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La dama en la lata

En 1927, Fritz Lang estrenó Metrópolis, una película anunciada como la más
grande e importante del cine hasta entonces. A los pocos meses, sin embargo, ya
había sufrido en todo el mundo censuras de todo tipo: comerciales, sexuales,
religiosas e ideológicas. Después se sumaría la Segunda Guerra y con ella la
desaparición de los negativos originales. Ochenta años después, la única copia
completa del Santo Grial del cine apareció en Buenos Aires. La compleja, sinuosa
y apasionante trama de esa aparición recorre el siglo, la historia de la industria y
habla de una Buenos Aires que alguna vez fue la capital del cosmopolitismo
cinematrográfico. El Bafici estrena el documental dedicado al rescate, y además,
Radar vio el estreno de la copia restaurada en Berlín.

Por Mariano Kairuz


Suplemento Radar – Página/12 - DOMINGO, 4 DE ABRIL DE 2010

Con un dedo, Salvador Sammaritano señaló hace poco más de veinte años el camino
para encontrar el Santo Grial de los historiadores del cine: Metrópolis, tal como la
concibió Fritz Lang. La original, la que se estrenó en Alemania en enero de 1927 y fue
sometida apenas meses después a diversas mutilaciones, ya no existía en (casi)
ningún lugar del mundo. Ese dedo de Sammaritano fue el protagonista de una
simpática anécdota en la que se escondía mucha más información de la aparente.
Corría 1988 y, en medio de un almuerzo con Fernando Martín Peña, que hacía poco
había empezado a trabajar con él en el Cine Club Núcleo, Sammaritano recordó la
última proyección que el cineclub había realizado de Metrópolis. Como la copia,
provista para la ocasión por el coleccionista Manuel Peña Rodríguez, se encontraba
algo contraída por el paso del tiempo, para evitar que en su paso por la lente del
proyector se moviera y saliera proyectada fuera de foco, Sammaritano decidió
mantenerla firme él mismo con el dedo. Así se quedó, toda la proyección, “durante
dos horas y media”.
“El relato era gracioso pero sonaba un poco exagerado”, dice Peña. Unos pocos años
antes el film de Lang se había reestrenado en una versión musicalizada por Giorgio
Moroder (muchos recordarán, aunque no hayan llegado a verla, el videoclip de la
canción “Radio Ga-Ga”, con Freddie Mercury y el resto de Queen incorporados a
imágenes de la película), un experimento bizarro y no necesariamente genial pero
que había recuperado un clásico del cine mudo para una nueva generación, y a Peña
le constaba que esa versión no llegaba a la hora y media de duración. También
recordaba que el reestreno de Moroder aclaraba al principio que el original completo
del film de Lang estaba perdido para siempre, y que parte del material faltante se
reponía mediante textos. “Salvador, ¿está seguro?”, le preguntó Peña, “¿Dos horas y
media?”. “¡Me acuerdo como si fuera hoy!”, le aseguró Sammaritano. “¡No sabés cómo
me quedó el dedo!” La colección Peña Rodríguez, le explicó ese mismo día
Sammaritano a Peña, había pasado a manos del Fondo Nacional de las Artes. De
existir aún, la versión más larga, la única sobreviviente digna de los numerosos cortes
que el film sufrió a partir de su estreno alemán, estaba en Buenos Aires. Pero
debieron pasar veinte años más, hasta que Paula Félix-Didier asumió la dirección del
Museo del Cine, para que Peña pudiera finalmente echarle un vistazo a ese fragmento
de historia cinematográfica perdida.

