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¿Democracia a secas o postdemocracias?

Julio Echeverría

julioe16@gmail.com

La democracia de hoy se nos presenta afectada por una patología crónica que

impide canalizar institucionalmente la emergencia de demandas y sentidos que

irrumpen en un contexto de acelerada innovación tecnológica y de cada vez más

intensa integración global. El aparecimiento de nuevas significaciones, la biopolítica,

la ecología, el género, la espiritualización y resacralización del mundo, convive con

la restauración de inercias propias del convencionalismo, en el cual florecen los

racismos, las xenofobias y los puritanismos. La democracia como estructura de

derechos que se expresan en la construcción del poder, las constituciones como

filtros normativos que procesan las lógicas discrecionales y personalistas en la

administración de lo público, parecerían ceder el puesto al reclamo populista y a la

concentración autoritaria del poder.

Entre política y democracia existen nexos funcionales de retroalimentación que

apuntan al ‘incremento de la idoneidad constitutiva’ de las sociedades. En la

dimensión contemporánea, estos vínculos no producen la retroalimentación que

dicho incremento de idoneidad requiere. La crisis de la política funciona como

combustible que alimenta esta des-equivalencia funcional. La democracia no

decide, se ve rebasada por la emergencia de tensiones soberanistas que se eluden

y no comunican; la democracia no produce legitimidad, se la consume de antemano

como acontece con el endeudamiento de las economías nacionales. Su crisis no se

evidencia solamente en la incapacidad de decidir, se expresa en la imposibilidad de


la representación, en una generalizada caída de confianza hacia aquellos que se

ocupan de la administración de lo público; la crisis de la política radica en la

afectación de su núcleo semántico fundamental que es el de la representación sobre

el cual se construyó en la modernidad su utopía positiva.

En los acápites que siguen se indaga sobre la ‘forma’ de la representación en

cuanto núcleo semántico central de la política moderna; cuáles son los elementos

de significación que la caracterizan y cómo esta configuración define y delimita el

sentido de la democracia, su complejidad; de su revisión podremos concluir que

esta no puede sino ser un conjunto de estructuras que procesan decisiones, que

contienen y canalizan lógicas de poder que están en la configuración misma de la

sociedad y de sus actores. ¿Cuáles son las estructuras de sentido que caracterizan

a la política y a la democracia moderna y que actualmente se ven seriamente

presionadas por la afectación de su núcleo semántico fundamental? ¿Existen atajos

o nuevas fórmulas para la construcción de legitimidad democrática? ¿El reclamo al

discrecionalismo decisional propio de las llamadas postdemocracias, esta a la altura

de las exigencias selectivas que requieren las actuales democracias complejas?

En el origen de la política está la representación, y en el origen de ésta, la teología.

La legitimidad derivada de la gracia divina es el punto de partida; desde el Tótem,

el mundo de la diferenciación es reducido a unidad, la representación permite esta

operación; gracias a ella, se puede integrar el cuerpo social; sin las formas de la

representación, no podría acontecer el acto comunicativo que está en la base de la

configuración del cuerpo social; sin esta ‘forma’, los individuos se verían arrastrados
hacia la indeterminación. En la antropología naciente, el tótem, el ícono

monumental, sirve para representar a la comunidad, allí se define su origen y

destino. En la antropología filosófica de A. Ghelen, esta operación permite

compensar la debilidad instintiva que caracteriza a la configuración de lo humano.

Esta ‘forma’, presente en el lenguaje, aparece como experiencia de extrañamiento

y reconocimiento en el encuentro con el otro ‘diferente’; la diferenciación respecto

del otro, que emerge del contacto entre los individuos, la comunicación que se

establece entre ellos, es la que permite el reconocimiento. Vinculada al tótem, como

su derivación, está una narración en la cual se re-presenta la indeterminación de

sentido bajo una forma reconocible, comunicable: esa es la política.

Es K.O. Apel quien asocia y deriva la comunicación como función propia de lo

humano y que produce comunitas; la comunicación es extrañamiento y rescate,


activa una operación recursiva y autoreferencial. Esta matriz originaria evoluciona

después bajo dos figuras: la de la representación del orden cósmico como modelo

para la realidad fáctica -una clara operación metafísica de orden descendente-; y la

del acceso a esa forma, como promesa de redención, de emancipación y liberación

de las ataduras de lo real. Ambas solo pueden entenderse y realizarse

como reductio ad unum, como compactación de fuerzas que lo vuelvan posible.

II

En el acto mismo de constitución del tótem se configura el actor social, y este es un

hecho político paradigmático. La política es consubstancial a la representación; es

la forma en la cual los individuos, como mónadas aisladas pueden confluir,

encontrarse y reconocerse, esto es, comunicarse, producir comunidad, abstraerse

de su condición de partida. Una operación compleja que emerge de la misma

animalidad sobre la cual se soporta lo humano. La pregunta fundamental entonces

es: ¿Qué es lo que se representa? ¿Qué es lo que permite esta conjunción de

animalidad y socialidad que está en el acto mismo de constitución de lo humano?

