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EL EXTRAÑO ROSTRO DEL PECADO

P. Ricardo Sada Fernández

El pecado deteriora la voluntad del hombre y todo su actuar lo aleja


inevitablemente del conocimiento de Dios.

Nuestra época no quiere ni oír hablar de pecado. Muchos, niegan


incluso que exista. Y es que el pecado resulta, de entrada, un compañero de
viaje tan encantador, que sólo con cuestionar su existencia les aguaría la fiesta.
Tal actitud se asemeja a la del niño que dice estar seguro de no acatarrarse, y
hace todo lo posible por “pescar” un resfriado, porque ve en ello grandes
posibilidades de no ir al colegio.
Como el pecado no existe –dicen–, yo no puedo pecar… Pero, en el
fondo, lo que pasa es que, engañosamente, ven en él muchas posibilidades de
“pasársela en grande”.
Otros pasan por la vida como de puntillas, tratando de evadirse. No
niegan que el pecado exista, pero aseguran que sus actividades son tan
corrientes, su vida tan inocua, que el pecado no va con ellos. “¿Pecado?…
¿cuál?… Yo no mato, ni robo, y procuro no meterme en la vida de nadie…”.
A éstos les extraña que otros hablen del pecado como de un peligro horrible
que es asunto de todos.
Están, finalmente, quienes se niegan a rendirse o a meter la cabeza
debajo del ala. Un reducido grupo valeroso de hombres y mujeres que pueden
verse en ocasiones derrotados, pero que son lo suficientemente fuertes para
reanudar el combate una y otra vez. Un grupo que encara el pecado como el
resto de los mortales la enfermedad: como un enemigo contra el que hay que
luchar, no como algo que conviene ocultar o negar mientras sigue minando
nuestra salud. No como algo que no desearíamos que existiera, sino como un
problema humano que tenemos que resolver.
El pecado que cada hombre comete es uno más de la larga lista que se
inició con el pecado original que cometieron nuestros primeros padres: Adán y
Eva. Ese pecado hizo que todos los miembros del linaje humano tuvieran su
voluntad deteriorada, quedando proclive o inclinada al mal, y su inteligencia
oscurecida para conocer la verdad.
Como la naturaleza humana es racional, es la razón la que debe reinar
en el hombre todo. Cuando el hombre peca, retuerce su razón, la aparta de lo
que debía decidir y obrar; pervierte su naturaleza, porque debía dirigirla al fin
superior de la verdad y el bien.
El pecador destrona a la razón y pone un usurpador –llámese avaricia,
lujuria, ira o lo que sea– en su lugar. Sus energías no están dirigidas por la
razón, sino por ese usurpador, que se opone a ella, haciendo a todo pecado
antinatural, contra natura. Lo anterior constituye una traición a la naturaleza,
ya que todo pecado es irrazonable.
Si dejamos que ese enemigo de nuestra felicidad se adueñe de nuestra
casa, podemos estar seguros de nuestro fracaso personal, social y sobrenatural.
Porque el verdadero secreto del triunfo en la vida está en la unificación de las
energías humanas bajo un solo mando, y el pecado anula ese mando, dispersa
esas energías y crea una guerra interior en su seno.
En el alma del pecador reina la confusión, la angustia y la rebeldía, pues
ha quedado roto el espejo que reflejaba la imagen de la belleza y el poder de
su Creador.

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