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Capítulo III - Planeta Adolescente - Versión Digital

TRES

EL FIN JUSTIFICA LOS MEDIOS

Cuanta verdad hay en vivir,

solamente el momento en que estás,

si es presente, el presente y nada más.

Vox Dei

La adolescencia, como hemos visto en los capítulos precedentes, es el resultado de una


compleja operatoria. Su entidad se habría de gestar en el apretado tejido que conforma la red
cultural, aquel espacio donde se sostienen todas las producciones subjetivas de una sociedad.

No obstante, el entramado de la red cultural no sólo no permanece estático sino que tampoco
adopta los previsibles formatos de la linealidad, o bien, los de algún planeamiento previo. Va
sufriendo continuos y a veces imprevisibles cambios en su rumbo, los cuales delimitan los
nuevos contextos y escenarios donde se representa la vida social de una cultura dada en un
determinado período histórico.

A lo largo de las dos últimas décadas del siglo pasado los marcos de referencia de las
sociedades occidentales, aunque también gran parte de los pertenecientes a las orientales, se
vieron expuestos a una vertiginosa metamorfosis provocada por la convergencia de una serie
de factores de orden político, social y económico. Los vientos de transformación que a partir de
ese momento soplaron sobre las producciones subjetivas de dichas sociedades, originados en
el cuadrante de la peculiar combinación de aquellos factores, se invistieron con el ropaje de lo
irreversible de tal convincente manera que lograron conquistar el nuevo orden global casi sin
resistencia.

Por consiguiente, la urdimbre que resulta de este proceso es tan intrincada que sólo me será
posible abordar algunos de los complejos y escurridizos fenómenos que contribuyeron a dicha
transformación, así como también, dar cuenta de un número limitado de aspectos que vieron
la luz como parte de sus efectos o consecuencias.

La peculiar alianza que reúne a campos tan diversos como el del neoliberalismo, el relato
posmoderno y los usualmente denominados medios masivos de comunicación permitirá
pesquisar un conjunto de situaciones que han tenido una gravitación decisiva en la
metamorfosis cultural de fin de siglo.

Las producciones culturales provenientes de la intersección de estos tres campos nos pondrán
en la pista de la comprensión del sesgo que ha tomado la sociedad en relación con la
constitución de los psiquismos de los sujetos que la componen. Estos se verán atravesados,
básicamente, por los ideales y valores que aquella instituye y trasmite.

En este sentido, es notorio como la configuración de las producciones subjetivas ha


abandonado la mayoría de los moldes y prototipos clásicos de la modernidad para adoptar
otros nuevos. Estos se despliegan fundamentalmente bajo el imperio de la imagen, de la
levedad y de la inmediatez.

§ DE VANGUARDIAS Y CONFINES

Las diversas posturas filosófico-ideológicas que fueron acompañando el desenvolvimiento de


las culturas occidentales a lo largo de la historia han sido muchas veces injustamente
minusvaloradas al momento de evaluar su incidencia en los cambios que se producen en el
ámbito de las producciones subjetivas de cualquier sociedad. Su participación se desarrolla
tanto como referente y pilar de las realizaciones culturales que emergen en una determinada
época, así como también, se erige en gestora (ya por su decidido apoyo, ya por su neta
oposición), de por lo menos una parte del diseño del imaginario social del período histórico
siguiente.

En este sentido, tanto la modernidad en su momento como la posmodernidad hoy día tuvieron
un rol preponderante en el aporte de ingredientes al proceso de construcción de la
subjetividad que se produjo en cada período social, cultural e histórico y muy especialmente en
la caracterización de algunos rasgos que contribuyeron a configurar el imaginario adolescente
de cada una de estas épocas.

Con relación al campo de la modernidad tardía, según gustan llamarla algunos autores, se han
escrito tantos estudios y ensayos que no sería operativo hacer aquí una nueva y farragosa
descripción de todos sus conceptos. Pero será interesante poner a trabajar algunas de sus
ideas con el propósito de develar el entramado de sentidos que marca con su influencia, así
también como el impulso que da a los destinos de los sujetos que pertenecen e integran a las
llamadas sociedades posindustriales.

La posmodernidad se presenta a sí misma como un amplio y heterogéneo conjunto de posturas


de corte ético-filosófico que se imbrican desde la franja central hasta los lindes en el terreno
del pensamiento y las ciencias en general. Su desembarco ha generado bastante revuelo no
sólo en las humanidades, sino también en el territorio de otras disciplinas que van desde la
arquitectura a las artes en general. Otro tanto ocurre con su consecuente e inevitable impacto
sobre las prácticas sociales.

De este modo, las posturas posmodernas giran alrededor de varios pivotes que a su vez
funcionan como verdaderas usinas de significación a la hora de enfrentar el desconcierto que
comenzó a cundir con la llegada de las primeras sombras provenientes del eclipse de la
modernidad. Uno de estos ejes es el retorno al expediente de un individualismo sin matices ni
fronteras. Este retorno se apuntaló en la hegemonía que desde hace tiempo viene detentando
la cosmovisión neoliberal que logró reimplantar de manera excluyente un concepto-valor que
comenzó a difundirse masivamente a partir del movimiento de obertura del capitalismo.

El mortal enfrentamiento de este modelo filosófico-político con el de las utopías comunitarias y


sus infelices aplicaciones prácticas al nivel de Estado-Gobierno generó tensiones a veces
insalvables en el seno de las sociedades. Aquellas tensiones condujeron, en primera instancia,
a polarizaciones extremas dentro del campo social en un vano intento de conjurar o aniquilar
las diferencias ideológicas, como claramente lo demuestra la saga del nacimiento y evolución
del fascismo en cualquiera de sus versiones geográficas. Y, en segunda instancia, a posteriores
fracturas societarias de imposible soldadura que terminaron plasmándose en las grandes y
pequeñas guerras que asolaron el siglo pasado.

De esta suerte, la antinomia individualismo versus comunitarismo que marcó el ritmo del
período que se desenvuelve entre los años 1914 y 1989, dimensión temporal a la que algunos
historiadores circunscriben la totalidad del siglo XX (Daniel, J. 1995), llegó a su fin con la caída
del Muro de Berlín. Este evento que da por terminada la modernidad y sus exactos dos siglos
de existencia (Feinmann, J. 1995), culminó en la simbólica toma del muro con su posterior
demolición manual y popular. Las condiciones de este asalto nos llevan inevitablemente a la
comparación con otro, el de la toma de la Bastilla , aquella deflagración que justamente
inaugurara la Revolución Francesa.

Por lo tanto, la modernidad, desde esta lectura, se presenta como un período ubicado entre
dos asaltos históricos (simbólicos y concretos), a las edificaciones que representaron la política
opresiva ejercida en su momento por las respectivas castas dirigenciales de cada una de
aquellas épocas. La fatal circularidad de este proceso da muestras del fracaso del movimiento
iluminista y sus diversas continuaciones, especialmente los socialismos en su intento de
cambiar el rumbo de la ideología y de la ecuación de poder que gobernaba al mundo.

Este planteo no implica atribuir la condición de fracaso o regresión histórica a todos los sucesos
que pueblan el terreno de la modernidad, tal como se estila últimamente, ya que es bien
sabido que muchas cosas han cambiado en un sentido progresista (las mutaciones
tecnológicas, la mayor libertad de expresión, etc.). Sin embargo, también es necesario
reconocer que muchas otras que creíamos superadas han resurgido de sus cenizas con mayor
brío. De este modo, la pérdida de los valores solidarios ha dejado un vacío imposible de llenar,
siquiera con los espejismos y abalorios con que nos obsequian ciertas vertientes de la
posmodernidad.

En este sentido, el gravitante derrumbe del Muro de Berlín, uno de los más irracionales
símbolos del siglo pasado, se produjo menos por la demostración universal de los beneficios de
un individualismo a ultranza que por la marcada ineficiencia, desviación y hasta perversión de
los modelos comunitarios más interesados en la conservación del propio poder que en el
desarrollo de sus posibilidades igualitarias y humanísticas. Y, aunque en su descargo aceptemos
las argumentaciones acerca de la guerra permanente que debieron librar contra el capitalismo,
nada justifica sus horrores en el campo de los derechos humanos ni en la coartación de las
potencialidades del pensamiento individual, temáticas en las que por supuesto el capitalismo, a
su manera, tampoco le fue a la zaga.

Por lo tanto, el retorno triunfal del individualismo en la remozada versión de único actor en
escena se gesta en el contexto de la globalización de la economía, fenómeno que emerge como
producto de los efectos generados por el agotamiento del modelo de las sociedades de la
segunda ola y el arribo de la sociedad posindustrial o de la tercera ola (Toffler, A. 1991), con su
resumido corpus filosófico de la instauración del éxito (económico) personal como modelo
resolutivo de la condición humana. El ascenso de este culto tardío, que endiosa las fuerzas no
tan invisibles ni tan ingenuas de un conjunto de variables de poder llamado mercado, se
produjo en forma simultánea al desplazamiento de las utopías comunitarias del campo de los
ideales societarios. Momento a partir del cual éstas perdieron la investidura de la aristotélica
función de motor inmóvil, fuente de constante atracción hacia la dimensión de lo perfectible.

Asimismo, este hiperindividualismo despojado de rivales de peso (la New Age y su mensaje de
amor universal no le hicieron mella alguna), atravesó como un máximo común denominador la
vasta y heterogénea cultura de la posmodernidad. Apuntalando y apuntalándose en otras ideas
y conceptos que se hallaban muy en boga a la hora de explicar los cambios acaecidos en la
dinámica societaria. Justamente, el ideario que ejemplifica de manera paradigmática este
mutuo apuntalamiento se basa en las paupérrimas teorías del fin de la historia y de la muerte
de las ideologías.

Los desarrollos llevados a cabo en torno al fin de la historia se instituyeron como el adalid de la
vertientes que conformaron el vasto campo de la posmodernidad. Estas, en un intento de
liquidar los molestos remanentes de la etapa histórica anterior, aprovecharon que estos
desarrollos daban cuenta de la caída de los grandes relatos que signaban los destinos de la
humanidad, por cuanto ubicaban a la historia en el mismo contexto teleológico en el que en
muchas oportunidades trataron de instalarse con algún éxito varios discursos religiosos,
científicos y sociopolíticos. La consecuencia de esta caída fue la desarticulación de un remoto
pero inamovible destino de liberación popular, de manejo y control de la naturaleza y de la
toma del poder por una clase que resolvería las contradicciones sociales mediante el acceso a
la investidura de vanguardia iluminada.

Este significativo cambio dejó a los sujetos con las manos libres para proyectarse dentro de
cada marco cultural, y de acuerdo a sus propias condiciones, hacia un futuro con final abierto.
No obstante, esta situación también los sumió en la ansiógena inermidad que implica la
pérdida de un cielo protector. Esta cualidad fue, justamente, la que caracterizó a un sinnúmero
sistemas filosóficos, religiosos y científicos que intentaron el desalojo definitivo de la angustia
existencial a través de la construcción a su imagen y semejanza de un cosmos donde todo
pudiera estar bajo el tranquilizante control de la dinámica de sus propios conceptos, los únicos
que al fin de cuentas tendrían valor. De más está aclarar que no lo lograron (Cao, M. 1994c).

La idea de la muerte de las ideologías, por su parte, apunta en el mismo sentido que lo
planteado para el fin de la historia, en tanto que la rigidez bipolar establecida entre las utopías
individualistas y las comunitarias se estableció como un dilema de imposible resolución. Salvo
en el caso que se produjera la aniquilación de uno de los dos términos en conflicto, solución
sugerida por la disyunción excluyente que provendría del discurso totalizante de un yo ideal,
cuya aspiración narcisista sería la de ser reconocido como único (Bleichmar, H. 1983).

Por lo tanto, lo que llegaría a su fin con el advenimiento de los tiempos posmodernos es la
pugna por una visualización del mundo en clave unívoca. De esta forma, caducaría la
posibilidad de que por medio de un brutal forzamiento, del que lamentablemente existieron y
siguen existiendo sobrados ejemplos históricos, un grupo de sujetos (a la manera de una secta
de iluminados), o una sociedad con fuerte espíritu fundamentalista (a la manera de una
cruzada religiosa purificadora), intente imponer al resto una cosmovisión única y excluyente, la
suya.

Esta propuesta rica en matices es uno de los más importantes aportes del relato posmoderno y
merece seguir siendo trabajada con detenimiento. No obstante, con lo que no es posible
coincidir es con la distorsión y el aprovechamiento que otras vertientes de la posmodernidad
aliadas con la cosmovisión neoliberal han hecho de estos términos. Pues, de esa manera, como
a continuación veremos, se pretende congelar primero y cancelar después la imprescindible
dimensión de cambio.

§ LA EXTINCION DEL FUTURO

Abordemos desde otra perspectiva las derivaciones y consecuencias que apareja la idea del fin
de la historia. Según algunos de sus propaladores (Fukuyama, F. 1989), resultó inspirada y
extraída de los desarrollos filosóficos llevados a cabo por J.G.F. Hegel. Su argumento central
plantea la llegada a término de los procesos históricos. Estos, de ahí en más, ya no mostrarían
cambios sino que se estacionarían en una perdurabilidad sin tiempo en tanto las variables que
los generaban habrían dejado de operar. Esta versión del fin de la historia, más cercana al
campo filosófico de la escolástica medieval que de la fuente de donde dice inspirarse, intenta
implementar una cosmovisión que da por terminado el decurso de los procesos históricos. De
esta forma, a la vez que invita a la resignación y a la inercia cancela, merced al mismo y certero
golpe, la dimensión de futuro.

Las implicaciones que esta concepción infiltra en el aquí y ahora de los actores sociales es que
a éstos no les quedaría otra opción que la de velar por sus propios intereses, ya que el socius
que integran habría quedado cristalizado políticamente en la forma de las llamadas
democracias de mercado. Estas limitan su participación al voto electivo de los administradores
de turno, sin que esto varíe sustancialmente el rumbo prefijado por una política global dictada
por los centros internacionales del poder financiero que en sus decisiones no tienen en cuenta
las incumbencias relativas a las soberanías nacionales. De esta forma, no sólo se vacía de
contenido el ejercicio del derecho de los ciudadanos (denominación acuñada por la Revolución
Francesa), sino que también se desalienta la posibilidad de ser actores de un cambio que se
instrumente en asociación con los demás.

Las connotaciones en el imaginario social de esta desactivación del interés por una alianza
vinculante con el otro generan una polaridad que oscila entre la indiferencia y el temor al
semejante, como ampliamente lo ilustran las abundantes producciones fílmicas
estadounidenses de la década de los años ’90 (Durmiendo con el enemigo, El inquilino, Sliver,
etc.). El mensaje que palpita entre líneas es bastante claro: hay que ocuparse sólo de uno
mismo y no confiar en nadie, ya que el futuro está anclado y el otro se encuentra ubicado en el
lugar de sospechoso, cuando no es directamente revestido con una connotación de siniestra
perversidad.

El predominio de las posiciones egocéntricas junto a la cancelación de la dimensión del cambio,


con la consecuente desinvestidura del futuro como tiempo privilegiado de la concreción del
proyecto identificatorio, deja a los sujetos condenados al mismo eterno y vacío presente que
padecían, sin darse cuenta, los personajes pergeñados por Borges en El inmortal.

De este modo, sin cambio ni proyecto es menester concentrarse en lo cotidiano, en lo fugaz,


pero de una manera aligerada. Sin pasión ni dolor, tratando de obtener la mayor cantidad
posible de placer en la forma más simple, inmediata y anónima. De lo contrario, se corre el
riesgo de enfrentarse con los huecos y las ausencias (tanto a nivel intrasubjetivo como
intersubjetivo), maduradas al ritmo que marcan las sucesivas desinvestiduras. De esta manera,
es como inicia su despliegue la denominada era del vacío (Lipovetsky, G. 1986).

Asimismo, el origen de este proceso se puede rastrear en los diversos movimientos que se
produjeron en el seno de las sociedades a raíz del descrédito en el que cayeron los ideales de la
modernidad con su consecuente recambio por las nuevas pautas éticas y estéticas, las cuales
inmediatamente se autoproclamaron herederas de sus antecesoras al darlas taxativamente por
superadas o por muertas.

