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#SPANISHINFECTIO

Tomás Haya
COLECCIÓN NOVELA ACTUAL
#spanishinfection
Tomás Haya

Colección Novela Actual


Colección dirigida por Jorge Vales Fernández
Maquetación por Carlos Bravo

Lapsus Calami © 2012


www.lapsuscalami.es

Diseño de portada por Rubén Galgo.


Imagen de portada por Fedra Valderrey Aldonza

La legislación vigente prohíbe la reproducción


por cualquier medio o el tratamiento
informático de aquellas obras sujetas a
derechos de propiedad intelectual, sin permiso
previo y por escrito del editor.

ISBN: 978-84-15786-09-2
A Meri, a Yagui, a mi madre,
mindoniense.
Jueves a sábado
Uno. Jueves. Mi casa.

Llegué del bar pasadas las diez de la


noche. Mi madre me dedicó un caluroso
saludo desde la cocina: «ya llegó el
delincuente».
No hice ni puto caso y me encerré en
el salón, que también era mi habita
(dormía en una cama que se plegaba en
un mueble).
Vivíamos en la ronda de Atocha,
cerca de la estación. El piso era un bajo
con forma de ele. A la derecha estaba el
salón/habita. Cruzando mi habita se
llegaba a la de mi madre. El otro palo
de la ele era un pasillo con la cocina al
final, y antes el baño.
Encendí mi portátil y me leí el As y el
Marca, como siempre hago. Luego pensé
en ponerle alguna chorrada a la Lupe
por el Tuenti, o por el Facebook, pero
no lo hice.
Cuando me aburrí de navegar me puse
Blade runner. Me quedé dormido casi
al final, pero me dio igual porque la he
visto mil veces.
Me pasaba mucho eso de quedarme
sopa delante del ordenador. Así llegaba
luego al bar: como un zombi.
Dos. Viernes. Tío raro.

Ese viernes de marzo me levanté a las


seis, como todos los días de curro.
A las seis y media pillé el circu en la
ronda de Atocha. Menéndez Pelayo
rodeando el Retiro, paseíto por Sáinz de
Baranda hasta Doctor Esquerdo, y en
menos de media hora me planté en el
bar, que estaba al lado del Gregorio
Marañón.
El Lucas ya había llegado porque era
el que abría.
—Buenos días, Lucas —dije.
—Aquí estamos.
Rosa, la cocinera, llegó a las ocho y
tres minutos, como siempre.
—Buenos días por la mañana, Rosa.
—Buenos días, Tomasito, hijo.
Todos los días eran iguales. La misma
rutina de cafés con leche y tostadas,
anises, follón de peña y menuses.
Pero ese día pasó algo raro.
Por la mañana temprano entró un tío
inquietante de cojones.
No se le entendía una mierda y me
tuvo que repetir tres veces que quería un
café con leche. Estaba superpálido y se
tambaleaba.
«¿Se encuentra usted bien,
caballero?», le dije. Le entendí que no
mucho, y que tenía cita en el hospital
para que lo viesen. No hacía falta ser
médico para saber que estaba más
muerto que vivo.
A las nueve y media de la noche me
despedí de Rosa.
—Chao, Rosa.
—Hasta mañana, Tomás, majo.
El Lucas se quedó haciendo caja. Iba
hasta el culo de Johnny Walkers cola,
como le solía pasar.
Tres. Sábado. Movida.

Al día siguiente el Lucas me acusó de


meter la mano en la caja. Que le venían
faltando más de diez pavos al día desde
el lunes, y que no era la primera vez.
Total, que llamó al Julián, que se
plantó en el bar a la media hora. «Qué
coño está pasando aquí», dijo. «De mí
no se ríe ni mi padre».
Me hizo bajar con él al almacén. El
Julián era poca cosa pero acojonaba con
su bigotillo de general retirado. Y tenía
muy mala hostia.
—Pero Julián, que te juro que yo no
he hecho nada.
—No has hecho nada mis cojones. Me
va a robar el Lucas que lleva veinte
años aquí. O la Rosa, que tiene sesenta
años.
—Julián, sabes como yo que el Lucas
le da a la botella. ¿Cómo coño quieres
que le salgan las cuentas?
—Mira, Tomás, no me toques los
cojones que al último que pillé aquí
borracho fue a ti, que me tienes hasta los
huevos.
—Fue solo un día, Julián. Lo de ahora
es la palabra del Lucas contra la mía.
—Pues pon el asunto en manos de
abogados, chaval. O eso, o te vas a tu
casa cagando hostias y no vuelves.
Como tú lo veas.
Ahí ya me acojoné que te pasas. La
última vez que fui a juicio me cayó un
año. Tuve que pagar una pasta y el
picapleitos me dijo que si me pillaban
en otra igual me iba al caldero.
—Bueno, Julián, pues me voy. Pero
las cosas no se hacen así.
—La has cagado bien, niñato.
Deberías darme las gracias.
Cuando subí, la Rosa estaba fuera de
la cocina, con los ojos llorosos. El
Lucas a su bola, haciendo que secaba
unos vasos.
La Rosa me plantó dos besos.
—Verás como Julián te llama por la
tarde. Tú no te preocupes, Tomasito, que
esto se arregla.
—No sé, Rosa. No sé.
Llegué superjodido a casa. Mi vieja
se puso nerviosa al verme.
—Vaya horas, ¿qué te pasa?, ¿estás
mal?
—No. Al Julián, que se le ha ido la
olla.
—¡Ay dios! ¡Qué ha pasado! A ti te
han echado.
—¡Que no, coño, que no! Que dentro
de un rato me llama.
—¿Pero qué le has hecho? Tú a mí me
matas a disgustos.
—Lo que tú digas.
Estuve todo el rato en casa pendiente
del móvil. Todo el puto rato. Hasta las
doce de la noche o más. El Julián no
llamó.
Mi madre se acostó y no quiso comer
ni cenar.
Domingo
Uno. Lavapiés.

El domingo me desperté pronto y de


mal rollo. El curro era una mierda pero
me pagaba internet y el móvil.
Me quedé en la cama más de tres
cuartos de hora. Al final me levanté de
puro aburrimiento.
Ni rastro de mi madre. En misa,
seguro.
Desayuné un Cola Cao y unas galletas
y salí a la calle. A que me diese el aire.
Tiré hacia Embajadores. Hacía frío.
Pasé por delante del circo Price y crucé
a la altura de la Casa Encendida (que
estaba apagada). Subí por la calle
Valencia hasta la plaza de Lavapiés.
Me dio por pensar en la Lupe. Le
mandé un mensaje:

K tl guapa? kiers kdar


sta tard cn l cani y cmigo
pa ver el partidito? M
molaria mazo vert, bsitos.
Piri piri piii. Joder, qué rápido:

A mi m molaria komert la
boca julandron, bss d
torno :-)
El cabrón del Cani. ¡Coño, me
equivoqué!

Ers 1 kapullo, ns vms ta


tarde, gilipolls.
El Cani es un tío de puta madre. Lo de
Cani es porque es un puto canijo. Es mi
mejor colega.
Mandé otra vez el sms a la Lupe. Esta
vez me aseguré bien.
Tardaba en contestar y me empecé a
rallar. Me dio por pensar que el sms era
demasiado cariñoso y que la había
cagado.
Releí el mensaje: un sms normal. De
tío cariñoso pero seguro de sí mismo. Si
la Lupe no quería venir pues de puta
madre. Nos veríamos el partido Cani y
yo, y punto.
Pero no dejaba de comerme el tarro y
empecé a mirar el móvil cada dos por
tres, dando vueltas por Lavapiés como
un puñetero hámster. Al final, hasta pillé
el puto teléfono en la mano para notarlo
si vibraba.
Pasé por delante del Berlin Kebab de
Ave María. Los kebabs de allí estaban
de muerte. No me comí uno porque me
pilló sin hambre. Los Berlin Kebab
aparecieron de repente y en poco tiempo
había más que McDonald’s, o Burger
Kings, o Telepizzas.
Me metí en un bareto a tomarme un
jotabé-cola. Me puse a leer el Marca,
que era el que tenían, aunque soy más
del As. Por lo menos estuve un rato sin
prestar atención al móvil.
Oí follón fuera. ¡Hostia!, pelea en la
calle. Un tío le mordía a otro la oreja.
Una movida muy rara. La peña se
acercó. Se formó un corrillo y los
separaron. El peor parado insultaba al
otro mientras se apretaba la oreja, que
sangraba: «¡zumbao, hijoputa, a ver si te
mueres!». Al rato llegaron los maderos.
Pusieron orden y al rabioso se lo
llevaron en el coche porque no se
tranquilizaba.
Retomé el Marca, pero me volvió la
paranoia. Eran casi las dos y la Lupe
seguía sin contestar.
No me apetecía volver a casa y
aguantar a mi madre. Pero tampoco
quería estar solo para no comerme la
olla con la mierda del mensaje de Lupe.
Le di un toque al Cani.
—¿Siii?
—Qué pasa, Cani.
—¿Qué pasa, Tomi?
—Nada, tío, por aquí. ¿Sabes que me
han rulao del bar?
—¿Y eso?
—Movidas. Ya te contaré. ¿Qué tal
ayer?
—Nada, tío, nada. Me quedé en casita
como un abuelo.
—Vaya tela. Oye, tronco, te iba a
decir… ¿Unas birritas antes del partido?
—Vale. Pásate por aquí. Estoy con el
Hugo.
—(Joder, el cretino del Hugo, qué
pereza). Pues… No sé, tronco, ¿qué plan
tenéis?
—Zampar algo en quelo y ver el
partido donde el Juanín.
—Vale, tío, en un ratillo me paso.
Tiré hacia la parada del 32 que está
cerca de la filmo.
Piri piri piii. ¡Hostia, el móvil! Me
temblaba el pulso de los nervios al
cogerlo. La Lupe:

Kreo q paso stoi molida d


anoxe 1 bs
Manda huevos. Casi tres horas para
mandarme esa puta mierda de sms. Me
dejó de bajón total. Pero no me rendí.
Si kiers 1 plan mas tranki
tapits y cerves cn cani y
hugo dnd el cani.
Ni besos ni leches de despedida. En
plan duro.
Piri piri piii. ¡Coño! Ahora sí. Al
momento.

Ok, me paso n 1 rato


Joder. ¿A que era para ver al Huguito
de los cojones? ¿A que todavía le cruzo
la cara a ese subnormal?
Dos. Piso del Cani.

¡Ñaaaaaaac! sonó el telefonillo en el


piso del Cani
—¿Siiii?
—Soy Lupe.
—Te abro —dijo Cani.
Hice que ni me inmutaba. Hugo y Cani
estaban en el sofá. Yo en un sillón de
Ikea. Una idea chunga me rondaba la
cabeza, pero no tenía muy claro qué era.
Mientras subía la Lupe se me aceleró
la patata. ¡Ñaaaaaaaac! el timbre sonó
altísimo y me dio un sobresalto de
cojones.
Cuando la vi, el corazón me dio un
puto vuelco. ¡Qué guapa! Con minifalda
vaquera, y tan arregladita como siempre.
El Cani le dio dos besos. ¡Muak,
muak!
—Joé, qué bien que vienes, flaquita.
—¿Qué pasa, Cani? Cuánto tiempo.
En casa del Cani se entraba
directamente al salón. A la derecha una
puerta daba a la cocina. A la izquierda
estaba la habitación de Cani, que tenía
baño.
La Lupe estaba sofocada. A lo mejor
de subir a patas. «Hola guapos», dijo,
pero mirando al Hugo.
Hugo se incorporó y le plantó dos
besos: «siéntate, chiquilla», dijo
señalando el sofá. ¡Joderrr! Eso me
rallaba. El único sitio libre del salón
estaba al lado de Hugo.
La Lupe me miró por fin.
—Hola nene.
—¿Qué pasa, Lupita?, ¿para mí no hay
besos?
La Lupe se levantó, se me acercaron
sus ojos negros y me dio dos besos. El
olor del perfume me llegó después,
como de golpe.
Se volvió a toda prisa y se sentó otra
vez al lado del Hugo. Ahí apretados. ¡Si
no hay sitio para los tres, joder! De la
frustración me acabé la birra de penalty.
Cani también bebía de su birra.
—Tómate algo, Lupe.
—¡Buf!, paso, no me entra ni un vaso
de agua. Pero gracias, Cani.
—Tú verás. Te vas a quedar en el
chasis, muchacha.
¡Qué coño en el chasis! La lupe está
delgada, pero tiene unas curvas de puta
madre. Y vaya pelo negro bonito tiene.
Hugo y Lupe se pusieron de charleta.
¿Era yo, o a ella le brillaban los ojillos?
El Cani, lo normal en él, estaba como
ausente.
Me dio por mirar al Hugo. Vaya
tipejo. Con sus ricitos y su barbita de
gilipollas. Menuda pinta me lleva. Y la
palestina esa de «soy superguay porque
soy rojales». Puto hortera. Seguro que se
la estaba camelando con sus rollos
intelectuales. Me parto el culo. El
profundo del Hugo, con su mierda de
carrera de filosofía, o de lo que coño
sea, y acaba currando en un Berlin
Kebab, el tonto este.
Pillé la onda de que hablaban de
internet y metí baza.
—¿Sigues escribiendo en internet,
Hugo?
—Pues sí. Le contaba ahora a Lupe
que acabo de actualizar el blog.
—Aaah.
—¿Qué dirección era? Apúntamela
aquí, please —le pidió Lupe, poniendo
la manita.
El Hugo sacó un boli no sé de dónde y
le apuntó la dirección.
—Dila en alto, Hugo, que la cultura es
de todos —dije.
—Http, y todo ese rollo, Hugo, guión,
notes, punto blogspot, punto com —dijo
sonriendo.
—¿Hugonotes?
—Sí. Las notas de Hugo, vamos, pero
en inglés.
—Ah, ya. Qué fino. ¿Alguna idea
nueva?
—Pues aparte de lo que ya he
publicado, le doy vueltas a un tema que
será lo próximo sobre lo que escriba:
esta sociedad solo premia
económicamente a quienes la divierten.
O sea, a la gran industria del ocio:
futbolistas, cantantes, actores, etcétera.
En cambio, subestima a quienes
resuelven problemas reales.
—Bueno, será hasta que tú ganes el
Nobel —dije.
—Eso —dijo sonriendo, el muy
subnormal.
Me quedé con la copla de su blog
para mirar semejante mierda en casa y
echarme unas risas.
Tres. Partidito.

«Bueno, bueno, ¡que corra la priva,


hostia, que hoy ganamos de calle!». El
Cani se abrió sitio en la barra, que
estaba petada, y le pegó un grito al
Juanín.
—Cuatro fantas, Juanín.
—No, no, para mí un acuarius, mejor.
—Pero bueno, Hugo, ¿es lo que beben
los genios? Pues nada, Juanín, tres
fantas y un acuarius para la maricona.
—¿De naranja o de limón? —preguntó
Juanín.
—De naranja, por decir algo —dijo el
Hugo.
Juanín nos puso tres jotabés-cola y el
acuarius de la maricona.
¡Piiiiiiiiii! Empezaba el derbi. La tele
atronaba. Peña por un tubo.
Eché un vistazo rápido y calculé que
la afición estaría repartida mitad y
mitad. Y eso que el Juanín tenía
marcado el territorio con un banderín
bien grande del Atleti.
«Vamos, vamos, coño, que alguna vez
tiene que ser», decía el Cani, que estaba
eléctrico.
Minuto uno y todavía no nos habían
marcado. Buena cosa.
Intentaba centrarme en el partido, pero
de vez en cuando miraba de reojillo a la
Lupe y al Hugo. El hijoputa estaba en
pleno acoso y derribo. Aprovechando el
ruido se arrimaba a tope. Ella le daba
bola y se reía. Me estaban amargando el
partido. Ya estaba yo bastante nervioso
para encima aguantar eso.
—¡Ayyyyyyy! ¡Joder, Cani!
—Perdona, tío, es que pensé que
entraba.
—Coño. Vaya hostia me has dado —
dije.
—Perdona, joder, perdona.
Hugo me empezó a tensar bastante.
Me giré e hice un comentario para ver si
cortaba el rollo.
—Qué petado está el Juanín. ¿Lo
habías visto así alguna vez, Hugo?
—Pues anoche, por ejemplo, ¿eh,
chicos? —dijo el Cani.
Entre el Hugo, la Lupe y el puñetero
partido tenía la cabeza como un bombo.
Aun así me sonó raro eso de «anoche».
Pero si el Cani me dijo que no había
salido ayer.
Pero si la Lupe le dijo «cuánto
tiempo» al entrar en casa.
¡Buf! ¿Qué coño pasaba?
—Entonces, ¿salisteis ayer a dar una
vuelta? —dije mirando a la tele, así, en
general.
—Naaa, poca cosa —dijo el Hugo.
—¿Poca cosa? —dijo el Cani. Pero si
fue brutal, tío. Si me duele el pecho.
El Hugo miró para abajo y, ¡ojo!, la
Lupe miró para abajo. Mal rollo. Yo
volví a mirar a la tele, y no dije ni mu.
En ese momento, ¡zas!, gol del
Madrid. Follón de la hostia. Mitad y
mitad mis cojones treinta y tres. Salieron
vikingos de debajo de las piedras, me
cago en la puta.
Aproveché el barullo y me acerqué al
Cani, que estaba serio y como atontado.
Le dije al oído:
—¿No decías que no habías salido
ayer, Cani?
—Salí con estos dos. ¿He metido la
pata, tío?
—Me has partido el corazón.
—Joder. No es para tanto. No te
pongas así, Tomás.
—O sea, ¿que este tipo se levanta a
mi novia y no me dices nada?
—No es tu novia. Y ayer no pasó
nada.
—Que tú sepas.
—Que yo sepa.
¡Plas! Segundo del Madrid. Minuto
veinticuatro. Demasiado para mí. «Oye,
que yo me piro», dije.
El Cani estaba ido y no dijo nada.
Hugo y Lupe habían retomado su
charleta y me miraron como si fuese un
alien.
—Pero quédate un rato, hombre —
dijo al final Hugo.
—Que no, que no, que yo me piro.
Allí los dejé a los tres. Cuando salí
del bar casi se me saltaban las lágrimas.
Y la cabeza me iba a cien.
Cuatro. Sms.

Tiré para casa. No tenía nada mejor


que hacer. De camino al bus me crucé
con un gato negro. «¡Fus, fus!». Mal
rollo me dan los putos gatos negros. Soy
algo supersticioso.
Le mandé un mensaje a la Lupe:

Parec q t lo pasas mu
bien kn hugo.
Piri piri piii.
X lo mens no s 1
hamargado
Hostia. ‘Hamargado’. Yo no seré
Lázaro Carreter, pero, coño,
‘hamargado’… No me gustó su sms:

Eso va cn segndas?
Piri piri piii.

T k cres??!! y x ciert ya k
abls d sgnds, sgdas partes
nnka fueron buenas
A la mierda. Paso de calentarme. Pero
el Cani no se va de rositas. Sms al Cani:

Judas.
Piri piri piii.
T juro q t lo iba a kontar xro
cn l hugo dlante no me atrevi.
No paso nada k yo
viese t l juro, perdonam
tomi :-(
¡Bah! No sabía qué pensar. Estaba de
mala hostia:

Vale, tu no vist nada, xro


crees q s la llevo a kasa
dspues d irt tu?
Tardaba. Tardaba. Tardaba el sms del
Cani. Piri piri piii. Por fin:

Puede ser q si.


Me guardé el móvil al llegar a la
parada. Pillé el 32 en el camino de
Vinateros. Estrella Polar, Cruz del Sur,
avenida del Mediterráneo y abajo al
llegar a Kapital. Menos de cuarenta
minutos hasta casita.
Mi madre me recibió con su cariño y
dulzura habituales: «tenía la esperanza
de que no volvieses, desgraciao». No
hice caso. Tenía cosas mejores en que
pensar. Me encerré en mi cuarto/salón.
Antes di un portazo. Un poco fingido,
porque me la soplaba lo que dijese.
Cinco. Hugonotes.

En el salón ni puse la tele. Me


llevaban los demonios. ¿Por qué coño le
gusta este tío a la Lupe?
Encendí mi portátil, esperé a que
cargase (tardaba un mundo) y tecleé la
dirección del blog de Hugo:
http://hugo-notes.blogspot.com.
Juro por dios que esta es la mierda
que pude leer:
Prof. Jack Woltz
Organización Internacional
de Inventos
Avenida Théo
Verbeecklaan, 2.
1070 Bruselas (Bélgica)
ESTRICTAMENTE
CONFIDENCIAL

Madrid, 6 de junio de 2010

Querido Profesor Woltz: El


propósito de esta carta es
informarle de que he
fabricado con éxito un
prototipo del que he dado en
llamar “felizómetro”, artilugio
de mi invención. Creo no
exagerar si lo considero, para
bien o para mal, el invento
más trascendental de la
historia de la humanidad. A
esa conclusión llegará usted
mismo sin dificultad tras la
explicación que a
continuación sigue. Le ruego,
como es obvio, absoluto
sigilo.
En el curso de mis
investigaciones sobre
electroneurobiología, llegué a
la certeza de que el cerebro
humano realiza un perfecto
registro de las ondas que
genera a lo largo de su
existencia. Impulsado por tal
conclusión diseñé y creé un
artificio mecánico capaz de
leer e interpretar ese registro
cerebral. El felizómetro no es
sino un artefacto que traduce
esa información almacenada
en nuestro cerebro, en una
escala numérica de 0 a 4,
correspondiendo el “0” a la
terrible pesadumbre y el “4” a
la plena satisfacción, todo
ello hasta el momento de la
medición.
Aplicada la medición a una
muestra suficientemente
representativa, permitirá
diagnosticar la felicidad o no
de un grupo social, una
generación, un país o la
humanidad en su conjunto. La
pregunta surge de inmediato:
¿Qué efecto tendría sobre
generaciones futuras la
certeza científica de que
cualquier tiempo pasado fue
mejor?
Disculpe esta patética
incursión en el plano personal
pero, le confieso, el calado de
este interrogante me tiene
sumido en una profunda
agitación desde que, tras
obtener un penoso aunque
previsible “1” en la
aplicación del felizómetro a
mi persona, concluí que el
mismo era plenamente
operativo.
Son a un tiempo los
pormenores técnicos de ese
ingenio, y los dilemas éticos
que suscita, las cuestiones que
querría discutir con usted.
En impaciente espera de sus
noticias, reciba un fuerte
abrazo.

Prof. Ricardo Maestro


Sr. Jack Woltz
Organización Internacional
de Inventos
Avenida Théo
Verbeecklaan, 2.
1070 Bruselas (Bélgica)

Madrid, 25 de junio de
2010

Estimado Sr. Woltz:

Su sugerencia sobre lo que


puedo hacer con mi
felizómetro no solo es una
imposibilidad física, sino que
también es desafortunada y de
mal gusto.
La trascendencia del
invento y de las cuestiones
éticas que le planteaba
merecían otra respuesta.
No necesito el felizómetro
para valorar su nivel de
felicidad: un rotundo “0”.
Saludos.

Prof. Ricardo Maestro

¿Qué tipo de gilipollas escribe estas


tonterías?
Sms al Cani:
Ya t he perdonao,
has leido la mierda dl
blog d hugo?
Piri piri piii.

Hola Tomás. Siento que


no te guste. Estoy de
acuerdo en que no es
para todo el mundo.
Saludos.
¡Hostia puta!, ¡me equivoqué otra vez!
Pues ya no había cojones de
disimularlo:

Algn dia ya m lo
explicaras.
Pretendía ser irónico, pero el cabrón
se lo tomó en serio:

Eso está hecho. Con


unas cervezas. Invito
yo ;-)
Payaso. Sms al Cani:

Ya t perdone kpullo, m
ekivke y le mand sms a
hugo dciend k su blog s
1 mierda.
Piri piri piii.

Jua jua jua. K alivio


k seas otra vez mi
kolega :-)
Se me quedó buen sabor de boca, pese
a todo. Cerré el portátil, desplegué el
catre y al sobre.
Lunes
Uno. Con hugo.

Cuando me desperté tenía un mensaje


de Hugo:

Te hacen hoy esas


cerves cuando
salgas del bar?
¡Pfff! Qué pereza da este tío:

Deje lo dl bar, mjor


dnde juanin, kuando?
Piri piri piii.

No sabía nada. En una


hora está bien?
Pues estaba bien. Le mandé un sms:
«Ok».
Me levanté (ni rastro de mi madre),
me duché tranquilamente, me vestí y a la
calle, bastante animado. Pillé el 32 y
cinco minutos antes de la hora estaba en
el Juanín, que estaba vacío.
—Niiiiño, ¿qué pasa? Qué raro tú por
aquí a estas horas.
—Si es que dejé el bar, Juanín, que
me tenían explotado.
—Pues has hecho muy bien.
—Oye, Juanín, tú no necesitarás a
nadie, ¿no?
—Sobro hasta yo, Tomasito. Está la
cosa jodida de cojones.
—Pues ponme algo antes de que me
eche a llorar.
—¿Lo de siempre?
—Pues no, mira. Me vas a poner un
agua con gas.
Juanín me sirvió el jotabé-cola de
siempre.
Nos pusimos a ver la tele. Programa
mañanero. Una tía morbosa con pinta de
listilla decía: «…los sucesos violentos
se han disparado en los últimos días.
Muchos casos ocurren entre
desconocidos y sin motivo aparente.
Hoy, en nuestro programa, intentaremos
dar una respuesta a este preocupante
fenómeno que amenaza con convertirse
en epidemia…»
—¡Joeeé! Siempre los mismos rollos,
¿eh, Juanín? Parece que no saben de qué
hablar.
—Si es que no saben de qué hablar,
Tomás. Te lo digo yo. Con tal de
tenernos acojonados sirve cualquier
cosa.
Entró el Hugo por la puerta.
—Cago en la puta, ya estamos todos.
¿Lo mismo para ti, Hugo?
—No. Ponme un cortadito, Juanín.
—Marchando.
—¡Joder macho!, ¿te vas a tomar un
jotabé a estas horas? —dijo Hugo.
—Yo pedí agua con gas.
—Ya. Espera a mi cortado y vamos a
esa mesa, anda.
Esperé y nos sentamos.
—Pues nada Hugo. Tú dirás.
—Así que no te gustó mi blog.
—No hay dios que lo entienda.
—No será para tanto.
—Lo es.
—Verás, el felizómetro no existe.
—¡No jodas!
—Quiero decir, que ni existe ni falta
que hace.
—Si tú lo dices.
—Es evidente que somos más
infelices que antes.
—Que antes, ¿cuándo?
—Que hace unas décadas. cuando
empezó este rollo de la sociedad de
consumo.
—Ya.
—En serio, tío. Piénsalo. Tu imagen
social, hasta tu autoestima, depende de
lo que tienes, y lo que tienes de lo que
ganas, y lo que ganas de tu trabajo. O
sea, nos pasamos la vida trabajando
para comprar cosas que no necesitamos
y que las multinacionales nos meten por
los ojos. ¿Cuánto va a durar esto? No
hay recursos suficientes para todos a
este ritmo.
—Vale. ¿Y tú propones?
—Pues que no consumamos. Que no
necesitemos nada.
—¿Y eso cómo se hace?
—Reeducando a la gente.
—¿Tú me has llamado por esto,
Hugo?
—Pues sí y no. Mira, voy en serio con
Lupe.
—¿Y?
—No te hagas el duro, tío. Sé que
estabas muy colado por ella.
—Tú lo has dicho: estaba.
—Entonces, ¿sin malos rollos?
—Pues claro Hugo, coño —dije—.
Dos jotabés-cola, ¡crack! —le grité al
juanín.
—Déjalo tío. Entro a trabajar en un
rato y voy pillado. Nos vemos —dijo,
levantándose—. Oye Tomás, me he
quitado un peso de encima.
—(Y me lo has puesto a mí, cabrón).
Adiós Hugo.
—Por cierto, Tomás, he quedado con
Cani y con unos colegas esta tarde en mi
casa. Pásate si quieres.
—Ya hablamos, si eso.
Salió volando. Ni su puto cortado se
pagó el tío. Ya se lo pagaba un
desempleado. Me quedé disfrutando de
mi jotabé un rato. Luego me fui.
Dos. Telediario.

