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Nuestro espacio doliente. Consideraciones


filosóficas para pensar en el México
contemporáneo / Our Suffering Space.
Philoso....

Book · June 2016


DOI: 10.13140/RG.2.1.1569.4967

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1 author:

Arturo Aguirre Moreno


Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
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A rturo A guirre

nuestro
espacio doliente
reiteraciones para pensar
en el méxico contemporáneo
DOI: 10.13140/RG.2.1.1569.4967
ISBN: 978-607-8013-36-4

Afínita Editorial
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
Colección
Transeúnte
nuestro espacio doliente
consideraciones filosóficas
para pensar en el méxico contemporáneo
Arturo Aguirre

nuestro espacio doliente


Consideraciones filosóficas
para pensar en el México contemporáneo

Editores:
Arturo Romero Contreras
Ignacio Hernández Parra

Afínita Editorial
La edición de este libro se financió con recursos del PROFOCIE.

Para la publicación se sometió a dictámenes de pares bajo


dictamen «doble ciego».
Primera edición 2016

Nuestro espacio doliente. Consideraciones filosóficas


para pensar en el México contemporáneo
Autor: Arturo Aguirre
Editores: Arturo Romero Contreras, Ignacio Hernández Parra

Copyleft 2016 Arturo Aguirre Moreno


arturo.aguirre@correo.buap.mx
https://www.researchgate.net/profile/Arturo_Aguirre_Moreno

Copyleft 2016 Afínita Editorial México S. A. de C. V.


Golfo de Pechora núm. 12-B
Lomas Lindas, C. P. 52947
Atizapán de Zaragoza
Estado de México
http://www.afinitaeditorialmexico.com/
ISBN: 978-607-8013-36-4
DOI: 10.13140/RG.2.1.1569.4967

Usted es libre de copiar y difundir esta obra por medios mecánicos, electró-
nicos, digitales y todos aquellos posibles, siempre y cuando se atenga a no
alterar los contenidos, no lucrar y refiera en todo momento a los créditos de
autoría y créditos editoriales.

impreso en méxico 2 printed in mexico


Índice

Prólogo • 13

Intelectual en vértigo • 25

Violencia y fragilidad humana • 39

De la fuerza física a la espacialidad del terror • 57

La violencia en el espacio y la interrupción • 69

Consideraciones sobre la fosa común y su espacio.


Hacia la oquedad • 77

Oquedad doliente. El espacio de la fosa común • 95

La sonoridad y el llanto • 107

La ciudad-uno y umbrales de exclusión • 117

Consideraciones sobre el mundo en furia • 135

Fuentes documentales • 147

Semblanza del autor • 159


Para Anel,
con enérgico furor
Agradecimientos

Esta obra es resultado de un extenso trabajo conjunto,


posible por la generosidad y el animoso diálogo con
colegas a quienes les profeso un sentido respeto y
profunda gratitud. Ellas y ellos son: Ángel Xolocotzi
(buap), Alejandro Palma (buap), Antolín Sánchez Cuervo
(csic-Madrid), Juan Carlos Ayala (uas), Eduardo Subi-
rats (nyu), Lilian Paola Ovalle (uabc), Alberto Cons-
tante (unam), María del Carmen García Aguilar (buap),
Á. Rafael Gómez Choreño (unam), Antonio Durán (unach),
Eduardo González di Pierro (umsnh), Juan Carlos Canales
(buap), Ricardo Tejada (Universitè du Maine), Rubén
Sánchez Muñoz (buap), Stefano Santasilia (Università
della Calabria), Pamela Colombo (ehess-París), Alejandro
Sheseña (unicach), Liliana Molina (U. de Antioquia,
Colombia), Mauricio Lugo (buap); a los jóvenes investiga-
dores del grupo «Comunidad y espacios de violencia» de
la Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Univer-
sidad Autónoma de Puebla: Ó. Moisés Romero, E. Yahair
Baez, Gerardo Romero, Alicia Paredes, Giovanni Perea,
Karen Botello, Monserrat Sánchez, Melisa Moreno, Mariel
Flores y Arturo Chávez. Y finalmente, a Arturo Romero
y a Ignacio Hernández Parra por el impulso, así como el
tiempo dedicado a este libro.

11
Asimismo, un agradecimiento a los apoyos brindados
por la Vicerrectoría de Investigación y Estudios de Posgrado
de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (viep-
buap), como al apoyo de los recursos del Sistema Nacional
de Investigadores (sni-conacyt) que han respaldado el desa-
rrollo de esta escritura sobre nuestro espacio doliente.

A. A.

12
Prólogo

El presente libro es una suerte de mapa y, como todos los


mapas, intenta buscar una orientación en el desconcierto
global que Arturo Aguirre identifica como un vértigo. El
pensar se vuelve vertiginoso. Pero este vértigo no proviene
de la altura del pensador. El vértigo del pensar no se sigue
ya más de ese vértice privilegiado desde donde habría
querido hablar el intelectual, desde la punta de la pirá-
mide, desde el punto más alto de coronación de la historia.
Esta sensación proviene más de una nueva poligonía del
vertex, es decir, de una nueva geometría donde nada está
abajo ni arriba, ni al lado simplemente. Esto es, no hay ya
para el pensador contemporáneo algo que cuente como
el fundamento simple, no hay nada que se deje caracte-
rizar sin más como principio, que esté libre del tiempo,
de cierta contingencia, de cierta perspectiva. La poligonía a
la que nos convoca este libro para pensar el presente y en
particular la violencia, quiere decir justamente que toda
cuestión muestra más de un lado. Pero no solo, sino que
bien se puede estar en un vértice y no estar en la cima, sino
de cabeza y que a veces, como se dice en El Meridiano de
Celan: dichoso aquel que camina de patas arriba porque él
tiene el cielo bajo sus pies. Pero ya nada parece tan seguro.
Uno de los opúsculos más conocidos de Kant se llama
¿Qué significa orientarse en el pensamiento? En él se plantea
la pregunta por la orientación ahí en donde nos faltan ele-

13
nuestro espacio doliente

mentos de referencia. Sus tres críticas nos dan siempre la


seguridad de una arquitectónica, en tanto dependen de dis-
tinciones claras y distintas (en primer lugar aquella entre lo
trascendental y lo empírico, que asegura la posibilidad de
una fundamentación). Sabemos, pues, dónde está lo origi-
nario, el basamento. Pero Kant se refiere en este texto a aque-
llos conceptos que, sin provenir de la experiencia, requieren
una cierta dimensión de imagen (Bild) para que sean útiles
para la experiencia. Se trata del uso heurístico de nuestros
conceptos, lo que los coloca en un punto intermedio entre
la mera metáfora y un uso estrictamente determinante (que
exigiría un material sensible, para contar con objetos de
experiencia posible). Orientarse significa, dice Kant, encon-
trar la salida del sol (Aufgang) en una región del mundo
(Weltgegend), es decir un punto en un espacio con referencia
a otro punto, en el cual estamos nosotros.
Encontrar un punto o un conjunto de ellos para orien-
tarse en el curso del mundo nos lleva a la idea de quien mira
a las estrellas para conducir su barco. Puede ser que las estre-
llas mismas se muevan, pero no todo se mueve al mismo
ritmo ni en la misma escala de tiempo, de modo que siempre
es posible orientarse con relación a algo más, que no por ello
está necesariamente fuera del tiempo. Orientarse inmanen-
temente significa comparar, medir unas cosas con otras, pro-
yectar un espacio en otro. En ello consiste hacer un mapa,
como Aguirre nos propone en Nuestro espacio doliente.
Es en esta topología que aparece el intelectual de hoy: in
medias res y no abajo (en el fundamento) y no arriba (desde
las alturas). En eso consiste la paciente tarea de «pensar las
condiciones, los alcances, las estructuras y los factores que
han posibilitado tanto su aparición [del intelectual] como
su vigencia; con la finalidad de aclarar la situación o situa-
cionalidad del intelectual en el mundo de hoy» (p. 27). ¿Pero
qué tiene qué ver esto con el espacio y las responsabilidades del
pensador? Quizá también en la línea de Kant, escribe Fre-
deric Jameson que no es el fin, sino la confusión babélica de

14
prólogo

las ideologías, y lo que hace falta, la condición de toda praxis,


que consiste en orientarse de nuevo.1 Para eso convoca
a pensar sobre una estética de un mapeo cognitivo. Aquí la
referencia a Kant es evidente, pero también problemática,
porque se busca pensar una estética, es decir: la forma y coor-
denadas de un espacio y un tiempo sociales y políticos. No
es novedad para nadie que el lenguaje contenga oculto, en
su gramática, específicamente en las reglas de sintaxis, reglas
lógicas e incluso estructuras que prefiguran los caminos
de los razonamientos. Pero el lenguaje también contiene una
suerte de matemática o de topología, que vemos claramente
en el uso de las preposiciones. Cuando hablamos de hipó-
tesis no dejamos de invocar la idea de que lo fundamental
está por debajo, lo mismo que cuando decimos sujeto. En
alemán, cuando se piden razones, se exige un fundamento
(Grund), un suelo o base de la afirmación. Ex-plicar, im-plicar,
con-tenido e innumerables términos de la argumentación
consignan en preposiciones y prefijos un espacio del pensar.
Explicar es poner fuera, desarrollar, mientras que implicar
significa que algo está plegado en algo más y el contenido está
dentro de algo.
Orientarse en el pensamiento, por medio de cierto recurso
a la espacialidad, parece que esta es la apuesta de Aguirre,
misma que suscribimos. Pero ¿por qué algo a la vista tan abs-
tracto, algo tan lejano a la experiencia? ¿No debemos regresar
a las cosas mismas, a lo vivido, a nuestro sentir? Jameson
nos dice que, en una suerte de historia del espacio social
del capitalismo, hoy vivimos en una época caracterizada por:
«una creciente contradicción entre la experiencia vivida y la
estructura, entre una descripción fenomenológica de la vida

1
Fredric Jameson, «Cognitive Mapping», en C. Nelson y L. Grossberg
(eds.), Marxism and the Interpretation of Culture, Chicago, University of
Illinois Press, 1990, pp. 347-360.

15
nuestro espacio doliente

de un individuo y a un modelo más propiamente estructural de


las condiciones de existencia de tal experiencia».2
Una primera distinción en la que nos hace pensar Aguirre
es aquella entre diferentes espacios. Nos habla de la Moder-
nidad y del capitalismo, pero también de la metafísica. El
final del siglo xix y el principio del xx fue el período de
las grandes muertes: muerte de Dios, muerte del hombre,
muerte del mundo (vuelto ilusión, algo meramente eva-
nescente). Todo ello se relaciona con el espacio. El «sujeto
moderno» no fue sino ese espacio absoluto de inscripción
de los fenómenos y ese único espacio donde podría existir el
oasis de la libertad. Espacio donde el mundo se partía y se
re-partía, donde las categorías de desplegaban, donde todo
encontraba su lugar en un todo de relaciones. La muerte de
Dios, el mundo y del hombre implicaban el fin de un único
espacio y, al mismo tiempo, de su simplicidad.
Pero todo lo que aquí llamamos, siguiendo a Aguirre,
topológico, no debe reconducir a una suerte de mapeo en
el sentido vulgar del término, a señalizar los lugares de la
violencia, los actores y las justificaciones. Hay una categoría
radical introducida aquí: la del a-terrado como aquel al que
precisamente se le niega el espacio y se le condena a una
transhumancia de segundo orden. Podríamos decir que ahí
ya no hay mundo porque se perfila algo in-mundo. Aguirre
pretende la doble exigencia de comprender, de orientarse en
el fenómeno de la violencia por medio de nuevas categorías,
al tiempo que se reconoce la insuficiencia radical de cual-
quier discurso que pretenda trazar sus coordenadas finales.
Esta es la condición del pensamiento actual que este libro
en las manos del lector o lectora reconoce: una doble exi-
gencia de fidelidad a la singularidad del sufrimiento, del «en
cada caso» de la víctima, al acontecimiento de lo irrepetible,
que no podrá nunca ser enmendado ni redimido por esta-
dística alguna, por una justificación o un relato histórico

2
Ibid., p. 349.

16
prólogo

que muestre las razones y las causas. Hay algo absoluto en la


violencia sufrida, algo que no puede sino testimoniarse, algo
que conmociona y que únicamente puede hacer emerger la
condición irrebasable de la fragilidad o vulnerabilidad.
Lo común, tema central para Aguirre, es el espacio de
mutua exposición de los unos a los otros. Y esta exposi-
ción nos muestra hasta qué punto la vulnerabilidad es
inseparable del ser-con-otros. Digamos, con Ortega, que
«mi circunstancia» es compartida con los otros y «sal-
varla» es, desde siempre, un acto ético-político. Hay, pues,
que tomar una doble actitud, considerar: «por un lado el
evento y su despliegue de fuerza; por otro, la estructura y sus
circunstancias» (p. 50).
Pero no se trata de concentrarse en lo mudo e indecible de
la violencia. Ello significaría concederle a ella la victoria final,
aceptar que la filosofía y el lenguaje en general no tienen
nada que decir, sino permanecer en la actitud de pasmo y
horror. Repetir que la violencia es indecible, que rebasa toda
categoría es ya una forma de perpetrar la violencia en tanto
que nos confesamos impotentes. Por el contrario, y esta es
la razón por la cual Arturo Aguirre se demora en los con-
ceptos y las sutiles diferenciaciones, hay que pensar la vio-
lencia, hay que crear categorías. Tan solo no hay que olvidar
que toda categoría que pretende arrojar luz sobre la violencia
puede ser fetichizada y ocultar la violencia misma bajo el
manto de las glorificaciones, las justificaciones o las meras
explicaciones.
De esta manera, entonces, el autor nos conduce también
a los cambios técnicos, científicos y políticos que con-
dicionan las formas actuales de violencia. Nos lleva, por
ejemplo, a lo temible de una violencia que no desaparece
junto con la categoría de lo real, sino que más bien se des-
localiza, o, mejor, para servirse de la entonces optimista
expresión de Valéry a propósito de la tecnología y la repro-
ductibilidad, se vuelve ubicua, como la información. Hoy la
violencia se adapta a las transformaciones de la materialidad

17
nuestro espacio doliente

y se torna líquida como la Modernidad, omnipresente como


las copias de una imagen, aseguradas por reproductibilidad
técnica, rizomática como los movimientos llamados terro-
ristas, etcétera. Por ello no se puede desligar el análisis de la
violencia del análisis social, político, económico, científico.
El búnker, como las sociedades disciplinarias de Foucault,
se basan en una geometría clásica que delimita el espacio y
confina al loco o al criminal, lo pone en su sitio, con todo lo
perverso que esta frase alberga. Pero como se recuerda en
este libro, dicho espacio, si bien sigue existiendo, convive con
otras geometrías donde las fronteras son difusas; los efectos,
sobredeterminados, la lógica, contradictoria... Es por esta
razón que no debemos quedarnos en el momento traumá-
tico de la irrupción violenta, sino buscar esa lógica de con-
juntos difusos, esa estructural explicativa multicausal o la
lógica polivalente para tratar de hacerse un mapa con el cual
avanzar en la espiral de la violencia.
En esta línea debe leerse la referencia de Aguirre a los
modos mecanizados de la violencia, específicamente del
armamento. Su mecanización y su incorporación a un
sistema de refinamiento técnico, sobrepasa ya la dimen-
sión del individuo y sus decisiones personales. Los aviones
y los misiles dependen ya de complejos sistemas automa-
tizados de inteligencia que alejan a la guerra de toda visión
romántica de guerreros enfrentándose. Y es también aquí,
en el forcejeo con las categorías y los conceptos a partir del
análisis de la técnica y la economía, que su reflexión alcanza
su mayor altura filosófica. Ese no-espacio que nos deja la
violencia, o mejor, ese otro espacio, no es una nada, sino algo
que podríamos pensar quizá de la mano del concepto de
xorá en Platón o de intervalo en Demócrito (p. 62). Así, afirma
Aguirre:

Pero hay ese otro espacio. El lugar compartido. Se trata del


espacio común en que acontece la violencia y que habrá
de contar con la meditación sobre dolor, con las relacio-

18
prólogo

nes y aristas, no únicamente en el sujeto doliente inme-


diato, sino también en la estela de dolientes que nuestras
relaciones amplían por nuestros nexos sociales y humanos.
Un espacio desespaciado, sin lugar ni dónde. Entiéndase
aquí espacio común como la experiencia de la apertura y la
vinculación, el acto de la relación; experiencia porque no
existe el espacio público sin que sea una instancia en cuan-
to punto de encuentro y exposición. Lo contrario son las
fragmentaciones atrofiadas por el aislamiento de los indi-
viduos y la deprivación de ellos como generadores de su
espacio en cuanto su experiencia compartida (p. 62).

Consideramos, bajo criterios y evidencias, que este libro


abre la posibilidad de cuestionar la violencia, el miedo
y el terror que nos circundan, que nos dejan aterrados,
indemnes, sin voz. Porque al cuestionarlas se articula de
nuevo la palabra y con ello se introduce la reflexión, que es
siempre precondición de todo cambio. Si no se tiene idea
de lo que pasa, si todo se sucede en un vértigo ininteligible,
sin mapa ni referencias, nos hundimos más en la espiral
destructiva. Pensar la violencia, pensar su espacio, pensar
la comunidad, pensar sus condiciones actuales, pensar la
singularidad de la violencia y, a partir de ahí crear nuevas
categorías. Esta es la gran labor a la que este libro nos
introduce como un mapa para comenzar el trayecto.

Arturo Romero Contreras

19
nota de edición

Existen versiones publicadas de algunos fragmentos prepa-


rativos para este libro; ellas son: «El pensar y el vértigo.
Reflexiones sobre el intelectual», que apareció en Graffylia.
Revista de la Facultad de Filosofía y Letras, julio-diciembre
2012. «De la física a la fenomenología del aterrado. La
violencia en el espacio común» que aparece en AA.VV.,
Reflexiones políticas contemporáneas en los márgenes discipli-
narios, Puebla, buap, 2016. «Comunidad interrupta», publi-
cado en Reflexiones marginales, 2014. «Violencia expuesta.
Consideraciones filosóficas sobre la fosa común», Espacio
I+D. Innovación más desarrollo, octubre 2015. «La voz del
aterrado», en AA.VV., Las voces de la cultura. Apertura y
transgresión del sentido, Puebla, buap, 2015. «Reflexiones
de lo imposible de cara a la violencia contemporánea»,
en Rubén Sánchez Muñoz (coord.), Reflexiones sobre el
hombre y la cultura. Ensayos para pensar el presente, Xalapa,
ivec, 2016.
nuestro
espacio doliente
INTELECTUAL EN VÉRTIGO

1. Vértigo señala la terrible sensación que padece aquel que


experimenta su vida en el vértice, en el punto más alto de
la di-vergencia. Por cuanto a la altitud de las cosas se refiere
nos podrá parecer por demás extraño, o cuando menos
extraordinario, que con una perspectiva tan privilegiada
del panorama al cual se enfrenta –visor de un lado y el otro
que el vértice une tan pronto separa–, sea el vértigo una
afección íntima más que un enfrentamiento, una confron-
tación, es decir, una oportunidad de con-vergencia lúcida
para un mirar atento sobre dos trayectorias tan distintas y
encontradas en el punto exacto del cual estamos hablando.
Esto por cuanto a la altitud.
Sobre el padecer, con los ojos bien abiertos, desorbitados,
o bien cerrados, el mareo incontenible junto con el frenesí
por salir de la situación panorámica, somete la totalidad de
lo real a la categoría de la vertiginosidad: la vida expuesta
a la inestabilidad del equilibrio no reconoce en ese momento
otra condición de sí ni de lo otro, sino únicamente lo verti-
ginoso que le resulta todo.
Piénsese que el vértigo es solo un desplazamiento de la
idea a la imagen de lo que aquí se quiere decir. El intelectual
y el vértigo señalan con la precisión del dedo índice orien-
tado a una situación particular: el lugar de la ye como vértice.
Pues sabido es que cada vez con menos capacidad de análisis,
esto es, no por incapacidad congénita del pensar, sino por
un alcance cada vez menor de nuestros conceptos y catego-

25
nuestro espacio doliente

rías ante una realidad que se torna cada día más compleja,
como reticular, homogénea y anónima en sus causas y sus
imprevisibles efectos, nos vemos arrinconados a la esquina
de las figuras, parábolas, alegorías y metáforas, o bien a
la descripción de las dinámicas de lo social con recursos de
una psicología incipiente y tergiversada. No obstante, no
se trata en absoluto aquí del vértigo del intelectual, ya que
si se lo mira bien, podríamos hablar de la universidad y el
vértigo, o anteponer a la simple como minúscula ye, cual-
quier figura que se quiera para disertar sobre el magisterio,
la educación, el libro, el conocimiento, el saber y la sociedad
contemporáneos; en fin, cualquier sujeto, figura, o bien
figuras subjetivadas de la realidad sociocultural actual, míni-
mamente apreciados, pueden ser objeto de la vertiginosidad
o desequilibrio de nuestro tiempo.

2. De esta manera, el intelectual en vértigo no es, aquí, sino


una referencia que bien podríamos retener, pero en la cual
no habríamos de agotar la comprensión ni mucho menos
la explicación de la función que ha desempeñado en los
últimos dos siglos y medio de la historia cultural, política
y social con la que se entreteje el trapo de nuestro presente.
No obstante, algo habrá que anotar aquí al margen: la idea
vertical, la imagen de sí –del intelectual– como remate
en el pináculo de la historia, su positiva distancia de un
arriba con lo bajo de la sociedad, la jerarquía de poder que
el saber daba –verídica o ficcionalmente– al intelectual, y
que sintieron desde Diderot, Zolá, Goethe, Gaudí, Picasso,
Sarmiento, Vasconcelos, Ortega y Gasset, hasta Sartre,
Gabriela Mistral, Cortázar, Simone de Beauvoir, Octavio
Paz y tantos otros, es una imagen que deberá tenerse
presente. Con todo, preguntemos: ¿cómo se pasa del gozo
de la verticalidad que otorga el saber al padecimiento del
vértigo en «sociedades de conocimiento y consumo»?
Podría apuntarse, también al margen –con mala letra y
desgano– que estamos indefectiblemente ante una deca-

26
INTELECTUAL EN VÉRTIGO

dencia del intelectual a fines del siglo xx, y la absoluta


caída en lo que va del siglo xxi de aquella figuración o personaje,
en realidad protagonista, vital para la Modernidad. No obs-
tante, todo parece indicar que no ha habido ni decadencias
ni caída alguna, sino la alteración total de la situación en ese
vertex: el cambio estrepitoso de lo vertical al vértice, cambio
determinante del trazo de la realidad que posicionaba al
intelectual mismo; una poligonía que lo ha dejado entre una
Tardomodernidad de ensayos políticos aplicados a naciones
enteras, fracasos sociales, industrialización de la cultura y, del
otro lado, la erección del capitalismo a ultranza, la sociedad
del espectáculo y la banalización del saber –el orden indiscri-
minado de doxa y episteme que supuso la primera reforma de
la filosofía y el logos con Sócrates y Platón– por la mediatiza-
ción aparejada a la revolución tecnológica in crescendo desde
la década de 1980, sobre todo con el arribo global de Internet.
Ante esto es de esperarse, al menos, tres visiones y ver-
siones distintas que del intelectual pueden darse:1

i) Aquella que en su publicación Alain Minc2 refiere


como una democratización de las sociedades avan-
zadas –europeas sobre todo– cuando el saber se
emancipa de la autoridad total del intelectual; figura
esta por demás arcaica y propia de una política de
monarquía, obsoleta a un orden social y político, no
más vertical, sino horizontal que se está formando.

1
Asumimos con conciencia plena la diversidad, matices y sinembar-
gos que existen para hablar de una manera tan general del intelectual.
Este escrito no es, entonces, sino una reflexión o un ejercicio reflexivo
entre muchos otros posibles para pensar los límites, posibilidades y
alcances del quehacer propio.
2
Alain Minc, Una historia política de los intelectuales, Barcelona,
Duomo Ed., 2012.

27
nuestro espacio doliente

ii) La visión que afirma que el intelectual no ha


sido desplazado ni anulado de la esfera pública, sino
que ha sido él mismo quien ha renunciado a su
condición crítica y de lucha en un mundo con cada
vez más desigualdades, injusticias y terrorismo; el
creador cultural con una vocación suspendida del
compromiso con la historia.3

iii) En fin, la visión tercera que supone al intelectual


como un neutro espectador, hoy reliquia, que ni
toma causas ni se abandera a política alguna pues
tanto unas como otras no dan la seguridad de ser el
lugar correcto para situarse. Se entiende que no hay
vértigo en donde no existe situación, lo cual supone
que la manera más auténtica de ser ciudadano o
ciudadana, es decir, la reivindicación de cualquier
avatar social es dedicarse a hacer lo mejor, al vérselas
cada cual con su talento: escribir, pintar, esculpir,
conferenciar o lo que fuere, pero con la conciencia
de que no hay trincheras, no existen ya las revo-
luciones, no se fabrican molotovs con ideas, y las
izquierdas así como las derechas son zonas grises,
por lo cual mantener la casa en orden y el pan en la
mesa es reinventar la intelligentsia misma; porque
siendo así, intelectuales somos todos, lo que implica
decir que lo es nadie (visión a la cual se suma el
más variopinto linaje actual de escritores, pintores,
filósofos y un largo etcétera que no se consideran ni
líderes, dirigentes, ejemplos o algo parecido).

3
Para ampliar véase Paul Berman, La huida de los intelectuales, Barce-
lona, Duomo Ed., 2012.

28
INTELECTUAL EN VÉRTIGO

3. Aquí es imperioso reparar que las excentraciones recientes


de generadores, divulgadores, gestores y receptores de
conocimientos no remiten solo a posiciones existenciales,
tal y como lo proponía la paidea griega, los estudios libe-
rales, el trivium y quadrivium, o la civilisation moderna; a
la vez hemos de reflexionar sobre la repercusión del conoci-
miento hoy día en nuestras sociedades diversas, complejas
y con alcances institucionales cada vez más expansivos. En
el conocimiento gravita mucho del poder, la producción
de riqueza, la acumulación de la misma, justificaciones de
la violencia, la tecnologización social, la industria cultural
y demás inauditos que emergen en nuestros días. Por ello,
no es simplemente un vano recurso lúdico o un ejercicio de
autocrítica académica este reflexionar sobre el intelectual.
Es por esas excentraciones y gravitaciones que el intelec-
tual en vértigo se expone a sí mismo como un elemento
fundamental para pensar nuestro tiempo, de igual manera
que nos remite al ethos mismo que el filósofo, científico
o el artista habrán de mantener o definitivamente llevar a
la metamorfosis de sí para confeccionar otras funciones,
formas de ser, saber y hacer.
En fin, comenzar por un riguroso proceder deconstruc-
tivo sobre el intelectual se evidencia como una tarea impos-
tergable. Pensar las condiciones, los alcances, las estructuras y
los factores que han posibilitado tanto su aparición como su
vigencia; con la finalidad de aclarar la situación o situaciona-
lidad del intelectual en el mundo de hoy. Todo lo cual, habrá
de hacerse antes de la incorporación a la renovada discusión
sobre su pertinencia, existencia, tareas o anulación definitiva.
En realidad, en la figura del intelectual pivota la idea
central de la libertad o emancipación del hombre en su
camino de súbdito devenido ciudadano, es decir, la idea no
solo de la socialización y la racionalidad modernas, sino y

29
nuestro espacio doliente

sobre todo, la signatura del poder y su envés:4 el saber como


el empoderamiento político en su cercanía o alejamiento
del Estado; la dinámica social o el empoderamiento social del
medio burgués hacia la estabilidad institucional de las uni-
versidades; y el reconocimiento social así como su división,
no por la acumulación de bienes sino por la asimilación de
conocimiento que da por resultado la elitización entre los
pocos que saben y las mayorías ignorantes, a saber: el poder
cultural. Y por paradójico que resulte, el envés que afirma la
vocación libre, desinteresada y desactivadora del delirio de
poder, de su desmesura y su ferocidad llevada a la práctica.
En su complicada composición, el poder político, social
y cultural han dado la concentración de esa figura propia-
mente moderna, en la cual, según advertimos durante dos
siglos, se da la resolución o fértil conflicto en un mismo indi-
viduo: el o la intelectual a pesar, en contra o con los poderes
que consolidó su tiempo moderno, pero nunca ajeno o ajena
a ellos. Quizá la figura más contraria de esto será el autén-
tico antiintelectual del siglo xix Jean-Joseph Jacotot, del
que da razón Rancière.5 Jacotot quien decía no saber nada
aunque enseñaba a aprender todo; que distanció el saber del
poder hasta en la universidad; quien fortaleció la voluntad
de apropiación tanto en el panadero como en el químico; y
que jamás se sintió promotor de un tiempo tal o cual.6 Caso
único y condenado a la damnatio memorie por la pedagogía
contemporánea.
4
Para la noción de signatura o trazo constante ante un acontecimiento
cf. Giorgio Agamben, Signatura rerum. Sobre el método, Barcelona,
Anagrama, 2010, p. 20 y ss.
5
Véase Jacques Rancière, El maestro ignorante. Cinco lecciones para la
emancipación del intelectual, Barcelona, Ed. Laertes, 2002.
6
Los cuatro principios contrapedagógicos de Jacotot pueden resu-
mirse así: i) todos los hombres tienen la misma inteligencia, ii) cada
individuo tiene la facultad congénita de enseñarse a sí mismo; iii) se
puede enseñar lo que se ignora y iv) todo está en todo.

30
INTELECTUAL EN VÉRTIGO

Pero más allá de Jacotot, encontramos al intelectual como


paradigma que ilumina y oscurece sus contextos, al intelec-
tual que es digno de observaciones atentas a la historia de su
formación. Porque lo que no se alcanza a ver en los debates
sobre la muerte, la desaparición o huida de los intelec-
tuales hoy día, es que el dintorno de dicha figura netamente
moderna pone en cuestión precisamente las relaciones de
poder que desde el siglo xviii pretendían centralizarse en el
Estado.

4. Constituyente de, o, al menos, próximo a la institución


universitaria, la genealogía de ambas creaturas (el intelectual
y la universidad) se remite al Medievo en la distancia que
hay entre las escuelas catedralicias y la universidad estatal
como tal, así como la que hay de los clercs medievales a la
emergencia de la intelligentsia ilustrada del siglo xviii.7 De
tal forma, aunque el intelectual se configura y consolida en
la Modernidad, su poliédrica disposición se delineó lenta-
mente a lo largo de los siglos; por lo que de los clercs se siguió
el legista y el funcionario que dependían de la monarquía,
pero fueron ellos quienes precisamente debieron defender,
contra el saber erigido en dogma, el derecho a la libertad de
pensar, de investigar, de leer. Desde Petrarca hasta Moro,
pasando por Bacon hasta Rousseau, y desde Raimundo
Llull hasta Alonso de la Veracruz, poetas y escritores,
encontraron la protección (y en ocasiones la desaprobación
total, derivada de la protección primera), y pudieron vivir
de su escritura con la aprobación mínima o pública. En
pocos siglos, las diversas especies de humanistas –escribas,
expertos, letrados y profesores– evolucionaron hacia una
laicización, que hacia el siglo xix fue total en los más.

