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I. Introducción
Hacia mediados del siglo XIX y principios del XX, la cultura era pensada en
términos eruditos y asociada al plano artístico, literario o de las ideas, compuesta por
figuras, motivos, temas, símbolos, conceptos, ideales, estilos y sentimientos. Sólo
algunas sociedades o, más exactamente, determinados grupos sociales podían tenerla,
pues se la consideraba un elemento propio y constitutivo de las elites educadas. La
cultura era concebida como una esfera autónoma que prestaba casi nula atención a sus
relaciones con el mundo de lo económico, lo político y lo social. El concepto invocaba,
* Doctoranda en Historia (Universidad Nacional de Córdoba) - Becaria Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas (CONICET) - Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A. Segreti” (Unidad
Asociada al CONICET)
** Doctorando en Historia (Universidad Nacional de Córdoba) - Becario Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) - Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A.
Segreti” (Unidad Asociada al CONICET)
además, la existencia de una cultura homogénea, a partir de la unidad o consenso
cultural entre los sujetos.1
Esta historia se dedicaba al estudio de las ideas como construcciones concientes de
un espíritu individualizado y utilizaba categorías generales, abstractas e intemporales
para dar cuenta de un “espíritu de la época”, aislando los sistemas de pensamiento de las
formas concretas de la vida social.2 Las ideas eran así definidas como simples
abstracciones, productos de individualidades, construcciones conscientes y autónomas.
Ejemplos representativos de esta tendencia fueron los Ensayos sobre la literatura
italiana de 1600 (1911) y Anécdotas y perfiles del "Settecento" (1914), de Benedetto
Croce, y El historicismo y su génesis (1936), de Friedrich Meinecke.
Partiendo de la crítica sistemática a esta historia tradicional de las ideas, y en el
marco de su propuesta de historia global, los fundadores de la Escuela Annales
rescataron el estudio de lo mental. Ello implicaba el estudio de los sistemas de
creencias, valores y representaciones propios de una época o de un grupo en una
determinada sociedad, otorgando prioridad a las actitudes colectivas sobre las
individuales y valorizando la importancia de los hombres comunes frente a la
centralidad de las elites educadas.3 El interés se desplazó de las ideas concientes a las
instancias subjetivas mentales, a los comportamientos inconscientes de la realidad
histórica.4 En consecuencia, se comenzaron a estudiar las percepciones, los procesos de
pensamiento cotidianos y las ideas implícitas de las representaciones colectivas.
Además, se propuso reubicar las ideas, las obras, los valores y el conjunto de los hechos
culturales de una época en el seno de los contextos sociales en los cuales se
desarrollaban.5
Marc Bloch se aproximó a la historia de las mentalidades en su obra Los reyes
taumaturgos (1923), donde estudió el nacimiento, la transmisión y la instrumentación
de la creencia de que los reyes de Francia e Inglaterra, a partir de su coronación, tenían
el poder de curar a través del tacto. Pero fue Lucien Febvre quien se encargó de definir
de manera más precisa esta nueva forma de hacer historia que, sin embargo, no recibió
de él una denominación acabada, pues se refirió a ella como “historia de la
sensibilidad”, “historia de la vida afectiva” o “historia de las emociones”. 6 En el primer
volumen de la Enciclopedia francesa (1937), definió la noción de “utillaje mental”
como un conjunto de instrumentos o herramientas (lingüísticos, conceptuales, afectivos)
disponibles y compartidos en una época concreta, que organizaban las formas de pensar
y sentir, la percepción y la representación del mundo.7 Posteriormente, este concepto
jugó un papel central en El problema de la incredulidad en el siglo XVI: la religión de
Rabelais (1942), donde la cuestión de develar si Rabelais era creyente o ateo se
convirtió en una indagación sobre la posibilidad de la incredulidad en el siglo XVI, en
una época en que la religión tenía una fuerte presencia en la vida cotidiana de los
hombres.
