París 1961, 30-32
(trad. esp.: Himno del universo, Alianza-Taurus, Madrid 1971).
195
que de ella recibimos. Si el hombre construye la historia y tras-
forma el mundo, también es construido por la historia y por el
mundo. Y esa relación no se disuelve con la muerte, haciendo
del hombre un ser absolutamente a-histórico ya-cósmico. Por-
que nunca lo fue y nunca lo será. Por la muerte el hombre es-
tablece una relación pancósmica, según expresión de K. Rah-
ner. y por la misma razón se relaciona globalmente con el
tiempo. Son éstos otros tantos aspectos de los que difícilmente
puede dar cuenta el esquema del alma separada.
1.3. Conclusión
2. Datos imprescindibles de la fe
196
intención del contenido y el soporte lingüístico, ligado a es-
quemas terminológicos? El primero gozaría de la credibilidad
infalible de la revelación, asegurada por el Espíritu Santo; el
segundo participaría de la fragilidad del esfuerzo humano inte-
lectual de cada época cultural, que creó dicho esquema.
198
es el dato. El contexto es la situación eclesial de fe en la que
es acogido y entendido ese dato. El pre-texto es la situación
socio-política-cultural de la comunidad de fe. El sentido de la
verdad de fe resulta de la triple relación. Las variaciones en el
pre-texto y en el contexto nos permiten ver cómo un mismo
texto ha recibido y recibe diversos sentidos, sin violentar a pe-
sar de ello el sentido radical, la intención del contenido. Ese
sentido radical es el núcleo de la revelación, que no puede per-
derse en ningún contexto o pre-texto. que van creando siempre
nuevos sentidos. Estos nuevos sentidos no pueden desvincu-
larse fundamentalmente del sentido radical, sino que son ac-
tualizaciones e interpretaciones históricas del mismo.
Hay dos enemigos que acechan a la tarea hermenéutica: el
fixismo y la arbitrariedad. El fixismo se pierde en un psita-
cismo material. que puede ser tan herético como el invencio-
nismo arbitrario. Se falta del mismo modo al respeto de la con-
ciencia de los fieles imponiéndoles una fijeza literal, un soporte
lingüístico ya desprovisto de sentido, como forjando arbitraria-
mente una interpretación cualquiera.
Evidentemente, en esta empresa interpretativa la última ga-
rantía no nos viene de nuestras filosofías o de la acribia lingüís-
tica, sino de la presencia del Espíritu Santo, que está tanto en
el origen de los textos como acompañando a la Iglesia -je-
rarcas, teólogos, simples fieles- a lo largo de la historia para
la comprensión correcta de los textos sagrados, de la revela-
ción.
199
de hablar. En otras palabras, el afán de interpretar las ver-
dades de la fe y de la salvación para el nuevo contexto cultural
y en profundo período de modificaciones puede llegar a adulte-
radas 11.
A fin de evitar estos percances, creemos importante desta-
car aquellos puntos indiscutibles en lo que se refiere al dogma
de la resurrección de los muertos, que ningún esquema inter-
pretativo puede dejar caer.
200
Con el dogma de la resurrección de la carne queremos de-
cir:
a) El hombre entero llega a su plenitud de perfección, en
su doble dimensión de ser espiritual y material, cuerpo y alma;
b) hay identidad de persona entre el ser humano que vivió
la historia terrena y el que resucitará;
e) la plenitud del hombre se alcanza al final de los
tiempos;
d) la vida eterna es un don de Dios;
e) el mundo material participará en la glorificación plena
del hombre;
f) ya inmediatamente después de la muerte el ser humano
puede estar vivo con Dios, con su «yo personal», dotado de
conciencia y de libertad.
Estos datos teológicos imponen sus exigencias a la antropo-
logía. Algunos elementos relativos a la comprensión del ser hu-
mano se imponen a partir de la revelación. Dos hechos cen-
trales de la revelación afectan directamente a la antropología:
la creación del hombre por Dios y el misterio de la encarna-
ción del Verbo divino. Este doble hecho revelado postula para
el ser humano:
a) un núcleo personal indestructible en su conciencia y en
su libertad;
b) una relación intrínseca, esencial, entre la materia y el
espíritu, de manera que un espíritu desencarnado ya no es un ser
humano;
e) el destino del hombre está ligado al destino de los
demás hombres y del mundo; el hombre es un ser personal in-
dividual y social.
CualqUIer esquema teologlco-lllterpretatlvo tiene que tomar
en consideración estos elementos y dar cuenta de todos ellos.
De lo contrario, no se trata de una verdadera interpretación
del dogma, sino de una adulteración. Pasaremos revista a al-
gunos intentos de responder al destino último del hombre y los
enfrentaremos con las exigencias de la revelación.
201
3. Esquemas interpretativos
202
gar a nuevas utopías. Y cada «topía» encarna algo de nosotros
mismos. Ahí es donde estamos vivos.
La «vida eterna» es la serie indefinida de mundos posibles,
de galaxias, de sociedades, que surgen, desaparecen, vuelven a
surgir y a desaparecer, sin que se pueda pensar ni imaginar un
fin total. Porque siempre pueden surgir nuevos mundos hu-
manos. Resucitaremos en la materia que continúa, en la vida
que brota, según la ley del azar y de la necesidad. No necesi-
tamos ninguna otra resurrección. Los «espíritus fuertes» no te-
men el encuentro con su desaparición total individual. Creen
en una historia mayor que ellos. No se permiten el consuelo
ilusorio, la alienación tranquilizante de una vida eterna beatí-
fica, como apoyo para asumir responsablemente sus compro-
misos con el mundo y con la historia.
La propuesta materialista suena como heroica ante una res-
puesta cristiana de consuelo para los débiles e inseguros. En
un mundo en que la psicología ha desenmascarado los meca-
nismos de fuga, de defensa, de proyección, como formas de
alienación ante el miedo de la responsabilidad, de la libertad,
la interpretación materialista de la escatología no deja de tener
su fuerza. Confunde a muchos cristianos sencillos, aunque se
hace más presente en los ambientes intelectuales.
En los ambientes populares predomina más bien la posición
animista. Presenta formas también más sofisticadas de expre-
sión. El hombre es fundamentalmente alma. El cuerpo desti-
nado a la muerte deja que el alma se desprenda para nuevas
reencarnaciones. Tiene lugar un continuo peregrinar de las
almas en etapas purificatorias en las sucesivas encarnaciones,
hasta que el alma totalmente purificada puede recibir el des-
canso eterno. Muchas veces, en esta posición no se distingue
bien el mundo visible del invisible, la parte del todo, la imagen
de la cosa figurada. El mundo terreno se ve invadido y po-
blado de espíritus, de fuerzas sobrenaturales. Las almas de los
muertos ocupan un lugar preeminente, tanto las de los conde-
nados con sus amenazas, como las de las almas penadas, las
almas de personas que hicieron promesas y murieron antes de
cumplirlas. No encuentran paz hasta que alguien no cumpla
esas promesas. De ahí la insistencia en venir a la tierra, para
movilizar a los vivos a fin de encontrar alivio para sus penas.
203
Esta mentalidad animista posee una antropología primitiva,
en la que el cuerpo no pasa de ser un esqueleto, «que no vale
nada, que no es más que estiércol para la tierra, pues es ella la
que se come a la gente» 13. La resurrección del cuerpo está
fuera de su horizonte. Por otro lado, el alma inmortal, sepa-
rada, es una verdad básica, entendida de modo sumamente mí-
tico e imaginativo. Esta forma de entender el destino del hom-
bre está vigente entre nosotros, sobre todo en los ambientes
espirituales o católicos con influencia espiritualista.
Este horizonte animista está enormemente lejos de la con-
cepción cristiana, al desconocer o incluso negar la participación
del cuerpo en la glorificación del hombre. Atribuye al alma
una autonomía y unos ambientes ajenos a la voluntad de Dios,
con la posibilidad de reencarnaciones en detrimento de la uni-
cidad personal. Quedaría abierta la cuestión de si cierto tipo
de reencarnación no sería una forma mitológica de expresar la
misma realidad de la purificación necesaria para entrar en la
vida eterna. En ese caso, se tendría que salvaguardar la unici-
dad personal y comprender ciertas manifestaciones de las
almas en clave mitológica y no real.
204
oficial de Benedicto XII, a través de la constitución Benedictus
Deus (1336), documento que no puede ignorar ningún estu-
dioso de la teología, sin hablar de la aprobación de varios con-
cilios. Más recientemente Pablo VI, en El Credo del pueblo de
Dios, repite explícitamente estas enseñanzas:
«Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la
gracia de Cristo -tanto las que todavía deben ser purificadas
con el fuego del purgatorio como las que son recibidas por
Jesús en el paraíso en seguida que se separan del cuerpo, como
el buen ladrón- constituyen el Pueblo de Dios después de la
muerte, la cual será destruida totalmente el día de la resurrec-
ción, en el que estas almas se unirán con sus cuerpos» 14.
La Carta de la Congregación para la doctrina de la fe re-
cuerda que la Iglesia afirma la continuidad y la subsistencia
después de la muerte del elemento espiritual, dotado de con-
ciencia y voluntad, de tal modo que el «yo humano» subsiste,
aunque carezca de su cuerpo en ese ínterim. Y para designar
ese elemento espiritual utiliza la palabra «alma», instrumento
verbal necesario para sustentar la fe de los fieles 15.
El valor de este marco proviene de la síntesis original de
elementos de la tradición bíblica, de corte semita, y del pensa-
miento griego, expresado sobre todo en las líneas platónica y
aristotélica. Supera la concepción semita del sheol, presa toda-
vía de categorías mitológicas. Retiene la enseñanza bíblica que
había cristalizado en la época de los Macabeos sobre la resu-
rrección de los muertos. Consigue entender esos dos datos a la
luz de la novedad de la resurrección de Cristo, con sus reper-
cusiones en la muerte del cristiano.
Efectivamente, el semita conoció desde antiguo la mansión
de los muertos, el sheol. En ello participaba de las culturas tra-
dicionales. Al morir el hombre, iba al sheol. El hombre en-
tero. La misma concepción del sheol sufrió modificaciones y
oscilaciones. Unas veces era visto como un lugar ajeno al po-
de!" de Di0~. vid3 0~('U!"3, <:PTnih1ltn:l":l rprhwirl;:l (';:I<:i ::l 1::1
nada. Dios no era glorificado en ese lugar. No había distinción
entre buenos y malos. Todos recibían el mismo destino. Otras
veces se veía el sheol como lugar en donde estaban separados
14 PABLO VI, El Credo del pueblo de Dios, SAC, Madrid 1968, 33.
15 ASS 71 (1979) 941.
205
los buenos y los malos. Lugar de espera en una posible inter-
vención de Dios. Dios tenía de hecho poder sobre el sheol y
podría sacar de allí al difunto. Esa fe en el poder de Yahvé fue
madurando. Con el impacto de la persecución de los reyes se-
léucidas, y sobre todo con el martirio de los judíos, aparece la
categoría de la resurrección de los muertos. Así el sheol ter-
minó siendo el lugar de espera para la resurrección. Esta figu-
raba fundamentalmente como acontecimiento escatológico final
de la historia y nunca como dimensión personal individual.
Este esquema sufrió un violento impacto con la experiencia
de la muerte y resurrección de Cristo. La resurrección no era
ya exclusivamente un acontecimiento escatológico final, ya que
tuvo lugar en una persona: Jesucristo. O también, ese final de
los tiempos ya comenzó entonces. Esta segunda comprensión
parece ser que fue la que predominó en un primer momento.
Por eso los cristianos de las primeras comunidades vivían en la
expectativa de ese final, de la resurrección de los muertos, de
la parusía del Señor. Maranatha! ¡Ven, Señor Jesús! (Ap
22,20). Y muchos cristianos esperaban estar vivos aún para
presenciar esa venida (1 Tes 4,17) 16.
A medida que morían los cristianos, muchos de ellos már-
tires, la aguda pregunta sobre su destino por un lado y sobre el
retraso de la venida gloriosa de Cristo por otro sacudían el es-
quema del sheol como lugar de espera de la resurrección. El
que ya había participado de la muerte y resurrección de Cristo
por el bautismo y por la eucaristía, al morir debería de alguna
manera estar ya con Cristo glorioso. No habría ya motivos
para esperar en el sheol. Jesús lo había vencido ya con su
muerte --descendió a los infiernos, al sheol- y con su resu-
rrección. Jesús le había abierto ya las puertas. Y el cristiano vi-
206
vía ya esa vida aquí en la tierra. Con la muerte no podía regre-
sar a una situación anterior a la resurrección de Cristo. La fe
cristológica exige una reinterpretación del esquema semita.
No cabe duda de que Pablo y Juan fuerzan con sus cristolo-
gías la explosión de este esquema. Estar con Cristo es ya una
realidad para el cristiano. La muerte no puede hacer otra cosa
más que consumar esa experiencia. Pablo lo formula de modo
muy explícito: «Me siento apremiado por ambas partes: por
una anhelo la muerte para estar con Cristo, lo que es mejor
para mí; por otro lado, continuar viviendo, lo que juzgo más
necesario para vosotros» (Flp 1,23-24). Es el mismo Pablo que
un día consideró la hipótesis de estar presente en la venida glo-
riosa de Jesús (1 Tes 4,15-17). Ahora, marcado por el sufri-
miento, las prisiones, las amenazas de muerte inminente, se da
cuenta de que su fe no ha cambiado. El ir a estar con Cristo si-
gue estando en el centro, bien a través de su muerte, bien a
través de la venida gloriosa de Jesús (1 Cor 15,32; 2 Cor 1,8-
10; 4,7-12).
207
resurrección corporal-o A pesar de la teología de Pablo, toda-
vía predominó en los primeros Santos Padres la idea de que los
justos tendrían que esperar al juicio final para entrar en el
cielo, en una interpretación literal del sermón escatológico (Mt
25,41). Pero muy pronto empezaron a surgir las excepciones:
los mártires, los apóstoles, los patriarcas liberados por Cristo
en su descenso al sheol. Así Tertuliano afirma con claridad
que sólo los mártires, los patriarcas y los profetas han entrado
en el paraíso, mientras que los demás permanecen en el
hades, lugar distinto tanto del paraíso como del infierno subte-
rráneo. Solamente al final de la era patrística se supera este es-
quema arcaico judío. Gregario Magno afirma ya de forma
clara que el juicio se da inmediatamente después de la muerte,
superando las vacilaciones que todavía quedaban. Como ob-
serva el historiador de los dogmas H. Rondet, «se trata de un
intento de conciliación entre la escatología "griega" y la escato-
logía "judaico-cristiana", entre el punto de vista colectivo y el
individual» 17.
Pero el paso decisivo vino del choque que produjo en la
conciencia de los fieles las enseñanzas de un papa, Juan XXII.
En una serie de sermones que predicó en Aviñón, mantuvo la
postura arcaica de que las almas de los justos no alcanzan el fi-
nal con la muerte, sino que aguardan la resurrección final
«bajo el altar» (Ap 6,9), debajo de la humanidad de Cristo.
Esperan el regreso del Salvador para entrar con él en la gloria
definitiva. Se apoyaba para ello en textos de san Bernardo y
de san Agustín. Ante la reacción de los fieles, que se escanda-
lizaron de tales enseñanzas, así como ante la presión de la uni-
versidad de París y de los príncipes, el papa se retractó en su
lecho de muerte, donde hizo profesión de fe afirmando que las
almas purificadas, separadas del cuerpo, están en el cielo con
Cristo y con los ángeles. Ven la divina esencia cara a cara.
El sucesor de Juan XXII fue precisamente Benedicto XII,
que volvió a tomar la cuestión, la estudió y promulgó la consti-
tución Benedictus Deus. Evidentemente, tanto la repulsa de las
ideas de Juan XXII como la posibilidad de una formulación
208
clara y lapidaria de Benedicto XII sólo fueron posibles por el
trabajo teológico de los escolásticos, sobre todo de santo
Tomás. Ya hablamos de ello al principio, al situarnos en la
problemática.
Esta posición, que pasó a ser oficial y que aprobaron varios
concilios, ha llegado casi sin cambios hasta nuestros días, como
hemos visto en la formulación del Credo de Pablo VI. Poco a
poco empezó a ser abandonada por los teólogos de mayor en-
vergadura, que adoptaron otro esquema interpretativo. Sin em-
bargo, un teólogo de renombre, y que en cierto modo estuvo
en el origen del esquema moderno interpretativo, J. Ratzinger,
revisando sus posiciones ha vuelto a afirmar con nuevas ener-
gías el cuadro explicativo tradicional con algunos toques inno-
vadores.
J. Ratzinger retiene el esquema del alma separada y de la
resurrección de los cuerpos al final de los tiempos. Sin em-
bargo, intenta, con ayuda de la categoría del «tiempo de la
memoria», sacada de las Confesiones de san Agustín, entender
la relación del «alma separada» con la historia. Esboza una rá-
pida fenomenología del tiempo humano. Este participa, sin
duda, del tiempo físico, en cuanto que el hombre es cuerpo.
Pero en cuanto espíritu, supera las realidades físicas, y sus acti-
vidades espirituales son temporales de manera distinta que los
cuerpos físicos. El tiempo del hombre es físico y antropológico:
«tiempo de la memoria».
Este «tiempo de la memoria» reúne de modo original el pa-
sado, el presente y el futuro. Lleva la marca de la relación con
el mundo corpóreo, pero la supera. Al morir, el hombre se
desliga del tiempo físico. Retiene el «tiempo de la memoria»,
que no es ni el tiempo físico, ni la eternidad. Ese «tiempo de
la memoria» permite entender que sea definitivo lo que se hizo
durante la vida. aue exista la posibilidad de purificación v que
el hombre se mantenga abierto a la posibilidad de una nueva
relación con la materia por la resurrección de la carne. Porque
el hombre continúa después de la muerte «temporal» por el
«tiempo de la memoria», mantiene una relación con la historia
humana de la que salió por la muerte. La red de las relaciones
humanas pertenece a su misma esencia. Ella es la que consti-
209
14. -- Escatología ...
tuye su tiempo humano, que permanece después de la muerte
bajo la forma de «tiempo de la memoria» 18.
A pesar de estas innovaciones, los críticos de esta posición
y defensores del otro esquema de la «resurrección en la
muerte» han mantenido sus reservas y se han confirmado en
sus propias posiciones 19.
210
materia es energía condensada. Porque la masa y la energía
son equivalentes.
Un tercer fenómeno. Nuestras células se modifican a lo
largo de nuestra vida innumerables veces. Se constituye la ma-
teria orgánica. Los elementos químicos se suceden en una ver-
dadera danza atómica. Y sin embargo conservamos la unidad
profunda de nuestro yo. Nuestro «sujeto» resiste a todos estos
cambios en su unidad y unicidad. Hay, por consiguiente, en
nosotros una relación de espíritu y materia, que va más allá de
la simple quimicidad de los cuerpos que se constituyen.
Un cuarto fenómeno. ¿Quién no se extasió en TV ante las
graciosas evoluciones de la rumana Nadia y de tantas otras
gimnastas de las Olimpíadas? El cuerpo se espiritualiza en
ritmo, armonía, dominio, gracia. ¡Qué diferencia de la materia
pesada, inerte, muerta! Así la materia, al ser asumida en el
cuerpo humano, se espiritualiza por la fuerza del espíritu hu-
mano.
Estos fenómenos fácilmente observables pueden facilitarnos
una comprensión de la relación profunda e indestructible entre
el espíritu humano y el cuerpo, el cuerpo humano y el espíritu.