Mi madre veía la tele en el salón


mientras yo trasteaba con mi portátil.
Típico programa rollazo. Otra vez
sucesos. «…Quizá solo lo hayan
escuchado. Puede que hayan sido
testigos de alguna agresión, o incluso
que se hayan visto involucrados en una.
Las cifras son elocuentes y la pregunta
está en boca de todos: ¿a qué se debe la
agresividad de estos últimos días?».
Entrevistaban a peña por la calle.
Respuestas para todos los gustos: los
políticos, el paro, la crisis, que la gente
es muy mala.
Cambiaron de tercio: «…vamos con
nuestro siguiente reportaje. El próximo
fin de semana, una luna llena
extraordinaria alimenta teorías
catastrofistas. La luna se verá un 12%
más grande y un 30% más brillante. Los
más agoreros predicen terribles efectos.
Para explicarnos todo esto tenemos al
astrónomo…» Me quedé mosca porque
soy algo supersticioso.
Un tío explicó que la luna se vería
más grande y luminosa porque estaría
cerca de la Tierra en fase de luna llena.
Las catástrofes (afiné el oído) no tenían
explicación astronómica ni lógica. «En
definitiva, el próximo fin de semana no
esperen grandes catástrofes, aunque sí
una de las lunas más espectaculares del
año…»
Sintonía del Telediario. Nunca los
veo. Son deprimentes.
«…Pasamos a informarles de los
extraños sucesos del hospital madrileño
Gregorio Marañón…» Me entró la
curiosidad.
Decían que se había detectado un
brote de una epidemia rara en el
hospital. Las primeras informaciones
eran confusas: que si legionela, que si
una rara forma de gripe “A”, que si bla,
bla, bla. La cosa es que el hospital tenía
un módulo aislado del resto. Los
pacientes afectados no podían salir, ni
recibir visitas.
Entrevistaron a un tipo con barba y
pelo blancos, y pinta de chiflado.
Aseguraba que podía existir alguna
relación entre la epidemia y la
proliferación de agresiones de los
últimos días. «El gobierno debe tomar
cartas en el asunto antes de que sea
tarde», dijo el científico loco.
Me fui al Google. Metí «“gregorio
marañón” infección». Más de 115.000
resultados. Ninguno interesante. Lo
único medio gracioso era que al
vicepresidente le habían tratado una
infección urinaria en ese hospital hacía
unos días. Qué cosas. Cambié infección
por virus. Aburrido (vacunas, informes,
laboratorios). Cerré y le di un toque al
Cani.
—¿Qué pasa, tío?
—¿Pasa Cani?
—Pues nada, aquí en casita, viendo lo
del Gregorio Marañón, que no sé qué
movida tienen montada.
—Ya. Lo estoy viendo. Algo de un
virus, ¿no?
—Eso parece. Dime, tronco.
—Nada, que si nos tomamos unos
mostos.
—Okay. ¡Ah, no, espera! ¿No te dijo
el Hugo de tomar unas birras en su casa?
—Ya, ya (¡qué perezón!). Yo digo
antes.
—¡Aaah, pues venga! Un sitio donde
se pueda comer algo, que estoy canino.
—¿El bareto de Doctor Esquerdo con
O´Donnell?
—Perfesto. ¿Media horilla?
—Okay.
—Aaaadiós.
—Chau.
Tres. Hospital.

Salí cagando leches. Trinqué el circu


en la puerta de casa justo cuando
pasaba: paseo de Reina Cristina,
Menéndez Pelayo, Doce de Octubre,
Narváez, Palacio de los Deportes y,
¡ras!, abajo en Doctor Esquerdo: 29
minutos.
Mientras pateaba hacia el bar pasaron
cinco o seis furgos de antidisturbios de
la madera, con un follón de sirenas
impresionante. Se pararon un poco más
abajo.
Pedí un jotabé-cola. Estaba sequito.
La tele seguía con el tema del
hospital. Entrevistaron a familiares de
peña internada en el módulo de
aislamiento. Habló una rubia de bote
bastante gorda y con el pelo grasiento.
Que si era una vergüenza, que si nadie
les informaba. Luego entrevistaron a un
tirillas con bigote y con pinta de que le
currasen en casa. El fulano se echó a
llorar en directo. Yo flipo. Al rato llegó
el Cani.
—Vaya sarao, ¿no? Está el hospital
hasta los huevos de lecheras.
—Pues sí. No sé qué coño pintan ahí
los maderos —dije.
—Oye tío, que… lo de ayer… Que lo
siento, tronco.
—Ya sé, Canijo. No te preocupes, tío,
que ya se me ha pasado el cabreo.
—Oye tío, ¿puedo darte un consejo?
—Claro.
—No te encebolles con Lupe, que hay
más tías que longanizas.
—Ya. Yo que sé, Cani. Me ha dado
por ahí.
—Búscate otra, que tú nunca has
tenido problema con las tías. Y eso que
eres feo de cojones.
—¡Jajaja! Fue a hablar Brad Pitt.
¡Cani, qué cabrón eres!
El Cani se pidió un bocata de lomo y
una birra. La peña del bar veía la tele
atontada. El ambiente estaba raro.
El del bar subió el volumen. Hablaba
una tía con cara de susto. «Pedimos
máxima atención a esta información de
última hora: los ministerios de Interior y
Sanidad, en una nota conjunta, aconsejan
no acudir al hospital Gregorio Marañón
hasta que se restablezca la normalidad.
Aunque la nota concluye con un
llamamiento a la calma, fuentes cercanas
al hospital nos informan de que en el
interior del centro hospitalario podrían
estarse viviendo escenas de auténtico
pánico. Los accesos al hospital estarían,
en la práctica, cerrados y vigilados».
—Hostia, Cani, que igual esto va en
serio.
—¿Tú crees?
—Imagínate, tío, que acabe en un
rollo tipo 28 días después —dije.
—¿Esa es la del Fresnadillo? ¿La del
niño con un ojo de cada color?
—No, esa son semanas.
—¿Cómo semanas?
—28 semanas después.
—Aaah. Sí es verdad —dijo—, que
sale el colgao de Trainspotting, ¿no?
—¡Eeeso!, Robert Carlyle.
—Ya, ya.
—Mola más la primera —dije.
—Pues a mí me gusta más la segunda.
—No tienes ni puta idea, Cani.
—¡Oye, oye, pues después de lo de
Hugo podíamos vernos la peli en mi
quelo!
—¡Puta madre! ¿La primera o la
segunda?
—Pues la primera, mismo —dijo.
—¡Puta madre!
Salimos del bar justo cuando llegaban
más lecheras.
Cuatro. Casa de Hugo.

Pillamos el 2. O´Donnell, Alcalá,


Cibeles, Gran Vía. Bajamos a la altura
del edificio de Telefónica. Nos
quedamos atontados mirando los
móviles del escaparate.
—Pedazo móviles, ¿eh, Cani?
—Ya te digo, tío. Anda que no molan.
—A ti y a mí nos va a tocar el
euromillones, Cani, y nos vamos a
descojonar del mundo. Vamos a cambiar
de móvil todos los putos días.
—Fijo, tronco.
Tiramos hacia el mercado de
Fuencarral.
—Muy fashion esto para nosotros, ¿no
Cani?
—Demasiado, tío.
—¿Pero tú has visto qué pintas me
llevan?
—Si es que hay mucha tontería,
hermano.
—¡Mira, Cani, mira qué pintas, por
dios!
—¡Baaah!, ya ves.
Llegamos a casa de Hugo, que como
es superguay y antisistema vivía en un
apartamento de novecientos cincuenta
pavos en Fuencarral.
Llamamos: ¡ñaaaaaaac! Subimos dos
pisos a pata.
—Cojones, con la pasta que paga ya
podía tener un puto ascensor.
—Ya te digo —dijo el Cani.
Timbre: ¡din-dooon! Abrió el Hugo:
«¡qué pasa, tíos!, adelante».
Frente a la entrada estaba el baño. A
la izquierda, después de un minipasillo,
un salón con poster del Che y cocina
americana. Al fondo del salón una
puerta que daba a la única habita. Unos
veinticinco metros. Novecientos
cincuenta pavos. No es coña.
«Dejad la chupa donde podáis». La
dejé sobre la encimera.
Pedazo campana tenían montada los
amiguitos del Hugo. Sonaba Celtas
Cortos a todo volumen. No se puede ser
más cutre, coño.
—¿Qué tomáis? —preguntó el
anfitrión.
—Un cubatilla —dije.
—Una Mahou, si tienes —dijo el
Cani.
—Por cierto, a mis colegas creo que
los conocéis —los fue señalando—
Chori, Pipu y Greta.
Échale cojones. Todos con nombre de
marioneta. ¿No podrán tener un puto
nombre normal? Los aludidos asintieron
más o menos en el orden en que los citó
Hugo. «Qué tal», dije. «Hola tíos», dijo
el Cani.
Greta tenía morbo con su pearcing en
la nariz y su melenita rubia y rasta. Los
otros eran unos pringaos que iban de
especiales. Como el Hugo. El Chori me
llevaba barbita, pearcing en la ceja y
una camiseta de Greenpeace. Pipu,
pantalón pitillo, unas New Balance,
chaquetilla de punto y bigote. Para
morirse.
Hugo volvió con las bebidas.
«Sentaos donde podáis, tíos. Les estaba
enseñando a mis colegas la última
actualización del blog». ¿Este pavo
piensa en algo que no sea en sí mismo?
«Sentaos aquí, aunque sea en el suelo, y
lo veis». Me senté en el suelo. Cerquita
de Greta. Choqué con su pierna a posta y
le pedí perdón. Me sonrió. ¡Picarona!
Hugo se acercó al Mac abierto encima
de la mesa de centro. Tecleó el nombre
de su mierda de blog en la barra del
Safari. Salió esto:

Ricardo Maestro

De: Ricardo Maestro


Enviado el: martes, 22 de
junio de 2010 11:53
Para:
manuel.castellano@management-
emp.es
Asunto: RE: Para añadir al
checklist
Estimado Sr. Castellano,
me ha remitido por error el
correo electrónico que figura
más abajo. Lo destruiré de
inmediato por razones de
confidencialidad. Permítame
decirle que todo él me ha
parecido insufrible. Saludos.
Ricardo Maestro.

De:
manuel.castellano@management-
emp.es
Enviado el: martes, 22 de
junio de 2010 11:31
Para: rmaestro@uad.es
Asunto: Para añadir al
check list
Datos adjuntos: factura ued
Ricardo, espero que estés
bien. Me refiero a vuestra
última factura, que te remito
en attachment. Puedes
chequearla por favor?? La he
verificado y no cuadra con los
datos que tenemos!! En otro
orden de cosas te pediría un
poco más de proactividad por
vuestra parte en este nuevo
escenario. Como sabes
estamos desbordados y hemos
tenido que externalizar el
consulting porque nuestro
controller no tenía tiempo de
verificar los trabajos. Podrías
validarnos una parte
reportándolo a mi assistant??
Un saludo.
Manuel S. Castellano
Account Manager
Management Empresarial

Los colegas del Hugo casi se corren


después de leerlo: «alucinante», «te has
superado, tío», «superácido. Genial».
«¿Me podéis explicar de qué va el
rollo?», dije yo. «Porque yo no lo
pillo».
El Chori me ilustró.
—Pues mira, Tomás, yo creo que lo
que ha querido Hugo, y que me corrija si
me equivoco, es ironizar sobre la forma
de hablar en las empresas, tan de moda,
llena de anglicismos innecesarios, y que
se usa para presumir de estatus. ¿No es
así, Hugo?
—No, la explicación es perfecta,
Chori. Yo añadiría simplemente que la
pretensión es doble: no solo la crítica a
esa jerga, merecida por sí sola, sino
también a la propia cultura empresarial,
alienante y al servicio del capitalismo
globalizado más miserable.
—Exacto —dijo Greta mientras liaba
un piti—. Miserable.
—Y el sistema es miserable —añadió
Hugo— porque con la promesa de una
falsa riqueza material se convierte en
una máquina expendedora de infelices.
—No se puede explicar mejor —dijo
Pipu.
Yo lo que no sé es si se pueden decir
más gilipolleces en menos tiempo. Estos
rojales antiglobalización de medio pelo
me hinchan tantísimo los huevos que no
pude quedarme callado.
—Entonces hemos dicho que no nos
gusta la globalización —dije.
—La globalización es el sometimiento
a través de la sociedad de consumo,
Tomás. Solo genera incultura,
desigualdad y explotación —dijo Pipu.
—Ya. Pues así, a bote pronto, veo por
aquí unas New Balance de puta madre,
que me da a mí que las han hecho unos
chinitos explotados en algún lugar de
Asia.
—Eeeh, bueno… —sonrió Pipu.
—Y ninguno tenemos móvil, ¿no? ¿O
el iphone este que está encima de la
mesa es nuestro?
—Hombre, Tomás, determinadas
concesiones siempre hay que hacer —
dijo Hugo.
—Ya, ya, ya.
—El móvil es un instrumento para
estar bien organizados. No vamos a
descubrir ahora las redes sociales.
—Claro. Uno se organiza mejor con
un iphone, que hace juego con el Mac.
—Sin organización no se puede
desmantelar el sistema, Tomás.
Queramos o no, vivimos en la era de
internet y de las comunicaciones —
siguió Hugo.
—Ah, ya entiendo. El Berlin Kebab es
una ONG y tú curras por amor al arte.
—Solo si conoces a tu enemigo
puedes acabar con él, Tomás —dijo
Hugo—. Desde dentro. Como un caballo
de Troya que nos permita acabar con
todo esto para empezar de cero.
—Oye, tú estás fatal, tío —dije.
—Por cierto, tenemos reunión con
unos amiguetes en el Patio Maravillas
para hablar de estos temas. ¿Os
animáis? —dijo Hugo.
—¿Eso qué es? —preguntó Cani.
—¿El Patio Maravillas? —dijo Hugo
— La casa okupada de la calle Pez.
—Me viene grande —dije.
—Yo estoy liadillo. Igual otro día —
dijo Cani.
Le dimos las gracias a Hugo por la
invitación y piramos.
—Vaya panda de gilipollas —le dije
al Cani mientras bajábamos las
escaleras.
—No seas así, tío. Son buena gente.
—Son unos morningsingers, Cani.
Peli, ¿no?
—Peli —dijo.
Cinco. Peli.

Disfruté la peli que te cagas. El


principio es la pasada. Con Londres
vacío. Y cuando aparecen los primeros
infectados. ¡Hostia qué miedo! Vaya
fotografía chula que tiene, rodada con
cámara digital. Y vaya banda sonora
pegadiza. ¡Qué peli más guapa!
Salimos a la calle. Hacía frío, pero no
mucho.
—Oye Cani. 28 días después, ¿de uno
a cuatro?
—Cuatro, tío. Está claro.
—O sea, ¿igual que 28 semanas
después? —dije.
—Igual, igual.
—¿Pero no quedamos en que te
gustaba más la de las semanas?
—No sé, tío, pero es que esta también
me flipa.
—Joder Cani, si es que no tienes
criterio. A ver, ¿Gladiator?
—Buf. Cuatro, tío.
—Joooé.
—¿Slumdog millionaire?
—Cuatro.
—Pero si es un puto videoclip, tío.
—Pues es del mismo que 28 días
después, ¿no?
—Sí, joder, pero es que no vas a estar
siempre sembrao. Mira el Coppola que
quitando El padrino solo ha hecho
mierdas. O el Oliver Stone, que ya no
hace peli buena. O el Ridley Scott.
Bueno, lo del Ridley Scott ya es de
traca: ¿cómo puede el mismo pavo hacer
Blade runner y la mieeerda de El reino
de los cielos?
—¡Buf!, guapísima El reino de los
cielos. Cuatro, tío.
—¿Pero hay alguna que no sea un
cuatro, Cani? Para ti es un cuatro hasta
Shakespeare in love.
—Hombre, pues sí que es un cuatro,
sí. Pero es que te estás yendo a las más
guapas.
El Cani era superagradecido. Podía
disfrutar lo mismo con El padrino dos
que con Los albóndigas en remojo.
—A ver, Cani, una cosa está clara: El
padrino uno y el dos son dos cuatros,
¿no?
—Fijo, vamos.
—Ojo, que para mí El padrino tres
también, aunque sea opinable. Hasta ahí
de acuerdo ¿no?
—Totalmente.
—Ok. Pues entonces no puedes darle
un cuatro a Shakespeare in love, alma
de cántaro, que es un truño.
—Bueno, bueno, cada una en su
estilo… Shakespeare in love es muy
bonita, tío.
—La madre que me parió, Cani, lo
que hay que oír.
—Lo que pasa es que tú eres un friki,
Tomás.
—¿Qué diiices? A ver qué peli friki
me gusta a mí.
—La rallada esa de Mulholland
drive, por ejemplo, que no hay dios que
la entienda.
—¡Haaala!, pero si se entiende
perfectamente, Cani.
—Y una polla como una olla. No la
entiendes ni borracho.
—Pues mira, tío, precisamente
borracho es como mejor se entiende.
¿Qué no? Nos tomamos unos kases
ahora mismo y nos vemos Mulholland
drive, que la tengo en quelo.
—Pfff. No sé.
—No me seas rancio, coño.
—Veeenga. Pero yo me tomo cien
copas o no la veo —dijo.
—Pues no se hable más. En el Juanín
la primera.
Nos tomamos un par de copillas en el
Juanín. Pillamos el bus y nos bajamos en
la ronda de Atocha. Nos tomamos otro
par de copas cerca de casa. Como se
nos hacía tarde compramos un par de
botellas de vino y un par de packs de
seis Mahou en un chino.
Seis. Mulholland drive.

Entramos en mi quelo. Achispadillos.


Eran las nueve o así. Mi madre estaba
en la cocina. Le grité que el Cani y yo
nos nos íbamos a ver una peli en mi
cuarto/salón.
—¿Cómo era, Cani? ¿Wine after
wine?
—Wine after beer no fear, beer after
wine no fine.
—¡Pues abre el vino coño!
—Será al revés.
—Que abras el vino te digo, cojones.
Metí la peli en el DVD. Play.
0:00:25.
—Joé, qué rallada. Me sobo.
—Eso es que no le has dao
suficientemente al vinate. ¡Dale, Cani,
dale, dale!
0:01:44
—¡Atiende, Cani, atiende, que esta
escena es clave!
—Sueñecito me está entrando.
—Ta bueno el vinate, ¿cuál es?
—Cumbres de Gredos.
—Clase tenemos, Cani.
0:02:14
—¿Te has pispao, no?
—Pfff. Qué mareo.
0:04:28
—Tiene morbo la morena, ¿eh?
—Me mola más la Naomi Watts.
—Abre la otra botellinchi, Cani, que
ya voló una.
0:15:40
—¡Cooooño, qué susto!
—Joé, casi se me baja el punto.
—Ya te digo. ¿Está caliente la
birrinchi?
—Está, está.
—Peeeerfecto, pásame una, Canijo.
—¡Jajaja!, vaya capullo el tío.
—¿Quién yo?
—No joé, el de la peli.
0:19:09
—Josdeputa. No son trigo limpio.
—¿Tas acabao las birras, Cani,
cabrón?
—Que nooooo, que quedan diez o
más.
0:22:39
—¡Ehhh, gue se le ve todo! ¡peo tú
mira Tomi!
—¡Cordeeera!
0:31:03
—¡Jajajaja! Gué puto chalao,
¡jajajaja!
—¡Juajuajuajua! Qué pirao.
0:46:12
—¡Gue se besssen, gue se beeseen!
—Esos lo que ati de gusdaría, Gani.
¡Básame una birrinchi de moda, ganijo!
0:52:30
—Esdo de Diane eda imbortante,
Gani, peo la verdás gue no ma guerdo.
—Buf, gué mareo, tío.
1:14:08
—Puag, gue asco. ¡Gaaaani, goño, gue
te gueeedas!
—¡Hosia, gué susto mas dao!
—Es que te guedabas sopa.
1:34:28
—Glaro que sí, hooombre, glaro que
sí.
—¿Gue paaaasa, Tomi?
—Tuspera.
—¡Eh, eh, eh! ¿Onde vaaas? ¡Hosia
puta que se le ve! ¡Ay, ay, ay gue le mete
morros Tomi!, ¡me cago en la hosia puta
gue le mete los modros!
—¡Mae mía gué membrillos!
—¡Aaaaaaaaah!, gue se modrean, gue
se esdán modreando las tías guarras.
—Bedaso de bufas.
—¡Hala, hala, hala!, ¡la mader que me
padió!, ¡qué buenícimas están, gué
pedazo de jacas!
—¡Joeeeee!, ¡vadya tetas, Cani, vadya
par de belones gue tiene la morena! ¿De
uno a guatro, Cani?
—Guatro, tío, guatro.
1:46:00
—No me godas guestás llorando,
Gani.
—(¡Bu, bu, bu!, ¡sniff!) Es guesto es
muu bonito, dío. Memocionao.
1:52:14
—Aguí oguito al padche Gani.
¡Gaaani, hosia, gue te quedas otra vez!
—¡Hostia gue susto! ¡No grides, goño!
1:56:13
—Oye, gue greo gue viene du madre.
—Ah. Es gue se idá a agostar.
—¡Buenas doches señoda badre de
Tomás!
—No podéis ser más vagos y más
golfos. No hagáis un ruido Tomás, por
favor, que me voy a acostar.
—¡A sus ódenes!
2:13:47
—Sagabó el flasbas, Cani.
—¿Eeeeh?
—Gue-se-acabó-el-flash-baccck.
—Ah. Bos vale.
2:16:55
—Sagabó.
—¿Sacabó la birra?
—Y la peli.
—Nos mal.
—¿Gue te ha padresido, Gani?
—Voy a ellar la pota.
—¿Tan mala ha sio?
—No, gue es gue voy a ellar la pota
de verdad.
—¡Por esa puerta no desgraciao, bor
la odra que ahí soba mi mader! ¡Hosia,
hosia puta!
Siete. A sobarla.

—¿Das mejor, Cani?


—Pues mejor estoy. Oye lo siento.
Vaya imagen penosa que he dao en du
casa.
—Pasa nada, Cani. Mi vieja ya de
conoce.
—Joé. Bastante bien se ha portado
para la que le liao. ¿Vamos a mi quelo a
sobar la moña?
—Vamos, vamos.
Martes
Uno. Resacón y
charleta.

Eran más de las doce cuando entré en


el salón del Cani: «¡agggg, qué dolor de
tarro! Cani, abre la ventana que si no me
da el aire me muero».
El sol entraba a saco por la ventana
del salón. Yo había sobado en la cama
del Cani, vestido y calzado. Sobre todo
calzado. Cani sobó en el sofá.
Cani se levantó, abrió la ventana y se
tumbó otra vez: «no vuelvo a beber una
gota en la vida. En la vida, tío. Lo juro
por lo más sagrado».
Fui a la nevera a por agua fría. Bebí a
sorbitos. Cani entró después y bebió del
grifo.
—¿Salimos a dar un voltio? —
pregunté.
—Venga. Espérate diez minutillos y
bajamos al Juanín a zampar algo.
—Puta madre. Zampar es cojunudo
para la resaca.
Al rato bajamos al Juanín. Cani se
pidió un bocata de calamares y yo un
pepito de ternera. Acompañamos
nuestros bocatas con dos tercios de
Mahou cada uno.
—Es importante, tío, para la resaca,
no dejar el alcohol de golpe, que eso
pega unas hostias al organismo
tremendas —decía el Cani.
—Ya, ya, ya. O sea, que no hay que
dejar que baje el nivel de alcohol en
sangre de repente, ¿no?
—Eeexactamente. ¿A ti no te pasa?
—Claro, Cani, claro. Eso que nos
pasa se llama alcoholismo.
—Sagerao.
Después de los bocatas y los tercios
estábamos como nuevos. Salimos a dar
un paseillo.
—Oye Cani, ¿por qué no le damos un
toquecillo a la Lupe?
—Qué ganas tienes de buscarte líos.
—Es que está buena la negrita, ¿o no?
—dije.
—Sí, tipazo, tío.
—¿Dirás que no?
—Que sííí.
—Es que parece que no lo dices
convencido.
—Sí que lo digo. Pero es que juega en
otra liga.
—Joder, Cani, Qué cosas más raras.
Si una tía está buena pues está. Y punto.
—Ya, si ya lo sé. Pero yo hago un
análisis previo, tío. Si veo que una piba
está fuera de mi alcance como que no me
atrae. Es un mecanismo de defensa de mi
mente, tronco.
—Cani, eres un puto filósofo, tío.
Yo estaba loquito por Lupe. Y tenía la
tontería esa de que no podía parar de
hablar de ella. Le di un poco la chapa al
Cani.
—Y qué dirías que es lo que más te
gusta de ella, Cani.
—Pues todo, tío. Pero ya te he dicho
que con Lupe es como si fuera un
eunuco.
—Joder, pesao eres. Algo habrá que
te guste.
—A ver, colega. Para empezar es más
alta que yo.
—Que no es difícil.
—Ya, pero me corta el rollo.
—¿Y eso?
—Porque me intimida, tío —dijo.
—Hombre, para una sesión sado…
—Ya. Para eso sí.
—Pues escucha bien lo que te voy a
decir, Cani, escucha bien. A mí no me
gusta nada en especial.
—Ah. ya.
—No, en serio, tío. Vale. No me he
expresado bien. Es altita, buen culo, y la
piel morenita y suave… bueno, espera,
las tetas, tío. Las tetas son perfectas, eso
sí.
—O sea, que no te gusta nada en
especial.
—¡Espera, hostia, Cani, no me
interrumpas! Lo que digo es que hay por
ahí tías más guapas, o con mejor cuerpo,
o lo que sea, pero les falta el intangible,
tío.
—El intangible.
—Sí, colega, ese rollo que tiene la
Lupe que no es una movida física, esa
clase, la mirada que te traspasa, la
forma de hablar, su cara cuando se pone
seria…
—¡Pfff! Coladito estás, tronco.
—Ya.
Dos. Coches.

Caminábamos tranquilos, con nuestras


chorradas. Escuchamos un frenazo y una
hostia de dos coches. Miramos, como el
resto de la peña. El Cani me dijo: «tío,
es la tercera hostia en coche que vemos
en media hora».
Tres. Lupe.