No obstante, a diferencia de otros momentos históricos donde mediante una costosa


elaboración un nuevo conjunto axiológico reemplazaba o absorbía al anterior (como por
ejemplo ocurrió con el recambio que introdujo el Renacimiento respecto de la Edad Media),
este procesamiento se encontró imposibilitado debido a que el anuncio de una supuesta
muerte de (todas) las ideologías arrastró cuesta abajo al grueso del campo de los valores e
ideales, junto con las condiciones para que en los psiquismos se pudiera producir el proceso de
metabolización de las nuevas pautas.

En consecuencia, el vacío es la sensación que se adueñó de los sujetos frente a la retirada de


los códigos, valores e ideales que por generaciones reglaron los intercambios sociales (ya
simbólicos, ya concretos). El proceso de banalización, que como una bandada de buitres
hambrientos voló en círculos sobre la exhausta tabla de valores enarbolada por la modernidad,
generó efectos devastadores tanto en los psiquismos individuales como en numerosos
aspectos del entamado social cuya funcionalidad contribuía al sustentamiento de aquellos.

La devaluación de las pautas axiológicas que reglaban los intercambios, sujetas a fundadas
amenazas de disgregación, impulsó a la creencia de una seudo liberación que en apariencia
desembocaría en una especie de vale todo. Sin embargo, esta devaluación inexorablemente
condujo a su simétrico opuesto del nada vale con la consecuente irrupción de sensaciones de
vacío acompañadas por un concomitante monto de angustia. Estas sensaciones, enemigas
mortales del precario equilibrio psíquico sobreviviente a las consecuencias del dragado de la
significación y al repliegue de las investiduras libidinales, eran las que había que desterrar de
cualquier manera, a cualquier precio y de forma inmediata.

Por ese circuito discurrió la superficialidad con la que se entablaron muchos encadenamientos
vinculares, los que mirados con cierto detenimiento revelaban su insuficiencia para llegar a la
categoría de tales. Por el contrario, eran simples simulacros que tenían el propósito de encubrir
en numerosas ocasiones un circuito de constante recambio donde la alteridad terminaba
reificada en un intercambio asubjetivo, aquel que se manifiesta en “la depsiquización, el del
hecho (corporal, social, económico) en bruto, fuera de todo proceso de apuntalamiento y de
intersubjetividad” (Kaës, R. 1993a ibíd. pág. 123). Esta superficialidad puede asemejarse a las
características que presentan las conductas adictivas, que como desde hace tiempo se sabe no
se circunscriben sólo a las drogas sino también al consumo de todo tipo de objetos, incluyendo
entre estos a las personas.

Adicciones, bulimias y anorexias, verdaderas patologías del consumo en una sociedad que
centra sus acciones y valores excluyentemente en esta actividad se presentaron como el azote
de fin de siglo (Rojas, M. / Sternbach, S. 1994). Estos trastornos se tornan factibles en el
contexto de la bifronte sociedad posindustrial, cuya cara opulenta atiborra de objetos a
quienes se encuentran integrados a ella, en la medida que pueden económicamente
proveérselos, para luego desecharlos a la manera bulímica del vómito. Mientras tanto, la cara
que margina y excluye mantiene anoréxicos (en tanto quedan ligados a un deseo imposible), a
los que ya no cuentan para el sistema y que, por lo tanto, han perdido toda posibilidad de
reinsertarse.

De esta suerte, la supuesta muerte de (todas) las ideologías contribuyó también a la anomia
reinante, dejándonos huérfanos de anclajes donde apuntalar nuestra identidad y pensamiento,
a la manera de un peldaño donde apoyarnos en el movimiento creativo de la transcripción
hacia nuevos modelos de funcionamiento mental y social.

La falsedad de la argumentación acerca de esta anunciada muerte se develó, aunque no con


facilidad, en el mecanismo de reemplazo de las viejas producciones ideológicas por la infalible,
universal y eterna individualidad de mercado. Esta intentó instalarse de manera invisible en el
lugar que quedó vacante, disimulando su predominante carácter de nueva ideología a través de
la perversa peculiaridad de desmentir su origen y función, contribuyendo así a incrementar un
grado de confusión que ya se encontraba generalizado. A la manera de un círculo que se cierra
sobre sí mismo, fueron justamente los fogoneros del nuevo y aséptico modelo los que con sus
discursos y sermones, y luego de un necesario proceso de reciclado, volvieron a medrar con la
confusión que ellos mismos habían impulsado (Cao, M. 1992a).

Por su parte, el debilitamiento de la dimensión de futuro, piedra angular en el devenir de la


subjetividad, aparejó el deterioro de la noción de proyecto. De esta forma, quedó clausurado el
campo de acción de las instancias ideales y el sujeto se vio amputado en la posibilidad de
desarrollar sus potencialidades, su creatividad, o bien, traducido a términos filosóficos, su
trascendencia. Las sensaciones de vacío e inmutabilidad descriptas condujeron a un callejón sin
salida, ya que las únicas opciones en apariencia viables quedaron limitadas al convite de alguna
forma de alienación, a saber: asunción militante de los nuevos valores, inmersión tanática en
los paraísos artificiales, resignación cuasi religiosa con alto monto de indiferencia, o bien,
insensibilización defensiva permanente.

En este sentido, la crisis que sobreviene frente a la imposibilidad de despejar una ecuación
irresoluble para los medios con que el sujeto cuenta, y que intenta vanamente desmentir con
la incorporación vía consumo de bienes, drogas y contactos ocasionales desemboca en
sensaciones de angustia que no pueden referirse ni remitirse a la pérdida de los anclajes donde
antes éste se apuntalaba. De esta forma, cuando al cuadro de situación recién descrito
sumamos la pérdida de la dimensión de futuro, la aludida crisis cierra su asfixiante trayectoria
circular y trepa a niveles desestructurantes, ya que el futuro es el tiempo que sustenta el
proyecto de despliegue yoico.

Fue justamente alrededor de esta crisis sobre el futuro, a lo largo de este vacío identificatorio,
dentro de esta anomia paradojalmente maníaca y paralizante a la vez, donde fermentó el
germen de la desazón que arrasó en la década de los años ´90 el continente latinoamericano y
que hoy arrasa a europeo. Esta pesadumbre angustiosa de no querer saber de dónde venimos
ni adónde vamos, por lo ominoso que pueden resultar las respuestas, se potencia en la
imposibilidad para tolerarla. Esta situación conduce a la convocatoria de la presencia activa de
otros medios, aquellos que con sus peculiares características y estilos se avengan a obturar
tamaña falla en la construcción y el ensamblado de la subjetividad.

§ EL FIN JUSTIFICA LOS MEDIOS

El paulatino proceso de corrosión que atacó los cimientos de la modernidad puso en crisis no
sólo a las instituciones que procesaban y ejercían la transmisión de conocimientos y valores,
sino también la veracidad y validez de sus hasta entonces indiscutibles saberes.

La familia y los centros educativos de todos los niveles, que habían ocupado el lugar más
representativo durante el siglo pasado por cumplir con la doble función de puntal y faro en la
modelización socializante de los sujetos, quedaron englobados de lleno en este proceso crítico
cuando se detectaron las primeras pérdidas en la razón de sus funciones específicas. Esto se
hizo manifiesto en el progresivo vaciamiento de sentido de sus propuestas, o aún más
dramáticamente, cuando comenzó a hacerse evidente cómo habían perdido parcial o
totalmente el rumbo que desde siempre había marcado y sostenido su identidad.

Estos viejos crisoles institucionales fueron la fragua donde por décadas se modelaron los
sujetos que concurrieron a engrosar las distintas olas societarias que se sucedieron luego de la
Revolución Industrial. Este suceso tecnosociológico se constituyó en el hito a partir del cual se
posicionaron la familia (en su versión nuclear), y la escuela como los lugares aceptados y
reconocidos dentro del imaginario social para apuntalar el proceso de construcción de la
subjetividad.
La creciente complejidad con la que fue revistiéndose la sociedad maquinista a raíz de su
vertiginoso desarrollo tecnológico, la cual desembocó en la versión posindustrial de fin de siglo,
implicó la creación e incorporación de nuevas instancias modelizadoras que complementaron y
sostuvieron la labor de la familia y la escuela, como por ejemplo lo hizo la literatura (heredera
de la tradición oral de las sagas míticas), cuando alcanzó masividad a través de la producción de
libros a gran escala.

No obstante, los prenunciados avances técnicos, tan poco imaginables a corto plazo, recalaron
en la literatura de ciencia-ficción, única rama literaria que los acogió y les permitió anticiparse
como fantasía. Luego, cuando aquellos se plasmaron en realidades concretas, indujeron una
pérdida de terreno a las instancias tradicionales de modelización, las cuales comenzaron a ser
reemplazadas por otras no tan nuevas, ya que su coexistencia databa de años, pero con un
lenguaje, una penetración y un poder acumulado capaz de torcer la trayectoria de cualquiera
de los viejos baluartes. Me refiero a los llamados medios masivos de comunicación.

Desde su aparición a principios del siglo pasado (los diarios lo hicieron un poco antes, circa
1880), y gracias a su paulatina, sofisticada e indetenible complejización técnica pasaron de ser
una curiosidad y un mero entretenimiento a convertirse en una poderosa herramienta de
sugestión. Tal como tempranamente comprobó Orson Welles cuando trasmitió
radiofónicamente una versión de La guerra de los mundos, de la homónima novela de H.G.
Wells, instilando el pánico en una desprevenida audiencia.

Sin embargo, si la radiofonía con su irrupción revolucionó a la sociedad, la televisión cambiaría


definitivamente el paisaje del Siglo XX. La posibilidad de trasmitir imágenes a distancia, con un
formato similar al del cinematógrafo, pero sin la incómoda necesidad de trasladarse a un lugar
ambientado ad hoc, hizo de la televisión un acompañante cotidiano de la sociedad desde los
albores de la década del ‘50, momento en que se inicia el descenso en su precio de venta
generando así su consecuente masificación.

Hoy día su difusión no respeta fronteras, como se aprecia en el film Urga del director Nikita
Mijalkov. Allí la convivencia de la televisión con las más antiguas tradiciones mogoles de la
estepa siberiana es aceptada naturalmente. No obstante, su introducción cambia a tal punto la
mentalidad de estos campesinos todavía nómades que en las escenas finales el director vuelve
a mostrar las imágenes de la estepa, aquellas que inicialmente habían enmarcado
escenográficamente al film, pero ahora a través de la pantalla del televisor. De esta manera,
ilustra metafóricamente cómo la producción de la realidad, de ahí en más, va a quedar a cargo
del tamizado que instituya este ingenio electrónico.

De este modo, el advenimiento de la aldea global, cumpliendo con los pronósticos hechos por
Marshall McLuhan, interconectó lugares del planeta antes inimaginables gracias a los
fenomenales desarrollos plasmados a escala tecnológica. Esta transformación impactó de lleno
en los medios audiovisuales convirtiéndolos en poco tiempo en los amos del manejo de la
información por su velocidad e inmediatez. Sin embargo, esta posibilidad, la de estar en el
lugar donde ocurre la noticia en el momento en que ocurre, genera en los televidentes la
ilusión de ser participantes de los sucesos que pasivamente presencian. Esta ficción
participativa no es patrimonio exclusivo de los noticieros, es también la que nutre a los
programas de sorteos, de regalos, de entrevistas callejeras, o bien, los reality shows.
Con todo, ser partícipe por azar o por la perseverancia de discar el número telefónico del
programa de última moda no se compara con ser el actor principal de la noticia. Aparecer en la
pantalla mágica, o bien, salir al aire por una emisora de radio, aunque sea por el más
desdichado de los eventos, es el momento de culminante ficción que permite por unos
instantes escapar del anonimato (los quince minutos de fama que planteaba Andy Warhol). Ser
visto y escuchado a través del éter da veracidad al hecho ocurrido y permite en muchas
personas el reencuentro con una mismidad que ya no se logra con prácticas ligadas a valores
en desuso, los cuales van desde la meditación filosófica a la creación artística, pasando por la
concurrencia a oficios religiosos, o bien, la pertenencia a la otrora deificada cultura del trabajo.

Esta irresistible tentación de aparecer en los medios intenta contrarrestar el anonimato (más
cercano a la marginación que al Das man heideggeriano), en que nos sumerge la sociedad
posindustrial y sus poco participativas democracias de mercado. Solamente así se puede
justificar a una madre contestando a la pregunta acerca de lo que siente momentos antes del
entierro de su hijo. O a un criminal que por no confiar (¡más que justificadamente!), ni en la
policía ni en los jueces se entregue a las autoridades delante de una cámara. O, también,
entablar una disputa judicial por la tenencia de una menor a través de diversos programas
televisivos y radiales, ventilando intimidades familiares y creando una especie de compulsa en
la audiencia con la intención de modificar un dictamen judicial adverso.

Situándonos nuevamente del lado del espectador, la ilusión de estar conectado a una lente que
capta la totalidad de lo que ocurre mediante sucesivos flashes, junto a la convicción de que
aquello que se percibe es la realidad in statu nascendi, impide detectar el recorte que de esa
realidad se hace. Este recorte responde, por su parte, a intereses y a posturas ideológicas
ligadas a los sectores del poder económico que manejan las empresas de los medios televisivos
y radiales monopólicamente unidos en un indetenible proceso de integración a las de los
medios gráficos y también a los de la televisión por cable.

Sin embargo, a pesar de que los espectadores no son meros receptores pasivos del conjunto de
significaciones transmitidas por los medios pueden resultar víctimas de la paradójica
desinformación que produce una vertiginosa sucesión imágenes (visuales, sonoras, etc.). El
efecto de atiborramiento que así se obtiene puede llegar a impedir que los sujetos emerjan de
la estrategia de fragmentación con que se presenta la información (y en una segunda instancia
el conocimiento), que los medios proponen e imponen. El efecto que se consigue tanto en los
espectadores desprevenidos como en los que mantienen una relación casi adictiva con la
pantalla mágica es que únicamente dan crédito a una información sólo en el caso de haberla
visto previamente dentro del marco de su única y certera ventana al mundo.

§ NI MASS NI MEDIA
La perspectiva que induce una lectura posicionada críticamente respecto a los denominados
medios masivos de difusión pone en entredicho la consistencia de algunas características que
generalmente se les atribuyen. La más reciente, en estricta relación a la antigüedad de dichos
medios, es la posibilidad de participación, que como ya hemos visto en el apartado anterior, no
excede el marco de la ilusión. La otra, que tiene una datación anterior y se haya enclavada
centralmente en la marquesina de su denominación, es la de ser masivos.

En este sentido, y en primer lugar, los medios no cautivan masas como lo haría el líder descrito
por la teoría psicoanalítica. Este logra ubicarse en ese lugar por medio de la depositación de las
instancias ideales que los integrantes del conjunto hacen sobre él, invistiéndolo así con un
poder omnímodo e indiscutible (Freud, S. 1921). En segundo lugar, la mutua identificación por
comunidad de intereses y lugares que los miembros de la masa establecen entre sí y que
contribuye complementariamente a mantenerlos unidos tampoco se establece entre los
televidentes.

“El contrato social contemporáneo implica la imposición de normas sociales y modelos


culturales. Pero ésta se realiza cada vez menos mediante la coacción física directa que a través
de procesos de mediación que permiten la transmisión e internalización subjetiva de modelos
de comportamiento (...) Esta mediación es, hoy en día, una verdadera mediatización, es decir,
la creación y potenciación de un filtro (el medio) entre los actores sociales. Y esos medios (la
televisión a la cabeza), no promueven tanto una relación de dominación (fuerza), ni de
adhesión (ideología), sino más bien de seducción (necesidad de sensación compartida).”
(Costa, P. / Pérez Tornero, J. / Tropea, F. 1996 pág. 47).

Por lo tanto, si realmente existiera la intención por parte de los medios de comunicación de
comportarse como un encantador de serpientes los efectos de un previsible fracaso no se
harían esperar. Es que la tecnología que vehiculiza a los medios audiovisuales de comunicación
no se propone cautivar masas, sino que se dirige a audiencias formadas por sujetos que no se
encuentran ligados entre sí más que por el anonimato y una personal propensión a la
seducción catódica.