La materia es un «momento» de nuestro espíritu humano. No
es una simple cosa que se une a él. La materia permanece en
todos los momentos de nuestra existencia y, al ser asumida a
un ser espiritual --el hombre-, se abre a nuevos horizontes
por la fuerza del espíritu. Hay una ordenación mutua del espí-
ritu y de la materia. La materia pertenece a la historia de
nuestra libertad. Y nuestra libertad sólo se construye en la me-
diación de la materia, del cuerpo. Y el hombre será tanto más
hombre cuanto más asuma el mundo y la materia. El la incor-
pora, la interioriza, por el mero hecho de hacerse acto, pre-
sente en sí mismo. Esta auto-presencia no se hace sin la mate-
ria. Ella está, por tanto, inscrita para siempre en nuestro yo,
nornl1P P<;P «"o" <;P ron<;tr11"p pn 11n nrnrp<;n pn pI 011P 1:1 m:1-
..1" ".J. .J.
211
cuanto medio de expresión del espíritu. Hemos de evitar ima-
ginarnos esa materia, pues estamos presos de la forma sensible
fenomenal. En una palabra, esa materia es la condición de po-
sibilidad para que nuestra libertad humana pueda actuarse
como libertad social e interpersonal. Toda nuestra relación con
los demás, con el mundo, está mediada por nuestro cuerpo,
por nuestra materialidad. Y por esas relaciones es por lo que
yo soy un ser humano 20.
A partir de esta comprensión de la relación espíritu y mate-
ria en el ser humano es posible concebir la resurrección en la
hora de la muerte. El que muere es ese sujeto humano que se
construyó como ser espiritual-corpóreo y para el que la corpo-
reidad fue siempre un momento interno de su realización hu-
mana. Ese sujeto es el que entra en la vida eterna, con todo lo
que él ha construido de definitivo. El cadáver, la materia pere-
cedera, se queda atrás. Pero la materia, que su espíritu inter-
nalizó, hizo madurar dentro de sí y convirtió en parte interna
de su propio yo, sigue hacia dentro de la eternidad glorificada.
Por tanto, podemos hablar de resurrección en la hora de la
muerte.
La materia terrena nos limitaba el espíritu en sus rela-
ciones. Lo ligaba a las coordenadas del tiempo y del espacio.
Pero también le daba posibilidades de relacionarse. Y cada re-
lación iba construyendo el todo del sujeto. En la muerte, el as-
pecto limitante de la materia terrena se rompe. El sujeto hu-
mano, en esa nueva situación corpóreo-espiritual, adquiere una
referencia pancósmica al mundo, según expresión de K. Rah-
ner 21. Una relación más profunda, más intensa, más amplia
.con la totalidad, con la unidad del mundo material. Se supera
la relación individual de corporeidad limitativa para adquirir
una amplitud nueva.
Muere el cuerpo, en cuanto que fue objeto de explotación,
.............................. .-1 ....... _,.....,_ t .... ro n~ ..... ...., .. _: .......... ,... .-lnl 1-. .... ...-\..... ... ", ... l.-. 1 ..... ..-...,; ......... _:...... .....~1 _~
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20 lb., 16155.
21 K. RAHNER, Sentido teológico de la muerte, Herder, Barcelona 1969,
2455.
212
Pues ese cuerpo fue siendo asumido definitivamente en la uni-
dad del sujeto, que entonces es glorificado. Se pierde todo lo
de aquel cuerpo de miseria. No se pierde nada de ese cuerpo-
mediación material de realidades de justicia, de amor, de co-
munión. Se pierde todo lo de ese cuerpo castigado por las se-
quías y por el hambre. No se pierde nada de ese cuerpo endu-
recido por el heroísmo de la resistencia, por la esperanza
comunitaria de la victoria. Se pierde todo lo de ese cuerpo re-
gado por los vinos de la explotación o regalado con los man-
jares del exclusivismo egoísta. No se pierte nada de ese cuerpo
templado por el ayuno de la lucha para mejorar las condi-
ciones de vida o alimentado en los banquetes de la fraternidad
y del amor.
En la vida terrena nuestras relaciones se llevan a cabo por
la mediación de una corporeidad bioquímicamente constituida.
Condición imprescindible para relacionarnos con los hermanos,
con el mundo y con Dios. Con la muerte esa corporeidad se
deshace. Ya no existe un cuerpo. Yace allí un conglomerado
diforme de moléculas químicas, expresión de un cuerpo en des-
composición. La resurrección en la hora de la muerte no se re-
fiere a ese cuerpo, porque ya no existe como cuerpo. Es la
persona la que sigue viviendo en la novedad de relaciones.
El esquema «resurrección en la hora de la muerte» resuelve
mejor la relación de la materia y del espíritu según los postu-
lados de las ciencias físicas y humanas. Cuadra mejor con las
líneas antropológicas actuales. Sin embargo, todavía puede
quedar preso de un horizonte individualista. al concentrarse en
el aspecto de la resurrección de la persona.
Al tratar del núcleo fundamental de la escatología acen-
tuamos esa relación entre la persona y la historia. Con la resu-
rrección de la persona, la historia se glorifica. Cada uno es la
historia que construyó y que seguirá a su acción, pero marcada
por ella. ~n la resurreCClon de ca<1a uno, la nlstona liega a su
plenitud. La historia glorificada no corre paralela a la historia
terrena, ya que el concepto de historia es, en este caso, aná-
logo y no unívoco. La historia terrena se realiza en el tiempo
lineal; la historia glorificada rompe ese límite temporal para
cortar trasversalmente toda la historia terrena. Lo definitivo
213
'.
214
historia. También hablamos analógicamente del «intervalo» en-
tre nuestra historia terrena y la historia glorificada. Las dos no
corren paralela sino verticalmente, de modo que en cada resu-
rrección en la hora de la muerte tenemos el encuentro de la
persona con la totalidad acabada de la historia glorificada. Por
tanto, la resurrección en la hora de la muerte no está en con-
tradicción con el dogma de la resurrección al final de los
tiempos.
En este sentido pierde su relevancia el problema de si la
historia terrena sucumbirá a una catástrofe apocalíptica o pro-
seguirá interminable en indefinidas sucesiones. Ciertamente el
núcleo del dogma seguirá siendo igualmente verdadero, al afir-
mar que la resurrección de la carne y la transformación cós-
mica se darán al final de los tiempos por acción de Dios. Por-
que en cada resurrección en la hora de la muerte tienen lugar
esa resurrección de la carne y esa transformación cósmica por
la acción trascendente de Dios. Y el fundamento último de ese
dato de la fe es la propia resurrección de Jesucristo, que perte-
nece ya en «cuerpo y alma» a esa totalidad glorificada de la
historia.
215
fácilmente pie a la expectativa de una inminente y última inter-
vención de Dios en forma de catástrofe final (Mc 13).
La comunidad primitiva experimentó la pascua. Jesús murió
y resucitó. La resurrección de los muertos pertenecía en el es-
quema judío a los últimos acontecimientos, al final de los
tiempos. Por tanto, con Jesús resucitado debería estar ya co-
menzando esa etapa definitiva. La vida terrena de Jesús es re-
leída entonces en esa expectativa. Los sermones de Juan Bau-
tista parecen indicar con claridad que el juicio de Dios está
para venir (Mt 3,1-6; Lc 3,7-14). El bautismo de Jesús se des-
cribe con rasgos teofánicos de la inauguración de los nuevos
tiempos: los cielos se abren, se oye la palabra de Dios y el Es-
píritu baja del cielo, en alusión a Is 42,1 (Mc 1,9-11). En las
palabras, discursos y parábolas de Jesús abundan las alusiones,
las referencias claras a esa venida inminente del reino. La lec-
ción de la higuera resume esas enseñanzas. Cuando sus ramas
se vuelven ya tiernas y empiezan a brotar hojas, se acerca el
verano. y cuando los signos indicados anteriormente en el capí-
tulo 13 de Marcos se hayan realizado, entonces el Hijo del Hom-
bre estará cerca, a las puertas. No pasará esta generación antes
de que acontezca todo esto (Me 13,28-37).
216
Al mismo tiempo que existía este clima de expectativa, se
iniciaba también otro proceso opuesto. Las muertes de los cris-
tianos, sobre todo de los mártires, ponían en cuestión su des-
tino, ya que el Señor Jesús no había venido todavía. Y la orga-
nización de la Iglesia exigía medidas dirigidas al presente y no
era posible quedarse mirando al ciclo en espera de la venida
de Cristo. Este proceso de postergación de la parusía avanza
todavía más cuando la presencia griega se hace más significa-
tiva en el pensamiento teológico.
217
a la trascendencia de Dios, con que se enfrentan. Y en la
muerte la historia de la libertad llega a su fin. Se cierra ese ca-
minar de la subjetividad, envuelta por y en todos los aconteci-
mientos y relaciones que la constituyeron. Aparece entonces el
Señor para cada uno de nosotros, revelándonos a nosotros
mismos quiénes somos, y sobre todo revelándonos su amor
eterno y asumiéndonos en la eternidad de su vida. La historia
personal, subjetiva de cada uno, ligada con la trama de rela-
ciones interpersonales y sociales, termina encontrándose con el
Señor Jesús, que viene con el esplendor de su victoria sobre la
muerte a acoger al que muere en su amor, en su confianza.
Por eso, este momento de la muerte -en su dimensión perso-
nal y social- se convierte en el momento revelador último y
pleno del estar ante el misterio del Cristo glorioso en toda su
trasparencia. El misterio de Cristo surge como fin, como pleni-
tud, como victoria última sobre la historia de los hombres en el
momento de la muerte de cada uno. ¡Verdadera parusía!
La parusía del Señor revela con toda claridad que los se-
ñores de la tierra no han dicho ni dirán jamás la última palabra
sobre la historia. Frecuentemente, y hasta en nuestros días,
han dicho las penúltimas palabras para sufrimiento de muchos
y martirio de algunos. La parusía del Señor revela que hay un
abismo entre la penúltima y la última palabra. La última pala-
bra le corresponde siempre a la justicia. al amor, a la fraterni-
dad. Realidades sostenidas por el propio Dios a lo largo de la
historia. Por otra parte, la última palabra la dijo ya Dios en la
encarnación del Verbo. El Verbo encarnado. viviendo entre
nosotros y muriendo en una cruz, rubricó y reveló con su resu-
rrección el sentido de lo último y definitivo de la historia. En
él se da la glorificación de toda la historia humana; de todo lo
que significó amor, donación, justicia, lucha por el bien. La
parusía del Señor no es sólo salvación. Es también condena-
ción, juicio en relación con todo lo que significa no-vida, ex-
plotación, dominación, injusticia. Por eso en la muerte se ma-
nifiesta -parusía-, en forma de glorificación o de
condenación, lo definitivo de las opciones históricas que los
hombres fueron tomando a lo largo de su existencia, con todas
sus implicaciones sociales, cósmicas. En la muerte-resurrección
de Jesús, el reino de Dios apareció con su cuño de universal,
218
definitivo y próximo. En la muerte de cada uno, es el Señor el
que aparece para dar esas mismas dimensiones al existir hu-
mano o, más exactamente, para terminar ese proceso de defi-
nitividad que atraviesa toda la vida humana. La parusía está
siempre aconteciendo y está próxima. Está siempre aconte-
ciendo, porque el Señor no cesa de venir a nosotros. Pero to-
davía bajo una forma escondida. Y está próxima porque apare-
cerá -parusía- sólo en la claridad y trasparencia de la
muerte. No aparece otra realidad distinta; pero aparece de
modo tan claro que parece como si nunca hubiera sido. La pa-
rusía de la vida es como en el espejo, la parusía de la muerte
es cara a cara. La parusía de la vida está escondida, la parusía
de la muerte está revelada. La parusía de la vida es definitiva,
pero envuelta por la transitoriedad de muchas apariencias; la
parusía en la muerte es definitiva, pero desprovista de toda si-
mulación, debido a la aparición gloriosa del Señor.
La parusía del Señor nos revela que la historia humana no
llegará a su plenitud por una dinámica intrínseca e inmanente,
ni por un determinismo histórico, ni por la fuerza prometeica
de los hombres, sino por iniciativa omnipotente de Dios, que
triunfará sobre todas las cosas, que resucitará nuestros cuerpos
con vistas a la salvación, por medio de su Hijo Jesús (He 1,6;
3,19s; 1 Pe 1,4s; Flp 3,20s).
La parusía del Señor es el fin de la historia humana; pero
no es posible entenderla como si fuese el romper de un nuevo
mundo en continuación cronológica de un tiempo histórico que
se desarrolló hasta el fin. Corta la historia humana de modo
vertical, inconmensurable con ella. Por eso es menos inco-
rrecto concebirla aconteciendo siempre que situarla en un ins-
tante puntual al final de la secuencia de los acontecimientos
humanos. Todo paso de la vida terrena al «tiempo glorificado»
es una ruptura posible solamente gracias a la fuerza trasforma-
~~~.~ ~:' D!ro~. S~ P"t"" pn p] fin,,] fip ]... ~ tiPlTlpm T '1 pntr'lrJ:;¡
219
será catastrófico -tal como parecen indicar las Escrituras- o
de si podrá proseguir interminablemente, en larguísimos pe-
ríodos evolutivos siempre nuevos, encierra un doble presu-
puesto teológicamente inexacto. Primero, que los textos bí-
blicos tratan de describir el final de los tiempos en un
reportaje anticipado, tal como veíamos al comienzo de este tra-
bajo. El segundo presupuesto es entender el final del mundo
como un acontecimiento de la misma naturaleza que nuestros
acontecimientos históricos. Esto es desconocer también la na-
turaleza única, nueva, inconmensurable del acontecimiento de
la acción transformadora de Dios, al resucitar a los hombres y
al transformar el cosmos.
Por eso parece más correcto o menos inexacto teológica-
mente decir que el mundo está siempre llegando a su final con
la muerte y resurrección de cada persona. En ese momento, el
«yo» con todo lo que lo constituyó de historia y de mundo
queda glorificado. Y así el mundo llega al final, a su último re-
toque, a su perfecto acabamiento en cada persona resucitada.
Acto que trasciende y corta verticalmente el ritmo sucesivo y
lineal de nuestros acontecimientos históricos. Cada persona re-
sucitada constituye la historia glorificada. Y la historia glorifi-
cada implica, no una mera y simple revivificación o espirituali-
zación de la materia, sino su glorificación. Se pasa por el corte
de la muerte. Se pasa, como con Jesús, por la destrucción ke-
nótica del cuerpo mortal en la cruz. Y ese corte es el que
abre esperanzas, sobre todo en el continente latinoameri-
cano, cargado de muertes, dominaciones y opresiones. Desde
las ruinas de esta iniquidad humana, Dios vuelve a crear y a
transformar en vida, por la fuerza del Espíritu, todos los signos
de muerte. No por la fecundidad mágica de la muerte, sino por
la fuerza del Espíritu, que recupera y glorifica las venas vitales,
ocultas en la muerte, de la opresión, los gemidos, los anhelos,
las luchas de liberación.
el nuevo cielo y la nueva tierra no son la prolongaCión de
los progresos, introducidos sobre todo por los países ricos
-ellos padecen una dolorosa ambigüedad-, sino obra de
la omnipotencia de Dios por el Espíritu que destila de la masa
inicua de la muerte el licor sabroso presente en el ocultamiento
de tanta generosidad, de tanto amor, de tanta solidaridad, de
220
tanta entrega de los que en medio de la trama de la historia
conservan la fe, la esperanza y la caridad. Se da una ruptura
con el esplendor de la ciudad terrena, frecuentemente cons-
truida sobre los cadáveres de los pobres y de los oprimidos. No
se trata, por tanto, de un mero despuntar de la corola de flores
perfumadas del obrar humano; lo mismo que en la vida de
Jesús, la resurrección brota, como inmensa sorpresa, desde
dentro de la cruz de la entrega por los hombres y de la cruz de
la opresión de los poderes reinantes. Así el fin del mundo nos
sorprenderá, no simplemente porque nadie -ni siquiera el
Hijo del hombre- conoce su día (Mc 13,32), sino sobre todo
porque entonces Dios arrancará de la masa oscura del sufri-
miento de los pobres, de las ansias de libertad sofocadas por
las redes de la dominación, la energía vital de la glorificación.
Yeso lo está haciendo él a cada momento en el encuentro con
las personas en el momento indivisible e inconmensurable de la
muerte-resurrección.
Es posible que esta humanidad concreta encuentre en la lo-
cura del «invierno atómico» su muerte global o que siga pro-
creándose hacia más allá de cualquier horizonte previsible o en
ondas evolucionistas nacidas del mundo de la materia. Pues
bien, la primera alternativa no significa el final de los tiempos.
Porque las armas atómicas sólo pueden destruir la vida, pero
no tienen fuerza para hacer pasar a los muertos el umbral de la
historia glorificada. Por tanto, no terminan la historia. Esta se
concluye solamente por la acción trascendente de Dios, que
asume en la definitividad de la vida a los que murieron en
Cristo. Yeso no tiene lugar en un final catastrófico, sino a me-
dida que mueren las personas. Ni tampoco la persistencia en la
vida de nuevos seres humanos impide que la historia de los
que se durmieron en el Señor sea llevada a su consumación,
con todo lo que ellos llevan consigo: su yo, sus relaciones, la
materia, como momento indestructible de su personalidad. En
eltos tooa ia ÍlÍstoria y eÍ lIIum.iu I:IKlJl:IÜIdJi 1>U fJ1I:Jiifil-dl-iúu, :>u
acabamiento. Tiene lugar el fin del mundo.
Pero no es una cuestión abierta, sino definida y definitiva,
que por la muerte y resurrección de Jesús el cuerpo, la mate-
ria, la historia, el mundo -lo que él era- entraron en la defi-
nitividad gloriosa de Dios por la fuerza vivificadora del Espíritu.
221
y por la fuerza de la resurrección de Jesús, todos los que
creen y mueren en él participan de ese final de glorificación
con todo lo que son: espíritu y materia, centro de decisión y
relaciones, historia y mundo. Ahí está el fundamento de nues-
tra fe. Por eso, si Cristo no hubiera resucitado, nuestra fe sería
vana (1 Cor 15,17). La certeza de la glorificación del cuerpo y
de la historia proviene de la certeza de la resurrección de
Jesús; pues de aquí es de donde deriva su realidad. El fin del
mundo no es la destrucción de la vida o de las cosas, sino su
glorificación; por eso, sólo puede ser obra de Dios que está
siempre sucediendo.
222
dado en abundancia anuncia los tiempos finales. Es signo esca-
tológico (JI 3,1-5), hasta el punto de que Pedro interpreta la
experiencia de pentecostés como realización de la profecía de
loel (He 2,14ss). lsaías traza el perfil del rey mesiánico ha-
ciendo reposar sobre él el Espíritu de Yahvé (Is 11 ,2), con sus
dones de sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia y
temor. Ezequiel, de modo más dramático todavía, presenta la
acción del Espíritu trasformando a las personas (Ez 36,26) y
restituyendo la vida a los huesos resecos en medio de un gigan-
tesco escenario de restauración nacional (Ez 37,1-14).
El Nuevo Testamento recoge esta tónica veterotestamenta-
ria de la fuerza vivificadora del Espíritu y profundiza en ella
relacionándola con la persona de Jesús, con su obra, con la
vida del cristiano y con los dones escatológicos. El misterio de
la encarnación se lleva a cabo por la acción del Espíritu Santo
(Lc 1,35), y la exaltación gloriosa de esa humanidad se le atri-
buye también al Espíritu (Rom 1,4). La acción del Padre que
resucita a Jesús se realiza por la fuerza del Espíritu Santo
(Rom 8,11).
En relación con los fieles, se atribuye al Espíritu Santo la
misión de completar la redención, asemejándonos al Hijo de
Dios, el Adán escatológico (1 Cor 15,45), por la resurrección
(Rom 8,11) y por la redención de nuestro cuerpo (Rom 8,23).
Dios crea, el Hijo redime, el Espíritu Santo consuma el mundo
(G. Ebeling). El Espíritu atestigua que somos hijos de Dios
(Gál 4,6), coherederos de Cristo, partícipes de su gloria (Rom
8,16-17; 1 Pe 4,13-14). Por tanto, el Espíritu Santo realiza
nuestra glorificación, nuestra resurrección de la carne. El es la
garantía de la resurrección (2 Cor 5,5).
