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El Final del Eclipse

http://www.fundacion.telefonica.com/at/eclipse/eclipse.html

La Fundación Telefónica presenta El Final del Eclipse, muestra que recoge, a lo largo de casi
2.000 metros cuadrados, obras de 26 artistas de América Latina en todo tipo formatos y
soportes: instalaciones, fotografía, vídeo, pintura, acciones y objetos escultóricos. El eje de la
propuesta es mostrar la obra de artistas que marcan las líneas de tendencias fundamentales
del Arte en esta época de transición.

El Final del eclipse se presentó en Madrid (Fundación Telefónica) del 12 de septiembre al 18 de


noviembre de 2001, en Granada y Santa Fe de Granada (Palacio de los Condes de Gabia, Salas
Caja General e Instituto de América) desde el 29 de noviembre de 2001 al 20 de enero de 2002,
y en Badajoz (Museo de Arte Extremeño e Iberoamericano, MEIAC) del 8 de febrero al 8 de
abril de 2002.

UN DIÁLOGO ABIERTO CON EL ARTE ACTUAL


Según el comisario, José Jiménez, «hay todo un conjunto de signos que parece indicar que, por
fin, el siglo que viene el arte de América Latina alcanzará en la escena internacional el rango
que le corresponde por su calidad y especificidad cultural. El final del eclipse intenta avanzar en
esa dirección, estableciendo un diálogo crítico y abierto con el arte actual de esa gran
comunidad de países y culturas.

La exposición tiene su fundamento en un concepto-eje: el final del eclipse, que es a la vez una
metáfora. El término eclipse designa la desaparición de un astro por la interposición de un
cuerpo entre ese astro y el ojo del observador, o bien entre ese astro y el Sol que lo ilumina.
Por eso es sumamente preciso para lo que quiero indicar: no es que el arte de América Latina
no haya tenido durante siglos una calidad y un valor propios. Es que el "cuerpo" de la ideología
colonial y neocolonial impedía "verlo", cuando se alcanzaba a verlo, de un modo no
distorsionado, directo.

El eclipse puede ser total o parcial, y gracias a ello el arte de América Latina ha ido
conquistando espacios de reconocimiento, aunque siempre de modo fragmentario o
excepcional: parcial. Pero ahora resulta posible intentar una aproximación directa a ese arte sin
la interposición de ningún cuerpo extraño que impida o altere nuestra visión.
Obviamente, tampoco se trata de la pretensión dogmática de la "visibilidad absoluta". Hablo de
una aproximación directa en un sentido hermenéutico, de interpretación fiel y rigurosa,
evitando prejuicios y tomas de posición previas, de la realidad artística de Latinoamérica».

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NUEVAS PERSPECTIVAS EN EL ARTE DE AMÉRICA LATINA
Para José Jiménez «No se trata de una muestra de arte "latinoamericano", algo que como tal,
como supuesta homogeneidad, no existe, más allá de las pretensiones del mercado. Tampoco
se trata de presentar una selección de obras y artistas a partir de criterios geográficos o
diplomáticos, donde todo el conjunto de las culturas y países que integran América Latina
estuviera, de un modo u otro, presente.

El propósito de la exposición es muy concreto: dar una imagen distinta, más abierta y rigurosa,
del arte que procede de América Latina, centrándose en aquellos artistas que, con sus
propuestas, abren vías o perspectivas de trabajo que han de resultar significativas de cara al
nuevo siglo en el que entramos. Se trata también de subrayar que en el horizonte del nuevo
siglo el arte que procede de las Américas es arte sin más, lejos de cuestiones y planteamientos
que durante el siglo XX han obsesionado, y quizás limitado, su proyección, como los referentes
a "la identidad", "centro/periferia", "el realismo mágico", "lo salvaje", "lo exótico", etc».

Los artistas participantes son los siguientes:


* Liliana Porter, Pablo Reinoso, Jorge Macchi, Fabiana Barreda, Augusto Zanela (Argentina),
* Cildo Meireles, Tunga, Rosângela Rennó, Ernesto Neto, Eduardo Kac, Adriana Varejâo, José
Damasceno (Brasil),
* Alfredo Jaar (Chile),
* María Fernanda Cardoso, Nadín Ospina (Colombia),
* Marta María Pérez Bravo, Carlos Garaicoa, Ernesto Leal (Cuba),
* César Martínez, Yolanda Gutiérrez, Gustavo Artigas, Pablo Vargas Lugo, Abraham Cruzvillegas
(México),
* Luis Camnitzer, Ignacio Iturria (Uruguay),
* y Meyer Vaisman (Venezuela).

UN ARTE DIVERSO Y PLURAL


El comisario ha estructurado la disposición de las piezas en forma de diálogo: «Los montajes y
presentaciones públicas de las obras serán cuidados especialmente, dedicando a cada artista
un espacio propio, a la vez que integrado dentro de la concepción global de la muestra, de tal

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modo que no se produzcan interferencias entre las distintas piezas por una agrupación
meramente ocasional (como tantas veces sucede, desafortunadamente, en las exposiciones
colectivas), y que a la vez exista un diálogo entre las obras presentadas. Se trata de facilitar al
máximo, con todo el rigor intelectual requerido, la legibilidad de la exposición por parte del
público.
Además de las propuestas específicas de todos los artistas mencionados, se presentarán
también sendas selecciones de vídeo arte y de arte para la red (net art), integradas en los
espacios expositivos.
Otro punto central, al que se dedica la mayor atención, es la concepción del Catálogo. Éste
incluirá un texto analítico del comisario de la muestra, fijando sus fundamentos conceptuales y
haciendo explícitos sus objetivos. Pero luego se da la palabra a escritores de creación, cuyas
propuestas literarias son también expresión de esa nueva sensibilidad emergente que la
exposición presenta en el terreno de las artes plásticas, para establecer un diálogo entre artes
visuales y literatura, sin que los textos literarios sean ilustrativos o descriptivos de las
propuestas artísticas presentadas en la muestra.
Se han solicitado tres ensayos literarios que aborden algo así como "una imagen de América
Latina tendida hacia el futuro". Uno desde España y Europa, a Rafael Argullol. Los otros dos,
desde México y Argentina respectivamente, a Mario Bellatin y Ricardo Piglia. El Catálogo
recogerá luego la reproducción de las obras presentadas. Pero también, y aquí radica otra
novedad de gran interés, un texto personal en el que cada uno de los artistas seleccionados
fijará en términos generales el sentido de su trayectoria y trabajo artísticos. De este modo, el
Catálogo de El final del eclipse incluirá un conjunto de textos de artistas, en todos los casos
protagonistas de la transformación que vive el arte en esta época de transición, lo que
supondrá un valor documental añadido.
En síntesis, la fundamentación teórica del Proyecto, las características del catálogo, y la forma
de presentar las obras, buscan establecer un punto de inflexión que cada vez resulta más
necesario al abordar la presentación y valoración del arte, diverso y plural, de las Américas. Es
oportuno subrayar, finalmente, que los planteamientos que inspiran El final del eclipse no han
surgido sin más "desde Europa", con una visión externa, sino que son el resultado de un
intenso trabajo de investigación realizado in situ, en el terreno, así como del establecimiento
de una red de consultas y participación tanto con los artistas, como con curadores y teóricos,
latinoamericanos».

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EL FINAL DEL ECLIPSE
José Jiménez

El final del eclipse no es una exposición de “arte latinoamericano”. Por una razón bastante
directa: “el arte latinoamericano” como tal, como pretendida unidad, no existe. No existe, más
allá de las presiones del mercado y de los centros de gestión del sistema institucional del arte.
O más allá del reducto de ideología colonialista que continúa reduciendo a unidad lo diverso, lo
plural, a través de la violencia de la representación, como vía para poder manejarlo,
gestionarlo.