Frente al televisor (esto vale también en el caso de la radiofonía), solos o en pequeños grupos,
los espectadores entablan un vínculo unidireccional con lo que aparece en pantalla, más allá de
algún ocasional comentario a los compañeros de aventura electrónica. La sensación de ser
cada uno el único destinatario del programa ofrecido refuerza la atomización que el medio
genera. Así lo demuestran los cotidianos intentos de acallar al resto de los espectadores de una
transmisión cuando aún no se han sintonizado al programa, o bien, directamente invitarlos a
que se vayan con el ruido a otra parte. Otro tanto ocurre en los almuerzos o cenas de ciertas
familias donde alguno de sus miembros mantiene el deseo, aún no desterrado por la tiranía
aullante de los televisores, de comunicarse verbalmente con algún otro desafiando con osadía
la excluyente presencia de la mal llamada caja boba.

Por otra parte, la proliferación de aparatos receptores de la onda televisiva que inunda las
casas, los restoranes, los aeropuertos, los negocios de ropa, las fruterías, las estaciones de
subte y una serie casi interminable de lugares no hace mucho inimaginables para la
incorporación de los mismos (los gimnasios, por ejemplo), contribuye a forzar el pasaje de la
degustación a la imposición constante de esta actividad. A tal punto, que muchas veces genera
sorpresa la ausencia del consabido televisor, o bien, una curiosa sensación de extrañamiento su
desconectada presencia.

Retomando la teorización freudiana, no habría tampoco entre los espectadores fenómenos de


identificación con un líder massmediático, como lo demuestran los variados intentos que se
frustraron en esa dirección. Políticos y pastores electrónicos han tratado de conquistar al
público con sus intervenciones y programas despertando una pobre adhesión. Esta, para
colmo, sólo puede ser mensurada a través del rating, medida estadística que da cuenta de los
televisores encendidos, pero que no refleja cuantos de ellos están para hacerles compañía a
solitarios ciudadanos que lo utilizan para sustituir la ausencia de conversación, para completar
el elenco de familias ya atomizadas que lo integran como un miembro más al cual no prestarle
atención, o también, como un monótono arrullo de fondo para insomnes.

Por su parte, entre los espectadores y los virtuales habitantes de la pantalla mágica
(conductores, actores, participantes del público, etc.), sí se producen procesos identificatorios.
Estos se desencadenan de la misma manera que la que se da en el caso de los lectores de obras
literarias que difractan sus grupos internos (Kaës, R. 1985), sobre los personajes de la novela o
del cuento identificándose frecuentemente con algunos de ellos y sus circunstancias (Cao, M.
1992b). Lo que no se produce, como ya anticipáramos, son identificaciones entre los miembros
de la audiencia, los cuales permanecen aislados en su absorta contemplación salvo en los casos
del mimético y limitado contagio que produce entre los fans (ya no son los hinchas
discepoleanos y ahora hasta se incluyen las mujeres), la trasmisión de un encuentro deportivo.
Esta diferencia marca una distancia definitiva con la masa que requiere de la identificación
interpares para poder sostener su tejido libidinal.

Justamente, será la intimidad de esta relación mimética entre el espectador y su modelo virtual
sobre la que se apoyará la posibilidad de que se pueda influir a los televidentes vía sugestión.
De esta forma, se los invitará a seguir consumiendo mediante la oferta de emblemas que
funcionen a la manera de modelos identificatorios, objetos o ideas que porten para los
teleconsumidores la promesa de llenar los huecos que han quedado baldíos en su subjetividad
luego del fracaso de las instituciones en la trasmisión de los valores y en la cimentación de las
bases de la estructura del proyecto a futuro. A este tren en marcha es al que intentan
denodadamente subirse los anunciantes, los políticos, los variopintos pelajes de adivinadores y
los buscadores de rating.

§ MERCADO E IMAGEN: LA TECNOLOGIA AL PODER

En el curso de la década de los '90 el resultado del accionar de los medios sobre los sujetos
contribuyó a la pasivización de su actitud vital, complementando así los efectos que producen
la caducidad de la dimensión de futuro y la inmovilidad en la que habría caído la dinámica
societaria.
No obstante, para tomarnos un respiro frente al poco alentador panorama que presenciamos y
para paliar un tanto el clima de desesperanza frente a la actitud pasiva (a veces hasta robótica),
del sujeto telespectador a la que nos venimos refiriendo llegaron en nuestra ayuda y
compensación dos formas posibles (desde ya parciales y limitadas), de agenciarse una porción
de poder: el zapping y la interactividad.

El zapping es una actividad nacida de la mixtura de la invención del control remoto con la
vertiginosidad de los tiempos posmodernos, la cual impide la cristalización de cualquier imagen
o discurso más allá de los prudenciales cinco segundos. Ejercido a la manera de una venganza,
esta forma de rechazo de lo que aburre o no gusta y de las largas tandas publicitarias a las que
se ve condenado el telespectador, funciona como una compulsa electoral de la programación.
Su aparición generó cambios decisivos en la estructuración de los programas que comenzaron
a incluir publicidad en sus bloques para evitar que los anunciadores y sus cuentas emigraran a
otros terrenos y formatos publicitarios.

Por otro lado, el advenimiento de la interactividad permitió que mediante la tecnología


informática se pueda entre otras cosas cantar con un grupo musical, seleccionar el tipo de
programas televisivos, recibir un diario personalizado armado con los rubros que a uno le
interesen, o bien, navegar a la deriva en la conjunción de redes que forman la Web. De esta
manera se invita a los sujetos a una actividad y participación inédita hasta el momento.

Gracias a la existencia de estos factores que por el momento la descartan por completo, es
necesario no dejarse tentar por la siempre acechante versión de la manipulación omnipotente
y totalitaria de los sujetos a través de la pantalla, a pesar de todas las voces que la vienen
anunciando ininterrumpidamente desde que esta tecnología hiciera su entrada a escena en el
éter.

De lo contrario, ya se habría hecho realidad la parábola profética que Orwell pronosticara en


1984, su novela de política-ficción perteneciente al género de las utopías negativas que fue
escrita en 1948 (el título es el resultado de un anagrama numérico). Su aparición coincide
justamente con los primeros tiempos de las transmisiones televisivas y está destinada al
desenmascaramiento del stalinismo en su momento de mayor fulgor.

A la luz de los hechos que jalonan su historia ya no resulta pertinente discutir si los medios son
buenos o malos, apocalípticos o integrados. Son una realidad tecnológica a la que no podemos
renunciar, pero sí, comprender y aspirar a que sobre ella pese cierto control consensuado que
evite la censura por omisión o por atiborramiento y que permita la expresión de todos los
actores sociales. En todo caso, que sea el espectador frente a un menú variado, heterogéneo y
plural quién decida qué ver, o bien, que simplemente apague el receptor.

De todas maneras, es necesario reconocer que estas prescripciones resultan muy difíciles de
plasmar, ya que los medios y quienes los manejan han forjado una dinámica propia que
pretenden impenetrable (y lo es en muchos sentidos y oportunidades), que, además, responde
a intereses económico-políticos que no sopesan la posibilidad de abdicar, por el momento, en
nombre de ningún valor universal. Las sagas protagonizadas por el imperio Berlusconi y por la
megaempresa Time-Warner en su fusión con la cadena de noticias CNN son muy ilustrativas al
respecto.
Ahora bien, para volver a la temática que abarca los diversos grados de efectividad con que los
medios audiovisuales cuentan a la hora de desplegar su influencia, deberemos introducirnos en
el terreno de las imágenes con las que aquellos trabajan. Estas se presentan como un material
inigualable para canalizar las producciones del imaginario social y acceder en forma
privilegiada respecto de otros medios (tradición oral, literatura, radiofonía, etc.), a la dimensión
identificatoria de los sujetos.

El poder que detenta la imagen a la hora de presentarse como propuesta identificatoria no se


basa solamente en que la evolución hacia la bipedestación que atravesó el homínido durante
decenas de miles de años terminó por convertir al humano en un animal con funcionamiento a
predominio óptico, perdiendo en ese camino evolutivo el poderoso registro olfativo heredado
de los mamíferos inferiores. Ocurre que a raíz de esta trasmutación el campo identificatorio se
constituye fundamentalmente en base a la relación especular que el sujeto establece con la
imagen unificada del Otro primordial en un preciso momento, más lógico que temporal, como
se describe en el denominado estadio del espejo (Lacan, J. 1949).

A partir del momento en que el sujeto contempla la imagen unificada y completa que el Otro le
devuelve y de la cual se apropia para restañar la sensación de estar fragmentado se establece
una matriz que servirá de modelo a los posteriores intercambios identificatorios. La profusión
de imágenes con que los medios audiovisuales bombardearán al sujeto tendrá como blanco
este registro imaginario, que por su parte siempre se encontrará dispuesto a nuevas
adquisiciones que permitan la ampliación del territorio yoico.

La imagen queda, de esta forma, ubicada en un emplazamiento preferencial en lo que atañe a


la producción de la subjetividad. Los modelos identificatorios que habitan en las diversas napas
societarias habrán de circular en formato de imagen, y como suele decirse vulgarmente
respecto de la comida, entrarán por los ojos al psiquismo de los sujetos. Esta condición se
mantendrá aún en el caso de que dichos modelos provengan del registro auditivo o que
pertenezcan al campo literario, por lo que el pasaje, vía metabolización, de identificado a
identificante se producirá alrededor de una imaginarización del personaje en cuestión.

Este procesamiento, que en lo tocante a uno de los aspectos de la constitución del yo retiene la
cualidad de estructural, se ve perturbado en la medida que la imagen mediática comienza a
exceder su calidad de apoyatura o puntal para transformarse en el excluyente modo de
vinculación entre el sujeto y el mundo, relevando así al semejante de una de sus funciones más
específicas.

Acordaremos entonces, conque el “desarrollo de la imagen modifica enormemente nuestra


relación con la realidad en la medida en que los medios tienden a sustituir la mediación que
permitía la construcción de las relaciones sociales” (Augé, M. 1995 ibíd. pág. 2). Los
intercambios y vinculaciones sociales fueron, de esta manera, perdiendo terreno a medida que
avanzaba su proceso de banalización y terminaron en gran medida sustituidos por relaciones
comerciales.

Por su parte, los avisos publicitarios que transitan por los medios tienden a denotar cualquier
tipo de vinculación que se plasme en sus guiones con las marcas de los productos que
patrocinan. El solapado mensaje que emiten advierte que la ausencia de los productos
publicitados impediría directamente la vinculación, o bien, la despojaría de la magia seductora
que garantiza el interés y el deseo del otro, como notoriamente se perfila en los cortos sobre
perfumes, bebidas, cigarrillos y otros enseres.

El predominio de la identificación del sujeto televidente con los personajes de los avisos
publicitarios, con la forma que entablan la insoportable levedad de sus vinculaciones y con los
artificiales contextos donde se mueven contribuye a “la constitución de un yo completamente
ficticio, definido por su relación dentro de una red virtual y fascinado por imágenes de
imágenes” (Augé, M. ibíd. pág. 3, 1995).

En plan de comparación respecto de los avisos publicitarios, los largometrajes, las series, las
telenovelas tampoco le van a la zaga. En muchos de ellos se despacha al por mayor una
ideología del consumismo como factor imprescindible para acceder a la categoría humana. Esta
verdadera producción ideológica sustenta su poderío afirmándose en el hiperrealismo de las
técnicas fílmicas y en el pulido del perfil del sujeto a quien está dirigido el mensaje, el
teleconsumidor; quien, por su parte, aunque lo desee no podrá excluirse en forma absoluta de
la arrolladora prédica de esta constante invitación al consumo.

La conformación de una insustituible asociación entre los aspectos tecnológicos y estadísticos


con el contexto de significación-valoración del producto-marca que se intenta difundir en el
mercado, es la resultante del agiornamiento que ha sufrido la producción industrial (agrupada
parcialmente pero en forma progresiva en poderosos holdings). Se crea así una verdadera
cultura del consumo audiovisual que gracias a su planetarización tiene llegada a lugares
anteriormente imposibles, como ya quedó demostrado, y ejerce una función modelizante de
corte hegemónico de la que es muy difícil sustraerse.

Fue mediante la aplicación de esta revolucionaria tecnología que pudo implementarse una
política publicitaria acorde a los nuevos tiempos, la de poder crear al unísono un campo de
necesidades con sus artificialmente naturalizados destinatarios, los consumidores. Esto se logró
aprovechando un efecto hasta ese momento desapercibido por colateral o aprovechado de
manera fragmentaria, que la alianza entre los medios, el neoliberalismo y el relato posmoderno
consiguió instalar en la sociedad a través de la hasta ahora indestructible aleación entre
identidad, pertenencia y consumo como referente universal.

De esta forma, a la manera de un círculo que se cierra sobre sí mismo, se pudo sumar al ya
habitual manejo publicitario del sustrato pulsional del sujeto teleconsumidor el monitoreo
planificado de su vía identificatoria. El devenir histórico del marketing de audiencias encontró
aquí un significativo punto de inflexión.
Capítulo IV - Planeta Adolescente - Versión Digital
CUATRO

JUVENTUD DIVINO TESORO

Recuerda cuando eras joven,

brillabas como el sol.

Brilla tú diamante loco.

Pink Floyd

Las estrategias de comercialización alumbradas a partir de la finalización de la Segunda Guerra


Mundial contribuyeron decisivamente en la gestación de una nueva sociedad, la sociedad de
consumo. Bajo su reinado sería descubierto el valor potencial que poseían ciertas franjas de la
población para ser incluidas en el inagotable circuito comercial.

Paralelamente, para esa misma época los adolescentes fueron afianzando su lugar en la
sociedad mediante la legitimación de su cultura a través de la construcción de un imaginario
que fue rechazado, a veces violentamente, por la intransigencia de la franja adulta.

De este modo, el panorama que se delineó a partir de aquel momento, el cual se habría de
consolidar como el formato clásico a lo largo de las siguientes décadas con los adolescentes
pugnando contra el statu quo adulto en pos de un mundo mejor, sufrió un particular giro con la
llegada de los tiempos posmodernos y su alianza tactica con el neoliberalismo. Los salvajes,
poco confiables e impresentables jóvenes se habían convertido de la noche a la mañana en el
modelo de una sociedad que vaciaba de contenido el arcón de sus valores e ideales y los
reemplazaba por un ideario sustentado en el hiperindividualismo, el materialismo y la
marginación.

§ LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRIA

Desde su aparición en sociedad los mensajes publicitarios estuvieron destinados a poner en


conocimiento del público en general y de sus potenciales clientes en especial la existencia de
los enseres que los fabricantes producían. Estos también utilizaban la misma vía para informar
acerca de las periódicas actualizaciones e innovaciones que dichos enseres sufrían con relación
a su diseño y función.

Estos inocentes mensajes inicialmente dirigidos hacia las regiones psíquicas donde moraba la
racionalidad de los sujetos viraron en su dirección hacia las áreas más profundas de la
personalidad a partir de la llegada de las técnicas de investigación motivacional. La intención
final que perseguían los publicistas con estas nuevas técnicas ya no era la de lograr que
aquellos enseres fueran adquiridos por presentarse como imprescindibles para sobrellevar la
vida cotidiana, sino que buscaban “la manera de precondicionar al cliente para que compre sus
productos” (Packard, V. 1959 pág. 32).

En los albores de la década de los años ‘50 Estados Unidos se vio en la necesidad de planear
una nueva política comercial. La victoriosa finalización de la segunda Guerra Mundial trajo
como consecuencia tanto la redistribución de la masa de recursos económicos como la de su
tecnología asociada, ya que hasta entonces ambas se encontraban alistadas en la industria
bélica. Este movimiento dio el puntapié inicial para el desarrollo de una creciente
modernización tecnológica junto a una explosiva expansión del aparato productivo.