La manifestación gloriosa del reino de Dios está también
vinculada a la acción del Espíritu Santo. No deja de ser sinto-
mático que en la oración escatológica del padrenuestro haya
una variaIll~ Hl<U1U1>l:Úld ~1>¡giu v-v";), ':fU'- ~u~ti~uy,- :.... i¡¡",0-::..i
ción «venga a nosotros tu reino» por «venga sobre nosotros tu
Espíritu Santo y purifíquenos», que aceptan por otra parte
Marciano, Gregorio de Nisa y Máximo. «El reino de Dios
-4)bserva san Simeón, el Nuevo Teólogo- es la participación
del Espíritu Santo. De él es de quién se dice: El reino de Dios
223
está dentro de vosotros (Lc 17,21); de modo que debemos apli-
carnos a recibir y a tener en nosotros el Espíritu Santo» (PG
120,352). El reino de Dios se manifestará en plenitud y se ma-
nifiesta ya en forma proléptica, incoada, aunque velada, a
través de los dones escatológicos de la paz, la vida, la alegría,
la libertad, la esperanza: dones todo ellos del Espíritu Santo
(Rom 8,6; 7,6; 8,2; 15,13; 1 Tes 1,6; Gál 5,17; 2 Cor 3,17). El
Espíritu Santo no es solamente primicias (Rom 8,23), prenda
(2 Cor 1,22; 5,5) del mundo venidero, garantía de nuestra he-
rencia divina y de la completa redención del pueblo conquis-
tado por Dios (Ef 1,14), sino que también consumará esa resu-
rrección final (Rom 8,11) y será el «ultimo acabamiento» (san
Gregorio Nacianceno: PG 36,249a) y «el último don perfecto»
(san Cirilo de Alejandría: PG 75,844).
La acción del Espíritu Santo hará surgir el <<lluevo cielo y la
nueva tierra», la ciudad santa, la nueva Jerusalén, renovando
todas la cosas (Ap 21,1.2.5). Toda esa acción del Espíritu se
hace ya presente en la historia y la lleva a su cumplimiento. La
creación espera, en continuos deseos de gloria futura, su revela-
ción. De momento está gimiendo todavía, como en dolores de
parto, mientras aguarda la redención, la libertad gloriosa de
los hijos de Dios. Y estos gemidos brotan de la presencia del
Espíritu en nosotros (Rom 8,18-23). Porque este mismo «Espí-
ritu de Dios dirige el curso de la historia con admirable provi-
dencia y renueva la faz de la tierra», estando por consiguiente
«presente en esta evolución» (GS 26).
Sin una comprensión de la acción del Espíritu en la natura-
leza y en la historia, en la Iglesia y en el mundo, en la comuni-
dad y en los individuos, no conseguiremos entender el único
designio de salvación, de redención y de liberación de Dios. El
Espíritu prepara, por así decirlo, el ser humano y el mundo
para el último retoque, realizado igualmente por él, con la
consumación de la historia v del cosmos. Entenderemos con
tanta mayor facilidad esta acción constante del Espíritu a lo
largo de todo el proceso cósmico e histórico, cuanto más
cuenta nos demos de la propia concepción semita de «espíritu»
-ruah-. El «espíritu» significa un principio gracias al cual se
realizan en el mundo y en la historia los designios de Dios. Por
tanto, se trata de un principio operativo y dinámico, en contra-
224
poslclOn a la tradición griega de naturaleza sustancialista o
esencialista. De esta manera, la persona divina del Espíritu
Santo es a la que se atribuye fundamentalmente esta acción
creativa, transformadora, activa ya en la historia y en el
cosmos y, finalmente, en su consumación.
La historia es el sacramento del Espíritu. La señal se entre-
cruza con la gracia: la significa y la realiza. La gracia se in-
serta, por así decirlo, en la señal. Pero la trasciende. Y es su
juez crítico. Así es como el Espíritu actúa en relación con la
historia. Se inscribe en la serie de acontecimientos históricos
sin dejarse identificar por ellos, sin agotarse en ellos, sin redu-
cirse a esos acontecimientos. Los trasciende. Por eso puede
consumarlos con una nueva acción trasformadora en la escato-
logía final. El Espíritu es interior a la historia y Señor de la
historia. Interior a la historia, dándole un valor de definitivi-
dad. Señor de la historia, juzgándola, purificándola, dándole
su último cumplimiento. Interior a la historia, dándole la di-
mensión salvífica. Señor de la historia, excluyendo toda absolu-
tización de las mediaciones concretas e impulsando a los hom-
bres a discernimientos siempre nuevos en busca de nuevas
presencias concretas e históricas del Espíritu. Interior a la his-
toria, respondiendo por el verdadero incremento de la verdad,
del bien, de la justicia. Señor de la historia, excluyendo la ne-
cesidad de una experimentación objetiva y unívoca en el inte-
rior de la historia. Interior a la historia, anunciando, antici-
pando el futuro y reteniendo el pasado en su dimensión de
definitividad. Señor de la historia, haciendo explotar todo mo-
delo determinista o estructuralista de lectura de la historia. In-
terior a la historia, perdiéndose en cierto modo en la inmanen-
cia de los acontecimientos. Señor de la historia, conservando
intacta su trascendencia.
La primera vida en el mundo nació de la fecundidad del
Espíritu: protología. Entonces la vida, en su forma última y
definitiva, también será obra del Espíntu: escatología"'-'. Será
225
15. - Escatología ...
entonces cuando surjan los nuevos cielos y la nueva tierra que
esperamos según la promesa de Dios, en donde la justicia ten-
drá una morada estable (2 Pe 3,13).
6. Conclusión
226
CAPÍTULO V
1. El juicio de Dios
227
los hombres. No han necesitado de Dios para esta pequeña
obra de arte ... Le diré un secreto, amigo mío. No espere al
juicio final. Se realiza todos los días» l.
El escritor francés, irónico y descreído, refleja sin duda mu-
cho de lo que opinan las clases ilustradas. Es suficiente con el
juicio de los hombres. Son terribles en su castigo de los crimi-
nales y de los inocentes. Pero precisamente porque ese juicio
confunde en vez de iluminar los acontecimientos y las culpabi-
lidades, se desea al mismo tiempo un juicio insobornable, sin
pasiones, sin intereses, sin corrupción: el juicio de Dios.
228
Esa es también la experiencia de Israel. Los profetas inten-
tan restaurar la justicia denunciando a los jueces. «¡Ay de los
que convierten el derecho en ajenjo y echan por tierra la justi-
cia! ... Vejáis al justo, os dejáis sobornar con presentes y recha-
záis al pobre en la puerta» (Am 5,7.12b) Y cuando Israel expe-
rimenta como pueblo la opresión, la injusticia, en su totalidad,
entonces espera en el juicio de Dios sobre los pueblos opre-
sores.
Así pues, la experiencia de Israel atraviesa la confianza en
la justicia restauradora de Dios. Justicia que se manifiesta unas
veces contra las iniquidades cometidas en el mismo Israel, y
otras contra los crímenes de los pueblos dominadores. Por
tanto, habrá un juicio de Dios. ¡Es el día del Señor! Salvación
para el pueblo santo, castigo para los dominadores. Salvación
para los que creyeron en Yahvé, castigo para quienes lo recha-
zaron.
Esta misma experiencia alimenta a los sectores populares.
Sin tener la perspectiva de pueblo, como Israel, participan sin
embargo de la misma fe y confianza en la justicia de Yahvé.
Un juicio que se ve en línea personal. Los malos pagarán al-
gún día por su maldad. Sufrirán el juicio incorruptible de Dios.
Un juicio que sucederá de forma estruendosa al final de los
tiempos, pero que acontece ya como anticipación en la histo-
ria. Muertes repentinas. Desgracias que caen sobre las per-
sonas malas. Todo esto es interpretado popularmente como un
juicio de Dios.
Se da, por consiguiente, una confluencia de experiencias.
Cuanto mayor es la situación de impotencia, la sensación de
debilidad -Israel cercado por los grandes imperios, las masas
populares a merced de las fuerzas opresoras-, más clara surge
la conciencia de que tiene que haber un juicio de Dios. Lo que
Israel experimentaba en relación con los países limítrofes, con
los Impenos vIOlentos y opresores, eso es 10 que sienten ias
masas populares en relación con la situación socio-política en
que viven. De un lado, la imposibilidad de hacer valer la justi-
cia. Del otro, la confianza en Dios, que dirá la última palabra
sobre la historia, que habrá de ser una palabra de justicia: con-
denación de los dominadores y salvación de los oprimidos.
229
De vez en cuando la justicia humana tiene momentos de
paroxismo condenatorio de las violencias e injusticias acumu-
ladas. Al termina!" la segunda guerra mundial, después de que
la humanidad civilizada tuvo conciencia de los horrendos crí-
menes del nazismo, se organizó el «proceso de Nüremberg».
Con la caída del gobierno militar en Argentina, asis-
timos a un acontecimiento semejante. Salen a flote las tramas
criminales y asesinas urdidas durante los años de la represión,
con su horror de muertes, desapariciones, torturas. Y una na-
ción se levanta en actitud de juicio contra el grupo de los cri-
minales. Nunca se consigue descubrirlos a todos, ni cubrir con
la verdad declarada la oscuridad de muchos crímenes. Por ello,
incluso en esos casos, la sensibilidad humana, el sentido ético
herido, clama por otra justicia más completa, más verdadera,
incorruptible: la justicia de Dios.
230
la vida. El que no cree, ya está juzgado. Jesús vino a salvar,
pero el que no lo acoge se condena (Jn 3,17-19; 5,22.24. 27.29s;
9,39; 12,47s). Evidentemente, Juan también conoce el juicio al
final de los tiempos en perspectiva apocalíptica (Jn 5,27-29;
12,48).
En la tradición judía el día del Señor, la resurrección de los
muertos y el juicio final configuraban un todo único. Dios se
manifiesta, los muertos resucitan y tiene lugar el gran juicio de
Dios. Con la experiencia de la resurrección de Jesús la comuni-
dad primitiva, viviendo en ese horizonte judío, entiende a pri-
mera vista que ese momento se ha iniciado ya. Con la resu-
rrección ya ha comenzado el juicio final. Esperar al Señor es
esperar su juicio sobre los hombres y sobre la historia. El jui-
cio individual y colectivo se presentan como dos dimensiones
de ese acontecimiento escatológico. Al mismo tiempo todos y
cada uno de los hombres son juzgados delante del Señor glo-
rioso, que aparece desde el cielo. El separa a las ovejas de los
cabritos, a los buenos de los malos (Mt 25).
231
cular. El juicio particular es ya el definitivo. El juicio final no
pasa de ser una manifestación pública de aquello que fue ya
sancionado en la muerte. Es el teatro solemne del acto pe-
queño de la muerte. Lo que tuvo lugar en el silencio de la con-
ciencia de cada uno delante de Dios se publicará para alegría o
para vergüenza de las personas en el juicio final.
Recogiendo la tradición bíblica se interpreta, dentro del ho-
rizonte personalista y socio-histórico, el juicio de Dios como
un proceso que comenzó ya en la historia en el plano personal
y colectivo, en dirección a una manifestación total final. No es
tanto un hecho que ha de acontecer en un momento y lugar
determinado cuanto un suceso que siempre está aconteciendo.
Dentro de la historia se afirman ya algunos elementos defini-
tivos. Otros permanecen oscuros, sujetos a posibles revoca-
ciones. Por eso, todo el conjunto procesual del juicio de Dios
en nuestra historia padece del carácter escondido de la presen-
cia de Dios. A su vez esta presencia de Dios, que juzga en
forma de apelación definitiva, se realiza a través de innumera-
bles mediaciones. Solamente la contumacia y el orgullo de los
hombres pueden trasformarlo en juicio de condenación.
Somos juzgados en la confrontación diaria con nuestra con-
ciencia. Es ella la que nos sondea, escudriña nuestro corazón,
revelándonos su bondad o su maldad. Es la voz interpelativa
de Dios, en cuanto que traduce hacia dentro de la persona in-
numerables signos de Dios, codificados en la Escritura, trasmi-
tidos por testigos vivos de Dios y enseñados por autoridades
responsables.
Somos juzgados por Dios a través de los juicios de nuestros
hermanos. Desde la simple «corrección fraterna» hasta el acto
oficial del ministro de la penitencia. Se trata de juicios que mi-
ran a nuestra salvación. Pero son juicios parciales, frágiles, en
una mezcla de verdad y de engaño. Son el comienzo del gran
juicio cif" Dio," ~11P' ,"P' V~ m~nifP'"t~nrlíl " tnwp<: rlp t0rl" nllP~
tra vida hasta el momento final.
Somos juzgados por los acontecimientos, por innumerables
instancias civiles y eclesiásticas. Los juicios de la historia se ha-
cen y vuelven a hacerse. Cada avance en el juicio correcto de
la historia es un átomo de luz del fulgor divino, que iluminará
232
'IW
I
233
sembraron y que habrán de sembrarse aún por la maldad de
los hombres no han sido aún totalmente arrancadas. Mientras
estén en la historia, el juicio de Dios no se ha cerrado todavía.
El que no esté aún cerrado no le quita su carácter de juicio fi-
nal. De hecho, toda la historia se vuelve trasparente para el
que muere. El juicio de Dios sobre ella es último, definitivo,
irreversible. No se sitúa en la muerte de cada uno como en
una secuencia de actos conmensurables con las fechas de de-
función. Precisamente porque es juicio de Dios, trascendente,
se sitúa fuera de la cronología humana. Por eso puede ser fi-
nal, aunque la historia humana siga su rumbo. Para indicar
esta doble dimensión que, a pesar de no ser contradictoria, no
encuentra semejanza alguna en nuestras experiencias terrenas
-mortifica nuestra fantasía espacio-temporal-, afirmamos el
doble elemento de ser final y progresivo. Final, porque de he-
cho es un juicio último, definitivo, que ilumina toda la historia.
Progresivo, porque no se cierra con la muerte de cada indivi-
duo, toda vez que el mal dejado por él persiste aún y habrá
otros individuos que prosigan todavía su curso en la vida. Para
ser final no es preciso que acontezca sobre el último ser hu-
mano viviente, como si sólo entonces se diera la «Gran Final»
del juicio universal según el modelo pictórico de Miguel Angel
en la Capilla Sixtina, imagen que muy pronto ocupa nuestra
fantasía a través de la predicación tradicional. El juicio final
está siempre aconteciendo en la muerte de cada persona en
cuanto individuo, relaciones, historia y mundo. El término fi-
nal indica más bien la naturaleza del juicio de Dios. El término
progresivo, por el contrario, se refiere a la manera como parti-
cipamos de él.
2. El purgatorio
235
2.1. El recorrido doctrinal hasta su consolidación
236
clOn; para los casi perfectos, una purificación. Otros piensan
que sólo aquellos que no vayan enseguida al paraíso o al in-
fierno tendrán que sufrir esa prueba» .1.
A finales del siglo XX se afianza la doctrina del purgatorio
como lugar. Fueron muchos los que contribuyeron a esta tarea;
sería largo hacer el inventario, que por otra parte ha realizado
ya brillantemente Le Goff 4.
Los comienzos son oscuros. El hagiógrafo alaba a Judas
Macabeo por la colecta a fin de ordenar un sacrificio expiato-
rio por los soldados muertos en el combate, junto a los cuales
se encontraron objetos consagrados a los ídolos del templo de
Jamnia. Lo movía la fe en la resurrección de los muertos y la
certcza de que ese sacrificio podría librar a los muertos de sus
pecados (cf 2 Mac 12,38-46). Nada se dice directamente del
purgatorio; pero la idea de una ayuda válida para los que ya
murieron abre el camino a la concepción del purgatorio.
Otro jalón. Pablo escribe a los corintios: «Si uno edifica so-
bre este fundamento (Jesucristo) con oro, plata, piedras pre-
ciosas, maderas, heno, paja, aparecerá clara la obra de cada
uno; pues aquel día lo descubrirá, porque se revelará en fuego,
y el mismo fuego probará cuál fue la obra de cada uno. Si la
obra que uno sobreedificó subsiste, recibirá el premio; si que-
dase consumida, sufrirá el daño; él, sin embargo, se salvará,
pero como quien pasa por el fuego» (1 Cor 3,12-15). No se
trata directamente del purgatorio, sino del juicio al final de los
tiempos. Pero la idea de prueba, de purificación a través de la
imagen del fuego, ligada a la salvación, favorece una interpre-
tación en la línea del purgatorio.
Además de los maestros de la escuela de Alejandría, Cle-
mente y Orígenes, hay dos personajes en occidente que cola-
boraron en la explicitación de la fe en el purgatorio: san Agus-
tíu y sall GH;guliu Magü0.
237
San Agustín, en verdad, no se apasionó por esta problemá-
tica. Pero todo lo que escribió y lo que dejó tuvo una enorme
influencia en la teología de occidente, debido a su autoridad.
A pesar de las vacilaciones y oscilaciones, san Agustín admitió
el «fuego purgatorio». La muerte de su madre le inspiró una
hermosa oración en la que pedía a Dios que le perdonase las
deudas que había contraído ella durante su vida después de la
ablución de la salvación 5. Hay, por tanto, una manera de ser
perdonado después de la muerte, y nuestras oraciones desem-
peñan la función de sufragio. San Agustín abrió además un
enorme espacio a la fantasía para que inventase tormentos en
el purgatorio cuando dijo que su «fuego será más terrible que
todo lo que el hombre puede sufrir en la tierra» 6. En otro lu-
gar dice: «Si el hombre no cultivó el campo y dejó que los
abrojos lo cubriesen, tendrá en esta vida la maldición de la tie-
rra en todas sus obras, y después de esta vida o el fuego de la
purificación o la pena eterna» 7.
San Gregorio Magno (t 604), con su enorme autoridad,
hizo avanzar la reflexión del purgatorio, atribuyendo importan-
cia a las penas después de la muerte, mientras que Agustín
concedía todavía un papel purgativo de relieve a las tribula-
ciones terrenas. Una historieta contada por el santo refleja la
idea, todavía popular en nuestros días, de que algunas almas
acuden a pagar sus penas en el lugar donde pecaron. Así re-
fiere san Gregario que el diácono Pascasio, hombre de vida
recta, limosnero, de conducta austera, en un cisma de finales
del siglo V se puso al lado del falso papa Lorenzo por pura ig-
norancia. Mucho tiempo después de su muerte, el obispo de
Capua, Germano, se encontró con Pascasio sirviendo de criado
en una estación termal de los Abruzos; preguntado por el
obispo, respondió que estaba allí castigado por culpa de su pe-
cado de adhesión al falso papa y pedía oraciones para verse li-
bre de aquella pena. Añade Gregario que, cuando volvió el
ohispo Y:l no 10 encontró señ;'ll nf' f}1Jf' sns or~('ionf'S por pI
habían sido escuchadas. De hecho, el obispo rezó ardiente-
238
mente. Volvió a las termas. No lo encontró. Estaba ya en el
cielo 8.
