Está en la página 1de 4

Capítulo Uno: Suplicio

Foucault empieza el primer capítulo de su libro mostrando dos testimonios


diferentes de momentos distintos de una misma historia, los cuales,
comparados, servirán luego para comprender el devenir de una transición.
Primer testimonio: la narración del sangriento proceso de castigo y pena de
muerte de Robert François Damiens, realizado en público el 2 de marzo de 1757
ante la puerta principal de la Iglesia de París. El segundo: el reglamento de la
Casa de jóvenes delincuentes de París, escrito en 1838, en donde se establece al
detalle la jornada diaria de los presos, desde que amanece hasta que se van a
dormir. Ambos documentos son muy disímiles, pero, ¿qué tienen en común?

Ambas historias son distintos momentos de un continuum. Las dos historias


muestran distintas formas de castigar, modelos de castigo diferentes, distintas
lógicas posibles del sistema penal. Tanto Damiens como también los jóvenes
delincuentes son condenados: individuos encontrados culpables de un crimen y
merecedores de un castigo. Lo que los diferencia, sin embargo, es la modalidad
que adopta el acto punitivo y la lógica penal que en cada contexto lo envuelve.
Foucault descubre que a pesar de que tan sólo poco más de tres cuartos de siglo
los separa, ha acontecido en la modalidad del castigo una gran transformación.
¿En qué consiste?
Foucault identifica dos procesos paralelos. En primer lugar, un
fenómeno cuantitativo: disminución de la crueldad, menos sufrimiento para el
condenado, mayor benignidad por parte de las autoridades penales, más respeto
por la “humanidad”. Junto a este proceso acontece un segundo cambio, éste más
bien de carácter cualitativo: un cambio de objetivo. Hasta los últimos años de la
época clásica (finales del s. XVIII), el objetivo de la pena fue permanentemente
el cuerpo de los condenados. Si bien el suplicio también guardaba un aspecto
moral, éste era principalmente corpóreo. Así también, podemos reconocer que
durante el Medioevo los castigos eran mucho más carnales, dirigidos casi
completamente hacia el cuerpo, y si bien se mantenía la intención de curar y
salvar el alma, esto se había de lograr mediante la aplicación del suplicio al
cuerpo. En el dolor del cuerpo se debía purgar la pena: el cuerpo era la cárcel del
alma.
A lo largo de toda esta época, todo castigo guarda algo de suplicio. Por ello, en
todo su primer capítulo Foucault se dedica a un análisis del suplicio y las
diversas funciones que éste tenía para la sociedad. Nos detendremos aquí para
comprender mejor este primer momento y luego contemplar con mayor claridad
la transición.
“¿Qué es un suplicio?”, pregunta Foucault. En primer lugar, el suplicio es un
tipo de técnica con dos características principales.
1. El suplicio es un “arte cuantitativo del sufrimiento”à Debe producir, según
reglas escrupulosas, una cierta cantidad de sufrimiento que se puede
apreciar, comparar y jerarquizar (que casi se puede medir, podríamos decir).
Así, resulta explicable la existencia de tal amplia gama de suplicios, diversos
en formas y grados de dolor.
2. El suplicio “forma parte de un ritual”, dice Foucault. ¿En qué consiste este
ritual? Dicho ritual opera en dos campos distintos y tiene una doble cara:
una jurídica, y otra política.
Empecemos con la primera. En lo relativo al Derecho y a la administración de
justicia, en tanto acto judicial, se afirma oficialmente que el suplicio funciona de
la siguiente manera.

– Contemplado en sí mismo, con el suplicio se revive ritualmente el crimen,


esta vez, sin embargo, por manos de la justicia. à Se asegura que la ejecución
asuma una forma tal que remita a la índole del crimen. En algunos casos se hace
“una reproducción casi teatral del crimen en la ejecución del culpable: los
mismos instrumentos, los mismos gestos.” Se hace mucho uso del simbolismo.
– Mediante esta reproducción, se busca que la verdad del delito se manifieste
en el cuerpo del castigado. En cierto sentido, en el ritual se obliga a retornar al
delincuente al momento y al lugar del crimen, para que, en esas mismas
circunstancias, donde antes fue actor, entonces se halle reducido a paciente
víctima. El delincuente condenado entonces sufre lo que antes cometió, y así
purga su delito.
– El suplicio purga, pero no sana. El supliciado se ha vuelto infame ante la
multitud, queda marcado por las cicatrices y el recuerdo de la exposición. El
suplicio hace casi imposible la reconciliación del castigado con la sociedad. Para
este sistema, digamos, los culpables valen nada y poco le importa readmitir a los
sujetos para hacerlos readaptar.
– En el mejor de los casos, el suplicio además sirve para arrancar una
confesión espontánea y pública al delincuente. Si durante el suplicio, cuando el
condenado ya no tiene nada que perder, éste emite una confesión, entonces la
historia construida previamente por los acusadores queda confirmada, el acto
punitivo queda justificado y triunfa la justicia.