Nos aburrimos de caminar y pillamos


el busete de vuelta al camino de
Vinateros. A Cani le sonaba el móvil
cuando bajamos. «Abueeelo, que le
suena el mooóvil». Está en la parra.
«¿Lupe?», dijo, y se quedó parado,
superserio, mirando al suelo.
Se me aceleró la patata. Le miré
nervioso. «Bueno… bueno, tú tranquila
que no pasa nada», decía.
«¿Qué pasa Cani?», pregunté.
Me hizo el gesto de que me callase.
«Vente hasta mi casa… Sí, estoy con
él… No sé, ver una peli… Venga…
Venga, vente hasta aquí… Un besito».
—¿Qué pasa, Cani?
—La Lupe, que me ha llamado
llorando.
—¿Y eso?
—Que se ha mosqueado con Hugo y
que no sabe nada de él.
—¿Y eso es malo?
—Tú si que eres malo —dijo.
—¿Se viene?
—Sí.
—Guay.
—Joder —dijo—, estoy
emparanoiado. Pensé que la llamada
tenía que ver con lo del virus.
—Yo también.
Nos tomamos una birrillas en casa del
Cani esperando a la Lupe. Tardó un
huevo. Menos mal que vive al lado.
¡Ñaaaaaaac!, telefonillo. «¡Voy,
voy!» dijo el Cani, que abrió sin
preguntar. Y después de un momento:
¡ñaaaaaaaac!, timbre (hostia, vaya
volumen). El Cani abrió otra vez: «hola
Lupe» ¡Muac, muac!
Llevaba unos vaqueros negros y
ceñidos, unas All Star azules y un
pañuelo morado al cuello, que no se
quitó.
Saludé serio: «hola Lupe». Me dio
dos besos sin decirme nada. Tenía la
cara húmeda. De llorar, fijo. Se sentó en
el sofá, al lado del Cani.
—¿Qué ha pasado, flaquita? —
preguntó el Cani.
—Nada, Cani, que he tenido bronca
con el Hugo.
—Bueno, es normal, Lupe. Lo que
pasa es que estáis empezando y te lo
tomas a la tremenda. Pero eso es el pan
nuestro de cada día en una relación.
El Cani siempre parece un sexólogo.
«No, Cani, que se mosqueó muchísimo.
Y hoy llevo todo el día llamándolo y
tiene el móvil apagado», dijo Lupe.
Luego nos contó que, al salir del curro
(en el Zara de Gran Vía), fue a buscar al
Hugo al Patio Maravillas. De allí se
fueron a cenar al Vips de la plaza de los
Cubos. Al Hugo se le fue la olla durante
la cena.
—Me preguntó que si me iría con él a
una isla desierta —dijo Lupe. Yo me reí
pero él estaba superserio. Y me volvió a
decir: «¿te vendrías conmigo a una playa
desierta?».
—¿Y? —preguntó el Cani.
—«Pues depende de la playa», le
dije. Y me contestó: «la de Rodas, por
ejemplo».
Nos dijo que se puso nerviosa porque
la conversación era forzada que te cagas
y Hugo no dejaba de presionarla. Al
final tuvo que cortarle: «ya vale, Hugo,
no tiene gracia», le dijo.
—¿Y se mosqueó por eso? —preguntó
Cani.
—Se puso hecho un obelisco.
—Un basilisco.
—¿Qué, Tómas?
—Nada, nada, Lupe. Tú sigue —dije.

Nos dijo que Hugo se quedó callado


mucho rato. Y que casi no hablaron el
resto de la cena. Antes de pagar le
preguntó que hasta dónde estaba
dispuesta a llegar con él, o algo así.

—Pues sí que es rarito el gallego —


dije.
—Salimos a la calle —siguió Lupe—
y en la puerta me dijo que las cosas iban
más rápido de lo que él pensaba, y que
no podía esperarme toda la vida. Yo le
dije que me molaba mucho, pero que no
quería ir con prisas para no
equivocarme. «Pues lo acabas de
hacer», me dijo, y se fue sin más.
La Lupe se echó a llorar. El Cani
intentó consolarla. Yo no me moví. En
realidad estaba de subidón. Aun así puse
cara de muy mal rollo y pinché un
poquito: «pues igual no es oro todo lo
que reluce». Cani me miró meneando la
cabeza.
«Prueba a llamarlo, Lupe», dijo Cani.
Lupe se animó con la idea. Se secó las
lágrimas, fue al bolso, sacó el móvil y
llamó, paseando. «Información gratuita
de Orange, ha sido imposible…», dijo
en voz alta, y, ¡hala!, ¡a llorar otra vez!
«Veeeenga Lupe, que así no hacemos
nada». El Cani se levantó y se la llevó
otra vez al sofá. «Ponemos una
peliculita y verás cómo hay que pararla
porque llama el Hugo para pedirte
perdón».
Pusimos Chicago. El Cani y yo nos
quedamos sopas por falta de descanso.
Aunque descansados nos habríamos
sobado igual porque la peli es un truño.
Por supuesto, el Hugo no llamó.
Perfecto.
Cuatro. La salsa.

—Pon el Telediario —me dijo el


Cani.
—Paso, Cani. Ya sabes que no me
mola.
—A ver si dicen algo del virus del
hospital, coño.
—Bueeeno.
—¿Qué hospital? —preguntó Lupe.
—¿No te has enterado? —dijo el Cani
— que han tenido que aislar el Gregorio
Marañón porque hay una invasión de
zombis.
—Ya —dijo Lupe, sonriendo.
—¡Así me gusta, flaquita, joder! ¡Con
la sonrisa bonita que tú tienes! —dijo
Cani.
En el Telediario estaban con los
deportes. «Chicos, me voy». La Lupe se
levantó y cogió su bolso y el abrigo del
suelo.
—Te acompaño, Lupe —dije
levantándome.
—No, gracias —dijo abriendo la
puerta.
—Que sí, coño, que es muy tarde.
—Si te digo que no, es que no.
—(Qué ojos tiene). Qué ojos tienes —
dije.
—Vete a la mierda, Tomás. Adiós
Cani. Gracias.
—Adiós guapa —dijo el Cani.
¡Plas! Portazo.
—Qué carácter, ¿eh, Cani?
—…
—Que digo que qué caraaácter,
abueeelo.
—Calla, hostia, que quiero ver si
dicen algo del hospital.
—Hala, hala, que hay que ir pensando
en comer algo —dije apagando la tele.
—Joder, macho, qué pesado eres.
—¿No tenemos comidita? —dije
abriendo la nevera.
—No, puto gorrón. Llama al
Telepizza.
Estuvimos un buen rato comentando lo
del Hugo y la Lupe mientras
esperábamos al pizzero. Yo tenía la
teoría de que a la Lupe le molaba el
Hugo porque a ella le gustan los
malotes. Y el Hugo es un siniestro
complicado detrás de esa pinta de soy-
don-perfecto-más-profundo-que-mis-
cojones. Cani es más bueno que el pan, y
le cae bien todo el mundo. A mí Hugo
me daba mal rollo.
—Que me da mal rollo, Cani.
—Pues no sé por qué. Además es muy
listo.
—Demasiado.
—En serio, tío. Es un puto genio —
dijo.
—Un genio del kebab, será. Tanta
carrera de filosofía para acabar
sirviendo kebabs.
—Que no estudió filosofía. Que
estudió químicas —dijo—. Y no sirve
kebabs. Los analiza.
—¿Cómo que los analiza?
—Sí. Trabaja en una nave gigante que
tienen por Getafe, o por Villaverde, no
sé. Creo que reciben allí la salsa que
mandan de Alemania.
—¡Cojones!
—Es que es supersecreta. Como la
fórmula de la Coca-Cola, o un rollo así,
y el Hugo la analiza.
—¡No jodas, Cani! Pues mira que está
buena la puta salsa. ¿Qué coño llevará?
Tengo que preguntarle al Hugo.
—Yo no lo haría —dijo.
—¿Y eso?
—Porque luego tendría que matarte.
—¿Porque es secreta?
—Claro.
Había pasado mogollón de tiempo y el
pizzero no llegaba. Miré el reloj: las
once y media. «Coño, Cani, que
llamamos al Telepizza hace más de una
hora».
Me empecé a poner nervioso. Cuando
tengo hambre me pongo nervioso. «Cani,
llama a ver qué pasa». Cani pilló su
móvil y llamó. «Comunica». Joder, qué
pesados. Después llamé yo un par de
veces. También comunicaba.
Tanto hablar del Berlin Kebab me dio
hambre.
—Oye, Cani, que no aguanto más, me
muero de hambre. Me bajo a por un
kebab, ¿te subo uno?
—Eeeh, no sé, tío. Creo que no.
Espero al pizzero.
Bajé al Berlin Kebab. Devoré uno.
Me supo a poco y me apreté otro. Voy a
tener que torturar al cabrón del Hugo
para que me diga cómo se hace la salsa.
Cinco. Alarma.

Cuando subí, Cani estaba tumbado en


el sofá.
—Haz hueco —dije apartándolo—.
¿Un parchisete?
—Hecho.
Nos echamos unos parchises muy
guapos. Yo me había llenado con los
kebabs, pero el Cani no había zampado
nada.
—¿No tienes hambre, Cani?
—Pues un poco.
Pusimos la tele. Todas las cadenas
hablaban ya del virus. «Sube el
volumen», dijo el Cani. Lo subí. Decían
que el gobierno acababa de declarar el
estado de alarma durante quince días.
—¿Qué es eso de estado de alarma,
Cani?
—Ni puta idea, tío, pero suena
chungo.
Los curritos de las empresas de
energía, alimentación, transporte y
comunicaciones quedaban bajo control
del ejército. Militarizados, como les
gustaba decir a los de la tele. El resto de
peña seguiría con su vida normal.
El Cani se quedó pegado a la tele. Yo
prefiero la radio. Le pedí unos
auriculares y la estuve escuchando en el
móvil. Algunas emisoras empezaron a
hablar de una epidemia extendida desde
el Gregorio Marañón. Parece ser que
cuando incomunicaron el hospital ya era
demasiado tarde y mucha peña había
salido infectada a la calle. La
enfermedad parecía contagiosa a tope.
Algunos decían que había mazo de
infectados. Otros que no más de un par
de casos confirmados.
De los síntomas no decían gran cosa.
Solo que era como una gripe a lo bestia.
Seguro que en el Twitter, o incluso en
Facebook, la peña estaba más enterada.
Pero el Cani no tenía ordenador.
Tuvimos que conformarnos con la tele y
la radio.
Hacia las dos o tres de la mañana
empezaron a dar más datos. Se habían
detectado más casos y podía haber la
hostia de infectados por toda España.
Varios cientos. Vamos, que lo de cerrar
el hospital había servido de muy poco.
En lo que no se ponían de acuerdo era
en el origen de la infección. La 1 y La 2
decían que un brote de gripe “A” de tres
pares de cojones por el abuso de
antibióticos. Antena 3, un ataque
químico de un grupo terrorista,
seguramente islamista. Cuatro,
Telecinco y La Sexta, o bien gripe “A”
supervitaminada, o bien una intoxicación
alimentaria de agarrarse los machos. En
Telemadrid varios tertulianos criticaban
al gobierno. La SER se apuntaba a la
teoría de la intoxicación. La COPE a la
del ataque terrorista.
Por la calle se oían de vez en cuando
sirenas de ambulancias o de coches de
policía, o de los dos.
Al final nos quedamos dormidos.
Miércoles
Uno. Casa de Lupe.

Me desperté a las siete o así, después


de sobar unas tres horillas. Hacía un día
de mierda. Llovía y estaba oscuro como
la boca de un lobo.
La tele seguía encendida. Escuché
medio sopa. Seguían hablando de la
infección, pero no me pareció que
dijesen nada nuevo. La apagué para
poder pensar.
Llamé a la Lupe. «El teléfono
marcado no se encuentra disponible en
este momento, por favor…» Colgué.
Mal rollo. Desperté al Cani.
—Estoy preocupado por Lupe —dije.
—¿La has llamado?
—Sí. No coge.
—¿Se sabe algo más?
—No parece.
—¿Quieres que vayamos a por ella?
—Sí.
—Vamos.
Salimos al descansillo. Despacito.
—Joder, canijo, no me tires del
jersey.
—Perdona Tomi, tío. Es instintivo.
Ni un ruido.
Bajamos por las escaleras y llegamos
a la calle. Lluvia finita de mierda y día
gris a tope. Ni Blas en la calle.
—La madre que me parió. ¿Tú crees
que hacemos bien? —dijo.
—Que sí, hombre, que sí. No seas
marica, hazme el favor.
—Esto está como la peli de ayer.
—Sí, solo que es Moratalaz en lugar
de Londres.
Pero la calle no estaba vacía del todo.
De vez en cuando se veía a peña
caminando a paso ligero. Vimos un
quiosco y algún bar abiertos. Alguna
gente hacía cola en los bancos y en el
Carrefour de la plaza del Encuentro,
esperando a que abriesen. También
había cola en la gasolinera.
Vimos un altercado entre dos tíos. Me
recordó la pelea que había visto en
Lavapiés. Nadie se acercó esta vez.
Llegamos al portal de Lupe. Estaba
abierto. Subimos al primero. Respiré
hondo. Miré al Cani. Llamé. Nada.
Llamé otra vez. Nada. «Joder Cani, ¿a
que se ha puesto mala?». Cani me
miraba con cara de cordero degollado.
Llamé seguido un buen rato. «Mierda»,
dije. Apoyé las manos en la puerta.
—Creo que oigo pasos —dijo el
Cani.
—Hostia, ¡yo también!
Se abrió la mirilla. Se cerró. Abrió la
Lupe en pijama, con cara de sopa.
—¿Qué hacéis aquí?
—Joooder, qué alivio —dije
entrando.
—¿Alivio por qué? —dijo.
—¿Pero tú en qué mundo vives? —
dijo el Cani—. Joder, Lupe, casi nos
matas de un susto.
—Y vosotros a mí, no te jode.
Me fui directo al salón, a poner la
tele. Cani se vino detrás. «Que hay un
cristo montao de tres pares de cojones,
flaca, que no te enteras», dijo el Cani.
Nos sentamos los tres en el sofá.
—¿Tienes unos cascos? —le dije a
Lupe— Quiero escuchar la radio.
—Creo que sí. Mira en el cajón de mi
mesilla.
Fui a la habita de la Lupe. ¡Qué
recuerdos! Todo seguía igual. La cama
deshecha me dio morbo. Miré las fotos.
Yo salía en alguna, pero en ninguna ella
y yo solos. También estaban el Cani y el
Huguito. ¿Qué será de ese hijo de la
gran puta? Abrí el cajón de la mesilla y
vi los cascos. Me entraron ganas de
cotillear más, pero no lo hice.
«Me voy a duchar», decía la Lupe
cuando entré en el salón. «¿Necesitas
ayuda, negrita?», le dije. Ni me miró.
Qué mala hostia tiene.
Dos. #spanishinfection.

El resto de la mañana la pasamos en


casa de Lupe pegados a la tele, a la
radio y a su portátil.
Hacia el mediodía habían descartado
la hipótesis de la gripe “A”. Los
infectados tenían más mala hostia que un
pit-bull, y la gripe no te pone agresivo.
El ataque terrorista y la intoxicación
alimentaria cobraban fuerza.
Más tarde confirmaron que se trataba
de una intoxicación alimentaria a través
de un virus. Pero era tan masiva y
salvaje que no podía descartarse que
fuese provocada por un grupo terrorista.
Comimos unos botes de verduras y
unos Special K. Cómo se cuida esta
niña: ni una puñetera birra en el frigo.
De jotabé ya ni hablamos.
Después de comer hicimos unas
llamadas para preguntar por la peña. O
comunicaba todo dios o no daba tono,
como en fin de año.
A las tres de la tarde anunciaron que
el suministro eléctrico, el transporte y
las telecomunicaciones estaban
garantizados porque los militronchos
tenían esos sectores atados en corto. Los
empleados de esas empresas seguirían
currando con normalidad, igual que los
funcionarios de todas las
administraciones.
Le pedí el portátil a Lupe. En internet
pululaban movidas raras (fin del mundo,
invasión zombi, ataque alienígena).
La etiqueta #spanishinfection era
trending topic mundial en Twitter. Algún
tweet inquietante decía que «el virus
español te deja la piel blanca, los
dientes grises y la cabeza loca», o que
«en España, o comes o te comen».
La Unión Europea pidió explicaciones
al gobierno español, y aconsejó el cierre
de fronteras, igual que la OMS.
Tres. Rodas.

Echamos la tarde en casa de Lupe


hasta la noche. A las diez o así el Cani y
yo veíamos la tele sentados en el sofá.
La Lupe estaba en el suelo con el
portátil en las rodillas.
—Joder, el Facebook echa humo.
—¿Algo nuevo? —pregunté.
—Sí. ‘El último zombi que apague la
luz’ tiene 5.137 seguidores.
—Muy bien.
—Y otra cosa. Mensaje privado de
Hugo.
Giré la cabeza tan deprisa que casi me
parto el cuello. «Si se puede, léelo en
voz alta», dije. Lo leyó. Decía:

Cuando te hablé de irnos juntos a


una isla desierta lo decía en
serio.
Increíblemente, la situación me
ha desbordado.
Es mi cobardía la culpable de
todo, y la que me impide estar
contigo.
Siempre tuyo, Hugo.

La madre que me parió. A este tío no


hay dios que lo entienda.
—¿Alguien me puede explicar qué
coño es esta mierda? —dije.
—Bueno, pues parece que este tío se
ha pirado —dijo el Cani.
—¿Adónde? —dije.
—Pues a una isla desierta, supongo —
dijo el Cani.
Me acordé de que el Hugo y la Lupe
habían tenido bronca con el rollo de la
isla desierta. Me mosqueaba que
estuviese tan pesadito con ese tema. El
Cani podía tener razón.
—¿Oye Lupe, no te habló Hugo de una
isla el día de vuestra bronca? —dije.
—Pues sí. De una isla desierta.
—No, coño. Dijiste el nombre de una
isla.
—No me acuerdo.
—¿Creta? —dijo el Cani.
—No. Creta no… ¡Rodas! Eso era.
—¿Eso dónde está? —dijo el Cani.
—En Italia —dijo Lupe.
—Va a estar en Italia. Está en Grecia
—dije.
—Está en Italia fijo —dijo Lupe—, te
apuesto lo que quieras.
—¿Lo que quiera? Ten cuidado con lo
que apuestas, Lupita —dije.
—Vete a la mierda y mete Rodas en
Google, subnormal —dijo ella.
Lo metí. Lo primero era la wiki. Leí
en voz alta.
—«La isla de Rodas, patatín patatán,
es la isla griega más extensa del
archipiélago del Dodecaneso…» ¿Sigo?
—No —dijo Lupe.
—Pues menos mal que no habíamos
apostado nada.
—Menos mal —dijo Lupe.
—Eso me ha dolido —dije.
Muy bien, el Huguito en Rodas de
puta madre y mientras nosotros aquí
flipando.
—Pues yo me voy con él —dijo Lupe.
—¿Perdona? —dije.
—Que me voy con él.
—¿Ahora mismo? —preguntó Cani.
—Ahora mismo.
—No puedes ir sola —dijo Cani.
—Pues ven conmigo.
—Iremos los tres, ¿no, Tomi? —dijo
Cani.
—¡Buf! —contesté.
Me parecía surrealista ir a buscar al
Hugo. Pero lo que estaba claro es que yo
no dejaba sola a la Lupe ni de coña. Por
otro lado, la cosa podía ponerse chunga
de cojones en España. A lo mejor era
buena idea un cambio de aires.
«Me pongo a buscar billetes ahora
mismo», dijo Lupe. Se sentó en el sofá
con el portátil. Cani y yo nos pusimos
uno a cada lado. Entró en E-dreams.
Salida, hoy, de Madrid. Destino, Rodas.
—¿Tres adultos? —preguntó Lupe.
—Tres —contestó Cani.
¡Hostia puta! ¡935 pavos cada uno!
¿Qué coño es esto? «Entra en otro lado,
flaca», dijo Cani.
La Lupe buscó en Rumbo, en
Atrápalo, en todas las putas páginas. La
peña debía de estar pirando de España
cagando leches y los billetes estaban
carísimos. Sumando la pasta de los tres
no teníamos ni para un billete.
—Pues yo me voy como sea —dijo
Lupe.
—(Me cago en Rodas, en Hugo y en
su puta estampa). Vamos a ver Lupe,
¿me quieres decir cómo te vas tú a
Rodas? —pregunté.
—Andando.
—(Qué terca es). Qué terca eres,
negra. Suponiendo que llegases a Rodas,
que es mucho suponer —dije—, ¿tú
estás segura de que Hugo está allí?
—Yo que sé —dijo—. ¿Pero qué
hago, quedarme aquí como una muerta?
Me parecía rarísimo que el Hugo
estuviese en Rodas. ¿Qué pintaba ese tío
en Rodas, si no había hablado de Rodas
en su puta vida?
—¿Habéis oído al Hugo hablar de
Rodas alguna vez? —pregunté.
—No, pero sí me propuso una
escapada a la playa —dijo Lupe.
—Joder, ¿y no te habló de una playa
desierta cuando lo del Vips? —dije.
—No. De una isla.
—Y de una playa. También dijiste
playa. ¿No os acordáis? —dije— Lupe,
mete “playa de Rodas” en Google, que I
gotta feeling.
¡Coño! «Playa de Rodas. Islas Cíes.
Vigo. Galicia».
—¿De dónde es Hugo? —pregunté.
—De Vigo —dijo Lupe—. Salgo para
allí mañana.
—A ver, Lupe —dije—, puede que no
sea la mejor idea.
—Si queréis venir, guay.
—¿Y cómo vas a ir? —dije.
—En el Ibiza del Cani. Con Cani o sin
él.
Cuando a la Lupe se le mete algo en la
cabeza, no hay quien se lo saque. No
merecía la pena discutir.
—Venid a mi cuarto a por unas mantas
—dijo.
—Good night, Lupe —me despedí.
—Hasta mañana, que descanséis —
dijo ella.
Cani sobó en el sofá y yo en el suelo.
La tele se quedó encendida toda la
noche.
Jueves
Uno. Excepción.

Lupe estaba en pie a las siete. Como


un sargento. Mientras zampábamos unos
Special K pusimos la radio.
El gobierno había solicitado
autorización al Congreso para declarar
el estado de excepción. La Lupe
preguntó si eso era bueno o malo. Yo
dije: «hombre, excepción acojona menos
que alarma, digo yo que se está
arreglando, ¿no?».
Pues no. Básicamente los
militronchos, los picoletos o los
maderos podían detener a cualquier
sospechoso de poder alterar el orden
público (ahí entrábamos el Cani y yo
fijo). Además, podían registrar tu casa,
aunque no estuvieses, delante de dos
vecinos. Podían curiosear tus e-mails o
lo que fuese, y registrar coches y
camiones. Solo se podía circular por la
calle de siete de la mañana a nueve de la
noche, y a patitas o en transporte
público. Dejaban de funcionar de
inmediato todos los restaurantes y
cadenas de comida rápida. A cualquier
infracción se le aplicaría el código
penal militar.
O sea, que si nos pillaban los
militares en el Ibiza del Cani se nos
caían los cojones al suelo. Hasta Lupe
lo asumió.
Hacia las once y media de la mañana
se anunció que el gobierno había
aprobado un nuevo decreto. Para evitar
contagios se cerraban las fronteras, el
espacio aéreo y los centros de trabajo, a
excepción de los militarizados: energía,
transporte y comunicaciones. También
chapaban iglesias, colegios, museos o
cualquier sitio posible de reunión. De
hospitales, conventos y residencias no
salía ni Blas. Y quitando los sectores
militarizados, todo quisqui en casita
hasta nuevo aviso. El ejército se
encargaría de abastecer pueblos, barrios
y ciudades del modo en que se iría
indicando.
A esas alturas era seguro que la
enfermedad la causaba un virus que
afectaba solo a humanos. La incubación
podía durar desde unas horas hasta
cinco días.
A continuación aparecían los
primeros síntomas: palidez y falta de
apetito. Después, problemas de atención
y de concentración, luego dificultades
para hablar y para coordinar los
movimientos. Me acordé del hijoputa
del bar. Estaba contaminado fijo.
Más tarde los infectados se ponían
agresivos, y con la enfermedad a tope
eran violentos que te cagas. Como
perros rabiosos.
Los infectados se ignoraban entre sí.
O sea, que solo atacaban a gente sana.
Algunos decían que la peña moría en los
ataques. Otros, que en un ataque no la
palmabas, sino que te infectabas.
Se creía que el virus se transmitía a
través de los fluidos (sudor, lágrimas,
saliva, etc.). Un foco importante podía
haberse extendido desde un polígono
industrial de Getafe.
El Cani estaba pálido como un
muerto.
—Cani, tío, esto es muy fuerte —le
dije.
—Oye —me preguntó—, ¿tú crees
que habrá liga este finde?
—Pues yo creo que no habrá, Cani.
Dos. A peor.

A mediodía los militronchos


anunciaron que los curritos de empresas
obligadas a funcionar irían al tajo en
camiones del ejército. Al que faltase se
le aplicaría el código penal militar. Los
camiones utilizarían altavoces para
convocar a la peña. Una vez reunida, la
gente se montaría ordenadamente.
Pues una polla como la manga de un
abrigo. La peñuqui se refugió en casa y
ese día, aunque pasaron los camiones,
fueron a currar cuatro gatos.
Empezó a fallar el suministro
eléctrico en pueblos y ciudades
pequeñas, y a escasear la comida. Se
cayeron páginas de internet, y las teles
empezaron a funcionar a medio gas.
Se tenía noticia de saqueos y actos
vandálicos en Madrid y Barcelona.
Aunque los antidisturbios habían sacado
la porra de paseo, era difícil mantener el
orden.
Tres. Colapso.

El jueves a última hora la cosa se


puso más chunga.
—Oye tío, que dice la tele que el
gobierno está infectado. Parece que el
vicepresidente ha contagiado al resto —
dijo Cani.
—¡No jodas! ¿En qué cadena?
—Antena 3.
—Hombre, pues puede ser. Estuvo en
el Gregorio Marañón con una infección
de orina —dije.
—Pon la radio, a ver qué dicen. Pon
la COPE, a ver.
Justo. La COPE decía que el gobierno
había petado. O sea, que estábamos sin
gobierno (si es que alguna vez el nuestro
había sido un gobierno, decía el de la
radio).
Al caer el gobierno, el resto de
instituciones se habían ido al carajo
como un castillo de naipes. El Congreso
y el Senado estaban, en la práctica,
disueltos. Los tribunales chapados,
salvo alguno militar que se mantenía
abierto a golpe de cojones. El ejército,
la policía y la guardia civil iban a su
bola, sin atender más instrucciones que
las de sus respectivos mandos, y eran
incapaces de mantener el orden. O sea,
que el país había colapsado.
Tragué saliva. Puede que el Cani
también. La Lupe cerró la puerta de
fuera dando tres vueltas a la llave.
Cuatro. Decisiones.

De noche, la radio y las teles dejaron


de emitir. Los móviles perdieron la
cobertura y se fue la luz, al menos en el
barrio de Lupe.
Durante unas horas circularon
lecheras y camiones del ejército. Antes
de la madrugada dejaron de oírse. Eso
no quiere decir que hubiese silencio. De
la calle llegaban ruidos violentos y
gritos que te dejaban helado.
O sea, a tomar por culo el estado de
“excepción”. Habíamos pasado al
estado de “sálvese quien pueda que esto
es la puta jungla”.
En algún momento había que salir de
casa, la zampa no iba a durar siempre.
Además, no teníamos claro que fuese
más seguro encerrarse en casa. Llegado
el caso podía ser una ratonera: «como
e n la noche de los muertos vivientes»,
dijo Cani. Exacto. Como en La noche de
los muertos vivientes.
Los tres estábamos acojonados, pero
teníamos que decidir mogollón de cosas.
Para empezar, si salíamos los tres solos
o con alguien más, sobre todo familia y
coleguitas cercanos.
La relación con mi jefa era algo
jodida. Digamos que la quería a mi
manera. Además, tenía el feeling de que
estaba infectada porque era de misa
diaria. Fuera de Lupe y Cani, mis otros
colegas no me importaban lo suficiente.
Quise saber qué pensaban ellos dos.
—Pregunta —dije—: ¿qué hacemos
con la family y los colegas?
—¿Tú qué crees, Tomi? —preguntó
Cani.
—Que es un riesgo de la hostia salir a
buscar a alguien. Siento ser tan claro,
tíos. ¿Cómo lo veis?
—Me jode, pero… creo que llevas
razón —dijo Lupe—. ¿Cani, qué?
—Salimos los tres solos.
Ok. Primer tema peliagudo zanjado.
Otra cuestión importante: cómo y cuándo
viajar. Decidimos salir en el Ibiza del
Cani.
—¿Dónde tienes el canimóvil, tío? —
pregunté.
—Al ladito de quelo —dijo.
La casa de Cani estaba cerca. Parecía
lo menos peligroso.
Aunque no había electricidad ni
cobertura, los tres llevaríamos móvil,
pero solo uno encendido, para ahorrar
batería. Cani y yo apagamos los nuestros
y se quedó encendida la Blackberry de
Lupe.
Viajaríamos siempre de día, y
siempre juntos, como en 28 días
después.
Viernes
Uno. Las llaves.