7
Véase el artículo de Julio César Schara, «La Universidad Clásica Medieval,
origen de la Universidad Latinoamericana», Reencuentro, núm. 45, mayo,
2006, disponible en http://www.redalyc.org/pdf/340/34004511.pdf

31
nuestro espacio doliente

Sin embargo, con un pie fuera y el otro dentro de la insti-


tución, el intelectual vehiculó –o pretendió hacerlo– el trán-
sito del saber intramuros a la crítica de lo social, lo cultu-
ral y lo político. Esto es, una característica fundamental del
ser-intelectual se presentó en la crítica: en sus funciones, su
nobleza y sus degradaciones; en un individuo al que, visto
de lejos, no le bastaba con vivir sino que precisaba pensar su
existencia, su ser puesto con otros en el mundo y el tiempo.
Con ello, la crítica que conoció y activó el intelectual
moderno fue epicentro de su propio tiempo para pensar esa
realidad vivida y alterable en lo posible. Un replanteamiento
de la topología de lo posible, o no entre lo que es y no es,
sino entre lo que se supone que debería ser con el manteni-
miento, la transmisión y la ampliación del saber mismo, al
cual se le daría una función extensible al porvenir. La utopía
y la crítica se accionaron, así, en la praxis argumentativa que
desde el siglo xix esgrimió el intelectual como vectores prin-
cipales de su acción y re-acción del pensar en sus funciones
técnica, moral e histórica.
En su función técnica el intelectual se veía autorizado a
ponerse en el lugar de aquellos que gobiernan o adminis-
tran con la finalidad de sugerir un cambio de estructura,
señalar cambios asequibles –y no llanas quimeras– con
mayor voluntad y buen sentido. Con la crítica moral, se per-
mitía confrontar al mundo o situaciones tal y como son para
prescribir lo que deberían ser; sin saber bien a bien las con-
secuencias del rechazo y sin tener claros los medios para tra-
ducir en actos sus propuestas, la atención se centraba en un
compromiso con la verdad, es decir, la proclamación como
denuncia. Por último, en la delineación temporal del siglo
xviii la crítica habría de ser también histórica, focalizada en
considerar a la sociedad presente en nombre de una sociedad
por venir, se tasaban las injusticias en el esbozo de un orden
radicalmente distinto en donde el hombre y la sociedad
podrían realizarse plenamente.

32
INTELECTUAL EN VÉRTIGO

Tanto Raymond Aron8 como el citado Rancière se


han encargado de demostrar que el exceso crítico anterior
revertiría en 1) la sujeción –cuando no el servilismo– del
intelectual al poder político; 2) la resignación de hecho o
la intransigencia verbal: decir no a todo; y 3) el intelectual
como paladín de la humanidad, pero de espaldas al mundo,
incapaz de vivir su presente.

5. Con los rasgos hasta ahora delineados podemos presu-


poner que el Siglo de las Luces vería la transmutación y
consolidación de un agente que no sería ya el escriba, el
letrado o el experto que la Edad Media y o el Renacimiento
vieron florecer siempre cercanos a la sombra de la corte, del
monarca, del mecenas o de la universitas. La inercia esta-
mentaria en que arraigó el Estado-Nación generó, además,
un espacio propicio para que la autoridad y el prestigio se
encarnaran ahora en novelistas, escultores, filósofos, poetas,
pintores y demás.9
De tal manera, indispensable y necesario bajo una estruc-
tura que se sabía jerárquica, el intelectual encontró su sitio
como autoridad superior, porque ¿cómo se podría legitimar
una opinión, un conocimiento, una idea, algo culturalmente
inédito? ¿Quién podría mantener la vigilia sobre las fronteras
del razonamiento y la opinión, de la episteme y de la doxa?
Entonces, no solo transmisor de conocimiento como pro-
fesor universitario sino mantenedor de un orden racional por
el orden metodológico en el entramado de su saber; acervo
vivo y ampliador del alcance de la cultura respecto de la natura;
el intelectual se convirtió en ente transfontera de la universidad
y las dinámicas sociopolíticas, así como industrioculturales,
extendiendo el hilo de lo posible por una ética de la eman-

8
Raymond Aaron, El opio de los intelectuales, Buenos Aires, Siglo
Veinte, s.d., passim.
9
Cf. A. Minc, Una historia política de los intelectuales, op. cit., p. 186.

33
nuestro espacio doliente

cipación de la humanidad futura; renovador e innovador de


ideas, preocupado por la configuración humana, mediador
entre el saber de pocos y la ignorancia de muchos, gene-
roso de sus conocimientos por sus libros, críticas y debates.
Algunos vértigos cercanos los enuncia Juan Ramón-Capella:

En un contexto complejo de asignación del trabajo, según


clases sociales y de división interna del trabajo intelectual,
hay que situar la problematicidad de lo que se llamaba en
los años treinta del siglo xx (con un palabro raro, procedente
aun del latín y no del inglés) la intelligentsia o intellighenzia.
Se designaba así a los intelectuales en la función que habían
desempeñado paradigmática e inicialmente Émile Zola y
escritores y artistas como Proust, al denunciar públicamente
un abuso de poder […] una función que al terminar la
Segunda Guerra Mundial será retomada por escritores como
Sartre o Camus en Francia […] por citar algunos momentos
significativos de esa «función» intelectual particular.
Este modo de entender a los «intelectuales», que aparecen
como una voz «sacerdotal», o «representativa de una opinión
pública cualificada» […] es el soporte social a partir del cual
asumen, como intelligentsia, una función intelectual distinta
que consiste en presentarse como «opinión pública», esto es,
como la voz significativa de un pueblo, una clase, o un grupo
social que por sí mismo carece de voz.10

Conversador, crítico y reflexivo, este paradigma de la


Modernidad expuso el derecho de injerencia; la fe laica
en el hombre y la razón; sostuvo la utopía y el cambio de
la historia confrontando lo real con ideas antes que con
realidades; y en su persona logró ceñirse el estilo de su
tiempo: vanguardia hecha carne.
Por ello mismo es comprensible que dicha configuración
volcada sobre un individuo tan singular generase fascina-

10
Juan-Ramón Capella, Entrada en la barbarie, Madrid, Trotta, 2007,
p. 94.

34
INTELECTUAL EN VÉRTIGO

ción y repulsión, dado que antes del siglo xviii y después de


la mitad del xx no es viable encontrar un acontecimiento
parecido en la historia de la humanidad. El proyecto de la
Modernidad, la edificación del Estado-nación, la Revolución
industrial, la universidad, la sistematización pedagógica, los
medios de comunicación desde las publicaciones periódicas,
la radio y la televisión, la masificación educativa, la capaci-
tación laboral en las sociedades industrializadas, todos ellos,
y más, fueron determinantes para generar un sector pobla-
cional mínimo pero con rangos de poder tan amplios: la
intelligentsia.
Visto así, ¿de qué otra forma sería imaginable el vértigo y
el intelectual, así como el intelectual en vértigo de nuestros
días, cuando lo que prolifera es el comunicador, ideólogo y
oportunista preocupado por el mundo del blog, de las pan-
tallas, del número de seguidores, del dinero y el éxito, e indi-
ferentes ante la fiereza del mundo actual? En estas sociedades
banalizadas, uniformadas, presumiblemente horizontales,
sin más jerarquías ni canales privilegiados de comunicación;
con las autoridades debilitadas; con la crítica desactivada por
el pesimismo; en este mundo, en fin, en este conglomerado
global, transido por flujos financieros, se ven sumergidos en
el vértigo el político, el líder religioso, el dirigente social, y
desde luego el primero entre ellos, el intelectual.
El poder –actualmente transmutado a bloques de poder
financiero y de comunicación– da sitio al especulador,
al administrador y al tecnólogo; descentrando las ideas, la
fuerza o la movilización que antaño el intelectual removió
en las universidades, en la política o en la sociedad. Así, efec-
tivamente, es sostenible que el intelectual haya desaparecido,
muerto o renunciado a su empresa histórica, revolucio-
naria y megalómana que Rancière advirtió cuando con y en
Jacotot: pues también en el intelectual germinó el desprecio
a una sociedad que le concedió un nivel honorable, viviendo
de recursos colectivos y permitiéndole desarrollar sus activi-

35
nuestro espacio doliente

dades sin trabas. En el intelectual operó, en suma, también,


la proclamación de que para emanciparse, progresar o ser
mejor persona o sociedad o Estado, se requería el someti-
miento al régimen de la educación, la cultura y la mesura del
poder que, contradictoriamente, solo la intelligentsia podría
aportar a eso que desde su atalaya llamó con desestimación,
pero suma compresión: masa o pueblo.11 Así, Rancière sos-
tiene:

La contradicción es fácil de exponer… un hombre de


progreso, es un hombre que avanza, que va a ver, que
experimenta, que cambia su práctica, que comprueba su
saber, y así sin final. Esa es la definición literal de la palabra
progreso. Pero ahora, un hombre de progreso es también
otra cosa: un hombre que piensa a partir de la opinión del
progreso, que erige esta opinión al rango de explicación
dominante del orden social.
Sabemos, en efecto, que la explicación no es solamente el
arma atontadora de los pedagogos sino el vínculo mismo del
orden social. Quien dice orden dice distribución de rangos.
La puesta en rangos supone explicación, ficción distribuidora
y justificadora de una desigualdad que no tiene otra razón
que su ser. Lo cotidiano del trabajo explicativo no es más
que la calderilla de la explicación dominante que caracteriza
una sociedad. Las guerras y las revoluciones, al cambiar la
forma y los límites de los imperios, cambian la naturaleza de
las explicaciones dominantes.12

Es de suponerse que los cambios radicales de las condi-


ciones de vida individual y colectiva contemporáneos
suspenda y prive de aquel privilegio y autoridad a cual-
quiera que para sí derogue dicha ostentación: ser funcio-

11
Véase José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, 34a. ed., Madrid,
Revista de Occidente, 1960, vii. «Por qué las masas intervienen en
todo y por qué solo intervienen violentamente», p. 115 y ss.
12
Rancière, El maestro ignorante, op. cit., p. 63.

36
INTELECTUAL EN VÉRTIGO

nario del progreso mismo. Que la institución universitaria


albergue al profesor de despacho, lejano y distante de la
realidad, «al filósofo de la filosofía» como lo llamó Gaos;13
es de esperarse que la distancia de la universidad con sus
repercusiones sociales cada vez se midan más por impactos
económicos, eficiencia terminal o eficacia del conoci-
miento en indicadores globales de toda casta mercantil
de la información; también puede mantenerse la idea de
que el mundo es como es porque el orden de lo posible
se contrae al ahora de la capacidad de almacenamiento
y utilidad tecnológica, y la genialidad antaño debatida y
difícilmente concedida, se otorga al tecnócrata, al explo-
tador o al ocurrente.
Al final, Antolín Sánchez Cuervo y Eduardo Subirats
confirman que en la memoria y en los olvidos culturales de
Latinoamérica laten otras utopías que no fueron arrasadas
por la Tardomodernidad. Lo posible se cosecha de las manos
de intelectuales exiliados (como de los exiliados republi-
canos del 39)14 o de movimientos artísticos periféricos (como
la Antropofagia brasileira)15 a la razón instrumental que vio
nacer, alimentó y dictó caducidad al intelectual tal y como
se conoció.
Pero se sabe que después de una correcta deconstruc-
ción de los paradigmas y figuras de la Modernidad, el bagaje
crítico (activado técnica, moral e históricamente) tendrá que
encontrar –atrevemos a pensar aquí– otras actitudes en las
13
Cf. José Gaos, De la filosofía, México, fce, 1962, «Lección xviii. El
Filósofo», p. 435 y ss.
14
Véase Antolín Sánchez Cuervo, «El otro hilo de Ariadna», en A.
Sánchez Cuervo y F. Hermida de Blas (coords.), Pensamiento exi-
liado español. El legado filosófico del 39 y su dimensión iberoamericana,
Madrid, Biblioteca Nueva-csic, 2010.
15
Véase Eduardo Subirats, La última visión del paraíso. Ensayo sobre
media, vanguardia y destrucción de las culturas latinoamericanas,
México, fce, 2004, II. «La última visión del paraíso».

37
nuestro espacio doliente

que no quepa el desprecio por los más; deberá abrir otros


espacios que no sean reductibles al aula pero tampoco tri-
vializados a programas televisivos o diario fútil de red social;
habrá que reinventar no al intelectual sino, por lo que
hemos visto aquí, al poder, al derecho de injerencia, a la pro-
clama, a las ideas, al mantenimiento de la crítica; habrá que
apelar no a la utopía sino a la topología de lo im-posible, de
lo impensable, de lo imprevisible más allá del Estado-nación,
de lo relatos de la Historia, de las identidades y de los inte-
reses tan privados como públicos. Saber estar, sí, a la altura,
sin vértigos, ante la vorágine de la violencia contemporánea.

38
VIOLENCIA Y FRAGILIDAD HUMANA

La afirmación reiterada de que hemos vivido en el último


siglo el periodo más fiero de la historia de la humanidad no
logra retener, ver ni considerar lo que ello denuncia. Proba-
blemente sería suficiente con hacer un reconocimiento de
la belicosidad mundial, de la imparable vanguardia tecno-
lógica e industrial que acompaña al sector armamentís-
tico, de la geometrización del campo de concentración y
exterminio, de la limpieza étnica, de los conflictos globales
atizados con la utilización de credos monoteístas, o del
reconocimiento de la deleznable capitalización económica
producida con la trata de personas.16 Por si no bastase con
ello, tendremos que hacer el inventario de la multiplica-
ción de los actos violentos en nuestra vida cotidiana que
son difundidos por los medios de comunicación, lo cual
parece haber generado una insonoridad a fuerza de cierta
repetición normalizadora que procura mitigar los alcances
que cada acto genera.
Aun así, puede suponerse que esta insonoridad proviene
de aquel revoloteo y graznido teorético en torno a la vio-

16
Véase Eric Hobsbawm, Guerra y paz en el siglo xxi, Barcelona, Crí-
tica, 2006, cap. «Guerra y paz en el siglo xx», pp. 23-40. Asimismo
véase Robert J. Sternberg y Karin Sternberg, La naturaleza del odio,
Barcelona, Paidós, 2010, cap. «Aplicación de la doble teoría del odio
a las masacres, los genocidios y el terrorismo», pp. 219-248.

39
nuestro espacio doliente

lencia suscitado en la Modernidad: la violencia como agente


aparejada a las diversas justificaciones históricas, teológicas,
así como económicas, eran ya suficientes para promover un
ambiente «de-mencial» –falto de razones– sobre lo que el
Estado-nación, el destino histórico o el mercado lograban
en su afirmación teórica y su consolidación pragmática; no
obstante, después llegaron las teorías sociológicas, antro-
pológico-culturales, la biología polemológica, el psicoaná-
lisis y la filosofía para hablar, ya no de los pueblos, el destino
o el transnacionalismo que marcaban el ritmo tanto como
la aceleración de los mecanismos y tecnologías violentos,
sino para enfatizar la agresividad, ritualización, estructuras,
impulsos, pulsiones y el erotismo de la violencia; se sumó
a ello la representación artística, la banalización de una estética
de la analgesia17 y la virtualidad mediática para consumar la
continua reducción que va de una ilusión a la desaparición
del dolor en el acto violento (que supera la consideración
ético-ontológica de la singularidad ante la desmesura y la
irremplazabilidad mortal) hasta la simplificación numérica
de la mortandad a estadísticas diarias.
Se transitó, de tal forma, en menos de tres siglos, de la
idea de la necesaria y justificable aplicación de la violencia
a la inevitable y azarosa posibilidad de ser violentado, con-
tando con cualquier razón acumulada y depositada para
explicarlo en sus cualidades punitivas, morales, biológicas o
pedagógicas: desde la intimidad psíquica de cada quien, la
respuesta social a la desigualdad o hacinamiento, la dinámica
del interés económico, el combate a la rotura del tejido social,
así como la seguridad y bienestar políticos de una nación o el
mundo…18 ¿Cuál es la fórmula que deberemos aplicar para

17
Véase Félix Duque, Terror tras la Posmodernidad, Madrid, Abada,
2005, p. 77.
18
Hay un conjunto de factores en juego para comprender, percibir
o reconocer desde variantes históricas, sociales o culturales qué es

40
VIOLENCIA Y FRAGILIDAD HUMANA

extraer de los cálculos de 160 millones de personas muertas


en el siglo xx la signatura, la marca del sufrimiento, la irre-
parabilidad de las víctimas?19 ¿Cuál justificación o cuerpo de
justificaciones ante ello?
Habrá de valorarse si la reiteración de «el periodo más
fiero de la historia» logra –más allá de una representación
hegemónica y por ello mismo vacía– señalar el humano

aquello que se enuncia cuando se dice violencia. Los términos de legi-


timidad o ilegitimidad, por ejemplo, o aquellos procesos de creación
performativa que han implicado e implican de manera insoslayable
el ejercicio de la fuerza y la emergencia del conflicto (conformación
de colectivos, procesos sociales y o naturales), han dado paso a la
reflexión sobre eventos de violencia material o física, interhumana,
que desde la década de 1980 conlleva una transformación en la inves-
tigación sobre la violencia desde disciplinas como: antropología,
criminología, sociología y filosofía. Hay una visión crítica sobre los
estudios y metodologías anteriores y, al mismo tiempo, se ha dado
paso a la investigación de las fuentes subjetivas de la violencia. Véase
Michael Staudigl, Phenomenologies of Violence, Linden-Boston, Brill,
2014, p. 3.
19
El cálculo, temible en sí, procede de Marcello Flores y es apor-
tado por Cavarero en su libro Horrorismo, cuando extiende que en
la cifra calculada (que podría ascender a 200 millones): «El porcen-
taje de los civiles muertos alcanza el 50% en el curso de la Segunda
Guerra Mundial, pero supera el 90% en el último decenio del siglo.
En cuanto a los primeros años del tercer milenio, dadas las fuen-
tes disponibles, parece que el porcentaje resulta todavía más alto».
(Cf. Adriana Cavarero, Horrorismo. Nombrando la violencia contem-
poránea, Barcelona, Anthropos, 2009, p. 104.) Asimismo, véase la
sentencia que se reitera en las obras de los estudios de la violencia
contemporánea (así los citados Hobsbawm y Cavarero) y de la cual
damos muestra con la voz de Paul Virilio: «una prueba entre otras
de la descomposición de la guerra clásica nos es provista por la inver-
sión del número de víctimas, puesto que en los conflictos recientes
80% de las pérdidas están del lado de los civiles, mientras que en la
guerra tradicional era exactamente a la inversa». (Paul Virilio, Ciudad
pánico, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2006, p. 42.)

41
nuestro espacio doliente

dolor y sufrimiento, evitable en su momento como opción


entre posibles, que se ha propiciado en dimensiones y mag-
nitudes impensables y nunca antes registradas; revalorar si
entre todas las significaciones de fuerza, juricidad o poder
hemos, al menos, organizado las condiciones mínimas de
comprensión fundamental ante situaciones emergentes
propiciadas por actos violentos cada vez más constantes en
lugares diversos. A la nomenclatura precisa de la metropo-
lítica20 (la exaltación del espacio sobresaturado y sobreenci-
mado) que sabe de New York, París, Río de Janeiro, Dubái,
Tokio, Londres… habrá que trazarle aquella del territorio
interrupto, por cuanto doliente, del territorio de terrores:
San Fernando en Tamaulipas, Hiroshima, Treblinka, Gaza,
Aguas Blancas, Tràng Bàng, Sarajevo, Ciudad Juárez, El
Mozote, Auschwitz, Atocha… lugares, ¿lugares? ¿Qué queda
del lugar cuando la crueldad ha barrido su habitabilidad con
una huella de muerte, un espacio que no se abre ni como
hábitat ni como habitación ni es posible habituarlo a la
regularidad antes de la violencia ejecutada y el dolor gene-
rado, sino que es la posibilidad espectral (la ruptura lógica
de la presencia/ausencia) de poder negar toda vida en cual-
quier otro espacio?21 La multiplicidad de espacios dolientes

20
Cf. ibid., pp. 89-95, cap. 5 «Ciudad pánico».
21
Sobre el «espacio doliente» véase Arturo Aguirre, «Nuestro espacio
doliente. Sobre la violencia», en Arturo Aguirre y Anel Nochebuena,
Estudios para la no-violencia I. Pensar la fragilidad humana, la condo-
lencia y el espacio común, Puebla, Afínita-3 norte, 2015, pp. 59-73.
Asimismo véase el desarrollo del trabajo de memoria sobre espacios
de violencia en Lilián Paola Ovalle y Alfonso Díaz Tovar, «Memo-
ria de la "narcoviolencia" en México. Registro visual de un disposi-
tivo para la desaparición», Revista de Historia, núm. 31, enero-junio
2014, pp. 43-60. Disponible en https://www.researchgate.net/publi-
cation/295569161_Memoria_de_la_narcoviolencia_en_Mexico De
igual manera véase Pamela Colombo y Stela Schindel (eds.), Spaces
and the Memories of Violence. Landscapes of Erasure, Disappearance and
Exception, New York, Palgrave MacMillan, 2014.

42
VIOLENCIA Y FRAGILIDAD HUMANA

muestra la posibilidad que tiene todo espacio de llevarse a la


excedencia con el daño más allá de la muerte, no únicamente
morir, no solo matar sino dañar –la huella irrepetible del
perpetrador sobre una humana materia plástica que recibe y
retiene lo hecho– de las formas más atroces e inéditas hasta
su momento impensadas para el espacio mismo. Porque:

Todos somos vulnerables, esto es, al pie de la letra, heribles,


porque la vulnerabilidad de nuestros cuerpos singulares,
expuestos el uno al otro, constituye la condición humana
que nos pone en común pero dejándonos distintos. La tra-
gedia de nuestro tiempo está justamente en las horribles cir-
cunstancias que nos obligan a percibir esta condición bajo
la forma específicamente de su ultraje. Según las zonas del
planeta, tales circunstancias pueden ser geopolíticamente
diversas y variablemente intensas, pero la condición humana
ultrajada es de todas formas la misma.22

El planeta, el mundo no es entonces más un mundo posible


de vida, «mundo de la vida», antes bien, es la excedencia
inagotable de la destrucción de la humana condición. Ante
esta excedencia, Jean-Luc Nancy afirma:

Esta tierra lo es todo, menos un legado de humanidad. Es un


mundo que no logra hacer mundo, un mundo enfermo de
mundo y de sentido del mundo. Es una enumeración –y de
hecho solo emerge aquí el número, la proliferación de estos polos
de atracción repulsión. Es una lista interminable– y de hecho
todo sucede como si nos limitáramos a formularla, en una con-
tabilidad que no arroja el menor balance. Es una letanía –es
decir, una oración pero de puro dolor y de puro delirio, esta
protesta que sale a diario de la boca de millones de refugiados,
de deportados, de asilados, de mutilados, de hambrientos,

22
Adriana Cavarero, Horrorismo… op. cit., p. 14.

43
nuestro espacio doliente

de violados, de ejecutados, de excluidos, de exiliados y de


expulsados.23

¿Es esta la patencia de un mundo que es solo este y no


otro mundo, expuesto, obsceno, sin otra posibilidad
que la de ampliarse como territorio sin lugar, en el que
enumeramos –porque no podemos designarlos– grupos,
enemigos, armas, identidades, culturas, economías, sin
poder justificar cuándo y hasta dónde se puede aplicar la
fuerza desmedida, el control disimulado? ¿Será necesario
mantener la idea de mundo como un lugar de habitación,
creado, mantenido, heredado, cuando lo que se exhibe
es la mundialización económica que siguió a la mundia-
lidad colonial? Un territorio interrumpido sin cesar en su
habitabilidad, ¿qué nombre podría asignársele? Una tierra
in-vivible, una tierra no territorializable porque cimbra,
sacude y derriba la existencia: de la tierra ahí no queda
nada, únicamente queda el a-terrado, el sin-tierra para vivir,
el sin-paz que tendrá que mantenerse en permanente huida
de sí. Después está la idea del globo, de la globalidad y la
aglomeración de flujos financieros, de estándares políticos,
de la propagación de normas, técnicas, saberes, de la preten-
ciosa uniformidad metageofísica (virtual, vertical, galáctica)
que contrasta con esta interrupción de lo concreto, singular
del espacio-tiempo barrido por el desasosiego, cavada por
las fosas, erosionado por las armas.
Lo que señalamos es que detrás de la universalidad como
posibilidad de acto para toda situación humana dable, de la
mundialidad como idea de expansión territorial, de la mun-
dialización por la economía rapaz y la globalización como
la abstracción total de la geofísica, encontramos la violencia
como hecho singularizado no sobre un periodo, no sobre el

23
Jean-Luc Nancy, Ser singular plural, Madrid, Arena Libros, 2006,
pp. 11-12. (El subrayado no es del autor.)

44
VIOLENCIA Y FRAGILIDAD HUMANA

mundo o el globo, sino sobre este ser de cada cual que puede
ser cualquiera de nosotros.
Esta intensificación y propagación de actos violentos,
ejercidos y padecidos de uno(s) a otro(s), no nos exime y sí
nos exige emprender la búsqueda de una comprensión de la
violencia que deconstruya la supuesta relación invariable de
causa-efecto; para que en su deconstrucción se neutralice y
desactive el dispositivo que hace imposible pensar el acon-
tecimiento del dolor y sus consecuencias simultáneas, en
este espacio en donde nos hacemos espacio para existir, para
exponer nuestra existencia. En este territorio de encuentro
y roce, lo que sabemos ahora es que la intensidad e imper-
sonalidad de la violencia, las cotas de crueldad que operan
en los actos de violencia por el control o la ganancia, hacen
desatinado cualquier discurso que justifique o glorifique las
acciones.
Estamos ante una historia sin gloria, ante su furia desnuda,
ante la acción que no co-opera, que no genera nada sino
que devasta: no hay aquí violencias emancipatorias ni fun-
dantes de poder, ni metafísicas negativas de la violencia y lo
humano, o contraposiciones de civilización y barbarie; hay,
se muestra y se da en actos diversos, la propagación violenta,
contagiosa, aleatoria y también precisa, metódica y racional
que hace mella en la vida singular de cada uno de noso-
tros.24 Estamos ante una transformación temporal que en
las formas de la violencia repercute en una diseminación, no
correspondida con las experiencias categoriales filosóficas,
tanto ontológicas como afectivas, pertinentes que comple-
jicen y evidencien las relaciones de fuerza y sus agentes, sus
pacientes y sus lamentos neutralizados por reflexiones que

24
Véase Arturo Aguirre, Primeros y últimos asombros. La filosofía ante
la cultura y la barbarie, México, Afínita, 2010, disponible en http://
es.scribd.com/doc/298921629/Primeros-y-u-ltimos-asombros

45
nuestro espacio doliente

afirman de la violencia actos sin actores, armas sin operarios


y violencias ni secuelas.
Reflexionemos que toda violencia en el territorio de
encuentro, la violencia en el espacio común, acontece como
un conjunto de factores, elementos, acciones, actores, víc-
timas, instrumentos, consecuencias, que se dirigen en su
empleo o amenaza, latencia de su ejecución, con una fuerza
dañina para intervenir, alterar, obligar, controlar, organizar,
jerarquizar y o usar disposiciones y posicionamientos de
individuos en el espacio compartido, sea este de reunión o
tránsito, que promueve o provoca heridas corporales y dolor
en aquellos a quienes se dirige la violencia deliberada.
Un acto de violencia, por tanto, no se cualifica primera-
mente por sus razones, sus finalidades o el marco de procesos
en el cual se inserta –si bien la inclinación de ciertos teó-
ricos, aun en un ambiente de hostilidad creciente y crueldad
intensa, como en México, es hablar de violencias justificadas
desde teorías del derecho, la política, la revolución, la libera-
ción (que albergan el tufo tan emancipatorio como mesiánico,
propio de intelectuales poscolonizados)–; como tampoco se
hace por la consideración de la energía, fuerza, la aceleración
del proceso o la materia a la que se aplica; o por medio de la
consideración jurídica en la violación de la ley o política en
la violación de la regularidad de las relaciones institucionali-
zadas y legitimadas. Todos estos criterios suponen procesos,
fuerzas o participaciones, pero lo que queda fuera del centro
de indagación y del criterio correspondiente es la reconside-
ración del espacio en el que la violencia tiene, encuentra o se
hace sitio: no existe la violencia vacía; es el dolor, el doliente este
y no otro, el que revela la cualidad concreta, desigual e imposible
de intercambio o reemplazo del fenómeno violento.
De ahí que una investigación teórica que aspire a tasar
sus límites y alcances entre tanto a-terramiento deberá per-
cibir la violencia en toda su crudeza, es decir, en todas sus gra-
vedades, pesos y trayectorias; tendrá que remontarse más allá

46
VIOLENCIA Y FRAGILIDAD HUMANA

de cuerpos de sílabas, fonemas, gramemas (amigo/enemigo,


guerra/paz, pulsión/agresión…) para comprender, reite-
remos, la fragilidad humana en su singularidad de cuerpos,
no solo mortales, no solo vulnerables, sino desigualmente
dañados por la acción de la alteridad aquella que tanto gustó
al siglo xx teorizar.
Porque, distintamente advertido, lo que singulariza a
la fuerza, al poder, al control, a la agresión no sería, luego, el
cálculo de la interacción simétrica entre dos objetos, intereses
o intenciones, tampoco la justificación del uso (in)debido del
exceso de fuerza bajo ciertas circunstancias; sino que la sin-
gularidad es constituyente en la implicación de la violencia
esta: se trata del daño ocasionado a, en, contra un ser sin-
gular, irrepetible en su existencia, localizable en su espacio,
en suma, vulnerado en su ser expuesto.25 Visualizamos que la
manifestación mántrica de los eventos, datos y números sobre
la violencia permite señalar un horizonte contemporáneo de
violencias ininterrumpidas sobre un mundo, interrupto, dis-
continuo e incomprensible como mundo; sin embargo, ese
señalamiento insistente al que estamos expuestos, esa indi-
cación de escenas, lugares, cantidades, masacres, exterminios;
esa simultaneidad de datos no permite, es más, impide, la
comprensión de lo que ahí está aconteciendo. Son espacios de
terror singularizados por acontecimientos irrepetibles: una
onto-territorialidad rota en la medida en que se ha dañado

25
Porque en realidad, parece que el cuerpo no ocupa un lugar ni
el hombre un puesto sino es como lo expuesto. Lo que somos, esta
exposición, no se trata, ni se concentra o irradia desde el pecho, el
cerebro, ni en oscuras categorías afenomenológicas como espíritu,
mente, consciencia o alma. Por ello mismo no puede haber una onto-
logía del cuerpo, porque precisamente toda ontología presupone todo
este que somos. El cuerpo, si se insiste en este término, es el ser de la
existencia en el espaciamiento de su ser. No acontece mi presencia
como expresión de mi cuerpo, sino como ser yo este ser expuesto, tan
expuesto como usted, como tú.