Al lado de enseñanzas más teológicas y de la tranquila y só-
lida doctrina de los concilios, se van creando historias cada vez
más numerosas en torno al purgatorio. Antes de entrar en los
caminos curiosos de la fantasía religiosa, veamos la cristaliza-
ción oficial de esta doctrina. Inocencio IV, empeñado en la re-
conciliación entre griegos y latinos, envió una carta poco antes
de su muerte (6 de marzo de 1254) a su legado entre los
griegos de Chipre. Trata allí del destino de los muertos. En-
seña que las almas de los difuntos con pecados veniales o faltas
menores, o que no cumplieron del todo la penitencia impuesta,
se purifican después de su muerte y pueden ser ayudados por
los sufragios de la Iglesia. Recomienda recibir la palabra «pur-
gatorio» como apta para designar ese lugar. Esta purificación
se hace por medio del fuego temporal. Podemos considerar
esta carta como el bautismo oficial del purgatorio en cuanto lu-
gar de purificación a través de un fuego temporal. El 11 con-
cilio de Lión prosiguió la tarea de unión con los griegos: en la
sesión IV el concilio asumió la profesión de fe del emperador
Miguel VIII, el Paleólogo, como anexo de su constitución dog-
mática Cum sacrosancta. Allí se afirma solemnemente que las
almas de los que no cumplieron totalmente la penitencia son
purificadas después de la muerte por penas purificatorias
(poenis purgatoriis seu catharteriis), para cuyo alivio sirven los
sufragios de los fieles (DS 856). Los concilios de Florencia
(1439) y de Trento (1547) reafirmaron esta enseñanza.
Junto a los ejemplos sobrios de los teólogos circunspectos y
de los concilios, la doctrina del purgatorio se plasmó en la ima-
ginación religiosa hasta encontrar en Dante su maravillosa
forma artística. Algunos elementos forman parte del capital re-
ligioso de otras religiones. Testimonios antiguos nos hablan de
lugares de castigo, de prueba, donde son elementos comunes el
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239
dera antecámara celestial. La frase de san Agustín de que el
fuego del purgatorio es peor que el mayor tormento posible
que puede padecerse en la tierra abrió amplio espacio a la fan-
tasía. La tendencia más fuerte fue la de la infernalización del
purgatorio; a veces cuesta trabajo distinguirlo del infierno.
Un texto antiguo -la Pasión de las santas Perpetua y Feli-
cidad-, que habla del martirio de un grupo de cristianos afri-
canos en la persecución de Septimio Severo (año 203), describe
un sueño de santa Perpetua, donde ve a su hermano Dinó-
crates, muerto a la edad de siete años; lo vio «saliendo de un
lugar tenebroso, donde se encontraba con otros muchos, ar-
diendo y sediento, andrajoso y sucio, con llagas en el rostro ...
Estaba en un lugar donde había un tonel lleno de agua con el
borde demasiado alto para el tamaño de un niño; éste,
apoyado en la punta de los pies, no conseguía alcanzar el agua
que tanto deseaba». La santa interpretó el sueño como un
aviso de que su hermano pasaba por una prueba y no dudó de
que sus oraciones podrían aliviarle. Después de ser llevada a
las mazmorras, después de que rezara, gimiera y llorara implo-
rando a Dios por su hermano, éste se le apareció con el cuerpo
limpio, bien vestido y brillante; en vez de las llagas había una
cicatriz; los bordes del tonel bajaron hasta la cintura del niño y
el agua corría abundante; en los bordes, una taza de oro llena
de agua. Dinócrates se acercó a ella, comenzó a beber y el
agua no se vaciaba. Ya sin sed, empezó a brincar alegremente,
como hacen los niños. Al despertar, la santa comprendió que
su hermano ya no tenía pena alguna 9.
Se multiplicaron las visiones sobre el purgatorio. Beda el
Venerable no ahorra tinta en describirlas. Estas apariciones
ejercieron también la función de enfervorizar a los monjes de
los monasterios. Los conventos fueron verdaderos nidos de vi-
siones terroríficas. El Purgatorio de san Patricio, compuesto a
finales del siglo XII o comienzos del XIII por un monje cister-
ciCflSt, iut ulla uora ¡;¿it::Ol\:; tl1 ci IIltJiutvu.
La doctrina del purgatorio participó de las más diversas
coyunturas eclesiásticas, sociales, políticas, culturales. La inqui-
sición atemorizó con él a los herejes. Usó la pedagogía del
9 lb., 75ss.
240
miedo. San Bernardo tuvo que pasar por el purgatorio por ha-
ber negado la verdad de la Inmaculada Concepción. En la vi-
sión de Carlomagno, el purgatorio sirvió a la causa de Luis,
hijo de Bosón y Hermengarda. Allí los personajes reales y de
la corte hacen la verdadera autocrítica de sus actuaciones polí-
ticas en la tierra. Otra visión favoreció el capitalismo naciente.
En cierta manera libera a los prestamistas, que hasta entonces
eran considerados como usureros, merecedores del infierno.
Murió un prestamista de Lieja; el obispo lo excluyó de la se-
pultura eclesiástica; su mujer consiguió finalmente que le ente-
rraran en tierra sagrada prometiendo satisfacer en lugar suyo; en
varias apariciones, el prestamista reveló a su mujer que su situa-
ción estaba mejorando hasta que finalmente se vio libre de sufri-
mientos 10.
Culturalmente el purgatorio significó el paso del esquema
binario -{;ielo e infierno- a un esquema ternario -{;ie1o, in-
fierno y purgatorio-, superando así las oposiciones radicales
mediante una tríada más compleja, con unas amplias repercu-
siones y consecuencias en toda la vida social.
10 lb., 407s.
241
16. -_.. Escatología ...
tiempo, sufriendo bajo las llamas de un fuego único y original,
capaz de quemar a un alma. El universo analógico que nos
ofrece una pista para la comprensión del dogma no viene ya
del fuego ni de la localización geográfica, sino de las experien-
cias sacadas de las relaciones interpersonales e históricas.
El doble movimiento de desmitologización y de la valora-
ción del mundo personal e interpersonal hizo también sus in-
cursiones en la concepción del purgatorio. El fuego quedó re-
ducido a su cualidad de símbolo de un proceso de purificación.
La aritmética de las indulgencias se disolvió en el vacío. No se
negó la existencia del purgatorio; el purgatorio pertenece a la
tradición de la fe cristiana. Se deriva de la conciencia de la im-
posibilidad del hombre de llegar a un grado perfecto de pureza
y de integración durante su vida terrena como vía normal. La
mayor parte de los hombres terminan su historia cargados de
contradicciones, marcados por la negatividad de muchas ac-
ciones pasadas, divididos por incoherencias internas que no
consiguieron superar a lo largo de su vida con los recursos espi-
rituales ofrecidos por la Iglesia y por medio de su esfuerzo.
Terminan su viaje por la tierra con deudas. Y nadie puede
comparecer ante el rostro de Dios Santísimo, marcado por las
impurezas del pecado o de sus reliquias.
El proceso humano puede ser de maduración creciente y de
integración o, por el contrario, puede sufrir la desintegración
del pecado, del egoísmo. En el primer caso, el purgatorio se va
haciendo con la misma vida. Cada paso que da en orden a la
maduración y a la integración va purificando a la persona para
el encuentro definitivo con Dios en la muerte. San Agustín in-
sistía ya en esta idea de un purgatorio durante la vida: «Purifí-
carne y hazme tal en esta vida que no necesite ya del fuego co-
rrectivo» -In hac vita purges me el lalem me reddas, cui jam
emendalorio igne non opus sit- ll. Todo proceso de madura-
ción es doloroso. Y no lo será menos su culminación en el mo-
IlICIIlU Jc id lIIucllc. PC1U ldlllUi¿u t~ iiutldUUl. FUI ldIlLU, ti
purgatorio tiene una dimensión de sufrimiento, de purificación,
pero también de liberación. Porque nos acerca más a Dios. Y
todo encuentro con la luz penetrante de la santidad de Dios
141
nos hace sufrir por la conciencia de nuestra imperfección y de
nuestra impureza --el fuego--, pero por otro lado termina por
sumirnos en la infinita felicidad de ese amor misericordioso.
La psicología nos permite, por medio de la analogía de la
maduración, entender esta doble dimensión de dolor y de feli-
cidad del purgatorio. Las terapias intentan ayudar al sujeto a
integrarse mejor. ¡Y qué dolorosas resultan! Hay muchos que
no las aguantan. Las interrumpen por no poder soportar el
sufrimiento. Pero también ¡qué liberación y qué felicidad
cuando la persona consigue asumirse, integrada, abierta y libre
para amar y recibir el amor! Cada vez que en la tierra damos
ese paso de libertad para el amor y para su acogida, nos purifi-
camos para el encuentro con el Señor. Atravesamos el fuego
del purgatorio. Y en el momento último de la muerte, en los
umbrales de la eternidad, se dará el término doloroso y sa-
broso de esta maduración. Cuanto más maduros encontremos al
Señor, tanto menos doloroso será el encuentro. Cuanto más
apegados estemos a nuestro narcisismo egoísta, más dolorosa
será la integración.
Se trata de una analogía. Porque hay niños más maduros en
el sentido de la gracia que muchos adultos psicoanalizados. La
gracia es el gran factor de maduración. Porque en su última
raíz es apertura al amor. Y Dios está en el que ama: Ubi ca-
ritas et amor, Deus ibi est, «donde hay caridad y amor, allí está
Dios».
Hay dos conceptos de la filosofía moderna que pueden ayu-
darnos a aproximarnos intelectualmente a la realidad del pur-
gatorio. El hombre es naturaleza. El hombre es persona. El
hombre no es armonía perfecta entre naturaleza y persona.
Más bien, la naturaleza y la persona entran en conflicto entre
sí debido a la concupiscencia, reforzada por los pecados, por
las rupturas internas. Como naturaleza, el hombre está ya
\;Umpit::lalllt::lIlt: l:UIl~iL uiJu eH ~;. CUI1~(l u¡Ju ¡AH ;,ui; dCC;vi'tCi;,
construido por la influencia de los otros, construido por las
cargas hereditarias recibidas. Esta naturaleza está ahí antes de
las decisiones, unas veces siguiéndolas con la docilidad de la
pluma llevada por el viento, otras veces resistiendo como si
fuera de plomo, pesadamente, a cualquier toque de su vol un-
243
tad. El hombre como persona es ese centro decisorio que
orienta a todo el ser, que encamina a la naturaleza en una di-
rección. Cuanto más armónica sea la relación entre la natura-
leza y la persona, más se afianzan las decisiones. A medida
que el hombre orienta su ser hacia el amor, hacia Dios, más va
la naturaleza integrando a interiorizando esa orientación. Y
este proceso de integración es un verdadero purgatorio, ya que
se lleva a cabo contra las resistencias de esa naturaleza, que va
cediendo a la fuerza de la gracia y de la libertad decisiva del
hombre. Y en el momento del encuentro con Dios, en donde
el centro decisorio -la persona- se fija definitiva e irrevoca-
blemente en Dios, lo demás que resiste de la naturaleza queda
vencido. Es el fin del purgatorio como proceso.
Si en la vida el centro decisorio fue marcando su naturaleza
con opciones contrarias al amor, a Dios, tanto más difícil y
dolorosa se hará la integración. Cuando ese centro de decisión
quiera volver, por el influjo dc la gracia, cn dirccción hacia el
amor, encontrará un peso enorme, acostumbrado ya al domi-
nio del egoísmo. Y, por consiguiente, el purgatorio se hará
más doloroso, bien en la tierra, bien en el momento del en-
cuentro con Dios.
Así pues, el purgatorio puede ser considerado como un
proceso personal, histórico, en el que la persona va superando
sus contradicciones, sus egoísmos, hasta aquel momento final
del encuentro con Dios. Allí es donde quedarán apagados los
últimos rescoldos del egoísmo. En el encuentro con Dios la
trasparencia total de nuestra conciencia por la fuerza de la luz
de Dios permitirá que rechacemos clara y libremente estas úl-
timas incoherencias. Momento de enorme sufrimiento por la
mayor nitidez de nuestras faltas e inconsecuencias. Comienzo
de la bienaventuranza definitiva, ya que esto tiene lugar en-
vuelto por el amor salvífica de Dios. Es el amor que purifica.
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244
tor y producto, de constructor y construido. Pues bien, esa re-
lación dialéctica puede ser un factor de integración o de desin-
tegración, de purificación para el hombre o de corrupción. Por
eso el purgatorio tiene necesariamente una dimensión social.
Las estructuras de injusticia que se crean dificultan el proceso
de purificación del hombre. Refuerzan más bien en él la divi-
sión interna, la desintegración, haciendo de este modo que el
proceso opuesto sea más difícil y doloroso. Y, viceversa, a me-
dida que las estructuras sociales permiten una mayor integra-
ción, una mayor coherencia con la orientación fundamental ha-
cia el amor y hacia Dios, tanto menos doloroso resulta el
proceso del purgatorio. Más madura e integrada se encuentra
entonces la persona para su encuentro definitivo con Dios.
Quizás podamos recuperar aquí el verdadero sentido comu-
nitario de la intercesión, de los sufragios, de las indulgencias,
con vistas a «disminuir el purgatorio» de las almas. No se trata
de restringir el tiempo que haya que pasar en un lugar de tor-
mentos. Pero a medida que luchamos por una sociedad justa, a
medida que nos comprometemos en un proceso de liberación
integral del hombre y de la sociedad, creamos estructuras que
favorecen la integración de las personas en la justicia y en el
amor. Se trata de un verdadero proceso purificatorio. Y el en-
cuentro con el Señor será entonces menos doloroso, ya que los
lazos que la persona mantuvo con las realidades sociales e his-
tóricas no necesitan ser arrancados dolorosamente, sino más
bien confirmados por la glorificación de la resurrección.
El purgatorio es proceso de purificación, de integración.
Toda ayuda comunitaria para que alguien se integre en el
amor, en la justicia, es «indulgencia» que sostiene a la persona
en ese proceso de purificación ahora y en el momento de la
muerte. Nadie se enfrenta con el purgatorio, por así decirlo,
solo. Ni en la tierra ni en la muerte. Todos vamos acompa-
ñados por la fe y la oración de la Iglesia. Fe que se traduce en
actos de mlsencordla, en actos lÍe CUilU, t:1I dUU:' U\;; ju"t;,,;a,
en actos de transformación de la realidad con vistas a la frater-
nidad. Por tanto, cuanto más fieles sean la Iglesia y la sociedad
a su vocación por el bien, tanto menos tendrá que sufrir cada
uno de nosotros los rigores del purgatorio. Por tanto, no se
trata de un problema que guarde relación únicamente con el
245
alma y Dios, sino más bien de una realidad eclesial, social.
y es eso lo que siempre intuyó la Iglesia al enseñar con fir-
meza la solidaridad de los vivos con los difuntos y el valor del
sufragio que tienen nuestras acciones por ellos.
No se trata de una aritmética mecánica, que libera a las
almas del purgatorio a medida que se cumplan simplemente
unos cuantos actos en su ritualidad material. Todos nos ayudan
en el proceso de purificación y de integración con su fe, con su
ejemplo, con su actuación histórica, con el apoyo de sus ora-
ciones, con la creación de unos condicionamientos históricos li-
beradores. Esos son los mejores sufragios por nuestras almas.
Se van haciendo ya a lo largo de toda nuestra vida. Y sirven
en la medida en que favorecen a nuestra integración en la gra-
cia, en el amor, en el servicio.
Desgraciadamente también es verdad lo contrario. Aumen-
tan nuestro purgatorio todos aquellos que con sus malos ejem-
plos, con su egoísmo, con sus acciones injustas, con su explota-
ción, crean una sociedad más injusta, que nos contamina. En
cierto modo, participa de una especie de hipocresía aquel que
se preocupa de hacer sufragios por los muertos con ritos ex-
ternos y, al mismo tiempo, perjudica a los vivos con acciones
que sirven tan sólo para aumentar su carga de impureza. Con
una de sus manos da una pequeña moneda y con la otra roba
hasta la ropa de los demás.
Solamente en una perspectiva personalista, comunitaria, so-
cial podemos entender el purgatorio sin riesgo de vernos aho-
gados en ritos mágicos y mecánicos. La mayor ayuda que se le
presta al difunto se le prestó durante la vida. Y si aplicamos
sufragios por ellos después de su muerte, es porque esperamos
que Dios, ante el que todo está presente, acoja esas oraciones
en beneficio de la decisión terrena de la persona. Y también
en la esperanza de que el bien que hoy hacemos redundará no
solo en provecho de un difunto determinado, sino en bien de
todos los que hayan muerto en Cristo. Cada partícula de algo
definitivo, de bien construido por uno de nosotros, redunda en
felicidad de todos. El mejor sufragio, por consiguiente, por un
difunto es la justicia presente, es la caridad de hoy, ya que eso
será -() es ya- una partícula de su eternidad feliz.
246
3. Conclusión
247
existe entre el «ya» y el «todavía no». Y el acento se desplaza
hacia el «todavía no». Cierta insistencia en el «ya» puede muy
bien reflejar una mentalidad burguesa, satisfecha de sí misma y
de sus conquistas, disminuyendo la fuerza de la novedad de la
acción de Dios. Los pobres viven de la esperanza. Y la espe-
ranza pone su fuerza en la novedad de Dios, en el poder del
Espíritu, que puede transformar el cuerpo humillado, ensan-
grentado, crucificado de Jesús en el Cristo exaltado y glorioso.
y mientras que la tranquilidad burguesa encuentra en el juicio
y en el purgatorio una amenaza, la miseria, las amarguras y los
sufrimientos de los pobres les abren un horizonte de con-
fianza en un juicio benévolo y en una purificación menos dolo-
rosa.
248
CAPÍTULO VI
INFIERNO Y CIELO:
POSIBILIDAD y PROMESA
249
enfrentarse con cuestiones que le vienen no sólo del escepti-
cismo y del desencanto de los medios más cultos y seculari-
zados, sino también de la nueva y palpitante realidad de la
Iglesia, que en las comunidades eclesiales de base surge y toma
cuerpo en los ambientes populares.
¿Puede concebirse el cristianismo como una «doctrina de
los dos caminos», en donde los dos enunciados -el infierno y
el cielo- se sitúan al mismo nivel, como promesa y objeto de
fe? ¿Hay que concebir, además de eso, la configuración defini-
tiva del destino del hombre en términos de «castigo» o de
«premio», como retribución póstuma por unos pequeños actos
morales realizados durante la vida terrena? ¿Serán el cielo y el
infierno realidades solamente trascendentes, sin vinculación al-
guna con el proceso histórico y las luchas del hombre en orden
a la construcción del mundo?
Estas y otras preguntas tendrán que ser como el trasfondo
que nos sirva para situar nuestra reflexión sobre las dos pers-
pectivas últimas que desde siempre han inquietado y siguen in-
quietando el corazón humano.
250
gua y necesitada de una autopunición? Sea lo que fuere, la
cuestión del infierno no puede pasarse por alto, aunque sólo
sea por el hecho de que el miedo a una eternidad hecha de
tormentos y de fuego ha causado incalculables daños a lo largo
de los siglos.
Hoyes preciso abordar el problema del infierno con toda la
seriedad y el alcance que realmente tiene: el de una cuestión
en la que están en juego, profundamente vinculadas y mutua-
mente implicadas, la libertad constitutiva de la persona hu-
mana y el respeto de Dios por esa libertad; la importancia de
la vida y de los actos de cada uno y concretamente, en la situa-
ción de justicia y de opresión en la que viven los pueblos lati-
noamericanos, el potencial «infernal» contenido dentro de las
estructuras y mediaciones de explotación que sufren ciertos
grupos sociales por parte de otros.
Conviene, sin embargo, intentar encontrar la pregunta de
fondo, para partir precisamente de ella. ¿Dónde está, para los
hombres y las mujeres de hoy, el punto crucial de su cuestión
sobre el infierno? Conscientes de que esa pregunta sufre dife-
rentes procesos de evolución, respectivamente, en los am-
bientes populares y en los segmentos más secularizados e ilus-
trados, intentaremos detenernos un poco en cada uno de estos
dos universos para intentar llegar posteriormente a un denomi-
nador común.
l Cf capIl,p77.
251
zado en gran parte (sobre todo en las regiones más alejadas y
de difícil acceso) por medio de las misiones populares y de las
«desobrigas» 2, tuvo como parte importante de su contenido la
amenaza del infierno. Y este infierno era presentado por los
misioneros y por los predicadores sagrados con los más vivos
colores y las más terroríficas descripciones.