Cani y yo sobamos fatal. A las cinco


estábamos despiertos e impacientes. No
nos atrevimos a despertar a Lupe. La
calle parecía tranqui.
A las seis y poco escuchamos ruido en
la habita de Lupe. Media hora después
apareció en el salón toda maqueada y
con una Samsonite del copón bendito.
—Hostia, Lupe —dije—, ¿pero tú te
crees que vamos a Punta Cana?
—Joder, algo tendré que llevar, ¿no?
—¡Anda, anda! Deja la puta maleta y
no me pongas nervioso.
—¡No discutáis, leñe! —dijo el Cani
— Lupe, selecciona un poquito y ya
está.
—No, si me dan el viaje estos dos
empanaos —dije.
Lupe cambió la maleta por una
mochila. Se hizo una coleta (seguía
guapa), se quitó las lentillas y se puso
sus gafas de pasta (morbosa). Metimos
en la mochila la poca zampa que nos
quedaba y algo de ropa de ella.
Esperamos a que amaneciese un poco
y miramos por la ventana. La casa de
Lupe era una putada para cotillear por la
ventana. Solo se veía un tramito de calle
hasta el bloque de enfrente y un trozo de
carretera, si girabas la cabeza a la
izquierda. Giramos la cabeza a la
izquierda. Se veían coches aparcados y
alguno hostiado. Nada más.
Había llegado el momento de salir.
Cani y yo resoplábamos como cabrones.
Lupe llevaba puesta su cara de mala
hostia, pero miedo no parecía que
tuviese.
«Voy, ¿eh?». Lupe giró tres veces la
l l a v e . ¡Ras, ras, rataplás! Abrió y
salimos. No había marcha atrás.
Bajamos las escaleras despacio. En el
portal los aleccioné como en el túnel de
vestuarios antes de saltar al campo: «a
toda hostia los tres. Corriendo sin parar
y siempre juntos, ¿vale?». Dijeron que sí
con la cabeza.
—¿Vale, Lupe? —insistí.
—Que sí, coooño, Tomás. No te
preocupes por mí.
—Vale. Tiramos hasta la plaza del
Encuentro, y desde allí hasta el camino
de Vinateros, subimos al coche y
salimos cagando leches —dije.
¡Vamos!
Salimos a la calle. Hacía frío.
Miramos hacia todos lados. Había
peña tirada por el suelo. Algunos no se
movían, tenían pinta de fiambres. De un
súper salían cuatro o cinco tíos con mala
pinta, también a toda hostia, con carritos
de la compra hasta arriba de zampa.
En la plaza del Encuentro había un bus
de la EMT volcado, y varios coches que
habían chocado en cadena.
Vimos peña sola con pinta de
alucinada. Supuse que eran infectados.
Alguno nos miró, sin más, pero una
gorda hijoputa pegó un chillido e hizo el
amago de venir a por nosotros. Le faltó
fuerza (o decisión) y se paró a los pocos
metros.
También había grupos de chavales de
nuestra edad organizados y armados con
barras y palos. Me parecieron igual de
peligrosos que los infectados, o más.
No paramos de correr ni un puto
momento. Ni el Cani ni yo somos Usain
Bolt (aunque el Cani siempre lleva
chándal), pero corríamos algo más que
Lupe. Me preocupaba que se nos
quedase atrás. Pero, qué va, ¡tiene unos
cojones bien puestos y aguantó como una
campeona!
Desde la plaza del Encuentro subimos
recto hasta el camino de Vinateros.
Aunque vi a gente zurrándose y escuché
gritos de todo tipo, solo pensaba en
correr sin parar y en que nos
mantuviésemos juntos.
Al rato, que me pareció un mundo,
llegamos al camino de Vinateros.
—¿Dónde está el coche, Cani? —
grité, sin parar de correr.
—¿Eeeh?
—¿Que dónde está el coooche?
—No tengo las llaves, tronco.
Tenemos que subir a casa —gritó.
¡Rediós! ¿Por qué coño no lo había
dicho antes? No era el momento de
discutir. No dije nada, pero me jodió el
cambio de planes.
Portal del Cani. Abrió cagando leches
y entramos.
Subimos las escaleras corriendo y,
¡oh-oh!, la cerradura de la puerta del
Cani estaba reventada y la puerta
entreabierta. Nos paramos en seco sin
saber qué hacer.
—¿Dónde están las llaves, matarile?
—dije, en bajito.
—Creo que en la mesa de la cocina.
—¿Creo que en la mesa de la cocina?
Vamos no me jodas —dije.
—Venga. Es lo que hay —dijo Lupe
—. ¿Cómo lo hacemos?
—Pues patada a la puerta como en las
pelis y los tres a la cocina rezando —
dije.
—Vaya plan de mierda —dijo el
Cani.
—No me jodas, Canijo, que no sabes
ni dónde tienes las putas llaves del
coche —dije—. ¡Hala!, a la de tres.
Una, dos y… ¡tres!
Abrimos de golpe y entramos en
tromba. ¡Cooooño! Un puto niño gordo
cabrón pálido y despeinado nos miraba
con cara de asesino, pegó un grito del
copón y se vino a por nosotros. ¡Joder,
joder, joder! «Vete a por las putas
llaves, Cani, por tu madre muerta, que
yo paro a este hijoputa», dije.
Agarré un paraguas del Cani y le zurré
en el careto con el mango. Reculó y se
echó una mano a la cara, flipado. Agarré
a Lupe y la puse a mi espalda. «¡Dale,
hostia, Tomás!», me gritó la Lupe.
Mientras tanto el Cani se había metido
hasta la cocina.
—¡Llevo, llevo, llevo! —gritó.
—Pues vamos, copón —grité yo
también.
Antes de salir le aticé otro paraguazo
en la jeta al cabrón del niño gordo, que
volvía de segundas, aunque algo
empanao.
Dos. A-6.

—Pillamos la A-6 por Moncloa, ¿no?


—me preguntó Cani.
—Sactamente. Vamos siempre por
calles anchas, Cani, que si un bus o lo
que sea nos bloquea el paso, la
cagamos.
—Okay. ¿Por dónde?
—Eeeh... Arroyo de la Media Legua
hasta la M-23, y luego O´Donnell,
Alcalá, Gran Vía y Princesa. Todo tieso,
vamos.
—Vale. ¿Cuánto se tarda?
—Yo que sé, Cani, ¿tú has visto el
sindiós que hay montado?
Cani iba al volante. Yo de copiloto.
La negra detrás.
Seguimos el plan. Circulaban coches,
pero no muchos. Se ve que la mayoría
de la peña había decidido quedarse en
casa, esperando a que pasase el
chaparrón.
En las cunetas había coches
abandonados, muchos después de
haberse pegado un piño. Vi un Peugeot
307 azul oscuro con una sirena pegada
al techo. Estaba vacío. De los picos,
fijo. «Frena, Cani, frena, que ese buga es
de los picoletos. Igual tiene algo que nos
sirva».
Que a ver a cuento de qué hay que
parar ahora, que solo a mí se me ocurre,
bla, bla, bla. Ni caso le hice a la Lupe.
Bajé a toda hostia y lo revisé. No tenía
las llaves puestas. La sirena estaba
conectada por un cable a una movida
electrónica metida en la guantera. No
tenía tiempo de averiguar cómo
funcionaba y la dejé. Vi unas esposas y
me las guardé en el bolsillo, por si
acaso. No encontré una pipa, que era lo
que de verdad buscaba.
Que vaya ideas de bombero, que si
seguía haciendo el payaso ella seguía
sola… Oía de fondo la voz de la Lupe,
pero mi cabeza estaba en otra cosa.
—Cani, si ves un coche abandonado
del ejército, o de la madera, o de los
picos, paras —dije.
—¿Y si es de los de movilidad urbana
esos?
—¿Llevan pipa?
—Creo que no.
—Pues entonces no.
—Joder, Tomás. Eso no me gusta —
dijo Lupe.
Me empezó a rallar el tema de la
comida. Cuando tengo hambre me pongo
de muy mala hostia. Dije que no estaría
de más pillar zampa y bebida. Era un
viaje largo. También me agobiaba
quedarnos sin gasofa. Fijo que la
mayoría de las gasolineras estaban
arrasadas o eran peligrosas.
—¿Cómo vamos de sulfa?
—Regulín, tío, dentro de poco en la
reserva.
—Buuuf.
Tres. ¿Cuándo se
come?

El Cani condujo de puta madre.


Evidentemente no había direcciones, ni
sentidos, ni carriles, ni hostias. Los
coches que circulaban iban como locos,
a veces por las aceras. Vimos atropellos
y choques, pero el Cani evitó todos los
líos. ¡Cani, crack!
A partir del Retiro la circulación se
complicó mazo. Había más coches, más
follones y más caos. Llegando a la plaza
de España me empezó a agobiar otra vez
la zampa. «Tíos, hay que pensar en la
zampa».
Princesa estaba superpetada.
Decidimos bajar por Ferraz. Pasamos
por delante del edificio España, y
giramos a la altura de la torre de
Madrid.
La entrada al túnel de la M-30 estaba
bloqueada con una maraña de coches. El
carril que bajaba a Ferraz estaba más o
menos libre, pero en Ferraz había un
atasco imposible de coches en todas
direcciones. «Mierda, mierda, mierda.
No me gusta, Cani». Casi no había
espacio. A la mínima nos quedábamos
bloqueados y la cagábamos.
El Cani frenó en seco y dio marcha
atrás. Escuchamos un frenazo del copón
y ¡ratacrac!, toque contra un un X5. Me
cago en la pena de un grillo.
Conducía una rubia de bote de unos
treinta palos que estaba bastante buena.
A su lado iba un pavo con un jersey rosa
a los hombros. ¡Bueno, bueno! Manda
cojones con Barbie y Ken. Nadie salió.
El X5 dio marcha atrás, giró a la
izquierda a la altura de un paso de
cebra, subió a la acera de un salto y se
perdió de vista atravesando la plaza de
España. Si al final van a tener razón los
pijos: para ciudad viene de puta madre
un todoterreno.
El Ibiza hacía un ruido raro.
—Esto no va, tíos —dijo el Cani.
—¡Ay, mi madre! Cani, joder, ¡trata
de arrancarlo!
—No, si arrancar arranca. Pero no va.
Miramos hacia todos los lados. Había
peña tirada en el césped, sin moverse.
Por Princesa pasaban cada vez más
coches, sin pararse. Vimos algún
alucinado de los que todavía no eran
agresivos.
«Quedaos dentro». Me bajé. La
mierda del X5 nos había empotrado el
parachoques contra la rueda trasera
derecha. «¿A ver?, dale suave, Cani».
¡Rataplás! ¡Hostia qué susto! «Reventó,
Cani, reventó la rueda. Me cago en mis
cojones».
Eran las tres y media. Tenía tanta
hambre que me hubiese comido un
infectado por los pies. «¡O comemos ya
o tiro la puta torre de Madrid a
patadas!».
Martín de los Heros estaba tranquila.
Decidimos probar suerte antes de
cambiar la rueda. Pasamos por delante
de los cines de versión original. Los
carteles seguían puestos como si nada.
—Vaya pelis raras —dijo Lupe.
—Son de gafipasti —dijo Cani.
—Sois unos putos incultos.
—¿A ver, cuántas de estas has visto
tú, listillo?
—Pues ninguna, niña, pero porque no
me ha salido de los cojones.
—Qué insoportable eres, Tomás.
Pareces un martillo pilongo.
—Pilón.
—¿Qué?
—Que se dice martillo pilón, no
pilongo.
—¿Y pilongo qué es?
—Pues no sé, Lupita. Será algo de las
castañas.
—Tú sí que eres un castañas.
Hablando de castañas, tampoco
pasaba nada por acercarse al Vips a por
un jotabé.
—Hasta las diez de la noche se puede
comprar jotabé, ¿no, Cani?
—Qué chispa tienes, tío.
—Si no os importa me acerco un
momentito al Vips de la plaza de los
Cubos.
Asomé la gaita por el pasadizo de los
cines Renoir que lleva al Vips. ¡Coño!
¡Vaya colección de infectados! Algunos
miraron con cara de hijosdeputa. Seis o
siete empezaron a correr hacia nosotros.
Corrían como patos mareados.
«Corred, coño, corred», les grité al
Cani y a Lupe.
Volvimos a la plaza de España a toda
hostia. Juntitos y esquivando coches. Me
preocupó Lupe y le cogí la mano. Se
dejó.
Vi que desde la puerta del edificio
España nos hacían gestos. Ni ellos
parecían infectados, ni nosotros
teníamos plan B. Fuimos.
Cuatro. Edificio
España.

Entramos. Los de dentro cerraron y


luego atrancaron la puerta con una mesa
de despacho.
En el vestíbulo no se veía nada.
Sin soltar a Lupe me puse en cuclillas.
Ella se agachó conmigo y luego me soltó
la mano. Teníamos la respiración
superacelerada.
—Te sudan las manos —me dijo.
—Ya lo sé.
Se escuchaba jadear al Cani. Los de
dentro hablaban nerviosos, pero no
entendí nada.
Cuando se me empezó a acostumbrar
la vista a la oscuridad vi a un tío de pelo
blanco y con gafas agachado frente a mí.
—Habéis tenido suerte de que os
hayamos visto.
—¿Cómo sabéis que no estamos
infectados? —dije.
—Porque ellos corren como patos
mareados.
—(Eso mismo pensaba yo). Eso
mismo pienso yo.
Nuestros salvadores eran el del pelo
blanco y una pureta (seguramente un
matrimonio), un chavalillo poca cosa
con gafas de diseño, pelo pincho y
jersey de pico (probablemente su hijo) y
un tío de la misma edad bastante mazas y
también con pelo pincho (¿su novio?).
Se habían refugiado allí porque el
Audi de la family (confirmado,
matrimonio con hijo) le había dado un
toque a la moto del mazas (desmentido,
no era julandrón). Cuando los del coche
socorrían al motero unos infectados los
miraron con ojillos y se fueron a por
ellos. El edificio estaba abierto,
entraron y el mazas bloqueó la puerta
con la mesa de los seguratas.
El edificio estaba supersilencioso.
Pero fuera seguía el recital de pitidos,
gritos, frenazos, alarmas de coche y,
¡ojo al parche!, disparos.
«Oye, ¿no tendréis zampa?», pregunté.
Cinco. Hablemos con
propiedad.

Congeniamos rápidamente. Les hizo


especial gracia el Cani, que es
supersociable y se hace querer
enseguida. El mazas le sonreía mucho
(¿julandrón?).
Sentados en corro, intercambiamos
nuestras opiniones sobre la extraña
transformación de algunos de nuestros
congéneres.
Yo suelo mostrarme como un experto
en casi cualquier materia sobre la cual
disponga de unos pocos datos aislados.
Les dije que, en mi opinión, los
“infectados” (así debían llamarse),
estaban en la fase agónica y definitiva
de una dolencia fulminante.
El del pelo blanco creía más
adecuado llamarlos “desviados”, y ello
porque se habían desviado de la firmeza
y valores propios de la convivencia en
sociedad. A tal situación había llevado
la insistencia en una democracia estéril
y permisiva, junto al abandono de la fe
como referente de comportamiento.
Su mujer añadió que el “desviado”
nace y no se hace, lo cual me pareció
contradecir en algo el discurso de su
marido.
El Cani limitó su intervención a la
siguiente cita: «El camino del hombre
recto está por todos lados rodeado por
las injusticias de los egoístas y la tiranía
de los hombres malos. Bendito sea aquel
pastor que en nombre de la caridad y de
la buena voluntad saque a los débiles
del valle de la oscuridad, porque él es
el verdadero guardián de su hermano y
el descubridor de los niños perdidos. ¡Y
os aseguro que vendré a castigar, con
gran venganza y furiosa cólera, a
aquellos que pretendan envenenar y
destruir a mis hermanos! ¡Y tú sabrás
que mi nombre es Yahvé, cuando caiga
mi venganza sobre ti!».
¡Qué cabrón! Vaya cita de Tarantino
tan bien traída. Qué grandísima
aportación al debate. Había dejado mi
discurso, que yo tenía por soberbio, a la
altura del betún.
Lupe dijo despreciar a todo aquel que
no mostrase interés por su indumentaria
o su aspecto. Tal dejadez denotaba poca
autoestima. En consecuencia, “dejados”
era una buena forma de referirse a ellos.
Me parecieron observaciones un tanto
superficiales.
El mazas señaló que se trataba aquel
de un caso claro de “zurdos
contrariados”. «¿Zurdos contrariados?»
dijimos al unísono.
El mazas explicó que es zurdo
contrariado el esencialmente zurdo que
actúa como diestro en ciertos casos
debido a un trastorno de lateralidad. Es
propio de los zurdos contrariados,
siguió diciendo, la tendencia a la
dispersión, la desidia y la inconstancia,
características que creyó identificar en
grado elevado en quienes deambulaban
por la calle. De inmediato propuso
ciertas pruebas sobre lateralidad que me
atribuyeron el dudoso honor de ser el
único zurdo contrariado del grupo. El
test era fiable. Como buen onanista ya
había advertido mi tendencia a emplear
la mano derecha de modo tan atípico
como satisfactorio. Aunque la
explicación era efectista, incluso
brillante en cierto modo, no aclaraba en
absoluto el problema de los infectados.
El de gafas fashion planteó la teoría
más desconcertante. Aseguró que, del
mismo modo que le sucedía al
Frankenstein de Mary Shelley, los
“monstruos” (eso eran) reaccionarían
extasiados ante la belleza de una música
sublime. Incluso se atrevió a afirmar que
cualquier tema de David Bowie
produciría en ellos un completo efecto
sedante. Creí observar en todos, salvo
en Cani, una manifiesta incredulidad,
cuando no un evidente nerviosismo. La
teoría, por inverosímil y disparatada, no
mereció comentarios.
Aunque la compañía era muy grata,
anunciamos nuestro deseo de continuar
nuestro viaje antes de que anocheciese.
Seis. Adiós amigos.

—Que os lo digo yo, que no salís de


aquí en coche ni de coña —dijo el
mazas.
—¡Pffff! Puede ser. La verdad es que
puede ser —dije.
—No “puede ser”, Tomás, “es” —
insistió el mazas—. ¿Pero no ves que la
calle está hasta arriba de coches?
—Es verdad.
—Mira, no le demos más vueltas. Me
habéis caído de puta madre. Ahí fuera
tenéis mi moto. Es vuestra única
oportunidad.
Le miramos alucinados. ¡Qué tío tan
majete y tan enrollado! Nos dio las
llaves y un casco. Apartó la mesa y
miramos por una rendija de la puerta.
No se veía ningún infectado. Vía libre.
Antes de salir nos despedimos de
nuestros amigos con mucho abrazo y
alguna lagrimilla. El trato había sido
breve, pero muy intenso. Nos
intercambiamos teléfonos y correos.
«Veréis cómo nos reímos de esto dentro
de poco», decía el mazas.
Le pusimos el casco a la Lupe y
salimos del edificio. Levanté la vespa y
me senté en la puntita del asiento,
ocupando lo menos posible. La encendí.
La Lupe se sentó más pegada a mí que
en mis mejores sueños. Me encendí.
«Esperad», dijo el Cani. Volvió
corriendo hacia el mazas, que esperaba
en la puerta a que nos fuésemos. «Estas
son las llaves de mi coche. Es el Ibiza
verde que está junto a la torre de
Madrid. Está pinchado pero funciona».
Se dieron un abrazo (julandrones).
El Cani volvió corriendo y se subió a
la moto. Aceleré y salimos disparados.
Siete. Corte Inglés.

Con nuestra motillo no había quien


nos parase. Zigzagueé por Princesa
evitando coches y problemas. Cuando
llegamos a la altura del Corte Inglés el
Cani me mandó parar. Buena idea.
Comida. Eché un vistazo rápido. No se
veía peligro. Frené.
La Lupe meneaba la cabeza. Por
suerte llevaba el casco y no se le veía la
cara de mala hostia. Esta chica tiene
muy poca paciencia.
Las puertas del Corte estaban
forzadas. Lo habían saqueado. O lo
estaban saqueando.
Para mi sorpresa el Cani tiró hacia el
edificio de informática y de música,
frente al normal.
—Adónde vaaas, atontaaao —grité.
—Es solo un momentito.
La madre que me parió. Fuimos detrás
de él.
La luz de la calle iluminaba, a duras
penas, la mitad del local. El fondo
estaba oscuro. También al fondo se oía
el ruido de discos cayéndose. Hacia el
fondo se fue el Cani.
«La b… la b… la b…», iba diciendo
el muy capullo. Se paró y empezó a
rebuscar. Dejaron de escucharse los
ruidos.
—¿Qué coño es eso de la b, Cani? —
pregunté.
—Llevo, llevo, llevo, The best of
David Bowie —dijo levantando un CD.
¡Hay que joderse! Este hombre no
puede ser más gilipollas. Lupe también
farfulló algo, pero como seguía con el
casco puesto no se le entendió.
Escuchamos pasos y vimos dos bultos
avanzando hacia nosotros como patos
mareados. Uno gruñía.
«Vámonos de aquí cagando leches»,
grité.
Subimos a la vespa, en el orden de
antes. Arranqué cuando los patos
asomaban la patita.
Abrí gas y tiré hacia la A-6.
Ocho. A cubierto.

Llegamos a la altura del cuartel del


ejército del aire hacia las siete de la
tarde. Empezaba a atardecer.
Por esa zona me vi con problemas
hasta para esquivar coches. Nos
acercamos con la moto hasta el Arco de
la Victoria para divisar el panorama.
El atasco era bestial. Los únicos que
avanzaban un poco eran los moteros.
El túnel que da a la A-6 estaba
bloqueado por un macrohostión de por
lo menos dos buses y diez coches.
De todos los carriles solo dos tenían
movimiento, superlento. Por supuesto,
solo en sentido salida.
Alguna peña, desesperada, había
abandonado el coche y corría por el
arcén.
El cielo estaba gris y nublado, cada
vez más oscuro, y empezó a llover con
fuerza.
Vimos alucinados de los no
peligrosos (o infectados, o desviados, o
descuidados, o monstruos).
Un Toyota Land Cruiser circulaba por
una acera. Varios infectados peligrosos
intentaron subírsele a la chepa. Aceleró
y los arrasó como monigotes.
«¿Qué decís, chicos, intentamos salir
de la city o seguimos mañana?»
Decidimos esperar. Una regla era viajar
de día, y anochecía rápido. Además
estaba el tema de la lluvia.
Avancé con la vespilla por el parque
del Oeste y llegamos a un edificio
grande con un rótulo que decía: Casa do
Brasil.
Nueve. Casa do Brasil.

Nos bajamos de la moto y llamamos a


una puerta de cristal. Nada. Volvimos a
llamar fuerte. Vimos acercarse a
alguien.
Eran una mujer de unos cincuenta
palos, de melena corta rizada y con un
forro polar, y un tío más joven,
blancucho y rellenito, con pantalón de
pinzas y camisa.
Nos miraron serios y atentos. El tío
nos preguntó qué queríamos con acento
portugués. Dijimos que pasar la noche
en algún sitio, y que si podía ser allí.
Nos abrió. Guay. Entramos. Le dimos
las gracias haciendo más reverencias
que un japonés. Le pregunté si podía
meter la moto. No puso pegas.
No se veía mucho, pero aquello
parecía grande. Debía de ser una
universidad, o algo así.
—¿Esto es una universidad?
—Nao, es um colegio maior —dijo el
hombre— con un acento que me recordó
al del Hugo.
En el hall había grupos de chavalillos
que nos miraban con cara de susto.
Pregunté si tenían comida. La del
forro polar salió como un resorte y
volvió con una buena fuente de
croquetas y tres latas de Coca-Cola.
Me abalancé sobre la zampa como un
poseso. «Joder… La hostia… Pero qué
coño». Estaban de muerte.
—¿Esto qué es? —pregunté.
—Coxinhas —dijo ella—. Eistan frías
mais eistan boas, ¿nao e?
—Están de puta madre, señora.
Le di un beso en la frente y ella soltó
una risilla.
Lupe y Cani también comieron con
apetito.
Nos contaron que la mayoría de los
estudiantes habían decidido juntarse
para dormir en el hall, porque se sentían
más seguros. Tenían comida y bebida, y
pensaban quedarse allí hasta que todo
pasase. A mí me asustaba el riesgo de
contagio. Por eso me alegró que nos
ofreciesen una habita independiente para
los tres.
Era una salita pequeña que utilizaban
para dar clase de portugués. El
blancucho nos ayudó a arrastrar unos
colchones desde el hall. La señora nos
trajo mantas.
—Es usted un ángel, señora —le dije.
—¿Um anjo?… Jujuju… Um anjo dis.
Yo creo que le molé.
—¿Tú crees que saldremos de esta?
—me preguntó Lupe con cara de sueño.
—Claro que sí, negrita.
Casi al momento se quedó dormida.
El Cani roncaba.
Yo estaba inquieto. Me asomé a la
ventana. Se veía bien. Me acordé de que
ese fin de semana la luna sería más
grande y brillante.
Ahora o nunca. Salí despacio de la
sala/habita. Busqué una ventana a la
altura del suelo. Abrí con cuidado.
Primero una piernecilla, luego la otra,
dejé una rendija abierta y ¡plas! salté al
jardín.
Diez. La pistola.