– Asimismo, se espera que tras el suplicio los seres queridos de las víctimas y
la sociedad queden satisfechos y la justicia dañada sea restaurada.
– Finalmente, se establece públicamente una relación entre el crimen y el
castigo. Ante el crimen, se buscaba poner un ejemplo, producir “un efecto de
terror” en el pueblo. Que todo el pueblo sepa que cualquiera, a la menor
infracción, corre el peligro de ser castigado por todo el peso brutal de la ley.
Oficialmente, según el Código Penal francés, las sentencias de los jueces, las
declaraciones de juristas y diputados, tal era el funcionamiento del suplicio y los
efectos pretendidos por él. Sin embargo, por debajo de la justificación jurídica y
el discurso oficial de las autoridades, Foucault nos advierte que también hay que
comprender el suplicio “como un ritual político”, con un “funcionamiento
político”, en el marco de una economía política de los cuerpos basada en el
terror. El suplicio “forma parte, así sea en un modo menor, de las ceremonias
por las cuales se manifiesta el poder”.
Quizá recién ahora empiece lo más interesante, en todo caso, lo no-dicho, lo
extra-oficial. Analizando los métodos punitivos “no como simples consecuencias
de reglas del derecho o como indicadores de estructuras sociales, sino como
técnicas específicas del campo más general de los demás procedimientos de
poder”, es decir, desde la perspectiva “de la táctica política”, se revela lo
siguiente.
“La infracción, en el Derecho de la edad clásica, por encima del perjuicio que
puede producir eventualmente, por encima incluso de la regla que infringe,
lesiona el derecho de aquel que invoca la ley”. Dicho en otras palabras, de
manera más clara: “El delito, además de su víctima inmediata, ataca al
soberano; lo ataca personalmente ya que la ley vale por la voluntad del
soberano”. Hasta la época clásica, en la ley escrita de un país se hace manifiesta
la voluntad de su rey (actualmente, en un país democrático diríamos más bien
que se plasma la voluntad de la nación o del pueblo, por medio de la acción de
sus gobernantes en el Congreso y en el Estado –al menos, desde un punto de
vista normativo). Por ende, al cometerse un crimen, en el castigo que se impone
siempre hay en juego una parte que es la del príncipe. Un crimen es un desacato
a su autoridad, un acto de rebeldía, una sublevación en contra de su poder. El
príncipe se ve vulnerado en su dignidad de tal y contra ello tiene que reaccionar.

El suplicio es entonces también un ritual político. En él, el criminal tiene que


responder ante el príncipe por su ofensa. El desobedecimiento de la ley se
percibe como un desacato a su autoridad, como una muestra de enemistad.
Todo criminal, a causa de su acto delictivo, desafía al rey a duelo, y entonces,
como consecuencia, ritualmente tienen que luchar. En el suplicio “hay algo del
reto y de la justa”, dice Foucault. En él se ha conservado “algo de la batalla”.
Constituye, ritualmente, “una escena de afrontamiento”. En este campo de
lucha, el verdugo desempeñaba un papel crucial. Hacía, por así decirlo, de “el
campeón del rey”. Representando el brazo armado de la ley, el verdugo es de ese
crimen y del criminal, “materialmente, físicamente, el adversario”. Durante la
ceremonia del suplicio, el príncipe entraba en guerra ritual contra el
delincuente, el cual, en tanto rebelde, sedicioso y contrario a las disposiciones
de su poder, aparece como su enemigo. Quizá sea por esto que los métodos
punitivos de la época clásica, si bien purgaban las penas, también hacían
inadmisible la reconciliación: todos los enemigos del rey debían ser aniquilados.

Mediante el mecanismo del suplicio el criminal tenía que responder ante el


príncipe. Pero esta respuesta no consistía meramente en un arrepentimiento y
una reparación. Iba más allá de la restauración de la justicia. Veamos.

– El supliciado debía pagar por el daño hecho al reino, al haber introducido


semillas de caos social y anarquía política.

– El suplicio también servía como defensa de la autoridad del príncipe,


autoridad que había sido vulnerada.
– Sin embargo, el suplicio no restablecía simplemente un equilibrio, no trata
solamente de igualar la balanza. “El suplicio no restablecía la justicia; reactivaba
el poder”, dice Foucault. No defiende y restaura meramente la justicia (si así
fuera, el suplicio sólo sería un ritual jurídico), sino que, sobre todo, hace “una
afirmación enfática del poder y de su superioridad”. Demuestra “la disimetría
entre el súbdito que ha osado violar la ley, y el soberano omnipotente que ejerce
su fuerza”. El suplicio tiene algo de venganza y constituye una de las
manifestaciones del poder desmesurado del rey. “La disimetría, el irreversible
desequilibrio de fuerzas, formaban parte de las funciones del suplicio”.
– Finalmente, una vez concluida la ceremonia del suplicio, triunfa una
“justicia armada”; el honor del rey queda restaurado; la venganza, satisfecha; y
la necesidad política de demostración de poder, realizada.
Lo que Foucault quiere lograr con toda esta explicación es que descubramos lo
siguiente. En el mecanismo del castigo, mecanismo de supuesta naturaleza
exclusivamente jurídica, existen introducidos elementos extra-jurídicos, es
decir, elementos que escapan al campo jurídico-penal, que cumplen más bien
funciones importantes en el campo de lo político.
Lo que Foucault ha querido lograr con su análisis del mecanismo del suplicio
durante la época clásica es rastrear genealógicamente los importantes efectos
políticos de dicho mecanismo y demostrar que dicho modelo de castigo consiste
también en una técnica política que se aplica sobre los cuerpos con el objetivo
de lograr un control social sobre los individuos que conforman la masa de la
sociedad.

También podría gustarte