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Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en cuanto docto, y ante la
totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite
al hombre dentro de un puesto civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en muchas
ocupaciones concernientes al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos, por medio
de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo, para
que, mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para
que se limite la destrucción de los mismos. Como es natural, en este caso no es permitido razonar,
sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la considera miembro
de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad
de docto que, mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar sobre todo,
sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo.
Así, por ejemplo, sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a
argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden
recibida. Tiene que obedecer. Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto
docto, acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del público. El ciudadano
no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados, tanto que una censura impertinente a
esa carga, en el momento que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría
ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un ciudadano
si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o injusticia de tales
impuestos. De la misma manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su
comunidad según el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa
condición. Pero, como docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus ideas
—cuidadosamente examinadas y bien intencionadas— acerca de los defectos de ese símbolo; es
decir, debe exponer al público las proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones,
referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de
conciencia.
Supongo a los hombres llegados a un punto en que los obstáculos que perjudican a su conservación
en el estado de naturaleza logran vencer, mediante su resistencia, a la fuerza que cada individuo
puede emplear para mantenerse en dicho estado. Desde este momento, el estado primitivo no puede
subsistir, y el género humano perecería si no cambiase de manera de ser.
Ahora bien; como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que existen,
no tienen otro medio de conservarse que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda
exceder a la resistencia, ponerlas en juego por un solo móvil y hacerlas obrar en armonía.
Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero siendo la fuerza y la libertad
de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo va a comprometerlos sin
perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe? Esta dificultad, referida a nuestro problema,
puede enunciarse en estos términos:
"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los
bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí
mismo y quede tan libre como antes". Tal es el problema fundamental, al cual da solución el Contrato
social.
Las cláusulas de este contrato se hallan determinadas hasta tal punto por la naturaleza del acto, que la
menor modificación las haría vanas y de efecto nulo; de suerte que, aun cuando jamás hubiesen
podido ser formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas y doquiera están tácitamente
admitidas y reconocidas, hasta que, una vez violado el pacto social cada cual vuelve a la posesión de
sus primitivos derechos y a recobrar su libertad natural, perdiendo la convencional, por la cual renunció
a aquélla.
A instancias suyas propusieron a don Isachar que me cediera al señor inquisidor. Don Isachar, que es
el banquero de la corte, y hombre de crédito, no quiso ni oírlo. El inquisidor le amenazó con un auto de
fe. Al final mi judío, atemorizado, aceptó un trato mediante el cual la casa y yo perteneceríamos
conjuntamente a los dos; los lunes, miércoles y el día del sábado serían del judío, y los demás días de
la semana, del inquisidor. Este acuerdo dura desde hace seis meses. Ha habido bastantes
discusiones, ya que no está aún nada claro si la noche del sábado al domingo es de la ley antigua o de
la nueva. Por lo que a mí respecta, he resistido hasta ahora a los dos; y debe ser por eso por lo que
aún sigo siendo amada.
»Con el fin de alejar el azote de los terremotos, y atemorizar de paso a don Isachar, el inquisidor quiso
celebrar un auto de fe y me invitó a él. Me acomodaron en un buen lugar; entre la misa y la ejecución
se sirvieron refrescos a las damas. A decir verdad, me horrorizó ver cómo quemaban a aquellos dos
judíos y a aquel honrado vizcaíno casado con su comadre; ¡pero cuál no sería mi asombro, mi espanto
y mi sorpresa, al ver vestido con un sambenito y bajo una mitra, un rostro parecido al de Pangloss!
Tuve que restregarme los ojos, miré atentamente cómo lo ahorcaban y me desmayé. Apenas había
recobrado el sentido cuando os vi indefenso, completamente desnudo; aquello fue el colmo del horror,
del dolor, de la angustia, de la desesperación.
Ciertamente, os confesaré que vuestra piel es aún más blanca y más sonrosada que la de mi capitán
de los búlgaros. Esta imagen hizo que se redoblaran todos los sentimientos que me angustiaban, que
me devoraban. Intenté gritar, queriendo decir: "¡Deteneos, bárbaros!" Pero la voz me falló y mis gritos
hubieran sido inútiles. Acabado el castigo, me preguntaba yo: "¿Cómo es posible que el amable
Cándido y el sabio Pangloss se encuentren en Lisboa, que uno reciba cien azotes y que el otro sea
ahorcado por orden de monseñor el inquisidor, que tan enamorado está de mí? Pangloss me ha
engañado despiadadamente al decirme que todo es perfecto en el mundo"