47
nuestro espacio doliente

(aniquilado, desaparecido, eliminado o exterminado) el con-


tacto de singularidades.
Si podemos comprender este lado problemático, entonces
la filosofía, no sería, pues, la reflexión sonámbula de una
generalización hueca sobre la violencia; pero ello sí enfatizará
de manera completamente distinta lo que está en el fundus:
esta fragilidad, individualidad y exposición se singulariza
en cada acto, en cada acontecimiento porque hiere y mata a
cada cual.
Desde ahí que una comprensión fundamental no podría
pretender el análisis de eventos tan diversos en sus causas y
efectos, en sus actores, alcances y modos de proceder ante un
periodo cuyo daño humano a humano se imbrica en un entre
inidentificable de procesos bélicos, actos terroristas, crimen
organizado, explotación económica, criminalidad cotidiana,
patrones socioculturales de jerarquización y sometimiento,
regulación política y un largo etcétera. Sin embargo, habrá
de aclararse que la inmediata denuncia o reconocimiento de
un periodo de violencias inéditas es limitada en cuanto no
logra señalar los principios ontológicos, morales y episte-
mológicos26 que impiden o se coimplican con la simulación
de la violencia como insoslayable, justificable bajo diversos
marcos interpretativos y necesaria como componente de la
praxis humana en la más virulenta actualidad.
Posiblemente llegue el momento en que no se trate
de hablar más de la violencia o las violencias, reiterando la
inercia histórica de la ficcionalización teorética, no más de
la violencia o el dolor; sino del violento, el doliente y sufri-
mientos, al retirar la concreción real, sí, mortal, vulnerable,
geo-temporal de cada quien, que choca, sacude y vulnera la
acción orientada deliberadamente (y por ello mismo evi-
table) a tal propósito.

26
Véase Eduardo Subirats, «Violencia y civilización», Filosofía y tiempo
final, México, Afinita, 2014, p. 72.

48
VIOLENCIA Y FRAGILIDAD HUMANA

Ahora, ¿cómo hemos de enunciar, cómo nos la vamos a


ver con la agitada y creciente pluralidad epidémica, creciente
y constante de las violencias? A esto habrá que sumar lo que
acierta Adriana Cavarero:

Equívoca e incierta, la situación es lingüísticamente caótica.


A nombres y a conceptos, y a la realidad material que
querrían designar, les falta coherencia. Mientras en formas
siempre más crueles la violencia […] se hace global, la
lengua se muestra incapaz de renovarse para nombrarla y
tiende, más bien, a enmascararla.
Como es obvio, los nombres no cambian la sustancia de
una época que ha llegado a escribir [no solo] el capítulo más
largo y anómalo, sino más repugnante en la historia humana
de la destrucción. Tampoco la cruda realidad de cuerpos
destrozados, desmembrados y quemados, puede confiar su
sentido a la lengua en general o al sustantivo en particular.27

Delimitar la pretensión de significar una época, un mundo,


un tiempo –si es que alguna vez llegamos a señalar lo que
ellos quieren decir en su abstracción misma– que recono-
cemos a cada momento como violento; pero que no alcan-
zamos a revelar en la signatura de los dolores y sufrimientos
que no preexisten por condición a lo violento, sino que son
generados en y por este; revelarse, sublevarse o desmarcarse
de la instrumentalidad de horizontes discursivos que en su
pausada metamorfosis no alcanzan la agitada conversión
que adquiere el acto y el daño: un revolutum de innom-
brables, inenarrables e inefables formas que contrastan
entre la capacidad de exposición mediática del hecho y
la incapacidad comunicativa de lo hecho unos a otros.
Todo lo cual se suma a una tradición lógica imposibilitada
para brindar modalidades discursivas a la expresión sonora,
phoné: ausencia y descuido históricos de la evidencia de

27
A. Cavarero, Horrorismo… op. cit., p. 17.

49
nuestro espacio doliente

un ser vulnerable y que en su expresión doliente parecía


no señalar contenido, forma, norma o axioma alguno; sino
la muestra de una fragilidad radical, expuesta y expresa,
aunque por ello mismo se le considerase: animal, preteó-
rica, antipolítica.28
De tal forma, la consideración crítica de la violencia, no
solo sintomatológica y diagnóstica,29 es antecedida por una
disposición atenta en tres finalidades: i) visibilizar las formas
de la violencia como actos inaceptables, injustificables por
sí mismos, por cuanto al daño que generan con los recursos
consolidados en la historia y otros emergentes bajo dispo-
sitivos y nuevas tecnologías; ii) nombrar con las categorías

28
Esta declaración de una expresión sonora debe rastrearse en la
Metafísica de la expresión de Eduardo Nicol, en la crítica histórica
que hace del desarrollo, estructura y fundamentos de una metafísica
de la razón que omitió el constituyente de la expresión, de la capa-
cidad comunicativa, no solo significativa, por cuanto la relación de
la consistencia ontológica de la realidad y la aprehensión racional:
«En la medida en que el logos se purifica, dentro de una metafísica
de la razón, en la misma medida deja de ser para el filósofo lo que sin
duda es y nunca deja de ser: esencial comunicación. El logos, en teoría,
tiene que despojarse de su facultad expresiva para servir a la verdad y a
la ciencia. El despojo concluye en una lógica formal. Verdad y expre-
sividad parecían incompatibles». (E. Nicol, Metafísica de la expresión,
México, fce, 1989, p. 14.)
29
La distinción entre criterios y síntomas la retomo como una suge-
rencia de aproximación de Jesús Padilla: «Mi acercamiento al pro-
blema pasa, sin más rodeos, por distinguir los criterios de los síntomas»
(J. Padilla Gálvez, «Cambio social y terrorismo», en Olga Belmonte
García (coord.), Pensar la violencia, la justicia y la libertad, Madrid,
Biblioteca Comillas, 2012, pp. 348-349). El síntoma, teóricamente
hablando en este caso, remite a la relación entre el fenómeno y la
percepción teórica del hecho; mientras que el criterio pertenece a
estructuras de análisis que ponderan al fenómeno mismo. Sobre las
nociones de criterio y crítica véase Walter Benjamin, Crítica de la vio-
lencia, Madrid, Biblioteca Nueva, 2010, pp. 87-88.

50
VIOLENCIA Y FRAGILIDAD HUMANA

y criterios pertinentes el daño y la vulnerabilidad humana


del acto violento, y iii) generar una atención de extraña-
miento frente a toda violencia y representación hegemónica
para irrumpir en su normalización cotidiana, su virtualiza-
ción espectacular, su analgesia y los horizontes discursivos
de justificación y legitimización, así como la presupuesta
inevitabilidad de la ejecución de la violencia. Visibilización,
enunciación y extrañamiento no únicamente de prácticas
o estructuras sociales, de los prágmata de la violencia sino
también de teorías, hipótesis, tipologías y paradigmas del
fenómeno del acto violento; constituyentes, desde el punto
de vista de la violencia, que permitan, entonces, sí, clarificar
los eventos sociales, los instrumentos y actores.30
Se trata, por tanto, del análisis que habrá de desarrollarse
con un fuerte sentido de responsabilidad filosófica ante
la excedencia de los actos violentos, misma que muestra los
límites, consumaciones o incapacidades de nuestras con-
signas filosóficas contra violencia, de prescripciones de ley,
justicia, derecho, humanidad, universalidad, pánico, guerra
preventiva, terrorismo, fin de la historia. Porque, cierta-
mente, las formas que tenemos de enunciar la violencia han

30
Un problema tan evasivo y poco determinado como la violencia,
hemos mencionado, hace que desistamos de un empeño por com-
prender las circunstancias que han hecho posible un singular fenó-
meno violento, véase Eduardo González Calleja, La violencia en la
política: perspectivas teóricas sobre el empleo deliberado de la fuerza en los
conflictos de poder, Madrid, csic, 2002, pp. 16-19; este trabajo, más
propio del filósofo social, del politólogo o del sociólogo pretende, a
su vez, la interpretación de la estructura histórica en una sistemati-
zación de acontecimientos. Investigación cuanto más necesaria, pero
distinta de aquella que desde su disposición científica misma no pre-
tende sistematización alguna de acontecimientos, sino la mostración
del acontecimiento como tal: un acto que rompe las relaciones de
tiempo, espacio, alteridad, historia. El fenómeno violento, pues, se
desentraña como único, es decir, singular en su acontecer e imposible
de integrarlo a sistemas, estructuras.

51
nuestro espacio doliente

formado un crisol de precomprensiones que desvirtúan o


menosprecian la efectividad del fenómeno violento en su
extensión: el límite del golpe, la bala, el hierro, el fuego, la
explosión y también el exceso del daño, el llanto, el espacia-
miento: la existencia como roce, como hacerse espacio en el
mundo.
Por ello, en el centro del análisis del fenómeno de la vio-
lencia se encuentra la claridad ante la ausencia, la falta, el
incumplimiento de la teoría y o la consideración de la vio-
lencia frente a la condición humana; no solo de un lenguaje,
sino además, lo que ese lenguaje mismo oculta o desvirtúa:
el olvido, silencio y tergiversación de la singularidad de cada
quien, en su evaporación metafísica, social o histórica.
Así, más que una tarea interpretativa o de arqueología
conceptual, el punto neurálgico de un trabajo necesario
como el que pensamos es el de dar a la evidencia lo que
ahora se brinda a la partición del dato: por un lado el evento
y su despliegue de fuerza; por otro, la estructura y sus cir-
cunstancias, por otro más, el número y su normalización.
Esto reclama la deconstrucción y reconfiguración de nues-
tras comprensiones de los actos violentos más allá del límite
del evento y la historia, de la relación entre la violencia y la
cultura, que podrían configurar una fantasmagórica criterio-
logía de la violencia, que nos pide ceder la singularidad ante
la universalidad, la uniformidad o la enumeración. Habrá
que cuestionar «el origen, fundamento y límites de nuestro
aparato conceptual, teórico o normativo»31 en lo concer-
niente a la violencia, que nos muestra la desproporción, el
exceso y la inadecuación de la filosofía ante lo que puede
hacerse con y contra la singularidad expuesta de cada cual.

31
Tomo en préstamo la expresión de Derrida en relación con la
deconstrucción de la justicia, llevándola a la deconstrucción de la
violencia. Véase Jacques Derrida, Fuerza de ley. El fundamento místico
de la autoridad, Madrid, Tecnos, 1997, p. 44.

52
VIOLENCIA Y FRAGILIDAD HUMANA

Esto remite a aceptar los límites propios de la filosofía,


y también la excedencia de las prácticas concretas, de sus
secuelas evidentes. Porque, en verdad, gran parte del dolor
y sufrimiento que soportan las cantidades anunciadas en
las estadísticas no es fruto del azar ni parte de la condición
misma: hay dolores propios de este ser-mortal (enferme-
dades, debilidades frente al entorno, pérdidas, por men-
cionar algunos); pero hay también esas propias de ser-vul-
nerable como son el dolor y sufrimiento que se originan
por la acción deliberada, calculada y promovida en actos,
mecanismos, dispositivos que ponen al centro de su alcance
y destrucción la finalidad de infligir daño a individuos desar-
mados, individuos y colectivos que lo último que persiguen
es hacerse matar por el otro, pero que han sido dis-puestos
a la vulnerabilidad bajo los presupuestos estatales de segu-
ridad, salvaguarda y o monopolio de la violencia en pro del
bien de la comunidad.
Finalmente, una posible reforma de la filosofía ante el
número, el exceso y la furia que vivimos en la actualidad
conllevaría pensar el fondo –y por ello mismo el límite– de
todo acto violento; una desactivación de recursos y discursos
que enturbian o reducen nuestra comprensión a abstrac-
ciones discursivas; una denuncia, asimismo, de la violencia
que mata, desaparece e inflige dolor en el espacio común;
llevará ello a pensar no solo la física de la violencia sino
también la fenomenología de su acontecer. Estas no son inno-
vaciones requeridas del pensamiento, se encuentran en la
historia de la filosofía misma como medidas para confrontar
la razón que crea razones frente a actos violentos que pro-
ducen muertos como parte de los procesos sociales, culturales
o globales económicas.
La reflexión que comienza desde la fragilidad humana
(exposición, vulnerabilidad, dolor y sufrimiento) para
el estudio de la violencia, asimismo, atiende a la carencia
de un pensar que en su centro mismo neutralizó al dolor

53
nuestro espacio doliente

y al daño con categorías afenomenológicas como cuerpo,


alma, sustancia, comunidad.

***

De esta manera, una filosofía que piensa la violencia revo-


luciona, insistimos, teóricamente los presupuestos onto-
lógicos, epistemológicos y éticos desde la reforma de la
fragilidad humana y el cuerpo doliente, alterado inde-
seablemente con la interacción deliberada, evitable, que
el otro propicia en una agencia de fuerza excesiva. ¿Será,
entonces la fuerza o el dolor, o la fuerza y el dolor lo que
distorsionan la relación y su carácter performativo de la
espacialidad afectiva que llamamos espacio doliente?
No hay más tiempos de paz ni límites de la historia, se
ha roto con la Modernidad y sus anhelos artificiales: la paz
ilustrada como la armonía de las fuerzas o la paz como la
neutralización de toda fuerza; vivimos, cómo negarlo, un
periodo de violencias inéditas.32 Pretender un discurso anal-
gésico y anamnético es parte de esos otros marcos de trabajo,
horizontes referenciales o dispositivos lógicos que crean (a
sabiendas o no) complicidades de inconciencia e invisi-
bilidad. De tal manera, ni la filosofía ni el filósofo eligen
más temas o problemas con diletantismo refinado con base
en lecturas y terminajos en otras lenguas; al menos no si
para el oficio de filósofo se pide la manera de vérselas con
la realidad y, aunque cuesta aceptarlo, es esta la realidad que
también con sus creaciones, beneficios, facilidades, concreta

32
En el primer decenio del siglo xxi Hobsbawm afirmaba lo siguiente
en el capítulo arriba citado: «en el siglo xxi la guerra no será tan
sangrienta como lo fue en el siglo xx, pero la violencia armada,
que dará lugar a un grado de sufrimiento y a unas pérdidas despro-
porcionadas, continuará omnipresente y será un mal endémico, y
epidémico por momentos, en gran parte del mundo. Queda lejos la
idea de un siglo de paz». (Guerra y paz en el siglo xxi, op. cit., pp. 39-40.)

54
VIOLENCIA Y FRAGILIDAD HUMANA

su óntos mismo con la desterritorialización, la interrupción,


la amenaza, el pánico, el terror. Esto también podría dar
una orientación del porqué cada día adquiere entonación
mayor no solo la red social, el mundo global, el espacio
sideral, la virtualidad y su enajenación del dispositivo móvil,
ideologías que replantean en la mixtura indiscriminada la
metempsicosis, la ciencia y sus mundos paralelos, así como
la evasión temporal, peregrina, de este mundo. No obstante,
fenomenológicamente, vivimos día a día en este territorio,
en esta horizontalidad barrida, una verticalidad cavada y
este ser-espacio, ante eso la filosofía no podrá claudicar al
mantener la idea que es posible, con todo, reformar la vida,
contener la fuerza de inercia, resistir la normalización justifi-
cadora y orientar la acción.

55
DE la FUERZA FÍSICA A LA ESPACIALIDAD
DEL TERROR

Sabíamos ya que la fuerza es física. Tanto lo es que su


magnitud vectorial puede medirse con distintos valores
en la intensidad del intercambio de momento lineal entre
dos partículas o sistemas de partículas. Así, las magni-
tudes pueden ser definidas en relación con las unidades
de cantidad newtonianas para medir un patrón de movi-
miento, la longitud, intensidad y el cambio que el agente
puede modificar por la aplicación. Por tanto, la defini-
ción clásica afirma que «la fuerza es una acción suscep-
tible de modificar la cantidad de movimiento de un punto
material».
Entre estas agencias y magnitudes un sistema de partículas
extraordinario no solo hace fuerza, sino que diversifica su
fuerza como un «es-fuerzo» permanente para modificar cua-
litativamente aquello que lo delimita, esto es: calcula, varía,
altera, calibra y perfecciona la intensidad y la secuencia del
intercambio. Entonces la medición mecánica de la fuerza
ya no basta, porque resulta inquietante y problemática esa
existencia humana: extraordinaria, esforzada y afanosa que
extiende los límites de lo que puede modificar y movilizar.
Pensemos por un momento en la posible definición de la
violencia como la aplicación excesiva de la fuerza deliberada
e intencional por parte de un agente singular que se vincula
en variación continua con otro, en contacto de diferentes
maneras, bajo exposiciones de fuerza reguladora, jerarquiza-

57
nuestro espacio doliente

dora de relaciones o que tiene en sí la capacidad de mover a


un otro al que se le fuerza para hacer, ceder o cesar su propia
iniciativa de acción.33 Advirtamos que esta definición de
la violencia es asumida aquí como una definición física de la
misma, y aunque logra evidenciar la especificidad humana
de lo violento en la deliberación e intencionalidad, y enfatiza
la distancia así como el espacio, lo mismo que la aceleración
de un proceso de regulación o sometimiento, en ella no nos
es posible advertir la consideración ontológica del daño y
el dolor que todo acto de violencia, indistintamente de su
motivación o justificación, inflige. Esto lo formulamos desde
la evidencia de la diseminación de la violencia actual. O sea,
una expansión de violencia sin fin en su exceso, dispendio
y alcance total que se ha ajustado a realidades también his-
tórico-culturales, no solo sociales; que exigen a todo teorizar
que tiene por objeto de sus reflexiones al ser, al mundo y a
la acción humana.
Debemos subrayar que el problema frontera que la vio-
lencia genera, hace patente la pertinencia de la interroga-
ción filosófica sobre el daño, puesto que hemos de tasar los
marcos de especificidad teórica, en cuanto a los recursos con
los que contamos para saber qué podemos o no decir sobre
este problema.34
Ello implica someter a interrogación filosófica un pano-
rama colmado de consabidos, mismos que han dejado de
lado consideraciones que nos permitirían inteligir y par-
ticipar de manera más apropiada en la discusión que han
tomado las directivas de salud, acciones policíacas o teorías

33
Eduardo González Calleja, La violencia en la política: perspectivas
teóricas sobre el empleo deliberado de la fuerza en los conflictos de poder,
Madrid, csic, 2003, p. 13.
34
Véase Lorenz Puntel, «Filosofía y violencia», en Olga Belmonte
(coord.), Pensar la violencia, la justicia y la libertad, Madrid, Univer-
sidad Pontificia de Comillas, 2012, p. 19.

58
DE la FUERZA FÍSICA A LA ESPACIALIDAD DEL TERROR

políticas. La pertinencia del pensar filosófico adquiere rele-


vancia en este sentido. Pero, ¿cómo puede ser problema filo-
sófico una situación devastadora como la violencia pública
del espacio común? No cabe duda de que la violencia es una
categoría sociohistórica muy escurridiza, y que las diversas
perspectivas de análisis no han sabido, hasta ahora, dar una
explicación empírica verificable a todas las posibles manifes-
taciones. Así, afirma Derrida:

Quizá a la limitada autonomía conceptual y a la problemá-


tica caracterización teórica de la violencia, las ciencias socia-
les no se han ocupado de ella en sí misma, sino que la han
presentado como un factor secundario anejo a las nociones
de agresividad (en el caso de la psicología), el cambio social
y el conflicto (dos de los temas centrales de la teoría socio-
lógica) o la revolución (un paradigma esencial de la ciencia
política). Su examen se ha abordado desde niveles analíticos
de carácter sistemático, intermedio e individual; se ha estu-
diado desde la perspectiva general del sistema en el que se
insertan los participantes (funcionalismo, marxismo) o des-
de uno de los lados implicados (frustración=agresión, pri-
vación relativa, elección racional). Ha sido piedra de toque
para contrastar las interpretaciones conflictuales del sistema
social […] con las consensuales.35

Entre estas divergencias, sugerimos para la filosofía la


vía teórica desde la fenomenología de la violencia, que
atienda a sus elementos constituyentes y a sus estructuras
constantes, pues se ve que no podemos limitarnos única-
mente con definiciones físicas de la fuerza ni con variantes
psicológicas, sociológicas o políticas que ha ido adqui-
riendo la violencia en sus manifestaciones históricas. La
cuestión sobre la violencia, por cuanto acto violento y
sus repercusiones ontológico-existenciales, ha de hacerse

35
Ibid., pp. 65-66.

59
nuestro espacio doliente

visible en su datidad misma, esto es, diáfana hasta donde


la manifestación misma posibilite en su radical manera
de exponerse.
Remitamos aquí a la idea de que dia-phánes comparte la
misma raíz griega de luz que el término phainomenon. En
realidad lo diá-fano es lo trans-parente. El prefijo latino y
castellano de trans- es equivalente al griego diá- pues ambos
envuelven la noción de un movimiento, «un a través de», una
acción que pone en evidencia no solo a lo manifestado sino,
simultáneamente, al manifestante.36
Lo que quiere expresarse es que un análisis filosófico
sobre la violencia debe mantener la visibilidad de la acción,
la estructura y los factores, es decir: la temporalidad y ace-
leración, la latencia y la amenaza; la fuerza y su finalidad; la
desmedida y su imprevisibilidad de contagio violentos; así
como las repercusiones de ese acto en el cuerpo, el espacio,
daño, la voz, el dolor, y, en fin, la dis-locación de la existencia.
Porque, a final de cuentas, atentos al número y a la esta-
dística, o a la medida del newton y el recuento de muertos,
no hemos sido capaces de replantear en México la pregunta
que interroga ¿qué relación guarda la violencia con la fra-
gilidad humana a través del daño y el dolor producidos?
Puede ser que no hemos encontrado las rutas para formular
las preguntas que más allá del informe sometan a reflexión
filosófica la intensa escalada, es decir, la descarnada y sangui-
naria intensificación de la violencia en el espacio público que
llamamos territorio nacional.
Esa frontalidad de lo violento, ese horizonte de excesos y
sus consecuentes sufrimientos, precisa de la problematicidad
que identifique críticamente cómo es que aquellas formas
de violencia, hasta hace tiempo imprevisibles, disconti-
nuas o duraderas, conviven con aquellas otras organizadas,

36
Cf. Eduardo Nicol, Crítica de la razón simbólica, México, fce,
1982, p. 174.

60
DE la FUERZA FÍSICA A LA ESPACIALIDAD DEL TERROR

reguladas e instrumentales con prolongada duración, y que


todas ellas, unas y otras, otras y todas, se han hecho un lugar
en el reconocimiento normalizador bajo discursos sociales
de percepción común, o bajo concepciones histórico-filosó-
fico emancipatorias o de regulación dialéctica bajo miradas
resolutivas de glorificación de las muertes y el sacrificio de
colectivos, así como interindividuales. Horizontes discur-
sivos, en suma, de invisibilización y opacidad en los orígenes
y alcances de lo violento.
Pensemos que aquella escalada de violencia, o sea, este
esfuerzo cada vez menos interrumpido en su exceso y des-
precio hacia la vida misma, desterritorializa: nos vuelve eva-
sivos de todo encuentro, temerosos en un espacio difuso en
constante pánico que se concentra en la aparente seguridad
del arma personal, del suburbio bunkerizado, o de la ciudad
videovigilada.
Transparentar en la comprensión a las manifestaciones
violentas, así como analizar el origen y el principio de la vio-
lencia, sus causas, sus medios y sus finalidades, es un ejer-
cicio de reflexión crítica, no de acción resolutiva inmediata;
pues como señalan Virilio y Sofsky, la racionalización de los
procesos en la ejecución de la violencia ha acelerado su efi-
cacia y ha acentuado su eficiencia. Así, Virilio:

Hoy se impone la tercera –y sobre todo la cuarta


dimensión– [anteriormente Virilio ha hablado de la
«masa» y la «energía»], con la información y su velocidad de
comunicación instantánea. De allí este repentino cambio
en el que la infowar aparece no solo como una «guerra de
los materiales», sino sobre todo como una guerra contra
lo real; una desrealización por doquier en la que el arma de
comunicación masiva es estratégicamente superior al arma
de destrucción masiva (atómica, química, bacteriológica…).
Así, luego de las «astucias de la guerra», los camuflajes y las
tretas susceptibles de engañar al adversario, repentinamente
se produce la aceleración de la realidad, el movimiento de

61
nuestro espacio doliente

pánico que destruye nuestro sentido de la orientación, dicho


de otro modo, nuestra visión de mundo.37

Estamos, queramos o no, ante una transformación


temporal que, en las formas de la violencia, repercute en
una diseminación no correspondida con las experiencias
categoriales; y a lo cual se suma, ahora, la tecnologización
armamentística. Aquí la voz es de Sofsky en su Tratado
sobre la violencia:

La mecanización de las armas hace cada vez más superflua la


violencia del individuo. La fuerza, los sentidos y los pensamien-
tos del individuo han pasado a los sistemas automáticos.
El hombre ha delegado en el artefacto la violencia de que
es capaz su cuerpo. Lo que había comenzado siendo una
ampliación activa del cuerpo [el arma] termina con la inde-
fensión total del cuerpo.38

La violencia como fenómeno y la reflexión sobre el dato


mismo de las formas de la violencia, no solo sobre sus
narrativas o la fría indicación de sus efectos, abre un hori-
zonte de problemas cruciales para la compresión de lo
humano en los tiempos actuales, y apunta directamente
a aquello que la fenomenología en todo el siglo pasado
señaló directamente: la irreemplazabilidad, lo insustituible
de cada cual y, por ende, la pasmosa evidencia de que
cada acción violenta cosifica, elimina y priva de espacio al
espacio de la existencia, arranca del mundo.
Sobresale aquí la relación de la violencia con el dolor,
lo que hace que el dolor sea dolor en lo que el acto vio-
lento promueve; mejor dicho, no el dolor en neutro sino los
37
Paul Virilio, Ciudad pánico, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2006,
p. 43.
38
Wolfgang Sofky, Tratado sobre la violencia, Madrid, Abada, 2003,
p. 32.

62
DE la FUERZA FÍSICA A LA ESPACIALIDAD DEL TERROR

dolores infligidos de unos hacia otros con intención de daño.


Mejor todavía, no los dolores sino el doliente ante la vio-
lencia. Todo sucede en este ser doliente que se sabe cuerpo,
mejor dicho, se sabe su espacio que el otro interviene, que el
otro trayecta y vulnera, generando un presente, un instante
doloroso que urge e incita a detener el padecimiento frente
a lo que lo causa. Porque el dolor tiene el poder de someter
la vida, la astringencia de todo espacio a la atención total
de la afectación y la afección dolorosa; porque este dolor
hace un allí, intenso, doliente, en donde antes asumíamos
una espacialidad dada por sí, sin dolencia y sin violenta
advertencia: dolor como una oquedad que elimina espacio,
tragando espacios.
Quizá frente al dolor y lo que lo ocasiona (el daño), el
mundo, así como la vivencia, entonces, se concentran en
el punto doliente de este mi cuerpo, este dolor invasivo
que quiebra el curso y la situación global de mi existir: una
rotura de la secuencia del estar aquí y ahora en la hegemonía
del dolor infligido.39
Así lo menciona Agustín Serrano de Haro: «El dolor se
apodera de la atención sin petición previa de préstamo o con-
cesión, y es que el dolor mismo la arrastra hacia el lugar del
sufrimiento sin pedir apenas alternativa […]. Se repliegan las
delimitaciones conocidas del existir, sus zonas, sus relieves,
para compactarse a una zona afligida».40 Una zona que emplaza
no a un dolor sino un xorá doliente: no un espacio extendido
sino un espacio sin extensión; esto es: un no-lugar, por cuanto
irreferido e inhabitable en el que acontece la imposición al

39
Véase el extenso estudio sobre el dolor de Elaine Scarry, The Body
in Pain. The Making and Unmaking of the World, New York, Oxford
University Press, 1985, p. 28 y ss.
40
Agustín Serrano de Haro, «Atención y dolor. Análisis fenomeno-
lógico», en AA.VV., Cuerpo vivido, Madrid, Ed. Encuentro, 2010,
p. 139 y ss.

63
nuestro espacio doliente

dolor. Para comprender este no-espacio habría que repasar


el vacío y el intervalo atomista de Demócrito y el espacio
como xorá en Platón.41
Pero hay ese otro espacio.42 El lugar compartido. Se trata
del espacio común en que acontece la violencia y que habrá de
contar con la meditación sobre dolor, con las relaciones y aristas,
no únicamente en el sujeto doliente inmediato, sino también
en la estela de dolientes que nuestras relaciones amplían
por nuestros nexos sociales y humanos. Un espacio deses-
paciado, sin lugar ni dónde. Entiéndase aquí espacio común
como la experiencia de la apertura y la vinculación, el acto
de la relación; experiencia porque no existe el espacio público
sin que sea una instancia en cuanto punto de encuentro y
exposición. Lo contrario son las fragmentaciones atrofiadas
por el aislamiento de los individuos y la deprivación de
ellos como generadores de su espacio en cuanto su experiencia
compartida.

***

De esta manera, por principio, delineamos que la violencia


es un problema filosófico, referido a un fenómeno especí-
ficamente humano (la violencia se instituye y diversifica,
en su modo de exposición y actuación) y, en tanto tal,
sometido a las variantes históricas que se determinan en los
procesos de comunidad: en su espacialidad, temporalidad,
ordenación y regulación; pero también en sus constancias,
en las huellas que se siguen unas a otras. Entonces, filo-
sóficamente, ¿a qué dimensión nos lleva la irreemplazabi-

41
Véase Keimpe Algra, Concepts of the Space in Greek Thought, New York,
E. J. Brill, 1995, p. 15 y ss.
42
Véase Doreen Massey, «Geometrías del poder y la conceptualiza-
ción del espacio», disponible en http://iner.udea.edu.co/grupos/GET/
Seminario_Geografia_Perla_Zusman/7-Massey.pdf

64
DE la FUERZA FÍSICA A LA ESPACIALIDAD DEL TERROR

lidad de la violencia que se genera, aplica y extiende por


el espacio común?
Como se puede advertir, la idea de espacio común que
aquí sostenemos dista mucho de la noción de una exten-
sión homogénea e indiferenciada, un continente universal
de cuerpos físicos, en un continuo, ilimitado, tridimen-
sional y homoloidal; un espacio en el que la anchura, altura
y profundidad sean las cualidades comunes de ese espacio.
El espacio común que pensamos, a propósito de la violencia,
es ese espacio de la ontológica exhibición e inclinación
de «estar-en-relación-con».43 Este espacio, que él mismo es
tocable, es lugar, es tierra en donde se es como cercanía,
proximidad, fragilidad.44 Por ello, más que un espacio eucli-
diano o la afirmación trascendental, o un espacio constructi-
vista del idealismo, hablamos de espacio doliente que en su
transparencia confronta a la idea de un habitáculo vacío o una
realidad construida desde la razón sin objetos.
Antes bien, afirmamos el espacio como orientación,
abierto, claro en donde acontece el ser-lugar para la exis-
tencia. Un lugar, en fin, que no puede ser enteramente ajeno
a la existencia aunque no se astringe a esta. Entonces, se trata
de este espacio vivido como un lugar propio, un «modo de
estar en», en el cual la existencia se entrelaza con el espacio
como común y propio. Apropiado para vivir, de «ser-en-el
mundo», y remito aquí al autor de esta consideración
filosófica.45
Así, la violencia en y hacia el lugar común que es nuestro
haber y nuestro habitar –en donde somos– se comprende,
pues, desde la existencia intervenida e interrumpida por el

43
Cf. Jean-Luc Nancy, La comunidad desobrada, Madrid, Arena,
2001, p. 15.
44
Cf. Jacques Derrida, El tocar, Jean-Luc Nancy, Buenos Aires, Amo-
rrortu, 2011, p. 113.
45
Cf. Martin Heidegger, Ser y tiempo, Madrid, Trotta, 2009, §24.