1. América Latina y España hoy


La recién terminada década de los noventa ha producido algunas modificaciones notables en la
presencia y recepción de las culturas y el arte de América Latina en el llamado “primer mundo”
y, hablando ya específicamente de Europa, de un modo muy particular en lo que se refiere a
España. El signo del cambio hay que situarlo en 1992, en la “celebración” de una fecha que
eufemísticamente pasó de ser denominada “Conquista” a “Encuentro” entre dos mundos.
La contestación y crítica, tanto desde diversas posiciones en América como en la propia
España, contribuyó a una indudable depuración de los restos de consciencia colonialista.
Aquellos que todavía siguen manteniendo, a pesar de todo, un cierto eco en formulaciones
como las que destacan “la misión histórica de España” en la implantación de su lengua, religión
y cultura en América. Hablar de “misión histórica” implica transformar el acontecimiento en
destino, dar una legitimación idealista a un proceso expansivo que, en su origen, fue militar,
político y económico.
Pero de todos modos, y aun teniendo en cuenta la inevitable persistencia de actitudes
contradictorias, poco a poco ha ido adquiriendo cada vez mayor peso en España la consciencia
de la gran riqueza y diversidad de las tradiciones culturales americanas autóctonas, tan
rudamente interrumpidas en su propio despliegue por la Conquista española. Así como del
perfil propio de experiencias y logros de las distintas repúblicas americanas tras su
independencia. Y con ello ha ido desarrollándose progresivamente un nuevo clima de respeto
en las relaciones culturales de España con América, superando la imagen conservadora y
retórica de la “Madre Patria” y sus “Hijas” de América, para dar paso a una relación entre
iguales, entre naciones con los mismos títulos de dignidad, que comparten numerosos e
importantes aspectos en su pasado histórico.
Aunque, no nos engañemos, ese nuevo “clima” se ha visto particularmente potenciado por los

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nuevos intereses económicos y geopolíticos de España. La definitiva integración de España en
Europa, a través de las estructuras de la Unión Europea, y la creciente “modernización” y
“despegue” de su economía, han convertido la relación con América Latina en una cuestión
prioritaria de Estado, asumida como tal por los distintos gobiernos democráticos españoles,
independientemente de su signo político concreto.
La idea de hacer de España y Portugal “un puente” para las relaciones de las naciones de
América de habla española y portuguesa con el resto de Europa y del mundo, dadas sus
privilegiadas relaciones históricas, ha acabado convirtiéndose en uno de los ejes de la
diplomacia española, cristalizando además en las “cumbres” periódicas de los altos
mandatarios de las naciones iberoamericanas, incluyendo a Portugal y España. Naturalmente,
los puentes son siempre de dos direcciones. Y eso ha permitido un desarrollo verdaderamente
espectacular de la presencia económica y diplomática de España en América Latina, del que
cabe esperar en un tiempo no demasiado largo una modificación del marco global de
relaciones.
Y bien, ¿qué cabe decir respecto a las artes y la cultura...? En lo que se refiere a la literatura, ya
en la transición del siglo XIX al XX, el contacto con la literatura de América escrita en español
supuso un impulso y un enriquecimiento notables de la literatura de España. Lo que se conoce
en historia de la literatura como “Modernismo”, y muy en particular la obra del gran poeta
nicaragüense Rubén Darío, ayudó de forma particularmente relevante a la actualización de la
literatura española del momento, a su definitiva entrada en los problemas estéticos del siglo
veinte. Algo después, en la segunda y tercera década, no menos determinante y seminal fue el
papel de mediación entre la vanguardia parisina y los círculos literarios de Madrid que
desempeñó otro gran poeta, el chileno Vicente Huidobro.
El contacto y la comunicación con la literatura en lengua española de las Américas se mantuvo
como una constante, incluso a través de situaciones tan extremas como las de la Guerra Civil
en España, el posterior exilio de escritores e intelectuales (que al establecerse, sin embargo, de
forma prioritaria en distintas naciones de América Latina dieron un importante impulso al
surgimiento de nuevos lazos), la durísima post-guerra en España y la larga Dictadura del
General Franco, con todas las limitaciones de la libertad de expresión que la misma supuso.
Ya en los años sesenta, una nueva “oleada” de grandes escritores, algo que se etiquetó con la
fórmula propagandística de “el boom” de la literatura latinoamericana, irrumpió con una fuerza
espectacular en el horizonte de las letras españolas. Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez,
Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, José Lezama Lima, y algunos otros nombres no menos
importantes, aunque quizás con menor intensidad, acabaron convirtiéndose en auténticos
referentes literarios en España.

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No puede decirse lo mismo, sin embargo, de otras manifestaciones artísticas, como la música o
el cine, aunque en el primer caso la diáspora de la generación de músicos de la República
española permitiera establecer algunas vías de comunicación con las naciones americanas. Ni
tampoco en el caso de las artes plásticas. A pesar de los innumerables elementos de
encuentro, casi siempre a partir de cauces individuales, o favorecidos también
institucionalmente durante el Franquismo fundamentalmente a través del “Instituto de Cultura
Hispánica”, el desconocimiento e incluso los abiertos prejuicios hacia el arte de los distintos
países de América Latina ha sido una constante que sólo ha comenzado a romperse
definitivamente en la década de los noventa.
Es entonces, en el nuevo contexto económico y político al que me he referido antes, y cuando
ya se ha asentado algo más la muy reciente red institucional española de arte contemporáneo,
nacida en los ochenta, cuando además de mirar hacia Nueva York y Europa comienza también a
mirarse sin condescendencia y con verdadero interés hacia América Latina.

2. El arte de las Américas


He señalado en diversas ocasiones que considero que en los últimos años, a partir de la década
de los noventa, estamos viviendo “el momento” del arte de América Latina en un plano
internacional. Con ello quiero indicar que se está produciendo una transición hacia un nuevo
tipo de presencia y reconocimiento del mismo, como parece desprenderse de toda una serie
de aspectos concomitantes. Tras casi dos siglos de ser considerado “marginal”, de figurar sólo
en los apéndices de las historias del arte académicas, asistimos ahora a un reconocimiento
generalizado de la importancia de ese territorio plural y tan intensamente ligado a España
desde un punto de vista cultural e histórico.
Es verdad, sin embargo, que tras una primera aproximación, la cuestión no deja de plantear
algunos aspectos problemáticos. Empezando por el propio nombre. El término “América
Latina”, de origen francés, intentaba defender los vínculos de la nación gala con los países de
lengua española y portuguesa, frente a las expresiones “Iberoamérica” o “Hispanoamérica”,
que subrayaban el papel histórico de España y Portugal o de España, respectivamente, en la
configuración de esas comunidades.
En cualquier caso, a la larga, el término América Latina ha terminado por predominar: se ha
impuesto en las naciones de cultura anglosajona y es el más comúnmente empleado en los
propios países a los que designa. Curiosamente, el término fue incorporando ciertos referentes
“progresistas”, algo por sí mismo discutible, aunque quizás la explicación de ello resida, al
menos en parte, en la utilización de las otras dos variantes por los sectores políticos más

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conservadores de aquellas tierras y de España.
Independientemente de esa cuestión, las razones fundamentales del uso creciente del término
América Latina tienen, en mi opinión, que ver con la agitada historia política de las naciones
americanas en el siglo veinte, y muy en particular con su contraste con EE. UU. Resulta
altamente funcional para los intereses políticos, económicos y de expansión cultural de la gran
potencia de América del Norte reducir a unidad todo el amplio conjunto de naciones y
tradiciones culturales diversas que se sitúan al Sur del Río Grande.
El término no debe utilizarse en un sentido esencialista. No se trata de “ser”, sino de “sentirse”,
en la línea de lo que Jorge Luis Borges manifestaba en una entrevista de 1976: “Yo no sé
siquiera si existe una América Latina. Creo que los países, las nacionalidades, son actos de fe. Y
no sé si alguien se siente latinoamericano. Yo me siento argentino, me siento oriental (...),
también. Pero no me siento latinoamericano. Y no creo que un colombiano se sienta
latinoamericano, ni un mexicano, tampoco. Creo que es una especie de abstracción geográfica,
política. Y que un estadounidense puede sentirnos como latinoamericanos, pero nosotros no.”
(Borges, 1976, 235).
Pero aquí surge una cuestión interesante: el término América Latina ha acabado expresando, y
en mi opinión quizás principalmente por la historia política de las Américas en el siglo veinte,
en sentido inverso, una forma de “sentirse” a la vez distinto de lo que expresa el término EE.
UU. y semejante, a pesar de todas las diferencias, a todas las naciones situadas al Sur de la gran
frontera geopolítica. Una semejanza en buena medida inducida por esa reducción a la unidad
establecida, dictada, desde EE. UU.
La cuestión tiene una última derivación de gran interés en los momentos actuales, en la era de
la “globalización”. Porque a través de la intensa diáspora de población latinoamericana hacia
EE. UU., forzada por las durísimas condiciones de vida en sus países de origen, la comunidad
latinoamericana es cada vez más amplia y fuerte en el seno mismo de la gran potencia. Y en
este caso sí, con un “sentimiento” creciente de unidad, de compartir rasgos comunes de
identidad y, sobre todo, objetivos sociales y políticos convergentes.
Así que “la reducción a unidad”, como suele suceder en la dialéctica política y social, ha
acabado teniendo un efecto de “boomerang”, de retorno: ha hecho y está haciendo “sentir” de
forma creciente esa unidad a un conjunto de comunidades que ponen en juego con ello su
consolidación como sujeto político y cultural. Decía también Borges (1976, 236), en la misma
entrevista: “Yo creo que habrá latinoamericanos el día en que alguien se sienta
latinoamericano.” Pues bien, estamos asistiendo a un proceso cada vez más intenso de
asentamiento y expansión de ese “sentimiento”, naturalmente sin negar por ello las raíces
diferenciales: hay una gran diversidad de maneras de sentirse “latinoamericano”.