La reactivación económica obligaba a vender más productos (en las versiones clásicas o
renovadas), en un mercado inundado por enseres de todo tipo y con más gente dispuesta a
comprar, pero también con una floreciente competencia. En este contexto de urgencia surgió
entre los publicitarios la idea de no esperar a que los clientes demandaran por los relucientes y
novedosos objetos, había que ir en su busca y para eso se imponía una nueva estrategia.

Se abandonó, así, la idea de incidir en las variables relacionadas al fomento de las necesidades
racionales a la hora de adquirir un producto para pasar a influir directamente sobre la creación
de dichas necesidades. De esta forma, surgió el análisis o investigación motivacional, disciplina
publicitaria que se planteó el desafío de detectar las raíces más profundas e irracionales que
determinan en las personas sus hábitos de consumo.

Si un ama de casa, por ejemplo, tenía un artefacto doméstico que aún funcionaba bien había
que inducirla publicitariamente a que deseara cambiarlo por otro nuevo que contara con todos
los adelantos del momento y a la vez que desechara el viejo. El logro de este objetivo no se
circunscribía solamente al nivel individual, la idea era fomentar un efecto multiplicador basado
en la inducción, el contagio, o bien, la imitación sostenido por un persistente bombardeo
publicitario. Una vez puesto en marcha en forma masiva este proceso inició un indetenible
encadenamiento que englobó a cada vez más porciones de la sociedad, provocando a escala
general la aparición de un novedoso fenómeno.

De esta suerte, un profundo cambio de mentalidad se apoderó de las reconstruidas sociedades


de posguerra a partir del impacto que detonó la colocación en el mercado de los excedentes de
su producción industrial junto al aumento del poder adquisitivo de una parte de la población.
La invitación a comprar aunque no fuera necesario, el sugerido permiso en relación a desechar
objetos que estuvieran aún en buen estado, la introducción de materiales no tan durables en el
proceso de fabricación y el alumbramiento de una nueva categoría social (la de los nuevos
ricos, caracterizada por la posesión de dichos objetos o por su capacidad de compra), fueron
algunas de las variables que contribuyeron a remodelar el perfil del consumo societario. La
paulatina y mayoritaria aceptación de las nuevas pautas de adquisición junto a la incorporación
de sus remozados significados harían el resto del trabajo para que definitivamente se
instituyera la denominada sociedad de consumo.

Luego de este momento fundacional los publicitarios redoblaron su apuesta impulsados por la
demanda de vender más y más. Esta demanda provenía de la expansión transnacional de sus
clientes más importantes, el sector industrial y el de servicios. A la sazón, planificaron sus
estrategias alrededor del objetivo de atraer y seducir a todo tipo de personas, las cuales luego
de convertidas a la nueva religión del consumo estuvieran dispuestas a deglutir la mayor parte
de lo ofrecido.

De este modo, el consecuente modelado y ensamblado del sujeto consumidor marcó una
diferencia liminar en el posicionamiento subjetivo con la que los ciudadanos de las sociedades
industrializadas, junto a los habitantes de sus colonias y los países satélites respondían al
repiqueteo publicitario, especialmente a partir de la utilización de las cada vez más poderosas
técnicas audiovisuales. Les Brown, editor de la revista Variety, decía no sin razón: “El verdadero
producto de la televisión comercial es la audiencia. La TV vende gente a los anunciantes (...) los
programas son sólo un cebo” (Walger, S. 1974 pág. 10).

Asimismo, el aumento de la complejidad que se produjo en los intercambios societarios y en la


determinación del perfil de sus protagonistas obligó a una sutilización de la estrategia
publicitaria. Los mensajes comenzaron por fraccionarse en función de las distintas audiencias
(según el programa, la hora y el día de emisión, el tipo de público, etc.), para luego continuar
emitiéndose en forma diferenciada según los productos ofrecidos y en forma concordante a las
posibilidades económicas de las diversas franjas societarias. Dentro de éstas se intentaba hacer
blanco primordialmente sobre los adultos, ya que éstos eran los que detentaban el poder de
decisión sobre el uso y destino del dinero. Sin embargo, esta situación estuvo durante las tres
últimas décadas del siglo pasado sujeta a las grandes variaciones que se produjeron en el
terreno del marketing de audiencias.

No obstante, el cambio al que asistimos, el cual años atrás hubiera sido impensable, coloca a
los niños y adolescentes en el lugar de blanco preferencial del bombardeo publicitario. Este
nuevo estatuto al que adscriben, el de ser los naturales destinatarios de los mensajes
comerciales y los potenciales consumidores de los objetos que moran en los mismos, se debe,
en principio, a que son los que más horas pasan frente al televisor. Y, en segunda instancia, por
su influencia antes inédita en la decisión familiar sobre qué comprar. Sin embargo, éstas, como
se verá, no son las únicas razones.

El movimiento preferencial que se dio hacia estas franjas etáreas, caracterizadas en abstracto
como juventud, comenzó cuando súbitamente se descubrió cuánto tenían de divino y cuánto
de tesoro. Hace 50 años no había productos exclusivos para adolescentes y dos siglos atrás
éstos prácticamente no existían. Su aparición, como ya hemos visto, data de los efectos que
trajo aparejado el cambio introducido por la Revolución Industrial, tanto en el aparato
productivo como en las relaciones sociales.

Por lo tanto, la moratoria que se instituyó a propósito del tiempo de aprendizaje necesario para
poder acceder a los nuevos puestos laborales hizo surgir un grupo de sujetos que se hallaban a
medio camino entre el mundo de los adultos y el de la niñez, por lo que carecían de una
identidad y de una cultura específicas en la sociedad que los había engendrado.

Las inevitables tensiones desatadas en la búsqueda de un lugar propio en el futuro cercano, a


través de su enfrentamiento con los modelos adultos en tanto inflexibles representantes del
statu quo societario, fueron las herramientas que ayudaron a preparar el caldo de cultivos de
donde emergería la cultura adolescente.
§ NACE UNA ESTRELLA

La cultura adolescente, como ya hemos visto, culmina su constitución en la década de los años
‘50 teniendo como referente a la manera de un mascarón de proa al fenómeno fílmico de
James Dean. Hasta entonces el lento y progresivo ensamblado de su imaginario se había
nutrido de las vicisitudes societarias correspondientes a cada momento histórico que le tocó
atravesar, pero aún no había llegado a ocupar un inquietante primer plano en el propio campo
de la cultura adulta. Sin embargo, luego de su constitución definitiva y posterior
reconocimiento abandonó definitivamente los papeles de reparto para ubicarse entre los
protagónicos, ya que de ahí en más la categoría adolescente se reveló como un ingrediente
universal de toda sociedad industrializada.

En este sentido, el imaginario adolescente quedó encuadrado dentro del mismo contexto que
el resto de las producciones culturales pertenecientes a cualquier sociedad. Como ocurre
habitualmente, y contra lo que pudiera suponerse a priori, este imaginario lejos de
establecerse como unívoco e invariable no tiende a perpetuarse en un determinado formato
sino que presenta fluctuaciones en función de las pautas socioculturales dominantes de cada
época.

La inmersión de los jóvenes en la cultura adolescente de cada momento histórico facilita en


cada uno de ellos la metabolización singular de las pautas socioculturales del universo adulto a
partir de la particular combinatoria entre aceptación o rechazo que hagan de ellas. Estas
diversas combinaciones serán tamizadas por el imaginario adolescente que, de esta manera,
cumple con su función transicional de conducir al joven, vía transbordo, a los territorios del
universo de la cultura adulta.

Gracias a esta función intermediaria del imaginario adolescente el joven hará el transbordo
recubierto por una envoltura que le permitirá conectarse con aquel complejo universo no del
todo conocido. Este imaginario, simultáneamente, lo habrá de proteger de un encuentro que
podría resultar traumatizante, ya por lo violento que pudiera resultar este choque sin la
imprescindible amortiguación intermediaria, ya por forzarlo a adoptar una actitud
sobreadaptada.

Este movimiento de apropiación de las pautas culturales a través de la afiliación a un


imaginario tiene también un revés complementario, el de la obtención de una identidad por
pertenencia (Bleger, J. 1971). Este tipo de identidad no se obtiene simple y automáticamente
por el ingreso a esta especie de club exclusivo en el que según la óptica juvenil a veces se
transforman los grupos y las instituciones donde circulan los adolescentes, ya que requiere de
un trabajo de aceptación por parte de los otros del vínculo y uno de integración por parte del
ingresante.

No obstante, la identidad por pertenencia se apuntala también en la ilusión presente en cada


joven de ser parte del grupo de los socios fundadores, es decir, la de originar un grupo propio.
En esta circulación fantasmática es donde se pesquisa el guión imaginario de
autoengendramiento, aquel que los introduciría en una escena donde quedarían ubicados en la
categoría de creadores de esta institución imaginaria (tal como por ejemplo se detecta en la
permanente proliferación de bandas musicales amateurs). Esta situación los convierte
transitoriamente en los ilusorios propietarios de una porción de poder sustraída a los adultos,
aquella que dicta las formas y los modelos a imitar que justamente identifican y caracterizan a
los jóvenes de su tiempo.

De esta forma, en este movimiento de ida y vuelta y a la manera que describiera Winnicott
para la constitución de la ilusión (Winnicott, D. 1971), es como cada nueva generación
adolescente en su imprescindible movimiento de autoafirmación gestará la recreación ritual de
su imaginario.

Este proceso de asimilación del espíritu del mundo adulto y de acomodación a sus pautas a
través de la recreación del imaginario adolescente, juntamente con su inmersión en el mismo,
se tramitará por medio del pasaje a través de los distintos grupos que el joven integre y por la
pertenencia que en ellos logre constituir. En este sentido, los grupos se conformarán en los
progresivos peldaños donde se apuntalará su tránsito adolescente, tal como ya venía
ocurriendo desde la infancia pero con un matiz diferencial.

El recién nacido es recibido en el preformado grupo familiar que de ahí en más cumplirá con las
funciones del grupo primario (Cooley, CH. 1909), o sea, las de producir sujetos sociales
mediante la construcción de un registro identificatorio. Posteriormente, esta tarea se
complementará y completará en los grupos secundarios, como por ejemplo los que se
desarrollan en las instituciones escolares, que si bien se centran en una tarea específica
permiten en alguna medida seguir apuntalando la construcción de la identidad, ya que el
registro donde discurre el grupo de trabajo se encuentra siempre infiltrado por la incidencia de
lo fantasmático (Bion, W. 1948) (Cao, M. / L’Hoste, M. 1996).

Durante la adolescencia la reformulación subjetiva que se produce a través de la remodelación


identificatoria conlleva un necesario retorno a la tarea desplegada en los grupos primarios.
Esto redundará en un anclaje en grupos secundarios que funcionen acentuadamente a
predominio primario, y que con su dinámica intersubjetiva contribuyan y sostengan la
tramitación del proceso desplegado en el transbordo hacia el mundo de la adultez.

En estos grupos se movilizarán las vicisitudes del imaginario adolescente, las cuales
inevitablemente irán a confrontar con el statu quo adulto. Sin embargo, en contraposición a lo
que algunos autores afirman acerca de que “...toda adolescencia es, en esencia, una época de
violencia generacional, en la que la nueva generación debe ‘tirar a la basura’ a sus padres y a
los objetos de éstos a fin de plasmar la visión que tienen de su propia era...” (Bollas, C. 1992
pág. 310), la tramitación personal que el adolescente hace de la cultura que lo precede tiene
como inevitable referente a los padres, de los que, a su vez, no puede deshacerse sin más.

Sobre estos referentes, aunque también con la inestimable colaboración de los otros del
vínculo (provenientes de la familia, la escuela, los grupos, etc.), el adolescente despliega un
nuevo proceso de apuntalamiento. Y, si bien, éste no será el último va a tener una importancia
liminar para la consolidación de su proyecto identificatorio. Este proceso de apuntalamiento se
inicia a través de las maniobras de apoyo y modelización para luego centrarse en los
movimientos de desprendimiento y transcripción (Kaës, R. 1984). Estas maniobras y
movimientos le permitirán apropiarse de un lugar desde donde remodelar su identidad y hacer
una síntesis singular.
De esta síntesis, fruto de la remodelación identificatoria que se produce en el
entrecruzamiento de lo personal, lo familiar y lo social bajo el cielo protector de la envoltura
que provee el imaginario, se generará su propia cosmovisión, en tanto ésta es el producto de la
lectura unificada que el yo del sujeto va a tener de sí mismo y por lo tanto del mundo
circundante (Cao, M. 1994c). Esta cosmovisión incluirá, entre otros, algunos aspectos de la
denostada cultura parental, por lo que y a pesar de la postura contestataria de los jóvenes no
todo lo precedente irá a parar a la basura, aunque por largo tiempo no puedan llegar a darse
cuenta y menos aún reconocerlo.

Ahora bien, dentro de las correlaciones que pueden hacerse entre diversos conceptos teóricos,
el de imaginario adolescente podría ser emparentado con el de objeto generacional en tanto
que este último “(...) agrupa a aquellos fenómenos con los cuales nos formamos un sentido de
la identidad generacional” (Bollas, C. 1992 ibíd. pág. 309). Esta identidad generacional, que
tiene como función hacer de soporte a la pertenencia, puede hacerse eco de un carácter
transicional que la mantenga flexible a la hora de incorporar nuevos elementos que
desencadenen en su seno alteraciones o modificaciones nutrientes. O, por lo contrario, que se
cristalice en una dinámica cerrada y entrópica, a la manera de lo que ocurre en los grupos
burocratizados (Bernard, M. 1987). La instalación de este tipo de dinámica impide el
enriquecimiento del campo yoico y de la dimensión fantasmática de los sujetos, tal como
sucede por ejemplo en el caso de las sectas o de las familias con un funcionamiento psicótico.

El conflicto generacional, que como ya hemos visto se hizo especialmente patente a partir de la
década del '50, catapultó a los jóvenes hacia la construcción de una identidad generacional, la
cual mantuvo invariables una serie de aspectos a lo largo del transcurso de las diferentes
épocas, tal como el de considerarse y/o ser considerados rebeldes, contestatarios, utópicos,
etc. Estos conocidos aspectos, que sobrevivieron al paso del tiempo y que en muchos casos
devinieron en estereotipos, están intrínsecamente asociados a la reformulación que se produce
en el psiquismo durante la adolescencia.

De todas maneras, la identidad generacional al tomar también algunos de los colores y


formatos que pulsan en los tiempos sociales que a los adolescentes les toca atravesar puede
llegar a embeberlos en la inconfundible tonalidad que distingue a las vanguardias. Es que la
“juventud se erige en vanguardia portadora de transformaciones, notorias o imperceptibles, en
los códigos de la cultura, e incorpora con naturalidad los cambios en las costumbres y en las
significaciones que fueron objeto de luchas en la generación anterior” (Margulis, M. 1996 pág.
9).

La noción de vanguardia, por su parte, está inevitablemente atravesada por la dimensión de lo


transicional, ya que ningún movimiento de avant garde está destinado a perdurar como tal. Su
derrotero más habitual es que su impulso instituyente se transforme paulatinamente en
instituido, deslizándose así hacia un futuro más o menos cercano donde aquella vanguardia
quede convertida en una versión clásica, o bien, que dicho impulso se diluya sin pena ni gloria
en el océano de las otras corrientes contemporáneas. Por eso “... sólo cabe discernir el
surgimiento de una nueva generación cuando ésta viola bien a las claras la estética de la
anterior” (Bollas, C. 1992 ibíd. pág. 312).

En este mismo sentido, discurren las generaciones adolescentes en su transición a doble faz, la
que se produce en el plano individual y la que se da en el plano social. Se establecen así dos
movimientos en simultáneo, el que marca la transición del cuerpo y la de mente hacia otra
estructuración de mayor complejidad y el que rige la transición de los anclajes sociales donde
los jóvenes se apuntalan.

Estos anclajes, al igual que lo que sucede en el interior del yo y de las instancias ideales se
deforman, se alteran, o bien, se transforman por el uso que los jóvenes les dan, quedando
inscriptos a partir de allí con la marca de agua que caracteriza al atravesamiento cultural (Cao,
M. 1993), y por lo tanto, constituyéndose en trazas indelebles de su identidad generacional.
Por otro lado, las diversas modificaciones que se van plasmando en el plano social a raíz de la
alteración de estos anclajes permiten un gradual deslizamiento hacia los cambios sociales, o
bien, gestan una dinámica explosiva de resultados muchas veces inciertos.

