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Hacia el final del siglo XIX, el manicomio u hospital mental —la mansión de la
colina— con su aspecto de fortaleza, se había convertido en un paisaje familiar en
América. Dentro de ella, los pacientes mentales vivían en condiciones
relativamente despiadadas, pese a las incursiones del movimiento de organización
moral. Sin embargo, para el público en general, los manicomios eran lugares
escalofriantes, y sus inquilinos personas extrañas y aterradoras. A su vez los
psiquiatras hacían muy poco por educar al público o por disminuir ese horror ante
la locura. Por supuesto, una razón importante para este silencio era simplemente
que estos primeros psiquiatras tenían realmente poco que decir.
A principios del siglo XX, bajo la influencia de algunas personas como Clifford
Beers, creció sustancialmente el número de hospitales mentales,
fundamentalmente para alojar a personas con trastornos mentales graves como la
esquizofrenia, la depresión, trastornos mentales y orgánicos como la sífilis
terciaria, y el alcoholismo agudo. En 1940 los hospitales mentales públicos
alojaban a unos 400 000 pacientes, lo que suponía el noventa por ciento de los
enfermos mentales (Grob, 1994). Durante esta época, las estancias hospitalarias
solían ser muy prolongadas.
Durante la primera mitad del siglo XX, la asistencia hospitalaria iba acompañada
de tratamientos muy poco eficaces, y a menudo despiadados, punitivos e
inhumanos.
El año 1946 señaló el inicio de un importante período de cambio. Ese año Mary
Jane Ward publicó un libro de gran influencia, El pozo de las serpientes, Este
libro llamaba la atención sobre la desesperación de los pacientes mentales y
contribuyó a destacar la preocupación de proporcionar una asistencia más
humanizada en la propia comunidad, en sustitución de los hospitales mentales
masificados.
Ese mismo año se creó el Instituto Nacional de Salud Mental para apoyar
activamente la investigación y la formación de los profesionales mediante
residencias psiquiátricas y programas de formación en psicología clínica.
De esta manera, las instituciones mentales, que una vez se consideraron como la
forma más humana para tratar los problemas derivados de enfermedades
mentales graves, han pasado a ser consideradas como algo obsoleto que muchas
veces supone más un problema que una solución a los trastornos mentales. Hacia
el final del siglo XX, los hospitales mentales habían sido sustituidos prácticamente
por completo por la asistencia en la propia comunidad y en hospitales de día
(King, 1999). Sin embargo, los sentimientos de muchos profesionales se ponen de
manifiesto en este pesimista resumen de Scull (1996):