Esto hizo que, en la concepción del pueblo, el infierno
fuera un lugar, adonde se va después de la muerte. Un lugar
que se sitúa «debajo», en la región inferior a aquella en que
transcurre la vida. Un lugar de castigo eterno, en donde se
pena y se paga para siempre el mal aquí cometido. La «compo-
sición» del castigo del infierno, dentro de esta concepción, está
de acuerdo con el contenido tradicional de las predicaciones:
fuego, azufre, tinieblas, presencia de demonios que atormentan
y torturan a los condenados, sed, gemidos, crujir de dientes J.
Todavía hoy esta concepción es la que predomina en los
ambientes populares. Sin embargo, hay otro aspecto de la
cuestión que vale la pena destacar: el aspecto de la justicia de
Dios. Si Dios es bueno, si Dios es amor, no es menos verdad
que también es justicia. ¿Cuál es, por consiguiente, la manera
de obrar de este Dios justo en un mundo en que predominan
la injusticia y la opresión?
Despojado de sus derechos más elementales desde el naci-
miento, oprimido y aplastado en sus aspiraciones más funda-
mentales, el pueblo experimenta dura y constantemente el
peso de la opresión y de la injusticia sobre su vida. La falta de
perspectivas para el mañana, el ver que nunca llegan días me-
jores, la vida embrutecida y devorada por la necesidad de tra-
bajar para poder comer y reponer las energías a fin de gas-
tarlas de nuevo por completo en un trabajo que va a
enriquecer y a satisfacer a otros, todo esto constituye una ex-
periencia que podría llamarse «infernal». Es ésta una experien-
252
cia que originará entonces la esperanza profunda de que Dios
no abandonará a su pueblo para siempre. Esa vida inhumana e
«infernal» no puede ser eterna.
y del mismo modo que los que hoy penan y gimen bajo el
peso se verán algún día recompensados y aliviados, también los
responsables de todo ese sufrimiento de tantas personas, los
creadores de esas estructuras que aplastan y oprimen, experi-
mentarán también «infernalmente» los mismos tormentos que
infligieron a los demás. Como deja vislumbrar el compositor
brasileño Gilberto Gil:
«Mira, por allí va pasando la procesión,
arrastrándose como una serpiente por el campo.
Las personas que forman el cortejo
creen en aquellas cosas del cielo ... ,
mientras viven sufriendo aquí en la tierra
y esperando en lo que Jesús les prometió ...
Pasa un año y otro. Y nada ocurre:
la tierra sólo da para seguir tirando.
Pero si Jesús existe allí en el cielo,
en la tierra todo esto tiene que acabaD>.
Sobre la manera como tendrá lugar esta transformación en-
contramos dos tónicas distintas en el mismo ambiente popular.
En los sectores más concientizados, que están ya cambiando
dentro de una pastoral popular, la expectativa de una inversión
del orden establecido, en la que toda opresión tendrá que pa-
sar por la criba de la justicia, empieza a aparecer ya dentro del
contexto de esta vida, como desafío concreto y urgente. Sin
embargo, todavía subsiste fuertemente arraigada la idea del in-
fierno como castigo de Dios para los impíos, proyectado para
más allá de la muerte, en un lugar hecho de tormentos y de
penas que duran para siempre. La transformación que la cria-
tura es incapaz de realizar será realizada por el mismo Dios. El
fundamento de esta creencia lo ofrecen los textos bíblicos con
sus descripciones llenas de realismo y de dureza, entendidos e
irnerpretaous iiteraillltllLt.
De ahí emerge -de esta concepción popular del infierno-
una pregunta seria que se dirige a los teólogos. Ante todas las
injusticias que se cometen diariamente contra millones de seres
humanos, ¿podrá Dios quedarse impasible? Los que satánica-
mente transforman en un infierno la vida de sus semejantes.
253
¿no estarán construyendo para sí mismos un infierno eterno?
¿No será realmente el infierno una «necesidad» para que se
haga finalmente justicia?
Mostrándonos atentos a esta perplejidad, señalemos otro
dato: ¿cómo se ve esta cuestión del infierno en los medios más
cultos, acomodados y secularizados?
254
CrIstIanos que, marcados por la modernidad, intentan vIvIr y
repensar su fe en la ebullición del mundo de hoy. El hombre
posmoderno, heredero de dos guerras mundiales y bajo la
constante amenaza nuclear, ciudadano de una sociedad hecha
de stress y de presiones constantes de todo género, tiene en su
bagaje experiencias palpables de las realidades «infernales».
No es una casualidad que los campos de concentración ale-
manes, Hiroshima y, más recientemente Vietnam, hayan sido
llamados «infierno». Allí es donde se replantea el problema y
la pregunta, desde el punto de vista teológico: ¿a estas expe-
riencias de infierno, aquí y ahora, pucde corresponder también
un infierno eterno, más allá, «al otro lado»?
Creemos que hoy, en los grupos más acomodados y cultos
de los ambientes cristianos, reina una concepción del infierno
marcada más por la subjetividad que caracterizó al mundo mo-
derno: no se trata ya de un lugar poblado de personajes diabó-
licos, de fuego y de azufre, sino de una situación o de un es-
tado en el que impera la frustración total, el egoísmo, la
soledad y el odio. Un estado en el que la persona humana,
como miembro amputado del cuerpo que le da vida, sufre la
muerte en la incapacidad de amar y en la imposibilidad de ser
amado para siempre. Esta forma de incomunicación total y pe-
renne sería el fruto podrido de la ausencia de Dios, única
fuente de toda vida.
Tampoco podemos olvidar el hecho de que la predicación
del castigo y de los horrores del infierno ha dejado sus huellas
en la teología y en la espiritualidad cristianas, incluso entre los
medios más pudientes y más cultos. Esto da lugar actualmente,
como reacción, a una pérdida del «sentido de pecado», que ya
han denunciado numerosas veces los últimos papas y otros
miembros de la jerarquía de la Iglesia. Con lo que se llega,
consecuentemente, a una repulsa de la creencia en un castigo
eterno infligido por un Dios de misericordia. La secreta convic-
., ., r , ,., .,.., " , ,J ~ _. ' ,_. _". ,_. ,., ,,1 _,._ __ '"' 1-. .. " , 1
l,;.lUU UC YUt::, eH el lUllUU, lal V\,;.:-L. la pl'-'uH.,a...... lUll ~\...-,,",UJu.l ;)VUl .... "".
256
fierno, tenemos que acercarnos al mismo Jesús. ¿Es posible
deducir, de acuerdo con el testimonio neotestamentario que ha
llegado hasta nosotros, que la existencia de una muerte eterna
formaba parte del universo de fe de Jesús? ¿Se puede afirmar
que ese elemento está presente en su predicación del reino y
en sus exhortaciones a los discípulos y a las muchedumbres,
tan centradas en la gracia y en la infinita misericordia de Dios?
Pero antes de eso intentaremos ver cuál es la concepción
del infierno que Jesús heredó de su pueblo y su universo reli-
gioso. ¿Cómo entendía el judaísmo el destino del impío des-
pués de la muerte? ¿Existía ya en Israel antes de Cristo una
concepción del infierno como castigo, que haya sido asumida,
aunque sólo sea parcialmente, por el cristianismo? ¿Puede de-
cirse que el sheol judío corresponde a nuestra concepción del
infierno?
257
17. - Escatología ...
considerado como una morada intermedia de justos y de im-
píos, en donde los primeros, pasando por un proceso de purifi-
cación, aguardarían la resurrección (cf Is 26,19). En Dan 12,2s
se encuentra una concepción diferente de resurrección, que
afirma que resucitan tanto los justos como los impíos, aquéllos
para la vida eterna y éstos para la vergüenza y el oprobio. El
sheol aparece entonces como una mansión infernal, destinada a
los impíos para su castigo eterno 5.
El final del libro de Isaías (Is 66,24) describe con riqueza
de detalles en qué va a consistir ese destino final del impío, ca-
lificando sus tormentos como «gusano que no muere» y como
«fuego inextinguible». Es posible reconocer ya allí un antece-
dente próximo de la gehenna neotestamentaria 6. Estos ele-
mentos literarios serán recogidos por Jesús en su predicación.
258
y del conocimiento de Dios (Mt 7,23), de ser «echado fuera»
del amor y de sus frutos (Lc 13,23-29; Mt 22,13; Mt 25,10-12),
de falta de acceso finalmente a la salvación anunciada y pro-
puesta.
Esta situación de exclusión y de muerte es descrita en el
Nuevo Testamento con lujo de detalles y de adjetivos, como
«fuego» (Mt 18,9; 13,50; Mc 9,43-48). «Llorar y crujir de
dientes» (Mt 13,43), «gusano que no muere», imágenes todas
ellas que tienen como función destacar más aún el carácter de
perdición, de inutilidad, de «no validez» de la vida humana
cuando se corta y se separa de Aquel que es la fuente de la
vida.
Algunos elementos sobre todo nos llaman la atención en la
predicación de Jesús respecto al infierno, y en las palabras que
le atribuyen los evangelistas sobre la condenación eterna:
- Jesús, como ya hemos visto, no es un predicador del in-
fierno. Su anuncio del reino es de la salvación, y no de condena-
ción. No ofrece base alguna para un dualismo escatológico. Sin
embargo, la posibilidad de una muerte eterna, que aparece en
el contexto de sus discursos, está cargada de realismo y de ur-
gencia. Su finalidad no es teórica. Pretende, eso sí, situar al
hombre frente a una decisión radical: a favor o en contra de
Dios, del lado de la salvación o de la condenación. Jesús sabe
que el final de la historia es inminente, lo cual hace esencial la
decisión por un cambio radical de vida. Y en este contexto es
donde sitúa la perdición eterna, como consecuencia del re-
chazo de asumir y llevar adelante ese desafío.
- El juicio condenatorio que lleva al ser humano a la
muerte eterna no se pone en boca de Jesús, sino que es un
autojuicio (Jn 3,17-19; 12,47-18). Al no acoger la salvación, ce-
rrándose a las obras del amor fraterno (Mt 25,32ss), es el
mismo hombre el que se condena, sustrayéndose en su libertad
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de ofrecerle.
- El criterio básico a partir del cual el hombre se autoex-
c1uye de la salvación y escoge la condenación es el nivel de su
cerramiento a la relación y a la comunicación, es decir, su rup-
tura con el otro. En esto se mide su apertura o, por el contra-
259
rio, su cerrazón respecto al mismo Dios. Y en el evangelio ese
otro que, desde su alteridad, al mismo tiempo que invita a la
comunión es también criterio de juicio, es el pobre, el necesi-
tado, el aplastado por cualquier forma de indigencia, en cuyo
rostro el mismo Dios se propone al amor, a la acogida. Los pa-
sajes del juicio final (Mt 25,31-46), del buen samaritano (Lc
10,29-37), del rico epulón y el pobre Lázaro (Lc 16,20-31), del
hijo pródigo en donde, al final, el hijo mayor se autoexcluye
del banquete preparado por el Padre (Lc 15,11-32), son bas-
tante ilustrativos en este sentido.
El mensaje neotestamentario sobre el infierno no puede
comprenderse bajo ningún pretexto en clave individualista o
privatizada. El verdadero punto neurálgico, en el que se juega en
términos de totalidad, de «todo o nada», el destino y la vida
eterna del hombre, es de cuño eminentemente social: su capaci-
dad de apertura a la relación y a la comunión, de acogida al
otro, sobre todo del que es pobre y está necesitado. Allí es donde
cada uno se gesta su futuro de vida o de muerte, de salvación o de
infierno.
260
restauración de todas las cosas después del proceso de purifica-
ción, cuando en la resurrección final se conviertan incluso los
demonios 9.
Respecto al fuego, elemento central de la doctrina del in-
fierno, Orígenes lo interpreta en un nivel subjetivo, rechazando
la noción de un tormento externo y precedente, en el que el
hombre se vea sumergido por otros. El fuego del que nos ha-
blan las Escrituras -según la interpretación origenista- es el
mismo tormento interior del condenado, ocasionado por la
pérdida del único bien existente, que es Dios.
Las innovaciones de Orígenes sobre la «no-definitividad» de
las penas del infierno fueron rechazadas -aunque tardía y pro-
gresivamente- por el magisterio de la Iglesia, que volvió a
afirmar la existencia de una muerte eterna para los que come-
tieron el mal en sus vidas. Esto significa que «un hombre, por
eausa tal vez de un único pecado mortal, es condenado para
siempre, infeliz eternamente, atormentado eternamente» 10.
Más recientemente el concilio Vaticano 11, en el número 48
de la constitución dogmática Lumen gentium, reafirma la defi-
nitividad de la pena del infierno, apoyándose para ello en di-
versos textos escriturísticos y, consiguientemente, exhorta a la
vigilancia constante, necesaria para que no se incurra en tan
terrible castigo.
Hoy, mirando hacia estas oscilaciones que han ido mar-
cando la historia de la Iglesia en lo relativo al infierno, perma-
necen en pie algunas dificultades. Si sigue siendo difícil conci-
liar la existencia del infierno con la concepción del Dios
cristiano, de amor y de misericordia, por otro lado es verdad
que Jesús habló sobre el infierno y lo describió con trazos muy
vivos y marcados, en términos de fuego, de maldición y de
ruina. Y si no se puede afirmar, con un mínimo de corrección
teológica, un dualismo escatológico a partir de la evidencia de
~'..::? !):c~ ~0 ~:,,:,:,~it" nI' 11" ~"ti-nim; r;¡r;¡ ser Dios. tampoco
es menos cierto que no es posible minimizar impunemente el
261
poder del mal, bien particularizándolo en personas indivi-
duales, bien escamoteando su carácter de radicalidad, con la
falaz esperanza de un desenlace alegre e inconsecuente para la
historia de la humanidad.
¿Sería posible, a partir de las tesis origenistas, rescatar
como positiva la intuición que atisba la posibilidad dc que
todos, al final, consigan la salvación, sin caer en la herejía de
afirmar una salvación incluso para los demonios, metiéndonos
en un campo dc certezas que sólo pcrtenece a Dios?
Sobre todas estas cuestiones la teología está llamada a pro-
nunciarse, buscando con fe ardiente y con humilde empeño ha-
cer una posible luz, en csta materia tan delicada y dc tanta se-
riedad.
262
en una forma de ser, un estado o situación no extrínseca ni
ajena a la misma interioridad humana?
Finalmente, intentando pensar en el problema a partir de
América latina y del proceso de liberación que aquí se está lle-
vando a cabo y en el que procura participar la teología di-
ciendo también su palabra, ¿cómo se puede comprender el in-
fierno cuando se concibe la realidad en términos estructurales?
¿Es preciso que haya un «castigo colectivo» para que se haga
justicia a los pobres y para que los oprimidos reciban el lugar
que les corresponde, pudiendo disfrutar finalmente de los
bienes de la tierra que Dios les ha dado a todos? ¿Qué significa,
dentro de la realidad latinoamericana, afirmar a la luz de la fe la
posibilidad de la existencia del infierno?
263
que se refiere al ser humano es tan sólo creadora y salvífica-
la responsabilidad directa en la existencia del pecado. Del
mismo modo que no se puede afirmar que es voluntad de Dios
que alguien peque y practique el mal. tampoco puede proceder
de Dios algo como el infierno.
El origen de la existencia del infierno tiene que buscarse en
el mismo ser humanO'. La literatura brasileña, a través de la
pluma magistral de Guimaraes Rosa, expresa de este modo
esta verdad: «Cierro. Llega usted. Le conté ya todo. Ahora es-
toy aquí, casi como un propietario. Y voy para viejo, con or-
den y con trabajo. ¿Mérito mío? ¡He cumplido! El Río de San
Francisco -así se presenta de grande- se parece a un palo
grande, de pie, enorme ... Usted me ha escuchado con amabili-
dad y ha confirmado mi idea: que el diablo no existe. ¿Cómo
no? Usted es un hombre listo, circunspecto. Somos amigos.
¡Una bicoca! ¡No hay diablo! Pero hay algo peor todavía ...
Está el ser humano. ¡Menudo problema!» 11.
Después de haberse pasado la vida entera entre el bien y el
mal, llamando o conjurando al demonio, el héroe Riobaldo se
rinde ante la evidencia de que no es posible, honradamente,
personalizar el mal en espíritus individuales, en los que haya
que creer. El mal tiene su origen en el mismo hombre, que se
encarga de esparcirlo por el mundo.
El cristiano cree en, confía en el Dios misericordioso, Padre
de Jesucristo, que actúa en él por obra del Espíritu Santo.
Pero no cree ni confía en el infierno, porque éste no es ni
puede ser objeto de fe. La fe es una actitud integral del hom-
bre que no puede tener más que un único objeto: Dios
mismo. El infierno proviene de la misma persona humana y de
su libertad capaz de decir NO.
Afirmar la posibilidad del infierno que proviene del propio
ser humano significa afirmar que Dios toma en serio al ser que
:~~6 ~ :;;; ~iTIo.g~jl j' ,::;~úl~JaÚL(1. Ai ildl.t.:l ai ilUJnUl~ <..:umpanero
de su alianza, Dios le ofrece y pone a su alcance un amor ab-
soluto y definitivo, que lo crea y lo recrea, que le brinda la ca-
pacidad de ser plenamente persona y de responder de todo co-
II J. GUIMARÁES ROSA. Grande Sertuo Veredas. Nova FronleÍra. Río de Ja-
neíro 1984 16 , 568. .
264
razón al amor que se le ofrece. «La oferta divina es la de una
salvación total, de manera que rehusarla significa una pérdida
total» 12.
Pero la amistad y el amor son cosas que no se imponen. Se
ofrecen y se aceptan libremente. Permanece la libertad, la po-
sibilidad de negarse a dar un SI a la propuesta, de no acep-
tarla. Es un riesgo que Dios mismo quiso asumir al crear al
hombre libre y respetarlo hasta el fin. Un riesgo que corrió y
le costó la vida a su Hijo. Por consiguiente, dentro de este
cuadro de seriedad radical de la vida humana es como hay que
comprender la existencia del infierno. El ser humano vive en
una situación crítica. Se ve obligado a decidirse en favor o en
contra de Dios y, consiguientemente, en favor o en contra de
la salvación.
Así pues, la condenación es una posibilidad real, no una
mera y remota hipótesis; no es una historia inventada para
asustar a los incautos, y que al final siempre acaba bien gracias
a una intervención inesperada y fácil de la misericordia de
Dios. Es posible llegar hasta el fin de la repulsa. Es posible
cerrarse definitivamente a la relación y a la comunión; aislarse
en un mutismo amargo y solitario, en donde el único sonido
presente sea «el llorar y el crujir de dientes» de que nos habla
la Escritura. Es posible eliminar al otro de la propia vida hasta
llegar a exclamar, como el personaje de Sartre: «El infierno
son los otros» 13, mientras que el otro pasa hambre, sed y frío
y en él es el mismo Dios el que sufre y espera (cf Mt 25,31-
46).
265
partir su presencia, vivir en comunión con él. Por tanto, la dis-
tancia de Dios, la separación de su amor y de esa comunión
que establece su presencia es morir. Y morir sin remedio, por-
que es estar separado de la vida. Lo mismo que el ramo de la
vid que, cortado del tronco, se seca y sólo sirve para ser
echado al fuego (cf Jn 15,2); lo mismo que la sal que, al per-
der su sabor, pierde también su razón de ser y solamente sirve
para ser quemada (cf Mt 5,13). La muerte que representa el
infierno, la negación de la vida, es el vacío irreparable, la frus-
tración innominable de estar para siempre lejos de Dios, de
haber perdido definitivamente el camino de acceso a Aquel
que es la única fuente de vida y de amor.