En los años „60 y „70, la tercera generación de Annales colocó a la historia de las
mentalidades en el centro de la agenda historiográfica, definiendo un nuevo campo de
estudios específico y predominante. Los trabajos del medievalista Jacques Le Goff
resultaron claramente representativos de esta historia, sin olvidar los aportes de Georges
Duby, Philippe Aries y Michel Vovelle, entre otros.8
Los historiadores de las mentalidades reconocieron la importancia de las instancias
subjetivas mentales, no materiales, inconscientes y colectivas en la explicación
histórica. En otras palabras, lo mental pasaba a formar parte de la realidad cotidiana. Al
tener por objeto las actitudes habituales y repetitivas, esta historia comenzó a hacer uso
de la estadística y el análisis matemático. De esta manera, el estudio histórico de las
mentalidades incorporó modelos cuantitativos que priorizaban el uso de conjuntos
documentales masivos y anónimos, asociándose con una historia serial que establecía
relaciones causales entre largas cadenas y series de datos que privilegiaban la repetición
de los fenómenos de una misma naturaleza.9 Las diferencias, establecidas de antemano
en el análisis de la sociedad, eran pensadas al interior de los procesos de larga duración
que producían representaciones y comportamientos compartidos por todos los miembros
de una misma época.10
A decir de Roger Chartier, el éxito de esta historia de las mentalidades estuvo
asociado al contacto propuesto, dada la diversidad de su objeto, con otras ciencias
sociales como la antropología, la psicología y la sociología, y la consecuente
apropiación de temas provenientes de estas áreas, que cuestionaban la primacía
intelectual y académica de la historia. 11
Sin embargo, no dejaron de formularse objeciones a este tipo de historia. En primer
lugar, se plantearon una serie de críticas respecto a la indefinición, imprecisión y
ambigüedad del propio concepto de mentalidad, que resultó el objeto de una práctica de
investigación más que de una teorización sistemática. 12 Distintos especialistas
formularon definiciones muy diferentes entre sí, de manera que el término
“mentalidades” terminó por aglutinar un conjunto heterogéneo de abordajes y criterios
para recortar el objeto de estudio. Asimismo, se le señaló su creciente desconexión de la
historia social y económica, dada la atención casi exclusiva concedida a los elementos
inconscientes como si fueran completamente independientes del todo social,
reivindicando la autonomía y autosuficiencia explicativa de las distintas dimensiones de
lo mental.13 Otro motivo de crítica fue su tratamiento de las mentalidades como
entidades homogéneas, como si todos los grupos compartieran los mismos supuestos y
categorías mentales, lo que no hacía más que simplificar la realidad ignorando la
complejidad y diversidad de las expresiones humanas. Finalmente, al privilegiar el
estudio de lo colectivo, lo automático y lo repetitivo, se la acusaba de relegar el
problema del tiempo y, en consecuencia, de dificultar la comprensión del cambio, por
cuanto no lograba explicar cómo se producía el paso de un sistema de creencias a otro. 14
Desde finales de los años „70, la historiografía inició una revalorización del análisis
cultural desde nuevas perspectivas que rompieron con los postulados de la historia de
las mentalidades. Estos virajes se produjeron en el marco de los fuertes
cuestionamientos a los fundamentos epistemológicos del conocimiento social e histórico
formulados en el campo de las ciencias sociales. Fue un camino abierto por los efectos
de la revolución cultural del mayo francés, el proceso de erosión del colonialismo y las
múltiples revueltas juveniles, populares y obreras que tuvieron lugar en distintas partes
del mundo ante la guerra de Vietnam. También el boom y el crecimiento económico
perdieron el impulso de años anteriores, dando lugar a una crisis mundial profunda que
limitaba las esperanzas del progreso material y “redescubría” la pobreza, lo cual
implicaba una transformación de todos los mecanismos de reproducción de las formas
de cultura en las sociedades modernas.
El quehacer historiográfico no se mantuvo exento de los alcances de estas
transformaciones contextuales y sufrió un proceso de importantes virajes que
modificaron tanto su forma de acercamiento como su poder explicativo de la realidad.
En efecto, hicieron crisis los grandes modelos macro-teóricos de explicación histórica a
partir de su incapacidad para dar cuenta de la diversidad humana y de las grandes
transformaciones sociales, económicas, políticas y culturales de la época.