Algo que proviene de la misma configuración del individuo, de su intimidad y

privacidad; una pulsión de significación que aparece bajo la forma de la

representación. El concepto de representación, su fuerza de convicción está

justamente en la negación del supuesto de que el acto que lo permite sea algo

externo, algo que provenga de afuera para imponerse; al contrario, se trata de una

pulsión que emerge del mismo pliegue de la intimidad, de la naturalidad constitutiva

propia del actor; una pulsión de fuga, de salida de sí mismo, de auto observación

que requiere del ‘otro’ y que por esta vía produce lo público. ¿Qué sería entonces

lo público, si no esta negación que contrasta con la individualidad del actor, con su
mismidad, esta artificialidad necesaria para su misma reproducción? ¿Cuán

necesaria es la dimensión de lo público para la configuración misma de la

individualidad del actor?

La política existe y es necesaria, nos diría Hegel (y a través de él también Hobbes,

Maquiavelo, Locke, Rousseau), porque de ella depende la misma constitución

subjetiva. La oposición público-privado existe y es necesaria pero se trata de una

oposición no superable dialécticamente, permanece como una diferencia interna a

cada polo de la oposición (en lo privado está lo público, en lo público está lo privado).

No es posible construir lo público sin este efecto de fuga o de salida de sí mismo

que caracteriza al actor moderno; aparece en la fiesta, en la anonimidad que

produce el encuentro masivo; la fiesta misma es el sumum de la representación, es

la estratagema que adopta el actor para evitar el contacto nudo y directo que lo

puede conducir al aniquilamiento, al hundimiento en el vacío de la nada. Hegel lo

expresa en la frialdad y adustez de sus formulaciones con el concepto

del Anerkenen, el reconocimiento expresa esta salida de la mismidad; esta

negación de si como condición del reencuentro consigo mismo, del re-presentarse,

de la autobservación como estrategia constitutiva. Una operación radical de

extrañamiento (o de alienación), que en Hegel es fundamental para el

reconocimiento; no puedo reconocerme si no logro diferenciarme de mí mismo;

enfrentarme a la alteridad que me constituye. La alienación es necesaria para el

reconocimiento; la percepción de la existencia de la muerte es el mejor acicate para

el reconocimiento.

III
La política clásica define el sentido de esta conexión que está en la génesis de la

política y la democracia; en los conceptos de polis y civitas ambas dimensiones se

funden en una sola constelación de sentido. El concepto de polis da cuerpo a la

operación de extrañamiento como fuga y salida de sí mismo del actor, operación

que permite el encuentro con el otro; se trata de la construcción de la forma

abstracta, que es la que ocupa la dimensión de lo público. Vivir en la Polis significa

anteponer el interés de lo público, ‘del otro’, sobre el interés propio. ¡Qué extraño y

complejo desafío! El concepto de Civitas podría ser visto como continuidad o

desarrollo del concepto de Polis, el ‘otro’ que habita la civitas, es radicalmente

diferente, no pertenece a ‘mi comunidad’, la Civitas representa el encuentro de

aquellos que confluyen a un centro escapando de sus comunidades de origen,

‘todos los caminos conducen a Roma’.

Estos dos conceptos se disponen como estructuras que configuran la idea de la

política; ambos otorgan ‘forma’ a la política y a la democracia; la polis es al ámbito

de la universalidad, de lo colectivo, de la abstracción como extrañamiento respecto


de la percepción sensible; la razón emerge cuando logra someter-realizar el mundo

de las percepciones, de las pulsiones de la pasionalidad, el mundo donde se

expresa el poder brutal. No podría existir otra dimensión más radical de

extrañamiento que el reconocer la alteridad en su total negatividad; sin embargo es

ese el espacio de la realización subjetiva. La potencia de la lectura hegeliana sobre

el mundo clásico está en el descubrimiento de que esta capacidad de construir la

forma abstracta ya no es expresión de ninguna voluntad divina, sino que está

inscripta en el individuo, en su propia estructura, en su pulsión de fuga, en su propia

negación ‘constitutiva’; la dimensión de lo público está en la individualidad, en la

intimidad; allí aparece como potencia en espera de activarse; una necesidad de

escapar de la presión del encuentro con sí mismo obliga al actor a buscar el

encuentro con el otro, con la alteridad absoluta, que está en el sí mismo; Hegel lo

plantea como lucha por el reconocimiento. Política y democracia solamente pueden

existir bajo estas figuras, así, a secas; no hay posibilidad de sortear la radicalidad

de sus condiciones; no hay post democracia; no es posible recorrer caminos más

transitables que eviten la radicalidad de este cara a cara, que nos exige la política

democrática.