Metropolis, Metropolis
¿Por qué en Argentina? La respuesta se despliega en una historia repleta de datos a
veces fascinantes y otras temibles, que Fernando Martín Peña –historiador,
coleccionista, programador de la sala de cine del Malba– reconstruye con una enorme
precisión informativa en su libro Metrópolis, editado en noviembre de 2008 en el
marco del Festival de Mar del Plata. El relato es fascinante: da cuenta del singular
espacio de circulación cultural en que se había convertido Buenos Aires para las
primeras décadas del siglo XX, y de las prácticas de distribución y exhibición del cine
comercial en aquellos años –y hasta cierto punto de su incipiente comunidad cinéfila
y de vocación cineclubista–, así como de desidias criollas pero también
internacionales que permitieron que buena parte del patrimonio cinematográfico
mundial se haya perdido sin remedio. Sobre este relato, con el libro de Peña como
base para su guión, Evangelina Loguercio (productora general del Museo del Cine y de
Malba.cine), Diego Panich (montajista y director), y los docentes e investigadores
Laura Tusi y Sebastián Yablón realizaron Metrópolis refundada, un documental de 47
minutos que reconstruye el derrotero del hallazgo del film de Lang y de su
reconstrucción, con testimonios directos de Peña, Félix-Didier, el historiador y
experto en restauración alemán Enno Patalas, y representantes de la Cinemateca
Alemana y de la Fundación Murnau involucrados en la restauración.
Metrópolis refundada se vio en la Berlinale en febrero de este año y tendrá su estreno
porteño en el 12º Bafici. Para ver la versión restaurada del film de Lang por acá,
todavía habrá que esperar un poco más.
El libro de Peña y el documental cuentan, por un lado, la historia de cómo Metrópolis
se dispersó en distintas versiones a poco de su primer encuentro con el público
germano. El contexto es todavía el de la primera posguerra: en la economía alemana
devastada, su industria cinematográfica ocupaba un lugar clave. Esto explica en parte
la potencia de su producción a nivel internacional de esos años, y el nivel de inversión
que sus productores –personajes legendarios como Erich Pommer, que se encontraba
en esa época al mando de la UFA– estaban dispuestos a llevar adelante para terminar
de imponer su cine en los mercados mundiales y en especial en el estadounidense. En
términos promocionales, Metrópolis se anunció al mundo como el film más grande de
todos los tiempos, como una apuesta monumental, nunca vista. Más allá de otras
consideraciones narrativas o artísticas, y a un costo exorbitante de cinco millones de
marcos (más un millón de dólares) y un año y medio de trabajo, fue algo así como el
Avatar de su tiempo.
Pero la grandilocuencia con que fue lanzada puede haberle jugado un poco en contra,
al menos entre la crítica de su país, que recibió su estreno con reservas. En parte,
explica Peña, porque la UFA terminó de financiarla con aportes de la Paramount y la
Metro, recibidos a través de un acuerdo de distribución recíproco pero desigual, por
el cual la compañía alemana no podía modificar el material norteamericano, pero las
dos empresas estadounidenses sí podían tocar el que recibieran de la UFA, en la
medida en que lo juzgaran necesario para fortalecer sus posibilidades comerciales.
Una prerrogativa que pusieron en acción sin asco en el caso de Metrópolis, a la que
consideraron larga y difícil y para la que convocaron al dramaturgo Channing Pollock,
con la intención de que éste elaborara una versión “sintetizada”. Pollock procedió a
eliminar escenas y modificar intertítulos, perdiendo por el camino personajes, como
el de Hel, la mujer por la que los personajes de Fredersen y Rotwang han competido
en el pasado. “Con Hel –explica Peña– desapareció también la motivación de Rotwang
para fabricar un ser artificial de formas femeninas y sus razones para odiar a
Fredersen y a su hijo Freder, por lo que dejó de ser un alquimista torturado por el
pasado y se convirtió en un vulgar científico loco que, simplemente, hace cosas
irracionales. A su vez, Fredersen perdió la complejidad de sus iniciativas: en la
versión original pretendía utilizar a la falsa María para llevar a los obreros a la
violencia y poder someterlos después con mayor facilidad, pero en la versión de
Pollock sólo quiere que la falsa María los domine. Debido a eso hay una extensa
escena que cambió su sentido por completo y pasó a ser una incoherencia: por medio
de un intercomunicador visual, Fredersen le ordena al jefe de máquinas Grot que
detenga a los obreros a toda costa, y el pobre hombre debe hacer frente a la masa
enfervorizada, solo y armado con una modesta llave inglesa. En la versión original,
Grot evita el paso a la máquina central de los obreros sublevados cerrando dos
compuertas gigantescas, pero, para su sorpresa, Fredersen le pide que las abra y les
permita romperlo todo. Otros cortes de Pollock se debieron a diversas formas de
censura moral, como la supresión de casi todas las tomas en que la falsa María es
observada mientras realiza su danza erótica, o la omisión de muchas secuencias que
tienen lugar en Yoshiwara, la casa del pecado”. De estas modificaciones surgió la
versión estrenada en Estados Unidos en marzo de 1927 (dos meses después de su
première alemana), y otra muy parecida fue la que llegó a Gran Bretaña, con unos 115
minutos.