Los cuestionamientos a la capacidad explicativa de los enfoques estructuralistas
generaron un creciente interés de los historiadores por revalorizar el carácter activo y
reflexivo de la acción humana. Desde una concepción estructurista de la realidad social,
se postuló la interacción causal e históricamente cambiante de la agencia humana y las
estructuras reales, entendidas como entidades condicionantes pero no determinantes del
comportamiento de los actores históricos, quienes disponían de un margen variable de
autonomía para desarrollar su acción en el marco de las restricciones del contexto.
La reacción contra los determinismos estructuralistas animó el surgimiento de un
“giro cultural” que tomó forma en la historiografía en la década del „80. A ello
contribuyó el trabajo de Edward Thompson, La formación de la clase obrera en
Inglaterra. 1780-1832 (1963), donde el historiador marxista británico tomó distancia del
reduccionismo resultante del enfoque dicotómico de las relaciones entre base y
superestructura. Enfatizando las complejidades y contingencias de los procesos
históricos y rescatando la capacidad estructurante de la agencia humana, Thompson
analizó el surgimiento de la clase obrera centrando la atención en las dimensiones
culturales de la realidad social. Contra la concepción marxista ortodoxa que hacía
derivar la clase de la transformación de las fuerzas productivas, Thompson resaltó el
carácter histórico de este concepto, determinado en gran medida por el modo en que las
experiencias de hombres y mujeres reales eran interpretadas y transmitidas
culturalmente por medio de tradiciones, valores e ideas. 15
De gran importancia resultaron también los aportes de otro pensador marxista
británico, Raymond Williams, quien en La larga revolución (1961) y Marxismo y
Literatura (1977) se posicionó contra una concepción unívoca de la cultura y la definió
como una “experiencia ordinaria”, que todos los seres humanos producen y comparten,
y como un espacio de lucha permanente por la definición de significados. Para
Williams, la cultura constituye un proceso dinámico, una actividad humana primaria
que estructura las formas, las instituciones, las relaciones sociales y las artes, lo que
expandió el concepto, su campo y su capacidad cognitiva. De allí que, desde un punto
de vista materialista, postulara la idea de que las prácticas culturales son producto y
producción de un modo de vida determinado. Al respecto, la posición del materialismo
cultural modificó la mirada al objeto, ya que los productos de la cultura dejaban de ser
meros bienes u objetos para convertirse en prácticas sociales: el análisis cultural debía
desentrañar las condiciones particulares en las que se da la práctica. En definitiva, a
través de este deslizamiento de la causalidad cultural desde las fuerzas impersonales
objetivas hacia los problemas del significado que privilegian lo subjetivo, lo cotidiano,
lo marginal, el autor buscó explicar la intersección de lo cultural y lo social. Advirtiendo
contra la autonomización de la cultura, la experiencia y el lenguaje, señaló que todas
ellas tienen una ubicación social y nacen de una práctica social, cuyos significados
varían de acuerdo a los diferentes escenarios históricos en los que tienen lugar.
Un gran impulso para los estudios de historia cultural lo dio también Clifford Geertz
en La interpretación de la cultura (1973), donde el antropólogo norteamericano definió
la cultura desde un punto de vista semiótico, al indicar que se trataba de un texto, es
decir, de una trama, una urdimbre o un sistema interrelacionado de símbolos y
significados en el que los individuos estaban insertos. 16 De ello infirió el carácter
eminentemente interpretativo del trabajo antropológico, como un proceso de búsqueda
de los significados simbólicos de los fenómenos culturales a través del mecanismo de la
“descripción densa”.
