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Escuela Scholem Aleijem

LENGUA Y LITERATURA

1° AÑO

2018

GÉNERO POLICIAL
Antología de cuentos
El Crimen casi perfecto

Roberto Arlt

La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido.
El mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche (la señora
Stevens se suicidó entre las siete y las diez de la noche) detenido en una comisaría por
su participación imprudente en un accidente de tránsito. El segundo hermano, Esteban,
se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta las nueve
del siguiente, y, en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento
del laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección
de dosificación de mantecas en las cremas.

Lo más curioso del caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la suicida
para festejar su cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó de traslucir su
intención funesta. Comieron todos alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se
retiraron.

Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la anti gua doméstica que servía
hacía muchos años a la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a
las siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que recibió de la señora Stevens fue que
le enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el portero
le entregó a la señora Stevens el diario pedido y el proceso de acción que ésta siguió antes de
matarse se presume lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones en las libretas donde
llevaba anotadas las entradas y salidas de su contabilidad doméstica, porque las libretas se
encontraban sobre la mesa del comedor con algunos gastos del día subrayados; luego se sirvió
un vaso de agua con whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio gramo de
cianuro de potasio. A continuación se puso a leer el diario, bebió el veneno, y al sentirse morir
trató de ponerse de pie y cayó sobre la alfombra. El periódico fue hallado entre sus dedos
tremendamente contraídos.

Tal era la primera hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas
pacíficamente en el interior del departamento pero, como se puede apreciar, este proceso de
suicidio está cargado de absurdos psicológicos. Ninguno de los funcionarios que intervinimos
en la investigación podíamos aceptar congruentemente que la señora Stevens se hubiese
suicidado.
Sin embargo, únicamente la Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El
whisky no contenía veneno. El agua que se agregó al whisky también era pura. Podía
presumirse que el veneno había sido depositado en el fondo o las paredes de la copa, pero el
vaso utilizado por la suicida había sido retirado de un anaquel donde se hallaba una docena de
vasos del mismo estilo; de manera que el presunto asesino no podía saber si la Stevens iba a
utilizar éste o aquel. La oficina policial de química nos informó que ninguno de los vasos
contenía veneno adherido a sus paredes.
El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las llamaba yo,
nos inclinaban a aceptar que la viuda se había quitado la vida por su propia mano, pero
la evidencia de que ella estaba distraída leyendo un periódico cuando la sorprendió la
muerte transformaba en disparatada la prueba mecánica del suicidio.
Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores para
continuar ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete de análisis, no
cabían dudas.
Únicamente en el vaso, donde la señora Stevens había bebido, se encontraba veneno. El
agua y el whisky de las botellas eran completamente in ofensivos. Por otra parte, la declaración
del portero era terminante; nadie había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó
el periódico; de manera que si yo, después de algunas investigaciones superficiales,
hubiera cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado, mis superiores no
hubiesen podido objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar el sumario significaba
confesarme fracasado. La señora Stevens había sido asesinada, y había un indicio que lo
comprobaba: ¿dónde se hallaba el envase que contenía el veneno ante s de que ella lo arrojara
en su bebida?

Por más que nosotros revisáramos el departamento, no nos fue posible descubrir la
caja, el sobre o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba extraordinariamente
sugestivo.
Además había otro: los hermanos de la muerta eran tres bribones. Los tres, en menos
de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron de sus padres. Actualmente sus
medios de vida no eran del todo satisfactorios.

Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su


conducta resultó más de una vez sospechosa y lindante con la presunción de un chantaje.
Esteban era corredor de seguros y había asegurado a su hermana en una gruesa suma a su
favor; en cuanto a Pablo, trabajaba de veterinario, pero estaba descalificado por la Justicia
e inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de haber dopado caballos. Para no morirse
de hambre ingresó en la industria lechera, se ocupaba de los análisis.

Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres
veces. El día del “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente
conservada, gruesa, robusta, enérgica, con el cabello totalmente renegrido. Podía aspirar a
casarse una cuarta vez y manejaba su casa alegremente y con puño duro. Aficionada a los
placeres de la mesa, su despensa estaba provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que
sin aquel “accidente” la viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese carácter
era capaz de suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba a cada uno
de los tres hermanos con doscientos treinta mil pesos.

La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las
labores groseras de la casa. Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada en
un procedimiento judicial.
El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana, hora
en que ésta, no pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por dentro con
cadenas de acero, llamó en su auxilio al encargado de la casa. A las once de la mañana, como
creo haber dicho anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del laboratorio de
análisis, a las tres de la tarde abandonaba yo la habitación donde quedaba detenida la
sirvienta, con una idea brincando en mi imaginación: ¿y si alguien había entrado en el
departamento de la viuda rompiendo un vidrio de la ventana y colocando otro después que
volcó el veneno en el vaso? Era una fantasía de novela policial, pero convenía verificar la
hipótesis.

Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente disparatada: la


masilla solidificada no revelaba mudanza alguna.

Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba (diré


una enormidad) no policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia de un
asesino sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos que había utilizado un recurso
simple y complicado, pero imposible de presumir en la nitidez de aquel vacío.

Absorbido en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis


conjeturas, que yo, que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whisky.
¿Cuánto tiempo permaneció el whisky servido frente a mis ojos? No lo sé; pero de pronto mis
ojos vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y un plato con trozos de hielo. Atónito
quedé mirando el conjunto aquel. De pronto una idea alumbró mi curiosidad, llamé al
camarero, le pagué la bebida que no había tomado, subí apresuradamente a un automóvil y me
dirigí a la casa de la sirvienta. Una hipótesis daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la
habitación donde estaba detenida, me senté frente a ella y le dije:

- Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky


con hielo o sin hielo?
-Con hielo, señor.
-¿Dónde compraba el hielo?
- No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en pancitos. –
Y la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez.- Ahora que me acuerdo,
la heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta. Él se encargó
de arreglarla en un momento.

Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida con el químico


de nuestra oficina de análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba en el
depósito congelador de la heladera y varios pancitos de hielo. El químico inició la operación
destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los pocos minutos pudo manifestarnos: - El
agua está envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua envenenada.

Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado. Ahora era un juego


reconstruir el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (defecto que localizó
el técnico) arrojó en el depósito congelador una cantidad de cianuro disuelto. Después,
ignorante de lo que aguardaba, la señora Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un
pancito de hielo (lo cual explicaba que el plato con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa),
el cual, al desleírse en el alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su alta concentración.
Sin imaginarse que la muerte la aguardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a leer
el periódico, hasta que juzgando el whisky suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los
efectos no se hicieron esperar.

No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en su casa.


Ignoraban dónde se encontraba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron que llegaría a
las diez de la noche.

A las once, yo, mi superior y el juez nos presen tamos en el laboratorio de la Erpa. El
doctor Pablo, en cuanto nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera
anatemizar nuestras investigaciones, abrió la boca y se desplomó inerte junto a la mesa de
mármol. Había muerto de un síncope. En su armario se encontraba un frasco de veneno. Fue
el asesino más ingenioso que conocí.

Arlt, Roberto (1940). El crimen casi perfecto. En AA.VV. (2012). Cuentos policiales argentinos.
Buenos Aires: Estrada.

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Jaque mate en dos jugadas

Isaac Aizemberg

Yo lo envenené. En dos horas quedaba liberado. Dejé a mi tío Néstor a las veintidós. Lo
hice con alegría. Me ardían las mejillas. Me quemaban los labios. Luego me serené y eché a
caminar tranquilamente por la avenida en dirección al puerto.

Me sentía contento. Liberado. Hasta Guillermo resultaba socio beneficiario en el asunto.


¡Pobre Guillermo! ¡Tan tímido, tan mojigato! Era evidente que yo debía pensar y obrar por
ambos. Siempre sucedió así. Desde el día en que nuestro tío nos llevó a su casa. Nos
encontramos perdidos en su palacio. Era un lugar seco, sin amor. Únicamente el sonido
metálico de las monedas.

-Tenéis que acostumbraros al ahorro, a no malgastar. ¡Al fin y al cabo, algún día será
vuestro!- bramaba. Y nos acostumbramos a esperarlo.

Pero ese famoso y deseado día se postergaba, pese a que tío sufría del corazón. Y si de
pequeños nos tiranizó, cuando crecimos colmó la medida.
Guillermo se enamoró un buen día. A nuestro tío no le agradó la muchacha. No era lo que
ambicionaba para su sobrino.