Pero la historia de la mutilación de Metrópolis recién empezaba. Ante el relativo


fracaso comercial de su estreno alemán, y cuando Pommer ya había dejado la UFA, la
empresa quedó con una enorme deuda con sus socios norteamericanos, que sería
asumida por un millonario nacionalista llamado Alfred Hugenberg (que poco después
invertía su dinero en ayudar a Hitler a llegar al poder). Al mando de la productora
desde abril, sacó a Metrópolis de circulación y diseñó su reestreno en versión
recortada. Las tijeras no se limitaron a aligerarla en duración, sino que siguieron una
línea ideológica fuerte: sacar toda “tendencia comunista” y varias referencias
religiosas. En agosto del ‘27 la nueva versión (de 117 minutos) llegó a los cines
alemanes y de varias ciudades europeas. En 1936, la UFA ensayaría otro reestreno,
esta vez de 91 minutos. Luego vendría la guerra y con él la destrucción de los
negativos originales y mutilados del film, con lo que esta reducción brutal a hora y
media fue la que mayor circulación tuvo de ahí en más. Del film creado por Lang,
apenas una sombra.
La lata del tesoro: los rollos con la copia más completa existente de Metrópolis, fueron
encontrados en el Museo del Cine, donde estaban rotulados e inventariados. Así lo
cuenta el documental Metrópolis Refundada, que se verá en la edición del Bafici que
empieza el jueves.

