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RITMO NARRATIVO

EL RITMO:

El ritmo es un elemento sumamente importante dentro de la narratividad. Gracias a él


se logran dinamismo, intención, tensión, sube y baja de emociones, armonía, cadencia,
entre otras muchas características. El ritmo puede lograr que el lector pase hoja tras
hoja de un libro lleno de curiosidad y buen ánimo o que, por el contrario, se duerma
encima de él.

Conseguir un buen ritmo no es tarea fácil: es algo que se adquiere con el conocimiento
de los recursos que forman el ritmo y con la práctica, sobre todo con esto último.

El ritmo lo encontramos en la totalidad de una novela o de un relato. Lo podemos


intuir en la manera en cómo el autor nos lleva de un lugar a otro, de una emoción a
otra, de una época a otra, o hasta en los momentos en que nos deja sin aliento o en los
que nos permite respirar. Pero el ritmo también lo encontramos en el estilo. Es decir,
en el manejo de las frases, de la puntuación, de las imágenes, de la elección de
palabras, de los tiempos verbales, etc. Si deseamos acelerar el ritmo recurriremos a
palabras y frases cortas, si deseamos disminuirlo haremos lo contrario.

¿CÓMO SE “CONSTRUYE” EL RITMO?

Existen componentes esenciales para construir el ritmo narrativo. Lo primero que hay
que saber es que el ritmo se compone de dos tiempos:

–Tiempo ficticio: es el tiempo que transcurre en la historia: una semana, dos días, un
año, etc. Por ejemplo el “Ulises” de Joyce, que narra la historia de un día (24 horas) en
la vida de un personaje. En “Cien años de soledad” de Márquez, se narra lo que pasa
en la vida de diferentes personajes en el transcurso de cien años. El tiempo ficticio de
“El nombre de la rosa” de Umberto Eco, por poner otro ejemplo, es de siete días.

–Tiempo real: es el tiempo que dura la lectura del libro (si este se leyese seguido de
una sola sentada). Por ejemplo, el tiempo real de “Cien años de soledad” es más o
menos de 12 horas, el de “El nombre de la rosa” es de 22 h, el del “Ulises” de Joyce
(que es una escena –luego veremos la definición de este concepto), es igual al tiempo
ficticio, es decir, 24 horas. Resumiendo, cuanto más largo sea un libro, mayor será el
tiempo real. Lo segundo que hay que conocer y aprender a diferenciar es el “mostrar”
del “decir”:
MOSTRAR-DECIR:

Según la forma de plantear los personajes, la acción, los sentimientos, etc.., el autor
puede estar “mostrando” o simplemente “diciendo”. Veamos:

– Juan tiene miedo.

En esta oración se nos está explicando un sentimiento del personaje, pero este
sentimiento suena lejano al lector, a quien llega de una manera escueta y no vívida, ni
particular: puede haber cosas o situaciones que a la mayoría de las personas nos
podría causar miedo, pero cada quien lo vive de forma diferente. También existe la
posibilidad de que lo que a uno le causa temor a otro no.

Veamos la misma situación narrada anteriormente, expuesta con otras palabras,


mediante una escena:

“Juan entra en casa. El silencio es absoluto y cree haber oído a alguien en el interior. La
luz no funciona y sólo unas sombras se perfilan en el pasadizo. Está casi temblando,
cuando un ruido estremecedor suena en medio del vacío, en un rincón que no llega a
ubicar, pero que no está lejos de él. Recuerda que de pequeño su madre le hablaba del
hombre del saco y se queda inmóvil, paralizado.”

En esta escena estamos utilizando el lenguaje para provocar una sensación de temor.
Como se está realizando una acción, los verbos (en sus distintas conjugaciones) son
más numerosos y nos ayudan con la visibilidad.

Debemos “decir” en los momentos bajos de la narración, para poner en antecedentes


al lector, lo que aceleraría el ritmo, mientras que debemos “mostrar” cuando nos
encontramos en un clímax, es decir, en un momento interesante del eje superficial,
que queremos que el lector viva en su propia piel. Esto disminuiría el ritmo. El
“mostrar” nos acerca a lo “dramático”.

