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¿En qué momento

se jodió el Uruguay?
Hace casi seis años que el asesinato de un
trabajador de La Pasiva de 8 de Octubre y Albo nos
interpelaba como sociedad. Hoy nuevamente, con el
incremento de los ajustes de cuentas, las muertes
por violencia intrafamiliar y el reciente homicidio de
una joven cajera de un supermercado en el barrio la
Blanqueada vuelve a ponernos contra las cuerdas.

ANTONIO LADRA

Hoy hay múltiples muestras de indignación, dolor y


desazón por el episodio que tronchó la vida de la
joven trabajadora y por un hombre cuya vida aún
está pendiente de un hilo. La sociedad nuevamente
se ha visto conmovida.
El asesinato de Florencia Cabrera, como lo fue el de
Gastón Hernández el empleado de La Pasiva, o
como lo es las casi muertes semanales de mujeres
por violencia doméstica, dejan en claro que hace
rato se rompió el pacto de convivencia en la
sociedad uruguaya, fruto de lo peor que le puede
pasar a un núcleo humano: el incremento de la
marginalidad social y cultural, que no es la pobreza
medida en términos económicos simplemente.
Esta ruptura se expresa en un conjunto de hechos y
fenómenos, donde se pueden englobar estas
muertes, desde la violencia en los escenarios
deportivos hasta la que se da en la vida diaria. Hoy
la sociedad uruguaya es menos tolerante y dirime
sus conflictos de manera drástica. Estamos
inmersos en una espiral de violencia y se puede
argüir que esto tiene variadas raíces: se culpará a
los medios, se hará una lectura sociológica de estos
hechos y todo lo que venga bien para justificar lo
injustificable.
Por cierto que no hay nada que indique que esto es
algo pasajero, peor aún, nadie baja la pelota al piso,
unos y otros dan manija para llevar agua a su
molino: los que quieren mano dura y liberan
rápidamente el "enano fascista". Basta ver los
comentarios en las redes sociales o incluso el
clamor desde el sistema político. Pena de muerte,
claman unos; castrar a los violentos, claman otros.
Que el ejército salga a la calle, escriben sin rubor.
¿Cuánto faltará para que vayan a golpear a la
puerta de los cuarteles? ¿Cuánto faltará para que se
arme un escuadrón de la muerte para sacar de
circulación a los menores delincuentes?
Unos culpan al gobierno; se hace centro en el
ministro del Interior Eduardo Bonomi; otros hablan
de responsabilidades anteriores, se culpa al
neoliberalismo, a la dictadura. Unos y otros dan
explicaciones fáciles que buscan el aplauso de la
tribuna, de sus tribunas. Pero ninguno piensa más
allá de sus narices.
Que tenemos un grave problema de in/seguridad,
es cierto, sería de necios negarlo, pero de ahí a
culpar al gobierno porque no pudo prever que un
joven iba a salir desbocado con un arma en la mano
a matar al primero que se le cruzara por delante es
maniqueo, pueril y está fuera de lugar, pero en esta
situación puede rendir.
Urge sí que se busquen soluciones para que el
sistema carcelario no sea el posgrado para ser un
"verdadero chorro".
Urge sí que se revean las políticas sociales,
asistencialistas, que, si bien mejoran las
estadísticas, no mejoran la realidad de quienes
viven en el margen de la sociedad.
La crisis de la seguridad pública no obedece
solamente a un problema policial, que lo es, sino
también al fracaso de las políticas sociales y
educativas, al olvido del papel de la patria potestad
en la formación de los niños y adolescentes.
Obviamente no es fácil, ¿cómo hacer para que esos
jóvenes que están “libres”, sin obligaciones, se
incorporen al plano formal? ¿Cómo devolverles la
dignidad perdida si no saben lo que eso significa?
¿Cómo fomentar la cultura de trabajo cuando se
crían sin espejos donde mirarse, cuando no hay
cultura del deber?
La responsabilidad sobre esos menores no la tienen
solamente sus respectivos padres, que muchas
veces no la asumen cabalmente y no fue el caso del
“Kiki”, el asesino de la cajera. Existe una legislación
sobre los menores, instituciones encargadas de su
custodia, de su rehabilitación social y de la
protección de sus derechos. ¿Dónde están esas
instituciones que no cumplen con su misión de
rescatar a esos niños, a esos a adolescentes y a
esos jóvenes que pululan por las calles? ¿Dónde
están esas instituciones que no rehabilitan?
Históricamente la izquierda uruguaya tuvo como
una de sus premisas básicas que las causas de la
delincuencia son sociales y que es la pobreza la que
genera el delito -es la patria chueca, de la canción
"El Chueco Maciel"- y que, si cae la pobreza, cae el
delito.
Muy por el contrario, hoy estamos en un país con
ingresos per cápita de U$S 15 mil anuales y hay
cientos de niños, adolescentes y jóvenes que llenan
las calles pidiendo limosna a cambio de una
trapeada en un parabrisas.
El delito es parte de la condición humana, cruza a
pobres y ricos por igual, pero se exacerba donde
hay pobreza, marginalidad, cultura delictiva,
drogas, narcos, organizaciones criminales,
corrupción policial, ineficiencia en la gestión,
incapacidad e intereses políticos.
Mientras no se ataque adecuadamente esa creciente
marginalidad social y cultural nunca van a alcanzar
las leyes, las cárceles, ni la policía. Las cárceles se
llenan de jóvenes con una edad promedio de 25
años y ya sabemos que siete de cada 10 presos
primarios va a volver a delinquir.
La realidad es más cruda que todas las
explicaciones y diagnósticos, por lo que habrá que
tomar el toro por las astas para hacer un cambio
que suena urgente e imprescindible si no queremos
perdernos como sociedad y para no parafrasear a
Mario Vargas Llosa cuando en la novela
“Conversación en la Catedral”, el protagonista,
Santiago Zavala, se pregunta: ¿en qué momento se
jodió Perú, Zavalita? ¿En qué momento se jodió el
Uruguay?

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