En la Metropolis del Sur


En su libro, Peña cita un artículo de la revista suiza especializada en cine close-up,
publicado en febrero de 1930, que prueba la abundancia y diversidad de la cartelera
de cine porteña de esos años. Un cronista asegura que “pese a que la Argentina no es
un país productor de cine, debe ser uno de los más grandes consumidores del mundo.
Dos millones de habitantes, doscientos cines. Noventa y cinco toneladas de película
importada. Un país puede ser democrático y tener una aristocracia; puede ser
capitalista y tener un partido comunista poderoso; puede ser universal pero muy
cosmopolita. Argentina combina todos esos puntos. También goza de libertad.
Resultado: Buenos Aires es la perfecta ciudad cosmopolita del cine”.
Este es el contexto en el que Terra, sucursal local de una productora alemana, acá
dedicada sólo a la distribución, hizo sus negocios en Argentina. En 1924, Terra fue
adquirida por Wilson & Cía., la empresa de un tal Adolfo Zicovich-Wilson, figura
central de esta historia. Además de adquirir para su estreno varios films nacionales,
Wilson viajaba todos los veranos a Europa en busca de material. Así fue que en enero
de 1927 fue de los primeros en ver Metrópolis, en su versión original y completa,
sobre la cual se declaró muy impresionado, y se calcula que probablemente volvió a la
Argentina ya con una copia del film (en esa misma versión) bajo el brazo. Aunque no
la estrenaría hasta un año más tarde, “Wilson –escribe Peña– había estado en el lugar
preciso y en el momento justo: a cuatro meses de su estreno mundial, la versión
original de Metrópolis sólo existía en la Argentina”.
Wilson también hizo una pequeña adaptación propia del film, que ejecutó el
realizador Leopoldo Torres Ríos, por ese entonces su jefe de publicidad, redactor de
títulos y ocasional adaptador de films extranjeros al “gusto local”. En el caso de
Metrópolis se limitó a inventar un intertítulo final en el que se lee “Y la ciudad fue más
grandiosa que nunca porque hubo amor entre los hombres”, para luego pegar un
plano general de la ciudad tomado del principio. El 6 de mayo de 1928, el film de Lang
finalmente llegó a las salas porteñas con avisos que exageraban: “Todo Buenos Aires
habla de Metrópolis”; “El film que se adelantó un siglo” y “Una película de incalculable
trascendencia social”. No obstante, las fichas jugadas en su estreno, y al igual que en el
resto del mundo, su recorrido porteño fue moderado, mientras la crítica especializada
local hablaba de un triunfo en lo formal pero insuficientemente sustancioso, y escribía
cosas tales como que le faltaba “claridad narrativa” y que “tal cual está hecha, es sólo
una película de mucha técnica nueva, pero de muy poco interés”.
La pregunta es qué ocurrió luego con las copias que Wilson había adquirido de
Metrópolis. Se supone que un distribuidor debe destruir las copias adquiridas al
caducar los derechos para su explotación comercial (esto es algo que sigue vigente en
los contratos de distribución), pero afortunadamente muchos “estrenadores” no
respetan esta cláusula. Se sabe que una copia de Metrópolis llegó a manos del
coleccionista Manuel Peña Rodríguez: probablemente gracias a la relación que ambos
entablaron años más tarde cuando Wilson estrenó Bodas de sangre, film nacional en
el que Peña Rodríguez se desempeñó como productor. Están documentadas también
las exhibiciones de la copia completa de Metrópolis en Montevideo en 1946 y la de
1959 en Buenos Aires, en el cine Libertador de la Avenida Corrientes un domingo de
julio a la mañana. La del dedo salvador de Sammaritano.
Metrópolis refundada ofrece algunas imágenes de Peña Rodríguez que aún no habían
sido encontradas cuando FMP escribió su libro en 2008. Una de ellas, en las que el
coleccionista aparece compartiendo un cigarrillo con el director Howard Hawks en el
set de Sólo los ángeles tienen alas, prueba la importancia de Peña Rodríguez como
periodista cinematográfico en los años ‘30, uno de los más influyentes a través de su
sección en el diario La Nación, y esta evidencia ayuda a explicar un poco sus
relaciones con gente de la industria. Las que probablemente contribuyeron a
salvaguardar, aunque de manera informal, el film de Lang.
En los ’60, Peña Rodríguez entregó su colección al Fondo Nacional de las Artes en
parte de pago por un crédito que, enfermo y aparentemente quebrado, no se
encontraba en condiciones de resolver. Buena parte de los rollos estaban en nitrato
de celulosa, el material en que se hicieron las películas hasta el ‘50, un soporte de una
calidad de proyección óptima pero que, considerado peligroso por su alta
inflamabilidad, fue declarado ilegal en Argentina. (Esto es, en lugar de adoptarse
medidas apropiadas de preservación y seguridad que evitaran incendios como el que
en 1969 destruyó los laboratorios Alex.) El Fondo entonces copió (“redujo”) la
colección en película de 16 mm a través de un laboratorio barato y de dudosa calidad,
para poder deshacerse de los originales en nitrato, lo cual dejó como resultado una
pérdida irremediable. En 1974, con esas copias inferiores, el Fondo ideó un programa
televisivo a cargo de cuya edición estuvo el veterano director Luis Moglia Barth. “Para
incluir la mayor cantidad posible de material –explica Peña–, Moglia Barth decidió
resumir los films que integrarían cada emisión, ya sea cortando escenas completas o
suprimiendo los intertítulos y reemplazando sus textos con la voz en off de un
locutor. En consecuencia, la colección quedó descuartizada. Seguramente Peña
Rodríguez habría hecho un escándalo, pero no llegó a enterarse porque falleció en
julio de 1970.” El triste derrotero de la colección habría de seguir: cuando en 1988 el
Fondo quiso donar la colección al Cine Club Núcleo no pudo hacerlo, porque no está
permitido que una entidad pública haga ese tipo de cesión a una privada. Pero fue en
esa situación que Fernando Martín Peña tomó conocimiento de la colección, y que
Sammaritano le contó quién había sido Peña Rodríguez, y la anécdota del dedo y las
dos horas y media. Obsesionado por el indicio de que el Santo Grial de los
restauradores del cine se encontraba en Argentina, Peña investigó todo lo que tuvo a
su alcance y más, pero ni su voluntad ni la del director del Fondo fueron suficientes, y
la burocracia se impuso y los interesados ni siquiera pudieron echar un vistazo a
aquello que se consideraba perdido. Peña llegó a saber de memoria cómo era o debía
ser lo que faltaba de Metrópolis, a partir de lo que Enno Patalas había llegado a
reconstruir mediante fichas de censura, la novelización de la película de Thea von
Harbou y la lista de títulos originales.
Cuando en los ’90 la colección Peña Rodríguez fue a parar al Museo del Cine, Peña se
vio impedido de continuar su búsqueda una vez más por razones burocráticas: cada
vez que volvía, cada nuevo director le avisaba que (a su pesar) los materiales estaban
embalados a la espera de la mudanza a un edificio mejor. Sucedieron las gestiones del
Museo y las mudanzas. Hasta que asumió Paula Félix-Didier. “En abril de 2008 me
vino a ver Paula, que acababa de ser designada directora del Museo –cuenta Peña en
su libro– para renovar los acuerdos de colaboración que yo tenía con Blaustein (su
director anterior). Le dije que contara con ello, siempre y cuando me permitiera
revisar la colección Peña Rodríguez porque necesitaba comprobar una hipótesis que
ya había cumplido la mayoría legal de edad. La imaginé diciéndome que no iba a ser
posible, que ya estaban casi todas las colecciones embaladas para mudar el museo a
Villa Cañás, pero no fue así y en menos de una semana me permitió examinar por
primera vez el material. No hizo falta más de media hora: se sucedían imágenes nunca
vistas y textos que hasta ahora sólo se encontraban en la reconstrucción de Patalas.”