65
nuestro espacio doliente

dolor ocasionado, en el contacto que busca regular, jerar-


quizar o aniquilar.

***

Al final, la violencia en el espacio común diseminada hoy,


esa que nos conmociona por su crueldad agenciada con
la voracidad propia del comercio y ganancia, de pose-
sión territorial y control del espacio, se trenza con el uso
técnico-racional de una fuerza, abierta o disimulada que
se ejecuta o es latente con la finalidad de obtener de un
individuo o de un grupo algo que no quiere consentir
libremente. Como fenómeno específicamente humano y,
en tanto tal, sometido a las variantes históricas que se
determinan en los procesos de comunidad, la violencia
se instituye y diversifica, en su modo de exposición y
actuación. Aquí la violencia emerge como un conjunto de
factores, elementos, acciones, instrumentos, cuya sinergia
en su empleo se dirige para intervenir y o interrumpir el
espacio común generando dolor en aquellos a quienes se
aplica la fuerza deliberada para la conquista, conservación
o mantenimiento de situaciones ventajosas del o los ejecu-
tantes de la violencia.
Atiéndase que la violencia, entonces, en este caso la vio-
lencia homicida que ha campeado en el espacio común en
este último siglo, no puede ser considerada bajo criterios del
fin y límite último de una individualidad irremplazable, sino
también de la consideración de una profunda vulneración al
valor absoluto-irreparable de la víctima y la huella del daño
que deja sobre la tierra, en la tierra o bajo la tierra.
Aquí, toda teoría crítica de la violencia se encuentra ante
una encrucijada en sus vías de aproximación. Dos maneras
de atención que parecen bifurcarse en el acto violento
mismo: la que atiende al ejecutante y, la otra, la que analiza al

66
DE la FUERZA FÍSICA A LA ESPACIALIDAD DEL TERROR

que recibe esa ejecución.46 El que ejecuta la violencia genera


el daño, como hemos mencionado, por una fuerza excesiva,
deliberada e intencional que debe ser analizada en sus causas,
intenciones e intereses. Pero, inmediatamente, la perspectiva
cambia si se atiende a aquel que recibe la violencia; aquí
la violencia adquiere las tonalidades de herida, testimonio,
víctima. Consideremos qué categoría nos permite pensar el
problema en su integridad: lo que proponemos es el espacio
doliente. Siguiendo a Sofsky:

Todos los hombres son iguales porque todos son cuerpos.


Porque todos son vulnerables, porque nada temen más que
el dolor en su propio cuerpo […]. La constitución de la
sociedad se basa últimamente en la constitución física del
ser vivo que es el hombre.
La violencia física es la demostración más intensa del poder.
Afecta directamente a lo que es el centro de la existencia
de la víctima: su cuerpo. Ningún otro lenguaje tiene más
fuerza de persuasión que el lenguaje de la violencia […]. La
violencia mantiene la presencia de la muerte, alimenta el
temor a la muerte.47

De cara a la vulnerabilidad del cuerpo, hoy día, y con el


desarrollo de la filosofía en el siglo xx, se asiente en la
sospecha de que los alcances de la metafísica ya no dan
de sí, al ver solo en el cuerpo violentado un mutismo,
un cuerpo inerte, un cuerpo mudo, acallado, nacido
el cuerpo después de ausentado el verbo, el alma, el
espíritu o en el cese de la actividad neuronal. Ahora, sospe-
chamos que en cuanto a nosotros, la relación violencia-
dolor/espacio nos exige repensar estas formas sobre el

46
Cf. Vittorio Bufacchi, «Dos conceptos de violencia», en Arturo
Aguirre y Anel Nochebuena, Estudios para la no-violencia I. Pensar la
fragilidad humana, la condolencia y el espacio común, Puebla, Afínita-3
norte, 2015, p. 15 y ss.
47
Wolfgang Sofsky, Tratado sobre la violencia, op. cit., pp. 9 y 17.

67
nuestro espacio doliente

ejecutante y el recipiente de la ejecución; porque lo que


está en disputa no es una manera de estar entre otras posi-
bles, sino el estar mismo del hombre frente a un mundo
desarticulado y sin capacidad de arraigo en tanto que
doliente, con la contracción del espacio a un allí de dolor.
La reconsideración del espacio común, entonces, desde
la violencia altera los imponderables políticos, ontológicos,
éticos y culturales que sostenían esas formas de asociarse y
disociarse, de prenderse y desprenderse que se habían enfa-
tizado en la historia. Porque todo acto de violencia afecta al
arraigo y manera de estar arraigado: esa acción de hacer del
espacio, de la tierra, algo vivenciable.48 Los actos violentos,
en su latencia o ejecución nos des-arraigan; porque ese
espacio, hoy espacio doliente, muestra una evidencia más:
que «todos somos matables» y debemos vivir a-terrorizados.
Desde el espacio doliente que ha generado la violencia en
México, nos encontramos ante la posibilidad, y la necesidad,
de cuestionar a la comunidad allí en donde se afirmaba lo
común; esto de cara al espaciamiento y al terror.49
El acto violento que mata nos descubre, nos exhibe,
la fragilidad de una existencia nuestra sin tierra y de un
espacio común que se vuelve una intemperie compartida: es-
pacio doliente por dolientes. Debemos pensar la comunidad,
el sometimiento, la nulificación de todo rastro de condición
humana, que integran ahora los actos de violencia homi-
cida, un umbral en donde todo puede pasarnos, en donde el
mundo, el cuerpo, la vida son alterados hasta perder sentido,
orientación, claridad en un espacio, sí, doliente, pero a la
par y cada vez más un espacio de terror, una deformación
de la existencia en lo «a-terrador». Precisamos, entonces, una
fenomenología de la violencia desde la existencia del aterrado.

48
Cf. Felix Duque, Terror tras la Posmodernidad, Madrid, Abada,
2005, pp. 15-17.
49
Sobre la violencia y el uso político del terror véase Ted Honderich,
Terrorism for Humanity, Londres, Pluto Press, 2003, p. 15.

68
LA VIOLENCIA EN EL ESPACIO
Y LA INTERRUPCIÓN

La filosofía tiene vocación de problemas, el filosofar mismo


que se desarrolla con rigor, objetividad, racionalidad y
sistema tiene un impulso, un motivo de interrogación.
Dicho impulso puede ser individual o colectivo, elegido o
forzado tanto por las presiones históricas como las preci-
siones teóricas de cada momento o de cada colectivo,
para dar cauce a asuntos suspendidos ante un conflicto
de conceptos y vitalmente afrontado que ha de ser cuali-
ficado como problemático. De esta manera, es de tomarse
en cuenta el énfasis y desarrollo que las categorías de la
comunidad y lo común han adquirido en filosofía, teoría
política, antropología y sociología, por mencionar algunas
disciplinas que han virado sus lineamientos y aproxima-
ciones teóricas en los últimos tiempos.
Particularmente, un sector importante de la filosofía
actual ha considerado preciso desactivar las categorías que
han desbordado la vida y hecho suyas las opciones en los
modos de ser que se nos ofrecen: ciudadano, consumidor,
elector, individuo, ser político, así como las figuras subjeti-
vizadas que nos asedian como el representado, mediatizado,
seguritizado o el endeudado.50 Porque lo que gravita de fondo

Estas tres figuras son retomadas del análisis que desarrollan Michael
50

Hardt y Antonio Negri en su libro Declaración, Madrid, Akal, 2012,


pp. 15-36.

69
nuestro espacio doliente

es si será posible pensar otras formas de ser de la comunidad,


o bien, otras maneras de hacer la comunidad. O mejor aun,
¿cómo habrá de delinearse la pregunta por la comunidad,
desde qué pauta o punto de lo común deberemos presionar y
precisar al problema de la comunidad misma?
Jean-Luc Nancy abrió la posibilidad de la «deconstruc-
ción de la comunidad» para analizar de una vez por todas
si la categoría comunidad resistiría el embate crítico de una
perspectiva inédita que no se postulaba ni desde el tiempo
ni la realización, es decir, ni desde la historia ni la finalidad,
sino en la «interrupción» y la singularidad plural que somos
cada uno, cada quien entre, contra, con otros. ¿La comu-
nidad puede resistir el des-obramiento de los otros? Porque
este es el fondo más evidente que la obra de comunidad se
ha resistido a ofrecer: que la muerte es constituyente, por
cuanto indisociable de lo común de la comunidad. Aconte-
cimiento primero y último en el que cada singular es y deja
de ser. El texto, hoy referente ineludible para autores como
Derrida, Agamben, Esposito, Rancière, se ha traducido al
español como La comunidad desobrada y en él se afirma:

Resulta preciso sospechar de la conciencia retrospectiva de


la pérdida de la comunidad y de su identidad (ya sea que
esta conciencia se conciba como efectivamente retrospecti-
va o ya sea que, despreocupada de las realidades del pasado,
se construya las imágenes por cuenta de un ideal o de una
prospectiva). Es necesario sospechar de esta conciencia ante
todo porque parece acompañar a Occidente desde sus ini-
cios: en todo momento de la historia ya se ha entregado a la
nostalgia de una comunidad más arcaica y desaparecida, a
la aflicción por una familiaridad, por una fraternidad y una
convivencia perdidas. […] La conciencia cristiana, moder-
na, humanista de la pérdida de la comunidad ha tenido, por
consiguiente todas las posibilidades de ser en realidad la
ilusión trascendental de una razón que sobrepasa los límites
de su experiencia posible, que es en el fondo la experiencia

70
LA VIOLENCIA EN EL ESPACIO Y LA INTERRUPCIÓN

de la inmanencia hurtada. La comunidad no ha tenido


lugar.51

Esta afirmación: «la comunidad no ha tenido lugar» ni


como nostalgia ni como aspiración sino como una ilusión
ilocalizable, esta afirmación, en suma, ha legado la aper-
tura de una pequeña vertiente sobre la comunidad, de un
estilo de pensamiento o, quizá mejor, de una perspectiva
para cuestionar a la comunidad presente ante dinámicas
globales para las que hay una línea directriz trazada.
La comunidad está sometida, de este modo, al cuestiona-
miento no solo del filósofo sino también de la interrupción
deliberada que masacres, exterminios, y procesos de muerte
han propiciado. En verdad, la comunidad debe problemati-
zarse desde un ejercicio crítico de mínima prudencia ante los
hechos que son continuos. En este punto la historia está des-
glorificada, pues se han desactivado los dispositivos discur-
sivos y neutralizado los efectos narrativos de un continuum
lineal de comunidad, de la inagotable e infinita irrempla-
zabilidad de los que mueren o son matados. La inmorta-
lidad gloriosa de la comunidad se sostiene, por tanto, en la
mortalidad constituyente de los individuos y los colectivos.
Visto de cerca, se pone de manifiesto que la comunidad,
como la hemos concebido y activado, es un espacio propicio
para la violencia y el sufrimiento que la nostalgia y la historia
han generado.
Pensar la comunidad conllevaría a hacerlo desde otros
presupuestos que, si bien no son los positivos, son aquellos
que pueden sumar elementos para desactivar los dispo-
sitivos de la secuencialidad de la violencia. Para la segunda
década del siglo xxi, las interrogantes y problemáticas que la
filosofía pone sobre la mesa en torno a la comunidad son tan

51
Cf. Jean-Luc Nancy, La comunidad desobrada, Madrid, Arena,
2001, p. 17.

71
nuestro espacio doliente

actuales como lo son las metamorfosis que sufre el Estado


político, las dinámicas sociales, los colectivos y los individuos
singulares.
Dicha interrogación la hemos realizado ya en otro sitio
desde un fenómeno que es el envés y por lo mismo parte
consubstancial de la comunidad: la exclusión y devastación
en la signatura del exiliado. Aunque fenómeno jurídico, polí-
tico y cultural de exclusión por antonomasia desde los siglos
v a.n.e. hasta el siglo xviii, el exilio se convierte en un para-
digma para comprender formas añejas y actuales de articula-
ción de la comunidad y también de sus violencias, así como
desarticulaciones. La magnitud, intensidad y diversidad de
la violencia política para destruir la individualidad y atentar
contra la singularidad del exiliado a lo largo de la historia
en Occidente, exceden con mucho las concepciones que de
ella tienen la gran mayoría de la literatura del exilio –que se
mueve más por la lírica y heroicidad, mismas que ocultan
los factores principales de aquello que ocurre con el decreto
jurídico del exilio y la sanción político-social hacia el o los
exiliados–. Pues el exilio fue una violencia institucional esta-
blecida y fundante, la activación de una amenaza latente en
la ley para conformar, supuestamente, el orden y la paz polí-
tico-social. Ese poder de exclusión de la comunidad hoy día
se nos exhibe de otra manera en los campos de refugiados,
en los flujos migratorios, en las depredaciones de los recursos
naturales que someten a grupos a extremas vulneraciones.52
El análisis del exilio, su deconstrucción histórica, y su
paradigmatología en la comunidad ha mostrado, en suma,
la capacidad jurídico-política y existencial, cuya finalidad no
fue únicamente desterritorializar sino hacer de ciertos indi-
viduos hombres perseguidos, acosados por la amenaza de ser
asesinados en cualquier momento. Eso que en la Antigüedad

52
Véase Mariflor Aguilar Rivero (ed.), Depredación: ciudades rurales,
comunidades intervenidas y espacios en conflicto, México, unam, 2013.

72
LA VIOLENCIA EN EL ESPACIO Y LA INTERRUPCIÓN

y en Roma se llamó un «muerto en vida», y en el prederecho


español se categorizó llamándolo «ser-sin-paz».53 El análisis
de la exclusión mostró cómo se constituye a lo largo de his-
toria el esencialismo de la comunidad. La comunidad que
habla, que tiene la palabra y decreta, que se vuelve «el uno»
contra todos en un proceso de sustancialización que nulifica
la singularidad que tiene voz pero no palabra.54
Consideremos que aunque la exclusión persecutoria ha
mostrado rasgos diferenciales de la contextura de la comu-
nidad jurídico-política en Occidente, lo cierto es que ello
no basta para suspender las formas de dolor y sufrimiento
que presenciamos en la actualidad. En México vivimos los
vestigios de infinitos dolores inacabados, excepcionales de
lo otro del tiempo, lo otro del lugar, lo otro del espacio
de una comunidad que no se enuncia, que no puede sos-
tenerse. La historia habla de cantidades de muertos de
la comunidad; la filosofía deberá señalar lo inadmisible de la
muerte homicida, del dolor infligido a una realidad humana
que es vulnerable por constitución.
En este espacio, en este territorio de encuentro y roce, lo
que sabemos ahora es que en México la intensidad e imper-
sonalidad de la violencia, las cotas de crueldad que operan
en los actos de violencia por el territorio, por el control o
la ganancia, hacen insostenible cualquier discurso que jus-
tifique o glorifique las acciones en aras de la comunidad.
Estamos ante una historia sin gloria, ante una acción que
no coopera, que no genera nada sino que devasta: no
hay aquí violencias emancipadoras ni fundantes de poder; hay

53
Véase Arturo Aguirre, «Crítica del exilio. Signatura de la violencia»,
en Arturo Aguirre, Antolín Sánchez Cuervo y Luis Roniger, Tres estu-
dios sobre el exilio. Condición humana, experiencia histórica y significa-
ción política, Madrid, Edaf, 2014, p. 37.
54
Véase infra «La sonoridad y el llanto».

73
nuestro espacio doliente

la diseminación violenta, contagiosa, aleatoria que hace


mella en el cuerpo, en la vida.
Quizá el paradigma de este espacio sea ahora la fosa
común, el encimamiento de la fosa común: cuerpos sobre
cuerpos arrojados sin benignidad alguna, o el descuartiza-
miento y consecuente esparcimiento de partes humanas
en las calles, todo lo cual va poniendo en tela de juicio las
relaciones de proximidad, de alteridad, de consideración del
otro. Por ello, precisamos reescribir de otra forma nuestra
realidad.
Hemos entrado en una etapa particularmente muy dis-
tintiva en la intrahistoria de la comunidad y la violencia,
formas de asociarse y disociarse, de prenderse y despren-
derse: conocíamos de la perversión y el sadismo, de su
emergencia, intermitencia y censura;55 pero ahora vemos
tal despliegue global como constante de violencias injusti-
ficadas cuya estructura responde única y exclusivamente a
la «mostración», a la exhibición. Y aunque es verdad que
no hay violencia más peligrosa que aquella que es invisible,
enemiga artera e incombatible, pues no tenemos cómo
contrarrestarla, lo cierto es, a su vez, que ya sea por una
sociedad mediatizada por el consumo de la imagen, o por
ser una aglomeración planetaria del espectáculo, en donde la
violencia se ha normalizado, nos debe llevar a pensar la vio-
lencia desde otras posiciones y perspectivas en relación con
la violencia, la muerte y el dolor.
Pensar la violencia no es simplemente una exigencia de
nuestro tiempo, es también un imperativo de la razón ante
un mundo como este; pensar la violencia implica solidari-
zarse, también, no ceder a la rotura social, a su fragmentación
en ascenso, sino crear las bases mínimas de relaciones otras.
La constante exhibición y exposición que hemos tenido a

Véase René Girard, La ruta antigua de los hombres perversos, Barcelona,


55

Anagrama, 2002, passim.

74
LA VIOLENCIA EN EL ESPACIO Y LA INTERRUPCIÓN

la violencia y sus variantes de crueldad ha normalizado, a la


par que banalizado, nuestro dispositivo atencional. La nota
sangrienta de Michoacán o Veracruz, Tamaulipas o Ciudad
Juárez nos es distante porque hay también entre nosotros
«una fatiga» moral, como afirma Eduardo Nicol en su medi-
tación de la violencia.56 Aunque también esto tiene su razón:
la violencia se encima, excede nuestras categorías ontológicas,
epistemológicas, éticas y estéticas. Una crítica de la violencia
pasa entonces, y antes que todo, por la deconstrucción de
un pensamiento que, en las oscuridades y silencios, somete
a la indiferencia y al olvido manifestaciones para las cuales
no está capacitada, porque sus categorías no fueron creadas
para dar razón de fenómenos tales como el cuerpo excedido,
el dolor infligido o el sufrimiento.
De esta forma, aunado a la conjunción de la violencia,
deberemos enfatizar el dato de que el espacio de la comu-
nidad no tiene lugar en la horizontalidad del paisaje y la
verticalidad de los hombres en pie; el lugar común que se
piense como inédito deberá ser también en la fosa común,
la barranca, en suma, esos otros espacios no pensados hasta
ahora, eso que llamamos la oquedad de este espacio en que
reclaman espacio los deprivados de espacio, aquellos en
quienes la comunidad se muestra como des-obra e interrup-
ción sin gloria.

***

Ahora la voz y la filosofía sonora que habla de la violencia


debe llevar igualmente contenidos los llantos y lamentos de los
victimados, de la comunidad interrumpida, para escarbar
las palabras, una y todas. Esta función de enunciar el llanto,
señala la comunidad, la relación de la deuda (de los deudos

56
Véase Eduardo Nicol, El porvenir de la filosofía, México, fce, 1972,
«Duda metódica y duda final. Meditación de la violencia», p. 45 y ss.

75
nuestro espacio doliente

y deudores, de los dolientes y los que infligen el dolor)


frente a una supuesta comunidad contractual. En esta
hay fuerzas, organización de fuerzas; en la de la deuda hay
negaciones, privaciones, incapacidades: ahí aparecen los
migrantes, los indígenas olvidados, los pobres dejados
por la Modernidad, el miserable que se enriquece a costa
de todos, lo que nos debe el sicario, el soldado, el halcón,
el soberano…
La violencia no termina en la fuerza, la violencia no se
puede pensar solo como una tensión de fuerzas y resistencias,
no basta con identificar que la violencia es aquella fuerza
desmedida ejercida de un agente a un resistente. Al final, se
trata de identificar el lugar ontológico de la violencia; no
la simple operación o aplicación de la fuerza, sino su dislo-
cación que provoca la emergencia del dolor y la exhibición
absoluta de la fragilidad de cada quien.
En suma, cada violencia homicida es la interrupción de
la comunidad, aquella que se supone absoluta e imperece-
dera, pero es simultáneamente la deuda de nuestra existencia
en común. Tal vez por ello también habría que buscar los
sonidos y las palabras para que se muestren los alcances y
limitaciones de lo que la filosofía puede y lo que precisa.
Nos debemos a ese espacio que reclama nuestra atención:
hemos sido exigidos, esta generación, a conformar relaciones
expresivas de la deuda y la penuria, no de la idea política
del contrato y su juego de fuerzas. Una comunidad que ha de
dar razón, entonces, de muerte y exceso, de la comunidad y la
violencia.

76
CONSIDERACIONES SOBRE LA FOSA COMÚN
Y SU ESPACIO. Hacia la oquedad

La preocupación que detona cualquier meditación sobre la


fosa común no es, por principio, ni la de un espacio (habi-
táculo) hecho para recibir, engullir y pretender la desapari-
ción de muertos; tampoco es la idea misma de los muertos
ahí tirados.57 La violencia tiene la impronta del exceso de un
daño desmedido por cuanto impensable; quizá, entonces,
el sustantivo violencia ante este acontecimiento debería
restringirse al punto en donde la fuerza es excesiva y en
donde la destrucción está siempre articulada como muerte
colectiva y como infraestructura del necropoder (esta capa-
cidad metódica de dar muerte).

57
Un discurso que fluye con fuerza y arremolinado por debajo del
serpenteante discurso político, o mediático, o bien filosófico sobre la
fosa común es el discurso del victimario. Desde hace tiempo sabíamos
de una terminología esotérica propia del crimen organizado, pero se
hizo evidente en los últimos meses en México sobre el asesinato y
levantón de estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa. La fosa
común sería el tiradero, a diferencia del discurso oficial que habla
desde hace pocos años en México de fosas clandestinas. Al escribir estas
líneas somos conscientes del limitado alcance de nuestro marco de
trabajo (categorías sociológicas, filosóficas, antropológicas, culturales
y políticas) que hacen una «polémica de sombras» frente a un len-
guaje que agencia de manera directa la indolencia y analgesia frente
a sus propios actos.

77
nuestro espacio doliente

La idea de que la violencia es fuerza desmedida, absoluta


y condenable por sí, no parece extenderse en la historia de
Occidente hacia todos los ámbitos de la vida tanto como se
cree. Tal vez aun hoy día la idea de las guerras justas o pre-
ventivas que suspenden garantías, reconocimientos mínimos
humanos, son propias de este hacer fuerza o forzar para man-
tener en su límite a lo temible.58 En verdad, la reflexión filo-
sófica en la tradición instala a la fuerza, conflicto, violencia,
vigor e ímpetu en una misma zona que solo es discernible
por sus narraciones, es decir, por aquello que dota de sentido
al acto de fuerza: el héroe, la gloria del Estado, la defensa
de la República, la integridad de la comunidad, la sanidad del
orden, etcétera.59
Tarde, hace unos cuantos siglos, sobre todo por la
influencia de la Ilustración, comenzamos a comprender
la excepcionalidad de la violencia, su rasgo emergente
como recurso, cuando falla el concurso de la razón; aunque
ese recurso, no ajeno a las razones,60 fue absorbido nueva-
mente por las narraciones de la historia, por la legitimidad,
primero, de la conquista, de la invasión, de la usurpación, y
después vinieron los discursos de la emancipación, revolu-
ción, descolonización, resistencia, revuelta…61 Más allá de

58
Cf. Jacqueline de Romilly, La Grecia antigua contra la violencia,
Madrid, Gredos, 2010, p. 10 y ss.
59
Considérense las reiteraciones de Norberto Bobbio sobre el pro-
blema de la violencia contemporánea, así como la no-violencia en su
trabajo El problema de la guerra y las vías de la paz, Barcelona, Gedisa,
1982, II. «Derecho y guerra», p. 95 y ss.
60
El acto violento parece quedar, en ese horizonte de sentido, fuera
de aquello que es seguido por la justificación inicial y final: el acto
suelto, banido de razones y motivos. El acto violento, a diferencia
de la agresión, parece necesitar siempre su justificación para iniciar
su agencia. (Cf. Hannah Arendt, Sobre la violencia, Madrid, Alianza,
2013, p. 105.)
61
Cf. Eduardo González Calleja, La violencia en la política: perspec-

78
CONSIDERACIONES SOBRE LA FOSA COMÚN Y SU ESPACIO

los castigos que padecieron el exiliado, el hereje, el criminal;


es decir, aquellas violencias jurídicas, legítimas que hicieron
de hombres y mujeres seres invisibles, temerosos de perder
la vida a cada paso; de aquellos que fueron torturados, que-
mados, hervidos en aceite en las plazas públicas, lapidados y
después llevados a la sombra del orden jurídico-racional de la
prisión o el manicomio, más allá de esto, decimos, un breve
repaso por nuestra historia moderna y contemporánea62 nos
permitiría advertir el excedente de violencia de esa fuerza
física brotante y desbordante, hiriente y subestimada, ahora
sistemática, plena y contundente, bajo la que hemos venido
al mundo, y que va del tránsito de la excepcionalidad a la
regularidad de la vida, esto es: la posibilidad permanente de
ser vulnerados de múltiples manera, devenidos un ser tirado,
ejecutado, aterrorizado: «cualsea».63
Toda vez que se ha querido hablar de ese misterio que
recorre todo entendimiento, que lo trastoca hasta lo inde-
cible por ver esos cuerpos tendidos, esos que ha dejado todo
el discurrir de la historia desde la fuerza que inaugura a
Occidente como la Ilíada o el poema de la fuerza,64 y que

tivas teóricas sobre el empleo deliberado de la fuerza en los conflictos de


poder, Madrid, csic, 2002, p. 65 y ss.
62
Cf. Pierre Salama, «Informe sobre la violencia en América Latina»,
Revista de Economía Institucional, vol. 10, núm. 48, 2008, pp.
81-102, disponible en http://www.economiainstitucional.com/pdf/
no18/psalama18.pdf. Asimismo, véase Manuel Eisner, «Moderniza-
tion, Self‐Control and Lethal Violence. The Long‐term Dynamics
of European Homicide Rates in Theoretical Perspective», The British
Journal Criminology, vol. 41, núm. 4, pp. 618-638, DOI: 10.1093/
bjc/41.4.618, Oxford, University Press, 2001.
63
Tomo con liberalidad contextual el término cualsea de Giorgio
Agamben, La comunidad que viene, Valencia, Pre-textos, 2006, p. 57.
64
Véase Simone Weil, «La Ilíada o el poema de la fuerza», uam,
México, 2001, disponible en http://www.uam.mx/difusion/revista/
feb2001/selva.html

79
nuestro espacio doliente

pasan por las violencias de ayer y hoy, cuestionan la dispo-


sición del pensamiento en adquirir conceptos para entender
qué es lo que llena una fosa común: una fosa común es
llenada con cuerpos que son un dejo del olvido de la his-
toria omnívora, inmanente en su propia resolución interna
que reduce al individuo a ser parte sin formar parte de la
realización de la comunidad.65 Es probable que requiramos
desactivar, neutralizar o enfatizar categorías que han des-
bordado la vida; que han hecho suyas las opciones en los
modos de ser que se nos ofrecen: ciudadano, ser político,
hombre, animal racional, imago dei, etcétera; esto, debido
a que, según se asoma, forman parte de discursos que no
pueden, porque no alcanzan, a dar razón de los cuerpos vio-
lentados en una fosa común.
Advirtamos que aquello que gravita de fondo es si será
posible pensar otra comunidad en donde la fosa común
no sea posible. ¿Cómo habrá de delinearse la preguntar
por la comunidad misma? ¿Cómo habrá de vivirse en una
u otras comunidades posibles, es decir, si es posible que haya
otros tipos u otras comunidades venideras ante el aconteci-
miento del y los cuerpos violentados?66
Cuerpo violentado, doliente porque, según se mira, aun
estamos lejos de señalar claramente qué es el cuerpo enci-
mado entre cuerpos con una violencia infligida, no solo pre-
viamente sino en esa forma de hacer al cuerpo un desecho.
A esto, la filósofa italiana Adriana Cavarero, lo llama crimen
ontológico sobre el cuerpo inerte: deshonra, falta de condo-
lencia al doliente y al cuerpo doloroso, todo lo cual sucede

65
Cf. Antolín Sánchez Cuervo, «Fuera de lugar: en otro tiempo. El
exilio como figura política», en Arturo Aguirre, Antolín Sánchez
Cuervo y Luis Roniger, Tres estudios sobre el exilio. Condición humana,
experiencia histórica y significación política, Madrid, Edaf, 2014, pp.
178-179.
66
Cf. Giorgio Agamben, La comunidad que viene, op. cit., p. 26 y ss.

80
CONSIDERACIONES SOBRE LA FOSA COMÚN Y SU ESPACIO

más allá del fin vital, con la exposición, el desmembramiento,


los ácidos, el fuego, etcétera. Así lo menciona Cavarero:

La física del horror no tiene que ver con la reacción instintiva


frente a la amenaza de muerte. Más bien tiene que ver con la
instintiva repulsión por una violencia que, no contentándo-
se con matar, porque sería demasiado poco, busca destruir la
unicidad del cuerpo y se ensaña en su constitutiva vulnera-
bilidad. Lo que está en juego no es el fin de la vida humana,
sino la condición humana misma en cuanto encarnada en la
singularidad de cuerpos vulnerables. Carnicerías, masacres,
torturas, y otras violencias aun más crudamente sutiles for-
man parte del cuadro.67

Así, desde el espacio doliente, aterrador y horroroso que


ha generado la violencia en México, nos encontramos ante
la necesidad de cuestionar a la comunidad allí en donde se
afirmaba lo común y el límite hasta donde se extiende el
término: la fosa.

***

Estamos en este libro tras los signaturas y rastros de algunas


consideraciones que nos posibiliten una reflexión que no
se detenga en la información cuantitativa ni en la cons-
ternación de vivir de frente a un acontecimiento de inte-
rrupción en una comunidad que antes que su progreso o
su desarrollo tiene que volver sobre sí con la conciencia de
una desdicha constitutiva; así, porque el punto de inflexión
en la fosa, el hoyo o la zanja llena de cuerpos, es la afir-
mación de una muerte que es, se presume o se persigue
anónima.