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En cualquier caso, independientemente del nombre, la cuestión más compleja es la existencia
misma de “América Latina”. En distintos momentos, y desde diversas sensibilidades y
planteamientos, los propios americanos han considerado discutible que la gran diversidad
cultural y social de aquellos países se pueda englobar en una unidad. Y, ciertamente, la mirada
global y unificadora que permitiría hablar de “América Latina” es, en su origen, una mirada
externa, proviene del “otro”: del colonizador, primero, y de los centros económicos y políticos
de poder, después.
Otra cosa es que, a la larga, lo que significaba una exclusión o marginación haya terminado por
constituir un referente aglutinador en la tortuosa fijación de una identidad política, cultural y
social autónoma de los pueblos situados al Sur del río Grande, frente a Europa y EE. UU.
El problema se hace aún más complejo si hablamos de “arte”. Las diferencias estéticas y
culturales que caracterizan a los diversos países que forman parte de lo que llamamos
“América Latina” son tan intensas, en toda su variedad y riqueza, que, como ya se ha indicado
antes, hablar en sentido estricto de “arte latinoamericano” de manera global parece
teóricamente inviable.
De hecho, las publicaciones y estudios existentes, y en particular las de los propios teóricos
latinoamericanos, tienden a plantear reconstrucciones de las diversas tradiciones nacionales o
regionales, pero sin que en ningún caso pueda hablarse de “un” arte latinoamericano
homogéneo. A no ser desde posiciones externas y pseudo-colonialistas, que en no pocas
ocasiones han intentado encontrar esa homogeneidad en las supuestas características de “lo
primario”, “lo telúrico” o “lo fantástico”, meras pseudo-categorías que no resisten un análisis
realmente contrastado.
No resulta posible encontrar un denominador común en tradiciones artísticas tan ricas y
complejas como las de México, Cuba, Brasil, Argentina, Uruguay, Venezuela o Colombia, que se
sitúan en la primera línea de la creación artística moderna, todas ellas con rasgos propios y
diferenciadores. Ni tampoco en las de los restantes países de América, aunque en algunos
casos pudieran tener un menor peso en el plano internacional.
La idea misma de “arte latinoamericano” se ha empleado en no pocas ocasiones,
independientemente de las intenciones, desde posiciones eurocéntricas y subrayando su
carácter folklórico o exótico. Para la mentalidad anglosajona y europea tradicional se trataba de
países de fuerte pintoresquismo y “retrasados”, tanto desde un punto de vista económico
como cultural.
En otros casos, desde planteamientos “progresistas” pero lastrados por un eurocentrismo
ingenuo, se veía globalmente en “América Latina” lo primario y lo primitivo, frente a las
construcciones culturales y racionales de la civilización europea. Sobre ese tópico, se podía

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construir la estrecha asociación de “América Latina” con el surrealismo o con el espíritu
mágico, que de modo tan superficial como general sigue hoy predominando en tantos
acercamientos europeos y estadounidenses a las culturas de aquellos países.
Por último, es conveniente puntualizar también que la generalización del rótulo “arte
latinoamericano” surge como un factor de mercado, desde el núcleo mundial del mismo:
Nueva York. Es una forma de homogeneizar toda una serie de productos con vistas a su
integración en un circuito mercantil sumamente saturado por las obras estadounidenses y
europeas.
Aun teniendo en cuenta todo lo anterior, si quisiéramos situar las raíces de todos los aspectos
problemáticos que rodean a las ideas de “América Latina” y del “arte latinomericano”,
tendríamos que remontarnos a 1492, a esa fecha que, como recordaba casi al principio de este
escrito, tan absurdamente se quiso “celebrar” en España hace muy pocos años, y que supuso el
encuentro traumático de toda una serie de tradiciones culturales autóctonas con la cultura
europea.
En algunas zonas del continente americano, particularmente en Mesoamérica y en los Andes,
se había llegado a un altísimo grado de florecimiento cultural, con formaciones estatales, y en
otras zonas había un complejo mosaico de formas de cultura y civilización. Todo ello fue
sumariamente destruido durante la Conquista y la Colonización. La pluralidad y riqueza cultural
del Continente quedó reducida al estereotipo homogeneizador del “indio”, del “salvaje”. De ahí
la asociación, que todavía perdura insidiosamente, de “América Latina” con lo primitivo, con lo
salvaje, aun entendido como algo primigenio.
Para acercarse de una forma verdaderamente abierta y no eurocéntrica al arte de las Américas
hay que comenzar reconociendo la riqueza de las tradiciones culturales autóctonas, la
intensidad de su proceso posterior de mestizaje con la cultura europea y, finalmente, su gran
diversidad: las diferencias que distinguen a las tradiciones nacionales de los países que se
fueron formando en el proceso de descolonización.
Sería así mucho más apropiado hablar, subrayando la pluralidad, de “arte de las Américas”, de
su riqueza y superposición o mestizaje de fuentes culturales diferentes, que de “arte
latinoamericano”. Aunque, lamentablemente, la fuerza homogeneizadora del mercado y de los
medios de comunicación pueda resultar, en este caso como en tantos otros, insuperable.
No obstante, y teniendo siempre en cuenta esa pluralidad y diferencias constitutivas, es
importante también subrayar que los artistas de Latinoamérica, y no sólo los de ahora: sino
desde el momento mismo en que la idea de “arte” viaja de Europa a América, actúan
habitualmente sin excusas culturalistas, con una libertad que está sedimentada en las obras, en
las experiencias mismas. Abiertos a la información del ancho mundo, pero lejos de la

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enfermedad historicista y de las modas vertiginosas que atenazan a muchos creadores en otras
latitudes.

3. Un mundo y un arte en transición: mestizaje y universalidad


Las condiciones de vida y cultura se han hecho en el mundo actual crecientemente complejas y
problemáticas. La idea de un curso uniforme y homogéneo de “la historia universal”, articulado
en el protagonismo de la cultura europea y su expansión en América del Norte, de lo que con
una expresión bastante discutible se suele llamar “Cultura Occidental”, resulta cada vez más
inaceptable.
Y sin embargo, simultáneamente, la tendencia a la unificación económica, política y
comunicacional del mundo, es sin duda uno de los rasgos definidores de esta época. Esa
dinámica de “globalización” avanza imparable, aun cuando frente a ella aparezcan también
elementos que la cuestionan.
El más importante de todos ellos es la reivindicación de la especificidad étnica o cultural.
Lamentablemente, su derivación reactiva en el plano político, cuando no su utilización
instrumental por élites o grupos de poder, ha dado lugar también al rebrote de los
nacionalismos particularistas que tan intensamente agitan el escenario geopolítico actual, con
su carga de violencia y pasionalidad.
Pero en un sentido filosófico y moral, esa reivindicación de la especifidad cultural opera como
el gran dique frente a los aspectos destructivos de la globalización. Como el elemento crucial
en el mantenimiento de la pluralidad de las tradiciones culturales de nuestro planeta. En
definitiva, de la preservación de su diversidad y riqueza antropológica.
La cuestión es particularmente relevante en lo que se refiere a América Latina. A pesar de la
diversidad de tradiciones étnicas y culturales, durante prácticamente el último siglo y medio la
idea de una especificidad cultural latinoamericana se ha convertido en un referente político y
cultural unificador en contraste con la cultura anglosajana de América del Norte, que tras el
hundimiento del bloque soviético es hoy la única potencia hegemónica en un plano mundial.
En esta situación, el arte: el conjunto de las artes, es quizás la piedra de toque de todo el
proceso, tanto por su capacidad para integrar la tradición y la novedad, como por su búsqueda
de la universalidad a partir de lo individual y lo particular. La dialéctica de la globalización y la
especificidad cultural tiene en el universo artístico uno de sus escenarios de contraste más
relevantes y decisivos.
Pero, ¿existe un espacio para la expresión de la diferencia cultural en las artes? El arte del siglo
veinte es indisociable de un proceso de “descubrimiento del otro”, al que se dio el nombre