Forma de ser que está hecha de no ser. Perdiendo su refe-
rencia fundamental al Ser por excelencia, en el que todos
«somos, nos movemos y existimos» (He 17,28), en el que todo
ser encuentra su origen y su tiempo, la persona que se auto-
condena vive una existencia que no es. La nueva creación, cen-
trada en Dios y ordenada a él, no le servirá de acogida o de
amparo, sino de repulsa y de hostilidad sin tregua. Esclavo de
todo, no referido a nada, el infierno será entonces, no ya un
lugar, un topos donde uno pueda reconocerse y encontrarse
con los demás, sino una ausencia de lugar, una a-topía, un
errar sin rumbo, en una relación pervertida con el cosmos que
le fue dado por Dios en la creación para que lo sometiera y lo
dominase 14.
Estado integral de ruptura. El ser humano, hecho para la
comunicación, para la convivencia y el diálogo, se define a par-
tir de la relación. Teológicamente, esta relación se da en dos
niveles íntimamente entrelazados: con Dios y con los demás.
El pecado sería sustancialmente ruptura de esta relación, nega-
ción del diálogo y de la convivencia. El infierno, fruto consu-
mado del pecado, es entonces la total soledad, la incomunica-
rinn ~h~nhlt~ p~ 1,? f!"USt~~~~0~ fi!"'!::!! de! ~eC'2d()~ :::¡~e só!~
tiene, radical y definitivamente, aquello que estuvo buscando a
lo largo de sus antiopciones de vida: a sí mismo.
266
y como todo hombre es un ser social, gregario, que desea
la comunidad, que quiere constituir un pueblo, en el infierno
se encontrará con la anticomunidad, con el «no-pueblo», con la
anticiudad l5, hasta el punto de que la presencia de los otros
es, como en el personaje de Sartre, la peor forma de soledad:
«Entonces, ¿es eso el infierno? ¡Nunca me lo pude imagi-
nar!. .. ¿No os acordáis? El azufre, la hoguera, la parrilla ...
¡Qué bromistas! ¡Nada de parrilla! ... ¡El infierno son los
otros!» ]6.
267
tésica, a pesar de ver que a su alrededor la injusticia y la opre-
sión van creciendo y prosiguiendo en su trabajo de saqueos y
asesinatos, podrá algún día recordar todo aquello al ver que
revierte sobre él mismo todo el mal que dejó pasar, todo el
bien que no hizo, toda la lucha que no quiso luchar.
Por tanto, es aquí y ahora, en el tiempo y en la historia, en
la trama de la vida real y de las estructuras sociales injustas,
donde se gesta el infierno y donde aparece como posibilidad
concret<l. Posibilidad que en América latina puede vislumbrarse
a través del sufrimiento infligido a tantos por la privación de los
derechos humanos más elementales. Posibilidad de muerte
eterna que puede ser escogida por el mismo ser que fue creado
para el cielo, la comunión, la bienaventuranza de la vida eterna.
268
nerse a través de los actos individuales de cada uno o es un
proceso global histórico en el que están envueltos y llamados a
'participar todos los hombres creados por Dios para «poblar y
someter la tierra» (Gén 1,28)?
Sea cual fuere el lenguaje empleado o las cosmovisiones
subyacentes, el cielo forma parte integrante y esencial, desde
siempre, de la vida y de la esperanza cristianas. Y mientras
que el infierno se sitúa solamente en el nivel de la posibilidad,
el cielo, la vida eterna, es promesa real hecha al ser humano
por Dios, ratificada en Jesucristo; es propuesta de plenitud de
vida y de realización radical para aquel que depositó su con-
fianza en el amor y en la apertura a los demás.
Existen, sin embargo, maneras diferentes de pensar, de
creer y de esperar esa meta final señalada por Dios a la histo-
ria de la salvación, que llamamos cielo. Para comprenderlas,
intentaremos ver cómo los medios populares por un lado y los
sectores más secularizados e ilustrados de los grandes centros
urbanos por otro nos presentan toda una gama diversa de con-
cepciones. A continuación intentaremos destacar los elementos
que la revelación y la fe de la Iglesia nos ofrecen para una me-
jor comprensión de aquello que «el ojo no vio, ni el oído oyó,
ni se le antojó al corazón del hombre», sino que «preparó Dios
para los que le aman» (1 Cor 2,9).
269
hace atribuir los fenómenos naturales (las tempestades, las
inundaciones, etc.) a la ira divina, y la dureza de la vida a la
voluntad de Dios. Pues bien, el mito posee, además, un se-
gundo sentido más importante: el de ser la expresión no-racio-
nalizada de experiencias humanas reales y profundas, de reali-
dades presentes y pasadas de un alcance mayor de lo que es
inmediatamente perceptible.
El proceso de desmitologización que ha instaurado la mo-
dernidad, al destruir el primer sentido, se llevó también por
delante el segundo. Y, en consecuencia, elaboró una antropo-
logía que, perdiendo de vista lo simbólico y lo gratuito, desa-
rrolló un culto materialista del éxito y de la capacidad humana.
En esa antropología el cielo no pasa de ser una ilusión y una
alienación; una proyección del hombre que se encuentra toda-
vía en estado de inmadurez y necesita idealizar un lugar en el
que reinen tan sólo el gozo y la gloria, para ser capaz de so-
portar una vida cuyas injusticias no se siente con ánimos de
transformar o no juzga conveniente cambiar.
El pueblo, sin embargo, no se ha adherido a esta mentali-
dad. Sobre todo en Latinoamérica, las inmensas muche-
dumbres pobres y marginadas, desheredadas del progreso y de
las conquistas más recientes de la cultura secularizada, siguen
recurriendo al mito para expresar con densidad sus experien-
cias y sus esperanzas. Siguen recurriendo a la cosmovisión y al
vocabulario mitológicos para expresar verdades inaccesibles al
concepto y a la pura razón. De la misma forma que los evan-
gelistas, para expresar la verdad sobre Jesucristo, recurrieron a
expresiones mitológicas de su época (por ejemplo, al título de
Hijo del hombre), así también el pueblo, para entender y para
hablar de realidades tan trascendentes como el cielo y la vida
eterna, echa mano de categorías y de lenguaje no-históricos
que remiten al núcleo del misterio que, aunque trascendente,
se revela dentro de la historia.
Por consiguiente, el cielo es concebido por el pueblo senci-
llo como un lugar. Lugar de encuentro y de fiesta, de convi-
vencia, de hartura y de comunión. Como la experiencia de la
familia es una de las más fuertes y queridas en la vida del
pueblo, el cielo es visto y esperado como una gran reunión fa-
270
miliar, en donde habrá alegría y comulllon completas; en
donde se habrá acabado la escasez, la miseria, la dificultad. Y
donde todos se verán invitados a entrar. Acostumbrados a la
convivencia constante en familias numerosas, a vivir rodeados
de gente, a tener su casa permanentemente poblada de ve-
cinos, parientes y amigos diversos, el pueblo no tiene el exclu-
sivismo ni el vicio de la privatización y el aislamiento de las
clases más acomodadas. Por tanto, en la mentalidad popular
no hay problema alguno de que el cielo se vea superpoblado.
Hay abundancia de espacio para todos, como ocurre con «el
corazón de la madre en el que siempre cabe uno más»; y en la
casa del pobre, abierta a cualquier visitante que llegue, sin
puertas, sin rejas, sin todos esos sistemas de seguridad que ne-
cesitan los que tienen mucho que perder o que esconder.
Además de eso, hay momentos en la vida del pueblo, nor-
malmente tan dura y tan dolorosa, en los que se anticipa y se
experimenta ya ese cielo, como las ocasiones de fiesta, en las
que con la aportación de cada uno todos pueden celebrar, ale-
grarse y divertirse; como las victorias después de una lucha que
se vivió largo tiempo en común, y en las que se experimenta y
se conmemora, todos juntos, la fuerza de la unión 17. Estos
momentos son cantados en términos de alegría, de fe y de es-
peranza:
271
2.2. El cielo póstumo, estático y dualista de los sectores
secularizados
272
Sin embargo, hay muchos cristianos en los grandes centros
urbanos para los que el cielo sigue siendo todavía un objeto de
fe. Para ellos, la esperanza en el cielo, cuando existe, es «pós-
tuma». Se sitúa más allá de los límites en esta vida y tiene ca-
racterísticas bastante individualistas y privatizantes. Se perci-
ben allí ciertos resabios de la mentalidad capitalista, en el
sentido de que se piensa en el cielo como en un premio, como
en una recompensa para después de la muerte, que puede con-
quistarse a través del propio empeño, de una serie de pe-
queñas «buenas acciones» y de determinados ritos que se lleva-
ron a cabo a lo largo de la vida cotidiana. Por consiguiente, no
se piensa en la vida eterna como en un don pleno que proviene
de la absoluta gratuidad de Dios, sino como en algo que hay
que alcanzar con el esfuerzo del propio hombre. La vida de
cada día adquiere el carácter de prueba, de combate espiritual
por el que, a través de una ascesis individual, compuesta mu-
chas veces de una visión bastante dualista del hombre y del
mundo, se van acumulando méritos para entrar en la vida
eterna.
273
lS. -- Es<o'QIQgía ..
sacrificios y de esfuerzos realizados durante la vida, y que dis-
frutan finalmente por toda la eternidad 20.
Contra esta concepción del cielo reaccionan no pocos sec-
tores cristianos dentro de las mismas clases acomodadas e ilus-
tradas. Esa visión no colma ni plenifica sus expectativas de un
cielo en movimiento. ¿No será la ausencia de movimiento, pro-
porcionalmente, una ausencia también de vida? ¿No es verdad
que una relación en la que no se requiere para nada mi activi-
dad me hace sentir completamente «fuera de juego» en tér-
minos de participación? Si esto es así, el cielo puede pare-
cerme sumamente aburrido -una promesa que no suscita mis
deseos ni estimula mi corazón-, llevándome a preferir el
riesgo de prescindir de él y, juntamente con él, de los demás
datos de la fe asociados al mismo.
Por su parte, el pueblo sigue adelante en su toma de con-
ciencia y en sus luchas. Y desde dentro del movimiento por su
liberación va realizando experiencias de plenitud, vislumbrando
destellos de eternidad que le susurran ese maravilloso secreto
de que el cielo será la consumación vivificante de todas esas
experiencias, una vez que esos destellos pasen a ser la luz
plena.
De hecho, si la relación con Dios es una relación de amor,
¿cómo queda esa relación cuando una de las dos partes no
tiene nada que hacer? Y si ese «cielo» solamente tiene lugar
después del momento de la muerte, sin ninguna vinculación
con todo lo que el hombre vivió y sufrió durante la vida, ¿ten-
drá todavía ese cielo algún sentido? ¿No se esconderá, detrás
de esa concepción del cielo, una cosmovisión sumamente dua-
lista, que establece un divorcio entre la fe y la trama de la vida
cotidiana, que no vincula la vida eterna con la vida vivida y pa-
decida en el compromiso histórico y en las luchas por una
274
mayor fraternidad? Ese cielo estático y «pasivo», sin senti-
mientos ni emociones, en el que ha sido suprimida toda alteri-
dad, en el que se ha uniformado toda diferencia, en el que se
ha silenciado todo deseo, ¿no se parece más al nirvana del bu-
dismo que al cielo de la fe cristiana?
Por otro lado, también es verdad que, si podemos destacar
especialmente alguna de las promesas de Jesús en los evange-
lios, es la promesa de la vida que no termina. El ciclo, la feli-
cidad eterna, la presencia de Dios para siempre, la comunión
perfecta, forman parte del núcleo central y principal del anun-
cio evangélico y son buena nueva que ilumina al hombre y da
sentido a la vida. Si esto es así, ¿en qué consisten este anuncio
y esta esperanza? ¿Hasta dónde puede llegar la reflexión teoló-
gica a partir de los datos que ofrecen la Escritura y la tradi-
ción de la Iglesia, para hablar de esa plenitud de vida y de ser
por el que suspira la fe y que llamamos «ciclo»?
275
plenamente conocido y disfrutado, más allá de los límites y del
poder de la muerte.
La predicación de Jesús viene a dibujar con rasgos más ní-
tidos el contenido último de las promesas de Dios y de la espe-
ranza humana. Al ser él mismo la promesa cumplida y el reino
realizado, es la vida al alcance de todo aquel que acoge la pro-
puesta del reino y el anfitrión de un banquete al que todos es-
tán invitados.
«Ver a Dios» es el anhelo que todo semita lleva consigo
desde los comienzos de la historia de su pueblo (cf Ex 33,18-
23). «Ver» significa en términos bíblicos participar de la vida,
vivir en presencia de. Para el semita «ver al rey» es gozar de
su intimidad, sentarse a su mesa, mantener con él relaciones
familiares y afectivas. Se trata, por consiguiente, más bien de
una comunión existencial que de un conocimiento teórico o de
una contemplación pasiva.
Esta visión, que es comunión, puesta por Jesús al nivel de
bienaventuranza (<<Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios»: Mt 5,8), tiene lugar en esta vida
todavía en un estado imperfecto, confuso. Como dice Pablo en
1 Cor 13,8-12, «vemos ahora mediante un espejo, confusa-
mente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco imper-
fectamente, entonces conoceré como fui conocido». Po-
dríamos, en lugar de «conocer» y de «ser conocido», traducir
esta expresión por «ver» y «ser visto». La experiencia del cris-
tiano sería entonces, según san Pablo, la visión plena de Dios,
que incluye verlo y ser visto por él, en una comunión plena y
perfecta, gozando del amor que ama y es amado.
Esto sólo podrá acontecer cuando las sombras que arrojan
la opacidad sobre esta visión queden disipadas y la verdad y la
justicia reinen soberanamente, poniendo al descubierto la luz,
la gloria v la maiestad del rostro del Señor (cf 2 Cor 4,6; 15,6-
8). Porque, como corrobora san Juan, «aún no se ha manifes-
tado lo que seremos; sabemos que, cuando se manifieste, se-
remos semejantes a él, porque le veremos tal y como es» (l Jn
3,2). Vivimos todavía en un mundo marcado por la injusticia y
la opresión, que esconden y velan el rostro de Cristo en la his-
toria. El Resucitado todavía está crucificado y su gloria perma-
276
nece escondida en tantos hombres y mujeres víctimas de la ex-
plotación y del pecado. Todavía no se ha manifestado lo que
habrán de ser. Y mientras todos esos pobres e infelices no
«sean», todavía no se habrá manifestado lo que seremos,
puesto que no podremos ver a Dios tal y como él es: la vida en
abundancia para todos.
Juan acentúa el hecho de que Jesús no sólo posee la vida,
anuncia la vida y da la vida, sino que él mismo es la vida (cf Jn
11,25; 14,6; 1 Jn 5,20). Una vida que, por sí misma, no es pa-
sajera ni perecedera, sino eterna. Por tanto, la vida implica ser
asumida por Cristo en su gloria y estar en donde él está
(Jn 14,3; 17,24), en profunda e indisoluble comunión existen-
cial, para conocer al único Dios verdadero y a su enviado, Je-
sucristo (cf Jn 17,23). Conocer que, en sentido bíblico, es
amar. La vida eterna que se propone en el Nuevo Testamento
es la plenitud del amor. Pues bien, donde hay amor, allí hay
vida, presencia, conocimiento y visión de Dios, bienaventu-
ranza: «Si nos amamos los unos a los otros, Dios mora en no-
sotros, y su amor en nosotros es perfecto» (l Jn 4,12). Y vice-
versa, donde no existe amor, donde las relaciones son tensas,
donde el pobre y el pequeño son despreciados y oprimidos, allí
no hay vida, allí no hay amor, allí no está Dios (cf Mt 25,31-
46). La vida eterna y verdadera, la bienaventuranza prometida
y deseada, es ver a Dios, conocerlo tal como es, ser visto y co-
nocido por él. Conocimiento y visión que sólo tienen lugar, sin
embargo, donde hay apertura, amor, participación y comu-
nión. La dinámica de la vida es inversamente proporcional a la
lógica del progreso y del sistema en que vivimos; en ella el
aumento y el crecimiento no se dan por acumulación ni por ce-
losa conservación. Pero el dar, el compartir, el hacer que cada
vez un mayor número de personas participen de los bienes, de
la alegría, de los dones, engendra continuamente más vida,
hace que la plenitud ofrecida crezca y se derrame en dimen-
~¡cr.~~ ¡:-:fi~~~?~ ~ j"r"J('lJhhlf'~ ahsollltas. sin término.
277
el alcance de su sentido original. La plenitud del cielo como
vida y como visión deben entenderse dentro del contexto del
encuentro, de la convivencia y de la fiesta, en la alegría vivida
en comunión, en comunidad. En este sentido pueden ayu-
darnos las parábolas del reino en los evangelios sinópticos.
Los sinópticos ponen en labios de Jesús una enorme ri-
queza de imágenes para hablar de la promesa del reino como
gracia y plenitud. Imágenes que procuran tocar siempre en el
punto más sensible de la realidad de los destinatarios del men-
saje. Así, para hablar de plenitud y de abundancia a un pesca-
dor no hay ninguna imagen mejor que la de una red llena de
peces (cf Mt 13,47-48); del mismo modo, lo que representa el
colmo de las aspiraciones de un labrador es una abundante co-
secha (cf Mt 13,24-30).
Existen, sin embargo, algunos símbolos e imágenes a los
que Jesús recurre con especial frecuencia para hablar de la
vida plena que espera a los que acogen en su existencia el
reino de Dios: el banquete y las bodas (Mt 22,1-10; 25,1-13; Lc
12,35-38; 13,28-29), la fiesta, el encuentro, la hartura, en
donde la vida, consolidada y a salvo, se celebra en un rito dig-
nificante, por encima de lo puramente biológico que pueda ha-
ber en la alimentación o en la sexualidad 21.
En esos textos, la promesa de plenitud eterna no se reduce
a un acontecimiento localizado solamente después de la
muerte, disociado de la realidad y de lo concreto de la vida co-
tidiana. Las dos imágenes que allí se contienen, la del ban-
quete en donde la persona repone y conserva sus fuerzas por la
ingestión de unos alimentos y la de la unión sexual del hombre
y de la mujer que se abren a la procreación en la fecundidad,
representan los dos instintos prioritarios del ser humano: el de
la propia conservación y el de la conservación de la especie. La
plenitud eterna, el reino, se presenta sin la menor señal de
mpr::l ::lh~tr::lrrin" () flP.' r!"A)'~("('!0n ~x!r2.te!"!'~n2. _A... ! -:1J~!r3r~C,
está profundamente arraigado en aquello que compone lo fun-
damental de la vida humana.
También salta a la vista, en la lectura de estas perícopas, el
278
carácter comunitario de la narrativa. La plenitud que allí se re-
fleja no se presenta como felicidad alcanzada por algunos indi-
viduos separadamente, a través de un trabajo singular en el te-
rreno de unas cuantas virtudes. El reino anunciado y
prometido por Jesús se describe más bien en términos de una
sociedad humana que alcanza su meta y llega al horizonte de
sus deseos a través de la participación en la gloria de Dios,
cuyo gozo infinito sugieren el banquete o [as bodas. Esta ín-
dole comunitaria, social, encuentra en la EKKLESIA del
Nuevo Testamento, asamblea reunida en la fraternidad para
compartir el pan y la palabra, su embrión primitivo, y volverá
a recogerse en los escritos neotestamentarios posteriores en
términos de ciudad ce[estial o de nueva Jerusalén (Ap 21,9ss).
En [os relatos evangélicos, que presentan la vida eterna en tér-
minos de banquete y de bodas, e[ clima es de alegre conviven-
cia, de fiesta, de gratuidad, de relación entre las personas. Una
realidad en la que cada uno se entiende en relación de comu-
nión con los demás y con Dios, que preside la fiesta, que se
complace en la participación de todos, sirviendo él mismo a la
mesa (Lc 12,37b).