Estas propuestas inspiraron el desarrollo de lo que Lynn Hunt llamó en 1989 “nueva
historia cultural”, que manifestó su interés por rescatar el papel de la subjetividad y los
significados en la vida social y la construcción simbólica de la realidad. Se valoró el
efectivo rol de las diferencias y contrastes culturales como fuerzas decisivas que
impulsan el cambio, la experiencia y la representación histórica. Si las ciencias sociales
habían asumido tradicionalmente la existencia de patrones objetivos de relaciones, el
desafío era ahora estudiar el mundo social desde la perspectiva de los hombres que la
componen, en la multiplicidad de relaciones que establecen entre ellos y con la
naturaleza, en las formas como la gente se ha apropiado y transformado su mundo. 17 De
allí que comenzara a cuestionarse fuertemente el olvido del sujeto y se enfatizara la
significación e importancia de la experiencia de los actores sociales (lo cotidiano, lo
vivido, lo transmitido a través de significados culturales y prácticas sociales) frente a la
supuesta eficacia de las estructuras y los procesos culturales masivos. En el intento por
establecer una comprensión más cualitativa de la vida de la gente “común”, una historia
más cultural, más subjetiva, más cercana a la experiencia de los actores sociales, la
historia se “humanizó” en sentido antropológico y rehuyó la perspectiva de las
colectividades y las regularidades a favor de lo singular y lo irrepetible. 18
Al situar a la cultura del lado de la agencia, las preguntas que preocuparon a los
historiadores estuvieron vinculadas a todos los aspectos del comportamiento humano,
los sistemas de valores, los modos de vida, los usos y las prácticas cotidianas. Ello trajo
aparejado una gran expansión temática hacia aspectos antes relegados, como el cuerpo,
el sexo, los rituales, el trabajo, la vivienda, la alimentación, la enfermedad, la
criminalidad, la prostitución y la homosexualidad, las sociabilidades, la memoria, el
imaginario o el ocio y los deportes.19
Para dar cuenta de actores y fenómenos tan diversos, se apeló a todo tipo de
documentos. Los datos que de allí se obtenían ya no eran tomados fidedignamente como
custodios de una verdad incontrastable, sino que los historiadores adquirieron
conciencia de su carácter construido a partir de las operaciones de selección e
interpretación que sobre ellos ejercían.
Sin embargo, la “nueva historia cultural” no se caracterizó por la unidad de su
enfoque, sino más bien por la diversidad de objetos de investigación, referencias
teóricas y perspectivas metodológicas. Muchas vertientes se han abierto en estas últimas
décadas, vinculadas con la fragmentación, especialización y relativismo del objeto de
estudio, parcelado en distintas subdisciplinas con sus propios temas y presupuestos
teóricos y metodológicos. Estos revisionismos aparecen como respuestas a las
deficiencias explicativas de los anteriores paradigmas. Sin embargo, no llegan a
conformar un nuevo paradigma hegemónico que los unifique y les de coherencia.
A partir de los años „70, un grupo de historiadores italianos (como Edoardo Grendi,
Carlo Ginzburg, Carlo Poni y Giovanni Levi) elaboró una serie de estudios desde una
metodología original, que logró trascender las fronteras de la península y constituirse en
una de las perspectivas más fructíferas de la historiografía de las últimas décadas. Sin
articular una nueva ortodoxia o escuela histórica, la microhistoria reunió obras muy
distintas entre sí, de referencias teóricas múltiples y heterogéneas, afirmándose como
una práctica historiográfica, una forma particular de hacer historia íntimamente ligada a
la experiencia de investigación.
El principio unificador de la microhistoria se basa en la reducción de la escala de
observación. Este procedimiento analítico es aplicable con independencia de las
dimensiones del objeto estudiado, pues no consiste en estudiar cosas pequeñas sino en
centrar la atención en un punto pequeño para dar respuesta a problemas generales. La
observación microscópica revela factores anteriormente no observados, pues a medida
que se reduce la escala emergen datos nuevos que presentan conexiones, vínculos y
configuraciones inéditas, haciendo aparecer “una cartografía diferente de lo social”. 20
Operar en una escala reducida permite reconstruir “lo vivido”, es decir, captar las
diferentes acciones emprendidas por los individuos. Sin embargo, lo particular sólo es
revalorizado en la medida en que su observación puede brindar claves de acceso a
dinámicas de orden más general. La centralidad otorgada al individuo deriva de su
capacidad de ofrecer una modulación particular y original de la historia global. De allí
que la microhistoria no brinda una versión atenuada o parcial de la realidad macrosocial,
sino una versión diferente.21 Así, fenómenos habitualmente estudiados a nivel global,
como la afirmación del Estado moderno o la formación de la sociedad industrial, pueden
ser vistos en términos muy diferentes si se intenta aprehenderlos a partir de las
estrategias individuales y las trayectorias biográficas de los hombres que
experimentaron tales procesos.