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distorsionador de “arte primitivo”. Enfrentada a alternativas radicales en el terreno de la
representación, la mentalidad europea sólo supo acudir a la caricatura del bárbaro, el salvaje o
el primitivo como forma de aceptación de la diferencia.
Esa actitud etnocéntrica y asimiladora no pudo evitar, sin embargo, que los propios artistas
emplearan esas alternativas radicales para llegar a la transformación más profunda del arte de
Occidente nunca antes realizada. El llamado “arte negro y oceánico” permitió a la Vanguardia
clásica, con el ejemplo eminente de Picasso, eliminar el dogmatismo academicista y fusionar la
tradición creativa del clasicismo con procedimientos de representación enteramente diversos.
Y que, lejos de surgir de la mera “espontaneidad” encierran un intenso componente
intelectual, de elaboración mental.
La actitud de los artistas de vanguardia: fusión, mestizaje, con la que se abre el horizonte
artístico del siglo veinte, es en mi opinión el mejor estandarte del futuro del arte. El anuncio de
una “promesa” de enriquecimiento antropológico, de respeto a las diferencias culturales en el
terreno de la representación. Hay que tener en cuenta, no obstante, que esa promesa está
lejos de ser alcanzada en el terreno institucional, aunque en este caso como en tantos otros los
artistas van por delante.
Como señala Lucy Lippard (1990, 7), “las personas que 'cuidan' del arte son abrumadoramente
blancos, de clase media, y –en los escalones superiores– usualmente varones”, lo que implica
un cierto sentido de exclusión y exclusividad en sus pautas de actuación. Quizás habría que
corregir en parte la afirmación de Lippard, señalando que la presencia de mujeres en ese
entramado institucional es cada vez más importante. Pero, de cualquier forma, es cierto que
las instituciones artísticas tienden a marginar o excluir todo lo que no consideran computable o
integrable en términos de valoración. Aunque, a la larga, y fundamentalmente por motivos
económicos o políticos, las instituciones artísticas sean también capaces de asimilar y digerir
prácticamente “todo”.
Lucy Lippard (1990, 7) ha señalado igualmente, y en este caso comparto plenamente su punto
de vista, que “el etnocentrismo en las artes se contrapesa con una noción de Calidad que
'transciende los límites'”, y que “ha sido la cachiporra más efectiva” de la homogeneidad, de
una configuración globalizadora de las tendencias y las prácticas artísticas en un plano
internacional, a pesar de todos los intentos de plantear alternativas.
Aquí reside uno de los motivos principales, junto con la presión del mercado, de que el arte de
nuestro tiempo resulte a veces tan insatisfactoriamente igual, de un extremo a otro del
planeta, al menos en sus aspectos más superficiales: modas y tendencias en boga. Frente a
ello, me parece necesario reivindicar una actitud de “rescate ideológico”. Hay que impugnar
ese uso restrictivo y homogeneizante de la noción de calidad, así como mostrar su

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configuración distintiva en el marco de diferentes tradiciones culturales.
“Calidad” estética no es lo mismo independientemente de los contextos de cultura, entendidos
estos en un sentido antropológico. Y tampoco creo que sea posible seguir manteniendo en
nuestros días la ilusión de una fundamentación teórica o filosófica de los límites del arte, de la
distinción entre lo artístico y lo no artístico, con criterios meramente formalistas. Es decir, en
último término, idealistas y esencialistas: la categoría formal, idealista, de “Belleza”, tan
importante en todo el despliegue de la tradición cultural de Occidente, no puede ya hoy seguir
valiendo como eje de fundamentación de las prácticas artísticas.
El arte de nuestro tiempo se ve crecientemente confrontado con la necesidad de dar respuesta
al problema de la unidad y diversidad de las culturas humanas. Desde el mestizaje de la
representación que supuso el impacto del “primitivismo” en las vanguardias históricas, se ha
ido haciendo cada vez más evidente la necesidad de volver a definir qué significa universal y
qué particular en materia de arte.
Mucho más si se tiene en cuenta la incidencia del otro gran factor de modificación moderna de
las artes: la expansión de la tecnología, que emancipa los procesos de creación artística de la
manualidad, y abre un amplísimo registro de nuevos soportes y manifestaciones.
La convergencia de ambos factores: el mestizaje de la representación y la expansión de la
tecnología, permite comprender una dimensión importantísima de las características
expresivas del arte en esta época de transición hacia un nuevo siglo. Ya no hay géneros “puros”,
soportes sensibles delimitados y diferenciables desde un punto de vista semiótico, como se
pretendió desde el planteamiento clásico de G. E. Lessing en su Laocoonte (1766). Los artistas
de nuestro tiempo integran en sus obras los soportes y materiales más variados, junto con las
posibilidades creativas tradicionales, manuales, y los más diversos procedimientos
tecnológicos.
Es importante resaltar que, a estas alturas, el arte de hoy no puede ignorar las peculiaridades
estéticas de las culturas no occidentales. Y también que tan negativo como lo anterior sería su
mera asimilación institucional y mercantil. La época de la aldea global, de la universalización
comunicativa, presenta como factor concurrente el de la diferencia cultural. Las opciones son la
homogeneidad y la uniformización, o el mestizaje y el reconocimiento de la diversidad
antropológica.
Aunque siga persistiendo un discurso “lineal” e historicista predominante, que tiene como
soporte la tradición cultural y artística de Occidente, la nueva porosidad histórica, así como la
instantaneidad y accesibilidad comunicativas características de nuestro tiempo, permiten
sentar las bases para un acceso de “lo otro”, de “lo excluido”, a los canales globales de
comunicación y transmisión de cultura, y por tanto poner las condiciones de posibilidad de una

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presencia activa de lo diferente.
Es preciso volver a diseñar lo que consideramos arte a la luz de la diferencia y especificidad
culturales, si elegimos como objetivo avanzar hacia un proceso de mestizaje antropológico, de
mezcla y superposición. Aunque creo, no obstante, que avanzar en esa dirección debe suponer
también evitar con el máximo cuidado la mera autoafirmación particularista. La aplicación
mecánica de la contraposición centro/periferia en el universo artístico y cultural, aun en una
perspectiva pretendidamente crítica, me parece sumamente negativa.
Ciertamente, no faltan motivos para establecer analogías entre los procesos de centralización
política y económica y la circulación universal del capital con la centralización y circulación “del
arte”, que también tiene sus centros neurálgicos de poder, con lo que ello conlleva de
integración y uniformización. El rechazo de este último aspecto me parece, filosófica y
moralmente, indispensable.
Pero no basta con ello. Y mucho menos con asumir un discurso autorrestrictivo en defensa de
la “identidad” propia, que marginaliza y excluye aún más. Se trata de romper la cadena
“centro/periferia” en su mismo núcleo, asumiendo desde el particularismo cultural la más
intensa pretensión de universalidad.
Considero que la afirmación de la diferencia cultural en el arte es enriquecedora sólo cuando
se presenta con esa tensión tendente a ampliar, a reformular, lo que consideramos “universal”.
Es lo que podemos encontrar en algunos grandes escritores americanos: Jorge Luis Borges, José
Lezama Lima, o Derek Walcott, por ejemplo. Es difícil separar sus obras de las tradiciones
culturales en donde brotan. Y, simultáneamente, nada en las distintas tradiciones culturales de
la humanidad les es ajeno.
Es, también, el caso de los artistas plásticos más destacados de la vanguardia latinoamericana,
que cuenta ya con sus “clásicos modernos”, nombres suficientemente conocidos y reconocidos
en la actualidad, como por ejemplo Joaquín Torres-García, los muralistas mexicanos, Tarsila do
Amaral, Xul Solar, Armando Reverón, Tina Modotti, Rufino Tamayo, Wifredo Lam, Manuel
Álvarez Bravo, Antonio Berni, Roberto Matta, Lygia Clark, Jesús Soto, o Hélio Oiticica, entre
tantos otros. Artistas ejemplares, cuyo universo creativo se configura a través de la
yuxtaposición de memorias y realidades distintas, de la síntesis de tradiciones étnicas y formas
artísticas occidentales. De esa síntesis, unas y otras salen transformadas. Pero en un sentido
antropológico enriquecedor, realmente universalista. Como quizás es posible alcanzar sólo a
través del arte, con su intensa capacidad para articular lo diferente sin anularlo.
4. La patria imposible
La propia “cultura de Occidente” es el resultado de un largo proceso de síntesis y
superposiciones, de sincretismos, que fueron cristalizando a lo largo del tiempo. Y, por otro

