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E s c r i t o r c o m p r o m e t i d o e n l
M E N Ú
Por los mismos años que Heisenberg daba a conocer el resultado de sus
investigaciones, moría en Suiza Rudolf Steiner, el fundador del movimiento
antroposófico. Steiner es el prototipo del hombre integral que inaugura una época.
Muchos otros, junto a él, dieron forma a los distintos movimientos espirituales de
fines del siglo XIX y principios del XX, que más tarde infundirían nuevos bríos a toda
la cultura occidental (Blavatsky, Bessant, Gurdjieff, Ousspenski, etc.).
Sin embargo, en Steiner es posible distinguir un plus que lo pone muy por encima del
resto. La concepción del mundo que emana de sus más de seis mil conferencias y sus
más de setenta obras escritas da cuenta de la presencia de un tipo humano superior.
La organicidad de su enseñanza, la profundidad de su saber, la vastedad de temas
que abarca su visión –incluyendo todo el conocimiento científico de su época–, ilustran un mundo interno respecto
del cual no puede uno dejar de pensar que a través de su figura se ha mostrado a la humanidad un camino por
recorrer durante los próximos dos o tres milenios. No es difícil imaginar a los hombres cultos del siglo XL hablando
de la obra steineriana tal como en la actualidad se habla, por ejemplo, del aristotelismo, reconociendo la profunda
huella que el trabajo del gran filósofo griego dejó en el acontecer del pensamiento universal. En suma, el movimiento
antroposófico fundado por Steiner representaría la piedra angular de un nuevo paradigma en la historia del pensar
humano.
Mi libro El Evangelio de la Luz se adentra, de la mano de Steiner y de otros grandes pensadores y maestros, en el
misterio de la historia cósmica del ser humano, de modo de poder contextualizar el advenimiento del Logos, del
Verbo, en Palestina a comienzos de nuestra era y comprender la razón por la cual tuvo que descender al mundo un
ser de la magnitud de la individualidad que hoy conocemos con el nombre de Cristo. No es posible comprender la
vastedad e importancia del hecho de Cristo si no se sabe nada acerca de la historia espiritual de la Tierra.
Evidentemente, para adentrarse en el misterio de los tiempos primordiales no bastan las herramientas limitadas del
intelecto. No es posible, ciertamente, hallar vestigios físicos de lo que sucedió en el Cosmos antes del nacimiento del
mundo material. Tampoco es posible hallar restos arqueológicos de las culturas y los períodos históricos de
civilizaciones anteriores a nuestro propio ciclo cultural. Sin embargo, esas civilizaciones, esas otras humanidades,
esas edades cósmicas, existieron, fueron una realidad objetiva. Son, de hecho, el antecedente de lo que hemos llegado
a ser. De modo que nos enfrentamos a un dilema: o asumimos la imposibilidad de penetrar en el misterio de lo
acontecido en la noche de los tiempos, o nos convencemos de que para lograrlo es necesario abrirnos a nuevos
sentidos, a nuevas facultades que en la humanidad actual se encuentran dormidas, como en estado de latencia. Tales
facultades pueden ser concebidas englobándolas en un término más o menos conocido que de una u otra manera
forma parte de nuestra experiencia cognoscitiva: la clarividencia.
La forma como el pasado ―aún el más remoto― puede ser investigado guarda relación con cierta propiedad de las
fuerzas espirituales que son la fuente de la existencia material. Steiner explica en su obra fundamental La Ciencia
Oculta (publicado a veces bajo el nombre de Tratado de Ciencia Oculta) que aun cuando sea obvio que la desaparición o
muerte de un ser revestido de forma corpórea lleva aparejado su disolución, las fuerzas espirituales inherentes a
dicha forma de vida no desaparecen. Estas fuerzas, de hecho, dejan su impronta, su huella, en lo que llama la
“esencia-madre del Cosmos”, esto es, en la luz espiritual o astral del Universo. De este modo, al hombre que consigue
desarrollar su percepción espiritual hasta el nivel de serle posible vislumbrar lo invisible más allá de lo visible, se le
abre un imponente horizonte espiritual que contiene todos los acontecimientos pretéritos de nuestro mundo. En
ocultismo a estas huellas del pasado se les da el nombre de crónica o registros akáshicos del Universo.
En la misma obra, en relación a los conocimientos a los que puede acceder el hombre por medio de la clarividencia –
así como a la fe en las tradiciones de otros tiempos–, el gran maestro austriaco se expresa en los siguientes términos:
Al hablar, pues, de la historia cósmica del ser humano, nos referimos a la evolución del hombre en la Tierra y a la
evolución de la Tierra en el Cosmos. Conocer lo que ocurrió en el pasado del hombre y de la propia Tierra ayuda a
comprender el presente y el futuro de la humanidad.