-Le falta cuna..., le falta roce..., ¡puaf! Es una ordinaria –sentenció.

Inútil fue que Guillermo se prodigara en encontrarle méritos. El viejo era terco y
caprichoso.

Conmigo tenía otra suerte de problemas. Era un carácter contra otro. Se empeñó en
doctorarme en bioquímica. ¿Resultado? Un perito en póquer y en carreras de caballos. Mi
tío para esos vicios no me daba ni un centavo. Debí exprimir la inventiva para birlarle
algún peso.

Uno de los recursos era aguantarle sus interminables partidas de ajedrez; entonces cedía
cuando le aventajaba para darle ínfulas, pero él, en cambio, cuando estaba en posición
favorable alargaba el final, anotando las jugadas con displicencia, sabiendo de mi prisa por
disparar al club, Gozaba con mi infortunio saboreando su coñac.

Un día me dijo con aire de perdonavidas:

-Observo que te aplicas en el ajedrez. Eso me demuestra dos cosas: que eres inteligente y
un perfecto holgazán. Sin embargo, tu dedicación tendrá su premio. Soy justo. Pero eso sí,
a falta de diplomas, de hoy en adelante tendré de ti bonitas anotaciones de las partidas. Sí,
muchacho, llevaremos sendas libretas con las jugadas para cotejarlas. ¿Qué te parece?

Aquello podría resultar un par de cientos de pesos, y acepté. Desde entonces, todas las
noches, la estadística. Estaba tan arraigada la manía en él, que en mi ausencia comentaba
las partidas con Julio, el mayordomo.

Ahora todo había concluido. Cuando uno se encuentra en un callejón sin salida, el cerebro
trabaja, busca, rebusca, escarba. Y encuentra. Siempre hay salida para todo. No siempre es
buena. Pero es salida.

Llegaba a la Costanera. Era una noche húmeda. En el cielo nublado, alguna chispa
eléctrica. El calorcillo mojaba las manos, resecaba la boca.

En la esquina, un policía me encabritó el corazón.

El veneno, ¿cómo se llamaba? Aconitina. Varias gotitas en el coñac mientras


conversábamos. Mi tío esa noche estaba encantador. Me perdonó la partida.

Haré un solitario –dijo-. Despaché a los sirvientes... ¡Hum! Quiero estar tranquilo. Después
leeré un buen libro. Algo que los jóvenes no entienden... Puedes irte.
-Gracias, tío. Hoy realmente es... sábado.

-Comprendo.

¡Demonios! El hombre comprendía. La clarividencia del condenado.

El veneno surtía un efecto lento, a la hora, o más, según el sujeto. Hasta seis u ocho horas.
Justamente durante el sueño. El resultado: la apariencia de un pacífico ataque cardíaco, sin
huellas comprometedoras. Lo que yo necesitaba. ¿Y quién sospecharía? El doctor Vega no
tendría inconveniente en suscribir el certificado de defunción. No en balde era el médico
de cabecera. ¿Y si me descubrían? Imposible. Nadie me había visto entrar en el gabinete de
química. Había comenzado con general beneplácito a asistir a la Facultad desde varios
meses atrás, con ese deliberado propósito. De verificarse el veneno faltante, jamás lo
asociarían con la muerte de Néstor Alvarez, fallecido de un sincope cardíaco. ¡Encontrar
unos miligramos de veneno en setenta y cinco kilos, imposible!

Pero, ¿y Guillermo? Sí. Guillermo era un problema, Lo hallé en el hall después de preparar
la “encomienda” para el infierno. Descendía la escalera, preocupado.

-¿Qué te pasa? –le pregunté jovial, y le hubiera agregado de mil amores: “¡Si supieras,
hombre!”.

-¡Estoy harto!– me replicó.

-¡Vamos!– le palmoteé la espalda- Siempre está dispuesto a la tragedia...

-Es que el viejo me enloquece. Últimamente, desde que volviste a la Facultad y le llevas la
corriente con el ajedrez, se la toma conmigo. Y Matilde...

-¿Qué sucede con Matilde?

-Matilde me lanzó un ultimátum: o ella, o tío.

-Opta por ella. Es fácil elegir. Es lo que yo haría...

-¿Y lo otro?

-Me miró desesperado. Con brillo demoníaco en las pupilas; pero el pobre tonto jamás
buscaría el medio de resolver su problema.

-Yo lo haría –siguió entre dientes-; pero, ¿con qué viviríamos? Ya sabes como es el viejo...
Duro, implacable. ¡Me cortaría los víveres!

-Tal vez las cosas se arreglen de otra manera... –insinué bromeando- ¡Quién te dice!
-¡Bah!... –sus labios se curvaron con una mueca amarga- No hay escapatoria. Pero yo
hablaré con el viejo sátiro. ¿Dónde está ahora?

Me asusté. Si el veneno resultaba rápido... Al notar los primeros síntomas podría ser
auxiliado y...

-Está en la biblioteca –exclamé-; pero déjalo en paz. Acaba de jugar la partida de ajedrez, y
despachó a la servidumbre. ¡El lobo quiere estar solo en la madriguera! Consuélate en un
cine o en un bar.

Se encogió de hombros.

-El lobo en la madriguera... –repitió. Pensó unos segundos y agregó, aliviado-: Lo veré en
otro momento. Después de todo...

-Después de todo, no te animarías, ¿verdad? –gruñí salvajemente.

Me clavó la mirada. Por un momento centelleó, pero fue un relámpago.

Miré el reloj: las once y diez de la noche.

Ya comenzaría a surtir efecto. Primero un leve malestar, nada más. Después un dolorcillo
agudo, pero nunca demasiado alarmante. Mi tío refunfuñaba una maldición para la
cocinera. El pescado indigesto. ¡Que poca cosa es todo! Debía de estar leyendo los diarios
de la noche, los últimos. Y después, el libro, como gran epílogo. Sentía frío.

Las baldosas se estiraban en rombos. El río era una mancha sucia cerca del paredón. A lo
lejos luces verdes, rojas, blancas. Los automóviles se deslizaban chapoteando en el asfalto.

Decidí regresar, por temor a llamar la atención. Nuevamente por la avenida hasta Leandro
N. Alem. Por allí a Plaza de Mayo. El reloj me volvió a la realidad. Las once y treinta y seis.
Si el veneno era eficaz, ya estaría todo listo. Ya sería dueño de millones. Ya sería libre... ya
sería asesino.

Por primera vez pensé en el adjetivo substantivándolo. Yo, sujeto, ¡asesino! Las rodillas me
flaquearon. Un rubor me azotó el cuello, subió a las mejillas, me quemó las orejas, martilló
mis sienes. Las manos transpiraban. El frasquito de aconitina en el bolsillo llegó a pesarme
una tonelada. Busqué en los bolsillos rabiosamente hasta dar con él. Era un insignificante
cuenta gotas y contenía la muerte; lo arrojé lejos.

Avenida de Mayo. Choqué con varios transeúntes. Pensarían en un beodo. Pero en lugar
de alcohol, sangre.
Yo, asesino. Esto sería un secreto entre mi tío Néstor y mi conciencia. Un escozor dentro,
punzante. Recordé la descripción del tratadista: “En la lengua, sensación de hormigueo y
embotamiento, que se inicia en el punto de contacto para extenderse a toda la lengua, a la
cara y a todo el cuerpo”.

Entré en un bar. Un tocadiscos atronaba con un viejo rag-time. Un recuerdo que se


despierta, vive un instante y muere como una falena. “En el esófago y en el estómago,
sensación de ardor intenso”. Millones. Billetes de mil, de quinientos, de cien. Póquer.
Carreras. Viajes... “Sensación de angustia, de muerte próxima, enfriamiento profundo
generalizado, trastornos sensoriales, debilidad muscular, contracturas, impotencia de los
músculos”.

Habría quedado solo. En el palacio. Con sus escaleras de mármol. Frente al tablero de
ajedrez. Allí el rey, y la dama, y la torre negra. Jaque mate.

El mozo se aproximó. Debió sorprender mi mueca de extravío, mis músculos en tensión,


listos para saltar.

-¿Señor?

-Un coñac...

-Un coñac... –repitió el mozo-. Bien, señor –y se alejó.

Por la vidriera la caravana que pasa, la misma de siempre. El tictac del reloj cubría todos
los rumores. Hasta los de mi corazón. La una. Bebí el coñac de un trago.