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lado, “la pureza étnica o cultural” es un espejismo racista, no ha existido nunca: las diferencias
étnicas no presentan ningún determinante biológico crucial, más allá de ciertos aspectos
meramente superficiales: estatura, color de la piel, algunos rasgos faciales... La identidad étnica
de un grupo humano es siempre el resultado de un proceso cultural, simbólico.
En realidad, lo que sucede en el arte está profundamente ligado a la transformación de las
culturas humanas en nuestro mundo. Estamos experimentando un proceso en el que los
nacionalismos homogeneizadores se contraponen a un multiculturalismo por desgracia
frecuentemente concebido en términos de mera integración o uniformización. Tan inaceptable
es la exclusión de todo lo no homogéneo, como “el reparto” de tasas culturales. En ambos
casos, todo se hace equivalente, todo se nivela.
En la propia Europa, el retorno actual de los nacionalismos, en principio tan anacrónicos, está
ligado en buena medida a la desaparición de la Unión Soviética y de su sistema de poder
supranacional. La quiebra de la “satelización” soviética de los países europeos dio paso a la
reunificación de Alemania, o a transiciones democráticas en Polonia, Hungría y Checoslovaquia
conducidas en clave nacionalista. Lo mismo hay que decir de la posterior escisión pacífica de
las repúblicas Checa y Eslovaca, de las diversas luchas nacionalistas en la ex-URSS, o del
estallido de Yugoslavia, con su terrible e inacabable guerra y la aplicación de esa
monstruosidad llamada “limpieza étnica” por serbios y croatas. ¡Todo ello en el escenario
supuestamente “homogéneo” y “civilizado” de Europa...!
Es “el retorno de las patrias”. Una situación que, en buena medida, recuerda el desgarramiento
constante, las guerras y conflictos característicos de la historia europea, que alcanzaron su
punto máximo de inflexión en la experiencia de las dos guerras mundiales del siglo que acaba
de terminar.
En realidad, las políticas nacionalistas son la expresión de un desajuste. En el plano ideológico,
el nacionalismo implica la cristalización de unas pautas antropológicas de identidad que no
siempre tienen una correspondencia armónica con las estructuras económicas o políticas.
Sobre la base de la unidad biológica de nuestra especie, entiendo la identidad humana como
un proceso cultural, simbólico, en el que se puede diferenciar una serie de planos o niveles
superpuestos (Jiménez, 1984, 152-166). Distingamos, en primer lugar, la identidad individual: la
que se configura en el proceso de constitución del “yo” (que no es un dato “natural”, ni una
“sustancia” espiritual), en un contexto cultural determinado.
Más allá de la configuración simbólica del individuo, el espejo de la cultura forja otro nivel de
identidad, la identidad particular. Es ésta la que recubre a un conjunto de individuos cuya
identidad se establece como diferencia cultural frente al grupo, como particularismo.
Pongamos como ejemplos los grupos sexuales (hombres/mujeres), de edad o de parentesco, a

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través de los cuales se estructura la vida y la actividad en tantas culturas humanas. Y en el
mundo moderno, los particularismos derivados de la inserción en los distintos espacios del
proceso de producción: proletariado industrial, burguesía... O de las distintas opciones
sexuales: heterosexuales, gays, lesbianas...
Además de esos dos planos, los seres humanos forjan en su experiencia vital, en su inserción
en una tradición de cultura determinada y en unas relaciones sociales concretas, otras pautas
más generales de identidad. Es lo que llamo identidades étnica y política, que rara vez son
coincidentes en el decurso del mundo moderno, ocasionándose así el desajuste de “los
nacionalismos” al que antes hacía referencia.
El antropólogo noruego Fredrik Barth ha insistido en el papel central de la identidad en la
configuración de los “grupos étnicos”. Según Barth (1970, 11), el grupo étnico “cuenta con unos
miembros que se identifican a sí mismos y son identificados por otros”. Aunque pueden contar
con un concomitante territorial, los límites de los grupos étnicos son sociales, y su rasgo crítico
está constituido por la adscripción de los individuos, por su identidad étnica. Ésta se genera en
un ecosistema determinado, a partir de los procesos de producción y de adaptación
desarrollados por el grupo, y del lenguaje y del conjunto de creencias que articulan la tradición
cultural.
Pues bien, este concepto teórico de etnicidad viene a coincidir con lo que comúnmente
entendemos por “patria”. Que, a su vez, se reformula en un sentido político cuando pretende
ser o convertirse en una “nación”. Pero “patria” y “nación” no siempre coinciden. En realidad,
sobre el plano étnico de identidad, los procesos de escisión y estratificación social dan lugar a
un nivel aún más general de identidad, que es la que propongo caracterizar como política. Se
trata de una adscripción abstracta de identidad, que supone la existencia de la desigualdad o
jerarquización política, y su referencia simbólica es un centro de autoridad y de dominio que
alcanza su más intensa eficacia en el Estado moderno.
Las dimensiones individual, particular o étnica quedan integradas, subsumidas, y hasta cierto
punto negadas (casi en el sentido de la dialéctica hegeliana), en este nivel abstracto de
identidad. Que permite en su pretensión de universalidad el grado más alto de encubrimiento
de la escisión social, y de atribución a los seres humanos de una identidad homogénea y
puramente referencial. Este proceso llega a su máxima expresión con los estados nacionales de
los tiempos modernos, en los que podemos encontrar un mosaico de grupos étnicos
diferenciados, integrados históricamente por una fuerza política y militar centralizadora.
La abstracción generalizadora del derecho estatal, la ley del Estado, establece la “igualdad”
jurídica de los ciudadanos, en ruptura con los privilegios estamentales del antiguo régimen.
Pero ese paso, decisivo para el desarrollo de los sistemas económicos y políticos de los tiempos