El proceso de metabolización personal y social de estos cambios que se cursa durante la


adolescencia se hace a través del concurso de una serie de intermediarios como lo son la
familia, el grupo y las instituciones. Y, si bien, estos cumplen holgadamente con el papel que se
les asigna, el proceso de metabolización necesita apoyarse también en la complementariedad
que emana de las producciones culturales.

En este sentido, las artes en general han de proveer las hebras que contribuirán a urdir la trama
donde se proyectarán los guiones fantasmáticos de las consecutivas generaciones
adolescentes. En este arduo proceso el papel que ocupara la cinematografía en los orígenes del
movimiento juvenil a través de la iconografía fílmica de James Dean fue progresivamente
reemplazado por la música proveniente de cantautores y bandas.

Este recambio se apoya en que los músicos se ofrecen como un eficaz modelo identificatorio
debido a que ellos mismos son también jóvenes que han logrado ocupar un lugar en el mundo
adulto (especialmente si pudieron emerger del underground). Y, además, porque sus canciones
tienen la importante tarea sublimatoria de recrear las fluctuaciones internas y externas de la
atmósfera adolescente. La propagación de sus letras y acordes por el éter cultural contribuye a
la re-creación del imaginario adolescente, a la elaboración de la problemática del transbordo y
a la descarga de parte de las angustias y excitaciones que agitan las jóvenes velas yoicas.

§ IDENTIDAD EN VACIO

Estos desarrollos acerca del imaginario adolescente y de la inserción de los jóvenes en la


sociedad adulta, con la respectiva tonalidad contestataria que tiñó su andar a lo largo del siglo
XX, no parecen adecuarse a los acontecimientos que se presentaron en su última década. Por
lo tanto y a partir de aquí, nuestro camino se abre como un delta en los brazos de una serie de
interrogantes: ¿por qué el modelo de subjetividad que promociona la alianza que forman el
neoliberalismo, el relato posmoderno y los medios audiovisuales de comunicación utiliza a la
adolescencia como una de las cabeceras de playa en su asalto a los resortes del poder
societario?

¿Por qué esta misma alianza en su avance y conquista planetaria terminó apoderándose de su
imaginario y comenzó a utilizarlo como estandarte de sus propios intereses?
¿Por qué este heterogéneo conjunto etáreo que vagó sin rumbo ni anclajes por décadas fue
estatuido como la encarnación desiderativa del sujeto de fin de siglo?

La transición adolescente, por sus características, se adecuó a la perfección a las propuestas del
modelo subjetivo de fin de siglo, ya que una serie de factores que emanan de las problemáticas
de esta transición se canalizan y mixturan con los principios rectores del relato posmoderno. La
conjunción de estos principios con aquellos factores fue la condición necesaria para que
comenzara a rodar el proceso de divinización de la juventud y a partir de allí pudiera ser
convertida en tesoro, aunque en realidad este tesoro se asemejara más al botín de una guerra
comercial entre corporaciones piratas.

Por otra parte, en forma suplementaria y consecuente al avance de este movimiento y,


además, en contra de las bases fundantes del espíritu de la posmodernidad, se produjo una
escalada hacia la instauración de una cosmovisión de características homogeinizantes que
apuntó a generar un proceso de adolescentización de la sociedad. Este proceso tuvo el
propósito de implementar un modelo hegemónico de producción de imágenes que permitiera
desde lo comercial y desde lo ideológico la posibilidad de marcar rumbos y/o precipitar
influencias, carentes de ingenuidad en todos los casos.

El sesgo con el que la modernidad había posicionado al movimiento juvenil perfilaba a los
adolescentes como sujetos ávidos de incorporar e incorporarse a los movimientos
contraculturales de cada época (en tanto cuestionaran lo clásico, lo establecido). La
fragmentaria alianza entre neoliberalismo y posmodernidad intentó con bastante éxito
adoptarlos e incluirlos en su hégira, colocándolos en el lugar reservado para el modelo ideal y
estandarizado del sujeto social que desde luego toda época histórica tiene. A pesar de lo
contradictorio que esto resultaba para la vocación vanguardista, contracultural y confrontatoria
que consensuadamente caracteriza al imaginario adolescente.

Por ende, el solapado y subliminal enroque que se produjo a escala social, política y económica
entre ciertos retazos de la cultura posmoderna en asociación con el neoliberalismo trastrocó
irreversiblemente la mayoría de las pautas rectoras de la modernidad y de los sujetos que la
habitaban. Esta situación fue la que produjo la inversión de los clásicos términos referenciales,
ubicando ahora a la otrora marginada cultura adolescente en el lugar del modelo a imitar,
punto final de llegada de todo desarrollo civilizatorio.

De esta forma, por intermedio de un conjunto de estrategias de esterilización se continuó con


el intento de desactivar la virtual y temida potencia transgresora del movimiento juvenil. En
primera instancia, la idealización societaria en la que permaneció capturado el imaginario
adolescente lo condenó a contemplar cómo sus características creativas se corroían y
desnaturalizaban al compás de la confusión en la que los jóvenes se veían sumidos a raíz de la
pérdida de sus referentes[1]. En segunda instancia, el ya referido movimiento de
adolecentización de la sociedad en su arrasador avance produjo un efecto de igualación por
achatamiento que empezó por eliminar las diferencias generacionales y acabó minando el
terreno del enfrentamiento generacional.

Un párrafo aparte merece el tema de la implantación de la operatoria de la trasgresión como


norma. Esta implantación con sus características perversas demuele el peso específico que
aquella operatoria pudiera detentar, ya que su generalización diluye las diferencias y confunde
los referentes en una niebla intransitable, vaciando a los sujetos de sus posibilidades de
transgredir. Esto tiene por consecuencia la anulación de las capacidades creativas y
cuestionadoras de la adolescencia a la hora de enfrentar una tabla de valores que viró de la
agónica ausencia a la categoría de casi inexistente.

Ahora bien, en atención a los elementos que surgen del análisis de las variaciones que
introdujo en el imaginario adolescente la llegada del posmodernidad se hace necesario
recordar resumidamente los factores que caracterizan la dinámica psíquica de toda
adolescencia. Por sus características, estos factores inducen a la compleja situación por la cual
la contienda juvenil debe establecerse simultáneamente en varios frentes.

En primer término, la revolución hormonal que abre el camino a las pulsiones hibernadas
durante la latencia obliga a una nueva vuelta de tuerca de la conflictiva edípica. Esto condiciona
a una renovada renuncia a los objetos de la infancia, pero con la diferencia de que ésta ahora
se hará desde otro posicionamiento subjetivo, ya que a partir del momento en que ambas
partes se encuentran igualadas en su desarrollo genital se torna posible tener un encuentro
sexual.

El duelo por la pérdida de los otrora idealizados padres de la infancia a la que aquella renuncia
induce se acompaña por otro, el que se circunscribe al abandono del cuerpo infantil. El trabajo
psíquico del duelo por este cuerpo se acoplará a la metabolización de las vivencias de
extrañeza por su nueva forma que se conjugan en la búsqueda de una dimensión mental donde
ensamblar las viejas representaciones con las nuevas, dando lugar a una nueva instancia yoica.
[2]

El cuestionamiento de las ideas tradicionales, incluyendo en este grupo tanto las provenientes
del contexto familiar como las del social y representado tan típicamente en la dramática que se
establece alrededor del enfrentamiento generacional, está ligado a la explosión y
reposicionamiento del campo de los valores e ideales. La mutación de las instancias ideales
hacia la conformación singular que tomarán a partir de la remodelación identificatoria es un
proceso largo, doloroso y con final abierto. La síntesis superadora no siempre es posible y la
cristalización en lo contestatario, o bien, en la sumisión a los ideales paternos o maternos son
destinos frecuentes en las familias que no están dispuestas, o bien, que se resisten a entregar
la posta generacional a la nueva camada[3].

Finalmente, la problemática identificatoria es tan abarcadora que termina infiltrándose o


englobando a todas las dimensiones anteriores. Esta problemática recala, como ya hemos
visto, en las cuestiones de los modelos, de la imagen y de los posibles lugares a ocupar en el
mundo adulto.

De este modo, el advenimiento de la alianza entre el neoliberalismo, el realto posmoderno y


los medios de comunicación no hubiera sido posible sin el inestimable apoyo que le brindó la
tecnología audiovisual. La instauración de la imagen como fuente de toda intelección y valor
usufructuó las características de la problemática identificatoria adolescente y fue la que más
peso y utilización tuvo en los medios de comunicación a la hora del despliegue que éstos
hicieron en su proselitismo consumista.
Belleza corporal, juventud eterna, culto de las apariencias, exaltación de la velocidad, de lo
superficial, labilidad de las opiniones, búsqueda de placer inmediato y desubjetivado, fueron
los ingredientes de la parcializada receta posmoderna mediante los cuales los adolescentes se
vieron catapultados, gracias a sus características y al sustento tecnológico de los medios, a una
dinámica que produjo un profundo y revolucionario cambio en el encuadre societario y en las
producciones de su imaginario social.

Como ya detallé, la remodelación identificatoria adolescente es un proceso que permite al


sujeto hacer el transbordo entre las estaciones de la niñez y de la adultez. Esta transición
requiere imperiosamente la provisión de nuevos modelos que permitan apuntalar los flancos
débiles, que rellenen los espacios destinados a cimientos y que sirvan a las futuras
ampliaciones de las casas yoica y superyoica.

En este sentido, la oferta de modelos y su manipulación mediática cae en terreno fértil gracias
a la gran necesidad de absorción de aquellos que los jóvenes tienen durante la transición
adolescente, debido a la inevitable persistencia de los vacíos estructurales que tapizan el
territorio yoico. Será esta urgencia identificatoria (Missenard, A. 1971), la que en muchas
oportunidades les impedirá discriminar las diferentes calidades de los materiales que les son
ofrecidos para dicha remodelación.

No obstante, los efectos que se derivan de la instauración de las nuevas pautas socioculturales
no se circunscriben solamente a los temas que circulan alrededor de la imagen. La dimensión
temporal, eje liminar en la en la constitución de los sujetos pertenecientes a las culturas
occidentales, también se vio enfrentada a una poderosa transmutación.

Es que la temporalidad que infiltra y problematiza la cuestión adolescente es el futuro, en tanto


se convierte en el campo de posibilidades donde encontrar y conquistar un lugar en la sociedad
de los adultos. Estos, por su parte, al detentar el poder y la prerrogativa de aprobación
condenan a los jóvenes a ser asediados constantemente por la angustia de no-asignación
(Kaës, R. 1976), mientras dure el laborioso transbordo. Si el monto de esta angustia trepa a
guarismos intolerables este tiempo puede mediante una maniobra defensiva cristalizarse,
convirtiendo a la transición adolescente en la ilusoria eternidad que permitiría postergar sine
die el acceso a la adultez con las perturbaciones y limitaciones que esta situación traería
aparejada.

Por su parte, los adultos tampoco se hallan exentos de una ilusoria vuelta a la dimensión
adolescente, donde las nostalgiosas frustraciones de aquel tiempo pudieran ahora ser
superadas con la experiencia adquirida. Sin embargo, lo que durante la modernidad podía
manifestarse como un anhelo, o a lo sumo, sólo se corporizaba como patrimonio de algunos
pocos, sufrió un insospechado giro con el arribo de la posmodernidad.

Esta nueva dimensión puso en marcha el proceso de adolescentización que atraviesa a casi
todos los estratos de la sociedad, instando a la franja adulta a detener su reloj biológico
mediante el consumo de un conjunto inabarcable de productos (desde los antioxidantes hasta
la vestimenta), que adoptan la categoría imaginaria de promesa de eterna juventud y que son
promocionados ad hoc por las corporaciones que propician y medran con este modelo
socioeconómico.
La funcionalidad fetichizante de estos productos, originados en los múltiples recursos
tecnológicos con que cuenta la medicina y la industria farmacéutica en este fin de siglo
(cirugías estéticas de todo el cuerpo, adelgazamientos casi instantáneos y otras técnicas no
menos impactantes), apunta a implementar una estrategia mimética donde los reciclados
adultos casi no puedan ser distinguidos de los adolescentes. De esta forma, se crea una nueva
virtualidad, la que permite pertenecer al mundo de los jóvenes mientras la piel resista la
tensión de los estiramientos, tal como entre graciosa y patéticamente anticipara en los años ‘80
la película Brazil del director inglés Terry Gilliam.

De este modo, la desorientación que cunde entre las filas juveniles a partir de la pérdida de los
referentes basados en las diferencias generacionales se hace patente cuando la imagen propia
reflejada en la de sus mayores no arroja diferencias sino que los enfrenta a un repertorio de
iguales. Los adultos, por su parte, no reposan satisfechos en este artificial parecido sino que
suben su apuesta e intentan disputar palmo a palmo el mismo campo de intereses y de
apetencias que aquellos.

Se presentan, entonces, situaciones paradojales donde los términos y las expectativas


consensuadamente aceptadas resultan trastrocadas o invertidas, tal como está ocurriendo
cada vez con mayor frecuencia en ciertos contextos familiares. De esta manera, allí donde una
madre tradicionalmente se encontraría contemplando no sin un dejo de envidia la floreciente
sexualidad de su hija se configura la escena de una joven por lo menos inhibida frente al
despliegue seductor de una rejuvenecida adulta, la cual le arrebata vía competencia desleal la
posibilidad de sentirse acompañada por su madre en el descubrimiento de sus potencialidades.

A los varones no les irá mejor con una figura paterna que también compite en temas como lo
laboral y lo deportivo a través del montaje de un show donde demostrar la solidez de sus aún
inclaudicadas fuerzas. Sin embargo, aunque ninguno de los padres haya entrado de lleno en un
retorno a las fuentes de la juventud, o bien, adoptado la liviandad que caracteriza al decurso y
al discurso tanto finisecular como del nuevo milenio, las pérdidas referenciales a nivel
societario y cultural habrán igualmente calado hondo en el registro identificatorio de los
jóvenes. Estas pérdidas los destinan a vagar en busca de una identidad que no logra
consolidarse y a la confusa espera de la llegada de un tiempo donde poder tomar la posta
generacional y suceder a los adultos.

Por otra parte, a la pérdida de los referentes identificatorios se sumará la imposibilidad de


enfrentar. Esta verdadera piedra angular del proceso del desprendimiento no podrá entrar en
juego debido a que los adultos han desaparecido, ya por haberse convertido ellos mismos en
adolescentes, ya porque su identidad generacional ha sido triturada por la llegada de los
nuevos tiempos. La conjunción de ambas situaciones los llenará de un vacío inconmensurable
que se verá complementado por la clausura más que momentánea de la dimensión de futuro.
Quedará, entonces, solamente la posibilidad paliativa de consumir y desechar objetos.

La sobreoferta de consumo hedonista e irresponsable que brota de las pantallas de los


televisores, de los parlantes de las radios, de las ilustraciones de las revistas y que sostiene
insistentemente la propuesta de vivir el hoy hasta extenuarlo se lleva de perillas con la celada
temporal que exuda de las filosofías del fin de la historia, aquellas que alientan la idea del cese
de los cambios y de los actores de los mismos.
No se debe justamente a una casualidad que las inquietudes e innovaciones que se canalizaban
a través de la dimensión del cambio, hoy aparentemente cancelada para todo menos para lo
tecnológico, fueron durante las numerosas décadas de la modernidad atribuidas a los
adolescentes por una sociedad adulta que en general los denostaba, la mayoría de las veces
por temor o envidia[4]. Por su parte, los grupos de jóvenes que aceptaron el desafío no
defraudaron las expectativas que sobre ellos pendían, refrendando aquella atribución con sus
planteos. Estos se plasmaron masivamente en movimientos que inmediatamente produjeron
repercusiones entre otros grupos de jóvenes lejanos en el espacio y en el tiempo, los cuales al
levantar las mismas banderas hicieron que los ecos de los pioneros no se apagaran sin más.