“Como fenómeno circulatorio, hay alteración del pulso e hipertensión que se derivan de la
acción sobre el órgano central, llegando, en su estado más avanzado, al síncope cardíaco...”
Eso es. El síncope cardíaco. La válvula de escape.

A las dos y treinta de la mañana regresé a casa. Al principio no lo advertí. Hasta que me
cerró el paso. Era un agente de policía. Me asusté.

-¿El señor Claudio Álvarez?

-Sí, señor... –respondí humildemente.

-Pase usted... –indicó, franqueándome la entrada.

-¿Qué hace usted aquí? –me animé a farfullar.

-Dentro tendrá la explicación –fue la respuesta, seca, torpona.


En el hall, cerca de la escalera, varios individuos de uniforme se habían adueñado del
palacio. ¿Guillermo? Guillermo no estaba presente.

Julio, el mayordomo, amarillo, espectral, trató de hablarme. Uno de los uniformados,


canoso, adusto, el jefe del grupo por lo visto, le selló los labios con un gesto. Avanzó hacia
mí, y me inspeccionó como a un cobayo.

-Usted es el mayor de los sobrinos, ¿verdad?

-Sí, señor... –murmuré.

-Lamento decírselo, señor. Su tío ha muerto... asesinado –anunció mi interlocutor. La voz


era calma, grave-. Yo soy el inspector Villegas, y estoy a cargo de la investigación. ¿Quiere
acompañarme a la otra sala?

-¡Dios mío! –articulé anonadado-. ¡Es inaudito!

Las palabras sonaron a huecas, a hipócritas. (¡Ese dichoso veneno dejaba huellas! ¿Pero
cómo...cómo?).

-¿Puedo... puedo verlo? –pregunté

-Por el momento, no. Además, quiero que me conteste algunas preguntas.

-Como usted disponga... –accedí azorado.

-Lo seguí a la biblioteca vecina. Tras él se deslizaron suavemente dos acólitos. El inspector
Villegas me indicó un sillón y se sentó en otro. Encendió con parsimonia un cigarrillo y
con evidente grosería no me ofreció ninguno.

-Usted es el sobrino... Claudio –Pareció que repetía una lección aprendida de memoria.

-Sí, señor.

-Pues bien: explíquenos que hizo esta noche.

Yo también repetí una letanía.

-Cenamos los tres, juntos como siempre. Guillermo se retiró a su habitación. Quedamos mi
tío y yo charlando un rato; pasamos a la biblioteca. Después jugamos nuestra habitual
partida de ajedrez; me despedí de mi tío y salí. En el vestíbulo me topé con Guillermo que
descendía por las escaleras rumbo a la calle. Cambiamos unas palabras y me fui.

-Y ahora regresa...
-Sí...

-¿Y los criados?

-Mi tío deseaba quedarse solo. Los despachó después de cenar. A veces le acometían esas y
otras manías.

-Lo que usted manifiesta concuerda en gran parte con la declaración del mayordomo.
Cuando éste regresó, hizo un recorrido por el edificio. Notó la puerta de la biblioteca
entornada y luz adentro. Entró. Allí halló a su tío frente a un tablero de ajedrez, muerto. La
partida interrumpida... De manera que jugaron la partidita, ¿eh?

Algo dentro de mí comenzó a botar como una pelota contra las paredes del frontón. Una
sensación de zozobra, de angustia, me recorría con la velocidad de un buscapiés. En
cualquier momento estallaría la pólvora. ¡Los consabidos solitarios de mi tío!

-Sí, señor... –admití.

No podía desdecirme. Eso también se lo había dicho a Guillermo. Y probablemente


Guillermo al inspector Villegas. Porque mi hermano debía estar en alguna parte. El
sistema de la policía: aislarnos, dejarnos solos, inertes, indefensos, para pillarnos.

-Tengo entendido que ustedes llevaban un registro de las jugadas. Para establecer los
detalles en su orden, ¿quiere mostrarme su libreta de apuntes, señor Álvarez?

Me hundía en el cieno.

-¿Apuntes?

Sí, hombre –el policía era implacable-, deseo verla, como es de imaginar. Debo verificarlo
todo, amigo; lo dicho y lo hecho por usted. Si jugaron como siempre...

Comencé a tartamudear.

-Es que... –Y después de un tirón-: ¡Claro que jugamos como siempre!

Las lágrimas comenzaron a quemarme los ojos. Miedo. Un miedo espantoso. Como debió
sentirlo tío Néstor cuando aquella “sensación de angustia... de muerte próxima...,
enfriamiento profundo, generalizado... Algo me taladraba el cráneo. Me empujaban. El
silencio era absoluto, pétreo. Los otros también estaban callados. Dos ojos, seis ojos, ocho
ojos, mil ojos. ¡Oh, que angustia!

Me tenían... me tenían... Jugaban con mi desesperación... Se divertían con mi culpa...


De pronto el inspector gruñó:

-¿Y?

Una sola letra, ¡pero tanto!

-¿Y?– repitió- Usted fue el último que lo vio con vida. Y además, muerto. El señor Álvarez
no hizo anotación alguna esta vez, señor mío.

No sé por qué me puse de pie. Tieso. Elevé mis brazos, los estiré. Me estrujé las manos,
clavándome las uñas, y al final chillé con voz que no era la mía:

-¡Basta! Si lo saben, ¿para qué lo preguntan? ¡Yo lo maté! ¡Yo lo maté! ¿Y qué hay? ¡Lo
odiaba con toda mi alma! ¡Estaba cansado de su despotismo! ¡Lo maté! ¡Lo maté!

El inspector no lo tomó tan a la tremenda.

-¡Cielos!– dijo -Se produjo más pronto de lo que yo esperaba. Ya que se le soltó la lengua,
¿dónde está el revólver?

-¿Qué revolver?

El inspector Villegas no se inmutó. Respondió imperturbable.

-¡Vamos, no se haga el tonto ahora! ¡El revólver! ¿O ha olvidado que lo liquidó de un tiro?
¡Un tiro en la mitad del frontal, compañero! ¡Qué puntería!

Aisemberg, Isaac (1953). Jaque mate en dos jugadas. En AA.VV. (2012). Cuentos policiales
argentinos. Buenos Aires: Estrada.

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Un día después

Vicente Battista

Miré una vez más la foto: una cara juvenil, de ojos grandes, labios sensuales y pelo
agresivamente negro. Era bonita, pero carecía de esa belleza de camafeo, armoniosa y
aburrida; tenía cierta capacidad seductora, a mitad de camino entre la inocencia y la
perversidad.
- Se llama Mercedes Gasset y va a estar en el hotel Los Faraones, el sábado, al mediodía.
Asentí con un ligero movimiento de cabeza. Me entregaron el cincuenta por ciento
de lo pactado y el pasaje de ida y vuelta. Dijeron que confiaban en mi, que el resto lo
recibiría al final del trabajo. Asentí otra vez y pregunté si habían pensado en algún sitio en
especial. Uno de ellos dijo que la Cueva de los Verdes podría ser el lugar adecuado y dijo
que no me costaría mucho llevarla hasta ahí. Realmente confiaban en mí, se lo agradecí y
comprendí que era hora de despedirse. En un par de días tendría que volar a Lanzarote
para encontrarme con esa tal Mercedes Gasset.
El vuelo fue tranquilo, debí soportar un compañero de asiento que había resuelto
mitigar su soledad, o el miedo a las alturas, contándome el encanto de las Islas Canarias.
Le concedí un par de monosílabos y simulé un sueño reparador, logré que me dejara en
paz. No me interesaban las islas y jamás había estado en Lanzarote, sólo tenía una vaga
referencia por un cuento, o cierto capítulo de novela, en donde un hombre se encontraba
con una mujer joven, para disfrutar del fin de semana. También yo iba a encontrarme con
una mujer joven, pero no iba a disfrutar del fin de semana; iba a matarla.
La vi en el lobby del hotel y cometí el error de no consultar la foto. Así, en persona,
el azabache de su pelo resultaba más inquietante. Miraba hacia uno y otro lado, indecisa,
buscando a alguien. Por fin se acercó a la barra y pidió un vaso de leche fría.
- No es el mejor modo de combatir la ansiedad -dije.
Me miró e hizo una minúscula sonrisa.
- ¿Quién te ha dicho que estoy ansiosa?
- No hay más que verte.
- ¿Psicólogo?