Finalmente, estas imágenes sacadas del dato antropológico
más primordial, a las que Jesús concede trascendencia y eterni·
dad, a[ ser asumidas como parábolas de la promesa de Dios
Padre, sólo encuentran sentido dentro de una clave de com-
prensión colectiva. El cielo no es alguien que está comiendo
solo, lo mismo que la fecundidad tampoco acontece a través de
un individuo aislado. La visión de Dios, la vida eterna, el cielo
es claramente sociedad: la comunidad y la reunión de todos
los que se sientan a la mesa preparada por el Señor. Es el
reino de Dios realizado. Y esta concepción neotestamentaria
volverá a encontrarse en otros muchos momentos de la tradi-
ción de la Iglesia.
279
mUnIon unos con otros, del gozo eterno 22. Esta vida eterna,
de gozo y plenitud, tiene también en la concepción de los Pa-
dres una índole marcadamente cristológica. El cielo es funda-
mentalmente la unión con Cristo, el estar en él, el vivir en co-
munión profunda e indisoluble con él 23.
La esperanza cristiana, formulada de este modo, está reco-
gida y expresada en nuestros símbolos de fe, en donde todos
los cristianos confiesan y proclaman: «Creo en la vida eterna».
Más tarde, el magisterio de la Iglesia, a través de la reflexión y
de sus documentos, procuró explicitar y desarrollar la consis-
tencia esencial de esta visión. El tenor de algunos de esos do-
cumentos, fuertemente marcados por la Escolástica, padece de
un cuño bastante intelectualista a la hora de describir la vida
eterna 24. El aspecto del conocimiento de Dios se sobrepone al
del amor, el elemento cristológico es considerado un tanto de
paso, y los elementos vivos y palpitantes que reviste la doctrina
de la Sagrada Escritura sobre el cielo parecen estar ausentes.
Lo mismo ocurre con la dimensión social, tan presente en la
Sagrada Escritura y en la patrística, que va siendo sustituida
por una esperanza de salvación marcadamente individual y pri-
vatizada. Esta doctrina, que caracterizó durante muchos siglos
a la vida de la Iglesia, influyó también profundamente en los
contenidos de la evangelización y de la catequesis y marcó la
dirección de la pastoral. A ello se debe mucho de la concep-
ción del cielo y de la vida eterna que tienen las clases bur-
guesas, que recibieron esta formación en sus familias y en los
colegios católicos 25.
El concilio Vaticano 11, sin embargo, ha ofrecido a la re-
flexión de la Iglesia nuevas perspectivas y contribuciones sus-
tanciales. La constitución dogmática Lumen gentium sitúa ya
de nuevo el sujeto de la salvación en el plural eclesiológico, al
afirmar que «la Iglesia ... se consumará en la Iglesia celestial»
(LG 48), y al mencionar a la «ciudad celestial» y a la «Iglesia de
280
los santos» al final del capítulo (LG 51). Y la Gaudium el
Spes, en pasajes de gran belleza literaria, vuelve a situar la
concepción del cielo y de la vida eterna estrechamente vincu-
lada a la vida y a la historia humana. Ya al principio, al descri-
bir a la Iglesia como «comunidad integrada por hombres que,
redimidos en Cristo, están dirigidos por el Espíritu Santo en su
peregrinación al reino del Padre», afirma que «esta misma
Iglesia está íntimamente unida a la humanidad y a su historia»
(GS 1). Con un capítulo dedicado íntegramente a la comuni-
dad humana (GS 23-32), reafirma la finalidad del hombre
como comunidad que se ama y se sirve mutuamente, y declara
que esta solidaridad debe «ir aumentando siempre hasta el día
en que quede consumada, el día en que los hombres, salvados
por la gracia, como familia amada de Dios y de Cristo nuestro
hermano, den a Dios la gloria perfecta». Y más adelante
afirma que «la esperanza de una tierra nueva no debe marchi-
tarse, sino más bien avivar la preocupación por perfeccionar
esta tierra, en donde se desarrolla el cuerpo de la nueva fami-
lia humana que puede, de alguna manera, ofrecer un esbozo
del siglo nuevo» (GS 38). Porque los «bienes terrenos, fruto de
la tierra y del trabajo, volverán a encontrarse, limpios de toda
mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue
al Padre el reino... Este reino está ya misteriosamente presente
en nuestra tierra; con la venida del Señor se consumará su per-
fección» (GS 39).
El cielo, para el Vaticano Il, comienza en la tierra, en la
lucha de los hombres para que el gran banquete de la creación
pueda ser verdaderamente la fiesta de todos. Por consiguiente,
hoy la teología, sin olvidar todos los pasos que a lo largo de
los siglos ha dado el caminar de la Iglesia, intenta en esta se-
gunda mitad del siglo XX, para expresar con la pobreza de las
palabras esta inefable realidad, volver a las fuentes de la Sa-
grada Escritura y mostrarse atenta a lo que nos dice el conci-
iiu. Dt~uc C~la ~Hl\..ia""",~0ú ~i1ti~ \:1 o.J'~¡- 3~~rr;p:~ ;}ct:.:~! j' ~!
hoy de la vida del pueblo de Dios se va gestando, paulatina y
confiadamente, una esperanza de salvación con nuevos con-
tornos, una nueva manera de concebir y de comprender el
cielo y la vida eterna, de la que son protagonistas privilegiados
los pueblos oprimidos y creyentes de América latina.
281
2.4. El cielo de Jesucristo:
comunión en el Espíritu del pueblo de Dios
282
A partir de esta constatación el cielo pasa a ser compren-
dido cada vez más como una realidad personal, como una
forma nueva y definitiva de ser, marcada para siempre por la
encarnación-pasión-resurrección del Señor Jesús. En él, por el
que todo fue hecho, el que era desde el principio, el que abrió
para los hombres un camino nuevo y vivo a través del velo de
su humanidad, el camino de acceso a Dios al que nadie jamás
pudo ver, se encuentran plenas y realizadas la vocación y las
esperanzas del ser humano: el reino, el eschaton.
Donde está Jesucristo, allí está el reino, el eschaton. Y,
como ya se dijo y se expuso en el capítulo 11 de este libro, él
mismo es el reino, el único eschaton, el núcleo central de la es-
catología cristiana. La alianza, la promesa, se personalizaron y
se realizaron en Cristo. Aquello para lo que fuimos hechos, el
destino hacia el cual caminamos, el futuro que anhelamos, el
paisaje que buscan nuestros ojos, es ya en él realización, COn-
sumación, presente. El cielo es entonces participación en el
ser, en la persona de Jesucristo. Aquel que nos precede y nos
va abriendo el camino. Y es también, en consecuencia, partici-
pación plena del ser de Dios.
Participación que no significa uniformidad, ya que el Espí-
ritu une sin anular las diferencias. La plenitud de comunión de
vida que caracteriza al cielo no suprime su alteridad entre Dios
y el hombre. El amor quiere la diferencia, la integra y se com-
place y se enriquece en ella. En el gozo pleno del amor, en la
consumación perfecta de la alianza, de los que el cielo es la
máxima expresión, Dios no dt-ja de ser Dios. Y el hombre, sin
dejar de ser hombre, participa resucitado de la forma de vida
del Cristo glorificado con el Padre y con el Espíritu Santo, es
decir, de la comunión trinitaria.
El Espíritu, Señor y fuente de vida, que habló por los pro-
fetas, es el divino instaurador y artífice de esa vida que se le
da a toda la creación ya en los límites de este mundo. Una
vida que se transforma, en el cielo, en plenitud perfecta y ab-
soluta, en realidad sin sombras. El cielo es el lugar del Espí-
ritu, en donde se realiza eternamente la obra vivificante por la
que suspira el Apóstol: « ... que sea Dios todo en todas las
cosas» (1 Cor 15,28).
2~3
Siendo la culminación definitiva de lo que fue la vida con-
creta de cada uno en su caminar, en sus luchas, en su fideli-
dad, en su acción y en sus pasividades, el cielo es al mismo
tiempo gracia absoluta que jamás puede alcanzarse con las solas
fuerzas humanas. Aquello que fue un intento -aunque po-
bre- de amor en la vida concreta encuentra su más elevada
continuidad y potencialización. El seguimiento de Jesucristo,
bajo el impulso del Espíritu, con las renuncias, los dolores y
las alegrías que esto implica, se convierte en comunión plena
de vida y de ser. Porque la glorificación de Cristo no quiere
decir ausencia del mundo, sino nueva manera de estar presente
en esta tierra tan amada por él; una forma nueva -más estre-
cha- de relación con esas personas por las que dio su vida;
una nueva forma de participación en el señorío de Dios sobre
esta historia que él asumió, con todas sus implicaciones y sus
límites, en la encarnación.
Aunque resucitado y glorificado, Jesucristo sigue estando
relacionado con el mundo, sin que por ello esté condicionado
por él. Y por eso el cielo, en último análisis, no es otra cosa
más que una manera de ser persona, que es ser por Cristo, con
Cristo y en Cristo. En el rostro del Señor resucitado está la
meta de llegada del caminar humano sobre la tierra. En el
cuerpo del Señor resucitado --{;fucificado todavía en los límites
de este mundo-- está el modelo de la convivencia y de la co-
munión fraterna, instauradas y posibilitadas por el Espíritu,
que constituyen el cielo de la fe cristiana.
284
A pesar de que en la actualidad estos conceptos resultan ya
superados y extraños a nuestros oídos racionalistas y posmo-
demos, no podemos dejar de percibir la gran parte de solidez
teológica y de verdad que contienen. Si Jesucristo venció defi-
nitiva e irreversiblemente a la muerte, y si el cielo significa
existir en Cristo, esto implica igualmente participar de su victo-
ria, ser vencedor con él. Victoria que no es de un individuo,
sino de todos los que forman el único Cuerpo de Cristo. Así
pues, el cielo es plenitud de lo que el cristiano recibe ya en el
bautismo: la pertenencia a una familia, a una comunidad, a
una Iglesia, y no caminar ya nunca solo. Es la comunión de los
santos en estado total de apertura, el punto máximo de todo
coexistir humano, la proximidad insuperable del amor en el
rostro del otro. en el rostro de Dios.
Pero esta comunión no significa uniformidad y masificación.
Así como a lo largo de la historia la identidad de la Iglesia, re-
galo del Espíritu, se va logrando por medio de la puesta en co-
mún de la riqueza y de la originalidad de sus miembros, tam-
bién en la plenitud de la vida en comunión que es el cielo la
fusión de todos en el Cuerpo de Cristo no significa disolución,
sino purificación y potencialización máxima de todas las posibi-
lidades más altas de cada uno. Todos serán llamados por su
nombre (Ap 2,17b) Y recibirán de la plenitud de Dios para ha-
cer partícipes a los demás de esa plenitud. La comunidad de
los bautizados se va forjando, en la historia, como lucha por
construir el reino -pueblo de Dios-, con la esperanza de lle-
gar a ser comunión de bienaventurados. El sujeto primero de
la bienaventuranza es el pueblo de Dios, la Iglesia en su etapa
esca tológica.
Hoy, en las comunidades eclesiales que van surgiendo y
proliferando en medio del pueblo, se puede percibir el germen
y la esperanza de esa Iglesia que se autocomprende como co-
munidad que lucha por construir el reino y que, de cada lucha,
sale más victoriosa y más próxima a la victorIa detlmtLva pro-
metida por Dios. Los encuentros intereclesiales de las comuni-
dades de base, que se van realizando en Brasil con cierta pe-
riodicidad. nos dan un indicio de ese proceso en el que la
Iglesia -santa y pecadora- se va acercando progresivamente
a la Iglesia triunfante de la fraternidad plena y convirtiéndola
285
cada vez más en ella 26. Cada uno de esos encuentros muestra
el rostro victorioso de una lucha. Y esa victoria es celebrada
en un clima de fiesta y de alegría. Sin perder la conciencia de
la realidad que sigue siendo de sufrimiento y de lucha, pero
con la esperanza alegre de que la meta hacia la que se camina
será la liberación de todos, la transfiguración progresiva de una
historia que sigue estando marcada por la injusticia y por el
pecado.
Sumergido en las selvas del Araguaia, devorado por el
fuego de Dios y la esperanza del pueblo, el obispo-poeta Pedro
Casaldáliga tiene estas reflexiones: «Cuando descubrí, siendo
aún seminarista, que la gracia es ya la gloria, 'la gloria a oscu-
ras' como decíamos, y que vivimos ya aquí en la tierra la única
Vida Eterna que viviremos para siempre, creo que se derrum-
baron para mí, de una sola vez, todos los fundamentos de las
dicotomías. (No quiero decir 4ue el "cómo" se vive esta única
Vida divina, por la gracia, aquí y allí, no me parezca profunda-
mente diferente; todos sabemos que la tierra "todavía no" es el
. 1o ... ) » 27 .
Cle
286
Juan Basca en Diamantina, bajo el sol del Mato Grosso y bajo
los cantos de victoria de todo el pueblo» 29.
Carlos, un sacerdote de 40 años, fue fusilado con cuatro
tiros, pero se salvó milagrosamente porque la bala destinada a
su cabeza rebotó en la varilla de sus gafas. Diez días después
de ese acontecimiento, escribe: «Compañero Jesús ... , en aquel
momento, cuando ya esperaba estar contigo, me desilusio-
naste... , no quisiste estar conmigo, como yo deseaba. La ver-
dad es que no pensaba en "ser feliz"; poco me importaba hasta
hace poco aquello que me deparaba la vida eterna. Eras tú al
que yo deseaba, "estar contigo", encontrarme con "mi amigo",
en el que había creído y de quien había hablado con mis her-
manos... y luego amaneció el día ... , y yo también amanecía .
y de nuevo, como siempre, me encontraste en mis hermanos .
Ya sé lo que vaya hacer: te seguiré, buscándote y encontrán-
dote. Como si no hubiera ocurrido nada entre nosotros dos. La
verdad es que da lo mismo encontrarte en esta vida o en la
otra: ¡tú eres el mismo!» 30.
Estas declaraciones de unos cristianos que hablan de lo que
les canta el corazón como esperanza última de un destino defi-
nitivo están impregnadas de una nota común: el cielo no es
una cosa extraña a la historia y no se llega a él estableciendo
un corte radical entre el antes y el después de la muerte. Al
contrario, el cielo comienza y se va gestando en el seno de la
historia, en las experiencias y las luchas por un mayor amor y
una mayor justicia, realizadas por los hombres bajo la fuerza
del Espíritu de Dios.
La relación persona-historia sobrepasa no sólo la noción de
cielo, sino todos los aspectos de la escatología. El mundo no es
meramente el soporte de la existencia humana. Es también el
espacio abierto a su creatividad y el ambiente en donde se in-
serta su corporeidad. Si a todos y a cada uno de los hombres
se les concede el don de Dios de vivir en plenitud, ese don in-
tegra y nace aparecer, úe iorma pieua y JefillÍiÍvd, lu LjUC 1lC
fue construyendo y deseando durante la vida. Aquello por lo
29 VARIOS. A práxis do martirio onlem e hoje, Paulinas, Sao Paulo 1980, 73-
74. El subrayado es nuestro.
30 lb., 46-48.
287
que se vivió, se sufrió y se murió. Aquello que les costó a mu-
chos sangre y lágrimas. El sentido de la resurrección de los
cuerpos se inserta y se comprende en este contexto.
Al final de su libro, el Trito-Isaías habla de la esperanza
máxima del hombre en términos de una <<llueva tierra y un
nuevo cielo», en donde los bienes serán disfrutados y poseídos
sin límite, en donde la comunión será perfecta, en donde ni si-
quiera quedará el recuerdo de los sufrimientos pasados. Sin
embargo, lo que caracteriza esa total novedad en el estado de
las cosas es lo que ya se ha visto y conocido, aunque transfor-
mado: «Ya no habrá allí recién nacido que viva sólo pocos
días, ni anciano que no culmine sus años... Harán entonces
casas y habitarán en ellas, plantarán viñas y comerán sus
frutos» (Is 65,20-21).
Dentro de esta tensión entre lo histórico y lo trascendente,
entre lo totalmente nuevo y gratuito que sólo Dios puede ha-
cer que suceda y el conocimiento tangible que el hombre cons-
truye y busca, se inscribe el cielo de la fe cristiana. No como
plenitud «póstuma», premio individual y abstracto, hecho de
pasividad y ausencia de deseos, sino como la glorificación
plena y absoluta de todo aquello que en la historia de los hom-
bres es justicia y fraternidad, bien y amor, entrega y sacrificio.
Por eso es tan esplendorosamente nuevo, extraordinario y
sorprendente. «Lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni se le
antojó al corazón del hombre, eso preparó Dios para los que
le aman» (1 Cor 2,9). Por eso mismo tampoco puede ser bus-
cado en un «más allá» supramundano o metafísico, sino en la
vida humilde y cotidiana del hombre, hecha de luchas y de vic-
torias que, asumidas en la eternidad de Dios, no pueden ser
arrancadas ni destruidas por ningún otro poder.
La lucha de Santos Dias y sus compañeros es ahora eterna;
también es eterno el testimonio de don Oscar Romero y el del
padre Juan Basca. Así como la victoria de las comunidades de
Alagamar y de Boa Esperan~a. Todo eso está inscrito y forma
parte del mismo ser de Dios. «El cielo es el futuro del mundo
y del hombre, que es a su vez Dios mismo» 31. Y las estruc-
2RR
turas sociales, cuando se humanizan y se ponen al servicio del
ser humano en lugar de oprimirlo, permiten que surja y crezca
en el seno de la historia ese cielo que Dios ha plantado en la
tierra de los hombres.
mesa realizada: los pobres y los pequeños. Como dicen las her-
mosas palabras del rito matrimonial católico: «Sed en el
mundo una señal del amor de Dios, abrid vuestra puerta a los
289
19, - E'.i<:o'ologio ...
pobres y a los desgraciados, que un día os recibirán agrade-
cidos en la casa del Padre» 33.
En la realidad sufrida y desfigurada de América latina no
existe ninguna vía de acceso a ese cielo que es el mismo Dios
que no pase por el don de la propia vida en favor de la libera-
ción de los pobres. Encontrar en esta lucha la alegría y la reali-
zación es ya experimentar en la tierra ese cielo que Dios tiene
preparado para los que lo aman.
Como canta el poeta Chico Buarque de Holanda, espe-
rando la victoria final del pueblo liberado:
290
Se enjugará toda lágrima de sus ojos
y no habrá más muerte, ni luto,
ni clamor, ni pena,
porque el primer mundo ha desaparecido'>, (Ap 21,1-4).
291
CONCLUSION
293
En el tercer capítulo tocamos la problemática tan humana e
inquietante de la muerte, distinguiendo en ella tres niveles: na-
tural o biológico, personal y social, que revisten formas dife-
rentes en el mundo de los pobres y en el de las clases bur-
guesas.
La compleja problemática del fin del mundo, de la resu-
rrección de los muertos y de la parusía nos ocupó en el capí-
tulo cuarto. A partir de los datos irrenunciables de la fe, inten-
tamos mostrar los esquemas interpretativos que resultan
inaceptables y los que respetan fundamentalmente esos datos
revelados. Con un esfuerzo teórico intentamos comprender el
fin del mundo, no como un acontecimiento al final de la serie
lineal de los sucesos históricos humanos, sino como transfor-
mación glorificadora de la carne y del cosmos en la muerte y la
resurrección de las personas. Un hecho que no puede conmen-
surarse con los demás acontecimientos históricos, en donde
aparece principalmente el poderío de Dios por la fuerza del
Espíritu.
De forma muy concisa, el quinto capítulo nos acercó teoló-
gicamente al tema del juicio de Dios y del purgatorio, funda-
mentalmente bajo la categoría de encuentro, de integración,
ante el rostro del Dios santo, justo e infinitamente misericor-
dioso.
Finalmente, el sexto capítulo cerró el círculo de reflexión
sobre la escatología cristiana con la tremenda alternativa del
destino final de los hombres: la posibilidad de la frustración
absoluta y eterna en la soledad definitiva -el infierno- y la
promesa de la vida en comunión plenamente realizada -el
cielo-.