IV

Como todo concepto, los de polis y civitas desatan campos de significación sobre

los cuales trabajan; se cumple aquí el axioma sistémico de la reducción de

complejidad con más complejidad; posibilitan la substanciación del actor al definir

su línea de constitución bajo principios que luego se convertirán en generadores de

complejidad política; polis y civitas ponen en juego tres componentes que están

implícitos en estos conceptos: la extraneidad (el encuentro o desencuentro con el


otro, que está en el sí mismo, en el sujeto); el de la diferencia o diferenciación, la

acción reflexiva con la alteridad genera nuevas figuras o significaciones, el actor

que emerge del proceso de reconocimiento no es el mismo que aquel que inició el

proceso; la abstracción como construcción racional, que es colectiva, en cuanto se

aleja del apetito sensual que es particularista e individual. Extraneidad,

diferenciación, abstracción emergen como significaciones o filtros selectivos que

afectan-permiten la constitución del actor como sujeto político. Se trata de

dimensiones que permanecen abiertas generando politicidad, funcionan como

estructuras de sentido dispuestas para enfrentar las condiciones de complejidad

que ellas mismas desatan; instauran lógicas recursivas en cuanto están dispuestas

para la autoobservación; la política y la democracia pueden observarse a si mismas

a través de la operación de estas estructuras conceptuales, y dotarse de sentido

gracias a ellas; mediante estas estructuras en perfecto funcionamiento, en su

contradictoriedad, el actor podrá reconocerse como sujeto; es a partir del pleno

despliegue de estas significaciones que Hegel configura su sistema de eticidad. La

eticidad moderna es el resultado del pleno funcionamiento de esta máquina

conceptual. La eticidad ya no será el resultado de su acoplamiento a la dimensión

cósmica que es de orden divino; tampoco será la expresión de la naturalidad de lo

humano y de su potenciación; será el resultado de la negación de esa naturalidad y

de la configuración de un sistema artificial de normas y regulaciones. Podríamos

decir que la política moderna define así su proyección de sentido; pero se trata de

un sentido que instaura la contingencia y la incertidumbre; una construcción

semántica que requiere de estructuras institucionales con alta capacidad de

procesamiento de las lógicas nihilistas, que ella misma desata.


V

La traducción de estas construcciones teóricas y conceptuales en la pragmática de

la política y en la efectiva construcción de historia encontrará serias limitaciones.

Ambos conceptos permanecen en espera de una activación mas potente y precisa.

La diferenciación que es propia de la deriva moderna requiere de mecanismos de

compactación y de univocidad, para no sucumbir en la indeterminación de las

diferencias; porque ello sería igualmente neutralizante y despolitizante; el concepto

de Estado permanece como exigencia de compactación de las diferencias, a

condición de que estas puedan existir y replantearse en intensos procesos

deliberativos esto es, a constituirse luego de haber pasado por mecanismos de

selección y deliberación, que acontecen en el campo de la representación. Frente a

la crisis que se veía venir, a la amenazante presencia del nazismo en la Alemania

de Weimar, Max Weber aboga por la parlamentarieserung como único freno, y lo

hace con el realismo pesimista que caracteriza a toda su intervención teórica. La

aridez de la democracia a secas puede ser insoportable, puede convertirse en el

mejor acicate para escapar de la rigurosidad que implica la constitución de la

politicidad moderna; el mundo de las percepciones, de la sensualidad constitutiva

del actor contemporáneo, requiere de instituciones de alta complejidad; la

configuración del actor moderno, su escisión constitutiva puede conducirlo a

escuchar los cantos de sirena que anuncian la posibilidad de saltar por sobre las

complejidades que comportan las democracias contemporáneas.


Las democracias modernas conjugan a tropiezos con estas dimensiones y estos

desafíos; las constituciones como estructuras normativas; los sistemas electorales

y de partidos políticos, no logran generar los resultados que de ellos se espera, esto

es, producir legitimidad y eticidad y retroalimentar permanentemente sus

estructuras sistémicas. La revuelta del discrecionalismo propio de las

‘postdemocracias’ que derivan hacia concentraciones de poder que evitan la

deliberación, no logra resolver esta problemática y permanece atrapada en la misma

lógica que quisiera desmontar; produce antipolítica al denunciar la exclusión y

la reductio ad unum propias de la modernidad política; genera desarreglo

institucional; la complejidad que produce no permite potenciar la capacidad reflexiva

de las sociedades y de sus dispositivos institucionales. Su deriva será el

neopopulismo, el autoritarismo excluyente, el nacionalismo a ultranza. Es

justamente por esta conformación del actor moderno que la democracia no puede

sino ser una compleja construcción de frenos y cortapisas a las tentaciones

demasiado mundanas que la acompañan. La democracia es, desde esta

perspectiva, un desierto donde no hay que buscar oasis de salvación; la

democracia, como ya lo advirtió Max Weber, solo puede existir sobre burocracias

que se sometan al rigor de sistemas normativos que estén en capacidad de controlar

al monstruo, al Behemot de Hobbes. La discusión normativa, el diseño


constitucional cobra importancia en este contexto. En todo caso, la democracia

podría ser asociada a un conjunto de estructuras que permiten atravesar desiertos,

no sucumbir en los océanos arremolinados de la complejidad política, y esto ya es

bastante.

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