-Curioso.
Habíamos roto las barreras. Ella dijo que se llamaba Patricia y yo desconté que era
mentira. Le mentí que me llamaba Guillermo.
Establecidas las reglas del juego, entretuvimos la tarde hablando tonterías.
- Si me prometés cambiar la leche por un Rioja digno de nosotros -dije-, esta noche
cenamos juntos.
-¿Y si no?- preguntó.
- Nos encontraríamos para el café.
-Ya no tengo ansiedad -dijo y volvió a sonreír-. A las nueve, aquí mismo.
La vi marcharse. Esa mujer me gustaba más de la cuenta, y mi oficio prohíbe ese
tipo de gustos. Pensé que un whisky doble expulsaría el mal sentimiento, lo bebí de un
trago, pero la mujer me seguía gustando. Miré la hora, faltaban unos minutos para las
siete. Acaso dormir ayudaría, pedí la llave de mi habitación y ordené que me llamaran a
las ocho y media.
Fue puntual, virtud infrecuente en las mujeres jóvenes y bonitas. Venía caminando
con estudiada despreocupación, usaba un vestido de tela liviana que le acentuaba las
formas. Tuve la fantasía de que algunas horas después se lo iba a quitar. Simulé no verla y
no disimulé un gesto de admiración cuando estuvo a mi lado.
- Magnífica- dije por todo saludo y llamé al barman.

Ella dijo que no iba a beber. Le recordé la promesa que había hecho a la tarde y
prometió que sólo bebería vino, durante la comida. Parecía una niña obediente; fuimos
hacia la mesa.
Elegimos una exquisita carne de ternera, rociada con salsa de champiñones y
acompañada de arroz blanco. Supe que en la bodega del hotel había Vega Sicilia y no
vacilé: iba a ser la última cena de Mercedes y merecía rociarse con uno de los grandes
vinos del mundo. Lo gozamos hasta la última gota y sirvió para recrear nuestras mentiras.
Dijo que estaba en la isla con el propósito de recoger material para un futuro trabajo acerca
de la identidad canaria. Quiso saber de mí. Me inventé una profesión liberal y un
desengaño amoroso, dije que no quería hablar ni de una cosa ni de la otra. A la hora del
café y el coñac, le confesé que me gustaba más de la cuenta y por primera vez, a lo largo de
la noche, estaba diciendo la verdad.
Decidimos que fuese en mi cuarto. Comprobé que besaba como muy pocas mujeres
saben hacerlo. Estábamos de pie, junto a la cama y sólo nos iluminaba la luna; se oía el
ruido del mar, pero ni la luna ni el mar me importaron: toda mi atención estaba en ese
cuerpo magnífico, sin una sola mentira. Lo que sucedió en las horas siguientes no es fácil
de contar. Solo diré que di lo mejor de mí y supongo que recibí lo mejor de ella. Era una
pena quitar al mundo a una muchacha así. La abracé. Estuvimos unos minutos en silencio.
Con inocencia, le propuse una excursión a la Cueva de los Verdes, a la mañana siguiente.
Dijo que sí, feliz; no sabía que estaba firmando su sentencia de muerte.
Un simple estuche de máquina fotográfica fue el refugio ideal para la Beretta 7,65,
con silenciador incluido. Bebí un café sin azúcar, de camino a la Cueva de los Verdes.
Habíamos decidido encontrarnos ahí, a las diez de la mañana. La descubrí mezclada en un
contingente turístico. Seguimos al guía y nos enteramos de que estábamos ingresando en
una cueva formada por la lava volcánica trescientos años atrás. Era un túnel que se
prolongaba por kilómetros y kilómetros y del que apenas se habían explorado algunos
miles de metros.
-Alguna vez fue refugio de los guanches - dijo Mercedes, en voz baja.
- ¿Los guanches?
- Los primeros habitantes de la isla - completó.
Y ahora será tu tumba, pensé, con pena. Conseguí que cerrásemos la marcha de los
entusiasmados turistas y así anduvimos largo rato, entre las tinieblas. Unas pocas luces de
colores, puestas con astucia, y algunos temas de Pink Floyd le daban el toque
fantasmagórico que el sitio precisaba. Mis clientes habían sabido elegir el lugar: un
cadáver podría permanecer ahí por largo tiempo, hasta que el mal olor de su putrefacción
lo delatase. Pensé que ese cadáver iba a ser el de Mercedes y sentí un ligero malestar.
Decidí terminar el trabajo de una vez por todas y me detuve, con la excusa de ver algo. El
contingente siguió su marcha, ignorándonos. Comencé a abrir el estuche fotográfico.
-Aquí no se pueden sacar fotos -bromeó Mercedes.
-No pienso sacar fotos -dije. La Beretta en en mi mano obvió cualquier comentario.
-No entiendo- dijo Mercedes y había espanto en su sorprensa.
-No es necesario que entiendas -dije y alcé el arma.
- Hay un error -dijo, casi suplicante-. Tiene que haber un error. Espera que te lo explique.
Negué con la cabeza y recordé a De Quincey: “Si uno empieza por permitirse un
asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la
inobservancia del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas
para el día siguiente”. Dije que no podía dejarlo para el día siguiente, dije que en estos
casos nunca hay errores y apreté el gatillo. Se oyó un sonido corto y seco. Mercedes intentó
decir algo, pero todo quedó reducido a un gesto de dolor y sorpresa. En mitad de su
frente, casi a la altura de sus cejas, comenzó a bajar un hilo de sangre. Di un paso atrás y vi
cómo su bello cuerpo se derrumbaba para siempre. Con cariño la llevé hasta el rincón más
escondido de la cueva y la cubrí con cenizas de lava. Me sacudí las manos y la ropa,
comprobé que no había señales delatorias y caminé rápido hacia donde estaba el
contingente. Habían pasado menos de diez minutos. Nadie reparó en su ausencia: estaban
entretenidos jugando con el eco, una de las maravillas de esa cueva de la muerte.
Los pasos siguientes serían de pura rutina: debía desprenderme del arma homicida
y de la documentación fraguada, en Barcelona tendría tiempo de afeitar mi barba y tirar a
la basura los anteojos de falso documento. Entré en el hotel pensando en un whisky doble.
Pedía la llave de mi cuarto, cuando una voz femenina, sus palabras, paralizaron mi gesto.

-Me llamo Mercedes Gasset - dijo-, hay una reserva a mi nombre. Tenía que haber llegado
ayer.
Giré la cabeza y la vi: era mi víctima, la real, que venía con un día de atraso. Pensé
en Patricia, sola en la Cueva de los Verdes, cubierta de ceniza y de lava, y sentí un odio
feroz por esta impostora. Imaginé para ella un final innoble. Subí a mi cuarto y
pacientemente preparé otra vez la Beretta. El whisky doble quedaría para más tarde.

Battista, Vicente. (1992). Un día después. En AA.VV. (2012). Cuentos policiales argentinos.
Buenos Aires: Estrada.