67
Adriana Cavarero, Horrorismo. Nombrando la violencia contemporá-
nea, Barcelona, Anthropos, 2009, p. 25.

81
nuestro espacio doliente

Sostenemos, por ello, que desde los eventos de violencia


actual, la fosa común es muestra de una fuerza excesiva, inne-
cesaria, aplicada a la integridad ontológica de las víctimas.
Un amplio espectro de los estudios sobre la violencia
actual refieren a actos de violencia instrumental, o bien
absoluta. Instrumental en tanto que los actos violentos
son mediaciones agenciadas para acelerar un proceso con
la meta de obtener un fin deliberadamente perseguido.
La violencia absoluta (o gratuita o banal) refiere a actos
cuyo fin ha sido suspendido para congraciarse a sí y en
sí misma; en este sentido habrá de referirse a actos como
la violencia innecesaria (crueldad) que se aplica al cuerpo
sin vida, inerte.68 Por esto, proponemos el análisis de la
fosa común y la violencia en el espacio público desde
claves de pensamiento sobre el espacio vivido y doliente.
De esta manera, hablamos de la fosa común, cavada
desde el uso instrumental en el ejercicio de la violencia con
la finalidad de generar una infraestructura que oculta, borra
y o desaparece bajo tierra todo indicio y memoria de las víc-
timas directas que han sido sometidas a la ejecución de actos
de violencia absoluta. Así, el abordaje teórico sobre la fosa
común se da desde el marco referencial de la violencia homi-
cida dolosa en el espacio común.
¿Qué tipo de problema es la violencia y cómo se especifi-
cará la cuestión de la fuerza excesiva en la saña que evidencian
los últimos informes sobre las fosas comunes encontradas
entre el 2014 y 2016 en México?69 La pertinencia del pensar

68
Véase para las consideraciones de estas distinciones Emmanuel
Levinas, «El sufrimiento inútil» en Entre nosotros. Ensayos para pensar
en otro, Valencia, Pre-textos, 1993; así como José Ovejero, La ética de
la crueldad, Barcelona, Anagrama, 2012, pp. 35-45; W. Sosfky, Tratado
sobre la violencia, Madrid, Abada, 2006, p. 88 y ss; Primo Levi, «La
violencia inútil», en Los hundidos y los salvados, Barcelona, Muchnick
Editores, 1986.
69
Cf. «World Report Human Rights 2014», disponible en https://

82
CONSIDERACIONES SOBRE LA FOSA COMÚN Y SU ESPACIO

y la aportación de las ciencias humanas adquiere relevancia


en esta problemática. Pero, ¿dónde encuentran legitimidad
las categorías provenientes de las ciencias humanas cuando
hablamos de actos tan heterogéneos y diversos? Sugerimos la
vía teórica de análisis general de la violencia: evidenciar sus
rasgos, sus características en los actos de homicidio inten-
cional bajo una dinámica creciente que no parece ser efecto
sino constituyente de esta violencia: la fosa común. Entonces,
¿qué reconsideraciones deben generarse del espacio común,
de la ciudadanía y la comunidad a partir del excedente de
violencia expuesta en la fosa común?
La fosa común tiene un registro constante a lo largo de la
historia de las comunidades.70 A pesar de esta constancia ello
no deja de generar, en la secuencia cotidiana de la existencia
compartida, una fractura en la forma de concebir la relación
y sus formas de acontecer, porque en la fosa –quizá hoy más
que antes frente a este mundo de violencias impensables– se
da el testimonio negativo de la muerte colectiva.
La producción de esta infra-estructura bajo esos mismos
registros para hacer frente hoy por hoy a pandemias ha dado
paso al funcionalismo de la muerte masiva y su ocultamiento
en la relación del poder y el terror. Pero consideremos que la
fosa común, más allá de las particularidades y de las instru-
mentalidades, genera la frontal disolución de la individua-

www.hrw.org/world-report/2015/country-chapters/mexico
la entrada World Report 2014: México, de igual manera cf. «World
Report Human Rights 2015» la entrada World Report 2015: México,
disponible en https://www.hrw.org/world-report/2015/coun-
try-chapters/mexico
70
Reténgase para páginas posteriores los ejemplos de los pozos en
Gran Bretaña, las fosas de los Campos de la muerte en Camboya, las
del estalinismo en la Gran purga, las de Hart Island en EE.UU. como
producto del aprisionamiento. Para ampliar véase Joseph Cummins,
The World’s Bloodiest History. Masacre, Genocide and the Scars the Left
on Civilization, Beverly MA, Fair Winds Press, 2010.

83
nuestro espacio doliente

lidad, de su espacialidad y de su singularidad excepcional:


la liquidación de la identidad irremplazable, irrepetible e
irreversible de cada yo que es depositado, superpuesto, des-
medido en la violencia absoluta que es la fosa común.
La escalada de violencia y la proliferación de fosas pone,
así, en interrogación y suspenso nociones de espacio, en
tanto que lugar de vida, cuerpo, tierra, país, nación, mundo.
Porque, ¿de verdad sabemos qué es el espacio, la violencia,
la condición humana cuando hablamos de la fosa común?71
De tal modo, en principio, elaborar un análisis del empleo
panorámico del concepto fosa y, sobre todo, de cuerpos super-
puestos en un hoyo cavado en la tierra (fosa común) tienen una
connotación referida a un espacio legal, paralegal o ilegal. En
particular, en España algunos de los estudios de este fenó-
meno de violencia responden a la pregunta qué es el espacio,
una nación, la condición humana cuando se abre-produce
una fosa común interviniendo el núcleo de la memoria,
el dolor y el sufrimiento de las víctimas; en una visión
ampliada de la violencia se refieren a: i) los muertos en la
fosa común, sus familiares y los nexos de relaciones sociales
que esa violencia mantiene, no solo con el pasado sino en
la constancia extendida en el tiempo del daño propiciado;
ii) pero también se amplia a una situación pública: la trans-
gresión del orden público, común, constituido por derechos
y leyes.72 En general, el concepto de fosa analiza, por ello, el

71
Véase el recuento incontenible día a día que en México se da sobre
fosas clandestinas, cementerios ilegales, tiraderos y narcocementerios, que
están presentes en las notas de la prensa nacional. Por poner ejem-
plos: en periódicos como El Universal (M. Muedano, «Más de mil
cuerpos, en fosas clandestinas», El Universal, 2013) y Milenio (V. H.
Michel, «A la fosa común, seis cuerpos al día desde 2011», Milenio,
2013).
72
Sobre la tipología que permite comprender los alcances del daño,
la transgresión y la culpabilidad de diferentes instituciones, indivi-
duos o grupos (que se extiende a compañías, gobiernos y multina-

84
CONSIDERACIONES SOBRE LA FOSA COMÚN Y SU ESPACIO

problema desde la complejidad y el dinamismo del proceso


que incluye iniciativas políticas y judiciales de gran proyec-
ción pública y visibilización de la violencia.73 En estas cir-
cunstancias, las conceptualizaciones sobre la violencia dolosa
que exhibe la fosa común en el espacio público se han con-
vertido en un cruce de caminos entre la pragmática política,
el ejercicio jurídico o carencia de él; la forma de la regula-
ción social (el marasmo entre libertades y temores) y la forma
teórica de pensar, de hoy en adelante, a la comunidad frente a
las desapariciones forzadas y las fosas comunes abiertas en los
últimos diez años. Para nosotros, algunos puntos de análisis
posibles serían: reflexionar acerca de i) la memoria común
de los daños causados ante
​​ el ejercicio de poderes políticos y
fácticos coimplicados en lo que se ha dado por llamar narco-
poder, necropoder y necropolítica;74 ii) los datos que arrojan

cionales en la actualidad) véase Jamil Salmi, «Violence, Democracy,


and Education: An Analytic Framework», disponible en https://
books.google.com.mx/books?hl=es&lr=&id=galFCzv4WSsC&oi=-
fnd&pg=PA9&dq=Violence,+Democracy,+and+Education:+An+A-
nalytic+Framework&ots=-mfyb1vnWY&sig=RnRGlflwt8BkyE-
29Js1P0WenUmY#v=onepage&q=Violence%2C%20Democra-
cy%2C%20and%20Education%3A%20An%20Analytic%20Fra-
mework&f=false p. 7.
73
En las últimas décadas, estas iniciativas han llevado en España
a procesos en la Corte Nacional con el fin de establecer facultades
legales para investigar y procesar a los presuntos delitos de detención
forzada e ilegal principalmente por la existencia de un plan sistemá-
tico y preconcebido de eliminación de oponentes políticos a través
de múltiples muertes, torturas, exilios y desaparición forzada. Véase
Francisco Ferrándiz, «Subterranean Autopsies: Exhumations of Mass
Graves in Contemporary Spain», en Pamela Colombo y Stela Schin-
del (eds.), Spaces and the Memories of Violence. Landscapes of Erasure,
Disappearance and Exception, 2014, Palgrave MacMillan, New York,
2014, pp. 61-71.
74
Para más elementos sobre estas nociones véase Rossana Regui-
llo «De las violencias: caligrafía y gramática del horror», Desacatos,

85
nuestro espacio doliente

informes internacionales en los cuales se exponen la irrecu-


sable adversidad de la constancia y continuidad de violencias
que someten absolutamente a la integridad corporal de la
víctimas directas; iii) las frontales violaciones de los derechos
civiles y humanos que se ejecutan en la apertura-producción
de fosas comunes, así como iv) este exceso que destruye el
espacio público y persevera en eliminar cualquier vestigio de
la condición humana de las víctimas.
Como puede advertirse, todo esto pierde dimensiones de
una forma dialéctica de la violencia que se pueda resolver
en una síntesis de la continuidad y el progreso de la historia
de la comunidad, para convertirse en un acontecimiento
(cada fosa común y todas ellas en su singularidad) que sus-
pende la historia (su gloria y su camino hacia la formación
de grandes discursos), para mostrar la interrupción de la
supuesta secuencia espacial del territorio y la continuidad
temporal de la historia.
La noción de acontecimiento, a este respecto, es un
término de emergencia, es decir, algo que irrumpe e inte-
rrumpe –de manera imprevista e impensable al no ser
«con-secuencia»– la continuidad, como aquello que no
se esperaba que ocurriera, aquello que nos sobreviene y
que tiene lugar «en el orden de la discontinuidad y la rup-
tura».75 Así, el acontecimiento es la suspensión o interrupción
de la secuencialidad de los hechos, de la normalidad y habi-

núm. 40, México, sep.-dic. 2012, disponible en http://www.scielo.org.


mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1405-92742012000300003
Asimismo véase Andrea Ivanna Gigena, «Necropolítica: los aportes de
Mbembe para entender la violencia contemporánea», Antonio Fuen-
tes Díaz (ed.), Necropolítica. Violencia y excepción en América Latina,
Puebla, icsyh-buap, 2012, pp. 11-29.
75
Jean Baudrillard, «La violencia del mundo», en J. Baudrillard y
E. Morin, La violencia del mundo, Barcelona, Paidós, 2004, p. 29.

86
CONSIDERACIONES SOBRE LA FOSA COMÚN Y SU ESPACIO

tualidad en las formas de vivencia y convivencia,76 puesto


que el acontecimiento emerge alterando los procesos. Para
nuestro caso, la fosa común, lo que muestra, es el acontecer
de la destrucción in-usual de la integridad corporal de cada
víctima, así como de todas ellas en su colectividad desar-
ticulada e impuesta; pero, simultáneamente, se trata de la
vulneración del espacio público que conforma la vivencia
común del mundo.
No obstante, a diferencia de España, la fosa común en
México no ha pasado a través de una reflexión crítica exten-
dida entre la academia, las instituciones y la sociedad; antes
bien, se le ha incorporado al dominio analgésico y de prác-
ticas amnésicas en la utilización de la imagen, la teatrali-
zación del terror,77 la información y la normalización de la
violencia homicida en el espacio común. Así, estamos frente
a la producción que el crimen organizado, el necropoder y la
mediatización han posibilitado: la propagación mimética78

76
Paul Virilio, Ciudad Pánico, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2006,
pp. 36-41.
77
Véase la por demás interesante propuesta de análisis sobre el terror
desde la fenomenología que realiza Hernán Alonso Jaramillo Fernández,
en La constitución originaria del terror. Saturaciones negativas de la
carne y del rostro. Esbozo fenomenológico, Tesis de Maestría, Universi-
dad de Antioquia, Medellín, cap. vii. «Saturaciones. Por una estética
del terror», p. 184 y ss.
78
Sobre la propagación mimética tenemos en mente a René Girard
cuando afirma: «Mientras exista en el seno de la comunidad un capi-
tal acumulado de odio y de desconfianza, los hombres no dejan de
vivir de él y de hacerlo fructificar. Cada uno se prepara contra la
probable agresión del vecino e interpreta sus preparativos como la con-
firmación de sus tendencias agresivas. De manera más general, hay que
reconocer a la violencia un carácter mimético de tal intensidad que la
violencia no puede morir por sí misma una vez que se ha instalado en
la comunidad». (R. Girard, La violencia y lo sagrado, 5ª ed., Bar-
celona, Anagrama, 2012, pp. 89-90.) Así, la producción de la fosa
común se extiende a grupos criminales, instituciones policíacas, mili-

87
nuestro espacio doliente

de la fosa común, por cuanto una infraestructura reiterada,


como modus operandi en la perpetración de crímenes y
delitos en donde cabe cualsea.
El fenómeno de la fosa común en México se ha incorpo-
rado, en este sentido, a la contaminación informativa y a la
práctica de desrealización comunitaria de nuestro día a día.
En el contexto que ha dejado el crimen organizado en México,
la malograda lucha contra él y el seguimiento mediático
de ambos, la violencia aplicada en la fosa común muestra
quién o quiénes son aquellos que controlan el derecho de
dar la muerte, pues aquel que controla este derecho, tiene
la oportunidad de administrar la vida.79 Consideremos
que el discurso de comunidad imperante es baluarte de una
vulgata técnica, en la que radica y ramifica la expropiación
de la vida.80 El miedo y los espectros de terror juegan aquí el
factor fundamental:

[…] no solamente no existe solución de continuidad entre


la representación ficticia de la muerte en los telefilmes y la
muerte real de los vídeos informativos. La identidad del
medio otorga a la representación de la realidad el mismo
significado ontológico que a sus imágenes ficticias, a la vez
que la intensidad emocional inherente a estas nos aneste-
sia e inmuniza frente a las representaciones informativas de
muerte y violencia en tiempo real.81

tares y el uso excepcional delictivo entre particulares, reproduciendo


una intensidad de violencia de forma mimética, decimos.
79
Cf. Giorgio Agamben, Homo sacer i. El poder soberano y la nuda
vida, Valencia, Pre-textos, 1998, p. 20 y ss.
80
Cf. Achille Mbembe, «Necropolitics», Public Culture, vol. 15, Car-
olina del Norte, Duke University, 1998, p. 17.
81
Eduardo Subirats, Filosofía y tiempo final, México, Afínita, 2014,
p. 50 y ss.

88
CONSIDERACIONES SOBRE LA FOSA COMÚN Y SU ESPACIO

El fenómeno de la fosa común en México, después de una


espectacularización de la violencia acometida en, contra
y al cuerpo (como el desollamiento, el descuartizamiento,
cabezas tiradas en el asfalto, cuerpos incinerados…), acon-
tecimientos que han tenido una presencia constante en este
último decenio, determinan que el fenómeno de la fosa
no necesariamente es un fenómeno común, sino parte de
una desrealizada colectividad que declina (política, social y
culturalmente) ante la valoración de la vida, y que empezó,
así, a asimilar la violencia absoluta al cuerpo en el espacio
común después de una repetición nulificadora y anestésica.
Los eventos violentos aumentan –en el momento mismo
en que escribimos– en cantidad y cualidad en la violencia
absoluta sobre el cuerpo y el uso instrumental de las fosas
comunes; pero los conceptos más cercanos para referirnos a
las fosas que se encuentran cotidianamente, antes de involu-
crar a la fosa el reconocimiento de un acontecimiento que
cuestiona ese ser en común o ser común y dar origen a la
reflexión de una exigencia justicia, otras formas políticas y
nuevas maneras de asociación frente al sufrimiento y espacio
doliente que es innegablemente hoy México; en lugar de
esto, decimos, se ha dado pie a la criminalización y clandesti-
nidad de las víctimas. Es decir, antes de focalizar la atención
discursiva en el concepto de un problema común (la muerte
infligida de manera colectiva), los dispositivos discursivos
orientan la conceptualización hacia la conversión de los vul-
nerados como criminales y de la fosa como un evento clan-
destino, en donde se contabilizan cuerpos arrojados (repre-
sentación cuantitativa que genera una idea de anonimidad).
Todo ello da continuidad a la neutralización del daño propio
del acto violento que no podía encubrirse ni en el asesinato
masivo a multinacionales de San Fernando Tamaulipas en el
2010 (72 cuerpos victimados, superpuestos, de 21 hondureños,
14 salvadoreños, 10 guatemaltecos, un ecuatoriano, y 4 brasi-
leños y 22 más no reconocidos); como tampoco en el caso de

89
nuestro espacio doliente

las 60 fosas comunes con al menos 129 personas (que incluyen


20 mujeres y 109 hombres, al sur del estado de Guerrero, a raíz
de la búsqueda de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzi-
napa levantados en Iguala en 2014).
Así, desde hace pocos años, las fosas comunes sufrieron un
giro en su mención pública, pues se precisaba desarraigar el
concepto de lo común de un evento cruento cada vez más
reiterado; todo lo cual coincide con la propagación por los
medios de comunicación, desde instancias jurídicas y polí-
ticas, de las llamadas fosas clandestinas.82 Clandestinas no solo
por su ubicación sino sobre todo por referirse a fosas llenas
de cadáveres de supuestos delincuentes y criminales; porque
todo cadáver que estuviera alojado en una fosa devino
un todo rechazable, por cuanto en ello se reconocía la inte-
gridad de lo excluido, repudiable, criminal y narco. La pro-
ducción y organización de la muerte dentro de la fosa ¿a
quién más podría aplicarse si no era a aquellos que estaban
involucrados en el crimen organizado y en la producción
del mal social? Así, la exclusión de lo clandestino operó no
solo en el desarrollo discursivo mediático, y en concomi-
tancia en el juicio social, sino también en el ámbito jurídico
que pocas facultades discursivas y punitivas tiene frente a
este acontecimiento.83

***

¿Qué es lo común en y de la fosa? Los muertos, muertos


son. Pero cómo se puede comprender lo impensable de

82
Véase C. Lara, «Fosas clandestinas», El Universal, 2014.
83
Véase el estudio de Óscar Moisés Romero Castro, «La comunidad
y su violencia: la fosa común y el detrimento de la vida en común»,
Reflexiones Marginales, disponible en http://reflexionesmarginales.
com/3.0/la-comunidad-y-su-violencia-la-fosa-comun-y-el-detrimen-
to-de-la-vida-en-comun/

90
CONSIDERACIONES SOBRE LA FOSA COMÚN Y SU ESPACIO

los muertos, no solo muertos sino destruidos, sin piedad,


sin consideración, sin humanidad. En la fosa común que
aquí abordamos como infraestructura de exceso violento,
el encimamiento excede al propio cuerpo, y este ya
no es más en tumba solitaria, memorial y descanso; sino
que es la marca de cómo someter al muerto, al cadáver, al
olvido, al encimamiento que despersonaliza, en el que cada
cual pierde la espacialidad que le es propia.
Evidentemente nuestra existencia en México ha entrado
en una dinámica de muerte; mejor, de ser matable y dar
muerte: lugar este en donde cualsea puede dar a otro común
la muerte. Para respaldar este aparente juicio hiperbólico
referimos a las fosas comunes que se han encontrado en el
suelo de México, no solo con relación a la criminalidad y
guerra, lucha contra… sino también en acciones de gobierno
aparejadas al modus operandi del crimen organizado.
Como hemos dicho, según René Girard84 la violencia
emerge imprevisiblemente y se distribuye como un con-
tagio (epidemiós) incontenible si no se utilizan recursos, es
decir, si no se empeñan instrumentos para poner en orden
lo que el acto violento primario ha desarticulado o aquello
que posibilitó su emergencia. Pensemos que si el poder y
o el saber generan vínculos y nexos, esto es, obligaciones,
compromisos y empeños; el acto violento, por su parte, no
tiene en su constitución misma la posibilidad de generar,
sino, al contrario, de romper y de rasgar, como llamará el
griego al acto que daña a la comunidad.85 El problema,
entonces, es de qué manera se podrán generar los recursos

84
Cf. René Girard, La violencia y lo sagrado, op. cit., p. 332 y ss.
85
No podríamos decir que hay una historia de la violencia, sino que
hay una continuidad que atenta contra la relación de vínculos que se
generan en las creaciones humanas: el conflicto pone en juego a los
actores; la violencia nulifica o pone –acaso– en una situación de total
y absoluta asimetría al violento y al violentado.

91
nuestro espacio doliente

para detener violencias absolutas. De qué manera cuando


no es posible una versión sacrificial ni catárquica que con-
tenga el contagio, la virulencia de lo violento, sino simple-
mente lo que hay es el daño expuesto, el cuerpo expuesto,
matado y criminalizado ontológicamente porque es suya,
por cuanto condición de fragilidad humana, la posibilidad
de ser excedido por la fuerza del fuerte, del armado, del orga-
nizado para matar. ¿Será el agotamiento, la renuncia, lo que
finalice hoy día violencias como las que vivimos en México?
La diversificación de medios, la instrumentalización de sus
tránsitos del miedo, el temor y el terror parecen ofrecer una in-
calculable, inajustable manera en las cuentas: se engrosan las
cantidades, y así parece que se empieza a generar una ciudad,
una nación, un pueblo perdido, esto es, esa incualificable
cantidad de muertos que México es al día de hoy.
El pensamiento del siglo xxi respecto al tema de la vida,
nos compromete a partir del tema de la singularidad y sobre
todo en un ámbito en el que ésta yace relacionada irreme-
diablemente: el espacio.86 El horizonte –como nos menciona
Nancy– es el espacio y tiempo, es una conjunción, jamás
una disyuntiva porque estos son uno, pero tradicionalmente
separados en la Modernidad,87 en la cual se concibió un

86
Ha sido el giro del paradigma del tiempo (y su desborde en la
filosofía del siglo xx y en general en las ciencias humanas) el que
ha dado pie a la atención más detenida del espacio y la espaciali-
dad. Desde el «giro espacial» hasta las más recientemente «Spatial
Humanities» se ha abierto un campo interdisciplinario de interés aca-
démico-científico sobre el espacio en un enfoque cualitativo de la
formación de espacialidades desde lo geográfico y conceptual, el cual
es de gran apoyo para la investigación sobre la violencia y su espa-
cio. Sobre estas humanidades espaciales véase Anne Kelly Knowles,
Tim Cole y Alberto Giordano, Geographies of the Holocaust, Indiana,
Indiana University Press, 2014; así como Allen Feldman, Formations
of Violence, Chicago, University of Chicago Press, 1991.
87
Jean-Luc Nancy, en El sentido del mundo, mira la razón por la cual

92
CONSIDERACIONES SOBRE LA FOSA COMÚN Y SU ESPACIO

espacio sin cuerpos y al ser sin cuerpos, vertidos en el hori-


zonte de lo atemporal; lo cual nos planteó la pregunta de
cómo construir y edificar una comunidad que en su espacia-
lidad no contempla a los cuerpos que son mutables y finitos.
Los roces, las distancias de estos existentes. Un espacio que
no contempla la temporalidad de los seres mortales, menos
aun, el encimamiento de los cuerpos en una fosa. Ahora
entendemos que la cuestión del ser en la comunidad se con-
vierte en la cuestión misma del ser,88 de la comunidad cuestio-
nada desde la fosa común inescrutable a los ojos de la razón.

***

En México, el acontecimiento de cuerpos superpuestos y


expuestos nos lleva a pensar en nuestro ser al límite: su
propio límite en relación consigo mismo y con los otros,
pero también el límite de su historia, una manera de pensar
más allá del cuerpo y su fragmentación, de concebirlo
como un umbral en el que se produce la forma inelu-
dible de la relación y contacto. El problema que tienen las
humanidades hoy es cómo se pueden generar recursos para
comprender la violencia excedente en el espacio común.
La información no puede ser reducida al recuento diario
de pérdidas o al descubrimiento de fosas comunes, porque
en realidad no son solo los muertos y su acallamiento

el tiempo kantiano, en el que todo pasa exceptuando al tiempo mismo,


es un tiempo en que nada tiene lugar –excepto el tiempo, que tiene
lugar él mismo como un tener– lugar inmóvil, como el surgimiento
de una vez por todas de la sustancia misma del mundo. (Véase Jean-
Luc Nancy, El sentido del mundo, Buenos Aires, La marca, 2003,
p. 105.)
88
Cf. J. Higuera, «El concepto de lo impolítico», Revista de Ciencias
Sociales y Humanidades, Collège International de Philosophie, núm.
2, vol. 3, 2008, p. 22. Además véase Roberto Esposito, Categorías de
lo Impolítico, Madrid, Katz, 2006.

93
nuestro espacio doliente

superpuesto; sino que también son las demandas, exigen-


cias y la humana consideración del daño, el sufrimiento
y la violencia.
La vida en común y la fosa común de dos maneras total-
mente opuestas dan a pensar sobre la comunidad (la vida y la
muerte): mientras que la vida en común ha entrado en una
dinámica de expropiación, la fosa común revela la crisis de
consideración ontológica que estamos viviendo al no tener
en cuenta la fragilidad constituyente.
De esta manera, la violencia en el espacio común, que es
la tierra del espacio compartido en el que somos y estamos,
se entiende, a partir de la existencia intervenida y en el dolor
causado por el contacto que quiere regular, organizar y
aniquilar.
Si tenemos en cuenta que las ciencias humanas están
incapacitadas, en muchos aspectos, para preguntar acerca
de la violencia, es porque no han logrado generar suficien-
temente un sistema de criterios, categorías y teorías para
cuestionarla; pensamos entonces que es preciso deconstruir
para pasar del acontecimiento del terror de la fosa a la com-
prensión de qué es lo común de la fosa común y si será posible
una comunidad en México ante tantas fosas comunes que
convierte el espacio de habitar en una oquedad doliente.

94
OQUEDAD DOLIENTE.
EL ESPACIO DE LA FOSA COMÚN

1. En marzo de 2015 la periodista Karla Zabludovsky solicitó


información a los 32 estados de la República Mexicana y
al Gobierno Federal sobre cuántas «fosas comunes» había
en el territorio desde diciembre de 2006 –fecha en la cual
el presidente Felipe Calderón asumió el poder y desató la
mal llamada guerra contra el narco–. Se especificaba en
la solicitud que se indicara cuántos muertos tenían las
fosas, su sexo, el estado de descomposición de los cuerpos
y si se habían identificado. El resultado de dicha petición
dio por resultado el título del reportaje de K. Zabludovsky:
«Nadie sabe cuántas fosas comunes hay en México. Mucho
menos el Gobierno». El dato es de por sí relevante porque
la información ocultada o imprecisa por las inconsistencias
permite suponer los altos índices de violencia homicida
acontecidos en las fosas comunes desde hace años; pero
también evidencia la inviabilidad en México de tomar
acciones adecuadas para prevenir, contener o erradicar la
violencia, dado que todas las «Recomendaciones» emitidas
en los Informes sobre la violencia89 indican que se establezca
o mejore la capacidad nacional de recolectar y analizar

89
Véanse el Informe de la OMS (http://www.who.int/violence_
injury_prevention/violence/world_report/es/summary_es.pdf ), así
como el Conflic Barometer 2015, disponible en http://www.hiik.de/
de/konfliktbarometer/

95
nuestro espacio doliente

datos relativos a la magnitud, las causas y las consecuen-


cias de la violencia, con la intención de fijar prioridades y
planificar acciones concretas de impacto directo.
El artículo de Zabludovsky sostiene a la letra:

El embrollo informativo que obtuvimos revela que, a nueve


años del comienzo de la guerra contra el narcotráfico en
México, todavía falta una base de datos exhaustiva, orga-
nizada y actualizada sobre las fosas comunes. Dichas fosas
existían desde antes. A principio de los 2000, el descubri-
miento de fosas comunes con restos de mujeres en Ciudad
Juárez, frente a El Paso, llamó la atención de la comunidad
internacional. Pero desde que el ex presidente Calderón le
declaró la guerra a los carteles y aumentó la violencia entre
narcos, también se descubrieron más de estos sitios.90

A la fecha no sabemos con exactitud cuántas fosas comunes


se han producido en México desde el año 2000, al menos.
En algunos casos (como en el estado de Guerrero) las auto-
ridades dejaron de contabilizar y llevar registro; entre otras
razones, por temas de índole política así como de desarrollo
e inversión, las entidades no quieren ni están obligadas a
brindar dicha información.
Una fosa común, de acuerdo con la onu es la exca-
vación que contiene un número múltiple de cadáveres, a
partir de tres.91 Como venimos esclareciendo páginas atrás,
la banalización de estas formas de violencia homicida dolosa
colectiva pasan por la neutralización discursiva de la fosa

90
Karla Zabludovsky, «Nadie sabe cuántas fosas comunes hay en
México. Mucho menos el gobierno», disponible en http://www.buzz-
feed.com/karlazabludovsky/nadie-sabe-cuantas-fosas-comunes-hay-
en-mexico-mucho-menos-e#.xpdW22M3D
91
Cf. oms, «Disposal of Dead Bodies in Emergency Conditions»,
disponible en http://www.who.int/water_sanitation_health/hygiene/
envsan/tn08/

96
OQUEDAD DOLIENTE. EL ESPACIO DE LA FOSA COMÚN

como repositorio de cuerpos, así como por la indiferen-


ciación del espacio como res extensa, que homologa toda
fosa; pero, también, por la reformulación de la desmesura
y la pseudohabitualidad de lo inconmesurable-inasumible
por parte de la transmutación contemporánea del ultraje y
crueldad en la numeración. Una fosa común (una «oquedad
doliente») es en sí misma un desmentido frontal de las estruc-
turas, sistemas, aparatos discursivos, figuras subjetivas de la
construcción de la comunidad supuestamente civilizada.
Si bien la globalidad planetaria es proclive a la pleitesía de
la estadística y el número, a la supresión del daño en la enu-
meración de los dañados:92 enormes números exponenciales,
grandes estadísticas visibles y visionarias que nos exponen la
inmensa gravedad de los hechos reducidos al entendimiento
inmediato del dato y solo el dato. No obstante, frente a esto,
y como lo demuestra el reportaje de Karla Zabludovsky, un
incontable número de fosas comunes, y sería mejor decir
un inimaginable número de fosas comunes (no solo por
aquellas que no se enuncian sino por aquellas que no se
localizan), se resisten a ser neutralizadas por la gráfica y el
número; pero a la par, se invisibilizan desde la analgesia y
normalización, que es distorsión, de una realidad de vio-
lencia excepcional entre la cual vivimos y morimos.