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modernos, conlleva también una negación de los particularismos étnicos.
Es más, la tendencia a la homogeneidad abstracta que, además de su cristalización política en
el Estado, se ve fuertemente impulsada por la abstracción que igualmente caracteriza al
capitalismo como modo dominante de producción, abre paso a la formación de unidades
políticas supraestatales, que refuerzan aún más la centralización del sistema político, al tiempo
que favorecen la circulación del capital.
El rebrote de los nacionalismos, su resurgimiento actual, podría ser contemplado, desde esta
óptica, como un movimiento de defensa de la identidad étnica frente a la identidad política
superpuesta, estatal o supraestatal. La abstracción coercitiva del Estado supone para ciertos
grupos étnicos una experiencia de “pérdida de la patria”. Y de ahí su reivindicación. Y, en clave
política, la raíz de los “independentismos”, de la voluntad de formar un Estado propio por parte
de los pueblos que se consideran a sí mismos “naciones sin Estado”.
Aspectos todos estos sumamente relevantes en el caso de América Latina donde, por un lado, a
las “minorías étnicas indígenas” se les suele negar todavía, incluso hoy, su reconocimiento
como sujetos políticos, y donde, por otro lado, la institución estatal presenta en no pocos casos
una auténtica falta de solidez. Lo que hace que, en lugar de ser un auténtico garante del
dominio de la ley, de un pacto de convivencia entre iguales, actúe más bien como núcleo de
defensa de un sistema dependiente de poder y de los grupos sociales locales que operan como
gestores subordinados de ese sistema.
Pero entiéndase bien. Quiero sugerir que esas reivindicaciones de “la patria” a las que antes
aludía son un proceso reactivo, en el que se revela el deseo de dar una configuración política a
la identidad étnica, como vía de respuesta a presiones económicas y políticas. Más allá de los
rasgos étnicos constitutivos, la patria es, en el fondo, una imagen ideal. Un universo del que el
hombre moderno se siente arrojado, y al que, sin embargo, quiere retornar, sorteando dolor y
sacrificios. Y esto vale tanto para Europa como para América, estoy hablando de un rasgo
consustancial al ser humano.
La inversión de esa imagen, su contraperfil negativo: sin patria, atraviesa, con encarnaciones
diversas pero como una constante, los siglos diecinueve y veinte, y perdura también hoy
intensamente. La formación de nuevas naciones, los desplazamientos producidos por las
guerras, las migraciones y desplazamientos de todo tipo. La imagen de la muerte itinerante. El
sufrimiento: hambre, constricción de la naturaleza, enfermedad, de los que ni siquiera poseen
suelo propio. Es la imagen de los que no tienen patria. Los desplazados. Los “refugiados”, a
quienes nadie quiere.
Un ejemplo reciente: el éxodo de los kurdos de Iraq. Es otra muestra de los efectos
devastadores de la hegemonía técnica y militar de Occidente sobre los pueblos de la Tierra, y

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en concreto sobre el eufemísticamente llamado “Tercer Mundo”.
La estabilidad de Occidente, según el diseño hegemonista del proclamado “Nuevo Orden
Internacional”, no puede permitir una modificación de las fronteras en los focos sensibles de su
sistema de dominio, como se demostró con la Guerra del Golfo. Pero responde tan sólo con
una mirada distante o, a lo sumo, con un gesto de compasión cargado de mala conciencia ante
la tragedia de pueblos económica y políticamente inexistentes. Como los kurdos. Como ciertas
etnias y naciones africanas. Sin peso geopolítico determinante, podría casi decirse que el
continente africano ha sido abandonado a su “suerte”, relegado al olvido, prácticamente en su
conjunto.
El ideal racionalista del pensamiento ilustrado en el siglo XVIII, en el momento histórico de
inicio de la cultura moderna, había fijado como horizonte el declive de las patrias, una visión
“cosmopolita” de la historia. En esa visión, el hombre: “ciudadano del mundo”, superaría los
atavismos particularistas. El individuo podría “reencontrarse” con la especie. Immanuel Kant
(1784, 20), por ejemplo, formuló “la esperanza de que tras varias revoluciones de
reestructuración, al final acabará por constituirse aquello que la naturaleza alberga como
intención suprema: un estado cosmopolita universal, en cuyo seno se desarrollen todas las
disposiciones originarias de la especie humana.”
Auténtica “fé filosófica”. Se supone no sólo que “la naturaleza” tiene un finalismo, “una
intención suprema”, sino además que la mente filosófica ha sido capaz de identificarla como
“un estado cosmopolita universal”. Ese sueño de unidad y armonía no ha dejado, sin embargo,
de ir astillándose en los desgarramientos profundos: rebrote recurrente de los nacionalismos,
guerras, genocidios... que jalonan el inflamado decurso de los siglos diecinueve y veinte.
El sueño filosófico tenía un reverso trágico. La eliminación de las patrias no se ha producido
como culminación “natural” del destino de la civilización humana, sino a través de un
imparable proceso globalizador y expansivo de la economía y la técnica, que ha ido asimilando
o destruyendo los espacios naturales y las tradiciones de cultura que se interponían en su
camino.
El desarrollo tecnológico y el “progreso” económico han avanzado indisociablemente unidos,
actuando como los principales protagonistas del tipo de homogeneización hacia el que avanza
el mundo. La “planetarización” del sistema económico mundial ha buscado continuamente su
apoyo en la expansión de la técnica, como expresión de la voluntad de dominio de la
naturaleza. Y gracias a la antropología sabemos que en el contacto, más o menos conflictivo,
entre culturas diversas los sistemas de producción más potentes y la tecnología superior
cristalizan en unas relaciones de predominio. A través del colonialismo, con su economía y su
técnica, Occidente ha despojado a todos los pueblos de la tierra, en mayor o menor medida, de

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su “patria”. De sus raíces culturales y de su relación tradicional con su entorno natural.
La experiencia: la transmisión personal y circunstanciada de la sabiduría vital acumulada
durante generaciones, se ha ido empobreciendo. Y el silencio de las generaciones modernas no
brota ya del encuentro con la verdad, de la quietud reflexiva, sino de la pérdida o ausencia de
palabras, de lenguaje, la auténtica “patria del hombre”, como decía Fernando Pessoa.
¿Con qué términos, por ejemplo, describir la guerra de destrucción masiva? La primera
aplicación de la técnica industrial en la guerra de 1914-1918 llevó hasta el extremo, como hizo
notar Walter Benjamin (1933, 168), la indefensión del hombre “en un paisaje en el que todo
menos las nubes había cambiado”. “Entonces” –señala Benjamin– “se pudo observar que las
gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a
experiencia comunicable.”
La coerción y expansividad de ese sistema económico y técnico, y por ello también político, de
dominación han sido tan intensas que la más opaca y resistente homogeneidad caracteriza hoy
a las diversas culturas humanas, integrando y subordinando sus particularismos. Puesta al
servicio de “la comunicación”, la técnica ha hecho paradójicamente más pequeño y angosto el
mundo. En lugar de avanzar hacia la patria universal, vivimos cada vez más en una “aldea
global” (McLuhan y Powers, 1984), sin respeto por las diferencias. Donde todo gira hacia lo
uniforme.
Sabemos, también, que no hay vuelta atrás en las condiciones de vida que marcan las
estructuras económicas y el desarrollo de la tecnología. La actitud melancólica no lleva a otra
cosa que a la pasividad y a la impotencia. Se trata, por tanto, de intentar propiciar un giro
emancipatorio de la condición humana, apoyándose precisamente en la posibilidad de los usos
creativos de la tecnología y el crecimiento de las posibilidades de acceso a los canales de
información, algo que hacen viable hoy la tecnología digital y las redes mundiales de
comunicación. Por eso es importante el arte, el conjunto de las artes, con su fuerza de
integración de lo particular y lo general, donde se establece un auténtico modelo antropológico
de universalización no coactiva.
Pero, una vez más, se trata por ahora de posibilidades: la cuestión decisiva, tanto desde un
punto de vista político como moral, es quién detenta el control de los centros de decisión:
económicos, tecnológicos, políticos, comunicativos... La lucha por un mundo mejor se sitúa hoy
en una nueva frontera, frente a una esfera de poder sinuosa, inasible, supranacional, opaca,
globalizadora.
La economía, la técnica, las comunicaciones de masas, convertidas en instancias planetarias. La
transformación internacional de la naturaleza en artificio uniforme, como claramente indica la
expresión “recursos naturales”. El hombre contemporáneo vive sin raíces, ha sido desterrado