Así, podemos utilizar el:

“Decir”: en el anticlímax, las historias secundarias y los personajes secundarios, para


poner en antecedentes. En pocas palabras, lo podemos utilizar para hacer RESUMEN.

Y él:

“Mostrar”: en el clímax, los momentos importantes, la historia principal y los


personajes principales. Es decir, nos sirve para construir la ESCENA.

Ahora bien, ya conociendo estos puntos, entremos de lleno al tema.

La construcción de una historia se hace a través de ciertos modos narrativos y son


estos, los que otorgan el ritmo.
RESUMEN:

“EN EL RESUMEN EL TIEMPO FICTICIO ES MAYOR QUE EL TIEMPO REAL.”

A través del resumen podemos contar una sucesión de hechos que ayudarán a
describir la vida de los personajes; su pasado, su entorno. El resumen nos pone en
antecedentes, nos informa quién es y qué hace el personaje en cuestión. Nos señala
cómo vive o lo que le pasa (o lo que le pasó). También nos da adelantos de lo que va a
acontecer en la historia: nos pone sobre aviso.

El resumen es un recurso muy útil para acelerar el tiempo y contar en “pocas” palabras
un sinfín de sucesos; sucesos que son importantes para conocer al personaje, pero
que, tal vez, por no ser prioritarios en la historia, se cuentan rápidamente, sin
profundizar tanto en ellos.

El resumen agiliza la historia: si quisiéramos mostrar en escenas cada uno de los


acontecimientos que han vivido los personajes, la tarea sería casi imposible e
interminable, y lo único que lograríamos sería el aburrimiento irremediable del lector,
ya que parecería que divagamos de una historia a otra (o en detalles superfluos) sin
enfocarnos en una historia principal; además que disminuiríamos el ritmo
considerablemente.

Existen diferentes tipos de resumen: hay algunos más lentos, otro más rápidos, en
otros encontramos esbozos descriptivos, diálogos indirectos, gestos de los personajes,
etc. Analicemos los siguientes ejemplos:

“Barrabás llegó a la familia por vía marítima, anotó la niña Clara con su delicada caligrafía. Ya
entonces tenía el hábito de escribir las cosas importantes y más tarde, cuando se quedó muda,
escribía también las trivialidades, sin sospechar que cincuenta años después, sus cuadernos me
servirían para rescatar la memoria del pasado y para sobrevivir a mi propio espanto. El día que
llegó Barrabás era Jueves Santo. Venía en una jaula indigna, cubierto de sus propios
excrementos y orines, con una mirada extraviada de preso miserable e indefenso, pero ya se
adivinaba –por el porte real de su cabeza y el tamaño de su esqueleto– el gigante legendario
que llegó a ser. Aquél era un día aburrido y otoñal, que en nada presagiaba los
acontecimientos que la niña escribió para que fueran recordados y que ocurrieron durante la
misa de doce, en la parroquia de San Sebastián, a la cual asistió con toda su familia. En señal
de duelo, los santos estaban tapados con trapos morados, que las beatas desempolvaban
anualmente del ropero de la sacristía, y bajo las sábanas de luto, la corte celestial parecía un
amasijo de muebles esperando la mudanza, sin que las velas, el incienso o los gemidos del
órgano, pudieran contrarrestar ese lamentable efecto. Se erguían amenazantes bultos oscuros
en el lugar de los santos de cuerpo entero, con sus rostros idénticos de expresión constipada,
sus elaboradas pelucas de cabello de muerto, sus rubíes, sus perlas, sus esmeraldas de vidrio
pintado y sus vestuarios de nobles florentinos. El único favorecido con el luto era el patrono de
la iglesia, San Sebastián, porque en Semana Santa le ahorraba a los fieles el espectáculo de su
cuerpo torcido en una postura indecente, atravesado por media docena de flechas, chorreando
sangre y lágrimas, como un homosexual sufriente, cuyas llagas, milagrosamente frescas
gracias al pincel del padre Restrepo, hacían estremecer de asco a Clara.”