En consecuencia, la escala de observación se redujo y comenzó a centrarse tanto en
episodios o circunstancias aparentemente insignificantes de una pequeña parte de su
sociedad y su tiempo, como en individuos o comunidades manejables, sean
personalidades representativas o grupos sociales concretos, como modo particular de
acceso a la realidad. Los objetos pasan a ser captados, ahora, a través de vivencias
individualizadas, de estudios de casos puestos en función de su situación y operatividad
social.22
La vertiente más culturalista de la microhistoria fue plasmada en el texto de Carlo
Ginzburg, El queso y los gusanos (1976), donde el historiador italiano logró reconstruir
el sistema de valores y el mundo interior de la cultura campesina europea del siglo XVI
a través del examen minucioso de la cosmovisión del molinero Menocchio. Ginzburg
partió de la crítica a la historia de las mentalidades por omitir las implicaciones de las
divisiones sociales en la cultura, desconociendo que los significados de los símbolos
variaban de acuerdo con los distintos grupos de la sociedad y, por tanto, debían
estudiarse desde sus diferentes dimensiones sociales. 23 Asimismo, señaló la dificultad
de esta historia para captar la cultura generada por las clases subalternas, pensados
como agentes activos de la producción cultural, más allá de las imposiciones de los
grupos dominantes. En este sentido, se distanciaba también de la clásica historia de las
ideas, que identificaba el concepto de cultura con las clases dominantes formalmente
educadas, sin reconocer la entidad cultural de los fenómenos y expresiones
pertenecientes al ámbito popular. Finalmente, contra el tratamiento cuantitativo y serial
de los hechos culturales, señaló la necesidad de rescatar los casos excepcionales, cuya
singularidad podía brindar nuevas claves para complejizar la comprensión de las
estructuras culturales. De esta manera, Ginzburg inauguró un nuevo modelo de historia
cultural, tendiente a rescatar la heterogeneidad y diversidad de las múltiples culturas de
las clases subalternas desde el punto de vista de los sometidos, redescubriendo sus
rasgos específicos y sus lógicas particulares frente a la cultura hegemónica, insistiendo a
la vez en la móvil y cambiante interrelación entre la cultura de elite y las culturas de las
clases populares.24
Otras manifestaciones del enfoque microhistórico provenientes de la tradición
anglosajona tuvieron una gran influencia en la historia cultural. En El regreso de Martin
Guerre (1982), Natalie Zemon Davis reconstruyó la historia de un campesino francés
del siglo XVI que abandonó su hogar y a su regreso, tras largo tiempo de ausencia,
descubrió que un impostor había ocupado su lugar afirmando ser el auténtico Martin. A
través este episodio, la historiadora norteamericana encontró nuevas claves para
reconstruir el mundo campesino y la vida de los hombres y las mujeres. La escasez y
dispersión de las fuentes disponibles obligó a Zemon Davis a emplear un procedimiento
metodológico particular, consistente en hacer uso de la imaginación en el marco de un
contexto de posibilidades o de significados probables, para elaborar una interpretación
verosímil de los hechos estudiados. Asimismo, el trabajo hacía manifiesta la influencia
de la antropología simbólica de Clifford Geertz, en el intento de abordar la dimensión
interpretativa de los actos humanos.
Fue Robert Darnton, por su parte, quien desarrolló con mayor claridad el intento de
explicar el contenido simbólico de los hechos históricos. En La gran matanza de gatos y
otros episodios en la historia cultural francesa (1984), reconocida como una referencia
básica de la nueva historia cultural, el historiador norteamericano se propuso reconstruir
el mundo simbólico de la Francia del siglo XVIII desde la óptica de las clases
populares, explorando el sentido de los cuentos y los ritos. Para ello, aplicó los
postulados propuestos por Geertz para decodificar la trama de significados que los
actores otorgaban a sus palabras y a sus acciones.
Zemon Davis y Darnton se concentraron en el estudio de casos específicos, bajo el
principio de que la reducción de la escala de observación permite exhumar lo marginal,
lo excepcional y los hombres sin voz, ofreciendo una vía de acceso a factores
anteriormente no observados que revelan aspectos de gran importancia para la
comprensión de la antigua sociedad francesa. 25 Asimismo, al abordar el estudio de las
clases populares, estos autores debieron enfrentar la escasez o ausencia de fuentes, en la
medida en que los mismos protagonistas no produjeron sus propios documentos y su
presencia sólo se revela de manera solapada, oscura y tangencial. Se puede detectar en
ellos, además, un claro interés por la dimensión propiamente narrativa de la historia,
mediante el uso de determinados recursos de la literatura para la construcción del
discurso, sin negar su estatus de ciencia ni la posibilidad de dar cuenta de hechos reales.