Rodeé el edificio hasta la puerta


principal y tiré hacia el cuartel. Si allí
no encontraba una pistola no la iba a
encontrar en ningún sitio.
El cuartel estaría a unos doscientos
metros. Corrí en paralelo a la carretera
de La Coruña. Se oía murmullo de
coches, pero en general todo estaba
tranqui.
En el parque del Oeste distinguí peña
tumbada en la hierba y apoyada en los
árboles. Podían ser vivos, muertos,
zombis o la madre que los parió. No
quise saber nada de ellos.
Se veía más o menos. Aunque no era
para tirar cohetes.
Pasé por delante del intercambiador
de Moncloa. Me senté en un tramito de
escaleras que da a la explanada que está
delante del cuartel. Me costaba un huevo
respirar porque estaba nervioso de la
hostia. Me puse la mano en la patata.
Retumbaba a toda leche.
La explanada me venía guay porque
tenía visibilidad para pipear a cualquier
cabrón que se me acercase con malas
intenciones.
Desde lejos me pareció ver a un
fulano sentado con la espalda apoyada
en la puerta del cuartel.
Me marqué un trote cochinero. Reduje
a pocos metros del fulano y me paré
cuando lo pude ver algo mejor. Era un
soldado.
Llevaba un casco que le tapaba la
cara, un uniforme azul y, ¡ojo!, una
pistola enfundada y sujeta al muslo
derecho con una correa.
La respiración se me entrecortaba. Me
agaché para estudiar mejor la jugada. Si
al menos le pudiese ver el careto…
Bueno, ¡a por él!
Avancé despacio, respirando con
dificultad de la hostia y con la patata
atizándome en las costillas. Me agaché
al lado de su pierna derecha. ¡Joder,
joder! El muy cabrón respiraba. Giré la
cabeza para verle la cara. Tenía un
aspecto chunguísimo. El careto blanco y
las cuencas de los ojos más oscuras.
Me sequé el sudor de las manos en el
pantalón. Cuando me pongo nervioso me
sudan las manos.
Venga. Rápido. Miro la pistola. Está
asegurada a la funda con una cinta de
cuero. Suelto el botón metálico de la
cinta. ¡Cliiick! El zumbao no se mueve.
Guay. Empiezo a tirar de la pistola con
dos dedos, muy suaaave. Pesa bastante y
está helada. La patata me late que me
explota.
Cuando tengo la pistola casi
desenfundada escucho algo correr y un
gruñido a mi espalda. ¡Grrruaf, grrrr!,
y un ladrido: ¡gruuuau, guau! Me giro.
¡Joder, un perro! Me vuelvo para acabar
de sacar la pipa y ¡ay, dios, el zumbao
tiene los ojos abiertos! Me mira y me
chilla en el careto: ¡iiiiiiiiiiirg! Pego un
grito del copón. ¡Aaaaaaah! Del susto
se me cae la pipa y yo de culo. El
chillido del zumbao atrae la atención de
sus amigos. El hijoputa ignora la pipa y
avanza hacia mí a cuatro patas. El
chucho se le tira al careto y le muerde.
¡Bien, Milú! Agarro la pipa, me pongo
de pie y busco una vía de escape. Oigo
un quejido. ¡Uauu, uauu! El zumbao
tiene a Milú agarrado del cuello. Le
atizo una patada en la cabeza y el casco
sale volando. Suelta a Milú, yo agarro al
chucho y echo a correr con él bajo el
brazo, sin mirar atrás.
Los zumbaos no me siguen el ritmo.
Rodeo la Casa do Brasil. Busco la
ventana con la rendija, entro y cierro.
Me siento apoyado en la pared,
respirando a cien por hora y sudando
como un cerdo, con Milú lamiéndome
una mano y la pistola en la otra.
Ya en la habita despierto a Lupe, sin
querer, al acostarme.
—¿Qué haces? —me pregunta.
—Nada, negra, que tuve una
pesadilla. Vuelve a dormir.
Está tan sopa que no se entera de que
tengo a Milú a mi lado.
Sábado
Uno. Milú.

—Pero, ¿de dónde coño ha salido


esto?
—No se llama esto, Lupe. Se llama
Milú.
—Pues ya lo estás largando a la calle
otra vez.
—Pues a mí me mola —dijo Cani—.
¿Qué raza es?
—No tiene raza.
Milú era pequeñajo, marrón con
manchas blancas, de orejas caídas,
morro negro y rabo retorcido hacia
arriba.
Lo miramos. Lupe con asco, Cani con
una sonrisa y yo con cariño. Él nos
miraba con curiosidad y meneaba el
rabo.
«Tomás, que de dónde coño ha
salido», insistió Lupe. Le conté una
mentirijilla.
—Pues me despertó ladrando, me dio
pena y lo metí dentro.
—No es lo que habíamos hablado —
dijo Lupe—. Dijimos que todos juntos,
¿o no te acuerdas? ¿Te llega a pasar
algo en la calle y qué?
Me esperaban días complicados. A la
Lupe tarda mucho en írsele un cabreo.
Nos despedimos de la señora y el
blancucho. Como les caí muy bien nos
dieron una bolsa con coxinhas envueltas
en papel albal y unas latas de cerveza.
Lo metimos en la mochila. Yo me palpé
la pistola que llevaba trincada en los
vaqueros, a la espalda.
Le pusimos el casco a Lupe y subimos
a Milú al suelo de la vespa. Lupe no se
quiso sentar detrás de mí porque me
guardaba rencor por lo del perro. Me
vino bien, igual notaba la pistola.
El día estaba gris. Eran las siete y
media y estaba todo aparentemente
tranquilo. Arranqué. Cani dijo adiós con
la manita y salí disparado por la A-6.
Dos. Guadarrama.

Avanzamos superdespacio hasta


Villalba. La carretera estaba
complicadísima y nuestra vespa de 125
iba al límite con tres adultos, un chucho
y una mochila con coxinhas.
Caía una lluvia finita y el día estaba
gris.
Cuanto más nos alejábamos de
Madrid más se despejaba la carretera.
Vi una gasolinera de las que tienen
restaurante. Pillé el desvío. Con tanto
peso y tanta pendiente consumíamos
mucho.
Paré junto a un surtidor y mis tres
colegas se bajaron. Lupe se quitó el
casco como en un anuncio (qué guapa
es). Cani miró a todos lados sacando
barriga y con las manos en los bolsillos
del chándal. Milú olisqueaba como un
loco.
Mientras llenaba el depósito, Milú se
quedó firme mirando al restaurante y
levantó las orejas. Luego empezó a
ladrar.
«¡Oh, oh! Esto me suena. Lupe, el
casco. Cani, a la moto. Milú ven, ven,
bonito». Arranqué cuando salían del
restaurante una negra gordísima y un tío
joven muy delgado y casi sin pelo.
Corrían bastante más que otros
infectados. Les hice una peineta y
aceleré. Vi por el retrovisor cómo nos
seguían por la vía de servicio. Duraron
unos doscientos metros a buen ritmo.
Luego se pararon.
Volvimos a la A-6. Algo me
preocupaba. ¡Coño! El túnel. Joder.
Tres kilómetros de túnel a oscuras. Casi
nada. Frené. Milú me miró. Yo giré la
cabeza hacia atrás y grité:
—¿Pillamos el túnel?
— E n 28 días después se llevan un
buen susto en un túnel. No sé —dijo el
Cani.
—Bueno, pero eso es una peli. Yo
creo que le damos. ¿Lupe?
—Dale.
Le di.
La lucecilla de la vespa no alumbraba
una mierda y tuve que ir muuuy
despacio. Cada poco había algún coche
escacharrado. Una puta colección de
airbags disparados. Yo iba acojonado
por si algún trailer bloqueaba la salida.
Milú iba tranquilo, y eso era buena
señal. Al rato vimos un puntito de luz
natural. Cuando salimos llovía algo más.
«Prueba superada», grité. El Cani me
frotó la cabeza.
Pasamos por el peaje. Como iba de
subidón les grité: «pago yo».
Tres. Recuento.

Subimos una pendiente tocha. La


vespa estaba reventada, y nosotros
también. Era buen momento para
descansar y comer unas coxinhas con
unas birras.
Aparqué con vistas a un rebaño de
ovejas que triscaban hierba como si
nada. De puta madre estaban. Recordé
que la tele había dicho que el virus solo
infectaba a humanos. Propuse hacer
recuento de lo que sabíamos de los
infectados.
—Que son descuidados.
—Que sí, Lupe, lo que tú digas. El
virus solo afecta a humanos —dije,
señalando a las ovejas. Un, dos, tres,
responda otra vez.
—El virus se transmite por cualquier
tipo de fluido, incluidos los de hacer
guarradas —dijo Cani—. Y la
incubación dura unas horas.
—La incubación puede durar desde
unas horas hasta cinco días,
dependiendo de la persona —corregí yo,
porque tengo memoria de elefante.
—Al principio los síntomas son como
los de una gripe —siguió Cani.
—Siendo generosos. En realidad,
para empezar te pones pálido y no tienes
gusa, luego se te va mogollón la pinza,
después empiezas a hablar y a moverte
como un borracho, y cuando el virus te
ha trincado por los huevos te pones
rabioso y atacas a la peña.
—Eso —dijo Cani—, pero solo a
peña sana, los otros infectados te la
fuman.
—Pero no atacas hasta que la
infección está superavanzada —dije.
—Exactamente —dijo Cani—. Y en
los ataques o la palmas o te infectan.
Vale, pero había muchas cosas que no
sabíamos, porque las teles dejaron de
emitir casi al principio de la infección.
La Lupe, que es peor que Pepito Grillo,
fue quien lo dijo. Puso ejemplos.
—No sabemos si la pueden palmar, o
si tienen más fuerza de lo normal, o si
necesitan comer, o si son listos o no.
—Algunas cosas sí las sabemos —
dije—. Se mueren. En Madrid vi a un
pavo cepillarse a unos cuantos con un
Toyota. No creo que tengan más fuerza
de lo normal (el militar no pudo
cargarse a Milú), seguramente necesiten
comer (estaba demacrado) y son
bastante tontos (pudo pegarme un tiro y
ni se lo planteó).
—¿Cómo estás tan seguro? —me
preguntó Lupe.
—Porque lo estoy: no conducen, no
cocinan, no hacen nada. Seguramente se
mueran de hambre de lo tontos que son.
O sea, que cualquiera que esté haciendo
algo medio inteligente, desde conducir
hasta usar algo como instrumento, no es
peligroso.
—Pero te podrían contagiar aunque no
te ataquen, porque son portadores del
virus —dijo Lupe.
—Pues sí. Yo diría que sí —dije.
—Os olvidáis de algo —dijo Cani—.
Les tranquiliza la música de Bowie.
Ahí ya me puse cabrón porque me
acordé de lo mal que me lo había hecho
pasar cuando entró en El Corte Inglés a
por el disco de Bowie.
—Vamos a ver, Cani, como vuelvas a
decir otra gilipollez así te arreo una
hostia que te visto de torero.
—Que lo he estado pensando. Todo
cuadra, hermano —dijo Cani.
—No, si a este le cae.
—¿No te acuerdas de que al niño de
28 semanas después no le afectaba el
virus?
—¿Y?
—Pues que el niño tenía un ojo de
cada color.
—¿Y qué?
—Igual que Bowie.
Hostia. Me dejó algo pillado. Sabía
que era una puta gilipollez, pero hay que
reconocer que la cosa merecía una
pensada.
—¿A dónde quieres llegar, niño?
—Pues a que si les pones a Bowie no
te atacan.
—Mira, si te arreo un guantazo te da
más vueltas la cabeza que a la niña del
exorcista.
—Ya verás, Tomás. Ya verás como es
cierto. Tengo el feeling, tío.
—Bueno, menos rollos y comed deprisa,
que tenemos que irnos —dijo Lupe—. Y
tú come, Tomás, que no paras de darle a
la lengua y no has comido nada.
—No tengo mucha hambre —dije.
Cuatro. Un vehículo,
por favor.

De vuelta a la moto.
Avanzamos unos kilómetros a una
velocidad ridícula, y además teníamos
que parar cada poco porque la vespa se
calentaba y a mí me dolía el culo que te
pasas de ir mal sentado. No podíamos
seguir así mucho rato. Había que
agenciarse un coche. Se lo comenté a
mis compis.
—La siguiente parada tiene que ser en
algún sitio donde podamos pillar un
coche. Voy muerto —les grité.
—Vale —contestó Cani.
Cuando llevábamos unos cien
kilómetros vi otra gasolinera. Tenía
movimiento de coches. Según mi teoría,
quien conduce no ataca. O sea, que no es
peligroso, si se mantienen las distancias.
Paré lejos del movimiento, por si
acaso. Prefería un zombi de buena
familia que un sano cabrón. Milú bajó
de un salto.
Junto a la gasolinera había un
restaurante y un bar. Se podía decir que
estaban abiertos por saqueo.
Me interesaban coches abandonados
que pudiesen tener las llaves puestas.
Una lotería, vamos. Eché un vistazo.
Milú lo olfateaba todo, pero sin ladrar.
Estupendo.
En los surtidores repostaban una
parejita en un Smart, una Kia Carnival,
una family en una Chrysler Voyager y un
Lupo amarillo.
Junto al bar había una furgo del Berlín
Kebab abierta y vacía, un par de
camiones con trailer y un Ford Escort
hecho polvo. Del bar salieron dos críos
con la hostia de bolsas de pan Bimbo.
Se subieron al Ford y se esfumaron.
«Vamos a echar sulfa», dije. Nos
bajamos los tres y tiré con la moto
apagada hacia los surtidores.
El Cani debía de tener muy mala pinta
porque todos, menos los niñatos de la
Carnival, miraron con cara de acojono.
El de la Voyager soltó el surtidor, se
subió al coche, hizo un gesto a los del
Smart y los dos coches salieron
volando. Iban juntos.
En los surtidores quedaban la
Carnival de los niñatos y, detrás de la
Carnival, el Lupo.
Del Lupo se bajó una cuarentona de
melena rubia y gafas de montura roja. A
su lado iba un abuelo y detrás más peña.
En la Carnival estaban apoyados dos
niñatos, uno con la capucha de la
sudadera puesta, y otro bastante grande
con el pelo rapado pero solo por los
lados.
«Vaya coche guapo», dijo el de la
capucha. La del Lupo hizo que no había
oído.
—Que digo que vaya coche guapo, o
es que no me oyes.
—Gracias —dijo la otra, tensa.
El de la capucha dio dos toques en el
cristal de atrás, se abrió la puerta
corredera de la furgo y salieron otros
dos niñatos: uno con chándal blanco,
pelo de punta y aros en las orejas, y otro
con pelo corto y patillas tochas.
Los cuatro se acercaron al Lupo.
Siguió hablando el de la capucha.
—¿Por qué no les dejas probar el
buga a mis colegas?
—Por favor, déjame.
—Pero si es un momeeento, trooonca.
—Por favor, déjanos tranquilos.
—Pues se me canta a mí en los huevos
que les prestes el coche a mis colegas
—dijo el niñato, agresivo.
—¿Pero tú no ves que voy con niños y
con gente mayor?, ¿es que no lo ves? —
dijo ella, colorada y nerviosa,
señalando al Lupo.
Del Lupo se habían bajado el abuelo y
un tío joven. El marido de la de las
gafitas, pensé. «Déjenos», decía el
abuelo. «Dejadnos en paz», decía el tío.
Dentro del coche quedaba peña.
Aceleré el paso. «Pasa alguna cosita
por aquí», dije. Miraron todos. Hice
dudar al de la capucha.
—Métete en tus putos asuntos chaval,
que todavía cobras.
—Dejadlos en paz, gilipollas —dijo
Lupe.
—Mira niña, tú lo mismo te llevas un
recuerdo —dijo el de la capucha
sacando una navaja.
Justo después también sacó una navaja
el del chándal.
«Venga, tranqui todo el mundo, coño»,
dijo Cani. Milú empezó a ladrar y Cani
lo cogió en brazos.
Yo vi que la Lupe no se contenía. La
conozco y sé que estalla.
—Solo tenéis huevos para meteros
con mujeres y viejos. Sois unos putos
maricones.
—Mira, zorra, que te abro en canal —
dijo el del chándal, y se vino a por
nosotros.
Yo soy de sangre caliente y en
situaciones tensas me suelo meter en líos
por mi mala cabeza. Eché la mano a la
espalda, saqué la pipa y me fui a por él:
«como se me hinchen mucho los cojones
tiro de fusca y lo mismo me tengo que
cagar en dios».
¡Hostia cómo reculó! Soltó la navaja y
levantó los brazos. El rapao y el de las
patillas se pegaron a la furgo.
«A ver, el soplapollitas de la
capucha, suelta la faca y dame las llaves
de la furgo antes de que te meta un tiro
en los huevos». Lo hizo. «Y ahora nos
vamos a tumbar los cuatro aquí con las
manitas en la nuca», dije sin dejar de
apuntarles. ¡Buah!, parecía un madero.
Miré a la de las gafitas: «sois muchos
para un coche tan pequeño, y a nosotros
nos viene bien el vuestro. Toma las
llaves de la furgo, dame las del Lupo y
subid a toda hostia».
Cogió las llaves y arrancó la
Carnival. El abuelo se montó delante y
el tío joven detrás, con dos niños que
sacó del Lupo. Uno lloraba. «Gracias,
gracias», dijo el tío. La de las gafas bajó
la ventanilla y me dijo «Gracias. Que
dios os guarde». Seguía nerviosa. Luego
se fueron.
Le di las llaves a Cani. «Cani,
conduces. Lupe, arriba». Cani cogió las
llaves. Soltó a Milú dentro y arrancó.
Lupe se montó detrás. Subí, cerré de un
portazo y salimos quemando rueda.
«Jajaja, hostia, hostia, hostia, Tomás»
se reía Cani. Yo también me reía:
«jajaja, qué bueno tío, como en las putas
pelis».
Al rato tiré las llaves de la vespa por
la ventanilla, sin parar de reírme.
Lupe no se reía. Ni lo más mínimo.
Cinco. Flores.

—¿Por dónde se va? —preguntó Cani.


—Pues sigue recto, ¿no? —dije.
—Que no Cani, que es por aquí, N-
601. Se va por Valladolid —dijo Lupe.
Me sonó raro, pero no estaba el horno
para bollos y le hicimos caso a ella.
El Cani se empeñó en poner el CD de
Bowie. A mí este Bowie me sonaba a
travesti raro.
—Joder, Cani, pesao eres.
—Que seguro que mola, hombre, no
seas cenizo. ¿Cuál pongo?
—Por mí ninguna, tío —dije.
—A ver… ¡La trece me suena!
“Changes”. Esta es conocida.
—La trece, buf, ¿no hay otra? (Soy un
poco supersticioso).
—Calla, hooombre —dijo Cani.
Sonó Bowie. Pues no estaba mal.
«Nuestro seguro de vida», dijo Cani.
Hice el gesto de que le arreaba.
«Flaca, di algo, que parece que te ha
comido la lengua el gato», dijo Cani.
Miré a la Lupe por el retrovisor. Ella
miraba por la ventana y no dijo nada.
Buf. Mal rollo.
El Cani y yo estábamos de subidón.
Nos pasamos todo el rato diciendo
chorradas.
—Te viene de puta madre que
vayamos sin maleta, Cani, que así no te
apeas el chándal ni para sobar.
—Tío, no has entendido nada.
—¿Y qué hay que entender, tronco?
—El chándal, tío, es un fetiche para
las pibitas.
—¿A ver, Cani, a ver si me explicas
eso?
—Pues mira tío. Un pibe en chándal
es un tío seguro de sí mismo, que no se
deja influir por las modas. Ahí hago yo
el primer filtro.
—¡Jajaja!, más bien lo hacen ellas,
Cani.
—Calla y escucha al maestro, tío. El
chándal dice mucho de mi personalidad:
independiente, deportista, moderno. Las
vuelve locas, hermano.
—Graaande, Cani.
—Y, llegado el momento, esta es la
clave, tronco, desenfundo rápido.
—¡Juajuajua! Vamos, Cani, no me
jodas. Pero si no te comes un rosco, tío.
—Eso es lo que tú te crees, colega. Lo
que pasa es que soy muy reservado.
—¡Jajajaja!, ¡eres muuuy grande, tío!
La Lupe no se reía. Vamos, ni
hablaba. Miraba por la ventana y
acariciaba a Milú, que tenía la cabeza
apoyada en sus piernas.
«Oye, tíos, ¿paramos a comer?», dijo
Cani. Lupe movió los hombros como
diciendo que se la sudaba. La verdad es
que yo tampoco tenía mucha hambre,
pero me apetecía estirar las piernas:
«pues para».
Cani cogió un desvío y aparcamos
algo alejados de la autopista. Sacamos
la mochila con la zampa y las cerves.
Quedaba poco.
—Queda poco —dijo Cani.
—Pues comed vosotros. Yo no tengo
hambre —dije.
—Pues sí que es raro —dijo Cani.
Se zamparon lo que quedaba. Yo solo
me privé una birra.
—Me voy a mear, tíos —dijo el Cani.
—Ok, Cani. No te alejes mucho que
quiero verte la colita —le dije.
—Vete a la mierda.
Nos quedamos solos la Lupe y yo. Me
dio la impresión de que teníamos una
conversación pendiente. En realidad
muchas, pero solo daba tiempo a una.
—Estás muy seria, negrita.
—Ya.
—¿Estás enfadada conmigo?
—¿Tú qué crees?
—Pues no sé, la verdad.
—¿Así que no sabes? Te pregunto que
de dónde sale Milú y me cuentas el rollo
de que fuiste a por él porque te dio pena.
¿Por qué coño no me dijiste que habías
ido a por una pistola?
—Me dirás que nos ha venido mal.
—Mira, ese no es el tema, Tomás. Me
jode que salgas solo, y que me mientas,
y que no nos digas que llevas un arma, y
que hagas siempre lo que te sale de los
huevos sin contar con nadie.
—Mira, Lupe, estamos los tres bien y
la pipa nos ha venido guay. Punto.
—Punto no, Tomás, punto no. Si
sigues yendo a tu bola y metiéndonos en
líos, yo sigo por mi cuenta.
—Lupe, tía, que no es tan grave.
—Es que para ti nunca hay nada
grave, Tomás. Hay que pasártelo todo
por tu cara bonita. Te crees el puto
ombligo del mundo.
—¡Pfff! Vale, tía, lo que tú digas.
—No te paso ni una más.
—Estás siendo superinjusta.
—No te paso ni una más —repitió.
La Lupe se levantó y se fue al coche.
Milú y yo nos quedamos sentados en el
suelo.
Joder, Lupe estaba supermosqueada.
Si tampoco era para tanto. Hice
memoria. Yo preocupado por ella de la
hostia desde el principio y me lo paga
así. En cuanto se supo lo del virus, ahí
fuimos el Cani y yo a por ella. Luego se
le antoja ir a buscar al Hugo, ahí
estamos el Cani y yo. Lo de la pipa fue
para ir más seguros los tres, joder. Vale,
no se lo dije, pero no es para tanto. O
sea, ¿qué hubiese sido mejor, no llevarla
y que nos hubiesen rajado los niñatos?
¡Vamos, hombre!
El Cani volvió de mear.
—¿Qué le pasa a la Lupe, tío? —me
preguntó.
—Que se ha mosqueado porque dice
que voy a mi bola.
—Ya, típico de las tías —dijo Cani.
—Ya ves.
—¿Y está muy mosca? —me preguntó
Cani.
—Mogollón.
—¿Y qué más te ha dicho?
—Pues no sé, tío, que no le dije la
verdad con lo de la pipa, y tal.
—¡Buah! Le ha jodido que te cagas
que le hayas mentido.
—¿Tú crees? —dije.
—Seguro, tío. Sabes cómo le jode que
le mientas, ¿o no?
—Ya. Okay, tío, tienes razón.
Lupe y yo salimos un tiempo. Ella
siempre me había molado. Una noche
nos enrollamos y como que perdí el
interés. De aquella yo era un cabra loca
y no quería nada serio. Ni siquiera con
Lupe. Ella me llamaba a veces y
quedábamos, y yo le daba bolilla. Le
decía tonterías y se reía, pero para mí
era como un juego. A la vez quedaba
con otras tías. Cuando Lupe se enteró se
enfadó mogollón conmigo. Estuvo sin
hablarme la hostia de tiempo. Al
principio me dio igual. Pero, joder, me
di cuenta de que la echaba de menos. Me
quedé coladito por ella cuando ella ya
no quería saber nada de mí. Es así.
—También ella es la hostia, Cani. Me
estoy portando de puta madre y me caen
unas broncas que te cagas. Lo que no
puede ser es que sea tan desagradecida.
—No sé, tío. Solo te digo que ya
sabes cómo se las gasta cuando se
mosquea.
—Ya.
—Vamos al coche, tío —dijo Cani.
—Dame un minuto.
Cani y Milú tiraron para el coche.
Milú meneaba el rabo. Qué suerte tienen
los perros, coño. Ni una puta
preocupación.
Arranqué unas flores pequeñajas y
algo chunguillas, la verdad, les di forma
de ramo, entré en el coche y se las di a
Lupe: «perdóname». Me miró. Hizo una
mueca seria, pero las cogió. Bien. Poco
a poco. Antes de correr hay que andar.
Seis. Bar de carretera.

«La pistola a la guantera», dijo Lupe.