2. El estudio del espacio y la fosa común, desde el análisis


de la violencia contemporánea en México se confronta no
solo con la resistencia de un evento excesivo –ejecutado en
la integridad corporal de las víctimas– ante las limitadas
categorías del pensamiento con las cuales cuentan nuestros
sistemas y teorías; sino que también hay una renuencia de
paradigma que sostiene que el tema de la fosa común no
es un problema filosófico en México; paradigma eje de la

92
Cf. Jean-Luc Nancy, Ser singular plural, Madrid, Arena, 2006,
p. 194.

97
nuestro espacio doliente

comunidad científica que evalúa, dictamina y promueve un


canon de revisionismo ineficiente ante realidades humanas
emergentes del último siglo a la fecha. Es más, la búsqueda
por ficheros en México no da por resultado una atención
amplia y detenida al problema o tema de la fosa común
en los medios de publicación académicos y de investiga-
ción filosófica. Contamos con informes de la prensa, muy
valiosos muchos de ellos,93 que brindan documentación
(estadística, gráfica y testimonial), pero las humanidades
no han logrado capitalizar un discurso riguroso y reflexivo
sobre la fosa común. Aunque, por otro lado y como se puede
apreciar, el problema en cuestión implica reflexiones onto-
lógicas, antropológicas, estéticas, históricas y políticas, con
la adecuada formulación de marcos teóricos para pensar la
violencia, que son precisamente los que, hasta el momento,
no hemos podido consolidar en México.
Por ello, comencemos por afirmar que aunque con cons-
tantes registros a lo largo de la historia de las comunidades,
como los pozos en Gran Bretaña por la peste bubónica del
siglo xiv, las fosas de Hart Island en EE.UU. producidas por
la Guerra Civil, las del estalinismo en la Gran purga entre
1937 y 1938,94 las más de 2 mil fosas comunes o zanjas del fran-
quismo, las fosas de los Campos de la muerte en Camboya,
resultado de dinámicas de genocidio durante el régimen de
Pol-Pot (1975-1979), las que se generaron en Ruanda, las fosas
comunes por la guerra de Bosnia y un extenuante etcétera;
ello no indica, ni vagamente, que la producción de esta
infra-estructura de muerte sea algo que pueda considerarse
93
Véase entre muchos otros la nota del Universal, «Pobre la inves-
tigación en fosas clandestinas», México, 5 de febrero de 2016,
http://www.eluniversal.com.mx/blogs/observatorio-nacional-ciuda-
dano/2016/02/5/pobre-investigacion-de-fosas-clandestinas
94
Véase Joseph Cummins, The World’s Bloodiest History. Masacre,
Genocide and the Scars the Left on Civilization, Beverly MA, Fair
Winds Press, 2010.

98
OQUEDAD DOLIENTE. EL ESPACIO DE LA FOSA COMÚN

de manera corriente o integrarla a los ejes normalizadores de


la existencia compartida, y sumarla a la omisión o ausencia
del conocimiento filosófico. Así que, con ello, atajemos cual-
quier suposición que neutralice o banalice el acontecer de la
fosa común, como si se tratase, por su constancia, de un acci-
dente o incidente regulado en nuestra forma de vivir porque
es algo que la humanidad siempre ha hecho o desde siempre ha
existido.
Comprendamos que en esta línea el problema no se reduce
a la relación del pensador con los paradigmas humanísticos
de su comunidad, sino que, más a fondo en México, estamos
ante nuestra incapacidad exponencial como colectivo social
de tratar con los acontecimientos de violencia extrema al no
poder siquiera discurrir sobre ellos en el esclarecimiento y
comprensión de problemas actuales; reduciendo todo a una
frívola consternación de sucesos filtrados o enmudecidos por
los medios de comunicación. Por tales motivos, no es extraño
que en muchos foros y por muchos lados se encuentren
académicos impertérritos, que no sienten el temor ni la con-
dolencia ante la desproporción del sufrimiento y deforma-
ción de un territorio que se fija entre nosotros o, mejor aun,
que nos es circundante95 como paisaje de dolores o como
nuestro espacio doliente, común ante tanta fosa.
Apuntemos que la fosa común a la que nos referimos
la denominaremos «oquedad doliente», la cual no preexiste
en el espacio, no es un espacio absoluto, puesto que está
constituido por aquellos a los que se ha dado muerte de
manera deliberada: cuerpos que hacen ese espacio en cuanto
tal; puesto que la fosa no es algo en-lo cual, la fosa es lo-cual:
una espacialidad construida con la vulneración de indivi-
dualidades que son integrantes/constituyentes de su propio
espacio.

95
Véase Martin Heidegger, Ser y tiempo, Madrid, Trotta, 2009,
parágrafo §16. «La mundicidad del mundo circundante».

99
nuestro espacio doliente

La infra-estructura producida como ejercicio de muerte


dolosa en el espacio colectivo (oquedad doliente) no debe
homologarse con aquellas otras que se abren en momentos
específicos. Nos referimos a dos infraestructuras específicas:
i) La fosa común cavada en momentos de contin-
gencia sanitaria (que pueda poner en riesgo la salud
física y o mental de la comunidad ante la dispersión
de epidemias, o ante catástrofes naturales que puedan
tener la exposición de cuerpos una repercusión en la
sanidad mental), tal como lo indica la Organización
Mundial de la Salud en su intitulada «Nota Técnica
número 8. Disposición de cadáveres en caso de emer-
gencia».96 Manual que particulariza las condiciones,
ponderando las situaciones de riesgo, pero, sobre
todo, la redacción de dicho escrito es insistente en
el trato respetuoso en todo momento de los cuerpos;
siempre acorde con los ritos y costumbres mortuo-
rias, así como con el consentimiento informado de la
comunidad, ya sea en relación con procesos de ente-
rramiento o incineración. A lo que se recurre común-
mente, se afirma, es a los enterramientos masivos o
fosas comunes, derivado del largo proceso de consu-
mación y falta muchas veces de combustibles para
efectuar la incineración de cuerpos.
ii) La fosa común como oquedad doliente por la
violencia ejecutada no debe tampoco homologarse
con la hoyancada (también enunciada como la huesa
o la hoya) que tiene lugar en el espacio civil destinado
para ello: el cementerio. En este caso la hoyancada
–término en español que nos sirve para distinguir
aquí la fosa común que analizamos– es una varia-

96
Véase oms, «Disposal of Dead Bodies in Emergency Conditions»,
op. cit.

100
OQUEDAD DOLIENTE. EL ESPACIO DE LA FOSA COMÚN

ción del entierro individual en un espacio legítimo,


pero que en ese caso se dispone para el depósito
de cadáveres que no pueden ser identificados ni
son reclamados. La hoyancada se abre y se cierra
para recibir los cuerpos sin nombre como parte de
su propias funciones infraestructurales.97

En nuestro caso, eso que llamamos fosa común no corres-


ponde ni a la (i) contingencia sanitaria (ii) ni a la hoyan-
cada del cementerio civil. Si se advierte, hace años que se
han exhumado varias fosas comunes en México, lo cual
involucra una pregunta sobre la violencia y los muertos
que se ha ido complejizando una y otra vez: ¿qué es una
fosa común?

2. La fosa común que pensamos es parte integral de un


proceso y una forma específica de violencia homicida
dolosa en el espacio colectivo, la que ha de ser advertida en
todas las dimensiones de la deliberación y elección de los
perpetradores que ocasionan daño, dolor, sufrimiento a sus
víctimas, todo lo cual afecta de manera frontal no única-
mente a las víctimas de la fosa, sino también al orden de
las relaciones vitales que la situación de existencia implica
para cada quien (la corporalidad-espacialidad, tempora-
lidad, co-relatividad, sentido, historia, legalidad, etcétera).
Esto es, la excavación cuya apertura busca la oclusión
definitiva de los cuerpos, así como su olvido del espacio
común habrá de contar con la meditación del dolor que
es constitutivo de todo acto de violencia homicida dolosa,
con las relaciones y aristas de esos dolores producidos, no

97
Véase la tesis de Moisés Romero Castro sobre el tema del estatuto
jurídico de las fosas comunes en México dentro de los cementerios.
(Consideraciones filosóficas sobre la violencia y la comunidad desde el
fenómeno de la fosa común, Puebla, ffyl-buap, 2015.)

101
nuestro espacio doliente

únicamente en el sujeto doliente inmediato, sino también


en la consideración y conmoción de dolientes que nues-
tras relaciones amplían por nuestros nexos colectivos y
humanos. A esto es a lo que llamamos «espacio doliente».
Un espacio creado por las relaciones e interacciones de la
deuda ante la oquedad, en este caso.
Porque la violencia ejecutada en producción de la oquedad
doliente no es privativa de la victimización de aquellos otros
ahí arrojados a la excavación térrea (terrae cavitas), sino de la
deconfiguración de nuestra manera de ser en el mundo, en
la tierra con los otros, nuestro modo de habitar «referidos
a». Espacio doliente nuestro porque si lo miramos deteni-
damente se trata de variaciones factuales tanto semánticas
como cualitativas de la tumba, sepultura, hoyanca y fosa
común, remiten a un más allá de la dimensión, a un más allá
de la materia extensa del espacio; su acontecimiento pone
en crisis conceptos homogéneos, homoloidales, isotrópicos,
continuos, tridimensionales como son vacío, latitud, cavidad,
forma, pero, en última instancia, nos cuestiona sobre el
espacio mismo y sobre la situación espacial de nuestra exis-
tencia en relación con la tierra como posibilidad de habitar.
Porque el espacio que creamos, que habitamos, no pre-
existe a nuestra vida, sino que se forma con nuestra manera
de construir y referir esta aproximación, este distancia-
miento, esta sonoridad y este silencio, ese estar aquí y allá.
Lo que hace la violencia es deformar con la deprivación y
este dejarnos sin tierra como espacio de referencia. No es
un desplazamiento sino un ser-sin-tierra, vivir a-terrado por
la negación de espacio de referencialidad que produce la
violencia.
La oquedad doliente no está, en fin, en el espacio, sino
que con ella se produce una forma de espacialidad muy espe-
cífica: la oquedad, la existencia arrojada en la excavación y
el doblamiento del espacio en el dolor como astringencia de
todo paisaje de referencia.

102
OQUEDAD DOLIENTE. EL ESPACIO DE LA FOSA COMÚN

En este sentido, remito al rebase de un discurso que fluye


por debajo del serpenteante discurso jurídico, político y
mediático, o bien a contracorriente del geométrico y topo-
lógico sobre la fosa común: es el discurso necropolítico que
asegura que cada «fosa común» encontrada en el país no es
solo clandestina por estar en donde no debe estar, sino por
contener supuestos clandestinos (integrantes de grupos crimi-
nales); lo que opera es el dispositivo de criminalización que
exime de responsabilidades ministeriales, legales y ejecutivas
que aclaren los hechos y señalen al victimario en la auto-
rrealización del crimen de esta infra-estructura: contenedor
y continente por sí de criminales que es la fosa clandestina
en sí.
Con esto, pretendemos indicar que tanto el tiradero, así
como otros gramemas emergentes para este espacio doliente
oquedado (sic.), tales como fosas clandestinas, cementerios ile-
gales y narcocementerios, refieren no solo a la pluralidad sino
también a un proceso de descualificación y desconsideración
de las víctimas que persevera en la frontal disolución de la
individualidad, en la dislocación y en el abatimiento de su
memoria; así como el torcimiento de las consideraciones
sobre la vulnerabilidad constitutiva, por cuanto la evidencia
fáctica, no solo de que somos mortales sino que devenimos
matables, y aun más, pues estamos ante el fenómeno de
la destrucción o crimen ontológicos del cadáver victimado;
dado que la violencia en estos casos no termina en el confín
de dar muerte al otro, sino que se mantiene, se extiende, en
una violencia absoluta: una falta de condolencia y considera-
ción a la integridad corporal con la exposición, el desmem-
bramiento, los ácidos, el fuego…
Una «física del horror»98 que excede a la amenaza de
muerte, y que no satisfecha con matar persigue la destruc-

98
Véase Adriana Cavarero, Horrorismo. Nombrando la violencia con-
temporánea, Barcelona, Anthropos, 2009, p. 25.

103
nuestro espacio doliente

ción de la unicidad del cuerpo y se ensaña en su constitutiva


vulnerabilidad (a esto que el griego llamaba aikizeín: el acto
de ultrajar, envilecimiento y encarnizamiento del cadáver).99
Allí en donde se pone en acto no solo el fin posible de la
vida humana, sino el confín total de la condición nuestra.
La violencia absoluta o crueldad100 que testimonia la inten-
sificación de cada descubrimiento de fosa común, en nues-
tros días cercanos, expone el inasumible sufrimiento expe-
rienciado en la masacre y tormento de la ejecución de que
fueron sujetos los victimados. ¿Qué significa la oquedad de
la fosa excedida por cuerpos vulnerados en esta física del
horror? El exceso es ante el umbral no solo de la privación
de vida, la defunción; sino que consiste en una transmuta-
ción absoluta en donde el cadáver es a la vez instrumento
y objeto de envilecimiento;101 transmutación que los ritos
fúnebres contienen en una transición paulatina en el desale-
jamiento del otro de esta tierra para ir a dar entre la tierra y
nosotros, para ser en-terrado.102

99
Agradezco a Gerardo Castro (joven investigador de la ffyl de la
buap) la remisión a aikía en la obra de Jean-Pierre Vernant; véase de
este autor El individuo, la muerte y el amor en la antigua Grecia, Bar-
celona, Paidós, 2001, p. 71 y ss.
100
Véase Wolfgang Sosfky, Tratado sobre la violencia, Madrid, Abada,
2006, p. 88 y ss.
101
Cf. Jean-Pierre Vernant, El individuo, la muerte y el amor en la
antigua Grecia, op. cit., p. 71.
102
Uno de los testimonios literarios de Occidente más relevantes, en
relación con los muertos (enemigos), se registra en Las suplicantes de
Eurípides: ellas, quienes piden, suplican el derecho sagrado de sepul-
tar a sus hijos (caudillos caídos en batalla), que no pueden quedar
a la intemperie y a la humillación de ser comidos por los animales
carroñeros: «Devuélveme a mis hijos, no dejes los miembros de los
muertos en manos de la muerte que los miembros desata ni como
bocado de fieras montaraces» (Eurípides, Las suplicantes, Madrid,
Gredos, 1978, parráfos 44-45). Aunque el respeto a los muertos y la

104
OQUEDAD DOLIENTE. EL ESPACIO DE LA FOSA COMÚN

Por ello, y en contraste –como hemos anotado líneas


arriba–, el abordaje teórico sobre la oquedad doliente, uno
posible, se da desde el marco referencial de un aconteci-
miento de interrupción. Una comunidad que antes que su
progreso histórico, satisfacción o su desarrollo económico,
tiene que volver sobre su desdicha constitutiva,103 sobre
el dolor, la deuda y los deudos, y preguntar qué hacer, qué
hacemos, cómo nos hacemos un mundo, una tierra, un terri-
torio común ante tanto sufrimiento infligido, ante la transmu-
tación instrumental de la violencia en la crueldad expuesta;
porque la inquietud que opera detrás de una oquedad térrea
llena de cuerpos es la afirmación de una muerte que es
o se quiere anónima, fragmentaria, inasumible, indolente y
olvidable.
Deberemos repensar si no estamos ante una sucesión de
actos que reclaman la atención dedicada de la universidad,
la academia y todos aquellos que en conjunto colaboren
en el esclarecimiento necesario ante la oquedad doliente.
Porque ¿acaso la construcción de un espacio común para
habitar no habrá de contar y hacer frente a la violencia de
la que aquí hablamos? Esta que asoma como un conjunto
de factores, elementos, acciones, instrumentos, consecuencias que
se dirigen en su empleo o amenaza para intervenir el espacio
compartido, promoviendo dolor en aquellos a quienes se dirige
una fuerza excesiva deliberada. Pero, aunado a la conjunción
de la violencia, deberemos enfatizar el dato de que el espacio
no puede asentarse en la horizontalidad del paisaje y la ver-
ticalidad de las personas en pie; el territorio común deberá

petición de ritos funerarios se reitera en la literatura griega: en Ilíada


con los cuerpos de Patroclo y Héctor; el cuerpo de Ayax en la tragedia
homónima de Sófocles y del mismo autor trágico el cuerpo de Poli-
nesias en Antígona. Resulta contrastante con una comunidad como la
nuestra sin la energía de una benignidad que clame por la considera-
ción hacia los cuerpos victimados.
103
Cf. Jean-Luc Nancy, Ser singular plural, op. cit., pp. 9 y ss.

105
nuestro espacio doliente

pensarse también en y desde la zanja, la barranca, el hoyo, la


fosa, en suma, la oquedad de nuestro espacio en que reclaman
espacio los deprivados de espacio, los cuerpos excedidos y la
diseminación del dolor entre aquellos que formamos esta
comunidad territorial de fosas comunes.
Debemos pensar la comunidad, el sometimiento, la nuli-
ficación de todo rastro de la condición humana que integran
ahora los actos de violencia homicida: un umbral en donde
todo puede pasarnos; en donde el mundo, el cuerpo, la vida
son alterados hasta perder sentido, hasta alterar el significado
frente a un espacio doliente, un espacio de terror, una defor-
mación de la existencia en lo a-terrador.

***

La oquedad doliente es problema, pero debemos ir más


allá, debemos ir a la problematicidad de la violencia feroz
en México. Los procesos de violencia homicida dolosa
reclaman no solo más policías, más peritos y sus recientes
manuales de cómo localizar una fosa común, sino también
nos vemos exigidos para esclarecer nuestra relación en y
con el espacio entre los otros, este habitar desde el dolor
infligido y la crueldad en la física del horror; pensar formas
de la memoria, creación y gestión de paradigmas culturales
ante un espacio colectivo cada vez más crimonógeno, más
subjetivizado en su ser-matable y proclive a ser seguritizado
detrás de los muros del fraccionamiento, de ser controlado
con la videovigilancia, y administrado desde el terror y el
horror.
Esclarecer la fosa común, como lo exigen los lincha-
mientos, los tormentos, los colgamientos públicos, extermi-
nios, y ese repertorio de lamentables enunciaciones-acciones,
esta conformación del espacio doliente en su conjunto, es
pensar, en fin, esclarecer la comunidad que somos ante cada
oquedad producida.

106
LA SONORIDAD Y EL LLANTO

La voz es sonora, qué duda cabe. En la sonoridad de la voz


destaca el complicado sistema de relaciones que la potencia
y la velocidad, la magnitud y el volumen, la resonancia y
la reverberación acogen. Tal vez el estudio acústico de las
longitudes de onda, su frecuencia y su periodo nos basta-
rían para hacer un extenso análisis de un fenómeno que
por natural nos parece propio de la constitución dada.104
Pero la voz ¿qué es una voz? ¿En realidad es algo tan
natural, tan dado de suyo por ser tenencia nuestra? «Toda
lengua es un eco de la común naturaleza del hombre. El
acuerdo originario entre el mundo y el hombre sobre el
que se apoya la posibilidad de todo conocimiento», escribe
Humboldt.105 Porque, efectivamente, la voz: flexible, única,
elástica, plástica, moldeable, tan prehistórica como histó-
rica, pero fundamentalmente mundana; pues hasta en el
sonido no articulado o palabra murmurada tendríamos que
reconocer la creatividad de la voz que hace de la lejanía,

104
Cf. Kreiman Jody, Diana Sidtis, Foundations of Voice Studies. An
Interdisciplinary Approach to Voice Production and Perception, Malden,
Willey Blackwell, 2011, p. 45 y ss.
105
Wilhlem von Humboldt, Gesammelte Schrifen, Berlín, BAW,
1903, vol. iv, p. 26, citado por Michael Losonsky (ed.), Humboldt:
«On Language»: On the Diversity of Human Language Construction,
Cambridge, University Press, 1999.

107
nuestro espacio doliente

aproximación. Es verdad: la voz tiene velocidad porque se


desenvuelve en un espacio alterando sutilmente la espa-
cialidad en su tránsito: energía sin materia espaciando,
ondulando el elemento en que se genera.
Una voz por vez: la tuya, la mía; una voz que no se
resuelve en lo que dice ni en cómo lo dice. Porque hay voces,
sí: timbres, colores, tonos, duraciones diversos. Pero hay
todavía más. Tal vez una aproximación a nuestra voz, a la
voz de cada cual, podría revelar la transformación que los
años trae consigo;106 una revelación de impacto más allá de
los fotogramas en los cuales nos buscamos y reconocemos.
Porque nuestra voz ha sido más aguda de lo que es ahora,
probablemente una voz menos matizada, menos formada,
tal vez, quizá, una voz más fresca –quién lo sabe–, porque
definitivamente también ella se transforma con los años.
Pero no hay ella. La voz es mi voz… yo estoy, soy en
esta voz, lo cual quiere decir que soy esta sonoridad. Phoné
decían los griegos. Mi sonido es poli-fónico, porque, al final
de las cuentas, la voz, mi sonido es la diversidad de cosas
que expreso a cada momento: cuando quiero algo, cuando
busco a alguien, cuando pretendo que me vean desde el otro
extremo de la calle… Mi voz es entonces en cada sonido y
en cada cual distinto: porque hay veces que mi voz resuena
no solo cuando quiero, busco o pretendo, sino también
cuando digo cosas que no tendría por qué decir: emisiones
sonoras aparentemente inútiles que forjan matices distintos:
un poema, una idea, una pregunta. Quizá una idea dicha en
el aula, un poema recitado al oído, una canción tarareada
en la ducha, alcanzan a indicar esto de que mi voz es poli-
fónica, no porque se dé en diferentes espacios, sino porque
esa voz hace del espacio algo distinto: lo espacia, lo activa

106
Cf. Kreiman Jody, Diana Sidtis, Foundations of Voice Studies… op.
cit., p. 160.

108
LA SONORIDAD Y EL LLANTO

como espacio traído a la acción sonora; pues la voz no es en


el espacio, sino que el espacio es otro en la voz.
Cada cual dice su voz. Aunque pocas veces existe la idea
de con-vocar a la voz misma, de preguntar por ella a través de
ella, de advertirla, de descubrir en nuestra resonancia la mara-
villa de su vibración, el portento del imago voce, es decir, del
eco mismo en que se extiende y diluye nuestra foníai. Siempre
entre otros y siempre dada a otros, la voz (syn-fónica rela-
ción), cuya acción consiste precisamente en ser expresión,
ex-puesta, puesta en el espaciamiento de su enunciación,
esta voz se extiende siempre más allá de sí, es decir, más allá
de mí.
Lo cual quiere decir que la voz no puede in-vocarse a
sí y por sí misma, pues la vocación sonora de la voz es el
mundo: su vibración longitudinal o transversal nos señala
sus posibilidades de hacerse espacio entre los intervalos del
ruido y silencio, de crear espacio en su trayecto hasta la
resonancia de las otras voces; pero también mundana la voz
es en sus limitaciones, pues tan humana como finita, la
voz es frágil, unidireccional e instantánea en su expresión.
Expresar es imprimir voz al mundo. No se trata de decir el
mundo (como si este ya estuviese ahí) sino que el mundo
viene a ser, y es otro, impreso, delineado y sonoro, convocado
por la voz y hecho sonido en y entre los pliegues, así como
por las tesituras de cada expresión: aquí la huella del nombre,
la firma del timbre, el alcance de lo expresado. A la materia,
a la tierra y al árbol, a la estrella y a la luz, nuestra voz les da,
mejor dicho, las dona como sonoridad en su presencia a la
escucha del otro.
Sin embargo, amantes de lo eterno, firme y fijo, la voz
humana siempre ha sido puesta bajo sospecha por los seres
históricos: considerada efímera, etérea e inestable como
vehículo de transmisión, o como centro de reunión, la

109
nuestro espacio doliente

voz cedió ante la piedra y el papel, y la sonoridad a la inter-


pretación de lo escrito.107
Pensar la voz es vérselas con la vocación problemática.
La filosofía, cosa de palabras, obra de palabras declaradas,
abiertas y siempre puestas en cuestión por constitución
propia. El hombre y la voz, la idea y la sonoridad, hallan aquí
el centro de su problema cuando pensamos al ser humano,
ya no desde el nombre y la sintaxis, sino desde el gemido y al
llanto, desde el dolor y el sufrimiento. La pregunta entonces
es ¿qué hacemos?… mejor, ¿cómo nos la habemos108 (nos
tenemos y damos) con la voz que nos exhibe de esta forma
el mundo, es decir, que nos hace patente un territorio, una
situación, un espacio de dolores infligidos? Si la sonoridad es
la huella de la distancia y el espaciamiento, de la velocidad y la
frecuencia, de la longitud y la transversalidad compartida, así
como diversamente común, entonces ¿cómo es la comunidad
en la voz? ¿Es posible dicha comunidad?
De esta manera, habrá de tomarse en cuenta que echados
por tierra las promesas, los esfuerzos y los sueños entorno a
una comunidad plena de sentido y bienestar, de progreso
y de inagotables recursos, ha estallado en nuestro tiempo
el impulso por cuestionar si estas formas de comunidad
que conocemos –o pretendidamente conocemos– son las
únicas posibles, y habrá, o bien, que resignarse ante ellas o
precipitarlas hasta el colmo de sí mismas, dado que lo que
gravita de fondo es si será posible pensar lo imposible de
otra comunidad; entonces, ¿cómo habrá de delinearse

107
Cf. Marshall McLuhan, La galaxia Gütenberg. Génesis del homo
typographicus, Buenos Aires, Aguilar, 1969, p. 42 y ss.
108
Utilizo la primera persona del plural del presente de indicativo del
verbo haber para comprender esta forma de tratar, de estar en trato
con la voz, el mundo y el ser, pues tratamos con lo que se tiene y en
esas maneras de ser tenido.

110
LA SONORIDAD Y EL LLANTO

ese pensamiento? ¿Cómo habrá de vivirse en una u otras


comunidades posibles?109
Resalta, nuevamente, la deconstrucción de la metafísica
de la comunidad que Jean-Luc Nancy abrió –como hemos
dicho páginas antes–. Los elementos de una deconstrucción
frontal que tomó elementos con y contra Aristóteles, Platón,
Hobbes, pero también de cara a Heidegger, Blanchot,
Bataille y toda una tradición filosófica que asumió como ejes
y vectores a la comunidad y la continuidad, bajo una pers-
pectiva compartida bajo la metafísica de absolutos, invisibles
y estáticos. Para Nancy:

Se trata de aproximarnos a partir de ahora a esta cuestión


con Bataille, a causa de Bataille –y de algunos otros–, pero,
ya se ha comprendido, este no es el trabajo de un comen-
tario de Bataille, ni del comentario de otro cualquiera:
pues la comunidad, sin duda, jamás fue pensada. Tampoco
es que pretenda, a la inversa, forjar yo solo el nuevo dis-
curso de la comunidad. Porque no se trata ni de discurso ni
de aislamiento. Sino que trato de indicar, en el límite, una
experiencia –tal vez no una experiencia que hacemos, sino
una experiencia que nos hace ser. Decir que la comunidad
nunca ha sido pensada, equivale a decir que pone a prueba,
en nuestro pensamiento, y que no es un objeto suyo. Y aca-
so no debe volverse tal.110

Se abren, de esta manera, las interrogantes y problemáticas


que la comunidad y las metamorfosis de la relación entre
los singulares. Estamos en una puesta a prueba del pensa-
miento y de los medios posibles con los cuales cuenta el
filósofo en nuestros días; probablemente, el medio más

109
Giorgio Agamben, La comunità che viene, Turín, Einaudi Ed.,
1990, p. 59.
110
Jean-Luc Nancy, La comunidad desobrada, Madrid, Arena, 2001,
p. 53.

111
nuestro espacio doliente

importante y cada vez más extinto en el filosofar: la inno-


vación y lo inaudito de la pregunta. Como vemos, para
Nancy, y para nosotros, la tarea no es en tal sentido «de
hacer, ni de producir, ni de instalar una comunidad».111 No
más la exigencia de un obrar permanente que favorezca la
producción discursiva (histórica y política) de comunidad,
ni la labor desesperada por re-construir los lazos de un
fraternocentrismo que nunca existió. Aquí, hacia el 2016,
pasados los humanismos, comunitarismos, teorías de la
comunicación por las rupturas del siglo xx, es que hemos
arribado a la pregunta sobre la comunidad, sobre lo que
es ser-en-comunidad más allá de metafísicas comunionales
o de complejas teorías de la transubjetividad, que harían
de la comunidad una entidad por la cual queda justificada
cualquier sacrificio, y convertirían al singular humano en
un individuo atomizado y suprimible ante la implacable
marcha de la historia, de los grandes acontecimientos
que han nulificado la existencia de los individuos en aras
de la gloria y honor de la comunidad hacia un futuro inde-
terminado pero deseable. La comunidad que suponemos
vivenciar es tan abstracta como inexistente, esa que exigió
la sangre y carne para ser lo que es: un definitivo vacío, una
oquedad, un paisaje y la verticalidad de dolencias y llantos
que delinean guerras civiles, conquistas, colonizaciones,
independencias, revoluciones…
Acallado el logos gradilocuente y la logicidad de la parti-
ción sonora en la geometría de las relaciones humanas, quizá
nos sea posible atender eso que la filosofía, a lo largo de la
historia, no ha podido conceptualizar: la voz (phoné) que se
ofrece en el grito y el quejido de aquellos que han tenido que
sufrir por una comunidad insaciable de futuro por cuanto
irrealizable en sus obras.

111
Ibid., p. 67.

112
LA SONORIDAD Y EL LLANTO

Tómese esta idea como una proyección conjunta de dos


aspectos ante la comunidad: la de una metafísica de la expre-
sión emprendida por la fenomenología de Eduardo Nicol y,
la otra, los alcances de una antropología política de la rea-
lidad sonora en la partición del espacio que traza Rancière
en su obra El desacuerdo.