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La pesquisa de don Frutos

Velmiro Ayala Gauna

Don Frutos Gómez, el comisario de Capibara-Cué, entró a su desmantelada oficina


haciendo sonar las espuelas, saludó cordialmente a sus subalternos y se acomodó
en una vieja silla de paja, cerca de la puerta a esperar el mate que uno de los
agentes empezó a cebar con pachorrienta solicitud.
Cuando tuvo el recipiente en sus manos, aspiró con fruición por la bombilla y
gustó el áspero sabor del brebaje en silenciosa deleitación.
―Ta güenazo… ―dijo dirigiéndose al agente―; vo no servirás pa melico porque
so más lerdo que tatú-carreta, pero pa cebar los verdes sos de mi flor…
―No me halaguée, comesario, que no soy denguna china… respondió el soldado
íntimamente complacido.
Al recibir el segundo mate lo tendió cordial hacia el oficial sumariante que leía con
toda atención, junto a la única y desvencijada mesa del recinto.
―¿Gusta un amargo?
―Gracias… ―respondió el otro―. Sólo tomo dulce.
―Aquí sólo toman dulces las mujeres… ―terció el cabo Leiva con completo olvido
de la disciplina.
―Cuando quiera su opinión se la solicitaré ―respondió fríamente el sumariante.
―Ta bien, mi ufisial ―respondió el cabo y continuó perezosamente apoyado
contra el marco de la puerta.
Luis Arzásola, que hacía cinco días apenas que había llegado de la capital
correntina a hacerse cargo de su puesto, en ese abandonado pueblecito, se revolvió
molesto en su asiento, conteniendo a duras penas sus deseos de sacar carpiendo al
insolente, pero don Frutos regía a sus subordinados con paternal condescendencia
sin reparar en graduaciones y no quería saber de más reglamentos que su
omnímoda voluntad.
Cuando él ya, en ese breve tiempo, le hubo expuesto en repetidas ocasiones sus
quejas por lo que consideraba excesiva confianza o indisciplina del personal, sólo
obtuvo como única respuesta:
―No se haga mala sangre m΄hijo… No lo hacen con mala intención sino de bruto
que son nomá… Ya se irá acostumbrando con el tiempo.
Para olvidar su disgusto siguió leyendo en su preciado libro de Psicología y
efectuando apuntes en un cuaderno que tenía a su lado, pero la mesa, que tenía
una pata más corta que la otra, se inclinaba hacia un costado y hacía peligrar la
estabilidad del tintero, que se iba corriendo lentamente y amenazaba terminar en el
suelo. Para evitarlo tomó un diario, lo dobló repetidas veces y lo colocó para
nivelar el mueble, debajo del sostén defectuoso. Luego siguió con la lectura
interrumpida.
―¿Qué pa está aprendiendo, che oficial? ―preguntó el agente mientras esperaba el
mate de manos del comisario.
―Psicología.
―¿Y eso pa qué sirve?
―Para conocer a la gente. Es la ciencia del conocimiento del alma humana.
El milico recibió el mate, meditó unos segundos y concluyó sentenciosamente:
―Pa mi ver eso no se estudea en lo libro. Pa conocer a la gente hay…
Vaciló un momento y afirmó:
―…hay que estudear a la gente.
Después se acercó al brasero que ardía en un rincón y empezó a llenar la calabaza
cuidando que el agua no se derramara y que formara una espuma consistente.
En eso estaban cuando Aniceto, el mozo de la carnicería, entró espantado.
―¡Don Frutos!… ¡Don Frutos!…
―¿Qué te ocurre, hombre? ―contestó el aludido y empezó a levantarse.
―Al tuerto Méndez…
―¿Sí?
―Lo han achurao sin asco… Ricién cuando le jui a llevar un matambre que había
encargado ayer, dentré a su rancho y ¡ánima bendita santa! lo encontré tendido n΄el
suelo, boca abajo y lleno ΄e sangre…
―¿Seguro pa que estaba muerto, chamigo?
―Seguro nicó don Frutos. Duro, frío y hasta medio jediendo con la calor que hace.
―Güeno, gracias, Aniceto. Andate nomá.
―¡Hasta luego, don Frutos!
―¡Hasta luego, Aniceto! ―respondió el funcionario y volvió a sentarse
cómodamente.
El oficial, que había dejado el libro, se plantó frente a su superior.
―¿Qué pa le pasa, m΄hijo?
―¿No vamos al lugar del hecho, comisario?
―Sí, enseguidita.
―Pero… ¡es que hay un muerto, señor!
―¿Y qué?… ―contestó el viejo ya con absoluta familiaridad―. ¿Acaso tené miedo
que se dispare?… Dejame que tome cuatro o cinco matecitos más, o de no, se me
van a desteñir las tripas.

Cuando, después de una buena media hora, arribaron al rancho de las afueras
donde había ocurrido el suceso, ya el oficial había redactado in mente el informe
que elevaría a las autoridades sobre la inoperancia del comisario, sus arbitrarios
procedimientos y su inhabilidad para el cargo. Creía que era llegada la ocasión
propicia para su particular lucimiento y para apabullar con sus mayores
conocimientos los métodos simples y arcaicos del funcionario campesino. Lo único
que lamentaba era haber olvidado en la ciudad una poderosa lupa, que le hubiera
servido de maravilloso auxiliar para la búsqueda de huellas.
Apenas a unos pasos de la puerta estaba el extinto de bruces contra el suelo.
―¡Andá! ―ordenó el comisario al cabo Leiva―. Abrí bien la ventana pa que
dentre la luz.
Éste lo hizo así y el resplandeciente sol tropical entró a raudales en la reducida
habitación.
Don Frutos se inclinó sobre el cadáver y observó en la espalda las marcas
sangrientas de tres puñaladas que teñían de rojo la negra blusa del caído.
―Forastero… ―gruñó.
Luego buscó un palito y lo introdujo en las heridas. Finalmente lo dejó en una de
ellas y aseveró:
―Gringo.
Se irguió buscando algo con la mirada y, al no encontrarlo, dijo al cabo:
―Andá, sacale laj rienda al rosillo qu΄es mansito y traémelas…
Cuando al cabo de un momento las tuvo en sus manos, midió con una distancia de
los pies del difunto hasta la herida y luego, transportándola sobre el cuerpo de
Leiva, alzó un brazo y lo bajó. No quedó satisfecho, al parecer, y, poniéndose en
puntas de pie, repitió la operación.
―¡Ajá! ―dijo―. Es más alto que yo, debe medir un metro y ochenta má o meno.
Inmediatamente se volvió al cabo y lo interrogó:
―¿Estuvo ayer el Tuerto en las carreras?
―Sí, pero él pasó la tarde jugando a la taba.
―¿Y le jue bien?
―¡Y de no! ¡Si era como nu hay otra pa clavarla ΄e güelta y media! ¡Dios lo tenga en
su santa gloria!… Ganó una ponchada de pesos. Al capatá΄e la estancia, a ese que le
dicen Mister, lo dejó sin nada y hasta le ganó tres esterlinas que tenía ΄e recuerdo;
el Ñato Cáceres perdió ochenta pesos y el anillo ΄e compromiso…
―Güeno, revisalo a ver si le encontrás la plata…
El cabo obedeció. Dio vueltas al cadáver y le metió las manos en los bolsillos,
hurgó en su amplio cinturón y le tanteó las ropas.
―Ni un vainte, comesario.
―A ver… Vamoj a buscar en la pieza, puede que lo haiga escuendido.
―Pero, comisario ―saltó impaciente el oficial―. Así van a borrar todas las huellas
del culpable.
―¿Qué güellas, m΄hijo?
―Las impresiones dactilares…
―Acá no usamo d΄eso, m΄hijo… Tuito lo hacemo a lo que te criaste nomá…
Y ayudado por el cabo y el agente, empezó a buscar en cajones, debajo del colchón
y en cuanto posible escondite imaginaron.
Arzásola, entretanto, seguía acumulando elementos con criterio científico, pero se
encontraba un poco desconcertado. En la ciudad, sobre un piso encerado, un
cabello puede ser un indicio valioso, pero en el sucio piso de tierra de un rancho
hay miles de cosas mezcladas con el polvo; cabellos, recortes de uñas, llaves de lata
de sardina, botones, semillas, huesecillos, etcétera. Desorientado y después de
haber llenado sus bolsillos con los objetos más heterogéneos que encontró a su
paso, dirigió en otro sentido sus investigaciones. Junto a la puerta y cerca de la
ventana encontró una serie de pisadas y, entre ellas, la huella casi perfecta de un
pie.
―¡Comisario! ―gritó―. Hay que buscar un poco de yeso…
―¿Pa qué, m΄hijo?
―Para sacarle el molde a esta pisada. El asesino estuvo parado aquí y dejó su
marca.
―¿Y pa qué va a servir el molde?
―Porque gracias a una ciencia que se llama Antropometría ―respondió
despectivamente y como dando una lección―, de esa huella se puede deducir la
talla de su dueño y otros datos…
―No te aflijás por eso. El creminal es un gringo, má o meno una cuarta más alto
que yo y dejuro que ha d΄estar entre la peonada ΄e la estancia ΄e los ingleses…
―¡Pero!… ―se asombró el oficial.
―Ya te explicaré más tarde, m΄hijo. Toy siguro qu΄el tipo estuvo en la cancha ΄e
taba y vido cómo el Tuerto se llenaba ΄e plata, dispué se adelantó y lo estuvo
esperando n΄el rancho. Quedó un rato vichando el camino, desde la ventana se
puso detrá ΄e la puerta. Cuando el pobre dentró l΄encajó una puñalada y en
seguida do más cuando lo vido caído.
―Así es, don Fruto… ―asintió el cabo―. Se ve clarito por las pisadas.
―Al verlo muerto le revisó loj bolsillo, le sacó tuitas las ganancias y se jue… Pero,
ya loj vamoj a agarrar sin la Jometría esa que decís.
En seguida, dirigiéndose al agente que lo acompañaba, ordenó:
―Andate a lo del carnicero y decile que te dea un cuero ΄e vaca y te emprieste ΄l
carro. Lo traés al Aniceto pa que te ayude, lo envuelven al finao, lo cargan y lo
llevan a enterrar… El pobre no tiene a naides que lo llore. Cuando venga el Pai
Marcelo pa la Navidá le haremos decir una misa…
―Ta bien, comesario.
Inmediatamente se volvió al oficial y al cabo Leiva y les dijo:
―Aura vamoj pa l΄estancia… Si me hace qu΄el infiel que ha hecho esta fechoría
debe d΄estar allí…