(La Casa de los Espíritus. Isabel Allende)

“Hacia mediados del siglo XVIII vivía en la provincia de Massachusetts una dama viuda, madre
de tres hijos. Su nombre es lo de menos; me tomaré la libertad de llamarla señora Willoughby:
un apellido, como el suyo auténtico, de sonido altamente respetable. Había perdido a su
marido tras unos seis años de matrimonio y se había consagrado al cuidado de su progenie. Su
progenie se desarrolló de un modo que recompensó su tierno cariño y cumplió sus más
elevadas esperanzas. El primogénito era un varón, a quien había puesto el nombre de Bernard,
el mismo del padre. Los otros dos eran niñas, entre cuyos respectivos nacimientos había
mediado un intervalo de tres años. La buena apariencia era tradicional en la familia, y no
parecía probable que estas infantiles personas fueran a permitir que la tradición pereciera. El
muchacho era de esa tez rubia y sonrosada y de esa complexión atlética que en aquel tiempo
(al igual que en éste) era marchamo de genuina sangre inglesa: un afectuoso jovencito sincero,
estupendo hijo y hermano, y amigo leal. Listo, empero, no era: la inteligencia de la familia
había recaído principalmente en sus hermanas. El señor Willoughby había sido un gran lector
de Shakespeare, en un tiempo en que semejante afición implicaba mayor penetración espiritual
que en nuestros días y en una comunidad donde hacía falta mucho valor para patrocinar el
teatro incluso en privado; y había querido dejar constancia de su admiración por el gran poeta
poniéndoles a sus hijas nombres sacados de sus obras favoritas. A la mayor le dio el encantador
nombre de Viola; y a la menor, el más serio de Perdita, en recuerdo de otra niña nacida entre
las dos pero que sólo vivió unas semanas.

Cuando Bernard Willoughby cumplió los dieciséis años, su madre se armó de valor y se
dispuso a ejecutar la postrera voluntad de su marido. Había consistido en un apasionado ruego
de que, al llegar a la edad apropiada, su hijo fuese enviado a Inglaterra para completar su
educación en la universidad de Oxford, que había sido el escenario de sus propios estudios. A la
señora Willoughby su hijo le importaba el triple que sus dos hijas juntas; pero le importaban
más los deseos de su marido. Conque reprimió sus sollozos, y preparó el baúl de su hijo y su
sencilla vestimenta provinciana, y lo envió al otro lado del océano. Bernard fue inscrito en la
facultad de su padre y pasó cinco años en Inglaterra, sin grandes honores, la verdad sea dicha,
pero con una amplia ración de diversiones y ningún descrédito. Al dejar la universidad realizó
un viaje por Francia. En su vigésimo tercer aniversario embarcó de regreso a casa, dispuesto a
valorar la pobre pequeña Nueva Inglaterra (en aquel tiempo Nueva Inglaterra era muy
pequeña) como un lugar de residencia enteramente insoportable. Pero en casa se habían
producido cambios, no menos que en las opiniones del señorito Bernard. Halló bastante
habitable la casa de su madre, y a sus dos hermanas convertidas en dos guapísimas señoritas,
con los mismos talentos y gracias que las jóvenes británicas sumados a cierta agradable
brusquerie y originalidad propia que, aunque no era un talento, desde luego las hacía aún más
graciosas. Confidencialmente Bernard le aseguró a su madre que sus hermanas no tenían nada
que envidiar a las más distinguidas muchachas de Inglaterra; a consecuencia de lo cual la
pobre señora Willoughby se envaneció bastante de sus hijas. Tal era la opinión de Bernard, y
tal, multiplicada por diez, era la opinión del señor Arthur Lloyd. Este caballero, me apresuro a
agregar, era un compañero de estudios del señorito Bernard: un joven de reputada familia, de
buen natural y de cuantiosa fortuna; este último accesorio se proponía invertirlo en negocios
en este país. Él y Bernard eran íntimos amigos; habían cruzado el océano juntos y el joven
norteamericano no había dudado en presentarlo en casa de su madre, donde había causado
una impresión tan buena como la que él mismo había recibido y de la cual acabo de suministrar
un indicio.”

(La leyenda de ciertas ropas antiguas. Henry James)

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