***

Nicol sostiene la legitimidad de una metafísica de la expre-


sión sustentada en la condición expresiva de lo humano,
que no se reduce a los esquemas predicativos de la realidad,
sino que se amplía a la manera de señalar, de habérselas con
el Ser y con su ser. Expresar, será para Nicol, movimiento,
moción sonora compartida: con-moción. El fenómeno de
la expresión debe entenderse en la actividad de intrínseca
correspondencia ante el otro expresivo. Nicol lo muestra
bajo la imagen del ser de la expresión como «expresor-
impresor», esto es, que el ser de la expresión es un
ser impreso porque todo deja su huella en él, su mismidad
es en la alteración de su ser por las expresiones de los otros;
pero el ser de la expresión es también impresor porque

su posición ante el ser no es meramente receptiva. Expresi-


vidad no es pasividad; es una actividad en la cual el hombre
se exprime a sí mismo, incluso cuando meramente refle-
ja lo recibido. Los actos propios, a su vez, ejercen presión
en los demás, dejan su huella impresa y provocan las correla-
tivas expresiones. La expresión no se comprende sino como
un fenómeno de correlación. Una esencial correspondencia
de actividades. Coexistencia es reciprocidad: conjugación de
impresiones y expresión.112

112
Eduardo Nicol, Crítica de la razón simbólica, México, fce, 1980,
p. 46.

113
nuestro espacio doliente

En sentido estricto, en la obra nicoliana, el hombre no solo


expresa sino que es él mismo expresión: ser de la expre-
sión que dispone de una diversidad de formas simbólico-
vocacionales para interpretarse y comprenderse en el
mundo, para situarse en la proposición de su ser, formando
un orden coordinado con los actos ajenos del pasado.
El despliegue teórico y carácter revolucionario que
muestra el sistema de la metafísica de la expresión en la obra
nicoliana destaca por su claridad y amplio horizonte de pro-
blemas categoriales. Por tal motivo, sus aciertos y errores, sus
ajustes y avances en cinco décadas de desarrollo deben con-
siderarse desde la idea de una obra inacabada, por cuanto
fundamentada en un fenómeno marginado por la metafísica
de la razón en sus sistemas lógicos:

El programa de esta obra no abarca el desarrollo comple-


to de una ontología del hombre. Tampoco puede incluir
los temas de una filosofía de la expresión, la cual aunque
fundada ontológicamente en los términos presentes –deri-
varía y será conveniente después esta derivación– hacia los
campos especiales de la estética, la ética, la teoría del cono-
cimiento, etcétera. Hemos de confinarnos por ahora en el
tema de la expresión desde el punto de vista estrictamente
ontológico.113

Algo permite suponer entre todo esto que la incapacidad


nuestra de categorizar el sufrimiento, el dolor o el llanto
a lo largo de la historia, se debe al previo sometimiento
de estas experiencias a expresiones indignas de entrar en
los cuadros de la historia, se debe no solo a esa parti-
ción y ordenación del espacio político, sino a aquello que
señala directamente Nicol: que la filosofía ha soslayado el
fenómeno de la expresión cuando este no se consideraba

E. Nicol, Metafísica de la expresión, México, fce, 1957, pp. 214-


113

215.

114
LA SONORIDAD Y EL LLANTO

racional bajo los parámetros del principio de identidad, de


la fantástica adecuación entre la cosa y la palabra, o de una
metafísica de la razón que inmovilizó, invisibilizó y eter-
nizó la consistencia ontológica de lo real, ante el fenómeno
del movimiento, el cambio y la distancia que implica la
sonoridad expresa, como lo implica toda esta realidad. Esa
filosofía de la expresión aplazada se evidencia ahora como
la necesidad de una filosofía sonora, fonética.
También hace unos años, en una sorprendente relación
argumentativa con Nicol –pero desde la filosofía en su
reflexión sobre la política–, Rancière esclareció que la afirma-
ción del zoon logón aristótelico, ha sido el punto de quiebre
para decidir la partición del poder.114 El logos, la palabra
tiene la posibilidad de deliberar sobre lo justo y lo injusto, lo
bueno y lo malo, es decir, a ello pertenece el marco político
y regulador de la existencia; mientras que a los animales y a
amplios sectores de individuos sin logos corresponde única-
mente tener voz (phoné), que se reduce a la expresión del dolor
y el placer.115

114
Afirma Aristóteles: «La razón por la cual el hombre es un ser
social, más que cualquier abeja y que cualquier animal gregario,
es evidente: la naturaleza, como decimos, no hace nada en vano y el
hombre es el único animal que tiene la palabra (lógos). Pues la voz
(phoné)es signo del dolor y del placer, y por eso la poseen también
los demás animales, porque su naturaleza llega hasta tener sensación
de dolor y de placer e indicársela unos a otros. Pero la palabra es
para manifestar lo conveniente y lo perjudicial, así como lo justo y lo
injusto. Y eso es lo propio del hombre frente a los demás animales:
poseer, él sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto,
y de los demás valores, y la participación comunitaria de estas cosas
constituye la casa y la ciudad». (Política, 1253a.)
115
Jacques Rancière, El desacuerdo, Buenos Aires, Nueva Visión,
1996, pp. 16-17.

115
nuestro espacio doliente

***

Pensar la comunidad y la voz, implicaría, hoy, pensar la


singularidad y la memoria, la verticalidad cavada y el llanto
expresado, trazar una filosofía sonora que deconstruya los
grandes acontecimientos colectivos, que dé volumen a
los eventos singulares y muestre los sonidos que no han sido
tematizados por ser despreciados al interior de un humanismo
centrorracionalista y de una metafísica de la comunidad.
¿Qué posición deberá tener la voz en la metafísica?
podríamos preguntar. No obstante la pregunta debe
reconsiderarse, porque la ontología como la conocimos
desde Parménides hasta Hegel no puede hacer espacio a
la vocación sonora; la metafísica misma deberá replan-
tearse bajo una deconstrucción de su historia de cara a la
phoné; pues ante ella no puede tomarse una posición, sino
que ha de atenderse como un constituyente de nuestra
condición expresiva. Por lo que a la deconstrucción del
cuerpo, del tiempo, del espacio, la comunidad, se suma la
deconstrucción de la voz, tarea aplazada o dejada al marco
de la reflexión biológica, etnológica y política; y que en
este sentido resalta para pensar nuestro espacio doliente.
Pensar lo que se ha dejado en los umbrales, a las puertas de
la polis y la politicidad de un ser que tiene palabra (lógos)
insonora, a-fónica.

116
LA CIUDAD-UNO
Y UMBRALES DE EXCLUSIÓN

Lo uno

¿En dónde inicia y en dónde termina una ciudad? Esta


pregunta no solo interroga por los trazos que cualquier
mapa o dispositivo de geo-posicionamiento digital
pueda brindarnos. Cómo veremos, el inicio y término
de una ciudad no puede resolverse en la linealidad que
circunscribe o traza los límites. En la actualidad sabemos
de ciudades que se extienden, se desbordan más allá y a
pesar de sí: tan incontenibles e incontrolables no única-
mente en su incremento cuantioso de materia que posee
su desarrollo urbano, esto es, su venir a ser más en la masa
y lo exponencial de su masificación; sino también que una
ciudad se incrementa en la forma enérgica de la velocidad
en las unidades de tiempo, o sea que estas ciudades viven
aceleraciones específicas en dinámicas de ritmos propios.
El movimiento de sus habitantes, así como de las trans-
misiones y transportes ha hecho de la ciudad un espacio
de velocidades relativas: desplazamientos que transitan en
la extensión territorial de la geofísica.116 Se trata de una
incesante interrupción de atracciones y expulsiones, movi-
mientos centrípetos y centrífugos que trasponen a estos

Véase Paul Virilio, Ciudad pánico, Buenos Aires, Libros del Zorzal,
116

2004, pp. 69-77.

117
nuestro espacio doliente

sujetos citadinos para estar dentro y fuera de reconoci-


mientos en procesos de reordenación de su lugar propio
(laboral, social, cultural, político y económico).
En esta vasta relación que mantiene el citadino con la
masa, energía, velocidad, aceleración y extensión territorial
de la ciudad, la pregunta entonces sería qué es lo que hace
a una ciudad ser… una. Es decir, en la pluralidad de loca-
lizaciones, posiciones, intereses que radican y transitan en
cada individuo, en cada casa, barrio, en cada zona, ¿cómo es
posible decir que ellos son, aun en su manera de ser propios,
parte de esta ciudad-uno? ¿Cómo es que la ciudad mantiene
su unidad en lo diverso y su permanente transformación? y,
además, ¿cómo es que lo diverso-cambiante, singular y colec-
tivo, participa de la unidad sin fraccionar lo uno? Parece
imposible, a estas alturas de la historia, inclinarnos a pensar
en un sustrato o sustancia que desde el centro hasta los
bordes de la ciudad esté inserta o emane, recorra y cohesione
de manera homogénea a las partes, haciendo una partición
equitativa de la ciudadanía para incluir a todos por igual.117
Si ello es así, ¿de dónde proviene esa idea de la común unidad
en la que a todos nos toca ser parte?
Si lo vemos detenidamente, la inclusión, concepto caro
a la teoría política contemporánea, privilegia no esa parti-
ción de la ciudad, sino la participación ciudadana; es decir,
la ciudad se muestra entonces, teóricamente, como espacio
común en tanto que posibilita el ejercicio y cumplimiento de
derechos, libertades y obligaciones de las partes en el marco
referencial y de reconocimiento de un sistema político de
pertenencia en particular y del espacio público en general.118

117
Cf. Jacques Rancière, En los bordes de lo político, Madrid, La cebra,
2007, p. 38.
118
Cf. Mario Constantino Toto, «Participación ciudadana», en Juan
Carlos León y Ramírez et al., Ciudadanía, democracia y políticas públi-
cas, México, unam, 2006, p. 509.

118
LA CIUDAD-UNO Y UMBRALES DE EXCLUSIÓN

De este modo, lo que resulta sugerente, prima facie, es la


pista que nos permite interrogar, no sobre la inclusión como
parte de un proceso contemporáneo de democratización par-
ticipativa de la ciudadanía, sino de los múltiples hechos, así
como procesos, de exclusión, de iure y de facto, dados en la
unidad de la ciudad, que por lo mismo cuestionan con su pre-
sencia a esa unidad acelerada, gestora de exclusiones imper-
ceptibles, intensas, breves, amplias, etcétera, ya sean políticas,
sociales y o territoriales en la actualidad.
En todo caso, ¿estas exclusiones son un error en la ecua-
ción de aritmética política del uno y todos, o será que a la
ciudad misma le es constituyente no solo la atracción sino
también la suspensión y la expulsión como una forma de
ser irresuelta del conflicto, de no poder re-partirse por igual
a las partes en un espacio común? Así es que de ese espacio,
cualificado como común, interesa resaltar que, frente al dis-
curso de unidad, la exclusión es una constante. Sostenemos,
consecuentemente, que a pesar de las aproximaciones más
inmediatas, la exclusión y o desplazamiento territorial, es
también la alteración de la posición, de cualquier puesto
posible para el individuo más allá de los límites, llevado a
umbrales de la ciudad una y otra vez; es decir, la disposi-
ción (dispositio) del individuo ante sí mismo, los otros y lo
otro. Consecuentemente, podemos visualizar que ante una
comunidad construida en sus limitaciones territoriales, con
símbolos, instituciones, visiones de temporalidad definidas
(ilaciones históricas y biográficas), se confronta la versión tan
bastarda como larvaria de individuos negados, deprivados de
su identidad y reconocimiento, llevados a umbrales de indi-
ferencia o zonas grises de convivencia (lingüísticas, políticas
y sociales).

119
nuestro espacio doliente

Los muros

Una diferencia evidente ante nuestra reflexión nos exige


salvar distancias. La ciudad de la que hablamos tiene como
antecedente occidental aquellos territorios edificados
como hábitat de un grupo constituido (comunidad) entre las
fronteras de sus muros: la pólis griega y la ciuitas romana119
que son concebidas estratégicamente como ciudadelas
fortificadas. Según el testimonio de Plutarco,120 la funda-
ción de Roma (y después de las ciudades ex novo: Brindisi,
Cesárea Marítima, etcétera) se llevó a cabo de acuerdo al
antiguo ritual etrusco: se trazaba su perímetro –en donde
se edificarían los muros– mediante el Surco fundador (Sulcus
Primigenius) arado por lo sacerdotes (augures) con la ayuda
de dos bueyes. El perímetro, sagradamente trazado, impli-
caba que era simbólicamente infranqueable; por lo que
únicamente había una forma de salir de ese perímetro: por
las puertas de la ciudad. Estas se marcaban en ese mismo
rito fundador cuando los sacerdotes levantaban el arado
para que dicho surco fuera interrumpido y allí se permi-
tiera la salida y el acceso a la ciudad.121
Contrariamente, los límites de la ciudad contemporánea
carecen de masa, de corporeidad. Las zonas metropolitanas
en su estrepitoso intercambio evidencian la evaporación de
los límites de división política que en la Antigüedad fueron
parte integral en la configuración del espacio y la regulación
del mismo. Si es así, entonces ¿es posible sostener la sustan-
tiva unidad de la ciudad frente a la diseminación de las partes

119
Cf. Émile Benveniste, Vocabulario de las instituciones indoeuropeas,
Madrid, Taurus, 1983, p. 234.
120
Véase «Rómulo», en Plutarco, Vidas paralelas I, Madrid, Gredos,
2001, pp. 10-13.
121
Cf. León Battista Alberti, De re ædificatoria, Madrid, Akal, 2007,
p. 176.

120
LA CIUDAD-UNO Y UMBRALES DE EXCLUSIÓN

y la evaporación de los límites de esa unidad? La disolución


de los límites de la ciudad-uno es parte de una tendencia que
alcanza también a las naciones y continentes, pues si bien
los estudios de frontera fueron dirigidos tradicionalmente
a la determinación física y jurídica del límite, así como a sus
funciones de contención, regulación y protección –que se
concentran en los conceptos de territorialidad, poder, Estado
y soberanía–122 prevalece actualmente el reto de redefinir el
papel y las funciones de las fronteras en los espacios abiertos,
ante el emergente panorama global en el que prevalece la
heterogeneidad cultural, el transnacionalismo y la deste-
rritorialización de la geofísica desde la geopolítica.123 Estas
fronteras, de dimensiones variables y complejas (erigidas por
límites naturales o acuerdos bilaterales de carácter jurídico)
se ven afectadas directamente en su configuración a fines
del siglo xx –como sucede con la ciudad–, por la alteración de
las demarcaciones geopolíticas.
Se suma que en los últimos cuarenta años ha sido
protagónico el vasto desplazamiento humano produ-
cido por conflictos bélicos del siglo xx; aunque también
el padecimiento del expolio de los Estados-nación pro-
veniente de dictaduras, segregaciones, limpiezas étnicas,
guerras civiles, intervenciones internacionales, golpes de
Estado, y semejantes, hacen que la densidad de despla-
zados sea agónica de los dramas de Occidente y Oriente
como la confirmación de individuos expuestos ante la
desmesura del poder, así como la movilidad –ante la pre-
sencia masiva de agentes de aceleración: turistas, migrantes

122
Cf. Kaldone Nweihed, Frontera y límite en su marco mundial:
una aproximación a la «fronterología», Caracas, Equinoccio, 1992,
p. 23 y ss.
123
Cf. Arjun Appadurai, Modernity at Large: Cultural Dimensions of Glo-
balization, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1996, p. 29.

121
nuestro espacio doliente

ilegales, trabajadores–, y el desbordamiento ocurrido por


flujos financieros, culturales, virtuales.
Una mirada mínima por las metrópolis del mundo es
la premisa y el reflejo inmediato de esa movilización en
los roces y rechazos, uniones y junturas, del mismo modo
como se ven alteraciones y delineaciones en los mapas socio-
culturales.124 Sobre esto afirma Edward Säid que «la cultura
moderna es en gran medida obra de exiliados, emigrados y
refugiados […] la diferencia entre los exiliados anteriores y los
de nuestro tiempo es (podemos hacer énfasis en ello) la escala:
nuestro tiempo […] es la era del refugiado, de la persona des-
plazada, de la inmigración masiva».125
Pensemos que esta escala masiva va al parejo de la transfor-
mación de la espacialidad (la manera de vivenciar el espacio
que conocíamos hasta ahora) no solo con la imposibilidad
mural de la ciudad, sino que en la transmutación con el
debilitamiento de los mecanismos de identidad nacional, la
conexión y red globales, el control del espacio público en aras
del orden, la recomposición de la corporalidad y el cuerpo,
y los medios de transporte. Pero de frente a este sistema de
movilización territorial y alteración de la espacialidad, ¿no es
quizá que esa fuerza (presente en toda latitud), que somete
a movilización más allá de fronteras o marcos identitarios
contra la voluntad de miles de mujeres y hombres, a pesar de
sus gradaciones y cualidades, muestra una constante que no
puede reducirse a contextos nacionales, sociales, culturales
o políticos? ¿Qué es eso irreductible que se hace manifiesto
en el migrante actual, en el desplazado, en el refugiado, en el
marginado de la ciudad?

124
Cf. George Steiner, Extraterritorial, Madrid, Siruela, 2002, p. 30
y ss.
125
Edward W. Säid, Reflexiones sobre el exilio, Barcelona, Debate,
2005, p. 18.

122
LA CIUDAD-UNO Y UMBRALES DE EXCLUSIÓN

La comunidad

Podemos ver que el movimiento, la de-sujeción del individuo


de la comunidad, recae en la misma articulación edificada
sobre los principios de la idea de comunidad dentro de un
espacio común intra-mural. Así, ese movimiento, ese despla-
zamiento contrasta con la estabilidad de la ciudad (masa
fija en un territorio demarcado por límites y fronteras) y
la relación con el individuo movible, desmarcable de su
puesto vital. Todo ello gravita en la noción de comunidad:
masa y aceleración, fijeza y tránsito.
La comunidad se nutre de aquel espacio-uno entre
muros que corresponde a la idea sustancial de la di-versidad
en reductio ad unum (uni-verso), producto de la «metafísica
comunional».126 Se trata, en suma, de la crítica no solo sobre
las exclusiones e identidades, sino a la par del concepto de
comunidad y los dispositivos que se extienden e intensifican
para hacer a fuerza la común unidad dentro de un patri-
monio territorial fundado. Porque podemos ver en cada
exclusión o desplazamiento individual algo que la idea de
comunidad prevaleciente no nos permite: no se trata de un
individuo, de un átomo resultante, abstracto, producto y
resultado de una descomposición de algo más grande y más
importante que él mismo. La interrupción de la comunidad
y la desarticulación de las identidades es uno de los fenó-
menos por el cual accedemos a la desactivación de una meta-
física de la comunidad, a la idea productiva de la historia, a la
incesante actividad teleológica, progresiva de mejoría común
como rasgo fundamental del ser del hombre y como hori-
zonte de su comprensión, tanto como de la justificación de
todos los actos producidos.

126
Jean-Luc Nancy, La comunidad desobrada, Madrid, Arena, 2001,
pp. 20-21.

123
nuestro espacio doliente

En cambio, desde su espacio umbrío, desde su espacia-


miento exiguo (arrinconado en la ciudad o el mundo), en
su inclemencia reticente a toda simulación, y desde su limi-
tación conceptual y su mediocridad temática, la figura del
excluido nos advierte y desmiente de esa reductio ad unum,
porque en una comunidad hay vectores, dinámicos y com-
plejos, en los que se encuentran, se repelen, se imbrican y
complican los individuos y la comunidad: la vida y el con-
flicto; el deseo de expansión y la economía de la fuerza en
la delimitación; la posición (identidad), el margen (su surco,
su muro), el umbral (la puerta) y el centro de eso que hemos
llamado comunidad.
Las ex-posiciones, las privaciones, particiones y exclu-
siones que desde hace mucho la comunidad –como una
unidad soberana, dominante y duradera– performa como
sus desechos y deyecciones, advierte de un estado perma-
nente de fragilidad que los dispositivos de exclusión y las dis-
posiciones excluidas evidencian: la inestabilidad y flaccidez
de una estructura compleja como la ciudad o el Estado, que
mantiene la tensión y latencia (amenaza) de derrumbarse
sin el mantenimiento colectivo y el sacrificio individual; y,
de igual manera, en esa latencia se muestra la fragilidad de
los individuos excluidos pro-puestos en desamparo cuando la
comunidad dispone de ellos hacia los puestos de exclusión.
Si ello fuese así, ¿de dónde proviene esa idea de la unidad
no solo territorial (ciudad mural) sino también vital que la
comunidad promete?

La reunión

Se trata del problema de la ciudad-uno como comunidad.


Sobre esta, en su extraordinario trabajo en torno a la inda-
gación de las instituciones en las lenguas indoeuropeas,
Émile Benveniste nos ha señalado vías fecundas de reflexión

124
LA CIUDAD-UNO Y UMBRALES DE EXCLUSIÓN

para la meditación. Según Benveniste, la ampliación de los


vínculos familiares, económicos, jurídicos, religiosos y polí-
ticos que modifican una y otra vez las relaciones y modos
humanos en espacios determinados, promueve alteraciones
profundas en la lengua y las formas de su enunciación.
De la casta a la tribu, de la aldea al barrio y de la afilia-
ción a la pólis exponen conformaciones diversas de eso que
llamamos comunidad.127 El incremento progresivo de una
cara-a-cara hasta la abstracción de un espacio vivenciado
inconmensurablemente como es la ciudad. El problema en
ese tránsito incesante se constituyó en la pregunta de cómo
mantener la tensión de relaciones para sentirse obligado a
mantener la relación y su forma.
Entre el universo lingüístico que puede solventar esta
pregunta, y que incide de manera directa en nuestra tradi-
ción, es la trayectoria helena la más indicada, porque en ella
intervienen y se manifiestan transformaciones considerables.
La primera transformación se localiza en la época antigua.
Caracterizada por la conformación de la gran familia, en la
reunión y ampliación de los descendientes. Los hijos que
se casan permanecen cerca del padre y algunas hijas llevan
a sus maridos a vivir al espacio común, el dominio (terreno
y señorío) de la familia. En el dominio todo es compartido,
porque la gran familia es propietaria, y por ello es indistinta
la idea de propiedad o herencia individuales.
La segunda transformación es el establecimiento de la
ciudad común entre los muros (pólis): los grandes señores,
sus haciendas y responsabilidades se trasladan a un espacio
compartido. Esta transformación, según Benveniste, fue
un proceso paulatino que abolió marcos de relación social
anteriores, en pro de divisiones territoriales inéditas.
Las anteriores agrupaciones sociales, fundadas y organizadas

127
Cf. É. Benveniste, Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, op.
cit., pp. 197-208.

125
nuestro espacio doliente

sobre el factor consanguíneo, cedieron ante las agrupaciones


determinadas por el hábitat común: «Este hábitat no es ya
privilegio de aquellos que tienen un origen común. En la
pólis o kôme, es el azar, la guerra o cualquier otra razón la que
ha reunido a los que allí viven»128 entre muros y bajo las leyes
comunes. Los factores de relación son diversos, complejos
y, como señala Benveniste, hasta azarosos. ¿Qué grado de alte-
ración existencial debió ocurrir entre los griegos para confiar
en el otro extraño a su linaje conviviendo en un territorio
cercano, común? ¿Qué regulaciones debieron crearse y, con
ellas, qué disposiciones debieron conformarse para asumir
dichas regulaciones en la pólis? Son esos vínculos de corres-
ponsabilidad, de retracción, de canalización de fuerzas, de
sometimiento, de promoción los que han solventado desde el
principio las unidades sociales y las relaciones que engloban.
Los núcleos familiares, permanentes e inamovibles, como
vemos, son una ficción sociopolítica aristotélica,129 porque
la constante son las fragmentaciones, los entrecruzamientos
de unidades sociales más amplias (phratreías, phylés, thé-
mis),130 que requieren, a la vez, disposiciones más profundas
de regulación y ordenamiento. De ahí que la transforma-
ción llevada a cabo durante siglos, la cual redunda en la pólis
como un complejo de instituciones y relaciones hechas, pero
también en permanente alteración, en el establecimiento de
un territorio común y en las condiciones cualitativas para su
habitación.

128
Ibid., p. 201.
129
Cf. Aristóteles, Política, Madrid, Gredos, 2008, 1252b6-10.
130
Cf. Werner Jaeger, La alabanza de la ley, Madrid, Centro de estu-
dios constitucionales, 1953, p. 18.

126
LA CIUDAD-UNO Y UMBRALES DE EXCLUSIÓN

La puerta, su umbral

Venir a ser, venir a este espacio de la ciudad y a ese mundo


establecido implicaba para el griego algo más que un hecho
biológico, nacer (gen-) remitía a un acontecimiento social,
político y jurídico. En una estructura como la pólis (como
después lo será la República y como lo es el Estado-na-
ción), el nacimiento se consolida como una condición
del estatuto personal: la legitimidad, la parte equitativa
que otorga el común, tanto con los derechos como las
obligaciones que confiere a aquellos que reconoce como
propios, dentro de la propiedad territorial y simbólica:
los propiamente, legítimamente, nuestros. El dominio, por
tal, se altera consubstancialmente: el territorio, la tierra
no es simplemente ese trazo geográfico, sino que el dominio
representa y materializa la espacialidad geohistórica de
las relaciones y sus modos, el espacio para ser reconocido,
manantial de identidad.
Esto implica que una frontera no sea simplemente los
límites: la intensidad cualitativa de los territorios varía
porque los vínculos entre los muros de cada ciudad abre
posibilidades de ciudadanía como formas de reconocerse,
pero también de distinguirse de las otras ciudades vecinas en
la posesión de leyes, dioses, ideas, etcétera. El punto es que
ninguna ciudad y ninguna nación se mantiene ascéptica de
manera permanente del contacto con otras comunidades o
naciones, porque, de hecho, la puerta, el puente o aquello
que regula el egreso posibilita todo ingreso. ¿No será, en
tal sentido, que como la unidad de la ciudad, las fronteras
mismas no sean más que el deseo insistente de su inalterable
permanencia? Surco, trazo, muro, pero también símbolo,
deseo, unidad que cualifica territorialmente. Porque, por
obvio que parezca, recordemos que quienes necesitan fron-
teras, limitaciones, en suma dispositivos territoriales, son las
comunidades que requieren administrar, gobernar, regular,

127
nuestro espacio doliente

proteger, tanto como repeler y expulsar lo que puede invadir


o enfermar a su dominio.
El mecanismo que representa mejor que otro alguno
ese dispositivo es la puerta: apertura (inclusión) y cerradura
(exclusión) del espacio citadino.
Por ello, resulta consecuente aunque no menos extraordi-
naria una oposición imprevisible –a decir de Benveniste–131
entre dos términos que en sí mismos parecen antitéticos:
la casa (domus) y la puerta (fores). Pues esta puerta (fores)
tiene una radical relación con estar fuera del dominio (fora)
–relación sensible también en griego pues los términos que
enuncian thúra (puerta) y thúraze (fuera) son cercanos–. Así
lo explica Benveniste:

La «puerta»… es vista desde el interior de la casa, solo para


aquel que está en la casa, «a la puerta», puede significar
«fuera». Toda la fenomenología de la puerta procede de esta
relación formal. Para el que vive en el interior, [la puerta]
marca el límite de la casa concebida como interioridad,
y protege el interior de la amenaza exterior; noción tan
profunda y duramente inscrita en las lenguas indoeuropeas
que, para nosotros, también, «poner a alguien a la puerta»
es «ponerles fuera», «abrir o cerrar la puerta a alguien» es
«admitirle o no en su casa».
Se comprende que en latín foris sea lo contrario de domi:
el «fuera» comienza «en la puerta» y se dice foris para aquel
que está en su casa, domi. Esta puerta, según que se cierre
o se abra, se convierte en símbolo de la separación o de la
comunicación entre un mundo y el otro: por ahí, el espacio
de la posesión, el lugar cerrado de la seguridad, que delimita
el poder del dominus, se abre a un mundo extraño y a menudo
hostil… Los ritos de paso de la puerta, la mitología de la

131
Cf. É. Benveniste, Vocabulario de las instituciones indoerupeas, op.
cit., p. 203.

128
LA CIUDAD-UNO Y UMBRALES DE EXCLUSIÓN

puerta, proporciona a esta representación un simbolismo


religioso.132

La puerta es un mecanismo compuesto, de ahí que en su


etimología se remite a un término en plural por su compo-
sición arquitectónica y mecánica; pero también está su
composición funcional por la diversidad de actos que la
puerta de la ciudad contrae: en esta se moduló la compleja
idea de comunidad, porque no solo reveló la existencia de
los individuos en relación, sino que hizo patente que estos
son dentro de un sistema vital de fuerzas, espacios, leyes,
castigos, temporalidad, fragilidad, conviviendo lo humano
y lo divino, por cuanto espacio sistemáticamente dividido
con lo fuera para proveer privacidad y seguridad, cerrar
entradas, además de ayudar a controlar la atmósfera de lo
dentro y administrar su salir de…
De ahí que, como muestra Benveniste, y lo atestigua el
trazado del Surco fundador en la antigua Roma, el patrimonio
territorial de la ciudad no es concebido herméticamente,
sino que toda interioridad/unidad (la cohesión común y
la referencia sustantiva a un conjunto de consensos legales,
políticos, religiosos y culturales, los cuales son la construc-
ción y protección de la identidad, referencialidad, soberanía
de ese cuerpo geo-sociopolítico) marca un límite no solo de
separación sino, a la vez, de extrañamiento y muestra, así, la
potencialidad de «ser puesto en la puerta», de ser expuesto a
la hostilidad del mundo más allá de la seguridad que ofrece
(promete) la ciudad misma.

132
Ibid., p. 204.

129
nuestro espacio doliente

Ciudad íntima

En general, ese dispositivo que se cierra/abre/cierra para


regular el cerco y el reconocimiento al interior, da cuenta
de la reversibilidad negativa-positiva, destrucción-cons-
trucción de identidades intramurales e intrafronterizas,
que aun hoy alcanza a los Estados-nación modernos. Los
límites, con todo y su masa de piedra sobre piedra, o de
exigencia de papeles de tránsito, nunca han sido defini-
tivos ni impermeables. Los procesos de reconocimiento
han sobrepasado cualitativamente en la historia lo que los
muros querían evitar: el desbordamiento de la regulación
y el descontrol del intercambio.
A ello se debe que no baste con levantar muros o trazar
fronteras, sino que se requieren dispositivos adicionales que
fortalezcan el funcionamiento de las puertas en la creación
de subjetivaciones identitarias; dado que la pólis griega y la
ciuitas romana no solo crearon un espacio, sino que inven-
taron y fundaron la interiorización de ese ordenamiento en la
necesidad de que los individuos generaran para sí un espacio
indeterminado geográficamente, sin latitud ni altitud, sin
fondo ni superficie, pero que permitió darle espaciosidad a
esas formas de vida posibles en la política, la ley, la creación
poética, filosófica, y su relación. Ese espacio que llamamos
intimidad, y que sociopolíticamente reconocemos como
identidad; pues nacer en una comunidad política fue, desde
entonces, la donación, la entrega y la entrada involuntaria
de la vida a un domus y dentro del dominio construido. Cada
nacimiento en la ciudad implicó la ligadura (ob-ligación) que
ataba a un tiempo y a un espacio, a una historia y a una tierra
en que se inscribió la existencia.133 Pensemos, entonces, que
la definición de «espacio» (desde el trazo de bordes fronte-

133
Cf. Giorgio Agamben, Homo Sacer i, Valencia, Pretextos, 2002,
p. 222.

130
LA CIUDAD-UNO Y UMBRALES DE EXCLUSIÓN

rizos y sistemas jurídicos que hemos mencionado), abría la


partición de lo común en lugares dados y generaba puestos de
convivencia (involuntaria por principio, voluntaria y forzada
después); pero, a la par, cerraba esos lugares exiliando, depor-
tando, relegando, poniendo a bando a individuos o sectores
poblacionales en zonas de muerte sociopolítica o desterrito-
rialización a-política.
Por ello, ser llevado a los umbrales o más allá implicaba
ser puesto en suspensión o eliminación de derechos procla-
mados como comunes: esa frontera invisible que señala el
espacio íntimo e interior ordenado de aquel otro foráneo
(a la afueras), forajido (fuera de la ley) y hasta forestiere (abso-
lutamente extraño). Puesto terrible e indeseable después de
haber estado dentro.
Ahora, vayamos un poco más allá y pensemos en la ciuda-
danía geo-política a medida que avanzó la democratización
de los Estados, ya que con esa consolidación se garantizó,
en su lado positivo, la unión de la identidad cívica, los de-
rechos de pertenencia y participación intrafronterizas, es
decir: la nacionalidad; pero, por otra parte, el Estado-nación,
en un movimiento centrípeto-centrífugo se colocó en la
centralidad que generó, promovió y mantuvo todo movi-
miento de acumulación de poder, arrogándose como suya la
posibilidad de negar la ciudadanía interior, impugnar dere-
chos e ingresos al espacio jurídico-político a determinados
individuos.
En nuestros días, y más allá de la geopolítica, está la topo-
logía de las ciudades, geometrópolis en la cual se ha con-
centrado el poder, la riqueza y las dinámicas que fluyen y
refluyen en una intermitencia de derechos, obligaciones,
castigos, celeridad jurídico-política, reconfiguración coti-
diana de las alteraciones socioculturales, control, seguridad,
violencia a la privacidad e intimidad, desprotección… Tanto
el pliegue como el despliegue de la fuerza cohesionadora y
gestora de reconocimientos (la modulación de los procesos,

131
nuestro espacio doliente

la administración de las leyes, el uso más extendido de la


escritura) ha cedido a campos vectoriales de singularidades
en variación continúa, la comunidad a la multitud 134 por
ese reemplazo constante de singularidades multiplicándose
y variando a enérgica velocidad. Por esto mismo, los dispo-
sitivos de relación y sujeción han mutado o se han generado
otros inéditos con potencias desmedidas (pánico, controles
de ingeniería genética, información instantánea, zonifica-
ción citadina, terrorismo/antiterrorismo)135 para contener
ese bullir de espacio, diversidad, encuentro y conflicto en
tiempos de aceleración.
Quizá la invisibilidad, marginalidad y anonimidad136 que
se intensifica en el telespectador encerrado, en el ciudadano
que transita con su teléfono celular y sus audífonos por los
sectores de la ciudad abierta, o en los marginados econó-
mica y territorialmente que salen de sus espacios para rozar
el espacio de los otros en un semáforo, en el metro o en
un cajero automático devenido dormitorio temporal –sin-
gularidades creadas por la Hípermodernidad– hace pensar
en el espacio de otra manera, pues en él cohabitan intrusiva-
mente y revierten las promesas de mejora social, de estado de
bienestar y de seguridad que tanto la ciudad como el Esta-
do-nación ofrecen a cambio de la entrega de ese espacio ciu-
dadano interior.