El libro compilado por Ricardo Salvatore, Los lugares del saber (2007), abordó la
compleja y dinámica articulación de lo local y lo transnacional en el problema de la
construcción de conocimiento en la modernidad. Los distintos ensayos intentaron
explicar el modo en que diversos saberes, vinculados a disciplinas como la traducción
literaria, la medicina, la paleontología, la teoría legal y la arquitectura moderna, se
insertaban en los mapas del conocimiento internacional. ¿Cómo se construyen
conocimientos en y desde un lugar particular?, ¿cuál es la influencia de los saberes
circulantes en plano internacional?, ¿de qué manera las redes académicas y
profesionales contribuyeron a transferir una trama de conocimientos entre diferentes
comunidades intelectuales?, ¿cuál es el aporte del flujo transnacional de materiales,
textos y expertos a la construcción local de conocimiento?, ¿de qué manera se produce
la apropiación de una obra? Estas fueron algunas preguntas que este libro intentó
contestar.
El análisis tendió a tomar distancia del modelo del “encuentro” y elaborar una visión
menos dicotómica y unilineal que el esquema emisor-receptor, para destacar las
múltiples y variadas mediaciones, intersecciones y superposiciones que se producen en
todo contacto cultural. Los ensayos dieron cuenta de la forma en que distintas empresas
del conocimiento se construían mediante una compleja articulación del localismo y lo
transnacional. Estas relaciones entre contextos locales y flujos transnacionales de
saberes involucraban una serie de actividades como traducciones, viajes, circulación de
representaciones geográficas e intercambio de materiales. Así, por ejemplo, Andrés
Reggiani analizó los viajes que muchos estudiantes realizaron a las escuelas de
medicina de Francia y Alemania entre 1870-1940 como una instancia crucial para la
transmisión de conocimientos, técnicas y tratamientos reconocidos en el ámbito
internacional. En muchos casos, las elites intelectuales locales se valieron de una red de
contactos para el ingreso de saberes y teorías internacionales, lo cual funcionaba
también como fuente de reconocimiento, prestigio o legitimidad para algunos
individuos del ámbito académico local. Esto es lo que mostró Irina Podgorny al
describir las redes sociales y los medios de comunicación a través de los cuales se
producía el intercambio de mamíferos fósiles entre Argentina y los museos de Europa.
De esta manera, analizó la forma en que naturalistas argentinos como De Ángelis y
Muñiz se vinculaban con sus pares europeos por medio de cartas, envío de
encomiendas, dibujos, libros y publicaciones que facilitaban la circulación de fósiles, así
como la validación de los sistemas clasificatorios de los naturalistas locales y su
inserción en los ámbitos de sociabilidad científica de la época, canalizada a través de las
sociedades eruditas de París y Londres.
Asimismo, el trabajo de Marta Penhos reveló que algunos conocimientos
internacionales se desarrollaron a partir de la recolección y sistematización de evidencia
local. Así, la Expedición Malaspina (1789-1794) a la Patagonia se lanzó con el fin de
obtener información precisa sobre la geografía de los confines del imperio español en
un momento en que éste era amenazado por otras potencias europeas. Los escritos e
imágenes (bocetos y acuarelas) elaborados para registrar y representar el territorio
fueron analizados como fuentes que permitían reconstruir un proceso de producción de
conocimiento plagado de incertidumbres y fuertemente condicionado por los intereses
de la corona española.