A lo largo de este trabajo hemos atendido a la doble óptica
de los sectores populares y de los sectores más ilustrados, in-
tentando captar sus perspectivas específicas.
294
a hablar de lo que habrá de suceder a la persona y a la historia
«después», en una «gran fina!», cuando el riesgo y lo inespe-
rado pertenecen ya al pasado. Como algo que, realmente, ten-
dría poco que ofrecer para el presente concreto de la humani-
dad, sus luchas, sus victorias y sus fracasos.
La realidad histórica es, toda ella, escatológica. Porque, al
estar impregnada de una seriedad radical y de una dramática
esperanza, cada instante de la misma tiene un peso de eterni-
dad; cada acto humano lleva en su seno la finalidad definitiva
y el horizonte último hacia el que se dirige.
La teología es reflexión sobre la fe. Y el objeto de la fe es
Dios mismo: Padre, Hijo y Espíritu Santo; ese Dios que en su
«economía» de creación, salvación y santificación del hombre y
de la historia, hace nuevas y definitivas, en cada momento,
todas las cosas. Por consiguiente, la acción de Dios es toda ella
escatológica, aportando en dirección del espacio y del tiempo
humano, desde la eternidad de Dios, la Palabra última, la No-
vedad radical: Jesucristo. En él, único verdadero eschatos, el
hombre encuentra la verdad sobre sí mismo. En él la teología
encuentra la fuente de su reflexión, el contenido y la forma de
su discurso, ya plenos y realizados en un eterno presente. La
teología es toda ella escatológica, al ser la reflexión y el dis-
curso sobre el Ultimo que es el Primero, el Omega que es el
Alfa, Aquel que desde su infinito futuro viene continuamente
al presente concreto y estrecho del hombre y del mundo.
Muerte y juicio, resurrección, parusía, purgatorio, infierno
y cielo no consisten solamente en unas realidades metafísicas y
supramundanas. Son por el contrario cuestiones vitales, que to-
can hasta lo más profundo de la mente y del corazón humanos
y que sólo encuentran su respuesta en Jesucristo. Escatología
realizada, reino definitivamente acontecido, él es el que da
---con su encarnación, su muerte y su resurrección- el sentido
último v definitivo a todas las luchas y angustias, las espe-
ranzas y alegrías de la vida y del caminar del pueblo en direc-
ción a la comunión plena. Y al Espíritu Santo se le atribuye el
remate final de toda esta «economía divina». El es el que, en
la Trinidad inmanente, cierra el ciclo generador e inspirador de
las personas divinas, realizando la resurrección de la carne y
consumando la glorificación del cosmos, de la materia.
295
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2. Artículos
298
SACRAMENTUM MUND!, Enciclopedia teológica, 6 vols., Herder,
Barcelona 1972-1976; véanse las voces Escatología, Escatologismo,
Eternidad, Infierno, Inmortalidad, Novísimos, Parusía, Purgatorio,
Resurrección de la carne, Visión de Dios, etc.
299
GLOSARIO
301
ASIDEOS: miembros de una secta judía con una determinada
forma de espiritualidad, que florecieron en el judaísmo an-
tiguo a partir de la guerra de los Macabeos contra la heleni-
zación de la vida judía.
ATARAXIA: término usado en la filosofía helenista para sig-
nificar la imperturbabilidad de ánimo del sabio ante las vici-
situdes de la existencia.
CARISMA: en su raíz significa gracia. San Pablo la usa más
bien como un don especial concedido por Dios a las per-
sonas con vistas a la construcción de la comunidad.
CARTESIANISMO: sistema filosófico del filósofo francés
R. Descartes (1596-1650), entre cuyas características princi-
pales están la duda metódica como comienzo de la filosofía
y el pensamiento matemático como modelo del pensa-
miento cierto y evidente.
CATEGORIAL: todo lo que puede ser explicado por un con-
cepto universal fundamental.
CESURA: ruptura clara entre dos momentos en la evolución
de un pensamiento.
CONCUPISCENCIA: apetito anterior a la libertad, no contro-
lado totalmente por ella, que nos inclina hacia un bien par-
cial.
COSMOGONIA: narraciones mitológicas sobre el origen del
mundo.
COSMOS: palabra griega que significa «mundo».
CRISTOCENTRISMO: reflexión que coloca a Cristo como
centro de explicación de la realidad.
CRISTOLOGIA: parte de la teología que estudia la persona,
la vida y la obra de Jesucristo.
DESMITOLOGIZACTON' inriil';) pI rmwP"o ,-lp ;ntf"rr!"f"!?-':~~~
de la predicación formulada dentro del marco cultural anti-
guo hacia dentro de la cultura moderna.
DETERMINISMO: hecho o doctrina que afirma la relación
estrecha entre causa y efecto en todos los acontecimientos,
excluyendo por tanto la espontaneidad del acto libre.
302
DEUS OTIOSUS: expresión usada por M. Eliade para indicar
el fenómeno en ciertas religiones antiguas en las que se
pensaba que los dioses después de la creación se desenten-
dían de las criaturas y por eso estaban ausentes de los actos
de culto.
DIALECTICA: característica de un pensamiento que procede
por oposición de conceptos y no por análisis de los mismos.
DIES NATALlS: día del nacimiento, usado en el contexto
eclesiástico para indicar el día de la muerte de los santos, o
sea, su nacimiento para el cielo.
DISCURSO PERFORMATIVO: véase performativo.
DOXA: palabra griega que significa «gloria». En oposición a
kénosis quiere significar el estado glorioso que se alcanza
por la resurrección.
DS: Denzinger-Schónmetzer, Enchiridion symbolorum: libro
que contiene documentos oficiales de la Iglesia para uso de
los estudiantes de teología.
ECLESIOLOGIA: parte de la teología dedicada al estudio de
la Iglesia.
EDEN: lugar donde se encuentra el paraíso (Gén 2,8; 4,14).
EGOCENTRISMO: concepción de la vida centrada en el pro-
pio yo.
EKKLESIA: término griego que significa «iglesia»; proviene
de la raíz «llamamiento, convocatoria».
ENERGIA RADIAL: término usado por Teilhard de Chardin
para indicar el dinamismo motor presente en el universo,
que impulsa hacia un proceso interiorizante, evolutivo, per-
mitiendo que surjan formas más complejas, superiores
(energía psíq uica).
ENERGIA TANGENCIAL: término también theilardiano
r<:>"<:> <;ignifi,..<:>,. pI ,..,t,.,.., tiro np pnpr~h, r,.opi<:> ne elemento<;
de un mismo orden; va en el sentido de mayor probabilidad
para el equilibrio del universo (energía física).
ENTROPIA (ley de la): principio de la termodinámica según
el cual la energía gastada no se recupera íntegramente y el
universo camina entonces hacia la muerte térmica.
303
EON: término griego que significa «tiempo, edad, época»;
usado en la apocalíptica para distinguir entre el viejo eón
-tiempo de nuestra historia con sus vicisitudes y sufri-
mientos- y el nuevo eón -tiempo de la salvación univer-
sal sin sufrimientos-, pensado como eternidad o como
tiempo indeterminado vivido todavía en la tierra.
EPIFENOMENO: véase fenómeno.
ESCATOLOGIA: parte de la teología que estudia el sentido
último y definitivo ya presente en las realidades y el destino
último de esas mismas realidades.
ESCHATA-ESCHATON-ESCHATOS: tres palabras griegas
que indican la última y definitiva realidad. Eschata: plural
neutro, connota la pluralidad de esas últimas realidades.
Eschaton: neutro singular, connota la unidad radical singu-
lar de las mismas. Eschatos: masculino singular, connota el
aspecto personal de la última realidad: Dios Padre en su úl-
tima fuente, Jesucristo como enviado suyo y el Espíritu
Santo como enviado de ambos.
ESENCIA: realidad que permanece más allá de las transfor-
maciones.
ESENCIALISMO: doctrina filosófica que entiende la realidad
creada compuesta por esencia y existencia; la realidad di-
vina como esencia eterna, idéntica al propio ser o existir.
ESQUEMAS TERMINOLOGICOS: formas de lenguaje que
se usan para traducir una concepción determinada, como su
soporte necesario, en un determinado momento cultural.
ESTRUCTURALISMO: sistema filosófico que destaca en sus
análisis la captación de las estructuras, esto es, de un conte-
nido comprendido en una organización lógica y no en movi-
miento.
EUGENESIA: proceso de selección de los seres vivos a partir
de la salud de sus factores hereditarios y transmisores.
EXISTENCIA-EXISTENCIAL-EXISTENCIALIZACION: es-
ta serie de términos se sitúa dentro de una perspectiva fi-
losófica que parte del hecho de existir, de la experiencia vi-
304
vida, concreta, como elemento constitutivo de la estructura
del ser y de la existencia concreta humana.
EXISTENCIAL SOBRENATURAL: orientación ontológica
profunda del hombre hacia una vida de comunión con la
Trinidad, anterior incluso a la recepción de la gracia y su
decisión libre.
EXTRINSECISMO: reflexión filosófica que considera las cosas
como exteriores y yuxtapuestas unas a otras.
30)
20. - Escatología ..
clOn de todos los seres corpóreos como un todo natural
compuesto de materia y forma, en calidad de componentes
esenciales.
IDEOLOGIA: sistema más o menos coherente de imágenes,
ideas, principios éticos, representaciones globales, con el fin
de regular en el seno de una colectividad las relaciones en-
tre los individuos y su propia localización dentro de ella.
Representaciones fuertemente impuestas por los intereses
de grupo o de clases.
ILUSTRACION: fenómeno cultural en que se afirma la auto-
nomía de la razón humana (siglo XVIII). Comienza la era
de la crítica. En relación con ella hay que entender los tér-
minos «pre-crítico» y «post-crítico».
IMAGINARIO: universo de representaciones que un cuerpo
social construye y que da sentido a todo lo que puede pre-
sentarse dentro y fuera de él.
IN AETERNUM: expresión latina, que significa «para siem-
pre», por toda la eternidad.
INMANENCIA: aquello que pertenece a la esfera intrínseca
del ser y del obrar de una naturaleza determinada.
INTERSUBJETIVIDAD: perspectiva filosófica que valora las
relaciones entre las personas, como libertades y conciencias.
ISAIAS (libro de): libro que relata la actividad profética del
gran profeta Isaías (Is 1-39). Déutero-Isaías: profeta desco-
nocido de finales del destierro (Is 40-55). Trito-Isaías: reco-
pilación profética que procede sustancialmente de la época
posterior al destierro (Is 56-66).
KAIROS: tiempo privilegiado de gracia, en oposición a
chronos: el tiempo profano.
KANTIANO: pensamiento que se relaciona con el filósofo
inp:lli"t:l:llpm:in Fmm:lnllP] K :lnt (1714-1 R(4)
KENOSIS: palabra griega que significa vacuidad, aniquilación,
moldeada a partir del término usado por san Pablo
(Flp 2,7) para significar la actitud de despojo del Verbo di-
vino al caminar entre nosotros. Se opone a doxa, que signi-
fica el modo glorioso de vivir.
306
KERIGMA: término griego que indica «proclamación». Se re-
fiere al elemento de proclamación de la apologética cris-
tiana en oposición a los elementos más doctrinales, las en-
señanzas (didaché).
MARANATHA: expresión aramea que, según su grafía,
puede significar una petición -¡Ven, Señor Jesús!- o una
constatación -¡El Señor vino!-. Se usa generalmente en
las liturgias del comienzo del cristianismo.
MATERIALISMO: filosofía que pone la materia como la úl-
tima realidad del ser.
MELECIANOS: cismáticos del siglo IV, unidos al obispo egip-
cio Melecio, de carácter rigorista respecto a la readmisión
en la Iglesia de los que habían sido débiles en la persecu-
ción, sobre todo de Diocleciano.
MESIANISMO: usado aquí para los movimientos sociales de
cuño religioso que se caracterizan por presentar la creencia
en la venida de un redentor que pondrá fin al orden actual
y establecerá un orden nuevo de justicia y felicidad.
METAFENOMENO: véase fenómeno.
METAFISICA: parte de la filosofía que estudia el ser en gene-
ral.
METANOIA: palabra griega que significa «conversión».
MILENARISMO: forma de las doctrinas y movimientos esca-
tológicos que se desarrollaron en el seno y al margen de va-
rias religiones, sobre todo del judea-cristianismo. Se carac-
teriza por esperar un reino-paraíso terrenal, basándose
sobre todo en el pasaje de Ap 20,4-6, donde se habla de
un reino de 1.000 años antes de la consumación final.
MITO: forma cultural de expresión antigua, pre-moderna, para
traollcir las experienci;:¡c; relieioc;;:¡s o las exrerienciac; hu-
manas profundas.
MODERNIDAD: fenómeno cultural que se caracteriza por el
cambio de imagen del mundo, marcada por el carácter sa-
grado, fixista y teocéntrico, en una imagen evolucionista,
histórica y centrada en el hombre.
307
NARCISISMO: término de naturaleza psicológica para indicar
que uno se centra en sí mismo.
NEOPLATONISMO: doctrina filosófica que se caracteriza por
la concepción del mundo como emanación a partir de un
principio único y retorno a ese principio.
NOVISIMOS: son las últimas realidades en relación con el
hombre y con el mundo.
ONTICO: lo que se refiere al ente en contraposición con onto-
lógico, que se refiere al ser mismo en los entes.
ONTOLOGIA: es el estudio del problema de la comprensión
del Ser y de cada uno de los seres, como condición de posi-
bilidad para pensar y actuar en relación con la realidad con-
creta; estudia el ser mismo de los entes.
PALEONTOLOGIA: ciencia que estudia los animales y vege-
tales fósiles.
PANCOSMICO: término creado por el teólogo alemán
K. Rahner para traducir la nueva relación que tiene con el
universo el que murió ya y vive en la gloria.
PANTEON: galería de los dioses.
PARUSIA: la segunda venida de Cristo en forma gloriosa al
final de los tiempos para juzgar a los vivos y a los muertos.
PERFORMATIVO (discurso): se refiere a un lenguaje no-des-
criptivo, que suscita emociones, prescribe normas de con-
ducta e influye en el comportamiento humano.
PHANTASMA (conversio ad): expresión tomista que en la
teoría del conocimiento traduce la necesidad de la presencia
de la imagen sensible para todo conocimiento humano, in-
cluso espiritual.
PLATONISMO: doctrina del filósofo ateniense Platón (si-
glu V-IV a.C.), yue se caracteriza por ia afirmaClon Oe un
mundo de ideas trascendentes con relación al mundo sensi-
ble.
PLEROMA: concepto de san Pablo según el cual Dios Padre
nos ha dado en Jesucristo la «plenitud» (pleroma) de la vida
divina y en la gloria unidos a Cristo estamos llamados a
308
participar de la «plenitud» (pleroma) en la que Dios será
todo en todos (Col 2,9; 1 Cor 15,28).
POTENTIA OBOEDIENTIALIS: apertura ontológica de la
criatura a la acción de Dios en orden a la salvación.
PRAXIS: acción humana dotada de teoría (política) que in-
fluye --conserva o transforma- en las relaciones sociales
en una determinada formación social.
PROLEPTICO: aquello que se refiere a una realidad futura,
anticipándola en cierto modo.
PROMETEO: figura de la mitología griega que representa el
desafío humano al mundo de los dioses.
PROTOLOGIA: discurso sobre la revelación relativa a los co-
mienzos del mundo y del hombre.
Q.: abreviatura de la palabra alemana Quelle (<<fuente»); se re-
fiere a la fuente que usaron los sinópticos Mt y Lc para re-
dactar sus evangelios en aquello que no dependen de Mc.
QUILIASMO: término griego que significa «milenarismo».
REINO DE DIOS: señorío de Dios sobre el mundo, la histo-
ria, los hombres, ya anunciado y predicado por los profetas
del Antiguo Testamento y que Jesús anuncia ya presente en
señales y ha de manifestarse pronto de modo glorioso.
RELATIVIDAD EINSTEINIANA: teoría de Eisntein, según
el cual el desarrollo del tiempo no es igual para dos obser-
vadores que están separados uno en relación con el otro.
REVOLUCION GALILEO/COPERNICANA: cambio de
imagen del mundo, en el que la tierra pierde su lugar cén-
trico respecto al sol.
SACHE: palabra alemana que significa «cosa». Se usa para lla-
rn~r b M~nrión .. ()hr~ el contenido. el núcleo de una reali-
dad.
SEBASTIANISMO: mito que se formó en torno a la figura de
D. Sebastián, rey de Portugal, muerto en Alcazarquivir:
volvería a aparecer redivivo para liberar a Portugal del do-
minio del rey de España.
309
SEMANTICA: estudio de la historia del significado de las pa-
labras.
SHANGRILA: lugar utópico de felicidad descrito por el escri-
tor norteamericano James Hilton en su novela Horizonte
perdido.
SHEOL: el mundo subterráneo considerado como lugar de los
muertos.
SINCRETISMO: fenómeno religioso en el que los elementos
religiosos de diversas religiones se mezclan en una determi-
nada forma religiosa.
SOLA FIDE, SOLA GRATIA, SOLA SCRIPTURA: expre-
siones latinas que quieren traducir principios fundamentales
del protestantismo en lo que se refiere a nuestra salvación:
solamente por la fe, por la gracia y por la Escritura te-
nemos acceso a la salvación y a la revelación de Dios.
SOLIPSISMO: especie de idealismo que no reconoce nada
como cierto más que el acto de pensar y el propio sujeto.
SUSTANCIA: lo que tiene su ser en sí y no en otro.
SUSTANCIALISMO: véase Esencialismo.
TEOCENTRISMO: reflexión que pone a Dios como centro de
explicación de la realidad.
TEOCRACIA: sistema de poder en donde Dios es presentado
como su último detentar y los hombres lo ejercen en nom-
bre suyo.
TEOFANIA: aparición de Dios.
TOPOS, TOPIA: palabras griegas que significan «lugar». Se
dice respecto a una realidad que tiene lugar en la historia,
en oposición a la utopía.
TORAH: palabra hebrea que significa la Ley.
T~..A..SCE!'TDE!'!C!.r\.. : ~:.:~lid~d ':¡ü~ JC ut¡-itüj"c a D~u~ lJUl ti
hecho de que él supera todas las realidades creadas y no
puede reducirse a ellas.
TRASCENOENTAL: término usado por determinadas filoso-
fías para expresar algo que hace posible la experiencia, sin
identificarse no obstante con ella.
310
TRITO-ISAIAS: véase Isaías.
UTOPIA: término griego que significa «no lugar». Se refiere a
proyectos históricos que todavía no tienen lugar en la histo-
ria y por eso motivan y mueven las fuerzas sociales para su
realización.
311
INDICE
Págs.
Contenido...... . 11
Introducción......... . 13
1. Punto de partida................................................. 73
1.1. La piedad popular y el núcleo escatológico...... 75
1.2. Experiencia escatológica en la lucha y el cami-
nar del pueblo............................................ 80
1.3. La «cercanía de Dios» como búsqueda del sen-
tido radical 84
1.4. Estructura antropológica y escatología............ 96
2. La cercanía de Dios en la vida de Jesús.................. 100
2.1. Jesús y la tradición religiosa en Israel............. 101
2.2. Predicación y praxis de Jesús en relación con el
reino de Dios............................................. 107
3. Jesús como personificación del reino de Dios........... 118
4. La continua cercanía escatológica de Dios............... 123
5. Conclusión........................................................ 142
Iglesia....................................................... 256
1.4. Infierno: una posibilidad que no es divina........ 262
1.5. Conclusión: el infierno comienza aquí............. 267
2. Cielo: la realización absoluta de la vida................... 268
2.1. La concepción popular y la importancia del
mito 269
Págs.
Conclusión.............................................................. 293
Bibliografía 297
Glosario.................................................................. 301
Tomo
Tomo
Tomo
Serie IV:
Tomo 14.
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