Volver al futuro
La certeza de que había una película más completa y coherente que la que el mundo
se había acostumbrado a ver y los alumnos de cine a estudiar, la versión completa de
Metrópolis estaba “asentada” ya en la restauración que completó, tratando de
“contar” las lagunas, Ennos Patalas con la Murnau Stiftung en 2001. Pero una cosa es
leer sobre ella y otra bien distinta acercarse a sus imágenes en movimiento.
“La estructura narrativa de la película fue recuperada en 2001, lo que falta se explica”,
dice Peña en conversación con Radar. “Pero cuando uno lo ve le da otro cuerpo. Ahora
podíamos, por ejemplo, ver cómo vive la gente en Metrópolis. Antes era una ciudad
sin vida privada y ahora te podés meter en el departamento del personaje que hace
Theodor Loos (el asistente del dueño de Metrópolis, que se quiere suicidar y es
salvado por el hijo y termina ayudándolo el resto de la película). Vemos su casa, un
pasillo, el ascensor, cosas cotidianas del funcionamiento de la vida en esta ciudad
hipotética. Como dice Paula, se expande en términos visuales un universo que ya
conocíamos a la perfección, yendo más lejos. También se recupera una cosa rítmica
del film, que es uno de los más musicales que se han filmado. Lang filmaba y montaba
con un ritmo de una precisión tal que la película se puede ver muda y te vas
cantando.”
Las imágenes recuperadas también permiten comprender un poco mejor el carácter
alegórico de un film al que se ha criticado por pecar de ingenuo, poniendo esta crítica
un poco en perspectiva. “Yo creo que en ese momento, con la influencia del
expresionismo por todos lados, y la guerra tan cercana, de pronto las complejidades
ideológicas se difuminaban más, en un esquema claramente alegórico”, dice Peña.
“Metrópolis está planteada como una alegoría, con saltos fluidos de la realidad al
sueño, que es algo que se enriquece en la versión que encontramos, y que tiene
sentido en un contexto que luego se perdió con los cortes, el alejamiento de cierta
parte del expresionismo y la llegada de la Segunda Guerra.”
Ahora que la película ha vuelto al mundo, lo que deja traslucir Metrópolis refundada
(que seguramente integrará los extras de futuras ediciones en diversos formatos) es
el enorme entusiasmo de todos los involucrados en la aventura de su reconstrucción.
Peña habla a cámara acerca de haber alcanzado un techo en lo profesional. Paula
Félix-Didier recuerda que le han preguntado muchas veces si no se siente “la Indiana
Jones” del cine por poder devolver esta pieza faltante, “que es el sentido último de
esta tarea que yo hago, donde existe esta fantasía de la aventura”. Rainer Rother, el
director artístico de la Cinemateca Alemana, confiesa que ya “no creía que estas
escenas fueran a aparecer porque no hay ninguna otra película a la que se le haya
dedicado tanto esfuerzo a su restauración e investigación”. De hecho, Peña y Félix-
Didier cuentan que nadie en Alemania les creía, porque ya se habían cansado de
escuchar historias nuevas de coleccionistas que decían haber encontrado el
Metrópolis de Lang. El historiador español Luciano Berriatuam, que ayudó a acercar a
argentinos y alemanes, se confiesa sin pudor como un nene ante un regalo al que ya
no esperaba acceder jamás. Y Félix-Didier confiesa una emoción similar al describir la
experiencia de sentarse a ver el film recuperado nada menos que con Enno Patalas en
su casa en Munich, poco antes de expresar, en plan más profesional, su anhelo de que
la publicidad enorme que tuvo este hallazgo ayude a crear conciencia sobre la
preservación del acervo cinematográfico. “El 50 por ciento de la producción del cine
sonoro está perdida”, dice a cámara. “El 80 o 90 por ciento de la muda está perdida.
La noticia de Metrópolis sirve también para esto: crear conciencia de que el registro
histórico más importante del siglo XX es el audiovisual. Sin el registro en imágenes se
pierde una parte fundamental de lo que el siglo XX fue.”

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