La estancia de los ingleses se encontraba más o menos a media legua del pueblo.
Además del habitual personal de servicio y peones, había en ella unas dos docenas
de obreros trabajando en la ampliación de unas alas del edificio.
Interiorizado el administrador del propósito que los llevaba hizo reunir, frente a
una de las galerías, a todo el personal. Hombres de todas clases y con los más
diversos atavíos se encontraban allí. Algunos con el torso desnudo brillante de
sudor porque el sol ya empezaba a hacerse sentir, otros en camiseta, blusas,
camisas de colores chillones, un inglés con breeches, un español con boina, un
italiano con saco de pana, etc.
―Poné a un lado a los gringos y a loj otros dejalos dir ―dijo don Frutos al oficial,
después de pasar su mirada por el grupo, y se sentó con el dueño de casa a
saborear un vaso de whisky.
Arzásola, a su vez, transmitió la orden:
―Los extranjeros que avancen dos pasos al frente.
Una decena de hombres se destacó de la masa.
El oficial, entonces, dirigiéndose a los otros, exclamó:
―Ustedes pueden retirarse.
Correntinos, misioneros, formoseños y de algunas otras provincias del norte se
alejaron murmurando entre dientes o contentos de verse libres de la curiosidad
policial.
De pronto el cabo Leiva se adelantó hacia un mocetón de pelo hirsuto y tez cobriza
que había quedado con los demás.
―¿Y vo, Gorgonio, qué hacés aquí?
―L΄ofisial dijo nicó que se quedásemo lo estranjero, pué.
―¡Qué pa a ser estranjero vo! Usté so paraguallo como yo, chamigo. Estranjero son
lo gringo, lo de las Uropas… ¡Andá de acá y no quedrás darte corte!
Y así diciendo lo sacó a empellones de la fila.
Don Frutos, entonces, se acercó a los restantes y después de observarlos, dijo:
―Lo do petiso ΄e la esquina y ese otro ΄e boina… váyanse nomá…
Frente a él quedaron el inglés, un par de italianos, algunos españoles y un polaco.
―A ver… ―continuó―. Muestren la cartera o plata que tengan…
En las callosas manos aparecieron carteras grasientas o pesos arrugados.
El inglés sin inmutarse, advirtió:
―Mi no tener una moneda.
Al oírlo, Arzásola se acercó a don Frutos y le dijo suavemente:
―Está mintiendo, me parece. Debe ser él y seguro ha escondido lo robado. Lo
habrá hecho para recobrar sus esterlinas.
―No ―le respondió el superior―. Ese no puede ser… Mirale los pieses…
El inglés permanecía firme y estático, mientras los otros, inquietos, se asentaban,
ora sobre un pie, ora sobre el otro.
―¿Ves, m΄hijo?… El mister puede estar mucho tiempo sin moverse mientras el que
estuvo allá dejó el suelo como pisadero p΄hacer lagrillos.
Se acercó a los hombres silenciosos y les revisó el dinero sin decir palabra.
Se retiró unos pasos atrás y dijo al oficial:
―El polaco, el italiano pelo ΄e choclo y lo doj gallego no han estado en la tabeada.
―¿Cómo lo puede asegurar?
―¿No viste que la plata d΄esos estaba limpia y lisa? La de esoj otro estaba arrugada
y sucia ΄e tierra. Cuando podás observar una partidita vaj a ver como los
tabeadores estrujan los billetes, loj hacen bollitos, los dueblan y loj sostienen entre
lo dedo, loj tiran al suelo, loj pisan, loj arrugan, etc. Uno de eso do debe ser. Se
acercó de nuevo a la fila y, pasándose el pañuelo por la cara, dijo:
―¿Ta apretando la calor, no?
Miró al italiano de saco de pana y le aconsejó paternal:
―Ponete cómodo… Sacate el saco.
―Estoy bien, gracias.
―Sacate el saco te he dicho ―ordenó, y luego siguió con tono protector―: Te va a
embromar la calor si no lo hacés…
A regañadientes obedeció el otro.
Apenas lo hubo hecho, cuando don Frutos ordenó al cabo:
―¡Metelo preso! Éste es el criminal…
Dando un rugido de rabia, el indicado llevó la mano a la cintura y la sacó
empuñando un pequeño y agudo cuchillo, pero el cabo, con rapidez felina, se
lanzó sobre él y lo encerró entre sus fuertes brazos, mientras el oficial,
prendiéndosele de la mano, se la retorció hasta hacerle caer el arma. En seguida,
ayudado por los otros peones, le ataron las manos a la espalda y lo arrojaron sobre
un carro que le facilitó el administrador para llevarlo al pueblo. Don Frutos recogió
el saco, lo estrujó poco a poco como buscando algo y, luego, con el mismo cuchillo
del detenido lo descosió a la altura del hombro y allí, entre el relleno, encontró
escondidas las monedas de oro y el anillo. Después volvió a la mesa a terminar el
whisky y agradecer al dueño de casa su colaboración, terminado lo cual la
comisión montó a caballo y emprendió el regreso.
Una vez que el preso quedó bien seguro en el calabozo, el comisario y el oficial se
acomodaron en la oficina.
Arzásola, impaciente, preguntó:
―Perdón, comisario, ¿pero cómo hizo para descubrir al asesino?
―Muy fácil m΄hijo… Apenas vi laj herida del muerto supe qu΄el culpable era
forastero.
―¿Por qué?
―Porque las heridas eran pequeñas y aquí naides usa cuchillo que no tenga, por lo
menos, unos treinta centímetros ΄e hoja. Aquí el cuchillo es un instrumento ΄e
trabajo y sirve pa carnear, pa cortar yuyos, pa abrir picadas n΄el monte y ande
clave deja un aujero como pa mirar al otro lao y no unoj ojalito como loj que tenía
el Tuerto. Dispué cuando le metí el palito adentro supe, por la posición, qu΄el golpe
había venido de arriba p΄abajo y me dije: Gringo…
―Cierto, yo lo oí… ¿pero cómo pudo saberlo?
―¡Pero m΄hijo! porque el criollo agarra ΄l cuchillo ΄e otra manera y ensarta de abajo
p΄arriba como pa levantarlo n΄el aire, pues.
―¡Ah!
―Dispué medí la distancia de los pieses a l΄herida y la marqué ΄en l΄espalda ΄l
cabo, alcé el brazo y lo bajé, pero daba más abajo. Entonces me puse en punta ΄e
pie y me dio maj omeno. Por eso supe qu΄el asesino era como cuatro dedos más
alto que yo y como mi medida, asigún la papeleta es uno y setenta, le calculé uno y
ochenta.
―Sí, pero, ¿cómo adivinó que había escondido las monedas y el anillo en el saco?
―Porque con la calor que hacía no se lo sacaba d΄encima. Pensé que debía ΄e tener
algo ΄e valor pa cuidarlo tanto y má me convencí cuando empezó a sacárselo y le vi
la camiseta pegada ΄l cuerpo por el sudor…
El agente entró con el mate y don Frutos se lo alargó al oficial.
―Servite m΄hijo. Aquí vaj a tener que aprender a tomarlo cimarrón.
Arzásola lo aceptó y dijo:
―Creo que voy a tener que aprender eso y otras cosas más.
Lo vació de tres o cuatro enérgicos sorbos y lo devolvió al milico, luego como la
mesa empezaba a tambalearse nuevamente, tomó el libro de psicología y lo puso
debajo de la pata renga.

Ayala Gauna, Velmiro. (1952). En AA.VV. (2012). Cuentos policiales argentinos.


Buenos Aires: Estrada.

El triple robo de Bellamore


Horacio Quiroga

Días pasados los tribunales condenaron a Juan Carlos Bellamore a la pena de cinco
años de prisión por robos cometidos en diversos bancos. Tengo alguna relación con
Bellamore: es un muchacho delgado y grave, cuidadosamente vestido de negro. Lo creo
tan incapaz de esas hazañas como de otra cualquiera que pida nervios finos. Sabía que era
empleado eterno de bancos; varias veces se lo oí decir, y aun agregaba melancólicamente
que su porvenir estaba cortado; jamás sería otra

cosa. Sé además que si un empleado ha sido puntual y discreto, él es ciertamente


Bellamore. Sin ser amigo suyo, lo estimaba, sintiendo su desgracia. Ayer de tarde comenté
el caso en un grupo.

