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Luis Barragán.

Entre palabras y sentimientos.


Un ensayo de Erik R González Díaz Barreiro
Desde que entré a la universidad a cursar la carrera de Arquitecto, empecé a escuchar con más frecuencia este nombre,
asociado con muchas palabras que envuelven el espíritu de la buena arquitectura y a su vez, asociado a una arquitectura que
envuelve al espíritu. Palabras que tanto mis maestros como las fotografías llegan a expresar. Palabras que, conformo avanzo en
mis estudios, van tomando más fuerza y significado. Pero más que un significado denotativo, acarrea una compresión personal
todavía muy novel, la cual trataré de manifestar en este pequeño ensayo.

Cuando digo que esas palabras toman fuerza y significado, es porque la mayoría no las he visto manifestadas con frecuencia en
“grandes” obras arquitectónicas ni en publicaciones de arquitectura, y son esas palabras las que siento que integran la identidad
del mexicano, en el espíritu del lugar. Pero aun más que esto, van tomando esa fuerza porque yo mismo la he buscado, a través
de los pensamientos de distintos arquitectos, artistas y del mismo Barragán. También del conocer de su obra, vista en
fotografías, y el desarrollo de la misma, desde su gestación hasta su maduración.

Color, luz, sombra, serenidad, poesía, contemplación, armonía, composición, emoción, belleza, alegría, silencio, jardín, artesanía,
espiritualidad, encantamiento, misterio. Estas son sólo palabras si no llevan detrás una experiencia que te pueda relacionar
entre el pasado y el presente. Una experiencia que se adquiere al estudiar, al leer, al observar, al conocer, al sentir, al dejarse
asombrar. Ésta última surgiendo de una modestia interpretada en la admiración y extrañeza, y que conlleva un abandono de
complicación o dificultad. Aquí es donde entra el pensamiento de Barragán, en el uso de la sencillez para instituir un lenguaje
propio.

Este lenguaje es manifestado a través de un vocabulario mural, que evidencia una arquitectura intuitiva, sin método, pero con
un profundo y elegante sentimiento de buscar una armonía entre el espacio y el alma. Un espacio original y anticonvencional,
iluminado por la belleza y el orden. Un espacio que comunica un sentimiento grato y vivo, una satisfacción propia del acto
humano bien efectuado. Estas intenciones, son producto de las influencias tan marcadas que vivió durante su infancia y durante
sus viajes dentro y fuera del país. Influencias que sólo consolidaron sus dotes y que van muy ligadas a su sentido de identidad y
pertenencia que sentía por su país.

Para poder entender estas profundas y particulares influencias, habrá primero que contextualizar esos sentimientos que surgen
dentro del acontecimiento que se vive y del que se aprende algo. Por ejemplo, situarnos en una antigua hacienda, sentir el
colorido de los pueblos mexicanos, observar su espontaneidad. Para lograr esto es importante también el tener una similar
inquietud por lo propio, por aquellos rasgos que nos individualizan y nos confirman como mexicanos. Esta identidad, Barragán la
fortaleció al indagar sobre las influencias en la propia arquitectura mexicana, en especial la traída del viejo continente.
Comprendió como la arquitectura árabe se aunó con la española y ésta mezcla con la arquitectura prehispánica. También,
alcanzó a entender en la cultura morisca cómo las construcciones responden al clima y el medio ambiente.

Estas búsquedas estuvieron acompañadas de personajes importantes en su vida, de artistas, cuentistas, paisajistas, artesanos,
arquitectos, y la misma gente del pueblo. Asimismo, fueron realizadas en lugares que poseen una especial fuerza espiritual, en
donde la intimidad y la naturaleza juegan un papel muy importante. El mismo mencionó a los estudiantes que si queríamos
conocer su pensamiento, su razonamiento, habría que ver lo que él vio.

Dentro de las herramientas en que Barragán se apoyó para su trabajo, están la geometría, la cual parece surgir misteriosamente
de la misma naturaleza, el contraste formal, la distribución de la luz en los interiores, la riqueza tonal y la maestra selección de
los materiales. Con todo esto, sumado al delicado cuidado de los detalles y de los valores estéticos, supo conjugar forma y
función, frente a la máquina para vivir propone el espacio para meditar, convivir, imaginar. Frente a la insensibilidad del
producto industrial logra la tibieza de la mano artesana. Frente a la inercia del vidrio masivo plantea la idea de serenidad
enunciada en los muros. Todo esto para lograr una erótica reciprocidad entre intimidad y confort.
Esta insistencia en poder llegar al corazón de los hombres, el tocar su lado sensible, hacerlo más completo, surge de su misma
valoración a la vida y a la naturaleza. Es precisamente esto lo que rige cada uno de sus proyectos, pues profesa que es
indispensable alimentar al espíritu en momentos de quietud, en medio de este mundo.