Es siempre conveniente apuntar que el común de la gente hoy en día tiene una imagen incompleta de la naturaleza
humana. El hombre ordinario se concibe a sí mismo como un mero amasijo de carne, sangre y huesos, un organismo
dotado de una compleja estructura fisiológica del cual procede, además, cierta organización anímica difusa. En
realidad el hombre común no tiene idea de dónde provienen sus pensamientos, sentimientos, intuiciones e instintos.
Todo lo más arguye que esta organización anímica tiene su base en el funcionamiento de su cerebro. Lo demás es un
misterio.
Por otro lado el hombre de ciencia no va mucho más allá de explicar racionalmente las funciones y complejidades de
las distintas estructuras y órganos asociados. Y lo hace como si estuviera hablando de un mecanismo –aunque
ciertamente reconoce que se trata de un mecanismo infinitamente más complejo y sutil que las máquinas que él
mismo ha conseguido diseñar y construir–, hablando de los intercambios físico-químicos, de los procesos internos de
los órganos, etc. En relación al pensamiento, a la conciencia, a la iluminación, al genio, al temperamento, farfulla
teorías variopintas, difusas, poco convincentes, que siempre resultan ser más de lo mismo.
El científico espiritual, en cambio, va más allá. Sabe ante todo que hay algo que permanece oculto a los sentidos
externos, algo que las facultades intelectuales ordinarias no permiten penetrar. El normal de la gente sólo percibe el
cuerpo físico, la materia densa.
El hombre espiritual, en cambio, sabe que el cuerpo físico es sólo el vehículo o envoltura inferior de la naturaleza
humana, cuya base material es compartida por el hombre con los minerales. El cuerpo humano es, por sí solo, inerte.
En realidad, la vitalidad del cuerpo físico corresponde a la actividad de una segunda envoltura de la entidad humana
―invisible para la percepción física―. En lenguaje oculto esta envoltura, vehículo o principio se denomina cuerpo
etéreo o vital. El cuerpo etéreo compenetra totalmente el cuerpo físico, sobresaliendo de éste en la actualidad unos
centímetros. Cuando el hombre muere lo que ocurre es que el cuerpo etéreo abandona el cuerpo físico, razón por la
cual éste se desintegra y vuelve a la Tierra dejando tras sí el cadáver. Este cuerpo etérico o cuerpo vital, que el
hombre comparte con los seres del reino vegetal, es en realidad –como dice Steiner– el arquitecto del cuerpo físico.
Pero un hombre compuesto únicamente de cuerpo físico y cuerpo etérico es aún un hombre “dormido” ―puesto que
vive tan solo una vida vegetativa―. Lo que despierta la vida de este estado de inconsciencia es el tercer principio de la
entidad humana, el cuerpo astral, denominado también cuerpo de deseos o cuerpo anímico. Este cuerpo el ser humano lo
comparte con el reino animal y es el componente de la naturaleza humana que hace que el hombre reaccione
interiormente frente a los estímulos externos. Es decir el cuerpo astral le permite al hombre alcanzar la conciencia
sensorial. Allí arraigan, por ejemplo, la conciencia del dolor y del placer, del frío y del calor, etc., además de los
sentimientos de atracción y repulsión, simpatía y antipatía, interés y desinterés, entre otros.
Pero hay aún un cuarto principio. Éste hace posible que el hombre recuerde las experiencias de que se ha vuelto
consciente gracias al cuerpo astral. Steiner dice concretamente que así como el cuerpo físico se desintegraría si no
estuviera impregnado por el cuerpo etérico, y el cuerpo etérico se hundiría en la inconsciencia si el cuerpo astral no
lo iluminara, así también el cuerpo astral dejaría que todo se diluyera en el olvido si el Yo no rescatara el pasado
trayéndolo al presente. Es decir, la vida es al cuerpo etérico, lo que la conciencia al cuerpo astral y la memoria al Yo
humano. Pues bien, este cuarto principio –el Yo– no lo comparte el hombre con ningún otro reino de la naturaleza y
es, realmente, lo que le confiere la supremacía de la Creación.
Hay aún otros tres principios “corpóreos”, que la humanidad tendrá que desarrollar en el futuro. Éstos guardan
estrecha relación con el trabajo que el hombre debe desarrollar en los tres elementos inferiores de su naturaleza, esto
es, los ya mencionados cuerpos físico, etérico y astral.
El Evangelio de la Luz
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Posted in ARTÍCULOS and tagged Grial, Rudolf Steiner, Sabiduría Oculta on noviembre 2, 2015. 1 comentario
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