—Sí —me dijeron—, le han condenado a cinco años. Yo lo conocía un poco; era bien
callado. ¿Cómo no se me ocurrió que debía ser él? La denuncia fue a tiempo.

—¿Qué cosa? —interrogué sorprendido.

—La denuncia; fue denunciado.

—En los últimos tiempos —agregó otro— había adelgazado mucho. —Y concluyó
sentenciosamente—: Lo que es yo no confío más en nadie.

Cambié rápidamente de conversación. Pregunté si se conocía al denunciante.

—Ayer se supo. Es Zaninski.

Tenía grandes deseos de oír la historia de boca de Zaninski; primero, la


anormalidad de la denuncia, falta en absoluto de interés personal; segundo, los medios de
que se valió para el descubrimiento. ¿Cómo había sabido que era Bellamore?

Este Zaninski es ruso, aunque fuera de su patria desde pequeño. Hablaba despacio
y perfectamente el español, tan bien que hace un poco de daño esa perfección, con su
ligero acento del norte. Tiene ojos azules y cariñosos que suele fijar con

una sonrisa dulce y mortificante. Cuentan que es raro. Lástima que en estos tiempos de
sencilla estupidez no sepamos ya qué creer cuando nos dicen que un hombre es raro.

Esa noche le hallé en una mesa de café, en reunión. Me senté un poco alejado, dispuesto a
oír prudentemente de lejos. Conversaban sin ánimo. Yo esperaba mi historia, que debía
llegar forzosamente. En efecto, alguien, examinando el mal estado de un papel con que se
pagó algo, hizo recriminaciones bancarias, y Bellamore, crucificado, surgió en la memoria
de todos. Zaninski estaba allí, preciso era que contara. Al fin se decidió; yo acerqué un
poco más la silla.

—Cuando se cometió el robo en el Banco Francés —comentó Zaninski— yo volvía de


Montevideo. Como a todos, me interesó la audacia del procedimiento: un subterráneo de
tal longitud ha sido siempre cosa arriesgada. Todas las averiguaciones resultaron
infructuosas. Bellamore, como empleado de la caja, fue especialmente interrogado; pero
nada resultó contra él ni contra nadie.

Pasó el tiempo y todo se olvidó. Pero en abril del año pasado oí recordar
incidentalmente el robo efectuado en 1900 en el Banco de Londres de Montevideo.
Sonaron algunos nombres de empleados comprometidos y, entre ellos,

Bellamore. El nombre me chocó; pregunté y supe que era Juan Carlos Bellamore. En esa
época no sospechabaabsolutamente de él; pero esa primera coincidencia me abrió rumbo,
y averigüé lo siguiente:

En 1898 se cometió un robo en el Banco Alemán de San Pablo, en circunstancias


tales que sólo un empleado familiar a la caja podía haberlo efectuado. Bellamore formaba
parte del personal de la caja.

Desde ese momento no dudé un instante de la culpabilidad de Bellamore.

Examiné escrupulosamente lo sabido referente al triple robo y fijé toda mi atención


en estos tres datos:

1º La tarde anterior al robo de San Pablo, coincidiendo con una fuerte entrada en
caja, Bellamore tuvo un disgusto con el cajero, hecho altamente de notar, dada la amistad
que los unía y, sobre todo, la placidez de carácter de Bellamore.

2º También en la tarde anterior al robo de Montevideo, Bellamore había dicho que


sólo robando podía hacerse hoy fortuna y agregó riendo que su víctima ocurrente era el
banco del que formaba parte.

3º La noche anterior al robo en el Banco Francés de Buenos Aires, Bellamore, contra


todas sus costumbres, pasó la noche en diferentes cafés, muy alegre.

Ahora bien, estos tres datos eran para mí tres pruebas al revés, desarrolladas en la
siguiente forma:
En el primer caso, sólo una persona que hubiera pasado la noche con el cajero
podía haberle quitado la llave. Bellamore estaba disgustado con el cajero casualmente esa
tarde.

En el segundo caso, ¿qué persona preparada para un robo cuenta el día anterior lo
que va a hacer? Sería sencillamente estúpido.

En el tercer caso, Bellamore hizo todo lo posible por ser visto, exhibiéndose, en
suma, como para que se recordara bien que él, Bellamore, pudo menos que nadie haber
maniobrado en subterráneos esa accidentada noche.

Estos tres rasgos eran para mí absolutos —tal vez arriesgados de sutileza en un
ladrón de bajo fondo, pero perfectamente lógicos en el fino Bellamore—. Fuera de esto,
hay algunos detalles privados, de más peso normal que los anteriores.

Así, pues, la triple fatal coincidencia, los tres rasgos sutiles de muchacho culto que
va a robar, y las circunstancias consabidas, me dieron la completa convicción de que Juan
Carlos Bellamore, argentino, de veintiocho años de edad, era el autor del triple robo
efectuado en el Banco Alemán de San Pablo, el de Londres y Río de la Plata de Montevideo
y el Francés de Buenos Aires. Al otro día mandé la denuncia.

Zaninski concluyó. Después de cuantiosos comentarios se disolvió el grupo;


Zaninski y yo seguimos juntos por la misma calle. No hablábamos. Al despedirme le dije
de repente, desahogándome:

—¿Pero usted cree que Bellamore haya sido condenado por las pruebas de su denuncia?

Zaninski me miró fijamente con sus ojos cariñosos.

—No sé; es posible.

—¡Pero ésas no son pruebas! ¡Eso es una locura! —agregué con calor—. ¡Eso no basta para
condenar a un hombre!

No me contestó, silbando al aire. Al rato murmuró:

—Debe ser así... cinco años es bastante... —Se le escapó de pronto—: A usted se le puede
decir todo: estoy completamente convencido de la inocencia de Bellamore.

Me di vuelta de golpe hacia él, mirándonos en los ojos.

—Era demasiada coincidencia —concluyó con el gesto cansado.


Quiroga, Horacio. (1904). El triple robo de Bellamore. En Lafforgue, Jorge (Comp.) (2003).
Cuentos policiales argentinos, Buenos Aires: Alfaguara.

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Cuento para tahúres

Rodolfo Walsh

Salió no más el 10 -un 4 y un 6- cuando ya nadie lo creía. A mí qué me importaba, hacía


rato que me habían dejado seco. Pero hubo un murmullo feo entre los jugadores acodados
a la mesa del billar y los mirones que formaban rueda. Renato Flores palideció y se pasó el
pañuelo a cuadros por la frente húmeda. Después juntó con pesado movimiento los
billetes de la apuesta, los alisó uno a uno y, doblándolos en cuatro, a lo largo, los fue
metiendo entre los dedos de la mano izquierda, donde quedaron como otra mano rugosa y
sucia entrelazada perpendicularmente a la suya. Con estudiada lentitud puso los dados en
el cubilete y empezó a sacudirlos. Un doble pliegue vertical le partía el entrecejo oscuro.
Parecía barajar un problema que se le hacía cada vez más difícil. Por fin se encogió de
hombros.

-Lo que quieran… -dijo.

Ya nadie se acordaba del tachito de la coima. Jiménez, el del negocio, presenciaba desde
lejos sin animarse a recordarlo. Jesús Pereyra se levantó y echó sobre la mesa, sin contarlo,
un montón de plata.

-La suerte es la suerte -dijo con una lucecita asesina en la mirada-. Habrá que irse a
dormir.

Yo soy hombre tranquilo; en cuanto oí aquello, gané el rincón más cercano a la puerta.
Pero Flores bajó la vista y se hizo el desentendido.

-Hay que saber perder -dijo Zúñiga sentenciosamente, poniendo un billetito de cinco en
la mesa. Y añadió con retintín-: Total, venimos a divertirnos.

-¡Siete pases seguidos! -comentó, admirado, uno de los de afuera.

Flores lo midió de arriba abajo.

-¡Vos, siempre rezando! -dijo con desprecio.


Después he tratado de recordar el lugar que ocupaba cada uno antes de que empezara el
alboroto. Flores estaba lejos de la puerta, contra la pared del fondo. A la izquierda, por
donde venía la ronda, tenía a Zúñiga. Al frente, separado de él por el ancho de la mesa del
billar, estaba Pereyra. Cuando Pereyra se levantó dos o tres más hicieron lo mismo. Yo me
figuré que sería por el interés del juego, pero después vi que Pereyra tenía la vista clavada
en las manos de Flores. Los demás miraban el paño verde donde iban a caer los dados,
pero él sólo miraba las manos de Flores.