De esta manera, uno de los aspectos más característicos de la causa de los adolescentes se
afirmó en la rebelión contra la falta de imaginación del poder adulto, contra la opresividad de
su régimen basada en la paupérrima y excluyente condición de prohibir. La imagen del
adolescente pintando grafitis que cuestionaban el statu quo adulto dio vuelta al mundo y
preparó el terreno para su severa represión, como pudo comprobarse inicialmente en el
fundante punto inaugural del romántico mayo francés del ‘68 y posteriormente en los trágicos
acontecimientos del ‘89 en la plaza china de Tian An Men.

Por su parte, la tendencia a una mayor tolerancia que actualmente se detecta respecto del
imaginario adolescente merece correlacionarse, tal como muestran las publicidades, con la
elevación de los jóvenes al podio simbólico del modelo del goce total y de la perfección
estética. Metamorfosear lo contestatario en inofensivo es el patrón que permite desactivar el
cuestionamiento para que nada cambie en un pretendido mundo de iguales, el cual apoyado
en una tecnología deslumbrante reniega, desestima o extermina las diferencias.

Los medios de difusión han tenido un papel preponderante en la configuración de estos nuevos
modelos identificatorios y sus respectivas emblemáticas. La publicidad, las series, las películas,
los formadores de opinión, los noticieros, los slogans y las telenovelas han saturado la
atmósfera cultural con mensajes que se transforman en medios para leer la realidad. Nunca el
bombardeo publicitario audiovisual ha sido tan alto, ni tan sutiles y elaboradas las sagas con
que los productos a consumir se fetichizan ante un público que contempla inmóvil el inventario
de la felicidad. La fórmula mágica se traduce e imprime en todas las imágenes y en todos los
idiomas: para poder ser es imprescindible e imperativo poseer. Sin embargo, ya para los que no
tienen los recursos para consumir como para los que sí los tienen, es inevitable la caída en un
vacío delimitado tanto por la inanición como por la sobreabundancia.

La producción de imágenes y su comercialización, tanto en su faz efectiva como en su vana


aspiración, no cierra la brecha que dejó abierta la caída de los llamados grandes relatos de la
modernidad. La ausencia de una brújula societaria que indique el norte magnético de los
proyectos superadores genera un doble desafío para los adolescentes. Estos deberán hacer su
propia travesía en el mismo mar embravecido por el que navega una sociedad desorientada, la
cual debiera, en realidad, estar esperándolos en un puerto seguro al otro lado de la tormenta.
Por lo tanto, recrear su imaginario, hacer el transbordo y encontrar la brújula societaria perdida
se constituyen en tareas de difícil concreción, cuando no imposibles, para estos nuevos e
inconsultos destinatarios del legado de Hércules.
[1] Tal como sigue ocurriendo hoy día.

[2] Ver Capítulo 3 de La Condición Adolescente.

[3] Ver “La Sociedad de los Poetas Vivos. Producción de Valores e Ideales en la Adolescencia”
Revista Campo Grupal. Año XIV N° 145. Buenos Aires, Junio 2012.

[4] Las modificaciones que se produjeron durante la primera década del nuevo milenio
rasgaron la pretendida estructura homogénea de la aldea global. Esto se puede apreciar
especialmente en las movidas políticas llevadas a cabo en América Latina.

Capítulo V - Planeta Adolescente - Versión Digital


CINCO
HISTORIAS DE FAMILIA

Qué va a ser de ti lejos de casa


nena, qué va a ser de ti

Joan Manuel Serrat

Desde su aparición, y gracias al carácter transicional de su imaginario, los adolescentes fueron


entramando su faceta contestataria y rebelde, reactiva respecto a los valores consagrados
durante la modernidad, con un flexible poder de adecuación para manejarse en los distintos
contextos espacio-temporales en los que se expandió su oleaje.

Esta difícil articulación que cada generación adolescente debe establecer en el seno del campo
social es tributaria del proceso que se desarrolla en el seno de las familias donde se gestan y de
donde emergen estos adolescentes, moldeados en la fragua del imaginario social de cada
período histórico. Los contenidos de esta dimensión son simultánea y concordantemente
recepcionados, canalizados y retransmitidos por el contrato narcisista establecido a nivel del
grupo familiar, medio privilegiado a través del cual se realiza la metabolización que los
miembros del conjunto hacen de las pautas socioculturales en boga.

Los cambios que se desgajaron del tumultuoso transcurso de la modernidad y las profundas
mutaciones que aparejó el no tan silencioso desembarco de la posmodernidad golpearon de
lleno en el conjunto de valores y certezas que las sociedades atesoraban. Este resguardado
conjunto cumplía el doble cometido de funcionar como legado para las futuras generaciones y
como punto de referencia para deambular entre los territorios de la ética y la estética
societaria.

No obstante, a partir de la década de los ´80 los adolescentes y sus respectivas familias se
vieron involucrados en un vertiginoso clima de alteraciones que afectó con la misma intensidad
tanto a los clásicos esquemas referenciales como a las posibilidades de metabolización, vía
trabajo psíquico, de estos cambios. Dichas alteraciones generaron una atmósfera de crisis que,
en su inevitable circularidad, profundizó las irreversibles modificaciones que ya se venían
produciendo no sólo en la fisonomía de la estructura familiar, sino también en las
características de los lugares que la misma cultura ofrecía y donde los miembros de aquéllas
podrían, en el mejor de los casos, insertarse.

Atendiendo a estas razones, intentaré pesquisar algunas de las conflictivas situaciones que a
partir de entonces enfrentan los grupos familiares pertenecientes a ciertas franjas societarias,
junto con las diversas problemáticas que padecen los adolescentes que los integran tanto en
relación con su inserción en el medio social como al proceso de desprendimiento respecto de
sus mayores.

Para abocarnos a este intento será necesario, nuevamente, salir en la búsqueda de algunos de
los ejes sociohistóricos que contribuyeron a delinear el derrotero de las sociedades
occidentales a lo largo de los dos últimos siglos. La historización de estas variables, que
cooperaron en la determinación de los cambios que ha venido sufriendo la estructura familiar,
nos coloca frente a la posibilidad de atisbar el entrecruzamiento de sus hilos significantes.

Por otra parte, esta historización resulta ineludible si se desea contextualizar las modalidades
que fue adoptando la familia a la luz de las modificaciones producidas en el campo
sociocultural. Y, en este mismo sentido, si se pretende evitar la caída en un solipsismo que se
nutre, únicamente, de la noción de una estructura familiar de características inmanentes.

§ EL ENROQUE SOCIOECONOMICO DE LA TERCERA OLA

Las grandes transformaciones que se vienen registrando en el imaginario social, y


consecuentemente en las prácticas societarias, no pertenecen a un fenómeno puntual y
aislado. Por lo contrario, estos cambios están enmarcados en una dinámica social cuyos pilares
principales se apoyan en la complejización de las tecnologías asociadas a la producción y en los
virajes ideológicos que ellas mismas produjeron con la llegada de la era tecnotrónica
(Brzezinsky, Z. 1970), a través de su aplicación al terreno de los intercambios económicos.

Esta nueva era, tecnotrónica o posindustrial, que asienta sus pilares en la alianza filosófico-
económica que surge de la extrapolación del relato de la posmodernidad con la restauración
del capitalismo salvaje que se desplegara durante el siglo XIX, cuenta entre sus logros con el
haber literalmente barrido con gran parte de la jerarquía axiomática que casi por dos siglos
identificó a la modernidad.

Esta alianza contó para ello con los grandes avances a escala tecnológica que permitieron en el
campo económico automatizar primero y robotizar después la producción industrial a gran
escala. De esta forma, este tipo de producción trepó a una inédita dimensión global y, a la
sazón, el mundo se vio inundado por una clase de enseres, que gracias al concurso de estos
nuevos medios de producción ya no sería pertinente que se los denominara manufacturas,
debido a que en su fabricación prescinden casi totalmente de la mano del hombre.

De este modo, en la medida que se afianzaba este nuevo proceso de industrialización se


reducían los costos de producción de estos enseres y, simultáneamente, se lograba un notable
aumento en su calidad. Sin embargo, paradójicamente no ocurría lo mismo con su duración, ya
que estos mismos productos sufrían un exponencial aumento en su obsolescencia.

Esta inusitada pérdida de valor se sustentaba en que la vida media de un modelo recién
colocado en el mercado era prácticamente inexistente, debido a su casi inmediato reemplazo
por otro modelo más avanzado en su género, o bien, por uno que fuera poseedor de una
innovación tecnológica que superara cualitativamente cualquier versión anterior.

Esta obsesiva e indetenible carrera entre los fabricantes (cada vez más aglomerados en un
menor número de corporaciones que concentran la mayor parte del poder industrial), por estar
constantemente a la vanguardia y por diversificar cada vez más su inserción en los mercados,
no sólo internos sino también externos, encuentra su sostén en la avidez que genera una
mayor demanda de innovaciones. Esta, por su parte, se sigue sustentando en el éxito
comprobado de la política comercial de generación de necesidades, basada en una hábil
estrategia de difusión publicitaria.
Este avasallador despliegue de conquista y colonización comercial de los mercados fue
fomentado y sostenido por un criterio industrialista lindante con lo irracional, cuyo insondable
afán de lucro le impidió (o simplemente no le importó), medir las consecuencias sociales y
ecológicas que sus políticas expansionistas trajeron aparejadas. De esta manera, el
neoliberalismo y su catecismo ideológico impidieron planificar y distribuir equitativamente a
escala mundial el aumento del estándar de vida que se produjo mediante el recambio
cualitativo del aparato productivo a raíz del advenimiento de la sociedad posindustrial.

Los mayores beneficios de esta transformación recayeron indudablemente en los países


centrales o desarrollados, generando por esta vía una mayor concentración de la riqueza junto
a una profundización de las diferencias entre las naciones del primer y del tercer mundo. Y,
asimismo, entre los respectivos estamentos internos de cada una de sus sociedades.

De esta suerte, la coyuntura socioeconómica del neoliberalismo no sólo descalabró el anclaje


subjetivo de los integrantes de dichas sociedades, también determinó nuevas formas de
relación entre los países en función de sus intereses y expectativas. Así, a medida que
aumentaba el confort que detentaban los países centrales, se tornó asequible para los países
periféricos aspirar a la captura de una pequeña porción del mismo gracias al despegue que
lograron sus mercados (denominados emergentes), que casualmente resultaron financiados
por los operadores económicos de los países más ricos.

Este proceso que despejó el camino para el diluvio de inversiones que aconteció en aquellos
mercados con la llegada de los conocidos capitales golondrina o especulativos, permitió gracias
a la liquidez económica que este diluvio trajo aparejada un aumento en la capacidad de
consumo. Así, una infinidad de bienes y servicios que eran ahora de posible adquisición para
muchos de los ciudadanos pertenecientes a los países pobres, ponía a aquellos casi en un pie
de igualdad con los del poderoso hemisferio norte.

Como no podía ser de otra manera, el cambio de variables socioeconómicas hizo que el
imaginario social de las regiones pobres o en desarrollo se viera modificado en sus estatutos en
la medida que la nueva dinámica mundial las incorporaba al indetenible proceso de
globalización de la economía. En este sentido, la posibilidad que siguió brindando la aldea
global para los ciudadanos de los más remotos lugares de pertenecer al club de los elegidos
mediante la posesión y consumo de dichos bienes y servicios continúa haciendo del
individualismo a ultranza un estilo de vida valorado y eficaz.

Por otra parte, la vertiginosa obsolescencia que había comenzado a regir para los productos se
fue transfiriendo paulatinamente sobre el personal, que de esta manera debió mantener una
constante actualización de sus conocimientos y/o especializarse en otras disciplinas para estar
a la altura del empleo de las nuevas tecnologías. Esta situación trajo como consecuencia que se
generara una profunda escisión en el mercado laboral, la cual fue valorizando una mente de
obra cada vez más calificada y mejor remunerada versus la pauperización una mano de obra en
constante depreciación y reciclaje (ya que por no saber hacer lo mismo se contrata al
empleado que genera menos costos).
La desorientación que se abatió sobre los sujetos que no pudieron adaptarse a las pautas
provenientes de la instalación del paradigma de la sociedad posindustrial se entronca con la
difusión masiva de la informática y su imprescindible manejo a la hora de obtener un trabajo
con cierto grado de calificación. Claro que esta situación, por su parte, no implica un ningún
reaseguro sobre una posible y estable ubicación laboral.

Esta nueva herramienta permitió no sólo una mayor velocidad en la recepción, estibación y
transmisión de datos y conocimientos sino también la eliminación de las distancias geográficas,
ya que en segundos y por diversas vías (telefónico-satelital primero y correo electrónico
después), se podían lograr impensados intercambios. Por lo tanto, el anoticiamiento inmediato
a escala mundial de todo lo producido incluía también a la propia información. Es que a partir
de las vicisitudes ligadas a este proceso ella misma pasó a transformarse en un producto y a
intercambiarse como mercancía.

El aludido proceso de neoliberalización laboral, amplio ganador de las simpatías y/o del fervor
de la mayoría de los políticos y economistas, no detuvo su marcha en los lindes de ninguna
latitud. Y, al igual que lo sucedido en el campo de las ideas, tampoco respetó a ninguna de las
jerarquías consagradas ni a los estamentos en juego, por lo que tanto obreros como gerentes
marcharon a engrosar el cada vez más parecido a una horda, ejército de desocupados.

En relación con lo hasta aquí planteado es muy importante subrayar, en aras de conservar una
visión de conjunto y para evitar caer en una versión romántica de los hechos de la historia, que
las ecuaciones socioeconómicas pertenecientes a un determinado paradigma histórico (Harris,
C. 1983), que inciden o rigen los destinos societarios de cada período no se constituyen en
factores que puedan actuar en forma aislada, así como tampoco se circunscriben únicamente
sobre su propio contexto sino que tienden a diseminarse sobre otros.

Por lo tanto, muy lejos de convertirse en la excepción, el arribo de la alianza entre la visión
posmoderna y el neoliberalismo socioeconómico excedió los marcos macro y microeconómico
para inundar el resto de las dimensiones del socius con su arrolladora prédica. De esta manera,
sus consecuentes efectos fueron impregnando el campo social con las tonalidades de su
discurso, socavando la axiomática de la modernidad y gestando la desarticulación de los
esquemas de referencia tradicionales, aquellos que por generaciones los sujetos habían
utilizado a la manera de una brújula.

Es que la férrea confianza depositada en aquellos esquemas se debía a que su inamovible


permanencia había marcado el rumbo de la política laboral de la modernidad más allá de las
fluctuaciones que originaran sus temporarias crisis sociales y/o tecnológicas. Estos marcos
referenciales cumplían la función de orientar a los ciudadanos respecto de los lugares a ocupar
en la sociedad, la forma para acceder a ellos y los elementos con que debían contar para
intentarlo con cierta presunción de éxito.

La nueva distribución de lugares y las maneras de acceso a los mismos generó un conjunto
irreversible de alteraciones en los esquemas de referencia que guiaban la dinámica societaria.
Por lo tanto, la tradicional lectura de aquella brújula caducó en su utilidad debido a que su
mecanismo no estaba en condiciones de registrar que el “sistema industrial tradicional
‘avanzado’ está en plena quiebra. La reconversión industrial está en marcha a paso forzado, y
los procesos de ajuste a escala mundial son un fiel testimonio de que el proyecto tecnológico
de la modernidad ha perdido su carácter universalizador y pretendidamente democratizante,
fomentando nuevas líneas divisorias y repeticiones de marginación ancestrales que nos ponen
en guardia frente a cualquier devoción desmesurada hacia la máquina y sus productos”
(Piscitelli, A. 1995 ibíd. pág. 71).

El descalabro introducido por las ecuaciones socioeconómicas del neoliberalismo en el tejido


societario, que sucintamente he tratado de describir, no pertenece a la categoría de evento
único en la historia de la humanidad. Si las modificaciones que este proceso introdujo en el
imaginario social contribuyeron a que las grietas en la edificación valorativa de los sujetos se
profundizaran a niveles inéditos, desde aquel momento en que la Revolución Industrial
inaugurara el tiempo de la modernidad tecnológica, se debió justamente a la característica
circularidad que presentan los cambios de paradigma en los procesos sociohistóricos.