Lo hice sin chistar. «Guardo esto
también», le dije ensenándole las
esposas. «Las pillé del coche de los
picos. Para que veas que no te oculto
nada».
En el coche íbamos callados por el
mosqueo de Lupe. Bowie sonaba de
fondo. «Prueba a ver si se pilla alguna
radio, Cani». probó. «Nada, tío». Vuelta
al CD. La verdad es que le estaba
cogiendo el gustillo al cabrón del
Bowie.
Avanzamos sin prisa. No la teníamos.
Olía a quemado.
—¿No estará petando el Lupo? —
pregunté.
—Viene de fuera —dijo el Cani.
Al rato olía más fuerte y vimos humo.
¡Coño! Valladolid ardía. Era
impresionante. Como una hoguera
gigante.
Pillamos la carretera de Madrid en
dirección norte. Yo iba agotado, y como
atontado. «Oye, chatos, que me estoy
mareando. Debe de ser del humo. ¿Os
importa si paramos?».
Vimos a lo lejos un bareto de
carretera. No había coches. Parecía un
buen sitio. Nos acercamos despacio.
Aparcamos en la parte de atrás, para que
no se nos viese desde la carretera.
Me bajé y me senté apoyado en la
pared. Lupe me miraba fijamente.
—¿Estás bien, Tomás? Te has puesto
pálido —me preguntó.
—Estoy bien. Estoy bien. Me mareé
un poco. Nada más.
Lupe me acarició el pelo.
—¿Ya no estás enfadada conmigo?
—Estoy menos —dijo, y me sonrió.
Milú me miraba inquieto y hacía como
que aullaba.
Estuvimos un rato sentados los tres sin
decir nada. Luego me dio por filosofar.
—Bien pensado esto no está tan mal.
Ahora somos todos iguales, pero de
verdad. El dinero vale cero, y se
acabaron las tonterías.
—Venga, Tomás, por dios. Tonterías
estás diciendo tú. ¿No ves que nos la
jugamos todo el rato? —dijo Lupe.
—Ya. Es verdad. Se me fue un poco
la olla.
—Pues sí —dijo ella.
«Podíamos pillar zampa en el bar»,
dijo Cani. «Igual no llegamos a Galicia
hasta mañana». Yo estaba algo
desorientado, pero Cani podía tener
razón.
Cuando nos levantábamos escuchamos
el ruido de un coche. Era una furgo
industrial blanca que se acercaba por un
camino de tierra levantando polvo. Se
paró cerca. Se asomó un tío gordito y
colorado, con mono azul.
—¿No tendrán ustedes idea de entrar
ahí dentro?
—No. ¿Por qué lo dice? —contestó
Cani.
—Pues porque hay un rabioso ahí
encerrado.
—¡Ostrás! —dijo Cani.
—Yo voy a Gijón, ¿saben? Dicen que
a los rabiosos no les gusta el agua.
—Pues muchas gracias, señor —dijo
Cani—. Le haremos caso.
El de la furgo aceleró y se fue.
Levantando polvo. Esa escena me
sonaba un huevo. O la había vivido o la
había soñado.
—¿Os habéis creído algo? —
pregunté.
—Ni de coña. Este tío se ha quedado
con nosotros —dijo Cani.
—Lupe, ¿qué hacemos? —pregunté
otra vez.
—Yo tengo hambre.
—Pues está todo dicho.
El bar tenía unas escaleras y después
una puerta de aluminio con cristal. Miré
a través del cristal. Estaba todo oscuro.
Solo se veía una de esas máquinas de
bolas que llevan un juguetillo dentro.
«Con dos cojones. Vamos». Le arreé
una patada al cristal y lo agrieté. A la
segunda se fue a tomar por culo. Le di
pataditas a los trozos más pequeños
sujetos al marco de la puerta para que
pudiésemos pasar sin cortarnos. Cogí a
Milú en brazos y entré.
—¿Se ve algo? —preguntó Lupe.
—Nada. Pero huele a cerrado que
apesta. No entréis.
—Eso ni de coña —dijo Lupe—.
Quedamos en que juntos a todas partes y
es juntos a todas partes.
Entró Lupe, y luego Cani. Milú seguía
tranquilo. Lo dejé en el suelo. «Vaya
bola nos ha metido ese cabrón».
Cuando se me acostumbraron los ojos
a la oscuridad vi que la barra estaba a la
derecha. Entre la barra y la entrada, una
puerta abierta daba a un pasillo oscuro.
El comedor estaba a la izquierda,
separado del resto por una mampara.
«Venga. Vamos a toda leche, que me
da mal rollo».
Me acerqué a la barra. Detrás de una
puerta estaba la cocina. No entré. Pillé
unas bolsas de patatas, un paquete de
galletas y un cartón de leche. Era una
pena dejar tanta botella sola y agarré lo
primero que vi: Tanquerai. Perfecto.
«Vale. vamos».
De repente oímos a Milú ladrar como
un loco. Sonaba lejos. Hostia. El baño.
Se ha metido en el baño.
Les dije a Cani y a Lupe que se
pirasen. La Lupe dijo que sin Milú no se
iba. ¡Joder! Primero no lo quiere y ahora
le coge cariño al chucho. Le pasé al
Cani la comida y el Tanquerai y me puse
a buscar a tientas detrás de la barra.
Encontré una barra, pero de hierro.
Perfecto. Me sirve.
«Que voy contigo», me dice Lupe.
Estoy tan acojonado que me viene hasta
bien. Me agarra la mano izquierda.
—Te sudan las manos.
—Ya lo sé.
Allá que vamos. Cani se queda con
las provisiones. «Os cubro las
espaldas», dice el cabrón. Tiramos por
el pasillo. Estrecho que te cagas y más
oscuro que la noche más negra.
Avancé con la barra en la derecha y la
Lupe en la izquierda. ¡Y la pipa en la
guantera! Por un momento pensé en
volver a por ella, pero me pareció mejor
sacar a Milú de allí cuanto antes.
Solté la mano de Lupe y tanteé la
pared. Giramos en ángulo recto a la
izquierda, hacia los ladridos. Aún más
oscuro. Empujé una puerta que chirrió
un poco. Cogí aire y avancé.
—¡Aaaaay la hooostia!
—¡Aaaaah! Qué pasa —gritó Lupe.
—Nada, nada. Un escalón.
—Te mato.
—¡Sssh, calla!
«Milú, Milú bonito», decía Lupe.
Entramos en el cuarto. Oscurísimo. Olía
a tabaco y a cerrado. Choqué con una
silla. «Por aquí no es. Vámonos».
Busqué otra vez la puerta, a tientas.
Salimos al pasillo. Avanzamos hasta el
fondo, y luego a la derecha. Puto
laberinto. Escuchamos a Milú muy
cerca.
«Ven, Milú, bonito» dijo Lupe. Milú
aulló y vino. Lupe lo cogió en brazos.
«Venga. vámonos», dije.
De repente un chillido superagudo
«iiiiiiiiiirrrggg» y hostias del carajo en
una puerta. ¡Pum, pum, pum! Lupe grita
y yo también. Milú entre ladra y aúlla.
Agarro la barra fuerte con las dos
manos. Una puerta cruje y sale un bulto a
toda hostia con pasos torpes. Lupe me
tira del brazo y reculamos. Estoy
desorientado. Chocamos contra una
pared. Me bloqueo. Me sudan las manos
y me da miedo que se me escurra la
barra.
Un haz de luz ilumina un careto blanco
nuclear de un tío alto y delgado, con
dientes chungos. Se tapa los ojos,
molesto. «Rápido cojones», grita el
Cani, que lleva una linterna. Corremos
por el laberinto. El larguirucho nos
sigue chillando. Salimos del pasillo, hay
más luz, me giro, le espero con la barra
en alto como a punto de rematar en la
red. Cuando está llegando arreo una
hostia de arriba abajo. ¡Plas! La barra
tiembla y me sacude el codo. ¡Coño, le
di al marco de la puerta! Cuando el
zumbao, que apesta, me va a echar la
mano al cuello, le empujo con la pierna,
recula un poco, doy un paso atrás y
suelto una hostia con la barra de abajo
arriba con todas mis fuerzas. La
mandíbula le cruje con un ruido como el
de un carnicero cortando costillas. El
zumbao pega un grito impresionante que
me retumba en los oídos, y se cae de
rodillas con las manos en la cara. Suelto
la barra y salgo pitando, con los
chillidos del tarado resonando dentro.
Corrimos al coche. Me senté al
volante, Lupe detrás, con Milú, y Cani
de copiloto. Arranqué y salimos a toda
hostia de allí. Me sudaban las manos
que te cagas.
Siete. Velocidad.

Durante un rato aceleré y no


hablamos. Intenté calmarme. «¡Canijo,
pon a Bowie, por diosss!».
A los pocos kilómetros paré porque
me estallaba la cabeza y no me podía
concentrar. Miré a mis colegas. Tenían
aún la cara brillante de la carrera. Cani
jadeaba. Lupe miraba por la ventana.
Milú seguía con su gemido coñazo.
—¿Cani, salvaste el Tanquerai?
—Sí, tío.
—Pues dame un trago que lo necesito
más que nunca en mi vida.
Le pegué un buen trago a la botella, a
pelo. Qué bueno estaba, me supo a
gloria. Empecé a sentirme mejor. Lupe y
Cani no quiseron. Lupe acariciaba a
Milú en el asiento de atrás, para
tranquilizarlo. Milú la miraba con cara
de no entender nada.
«Tomi, eres un crack, tío. El puto
terror de los zombis». Coño, pues es
verdad. Ya me había ido de rositas tres
veces. Con el niño gordo, con el
militroncho y con el larguirucho. Había
tenido suerte. Siempre me han dicho que
he nacido con una flor en el culo.
Le pegué otro trago a la botella y
arranqué.
Me sentía bien. La carretera estaba
desierta y aceleré. Aunque sabía que la
Lupe se pone nerviosa cuando corro.
105 km/h. «Tomás, suave».
Me siento bien.
120 km/h. «Tomaaás».
145 km/h. «Ya vale la gracia ¿no?».
150 km/h. «Tomás, tío, que Lupe tiene
razón, que esto vibra mucho, colega».
Yo me siento de puta madre. Libre.
170 km/h «¡Tomás para el putísimo
coche o me bajo en marcha!».
Después de gritarme Lupe me vuelve
un poco el sentido común y empiezo a
reducir. 159 km/h, 140, 120. Tengo la
impresión de que vamos superdespacio.
Lo dejo a 110.
—Perdonad, tíos, se me ha ido un
poco la olla. Es que soy zurdo
contrariado.
—Me tienes aburrida, Tomás, me
tienes hartita. Para la mierda del coche
que yo hago autostop y sigo sola.
Reduzco rápido, freno despacio y me
giro: «perdona, Lupe, perdona tía». No
me mira. «Perdona, Lupita». Sigue sin
mirarme. Los ojos se me llenan de
lágrimas. Estoy como borracho. Me
siento perdido. Me siento fatal. Me giro
del todo mirando hacia ella. «Perdona,
Lupita, lo siento, perdona», le digo otra
vez. Me mira asustada. «¿Qué te pasa,
Tomás?». Ya no soy capaz de hablar.
«No llores, Tomás. No llores». Me coge
la cara con las manos y me abraza muy
fuerte. «No llores, Tomás, que no me
voy. No llores, por favor», me dice
llorando ella también. Me quedo así un
rato. Como ido. Como si estuviese en
otro lado. Pegado a Lupe, llorando los
dos como críos. Cuando me separo de
ella es como si volviese de otro planeta.
El Cani me dice que no estoy para
conducir, que sigue él. Salgo del coche
como un autómata. Cani se pone al
volante, Lupe delante y yo detrás, con
Milú. Cuando Cani arranca Lupe me
mira con los ojos llorosos y me acaricia
la cara. Luego se gira y mira a la
carretera. Me quedé dormido al poco
rato.
Ocho. Motel Hércules.

Me desperté de noche. Cani conducía


despacio y Bowie sonaba bajito.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—Ni en Galicia, tío. Nos toca buscar
sitio para sobar —dijo Cani—. ¿Estás
bien?
Lupe me miraba fijamente. «Estoy
mejor», les dije.
Milú estaba sopa, hecho un ovillo a
mi lado.
Me sentía mejor y escuché a Bowie
muy atento. Mola. Me sentía guay, la
verdad, como cuando te baja la fiebre. A
lo lejos vi un objeto enorme y extraño.
—¿Qué es eso, Cani?
—¿Dónde? ¡Hostiá, qué raro! ¡Joder!
Si es un avión, tío.
Cogimos una salida y nos acercamos
todo lo posible. El terreno era llanito y
Cani aparcó cerca, con las largas
enfocando al avión. Era un poco
fantasmagórico. Inmenso y
semienterrado. Debió de hacer un
aterrizaje de emergencia y allí se quedó.
«Yo creo que esto es un Hércules del
ejército», dije.
Salimos del coche y nos acercamos.
La puerta delantera estaba abierta. Cani
cogió del coche su linterna.
—Anda que no nos ha venido guay la
linterna. ¿De dónde ha salido, Cani?
—La pillé en el bar, tío. Estaba
encima de una mesa.
Acojonaba un poco el avión ese
gigante. Milú entró el primero y no
ladraba. Cojonudo, cuando nuestro
detector de zombis no ladra vamos
tranquis. Subimos las escaleras y
entramos. A la izquierda estaba la
cabina. Cani la iluminó. ¡Joder! Pero
cómo podrán entender todo esto. A bote
pronto habría como un millón de
esferitas ahí dentro. «Cómo mola», dijo
Cani. «Mola que te cagas», dije.
Luego alumbró Cani el compartimento
de carga. Era inmenso y estaba vacío.
No se veía peligro y Milú seguía
tranquilo.
—Pues bienvenidos al Motel
Hércules —dije—. Qué mejor sitio para
pasar la noche.
—No se puede pedir más a la vida —
dijo Cani.
Volvimos al coche para cenar algo
antes de dormir. Cani había salvado la
zampa y la leche. Una verdadera mierda,
pero no teníamos nada mejor. Nos
comimos una bolsa de papas cada uno.
Cani y Lupe comieron galletas y
bebieron de la leche a morro. Yo no
quise.
—¿No quieres, Tomi? —me preguntó
Cani.
—No, no me apetece.
A Milú, que estaba fuera del coche, le
tirábamos algo de vez en cuando. Tuvo
una cena digna.
Yo estaba molido. Les dije que
sobasen ellos en el avión y que yo
sobaría en el Lupo, con la excusa de no
dejarlo solo. «Pues por lo menos
quédate con Milú, que te hace
compañía», dijo Cani. Lo llamé: «Milú,
ven, Milú». No me hizo caso. Fui a por
él, me puse a su lado y le pregunté si
estaba enfadado conmigo. No me miró.
Raro. Lo intenté coger y me gruñó.
—Cabrón desagradecido, pues que se
vaya con vosotros.
—Algo le has hecho —dijo Cani—,
porque érais uña y carne.
Milú había decidido dormir con ellos
y así se quedó la cosa. Lupe y Cani se
fueron al avión, con Milú, y yo me
quedé en el coche, con Bowie.
Al rato Lupe abrió la puerta del Lupo
y se sentó a mi lado, todo muy rápido.
Iba con el pelo suelto y sin gafas. «No
me duermo», dijo con cara de pilla.
Nueve. Lupe y Lupo.

Sonaba Bowie. Ziggy Stardust.


Temazo. «Antes me asustaste mucho»,
dijo, y me sonrió. Yo también sonreí.
Nos miramos unos segundos. Luego
miramos al frente los dos, casi a la vez.
Me giré.
—Lupe, yo… Siento mucho…
—No tienes que darme explicaciones,
Tomi.
—Me has llamado Tomi.
—¿Y?
—Hacía mil años que no me llamabas
Tomi.
—¿Te gusta que te llamen Tomi?
—Me gusta que me lo llames tú.
—Tonto.
Sonrió otra vez, y se apartó el pelo de
la cara. ¡Dios, qué guapa es! Me miró
otra vez, fijamente, con esos ojos negros
que te traspasan.
—Creo que te echo de menos —dijo.
—(Me suben las pulsaciones). Y yo a
ti, Lupita.
—¿De verdad?
—De verdad de la buena.
(Pulsaciones a doscientos).
Se quitó el jersey negro, despacio. Se
quedó solo con una camiseta blanca de
tirantes, ceñida. Me acarició el pelo. Se
quitó la camiseta. ¡Dios! Llevaba un suje
blanco.
—¿Tomás, estás vivo?
—A medias.
—Ven aquí.
Me cogió las manos.
—Te sudan las manos —dijo
extrañada.
—Ya.
—¿Te pongo nervioso?
—Un poco.
—Como si no me hubieses visto
nunca. trae, tonto.
Me acercó a ella y llevó mis manos
hacia el cierre del suje, a su espalda. Al
pegarnos noté la presión de sus tetitas,
redondas, firmes y perfectas. Solté el
suje, con problemas, se lo quité y lo
dejé caer. Me quiso quitar el jersey.
Subí los brazos y me dejé, como un
niño. Me tocó el tatu del brazo
izquierdo: una sirena (de mar, no de
policía). Y luego los del derecho (mi
nombre en japo y mi nombre otra vez,
pero en cristiano, con una caligrafía
guapa e historiada).
Luego vuelve a cogerme las manos y
me las lleva a sus tetas. Las acaricio
suave, los pezones se ponen duros y la
piel de gallina. Bajo las manos
despacito y las dejo en su cintura. Por
encima de los vaqueros asoma la mitad
de su libélula de colores tatuada. Me
mira seria, muy seria, me acaricia la
nuca, aprieta un poco, me acerca y se
acerca. Me pongo nervioso.
Supernervioso. Me aparto. Ella me
suelta de golpe y el hechizo se rompe en
mil millones de pedazos. «¡Diosss,
Tomás, la historia de siempre!». Se
pone la camiseta muy rápido, coge el
jersey, se levanta y cierra de un portazo.
La veo marcharse. Sigue sonando
Bowie. Yo cojo el suje, y lo huelo.
Domingo
Uno. Pesadilla.

Después de irse Lupe recosté el


asiento y me quedé dormido. Tuve una
pesadilla superjodida. Soñé que estaba
con ella en el bar de por la tarde. El bar
estaba abandonado, como lo vimos.
Lupe se tumbaba encima de una mesa,
sonriendo, y tiraba de mí hacia ella. Yo
le decía que no quería hacer nada. «¿Por
qué?», me preguntaba. «Porque aquí hay
un puñetero infectado», le decía. «Pues
no veo a ninguno», me decía, y seguía
tirando de mí. Entonces yo le acariciaba
la cara, y luego dejaba mis manos en su
cuello y empezaba a apretar. Ella se
ponía nerviosa y me pedía que la
soltase, y luego resulta que no era Lupe
a quien yo apretaba el cuello, sino Cani,
y luego no era Cani, sino Milú. Y al
final apretaba tanto que estrangulaba a
Milú, y creo que en el sueño lo mataba.
Me despertó Cani y yo sudaba a mares.
Dos. ¿Bowie?

—Tomás, tío, sudas como un pollo.


Despierta. Tenías una pesadilla.
—¡Buf!, ¡buf!, ¡qué agobio!
—¿Esto qué es? —dijo cogiendo el
suje de Lupe—. ¿No tienes nada que
contarme? —dijo sonriendo.
—No pasó nada.
—Pues menos mal.
—Te juro que no pasó nada. Oye
Cani, ¿no hay demasiada luz?
—No cambies de tema.
—No pasó nada, Cani. Déjame en
paz, que estoy acojonao, tío.
—¿Por si eres marica?
—No, por el sueño.
—¿Qué soñabas?
—Que te mataba, tío, que es lo que
voy a hacer si me sigues rallando.
—Nos hemos despertado rabiosos,
¿eh?
—Sí.
Lupe salió del avión. Venía con su
mochililla a los hombros. Guapísima,
como siempre. Me pasé al asiento de
atrás y ella se sentó delante. No me miró
ni dijo nada. Yo me tumbé. Mira que es
un asiento minúsculo e incómodo, pero
me quedé sopa. Milú quiso ir delante
con Lupe.
No sé cuánto avanzamos ni cuánto
tiempo pasó. Sé que cuando me desperté
el coche estaba parado. Pregunté dónde
estábamos. Cani me dijo que en Galicia,
y que había parado para buscar agua y
comida. Estábamos en una gasolinera.
Había casas enfrente, pero no se veía a
nadie. Ni chungos ni sanos.
«Lupe y yo vamos a entrar en la tienda
de la gasolinera», dijo. «Si no hay suerte
probamos en las casas de ahí. Tú
quédate en el coche preparado por si
hay que salir pitando. Me llevo la
pistola», dijo. Me costó muchísimo
asimilar toda la información. «Okay»,
fue lo único que dije.
Se fueron. Me senté en el asiento del
conductor, dejé las dos puertas abiertas,
y puse a Bowie.
Me quedé otra vez sopa, allí sentado.
En duermevela me pareció notar a
alguien a mi izquierda. Y también a mi
derecha. «Estos ya han vuelto», pensé.
«Qué bien, nos vamos». Sonaba Bowie.
Abrí los ojos. Era como si tuviesen
arena. Miré a mi izquierda. Vi la cara
blanquísima de un tío joven, de nariz
pequeña, ojos enrojecidos y dientes
sucios. Miré a la derecha. Era una tía
también joven de cara redonda y blanca,
con el cuello delgado, granos y brackets.
Tenía el pelo largo y sucio, a mechones
porque se le caía. Estaban fuera del
Lupo y miraban dentro, pero sin prestar
atención.
«¡Dios. Dios. Me cago en la puta!», oí
gritar a Cani. Los dos zumbaos le
miraron. Yo también. La tarada se fue a
por ellos. Y detrás fue el zumbao. Vi
como Cani sacaba la pipa y me gritaba
«¡Tomás, arranca!». Arranqué. Cerré la
puerta del conductor. Dejé la otra
abierta. ¡Paaam! Oí un disparo. Giré
ciento ochenta grados. Paré junto a Cani
y Lupe. El tío seguía avanzando. La tía
chillaba de rodillas como un cerdo en la
matanza (la suya). Subieron los tres,
incluido el chucho. Aceleré y nos
fuimos.
Me costaba conducir. Paré y le pedí a
Cani que siguiese.
—Bueno, y ahora qué dices, ¿eh,
Tomás? ¿Funciona o no lo de Bowie?
—¿Qué chorradas dices, Cani?
—Bowie, tío. No te han atacado
porque tenías puesto Bowie. Mi teoría
era cierta —dijo.
—Cani, no me han atacado por lo
mismo por lo que me gruñe Milú:
porque estoy infectado.
Cani no dijo nada. Redujo muy rápido
y frenó hasta parar. Lupe me miraba con
la mano en la boca y los ojos muy
abiertos.
Tres. Segundo
recuento.

Llevaba un tiempo pensándolo, dije.


No tengo hambre, estoy pálido, se me va
la olla, tengo sueño. O sea, estoy jodido.
«No puede ser», decía Lupe, «no
puede ser. Hemos estado juntos desde el
principio. Hemos comido lo mismo.
Hemos bebido lo mismo».
Intentamos recordar otra vez lo que
sabíamos de los infectados.
El tiempo de incubación del virus era
de unas horas a cinco días. Era domingo.
Cani y yo llevábamos juntos desde el
martes: cinco días. Y con Lupe desde el
miércoles.
—¡Joder! Tiene razón Lupe. Cani y yo
estamos juntos desde el martes. Y hemos
comido lo mismo, que yo recuerde —
dije.
—No, tío —dijo Cani—. Te zampaste
un kebab y yo no. ¿Qué día fue?
—El martes de noche. Me zampé dos.
No me jodas que el puto kebab…
Podía ser. Me empezaron a cuadrar
algunas cosas.
El martes me zampé el puñetero
kebab, y una de las primeras cosas que
hizo el gobierno fue cerrar los
restaurantes y cadenas de comida rápida
porque el virus podía proceder de los
alimentos.
Lupe me miró dudando si decir algo.
Le adiviné el pensamiento. «Ayer de
noche ya me imaginaba lo de la
infección».
Les dije que estaba casi seguro de que
no les había contagiado. Si el bicho se te
metía en el cuerpo con los fluidos,
además de cortarme con Lupe, no bebí
de la leche que ellos compartieron. Y de
la botella de Tanquerai bebí yo solo.
No sabíamos el tiempo que tardaría en
ponerme agresivo, pero les hice
prometerme que a la mínima me
abandonarían. La pistola la llevaría
siempre Cani. Por si las balas.
Seguiríamos camino en dirección a
Vigo porque no teníamos una idea
mejor.
Dependíamos de la pura suerte. De
que a los tarados no les gustase el agua y
de que yo no llegase al mar demasiado
tarado. Si de verdad en la costa no había
zombis, igual alguien había encontrado
una cura.
Hice mis cálculos de que la
carambola saliese. Las posibilidades
eran tan ridículas que me concentré en
disfrutar de mis últimos instantes de
cordura. Observé mucho a mis amigos.
Observé muchísimo a Lupe, como en una
despedida.
—¿Se aceptan últimos deseos?
—No digas eso, Tomás, por favor —
dijo Lupe.
—Quiero ir a la playa.
—Hecho, hermano —dijo Cani.
Cuatro. Razones.

Lupe conocía una playa chula en


Galicia. Dijo que había ido de peque,
con sus padres. Se puso triste al
recordarlo, y nosotros al escucharla.
¡Qué coño!, es que estábamos tristes de
cojones. Estábamos hundidos en la
mierda.
La playa no quedaba de camino a
Vigo, pero daba igual.
Creo que la razón por la que Lupe
quiso ir a Vigo no fue Hugo. Ni siquiera
al principio. Estoy seguro de que Lupe
solo quería ponerme celoso con Hugo.
Creo que Lupe estaba tan coladita por
mí como yo por ella. Y que había sido
siempre así.
Cani es como mi hermano. Es más que
un hermano. No hay más que decir.
No fue casualidad que nos juntásemos
cuando empezaron los líos. No fue
casualidad que hiciésemos nuestro viaje
juntos.
Vigo no era un destino real. Era una
idea, sin más. Era la idea de estar juntos
como única forma de sobrevivir al
miedo. La idea de que cuando las cosas
se ponían jodidas de verdad cada uno de
nosotros solo confiaba en los otros dos.
Cinco. Mondoñedo.

En el coche tenía sueño, pero no quise


dormir. Igual que un crío que no se
quiere ir a la cama cuando se hace de
noche.
Milú era definitivamente mi
archienemigo. El chucho tenía que ir
siempre delante con Lupe. Por suerte
obedecía a Lupe a la primera. Cuando
gruñía le caía bronca y se callaba.
Subimos puertos enormes y cruzamos
paisajes verdes y desiertos. Durante
muchísimos kilómetros no vimos a
nadie. El Lupo sufría como un cabrón en
las subidas. ¡Último esfuerzo, Lupito!
Cani cogió la carretera de la costa.
Llegamos por la tarde a Mondoñedo. Un
pueblo bien guapo.
Cani condujo hasta la catedral y lo
clavó enfrente. «Al puto centro del
pueblo os llevo, que vamos a cenar en el
mejor sitio de Mondoñedo, cojones».
Milú se quedó en el coche.
Bajamos del Lupo como unos turistas.
Como si no tuviésemos miedo. A lo
mejor es que teníamos tanto miedo que
nos habíamos pasado de rosca. Los
extremos se tocan.
El día estaba algo nublado y había
llovido. Soplaba viento. No se veía a
nadie. Era como un pueblo fantasma. Era
un pueblo fantasma.
Cruzamos unos soportales, subimos
unas escaleras y caminamos un rato por
calles estrechas.
—Mola mucho —dije.
—Mola —dijo Cani—. Da buen rollo.
Vimos una pastelería sin saquear.
Casi no había tiendas saqueadas allí.
Teníamos hambre. Forzamos la puerta y
entramos. Nos dio hasta pena forzar la
puerta.
Las tartas estaban expuestas como si
no hubiese pasado nada. Todas iguales:
redondas, de almendra y hojaldre, con
fruta confitada.
Cani y Lupe hicieron la coña de
sentarse en una mesa y yo les tomé nota.
Cani pidió una superración de tarta y un
café con leche. Le dije que teníamos rota
la cafetera. Cambió el café por un vaso
de leche del tiempo. Lupe pidió lo
mismo.
Yo me metí mucho en el papel.
Busqué platos, vasos y cubiertos.
Me paré a mirarlos un momento desde
la barra. Cani estaba echado hacia atrás
en la silla, se estiró y bostezó muy alto.
Lupe lo miró y se rió. Luego me miró a
mí, aún riendo. Y me di cuenta de que yo
también sonreía.
En ese momento me sentí feliz por
primera vez en mucho tiempo. Como si
me hubiese reconciliado con mis
demonios. Y quise muy fuerte que
pasase todo.
Les llevé todo muy bien presentado.
Luego me senté con ellos.
—Tomi, come un poco.
—Si es que no tengo hambre, Lupita.
—Pero algo tienes que comer —me
insistía Lupe.
Comí algo de tarta a regañadientes. En
otros tiempos no me hubiese llegado una
tarta entera para mí solo. Bebí un vaso
de leche.
Estuvimos un buen rato sin hablar.
Disfrutando del momento, sin más. Hasta
salió un poco el sol.
—Cuando me cure nos vamos a venir
aquí a vivir los tres, con dos cojones —
dije.
—¡Eso, eso! ¡Y vamos a montar una
pastelería! —dijo Lupe.
Después de regatear con Cani lo
contratamos como pinche.
Me puse un poco filósofo. Pensé que
decimos más veces las cosas malas que
las buenas. Y no quería dejar pasar la
oportunidad. «Me siento como en casa»,
les dije. «Estando con vosotros me
siento como en casa». No contestaron
nada porque estaba todo dicho.
«¿Seguimos?», dije cuando empezaba
a anochecer. «Seguimos», dijo Cani, que
antes de salir dejó un billete de veinte
pavos encima de la mesa.
—Oye Cani —dije—, nos has traído
al mejor sitio de Mondoñedo, tío.
—Pues volveremos —dijo él.
Seis. El paciente inglés.

En el Lupo, Cani y yo hablamos de


pelis. A Lupe no le gustaba que
hablásemos de cine porque se quedaba
un poco fuera de juego.
—A ver, Cani, ponle un título a
nuestro viaje.
—Apocalipsis now, tío.
—¡Grande, Cani!
—Es que es tal cual, tío. Y además es
un viaje en busca del “Hugo coronel
Kurtz” en el que nos atacan por todos
lados, tronco.
—Qué gran verdad, Cani. Y te digo
más, tío. También es un viaje interior,
colega. Como el del Martin Sheen. ¡Que
lo digo en serio, Cani, tío, no te rías
joder!
Cani se reía. Lo pasamos bien juntos.
—¿Y para ti qué peli es, Tomi? —me
preguntó.
—El paciente inglés, tío.
—¿Y eso?
—Porque justo cuando la estoy
diñando es cuando soy más feliz.

Lupe se puso a llorar y yo me


arrepentí de haber dicho eso.
Siete. Las Catedrales.

Llegamos casi de noche a la playa. Ni


un alma.
Era totalmente flipante. Bajamos por
unas escaleras de cemento. El primero
en llegar fue Milú, que correteó por la
arena. Lupe se abrazó a mí.
—No, Lupe, que me da miedo.
—Me da igual —dijo, y siguió
abrazada a mí.
La marea estaba baja. Paseamos un
buen rato. Subimos a un arco chulísimo
que el mar había excavado en la roca.
Todo estaba rojizo por la luz del
atardecer. Parecía marte.
Los tres nos sentamos allí mirando el
mar. Y nos quedamos atontados
escuchando el ruido de las olas.
Lupe tenía la cabeza apoyada en mi
hombro. «Cuando tengamos nuestra
pastelería vamos a venir aquí a la playa,
Lupita».
Cani y Lupe sobaron en el coche. Yo
me empeñé en dormir fuera, escuchando
el mar.
Lunes
Uno. Conspiración.