***

En las condiciones, factores y experiencias focalizadas


en el muro y por el dispositivo de la puerta vemos en la

134
Cf. Michael Hardt y Antonio Negri, Declaración, Madrid, Akal,
2012, pp. 9-10.
135
Véase Paul Virilio, Ciudad pánico, op. cit., p. 76 y ss.
136
Cf. Zigmunt Bauman, Miedo líquido. La sociedad contemporánea y
sus temores, Barcelona, Paidós, 2007, pp. 51-52.

132
LA CIUDAD-UNO Y UMBRALES DE EXCLUSIÓN

ciudad un espacio permeable, transitable pero, igualmente,


emerge otro indefinible del todo (ese espacio limítrofe)
en el funcionamiento y la articulación interna/umbral/
externa de las fuerzas desmedidas de eso que se ha llamado
la comunidad y que se levanta como la posibilidad de estar
a las puertas: el estar fuera. Umbrales ya no solo de trazo
sino de dinámicas (ahora que las fronteras se extienden
y contraen de modos acelerados en la economía y en la
composición social que recomponen las posiciones y dispo-
siciones a cada momento).
Este análisis se extiende e intensifica, entonces, no solo
a la comunidad o a las actuales dislocaciones de ciudades,
naciones y continentes porosos, permeables, diaspóricos,
sino además al principio de autoridad como principio de
comunidad y a la relación de sus fuerzas: esta regulación
normativa (intrafronteriza) del campo colectivo que no solo
diseña el espacio y su seguridad, sino también el umbral.
Con ello, la tradición occidental construyó sobre los
cimientos de la idea clásica del espacio común en el que gra-
vitan, se enraízan o crecen factores diversos: la presuposición
de que hay un hábitat limitado, ordenado y duradero, en
el que la existencia de los individuos es referida a un orden
causal, supremo. Aquí tenemos que localizar la idea fija sobre
la realización de alguna esencia de lo común, el cumplimiento
de alguna vocación histórica o la consagración de un destino
previsto que toman sin pedirlo el lugar de cada quien y la
obra de cada cual: la comunidad (aquella ciudad-uno) que
por definición o petitio principii no puede ser obra de uno
solo, pues ¿acaso no se nos enseñó que solo los animales, los
dioses y los seres intermedios pueden ser/estar en soledad?137

137
Recordemos en este punto a Aristóteles: «…la ciudad es por natu-
raleza anterior al individuo, pues si el individuo no puede de por sí
bastarse a sí mismo, deberá estar con el todo político en la misma
relación que las otras partes lo están con su respectivo todo. El que

133
nuestro espacio doliente

Lo más propio del hombre y el ciudadano, bajo ese discurso,


fue que la propiedad radical del individuo y de los hombres,
está, entonces, en su misma posibilidad y forzosidad de ser
que es la comunidad: convocados, ligados y obligados a la
tarea irrefrenable, inalcanzable, de la obra de comunidad,
como ciudad interior y unidad geopolítica.138 El ser de
la común-unidad sería entonces en el lugar mismo de cada
cual, referido este a un espacio para tener lugar, propiedad…
identidad; mejor aun, identidades en flujo, «líquidas» (las
llama Bauman), o identificaciones en un espacio umbrío
para ser intermitentemente «un-aquí-afuera» que padece del
anonimato y busca a toda costa, ya no su parte sino la par-
ticipación en la comunidad como ser intrafronterizo, limí-
trofe e inestable. Esta es la idea y la carga que la tradición
cultivó con naturalidad: fuera de esta propiedad o dominio
de la comunidad, de este cosmos o ciudad, el escenario
es desconsolador: lo demás, el umbral y el afuera sin destino,
sin realización, sin consagración, sin obra, sin tener lugar, o
sea, sin parte.

sea incapaz de entrar en esta participación común, o que, a causa


de su propia suficiencia no necesite de ella, no es más parte de la ciu-
dad, sino que es o una bestia o un dios». (Política, 1253a.)
138
Cf. G. Agamben, La comunidad que viene, Valencia, Pre-textos,
2006, p. 23 y ss.

134
Consideraciones sobre el mundo en furia

1. «Hemos vivido y vivimos el periodo más fiero de la


historia», hemos enunciado en este libro. El periodo como
una desmesura sin igual por las guerras genocidas, exilios,
urbicidios (ciudades devastadas a escombros por bombar-
deos), limpiezas étnicas, explosiones nucleares, campos de
exterminio, desapariciones forzadas, refugiados de manera
masiva. El tema que resalta desde la perspectiva de la filo-
sofía contemporánea –con rasgos de una filosofía de la
barbarie más que de la cultura–, es que estos fenómenos
no se refieren a eventos aislados sino a formas estructurales
y sistemáticas de aplicación de la violencia. El problema
contemporáneo –como puede suponerse inferirse después
de nuestro trayecto por estas páginas– implica, desde
aquella evidencia del periodo más fiero, meditar a partir
de escalas mortíferas insólitas,139 de métodos racionali-
zados en la perpetración de las más diversas violencias
y la exhibición de una alianza inesperada entre el poder,
el saber y hacer del que las maquinarias necropolíticas140
actuales dan fe, y que son potenciados por intereses infi-
nitos: deseos insaciables (como aquel que come sin apetito)
por la acumulación política, científica y tecnológica.

139
Véase John Keane, Reflexiones sobre la violencia, Madrid, Alianza,
2000, p. 15 y ss.
140
Achille Mbembe, Necropolítica, Madrid, Melusina, 2011, p. 42.

135
nuestro espacio doliente

Desde estos datos los problemas de la filosofía parecen


o bien derrumbarse (como ha sucedido con aquellos que
se articulaban con nociones como progreso, emancipación
de la humanidad o el Estado por cuanto realización de lo
absoluto) o bien parecen ponerse en cuestión (cosa que
la agitación nihilista posmoderna realizó intensamente en la
segunda mitad del siglo pasado)141 o bien todo ello conlleva
a poner en tránsito problemas hasta ahora menores o bien
otros que se convierten en contradiscursos y neutralización
de una grandilocuencia justificadora de los actos más atroces.
Así, esta generación (esta que hoy lee libros de filosofía
o bien es crítica de la filosofía que naufraga en el mar de la
industria editorial-cultural) ha heredado dos situaciones no
menores: por un lado, las ruinas discursivas de una Moder-
nidad filosófica que se rebate contra sí misma en una ope-
ración crítica, o sea, autocrítica, deconstructiva y ensayando
esfuerzos por pensar con otras palabras otros problemas;
pero, esta operación crítica, por otra parte, exhibe la exten-
dida incapacidad (de la cual el intelectual como lo cono-
cimos es paradigma) para tratar a fondo con una realidad
inesperada142 en la que nos la habemos para habitar y hacer
filosofía sobre el dato más relevante que día con día asoma
en todas las latitudes de este conglomerado que por inercia
o por un lenguaje arruinado llamamos mundo (apelando a
un latín que del griego aprendió a llamar a esto «El-orden»)
o que en nuestra época llamamos, con mayor propiedad,
globo,143 puesto que supone una masa apretada, abigarrada
y esférica en donde nos ponemos en marcha día a día para
aglomerarnos más.

141
Véase Felix Duque, Terror tras la Posmodernidad, Madrid, Abada,
2004, pp. 7-21.
142
Véase Jean Baudrillard, La violencia del mundo, Barcelona, Paidós,
2004, p. 27.
143
Véase Jean-Luc Nancy, La creación del mundo o la mundialización,
Barcelona, Paidós, 2003, p. 31.

136
consideraciones sobre el mundo en furia

Visto de cerca, la crítica y las operaciones críticas son cosa


común en la historia de la filosofía. De hecho no hay pen-
sador mayor (creador de palabras mayores: de ideas, categorías
o conceptos) que no haya sido generador de criterios (cons-
tituyentes de toda crítica viable).144 Los giros reflexivos, que
académicamente, y de manera grisácea llamamos períodos,
escuelas o corrientes filosóficas son parte de un proceso tem-
poral continuo de estas puestas en crisis de la filosofía, pues
en su propia configuración, en suma, la filosofía ha sido y
es crítica por constitución, puesto que su razón de ser –esto
quiere decir, su origen y finalidad– es la duda razonada bajo
criterios de realidades dadas, posibles y vitales.
Pero lo que desde el fin del siglo pasado campea entre
nosotros no es ni de cerca la minuciosidad ni la suspicacia
ni la inteligencia esclarecedora, que los escépticos de la Anti-
güedad (como Pirrón de Elis), o los escépticos modernos
(como David Hume), quienes llevaron a la razón a límites
insospechados de duda y falibilidad sobre sí misma; por el
contrario, un radical recelo proclive a la estupidez mediana,
diseminada por todos los medios de conmutación de men-
sajes que tenemos a mano y hasta en la mano,145 literal-
mente, son propios de una certidumbre superficial, global,
que comunicamos en mensajes que se consolidan con la
parquedad y el paisaje desértico de la convivencia cotidiana,
de nuestras conversaciones sobre determinados temas, o de
nuestros silencios y omisiones hasta en aquellos espacios que
en pocas décadas o bien tienden a extinguirse o bien se han

144
Véase E. Nicol, Metafísica de la expresión, México, fce, 1957,
parágrafo I. «La crisis de la metafísica. Dificultades preliminares»,
p. 15 y ss.
145
Cf. Nicholas Carr, Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con
nuestras mentes?, Barcelona, Taurus, 2011, passim. Véase Alberto
Constante (comp.) World Wide Web y la formación de la subjetividad,
México, Afínita, 2015.

137
nuestro espacio doliente

estabilizado como espacio de transmisión desenfurecida de


la realidad: las facultades de filosofía y las universidades.

2. Esta generación, la de los nacidos en fechas próximas a


1980, ha sido formada, deformada, en un ambiente desolado
que ya no es ni el de la posguerra ni el poscolonial, sino
que es un ambiente del quebranto de la intimidad por
la neutralidad agenciada en una pálida tolerancia socio-
cultural, el acento apocalíptico del fin de los tiempos, la
metageofísica barrida por una física New Age de «teoría
de cuerdas» que lleva a la pantalla de cine teorías inapre-
sables, la distancia en la intervención de nuestra acción
con la transformación fáctica de las realidades políticas y
sociales, la aceleración de las dinámicas de vida que cada
vez nos recluye a reiterar las aseveraciones producidas por
otros,146 la anonimidad que contrasta con el surgimiento
de una nueva figura promovida por los medios como es la
celebridad (este ente estéril y efímero que ha suplantado
al genio o al villano que ponía en cuestión nuestras capa-
cidades individuales y nuestras resistencias colectivas),147
así como la emergencia constante de conflictos en todo el
globo planetario.148
Ante la situación de fiereza contrasta la carencia de un
furor filosófico no solo por el saber sino por la creación del
saber ante realidades que hoy –como hemos advertido en
la signatura de la violencia y el paradigma de la oquedad
doliente– dejan claro que los temas no se limitan al indis-

146
Véase Paul Virilio, Ciudad pánico. El afuera comienza aquí, Madrid,
Zorzal, 2007, p. 37.
147
Véase Bernard Sichère, Historias del mal, Barcelona, Gedisa, 2012,
pp. 27-31.
148
Cf. Conflict Barometer 2015, emitido por el Heildelberg Institute
for International Conflict Research, disponible en http://www.hiik.
de/en/konfliktbarometer/pdf/ConflictBarometer_2015.pdf

138
consideraciones sobre el mundo en furia

pensable trabajo de conocer las teorías y los sistemas, de


aprender la historia de la filosofía y la revisión crítica
de dichos planteamientos; sino que tenemos por delante la
tarea de hacer filosofía en un mundo en furia y devastación
sin precedentes.149 Por ello, referimos a la filosofía como una
obra de furor, con todas las connotaciones de fervor, efer-
vescencia, agitación y arrojo que la noción de furor pueda
generarnos en una primera impresión.150
La filosofía es obra, en este sentido, que requiere un
derroche inusual de energía y dinamismo, para dar lugar a
excedentes de estudio, análisis, comprensión, diálogo, trabajo
conjunto, pero también de una labor creadora que proviene
de la soledad, la meditación, la construcción y el arte de
hacer partícipe, comunicativas a las ideas, con la esperanza
de que aquello que pensamos y decimos nos transforme
para expandir la existencia de forma cualitativa. La filosofía,
en suma: esta faena de furores es obra de juventud en la
creación de una racionalidad madura, que hace frente con
palabras a una época que promueve, en todas sus versiones,
el odio, la depredación, la rapiña, la desigualdad y la explota-

149
No queremos sostener en relación con la filosofía la manida fór-
mula del «amor por la sabiduría», porque decantados y herederos
de un amor romántico (mimético y destructivo) o melodramático y
astringente, canalizado por las industrias culturales desde la editorial
hasta las más vulgares de la cinematografía infantil y la telenovela
latinoamericana, decir amor por la sabiduría, en este contexto, solo
puede indicar una noción vaga y poco esclarecida en la actualidad del
saber en el mundo. (Véase René Girard, Geometrías del deseo, México,
Sexto Piso, 2012, sobre todo el ensayo «Pasión y violencia en Romeo
y Julieta», p. 61 y ss.)
150
Obsérvese que la traducción del término eros para el Renacimiento
será «furor» en textos de Marsilio Ficino (Comentario al Banquete de
Platón) o lo Heroicos furores de Giordano Bruno. Además remito al
ensayo de Rafael del Águila, Sócrates furioso. El pensador y la ciudad,
Barcelona, Anagrama, 2004, passim.

139
nuestro espacio doliente

ción. Tenemos ejemplos en la historia de un saber que frente


a tiempos de furia y hombres enfurecidos creó y dio forma a
la duda metódica que visibiliza, neutraliza, o bien con-
fronta los consabidos. A eso la filosofía lo llama teoría:
contemplar las zonas oscuras, las que se niegan o se ocultan, o
esclarecer otros espacios de la realidad.151
La filosofía es obra de juventud, pues también, además del
arrojo hay la novedad que cada generación implica (estos seres
humanos nuevos que llegan al tiempo-espacio)152 que entre
la novedad generacional, late como su propia posibilidad
de crear innovaciones de una realidad distinta. Esto es, la
filosofía opera creando realidades im-posibles.
Este furor por la sabiduría es, así, un furor sonoro, tan
crítico como creador, que dinamiza y detona, que pivota y

151
Remito al texto de Giorgio Agamben, Desnudez, Barcelona, Ana-
grama, 2011, «¿Qué es lo contemporáneo?», pp. 17-27.
152
Sobre la idea de la novedad y los nuevos véase Edmund Husserl,
La renovación del hombre y la cultura. Cinco ensayos, México, Anthro-
pos-uam, 2002, p. 196 y ss. Para el Husserl de los Cinco ensayos, la
renovación o reconstrucción del hombre parte de la comprensión
no solo la creación objetiva del mundo, la ordenación y regulación,
sino, sobre todo, la exigencia de constitución de los otros nuevos y
las relaciones de reciprocidad de la existencia. Es con respecto a esta
conformación, a esta responsabilidad formativa hacia ellos y de confor-
mación entre todos, que en cada uno de nosotros se genera el «sentido
de la responsabilidad» –a decir de Husserl– que reafirma la identidad de
la persona en sus relaciones culturales y comunitarias: responsabilidad
con respecto al «mundo de la vida», a la intemperie del hombre en
relación con el mundo; responsabilidad, añorada por Husserl, con
respecto al bien común y a un interés público que no se reducen a
conductas sociales, a tareas políticas; responsabilidad compartida que
solo es pensable y posible como reciprocidad y renovación solidaria
de la cultura. Aun en la década de 1930, Husserl advertirá una con-
vicción contracorriente del proceso que en su tiempo ya marcaba una
orientación: la fragilidad de las bases de la comunidad que la Moder-
nidad misma fundó y que aquí llamamos mundo en furia.

140
consideraciones sobre el mundo en furia

atrae, otras formas de ser con sus maneras de decir; porque,


efectivamente, la filosofía es cosa de palabras y con esta sono-
ridad de la palabra decimos desde el átomo hasta la infi-
nitud del universo. Por eso, tal vez, sea conveniente profesar la
idea de que la maestra y el maestro filósofo han de ser un
epicentro de furores, potenciar en las generaciones actuales el
ímpetu creador, confrontar cada cual y juntos a la vez, a esta
maldad tecnológica, necropolítica, narcoasesina, patriarcal
subyugante, a esta industria cultural de analgesia colectiva
que se extiende e intensifica.
De esta manera, es de preocupar que en México, a la
falta de escuelas filosóficas rigurosas –con teorías propias–,
la ausencia de magisterios ejemplares, de pensadores a la
altura de los vértigos actuales,153 le corresponda la reproduc-
ción de una desconfianza esparcida por aquellos que llegaron
tarde a una Posmodernidad del decadentismo nihilista o el
diletantismo teórico. Estos que mantienen su opinión en
una zona gris de la suspicacia, sin generar criterios ni ejercer
la implicación con la realidad: descreídos de la filosofía,
de la historia, de su colectivo, y hasta de sus propias capaci-
dades creadoras son producto de una racionalidad bastarda,
adormecida y avejentada. Espectros de los resabios de la
deconstrucción crítica de la filosofía del siglo pasado, van
quedando como una sombra que encuentra acomodo entre
tanta departamentalización, especialización, esoterismo lin-
güístico, revisionismo escolástico, y escepticismos baratos;
sin comprender que hoy nos jugamos la vida, pero no la del
filósofo, que esa muchas veces se ha perdido, nos jugamos la

153
Pocos libros editados hasta ahora sobre la filosofía en México y
de México pueden dar cuenta de la herencia y la orfandad filosó-
fica como el inquietante y furioso estudio de Alberto Constante, Los
imposibles de la filosofía en México frente a Martin Heidegger, México,
Ed. Paraíso, 2014.

141
nuestro espacio doliente

pervivencia de la filosofía como forma creativa de pensar;154


y aquí es la juventud, con su frescura, la que o asumirá esa
tarea de manera valiente y ecuánime (en contra de toda la
devaluación social que se lleva a cabo de los jóvenes supo-
niéndolos una masa deforme, impulsiva y consumidora) o
la filosofía, al final, se retraerá del todo: indolente, unidirec-
cional, displicente, fría y vetusta, para morar en una agonía
analgésica el rincón más oscuro de las universidades, entre
papeles amarillentos de clases preparadas, publicaciones que
nadie lee o clases a las que se asiste para matar, literalmente,
matar el tiempo de la juventud.

3. El segundo problema que esta generación ha heredado,


además de una filosofía crítica y en crisis a fines del siglo
pasado y principios de este, es la estructuración sistemática
del daño y dolor.155
Tendremos que ayudarnos a pensar si no corresponde a
esta generación en toda latitud, heredera de violencias incon-
tables y depredaciones sumarias, dar razón del fondo mismo
del ejercicio perpetrador del «sufrimiento inútil».156 El daño
deliberado sobre un ser humano no es un efecto de la vio-
lencia, el daño es constituyente, simultáneo y estructural, de
todo acto de violencia; y es im-posible pensar (y recuérdese
aquí lo que se mencionó de los imposibles) nuestro tiempo y
mundo sin que sean problemas primordiales tanta muerte
y sufrimiento.
Este globo es un espacio doliente edificado en los auto-
ritarismo y totalitarismos del siglo pasado; dado que existe
en el trasfondo de las relaciones sociopolíticas actuales una

154
Como referente de esta afirmación véase J. L. Nancy, La creación
del mundo o la mundialización, op. cit., «De la creación», p. 55 y ss.
155
Cf. Neil J. Kressel, Mass Hate… op. cit., passim.
156
Emmanuel Levinas, «El sufrimiento inútil», disponible en http://
www.vivilibros.com/excesos/14-a-04.htm

142
consideraciones sobre el mundo en furia

nueva barbarie, propia de una razón diferente que pone


en cuestión el concepto y los conjuntos discursivos de una
supuesta civilización, más sutil en sus alcances (más rampante
en el espacio tanto público así como privado) e invasiva de
la intimidad. Una racionalidad que utiliza los mismo flujos
discursivos de nuestro habla: comunidad, orden, bienestar,
ciudadanía, que se conjugan constantemente con términos
como rescate, inclusión, democracia, participación, derechos
humanos, y un sinnúmero de términos de este variopinto
lenguaje que se astringe entre acciones de sometimiento y
exterminio.
Es este el despliegue enfurecido de una racionalidad
extraordinaria (esa que decíamos política, científica y técnica,
del poder, saber y hacer); extraordinaria porque no da
razones y es yermo de criterios, por lo cual no es crítica de sus
alcances, sus fundamentos, sus aspiraciones, finalidades y posi-
bilidades, sino que es la exposición permanente del fin único y
forzoso: sus funciones y acciones, conducidas a la subsistencia,
disfrute y expansión, que eliminan el dominio de las alterna-
tivas y las finalidades, el de la diferencia y lo otro, así como
el hecho de que suprimen la importancia de los individuos,
sus memorias, sus sueños en relación con el todo en lo abi-
garrado de su indistinción.157
En fin, la vida humana se instala en este orden, mejor
dicho, régimen en un dominio de la necesidad y lo impe-
rioso, de la temporalidad de lo urgente y el instante, estruc-
turados de manera secuencial y paulatina; de tal manera
que parece que el daño y la desigualdad provienen de un
sistema,158 de un anonimato irreferido: sin agentes que nos

157
Véase la relación de estas afirmaciones con las de Eduardo Nicol
cuando reflexiona sobre el porvenir de la filosofía y el «régimen de
fuerza mayor», en E. Nicol, «El porvenir de la filosofía», en Ideas de
vario linaje, unam, 1990, p. 313 y ss.
158
Véase Eduardo Subirats, Filosofía y tiempo final, México, Afínita,
5. «Violencia y civilización», pp. 53-61.

143
nuestro espacio doliente

hagan fuerza, pero que, antes bien, nos fuerzan a todos de


manera singular de tal manera que nadie queda fuera.159 Al
ser este un globo precisamente sin afuera, sino que se define
como lo que aglutina en sus límites infinitos de espacios vir-
tuales, redes sociales, superposiciones, movimientos, el resul-
tado es un antagonismo que violenta la relación misma: las
posiciones y disposiciones de cada uno y de todos.160 Una
secuencia constante e irrefrenable, tanto como flexible, que
avanza sobre todos y sobre todo, exigiendo a todos ceder uno
a uno; y de cada uno lo que forzosamente se necesita para
subsistir como totalidad de sujetos, comunidades-nación
o especie.
Padecemos y agenciamos una nueva forma de organiza-
ción, como vemos, extraordinariamente, debemos resistir,
oponernos. Un conglomerado de sufrimiento y daño espec-
tacularizados, un orden de terror impuesto como un paisaje
de horrores de ultrajamiento que expone, en su extensión e
intensidad, la vulnerabilidad humana como nunca antes en
la historia.161

4. De tal forma, en la actualidad, las y los jóvenes filósofos


deberán pensar la violencia y su furia, los espacios, sus
actores, sus causas, sus implicaciones, el llanto. Estas consi-
deraciones sobre el tiempo contemporáneo son posibles
desde una meditación serena, lo cual posibilita todavía

159
E. Nicol, El porvenir de la filosofía, op. cit., parágrafo 5. «Duda
metódica y duda final. Meditación de la violencia», p. 45 y ss.
160
Reflexiones aproximadas en A. Aguirre, Primeros y últimos asom-
bros. Filosofía ante la cultura y la barbarie, México, Afínita, 2011,
passim.
161
R. J. Stenberg, La naturaleza del odio, Barcelona, Paidós, 2010, 7.
«Aplicación de la doble teoría del odio a las masacres, los genocidios y
el terrorismo», pp. 161-206. Asimismo véase puntualmente Adriana
Cavarero, Horrorismo. Nombrando la violencia contemporánea, Barce-
lona, Anthropos, 2009, passim.

144
consideraciones sobre el mundo en furia

en este país el espacio de la universidad.162 Las investiga-


ciones sobre fenómenos de violencia se conducen como
procesos de comprensión de la fuerza humana, de las moti-
vaciones, de los discursos de propiedad, del orden y la
ganancia que hoy generan ambientes criminógenos más
intensos; pero, a su vez, hacen frente a los discursos de
poder (por ejemplo, de cultura patriarcal o de totalitarismo
necropolíticos disfrazados de democratización).
En México debemos estar atentos para realizar la decons-
trucción entre la desproporción de aquellos discursos que
distorsionan los datos desde la idea de orden y el caudal de
sufrimiento que hay en nuestro espacio común en la actua-
lidad. Pero para llevar a cabo esta labor se precisa alterar
también las posiciones de comodidad de estudio, de esteri-
lidad colegial (que debilitan a la filosofía como saber y a la
universidad como institución performadora) para dar paso
a la innovación y creación teórica, así como a la interrela-
ción disciplinaria para investigar fenómenos de furia, tanto
para modificar relaciones de cooperación ciudadana, y las
interinstitucionales de esta con los gobiernos y las organiza-
ciones civiles. Pues el espacio incondicionado de la univer-
sidad para pensar serenamente problemas no es un búnker
existencial, sino un intersticio para activar ideas, proyectos
y acciones imposibles ante códigos socioculturales y políti-
co-económicos de furia en la actualidad.
Un camino a largo plazo, ciertamente, pero sólido si se
hace correctamente frente a las tareas fugaces de control
inmediato; ya que los procesos de violencia pivotan no en
la agresividad humana (que muchos suponen como explica-
ción de muertes masivas) sino en paradigmas histórico-cul-

162
Véase sobre el discurso performativo («realizativo») de la
universidad en Jacques Derrida, Universidad sin condición, Madrid,
2002, passim. Disponible en http://www.ses.unam.mx/curso2010/
pdf/M3S1-DerridaJacques.pdf

145
nuestro espacio doliente

turales,163 político-económicos que remontan a la formación


de individualidades en movimiento total hacia el enriqueci-
miento sin fin en la capitalización de recursos, el poder y la
supresión del valor de la existencia.
Para considerar la violencia y nuestro espacio, debemos
operar una crítica filosófica sobre la filosofía misma; redi-
mensionar a la filosofía de cara a las nuevas generaciones
como una agencia y energía de pensamiento como furor ;
generar criterios para pensar la dimensión total que nos
excede, y reconfigurar relaciones e instituciones políticas,
sociales y culturales. Todo esto es preciso para un esclareci-
miento mínimo ante tanta furia en nuestro espacio doliente.

163
Cf. Robert Muchembled, Una historia de la violencia, Barcelona,
Paidós, 2010, p. 45 y ss.

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Semblanza del autor

Arturo Aguirre, Ciudad de México, 1978. Es licencia-


do, maestro y doctor en filosofía por la Facultad de
Filosofía y Letras de la unam. Fue distinguido con la
Medalla Alfonso Caso unam, doctorado en filosofía
2009. Doctor investigador posdoctoral en el Consejo
Superior de Investigación Científicas de España para
el estudio del tema sobre filosofía, ciudadanía y exilio.
Fellow de la unesco/Keizo Obuchi 2010, como joven
investigador. Actualmente es Profesor-investigador
repatriado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Be-
nemérita Universidad Autónoma de Puebla, en donde
se desempeña en el posgrado en Filosofía. Es miembro
del Sistema Nacional de Investigadores (conacyt, Ni-
vel I), integrante y responsable del cuerpo académico
«Estudios filosófico-culturales» en la buap. Dirige el
grupo de investigación «Comunidad y espacios de
violencia» inscrito en la Vicerrectoría de Investigación
y Estudios de Posgrado (viep-buap). En su trayectoria
fue profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la
unam ininterrumpidamente del 2001-2010. Recuperó y
compiló la obra inédita del filósofo catalán exiliado en
México Eduardo Nicol. Fue cofundador de la revista
de filosofía Íngrima. Ha sido compilador, coordinador y
colaborador de diversas publicaciones, entre ellas: Es-
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contemporáneas (2007), Las ideas y los días. Escritos
e inéditos de Eduardo Nicol (2007), Símbolo y verdad
de Eduardo  Nicol (2007). El libro en coautoría Tres
estudios sobre el exilio (2014). Sus libros monoautora-
les: Primeros y últimos asombros. Filosofía ante la cul-
tura y la barbarie (2010), Entre la diafanidad y la comu-
nidad (2011), y Kaleidofonía: exilio, violencia y este su
mundo (2014). Sus líneas de estudio se trazan por una
activa colaboración nacional e internacional en redes
de investigación sobre temas de fenomenología y on-
tología, filosofía política, estudios espaciales, así como
problemáticas actuales de violencia y exclusión desde
la transversalidad de las ciencias humanas.

160

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