De la misma manera, el libro incluyó trabajos que analizaban la forma en que
determinados autores, obras o ideas fueron acogidos en un contexto particular. Pero el
fenómeno de la apropiación fue entendido como un proceso activo por el cual ciertos
saberes son adoptados y adaptados a las condiciones locales, adquiriendo entonces
nuevos significados. El trabajo de Hernán González Bollo mostró cómo la preocupación
por la “desnatalidad” y el agotamiento de la raza blanca en la demografía europea
dieron lugar al desarrollo de una nueva fórmula estadística (la tasa neta de
reproducción) que se difundió hacia otros países a través de red de expertos. En su
recepción local, el problema de la “desnatalidad” fue resignificado de acuerdo a las
condiciones particulares, focalizándose en la preocupación por preservar la población y
proteger el binomio madre-hijo para dar lugar a la promoción y el diseño de políticas
sociales progresistas, tomando distancia del componente racial que inspiró a este
proyecto intelectual en Europa.
Ello implicó una toma de distancia de una definición esencialista de “lo local” y “lo
transnacional”, como si se tratara de entidades limitadas a priori a partir de ciertas
propiedades intrínsecas, a favor de un criterio propicio a concebir ambas categorías
como el resultado de un complejo proceso de cruces, contactos, intercambios y
circulaciones, como un producto histórico resultado de prácticas sociales y culturales
particulares.
Este enfoque restituyó la capacidad explicativa de los contextos, resaltando la
importancia de estudiar las condiciones específicas de producción de los saberes y las
diversas formas de recepción y apropiación del pensamiento intelectual en el marco
espacial y temporal preciso en el cual se implanta y resignifica.
Por otra parte, este libro sugirió estudiar la historia cultural concediendo atención al
estudio de las prácticas, que excedían lo estrictamente lingüístico e implicaban
instituciones, decisiones políticas, intereses económicos y relaciones sociales. De esta
manera, la cultura fue conceptualizada como una esfera integrada por la articulación
dinámica entre la construcción de significados y la iniciativa humana.
La producción de conocimiento se inscribió en una densa trama de relaciones y
vínculos materiales a través de los cuales fue posible la difusión de saberes, ideas y
conceptos. Se destacó, así, la importancia de los contactos y los intercambios,
revalorizando la materialidad de la circulación de figuras culturales, obras e ideas.
Como señaló Patrick Joyce, en los últimos años se produjo un verdadero “giro material”
en la historiografía que puso de manifiesto la relación entre la acción humana y las
condiciones materiales, constituyéndose en una alternativa para superar de la distinción
entre cultura y sociedad.54 En este sentido, los viajes, los libros, los dibujos, las cartas y
los objetos fueron revalorizados como portadores de conocimientos y relaciones
sociales, permitiendo captar la materialidad de la producción simbólica y cultural. De
esta manera, se hizo evidente que el conocimiento no sólo se constituía a través de los
discursos, sino también a partir de las prácticas sociales y la vida material. Estudiar los
intercambios y la circulación de ideas, objetos e información remite a la infraestructura
material que operó en la producción y transmisión de conocimiento. Pero también se
recuperó el lugar de las redes sociales que posibilitaron el intercambio de saberes y de
los agentes humanos que actuaron intencionalmente resignificando el contenido de los
discursos. Por esta vía, se restituyó, entonces, el contenido social de la cultura,
ponderando el poder explicativo de las realidades sociales y las matrices materiales en
la construcción de los significados.
El trabajo colectivo compilado por Gayol y Madero también indagó en los vínculos
de la historia cultural con los enfoques y postulados de una historia política que, desde
la década del „70, operó como un proceso de ampliación de los márgenes de lo político
hacia las múltiples y variadas dimensiones de la realidad social.