Por la mañana, Cani me despertó,


nervioso. Se ve que Lupe y él habían
hablado. Ella miraba atenta.
—¿Qué tal, Tomi? —dijo Cani.
—Fatal (lo estaba).
—No me falles ahora, tío, que
necesito tu memoria prodigiosa. Llevo
toda la noche dándole vueltas a un tema.
—Tú dirás.
—Me puse a pensar en lo de las pelis
¿vale?, lo de Apocalipsis now y ese
rollo.
—Ahá.
—Y pensé «es que es como si
fuésemos en busca del coronel Kurtz».
—De Marlon Brando, vamos —dije.
—¡Eeeso! Que en la peli está como un
puto cencerro.
—Pues sí, ¿y?
—¿Y si el Hugo también está como un
puto cencerro?
—Pues seguramente.
—¡A ver, coño!, que quiero decir, ¿y
si todo este tinglao es por su culpa?
—¿Qué tinglao?
—Pues la infección.
Entonces Cani me recordó que Hugo
era el químico del Berlin Kebab. Si los
puñeteros kebabs eran infecciosos, la
infección podía haber empezado con
ellos. Y el Hugo podía ser un puto
envenenador.
No era ninguna tontería.
Dos. Reconstrucción.

—¿De qué nos habló Hugo en su casa,


tío? Tú siempre te acuerdas de las
conversaciones al pie de la letra.
—¡Buuuf! No estoy en mi mejor
momento.
—Haz un esfuerzo —dijo Cani.
Pensé fuerte. Me situé en la escena.
Casa del Hugo. Poster del Che. Mac
abierto. Los capullos del Chori y el Pipu
y la morbosa de Greta.
—Pues nos enseñó una pollada que
tenía escrita criticando a las empresas
que hablan medio en inglés.
—¿Y no dijo algo así como que el
sistema capitalista era una puta mierda?
—Eeeh… Sí lo dijo, sí. Dijo que era
miserable porque te da cosas materiales
pero te hace un triste.
—Exacto, y luego tú les pinchaste.
—Es verdad, al baboso del Pipu, que
llevaba unas New Balance e iba de
rojillo, y de paso al Hugo, que va de
perroflauta con un iphone y un Mac.
—Vale —dijo Cani—, ¿y no dijo algo
Hugo de que el móvil era necesario para
estar organizados y desmantelar el
sistema?
Pensé despacio. A ver…
—Pues sí. Dijo que había que
organizarse para cargarse el sistema. Y
eso me tocó los huevos porque si alquila
un piso de novecientos cincuenta pavos,
y tiene un Mac, y un iphone y toda la
pesca, es que el sistema le trata bien.
—Exacto. Entonces le preguntaste si
el Berlin Kebab era una ONG —dijo
Cani.
—Eso. Y me dijo que solo si conoces
a tu enemigo puedes acabar con él.
Como un caballo de Troya. Desde
dentro.
—Eeeso es —dijo Cani—. Porque un
caballo de Troya es lo que metes en un
sitio para cargártelo. Como un troyano
que se cepilla un ordenador. O sea, un
virus que se carga el sistema y obliga a
empezar de cero.
—¡Hostia puta! —dije—, ¡que este
pirao le ha metido un virus a la puta
sociedad entera para cargársela!
Luego me acordé de la conversación
con Hugo en el bar de Juanín. Encajaba
tal cual. Me había dicho que tenemos
trabajos de mierda para comprar cosas
que no necesitamos y que eso no podía
durar mucho. Que no hay recursos para
todos. Por esa regla de tres los zumbaos
son los ciudadanos perfectos: no
consumen, no producen, no contaminan,
no malgastan, no hacen nada y, antes de
morirse por lo inútiles que son,
convierten al resto también en zumbaos.
Vaya forma de reeducar a la peña.
—Cani, tío, un día me dijo que quería
reeducar a la peña para que no
consumiese. Me encaja totalmente que
nos quiera convertir en zombis a todos
para que no consumamos.
—Pues agárrate los machos, que falta
la historia de Lupe, aunque ya te la
imaginarás.
Lupe nos recordó la conversación rara
que había tenido con Hugo en el Vips,
cuando le dijo que se fuese con ella a
una isla desierta.
—Claro —dije— el único sitio donde
no se iba a contagiar.
—Ya. Pero, ¿por qué conmigo?
—¡Nooo-me-jodas! —dije— ¿Ese
puto tarao pretencioso quería empezar
una nueva raza contigo?
—Pues Cani y yo creemos que sí.
—Joooder. Adán y Eva pero en rollo
psicópata ecologista.
Luego pregunté:
—¿Dónde trabajaba el Hugo?
—Pues en Getafe o en Villaverde.
Nunca me acuerdo —dijo Cani.
—Pues ya te digo yo que en Getafe.
—¿Por?
—Porque en la tele dijeron que un
foco importante del virus podía estar en
un polígono de Getafe. El cabrón recibió
la salsa secreta de Alemania, le echó el
veneno y extendió la infección desde
allí.
—Ya está —dijo Cani.
Luego Cani y Lupe se miraron, como
para decidir quién hablaba. Y Cani dijo:
—Lupe y yo hemos pensado otra cosa,
tío. El Hugo es un puto genio de la
química. Si hizo el veneno, a lo mejor
tiene el antídoto.
—(Abrí los ojos como platos). Joder,
pues puede ser. ¡A Vigo cagando
hostias! —dije.
—¡Vamos! —dijo Cani.
Tres. Santiago.

En el coche empecé a sudar a tope.


Tenía un mareo descontrolado, como ese
momento de la borrachera en que sabes
que todo irá a peor y no hay marcha
atrás. Todo me daba vueltas. El Cani
conducía rápido. Lógico. Dos veces tuve
que pedirle que parase para potar.
Me tumbé en el asiento, encogido.
Me entraron escalofríos. Estaba
seguro de que no podría andar ni
moverme bien.
«Lupe, acuérdate de las esposas de la
guantera. Si hace falta me las ponéis,
¿vale?», dije. «¿Vale?» repetí tres veces
hasta que Lupe me dijo que sí.
Llegamos a las afueras de Santiago.
Volando. Pero ahí nos perdimos. Cago
en la puta, ¡con lo bien que íbamos!
«Joder. Tomás, ¿tu sentido de la
orientación se ha ido a tomar por culo,
supongo?», preguntó Cani.
Escuché a Cani. Intenté responderle,
pero no fui capaz. Me incorporé como
pude, me concentré un rato largo y dije,
despacito: «no entres… en la ciudad…
Es peligroso».
«Ya. Está claro. Santiago será más
tipo Madrid. Seguro que nos metemos en
líos», dijo Cani. «¡Es que entre los
carteles tumbados a hostias y los que
están llenos de pintadas no hay quien
coño se aclare!».
Circulamos un buen rato por
carreteras de circunvalación. Vimos
movimiento de coches (sin peligro),
coches abandonados y zumbaos
(peligrosísimos). Mogollón de taraos
rodeaban un todoterreno blanco,
seguramente ocupado, aunque los
zombis lo tapaban todo. Sonaba la
alarma y parpadeaban los intermitentes.
Mal rollo.
Para colmo el Lupo dijo basta.
Escuchamos un ruido. ¡Craaak! Pegó un
tirón, se paró el motor de golpe y se
frenó poco a poco. «¡Dioooos. qué
mierda!», dijo el Cani.
Salimos del coche en plena carretera.
Lloviznaba. Día plomizo a tope. Mi
percepción se volvió curiosa. Era como
si viese a través de una luz
estroboscópica. Parecía que Cani y Lupe
se moviesen a tirones. Lupe estaba muy
pendiente de mí. Ponía mi brazo sobre
sus hombros, me cogía de la cintura y
avanzábamos despacito. Milú me
ladraba hasta que ella le chistaba. Cani
llevaba la pistola en la mano. Y las
esposas en el bolsillo. «¡Cani, sheriff!»,
intenté decir. Pero creo que no se me
entendió.
Nos movimos rápido. Para mí era
rapidísimo. Creo recordar esta escena:
El Cani nos manda parar. Mira la
pistola y comprueba algo en ella. Se
sube la cremallera del chándal hasta el
cuello. Se peina hacia atrás con la mano
izquierda. Espera. Respira hondo y da
dos pasos hasta el carril central, el
único transitable en ese punto. Se para y
apunta con la pipa tipo Clint Eastwood.
Se oye un pitido fortísimo. ¡Píííííííííí!
Y un frenazo bestial. ¡Chriiiiiiiik! Un
Mercedes negro da dos volantazos y se
para a pocos metros del Cani. El Cani
apunta al conductor y le grita algo que
no entiendo.
Se baja un tío alto y fuerte, cincuenta
palos, gafas sin montura, traje y corbata,
aunque desaliñado, y poco pelo peinado
hacia atrás.
El yuppi levanta las manos y se aparta
del coche. ¡Dios mío!, ¡ya lo he visto
todo en esta vida! Nos subimos. La Lupe
me recuesta detrás, manda a Milú de
copiloto y se sienta a mi lado. Luego
pone mi cabeza sobre sus piernas, que
me hacen de almohada. Joder. Milú y yo
con los papeles cambiados.
Pienso en incorporarme y gritarle al
de la corbata: «jódete yuppi de mierda»,
pero no soy capaz.
La aceleración del coche me empuja
hacia atrás. ¡Seguimos en marcha!
Pasé una mano por la tapicería de
cuero marrón. Mucho mejor. Pedazo
carro se había agenciado el Cani. Ni
comparación con el Lupo.
Miré a Lupe. «Qué buena eres», fui
capaz de decirle. Me acarició el pelo.
El Cani corría como el mismísimo
demonio.
Cuatro. Mercedes.

No sé a cuánto corría ese Mercedes.


Calculo que a cuatrocientos por hora.
Como poco. Miré a Cani. Es un figura al
volante. Recostado en el asiento,
concentrado, sin gesticular, con
movimientos precisos y firmes, sin una
sola duda, sin la menor indecisión. Y
todo a cuatrocientos por hora. Flipante.
La Lupe me miraba. Muy tranquila. Y
me acariciaba el pelo. Serena.
Éramos como ese equipo que nunca
falla, que antes de salir al campo sabe
que tiene la final en el bolsillo. Sin
dudas. Sin comeduras de olla.
Me incorporé. No quería parecer un
lastre. Intenté estar a la altura de mis
amigos. Hice un esfuerzo de la hostia
por mantenerme erguido.
El avión/Mercedes planeaba por la
autopista. Dentro del coche un silencio
absoluto que hasta Milú respetaba.
Cruzamos un peaje obstruido por coches
abandonados. No sé por dónde. Puede
que traspasásemos los coches como
fantasmas. O a lo mejor los
sobrevolamos, porque estoy casi seguro
de que ese puñetero Mercedes era un
avión.
Cruzamos un puente sobre el mar. El
comandante Cani anunció que el tiempo
en Vigo era inestable, y que
aterrizaríamos en breve. Un poco más y
pasa Milú de azafata repartiendo la
prensa.
Cinco. Vigo.

Entramos por lo que parecía una calle


céntrica. Poco movimiento, tanto de
coches como de personas/taraos.
Ambiente furtivo y traicionero.
El Cani frenó en medio de la calle,
para elegir bien. De frente subida, a la
izquierda subida, a la derecha bajada,
hacia una iglesia.
Quise decirle que eligiese la bajada.
No me salieron las palabras. Recé (a mi
manera) para que eligiese la bajada. La
eligió. ¡Bien hecho, Cani!
Llegamos a una calle ancha y llana.
Cani siguió de frente dejando la iglesia
a nuestra izquierda. Perfecto.
Haciendo esquina con un NH con
pinta de fortaleza improvisada, bajaba
una calle a la derecha. Demasiado
estrecha. Cani pensó lo mismo. ¿Tendré
telepatía?
Más adelante cuatro bancos formaban
un cruce. Santander y BBVA, subida.
Pastor y otro, bajada. Cani bajó. Sin
fallo. Al fondo vimos el mar. ¡Cani, no
te doy un beso con lengua porque te
contagio!
Cani aceleró. El Mercedes rugió.
Bajamos a más de setecientos por hora.
Llegamos al puerto. Cuatro militares
hacían guardia delante de un edificio de
cemento, mamotreto espantoso. A pocos
metros de ellos, varios zumbaos muertos
se amontonaban de forma siniestra. No
se andaban con bromas los militronchos.
Cani avanzó por un paseo peatonal
desierto. Paramos junto a un edificio
alto y alicatado como un baño de los
setenta: Hotel Bahía. Joder qué cosa
más fea.
Nos bajamos del coche. Lupe me
ayudó y caminé todo el rato apoyado en
ella. Milú no ladraba, o por lo menos yo
no lo escuché.
Pasamos junto a una estatua de medio
tío gigante estampado en el suelo y
avanzamos hacia un edificio moderno y
negro con pinta de tanatorio, que resultó
ser un centro comercial. Aunque no
estoy seguro de si vi todo eso o lo soñé.
Tiendo a pensar que lo del medio tío
estampado en el suelo lo soñé.
Estábamos a diez metros del mar.
Solo necesitábamos un barco, saber
manejarlo y llegar a las Cíes. Casi nada.
Pero estaba hecho, porque éramos ese
equipo que cuando salta al campo sabe
que va a ganar la final de calle.
Al lado del medio tío estampado en el
suelo, si es que había un medio tío
estampado en el suelo, vimos un
quiosco/oficina de turismo. De eso estoy
seguro. El Cani pegó dos patadas al
cristal y lo agrietó. Con la culata de la
pipa remató la faena.
Lupe no decía nada, sabía
perfectamente lo que buscaba el Cani.
Yo también. Éramos como una máquina
perfecta. Cani se escurrió por el hueco y
salió con panfletos de las Cíes y mapas
para turistas.
Lupe y Cani miraron los mapas. Se
giraron en varias direcciones, dudando,
se decantaron por una y señalaron un
edificio de piedra que decía: Estación
Marítima. Allí fuimos.
Atravesamos el edificio. Dentro había
gente. Creo que había gente. Creo que
atravesamos el edificio. Bueno, en
realidad no sé cómo llegamos, pero
recuerdo estar frente al mar con Cani y
Lupe. Yo tenía la cabeza baja y miraba
los reflejos del sol en el agua. Lupe me
levantó la cabeza y me la orientó
despacito hacia unas islas. Era un día
claro y se veían bien.
Seis. Chucho.

Volvimos al coche. Seguía en el


mismo sitio, con tres puertas abiertas.
Me senté atrás. Me encontraba mejor.
Intenté decírselo a mis amigos pero no
me salieron las palabras.
Me centré en escucharles. Hablaban
de barcos, de zodiaks, de llaves, de
distancias. Me costaba seguir la
conversación. Dejé de atender.
Me puse de pie. «Estas mejor, ¿eh,
tío?», escuché a Cani, como un eco
lejano. Dije que sí con la cabeza y me
moví. Como un borracho. Como un pato
mareado. Pero estaba bien. «Estoy
bien». Se me entendió, porque el Cani
me dio una palmadita en el hombro.
Seguí experimentando con mi mejoría.
Me alejé del coche, caminando solo,
mientras Cani y Lupe hablaban.
Entonces me fijé en Milú. Estaba con
ellos, y me miraba. Me miraba y me
gruñía. Yo lo miré atento.
Puto perro de mierda. Me empieza a
caer gordo. Perro desagradecido de los
cojones. Y él que me gruñe. Mis manos
se tensan. Me siento bien, con fuerza,
aunque me cuesta coordinar los
movimientos.
Entonces Milú corre hacia mí.
Perfecto. Lo estaba deseando. Me las
paga todas juntas. Chucho de mierda.
Me agacho y espero a que llegue. Viene
ladrando. Lupe y Cani dejan de hablar y
observan la escena sin saber qué hacer.
Lupe duda, y camina hacia mí, despacio.
Entonces llega Milú. Le agarro el cuello
sin darle opciones. Aprieto fuerte. Voy a
estrangular a este perro de mierda. ¿O es
a Lupe a quien aprieto el cuello? Me fijo
bien. Es Milú. Seguro. Lupe y Cani
llegan corriendo. Cani me separa las
manos del cuello de Milú. El chucho
lloriquea, pero a mí no se me ha ido la
rabia y lo quiero matar. Lupe lo coge en
brazos y se lo lleva. «Lo siento,
hermano», dice Cani. Y me esposa. Por
delante. Me resigno porque sé que lo
merezco.
Siete. Trueque.

Me llevan otra vez al Mercedes. Lupe


me va diciendo «tranquilo, no va a pasar
nada. tranquilo». Estoy tranquilo.
Antes de entrar en el coche me miro
en el retrovisor izquierdo. Estoy
irreconocible. Blanco como una mortaja.
No le doy importancia.
Me siento detrás y me quedo mirando
al techo. Dejo de escuchar a Cani o a
Lupe, pero no me molesto en buscarlos
con la mirada.
Al rato me incorporo, con relativa
facilidad. Veo un tarado a unos diez
metros. Está muy delgado. Tiene
mechones de rizos y ojos tristes. Está
pálido. Me mira con indiferencia. La
misma que siento yo por él. Luego dirige
la vista a otro sitio cercano a mí. Y
avanza hacia el coche.
Escucho que se cierra la puerta del
conductor. Veo que Lupe corre rodeando
el coche por delante. Se agacha a mi
lado y me pide que meta las piernas
dentro. En lugar de eso me pongo a
pensar si siento algo por ella. Antes de
tener una respuesta clara, ella misma me
mete las piernas y cierra. A todo esto el
tarao sigue avanzando. Está cerca. Lupe
se sienta en el asiento del copiloto, a
toda prisa, y cuando va a cerrar el tarao
se interpone y lo impide.
Soy consciente del problema. Pero yo
mismo tengo otros dos: estoy esposado y
estoy tarado.
La situación se resuelve rápido. Un
disparo atraviesa la cabeza del tarado
por detrás. Del impacto se cae sobre la
puerta delantera con los brazos
extendidos. Se queda colgado unos
segundos, de forma ridícula, y se
desploma. Un militroncho abre la puerta
de atrás. Se asoma y acerca su puta jeta
a centímetros de mi cara. Tendrá unos
treinta palos, cara alargada, nariz tocha
y patillas largas.
Hago una deducción sencilla, incluso
para un zombi: se acaba de cargar a un
tarado, yo estoy tarado, y sigo esposado.
Muy bien, pues adiós.
Para mi sorpresa me agarra por los
hombros, me incorpora, me saca fuera y
me deja apoyado en el coche. ¡Qué
fuerza tiene el cabrón! «Este se os
muere», dice. Y luego: «vale, está bien.
Venid al barco».
Cani le da las llaves del Mercedes, el
militroncho cierra con el mando a
distancia y se mete las llaves en el
bolsillo del pantalón militar.
Seguimos al tío, que lleva la pistola
en alto como esperando (deseando) que
alguien nos moleste.
Bajamos unas escaleras de piedra,
avanzamos por una pasarela de madera
sobre el mar. Llegamos a un barquito
pequeño y blanco. Para cuatro personas
como mucho. Con un camarote chiquitito
delante.
Nos subimos los cuatro. A mí me
ayuda Cani. Lupe lleva a Milú en
brazos. Me meten en el camarote. El
militroncho les da las indicaciones
oportunas y se despide.
Arranca el motor del barco.
¡Quién me iba a decir que nos íbamos
de paseo en barco! La idea me gusta y
descubro que es un bulo eso de que a los
tarados no nos gusta el agua.
Ocho. Cousteau.

El barquito iba desesperantemente


lento. Como mucho a varios cientos de
nudos, sea lo que sea eso en
kilómetros/hora. Dentro del camarote
estaba oscuro.
Miré por la puertecilla. La cubierta se
parecía a un coche, solo que con el
volante a la derecha. Conducía Cani,
con Lupe de copiloto. Milú me ladró.
Puto chucho. No llego a estar esposado
y lo tiro al mar.
Cani y Lupe me miraron. Lupe metió a
Milú en el camarote y me sentó en el
suelo de la cubierta. Luego volvió a su
sitio. Milú y yo con los papeles
cambiados otra vez.
Aunque estaba un poco bajo allí
sentado, pude asomar la cabecilla lo
suficiente para tener buenas vistas.
Observé otra vez al Cani. Seguía
pareciendo un comandante, como en el
Mercedes. Pero ahora era el comandante
Cousteau.
Me acordé del Mercedes. ¡Cómo
corría! Pena que el Cani tuviese que
cambiarlo por esta mierda de barco.
Seguro que nuestro Mercedes hubiese
planeado por el agua. Debimos haber
probado.
Me sentía bien. No estaba mareado
como en el Lupo. Me sentía fuerte.
Pensé cuánto me faltaría para
convertirme en un completo zumbado.
Suponía que no mucho. Era capaz de
razonar un poquito, pero me
desconcentraba continuamente.
Reconocía a Lupe y a Cani. Sabía que
eran los buenos, pero como de memoria,
no porque lo sintiese. Milú era un puto
cabrón y lo hubiese mandado al mar de
una patada.
Entonces pensé que igual ya estaba
completamente tarado, y que en realidad
los tarados solo atacábamos por miedo,
o para defendernos de los humanos.
Puestos a suponer es más peligroso un
humano que fabrica armas nucleares que
un tarado que se limita a esperar la
muerte. Eso es. Si un humano es capaz
de matar por placer, ¿qué no hará
cuando se siente amenazado? En el
fondo, los tarados éramos los buenos.
Hugo tenía razón.
Lupe me miró y no sentí nada.
Nueve. Oriana.

Se levantó oleaje. El barquito se


movía mucho. Me volvió el mareo y me
empecé a poner de mala leche. Si llega a
estar Milú a mi lado lo aplasto.
Lupe le decía a Cani que bandease el
temporal. Me mosqueó porque se dice
capear, y no bandear. No pude decirlo
en alto y me quedé jodido.
Pasamos cerca de un trasatlántico
gigantesco a la deriva. Era como un
edificio plantificado en medio del mar.
Oriana. Perfecto, sabía leer. Buena cosa.
El Cani se acercó un poco al barco,
supongo que por curiosidad.
Miles de zumbados se amontonaban
en las distintas cubiertas para
contemplar las vistas. Para que luego
digan que no nos gusta el mar. Puto bulo.
Nos encanta.
Avanzamos por la sombra que
proyectaba el barco. Muchos pirados
nos miraron y alguno chilló. Yo les dije
adiós con la mano pero no contestó
ninguno. Putos sosos. Estoy mucho
mejor que ellos. Dónde va a parar.
Dejamos atrás el barco y seguimos
nuestra ruta. Las islas se veían cerca.
Empezaba a anochecer.
Diez. De paseo.

Se hizo de noche. Dentro de mi cabeza


un poco también.
Me sentía desorientado y quería estar
solo. Me estaba cabreando. ¡A ver por
qué tenía que ir en esa mierda de barco
a una isla dejada de la mano de dios! Yo
quería estar a mi bola por la calle. Joder
qué frustración. Me estaban cayendo
gordos estos dos.
El viaje se me hizo eterno. Tardamos
horas en llegar a las Cíes: cien o
doscientas horas, no sé.
Por fin vimos el embarcadero. Y allí
atracado un barco más grande que el
nuestro. Al fondo, algo que parecía un
bar. En la fachada, con letras rojas muy
grandes, decía: «Isla infectada. No
atracar. Peligro de muerte».
Cani apagó el motor. Llegamos con la
inercia. Nuestro barquito encalló en la
arena y Cani echó un ancla pequeña y
ridícula.
Lupe cogió a Milú, que me gruñó otra
vez. Me planteé morderle el hocico pero
Cani me agarró en ese momento para
ayudarme a bajar. Le dejé que me
agarrase por respeto. Porque estar,
estaba de muy mala hostia.
Primero bajó Lupe con Milú. Luego el
Cani me dejó de espaldas al mar sentado
en un lado de la lancha. Se bajó, tiró de
mí y nos caímos al agua los dos. ¡Joder!,
¡torpe, coño! Menos mal que me caí
encima de él y me hizo de cojín.
Me revolví un poco en el agua, de
mala leche, y emití unos gruñidos. Sin
hacer ni puto caso el Cani se levantó, me
levantó a mí y me ayudó a caminar hacia
la playa. Cuando estábamos casi en la
orilla, Lupe vino a ayudarle. Luego nos
sentamos en la arena los tres.
Joder. La playa era enorme. Bien.
Pues la puñetera playa de Rodas. Allí
estábamos. Con el cabrón de Milú. Lupe
lo tenía que apartar de mi lado
continuamente. Tuvo suerte el chucho.
Cani y Lupe comentaron algo sin
mirarme. ¿Qué pasa?, ¿que conmigo ya
no se cuenta?, ¿que los zombis no somos
personas? Cabrones. Me aburrían y
quise levantarme para irme. Pero tiraron
de mí hacia abajo. Tenían más fuerza
que yo y me dejé.
Luego señalaron un punto a lo lejos.
¿Luz? Había una luz. Pues guay. ¿Y qué?
La cuestión es que se encebollaron en ir
hacia la luz. Putos pesados, con lo bien
que se estaba allí.
Me obligaron a andar otra vez.
Esposado. Qué humillante. Si por lo
menos me hubiesen soltado las
esposas… Encima no podía intentar
convencerles de que no les haría nada,
como los malos de las pelis, porque no
me salían las palabras.
El camino estaba lleno de hojas de
eucalipto. Pasamos por un dique.
Subimos una cuesta. Tardamos mucho.
Me cansaba. Tardamos días o semanas.
Todo se me hacía eterno. ¿Por qué no
me dejarían en paz estos dos? Intenté
rebelarme y escapar corriendo. Me solté
de Cani pero me caí a los pocos metros.
Me pegué una hostia impresionante
porque no pude amortiguar el golpe con
las manos. No me partí el cráneo de
milagro. Estos dos se acercaron, me
miraron de arriba abajo, me pusieron de
pie y seguimos.
Me caían realmente mal. Cani me
parecía un capullo con su puto chándal y
Lupe no me parecía guapa en absoluto.
Más bien una creída. De Milú ni
hablamos. Intenté darle una patada, pero
Cani me apartó y la pegué al aire.
Llegamos a una casita iluminada. Cani
y Lupe se pararon. Cani se levantó la
chaqueta. Llevaba la pistola en la
cintura apretada a tope con la goma del
chándal. Sacó la pipa y fuimos a la
puerta.
Once. Laboratorio.

No entramos como en las pelis, no:


con patada en la puerta y pistola
agarrada a dos manos. Entramos como
Pedro por su casa porque la puerta
estaba abierta. Sin más. Cani volvió a
guardarse la pipa en la cintura.
Era un cuarto cuadrado, casi todo
lleno de mesas en las que alguien había
instalado un laboratorio.
Pegado a la pared derecha había un
catre con una funda nórdica. A la
izquierda una cocina americana, con una
cafetera italiana. Solo faltaba una
ensaladilla rusa.
Lupe me llevó al catre y me dejó allí
sentadito, con la espalda pegada a la
pared, como un gilipollas inservible.
Luego hablaron entre ellos (muchos
secretitos se traen entre manos).
Parecían nerviosos. Tomaron asiento.
Milú ladró. Alguien abrió la puerta
con cautela.
¡Joder: el Hugo!
Doce. Aclaraciones.