El montoncito de las apuestas fue creciendo: había billetes de todos tamaños y hasta
algunas monedas que puso uno de los de afuera. Flores parecía vacilar. Por fin largó los
dados. Pereyra no los miraba. Tenía siempre los ojos en las manos de Flores.

-El cuatro -cantó alguno.

En aquel momento, no sé por qué, recordé los pases que había echado Flores: el 4, el 8, el
10, el 9, el 8, el 6, el 10… Y ahora buscaba otra vez el 4.

El sótano estaba lleno del humo de los cigarrillos. Flores le pidió a Jiménez que le trajera
un café, y el otro se marchó rezongando. Zúñiga sonreía maliciosamente mirando la cara
de rabia de Pereyra. Pegado a la pared, un borracho despertaba de tanto en tanto y decía
con voz pastosa:

-¡Voy diez a la contra! -Después se volvía a quedar dormido.

Los dados sonaban en el cubilete y rodaban sobre la mesa. Ocho pares de ojos rodaban
tras ellos. Por fin alguien exclamó:

-¡El cuatro!

En aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo. Encima de la mesa había
una lamparita eléctrica, con una pantalla verde. Yo no vi el brazo que la hizo añicos. El
sótano quedó a oscuras. Después se oyó el balazo.

Yo me hice chiquito en mi rincón y pensé para mis adentros: “Pobre Flores, era
demasiada suerte”. Sentí que algo venía rodando y me tocaba en la mano. Era un dado.
Tanteando en la oscuridad, encontré el compañero.

En medio del desbande, alguien se acordó de los tubos fluorescentes del techo. Pero
cuando los encendieron, no era Flores el muerto. Renato Flores seguía parado con el
cubilete en la mano, en la misma posición de antes. A su izquierda, doblado en su silla,
Ismael Zúñiga tenía un balazo en el pecho.
“Le erraron a Flores”, pensé en el primer momento, “y le pegaron al otro. No hay nada
que hacerle, esta noche está de suerte.”

Entre varios alzaron a Zúñiga y lo tendieron sobre tres sillas puestas en hilera. Jiménez
(que había bajado con el café) no quiso que lo pusieran sobre la mesa de billar para que no
le mancharan el paño. De todas maneras ya no había nada que hacer.

Me acerqué a la mesa y vi que los dados marcaban el 7. Entre ellos había un revólver 48.

Como quien no quiere la cosa, agarré para el lado de la puerta y subí despacio la escalera.
Cuando salí a la calle había muchos curiosos y un milico que doblaba corriendo la esquina.

Aquella misma noche me acordé de los dados, que llevaba en el bolsillo -¡lo que es ser
distraído!-, y me puse a jugar solo, por puro gusto. Estuve media hora sin sacar un 7. Los
miré bien y vi que faltaban unos números y sobraban otros. Uno de los “chivos” tenía el 8,
el 4 y el 5 repetidos en caras contrarias. El otro, el 5, el 6 y el 1. Con aquellos dados no se
podía perder. No se podía perder en el primer tiro, porque no se podía formar el 2, el 3 y el
12, que en la primera mano son perdedores. Y no se podía perder en los demás porque no
se podía sacar el 7, que es el número perdedor después de la primera mano. Recordé que
Flores había echado siete pases seguidos, y casi todos con números difíciles: el 4, el 8, el 10,
el 9, el 8, el 6, el 10… Y a lo último había sacado otra vez el 4. Ni una sola clavada. Ni una
barraca. En cuarenta o cincuenta veces que habría tirado los dados no había sacado un solo
7, que es el número más salidor.

Y, sin embargo, cuando yo me fui, los dados de la mesa formaban el 7, en vez del 4, que
era el último número que había sacado. Todavía lo estoy viendo, clarito: un 6 y un 1.

Al día siguiente extravié los dados y me establecí en otro barrio. Si me buscaron, no sé;
por un tiempo no supe nada más del asunto. Una tarde me enteré por los diarios que
Pereyra había confesado. Al parecer, se había dado cuenta de que Flores hacía trampa.
Pereyra iba perdiendo mucho, porque acostumbraba jugar fuerte, y todo el mundo sabía
que era mal perdedor. En aquella racha de Flores se le habían ido más de tres mil pesos.
Apagó la luz de un manotazo. En la oscuridad erró el tiro, y en vez de matar a Flores mató
a Zúñiga. Eso era lo que yo también había pensado en el primer momento.

Pero después tuvieron que soltarlo. Le dijo al juez que lo habían hecho confesar a la
fuerza. Quedaban muchos puntos oscuros. Es fácil errar un tiro en la oscuridad, pero
Flores estaba frente a él, mientras que Zúñiga estaba a un costado, y la distancia no habrá
sido mayor de un metro. Un detalle lo favoreció: los vidrios rotos de la lamparita eléctrica
del sótano estaban detrás de él. Si hubiera sido él quien dio el manotazo -dijeron- los
vidrios habrían caído del otro lado de la mesa de billar, donde estaban Flores y Zúñiga.
El asunto quedó sin aclarar. Nadie vio al que pegó el manotazo a la lámpara, porque
estaban todos inclinados sobre los dados. Y si alguien lo vio, no dijo nada. Yo, que podía
haberlo visto, en aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo, que no
llegué a encender. No se encontraron huellas en el revólver, ni se pudo averiguar quién era
el dueño. Cualquiera de los que estaban alrededor de la mesa -y eran ocho o nueve- pudo
pegarle el tiro a Zúñiga.

Yo no sé quién habrá sido el que lo mató. Quien más quien menos tenía alguna cuenta
que cobrarle. Pero si yo quisiera jugarle sucio a alguien en una mesa de pase inglés, me
sentaría a su izquierda, y al perder yo, cambiaría los dados legítimos por un par de
aquellos que encontré en el suelo, los metería en el cubilete y se los pasaría al candidato. El
hombre ganaría una vez y se pondría contento. Ganaría dos veces, tres veces… y seguiría
ganando. Por difícil que fuera el número que sacara de entrada, lo repetiría siempre antes
de que saliera el 7. Si lo dejaran, ganaría toda la noche, porque con esos dados no se puede
perder.

Claro que yo no esperaría a ver el resultado. Me iría a dormir, y al día siguiente me


enteraría por los diarios. ¡Vaya usted a echar diez o quince pases en semejante compañía!
Es bueno tener un poco de suerte; tener demasiada no conviene, y ayudar a la suerte es
peligroso…

Sí, yo creo que fue Flores no más el que lo mató a Zúñiga. Y en cierto modo lo mató en
defensa propia. Lo mató para que Pereyra o cualquiera de los otros no lo mataran a él.
Zúñiga -por algún antiguo rencor, tal vez- le había puesto los dados falsos en el cubilete, lo
había condenado a ganar toda la noche, a hacer trampa sin saberlo, lo había condenado a
que lo mataran, o a dar una explicación humillante en la que nadie creería.

Flores tardó en darse cuenta; al principio creyó que era pura suerte; después se
intranquilizó; y cuando comprendió la treta de Zúñiga, cuando vio que Pereyra se paraba
y no le quitaba la vista de las manos, para ver si volvía a cambiar los dados, comprendió
que no le quedaba más que un camino. Para sacarse a Jiménez de encima, le pidió que le
trajera un café. Esperó el momento. El momento era cuando volviera a salir el 4, como
fatalmente tenía que salir, y cuando todos se inclinaran instintivamente sobre los dados.

Entonces rompió la bombita eléctrica con un golpe del cubilete, sacó el revólver con aquel
pañuelo a cuadros y le pegó el tiro a Zúñiga. Dejó el revólver en la mesa, recobró los
“chivos” y los tiró al suelo. No había tiempo para más. No le convenía que se comprobara
que había estado haciendo trampa, aunque fuera sin saberlo. Después metió la mano en el
bolsillo de Zúñiga, le buscó los dados legítimos, que el otro había sacado del cubilete, y
cuando ya empezaban a parpadear los tubos fluorescentes, los tiró sobre la mesa.
Y esta vez sí echó clavada, un 7 grande como una casa, que es el número más salidor…

Walsh, Rodolfo (1987). Cuento para tahúres. En Lafforgue, Jorge (Comp.) (2003). Cuentos
policiales argentinos. Buenos Aires: Alfaguara.

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