Esta reformulación de su objeto de estudio propició el acercamiento de la historia
política al universo de significaciones que hacen inteligibles los comportamientos
políticos. En este sentido, el concepto de cultura política adquirió importancia en el
análisis histórico, por cuanto aludía a un conjunto de representaciones, valores, normas,
creencias e imaginarios compartidos que permiten captar las motivaciones de los actores
y hacen inteligibles los comportamientos políticos.56
En esta línea, el trabajo de Hilda Sábato analizó el levantamiento que enfrentó a las
fuerzas rebeldes de Buenos Aires con el ejército nacional en 1880. Tradicionalmente, el
hecho fue interpretado por la historiografía como resultado de la resistencia de la elite
dirigente porteña a perder su poder ante la consolidación del Estado nacional. Sin
embargo, la autora observó cómo los principales periódicos de la época anunciaron con
entusiasmo que el pueblo de Buenos Aires se encontraba en lucha y era necesario
armarse para la movilización. Sábato indagó en los motivos por lo cuales los rebeldes
apelaron a la violencia como forma de acción política, aún cuando sabían que su derrota
era previsible ante la superioridad de las fuerzas oficiales. Se trató, entonces, de estudiar
el hecho desde la óptica de los propios revolucionarios, procurando rescatar el sentido
de un comportamiento que a los ojos del investigador actual aparecía como insensato o
irracional. Para ello, la autora remitió a la cultura política de la época, cuyos rasgos
incluían la idea del derecho a la rebelión frente al despotismo y la imagen de la
ciudadanía en armas, los valores del honor y la gloria, y un amplio conjunto de prácticas
políticas gestadas desde comienzos del siglo XIX. De esta manera, se detectó una trama
de ideas, imágenes, representaciones, valores y prácticas que restituyeron el significado
del acontecimiento político y permitieron comprender la acción de los rebeldes.
Reflexiones finales
1
Peter BURKE, Formas de Historia Cultural, Madrid, Alianza, 2000, pp. 232-237.
2
Roger CHARTIER, El mundo como representación. Estudios sobre historia cultural, Barcelona, Gedisa,
1999, pp.16-17.
3
Peter BURKE, Formas de Historia Cultural… cit., p. 207.
4
Michel VOVELLE, Ideología y mentalidades, Barcelona, Ariel, 1985, p. 12.
5
Jacques REVEL, Un momento historiográfico. Trece ensayos de historia social, Buenos Aires, Manantial, p.
93.
6
Ibíd.
7
CHARTIER Roger, El mundo como representación… cit., pp. 19-22.
8
En Piedad Barroca y descristianización. Actitudes ante la muerte en Provenza en el siglo XVIII 1973),
Michel Vovelle investigó el cambio de mentalidad operado en el siglo XVIII frente la muerte. La obra de
Duby, El domingo de Bouvines (1973), analizó las concepciones de la guerra en la sociedad feudal y su
influencia en los acontecimientos bélicos. Posteriormente publicó Los tres órdenes o lo imaginario del
feudalismo (1978), donde explicó la estructuración de la sociedad medieval en un sistema tripartito en función
del discurso elaborado y difundido por la Iglesia. Philippe Ariès escribió El hombre ante la muerte (1977),
dedicado a estudiar las distintas actitudes del hombre frente al acto de morir. Le Goff analizó las relaciones
entre el tiempo, el trabajo y la cultura en Tiempo, trabajo y cultura en el Occidente medieval: dieciocho
ensayos (1977), pero una de sus obras más importantes y significativas fue El nacimiento del Purgatorio
(1981), dedicado al estudio de surgimiento de la idea del purgatorio y el cambio de estructuras mentales
relacionadas con el mundo del más allá en la Europa feudal de los siglos XII y XIII.
9
Roger CHARTIER, El mundo como representación… cit., p. 25.
10
Roger CHARTIER, El presente del pasado. Escritura de la historia, historia de lo escrito, México D.F.,
Universidad Iberoamericana, 2005, p. 17.
11
Ibíd., p. 18.
12
Carlos Antonio AGUIRRE ROJAS, La Escuela de los Annales. Ayer, hoy, mañana, Montesinos, Hardcover,
1999, pp. 162-163.
13
Carlos BARROS, “La contribución de los terceros Annales y la historia de las mentalidades. 1969-1989”,
en: Proyecto Arjé. Comunidad filosófica interdisciplinaria, 2004, [en línea], disponible en http://www.h-
debate.com/cbarros/spanish/articulos/mentalidades/arje.htm, consultado el 08-11-2009.
14
Peter BURKE, Formas de Historia Cultural… cit., pp. 217-220
15
Georg IGGERS, La ciencia histórica en el siglo XX. Tendencias actuales, Barcelona, Idea Books S.A.,
1998, pp. 78-80.
16
Clifford GEERTZ, La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa, 1987, p.20.
17
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52
Su obra más distintiva fue La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires, 1887-
1936 (1998). Posteriormente compiló Miradas sobre Buenos Aires: historia cultural y crítica urbana (2004).
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