Cani se levantó como un resorte, que


es el modo en que la gente suele
levantarse en esos casos. Sacó la pipa y
apuntó a Hugo.
—Contra la pared, maldito hijo de
puta, antes de que te vuele la cabeza —
dijo.
—¡Joder! Y yo que iba a decir que me
alegraba de veros.
—Menos coñas y ponte contra la puta
pared.
—¿Cuál de ellas?
Bien apuntado, claro, porque había
cuatro paredes, como en toda habitación
que se precie. «Pues contra esa misma»,
dijo el Cani apuntando con la pipa a la
derecha de la puerta. El Hugo obedeció.
«Lupe, dale una silla a este hijoputa».
Desde mi punto de vista absolutamente
imparcial de observador zumbado, el
Cani está demasiado influido por el cine
yanki. De todas formas Lupe lo hizo. Le
acercó a Hugo una silla para que se
sentase.
El Cani se sentó en otra. De frente a
él. Con el respaldo hacia delante en
lugar de a la espalda. Detalle
desafortunado propio de un poli
chusquero de una peli de serie B. De
haber podido hablar, mi crítica hubiese
sido demoledora: los estándares de
calidad del Cani eran penosos. Incluso
para una audiencia constituida por una
creída, un chucho de mierda y un zombi.
«Vamos a ver, capullo, o me das una
explicación sensata de cuál es tu papel
en todo este rollo o te vuelo la tapa de
los sesos».
Me dio algo de vergüenza ajena que el
Cani volviese a tirar de topicazo.
—Pero… Está claro, ¿no? —dijo el
Hugo—. Si se lo dejé escrito a Lupe en
un correo.
—Hugo, tu correo no hay quien coño
lo entienda —dijo Lupe.
De no haber estado esposado habría
aplaudido. Menos mal que Lupe había
subido un poco el nivel de la escena.
Pero al momento me pareció que había
sobreactuado y que era una creída, y me
alegré de haberme ahorrado el aplauso.
Busqué a Milú con la mirada para ver si
estaba cerca y lo podía pisar.
—¿Cómo que no se entiende? Lo
tengo aquí —dijo Hugo llevándose la
mano al bolsillo.
—¡Mueve un solo músculo, cabrón, y
te pego un tiro!
—Pero si yo…
—Hazlo, cabrón, hazlo, alégrame el
día.
¡Bueeeno, bueeeno el Cani! Qué cosa
tan lamentable. No llego a estar blanco y
me pongo rojo. ¿Pero a quién se le
ocurre tirar de Harry el sucio a estas
alturas de la película?
«Cani, déjalo. Déjalo que se explique,
hombre». La Lupe otra vez. No es por
ella y me pongo a tirar tomates.
El Hugo sacó su iphone, rebuscó y
leyó:

Cuando te hablé de irnos


juntos a una isla desierta lo
decía en serio.
Increíblemente, la situación
me ha desbordado. Es mi
cobardía la culpable de todo,
y la que me impide estar
contigo. Siempre tuyo, Hugo.

—Clarísimo, ¿no? —dijo Hugo.


—Pues no mucho, la verdad —dijo
Lupe.
—Ya. bueno. Es que así leído…
—Pues ya lo estás dejando todo más
clarito que el agua, chaval —dijo Cani.
—Pues que soy un cobarde…
—Lo que eres es un puto asesino.
¡Genocida, proxeneta! —dijo Cani.
En ese momento quise intervenir para
apuntar que un insulto no guardaba
relación alguna con el otro. No pude. De
la frustración solté una patada al aire y
no pesqué a Milú por un pelo. El cabrón
me ladró, pero Lupe lo cogió en brazos
sin ni siquiera mirarnos.
—¿Asesino? Cobarde sí. El más
cobarde del mundo. Pero asesino nunca.
—¿Pero tú has visto la que has liado?
—Déjame que lo explique.
Cani, por fin, le dejó contar su
historia.
Catorce. (Sigue al
doce). La historia.

Hugo nos contó que la salsa era el


ingrediente estrella de los kebabs. Se
cocinaba en Alemania y desde allí la
enviaban en camiones a los países con
restaurantes de la cadena.
En España se recibía los viernes de
cada mes. Una vez recibida, un químico
analizaba un barril por camión. Hugo,
que era el jefecillo, supervisaba esos
análisis. Si todo estaba bien, daba el
okay y la salsa se distribuía a toda
España desde la planta de Getafe. Como
los alemanes son serios y cumplidores,
todo solía estar perfecto.
Hasta ahí, nada sorprendente o que no
supiésemos.
El último viernes de febrero faltó su
subordinado, y fue Hugo quien tomó
muestras de diez bidones, y analizó la
mitad. Los cinco perfectos. Como
siempre. El resto lo dejó para después
de comer. Cuando estaba comiendo lo
llamó Pipu para organizar una marcha
solidaria con los movimientos de
liberación norteafricanos. ¡Qué coño!
Los viernes por la tarde no se debería
trabajar. Y además, los análisis darían
bien seguro.
Total, que Hugo dio el okay, pero solo
con la mitad de las muestras. «Mirad»,
nos dijo. Fue a su maletín, sacó un
papelote y nos lo enseñó. Era parecido
al de un análisis de sangre. Estaba
firmado por él. «Son los análisis de ese
viernes. Dice que todo está bien, pero
solo sobre cinco muestras. Nadie se dio
cuenta. Como ningún jefe se lee los
papeles…»
El lunes siguiente Hugo terminó los
análisis por pura rutina.
Muestra del bidón seis: perfecta,
como siempre.
Muestra del bidón siete: perfecta, nos
ha jodido.
Muestra del bidón ocho: rara. rara de
cojones. ¡Bah! Cualquier chorrada sin
importancia.
Muestra del bidón nueve: normal.
¡Buf!
Muestra del bidón diez: ¡dios, esto
qué es!
El bidón diez tenía una concentración
salvaje de un virus rarísimo que hugo
nunca había visto.
Analizó otra vez la muestra de los
bidones ocho y diez. El virus era el
mismo. Estaba claro. Le entraron los
calores. Hasta se puso rojo él solo en el
laboratorio, nos dijo. ¡Me cago en la
puta!, gritó. Durante el fin de semana se
había distribuido la salsa por toda
España.
Consideró estas alternativas: a)
comunicar su error, perder su trabajo y
rezar para que el virus fuese inocuo; o
b) callarse y rezar para que el virus
fuese inocuo.
Lo correcto era comunicar el error
porque su integridad debía quedar por
encima de intereses personales. Pero
prevaleció la integridad de su nómina de
setenta mil lereles al año. Se calló como
una puta y dedicó el resto de la semana a
analizar el virus. Químicamente era
relativamente sencillo, pero siniestro.
Como una bomba. Casi seguro afectaría
al ser humano. Y tenía pinta de ser
contagioso a tope. Pillaría desprevenido
a todo dios.
Por cobardía, para evitar sospechas,
no llamó a sus colegas de otros países
para preguntar por los análisis del
último envío. Como no tuvo noticias en
ese sentido, dio por hecho que el
problema estaba solo en España.
Durante días deseó que su pronóstico
no se cumpliese. Pero el lunes que
quedó conmigo se confirmaron sus
peores presagios. Y le entró el pánico.
Su primera idea fue salir de España
con Lupe, con la excusa de hacer un
viaje a la playa. La verdadera razón era
huir del desastre que él ya sabía que era
seguro.
Cuando escuchó en las noticias el
asunto del Gregorio Marañón lo asoció
enseguida con su error, y se pidió unas
vacaciones sin dar demasiadas
explicaciones.
En su defensa, dijo, teníamos que
reconocer que nosotros estábamos
avisados. No de la historia completa,
porque tenía miedo de que fuésemos a la
policía con el cuento, pero sí de un lugar
seguro donde acudir en caso de
problemas: Cíes.
—¿Avisados? Será cabrón —dijo
Cani—. Para empezar solo se lo dijiste
a Lupe.
—Ya. Pero sabía que ella os lo diría.
Y el correo dice Cíes.
—¿Dónde dice eso?
—Pues leyendo la primera letra de
cada línea de arriba abajo, Cani. Si es
un topicazo tipo Código da vinci. ¿No
me jodas que no os habíais dado cuenta?
—dijo Hugo (sinceramente
sorprendido).
—Pues no, señor listillo de los
cojones —dijo el Cani (profundamente
humillado).
Las islas estaban vacías hasta el
verano, a excepción de los guardias
forestales del parque, a los que
reclamaron en la ciudad en cuanto
empezó el follón.
Hugo llegó a Vigo con toda su pasta
metida en una bolsa de deporte. No tuvo
problemas para comprar un barquito.
Navegó cuando la ciudad ya era un caos.
Al llegar hizo la pintada en el
restaurante del embarcadero, para evitar
compañías no deseadas.
Quince. La pregunta
del millón.

Bien. La pregunta del millón era:


estimado Hugo, ¿dispones de remedio
contra el virus? Lo preguntó Lupe.
—Hugo. Dime por tu madre que tienes
vacuna.
—Pues sí y no.
—Pues si no me hablas claro lo
mismo te parto el careto —dijo Cani.
—Digo que sí porque tengo un
antiviral. Y digo que no porque no lo he
probado con nadie.
—Pues ya tienes un candidato —dijo
Cani.
—Vale —dijo mirándome—. ¿Cuándo
se infectó?
—Creemos que el martes.
—¿El martes? Demasiado tarde. Dudo
que funcione.
En ese momento yo estaba bastante
entretenido y no me atreví a interrumpir,
aunque el problema me afectaba
directamente.
—¿Cómo que demasiado tarde? —
preguntó Lupe.
—Sí, Lupe. Que no creo que le haga
efecto. Además, ¿lleváis con él desde el
martes?
—Cani desde el martes. Yo desde el
miércoles.
—Vale, pues ya os digo que estáis
infectados fijo.
—¡No me jodas! —gritó Cani— ¡Pero
si no noto nada!
—Ya, pero es que la incubación
puede ser de varios días. Aunque no
tengáis síntomas puede que seáis
portadores. Estáis muy a tiempo de usar
el antiviral. Tomás está muy afectado.
No creo que le haga nada.
—O sea, ¿que nos tienes que meter
algo también al Cani y a mí? —preguntó
Lupe.
—¡Sin duda, vamos! —dijo Hugo—.
Como estéis infectados la palmamos
todos en esta isla en pocos días. La
decisión es vuestra.
Ahí se me pusieron los pelos de punta.
¡La madre que me parió. Como caigan
en el truco más viejo de la historia yo
me corto los huevos!
Cani y Lupe se quedaron pensativos.
Se retiraron para hablar. Yo flipo. ¿Pero
es que hay algo que hablar? Si el Hugo
les está haciendo la jugada del gato: nos
inyecta una mierda a los tres, la
palmamos, nos tira al mar, se evita
contagios y sigue aquí solito de puta
madre, sin testigos de su cagada y sin
que nadie lo moleste.
«Que sí, Hugo, que sí, que nos pinches
y a tomar por saco», dijo Cani. ¡Haaala
venga, a la mierda todo, hombre! Me
mosqueé tanto que me levanté. Pero con
tan mala suerte que me trompiqué en el
primer paso y me fui otra vez de piños
al suelo. «Empezamos por este», dijo
Hugo.
Me subieron al catre. Intenté decirles
a Cani y a Lupe que eran unos pardis,
pero me salió un chillido cutre. El Hugo
fue a su maletín, trincó una hipodérmica
y un frasquito, llenó la jeringa, le dio
dos toquecitos, expulsó una gotita y se
vino a por mí. «Al principio da un poco
de sueño. No os asustéis». Nos ha
jodido. Cabronazo. Sueño eterno.
El hijoputa del doctor muerte, el
cabrón del Menguele, se me acercó con
la jeringa y me pinchó encima del tatu,
como a un puñetero condenado de una
cárcel de Nuevo Méjico.
Me quedé tranqui, y se me empezaron
a cerrar los ojillos. «¡Veis! Ya le entra
el sueño».
«Por lo menos quítale las esposas»,
dijo Lupe. «No soporto verle así». Cani
me las quitó. Perfecto. Mañana a
primera hora tres gilipollas menos. Y al
chucho me lo como vivo.
Tumbado en mi catre vi como
Menguele repetía el ritual de la
hipodérmica y el frasquito con la Lupe y
con Cani. Los pinchó en ese orden. Lupe
miró a Menguele. Cani al suelo.
Menguele usó tres jeringas distintas,
muestra genial de su talento. Ya que iba
a matarnos, pudo haber usado la misma.
Pero no lo hizo. Esos detalles distinguen
al profesional (Hugo) del aficionado
(Cani).
Luego me quedé dormido. Convencido
de que sería para siempre.
Martes a sábado
Uno. Martes.
Vacaciones.

Me desperté resacoso. Demasiada luz.


Me apreté las muñecas. Las tenía en
carne viva por las esposas. Me dolía el
brazo izquierdo. El pinchazo de
Menguele me había dejado un moratón
encima del tatu. Me froté los ojos. Era
como si tuviesen arena. Me levanté.
Joder. Me costaba estar de pie. No veía
bien. Di unos pasos como un puñetero
pato mareado. Resoplé. Joder. Me
apreté otra vez las muñecas y luego me
froté otra vez los ojos.
Abrí la puerta de la casa. Luz. ¡Dios
qué puta cantidad de luz! De dónde
cojones ha salido toda esta luz. ¿No
decíamos que en Galicia llueve
siempre? Me cago en la puta luz mil
veces.
Caminé un poco. Escuché un ladrido.
Milú. Okay. Eso es que Cani y Lupe
están cerca.
Venía corriendo. Me agaché y esperé
a que llegase. ¡Ahora sí que sí!
Le agarré la cabeza y la pegué a mi
cara. ¡Milú, mi perrito bonito! Él me
llenó de lametones. Luego le apreté la
punta de las orejillas con los dedos,
porque sé que le gusta mucho. Lo
levanté por los aires y lo dejé en suelo.
Le acaricié la cabeza y se dio la vuelta
para que le acariciase la barriga, que
también le gusta. Y también lo hice.
Me sentía mejor y ya caminaba casi
normalmente. Joder, el cabrón de
Menguele se había portado. Fui hasta la
playa.
Cani y Lupe estaban sentados en la
arena, mirando al mar. «La próxima vez
que me esposéis os mato, cabrones», les
grité.
Se giraron y vinieron rápidamente.
—¿Qué tal estás? —me gritó Lupe.
—Mejor que en brazos.
La abracé fuerte y la levanté por los
aires como antes a Milú. Ella se reía y
cuando la bajé me apretó la cara y me
pegó un beso en los morros. Luego le di
al Cani un abrazo de hermano que te
cagas, y los dos empezamos a dar botes
y a entonar el manido «¡oe-oe-oe-oe
oeee-oeee!».
Después de tranquilizarnos fuimos a
buscar al Hugo. Al verlo retomé el
liderazgo que me correspondía de forma
natural.
—Bueno, bueno. Pues tenemos aquí a
un genocida que algo habrá que hacer
con él —dije mirando al Hugo.
—Genocida por imprudencia —dijo.
—Pero genocida.
—Estuve pensando —dijo el cabrón.
—A ver.
—Me entrego.
—¿Cómo y cuándo?
—En cuanto todo vuelva a la
normalidad y llegue el primer barco.
—¿Y eso cuándo va a ser?
—Pronto. Si yo he podido fabricar un
antiviral, alguien más podrá hacerlo. Es
más, estoy seguro de que ya lo han
hecho.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Pues a disfrutar de nuestras
vacaciones en la playa, ¿no? —dije.
Dos. Miércoles y
jueves. La playa.

Esos días hizo un tiempo de puta


madre. Nos pasábamos el día en la
playa, como turistas ricos. Hugo se
encerró en el laboratorio, y no quiso
estar con nosotros porque estaba
avergonzado.
Lupe se quitaba las gafillas y se
soltaba el pelo antes de bañarse. Me
miraba y movía la melena a los lados
con un gesto gracioso que sabía que me
ponía a cien. «Joder Lupita, te van a
denunciar los ecologistas por contribuir
al calentamiento global». Ella se reía y
se iba al agua.
A mí la escenita de Lupe saliendo del
agua en top less me subía la moral a
tope. Yo aprovechaba su miopía para
correr al mar, disimulando.
—¿Qué tal está el agua, Tomás? —me
gritaba Cani desde la orilla.
—Pues ahora mismo a cien grados
más, niño.
Cani se reía y Lupe hacía que no se
enteraba.
Estando los tres en la arena
escuchamos el soniquete de un sms en la
Blackberry de Lupe. «¡Hostia!», dijimos
Cani y yo a la vez. Y luego otro sms, y
otro, y otro, y otro. Cincuenta millones
de llamadas perdidas.
Lupe cogió el móvil. «Chicos, hay
cobertura. Parece que Hugo tenía razón.
Deben de tener una cura».
El jueves de noche vimos algunas
luces de Vigo desde la playa.
Tres. Viernes y
sábado. Mortadelo y
Filemón.

Al día siguiente, temprano pero de


día, escuchamos el ruido de una motora
acercándose.
Era una patrullera de aduanas
superaerodinámica. Atracaron al lado de
nuestro barquito y del de Hugo.
Dos picos salieron a cubierta.
Mortadelo y Filemón. Llevaban
mascarillas como de cirujanos, o de
japoneses. O como de cirujanos
japoneses. Examinaron los barcos
detenidamente.
Salimos los tres a su encuentro.
«¡Hooola!» dijimos agitando los brazos
mientras nos acercábamos. Filemón se
llevó la mano a la pistola. Joder con
Filemón.
«Estamos bien, estamos bien», grité.
La lancha se pegó al muelle.
Desembarcaron Mortadelo y Filemón.
Otro pico (¿el doctor Bacterio?),
también con mascarilla japonesa, salió a
cubierta y observó la escena.
«Avancen despacio y con los brazos
en alto», dijo Filemón.
«Es pura rutina», dijo Mortadelo (que
hacía de poli bueno).
Mortadelo nos cacheó a Cani y a mí.
Cuando le tocaba (el turno) a Lupe,
dudó.
—¿Tiene usted inconveniente?
—Ninguno —dijo ella.
—No hay problema. No hará falta —
dijo Mortadelo levantando las manos.
Él se lo pierde.
—¿Desde cuándo están aquí? —
preguntó Filemón.
—Desde el lunes —dije.
—¿Hay alguien más con ustedes?
—El doctor Menguele —contesté.
—¿Perdón?
—Un colega. En el refugio de los
guardas forestales.
Los picos nos llevaron a Vigo. Cani,
Lupe y yo les debimos parecer
inofensivos y nos dejaron ir solos en
cubierta. Milú ponía cara de velocidad,
con las orejotas hacia atrás. Yo me reía
y le acariciaba la cabeza. Él meneaba el
rabo e intentaba lamerme.
Hugo se pasó todo el trayecto dentro,
en los camarotes. Supusimos que
confesando sus pecados a los padres
picoletos.
En el puerto de Vigo había una
macrotienda de campaña blanca de
Naciones Unidas que era un hospital de
campaña gigante y provisional.
Una militroncha con bata blanca nos
extrajo sangre a los cuatro.
—Pronto tendrán los resultados —
dijo—. Si todo está bien, podrán volver
a casa.
—¿Y si está mal? —pregunté.
—Cuarentena indefinida.
—¿Pero no hay vacuna?
—Usted fíese del ejército —dijo.
«Pasarán la noche en el Bahía»,
añadió Filemón señalando el hotel alto y
feo frente al puerto. «Saldrán en cuanto
sea posible, siempre y cuando todo esté
en orden, como les ha dicho la doctora.
A su salida les suministrarán
mascarillas y unas instrucciones
detalladas de seguridad. Como es obvio,
hasta nueva orden no podrán abandonar
la habitación bajo ningún concepto».
«Comprendan que son cautelas
inevitables», dijo Mortadelo, que era
mucho más enrollado. «Les acompañaré
al hotel para que formalicen el registro».
«Yo me quedo», dijo Hugo. La
despedida fue breve. Que ya nos
contaría y tal. Casi le digo que le
llevaría una lima en una barra de pan,
pero me pareció un chiste demasiado
fácil.
—¿Por qué me dijo la doctora que me
tenía que fiar del ejército? —le pregunté
a Mortadelo.
—Pues porque el ejército tiene
controlados a los enfermos. Están en
cuarentena. Pero los médicos siguen sin
tener un tratamiento fiable para el virus.
—¿En cuarentena dónde?
—Bueno, digamos que en
instalaciones adecuadas que custodian
los cascos azules —dijo Mortadelo.
Rediós. Me sonó a campo de
concentración.
Nos instalaron en un apartamento un
poco rancio y cascado, pero con unas
vistas al mar de puta madre. Tenía un
minisalón con cocina americana, baño y
una habita con dos camas. Podía haber
sido mucho peor. Como cárcel resultaba
agradable.
Una semana
después
Uno. Viernes. En la
cárcel.

Intenté tomarme la semana en la cárcel


de relax.
Aun así me preocupaba un poco que
en mi organismo quedasen restos del
virus y me facturasen a uno de los
Guantánamos que se habían montado los
militronchos.

Cada vez que llamaban a la puerta me


daba un flush del copón bendito.
Por la tarde, un militroncho/mensajero
nos informó de que al día siguiente
tendríamos los resultados de los
análisis, y se tomaría una decisión sobre
nosotros.
De noche, mientras estábamos de
charleta los tres, algo aburridos, le
preguntamos al militroncho/camarero
que nos traía la cena si no tendría algo
para entretenernos un rato.
El tipo volvió a los cinco minutos con
un periodicucho bastante sobado.
Hubiese preferido un parchís. Pero,
bueno, si no había otra cosa…
Empecé a hojear el periódico sin
mucho interés. Hasta que me tuve que
cagar en la puta.
—¡Me cago en su madre. Me cago en
su putísima madre!
—¿Qué pasa, qué pasa? —dijo Cani.
Lupe y Cani se sentaron a mi lado y
leímos esto:

El químico Hugo
Xan Home héroe
de la lucha contra
la pandemia
Su intervención decisiva en la
erradicación del Virus VhX
podría valerle la candidatura al
Nobel de Medicina
R.R.M / Vigo

El altruismo, la ética
profesional y la valentía
ejemplar del químico Hugo Xan
Home permitirá la erradicación
del Virus VhX.
Este joven químico vigués
afincado en Madrid, que era
responsable de calidad de Berlin
Kebab España (BKE), advirtió
sobre la infección de una partida
de ‘salsa berlín’ que fue, a la
postre, la causante de la
expansión del virus.
Según fuentes policiales, «el
análisis de la partida infectada
no se ha podido hallar en los
archivos de la empresa en
formato alguno». Según las
mismas fuentes, la única
explicación a ello es que «la
Dirección de BKE destruyese el
informe y todo rastro del mismo
para, después, distribuir la salsa
por los establecimientos de la
cadena. La decisión se habría
tomado para evitar eventuales
pérdidas por desabastecimiento
del ingrediente estrella de los
populares kebabs».
Se da la circunstancia de que
la cúpula directiva de BKE, que
permitió la propagación del
virus, ha desaparecido al
completo por efecto de dicho
virus letal.
Xan Home, que ignoraba la
destrucción de su informe y la
comercialización de la salsa
infecciosa, tuvo conocimiento de
la pandemia cuando disfrutaba
de unas vacaciones en su Vigo
natal. Lejos de amedrentarse,
reunió un instrumental básico
para improvisar un modesto
laboratorio. Llegando al límite
de experimentar con su propio
cuerpo, Xan Home desarrolló un
eficaz antiviral que trasladó con
la máxima celeridad a científicos
de Naciones Unidas.
La fabricación y distribución
del antiviral, que ya ha
comenzado, permitirá el cierre
de los controvertidos Centros de
Aislamiento y el alta de los
enfermos en cuarentena.
La irrupción de Xan Home en
un país tan necesitado de héroes
ha sido fulgurante. Pese a su
juventud algunos lo sitúan en las
quinielas para la cartera de
sanidad del Gobierno
Provisional. Pero Hugo parece
tener otros planes. En
declaraciones a El Mundo ha
afirmado que «no es ético ni
íntegro abandonar el barco en
momentos difíciles». Sus
palabras hacen pensar que
aceptará el ofrecimiento de
trasladarse a Alemania para
convertirse en el número dos de
Berlin Kebab a nivel mundial.
Algunos consideran tal maniobra
una astuta operación de lavado
de imagen de la multinacional
alemana, que querría utilizar en
su provecho la repentina
popularidad del joven.
Pero no se acaban ahí las
buenas noticias para Xan Home.
Fuentes cercanas al Instituto
Karolinska, institución
encargada de la designación del
Nobel de Medicina, aseguran
que su nombre suena con fuerza
para el galardón.
Dos. Sábado.
Amanecer.

El sábado me desperté temprano, aún


de noche. Milú se despertó también, y se
convirtió en mi compañero de
madrugón, siguiéndome por todo el
apartamento.
Abrí la ventana del salón cuando
empezaba a amanecer. Entraba una brisa
muy guay y olía a mar.
Estuve un rato viendo cómo amanecía
y haciendo planes a mil por hora en mi
cabeza.
Estaba impaciente. Como los niños el
día de la excursión de fin de curso.
Cuando aún era bastante temprano
llamaron fuerte a la puerta.
Antes de abrir fui corriendo a la
habita. Cani estaba despierto, se
incorporó en la cama y se frotó los ojos.
Lupe seguía sopa. Me agaché a su
lado y le revolví el pelo. Se despertó y
me sonrió. Le devolví la sonrisa.
Fui volando a abrir. Era un
médico/militar/cartero con tres sobres.
—Buenos días. Los análisis están en
orden. Tienen una hora para dejar la
habitación. Desde el hotel salen
autobuses gratuitos en diversas
direcciones, si lo desean. En muchas
localidades hay puntos de atención de
Naciones Unidas donde pueden obtener
información y ayuda. ¿A dónde se
dirigen?
—A Mondoñedo —dije.
INDICE
Jueves a sábado
Uno. Jueves. Mi casa.
Dos. Viernes. Tío raro
Tres. Sábado. Movida
Domingo
Uno. Lavapiés
Dos. Piso del Cani
Tres. Partidito
Cuatro. Sms
Cinco. Hugonotes
Lunes
Uno. Con hugo
Dos. Telediario
Tres. Hospital
Cuatro. Casa de Hugo.
Cinco. Peli
Seis. Mulholland drive.
Siete. A sobarla
Martes
Uno. Resacón y charleta
Dos. Coches
Tres. Lupe.
Cuatro. La salsa
Cinco. Alarma.
Miércoles
Uno. Casa de Lupe
Dos. #spanishinfection
Tres. Rodas
Jueves
Uno. Excepción
Dos. A peor
Tres. Colapso.
Cuatro. Decisiones
Viernes
Uno. Las llaves
Dos. A-6.
Tres. ¿Cuándo se come?
Cuatro. Edificio España
Cinco. Hablemos con
propiedad
Seis. Adiós amigos
Siete. Corte Inglés
Ocho. A cubierto
Nueve. Casa do Brasil
Diez. La pistola
Sábado
Uno. Milú
Dos. Guadarrama
Tres. Recuento
Cuatro. Un vehículo, por favor
Cinco. Flores
Seis. Bar de carretera
Siete. Velocidad
Ocho. Motel Hércules
Nueve. Lupe y Lupo
Domingo
Uno. Pesadilla
Dos. ¿Bowie?
Tres. Segundo recuento
Cuatro. Razones
Cinco. Mondoñedo
Seis. El paciente inglés
Siete. Las Catedrales
Lunes
Uno. Conspiración
Dos. Reconstrucción
Tres. Santiago
Cuatro. Mercedes
Cinco. Vigo
Seis. Chucho
Siete. Trueque
Ocho. Cousteau
Nueve. Oriana
Diez. De paseo
Once. Laboratorio
Doce. Aclaraciones
Catorce. (Sigue al doce). La
historia
Quince. La pregunta del
millón
Martes a sábado
Uno. Martes. Vacaciones
Dos. Miércoles y jueves. La
playa
Tres. Viernes y sábado.
Mortadelo y Filemón
Una semana después
Uno. Viernes. En la cárcel
Dos. Sábado. Amanecer

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