Para realizar un vínculo entre su pensamiento y su obra, encuentro en el Convento de las Capuchinas Sacramentarias la máxima
síntesis de su pensar. Aquí se explaya una fuerza expresiva a partir de la austeridad y el misticismo. La geometría pura, las
múltiples transiciones de los colores, la presencia de la luz natural, el ritmo apasible, el sabio y adiestrado uso de la naturaleza,
del agua y del cielo. Es aquí donde logra con su lenguaje una penetrante intimidad entre usuario y edificio, entre lo terreno y lo
divino. Llegó a conquistar este espacio, siendo un hombre de gran religiosidad y católico, coincidiendo con ese espíritu
franciscano de austeridad y simpleza.

Es interesante remarcar que Barragán siempre ha tenido una relación estrecha con el cliente de la obra a construir. Se ve
claramente en el caso de aquella casa construida para la familia Egerstrom, la cual responde a un singular programa donde la
familia practica la equitación, es quizá la obra más compleja en su creación y la más simple en sus elementos arquitectónicos:
muros de colores vivos, de aquel rosa que nos recuerda a las flores, unos vanos enmarcando el paisaje, una fuente imponente
que le da movimiento a un estanque de agua que refleja la conciencia. Todo esto, para ser compensado por la presencia de los
caballos y para recordarnos de la tradición vernácula.

Siendo alguien quien cree que en el minimalismo podemos encontrar la quietud y serenidad, Barragán nos mostró estas
sensaciones con gran perfección en un lugar donde se fió de tres elementos para lograrlo: una larga pileta de la que el agua
rebosa de manera imperceptible; una muro blanco que sirve de pantalla para la proyección de las sombras del follaje de unos
gigantescos eucaliptos y unos muros azules que rodean la plaza del Bebedero en el fraccionamiento Las Arboledas. La propia
escala del muro blanco lo convierte en una esencial escultura, convirtiéndose para mí como su obra más cautivadora y neta que
he observado y analizado.

Así como en la plaza del Bebedero, Barragán jugó con la escala nuevamente en una de sus pocas obras públicas y en espacios
abiertos: las Torres de Satélite. Para hablar de ellas, tengo que reconocer que en un principio me parecían pesadas, sin sentido,
feas. Pero una vez que las estudio, que comprendo que su primordial función son para ser contempladas desde el automóvil, a
una relativa alta velocidad, veo porqué las proyectó de esa manera, dándole una nueva imagen urbana a la ciudad de México.

Ahora bien, su casa en Tacubaya es un claro ejemplo de que su obra es autobiográfica. Aquí, siendo él su propio cliente, plasma
con profunda honestidad todas las repercusiones de su infancia y de sus viajes. Libre de todo formalismo, la casa se adhiere a
ese humilde barrio. Hace uso de los acabados rústicos y de la luz indirecta para crear una atmósfera de intimidad. Aquella
emblemática escalera empotrada es fiel reflejo del recuerdo de la casa de su abuelo. Aquel ventanal que nos revela el jardín,
posee una manguetería en cruz que nos provoca un sentido de distanciamiento y de misterio. La casa posee patios y terrazas
que invitan a la meditación, así como a la serenidad del alma.

Es notable cómo estos espacios, los patios, los usa frecuentemente en las casas que diseñó. Las más reconocidas son la casa de
Antonio Gálvez, la cual expresa una modernidad propia, una síntesis entre lo indígena y lo hispano, entre la sensibilidad poética
y el rigor geométrico; y la Casa de Francisco Gilardi, considerada por muchos como su última obra de arte. Ésta última, se ordenó
en una parcela bastante estrecha, pero se logró a través del color, la luz y el agua, crear unos espacios únicos, nunca antes
imaginados; cómo aquel pasillo amarillo que te lleva al espacio del comedor, el cual se siente intimidado por la presencia de una
piscina dentro de su espacio. Es aquí donde se marca la convivencia entre sólido y líquido, entre luz y sombra.

Su mensaje ha quedado marcado en sus obras y en el corazón de las personas que las conocen. Ese mensaje de “recrear y
renovar la nostalgia, volviéndola contemporánea”, pues la arquitectura tiene que alcanzar “la belleza y el atractivo de sus
soluciones si quiere seguirse contando entre las bellas artes”. Con estas palabras me quedo, como estudiante y como futuro
arquitecto, pues comulgo en que lo más importante es la satisfacción del espíritu.

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