Cada vez que las ecuaciones socioeconómicas cambian de rumbo debido al reemplazo del
paradigma histórico rector puede producirse la eclosión de una serie de turbulencias que
termine sumiendo en crisis a los sujetos y a las familias que integran una determinada
sociedad. Por lo tanto, las edificaciones valorativas que rigieron hasta ese momento los
destinos societarios se agrietan y se desmoronan parcial o totalmente de acuerdo a la
magnitud sismográfica que alcancen los movimientos ligados a la coronación del nuevo
paradigma.

Estos movimientos producen paulatina o velozmente el deterioro de los marcos de referencia


con que los sujetos se orientaban y, en la misma medida en que se deterioran o caducan, son
reemplazados por otros nuevos fruto del enroque o la simple remoción de los anteriores. Las
consecuentes repercusiones que estos movimientos operan sobre el imaginario social se harán
sentir aún en los recodos societarios que aparenten mayor invulnerabilidad.

A la sazón, de este desarrollo se desprende que ésta no es la primera crisis que la estructura
familiar atraviesa y que muy probablemente tampoco será la última. Por lo tanto, para poder
vislumbrar sus posibles escenarios futuros deberemos mirar nuevamente hacia el pasado.
Hagamos pues, un poco de historia.

§ TIEMPOS MODERNOS (O EL OCASO DE LA PARENTELA)

La consolidación de la familia conyugal como forma predominante de organización de la


convivencia doméstica se produce con la llegada de la industrialización (Requena, M. 1992). La
también llamada familia nuclear aislada es una estructura típica de las sociedades modernas,
caracterizada por la independencia relacional, económica y residencial de cada grupo familiar
respecto de los otros.

La conformación de este modelo de estructura familiar, que ha venido dominando el escenario


social por casi 200 años, fue el devastador resultado de la incidencia de los nuevos medios de
producción alumbrados por el paradigma histórico de la Revolución Industrial sobre la que
desde una visión sociológica retrospectiva con relación a la familia nuclear fue rotulada bajo la
genérica denominación de familia ampliada o familia extensa clásica.
El aislamiento y la fragmentación que estas familias ampliadas sufrieron, tanto en la versión
campesina como en la protoindustrial a raíz de los movimientos migratorios (interurbanos,
entre países, del campo a la ciudad, etc.), por la pérdida de la unidad económica alrededor de
la que se constituían y por el progresivo reemplazo de la calidad artesanal por la producción
masiva fueron, entre otros, algunos de los factores que sellaron su destino.

Las funciones educativas y económicas de la típica parentela, junto con el hegemónico valor
decisorio respecto de los destinos de sus miembros, se repliegan frente a la ofensiva desatada
por la industrialización masiva que sitúa a la fábrica, a la escuela e incluso al Estado en el lugar
social que tradicionalmente habían ocupado las familias ampliadas.

Los seguros por desempleo, la indemnización por despido, o bien, la jubilación, por sólo tomar
a modo de ejemplo algunos elementos de la actualidad que envejecen a paso acelerado,
muestran al Estado ocupándose de aspectos que hasta entonces eran patrimonio de las
funciones de las familias ampliadas. Estas absorbían en su seno los desequilibrios que se
producían por las circunstancias vitales que atravesaban sus miembros, ya que el Estado de
Bienestar (Welfare State), aún se hallaba lejos de hacer su trabajosa aparición.

Los modelos familiares y las pautas socioeconómicas regentes en un determinado momento


histórico configuran lo que en el mundo de la moda podría denominarse una combinación al
tono, ya que toda época se caracteriza por el predominio de un determinado modo de
producción y a cada modo de producción le corresponde una forma de estructuración familiar.
Sin embargo, es necesario aclarar que esta afirmación sólo se justifica plenamente en el plano
de los desarrollos teóricos, ya que en el seno de cada época se encontrarán fluctuaciones que
diluyen en parte la rigidez hegemónica de aquella construcción hipotética (Harris, C. 1983).

De todas maneras, y siguiendo de manera general aquel razonamiento, la constitución de la


familia ampliada podría catalogarse como un acoplamiento entre las necesidades de
supervivencia de los grupos familiares y la capacidad de amoldarse a la renovación de las
pautas socioeconómicas predominantes. Esta situación se corresponde con que el definitivo
ensamblado como unidad productiva que termina de configurar a este tipo de familias se
produce de acuerdo con las condiciones imperantes en el contexto del interregno que media
entre la disgregación del feudalismo y el comienzo de la hegemonía burguesa.

El intento de autoabastecimiento perseguido en su momento por el feudo se trasladó, mutatis


mutandis, a los grupos familiares. Estos se constituyeron a la manera de pequeñas empresas
integrales en la medida que empleaban de manera funcional a sus miembros a través de una
rígida división del trabajo. Esta designaba los lugares a ocupar acorde a las necesidades del
grupo, aunque en general estos lugares ya estaban preestablecidos por el irrecusable poder del
régimen patriarcal que férreamente gobernaba a estas familias. Por lo tanto, cada sujeto que
nacía en el seno de estos grupos contaba de antemano con un lugar o identidad que salvo raras
excepciones lo acompañaría a lo largo de su vida.

El ocaso de este modelo familiar producido por el advenimiento de la Revolución Industrial , así
como su posterior y progresivo desguace material, simbólico y espiritual redundó en una serie
de cambios en el ámbito de la estructuración subjetiva y del proyecto identificatorio de los
sujetos cuyo turno vital se desarrolló a la sombra de la recién nacida modernidad tecnológica
del maquinismo, en el seno de las denominadas sociedades de la segunda ola.
En este sentido, el golpe más significativo lo sufrieron los modelos identificatorios familiares,
cuya gradual alteración y posterior evaporación se produjo al compás que marcara el ritmo de
la progresiva fragmentación social y cultural del socius preindustrial. Esta situación de crisis del
statu quo identificatorio permitió el paulatino ingreso al imaginario familiar de referentes
seculares de socialización e intercambio, los cuales antes se encontraban vedados debido a la
relativamente exitosa refractariedad a la innovación que caracterizara a la familia ampliada.

“En una sociedad como ésta, las familias tendrán tanta profundidad generacional como los
factores demográficos lo permitan, pues abandonar la familia equivale a renunciar al acceso a
los medios de producción primaria, a perder la posibilidad misma de subsistencia. No se
planteará la cuestión del abandono de su familia de origen por el individuo en busca de
independencia económica o para fundar ‘su propia’ familia, pues, para los individuos, la
independencia económica es inalcanzable” (Harris, C. 1983 ibíd. pág. 130).

Por lo tanto, la imposibilidad de abandonar a la familia en pos de otro destino afincaba en los
sujetos el sentimiento de pertenencia a la comarca donde habían nacido y donde seguramente
habrían de morir. A la sazón, los valores y emblemas familiares (en muchos casos coincidentes
con las idiosincrasias zonales), debían mantenerse como marcas irrecusables de la identidad
por pertenencia, ya que así quedaba garantizado el lugar de los sujetos en el grupo familiar y,
por tanto, su identidad en relación con los propios y con los ajenos.

Esta inajenable identidad por pertenencia tendría que conservarse aún a costa de que en los
casos más extremos se jugara con la posibilidad real de la expulsión, o bien, de la muerte del
sujeto que deshonrara las prescripciones familiares. Es en estas dramáticas situaciones donde
es posible pesquisar como en las sociedades compuestas por estos grupos, a pesar de las
distancias tanto espaciales como temporales que las separaban de las culturas primitivas que
permitieron su descubrimiento, la jurisprudencia del tabú seguía de alguna manera
manteniendo su vigencia a pesar de las respectivas deformaciones y transformaciones que
sufriera.

La férrea resistencia con que la familia ampliada enfrentó la llegada de la maquinización de los
tiempos modernos intensificó aún más la fractura que habría de producirse entre los órdenes
socioeconómicos previos y posteriores a la Revolución Industrial.

Esto pudo palparse con mayor claridad en las zonas rurales donde por distintas razones
(distancia, inaccesibilidad, mentalidad conservadora, falta de interés por parte del capital
inversor, escasez de medios de comunicación, etc.), el campesinado recibió con demora los
profundos cambios que los vientos de la industrialización trajeron con mayor velocidad a los
ejidos urbanos.
Esta demora incidió de manera gravitante en diversas regiones del planeta para que la rigidez
estructural de estas familias se abroquelara en enclaves que impidieron la ya dificultada fluidez
en las relaciones con las nuevas pautas dominantes, generando así una mayor turbulencia en el
proceso de transmisión que se establece entre las generaciones.

§ EL DILEMA GENERACIONAL: TRASVASAMIENTO E IDENTIDAD


Las vicisitudes, generalmente de corte dramático, enlazadas a las inevitables confrontaciones
entre los viejos y nuevos valores e ideales motivadas por el conflicto producido a raíz de la
introducción de cualquier cambio en el ámbito individual, familiar y/o social en todas sus
gamas y variantes fue recogida y plasmada magistralmente en los formatos literario y
cinematográfico.

Las actividades artísticas, como ya hemos visto, configuran una de las instancias elaborativas
privilegiadas que la sociedad dispone para la tramitación de sus problemáticas, conflictos y
contradicciones (Cao, M. 1992b). En este sentido, la maleabilidad de los materiales con que
trabajan la literatura, la cinematografía y sus respectivos medios asociados (el periodismo, la
televisión, etc.), a diferencia de la pintura y la escultura permite que la tramitación de aquellas
problemáticas tenga una mayor llegada, efectividad y repercusión en los miembros de las
sociedades del siglo en curso.

En el anverso o en el reverso de las tramas y guiones de muchas obras de la literatura y de la


cinematografía universal, pero especialmente en las que el tiempo ha consagrado como
clásicos, se suelen reflejar los conflictos sociales de la época que evocan (aunque no coincidan
con el momento de su concreción editorial o fílmica), así como las peripecias identificatorias
que sobrellevan sus personajes frente a esos mismos conflictos.

Las reconocidas novelas de Luigi Pirandello y Emile Zola, por ejemplo, están invadidas por la
densa atmósfera de la crisis del final del siglo XIX. En su discurrir exhiben descarnadamente las
problemáticas psicológicas y sociales que se desataron en relación con los grandes cambios que
se avecinaron con el advenimiento de la Revolución Industrial y sus consecuentes
reverberaciones. Estos son sólo dos ejemplos de como la lente literaria de cada época se ajusta
e interpreta los movimientos que se producen en el seno de las sociedades.

La conflictiva dinámica intersubjetiva que se establece a raíz de la introducción de los nuevos


códigos se refleja, al igual que en el campo de la ficción literaria, en las dificultades que rodean
a los sujetos en el proceso de apropiación de los modelos familiares. Estos nuevos códigos son
los que con su presencia imponen o catalizan profundos cambios en el ámbito societario a
contramano de la declinante persistencia de los viejos, Asimismo, su impacto en los cimientos
de los modelos familiares perturba el desenvolvimiento normal de la transición adolescente, ya
que es la apoyatura sobre estos modelos la que facilita en parte el transbordo hacia los
posicionamientos de la edad adulta.

Por tanto, la modelización identificatoria que los adolescentes deberían efectuar sobre los
miembros fundadores de la familia y sus respectivos descendientes (abuelos, padres, tíos,
hermanos, etc.), que los preceden en el tiempo y que con su presencia interactiva cimentan el
desarrollo de la subjetividad de los recién llegados a las orillas del universo adulto, se ve
enturbiada cuando los modelos sobre los que estas familias se sustentan entran en crisis.

Esto fue lo que ocurrió en el caso de la familia ampliada, donde la posibilidad de subsistencia
de aquellos modelos se hallaba seriamente amenazada a raíz de las profundas
transformaciones que sacudían a la sociedad preindustrial. Consecuentemente, el proyecto
identificatorio también se vio alterado debido a que los marcos referenciales con los que los
sujetos podían contar para el trazado de un plan a futuro se vieron conmocionados con la caída
de los ideales y valores que guiaron a las generaciones precedentes.
Esta situación se vuelve especialmente translúcida en los casos donde se produce un
conmocionante reemplazo del paradigma histórico rector y las temáticas que quedan en tela
de juicio no se corresponden con aspectos parciales del imaginario social, sino que es el ideario
de toda la sociedad el que entra en crisis.

De este modo, las sociedades que precedieron a las del maquinismo, desde las feudales hasta
las de la naciente burguesía, apuntalaban el decurso de los trasvasamientos generacionales en
los destinos previstos para cada familia según su posicionamiento social. De padres siervos no
nacerían hijos nobles, sino más siervos. Si la familia pertenecía a alguna cofradía artesanal los
hijos naturalmente se inclinarían por dicho oficio. Para los nobles, en cambio, estaba destinada
una vida institucional en la corte, en el clero o en el ejército. Desde luego, es evidente que la
llegada de la Revolución Francesa trastrocó de tal forma valores y lugares que a partir de ese
momento las viejas prerrogativas perdieron la taxatividad de su estatuto. La novedosa
aparición de pelajes intermedios entre las tres grandes clases sociales descriptas y el inicio de
su peregrinación por el mundo en busca de fama y fortuna fueron junto a las nuevas
oportunidades laborales y vocacionales algunos de los aportes que la burguesía triunfante
echó a rodar. Estos, a su vez, se constituyeron en antecedentes de lo que sucedería con el
arribo de la industrialización masiva. Las nuevas posibilidades que brindaba una sociedad que
desperezaba sus reflejos generaron una antes inimaginable movilidad social que, además de las
posibilidades reales de inserción, amplió el margen de maniobra del campo identificatorio.

Por otra parte, es un destino habitual en todo proceso de cambio social que pasado el
momento de plenitud instituyente del movimiento innovador o revolucionario se establezcan,
en la generalidad de los casos, modos relacionales que terminen estandarizándose según las
prescripciones correspondientes al status de cada estamento social. Es también previsible que
de ahí en más estos modos relacionales se abroquelen en un intento de repeler las
modificaciones que a posteriori se vayan introduciendo en el entramado social.

En este sentido, la familia ampliada como producto de los nuevos vientos que arrasaron con el
feudalismo crepuscular y que dieron origen tanto a las naciones como a la urbanización fue
también víctima de la celada de lo instituido. Su resistencia al cambio, al igual que en el caso de
la longeva sociedad feudal, fue quebrada por fuerzas de un poder inconmensurable y sus
miembros debieron sobrellevar como pudieron el temporal que se abatió sobre su realidad
histórica y sus respectivos psiquismos.

Subamos por un momento a la vieja máquina del tiempo inventada por H. G. Wells e
imaginemos un viaje a los albores de la Revolución Industrial. Contemplemos ahora el impacto
de difícil metabolización que sufría un joven criado en un ambiente rural, cuyo destino era
aprender el oficio paterno y tiempo más tarde heredarlo, cuando debe emigrar a una ciudad
para ser empleado como obrero y perder así sus referentes identificatorios junto a un proyecto
a futuro que venía sellado desde el contrato narcisista con la comunidad a la que pertenecía.

Adentrémonos ahora en un panorama urbano. Allí tampoco le habría de ir mejor al hijo de un


artesano que gracias a la producción masiva pierde no sólo la posibilidad de defenderse en la
vida con un oficio a aprender, sino que también queda a expensas de un mercado laboral que
ya no valora la creatividad singular sino la eficiencia masificante de la automatización.
Finalmente, las fuerzas del cambio se impusieron a pesar de las infructuosas resistencias
conservadoras opuestas por el imaginario de la cultura preindustrial. La rueda de la nueva
sociedad ya había comenzado a girar y la suerte de los viejos modelos familiares estaba
echada. Ya nada volvería a ser igual en la cotidianeidad de los hogares, como rápidamente
descubrieron los sujetos que marcharon a engrosar las filas de la masa obrera.