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de sí mismo. La “patria universal” del presente es la homogeneidad impuesta a las distintas
formas de experiencia y tradiciones de cultura. Ni los individuos ni las sociedades humanas
pueden vivir sin traumas un proceso similar. El hombre es un ser de diferencias. Y su
autoafirmación reclama el particularismo, el acento de lo propio.
Por eso, el sentirse extranjero, una nueva y radical condición de nomadismo profundo y
generalizado, define la situación de la vida contemporánea, impregnando a la vez
intensamente el universo de las artes. De nuestra interioridad más profunda brota la búsqueda
de raíces. La imagen del suelo nativo. De la patria. De la que, sin embargo, siempre nos
sentimos ausentes, lejanos.
Porque en realidad, es algo inalcanzable. Se trata, como escribió Ernst Bloch (1959, III, 501), de
“algo que a todos nos ha brillado ante los ojos en la infancia, pero donde nadie ha estado
todavía: patria.” Por eso, cuando de forma reactiva se pretende concretarla en una “nación”, en
una unidad política abstracta, se convierte en algo coercitivo y destructivo. De ello sabemos no
poco en la turbulenta historia de España y de América Latina.
La verdadera “patria” no está en ningún lugar, es inexistente. Es la imagen ideal del universo
feliz, que vive como un mito radiante en nuestra imaginación y en nuestra memoria. Pero su
existencia no es real. Ya lo lamentaba Friedrich Hölderlin en su Hyperion: “¡Ay! para el salvaje
pecho del hombre no hay patria alguna posible”.
A ese territorio luminoso no llegamos nunca. Como a Moisés, nos está vedado el acceso a la
tierra prometida. Pero además, en estos tiempos modernos de cultura laica, impregnados del
declive de lo sagrado, de la experiencia de “la muerte de dios”, sería también ilusorio albergar
la esperanza escatológica de una patria supraterrenal, identificada con el reino de los cielos.
La patria está en la búsqueda, y también en la añoranza de reposo que brota de nuestro
corazón solitario y errante. Porque la vida humana es, ante todo, itinerario. Estar siempre en
camino. Por eso, en el fondo, todos nosotros, seres humanos, somos como un kurdo sin patria,
íntimamente extranjeros en cualquier lugar de la tierra. Y por eso, frente a los nacionalismos,
con su carga implícita de destructividad, o el cosmopolitismo abstracto, encubridor de la
homogeneización y la globalización, la auténtica alternativa se sitúa en la reivindicación de una
especificidad cultural dinámica, no esencialista.
La crítica romántica del racionalismo abstracto de la Ilustración, de la época de las Luces, me
parece en este punto extraordinariamente vigente. La auténtica patria del hombre no tiene
perfiles geográficos ni fronteras. El sueño filosófico, cosmopolita, de una patria universal y
homogénea es un espejismo destructivo. La verdadera patria es la imagen de las diferencias
humanas, la diversidad de sentimientos, lenguajes y culturas. Los itinerarios plurales que

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trazamos en nuestro incesante caminar. Precisamente hacia la patria.

5. El protoplasma incorporativo del americano


Hay rasgos en las tradiciones culturales de América Latina que hacen de este gran universo
plural y diverso un ámbito especialmente favorable para poder asumir las grandes
transformaciones del arte y de la cultura a las que acabo de referirme. Las naciones
latinoamericanas proporcionan a sus artistas un ámbito en el que el mestizaje de la
representación puede llevarse sin complejos hasta las últimas consecuencias, les resulta algo
connatural. Lo que, unido a la creciente disponibilidad de acceso a las nuevas tecnologías,
permite pensar que el conjunto de las artes y la dinámica cultural de América Latina están en
condiciones de asumir un relevante protagonismo creativo en el escenario histórico que
vivimos de transición a un nuevo siglo.
Las culturas de América son el resultado de un prolongado, complejo entramado de síntesis, de
entrecruzamientos, de mestizaje. Y lo mismo puede decirse de su música, su literatura y sus
artes plásticas. Me parece muy acertado el punto de vista de Ángel Kalenberg, quien sostiene
que la dinámica del arte en América Latina se caracteriza por la capacidad de apropiarse de
todas las “formas” generadas en otros contextos culturales, pero cambiando y subvirtiendo sus
“sentidos”.
Esa dinámica de apropiación subversiva marca una característica propia, definitoria, del arte
procedente de América Latina, un rasgo de especificidad cultural del mismo, hablando en
términos generales. Lo que desde un planteamiento superficial podría considerarse “copia”,
“emulación” o, habitualmente, “retraso”, supone en realidad un proceso multiforme de
reabsorción y diálogo con todas las propuestas culturales del planeta.
Ir y venir. Un sentido nómada, desplazado, de la cultura. Esto explica la fuerza fecundadora del
viaje: físico y mental, de ida y vuelta, entre América y Europa, y después entre la América
Anglosajana y la América Latina, que aparece como un rasgo recurrente en las muy distintas
vertientes de las artes de Latinoamérica. Algo que intensifica su potencia de hibridación, la
fuerza de su mestizaje, su capacidad de integración universalizadora. Estoy hablando de lo que
el gran poeta José Lezama Lima (1957, 183) llamó “esa voracidad, ese protoplasma
incorporativo del americano”.
Ese “protoplasma incorporativo”, a través de un largo proceso de asimilación de formas y
subversión de sentidos, acabaría dando lugar durante el siglo veinte a un talante artístico
diferenciado de la tradición europea y estadounidense, pero en diálogo con ellas, desde la
especificidad social y cultural de los distintos países latinoamericanos. La voz plástica

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definitivamente propia es así una conquista contemporánea, se consolida a lo largo del siglo
veinte, en un audaz proceso de apropiacionismo cultural y estético, que se despliega no sólo en
las artes plásticas, sino también en la literatura o en la música, en todas las artes en su
conjunto.
Pero hay, además, todo un conjunto de signos que parece indicar que, por fin, en el siglo que
viene el arte de América Latina alcanzará en la escena internacional el rango que le
corresponde por su calidad y especificidad cultural. El final del eclipse intenta avanzar en esa
dirección, estableciendo un diálogo crítico y abierto en el arte actual de esa gran comunidad de
países y culturas. Diálogo “en”, y no con: diálogo que pretende formar parte, estar dentro, ser
cómplice. Al hacerlo, se trata también de propiciar un punto de encuentro, una plataforma de
comunicación y diálogo entre los artistas y las distintas situaciones del arte en las Américas
que, desafortunadamente, no mantienen entre sí suficientes instancias de intercambio y
conocimiento mutuos.
Las formas y tradiciones artísticas europeas irrumpieron hace ahora cinco siglos en América, en
el traumático proceso de encuentro de dos mundos enteramente diferentes. Desde entonces,
las diversas naciones de América han ido mostrando una intensa capacidad de asimilación de
las tradiciones culturales europeas, a las que sin embargo les dan un talante propio, un sesgo
diferente.
Probablemente sólo su entramado constitutivo, profundamente anclado en el mestizaje
cultural, explica esa capacidad de absorción de lo diverso característica del latinoamericano,
esa potencia “caníbal” o “antropofágica”, para hacer una referencia en este punto a Oswald de
Andrade. Fuera de América Latina es difícil encontrar un grado tan intenso de fusión de lo
nativo, lo europeo y lo criollo, en una síntesis además heterogénea y plural, diversa en las
distintas áreas culturales del Continente.
Ni Europa ni EE. UU. han sido capaces de comprender y aceptar en un plano de igualdad esos
rasgos distintivos de la identidad latinoamericana. Al contrario, lo habitual ha sido buscar una
relación de hegemonía política, económica y cultural, que ha marcado la dinámica de los
periodos colonial y neocolonial que los pueblos latinoamericanos se han visto obligados a
soportar.
En el plano específicamente artístico, el punto más avanzado de la sensibilidad europea y
estadounidense se situaba, indudablemente con la mejor buena fe pero a la vez con bastante
ingenuidad, en la valoración de América Latina como un territorio “originario” de cultura. Es
decir, como un espacio todavía virgen, no sometido a la censura de lo racional, y donde “la
imaginación” se convertía en la facultad humana dominante.
Obviamente, esta postura, cargada de paternalismo, implicaba un nuevo desplazamiento, hacia

21
los pueblos latinoamericanos, del estereotipo del “buen salvaje”, ignorando la importancia y
densidad de las culturas y civilizaciones autóctonas de América. Desgraciadamente el
estereotipo llega incluso hasta nuestros días, y además interiorizado por algunos escritores,
artistas y teóricos latinoamericanos, con esa fórmula banal y reductiva del “realismo mágico”,
que introduce una escisión entre fantasía y proceso histórico, legitimando implícitamente la
negación del protagonismo de América Latina en el escenario internacional.
Pero las cosas están cambiando. En mi opinión, la cuestión fundamental que hoy determina el
destino de las naciones de América Latina es el de una auténtica consolidación de la
democracia, en las vertientes política, social, económica y cultural. Es verdad que la historia
convulsa de esas naciones muestra toda una serie de rasgos: totalitarismo, caudillismo,
burocracia y fragmentación política y social, que ponen en cuestión la posibilidad de avanzar
hacia la democracia, y que a la vez remiten a la historia de las propias metrópolis de origen,
España y Portugal.
Sin embargo, con el cambio del marco geopolítico, con la desaparición del referente alternativo
del “bloque soviético”, y el creciente cuestionamiento internacional de las políticas de
hegemonía y dominación, parecen por fin darse las condiciones para una autentica
emancipación política, social, económica y cultural. Para una verdadera independencia de los
pueblos de América Latina, que supere definitivamente las ataduras coloniales y neocoloniales.
Obviamente, todo ello habrá de tener su correspondencia específica en la cultura y en las artes
de América Latina que, de cara al nuevo siglo y al nuevo milenio, se abren a unas perspectivas
en las que, lejos de ser consideradas manifestaciones “marginales”, “exóticas” o, en sentido
general, “dependientes”, deberán percibirse y conceptualizarse en toda su especificidad y
características distintivas.
En ese sentido, creo que resulta apropiado afirmar que estamos ante el final del eclipse que
hasta ahora nos impedía ver sin filtros distorsionadores la verdadera situación de América
Latina. El final del eclipse es una metáfora conceptual, con la que quiero indicar que por fin se
dan las condiciones históricas y políticas para una aproximación a las culturas y el arte de
América Latina, más allá de los lugares comunes, de la repetición de estereotipos ya gastados,
de la reducción a lo exótico. Este concepto-metáfora vertebra la propuesta de la exposición que
presentamos.
No se trata, como he indicado ya desde el principio de este texto, de una muestra de arte
“latinoamericano”, algo que como tal, como supuesta homogeneidad, no existe, más allá de las
pretensiones del mercado, o de los centros de gestión y poder del sistema internacional del
arte. Tampoco se trata de presentar una selección de obras y artistas a partir de criterios
geográficos o diplomáticos, donde todo el conjunto de las culturas y países que integran

22
América Latina estuviera, de un modo u otro, presente.
Tampoco busco establecer un catálogo, o una enumeración más o menos exhaustiva de
prácticas o tendencias, ni mucho menos intento fijar algo similar a un “canon”. Sí busco, y esto
me parece muy importante, una coherencia conceptual y propiciar la legibilidad de la muestra
por los muy diversos públicos que podrán acceder a ella, que sus líneas de sentido resulten
accesibles.
El propósito de la exposición es muy concreto: dar una imagen abierta y rigurosa, del arte que
procede de América Latina, centrándose en un conjunto significativo de artistas que, con sus
propuestas, abren vías o perspectivas de trabajo que resultan significativas en un plano
universal de cara al nuevo siglo en el que entramos.
Se trata también de subrayar que en el horizonte del nuevo siglo el arte que procede de las
Américas es arte sin más, lejos de cuestiones y planteamientos que durante el siglo XX han
obsesionado, y quizás limitado, su proyección, como los referentes a “la identidad”,
“centro/periferia”, “el realismo mágico”, “lo salvaje”, “lo exótico”, etc. Algo que los propios
teóricos latinoamericanos del arte han subrayado con claridad, como puede verse en la
recopilación de ensayos Más allá de lo fantástico, editada por Gerardo Mosquera (1995), y
también en el reciente texto del mismo “Good-bye identidad, welcome diferencia”, pendiente
todavía de publicación en estos momentos.
Mi propuesta se sitúa más allá de “la identidad” como fijación obsesiva, como determinante y
telos final de la obra. Atendiendo sin embargo a un concepto de identidad como trasfondo,
raíces antropológicas, como plano subyacente en una escala (en el sentido musical) de
deslizamientos e integraciones, de mestizaje e hibridación cultural, característica de la historia
de América Latina, pero aún más profunda si cabe en el marco de la transición del siglo veinte
al siglo veintiuno. Un concepto cuyas claves teóricas, filosóficas, he ido desgranando en el
desarrollo de este escrito.
Y otro matiz importante: en ningún caso apunta la muestra a una idea de “nuevo arte” de
América Latina. Se sitúa en las antípodas de toda pretensión de “descubrimiento” del otro, y
mucho más como “novedad”. Al contrario, se trata de establecer un contraste, un diálogo
expositivo y conceptual con trayectorias artísticas suficientemente sólidas y estructuradas.
Capaces por sí mismas de configurar y poner en pie claves y dimensiones de la intensa
transformación y metamorfosis que las artes y la cultura en su conjunto están experimentando
en esta época de transición.
Mi selección de obras y artistas se ha guiado ante todo por la idea de privilegiar propuestas de
alcance universalista, cuya modulación se sitúa en la última frontera estética. Es un arte que
cualquiera puede asumir como propio, dirigido a uno y todos los públicos, a un espectador sin

23
patria, en el sentido definido más arriba. Y se trata con ello, también, de mostrar a través del
arte hasta qué punto es inadecuado antropológicamente distinguir entre el “primer” y el
“tercer” mundo. Al menos en el terreno de las ideas y los sentimientos, donde hunde sus raíces
más profundas el arte, no hay más que “primer mundo”: lo humano tiene una única medida. Y
el arte es el mejor sismógrafo de las necesidades antropológicas y de sus oscilaciones.
Hablo de “alcance universalista”, de universalización, e intento contraponer esta idea a los
planteamientos de “globalización” del arte como mera integración jerarquizada de la
diferencia. La categoría universalización, con toda su latencia utópica, expresa la dinámica de
transformación de lo singular en universal, consustancial al arte. Planteo un uso filosófico
preciso de la categoría, como formulación de la pretensión de universalidad sobre la que se
fundamenta el juicio estético: la producción y la recepción estéticas configuran un círculo
específicamente humano, capaz de ir más allá de los determinantes concretos de situaciones y
experiencias, de trascenderlos.
La exposición pretende también servir de cauce para la toma en consideración, a través de un
conjunto de prácticas y propuestas artísticas, de la intensificación de su papel como sujeto
histórico de las distintas comunidades de América Latina. Centrándonos en el arte, se trata,
muy en particular, de incidir en lo que podríamos llamar una transformación de la mirada, en la
que lo latinoamericano deja de ser mero “objeto” de visión, para convertirse de forma
creciente en una forma de mirar, en protagonista, en sujeto de visión. Algo que, con toda la
diversidad de acentos y registros que los caracteriza, resulta común al conjunto de artistas y
piezas seleccionados.
El final del eclipse: el término eclipse designa la desaparición de un astro por la interposición
de un cuerpo entre ese astro y el ojo del observador, o bien entre ese astro y el sol que lo
ilumina. Por eso es sumamente preciso para lo que quiero indicar: no es que las culturas y el
arte de América Latina no hayan tenido durante siglos una calidad y un valor propios. Es que el
“cuerpo” de la ideología colonial y neocolonial impedía “verlo”, cuando se alcanzaba a verlo, de
un modo no distorsionado, directo.
El eclipse puede ser total o parcial, y gracias a ello las culturas y el arte de América Latina han
ido conquistando espacios de reconocimiento, aunque siempre de modo fragmentario o
excepcional: parcial. Pero ahora resulta posible intentar una aproximación directa a ese arte sin
la interposición de ningún cuerpo extraño que impida o altere nuestra visión. Una
aproximación que resulta clave para apreciar el estado actual del arte en el mundo de hoy.
Obviamente, tampoco se trata de la pretensión dogmática de la “visibilidad absoluta”. Hablo de
una aproximación directa en un sentido hermenéutico, de interpretación fiel y rigurosa,
evitando prejuicios y tomas de posición previas, de la realidad artística de Latinoamérica.

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Y hablo, en sentido recíproco, de la emergencia de un nuevo protagonismo de las culturas de
América, que con su “voracidad incorporativa” nos dan la mejor imagen anticipatoria del
definitivo entrecruzamiento de grupos étnicos y culturas, del mestizaje verdaderamente
consumado, diferencial y no globalizador, en el que se cifra la más intensa esperanza
civilizatoria del planeta, la más exigente desde un punto de vista ético, moral. Aunque todo ello
es, obviamente, una posibilidad abierta. Y por eso mismo susceptible de frustración.
El final del eclipse es un puente tendido hacia ese territorio aún no constituido, hacia esa
“patria” humana inmaterial, que provoca nuestro carácter irremisiblemente nómada,
itinerante.

Referencias
Fredrik Barth, ed. (1970): Ethnic Groups and Boundaries; Universitetsforlaget, Oslo. Tr. esp. de
S. Lugo; F.C.E., México, 1976.
Walter Benjamin (1933): “Experiencia y pobreza”, en: Discursos interrumpidos I. Tr. esp. de J.
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