La movilidad de los asentamientos urbanos ligados a la oferta y la demanda del trípode


producción-empleo-salario generaron una cultura inédita, cuyo más extremo y terrible
exponente a nivel familiar y social fue la llamada época de las camas calientes. Se la denominó
así porque los lechos conservaban constantemente su calor gracias a que los turnos rotativos
organizaban la vida familiar de los jornaleros, de tal manera que el recién levantado que
marchaba a ocupar su puesto de trabajo era reemplazado en el lecho por el que en ese
momento llegaba de su recién concluida jornada laboral.

De esta forma, arribaba al cenit un proceso de alienación familiar y social que fue
desarticulándose paulatina y parcialmente gracias a las enmiendas contractuales que a lo largo
de las primeras décadas del siglo XX se produjeron con la eclosión de las luchas sociales, las
cuales a través de las huelgas y la sindicalización despejaron el camino a la progresiva
instalación de una legislación laboral que intentaba aventar las ya conocidas arbitrariedades
del régimen capitalista. Esta legislación que regló las relaciones laborales aproximadamente
por 70 años retrocedió frente a los embates del neoliberalismo gobernante que la inculpó
tendenciosamente como la causante de los trastornos en la producción, en el mercado laboral
y en el flujo de las inversiones.

La concatenación de todos estos hechos, y no su mera suma algebraica, dio lugar a las nuevas
formas de convivencia e intercambio social que fueron delineando la estructura familiar que
hasta hoy conocimos. Esta estructura, por su parte, al verse impactada de lleno por el reinicio
de los ciclos de transformación socioeconómica ha comenzado a transformarse a la luz de los
cambios que se vienen produciendo con la incorporación de los avances tecnológicos y sus
efectos sobre los medios de producción.

Es importante aclarar que el pasaje de la familia ampliada a la familia nuclear no aparejó sólo
desventajas, tal como podría inferirse de una lectura conservadora o romántica de los hechos
históricos. El aflojamiento de ciertas formas de vinculación que esta transformación introdujo
abrió paso a una mayor libertad de los sujetos para elegir su destino (vocación, trabajo, pareja,
etc.), ampliando así sus opciones, sus modelos identificatorios y sus formas de pensamiento.
Sin embargo, este aflojamiento los introdujo asimismo en una dimensión desconocida hasta el
momento, la de una angustia ligada a la incertidumbre que brinda la opción individual como
disyuntiva vital.

§ ¿YA PRONTO UNA SOMBRA SERAS?

Como ya hemos consignado, desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad la familia nuclear
cumplió un papel insustituible en las sociedades occidentales. La consolidación de su rol como
sostén del aparato productivo del maquinismo, mediante la generación de los sujetos que
habrían de manejarlo y el consecuente consumo de los bienes resultantes de su producción,
permitió ampliar la demanda laboral y los lugares a ocupar en una sociedad que multiplicaba
las oportunidades en una ascendente trayectoria espiralada.
Este contexto histórico permitió que la paulatina construcción de su imaginario social se hiciera
alrededor de la idea rectora de un progreso en apariencia ilimitado. Este llegaría de la mano de
la ciencia y daría por cumplida aquella promesa del positivismo comteano que afirmaba que el
cielo estaba a la vuelta de la esquina. Sin embargo, las dos Guerras Mundiales, las cíclicas crisis
económicas, la independencia de los estados coloniales, la explosión demográfica, la posguerra
fría, la balanza crítica del terror atómico, la crisis del petróleo y el agotamiento de los recursos
naturales, entre otros hechos, desmentirían brutalmente aquella ilusión.

Independientemente, o quizá no tanto, del posicionamiento que la familia conyugal adoptó en


el terreno socioeconómico, su status comenzó a ser observado con interés por el conjunto de
las nacientes ciencias sociales. Esta flamante lectura hizo que la familia se convirtiera en una de
las unidades funcionales de análisis social y que a partir de ese momento pasara a ser
considerada como la célula básica del tejido conectivo del cuerpo social. Asimismo, por esta vía
llegó rápidamente a convertirse en una categoría imaginario-simbólica de alta circulación
académica, la cual servía tanto para comprender fenómenos de la propia cultura (desde el
enfoque que entonces le dieron la psicología y la sociología), o bien, como modelo comparativo
que permitía mensurar a otras sociedades (tal como fue implementada por la etnología y la
antropología de la época respecto de los mal llamados pueblos primitivos).

El empleo de la familia nuclear como categoría de análisis, en tanto se la consideraba unidad


constitutiva del tejido social, condujo también a posibilitar la teorización de los modelos
familiares pretéritos. Su posición como referente, o bien, cumpliendo la función de ejes
coordenados inerciales (tal como se plantea en el terreno de la física), fue lo que permitió que
se categorizara a su antecesora inmediata como familia ampliada o familia extensa clásica.

Fue, justamente, a partir de quedar instaurada como modelo y categoría de análisis que
comenzó a hablarse de la crisis de la familia conyugal. Este movimiento alarmista se nutrió de
los sucesivos cambios que se fueron produciendo en el seno y los contornos del grupo familiar,
los cuales resultaron motivados por la modificación de las costumbres que introdujo, por una
parte, el indetenible avance tecnológico y, por otra, las continuas innovaciones aportadas por
el giro del caleidoscópico y siempre renovado imaginario adolescente.

Las etimologías occidentales y orientales acerca de la palabra crisis no son coincidentes y


tampoco tendrían por qué serlo. El ideograma chino que representa la palabra crisis resulta
estar formado por la combinación de dos imágenes o ideas: peligro y oportunidad. Por lo tanto,
si toda crisis nos pone frente a un peligro pero a la vez gesta una oportunidad, la resolución de
dicha crisis puede desplazarse en la dirección de la superación en tanto apertura a un nuevo
espacio simbólico o transicional, o bien, hacia la sutura como movimiento empobrecedor y de
cierre (Kaës, R. 1979).

De todas maneras, para ser más precisos en la adjudicación del concepto de crisis a las
vicisitudes que atravesó durante el curso del siglo XX la estructura familiar que da cuenta de la
forma conyugal, deberíamos mejor referirnos a las crisis. No habría entonces una gran crisis
generalizada sino una suma algebraica de microcrisis que se van superando o suturando según
la ocasión y el contexto.
“En efecto, a través de esta experiencia global de la crisis, de la que sólo percibimos aspectos
parciales, se precisa la figura del hombre animal de crisis, sujeto en crisis, agente crítico del
juego intersubjetivo. Quizá porque sea animal crítico, y por ende animal psíquico y político, el
hombre deba administrar creativamente las instituciones de la crisis. El hombre se especifica
por la crisis y se reafirma por su precaria e indefinida resolución. Sólo vive por la creación de
dispositivos contra la crisis que, a su vez, producen crisis posteriores. El hombre se crea
hombre gracias a la crisis, y su historia transcurre entre crisis y resolución, entre ruptura y
sutura” (Kaës, R. 1979 ibíd. pág. 11).

Sería posible, entonces, pensar los distintos momentos históricos de microcrisis como parte de
los sucesivos reposicionamientos suturantes o transicionales que se produjeron como fruto de
cada una de las oportunidades y de los peligros que atravesó desde su aparición la familia
conyugal. Sin embargo, no casualmente la mayoría de estas microcrisis hicieron su aparición
durante el curso del siglo XX, ya que esta recortada centuria contó a partir de los años ‘50 con
la concentración de avances tecnológicos más grande de toda la historia de la humanidad y
porque en esa misma década se consolida definitivamente el imaginario adolescente.

A manera de ejemplo se podrían agrupar algunas situaciones clave en la eclosión de aquellas


microcrisis que obligaron a introducir cambios en el funcionamiento familiar. Un sucinto e
incompleto listado comenzaría con el desprendimiento de los adolescentes más
tempranamente de sus familias de origen, al que deberíamos sumar la revolución sexual que
aquellos encarnaron en la década del ‘60, la consolidación del movimiento feminista junto a las
variantes introducidas en los tradicionales roles atribuidos a la mujer, el progresivo y creciente
descrédito de la autoridad patriarcal y la más temprana emancipación económica de los
jóvenes de las clases medias.

Pero el fenómeno socioeconómico que habría que considerar como liminar en la puesta en
crisis de la familia nuclear es el que da origen a la sociedad posindustrial. El mismo que a fines
de la década del ‘80 derribó la bipolaridad política de la Guerra Fría y que trajo como
consecuencias la caída del Muro de Berlín junto a la resurrección del capitalismo salvaje de los
primeros tiempos de la Revolución Industrial.

A partir del momento en que este fenómeno toma las riendas se comienzan a profundizar
velozmente una serie de cambios en las dinámicas societarias que ya se venían perfilando
desde tiempo atrás. Hacia 1989, fecha en que algunos autores ubican el fin de la modernidad
(Feinmann, J. 1995), y otros el del siglo (Daniel, J. 1995), el ya maltrecho sistema de valores
legado por el iluminismo humanista había entrado en su faz agónica, dejando su lugar al código
selvático del sálvese quien pueda. De esta forma, los actores sociales se vieron catapultados a
un individualismo rayano en lo salvaje, el cual terminó de carcomer los alicaídos tejidos
solidarios.

El modelo, made in Hollywood, del héroe solitario, autoengendrado, con bajo o nulo perfil
emocional y sin escatimar medios para obtener su fin (como magníficamente lo encarna Arnold
Schwartzenegger), se estatuyó en el paradigma identificatorio desde final del siglo pasado y en
el acompañante indispensable en el derrotero que lleva al logro del éxito. La resignificación
desde las posturas filosóficas posmodernas de este último concepto, con sus enfáticas loas a lo
pragmático y al denominado narcisismo social, acorraló y terminó superando con amplitud a la
problemática de la trascendencia, tan cara a ciertos sistemas de valores e ideales que poblaron
la modernidad.

La amplia, vertiginosa e inapelable aceptación del individualismo como modo de ser-en-el-


mundo es uno de los frutos de la gran transformación producida en el seno de las sociedades
de la segunda ola, las cuales habrían finalmente de desembocar en la era posindustrial y en las
posturas filosófico-pragmáticas del gobierno conjunto entre el neoliberalismo y la
posmodernidad. Y, si bien, el valor de la individualidad fue desde siempre el acicate preferido
por el capitalismo para desarrollar sus campañas de conversión ideológica nunca llegó a tener
tanta prensa y aceptación como en estos tiempos, hasta el punto de desplazar a las utopías
comunitarias del templo sagrado de los metaideales.

Por ende, la familia, en su versión conyugal, no pudo obviamente sustraerse del impacto que
generó el advenimiento de la sociedad posindustrial. Por el contrario, recibió en su propio
núcleo la furibunda andanada que produjo la coronación del culto al individualismo. Esta
andanada la dejó convaleciente y rodeada de un conjunto de insospechadas secuelas que
siguen marcando hoy su pulso, como es el caso de la cantidad de personas que deciden
voluntariamente hacer una vida solitaria, del descenso de la tasa de natalidad en los países
centrales, o bien, del aumento del número de familias ensambladas (producto de la unión de
una pareja con hijos de matrimonios anteriores), monoparentales (constituidas por un solo
adulto), alternantes (configuradas por la presencia alternada de progenitores biológicos y
sustitutos), disgregadas (incapaces de contener y retener a sus miembros).

No obstante, este resumido listado con situaciones impensables a principios del siglo XX
quedaría más que incompleto si no incluyéramos a las familias homoparentales (aquellas
formadas por parejas homosexuales), las cuales últimamente han podido legitimar
jurídicamente tanto su unión como la crianza de hijos propios o adoptados. Asimismo,
debemos incluir las nuevas técnicas de fertilización asistida, las cuales otorgan la posibilidad de
que una mujer sea madre sin tener una pareja y en edades que poco tiempo atrás resultaban
infrecuentes.

Ahora bien, más allá de desempeñar en el campo productivo el papel signado por el enfoque
socioeconómico en boga y a pesar de los zarandeos que su implementación trajo consigo, la
familia siguió cumpliendo el rol que la caracterizara aún antes de su conformación en la versión
ampliada: la constitución de la subjetividad de los individuos que advenían en ella, junto al
mutuo y vital apuntalamiento que los miembros fundadores obtenían para su economía
psíquica.

No obstante, tal como vengo detallando, el aluvión de cambios que aparejó la instauración de
la sociedad posindustrial incidió de manera notoria en el socavamiento de las bases de
sustentamiento valorativo y significante sobre las que se había configurado la familia nuclear.
La disgregación en parte de su ensamblado interno (pérdida de autoridad parental, falta de
contención y de límites, ausencia de comunicación, etc.), y sus repercusiones en el campo
social (tendencia a la anomia, aumento de la delincuencia, alienación, etc.), se complementan
con la progresiva pérdida del papel que cumplía desde el punto de vista socioeconómico.

Sabemos que desde sus albores la familia conyugal generaba sujetos que luego de su
respectiva instrucción (no necesariamente escolar), irían a ocupar casi con seguridad un puesto
en la cadena de producción. En el mejor de los casos, la obtención de ese puesto se lograría
según la calidad y la cantidad de su capacitación, como lo viene planteando desde sus
comienzos el capitalismo en su versión darwiniana de la supervivencia del empleado más apto.

Con todo, estos severos cambios hicieron que los sujetos que emergían de las familias de la
modernidad se encontraran vislumbrando como su futura inserción social y su horizonte
laboral entraban también en un destructivo circuito de cuestionamiento, ya que el nuevo
modelo socioeconómico no incluía, por un lado, el criterio del pleno empleo y, por otro,
abandonaba a su suerte al atemperador Welfare State, generando simultáneamente una
creciente marginación y exclusión.

Esta novedosa e inédita situación quiebra el lógico encadenamiento que a lo largo del siglo XX
se había establecido con el arribo de la industrialización masiva, aquel que regulaba el flujo
entre una mayor demanda de sujetos instruidos acordes a la sofisticación tecnológica y el
aumento de los puestos de trabajo con la consecuente complejización de los mismos. Aquel
encadenamiento que había tenido por resultado el ensanchamiento del espectro de
oportunidades y la diversificación de las vocaciones, con cierta garantía de que tanto éstas
como aquellas tendrían posibilidad de plasmarse, se encontraba en una irremisible y definitoria
trayectoria de colisión.

De esta suerte, la economía de aquella sociedad había estado marcada por la expansión y ésta
se había constituido en la resultante del promisorio panorama que había teñido con sus
tonalidades el tránsito de este acortado siglo, aquel se inició en 1914 con la Gran Guerra y
finalizó con la disolución del bloque soviético en 1989. El espiralado proceso expansivo sólo se
había interrumpido bruscamente en dos oportunidades: una por la crisis económica que
desató la depresión de los años ‘30 y la otra por el hiato destructivo de las dos grandes guerras
mundiales. Luego de su finalización en 1945, y al calor de la Guerra Fría , la producción
industrial enfiló su rumbo hacia un nuevo punto de inflexión ya que muchas de las invenciones
que se habían desarrollado para fines bélicos se aplicaron con gran éxito en el campo civil.

A partir de ese momento los cambios tecnológicos trocaron su calidad de vertiginosos por la de
indetenibles, arrastrando hacia lo obsoleto, seguramente sin que se pudiera prever, no sólo a
los descubrimientos científicos más recientes sino también a una estructura de valores junto al
imaginario que la sustentaba. De esta manera, se perdió definitivamente el rumbo que
orientaba los criterios de inserción en la sociedad adulta que tuvieron vigencia durante la
modernidad.

No obstante, a pesar de todo esto, el modelo familiar alumbrado por la modernidad continúa
transitando el nuevo milenio con ciertos ajustes hechos ad hoc, aunque la dificultosa travesía
en los mares tifónicos de la sociedad posindustrial deje pendientes las respuestas a una serie
de preguntas, a saber: ¿estamos en presencia de un cambio de carácter irreversible en la
conformación de la estructura familiar, a la manera del que ocurrió con la llegada de la
Revolución Industrial?

¿Tendrá, por lo tanto, la familia nuclear sus días contados como le ocurrió a la parentela, o se
salvará con algún enroque de último momento?
¿De mediar un enroque, la nueva versión agiornada de familia emergerá de esta crisis
remodelada por un efecto transicional o, por el contrario, se parchará a sí misma con alguna
nueva sintomatología suturante?

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